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Vida y Epoca de Michael K - J. M. Coetzee

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En plena guerra civil sudafricana, eljardinero Michael K acaba en unhospital, lejos de su casa,desamparado. Michael no tiene másremedio que buscar un trozo detierra, empezar de cero y recuperarsu dignidad. Otra obra maestra deJ. M. Coetzee, donde el autorreflexiona sobre la necesidad dellegar a la esencia de la experienciahumana, en un mundo donde imperala sinrazón y la soledad, queCoetzee retrata con un estiloluminoso y desconcertante.

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J. M. Coetzee

Vida y época deMichael K

ePub r1.0Titivillus 05.01.15

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Título original: Life and times of MichaelKJ. M. Coetzee, 1983Traducción: Concepción Manella Jiménez

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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La guerra de todos es padre yde todos es rey.

Muestra a unos dioses y aotros hombres.

Hace a unos esclavos y a otroslibres.

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1

Lo primero que advirtió la comadronaen Michael K cuando lo ayudó a salirdel vientre de su madre y entrar en elmundo fue su labio leporino. El labio seenroscaba como un caracol, la aletaizquierda de la nariz estaba entreabierta.Le ocultó el niño a la madre durante uninstante, abrió la boca diminuta con lapunta de los dedos, y dio gracias al verel paladar completo.

A la madre le dijo:—Debería alegrarse, traen suerte al

hogar.Pero desde el primer momento a

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Anna K le disgustó esa boca que no secerraba, mostrándole un trozo de carneviva. Se estremeció al pensar lo quehabía crecido en ella todos esos meses.El niño no podía mamar y lloraba dehambre. Trató de alimentarlo conbiberón, pero como él tampoco podíatirar de la tetina, le daba de comer conuna cucharita, desesperándose cuando elniño se atragantaba, devolvía y lloraba.

—Se cerrará cuando crezca —leaseguró la comadrona.

Sin embargo, el labio no se cerró, oal menos no lo suficiente, y la nariztampoco se corrigió.

Llevó al niño con ella al trabajo, ysiguió llevándolo incluso cuando ya no

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era un bebé. Lo mantuvo alejado de losotros niños porque sus risitas y susurrosla herían. Año tras año, Michael K,sentado en una manta, contempló a sumadre encerar los suelos de otros, yaprendió a callar.

A causa de su malformación y de lalentitud de su inteligencia, sacaron aMichael del colegio tras un cortoperíodo de prueba, y lo entregaron a laprotección de Huis Norenius en Faure,donde, a costa del Estado, pasó el restode su infancia en compañía de otrosniños desafortunados y con problemasdiversos, aprendiendo a leer, escribir,contar, barrer, frotar, hacer camas, fregarplatos, tejer cestas, carpintería y

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jardinería. A la edad de quince añosabandonó Huis Norenius y entró en eldepartamento municipal de Parques yJardines de Ciudad del Cabo comojardinero, nivel 3(b). Tres años mástarde abandonó Parques y Jardines y,después de una temporada en paro quepasó en la cama mirándose las manos,aceptó un trabajo de empleado nocturnoen los lavabos públicos de GreenmarketSquare. Un viernes en que regresabatarde a casa, dos hombres le atacaron enun paso subterráneo, le golpearon, lerobaron el reloj, el dinero y los zapatos,y le dejaron inconsciente en el suelo conun navajazo en el brazo, un dedodislocado y dos costillas rotas. Tras este

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incidente, abandonó el empleo nocturnoy volvió a Parques y Jardines, dondepoco a poco fue mejorando de posiciónhasta llegar a jardinero, nivel 1.

K no tenía amigas a causa de surostro. Estaba más cómodo solo. Losdos empleos le habían enseñado a estarsolo, aunque en los lavabos se habíasentido oprimido por la refulgente luz deneón que se reflejaba en los azulejosblancos y creaba una superficie sinsombras. Sus parques preferidos eranlos de pinos altos y senderos oscuros deagapantos. A veces los sábados no oía lasirena al mediodía y continuabatrabajando solo hasta la noche. Selevantaba tarde los domingos por la

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mañana; los domingos por la tardevisitaba a su madre.

Una mañana de junio, con treinta yun años de edad, le dieron un recadomientras barría las hojas del parque DeWaal. El recado, de tercera mano, era desu madre: le habían dado el alta en elhospital y quería que fuese a buscarla. Krecogió las herramientas y recorrió enautobús el camino hasta el hospitalSomerset, donde encontró a su madresentada al sol en un banco frente a laentrada. Iba completamente vestida,menos los zapatos, que estaban a sulado. Al ver a su hijo comenzó agimotear, ocultándose la cara con lasmanos para que los otros pacientes y las

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visitas no la vieran.Hacía meses que Anna K padecía de

una gran inflamación en las piernas y losbrazos; después el vientre tambiéncomenzó a hincharse. Ingresó en elhospital sin poder andar y casi sin poderrespirar. Pasó cinco días acostada en unpasillo entre decenas de víctimas depuñaladas, palizas y heridas de bala quela mantenían despierta con sus lamentos,desatendida por las enfermeras sin unmomento libre para consolar a unaanciana mientras los jóvenes a sualrededor morían de forma dramática.La reanimaron con oxígeno al ingresar,después le administraron pastillas einyecciones para rebajar la inflamación.

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Sin embargo, cuando pedía una cuñapocas veces había alguien que se lallevara. No tenía bata. En una ocasión,tanteando la pared para llegar al lavabo,un anciano con un pijama gris la paró y,entre groserías, le mostró sus partes. Lasnecesidades físicas se convirtieron enuna fuente de tormento. Cuando lasenfermeras preguntaban por laspastillas, les decía que se las habíatomado, pero a menudo mentía. Después,aunque la dificultad respiratoriadisminuyó, las piernas le picaban tantoque tenía que tumbarse sobre las manospara no rascarse. Ya al tercer díasuplicaba que la enviaran a casa, aunqueevidentemente no suplicó a la persona

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apropiada. Las lágrimas que derramó elsexto día eran sobre todo lágrimas dealivio por escapar de ese purgatorio.

En la recepción Michael K pidió unasilla de ruedas que le denegaron.Condujo a su madre los cincuenta pasosque los separaban de la parada delautobús con el bolso y los zapatos enuna mano. La cola era larga. El horariopegado al poste anunciaba un autobúscada quince minutos. Esperaron duranteuna hora en la que las sombras sealargaron y el viento se enfrió. Como nopodía sostenerse en pie, Anna K se sentójunto a un muro con las piernasextendidas como una mendiga mientrasMichael guardaba el sitio en la cola.

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Cuando llegó el autobús ya no habíaasientos libres. Michael se sujetó a unabarra y abrazó a su madre para que no secayera. Eran las cinco en punto cuandollegaron a la habitación en Sea Point.

Durante ocho años Anna K habíatrabajado de empleada doméstica de unfabricante de géneros de punto jubiladoy su mujer que vivían en Sea Point en unpiso de cinco habitaciones con vistas alocéano Atlántico. Según su contratoentraba a las nueve de la mañana y salíaa las ocho de la noche, con tres horas dedescanso por la tarde. Trabajabaalternadamente cinco y seis días a lasemana. Tenía quince días de vacacionespagadas y una habitación para ella en el

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edificio. El salario era justo, los señoreseran sensatos, era difícil conseguir untrabajo, y Anna K no estaba descontenta.Pero hacía un año que había empezado asentir mareos y opresión en el pechocuando se inclinaba. Entonces aparecióla hidropesía. Los Buhrmann larelegaron a la cocina, le redujeron lapaga en un tercio y contrataron a unamujer más joven para las laboresdomésticas. Le permitieron quedarse enla habitación, que estaba a disposiciónde los Buhrmann. La hidropesíaempeoró. Antes de ingresar en elhospital había pasado semanas en lacama, incapaz de trabajar. Vivía con eltemor de que se acabara la caridad de

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los Buhrmann.Al principio, su habitación bajo las

escaleras del Cote d’Azur había estadodestinada al equipo de aireacondicionado que nunca llegó ainstalarse. Tenía un aviso en la puerta:una calavera y dos tibias cruzadaspintadas en rojo, y debajo las palabrasPELIGRO - GEVAAR - INGOZI. No tenía luzeléctrica ni ventilación, siempre olía ahumedad. Michael le abrió la puerta a sumadre, encendió una vela y saliómientras ella se preparaba paraacostarse. Pasó con ella esa tarde, laprimera de su regreso, y todas las tardesde la semana siguiente: le calentaba lasopa en el hornillo de parafina, cuidaba

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de ella todo lo que podía, realizaba lastareas necesarias, y la consolabaacariciándole los brazos cuandosucumbía a una de sus crisis de llanto.Una tarde, los autobuses en Sea Pointdejaron de circular, y tuvo que pasar lanoche tumbado en la estera de lahabitación con el abrigo puesto. Sedespertó en plena noche muerto de frío.Sin poder dormir, sin poder marcharse acausa del toque de queda, permaneciósentado en la silla tiritando hasta elamanecer mientras su madre gemía yroncaba.

A Michael K le desagradaba laintimidad física a la que se veíanobligados durante las largas tardes en la

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pequeña habitación. Descubrió que lealteraba ver las piernas hinchadas de sumadre, y apartaba la mirada cuando laayudaba a salir de la cama. Ella teníalos muslos y los brazos cubiertos dearañazos (durante un tiempo inclusodurmió con guantes). Pero él no eludíanada de lo que consideraba su deber. Elproblema que le había preocupado añosatrás en el cobertizo de las bicicletas deHuís Norenius, a saber, la razón por laque le habían traído al mundo, ya teníacontestación: le habían traído al mundopara cuidar de su madre.

Nada de lo que su hijo decíacalmaba el miedo de Anna K de lo quesería de ella si perdía la habitación. Las

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noches pasadas entre moribundos en lospasillos del hospital Somerset le habíanhecho comprender lo indiferente que erael mundo en tiempo de guerra con unaanciana que sufría una enfermedaddesagradable. Sin trabajo, solo se veíaseparada de la miseria por la precariabuena voluntad de los Buhrmann, elsentido del deber de un hijo torpe y, enúltima instancia, los ahorros queguardaba en un bolso dentro de unamaleta debajo de la cama: la monedanueva en un monedero; la antigua, ya sinvalor, y que no había cambiado pordesconfianza, en otro.

Por eso, cuando Michael llegó unatarde hablando de los despidos en

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Parques y Jardines, a ella empezó adarle vueltas en la cabeza algo que hastaahora solo había sido un sueño sinentidad: el proyecto de abandonar unaciudad sin futuro para ella y volver alcampo apacible de su juventud.

Anna K había nacido en una granjadel distrito de Prince Albert. Su padreno fue un hombre estable; teníaproblemas con la bebida; y cuando eraniña se habían mudado de granjasconstantemente. Su madre lavaba,planchaba y trabajaba en las diferentescocinas; Anna la ayudaba. Más tarde seinstalaron en la ciudad de Oudtshoorn,donde Anna fue a la escuela durante untiempo. Después del nacimiento de su

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primer hijo, vino a Ciudad del Cabo.Tuvo un segundo hijo de otro padre,luego un tercero que murió, y luegoMichael. Los años anteriores aOudtshoorn permanecieron en elrecuerdo de Anna como los más felicesde su vida, una época de calidez yabundancia. Recordaba cuando sesentaba en el polvo del gallinero y lospolluelos cloqueaban y picoteaban;recordaba cuando buscaba los huevosdebajo de los arbustos. Echada en lacama de la habitación mal ventilada enlas tardes de invierno, la lluvia goteandopor las escaleras, soñaba con escapar dela violencia indiferente, de losautobuses llenos, de las colas en los

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supermercados, de los dependientesarrogantes, de los ladrones y losmendigos, de las sirenas en la noche, deltoque de queda, del frío y la humedad, yvolver al campo donde, si iba a morir, almenos moriría bajo un cielo azul.

En el plan que le esbozó a Michaelno aludió a la muerte ni a morir. Lepropuso que dejara Parques y Jardinesantes de que le despidieran y laacompañara en tren a Prince Albert,donde ella alquilaría una habitación y élbuscaría trabajo en una granja. Si elalojamiento de Michael era bastantegrande, se quedaría con él y llevaría lacasa, si no él la visitaría los fines desemana. Para demostrarle su

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determinación, le hizo sacar la maleta dedebajo de la cama y ante sus ojos vacióel monedero, contando los billetesnuevos que, según dijo, había ahorradocon esta intención.

Esperaba que Michael le preguntarapor qué pensaba que una pequeña ciudadde provincias acogería a dosdesconocidos, siendo uno de ellos unaanciana con mala salud. Incluso teníapreparada una respuesta. Pero Michaelno dudó de ella ni un instante. Igual quehabía creído durante todos los añospasados en Huis Norenius que su madrelo había dejado allí por un motivo que,si bien al principio era oscuro, acabaríapor aclararse, ahora aceptó sin dudar la

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sabiduría de su plan para los dos. Novio el dinero esparcido sobre la colcha,solo se imaginó una casa de campoencalada en el extenso veld, el humosaliendo por la chimenea, y en la puertaa su madre sonriente y sana preparadapara darle la bienvenida a casa despuésde un largo día.

Michael no se presentó al trabajo ala mañana siguiente. Con el dinero de sumadre metido en dos fajos en loscalcetines, se dirigió a la estación detren y a las taquillas de la ruta principal.Allí el empleado le dijo que, aunque levendería con gusto dos billetes a PrinceAlbert o a la estación más cercana de laruta («¿Prince Albert o Prince Alfred?»,

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preguntó), K no podría subirse al trensin una reserva de asiento y un permisopara abandonar la península del Cabo,declarada en estado de alerta. Laprimera reserva que podría darle erapara el dieciocho de agosto, dentro dedos meses; en cuanto al permiso, solo loconcedía la policía. K le suplicó que lediera una salida anterior, pero todo fueen vano: el estado de salud de su madreno constituía una razón especial, le dijoel empleado; al contrario, le aconsejabaque no lo mencionara en ningún caso.

Desde la estación K se dirigió aCaledon Square, donde tuvo que hacercola durante dos horas detrás de unamujer con un niño que lloriqueaba. Le

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dieron dos juegos de impresos, un juegopara su madre, otro para él.

—Grape las reservas de tren a losimpresos azules, y llévelos al despacho E-5 —le dijo la funcionaria de laventanilla.

Cuando llovía Anna K ponía unatoalla vieja en la rendija de la puertapara evitar que el agua entrara. Lahabitación olía a desinfectante y apolvos de talco.

—Aquí me siento como un sapodebajo de una piedra —murmuró—. Nopuedo esperar hasta agosto.

Se cubrió la cara y reposó ensilencio. Al poco rato K notó que lefaltaba el aire. Se fue a la tienda de la

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esquina. No había pan.—Ni pan ni leche —le dijo el

dependiente—. Vuelva mañana.Compró galletas y leche condensada,

después se quedó debajo del toldoobservando caer la lluvia. Al díasiguiente llevó los impresos al despachoE-5. Le enviarían los permisos porcorreo a su debido tiempo, le dijeron,después de que la policía de PrinceAlbert revisara y aprobara lassolicitudes.

Volvió al parque De Waal y ledijeron, tal y como esperaba, que lepagarían a fin de mes.

—No importa —le dijo al capataz—, de todas formas nos marcharemos,

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mi madre y yo.Recordaba las visitas de su madre a

Huis Norenius. A veces le llevabanubecitas, otras galletas de chocolate.Paseaban juntos por el campo dedeporte y después tomaban el té en elcomedor. Los días de visita, los alumnosse ponían su mejor uniforme caqui y lassandalias marrones. Algunos chicos notenían padres, o habían sido olvidadospor ellos.

—Mi padre murió, mi madre trabaja—había dicho de sí mismo.

Se hizo un nido de cojines y mantasen un rincón de la habitación dondepasaba las tardes sentado en laoscuridad, escuchando la respiración de

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su madre. Esta cada vez dormía más. Aveces también él se dormía sentado yperdía el autobús. Se despertaba por lasmañanas con dolor de cabeza. Duranteel día vagaba por las calles. Todopermanecía en suspenso mientrasesperaban los permisos que no llegaban.

Un domingo por la mañana tempranofue al parque De Waal y rompió lacerradura del cobertizo donde losjardineros guardaban el material. Cogióherramientas y una carretilla que empujóde vuelta a Sea Point. En el callejónsituado detrás de los pisos rompió uncajón viejo y, a toda prisa, hizo unaplataforma cuadrada de sesentacentímetros de lado con respaldo, que

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ató con alambre a la carretilla. Despuéstrató de persuadir a su madre para quesalieran a dar una vuelta.

—El aire te sentará bien —dijo—.Nadie te verá y son más de las cinco, laentrada está desierta.

