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7 I Los ojillos le brillaban de forma especial. En parte, se debía a que era la última noche en el cuartel y, en parte, a la cantidad de ojén que llevaba en el cuerpo. —La última —insistió. Raúl dudó, pero Joaquín armó, como pudo, una sonrisa im- parable y con el vaso en la mano extendió el brazo. Con la botella bajo su dominio me miró pidiendo ayuda. Respondí con otra sonrisa y extendí el brazo, con el vaso en la mano, imitando a Joaquín. El ataque conjunto rindió su resis- tencia. —Si no puedes con tu enemigo, únete a él —dijo levantan- do la botella. Se unió al baile de sonrisas, y repartió en los tres vasos, de forma equitativa, lo que quedaba en la botella; la mantuvo en- cima de su vaso, vertical, inmóvil, y esperó a que la última gota, que jugaba a no caerse, cayese. —Brindemos. —¿Por qué brindamos? —Por todo lo que he aprendido. —¿Y qué has aprendido? —Que los platos tienen dos caras y que fregar cacerolas tiene la misma dificultad que hacer una cama bien hecha —dijo Joaquín, aplicadamente borracho. En algo más de dos años, habíamos transformado la con- vivencia obligada en amistad. Ya no habría más momentos, ni agradables ni jodidos; libres del puesto militar, para muchos, como Joaquín, abandonar las penurias de la vida del soldado raso era motivo de celebración a lo grande. Nos unimos al re-

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I

Los ojillos le brillaban de forma especial. En parte, se debía a que era la última noche en el cuartel y, en parte, a la cantidad de ojén que llevaba en el cuerpo.

—La última —insistió.Raúl dudó, pero Joaquín armó, como pudo, una sonrisa im-

parable y con el vaso en la mano extendió el brazo.Con la botella bajo su dominio me miró pidiendo ayuda.

Respondí con otra sonrisa y extendí el brazo, con el vaso en la mano, imitando a Joaquín. El ataque conjunto rindió su resis-tencia.

—Si no puedes con tu enemigo, únete a él —dijo levantan-do la botella.

Se unió al baile de sonrisas, y repartió en los tres vasos, de forma equitativa, lo que quedaba en la botella; la mantuvo en-cima de su vaso, vertical, inmóvil, y esperó a que la última gota, que jugaba a no caerse, cayese.

—Brindemos.—¿Por qué brindamos?—Por todo lo que he aprendido. —¿Y qué has aprendido?—Que los platos tienen dos caras y que fregar cacerolas

tiene la misma dificultad que hacer una cama bien hecha —dijo Joaquín, aplicadamente borracho.

En algo más de dos años, habíamos transformado la con-vivencia obligada en amistad. Ya no habría más momentos, ni agradables ni jodidos; libres del puesto militar, para muchos, como Joaquín, abandonar las penurias de la vida del soldado raso era motivo de celebración a lo grande. Nos unimos al re-

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vuelo, y la última noche mecida por el recuerdo de cómo plan-tamos la semilla de nuestra amistad, entre órdenes, toques de diana y ejercicios de zafarrancho de combate, se convirtió en diversión pura.

Dos años atrás, cuando llegué al cuartel, ellos, que llevaban unos días metidos en el uniforme, se ofrecieron, desde la bre-vedad de su veteranía, a darme cuatro consejos.

Raúl, desde el primer momento, consiguió acaparar mi atención. Irradiaba una personalidad que tornaba atractivo su aspecto, un tanto desgarbado, pero a la vez fornido, debido a su actividad de escalador. Fue rápido en mostrarse sólido y elocuente. Ese toque de vanidad, o quizá algún complejo ocul-to que nunca llegué a conocer, le hacía conducirse así. Eso sí, una vez que consideraba haber dado a conocer las muestras básicas de su personalidad, volvía a ser él, un gran tipo cargado de futuro.

Por el contrario, Joaquín, de primeras, no se dejaba ver; pálido, enclenque, de apariencia extraordinariamente tímida y domada, era fácil inventarlo tonto. Esa imagen, que ofrecía al primer golpe de vista, reunía todas las condiciones para ser uno de los receptores de la mala leche de algunos compañeros de armas. El destino quiso cruzarle con nosotros cuando, segura-mente, más nos necesitó. Si como dicen está escrito, la buena suerte estuvo presente cuando se conformó ese tramo de su vida. Bajo nuestra protección, con las durezas y penurias que forman parte del equipaje del soldado, sin necesidad de pasar ningún infierno añadido, como decían los mayores, se hizo un hombre.

Cayó en la cama como un saco de patatas en un mercado. Profundamente dormido, fue incapaz de dominar la violencia de sus jadeos alterados por el alcohol. El resto de compañeros siguió su ejemplo y todos dormidos, bajo la batuta de Morfeo, con sus profundas respiraciones y ronquidos, interpretaron un desagradable concierto.

Contemplé la sombra espesa del techo sencillamente por-que la tenía delante de los ojos y, entre una cosa y otra, mi

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mente bullía. Recuperado el timón para dirigir el rumbo de mi vida, esperaba la primera claridad anhelante; atender a la vida de manera intensa y descubrir lugares y sociedades diferentes a lo largo y ancho del mundo era mi sueño dorado.

«Del montón de cristales rotos y del quimérico museo de formas y sucesos que componen mi existencia, he realizado una criba en los mil agujeros de mi cabeza para empezar a es-cribir. El comienzo, sin ninguna razón especial, ha sido este».

Al saltar de la cama, tuve la sensación de que había amane-cido más tarde que nunca. Demasiados días para lo corta que es la vida, escurriéndose inútilmente la arena del tiempo entre los dedos.

—¡Nos vamos a casa! —fue el grito unánime.A las puertas del cuartel del batallón de cazadores Alfonso

XII, unos cuantos hombres nos despedíamos. Corría el año 1929 y acabábamos de cumplir con el servicio militar.

Cumplido el adiós, al que la más pobre de las educaciones obliga después de haber compartido tiempo y espacio, el grupo se deshizo y se formaron otros con más calado.

—Tengo que agradeceros todas las conversaciones que ha-béis tenido conmigo…—Pensaba que el agradecimiento era por los guantazos de los que te hemos librado —interrumpió Raúl, riendo.

