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A GG le pegaron una paliza en el portal de su casa cuando salía a pasear con su mujer y sus hijos un domingo. Cuatro tíos grandes, con los brazos tatuados y camisetas sin mangas. Dos costillas, nariz y un brazo roto. Bastantes cardenales y la sangre suficiente como para que GG se desmayara. Aunque, por lo visto, lo que le hizo perder el conocimiento fue una terrible patada en el bazo propinada a sangre fría cuando ya estaba tendido en el suelo. Y digo por lo visto porque el asunto no estaba muy claro. Dos tipos trajeados hablaban en la cafetería del aeropuerto mientras yo tomaba una cerveza y leía el periódico. En un principio su cercanía me había molestado. Su conversación del tipo “la crisis de las hipotecas está provocando una fluctuación del mercado” y todo ese rollo económico pronunciado con voz grave e interesante de “eh, tío, mi corbata es de serie limitada” me tocaba la fibra. Estaba leyendo la crítica de un concierto de Wilco cuando se colocaron a mi lado y le pidieron a gritos dos cafés al camarero, que corría de un lado a otro tras la barra. No me gustaba la superioridad y el despotismo en ninguna de sus versiones. Y, sobre todo, no me gustaba que me molestaran cuando leía el periódico si no era por una buena causa. Pero después de unas cuantas frases sobre el mercado de valores surgió la historia de GG. Una buena historia. Las iniciales de GG respondían al nombre de Gonzalo García. Supuse que el tal Gonzalo se había encargado de que la gente le mentara de aquella manera. No era un apodo frecuente, respondía a la exclusividad y, a la vez, otorgaba cercanía. Era ridículo pero seguro que en algún libro de liderazgo e influencia se mencionaba esta técnica. El caso es que GG era el fundador y director de una compañía para la que trabajaban aquellos dos tipos. No me fue necesaria una descripción de su perfil para saber que era un padre de familia ejemplar, un gran profesional, un hombre respetado, admirado y forrado de dinero. Católico, por supuesto. Licenciado de expediente inmaculado con varios masters y cursos, don de lenguas y estancias en el extranjero. Miembro de un club exclusivo y habitual en los círculos empresariales más prestigiosos. Quizás varias intervenciones en los medios de comunicación más punteros del país y comprometido con la política (de derechas, por supuesto), pero todo esto eran conclusiones mías. El problema es que GG tenía un pito. Un pito y mucho poder. Ganaba el dinero suficiente para procurar a su familia una vida ostentosa y placentera. Ya se sabe: chalet con piscina, perros de raza, colegio privado para los chavales, ama de llaves, hobbys caros. Y robaba lo suficiente para que su mujer no se

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Òscar Jordán

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Page 1: Vuelos Bajos

A GG le pegaron una paliza en el portal de su casa cuando salía a pasear con su mujer y sus hijos un domingo. Cuatro tíos grandes, con los brazos tatuados y camisetas sin mangas. Dos costillas, nariz y un brazo roto. Bastantes cardenales y la sangre suficiente como para que GG se desmayara. Aunque, por lo visto, lo que le hizo perder el conocimiento fue una terrible patada en el bazo propinada a sangre fría cuando ya estaba tendido en el suelo. Y digo por lo visto porque el asunto no estaba muy claro. Dos tipos trajeados hablaban en la cafetería del aeropuerto mientras yo tomaba una cerveza y leía el periódico. En un principio su cercanía me había molestado. Su conversación del tipo “la crisis de las hipotecas está provocando una fluctuación del mercado” y todo ese rollo económico pronunciado con voz grave e interesante de “eh, tío, mi corbata es de serie limitada” me tocaba la fibra. Estaba leyendo la crítica de un concierto de Wilco cuando se colocaron a mi lado y le pidieron a gritos dos cafés al camarero, que corría de un lado a otro tras la barra. No me gustaba la superioridad y el despotismo en ninguna de sus versiones. Y, sobre todo, no me gustaba que me molestaran cuando leía el periódico si no era por una buena causa. Pero después de unas cuantas frases sobre el mercado de valores surgió la historia de GG. Una buena historia. Las iniciales de GG respondían al nombre de Gonzalo García. Supuse que el tal Gonzalo se había encargado de que la gente le mentara de aquella manera. No era un apodo frecuente, respondía a la exclusividad y, a la vez, otorgaba cercanía. Era ridículo pero seguro que en algún libro de liderazgo e influencia se mencionaba esta técnica. El caso es que GG era el fundador y director de una compañía para la que trabajaban aquellos dos tipos. No me fue necesaria una descripción de su perfil para saber que era un padre de familia ejemplar, un gran profesional, un hombre respetado, admirado y forrado de dinero. Católico, por supuesto. Licenciado de expediente inmaculado con varios masters y cursos, don de lenguas y estancias en el extranjero. Miembro de un club exclusivo y habitual en los círculos empresariales más prestigiosos. Quizás varias intervenciones en los medios de comunicación más punteros del país y comprometido con la política (de derechas, por supuesto), pero todo esto eran conclusiones mías. El problema es que GG tenía un pito. Un pito y mucho poder. Ganaba el dinero suficiente para procurar a su familia una vida ostentosa y placentera. Ya se sabe: chalet con piscina, perros de raza, colegio privado para los chavales, ama de llaves, hobbys caros. Y robaba lo suficiente para que su mujer no se diera cuenta al repasar las cuentas de sus noches de Don Perignom, putas de lujo y una cocaína de alta pureza que él, por supuesto, no probaba. Pero el ego de GG era grande. Los premios, las menciones especiales, los halagos y las palmaditas en la espalda de sus colegas y compañeros, no eran suficiente. De vez en cuando necesitaba conquistar y echar un polvo a la vieja usanza: sin pagar. Bueno, él no era tonto y sabía que ya no habría más polvos como aquellos de la universidad, cuando todavía no era nadie. Pero era mejor impresionar a una chica con su elegante forma de vestir, con su deportivo azul o con una cena en un lujoso restaurante que poner 500 dólares en la mesita de noche de una suite del Waldorf Astoria de Nueva York para una “señorita de alto standing” Por eso se fijó en aquella becaria de ojos verdes y pelo negro. Cuerpo turgente (natural) y 21 años de pura dinamita. Inteligente, ambiciosa y sensible a la vez. Así que pensó que unas cuantas frases en francés, un par de visitas a su despacho de la última planta de un rascacielos, desde el que se divisaba el mar, para hablarle de los progresos de su trabajo y del futuro que podría aguardarle en su empresa, serían suficientes. Pero hasta los tipos con suerte se dan de vez en cuando en una esquina. Cuando GG echó mano al tirante de su vestido la jodió. Y la debió de joder bien jodida, a juzgar por los quince días de hospital que le había recetado el novio de la becaria y tres colegas más que no debían tener nada que hacer aquella mañana.

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Joder, pensé mientras escuchaba la historia de boca de los dos tipos en la cafetería del aeropuerto. La crítica de Wilco podía esperar así que pedí otra cerveza con discreción al camarero que parecía más relajado y seguí pegando el oído. Lo peor no fue la paliza, al parecer. Lo peor fue que mientras los tipos vapuleaban al gran GG le iban explicando por qué lo hacían y enumeraban cada hostia con una frase de lo acontecido en aquel despacho. Así que su mujer y sus dos hijos, niña y niño, quince y diecisiete años respectivamente, iban confirmando la sospecha de que aquel hombre con el que compartían su vida era un extraño para ellos. Cerré los ojos y me imaginé el cuadro. Cuatro gorilas zumbando a un tipo en mitad de la calle de una urbanización de lujo ante dos chavales repeinados y asustados envueltos en lágrimas y una mujer entrada en carnes histérica chillando “que alguien me ayude”. Estaba dando las últimas pinceladas a mi boceto mental hasta que escuché “con lo buena que está la mujer de García más de uno se va a alegrar”. ¿Buena? ¿Alegrar? “Sí, sobre todo Roge” Me imaginé una goma de borrar gigante y eliminé a la señora mayor entrada en carnes de mi boceto. En su lugar coloqué a una rubia platino operada hasta las cejas pero no demasiado joven. Su hijo mayor tenía diecisiete años. Seguí pegando oreja. La conversación se activó de repente como si los dos tipos hubieran estado dando palos de ciego hasta ese momento para encontrar la senda. La senda era la señora García, que resultó no ser rubia, ni (aparentemente) operada, ni siquiera madre de los dos retoños de GG. La Señora en cuestión tenía treinta y cinco años, morena, de cuerpo estilizado y poderoso, ojos claros, educada pero distante en el trato y cuando uno de los interlocutores dijo que tenía las piernas más bellas que él había visto jamás, el otro asintió con la mirada perdida como si esa visión le atormentara. Cuanto más hablaban más jodido veía a GG. Ahora me enteraba de que su mujer había asistido con una pasividad absoluta a los hechos acaecidos aquella mañana de domingo. Las malas lenguas aseguraban que disfrutó de aquel instante. En un principio yo no lo creí pero cuando me enteré de que, además de las escayolas y los puntos de sutura, GG tenía una demanda de divorcio sobre la mesita de una cama de un hospital privado, me apunté a esa teoría. Para ella habría sido mejor que su marido se hubiera quedado allí. Un mal golpe, o un buen golpe, según se mire. Así hubiera obtenido un beneficio mayor y más limpio. Pero los hechos ocurridos constituían una base importante para que un buen abogado pudiera desnudar un poco la fortuna de GG y vestir la de su ex esposa, liberándola de aquel ser altivo y de aquellos dos mocosos que no paraban de dar problemas. Ahí entraba en juego el tal Roge. Un abogado argentino de la jet que, al parecer, se estaba tirando a la mujer de GG. Después de un rato más de conversación salpicado con frases lascivas y comentarios obscenos sobre la señora de GG, los dos tipos volvieron al debate económico de las hipotecas, las divisas y el mercado. Pensé que en cualquier momento retomarían el tema, pero uno avisó al otro de que faltaba media hora para que su avión despegara. Pidieron la cuenta de los cuatro cafés y dejaron diez euros. Observé cómo se alejaban entre risotadas, cediéndose el paso a la salida y dándose palmaditas en la espalda. Tras la barra no había nadie en ese momento. El camarero se había perdido por la puerta de la cocina.