—Nos pueden ver desde los pisos—contestó ella—. No quiero dar unespectáculo.

Al día siguiente cedió. Vestida conel sombrero, el abrigo y las zapatillas,salió con paso inseguro del piso a latarde gris, y dejó que Michael lainstalara en la carretilla. La empujó através de Beach Road y siguió por elpaseo pavimentado a lo largo de laorilla del mar. No había nadie alrededor

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salvo una pareja de ancianos paseandoal perro. Anna K se agarró con rigidez alos lados de la plataforma, aspirando elaire frío del mar, mientras su hijo laempujaba unos cien metros por el paseo,se paraba para dejarla mirar las olasrompiendo en las rocas, la empujabaotros cien metros, y se paraba de nuevo,y después la llevaba de vuelta a lahabitación. Le desconcertó comprobarque su madre pesaba mucho, así como lainestabilidad de la carretilla. Hubo unmomento en que basculó y casi la tiró.

—El aire fresco te sentará bien a lospulmones —dijo.

La tarde siguiente llovió y sequedaron en la habitación.

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Pensó en construir una carretilla conuna caja montada sobre un par de ruedasde bicicleta, pero no sabía dóndeencontrar un eje.

Después, una tarde de la últimasemana de junio, un jeep del ejército quebajaba a gran velocidad por Beach Roadatropelló a un joven que cruzaba lacalle, lanzándole entre los vehículosaparcados junto a la acera. El jeeptambién derrapó, y finalmente se detuvoen el descuidado jardín delante del Coted’Azur, donde los dos ocupantes seenfrentaron a la cólera de los amigos deljoven. Hubo una pelea y pronto secongregó una multitud. Abrieron agolpes los coches aparcados y los

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empujaran hasta colocarlos de lado en elcentro de la calle. No obedecieron lassirenas que anunciaban el toque dequeda. Una ambulancia que llegóescoltada por una moto dio media vueltapoco antes de la barricada y se marchórápidamente, perseguida por una lluviade piedras. Poco después, un hombrecomenzó a disparar un revólver desde elbalcón de un cuarto piso. La multitudbuscó refugio entre gritos, se desperdigópor los edificios de apartamentos frentea la playa, corrió por los pasillos,aporreando las puertas, rompiendo lasventanas y las lámparas. Sacaron alhombre del revólver a rastras de suescondite; lo golpearon hasta la

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inconsciencia y lo tiraron a la calle.Algunos vecinos decidieron refugiarseen la oscuridad detrás de las puertasbien cerradas, otros huyeron a la calle.Arrancaron la ropa a una mujer atrapadaal final de un pasillo; alguien resbaló enuna salida de incendios y se rompió eltobillo. Derribaron las puertas ydesvalijaron los pisos. En el piso deencima de la habitación de Anna K, lossaqueadores desgarraron las cortinas,hicieron un montón de ropa en el suelo,destrozaron los muebles y encendieronun fuego que, aunque no se extendió,desprendía densas nubes de humo. Enlos jardines del Cote d’Azur, del Cote d’Or y del Copacabana, una

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muchedumbre que crecía por momentos,algunos con montones de objetosrobados a los pies, lanzó piedras de lasrocallas a los grandes ventanales frenteal mar, hasta que no quedó ni un solocristal intacto.

Una furgoneta policial con unasirena luminosa azul subió por el paseoy se paró a unos cincuenta metros. Hubouna ráfaga de ametralladora que fuecontestada con disparos desde labarricada de coches. La furgonetaretrocedió precipitadamente mientras lamultitud se retiraba por Beach Roadentre gritos y voces. Pasaron otrosveinte minutos, y ya era de noche cuandollegó el grueso de la policía y las

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fuerzas antidisturbios. Ocuparon pisopor piso los edificios afectados, sinencontrar resistencia de un enemigo quehuía por los callejones de atrás. Unasaqueadora, que no corrió lo bastantedeprisa, fue abatida de un tiro. Lapolicía recogió los objetos abandonadosde todas las calles adyacentes y losamontonó en los jardines. Allí, en plenanoche, la gente de los pisos buscó suspertenencias con linternas. Amedianoche, cuando la operación iba aconcluir, descubrieron el cuerpo de unalborotador con una bala en el pulmónrefugiado en un recodo oscuro delpasillo de un edificio más abajo y se lollevaron. Llegaron los centinelas

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nocturnos y se retiró el grueso de lasfuerzas. Durante las primeras horas de lamadrugada se levantó viento y empezó allover con tal fuerza que derribó loscristales rotos del Cote d’Azur, del Coted’Or, del Copacabana, y también delEgremont y del Malibu Heights, quehasta ahora habían ofrecido un panoramaseguro de las rutas marítimas este-oestealrededor del cabo de Buena Esperanza,azotó las cortinas, empapó las moquetasy, en algunos casos, inundó lashabitaciones.

Durante todos estos acontecimientosAnna K y su hijo permanecieronsilenciosos como ratones en suhabitación bajo la escalera, sin moverse

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ni siquiera cuando olieron el humo, nicuando oyeron pasar las pisadas firmesde las botas y un puño golpeó la puertacerrada. No podían adivinar que eltumulto, los gritos, los disparos y elruido de cristales rotos procedían solode algunos edificios cercanos: sentadosen la cama uno junto al otro, sinatreverse ni siquiera a susurrar, crecióen ellos la convicción de que la guerrareal había llegado a Sea Point y loshabía sorprendido allí. Cuandofinalmente, de madrugada, su madre sedurmió, Michael se quedó sentado conel oído atento, observando la franja deluz gris que se colaba por debajo de lapuerta, respirando en silencio. Cuando

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su madre empezó a roncar, la zarandeópara hacerla callar.

Así, sentado con la espalda rectaapoyada en la pared, se quedó por findormido. Cuando se despertó, la luzbajo la puerta era más clara. La abrió yse deslizó fuera. El pasillo estaba llenode cristales. En el portal del edificiodos soldados con casco estabansentados en sillas de campaña deespaldas a él, mirando la lluvia y el margris. K regresó a la habitación de sumadre y se durmió en la estera.

Más tarde ese mismo día, cuando losvecinos del Cote d’Azur regresabanpara limpiar y recoger sus pertenencias,o simplemente para observar los

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destrozos y llorar, y la lluvia habíadejado de caer, K se dirigió a OliphantRoad en Green Point, a la Misión de SanJosé, donde antes se conseguían un platode sopa y una cama sin tener quecontestar preguntas, y donde esperabaalbergar a su madre durante un tiempolejos del edificio devastado. Pero laestatua de escayola de San José con labarba y el cayado ya no estaba, la placade bronce de la entrada habíadesaparecido, las contraventanasestaban cerradas. Llamó a la puertacontigua y oyó crujir la tarima, peronadie abrió.

Al cruzar la ciudad de camino altrabajo, K tropezaba todos los días con

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el ejército de indigentes y desheredadosque había ocupado en los últimos añoslas calles del centro, mendigando,robando o haciendo cola en los centrosde ayuda, entrando en los pasillos de losedificios públicos para calentarse, y queencontraba un refugio nocturno en losalmacenes en ruinas cerca de losmuelles, o en los bloques y bloques delocales abandonados más arriba de BreeStreet, donde la policía nunca searriesgaba a pie. Durante el año antes deque las autoridades impusieran controlesal desplazamiento de las personas, elcentro y los alrededores de Ciudad delCabo se inundaron de gente del campoque buscaba trabajo de cualquier tipo.

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No había trabajo, tampoco alojamiento.Si ellos caían en ese mar dehambrientos, se decía K, ¿quéposibilidad tendrían él y su madre desobrevivir? ¿Durante cuánto tiempopodría empujarla por las calles en unacarreta mendigando comida? Anduvo sinrumbo todo el día y volvió a lahabitación sumido en el desánimo.Preparó de cena sopa, una rosca de pany una lata de sardinas, tapando elhornillo con una manta para evitar que elresplandor los delatara.

Sus esperanzas se concentraron en elpermiso que les permitiría abandonar laciudad. Pero el buzón de los Buhrmann,donde la policía iba a mandar el

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permiso, si es que pensaba mandarlo,estaba cerrado; y después de la nochedel saqueo, los Buhrmann,conmocionados y aterrorizados, sehabían marchado con unos amigos, sindecir nada de cuándo volverían. Así queAnna K mandó a su hijo al piso coninstrucciones de recoger la llave delbuzón.

K no había estado antes en el piso.Lo encontró en un completo caos. Sobreel agua encharcada arrastrada por elfuerte viento había muebles destrozados,colchones deshechos, trozos de cristal yporcelana, macetas marchitas, la ropa decama y la moqueta empapadas. Unapasta de levadura, cereales, azúcar,

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serrín y tierra se le pegó a los zapatos.En la cocina la nevera yacía boca abajo,el motor todavía ronroneante, rezumandopor las bisagras una espuma amarillasobre el centímetro de agua que cubríalas baldosas del suelo. Habían tirado lasfilas de tarros de los estantes; apestaba avino. En la brillante pared blancaalguien había escrito AL DIAVLO conespuma de limpiar hornos.

Michael convenció a su madre deque fuera y viera ella misma losdestrozos. No había estado arriba desdehacía dos meses. Permaneció conlágrimas en los ojos sobre una tabla delpan en la puerta del salón.

—¿Por qué han hecho esto? —

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susurró. No quiso entrar en la cocina—.¡Unas personas tan amables…! —dijo—. ¡No sé cómo van a arreglar todoesto!

Michael la ayudó a volver a lahabitación. No se tranquilizaba, ypreguntaba constantemente dóndeestaban los Buhrmann, quién iba alimpiar el piso, cuándo volverían.

Michael la dejó allí y volvió al pisodestrozado. Levantó la nevera, la vació,barrió los trozos de cristal hasta unrincón y recogió parte del agua. Llenómedia docena de bolsas de basura y lasapiló en la entrada. Separó los víveresen buen estado. No intentó limpiar elsalón, pero sujetó las cortinas a los

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marcos de las ventanas sin cristales lomejor que pudo. Hago todo esto, se dijo,no por los dos ancianos, sino por mimadre.

Era evidente que hasta que no searreglaran las ventanas y se retirara lamoqueta, que ya empezaba a apestar, losBuhrmann no podrían vivir allí. Pero nose le ocurrió la idea de usar elapartamento hasta que vio el baño porprimera vez.

—Solo una o dos noches —le rogó asu madre—, para que tengas laposibilidad de dormir sola. Hasta quesepamos lo que vamos a hacer. Llevaréun diván al baño. Por la mañana volveréa colocarlo todo en su sitio. Lo prometo.

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No se enterarán.Se arregló el diván en el baño con

sábanas y manteles. Ajustó un trozo decartón en la ventana y encendió la luz.Había agua caliente: se bañó. Por lamañana borró sus huellas. Llegó elcartero. No había nada para el buzón delos Buhrmann. Llovía. Salió y se sentóbajo la marquesina de la parada delautobús a mirar cómo caía la lluvia. Amedia tarde, cuando era seguro que losBuhrmann no volverían, regresó al piso.

Llovió durante varios días. No hubonoticias de los Buhrmann. K barrióhacia el balcón casi toda el aguaestancada y desatascó la cañería deldesagüe. Aunque había corriente de aire

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por todo el piso, el olor a humedadaumentó. Limpió el suelo de la cocina ybajó las bolsas de basura.

Empezó a pasar en el piso lasnoches y también los días. En un armariode la cocina encontró varios montonesde revistas. Tumbado en la cama, o en elbaño, miraba las páginas con fotos demujeres hermosas y platos exquisitos.Los platos le llamaban más la atención.Le mostró a su madre la foto de unaapetitosa pierna de cerdo asada conguarnición de cerezas y rodajas de piña,y al lado un cuenco de frambuesas connata y una tarta de grosellas.

—Ya nadie come esto —dijo sumadre.

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Él no estaba de acuerdo.—Los cerdos no saben que hay

guerra —dijo—. Las piñas no saben quehay guerra. La comida sigue creciendo.Alguien tiene que comérsela.

Volvió a la pensión donde vivíaantes y pagó el alquiler atrasado.

—He dejado mi trabajo —le contóal encargado—. Mi madre y yo nosvamos al campo para dejar todo esto.Solo estamos esperando el permiso.

Recogió su bicicleta y la maleta. Separó en un almacén de chatarra ycompró un metro de barra de acero. Lacarretilla con el asiento de tablas estabadonde la había dejado, en el callejóndetrás de los pisos; ahora volvió a

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pensar en utilizar las ruedas de labicicleta para hacer una carreta con laque sacar a su madre de paseo. Peroaunque los cojinetes de las ruedas sedeslizaban suavemente en el eje nuevo,no sabía cómo sujetar las ruedas paraque no se salieran. Durante horas intentóen vano confeccionar unas abrazaderasde alambre. Acabó dejándolo porimposible. Algo se me ocurrirá, se dijo,y dejó la bicicleta desmantelada en elsuelo de la cocina de los Buhrmann.

Entre la basura del salón habíaencontrado un transistor. La aguja deldial se había atascado en la últimaemisora, las pilas estaban casi gastadas,y enseguida se cansó de toquetearlo.

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Pero al rebuscar en los cajones de lacocina, encontró un cable que enchufó ala red. Ahora se podía tumbar en laoscuridad del baño y oír la música quesonaba en la otra habitación. A veces sedormía escuchándola. Por la mañana sedespertaba con la música todavíasonando; o escuchaba una charlavibrante en un idioma del que noentendía nada más que los nombres delugares lejanos: Wakkerstroom,Pietersburg, King Williams Town. Aveces se descubría tatareando unacanción con voz monótona.

Cuando acabó con las revistas,empezó a hojear los periódicos viejosque encontró debajo del fregadero de la

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cocina, periódicos tan viejos que norecordaba ninguno de los sucesos de quehablaban, aunque reconoció a algunosfutbolistas, DETENIDO EL ASESINO DEKHAMIESKROON, decía uno de lostitulares, y encima aparecía la foto de unhombre esposado, con una camisablanca desgarrada, de pie entre dospolicías firmes. Aunque las esposas leobligaban a bajar los hombros, elasesino de Khamieskroon miraba a lacámara con una sonrisa que a K lepareció de tranquila satisfacción. Másabajo había una segunda fotografía: unrifle con su charpa fotografiado sobre unfondo blanco y con la leyenda «El armadel asesino». K pegó la página con la

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noticia en la puerta de la nevera; durantemuchos días después, cuando alzaba lavista del trabajo con las ruedas, sumirada siguió encontrándose con la delhombre de Khamieskroon, dondequieraque estuviera ese lugar.

Sin nada que hacer, trató de secarlos libros empapados de los Buhrmanncolgándolos de una cuerda a través delsalón; pero este proceso le llevabamucho tiempo y perdió interés. Nunca lehabían gustado los libros, y noencontraba nada que le atrajera en lashistorias de oficiales, o de mujeresllamadas Lavinia, aunque pasó algúntiempo despegando las hojas de loslibros ilustrados de las islas Jónicas, la

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España árabe, Finlandia, tierra de lagos,Bali y otros lugares del mundo.

Después, una mañana, Michael K selevantó apresuradamente al oír elchirrido de la cerradura de la puertaprincipal, y se encontró frente a cuatrohombres con monos de trabajo que seabrieron paso sin decir una palabra ycomenzaron a vaciar el piso de sucontenido. Rápidamente apartó laspiezas de la bicicleta. Su madre salió enbata y paró a uno de los hombres en laescalera.

—¿Dónde está el patrón? ¿Dóndeestá el señor Buhrmann? —preguntó.

El hombre se encogió de hombros.K salió a la calle y se dirigió al

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conductor de la camioneta.—¿Les manda el señor Buhrmann?

—le preguntó.—¿A ti qué te parece? —dijo el

conductor.Michael ayudó a su madre a volver a

la cama.—Lo que no entiendo —dijo ella—

es por qué no me dicen nada. ¿Qué hagosi alguien llama a la puerta y dice quetengo que irme inmediatamente porquequiere la habitación para su empleada?¿Adónde iré?