—Mi espíritu…, mi sentimiento se ha formado gracias a vosotros.

Visiblemente emocionado, siguió con su discurso. Sus pa-labras claras, precisas y bien definidas, aunque se fuese de una frase a otra, de un momento a otro, consiguieron acaparar nuestra atención.

A Raúl y a mí, la experiencia militar, aparte de la posibilidad de conocernos, solo había supuesto una pérdida de tiempo. Para Joaquín y los que como él no se habían asomado al mun-do más allá de los límites marcados por sus progenitores, les dio otra visión de la vida, ni mejor ni peor, diferente, y pienso que algo les aportó. Sin saber todavía qué les tenía preparado el destino, esos chicos habían vivido la aventura de su vida.

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Escuchándole, recordé que siendo yo un chaval, en Bilbao, un vecino preso de la trampa de un destino organizado contaba siempre que tenía ocasión, como si su vida se redujese a ello, las cuatro cosas que le ocurrieron en el servicio militar.

Al terminar, con una extraña movilidad en el rostro, pasó de la expresión solemne a otra más cómica, y dijo:

—Esto es todo lo que os quería decir.Se encogió de hombros y se nos quedó mirando.—Bueno, si no empezáis a andar, no vais a llegar nunca

—dijo Raúl.Nos dimos un abrazo y se fue calle abajo. Antes de doblar

la esquina, nos adivinó mirándole y se volvió. Alzó el brazo y desapareció.

A Joaquín la nariz le temblaba ligeramente. Pestañeó varias veces para ocultar la lágrima y corrió la mirada de mis ojos a las montañas.

—Vamos —dijo. Me puse a andar tras él. La firmeza de su zancada me pro-

dujo satisfacción. Los muchos momentos en que le cambié la ociosidad por la gimnasia habían contribuido a que su fuerza física aumentase considerablemente.

Cuando le propuse volver a casa a pie, aceptó sin pensárselo dos veces. Dos años antes, una excursión como esta le habría parecido una proeza fuera de su alcance.

Salimos de la Seo de Urgel con paso ligero. Los primeros kilómetros andábamos en silencio; yo imaginando el futuro que acababa de empezar y Joaquín, que ya lo tenía escrito, concentra-do en la viveza del paso.

Con la libertad recuperada y con poco más de veinte años, resulta fácil ceder a la tentación de jugar a ser Dios. Jugué. Des-pués, con los pies un poco más cerca de la tierra, pero sin todavía tocarla, me dejé llevar por la valiosa carga de locura irreflexiva, de la cual andaba bien provisto, y soñé con viajes fantasiosos.

—¿Qué es aquello?Al oírle, volví de Rusia, que es donde tenía la cabeza, y de

repente la fragancia montañosa, vestida de blanco, me invadió.

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—¿Qué?—Aquel pueblo —dijo al señalarlo con el brazo extendido.—San Juan de Erm —contesté.Con los cinco sentidos concentrados en el entorno, el frío

llegó a los nervios. Me puse en cabeza, y a pesar de la ascensión que acabábamos de acometer, aceleré el paso. En un plis plas llegamos, y el recuerdo del lugar me invadió.

—Como vamos bien de tiempo, te voy a enseñar algo —dije a la altura de las primeras casas.

—¿Habías estado aquí?—Sí —respondí.Unos años atrás, cuando llegué con mi familia al valle de

Arán, mi padre, no sé por qué, un día nos llevó a San Juan de Erm. Aproveché esa excepcional y única excursión familiar para documentarme todo lo que pude.

—¿Qué me vas a enseñar?… ¿Aquello? —preguntó, vol-viendo a señalar con la mano.

—Sí, es el santuario…, merece la pena —aseguré.El pueblo, enclavado en la vertiente del valle del Romadriu,

es pequeño y pertenece al término de Castellbó. Con paso cor-to y lento, recuperando el resuello tras los mil setecientos me-tros que acabábamos de subir, nos acercamos a la iglesia. Un vecino salió de una casa y cruzó la calle para entrar en una cua-dra, le saludamos, le contamos nuestra excursión y le dije que hacía unos años había visitado el lugar con mi familia y se lo quería enseñar a mi amigo. Con el frío en la nariz, aquel hom-bre de una generación anterior, probablemente sin entender nuestro entusiasmo, a juzgar por la expresión con la que acogió mis palabras, se limitó a sonreír y a desearnos buen viaje.

Manteniendo la carencia del paso, llegamos ante el santua-rio y nos giramos. El hombre, plantado en mitad de la calle, seguía mirándonos. Brazos en alto, volvimos a saludarle, nos correspondió de la misma forma, se dio media vuelta y entró en la cuadra.

—No entiende qué hacemos con una mochila a la espalda andando por aquí con este frío —aseguró Joaquín.

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Sin responder a su apreciación sobre las especulaciones mentales de aquel vecino, adopté el papel de guía y empecé a verter datos históricos sobre el pequeño templo. Comencé diciendo que los orígenes eran desconocidos, pero en 1208 ya existía bajo la protección de los vizcondes de Castellbó, y se decía que en ese año Arnau de Castellbó trajo el Santo Grial que se guardaba en Béziers.

Tuve que explicarle que era el Santo Grial, y viendo el in-terés creciente que mostraba, hice el esfuerzo y busqué, hasta vaciar todos los rincones de la memoria. Al no poder entrar porque estaba cerrado a cal y canto, dimos la vuelta al edificio con parsimonia, deteniéndonos unas cuantas veces para palpar algún detalle de la construcción, o porque mis explicaciones parecían exigirlo.

—La iglesia se reedificó en el siglo XVII, y tenía a su alre-dedor una gran casa y un hostal que formaban una pequeña calle… Y me parece que ya te he contado todo lo que sé de este sitio.

Había permanecido serio, callado y atento, cual alumno aplicado. Al oír el punto final y dar por terminada la clase, son-rió.

—¿Te ha gustado? —pregunté.Joaquín, que no había leído más de tres libros en toda su

vida, me miró con la ingenuidad que la vida militar no había conseguido borrar, y antes de contestar se tomó unos instan-tes. Esperé, paciente y comprensivo, a que terminase de digerir lo escuchado.