Tuve que caminar tres manzanas para llegar a la calle Columbia. A esa hora era imposible aparcar. Hacía calor y todo el mundo estaba trabajando. Las dependientas de la frutería de la esquina se enfrentaban con dignidad a un montón de amas de casa inquietas y críticas con el precio de la fruta. La más joven me saludó con la cabeza cuando pasé. Le devolví el saludo llevándome la mano a la cabeza como hacen los militares. Después pasé por la pastelería de Lili. Me detuve un instante y asomé la cabeza.

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Allí estaba, trabajando sus bolas de masa. Llevaba una camiseta sin mangas y un pañuelo negro en la cabeza. Los músculos de sus brazos se contraían y se relajaban a cada movimiento. Estaba en forma la pequeña.- ¿Cuándo vas a dejar de pelearte con la harina? –dije acercándome a ella.- Cuándo tú sepas diferenciar una pasta brisa de un hojaldre – contestó con su acento francés.- Está bien. Dame uno de esos maravillosos eclairs que fabrican tus manos.- No, Martín –dijo sonriente.- ¿No? ¿Por qué? Te recuerdo que antes que amigo soy cliente. Y todavía no estoy borracho.- Los tiras en la papelera que hay delante del bar de Fran.Bueno, tenía razón. Yo no era de dulces. Pero pagaba. Y el negocio de Lili no iba demasiado bien.- ¿Quién te ha dicho eso?- Lo he visto yo. Con estos – respondió señalándose los ojos.- Sabía que antes o después te asomarías para verme el culo. A las mujeres os obsesiona el culo de los tíos.- En realidad me asomo para asegurarme de que llegas vivo al Vesuvio –apuntó con una sonrisa.- Sólo hay tres portales.- Suficiente para ti, Martín. - Vale, no me pongas ese eclair. Me conformo con un café solo.- Eso está mejor –dijo con satisfacción.- Si te sientes sola, aburrida, incomprendida, olvidada, menospreciada por la sociedad y la vorágine del capitalismo moderno, puedes pasarte luego a tomar una cerveza conmigo. Hoy invito yo. Si estás alegre y tienes ganas de bailar ya sería la hostia. - Lo pensaré. Pero sabes que cierro a las ocho y que cuando me paso por allí no te acuerdas de mi nombre.- Ummm… -murmuré sabiendo que, en parte, tenía razón. Cogí mi café y me senté en una de las mesas con mi periódico. Buscando las páginas de cultura para leer la crítica de Wilco, vi que esa noche ponían en la televisión una película de Jarmusch que no había visto. Tenía la sana costumbre de empezar a leer el periódico por la contraportada, evitando así el aluvión de política y economía con el que saturaban la lucidez del lector en las primeras páginas, aunque solía pasar la sección de televisión y radio. Leí el resumen que hacían de la película y pensé que podía ser interesante. Jarmusch era capaz de lo mejor y de lo peor. Ver algo de él era tirar una moneda al aire. Retrocedí hasta la crítica de Wilco cuando entró por la puerta Bass. - ¡Eh, Martín! Cuánto tiempo.- ¿Cómo vas, Bass?- Voy –respondió seco.- Yo prefiero estar. Se sentó a mi lado y le hizo un gesto a Lili con la mano guiñándole un ojo. Veinte segundos después había una cerveza sobre la mesa. Bass era una de las pocas personas que conocía capaz de beber más que yo. Era un buen borracho. Siempre vaciaba su última copa por completo y nunca perdía la compostura. Su única ocupación era beber. Cobraba una buena paga por invalidez que se administraba con sabiduría (aunque nunca supe qué tipo de invalidez padecía). Los primeros quince días del mes se le podía ver por el local de Fran y otros baretos de la zona. La segunda quincena se lo montaba encerrado en su casa con cerveza de tamaño familiar y botellas de segundas marcas. Después del día quince podías ir a visitarle. Su casa siempre estaba abierta. La única condición era que llevaras el alcohol que tú fueras a consumir, por lo menos. La primera vez que fui a verle, después de que Fran me contara su sistema, me preguntó por el telefonillo si llevaba algo de beber. Traigo unas birras, contesté. Cuántas son unas, preguntó.

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Eran seis. Joder, tronco, con eso no tienes ni para empezar, contestó. Entonces colgó. Así que fui a la tienda de Wang y compré doce latas más. Cuando volví me dio un abrazo al abrirme la puerta, guardó las birras en la nevera y me dijo que no tardaría en irse a la cama. Después de tomarnos tres latas cada uno me estaba despachando de su casa.- Dicen por ahí que te estás ventilando a la Francesa – me dijo mirando a Lili. Bass era un amante del conocimiento. No de cuestiones grandes o trascendentales, sino de las pequeñas cosas que sucedían a su alrededor. El barrio y los personajes que lo poblaban conformaban el pequeño universo por el que él divagaba siempre con una copa de más. Toda la información de la zona pasaba por él. Desde los típicos rumores hasta las últimas novedades quedaban registradas en su cabeza. Su carácter afable y su fama de borrachín le daban pie a la gente para contarle algunos de sus pequeños secretos. Era un maestro en el arte de sonsacar información.- También dicen que la tienes pequeña – le contesté.- Las malas lenguas… Lili nos observaba mientras seguía con su trabajo de una manera formidable. Pensé que no estaba nada mal que la gente pensara que me estaba tirando a aquel bomboncito. Pero yo era de los que preferían los hechos a las apariencias. Charlé un rato con Bass de las nuevas obras del metro y me fui. Eran las dos y media, así que decidí ir a comer algo al bar de Eusebio. Se me había olvidado preguntarle a Bass si era cierto que Eusebio reutilizaba las sobras de los platos. Era un rumor. La comida era casera, no estaba mal y resultaba económico. Tenía un vino de aceptable calidad y la chica que servía las mesas estaba de buen ver. Fran no abría hasta las cuatro y tenía hambre. Así que fui para allá. Después de saludar a Eusebio me senté en una de las dos mesas que había libres mientras la camarera retiraba las copas y el mantel que habían utilizado los clientes anteriores, a la vez que recitaba el menú del día como quien recita un poema aprendido de memoria. Aquella chica tenía un cuerpo precioso. Por algún extraño motivo creí que el rumor de la comida era cierto. Me tomé con calma la elección tratando de elegir el plato menos apetecible con la esperanza de que nadie lo hubiera pedido antes. Después pensé que eso podría ser peor todavía. En aquel momento me di cuenta de que había olvidado mi periódico en la pastelería de Lili. La televisión estaba a todo volumen dando las noticias deportivas. Cuando la camarera regresó con el mantel y los cubiertos limpios le dije que me daba igual qué comer. - Elige por mí. Lo que sea –le dije. Tenía las fuerzas suficientes para comerme la comida de otro.- Y vino. Mucho vino –añadí.

En el Vesuvio había una docena de clientes tomando el café y la copa de sobremesa. En una zona de la barra todavía descansaban algunas copas vacías de la noche anterior. Fran estaba lavando vasos encorvado sobre el fregadero de la barra mirándome. Me acerqué hasta allí mientras echaba un vistazo a una mesa en la que había tres chicas vestidas con el uniforme de un supermercado.- Salut, Fran- dije mientras me sentaba en uno de los taburetes.- ¿Qué tal tus vacaciones?- Tirando. Ponme un whisky con agua. Mucho whisky, poco hielo y agua del grifo, por favor.- ¿Del aeropuerto? – preguntó mientras se secaba sus manos con un paño.- Sí, del jodido aeropuerto.- ¿Y qué haces aquí?- Lo de siempre.