Durante un buen rato él permanecióa su lado acariciándole el brazo,escuchando sus lamentaciones. Despuéssacó las dos ruedas de la bicicleta, la

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barra de acero y las herramientas alcallejón, y se sentó al sol paraenfrentarse de nuevo al problema deevitar que las ruedas se salieran del eje.Trabajó toda la tarde; por la noche,había grabado cuidadosamente con unasierra de punta una rosca en los dosextremos de la barra para enroscar enellos varias arandelas de doscentímetros. Una vez montadas lasruedas entre las arandelas de la barra,tan solo le quedaba ajustar varioscírculos de alambre alrededor de labarra para que las arandelas no rozaranlas ruedas, y entonces el problemapareció estar resuelto. Estaba tanimpaciente por continuar con su tarea

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que apenas cenó ni durmió aquellanoche. Por la mañana, deshizo el asientode la antigua carretilla y lo utilizó paraconstruir una caja estrecha de tres ladosy dos manubrios largos, que sujetó al ejecon alambre. Ahora tenía un rickshawno muy estable, pero que aguantaría elpeso de su madre; y esa misma noche,cuando el viento frío del noroeste habíaencerrado en sus casas a todos lospaseantes, salvo a los más fuertes, sacóde nuevo a su madre, envuelta en unabrigo y una manta, a dar un paseo porel malecón que hizo que la sonrisavolviese a sus labios.

El momento había llegado. En cuantoregresaron a la habitación, expuso el

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plan que había meditado desde queconstruyó la primera carretilla. Perdíanel tiempo al esperar los permisos, dijo.Los permisos no iban a llegar nunca. Ysin los permisos, no podrían irse en tren.Ahora iban a echarlos cualquier día dela habitación. ¿No le iba a dejar llevarlaen la carreta a Prince Albert? Ellamisma había comprobado que eracómoda. El clima húmedo no le sentababien, tampoco la preocupación constantepor el futuro. Una vez instalada enPrince Albert recuperaría la saludrápidamente. Como mucho estarían decamino un día o dos. La gente era buena,la gente se detendría para llevarlos.

Discutió con ella durante horas,

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sorprendiéndose a sí mismo por laagilidad de su argumentación. Cómopretendía que durmiera al aire libre enpleno invierno, protestó ella. Con suerte,respondió, llegarían a Prince Albertincluso en un día, después de todo soloestaba a cinco horas en coche. Pero ¿y sillovía?, preguntó ella. Pondría un toldosobre la carreta, le respondió. ¿Y si lapolicía les paraba? Seguramente,contestó, la policía tendrá cosas másimportantes que hacer que parar a dospersonas inocentes que solo quieren unaoportunidad de abandonar a su manerauna ciudad superpoblada.

—¿Por qué va a querer la policíaque pasemos la noche escondidos en

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porches ajenos, mendiguemos en lascalles y nos convirtamos en un estorbo?

Fue tan persuasivo que finalmenteAnna K cedió, aunque puso doscondiciones: que fuera por última vez ala policía para averiguar lo que pasabacon los permisos que no llegaban, y quela dejara prepararse para el viaje sinprisas. Michael accedió complacido.

A la mañana siguiente, en lugar deesperar un autobús que quizá no llegaríanunca, fue corriendo desde Sea Pointhasta el centro por la calle principal,disfrutando de la firmeza de su corazón,del vigor de sus extremidades. Ya habíadocenas de personas haciendo cola anteel cartel HERVESTIGING-TRASLADOS;

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tardó una hora en llegar al mostrador deuna funcionaría con expresióndesconfiada.

Le mostró los dos billetes de tren.—Solo quiero saber si han llegado

los permisos —dijo.Ella le acercó los impresos que ya

conocía.—Rellene los impresos y llévelos al

E-5. Lleve también los billetes y lasreservas. —Apartó la mirada y ladirigió al hombre de detrás de K—.¿Dígame?

—No —dijo K, esforzándose porrecuperar su atención—, ya he pedido elpermiso. Solo quiero saber si hallegado.

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—¡Antes de tener el permiso ha detener una reserva! ¿Tiene la reserva?¿Para cuándo?

—Para el dieciocho de agosto. Peromi madre…

—¡Todavía falta un mes hasta eldieciocho de agosto! ¡Si ha pedido unpermiso y se lo han concedido, recibiráel permiso, le enviarán el permiso a sudomicilio! ¡El siguiente!

—¡Pero eso es lo que quiero saber!Porque si el permiso no va a llegarnunca, tengo que hacer otros planes. Mimadre está enferma.

La policía dio una palmada en elmostrador para hacerle callar.

—¡No me haga perder el tiempo! Se

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lo diré por última vez: ¡Si le hanconcedido el permiso, lo recibirá! ¿Nove a toda esta gente esperando? ¿No loentiende? ¿Es usted idiota? ¡Elsiguiente! —Se inclinó sobre elmostrador y miró deliberadamentedetrás de K—: ¡Sí, usted, el siguiente!

Pero K no se movió. Respiraba muydeprisa, tenía la mirada ausente. Lafuncionaría se volvió hacia él de malagana, mirando el labio descarnado queel escaso bigote no podía ocultar.

—¡El siguiente! —dijo.Una hora antes del amanecer del día

siguiente, K levantó a su madre y,mientras se vestía, cargó la carreta,forró el cajón con mantas y cojines y ató

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la maleta a un lado. La carreta teníaahora una capota negra de plástico quela hacía parecer un cochecito de niñomuy grande. Al verla su madre se detuvocon un gesto de desaprobación.

—No sé, no sé, no sé —dijo.Tuvo que persuadirla para que

subiera; tardó mucho tiempo. Entoncesél se dio cuenta de que la carreta no eralo bastante grande: aguantaba el peso desu madre, pero tenía que sentarseencorvada bajo la capota, sin podermover las extremidades. Le extendió unamanta sobre las piernas, y encimacolocó un paquete con víveres, la estufade parafina y una botella de combustibledentro de una caja, y algo de ropa. Una

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luz se encendió en el piso de al lado.Oían el romper de las olas en las rocas.

—Solo un día o dos —susurró—, yhabremos llegado. Si es posible, no temuevas mucho hacia los lados. —Ellaasintió con la cabeza, pero siguió con lacara escondida entre los guantes de lana.Se inclinó hacia ella—. ¿Quieresquedarte, madre? —dijo—. Si quieresquedarte, nos quedamos.

Ella negó con la cabeza. Así queMichael se puso la gorra, levantó losmanubrios, y empujó la carreta hacia elcamino entre la niebla.

Tomó la ruta más corta, atravesandola zona devastada al lado de los antiguosdepósitos de combustible, donde

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acababa de empezar la demolición delos edificios incendiados; atravesandoel barrio portuario y los ennegrecidosesqueletos de los almacenes que habíanocupado las bandas callejeras de laciudad el año pasado. Nadie les paró.En realidad, casi ninguno de los que secruzaron a esa hora temprana les dedicóuna mirada. Empezaron a aparecer enlas calles medios de transporte cada vezmás raros: carros de supermercado conbarras de dirección; triciclos con cajassobre el eje posterior; cestas encima delos bastidores de las carretillas; cajonespuestos sobre angarillas; carros de todoslos tamaños. Un burro llegaba a costarochenta rands en moneda nueva, una

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carreta con neumáticos, más de cien.K mantuvo el paso ligero, parándose

cada media hora para frotarse las manosheladas y desentumecerse la espalda. Enel momento que instaló a su madre en lacarreta en Sea Point, se dio cuenta deque, con todo el equipaje colocadodelante, el eje no estaba en el centrosino muy atrás. Ahora, cuando su madre,al intentar ponerse cómoda, se deslizabahacia atrás en la caja, tenía que levantarun peso muerto mucho mayor. Mantuvola sonrisa para disimular el esfuerzo queestaba realizando.

—Cuando salgamos a la carreterageneral —dijo entre jadeos—, alguiennos llevará.

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Al mediodía cruzaron la desiertazona industrial de Paarden Eiland. Unpar de obreros, que comían susbocadillos sentados en un muro, lesobservaron pasar en silencio. Bajo suspies se leía EMERGENCIA en gastadasletras negras. K ya no sentía los brazos,pero continuó con esfuerzo un kilómetromás. Donde la carretera cruzaba pordebajo de Black River Parkway, ayudó asu madre a bajar y la instaló en el arcénherboso bajo el puente. Almorzaron. Lesorprendió la soledad de las carreteras.Había tal calma que oía el canto de lospájaros. Se tumbó en la hierba espesa ycerró los ojos.

Le despertó un gran estruendo. Al

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principio pensó que eran truenoslejanos. Pero el ruido creció, batiendoen oleadas la base del puente porencima de ellos. A su derecha, endirección a la ciudad y a velocidadsostenida, aparecieron dos parejas demotoristas uniformados, los riflessujetos a la espalda, y detrás de ellos unvehículo acorazado con un artillero depie en la torreta. Les seguía unaprocesión de varios vehículos pesados,la mayoría camiones sin carga. K subiópor el arcén hasta donde estaba sumadre; sentados uno junto a otroobservaron todo entre un estruendo queparecía solidificar el aire. La caravanatardó varios minutos en pasar. En la cola

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venían docenas de automóviles,furgonetas y camiones ligeros, seguidosde un camión militar verde oliva contecho de lona, ocupado por dos filas desoldados sentados con casco, y al finalotra pareja de motoristas.

Uno de los primeros motoristas, alpasar, había observado a K y a su madrecon insistencia. Ahora los dos últimosmotoristas se separaron de la caravana.Uno esperó al lado de la carretera, elotro subió hasta el arcén. Alzándose lavisera, les interpeló:

—Está prohibido detenerse en laautovía —dijo.

Miró la carreta.—¿Es este su vehículo?

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K asintió.—¿Adónde van?K susurró algo, carraspeó, habló por

segunda vez.—A Prince Albert. En el Karoo.El motorista silbó, balanceó

ligeramente la carreta, y le dijo algo a sucompañero. Volvió a dirigirse a K.

—En la carretera, nada más pasar lacurva, hay un control. Párese en elcontrol y enseñe los permisos. ¿Tienenlos permisos para abandonar laPenínsula?

—Sí.—No pueden abandonar la península

sin permisos. Vaya al control y enseñelos permisos y la documentación. Y

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escúcheme bien: si quiere parar en laautovía, aléjese cincuenta metros de lacarretera. Son las normas: cincuentametros por cada lado. Si están máscerca, les pueden disparar sin avisar, sinpreguntar. ¿Entendido?

K asintió. Los motoristas volvierona montar y se marcharon con muchoruido hacia la cola de la caravana. K nopudo afrontar la mirada de su madre.

—Teníamos que haber elegido uncamino más tranquilo —dijo Michael.

Podría haber retrocedido en esemismo momento; pero ante el riesgo deuna segunda humillación, ayudó a sumadre a subir a la carreta y la condujohasta los antiguos hangares, donde,

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efectivamente, había un jeep aparcado aun lado de la carretera, y tres soldadoshacían té en un hornillo de campaña. Susruegos fueron en vano.

—¿Tienen o no el permiso? —preguntó el cabo al mando—. Me daigual quién es usted, quién es su madre,si no tienen el permiso no puedenabandonar la zona, punto.

K se volvió hacia su madre.Contemplaba bajo la capota negra aljoven soldado con mirada inexpresiva.El soldado levantó los brazos.

—¡No me compliquen la vida! —vociferó—. ¡Consigan el permiso y losdejaré pasar!

Observó a K levantar los manubrios

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de la carreta y dar media vuelta. Unarueda empezó a oscilar.

Ya era de noche cuando pasaron lossemáforos que señalaban el comienzo deBeach Road. Habían empujado a losjardines los chasis de los vehículos quebloqueaban la calle durante el saqueo delos edificios de apartamentos. La llaveestaba todavía en la puerta bajo laescalera. La habitación se encontrabacomo la habían dejado, bien barridapara el próximo ocupante. Anna K seechó con el abrigo y las zapatillas en elcolchón desnudo; Michael metió laspertenencias dentro. Un aguacero habíaempapado los cojines.

—Volveremos a intentarlo dentro de

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un par de días, madre —susurró. Ellanegó en silencio—. ¡Madre, el permisono va a llegar nunca! —dijo—. Lointentaremos de nuevo, pero la próximavez iremos por carreteras secundarias.¡No pueden cortar todos los caminos!

Se sentó a su lado en el colchón y sequedó allí, con la mano en su brazohasta que ella se durmió; luego subió adormir en el suelo de los Buhrmann.

Dos días después volvieron aponerse en camino, saliendo de SeaPoint una hora antes del amanecer. Elentusiasmo del primer intento se habíadesvanecido. K sabía ahora que quizátendrían que pasar muchas noches en lacarretera. Además, su madre ya no tenía

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ninguna gana de viajar a lugares lejanos.Quejándose de dolor en el pecho, sesentó en la caja muy derecha, bajo eldelantal de plástico que K habíaextendido para resguardarla de laintensa lluvia. A trote uniforme, losneumáticos siseando en el pavimentohúmedo, siguió una ruta nueva quepasaba por el centro de la ciudad, porSir Lowry Road y la Main Road de lasafueras, por el puente del ferrocarril deMowbray, pasando por el que antes erael hospital infantil, para salir finalmentea la antigua Klipfontein Road. Aquí,separados de las chabolas de cartón yuralita hacinadas en las calles delcampo de golf tan solo por una cerca

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derruida, hicieron su primera parada.Después de comer algo, K se colocó allado de la carretera junto a su madre, eintentó parar a los vehículos quecirculaban. Había poco tráfico. Trescamiones ligeros con tela metálica enlos faros y en las ventanillas pasaron agran velocidad uno detrás de otro. Mástarde pasó un bonito coche de caballos,los bayos adornados con racimos decampanillas en los arneses, y un grupode niños en la parte de atrás haciendogestos burlones a los dos. Después de unlargo intervalo sin que pasara nadie,paró un camión, y el conductor seofreció a llevarles hasta la fábrica decemento, e incluso ayudó a K a subir la

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carreta al camión. Sentados a salvo y acubierto en la cabina, descontando loskilómetros que veía pasar con el rabillodel ojo, K dio un pequeño codazo a sumadre, recibiendo como respuesta unasonrisa forzada.

Este fue el último golpe de suertedel día. Esperaron durante una horadelante de la fábrica de cemento; peroaunque había un flujo uniforme depeatones y ciclistas, los únicosvehículos que pasaron eran camionesdel servicio de recogida de aguasresiduales. El sol se ponía y el vientoera más frío cuando K remolcó lacarreta al camino y se puso de nuevo enmarcha. Quizá, pensó, sea mejor si no

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dependemos de otros. Después delprimer viaje, había desplazado el ejecinco centímetros hacia delante; ahora lacarreta, una vez en marcha, era ligeracomo una pluma. Adelantó al trote a unhombre que empujaba una carretillacargada de leña, y le saludó con lacabeza al pasar. Erguida y encajadaentre los lados de la pequeña y oscuracabina, su madre tenía los ojos cerradosy la cabeza caída hacia delante.

La luna emergía difuminada entre lasnubes cuando, a un kilómetro de lacarretera principal, K se paró, ayudó abajar a su madre, y se adentró en laespesa maleza de Port Jackson parabuscar un refugio nocturno. En este

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submundo de raíces enmarañadas, tierrahúmeda y sutiles olores putrefactos,ningún lugar parecía más protegido delos elementos que otro. Regresó junto alcamino tiritando.

—No es muy confortable —le dijo asu madre—, pero tendremos queconformarnos por una noche.

Ocultó la carreta lo mejor que pudo;llevando a su madre de un brazo, y conla maleta en el otro, se encaminó atientas de nuevo entre los arbustos.

Comieron algo frío y se acostaron enun lecho de hojas tan húmedas quemojaron su ropa. A medianoche empezóa Lloviznar. Se acurrucaron tan juntoscomo era posible bajo un arbusto,

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mientras la lluvia goteaba sobre lamanta que sostenían sobre sus cabezas.Cuando la manta se empapó, Michaelvolvió a gatas hasta la carreta y cogió eldelantal de plástico. Recostó la cabezade su madre en el hombro y escuchó surespiración fatigada y débil. Por primeravez pensó que la razón por la que ya nose quejaba era porque estaba agotada, oporque ya no le importaba nada.

Su propósito era emprender lamarcha con suficiente antelación paraalcanzar el desvío de Stellenbosch yPaarl antes de que fuera de día. Pero alamanecer, su madre todavía dormía a sulado y no quiso despertarla. El aire sevolvió más templado, y a él le fue más

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difícil no dormirse. Ya era plena mañanacuando ayudó a su madre a salir de lamaleza y volver a la carretera. Aquí,mientras cargaban la ropa mojada de lanoche en la carreta, les abordaron dostranseúntes que, al toparse con unhombre de complexión débil y unaanciana en un paraje solitario, pensaronque podían quitarles impunemente suspertenencias. Como muestra de susintenciones, uno de los desconocidosmostró a K un cuchillo de cocina(sacándose la hoja de la manga),mientras el otro agarraba la maleta.Cuando la hoja brilló, K vio ante sí laperspectiva de volver a ser humilladoante los ojos de su madre, de tener que

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empujar la carreta de vuelta a lahabitación de Sea Point, de tener quesentarse en la estera tapándose los oídosy aguantar día tras día la carga delsilencio de su madre. Se acercó a lacarreta y sacó su única arma, la barra decincuenta centímetros que había serradodel eje. La esgrimió y, resguardándosela cara con el brazo izquierdo, avanzóhacia el joven del cuchillo, que leesquivó y se acercó a su compañero,mientras Anna K llenaba el aire degritos. Los desconocidos retrocedieron.Mudo, con la mirada todavía fiera yblandiendo la barra, K recuperó lamaleta y ayudó a su madre temblorosa asubir a la carreta, mientras los ladrones

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merodeaban a menos de veinte pasos.Después empujó la carreta marcha atráshasta el camino, y lentamente se alejó deellos. Les siguieron durante un rato, eldel cuchillo haciendo a K gestosobscenos y amenazantes con unelaborado juego de labios y lengua.Después desaparecieron entre losarbustos tan deprisa como habíanaparecido.