—¡Mucho!…, ¡hay que ver lo que sabes! —dijo convencido.El reloj nos sorprendió. Nuestra sensación era otra, pero la

realidad era que el tiempo se había dilatado más allá de nuestra percepción.

—Como en el ejército, ¡paso ligero! —casi ordené.«Cuando empecé a recopilar información para ponerme

a escribir, me enteré de que en diciembre de 1936 el santua-rio fue incendiado, y que, en 1959, restaurado, se inauguró de nuevo».

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A dos metros detrás de mí, cogió el paso. Recorrido un buen trecho, empecé a oír su respiración pegada al cogote. No dije nada y seguí manteniendo el ritmo. Pasado un rato, a tiro de piedra de Llavorsí, me volví. Su respiración era más forzada.

—¿Cómo va?Me guiñó el ojo y arrancó una sonrisa intentando tapar las

huellas del cansancio. Se esforzaba. Apreté la marcha y respon-dió, sin aminorar el paso, hasta que entramos en el pueblo.

—¡Vamos a reponer fuerzas! —exclamé al ver la tasca.Media docena de hombres, sentados a una mesa al lado de

dos enormes barricas, respondieron a nuestro saludo con la misma mirada de incomprensión que el vecino de San Juan de Erm.

Al fondo del local, un tipo gordo con el tronco echado so-bre el mostrador y cara de amargado nos clavó la mirada. Con una atención extraña, inmóvil, y sin quitarnos ojo, esperó a que llegásemos a su lado.

—¿Qué podemos comer? —dije con toda naturalidad.Se incorporó girando sobre los talones, apartó la cortina de

la puerta que tenía a la espalda y desapareció tras ella. Oímos cómo preguntaba qué había de comer, y la voz de una mujer responder «tortilla».

—Tortilla de patatas y jamón —anunció de nuevo ante no-sotros.

Nuestra expresión ante semejante expectativa fue tan obvia que señaló la mesa más próxima y volvió a desaparecer. Joaquín se dejó caer en la silla y mostró, sin ningún esfuerzo por disimu-lar, el cansancio que le recorría el cuerpo.

—Cuando haya comido, estaré nuevo —aseguró.—Seguro —contesté.El tipo volvió a aparecer sin que nos diésemos cuenta. Puso

una jarra de vino y dos vasos en la mesa y se volvió.Con rapidez vaciamos y llenamos los vasos entre risas, aca-

parando las miradas de los tipos sentados junto a las barricas. El vino ya nos había calentado el cuerpo, cuando aquel hom-bre, con una hermosa tortilla de patatas, un plato de jamón

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y una barra de pan en una bandeja, se plantó de nuevo ante nosotros.

—¿Os importa si me siento, chicos?Antes de que contestásemos, ya lo había colocado todo so-

bre la mesa, y estaba sentado.—¿De cuántos huevos es…?—De seis.Mientras comimos y bebimos, nos cosió a preguntas.—¿De dónde venís?»¿A dónde vais?»¿Qué planes tenéis?Joaquín, entre bocado y bocado, contestaba.Al terminar el cuestionario, se puso a dar consejos como los

daría un padre. Al no comprender ni la actitud, ni las formas, ni nada de lo que hacía y decía, pensé que ese tío estaba chalado. Sin escucharle, engañándolo con una máscara de atención en el gesto, terminé de comer con ganas de irme.

—¿Cuánto debemos?—Estáis invitados.—¿Por qué?No dijo nada. Sacó del bolsillo de la camisa la foto de un

chico y nos la puso delante de las narices.—Es mi hijo. Hace dos meses una tuberculosis, de esas que

llaman galopante, lo mató. Cuando os he visto…Su mirada, con el alma en los pies, tan difícil de olvidar como

de explicar, vacía como si le hubiesen robado la vida y sin en-contrar un porqué, nos dejó helados. Fuimos incapaces de decir nada y tratamos de concentrar en el apretón de manos nuestro pesar. Nos deseó buen viaje y se volvió a recostar sobre la barra.

—De alguna manera, el hablar con nosotros le ha hecho bien y por eso ha querido invitarnos —así explicó Joaquín la conducta de aquel hombre.

Impresionado, se olvidó de que estaba cansado y salió de su timidez como nunca.

—Que la muerte de un hijo te pase delante tiene que ser uno de los mayores dramas. ¿Cómo se encaja algo así?…Al

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verle coger el paso y la palabra con el mismo nervio, me acor-dé de Raúl. Juntos habíamos conseguido que superase, en buena medida, esa timidez que lo estaba conduciendo a la soledad. En alguna ocasión, ayudado por unas copas de más, nos había confesado que esa extraña condición de su alma le hacía sufrir.

—¡Mira!Calló y miró.Ahí estaba, al pie del puerto de La Bonaigua, Esterri de

Aneu. El apasionado discurso de Joaquín, sobre lo trascenden-te de la vida y la muerte, nos hizo perder por segunda vez en el día la percepción del tiempo.

—¿Ya hemos llegado?—Parece mentira, pero sí, hemos llegado —afirmé.Cuando entramos en el pueblo, la tarde empezaba a agoni-

zar. Lo cruzamos sin detenernos. Las calles estrechas de casas de piedra por las que pasamos estaban vacías, las tascas que vimos, llenas, y las chimeneas, fumando a todo meter.

Acometimos el puerto por la carretera —inaugurada en 1924—. El desnivel nevado exigió mayor esfuerzo y el cansan-cio reclamó protagonismo. Volví a oír su respiración pegada en el cogote. Me paré y le miré a los ojos.

—El último esfuerzo —exigí.Asintió, cansado, sonriente, satisfecho y con la fuerza justa

alimentada de juventud.En poco más de media hora, llegamos a Valencia de Aneu.—¿Dónde viven tus parientes?—No lo sé.—Pues habrá que preguntar.Serpenteamos por un par de calles y nos plantamos en la

plaza sin ver a nadie.—Al bar —dije.Cinco hombres y el dueño compartían charla y vinos en el

extremo de la barra, el sitio más próximo a la chimenea donde un hermoso fuego calentaba y contribuía a iluminar la estancia. Al vernos, se callaron. A esas horas en un día de invierno, que

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dos chicos aparecieran por ahí justificaba que las cinco miradas se preguntasen lo mismo: «¿Estos, qué?».