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Miré fijamente el chorro de whisky que caía sobre los dos hielos mientras se filtraba entre éstos. Tenía el color de una buena meada de resaca. Cuando la mitad del vaso estaba lleno Fran retiró la botella. - ¿Por qué sigues yendo? –preguntó mientras vertía el agua en el vaso.- Supongo que no tengo nada mejor que hacer. - Sé lo que es eso.- Sé que lo sabes. Por eso te lo cuento. Tomé un trago largo mientras Fran volvía a la faena. Entonces me acordé de la historia de GG y se la conté. - Es curioso. Tengo la sensación de haber escuchado ese nombre y algunos fragmentos de la historia antes –dijo pensativo.- Aquí viene mucho enchaquetado. Es posible que esos dos tipos hayan estado por el local.- Puede ser. Salen de la oficina locos por tomarse una buena copa y cotillear. - Pero sería una gran casualidad. Hay mucha gente en esta ciudad –comenté.- No hay grandes casualidades, Martín. A veces, incluso, dudo que existan las casualidades, a secas.- ¿Eso te ha enseñado la barra?- No. Eso me lo ha enseñado la vida –hizo una pausa y continuó-. Detrás de una barra puedes aprender a saber si una chica que llega sola viene a follarse a alguien o solamente a tomar una copa. Algo más, tal vez. Si un chico viene a ligar o a buscar pelea. Algo más, tal vez. Pero no tengo ganas de pensar.- ¿Resaca? –pregunté.- Pereza. Por la puerta del pub entró un aluvión de gente riendo y hablando a gritos. Tipos de traje y chicas con buenas piernas. Antes de que Fran les atendiera le dije que salía a comprar el periódico un momento. Apuré mi copa y salí al exterior. El día se estaba nublando por momentos. Fui hasta el quiosco que estaba cruzando el callejón. El quiosquero me dijo que se le había agotado así que fui a una papelería dos calles más allá. Compré el diario y un pequeño libro de pastelería que vi en el escaparate. De regreso al pub me encontré con Lucas. Lucas tenía un ojo de cristal y se ganaba la vida vendiendo lotería. Crucé algunas frases con él y le compré un cupón para el sorteo del día siguiente. Después me encontré con Bass en el portal de su casa. Iba cargado de bolsas y sudaba. Me ofrecí para ayudarle a subir la compra a su tercer piso sin ascensor sólo por el hecho de arañarle una o dos cervezas. Era algo personal. En un principio me extrañó que aceptara mi propuesta, pero aquellas bolsas pesaban un quintal. Cuando llegamos a la puerta de su apartamento me pregunté cómo había podido traerlas solo desde el supermercado. - Te ofrecería una birra pero están calientes- dijo abriendo una bolsa cargada de latas de cerveza. Era un hijo de puta tacaño de lo más taimado. Me dieron ganas de abrir la puerta de su nevera. Siempre guardaba un arsenal. Pero no tenía la confianza necesaria. Sopesé la situación mirando las latas fijamente. Una cerveza caliente podía ser demoledora partiendo de cero pero yo ya llevaba lo mío. Entonces le dije que me daba igual y me ventilé la birra mientras hablábamos de las obras del metro. Después bajamos juntos a la calle. Le pregunté si iba al bar de Fran pero me dijo algo de una fiesta. Todavía era día doce y tenía dinero, supuse, así que me despedí de él y tiré hacia el Vesuvio. Aquella cerveza caliente me había sentado como una patada en el estómago.

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Con el trasiego de bolsas había vuelto a olvidar mi periódico. Esta vez en casa de Bass. No creía en las maldiciones, ni en los lapsus freudianos, pero empezaba a pensar que lo de aquel día con el periódico no era pura casualidad, como me había dicho Fran. Deseché la idea de comprar un tercer periódico automáticamente. Mi presupuesto era de lo más ajustado y Wilco nunca fallaba. Todo lo que iba a leer eran las pajas mentales de un tipo que probablemente nunca hubiera visto una guitarra de cerca y sin ser siquiera periodista se dedicara a analizar esas cosas que cuando uno asiste a un concierto se pregunta por qué se le han pasado por alto haciendo que se cuestione su capacidad de atención y de síntesis. Hasta que uno va a los suficientes conciertos y lee sus correspondientes críticas para darse cuenta de que esos señores además de necesitar comer, necesitan aparentar que tienen un extraordinario cerebro capaz de captar cosas inalcanzables para el resto de los hombres. Cada cual se aseguraba el pan a su manera. Iba haciendo memoria de cuál fue el último concierto al que asistí (sin encontrar respuesta) cuando me topé otra vez con Lucas. - ¡Eh, Martín! Hoy llevo el gordo.- Te he comprado uno hace media hora –dije un poco molesto.- Vaya, te lo habré vendido con el ojo malo porque no recuerdo haberte visto hoy.- Claro –sentencié. Cada cual se aseguraba el pan a su manera, pensé mientras caminaba hacia el bar de Fran. Cuando entré en el Vesuvio, el cielo ya tenía el color de una piedra de afilar y comenzaban a caer las primeras gotas aunque el calor no desaparecía. El local estaba lleno. Me acerqué hasta la barra abriéndome hueco entre la gente y le pedí a Fran una cerveza y un chupito de tequila. Como era un cliente habitual, además de ser su amigo, tuve que esperar a que sirviera antes a todos los clientes aunque hubieran pedido más tarde que yo. Iba a decirme a mí mismo que cada cual aseguraba el pan a su manera, pero me decanté (en honor a mi madre) por pensar que donde hay confianza da asco. Andaba mirando las piernas de una pelirroja cuando llegó mi pedido. - Creo que al final de la barra están hablando de algo que te puede interesar –me dijo Fran al oído antes de dejar mis consumiciones y largarse a servir a otro cliente. Eché un vistazo en la dirección señalada. El bar estaba lleno y había mucha gente, pero alcancé a ver a dos tipos enchaquetados que charlaban airosamente. Si Fran decía que me podía interesar era porque me podía interesar. No era hombre de faroles ni de juicios erróneos. Le había partido la nariz a unos cuantos tipos más grandes que él, se había ligado a un puñado de mujeres de infarto y después de veinte años, dos grandes crisis, la prohibición de fumar, constantes subidas de impuestos y multitud de inspecciones comerciales y económicas, conseguía mantener su negocio con una rentabilidad más que digna. Di cuenta del tequila brindando mentalmente por Fran (ese era mi chico), agarré la birra y me desplacé entre el gentío hasta el final de la barra. Al lado de los dos fulanos había un mínimo hueco que tirando de codos y hombros amplié lo suficiente para conseguir una plaza. Los dos tipos se callaron de inmediato y me dirigieron una mirada que decía “¿de dónde ha salido este tío?” así que decidí disimular asomando mi cabeza por encima de la barra demandándole a Fran otro tequila que no tuve que esperar tanto. Mientras solventaba el chupito, el interés de los dos tipos por mí se desvaneció y prosiguieron con su conversación. Le metí duro a la cerveza para amainar los efectos del tequila y la terminé, así que asomé mi brazo por la barra agitando el botellín. Un minuto más tarde estaba servido otra vez.

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Uno de los dos tipos era alto, delgado y con el pelo rubio y rizado. El otro era de estatura media, moreno y con los rasgos faciales muy acentuados. Les di la espalda, pero me acerqué lo máximo posible para pegar oreja.- Habrá problemas con Vázquez –dijo el rubio.- No tendría por qué, pero si los hubiera bastaría con darle una pequeña parte del pastel –repuso el moreno con un acento argentino digno del barrio más viejo de Buenos Aires. - Es un moralista. Ya lo conoces. El solo hecho de proponérselo podría dar al traste con nuestros intereses. - Che, tranquilo. Hay formas y “formas”.- Claro. Tú sabrás. En cualquier caso tú eres el más interesado en que esto prospere –dijo el rubio.- Por supuesto, pero ya sabés que necesito contar con vos. Hubo una pausa. Yo continuaba de espaldas mientras me preguntaba por qué las mujeres nos acusaban a los hombres de ser incapaces de hacer dos cosas a la vez. En aquel momento estaba pendiente de una conversación, mirando a la puerta por si entraba Lili y, de camino, estudiando la anatomía de un grupo de cuatro chicas de manera individual y personalizada sin perderme un solo detalle. Levantar la cerveza y beber no lo consideraba algo que hacer. Eso venía de serie.- ¿Y qué nos garantiza que ella no hablará? –preguntó el rubio. El argentino soltó una sonora carcajada. - Vamos, ¿estás de broma? Es ella la que me lo ha propuesto.- Sí, lo sé. Pero si algo sale mal puede desentenderse del asunto. Ricitos de oro parecía preocupado.- Nada va a salir mal pero si así fuera ella no tendría escapatoria. Por eso es una operación tan segura –subrayó el argentino.- Bien, pero te repito que necesitamos a Vázquez. Si no conseguimos su información bancaria y fiscal, así como su lista del accionariado y otros detalles contables, no podremos hacerlo.- No te preocupés, socio. Te daré todo lo que necesitas. Vos sólo debés hacer lo que acordamos y tendrás tus cincuenta mil euros. ¿Cincuenta mil euros? Joder, me dije. Estos cabrones no estaban hablando de un partido de paddle.- ¿Conseguiste los números de teléfono que te pedí? –preguntó el moreno.- Sí, sí. Los tengo aquí.- Guardálos. Los necesitaremos más adelante.- ¿Cómo está él?- Sigue en el hospital, pero le queda poco para salir –dijo el Argentino en tono irónico.- Hay que ver, pobre Gonzalo, de rey del mundo a plebeyo apaleado –secundó el rubio con otra ironía.- ¿Pobre? Será pobre cuando terminemos con él. Ahora sigue siendo un hijo de puta millonario sin escrúpulos. Lili entró por la puerta en el mismo momento en el que se me encendió la luz y comprendí por qué Fran me había dicho que la conversación podía interesarme. Hasta ese momento no lo había tenido muy claro, pero me di cuenta de que el sujeto al que se referían los dos fulanos era el protagonista de la historia que había escuchado aquella mañana en el aeropuerto: El gran GG. El mismo que ahora yacía en el hospital bien jodido. La conversación había entrado en modo de espera y cuando quise darme la vuelta para que Lili no me reconociera, y ganar un poco de tiempo, ya era demasiado tarde. - Hola, Martín. - Hola, Lili –dije girándome otra vez.- Vaya, no pareces estar tan borracho como de costumbre.- Bueno, las apariencias engañan.