En la carretera no había vehículossino gente, mucha gente caminando pordonde nunca había caminado nadie, porel centro de la autovía, en ropa dedomingo. A los lados de la carretera lamaleza llegaba hasta el pecho; lasuperficie de la calzada estaba agrietada

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y la hierba brotaba entre las grietas. Kalcanzó a tres niñas, tres hermanas quellevaban vestidos rosa idénticos, decamino a la iglesia. Miraron dentro de lapequeña cabina de la señora K ycharlaron con ella. En el último tramo,antes de que Michael torciera haciaStellenbosch, la hermana mayor cogióde la mano a la señora K. Antes desepararse, la señora K sacó el monederoy dio una moneda a cada niña.

Las niñas les habían dicho que nocirculaban caravanas el domingo; peroen la carretera de Stellenbosch lesadelantó una caravana de granjeros, untren de camionetas y coches detrás de uncamión blindado con una tupida malla,

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en cuya caja abierta había dos hombresde pie con rifles automáticos escrutandoel camino. K se apartó de la carreterahasta que pasaron. Los pasajeros lesmiraron con extrañeza, los niños lesseñalaron con el dedo y dijeron algo queK no oyó.

Viñedos sin hojas se extendían portodos lados. Una bandada de gorrionesapareció en el cielo, se posó unmomento en los arbustos cercanos, y sefue revoloteando. Por los prados llegóel sonido de campanas de iglesia. Krecordó Huis Norenius, cuando,incorporado en la cama de laenfermería, sacudía la almohada yobservaba el juego del polvo en un rayo

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de sol.Era de noche cuando llegó con paso

cansado a Stellenbosch. Las callesestaban vacías, soplaba un viento frío.No había pensado en dónde dormirían.Su madre tosía; después, le costabarecuperar el aliento. Se paró en un caféy compró empanadillas con curry. Secomió tres, ella una. No tenía apetito.

—¿No debería verte un médico? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza dándoseunas palmadas en el pecho.

—Solo tengo la garganta seca —dijo.

Parecía creer que llegarían a PrinceAlbert al día siguiente o al otro, y no

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quiso desilusionarla.—Se me ha olvidado el nombre de

la granja —dijo—, pero preguntaremos,alguien lo sabrá. Había un gallineropegado al muro de la cochera, ungallinero largo, y una bomba en lacolina. Teníamos una casa al pie de lacolina. Había chumberas junto a lapuerta de atrás. Ese es el sitio que tienesque buscar.

Durmieron en un callejón sobre unlecho de cartones extendidos. Michaelsujetó un trozo de cartón largo sobre ellecho, pero el viento lo derribó. Sumadre tosió durante toda la noche, y nole dejó dormir. Cuando una furgonetapolicial pasó patrullando lentamente la

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calle, tuvo que taparle la boca con lamano.

Con la primera claridad la subióotra vez a la carreta. La cabeza leoscilaba, no sabía dónde estaba. Paró alprimero que vio y preguntó por la ruta alhospital. Anna K ya no podía sentarseerguida; y cuando resbalaba, Michaelcasi no podía evitar que la carretavolcara. La mujer tenía fiebre, respirabacon dificultad.

—Tengo la garganta muy seca —susurró, pero la tos era húmeda.

En el hospital, se sentó a su ladopara sostenerla hasta que le llegó elturno. Cuando la volvió a ver, estabaechada inconsciente en una camilla entre

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un mar de camillas, y tenía una sonda enla nariz. Sin saber qué hacer, deambulópor el pasillo hasta que lo echaron. Sepasó la tarde en el patio bajo el calorsuave del sol invernal. Se coló dosveces dentro para comprobar si sehabían llevado la camilla. La tercera vezse acercó de puntillas a su madre y seinclinó sobre ella. No la oía respirar.Con el corazón encogido, corrió hacia laenfermera del mostrador y la agarró dela manga.

—¡Por favor, venga a ver, deprisa!—le dijo. La enfermera se soltó de sumano.

—¿Quién es usted? —susurró.Le siguió hasta la camilla, y tomó el

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pulso a su madre con la mirada ausente.Después, sin decir palabra, volvió almostrador. Mientras esta escribía, K sequedó frente a ella como un perroobediente. Se volvió hacia él.

—Ahora escúcheme —dijo en unsusurro tenso—. ¿Ve a toda esta genteaquí? —Señaló el pasillo y las salas—.Es gente que espera que la atiendan.Trabajamos veinticuatro horas al díapara atenderla. Cuando acabo elservicio… ¡No, escúcheme, no se vaya!—Ahora fue ella la que le sujetó,levantando la voz, acercando el rostro alsuyo, Michael vio cómo se le formabanlágrimas de rabia en los ojos—. Cuandoacabo el servicio estoy tan cansada que

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no puedo ni comer, solo me quedanfuerzas para dormirme sin ni siquieraquitarme los zapatos. No soy más queuna persona. Ni dos, ni tres, una. ¿Loentiende o es demasiado difícil deentender? —K apartó la mirada.

—Perdone —masculló, sin saberqué más decir, y volvió al patio.

La madre tenía la maleta. Michael nodisponía de dinero, salvo el cambio dela cena del día anterior. Se compró unbollo y bebió de un grifo. Paseó por lascalles, removiendo con los pies el marde hojas secas de la acera. Al pasar porun parque, se sentó en un banco y miróel cielo azul pálido entre las ramasdesnudas. Una ardilla chilló cerca de él

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y le sobresaltó. Preocupado de prontopor que hubieran robado la carreta,corrió de vuelta al hospital. La carretaestaba en el aparcamiento donde lahabía dejado. Recogió las mantas, loscojines y el hornillo, pero después nosupo dónde esconderlos.

A las seis vio marcharse a lasenfermeras del turno de día y volvió acolarse. Su madre no estaba en elpasillo. Preguntó en el mostrador dóndeestaba, y lo enviaron a una sala lejanadel hospital, donde nadie sabía de loque les hablaba. Volvió al mostrador yle dijeron que regresara por la mañana.Preguntó si podía pasar la noche en unode los bancos de la entrada y le dijeron

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que no.Durmió en el callejón con la cabeza

dentro de una caja de cartón. Tuvo unsueño: su madre llegaba de visita a HuisNorenius, con un paquete de comida.«La carreta es muy lenta —decía en elsueño—, Prince Albert va a venir abuscarme». El paquete era extrañamenteligero. Se despertó con tanto frío queapenas pudo estirar las piernas. Muylejos, un reloj dio las tres o quizá lascuatro. Las estrellas le iluminaban desdeel cielo despejado. Comprobó consorpresa que el sueño no le habíadesasosegado. Envuelto en una manta,anduvo primero de un lado a otro delcallejón, después deambuló por la calle,

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atisbando en los escaparates enpenumbra donde, tras una reja derombos, los maniquíes mostraban lamoda de primavera.

Cuando por fin le dejaron entrar enel hospital, encontró a su madre en lasala de mujeres con una camisola blancaen lugar del abrigo negro. Estaba echadacon los ojos cerrados y la sonda habitualen la nariz. Tenía la boca abierta, elrostro cansado, incluso la piel de losbrazos parecía haberse arrugado. Leapretó la mano pero no obtuvorespuesta. Había cuatro filas de camasen la sala separadas entre sí por unpaso; no había sitio para sentarse.

A las once en punto, un auxiliar trajo

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té y dejó una taza con una galleta en elplato junto a la cama de su madre.Michael le incorporó la cabeza y lesostuvo la taza en los labios, pero nobebió. Esperó durante un buen rato,mientras su propio estómago hacíaruidos y el té se enfriaba. Entonces,cuando el auxiliar estaba a punto devolver, se bebió el té de un golpe y setragó la galleta.

Examinó los gráficos al pie de lacama, pero no supo si se referían a sumadre o a otra persona.

En el pasillo paró a un hombre conuna bata blanca y le pidió trabajo.

—No quiero dinero —dijo—,quiero hacer algo. Barrer el suelo o algo

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parecido. Limpiar el jardín.—Vaya a preguntar en la oficina de

abajo —dijo el hombre apartándole desu camino.

K no encontró la oficina indicada.Un hombre en el patio del hospital

entabló conversación con él.—¿Está aquí para que le den puntos?

—le preguntó.K negó con la cabeza. El hombre le

miró el rostro con desagrado. Despuéscontó una larga historia de un tractor quevolcó encima de él, aplastándole unapierna y partiéndole la cadera, y de losclavos que los médicos le insertaron enlos huesos, clavos de plata que nunca seoxidaban. Caminaba con un bastón de

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aluminio curvado de forma extraña.—¿Sabe dónde puedo comprar algo

de comer? —le preguntó K—. No hecomido desde ayer.

—¿Por qué no va y compra unaempanada para los dos? —dijo elhombre dándole a K una moneda de unrand.

K fue a la panadería y regresó condos empanadas de pollo calientes. Sesentó a comer en el banco al lado de suamigo. La empanada estaba tan buenaque se le saltaron las lágrimas. Elhombre le habló de los incontrolablesataques convulsivos de su hermana. Kescuchó a los pájaros en los árboles,tratando de recordar cuándo se había

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sentido tan feliz.Pasó una hora al lado de su madre

por la tarde y otra hora por la noche.Tenía la cara gris; apenas se la oíarespirar. Una vez movió la mandíbula:fascinado, K observó cómo el hilillo desaliva se acortaba y se alargaba entrelos labios entumecidos. Pareció susurraralgo, pero no pudo entenderlo. Laenfermera que le ordenó salir le dijo queestaba sedada.

—¿Para qué? —preguntó K.Hurtó el té de su madre y el de la

anciana de la cama vecina,bebiéndoselos de un trago como unperro culpable, cuando el auxiliar estabade espaldas.

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Al regresar al callejón vio quehabían quitado las planchas de cartón.Pasó la noche en el hueco de un portal.En una placa de cobre sobre su cabezase leía: LE ROUX & HATTINGH-PROKUREURS. Se despertó al pasar unapatrulla de policía, pero se volvió adormir enseguida. No hacía tanto fríocomo la noche anterior.

Una mujer desconocida con lacabeza vendada ocupaba la cama de sumadre. K se quedó al pie de la cama conla mirada ausente. Quizá estoy en unasala equivocada, pensó. Paró a unaenfermera.

—Mi madre. Estaba aquí ayer…—Pregunte en el mostrador —le dijo

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la enfermera.—Su madre falleció durante la

noche —le dijo la doctora—. Hicimostodo lo posible para salvarla, peroestaba muy débil. Quisimos contactarcon usted, pero no dejó ningún número.

Se sentó en una silla del rincón.—¿Quiere llamar por teléfono? —

dijo la doctora.Aquello era evidentemente un

código de algo, no sabía de qué. Negócon la cabeza.

Bebió una taza de té que alguien letrajo. La gente a su alrededor le poníanervioso. Juntó las manos y se mirófijamente los pies. ¿Esperaban quedijera algo? Separó y juntó las manos

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varias veces.Le condujeron abajo a ver a su

madre. Yacía con los brazos a los lados,y llevaba todavía la camisola con lainscripción KPA-CPA en el pecho. Lasonda había desaparecido. La miródurante un rato; después ya no supodónde mirar.

—¿Tiene otros parientes? —preguntó la enfermera del mostrador—.¿Quiere llamarles por teléfono? ¿Quiereque nosotros les llamemos?

—No importa —dijo K, y fue asentarse de nuevo en su silla del rincón.

Después le dejaron solo, hasta queal mediodía apareció una bandeja concomida de hospital y se la comió.

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Estaba aún sentado en el rincón,cuando un hombre con traje y corbatallegó para hablar con él. ¿Cómo sellamaba su madre, qué edad tenía, lugarde residencia, afiliación religiosa? ¿Quéhacía en Stellenbosch? ¿Tenía K susdocumentos de viaje?

—La llevaba a casa —contestó K—.Hacía frío donde vivía en Ciudad delCabo, llovía continuamente, era malopara su salud. La llevaba a un sitiodonde podría mejorar. No teníamospensado parar en Stellenbosch.

De pronto tuvo miedo de hablardemasiado y no quiso contestar máspreguntas. El hombre se cansó y se fue.Después de un rato volvió, se agachó

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delante de K, y preguntó:—¿Ha estado usted internado alguna

vez en un asilo, en una institución paradiscapacitados o en un centro deacogida? ¿Ha tenido alguna vez untrabajo remunerado?

K no quiso contestar.—Firme aquí —dijo el hombre, y

sacó un papel, indicándole el espacio.Cuando K negó con la cabeza, el

hombre firmó el papel por él.Cambió el turno, y K se marchó al

aparcamiento. Se paseó durante un rato ymiró el cielo claro de la noche. Despuésvolvió a su silla frente a la pared. No leordenaron marcharse. Más tarde, cuandono había nadie, bajó a buscar a su

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madre. No la pudo encontrar, o quizá lapuerta que llevaba a ella estaba cerradacon llave. Se metió en un enorme cestode metal con ropa sucia, y se durmióallí, enroscado como un gato.

Al segundo día tras la muerte de sumadre, una enfermera que no había vistonunca apareció ante él.

—Venga, Michael, ya es hora de irse—le dijo. La siguió hasta el mostradorde la entrada. Le esperaban la maleta, ydos paquetes en papel de envolver—.Hemos metido la ropa y los objetospersonales de su difunta madre en lamaleta —dijo la enfermera desconocida—: se la puede llevar. —Llevaba gafas;sonaba como si estuviera leyendo las

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palabras de una tarjeta. K notó que lachica del mostrador los estabaobservando de soslayo—. Este paquete—continuó la enfermera— contiene lascenizas de su madre. Su madre ha sidoincinerada esta mañana, Michael. Si loprefiere, podemos encargarnos de lascenizas apropiadamente, o si no se laspuede llevar. —Con la punta de un dedotocó el paquete en cuestión. Los dospaquetes estaban debidamenteprecintados con cinta adhesiva; este erael más pequeño—. ¿Quiere que noshagamos cargo de él? —dijo. Rozó a Kligeramente con el dedo. Él negó con lacabeza—. Y en este paquete —continuó,entregándole el segundo con decisión—,

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hemos metido algunas cositas para ustedque pueden serle útiles, ropa y artículosde aseo.

Lo miró francamente a los ojos conuna sonrisa. La chica del mostradorvolvió a su máquina de escribir.

Así que hay un sitio para quemar,pensó. Se imaginó a las ancianas delpabellón, los ojos apretados ante elcalor, los labios apretados, las manos alos lados, alimentando sin descanso elhorno abrasador. Primero el pelo, en unaaureola de llamas, y después de un ratotodo lo demás, hasta el último resto,ardiendo y pulverizándose. Y estoocurría continuamente.

—¿Cómo lo sé? —dijo él.

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—¿Cómo sabe qué? —dijo laenfermera.

K señaló la caja con impaciencia.—¿Cómo lo sé? —volvió a

preguntar.La enfermera no quiso contestar, o

no lo entendió.En el aparcamiento abrió el paquete

más grande. Contenía una maquinilla deafeitar, una pastilla de jabón, una toallamediana, una chaqueta blanca congrandes charreteras castañas en loshombros, unos pantalones negros, y unaboina negra con una brillante insignia delatón que decía AMBULANCIA DE ST.JOHN.

Enseñó la ropa a la chica del

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mostrador. La enfermera con gafas habíadesaparecido.

—¿Por qué me dan esto? —preguntó.

—No me pregunte a mí —dijo lachica—. Quizá alguien lo dejó. —Evitómirarle a la cara.

Tiró el jabón y la maquinilla y pensóen tirar también la ropa, pero no lo hizo.Su ropa empezaba a apestar.