—Acabamos de terminar la mili y venimos a pasar la noche en casa de Conrado. Es primo hermano de mi padre —explicó Joaquín ante la sorpresa curiosa de aquellos hombres.

—¿Le conocéis? —añadió.Lógicamente, todos le conocían. Se tuvieron que poner de

acuerdo en que fuese uno solo, y no todos a la vez, el que nos explicase dónde estaba la casa de Conrado.

La timidez de Joaquín, aunque diezmada por una clara re-sistencia, quiso aparecer. Su silencio, asociado a su expresión, me habló, otra vez, del problema que le creaba el no haber visto a sus parientes desde niño y apenas recordarlos.

—Ya vuelvo a tener hambre, ¿y tú? —cuestioné ignorando su conflicto interno.

—También…, y sueño —dijo bostezando.Delante de la casa, por un instante, mostró apuro. Me limité

a señalar la puerta con la cabeza, empujándole a llamar.Cogió el picaporte como si fuese a arrancarlo y golpeó tres

veces. Levantó el mentón y sonrió con los ojos. Un tipo como él, que dice más cuando calla que cuando habla, me gritaba desde su silencio: «¡¿Ves!?, ¿qué te creías?».

El crujir de la cerradura nos sonó a bienvenida. La puerta se abrió con rapidez, obediente al gesto enérgico que la obligó, y un hombre de elevada estatura, complexión fuerte, cabello ne-gro, rizado y abundante, nos miró con el dibujo en la expresión de un interrogante perfecto.

Joaquín se dio a conocer, y sin pausa explicó nuestras inten-ciones al presentarnos en su casa.

Mientras escuchaba, sustituyó el interrogante por la curiosi-dad y se dedicó a examinarnos de arriba abajo, permaneciendo callado hasta que Joaquín pronunció la última palabra.

—¿Cómo habéis venido?—Andando.—¿Desde la Seo de Urgel?—Sí.

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—No hay nada como la juventud… Venga, pasad.Cerró la puerta de la calle con llave y señaló, de las otras

tres que había en el recibidor, la de en medio. La cruzamos y entramos al comedor, donde el calor nos abrazó.

—Calentaos y poneos cómodos —dijo acercándose al fuego.

Acabábamos de dejar las mochilas en el suelo cuando apa-reció Carmeta, la mujer de Conrado. De aspecto agradable, al-gunos kilos de más, rubia como Joaquín, nos repasó con una mirada azul, serena y hospitalaria.

—¿Quiénes son estos chicos?La voz grave, contando quiénes éramos y cuál era nuestra

situación, llenó la estancia. El semblante de Carmeta fue tor-nándose maternal al oír la locuaz explicación de su marido.

—Coged las mochilas y seguidme.Subimos las escaleras detrás de ella hasta la primera planta.

La casa, amueblada con lo justo, era grande y sólida. Los mue-bles, aunque antiguos, parecían buenos. Cuando se detuvo, con la intención de decirnos dónde íbamos a dormir, ya nos había explicado cómo ocupaban los días y cuánto ganado tenían.

—Aquí están las habitaciones. La puerta del fondo es el cuarto de baño —dijo plantada delante de un pasillo muy largo.

Avanzó moviéndose con lentitud, y nosotros calcamos sus movimientos un par de pasos detrás de ella.

—Nuestro hijo, solo tenemos uno…Se detuvo, se volvió hacia Joaquín y le dijo: —El primo Quimet…, ¿no te acuerdas?Joaquín puso cara de bobo y Carmeta añadió: —No te puedes acordar, cuando os visteis, apenas tenías

año y medio. »Se casó el año pasado con una chica del pueblo. Viven en

Esterri, con la madre de ella, que es viuda —dijo terminando de recorrer el tramo que la separaba de la primera habitación.

Se detuvo delante de la puerta y la abrió.—Esta era su habitación…, uno puede dormir aquí.—Yo mismo —dijo Joaquín.

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Entró, recorrió con la vista el cuarto y dejó la mochila sobre la cama.

—Pues tú en esa —dijo señalando la puerta de enfrente.Di dos pasos y abrí la puerta. Dejé la mochila sobre una silla

y volví a salir. —Vamos, debéis tener hambre.Las tripas agradecieron las

palabras, pero no dijimos nada; nos limitamos a seguirla de la misma manera que lo hicimos al subir.

—Yo por las noches un café con leche y a dormir —apuntó Carmeta bajando las escaleras.

En la planta baja, nos envió al comedor y se fue a la cocina.Conrado, sentado a la cabecera de la mesa, preparada para

que cenásemos los tres, sin hablar, señaló dónde teníamos que sentarnos; Joaquín a su derecha y yo a su izquierda.

Tomé la palabra y expliqué en diez minutos, minuto arriba minuto abajo, el encuentro que tuvimos con el hombre que ha-bía perdido a su hijo. En el mismo instante en que terminé de hablar, apareció Carmeta con la comida; la puso sobre la mesa, nos deseó buen provecho y se fue, seguramente, a tomar el café con leche. Abortada la intención de opinar sobre el drama que le acababa de contar por la llegada de su mujer, Conrado no volvió a mostrar ningún interés. Llenó los platos y nos «orde-nó» que comiésemos.

Engullidas las primeras cucharadas de sopa, empezó a ha-blar.

—Aquí la mujer del conde de Pallars y su madre mantuvie-ron, durante años, a raya a las fuerzas del rey.

Concentrados en la comida, fingimos curiosidad por todo lo que contaba. Sin dejar de oír, pero escuchando poco, termi-namos de comer. Se hacía tarde y Conrado, animado por los vaivenes que le daba al porrón, alargaba la sobremesa juntando historias aunque no guardasen relación. Joaquín luchaba para evitar que los ojos se le cerrasen. Y yo empezaba a pensar que la situación, tal como pintaba, no tenía fin.

La voz de Carmeta precedió a su presencia.—Los chicos se tienen que ir a la cama.