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- Ya. Tú eres todo apariencia. No sabía muy bien qué había querido decir con aquello, pero no quise darle más vueltas. Estaba muy guapa. Llevaba una camisa negra ceñida y una falda corta color crema. Iba enseñando piernas y se había maquillado. Cuando se alzó sobre la barra para pedirle algo a Fran me acerqué a ella para decirle que me pidiera otra cerveza. Olía a jabón fresco y a perfume. Lili me había despistado y cuando quise seguir el hilo de la conversación, me di cuenta de que los dos tipos se estaban despidiendo con un apretón de manos. - Nos vemos, Roge – dijo el rubio.- Te llamo cuando tenga novedades –contestó el argentino. Había escuchado ese nombre antes. Estaba borracho, pero haciendo un esfuerzo de memoria recordé la conversación del aeropuerto. Ese era el abogado argentino que se estaba follando a la mujer de GG. Tampoco era gran cosa, pensé mientras Lili me pasaba mi birra. - ¿Qué te parece ese tío? –le dije a Lili señalando con disimulo.- ¿Que qué me parece? – dijo mirando al argentino.- ¿Te parece guapo?- ¿A qué viene eso? –respondió algo nerviosa.- Es sólo una pregunta.- Creo que me equivocaba, Martín. Estás igual de borracho que siempre. Tenía razón, pero le hubiera formulado la misma cuestión si hubiera estado sereno. Además no comprendí demasiado bien su reacción nerviosa.- ¿Cómo ha ido tu día? –le pregunté mientras observaba al tal Roge camino de la salida.- Mal. Aburrido y poco productivo –respondió algo más calmada.- Vaya… El compinche de Roge seguía allí, terminando lo que parecía ser un gin-tonic aguado. Me ladeé discretamente para verle mejor la cara. Tenía los ojos claros y una barba rubia de dos días a juego con el pelo. Sacó su móvil de la chaqueta y comenzó a teclear un mensaje. A sus pies, pegado a la barra, había un maletín. - Son tiempos difíciles –le dije a Lili mirándola de nuevo.- Siempre lo son para una pastelería de barrio. Sobre todo si uno trata de hacer las cosas bien y no se conforma con vender pan. - Supongo. Pero te he traído un regalo para que amplíes tus horizontes –le dije entregándole el libro de pastelería que había comprado un rato antes.- ¡Oh! Gracias, Martín. Eres un sol –dijo apretándome un beso en la mejilla. Después nos quedamos callados mirando alrededor hasta que ella dijo:- Voy a saludar un momento a una clienta. Lili se acercó a una mujer que estaba a unos metros de nosotros y comenzó a charlar con ella. Yo volví a escrutar al rubio. El tipo terminó su bebida y le pidió la cuenta a Fran. Al sacar su cartera para pagar dejó un sobre doblado encima de la barra en el mismo momento en el que sonaba su teléfono. No alcancé a escuchar qué decía, había demasiado ruido en el local, pero parecía nervioso. Dejó quince euros sobre la barra y se largó a toda prisa cogiendo su maletín. Había olvidado el sobre. No sabía para qué quería yo aquello, en realidad hubiera preferido coger los quince euros, pero no iba a quitarle el pan a un amigo, así que agarré el sobre y me lo metí en el bolsillo como algo instintivo. Fui al baño y cuando salí de él me ubiqué en otra zona del bar. Por si al tipo le daba por regresar y porque había una mayor densidad de mujeres hermosas.

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Cuando sonó el despertador me quería morir. Pero eso no era algo nuevo. Aunque normalmente ese sentimiento procedía de la obligación de trabajar y en aquel momento se trataba de enfrentarme a mí mismo. Algo, si cabía, todavía peor que trabajar. Era jueves. Sólo me quedaban cuatro de los quince días de vacaciones que me habían dado en la fábrica. Una fábrica a la que no quería volver, pero de la que llevaba diez años sin poder escapar. Por más que me hubiese jurado que esta vez sería diferente, los días volaban sin poder dar el paso que me había propuesto desde hacía unos meses. Encendí un cigarro, preparé una cafetera y puse Tom Waits en mi ordenador mientras me duchaba rápidamente. Cuando salí, el café estaba listo y sonaba Cemetery Polka de Rain Dogs. Eran las nueve y veinte y ya hacía calor. Sólo estábamos en junio, pero cada vez los veranos eran más largos y más duros. En cualquier caso no me desagradaba. Yo era una especie de animalito tropical. Mientras tomaba el café y analizaba con detenimiento la piel de mis manos, me cuestionaba por enésima vez qué hacía allí, tan temprano, de vacaciones, sabiendo que mi plan era una estupidez y que además no tendría agallas para llevarlo a cabo. No podía seguir yendo todas las mañanas al aeropuerto con mi maleta para terminar emborrachándome en la cafetería mientras miraba despegar y aterrizar aviones, mientras pensaba en ella y en todas las cosas que habían pasado. Era absurdo. En cambio esta especie de ritual que había llevado a cabo todos los fines de semana de los últimos seis meses y todos los días de mis vacaciones, mantenía viva en mí la llama de una esperanza que, no por ser absurda, dejaba de ser esperanza. Apuré el café. Me vestí y recogí mis cosas. Al lado de mi cartera estaba el sobre que le había robado al fulano del bar la noche anterior. Aunque ya sabía qué contenía, lo guardé en mi bolsillo. Después agarré mi maleta y salí de casa. El coche estaba cerca pero hacía un calor del demonio. Tuve el presentimiento de que iba a ser un día duro.

Conocí a Bere una fría mañana de un sábado de diciembre en un centro comercial. Yo andaba buscando una tienda para comprar un mp4 nuevo, ella andaba, según me dijo después, solamente curioseando. La vi frente a un escaparate de una tienda de moda, tenía buena pinta. Esbeltas piernas, un culo respingón y el pelo negro. En un principio no pude verle la delantera ni su cara de ángel, pero me había quedado con su silueta en mi retina. Después de salir de la tienda de electrodomésticos, decidí hacer una parada en la cafetería del centro comercial para examinar el aparato que acababa de comprar y tomar la primera cerveza del día. Así que allí estaba yo con mi nueva adquisición, examinando los manuales y la garantía, comprobando que todo estuviera en orden (siempre me atrajeron los aparatos electrónicos). Le pregunté a la camarera si había algún enchufe en la sala para poder probar el cacharro. No podía esperar a llegar a casa y, en caso de que estuviera mal, me ahorraría el trayecto de ida y vuelta para cambiarlo. Me señaló una mesa y me dijo que allí estaba el único enchufe de la sala. Cuando me dirigí al lugar me di cuenta de que era ella. La reconocí por su melena larga y negra como el azabache. Estaba sentada en la misma mesa donde se encontraba el enchufe. Y aunque me incomodaba un poco la idea de molestar a nadie por un mero capricho, ya llevaba dos cervezas encima (de ayuno) y se trataba de una mujer. Llegué a la mesa y al posicionarme frente a ella, pude ver por primera vez los suaves rasgos de su tez morena. Las fabulosas piernas y el gran trasero ya tenían cara, pensé, lo que me obligó a echar un rápido vistazo a sus pechos, para completar la imagen.