Aunque ya no tenía nada que hacerallí, le resultaba difícil separarse delhospital. Durante el día empujaba lacarreta por la vecindad; por la nochedormía bajo los viaductos, detrás de lossetos, en callejones. Le parecía extrañoque los niños fueran por la tarde del

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colegio a casa en bicicleta, tocando eltimbre, retándose entre sí; le parecíaextraño que la gente comiera y bebieracomo de costumbre. Durante un tiempobuscó trabajo de jardinero, pero lo dejópor el desagrado que mostraban losdueños, que no le debían ningunalimosna, al abrirle sus puertas. Cuandollovía, se arrastraba bajo la carreta.Permanecía largos ratos sentadomirando fijamente sus manos, con lamente en blanco.

Cayó en la compañía de hombres ymujeres que dormían bajo el puente delferrocarril, y se reunían en el solardetrás de la tienda de bebidasalcohólicas en Andringa Street. Alguna

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vez les prestó la carreta. Regaló elhornillo en un arranque de generosidad.Luego, una noche, alguien intentó cogerla maleta de debajo de su cabezamientras dormía. Hubo una pelea, y semarchó.

En una ocasión, una furgonetapolicial paró a su lado en la calle y dospolicías bajaron a inspeccionar lacarreta. Abrieron la maleta yrevolvieron el contenido. Arrancaron elpapel del segundo paquete. Dentro habíauna caja de cartón, y dentro de ella unabolsa de plástico con cenizas grisesoscuras. Era la primera vez que K lasveía. Apartó la mirada.

—¿Qué es esto? —preguntó el

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policía.—Son las cenizas de mi madre —

dijo K.El policía se pasó pensativamente el

paquete de una mano a otra, e hizo uncomentario a su amigo que K no oyó.

Se quedaba durante horas enfrentedel hospital. Era más pequeño de lo queal principio le había parecido, unedificio bajo y alargado con tejas rojasen el tejado.

Dejó de obedecer el toque de queda.No pensaba que le fuera a suceder nadamalo; y si le sucedía, tampoco leimportaba. Vestido con su ropa nueva, lachaqueta blanca, los pantalones negros yla boina, empujaba la carreta donde y

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como se le antojaba. A veces leinundaba el vértigo. Se sentía más débilque antes, pero no enfermo. Comía unavez al día bollos o empanadas quecompraba con dinero del monedero desu madre. Sentía placer en gastar singanar: no le preocupaba lo deprisa quese iba el dinero.

Arrancó una tira negra del forro delabrigo de su madre y se la prendióalrededor de la manga. Pero notó que nola echaba de menos más de lo que lahabía echado de menos toda su vida.

Sin nada que hacer, dormía cada vezmás. Descubrió que podía dormir encualquier sitio, a cualquier hora, encualquier posición: en la acera al

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mediodía, a pesar de la gente quetropezaba con su cuerpo; de pie contrael muro, con la maleta entre las piernas.El sueño se instaló en su cabeza comouna bruma benigna; no tenía la voluntadde resistirse. No soñaba con nadie nicon nada.

Un día la carreta desapareció. Seencogió de hombros ante esta pérdida.

Parecía que debía pasar enStellenbosch un determinado espacio detiempo. No había manera de acortarlo.Pasaba los días a trompicones,perdiéndose a menudo.

Un día caminaba con la maleta porla carretera de Banhoek, como hacía aveces. Era una mañana suave, brumosa.

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Oyó el clip clop de los cascos de uncaballo detrás de él; primero le llegó elolor del estiércol fresco, después unacarreta le adelantó lentamente, una viejacarreta municipal de basura, sincompuertas, tirada por un Clydesdaleque conducía un anciano con unimpermeable negro. Marcharon uno allado del otro durante un rato. El ancianole hizo una señal con la cabeza; y K,después de dudar un momento al mirarla larga avenida recta sumida en laniebla, pensó que después de todo ya nohabía nada que le retuviera allí. Así quesubió y tomó asiento al lado del anciano.

—Gracias —dijo—. Si necesitaayuda, cuente conmigo.

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Pero el anciano no necesitaba ayuda,y tampoco tenía ganas de hablar. Dejó aK a dos kilómetros pasada la cima delpuerto, y se desvió por un sendero. Kcaminó todo el día y durmió la noche enun bosquecillo de eucaliptos mientras elviento rugía en las ramas muy porencima de él. Al mediodía del díasiguiente ya había pasado Paarl, y siguióhacia el norte por la carretera nacional.Solo se detuvo al divisar el primercontrol, y esperó en un escondite hastaque estuvo seguro de que no paraban anadie a pie.

Varias veces le adelantaron largascaravanas de vehículos con escoltaarmada. En cada ocasión, dejó la

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carretera parándose en un lugar visible,sin intentar esconderse, con las manos ala vista, como vio hacer a otraspersonas.

Durmió al lado de la carretera y sedespertó húmedo de rocío. Ante él lacarretera serpenteaba hacia arriba hastaperderse en la neblina. Los pájarosrevoloteaban entre los arbustos congorjeos amortiguados. Llevaba la maletaen un palo sobre el hombro. No habíacomido en dos días; sin embargo, suresistencia parecía no tener límite.

A casi dos kilómetros deldesfiladero, una hoguera parpadeó através de la bruma y oyó voces. Alacercarse el olor del beicon frito le

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despertó el estómago. Había hombres depie calentándose alrededor del fuego. Alverle acercarse dejaron de hablar y lemiraron fijamente. Se rozó la boina,pero ninguno respondió a su saludo. Losdejó atrás, dejó atrás una segundahoguera al lado de la carretera, pasó auna columna de vehículos parados muyjuntos, con los faros encendidos, yentonces se encontró con la causa delatasco. Volcado, bloqueando lacarretera, con las ruedas traserassuspendidas al borde del precipicio,había un camión con un remolquepintado de azul pálido. La cabina estabaquemada, el remolque ennegrecido porel humo. Una camioneta cargada de

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sacos había colisionado en el lugar delsiniestro, y ráfagas blancas de harinamanchaban la carretera. Detrás de lacurva, y hasta donde K alcanzaba a ver,estaba el resto de la caravana. Dosradios emitían a todo volumen emisorasrivales; desde más arriba llegabanbalidos desesperados de ovejas. Kpensó por un momento parar parallenarse los bolsillos de la harinaderramada, pero no estaba seguro de loque iba a hacer con ella. Lentamente fuedejando atrás un camión tras otro; dejóatrás el cargamento de ovejas, tanhacinadas que algunas solo se sosteníanen las patas traseras; dejó atrás a ungrupo de soldados alrededor de una

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hoguera que no le prestaron atención. Alfinal de la caravana parpadeaban dosbalizas luminosas, y más adelante unbarril de alquitrán ardía sin vigilanciaen medio de la carretera.

Cuando dejó atrás la caravana, K setranquilizó al pensar que era libre; peroen la siguiente curva de la carretera unsoldado con uniforme de camuflaje salióde los matorrales apuntándole alcorazón con un rifle automático. K separó en seco. El soldado bajó el rifle,encendió un cigarrillo, dio una calada ylevantó de nuevo el rifle. Ahora, calculóK, le apuntaba a la cara, o a la garganta.

—¿Quién eres tú? —dijo el soldado—. ¿Adónde crees que vas?

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Cuando K iba a responder, le cortóbruscamente.

—Déjame ver —dijo el soldado—.Venga. Déjame ver qué llevas ahí.

Ya no se veía la caravana, aunquetodavía llegaba una música tenue en elaire. K se descargó la maleta delhombro y la abrió. El soldado le indicóque se retirara, apagó el cigarrillo, y conun único movimiento volcó la maleta. Sedesparramó todo en la carretera: laszapatillas azules de fieltro, las bragasblancas, la botella de plástico rosa conloción de calamina, el frasco marrón delas píldoras, el bolso crema de plástico,el pañuelo de flores, el pañuelo con elborde festoneado, el abrigo negro de

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lana, la caja de las alhajas, la faldamarrón, la blusa verde, los zapatos, elresto de la ropa interior, los paquetes enpapel de envolver, el paquete deplástico blanco, la lata de café quesonaba como una carraca, los polvos detalco, pañuelos, cartas, fotografías, lacaja de las cenizas. K no se movió.

—¿Dónde has robado todo esto? —dijo el soldado—. Eres un ladrón,¿verdad? Un ladrón que se escapa a lasmontañas. —Señaló el bolso con lapunta de la bota—. Enséñamelo —dijo.Señaló la caja de las alhajas. Señaló lalata de café. Señaló la otra caja—.Enséñamelo —dijo, y dio un paso atrás.

K abrió la lata de café. Contenía

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anillas de cortina. Las sostuvo en lapalma de la mano, después las derramóen la lata y la cerró. Abrió la caja de lasalhajas y se la mostró. El corazón se lesalía del pecho. El soldado revolvió elcontenido, sacó un broche, y retrocedió.Sonreía. K cerró la caja. Abrió el bolsoy se lo mostró. El soldado hizo una seña.K lo vació en la carretera. Había unpañuelo, un peine y un espejo, unapolvera, y los dos monederos. Elsoldado los señaló y K le entregó losmonederos. Se los metió en el bolsillode la guerrera.

K se humedeció los labios.—No es mi dinero —dijo con voz

pastosa—. Es el dinero de mi madre, se

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lo ganó con su trabajo. —No eraverdad: su madre estaba muerta, nonecesitaba dinero. Aun así. Hubo unsilencio—. ¿Para qué cree que es laguerra? —dijo K—. ¿Para quitarle eldinero a los demás?

—¿Para qué cree que es la guerra?—dijo el soldado parodiando los gestosde la boca de K—. Ladrón. Ten cuidado.Podrías estar tirado en los matorralescubierto de moscas. No me deslecciones de guerra. —Apuntó con elrifle a la caja de las cenizas—.Enséñamelo —dijo.

K quitó la tapa y le mostró la caja.El soldado se quedó mirandopensativamente la bolsa de plástico.

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—¿Qué es esto? —dijo.—Cenizas —dijo K. Su voz ahora

era más firme.—Ábrela —dijo el soldado.K abrió la bolsa. El soldado tomó un

pellizco y lo olió con cautela.—¡Dios mío! —dijo. Su mirada se

cruzó con la de K.K se arrodilló y volvió a guardar las

cosas de su madre en la maleta. Elsoldado se mantuvo a un lado.

—¿Puedo irme ya? —dijo K.—La documentación está en regla…

puedes irte —dijo el soldado.K se echó al hombro el palo con la

maleta.—Un momento —dijo el soldado—.

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¿Trabajas en las ambulancias o algoparecido?

K negó con la cabeza.—Un momento, espera un momento

—dijo el soldado. Sacó uno de losmonederos del bolsillo, separó del fajoun billete marrón de diez rands y lo tiróhacia K—. La propina —dijo—.Cómprate un helado.

K volvió y recogió el billete.Después se puso de nuevo en camino. Alcabo de uno o dos minutos, el soldadohabía desaparecido en la neblina.

No creía haberse comportado comoun cobarde. Sin embargo, un poco másadelante pensó que ya no había motivopara seguir con la maleta. Trepó por una

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cuesta y la dejó entre los matorrales,quedándose solo con el abrigo negro,por si hacía frío, y la caja de lascenizas, dejando abierta la tapa para quela lluvia entrara y el sol la abrasara ylos insectos, si querían, comieran sinobstáculos.

Las caravanas del interiorseguramente estaban detenidas, ya quetenía toda la carretera para él solo. Alatardecer divisó el túnel bajo lamontaña y el puesto de guardia en laentrada sur. Dejó la carretera, se dirigióa las laderas y se abrió camino entre losmatorrales densos y húmedos, hasta queya de noche llegó a la cima deldesfiladero que dominaba el

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Elandsrivier y la carretera hacia elnorte. Oyó babuinos ladrar a lo lejos.Durmió bajo un saliente, envuelto en elabrigo de su madre con un palo al lado.Al amanecer ya estaba otra vez enmarcha, bajando al valle por un largodesvío para evitar el puente de lacarretera. La primera caravana delnuevo día pasó de largo.

Caminó toda la jornada, evitando lacarretera siempre que era posible. Pasóla noche en un bungalow al borde de uncampo con postes de rugby cubierto demaleza, separado de la carretera por unahilera de eucaliptos. Las ventanas delbungalow estaban hechas añicos, lapuerta arrancada de cuajo. El suelo

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estaba cubierto de cristales rotos,periódicos viejos y hojas arrastradas;entre las grietas de las paredes crecíahierba amarillenta; los caracoles seamontonaban bajo las cañerías; pero eltejado estaba intacto. Barrió una pila dehojas y papeles a un rincón para hacerseun lecho. Durmió a ratos, despertándosepor el fuerte viento y la lluvia torrencial.

Todavía llovía cuando se levantó.Mareado de hambre, se quedó de pie enla entrada con la mirada en los camposencharcados, en los árboles empapadosy en las colinas lejanas, grises entre laneblina. Esperó durante una hora a quela lluvia amainase; después se subió elcuello del abrigo y corrió bajo el

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aguacero. En el otro extremo del campoescaló una cerca de espinos, y se metióen un huerto de manzanos cubierto dehierba y maleza. El suelo estaba lleno defruta comida por los gusanos; la fruta delas ramas era enana y estaba podrida.Con la boina calada hasta las orejas porla lluvia, y el abrigo negro ceñido alcuerpo como un pellejo, se detuvo ycomió, mordisqueando aquí y allá lostrozos de pulpa sana, masticandodeprisa como un conejo, con la miradaausente.

Se adentró más en el huerto. Elabandono era evidente por todos lados.Ya había empezado a pensar que seencontraba en una propiedad

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abandonada cuando los manzanos dieronpaso a un trozo de terreno despejado, ymás allá vio cobertizos de ladrillo y eltecho de paja y los muros encalados deuna granja. En el terreno despejadohabía bancales de hortalizas biencuidados: coliflores, zanahorias, patatas.Salió del cobijo de los árboles alaguacero, y a gatas empezó a sacarbrotes de zanahoria amarillos de latierra blanda. La tierra es de Dios,pensó, no soy un ladrón. Sin embargo,creyó oír restallar un disparo en laventana trasera de la granja, creyó verun enorme alsaciano salir como un rayopara atacarle. Cuando tuvo los bolsillosllenos, se levantó con nerviosismo. En

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lugar de llevarse las hojas de laszanahorias para esparcirlas bajo losárboles, como había pensado, las dejódonde estaban.

Durante la noche dejó de llover. Porla mañana estaba de nuevo en lacarretera, con la ropa húmeda y la tripahinchada de alimentos crudos. Cuandooía el estrépito de alguna caravanacercana, se escondía entre los arbustos,aunque se preguntaba si ahora, con laropa sucia y su aspecto demacrado yexhausto, no le tomarían por un simplevagabundo del país profundo,demasiado ignorante para saber que eranecesario un permiso de viaje,demasiado hundido en la apatía para ser

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un peligro. Una de las caravanas, conuna escolta de motoristas, vehículosblindados y camiones llenos desoldados adolescentes con casco, tardócinco largos minutos en pasar. Observóatentamente todo desde su escondite; elsoldado de la metralleta en el últimovehículo, embozado en un pañuelo, unasgafas protectoras y una gorra de lana,pareció mirarle un momentodirectamente a los ojos antes de alejarsede espaldas hacia Boland.

Durmió bajo un viaducto. A lasnueve de la mañana siguiente vio laschimeneas y los postes de la luz deWorcester. Ya no estaba solo en lacarretera sino que era uno más en una

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fila desordenada de peatones. Tresjóvenes le adelantaron a paso ligero,dejando tras de sí una estela devaharadas blancas.

En las afueras de la ciudad había uncontrol, el primero que veía desdePaarl, con coches de policía y muchagente agrupada alrededor. Dudó unmomento. A la izquierda había casas, ala derecha un horno de ladrillos. Laúnica salida era hacia atrás: siguióadelante.

—¿Qué quieren? —susurró a lamujer que estaba delante de él en lacola.

Ella le miró, apartó la mirada denuevo, y no dijo nada.

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Era su turno. Mostró la tarjeta verde.Al principio de la cola, entre los doscamiones policiales, vio a los que yahabían pasado el control; pero tambiénvio a un lado a un grupo de hombres ensilencio, únicamente hombres,custodiados por un policía con un perro.Si parezco muy tonto, pensó, puede queme dejen pasar.

—¿De dónde es?—De Prince Albert. —Tenía la boca

seca—. Vuelvo a casa, a Prince Albert.—¿El permiso?—Lo he perdido.—Bien. Espere allí. —El policía

señaló con la porra.—No quiero detenerme, no tengo

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tiempo —susurró K.¿Podrían oler su miedo? Alguien lo

agarró del brazo. Se resistió como unabestia en el matadero. Una manomostraba una tarjeta verde en la coladetrás él. Nadie le escuchaba. El policíacon el perro hizo un gesto deimpaciencia. Empujado hacia delante, Kanduvo por sí mismo los últimos pasoshacia su cautividad, mientras suscompañeros se apartaban como paraevitar un contagio. Apretó la caja entrelas manos y miró hacia atrás, hacia losojos amarillos del perro.