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Sin alterar su mirar sereno, llegó a nuestro lado con ener-gía, recogió la mesa y puso, así, punto final a la plática de su marido. Obedientes, fingiendo resignación, subimos la escalera dirección a las habitaciones. Conrado, con gesto contrariado, nos deseó buenas noches y permaneció sentado a la mesa cus-todiando el porrón.

Parados en el pasillo, Joaquín, con cara de guasa, me pre-guntó:

—¿Contra qué rey luchó la mujer del conde?No se había enterado y yo tampoco. Reprimimos las risas,

para no ser oídos, y desaparecimos en nuestros cuartos.Estirado en la cama, mi cabeza llena de historias y sueños

volvió a agitarse y el cansancio y el sueño tuvieron que esperar. Dirigí la mirada a través del rectángulo azul que formaba la parte superior de la ventana y colgado en el titileo de las estre-llas repasé mi vida.

De Alp —pueblo de la Cerdaña—, donde nací, no recorda-ba nada. La conciencia llegó en Madrid.

Un día, oí decir a mi padre que la guerra de África —guerra del Rif— llevaría al país a la ruina total. Otra noche, durante la cena, explicó las vicisitudes económicas y de abastecimien-tos que a todos nos afectaban. Habló de lo escuchado en un mitin al que había asistido, patrocinado por la casa del pueblo, donde habían denunciado a la clase política como culpable de la situación.

Mi madre no entendía todo lo que mi padre decía. Y yo, que despertaba a la vida, tampoco.

No comprendí toda la letra, pero la música de sus palabras me hizo sentir que tenía que hacer algo: ayudar.

Sin que mis padres lo supiesen, a la edad de diez años, com-paginé el colegio con el trabajo en una espadería. El patrón ante mi insistencia accedió a hacerme una prueba; las ganas, las buenas maneras y una habilidad impropia de la edad me hicie-ron conseguir el trabajo. El día que cobré mi primer sueldo, me faltó tiempo para llegar a casa y, lleno de orgullo y satisfacción, entregar el dinero.

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El destino de mi padre, que pertenecía al cuerpo de carabi-neros con la misión de vigilancia de costas, fronteras y repre-sión del fraude, era el destino de la familia. En el invierno de 1918, cuando empezaba a cogerle gusto a Madrid, le destinaron a Bilbao.

Llegué al norte con doce años, mi hermano, con ocho y mi hermana, con tres. En el zurrón de la memoria, me llevé junto a un montón de travesuras, de tiernas amistades e importantes descubrimientos del primer tramo de vida, la frase de mi maes-tro: «No hay lugar para las buenas intenciones en el trabajo de uno».

«Reflexión que me ha acompañado siempre».Los dos años que estuvimos en Bilbao fueron tan felices

como intensos. Con dos amiguetes, hijos también de carabine-ros, construimos una barca y, en la ría, aprendí a navegar, a pes-car y a nadar. Jugué al fútbol con un equipo del barrio, trabajé de aprendiz en un taller y asistí a clases, donde recibí formación en electricidad y mecánica.

«La memoria debió escribir con trazo grueso esas vivencias, porque las voces de esos recuerdos con el paso del tiempo son más fuertes».

Recién estrenada la primavera de 1920, mi padre nos comu-nicó su nuevo destino. Al oírle me disgusté, pero después dijo que era el definitivo y en cierta manera me alegré.

Hice el viaje con incertidumbre. Todo lo que conocía del va-lle de Arán, nuestro destino, se reducía a los cuatro comentarios oídos a padre: «En invierno, con la nieve se quedan aislados de España. Viven de trabajar en la explotación maderera y la gana-dería, y tienen lengua propia».

Subimos el puerto de la Bonaigua montados en mulos. Para mí y mis hermanos fue una aventura, pero a mis padres les re-sultó desagradable, sobre todo a madre. Bajamos el puerto y entramos en el valle. Me impactó; algo así solo lo había visto en los libros. El color de su vegetación, el río Garona alimentado por ríos de largas riberas y barrancos, los pueblos formando conjuntos de sabor añejo en los que la piedra, la madera y la

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pizarra que se mezclan con la belleza de la intensa naturaleza de sus parajes montañosos, hicieron que la incertidumbre se transformase en regalo.

Sin desprender la mirada de los guiños celestes, los recuer-dos me hicieron sonreír, pero, al instante siguiente, la zancada en la memoria trajo una sensación agridulce; sabía que mis in-tenciones de viajar provocarían tristeza en la familia, y quería convencerme de que mis argumentos mitigarían el disgusto ha-ciéndoles compartir mi decisión.

Había vivido una experiencia semejante cuando, con dieci-séis años, dejé el colegio Los Frailes, en Viella, y con mi amigo José me fui a Francia. En esa ocasión, la obligación de tener que volver para cumplir con el servicio militar hizo que mis padres aceptasen, aunque a regañadientes. Ahora sería distinto; era un hombre que había decidido partir y no había fecha de vuelta.

Esa primera volada por tierras francesas, en la que trabajé en hoteles, restaurantes y cabarets, me facilitó conocer perso-nas de todos los escalafones sociales, ambientes dispares y con-ductas tan diferentes como las culturas de donde provenían; plantó la semilla que hizo nacer en mí la necesidad de conocer mundo y el momento, con la vida por delante y sin ataduras, había llegado.

Desde que tengo uso de razón, la lectura ha sido la princi-pal herramienta de mi formación. Siempre he pensado que los libros, llaves para abrir nuevos mundos, al igual que los sueños, hacen la vida más plena.

Las alas construidas con la información arrancada a lecturas de distinto contenido hicieron volar mi imaginación.

El sueño asaltó la consciencia y los archivos de mi cerebro se abrieron desordenadamente; la Revolución de Octubre, Le-nin, París, la bohemia, el Pacífico, las islas, los barcos y, cómo no, Rusia el primero de mis destinos. Protagonizando aventuras traídas del futuro, dejé de mirar el firmamento y cerré los ojos.

El ruido de los nudillos contra la puerta se instaló en mi sueño hasta que me despertó. Di señales de vida gritando.

—¡Buenos días!