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Debí tardar más de la cuenta, aunque siempre fui un rápido observador (sobre todo en cuestión de mujeres), porque ella me habló antes siquiera de que yo pudiera tomar aire. Buenos pechos, por cierto.- ¿Puedo ayudarle? - No, no. Bueno, sí. No, da igual… -en aquel momento pensé que era mejor probar el mp4 en casa que hablarle a una mujer así.- No. Sí. Da igual. Le veo un poco confuso. Tenía acento sudamericano aunque no podía concretar de dónde. Pero tenía razón: estaba confuso. Después de explicarle mis intenciones, desechó la idea de trasladarse a otra mesa y me permitió compartirla con ella. Yo me sentía un completo imbécil haciendo algo que hubiera hecho solo sin ningún tipo de problema. Se me había ido de las manos el asunto. No es que me incomodara tener delante a una mujer hermosa, por supuesto, lo que me incomodaba era estar allí como un adolescente con su regalo de reyes, mientras ella me observaba sin perder detalle. En aquel momento me arrepentí profundamente de haber tenido tan brillante idea. Por si fuera poco, el efecto de las dos cervezas había huido desesperadamente de la cabeza a los pies, que, tal vez por eso, me hormigueaban un poco.- ¿Qué música escucha? –preguntó.- La que viene de demostración. Ella rió como si hubiera contado un chiste buenísimo.- Claro –afirmó antes de pasarse la lengua por los labios y continuar-. Digo habitualmente. ¿Qué tipo de música le gusta? Me sentí un poco ridículo. Estúpido y desnudo. Y lo de estúpido tenía un pase, tal vez lo de desnudo también, pero las dos cosas a la vez eran insoportables. Aunque había formulado una pregunta con la que me sentía cómodo y estábamos en un bar. Eso era suficiente. Antes de seguir pensando, alcé mi mano y le pedí a la camarera una pinta de cerveza. No estaba para cañas. Tenía que hacerme fuerte cuanto antes.- Me gustan muchas cosas.- ¿Es ecléctico? –preguntó sonriendo todavía. Odiaba esa palabra. Siempre había pensado que tenía algo de pedante y pretencioso. - No soy ecléctico. Me gustan muchas cosas.- Bueno, eso es ser ecléctico. La miré fijamente.- Verá señorita. No me interesa en absoluto el rap, la música electrónica, la ópera, la copla o la música clásica. Tampoco soporto el pop ñoño y el ochenta por ciento de los cantautores me parecen un coñazo. Respeto el flamenco pero no me llega. Y desconfío de las versiones. Por ponerle sólo algunos ejemplos. Si eso es ser ecléctico… entonces, lo soy. La camarera llegó con mi pinta.- Vaya, para gustarle muchas cosas no está mal… Le metí a la pinta con sed. Ella permaneció callada mientras me miraba beber con una mezcla de diversión y curiosidad.- Es que el universo musical es muy grande –dije después del trago.- Por supuesto. Yo soy más ecléctica que usted. - ¿Por qué me tratas de usted?- Por educación, porque en mi tierra nos dirigimos de esta manera a los desconocidos y porque usted me ha respondido con el mismo trato.- Claro –afirmé sin saber por qué. Y allí seguimos charlando un buen rato hasta que, dos pintas después, ella me dijo que tenía que ir al hotel a recoger a su amiga para hacer turismo por la ciudad. Le recomendé un par de sitios de esos que no vienen en las guías turísticas y como ya estaba borracho le di mi número de teléfono por si necesitaba algo.

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Se llamaba Berenice y era de Puebla, Méjico. Tenía treinta y dos años, estaba como un queso de cabra y era inteligente. Además le gustaban los Beatles y, en especial, las canciones de Harrison (aunque ella no lo supiera). Se encontraba de vacaciones en la ciudad con una amiga. Sabía que no me llamaría, pero iba colocado y tenía tantas ganas de salir de allí para fumar que ni siquiera le eché un último vistazo mientras se perdía por el largo corredor del centro comercial.

Cuando llegué al aeropuerto hice la misma liturgia de siempre: me dirigí al mostrador para saber si quedaban plazas libres en el vuelo de la una a México D.F. pregunté el precio y me fui a la cafetería. De camino hacia allí me di cuenta de que algo estaba cambiando: Cada vez era más consciente de lo ridículo del asunto. Hacía meses que la relación entre Berenice y yo había terminado. Y empezaba a darme cuenta de que lo que me movía a hacer aquello ya no era amor, sino culpabilidad. Peor que matar es no enterrar a los muertos, me dije al entrar en la cafetería. Tuve mis opciones en su momento y si coger aquel avión hubiera tenido sentido alguna vez, no lo era, desde luego, ahora. Empecé a beber con más rapidez de lo habitual para tratar de llegar a ese estado de endiosamiento donde uno cree que todo es posible y saca las fuerzas necesarias para llevar a cabo tonterías como la que yo deseaba cometer cada sábado, y todos y cada uno de los días de mis últimas vacaciones. A este paso, iba a terminar con todo el dinero que había ido guardando para mi operación desastre. Beber en el aeropuerto era muy caro. A la tercera cerveza empecé a relajarme y a contemplar los aviones en la pista. Tuve la sensación de que podría pilotar uno, sólo por la familiaridad que había desarrollado con ellos en los últimos meses. Después empecé a rebuscar en mi interior con el fin de hallar la fuerza y la locura que me permitieran dar el paso para el que llevaba preparándome tanto tiempo. Pero allí no había nada. Todo lo contrario. Cada vez estaba más crecida y negra la mancha de la desesperanza. Tal vez ya no hubiera plazas, tal vez ya no pudiera pagar el billete, tal vez me arrepintiera en el aire y fuera peor el remedio que la enfermedad. O quizás se estrellara mi avión (aunque esto no me parecía tan malo). En aquel momento me acordé de una historia que solía contarme mi madre sobre Boabdil El Chico. “Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”. Aunque tal vez no fuera para tanto. Ni yo iba a llorar, ni había dios que defendiera ciertas cosas. Me acordé de GG. Tal vez para él sí que fuera como anillo al dedo la frase que la madre de Boabdil le había dicho a éste. Saqué el sobre del bolsillo y extraje con disimulo el folio de su interior. Cinco nombres con sus cinco correspondientes teléfonos. Eso es todo lo que había. Los examiné un par de veces con detenimiento como había hecho la noche anterior al llegar a casa, mientras pensaba para qué quería yo eso y porque lo había cogido. Aunque ya fuera tarde para devolverlo. Mientras esperaba mi última cerveza miré una vez más el papel. Era curioso, pero de los cinco nombres que había escritos sólo uno tenía el apellido. El resto eran nombres de pila. Además todos los teléfonos eran móviles menos ese, que era un fijo. Saqué mi teléfono. Lo guardé. Pensé que aquello era una estupidez, pero mirando a mi alrededor, viendo dónde estaba y, lo que era más importante, por qué, supe que mi vida no era más que eso: una gran estupidez. Tenía curiosidad. Qué coño. Sólo era una llamada de teléfono. Cogí el móvil y marqué el número.- Jardín botánico, buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?¿Jardín botánico? Esperaba otra cosa. Pensé en colgar pero para eso siempre había tiempo.- Buenos días, podría hablar con Andrés Lahoz.

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Se hizo el silencio. Y aquél silencio no me gustó nada, así que conté hasta tres y ante la ausencia de respuesta alguna, colgué. Necesitaba fumar y estaba cansado de tanto aeropuerto. Aunque siempre fuera el mismo. Así que salí afuera y encendí un cigarrillo. Cuando llegué al coche ya estaba sudando. Me metí dentro, puse el aire y un cd de Elliott Smith. Hacía un calor del demonio. Esto se acabó, me dije mirando la terminal número tres del aeropuerto. Esto se acabó, me repetí. Y arranqué mi Volkswagen para regresar a casa.