Condujeron a K en compañía decincuenta desconocidos al almacén delferrocarril, le dieron gachas frías y té y

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le metieron en un vagón aislado en unavía muerta. Se cerraron las puertas yesperaron, vigilados por un centinelaarmado y vestido con el uniformemarrón y negro de la policía ferroviaria,hasta que llegaron otros treintaprisioneros y los cargaron con ellos.

Al lado de K, junto a la ventana,estaba sentado un hombre mayor con untraje. K le rozó la manga.

—¿Adónde nos llevan? —lepreguntó.

El desconocido le echó un vistazo yse encogió de hombros.

—¡Qué más da dónde nos lleven! —dijo—. Solo hay dos sitios posibles, porla vía hacia delante o por la vía hacia

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atrás. Esa es la naturaleza de los trenes.Sacó un tubo de caramelos y le

ofreció uno a K.Una locomotora de vapor retrocedió

hasta la vía muerta y, con pitidos, tironesy choques, se enganchó al vagón.

—Norte —dijo el desconocido—.Touws River.

Como K no contestó, pareció perderinterés en él.

Salieron de la vía muerta ycomenzaron a avanzar por los patios deWorcester, donde las mujeres tendían lacolada y los niños saludaban desde lascercas, mientras el tren ganabavelocidad poco a poco. K miraba loscables del telégrafo subir y bajar, subir

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y bajar. Cruzaron kilómetrosinterminables de viñedos secos yabandonados sobre los que planeabanlos cuervos; después la máquinacomenzó a trabajar con esfuerzo alentrar en las montañas. K tiritó. Olía supropio sudor mezclado con el hedor dela ropa húmeda.

Pararon; un vigilante abrió laspuertas; y nada más salir se hizoevidente el motivo de la parada. El trenno podía continuar: el tramo siguiente devía estaba cubierto de una montaña derocas y arcilla que se había desprendidopor la vertiente, abriendo una anchahendidura en la ladera. Alguien hizo uncomentario, y se oyeron carcajadas.

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Desde el montículo veían otro trenmás adelante, al otro lado de la vía: allílos hombres se esforzaban comohormigas para sacar una excavadora deun camión y hacerla descender por unarampa.

K fue asignado a un grupo quetrabajaba en la vía, que se había salidodel sitio a cierta distancia deldesprendimiento. Él y sus compañerostrabajaron toda la tarde, bajo la miradade un capataz y un vigilante,enderezando los carriles torcidos,afirmando la base de la vía y colocandolas traviesas. Al anochecer había víanueva suficiente para que un vagónvacío llegara hasta el pie del

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desprendimiento. Pararon para comerpan con mermelada y té. Más tarde,alumbrados por el foco frontal de lalocomotora, subieron al montículo yretiraron con palas la arcilla y laspiedras. Al principio estaban a la mismaaltura, y podían echar las paladasdirectamente al vagón; pero a medidaque el montículo menguaba, tenían quelevantar cada palada por encima de lapared del vagón. Cuando estuvo lleno, lalocomotora lo remolcó de vuelta por lavía, y los mismos hombres lo vaciaronen la oscuridad.

Recuperado tras el descanso de lacena, K pronto volvió a flaquear. Cadapalada le costaba un gran esfuerzo;

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cuando se incorporaba, sentía punzadasde dolor en la espalda y todo giraba a sualrededor. Trabajó cada vez másdespacio, después se sentó al lado de lavía con la cabeza entre las rodillas.Pasó el tiempo, no sabía cuánto. Lossonidos se amortiguaron en su oído.

Alguien le tocó la rodilla.—¡Levántate! —dijo una voz.Se puso en pie a duras penas, y en la

penumbra se encaró al capataz del grupovestido con abrigo y gorra negros.

—¿Por qué tengo que trabajar aquí?—dijo K.

La cabeza le daba vueltas; suspalabras le parecían un eco lejano.

El capataz se encogió de hombros.

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—Haz lo que te mandan —dijo.Levantó la porra y se la puso a K en

el pecho. K cogió la pala.Trabajaron duro hasta la

medianoche, moviéndose comosonámbulos. Cuando por fin losmetieron en el vagón, durmierondesplomados unos encima de otros enlos asientos o tumbados en el suelodesnudo, con las ventanas cerradas alfrío cortante de las montañas, mientrasfuera los vigilantes patrullaban por lavía, tiritaban de frío, maldecían y hacíanturnos para colarse en la cabina ycalentarse las manos.

Cansado y helado de frío, K yacíacon la caja de cenizas en los brazos. Su

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vecino se apretó contra él y lo abrazó ensueños. Cree que soy su mujer, pensó K,la mujer con la que compartió la camaayer por la noche. Miró la ventanaempañada, impaciente por que la nochepasara. Más tarde se durmió; cuando losvigilantes abrieron las puertas por lamañana tenía el cuerpo tan rígido queapenas podía levantarse.

Otra vez les dieron gachas y té. Seencontró sentado al lado del hombre quele había hablado en el viaje deWorcester.

—¿Te encuentras mal? —dijo elhombre.

K negó con la cabeza.—No hablas —dijo el hombre—.

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Pensé que estabas enfermo.—No estoy enfermo —dijo K.—Entonces no estés tan abatido.

Esto no es la cárcel. Tampoco cadenaperpetua. Solo es un pelotón de trabajo.Algo fácil.

K no terminó la ración templada degachas de maíz. Los vigilantes y los doscapataces pasaron entre ellos, dandopalmadas y obligándoles a levantarse.

—No eres especial —dijo elhombre—. Aquí nadie es especial.

Su gesto abarcó a todos: prisioneros,vigilantes, capataces. K tiró al suelo elresto de las gachas, y se levantaron. Elcapataz de nariz aguileña pasó de largo,golpeándose con la porra el faldón del

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abrigo.—¡Anímate! —dijo el hombre,

sonriendo a K, y dándole una palmadaen la espalda—. ¡Pronto volverás a serdueño de tu vida!

La excavadora estaba por fin al otrolado del desprendimiento y retiraba latierra a mordiscos regulares. Almediodía ya había abierto un paso detres metros de ancho, y el equipo regularde reparaciones de Touws River pudopasar para levantar y volver a tender lavía despejada. El tren del lado norteempezó a soltar vapor. K subió al trencon la chaqueta blanca de lasambulancias sucia, el abrigo y la caja enla mano, en compañía de otros hombres

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silenciosos y agotados. Nadie lo paró.Lentamente el tren se puso en marcha,por la vía única en dirección norte, ycon los dos vigilantes armadosescrutando los carriles al final delvagón.

Durante las dos horas de viaje Kfingió estar dormido. En una ocasión, elhombre sentado frente a él, quizábuscando algo de comer, retiró con unsuave tirón la caja de sus pies y la abrió.Al ver que contenía ceniza, la cerró y ladevolvió a su sitio. K lo observó con losojos entornados pero no intervino.

Los descargaron en Touws River alas cinco de la tarde. K permaneció enel andén sin saber lo que iba a pasar.

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Puede que descubrieran que se habíasubido al tren equivocado, y lemandaran de vuelta a Worcester; opuede que lo encerraran en este extrañolugar, desolado y barrido por el viento,por no tener papeles; o puede quesurgieran tantas emergencias en la línea,tantos desprendimientos, riadas,explosiones y vías rotas durante lanoche, que fuera necesario llevar unpelotón de cincuenta hombres de norte asur de Touws River durante muchosaños, sin jornal, alimentados con gachasy té para mantenerlos fuertes. Pero enrealidad, los dos vigilantes, trasescoltarlos fuera del andén, se dieronmedia vuelta sin decir palabra y los

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dejaron en la extensión gris del nudoferroviario para que continuaran elcurso interrumpido de sus vidas.

Sin esperar, K cruzó las vías, secoló por un agujero en la cerca y tomó elcamino que se alejaba de la estaciónhacia el oasis de gasolineras,restaurantes y parques infantiles en lacarretera nacional. La pintura alegre delos caballitos y de los tiovivos estabadescascarillada, y hacía tiempo que lasgasolineras habían cerrado, pero habíauna tienda pequeña, con un cartel de Coca-Cola sobre la entrada, y uncanasto de naranjas secas en elescaparate, que todavía parecía estarabierta. K ya había llegado a la puerta,

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incluso había entrado en la tienda,cuando una pequeña anciana de negro lesalió al paso con los brazos extendidos.Sin darle tiempo a reaccionar, le obligóa retroceder hasta la entrada, y con unchasquido de cerrojos, le dio con lapuerta en la nariz. K miró por el cristal yllamó, le enseñó el billete de diez randscomo muestra de su buena intención;pero la anciana, sin ni siquiera mirarlo,desapareció detrás del alto mostrador.Otros dos hombres del tren, que seguíana K, vieron el desplante. Uno de ellostiró con rabia un puñado de gravillacontra el escaparate; después dieronmedia vuelta y se marcharon.

K se quedó. Más allá del estante de

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libros de bolsillo, detrás de las cajas degolosinas, todavía veía la punta delvestido negro. Con las manos en viseraante sus ojos, miró dentro del escaparatey esperó. Solo se oía el viento del veld yel crujido del cartel por encima de él.Al cabo de un rato, la anciana asomó lacabeza por encima del mostrador y seenfrentó a su mirada. Llevaba unas gafasde gruesa montura negra; tenía el peloplateado recogido hacia atrás muytirante. K pudo distinguir en las vitrinasdetrás de ella latas de alimentos,paquetes de harina de maíz y azúcar,detergente en polvo. En el suelo, delantedel mostrador, había una cesta delimones. Sostuvo el billete aplastado

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contra el cristal por encima de sucabeza. La anciana no se movió.

K abrió el grifo del agua junto a unode los surtidores, pero estaba seco.Bebió de un grifo que había detrás de latienda. En el páramo situado más allá dela gasolinera había docenas decarrocerías de coches. Probó variaspuertas hasta que una se abrió. El cocheno tenía asiento trasero, pero estabademasiado cansado para seguirbuscando. El sol se ponía tras lasmontañas, las nubes se volvían de colornaranja. Abrió la puerta, se tumbó en elsuelo polvoriento y hundido con la cajaa modo de almohada, y se durmióenseguida.

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Por la mañana la tienda estabaabierta. Había un hombre alto vestido decaqui detrás del mostrador, y K lecompró, sin ningún problema, tres latasde judías con tomate, un paquete deleche en polvo, y cerillas. Se retiródetrás de la gasolinera y encendió unahoguera; mientras una de las latas secalentaba, vertió leche en polvo en lapalma de su mano y la lamió. Despuésde comer, se puso en camino por laautopista con el sol a su derecha.Caminó a paso ligero todo el día. Enaquella llanura de matorrales y piedrasno había ningún sitio donde esconderse.Pasaron caravanas en ambasdirecciones, pero no les prestó atención.

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Cuando oscureció, se apartó de lacarretera, saltó una cerca y encontró unlugar donde pasar la noche en el lechoseco de un río. Encendió una hoguera yse comió la segunda lata de judías.Durmió cerca de los rescoldos,insensible a los ruidos de la noche, aldiminuto ajetreo entre los guijarros, alsusurro de las plumas en los árboles.

Después de haber saltado la cercadel veld, encontró menos cansadocaminar por el campo. Caminó todo eldía. Al anochecer tuvo la suerte dederribar una tórtola con una piedracuando iba a posarse en un espino. Leretorció el pescuezo, la limpió, la asó enun pincho de alambre y se la comió con

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la última lata de judías.Por la mañana, un anciano

campesino con un abrigo militar marrónmuy gastado le despertó bruscamente.Con una extraña vehemencia, el ancianole expulsó del terreno.

—Solo he dormido aquí, nada más—protestó K.

—¡No te metas en líos! —dijo elanciano—. Te descubren en su veld ydisparan. ¡No te metas en problemas!¡Vete ahora mismo!

K le preguntó el rumbo que debíaseguir, pero el anciano le apartó con lamano y empezó a echar tierra en lascenizas de la hoguera. Así que volviósobre sus pasos, y durante una hora

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caminó por la autopista; después,sintiéndose seguro, volvió a saltar lacerca.

En un pesebre al lado de una balsallenó media lata con maíz y huesostriturados, lo coció en agua y se comióla papilla arenosa. Llenó la boina conmás de esta comida, pensando: Por finvivo de la tierra.

A veces el único ruido que oía era elroce de sus pantalones. De un horizontea otro el campo estaba desierto. Subióuna colina y se tumbó de espaldasescuchando el silencio, sintiendo elcalor del sol calarle los huesos.

Tres criaturas extrañas, perrospequeños con orejas grandes, salieron

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de detrás de un matorral y se alejaroncorriendo.

Podría vivir aquí siempre, pensó, oal menos hasta que me muera. Nopasaría nada, todos los días seríaniguales, no habría nada que contar. Laansiedad que había experimentado en lacarretera empezó a abandonarle. Aveces, cuando caminaba, no sabía siestaba dormido o despierto. Comprendíapor qué algunos se habían retirado a estelugar y se habían cercado de kilómetrosy kilómetros de silencio; comprendíapor qué algunos habían querido legar enperpetuidad el privilegio de tantosilencio a sus hijos y nietos (aunque noestaba seguro de con qué derecho); se

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preguntaba si no habría rinconesolvidados, cuevas y pasillos entre lascercas, una tierra que no pertenecieratodavía a nadie. Si pudiera volar losuficientemente alto, pensó, podríaverlo.

Dos avionetas rayaron el cielo desur a norte, dejando estelas de vapor quese borraron lentamente, y un ruidoparecido a las olas.

El sol se ponía cuando subió lasúltimas colinas alrededor de Laingsburg;cuando cruzó el puente y alcanzó laancha avenida central de la ciudad la luzera violeta oscuro. Pasó por gasolineras,tiendas, restaurantes, todo cerrado. Unperro empezó a ladrar y, después de

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empezar, siguió ladrando. Otros perroslo imitaron. No había farolas.

Estaba ante un escaparate oscuro conropa de niño cuando alguien pasó pordetrás, se paró, y volvió.

—Cuando la campana suena,empieza el toque de queda —dijo unavoz—. Mejor váyase de la calle.

K se volvió. Vio a un hombre másjoven que él con un chándal verde ydorado, y una caja de herramientas demadera en la mano. Lo que eldesconocido vio en él no lo sabía.

—¿Se encuentra bien? —dijo eljoven.

—No quiero detenerme —dijo K—.Voy a Prince Albert, y está muy lejos.

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Pero fue a casa del desconocido y,después de tomar una sopa con pan,durmió allí. Había tres niños. MientrasK comía, la niña más pequeña estabasentada en el regazo de su madre con lamirada puesta en él, y aunque su madrele dijo algo al oído, no dejó de mirarle.Los dos niños mayores mantuvieron condisciplina la mirada en el plato.Después de alguna duda, K habló de suviaje.

—El otro día me encontré a unhombre —dijo— que me contó quedisparaban a la gente que encontraban ensus tierras.

Su amigo negó con la cabeza.—Nunca lo he oído —dijo—. Yo

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pienso que debemos ayudarnos los unosa los otros.

K dejó que estas palabras penetraranen su mente. ¿Creo que hay que ayudaral prójimo?, se preguntó. Puede que lohiciera, puede que no lo hiciera, no losabía de antemano, todo era posible. Noparecía tener creencias, o al menos noparecía tener una creencia en cuanto aayudar al prójimo. Quizá, pensó, yo soyde piel dura.

Cuando apagaron las luces, Kescuchó durante un largo rato el bulliciode los niños, cuya cama ocupaba, y queahora dormían en un colchón en el suelo.Se despertó una vez por la noche con lasensación de haber hablado en sueños;

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pero nadie pareció haberlo oído.Cuando se volvió a despertar había unaluz encendida y los padres preparaban alos niños para ir al colegio,mandándoles callar por deferencia alinvitado. Avergonzado, se puso lospantalones bajo las sábanas y salió. Lasestrellas todavía brillaban; al este elhorizonte era un resplandor rosa.

El muchacho se acercó a avisarlepara el desayuno. En la mesa, volvió asentir la necesidad imperiosa de hablar.Se agarró al borde de la mesa y semantuvo firme y derecho. Tenía elcorazón desbordado, quería expresar suagradecimiento, pero no encontró laspalabras adecuadas. Los niños le

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miraron fijamente; hubo un silencio; lospadres apartaron la mirada.

Mandaron a los dos hijos mayoresacompañarle hasta el cruce deSeweweekspoort. En el cruce, antes demarcharse, el muchacho le habló.