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Fui el último en llegar al comedor. Carmeta y Joaquín, senta-dos a la mesa, miraban unas fotos distribuidas sin orden. Ella ex-plicaba el contenido ayudada por su dedo índice, que se despla-zaba siguiendo las órdenes de sus palabras. Él escuchaba, miraba y ponía cara de adivinar el rasgo familiar en aquellas imágenes. Conrado, callado, sin interés por las fotos, junto a la chimenea avivaba el fuego.

—Son familia de Joaquín —dijo al verme.Señaló una de un chico, con ropa de otra época, alto, delgado

y con el flequillo rubio peinado hacia delante.—Son iguales, ¿no?Me limité a ladear la cabeza sonriendo tontamente. Lo más

parecido del tipo de la foto con Joaquín, si hacías un esfuerzo en querer ver, era el peinado y la abundancia en la línea de la nariz.

—Hermano de mi abuelo —constató Joaquín con orgullo de compromiso.

Carmeta guardó las fotos en una caja de cartón. Se levantó y la metió en un cajón abierto en la vitrina, de donde seguramente la había sacado. Despejó la mesa y se fue a la cocina.

El fuego, tímidamente, empezó a calentar. Conrado se sentó, tomó un trago del porrón al tiempo que nos dedicó una sonrisa y sin dejar de mirarnos cortó la barra de pan en rebanadas. Car-meta apareció con tres platos en las manos, con una habilidad propia de un camarero. Desayunamos dos hermosos huevos fri-tos y jamón. Ella no comió.

Con el primer bocado, Conrado retomó la palabra aparcada y contó más historias lugareñas. Tenía una voz magnífica que la noche anterior no había apreciado, quizá porque las ganas eran de comer y dormir y no de escuchar. Hablaba con gran seguri-dad y sus palabras parecían cuidadosamente escogidas. Le presté atención y me di cuenta de que con sus historias jugaba con nosotros; con el lápiz de la experiencia dibujó, en el alboroto de nuestras mentes jóvenes, preguntas interesantes que en aquel momento no percibí.

Era un tipo apasionado; además, las pocas horas que pasé con él bastaron para recordarlo como a un erudito.

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«Más tarde, la vida me enseñó que se aprende más de un erudito apasionado que de un profesor de brillantez oficial».

Agradecimos la acogida y salimos de la casa dispuestos a continuar nuestro viaje, acompañados por Conrado, que insis-tió en enseñarnos, antes de decir adiós, la legendaria roca don-de, al parecer, los condes juraban respeto a los fueros del valle.

Me sentí fresco, renacido al emprender los últimos kiló-metros que me separaban de los grandes caminos del mundo. Joaquín ofrecía también ese aspecto caminando los últimos ki-lómetros que le separaban de su casa.

Subimos los dos mil setenta y dos metros del puerto de la Bonaigua con paso montañés. Volvimos la mirada hacia el valle de Aneu, respiramos a pleno pulmón y con una sonrisa cóm-plice, como si nos despidiésemos de nuestro pasado reciente, le dimos la espalda.

Con la mirada al frente, depositada en las cumbres nevadas del Aneto y la Maladeta, descendimos hacia el valle de Arán y sin detenernos ni en Salardú, ni en Gesa, ni en Artíes, ni en nin-guno de los pueblos que hay entre el puerto y Viella, llegamos con el tiempo de sobra para coger el autobús.

«Esa excursión ha permanecido anclada en mi memoria, siempre».

Durante los siete kilómetros que fuimos sentados, uno al lado del otro, le di un último empujón para andar por la vida.

—¿Sabré de ti?, ¿escribirás? —preguntó después de escu-char mis consejos.

—Ya sabes, cuando tenga una dirección.Me bajé en Las Bordas y él continuó hacia Bosost. A través

de la ventanilla, cuando el coche reanudaba la marcha, me en-vió una sonrisa acompañada de saludo militar que correspondí. Me di la vuelta y eché a andar.

Crucé el puente sobre el Garona y subí la cuesta con el recuerdo recuperado; las primeras casas materializaron parte de las imágenes que me llevé. Todo lo que miraba seguía igual.

No vi a nadie. Me extrañó. Lo normal es encontrarte con algún vecino. Caminaba con un silencio levemente invadido

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por el ruido de las sierras cortando madera, que llegaba del aserradero. Avanzados unos pasos, empecé a oír un rumor que procedía de la plaza. Aceleré el paso. El volumen del murmullo que anunciaba una concentración importante de personas au-mentaba en la medida que me acercaba.

Un oso, cuatro jabalíes y dos ciervos, ordenadamente ex-puestos, acababan de ser fotografiados junto a los dieciséis ca-zadores, miembros de la partida que los había abatido. Buena parte del pueblo lo celebraba. Me uní al jolgorio y saludé a unos y otros a diestro y siniestro.

—¿No me conoces?Antonio había cambiado mucho en siete años; no le veía

desde que dejé el colegio para ir a Francia.—Pues claro —dije tras observarle con atención.Aquel niño regordete se había convertido en un hombre

más alto que yo, de espalda ancha, mandíbula cuadrada y nariz aguileña. La cara graciosa y mofletuda, que recordaba, se había transformado en un rostro duro y atractivo. Los ojos azules y el mirar despierto coincidían con el recuerdo, aunque ahora resaltaban y llamaban la atención de manera agradable.

—¿La mili bien?—Bien. Ya nos veremos en otro momento…, con más

tiempo, ¿eh?—Sí. Tenemos mucho de qué hablar.Un apretón de manos y seguí avanzando entre los vecinos.Acababa de aceptar la invitación de uno de los cazadores

para asistir, esa misma noche, a una cena en la posada del pue-blo cuando mi hermano, por sorpresa, me abrazó. Nos fuimos a casa y madre y mi hermana se abalanzaron sobre mí para devolver, con besos y abrazos, el golpe de alegría.

—¿Y padre?—Cuando está de tarde, llega a casa a las diez —contestó

madre.—Al ser el jefe de puesto, una semana está de mañana y

otra de tarde —añadió mi hermano.—Entonces le veré mañana…

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Mi hermano no me dejó explicar por qué le vería al día si-guiente. Entonces él interrumpió, nervioso.

—Le han invitado a la cena de los cazadores en la fonda —voceó a los cuatro rincones del comedor.