Como ya empezaba a ser costumbre, conduje por la autopista pensando en qué sería mejor: que me pusieran puntos en el cuerpo o que me los quitaran del carnet. Elegía los del cuerpo, pero estos (en mi estado) conllevaban los del carnet. Entonces recordé el chiste de Makolo. Y me vi a mi mismo como un completo idiota. Nunca fui demasiado inteligente, me dije mientras observaba en mi espejo retrovisor las líneas de la carretera. Pero había que vivir con lo que se tenía. No quedaba otra. O uno se volvía loco. Llegué al barrio en muy poco tiempo, así que tenía dos opciones: irme a casa y esperar para acompasar los tiempos cotidianos o dirigirme a la pastelería de Lili directamente y pasar allí más tiempo que el que pasaba normalmente. Aparqué más cerca que de costumbre y tiré directo hacia la pastelería. - ¡Bon jour, madamoiselle! –dije mientras me acercaba al mostrador.- Hola, Martín – respondió Lili con aire distraído.- ¿Qué pasa?- Nada. No pasa nada. ¿Un expreso doble?- Sí. Sin azúcar.- Claro. Eres un tipo duro. Los chicos malos no necesitan endulzar su vida. ¿Para qué? Maricanadas. No sabía si había querido decir mariconadas o americanadas. Pero me decanté por lo primero. Lo que sí que alcancé a comprender es que estaba mosqueada conmigo, sin necesidad de que me lo dijera. Sabía leer entre líneas. Agarré mi taza y me dirigí a una mesa dándole las gracias. No quise decir nada más por dos motivos: primero, porque cuando yo estaba cabreado necesitaba que me dejaran mi espacio y quería ser consecuente con mis ideales. Segundo, porque sentí que debía repasar con detenimiento lo sucedido la noche anterior. No había que ser Einstein para suponer que aquello podía tener algo que ver. Empecé a tirar del hilo mientras tomaba mi café. ¡Dios mío! aquél café estaba jodidamente malo. Era una lavativa en toda regla. Así que lo aparté con disimulo y me concentré en pensar. Pero me di cuenta de que no había mucho donde rascar pues recordaba todo lo sucedido con nitidez y no encontraba nada que hubiera podido hacer para ofender a Lili. Me tomé algo más de tiempo aunque soñaba con una cerveza helada para no perder el punto que llevaba y para quitarme ese sabor de café quemado y aguado que tenía en la boca. Treinta segundos después caí en la cuenta de que no me había despedido de ella cuando me fui del Vesuvio la noche anterior. Tenía mis razones pero no era cuestión de enumerármelas a mí mismo, sino de explicárselas a ella. Fui hasta la barra y le pedí la cuenta. Iba a explicarme cuando se acercara a cobrarme, pero no me dio la oportunidad.- ¡Hoy estás invitado! –me gritó desde la puerta del horno mientras sacaba el pan. Por la manera en lo que lo dijo hubiera preferido que me cobrara el doble. No supe si era lo suficientemente profesional y sabía que el café que me había servido no valía el agua que había en él o si era demasiado orgullosa para no querer dirigirme la palabra en ese momento. Me decanté por lo segundo. La raza francesa poseía un gen de mala hostia muy profundo. Me disponía a dejar dos euros sobre el mostrador, pero algo me dijo que podía empeorar las cosas, así que me guardé la moneda. A mi lado un par de mujeres mayores me miraban y

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cuchicheaban. Las había visto muchas veces allí. Eran clientas habituales. De esas que se tiraban dos horas con un café con leche que se bebía en tres minutos para pasarse la otra hora y cincuenta y siete minutos pidiendo vasos de agua, azucarillos y lo que pudiera caer por la cara. Y todo sólo para saber qué pasaba a su alrededor y criticar a fulano y a mengano. Las miré y agacharon la cabeza.- ¿No va siendo hora de darle de comer a los gatos? – les dije antes de dirigirme hacia la puerta. No sabía muy bien por qué pero entonces el que estaba de mala hostia era yo.

Liquidé tres tubos en el bar de Eusebio mientras leía el periódico y pensaba en mis cosas. También le dediqué un tiempo más que respetable a observar a la camarera. No había mucho más que hacer, pero el aire acondicionado ayudaba a permanecer en el lugar. Pensé en comer allí, pero me había hinchado de cacahuetes y no tenía hambre. Me pregunté si reutilizaba los cacahuetes sobrantes, pero preferí no profundizar en el tema. Miraba a Eusebio hablar con los parroquianos de fútbol. Ese tío era una enciclopedia del balompié. Y supuse que esa era su manera de ganarse el respeto y el afecto de su clientela. Me estaba preguntando cómo un tío que trabajaba catorce horas diarias durante seis días a la semana, con una mujer que le odiaba y dos hijas que le ignoraban podía ser feliz. Entonces sonó mi móvil. No conocía el número y por un momento pensé que sería mejor no cogerlo, pero lo cogí.- ¿Sí?- Buenas tardes. ¿Señor Buenaventura? La voz que me hablaba era masculina, grave y seria, aunque con un tono desenfadado. - Sí.- Si fuera tan amable me gustaría hablar con usted. ¿Qué coño era eso de hablar conmigo? ¿Qué estábamos haciendo si no? - ¿Qué estamos haciendo si no? –pregunté.- Esto es una toma de contacto, me gustaría hablar con usted en persona.- ¿Hablar sobre qué?- Se lo explicaré, pero no lo puedo hacer por teléfono.- Yo no tengo nada que hablar con nadie que no se pueda hablar por teléfono. Al otro lado de la línea se hizo el silencio durante unos segundos.- Lo entenderá. Créame. - ¿Que le crea? ¿Por qué tendría que creerle? ¿Qué quiere de mí? –indagué.- En frente del bar donde se encuentra hay aparcado un coche rojo. Diríjase hasta allí y entre en el asiento trasero. Me di la vuelta para mirar por las cristaleras. Vi el coche rojo aparcado en doble fila con los cuatro intermitentes puestos. - ¿Y por qué habría de hacerlo? –le pregunté al hombre misterioso.- Mire, señor Buenaventura, no fui yo quien llamó al lugar equivocado preguntando por la persona equivocada. Así que tiene dos opciones: aceptar mi ayuda o desentenderse de ella. Yo no iré a buscarlo a la fuerza, pero otros sí que lo harán, y con menos modales que yo.- Creo que se equivoca de persona –dije antes de colgar. Miré por la ventana. El coche seguía allí. Le pedí la cuenta a Eusebio y mientras me la traía recibe un mensaje en el móvil. “Si no sube a ese coche antes de 5 minutos, le deseo suerte”. Un texto muy halagüeño. Pagué y fui al baño. Olía mal y estaba sucio. Me dio una arcada mientras meaba. Mi vida era una mierda y no sabía si valía la pena conservarla o era mejor arriesgarla. No tenía demasiado que perder en ningún sentido. Y tampoco lo tenía claro. Estaba hecho un lío. Me acordé otra vez del chiste de Makolo mientras me repetía quién me habría mandado llamar a aquel número.

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Salí del bar de Eusebio, encendí un cigarro y crucé la calle. La bofetada de calor me recordó el presentimiento que había tenido por la mañana: iba a ser un día largo. El conductor del coche era un chaval joven con el pelo rapado y gafas de sol. Tiré el cigarro, abrí la puerta trasera, me senté y cerré con fuerza. - Vale ¿qué quieres?- No soy yo quien quiere hablar con usted, pero llegaremos en diez minutos. Me revolví en el asiento para conseguir mayor comodidad. Al fin y al cabo, estaba de vacaciones. El vehículo se puso en marcha. Miré al espejo retrovisor para observar la cara del chaval una vez más y le pregunté:- ¿Te sabes el chiste de Makolo?

Cuando el coche se paró todavía no tenía claro si el chico se sabía el chiste de Makolo, o no. En un principio pensé que le importaba una mierda. Después me di cuenta de que le importaba una mierda el chiste y yo. Como no era dado a insistir me guardé mis conclusiones. Nos bajamos del coche.- Acompáñeme, por favor. Así que fui tras él. Estaba en un barrio cercano al mío pero de más caché. No sabía por qué pero en un principio había pensado que me llevaría a una fábrica abandonada de las afueras y que no nos iba a costar diez minutos como me había dicho. Pero había clavado los tiempos y, lo que era más importante, no tenía pinta de ser una emboscada. Al menos de momento. Caminamos por la acera y entramos a una tienda de antigüedades. Aquello me descolocó un poco. En el mostrador había dos gitanos. Uno mayor con sombrero y otro más joven. Pensé que cuando llegara a casa debía buscar en internet un par de cosas: la primera, si el mercado de las antigüedades estaba controlado al noventa por ciento por gitanos o era una sospecha mía. La segunda, por qué era tan difícil encontrar a un gitano que estuviera solo. - Buenas tardes –dijo el gitano del sombrero mirándome.- Buenas tardes –respondí. El chaval no dijo nada, pero estaba empezando a acostumbrarme. Cruzamos la tienda, larga, estrecha y llena de cosas que debían de valer una pasta pero que se me antojaron totalmente inservibles, hasta que llegamos a una cortina roja que parecía ser otra antigüedad. Detrás de ella había una especie de despacho con un par de mesas, algunas sillas y un ordenador que, en aquel momento, me pareció lo más antiguo de la tienda. Un hombre con el pelo blanco y los ojos azules me miró nada más entrar. Vestía de traje y estaba de pie en mitad de la sala como si el amigo silencioso y yo le hubiéramos interrumpido un paseo. Debía tener unos sesenta años, pero estaba en forma. Era un tipo elegante. Estatura media, complexión fuerte y piel bronceada. Sentada en una silla se encontraba una mujer morena de bellos rasgos que debía de tener mi edad. Era una pena que estuviera sentada y que la mesa le tapara las piernas, pero la delantera no estaba mal, aunque desde que inventaron el wonderbra uno no se podía fiar.- Buenas tardes, señor Buenaventura.Aquí la gente parecía muy educada.- Buenas tardes –respondí. La mujer no dijo nada. Debía de ser familia de mi acompañante que, por cierto, se había perdido tras la cortina. - Supongo que esto resulta un poco incómodo para ambos, pero creo que es necesario –dijo el viejo.- Usted dirá. Se quedó pensativo un instante aunque era obvio que ya lo tenía todo pensado. Al igual que yo. Con la salvedad de que yo había tenido quince minutos y él bastante más.