—¿Son esas las cenizas? —dijo.K asintió.—¿Te gustaría verlas? —le propuso

K.Abrió la caja, desató el nudo de la

bolsa de plástico. El muchacho olióprimero las cenizas, después suhermana.

—¿Qué vas a hacer con ellas? —preguntó el muchacho.

—Las llevo de vuelta al lugar donde

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mi madre nació hace mucho tiempo —dijo K—. Es lo que quería que hiciese.

—¿La quemaron? —le preguntó elmuchacho.

K vio la aureola de fuego.—No sintió nada —dijo—, ya era

espíritu entonces.Le llevó tres días cubrir la distancia

de Laingsburg a Prince Albert siguiendola dirección del sendero, dando grandesrodeos alrededor de las granjas,tratando de alimentarse del veld, peropasando hambre casi siempre. En unaocasión, se quitó la ropa al calor del díay se sumergió en el agua de una balsasolitaria. En otra ocasión, un granjero enuna camioneta le llamó para que se

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acercara al camino. El granjero queríasaber adonde iba.

—A Prince Albert —le dijo—, avisitar a mi familia.

Pero su acento sonó extraño, y eraevidente que el granjero no se quedósatisfecho.

—Sube —le dijo. K negó con lacabeza—. Sube —repitió el granjero—,te llevaré en coche.

—Estoy bien —dijo K, y siguióandando.

La camioneta se alejó en una nube depolvo; e inmediatamente K abandonó elcamino, descendió hasta el lecho del río,y se ocultó hasta el anochecer.

Recordando después al granjero,

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solo se acordaba del sombrero degabardina y de los dedos cortos ygruesos que le habían llamado. En cadaarticulación de cada dedo tenía unapequeña pluma de pelo dorado. Susrecuerdos parecían estar fragmentados,nunca eran completos.

En la mañana del cuarto día, se sentóen una colina y miró salir el sol en loque sabía que al fin era Prince Albert.Los gallos cantaban; las lucesparpadeaban en las ventanas de lascasas; un niño conducía dos burros porla larga calle principal. El aire estabacompletamente en calma. Cuandodescendía la colina hacia la ciudad,empezó a percibir una voz masculina de

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origen desconocido que subía de tonohasta llegar a sus oídos en un monólogomonótono e interminable.Desconcertado, se paró a escuchar. ¿Esla voz de Prince Albert?, se preguntó.Creía que Prince Albert estaba muerto.Trató de identificar las palabras, pero,aunque la voz penetraba en el aire comola bruma o como un aroma, las palabras,suponiendo que fueran palabras,suponiendo que la voz no canturreara orepitiera simplemente sonidos, erandemasiado vagas o demasiado suavespara oírlas. Después la voz se calló,dando paso a una banda de músicalejana.

K llegó a la carretera que iba a la

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ciudad por el sur. Pasó por la antiguarueda de molino; pasó por jardinescercados. Una pareja de perros colorhígado corría aullando al otro lado deuna cerca, ansiosos por atraparle. Unpar de casas más adelante una joven searrodillaba en un grifo del jardín a lavarun cuenco. Lo miró por encima delhombro; él se rozó la boina; ella apartóla mirada.

Ya había comercios a ambos ladosde la calle: una panadería, un café, unatienda de ropa, una sucursal bancaria,una ferretería, un almacén, talleres. Unenrejado de acero cerraba la entrada delalmacén. K se sentó en los escalones deespaldas al enrejado y cerró los ojos al

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sol. Ahora estoy aquí, pensó. Al fin.Una hora después K estaba todavía

sentado allí, dormido, con la bocaentreabierta. Varios niños se habíanreunido a su alrededor, susurrando entrerisas. Uno de ellos le quitó con cuidadola boina de la cabeza, se la puso, ytorció la boca parodiándole. Sus amigosresoplaron de risa. Dejó caer de lado laboina en la cabeza de K e intentóquitarle la caja; pero K la sujetaba conambas manos.

El encargado de la tienda llegó conlas llaves; los niños desaparecieron; ycuando comenzó a quitar el enrejado, Kse despertó.

El interior de la tienda estaba oscuro

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y desordenado. Del techo colgabanbañeras de hierro galvanizado y ruedasde bicicleta, correas de ventilador ytubos de radiador; había bidones conclavos y pirámides de barreños deplástico, estantes de latas de comida,medicinas comunes, golosinas, ropainfantil, bebidas frías.

K se dirigió al mostrador.—El señor Vosloo o Visser —dijo.

Eran los nombres que su madrerecordaba del pasado—. Busco a unseñor Vosloo o Visser que es granjero.

—¿La señora Vosloo? —dijo elencargado—. ¿Se refiere a ella? ¿Laseñora Vosloo del hotel? No hay unseñor Vosloo.

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—Busco a un señor Vosloo o Visserque era granjero hace mucho tiempo. Noestoy muy seguro del nombre, perocuando vea la granja la reconoceré.

—No existe un granjero Vosloo oVisser. Visagie, ¿se refiere a él? ¿Paraqué busca a los Visagie?

—Tengo que llevarles algo. —Y lemostró la caja.

—Entonces ha recorrido un largocamino para nada. No hay nadie en lapropiedad de los Visagie, ha estadovacía muchos años. ¿Está seguro de queel nombre es Visagie? Los Visagie sefueron hace mucho tiempo.

K pidió un paquete de galletas dejengibre.

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—¿Quién le envía? —preguntó elencargado. K puso cara de tonto—.Tenían que haber cogido a alguien quesepa lo que hace. Dígaselo cuando losvea.

K farfulló algo y se fue.Caminaba por la calle pensando en

dónde intentarlo de nuevo cuando uno delos niños se acercó corriendo.

—¡Señor, le puedo decir dónde estála casa de los Visagie! —le gritó. K separó—. Pero está vacía, allí no haynadie —dijo el pequeño.

Le indicó el camino que le llevaríahacia el norte por la carretera deKruidfontein, y después hacia el este porun camino particular a lo largo del valle

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del Moordenaarsrivier.—¿A qué distancia está la granja del

camino principal? —preguntó K—.¿Cerca o lejos?

El chico fue impreciso, suscompañeros tampoco lo sabían.

—Tiene que torcer al llegar a laseñal con el dedo indicador —dijo—.La granja de los Visagie está antes delas montañas, bastante lejos si va a pie.

K les dio dinero para golosinas.Era ya mediodía cuando alcanzó la

señal del dedo y torció por un senderoque conducía a un llano vacío y gris; seponía el sol cuando subió a una cresta ydivisó una casa baja y encalada tras laque el campo ondulado se convertía en

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la falda de las colinas y después en laladera empinada y sombría de lamontaña. Se acercó a la casa y la rodeó.Las contraventanas estaban cerradas yuna paloma zurita entró volando por elagujero de uno de los gabletesdesmoronados, dejando las vigas demadera al descubierto y las planchas deltejado torcidas. Una planchadesprendida aleteaba al viento conmonotonía. Detrás de la casa había unjardín de piedras en el que no crecíanada. No había ninguna vieja cochera,como se había imaginado, pero sí habíaun cobertizo de madera y chapa, y juntoa él un gallinero vacío con cintas deplástico amarillo ondeando en la

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alambrada. En la ladera detrás de lacasa había una bomba de agua a la quele faltaba la cabeza. En el veld, a lolejos, brillaban las aspas de una segundabomba.

La puerta delantera y trasera estabancerradas. Tiró de una contraventana y sedesprendió el gancho de sujeción. Mirócon curiosidad por la ventana, pero nopudo distinguir nada.

Al entrar en el cobertizo, una parejade golondrinas sobresaltadas salióvolando. Una grada de dientes cubiertade polvo y telarañas ocupaba la mayorparte del suelo. Sin ver casi nada en lapenumbra, respirando un hedor deparafina, lana y alquitrán, escarbó por

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los rincones entre picos y palas, restosde tubería, aros de alambre, cajas conbotellas vacías, hasta descubrir unmontón de morrales vacíos que arrastrófuera, los sacudió, y extendió en formade lecho en el porche. Se comió laúltima galleta que había comprado.Todavía tenía la mitad del dinero peroya no le servía de nada. La luz sedesvaneció. Los murciélagos aletearonbajo los aleros. Tumbado en el lecho,escuchaba los ruidos del aire de lanoche, un aire más denso que el del día.Ahora estoy aquí, pensó. O al menosestoy en algún sitio. Después se durmió.

Lo primero que descubrió por lamañana fue que había cabras sueltas en

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la granja. Un rebaño de doce o catorceapareció por detrás de la casa y cruzó elpatio sin prisa, guiado por un viejomacho cabrío con los cuernos en espiral.K se incorporó en el lecho paramirarlas, y entonces las cabras seasustaron y bajaron al trote por elsendero hasta el río. En un momentohabían desaparecido de la vista. Seataba con pereza el cordón de loszapatos cuando pensó que tendría quecapturar, sacrificar, descuartizar y comeresas bestias ruidosas de pelo largo, ocriaturas similares, si quería sobrevivir.Armado solamente de una navaja, saliócorriendo detrás de las cabras. Se pasótodo el día persiguiéndolas. Las cabras

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eran silvestres, pero se acostumbraronpronto al ser humano que trotaba trasellas; cuando el sol calentaba más, separaron varias veces todas juntasdejándole acercarse antes de alejarse altrote sin aviso. En esos momentos, alaproximarse con sigilo, K notaba quetodo su cuerpo comenzaba a temblar.Era difícil creer que se hubieraconvertido en ese salvaje con la navajaen la mano; tampoco se libraba deltemor de que al cortar el cuello marrón yblanco del carnero, la hoja de la navajase doblara y le cortara en la mano.Entonces las cabras volverían a escapar,y para mantener el ánimo tendría quedecirse: Tienen muchas ideas, yo solo

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tengo una, mi única idea podrá al finalmás que todas las suyas. Intentóacorralar a las cabras contra una cerca,pero no hubo manera de atraparlas.

Descubrió que le conducían trazandoun amplio círculo hacia la bomba y labalsa que había divisado desde la casael día anterior. Desde más cerca vio quela balsa cuadrada de cemento rebosabade agua; en varios metros alrededorhabía cieno y hierba espesa, y alacercarse oyó el chapoteo de las ranas.Solo después de haber bebido se leocurrió sorprenderse de estaexuberancia, y preguntarse quiénmantenía la balsa llena. Entrada la tarde,mientras seguía con su obstinada caza,

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las cabras ahora yendo tranquilamentede sombra en sombra delante de él, tuvola respuesta: se levantó un viento ligero,la rueda crujió y comenzó a girar, labomba hizo un ruido seco y metálico, ydel tubo surgió un hilo intermitente deagua.

Hambriento y agotado, demasiadoinvolucrado en la caza como paraabandonarla ahora, temeroso de perdersu presa durante la noche en esoskilómetros de veld desconocido, recogiólas bolsas, preparó el lecho sobre latierra desnuda bajo la luna llena, tancerca de las cabras como se atrevió, ycayó en un sueño irregular. El chapoteoy los gruñidos de las cabras al beber le

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despertaron en plena noche. Se levantóaturdido todavía de agotamiento y seacercó a ellas tambaleándose. Duranteun momento se mantuvieron agrupadas,volviéndose a mirarle, el agua hasta loscorvejones; después, cuando se tiró alagua a perseguirlas, se dispersaron entodas direcciones en un arrebato dealarma. Una resbaló y se escurrió casi asus pies, saltando como un pez en elfango para recobrar el paso. K lanzósobre ella todo el peso de su cuerpo.Tengo que ser fuerte, pensó, tengo queapretar hasta el final, no puedo aflojar.Notó las patas traseras de la cabraempujar por abajo; balaba sin parar deterror; los espasmos le sacudían el

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cuerpo. K se sentó a horcajadas sobreella, le cerró las manos alrededor delcuello y apretó con todas sus fuerzas,empujando la cabeza bajo el agua hastael cieno espeso del fondo. Las patastraseras se movían, pero sus rodillas leagarraban el cuerpo como un torno.Hubo un momento en el que el pataleoempezó a debilitarse y casi desistió.Pero este impulso pasó. Continuóapretando la cabeza de la cabra bajo elcieno mucho después del último gruñidoy estremecimiento. Solo se levantó y searrastró fuera cuando la frialdad delagua había empezado a entumecerle lasextremidades.

No durmió durante el resto de la

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noche, sino que anduvo de un lado a otrocon la ropa mojada, castañeteándole losdientes, mientras la luna atravesaba elcielo. Cuando llegó el alba y hubosuficiente claridad para poder ver,volvió a la casa y, sin pensarlo dosveces, rompió el cristal de una ventanacon el codo. Cuando el último tintineodel último cristal se desvaneció, loenvolvió un silencio más profundo quenunca. Descorrió el pestillo y abrió laventana de par en par. Fue de unahabitación a otra. Salvo algunos mueblesde gran tamaño —aparadores, camas,armarios—, no había nada. Dejó sushuellas en el suelo polvoriento. Cuandoentró en la cocina, hubo un gran revuelo

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mientras los pájaros salían volando porel agujero del tejado. Habíaexcrementos por todos lados; apoyadaen la pared donde el gablete se habíadesmoronado, había una pirámide deladrillos donde incluso crecía una plantadel veld minúscula.

De la cocina se pasaba a unapequeña despensa. K abrió la ventana yretiró las contraventanas. En una paredhabía una fila de recipientes de madera,todos vacíos excepto uno que conteníalo que parecía arena y excrementos deratón. En un estante había utensilios decocina, restos de vajilla, tazas deplástico, tarros de cristal, todo cubiertode polvo y telarañas. En otro había

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botellas de aceite y vinagre mediovacías, tarros de azúcar glaseada y lecheen polvo, y tres frascos de conservas. Kabrió uno, arrancó el precinto de cera yengulló algo que sabía a albaricoque. Eldulzor de la fruta en su boca se mezclócon el hedor del cieno rancio quedesprendía su ropa húmeda,provocándole náuseas. Se llevó elfrasco fuera y se comió el resto másdespacio de pie bajo el sol.

Atravesó el medio kilómetro de veldde vuelta a la balsa. Aunque el vientoera cálido, aún tiritaba.

La giba marrón del costado de lacabra sobresalía del agua. Se metió y,con todas sus fuerzas, arrastró fuera el

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cadáver por las patas traseras. Enseñabalos dientes con furia, tenía los ojosamarillentos abiertos de par en par; unhilo de agua le corría por el morro. Erauna hembra. La necesidad urgente decomer que ayer se había apoderado deél desapareció. Le repelía la idea dedescuartizar y devorar esa cosahorrenda de pelo húmedo y enmarañado.El resto de las cabras estaba en unmontículo algo alejado, con las orejasatentas. No podía creer que se hubierapasado un día entero persiguiéndolascon una navaja como un perturbado. Sevio a sí mismo dando muerte a la cabraen el cieno a la luz de la luna, y seestremeció. Hubiera querido sepultar la

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cabra en algún lugar y olvidar elepisodio; o mejor aún, hubiera queridodar a la criatura una palmada en elpernil y haberla visto levantarse yalejarse trotando. Tardó horas enarrastrarla por el veld de vuelta a lacasa. No había manera de abrir laspuertas; tuvo que meterla en la cocinapor una ventana. Entonces pensó que erauna tontería descuartizarla en el interior,si es que la cocina con las plantas y lospájaros se podía considerar parte delinterior. Así que la volvió a arrastrarfuera. Sintió que estaba empezando aolvidar la razón por la que habíarecorrido cientos de kilómetros hastaallí, y tuvo que andar de un lado a otro

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con la cara entre las manos para volvera sentirse mejor.

Nunca había limpiado antes unanimal. Solo tenía su navaja. Le rajó labarriga y metió el brazo en la abertura;esperaba sentir el calor de la sangre,pero dentro de la cabra volvió aencontrarse con la humedad pegajosadel cieno. Dio un tirón y las entrañascayeron rodando a sus pies, azules,moradas, rosas; tuvo que arrastrar elcadáver unos pasos antes de podercontinuar. La despellejó todo lo quepudo, pero no fue capaz de cortarle laspezuñas y la cabeza hasta que, buscandoen el cobertizo, encontró una sierra dearco. Al final, el esqueleto desollado

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que colgaba del techo de la despensaparecía pequeño en comparación con elmontón de desperdicios que envolvió enun saco y sepultó bajo la primera capade piedras. Tenía las manos y lasmangas ensangrentadas; no había aguacerca; se restregó con arena, pero lasmoscas le seguían todavía cuandoregresó a la casa.

Limpió el fogón con un cepillo y loencendió. No había nada para cocinar.Cortó un pernil y lo sostuvo sobre lallama hasta que se chamuscó por fuera ysalió el jugo. Comió sin placer,pensando: ¿Qué haré cuando se terminela cabra?

Estaba seguro de haberse resfriado.