—Pues le verás mañana…, ¡qué le vamos a hacer! —dijo madre.

Nos mandó sentar a la mesa, puso la comida y empezaron a contar novedades sucedidas en mi ausencia.

—Pol, el padre del zapatero, murió hace dos meses.—¿Dos?…, hace casi cuatro.Se atropellaban, los tres querían hablar a la vez. Yo escucha-

ba y comía y cuando podía metía baza; conté alguna anécdota graciosa del servicio militar y poco más. Después de comer, cada uno atendió sus quehaceres y yo me eché una siesta. Des-perté totalmente desorientado; creí que estaba en el cuartel y necesité unos segundos para ubicarme. Miré el reloj. Había dormido un par de horas y me pareció una noche entera. No se oía nada. Me levanté y entré en el comedor. Madre cosía sentada al lado de la ventana y mis hermanos se habían ido.

—¿Has descansado, hijo?Sin darme tiempo de abrir la boca, me reclamó, con un

ademán de mano, a su lado. Me senté junto a ella y mi primer impulso fue hablarle de mis intenciones, pero no tuve valor.

Cuando la claridad que entraba por la ventana dio paso a la oscuridad, dejó de coser y yo fui a acicalarme.

—Ponte guapo, hijo.Salí de casa con la noche cerrada; la luna se adivinaba es-

condida tras los nubarrones y las estrellas no estaban. Crucé el pueblo, blanco, frío y solitario. La preocupación por decir a mis padres que en unos días me iría había aumentado. Madre, con su manifestación de alegría por tenerme de nuevo a su lado, me lo ponía más cuesta arriba.

Llegué a la fonda y dejé las preocupaciones en la calle para recogerlas al salir. Entré en el recibidor, de la casa de tres plan-tas, que distribuye los accesos; enfrente, las escaleras que con-ducen a los dormitorios de clientes y propietarios, a la izquier-

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da, la puerta de la vivienda y, a la derecha, una más ancha, de cristales esmerilados, que da paso al salón donde se encuentran el bar, el comedor y la cocina.

Sorteé los improvisados corros frente a la barra del bar, sin detenerme, hasta llegar al otro lado del salón, donde está la zona destinada a comedor. Allí estaban los cazadores y los invitados como yo, de pie, parloteando, mientras esperaban al anfitrión.

—Ya estamos todos —dijo al verme el cazador que me ha-bía invitado.

Se acercó para estrecharme la mano. Una chica pasó veloz entre los dos y tuve que encoger el brazo para evitar que se golpease.

—¿Qué tal, muchacho?Extendí de nuevo el brazo y le estreché la mano sin mirarle.

Mi mirar se fue con la chica hasta que la vi desaparecer por la puerta situada detrás de la barra. Oí la música de la pianola, a duras penas, debajo de los decibelios nacidos en el cruce de palabras, mientras saludaba por inercia, sin saber ni cómo ni a quién. La puerta se abrió de nuevo y apareció un hombre de unos cuarenta años, estatura media, pelo castaño, ojos color miel, bigote esmeradamente cuidado, traje gris con chaleco del mismo color, camisa blanca y corbata marrón.

Me sorprendí de la fotografía que acababa de hacer al an-fitrión, dueño de la fonda y dueño, también, del aserradero. La mirada clavada en la puerta, con ganas de traspasarla para seguir viendo esa preciosa y fugaz aparición, fue la causa.

Se unió al grupo y nos pidió sentarnos a la mesa que estaba montada con unos tableros sobre unos caballetes en forma de u para facilitar el servicio. Tras un pequeño titubeo, ocupamos los sitios siguiendo las indicaciones de uno de los cazadores.

Todos empezaron a comer y a hablar con el mismo ímpetu. Desconcertado, con la atención secuestrada, tuve que esforzar-me para seguir el ritmo con el que arrancaba la velada.

El hombre sentado a mi izquierda, que también había ser-vido en el batallón de cazadores Alfonso XII, mientras degus-

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taba la carne de oso me contaba sus proezas militares. Yo en la inopia aparentaba interés. El cazador que me había invitado, sentado a mi derecha, cuando tuvo oportunidad reclamó mi atención, ansioso por contar, con pasión, cómo habían sido abatidas las piezas.

La chica, quinceañera, de cabello negro, piel blanca, gua-pa, apareció de nuevo con una botella de vino en cada mano. Al encontrarse nuestras miradas, se fundieron ajenas a todo y a todos. El relato de cómo el oso había caído bajo el fuego cruzado se diluyó. Dejé de oír. Flotaba. Soltó las botellas y leí en sus ojos, grandes, preciosos, de mirar limpio, las mismas sensaciones que nacían en mi interior. No dijimos nada. No necesitamos decir nada. Si Cupido existe, aquella noche nos ensartó. La intención de ponerme el mundo por montera, de ir a Rusia a conocer la primera sociedad comunista, se vino abajo como un castillo de naipes. Buscar sus ojos se convirtió, el resto de la noche, en mi único fin. Desde ese momento, las conversaciones, la comida, la bebida, todo se alejó. Al final de la cena, antes de separarnos, intentamos cruzar algunas pala-bras y apenas acertamos a desvelar nuestros nombres.

Noqueado por la sonrisa que me dedicó al desearme bue-nas noches, ajeno al frío, sentí de forma irracional que no que-ría separarme de la magia de su presencia. Las preocupaciones que dejé en la puerta, al llegar, se habían esfumado. Salí feliz. Me dieron ganas de gritar, pero no lo hice. Le sonreí a la luna, que se había asomado tímidamente, y me fui a casa poseído por un montón de agradables y desconocidas emociones.

«Esa noche, cambió el rumbo de mi vida».Desperté y percibí el sol, asomando por mi ventana, con

una mirada deslumbrante.Mi padre, sentado a la mesa, uniformado de forma impeca-

ble, transmitía una autoridad protectora; daba la sensación de tener la mano tendida a la familia y de estar dispuesto a con-versar. Desde que me alcanza la memoria, siempre ha sido así.