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- En primer lugar tengo algunas preguntas que formularle. - Adelante.- ¿Por qué llamó al jardín botánico preguntando por mí? Vale. Esa la esperaba y la tenía preparada.- Porque encontré un papel y llamé. Por curiosidad.- ¿Dónde encontró ese papel? Esa también la tenía.- En el aeropuerto.- En el aeropuerto –repitió-. ¿Y qué decía ese papel?- No decía nada. Sólo tenía un nombre, un apellido y un teléfono. Se hizo el silencio de nuevo. Aproveché para mirar a la mujer. Permanecía impasible ante la jugada, pero algo me decía en su expresión que esto no iba a ser tan fácil como yo había creído.- Así que usted encuentra un papel en el aeropuerto con un nombre, un apellido y un número de teléfono y decide llamar. ¿Es así?- Sí. Pensé que tal vez alguien hubiera perdido el papel y fuera algo importante. No sé… pensé que tal vez pudiera ayudar de alguna manera.- En cambio cuando llama no le dice nada de esto a su interlocutora y prefiere colgar, ¿no? Touché. Esa no la tenía preparada. Entre el susto de la llamada y el viaje, los efectos del alcohol comenzaban a diluirse. Encima estaba empezando a mearme. Tenía que improvisar.- Cambié de opinión. No quería que me pusieran en una de esas largas esperas con musiquita por algo que, al fin y al cabo, no era mi guerra. No estaba mal. Había dado la talla.- Ese es el problema, señor Buenaventura. Que esta no es su guerra. Y no termino de comprender qué hace en esta película el operario de una fábrica de plásticos. Creía que mi nombre no estaba en Google, pero mucho menos mi empleo. Aunque eso nunca se podía saber. - No entiendo nada –continuó-. Sólo le daré un consejo, y sólo se lo daré una vez: olvídese de todo este asunto, olvide que una vez estuvo aquí y, sobre todo, no le diga jamás a nadie que me ha visto. Dedíquese a su trabajo, a sus bares y a cortejar a esa chica francesa. Hostias, pensé. Eso sí que no podía estar en Google. - De lo contrario tendrá un serio problema. Se lo aseguro –sentenció. Era educado y franco, tenía cercanía y no parecía un mal tipo, pero en aquel momento hubiera preferido estar atrapado en una mina de carbón que tenerle en frente. Como nadie decía nada pensé que lo mejor sería aprovechar el momento y salir de allí cagando leches. No sabía si despedirme o irme de puntillas. La opción de darle la mano a Don Andrés y dos besos a la morenaza, la descarté desde un principio. Así que escogí la calle de en medio. Ni “adiós, encantado de conocerles”, porque aún con una frase tan sencilla (y hecha) corría el riesgo de meter la pata, ni largarme de puntillas porque uno, aunque estuviera bien jodido, ya tenía una edad y la dignidad que ello conllevaba. Así que me di la vuelta y me dirigí hacia la cortina. Pero cuando iba a cruzarla el viejo volvió a hablarme.- Martín.- ¿Si? –dije dándome la vuelta.- Es posible que reciba una visita dentro de no mucho. Cuente lo que crea conveniente, invéntense lo necesario y miéntales como ha hecho conmigo, pero recuerde lo que le he dicho: usted no me ha visto jamás. Si no, tendrá que atenerse a las consecuencias. Dicho así, la hipoteca de la casa, la letra del coche, la factura del internet y del móvil, la prepotencia de mi encargado, la perdida de Berenice y el hecho de que fuera alcohólico y llevara seis meses sin follar, me parecieron una liviana carga. No hay nada como el miedo para reeducarse.

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- Cuente con ello –dije rapidamente. Después crucé la cortina y fui hasta la salida. Mi amiguete el dicharachero estaba allí, al lado de los gitanos, serio y callado, claro. - Le acompaño –me dijo.- No gracias. Me apetece pasear –contesté. Hasta que la puerta de la tienda no se cerró tuve la sensación de que en cualquier momento escucharía un disparo. Por si acaso apreté fuerte la nuca, aunque no sabía si eso serviría de algo. Me encendí un cigarrillo y comencé a caminar dirección a casa. Necesitaba una ducha. Debía haber unos cuarenta grados y me estaba meando vivo.

Aquello era totalmente surrealista. El reloj de la comisaría marcaba las cinco y cuarto de la tarde y yo permanecía esposado, sentado en un banco de madera al lado de un yonqui, un mendigo y un adolescente. Era la primera vez que pisaba una comisaría en mi vida sin contar las renovaciones del DNI. Y para eso no te esposaban. Intenté mirar el lado bueno y pensar que allí por lo menos había aire acondicionado, pero me decanté por fijar la vista en un cartel con fotos de terroristas. Un minuto después llegó un policía, me preguntó el nombre y me llevó con él, justo cuando el yonqui intentaba entablar conversación conmigo. No sabía si darle las gracias por su oportunismo o insultarle por tenerme allí sentado una hora. Ni lo uno ni lo otro serviría de nada, así que me dejé guiar hasta un despacho donde estaba sentado un bigotudo de uniforme que parecía partir el bacalao. Tomé asiento y me preparé para lo peor.- Vaya, vaya, qué tenemos aquí… -dijo mirándome el tipo. Se tocó el bigote, abrió una carpeta y le echó un vistazo a las hojas que había en su interior, mientras el otro poli permanecía de pie a mi lado sin quitarme el ojo de encima como si llevara el pecho forrado de explosivos.- Así que le gustan los niños... No daba crédito a lo que escuchaba.- No, agente, no es lo que parece –justifiqué.- Inspector –me cortó secamente.- Disculpe. No es lo que piensa, inspector.- Claro… Aquel tío me estaba poniendo más nervioso de lo que estaba. Hablaba como si no terminara las frases y mascullaba. Cerró la carpeta de golpe y me miró a los ojos por primera vez mientras se recostaba en su sillón de cuero. - Cuénteme… ¿Por qué hablaba de aquella manera? ¿Y cómo coño había llegado a ser inspector un fulano así?- Verá, todo se trata de un malentendido. Yo iba caminando por la calle y me entraron ganas de hacer pipí, así que me metí en aquel callejón y- ¿Usted se cree que soy gilipollas?... ¿O está intentando vacilarme?... – dijo, de repente, levantando la voz.- No, inspector, sólo le estoy explicando- ¡Cállese! –ordenó. Joder, ese tío estaba fatal.- Piensa que soy uno de esos... críos a los que se quiere follar... “Es que me hacía pipí… no… yo… sólo quería hacer pipí… jo… qué rollo… te cambio mi gominola por la tuya…” ¡Hable como un adulto... joder! ¡Estoy hasta el nabo de... enfermos como usted!

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En ese momento me quedé sin recursos, sin ganas y sin fuerzas. No me podía creer que ese cabrón y los cabrones que me habían detenido se dedicaran a detener, interrogar y juzgar por cuenta ajena a un tío que echaba una meada en un callejón y anduvieran por ahí, sin problemas, tipos que abusan de sus becarias, novios de becarias que se tomaban la justicia por su mano, mujeres que envíaban a enchaquetados corruptos para desplumar al cónyuge con malas artes o mafiosos que amenazaban a un ciudadano común por meter la pata y llamar al número equivocado. Estaba muy cabreado. Así que tomé aliento y traté de serenarme. Pero no pude.- Lo único que pasó es que me estaba meando vivo y no vi un puto bar. Me metí en el callejón y eché una meada sin darme cuenta de que por las ventanas había un montón de niños mirándome. No sabía que aquello era un colegio, joder. Después salió el conserje por la puerta de atrás, me agarró y ya saben el resto. –solté elevando la voz y sin apenas respirar.- Un liceo...- ¿Cómo? –pregunté confundido.- Que no era un colegio... Era un liceo… Pero eso está mejor... Si habla así podemos entendernos... -dijo el inspector. Iba a decir algo, pero no pude.- No le veo cara... ni tipo de pederasta… aunque mi especialidad es la criminalística… Ya sabe… asesinos, matones, mafiosos... gente mala de verdad… No soplapollas de tres al cuarto... que se sacan la chorra frente a un colegio... sabiendo lo que se hacen o no, como usted… El problema es que el hijo del comisario... estudia en ese liceo y aunque a mí eso me importa tres cojones… me ha encargado el asunto personalmente... y no me gustaría perder mis trienios. El inspector lanzó una sarcástica carcajada que fue secundada de inmediato por el poli que seguía de pie a mi lado. Me vi jodido. Bien jodido.- Le diré lo que vamos a hacer… Mamma mía, pensé. O miedo me da, como decía mi madre.- Como no tiene antecedentes… ni multas sin pagar… ni denuncias pendientes… le voy a dejar marchar… Pero voy a tener que manchar su inmaculado... expediente delictivo con un aviso de sospechosa pederastia potencial… Por si las moscas… Y como se le ocurra joderme... haciendo cualquier tontería semejante a la de hoy… le juro que seré yo... con mis propias manos... el que le meta en la trena para que... le pongan el culo como la bandera de Japón… No podía con ese capullo. Por primera vez en mucho tiempo tuve ganas de partirle la cabeza a alguien, pero me limité a asentir y a levantarme de la silla para no cometer una estupidez. Al fin y al cabo estaba libre y eso era lo que contaba.- Todo esto, claro… previo pago de la multa por orinar en la calle... y por exhibición pública… –puntualizó con su estúpida forma de hablar. Me di la vuelta y le miré como quien resucita y vuelve a por su asesino. Pero no dije nada. Sobre la mesa había una placa con su nombre. Inspector Castro. Valiente hijo de puta.

Si alguien me hubiera dicho esa mañana antes de salir de casa todo lo que me iba a pasar me hubiera reído en su cara. Pero la vida tenía esas cosas. Aunque mi vida siempre había sido de lo más normal. Yo era una persona un poco asocial, introvertido, que siempre iba a la mía, porque como le escuche decir una vez a alguien: “Si no eres capaz de ayudar a los demás, intenta al menos no joderles. Sólo con eso el mundo sería mucho mejor”. Así que como yo no estaba en disposición de ayudar a nadie, tiraba por mi camino sin grandes pretensiones y sin pisarle el terreno a otros. Me conformaba con poco y no necesitaba demasiado. Hasta que había intentado jugar a los detectives y me habían jodido.

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Ahora tenía ciento ochenta euros menos, una advertencia sobre pederastia y el miedo metido en el cuerpo. El viejo Andrés Lahoz tenía toda la razón: aquella no era mi guerra. Y no sé cómo, pero se había dado cuenta de que yo no era más que un peón de ajedrez que se había colado en una partida de Scrabble. Aunque supuse que si había averiguado cosas tan íntimas de mí en unas pocas horas, poseía la información suficiente para saber que yo no representaba ninguna amenaza. Iba caminando por la calle sin rumbo fijo y fumando, tratando de alejarme lo máximo posible de la comisaría bajo un sol de justicia, cuando capté un detalle por medio de mis elucubraciones. Necesitaba una cerveza fría y aunque mi idea era tomar un taxi y acercarme hasta el pub de Fran, me di cuenta de que el tiempo podía ser oro. Así que me metí en el primer bar que vi. Me senté en la barra y me pedí una cerveza. El viejo me había dicho que recibiría una visita. Y aunque cuando estuve en la tienda de antigüedades me lo dijo como una posibilidad, la primera vez que hablé con él, por teléfono, me lo aseguró. “Y con menos modales”, añadió. Por eso se me había quedado marcado. Porque por entonces no conocía a Andrés Lahoz ni cuál era su baremo de “modales”. Lo que estaba claro es que aunque el viejo me había acojonado bastante, lo había hecho con todas las de la ley y sin más violencia que la justa y necesaria para proteger, supongo, sus intereses. Al fin y al cabo ni siquiera me había amenazado, simplemente me había advertido sobre qué podía ser lo mejor para mí. Y daba por hecho que tenía sus razones, aunque a mí se me escaparan. El caso es que esperaba la visita de alguien que, al parecer, no debía ser tan diplomático como el señor Lahoz. Y debía prepararme lo más rápidamente posible para no meter la pata como había hecho con anterioridad. Lo primero que había pensado antes de refugiarme en el bar fue en borrar mi llamada al jardín botánico del registro del móvil. Pero podía ser peor el remedio que la enfermedad. Estaba claro que Lahoz y “los otros” no estaban del mismo lado, sino todo lo contrario. Así que si “los otros” venían a por mí era por mediación de la llamada. Si la borraba, demostraría que estaba ocultando algo y eso si que podría ser jodido. Por otro lado, no tenía la certeza de que “los otros” llegaran hasta mí por medio de la llamada. Andrés Lahoz o la tienda podrían estar bajo vigilancia, aunque aquello se me hizo raro. Pedí otra cerveza. No lo veía muy claro, pero era mejor cubrirse las espaldas ante cualquier contratiempo. Pensé que lo mejor sería borrar todo el registro de llamadas entrantes y salientes, cambiar las opciones del móvil para deshabilitar la opción de guardar dichas acciones y todo resuelto. Pero aquello no se lo iba a tragar ni el Tato. Era operario de una fábrica de plásticos, no un espía del Mosad. ¿Qué ciudadano de a pie hacía esto? Dejé aquella duda para más tarde y empecé a desarrollar una estrategia para afrontar el interrogatorio que faltaba por llegar.

Seis cañas y una hora después, tenía un plan. Salí del bar y crucé la calle hasta el estanco que había enfrente. Compré tabaco, un sobre y un sello. Le pedí un bolígrafo a la dependienta, escribí la dirección de mi madre en el sobre, metí dentro la lista de los teléfonos que le había birlado al rubio y lo cerré. Después puse el sello y le pedí a la estanquera que lo echara al correo o se lo diera al cartero. Salí a la calle, encendí un cigarro y esperé hasta que llegó un taxi libre. El calor comenzaba a amainar, pero seguía siendo insoportable. Aquel día se me estaba haciendo el día más largo de mi vida. Vi que eran las ocho menos cuarto y que estábamos a 34 grados en el reloj de una farmacia.

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El taxi discurría por algunas calles que no había visto nunca. Debería salir más a menudo del barrio, pensé. Cuando llegamos a la calle Columbia le indiqué al taxista dónde tenía que parar. La calle era una sauna. No había comido más que cacahuetes y tenía hambre, pero lo primero era lo primero, así que entré en el Vesuvio y me acoplé en la barra. Vi a Fran charlando con un tío al que ya había visto alguna vez por allí. Como no se acercaba me dediqué a echarle un vistazo al público. No había mucha gente y ninguna mujer que valiera la pena observar. Así que me decanté por mirar las botellas hasta que llegó Fran.- Te esperaba antes – me dijo mientras le sacaba brillo a la barra con un trapo.- Estuve por ahí.- ¿No has ido hoy al aeropuerto?- Sí, claro. Como siempre. Pero me apetecía dar un paseo por la ciudad. Ponme un gin-tonic de Sapphire. Aquello iba a ser duro. Fran no era tonto. Pero esperaba contar con la discreción y el respeto del que siempre hacía gala.- Si te soy sincero, pensaba que lo habías hecho –me dijo mientras colocaba mi combinado sobre el posavasos.- ¿Que había hecho qué? –pregunté.- ¿Qué va a ser? Largarte. Irte a México. Con el día que había llevado, ya ni siquiera me acordaba de Berenice y de mi estúpido ritual.- Ya sabes que no es posible –comenté con resignación. - Claro. Pero tú sigues yendo, ¿no?- Sí, Fran, sigo yendo, pero creo que no voy a volver nunca más. Salvó que sea para irme de vacaciones con una mujer hermosa.- Me alegro por ello, si de verdad lo haces. Esto merece una celebración. Se fue un momento para volver con una botella de tequila y servir dos chupitos. - Por una nueva vida –dijo alzando su chupito.- Por una nueva vida –secundé haciendo lo propio. Después del trago fui directo al grano. Saqué el teléfono de mi bolsillo y me metí en el registro de llamadas realizadas.- Necesito que me hagas un favor.- Claro, ya sabes que puedes contar conmigo.- Necesito que te quedes con mi teléfono móvil y que lo guardes. Pero tiene que estar en el bar y en algún lugar que no esté a la vista.- ¿Debajo de la barra?- No. En el almacén, por ejemplo.- ¿En el almacén?- Sí. Me miró con expresión contrariada y dubitativa. - Ya sé que esto es un poco raro, pero necesito que hagas algo más.- Algo más… -repitió.- Sí. Si entro por esa puerta –dije señalando la entrada del bar- con una persona. Sea quien sea. Hombre o mujer, de cualquier clase, condición o raza. Y te pregunto si me he olvidado el móvil, me respondes que sí y me lo das. - Claro –dijo Fran un poco atónito. - En cambio si entro con alguien y te aseguro que me he dejado el móvil aquí, me dices que puede ser, que vas a mirar… Entonces vas al almacén, coges el teléfono, borras este número del registro de llamadas salientes– le dije mostrándole la pantalla-, y me lo traes.- Vale. Voy a apuntarlo en un papel.- ¿Para qué? –pregunté.- Para saber qué número es. Podría olvidarme.

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- No hace falta que apuntes nada. Es la última llamada que he realizado. Es sencillo. - De acuerdo –asintió.- Ahora guárdalo –le dije dándole el aparato-. Y si pasa algo de esto intenta aparentar normalidad. Ya sabes, como si fuese verdad que me lo he olvidado.- Genial –dijo perplejo. Se quedó pensativo unos segundos mirando la superficie brillante de la barra como quien mira al infinito. Algo de eso me esperaba, claro. Lo único que deseaba es que no hiciera ninguna pregunta en aquel momento. Al final habló.- ¿Sabes, Martín? No sé en qué lío andas metido, pero espero que solamente sea uno de mujeres.