Abrió los brazos y nos mostramos el cariño justo. Hablamos sin parar, mientras madre y mis hermanos escuchaban. Al termi-

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nar de desayunar, me pidió salir a la calle, y sentados en el banco, al lado de la puerta de casa, por primera vez, sin decir nada, me ofreció un cigarrillo; me lo llevé a la boca y esbozó una sonrisa antes de darme fuego. Tras unos instantes dedicados a fumar, preguntó: «¿Qué piensas hacer?, ¿has pensado en tu porvenir?».

Contesté sin titubear. El cambio radical en la dirección de mi vida me había tenido parte de la noche pensando.

—He decidido solicitar un puesto, hoy mismo, en la com-pañía eléctrica. Los demás trabajos…, explotación de madera, minas de plomo, hierro y cobre…, como supondrás, no me in-teresan.

Me miró y se llevó el cigarrillo a la boca. Volvimos a mezclar el humo y a compartir un silencio lleno. Vi en sus ojos lo orgu-lloso que estaba de mí.

«El recuerdo de aquel momento, el no valorarlo entonces en la medida que lo hago ahora, me hace pensar que la prisa de la juventud resta en la calma el sosiego que necesita la sensible observación para percibir ese tipo de gestos».

Al día siguiente, a media mañana, llegué a Bosost y fui a casa de Joaquín con la intención de que me acompañase a la central de la compañía

eléctrica. Durante el servicio militar, me había dicho que, una vez licenciado,

entraría a trabajar; me contó que su padre —persona relevan-te en el pueblo— tenía una estrecha relación con la dirección, y lo había arreglado.

Al verme se sorprendió.—La fuerza del amor —dije, con las manos en el corazón.Su expresión mostró no entender la mímica con la que acom-

pañé mis palabras, entonces le conté la razón de mi cambio de planes y el motivo de ir a verle.

—Tus padres ¡se habrán alegrado! —exclamó después de es-cucharme.

—Todo ha sucedido tan rápido que no me ha dado tiem-po a explicar nada… Mejor así…, les he ahorrado un disgusto —aseguré.

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—Me alegro de que estés aquí —dijo con música sentimen-tal en la voz.

—¿Me puedes acompañar o no?—Espera un momento.Entró y en un abrir y cerrar de ojos salió corriendo con las

llaves del coche de su padre en la mano.En la central —entre Les y Bosost—, fuimos directos al

despacho del ingeniero encargado de contratar al personal y coincidimos con él en la puerta. Joaquín me presentó y le ex-plicó el motivo de la visita. Aquel hombre, mientras escuchaba, miró un par de veces el reloj al tiempo que mostró, de forma evidente, el afecto que sentía por mi amigo. Aunque fuese un afecto heredado, por ser hijo de fulanito, lo cierto es que me vi beneficiado y, a pesar de tener prisa, nos hizo pasar. Señaló las sillas de delante de la mesa para que nos sentásemos y ocupó su sitio. Sacó un paquete de tabaco de uno de los cajones, se en-cendió un cigarrillo y sin ofrecernos lo volvió a guardar. Con la primera bocanada de humo abrió una carpeta y, con un lápiz en la mano, me preguntó cómo me llamaba, cuántos años tenía, mi situación familiar… Después de tomar nota de mi filiación, me cedió la palabra.

Hablé de mi preparación y conocimientos. Escuchó sin in-terrumpir hasta que terminé, limitándose a anotar, no sé qué, en la hoja que había apuntado mis datos, en un par de ocasio-nes. Su actitud y su sonrisa serena y afable me dieron buena impresión, aunque antes de decir adiós se limitase a decir:

—Pronto tendrás noticias; buenas o malas.Esperé la contestación sin salir de Las Bordas. En casa, de-

jaba dicho, a madre, dónde estaba para ser localizado. A prime-ra hora —a las nueve de la mañana— del tercer día de espera se recibió la llamada en el bar de la plaza, donde está el único teléfono del pueblo. El chaval de la casa de al lado, enviado por madre, vino a avisarme. Al mediodía me personé en la central.

Me contrataron, y dos días después empecé a trabajar ba-rrenando en el pueblo de Garós. Formaba parte de un equipo de catorce hombres que preparaba el terreno para levantar las

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pilonas. El lugar era rocoso y pendiente. Unas veces sujetaba una barra de acero y otras manejaba la porra. En dos días, cogí el golpe y me sacudí la inseguridad de los primeros momentos. Me lo tomé deportivamente. Estaba fuerte y ágil porque desde niño siempre cuidé mi forma física; mi cuerpo de metro seten-ta estaba armónicamente musculado.

Al principio los compañeros, rudos y alejados de refina-mientos, me tomaron por un «pollo-pera». Ser bien parecido y presumido los llevó, con su vara de medir estas cosas, al equívo-co. Pero en unos días me conocieron dentro y fuera del trabajo, y la pobre imagen que se habían formado de mí desapareció.

Una mañana en mi segunda semana de trabajo, cuando es-taba golpeando una barra de acero como si hubiese nacido con una porra en la mano, el capataz me sustituyó y me envió al despacho. En una caseta construida a tal efecto, el ingeniero que me había contratado esperaba. Los informes del capataz y el conocimiento que de mí tenían les habían hecho tomar la decisión de incorporarme al montaje de pilonas.

Al día siguiente, salí dirección al puerto de la Bonaigua. Se-guí las instrucciones y me dirigí a la llanura de Ruda —parte baja del puerto—. Allí, al pie de una pilona que estaban ter-minando de levantar, me presenté al capataz, que esperaba mi llegada. Sin más, señaló la pilona.

—A ver cómo subes —dijo.Me pareció una tontería, pero sin decir nada empecé a tre-

par. Me chocó ser el único que subía. Todos bajaban y se cruza-ban conmigo con cara de cachondeo. Llegué al final —a unos treinta metros— y pasé al saliente de la primera palomilla. Miré hacia abajo y grité, con humor, si tenía que seguir subiendo. Nadie contestó. La pilona comenzó a balancearse suavemente porque la estaban nivelando. «La novatada», pensé. Me senté tranquilamente y pasado un ratito bajé. En la cara del capataz y en su apretón de manos, vi que había superado la prueba con la que ese hombre recibía a los nuevos.

En un mes, demostré cómo trabajaba y los informes no tardaron en llegar al jefe de línea. Decidieron, a pesar de mi