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Sentía la piel caliente y seca, le dolía lacabeza, tragaba con dificultad. Llevótarros de cristal a la balsa para llenarlosde agua. En el camino de regreso lefallaron de repente las fuerzas y tuvoque descansar. Sentado en el velddesierto con la cabeza entre las rodillas,se permitió imaginarse en una camalimpia entre sábanas blancasalmidonadas. Tosió y ululó como unbúho, y oyó salir el sonido sin rastro deeco. Aunque le dolía la garganta, repitióel sonido. Era la primera vez que oía suvoz desde Prince Albert. Pensó: Aquípuedo hacer los ruidos que quiera.

Al anochecer tenía fiebre. Arrastróel lecho de sacos al salón y durmió allí.

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Soñó que estaba acostado en laoscuridad del dormitorio de HuisNorenius. Al estirar la mano, alcanzabael cabezal de hierro de la cama; delcolchón de bonote llegaba el olor deorina seca. Sin moverse para nodespertar a los chicos que dormían a sualrededor, permanecía echado con losojos abiertos para no recaer en lospeligros del sueño. Son las cuatro enpunto, se dijo, a las seis será de día. Pormucho que abría los ojos no distinguíala ubicación de la ventana. Los párpadosempezaron a pesarle. Me estoydesmayando, pensó.

Por la mañana se sintió más fuerte.Se puso los zapatos y paseó por la casa.

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Encima de un armario encontró unamaleta; pero no contenía más quejuguetes rotos y piezas de unrompecabezas. No había nada en la casaque le fuera útil, tampoco nada que lediera una pista de por qué los Visagie,que habían vivido aquí antes que él, sehabían marchado.

La cocina y la despensa vibrabancon el zumbido de las moscas. Aunqueno tenía apetito, encendió el fuego ycoció en agua un poco de la carne decabra dentro de una lata de mermelada.Encontró hojas de té en un tarro de ladespensa; hizo té y volvió a la cama.Empezó a toser.

La caja con las cenizas esperaba en

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un rincón de la sala. Tenía la esperanzade que su madre, que en cierto sentidoestaba en la caja y en cierto sentido no,cuando fuera liberada, un espírituliberado al viento, se sintiera mástranquila ahora que estaba más cerca desu tierra natal.

Sentía placer en abandonarse a laenfermedad. Abrió todas las ventanas yse tumbó a escuchar las palomas, o elsilencio. Estuvo dormitando durantetodo el día. Cuando los rayos del sol dela tarde lo alcanzaron, cerró lascontraventanas.

Por la noche volvió a delirar.Intentaba cruzar un lugar árido que seinclinaba y amenazaba con arrojarle por

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el borde. Se tumbó, hundió los dedos enla tierra y sintió que se precipitaba en laoscuridad.

Dos días después cesaron losataques de frío y calor; un día más tardeempezó a recuperarse. La cabraapestaba en la despensa. La lección, sies que había una lección, si es que habíalecciones incorporadas a losacontecimientos, parecía ser la de nomatar animales tan grandes. Talló unpalito en forma de Y, y con la lengüetade un zapato viejo y cintas de goma deuna llanta, fabricó un tirachinas paraabatir pájaros de los árboles. Enterrólos restos de la cabra.

Exploró las barracas de una sola

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habitación que había en la ladera detrásde la casa. Eran de ladrillo y mortero, elsuelo de cemento y el tejado de chapa.Era imposible que tuvieran más demedio siglo. Pero a pocos metros unpequeño rectángulo de adobedeteriorado sobresalía del suelodesnudo. ¿Era aquí donde su madrehabía nacido, en medio de un jardín dechumberas? Recogió la caja de cenizasde la casa, la colocó en medio delrectángulo, y se sentó a esperar. Nosabía lo que esperaba; pero, fuese lo quefuese, no llegó. Un escarabajo pasócorreteando por el suelo. El vientosoplaba. Había una caja de cartón al solen un trozo de adobe endurecido, eso era

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todo. Al parecer le faltaba dar otropaso, pero no sabía todavía cuál era.

Exploró toda la cerca alrededor dela granja sin encontrar indicios de lapresencia de vecinos. En un pesebrecubierto con una lámina de chapaencontró pienso de cabra con moho;cogió un puñado de maíz y se lo metióen el bolsillo. Regresó a la bomba ytrabajó en ella hasta que descubrió cómofuncionaba el mecanismo. Volvió a unirel cable roto y detuvo el girodescontrolado de la rueda.

Aunque seguía durmiendo en la casa,no estaba a gusto allí. Al pasar de unahabitación vacía a otra, se sentía taninsustancial como el aire. Canturreaba

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entre dientes, y oía el eco de su voz enlas paredes y en el techo. Trasladó sucama a la cocina, donde al menos podíaver las estrellas por el agujero deltejado.

Pasaba los días en la balsa. Unamañana se quitó toda la ropa y, de pie,con el agua hasta el pecho, la lavóbatiéndola contra el muro; pasó el restodel día dormitando a la sombra de unárbol mientras la ropa se secaba.

Llegó la hora de devolver a sumadre a la tierra. Intentó cavar un hoyoen la cima de la colina al oeste de labalsa, pero a tres centímetros de lasuperficie la pala chocó con la duraroca. Así que se trasladó al final de lo

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que había sido tierra de cultivo a lospies de la balsa, y cavó un hoyo tanprofundo como su antebrazo. Puso elpaquete de ceniza en el hoyo y echóencima la primera palada de tierra.Entonces empezó a dudar. Cerró los ojosy se concentró, esperando que una voz lehablara para asegurarle que estabahaciendo lo correcto —la voz de sumadre, si es que aún tenía voz, otra vozcualquiera, o incluso su propia voz, quea veces le decía lo que tenía que hacer—. Pero no se oyó ninguna voz. Así que,asumiendo toda la responsabilidad,extrajo el paquete del hoyo y comenzó adespejar un cuadrado de pocos metrosen medio del campo. Allí, agachándose

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mucho para que no se los llevara elviento, repartió los copos finos y grisessobre la tierra, removiéndola despuésvarias veces con la pala.

Este fue el comienzo de su vida deagricultor. En un estante del cobertizohabía encontrado un paquete de semillasde calabaza, y ya había tostado y comidoalgunas para entretenerse; todavía teníagranos de maíz; y en el suelo de ladespensa había encontrado incluso unajudía solitaria. En una semana limpió elterreno próximo a la balsa y restablecióel sistema de surcos que lo regaba.Después plantó un bancal pequeño decalabazas y otro de maíz; y cerca de laorilla del río, donde tendría que llevar

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el agua para regarla, plantó la judía,para que si brotaba, pudiera trepar porlos espinos.

Sobre todo se alimentaba de lospájaros que mataba con el tirachinas.Dedicaba los días a este tipo de caza,que practicaba cerca de la casa, y alcultivo de la tierra. El placer másintenso llegaba con la puesta de sol,cuando abría la llave del muro de labalsa y observaba correr por los surcosla corriente de agua empapando latierra, convirtiendo su color arenoso enmarrón oscuro. Es porque soy unjardinero, pensaba, porque esta es minaturaleza. Afilaba la hoja de la pala enuna piedra para saborear más el instante

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en que se hundía en la tierra. El deseode cultivar se había vuelto a despertaren él; ahora, en solo unas semanas,sentía que sus horas de vigilia estabanestrechamente unidas al bancal de tierraque había empezado a cultivar, y a lassemillas que había plantado allí.

Había momentos, sobre todo por lamañana, en que el júbilo le invadía alpensar que él, solo e ignorado, estabahaciendo florecer esta granjaabandonada. Pero después del júbilo, aveces llegaba una preocupación quetenía una conexión incierta con el futuro;y entonces solamente el trabajo duropodía salvarle de caer en la tristeza.

El pozo, casi vacío, daba solamente

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un caudal de agua pequeño eintermitente. Restablecer la corriente deagua de la tierra se convirtió en el deseomás profundo de K. Solo bombeaba elagua necesaria para su huerto, sinpermitir que el nivel de la balsa bajaramuchos metros, y viendo sin pena cómola marisma se secaba, el lodo seendurecía, la hierba se agostaba, lasranas morían patas arriba. No sabíacómo se renovaban las aguassubterráneas, pero sabía que no erabueno desperdiciarlas. No se imaginabasi lo que había bajo sus pies era un lago,una corriente de agua, un vasto marinterior o una piscina tan profunda queno tenía fondo. Le parecía un milagro

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que cada vez que soltaba el freno, larueda girara y brotara el agua; secolgaba del borde del muro de la balsa,cerraba los ojos y metía los dedos en lacorriente.

Vivía al ritmo de la salida y lapuesta del sol, en un compartimientofuera del tiempo. Ciudad del Cabo, laguerra y el viaje a la granja sedesvanecían cada vez más en el olvido.

Un día, de vuelta a casa al mediodía,vio la puerta principal abierta de par enpar; y mientras la confusión seapoderaba de él una figura surgió delinterior, un joven pálido y gordo con ununiforme caqui.

—¿Trabajas aquí? —fueron las

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primeras palabras del desconocido.Estaba de pie en el escalón más alto

del porche como si fuera el propietario.K no pudo hacer otra cosa que asentir.

—No te he visto nunca antes —dijoel desconocido—. ¿Cuidas de la granja?—K asintió—. ¿Cuándo se derrumbó lacocina? —preguntó.

Al intentar emitir palabras, Kbalbuceó. El desconocido no apartó lamirada de la boca deforme de K.Después volvió a hablar.

—No sabes quién soy, ¿verdad? —dijo—. Soy el nieto del patrón Visagie.

K trasladó sus sacos de la cocina auna de las habitaciones en la colina, ycedió la casa al joven Visagie. Sintió

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que le invadía la antigua estupidezirracional, y trató de defenderse. Quizásolo se quede un día o dos, pensó,cuando vea que aquí no hay nada buenopara él; quizá él se marche y yo mequede.

Pero resultó que el nieto no podíairse. Esa misma noche, mientras Kencendía una hoguera en la colina yasaba un par de palomas de cena, elnieto salió de la oscuridad y se quedómirando tanto rato que K se sintióobligado a ofrecerle algo. Comió comoun muchacho hambriento. No habíasuficiente para los dos. Entonces contósu historia.

—Cuando vayas a Prince Albert ten

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cuidado y no menciones a nadie queestoy aquí —empezó. Resultó que era undesertor del ejército. Se habíaescabullido la noche anterior de un trende tropas estacionado en Kruidfontein, yhabía caminado campo a través toda lanoche, hasta llegar finalmente a la granjaque recordaba de sus días de colegio—.Nuestra familia solía pasar lasNavidades aquí —dijo—. Venían tantosfamiliares que la casa rebosaba degente. No he visto nunca comilonascomo las de entonces. Todos los días miabuela llenaba la mesa de comida, buenacomida del campo, y nosotros nodejábamos ni rastro. Nos daba corderodel Karoo, del que ya no hay ahora.

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K estaba en cuclillas avivando elfuego, casi sin escuchar, pensando:Llegué a creerme que esta era una deesas islas sin dueño. Ahora me doycuenta de la realidad. Ahora estoyaprendiendo la lección.

A medida que el nieto hablaba, sevolvía más vehemente. Estaba anémico,dijo, tenía un corazón débil, constaba ensus papeles, nadie lo negaba, pero lohabían enviado al frente. Movilizaban alos funcionarios y los enviaban al frente.¿Creían que podían prescindir de losfuncionarios? ¿Creían que podíangestionar la guerra sin una oficina depagos? Si venía la policía regular o lamilitar a buscarle, para llevárselo y

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darle un castigo ejemplar, K tenía quehacerse el mudo. Tenía que hacerse eltonto y no revelar nada. Mientras tantoél, el nieto, se construiría un escondite.Conocía la granja, encontraría un lugardonde nunca se les ocurriera mirar. Eramejor que K no conociera el escondite.¿Podría conseguirle una sierra?Necesitaba una sierra, quería empezar atrabajar por la mañana temprano. Kaccedió a buscársela. Después hubo unlargo silencio.

—¿Esto es todo lo que comes? —preguntó el nieto. K asintió—. Deberíasplantar patatas —dijo el nieto—.Patatas, cebollas, maíz… Aquí crecetodo si se riega. La tierra es fértil. Me

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extraña que no cultives algo para tiabajo, en la balsa. —Una punzada dedecepción atravesó a K: conocía inclusola balsa—. Mis abuelos tuvieron suerteal encontrarte —continuó el nieto—. Enestos tiempos es muy difícil encontrarbuenos peones para las granjas. ¿Cómote llamas?

—Michael —respondió K.Ya era de noche. El nieto se levantó

a tientas.—¿No tienes una antorcha? —

preguntó.—No —dijo K, y le vio buscar a la

luz de la luna el camino hacia la casa.A la mañana siguiente ya no tenía

nada que hacer. No podía ir a la balsa

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sin delatar el huerto. Se acuclilló contrala pared de la habitación, sintiendo elsol calentarle el cuerpo, viendo pasar eltiempo, hasta que el nieto llegó subiendopor la colina. Es diez años más jovenque yo, pensó K. La subida había hechoque su piel se sonrojara.

—¡Michael, no hay nada de comer!—se quejó el nieto—. ¿No vas nunca ala tienda?

Sin esperar respuesta, abrió de ungolpe la puerta de la habitación y miródentro. Estuvo a punto de hacer uncomentario, pero se calló.

—¿Cuánto te pagan, Michael? —dijo.

Cree que soy un idiota de verdad,

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pensó K. Cree que soy un idiota queduerme en el suelo como un animal, sealimenta de pájaros y lagartijas y noconoce la existencia del dinero. Mira lainsignia de mi boina y se pregunta quéniño me la habrá dado de su paquetesorpresa.

—Dos rands —dijo K—. Dos randsa la semana.

—¿Qué sabes de mis abuelos?¿Vienen alguna vez?

K guardó silencio.—¿De dónde eres? No eres de aquí,

¿verdad?—He estado en todas partes —dijo

K—. También en El Cabo.—¿Hay ovejas en la granja? —dijo

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el nieto—. ¿Hay cabras? ¿No eran diezo doce cabras lo que vi ayer detrás de labalsa? —Miró su reloj—. Ven, vamos apor las cabras.

K recordó la cabra en el cieno.—Son cabras silvestres —dijo—.

Nunca las cogerá.—Las atraparemos en la balsa. Entre

los dos lo conseguiremos.—Vienen a la balsa por la noche —

dijo K—. Durante el día están en elveld. —Y pensó: Un soldado sin rifle.Un muchacho que vive una aventura.Para él la granja es solo un lugar deaventuras. Y dijo—: Olvide las cabras,yo le buscaré algo de comer.

Así que mientras llegaba de la casa

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el ruido de la sierra, K cogió eltirachinas, bajó caminando al río, y enuna hora había matado tres gorriones yuna paloma. Llevó los pájaros hasta lapuerta principal y llamó. El nieto salió arecibirlo sudoroso y desnudo hasta lacintura.

—Muy bien —dijo—. ¿Puedeslimpiarlos deprisa? Te lo agradecería.

K levantó los cuatro pájarosmuertos, las patas unidas en un nudo degarras. Había una perla de sangre en elpico de un gorrión.

—Es tan pequeño que ni losaboreará al tragarlo —dijo—. Usted nose ensucia las manos, ni siquiera sudedo meñique.

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—¿Qué demonios quiere decir eso?—dijo el nieto Visagie—. ¿Qué cojonesquieres decir? ¡Si quieres decir algo,dilo! ¡Deja eso en el suelo, ya meencargaré yo!

K dejó los cuatro pájaros en losescalones del porche y se marchó.

Las primeras hojas gruesas decalabaza empujaban la tierra aquí y allá.K abrió la compuerta por última vez yobservó el agua regar lentamente elprado, oscureciendo la tierra. Ahora,pensó, abandono a mis hijos cuando máslos necesito. Cerró la compuerta y doblóla barra del flotador hasta que la válvulaquedó totalmente cerrada, cortando elchorro al abrevadero donde bebían las

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cabras.Llevó a la casa cuatro jarras de agua

y las dejó en el porche. El nieto estabade pie con la camisa ya puesta y lasmanos en los bolsillos, mirando a lalejanía. Tras un largo silencio, habló.

—Michael —dijo—, no te pago, yno te puedo echar de la granja sin más.Pero tenemos que trabajar unidos, sino… —Volvió la mirada a K.

Estas palabras, ya fueran unaacusación, una amenaza o unareprimenda, parecieron asfixiar a K. Noes más que una pose, se dijo a sí mismo:tranquilízate. Sin embargo sentía que laestupidez le envolvía de nuevo como laniebla. Ya no sabía qué hacer con su

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cara. Se rozó los labios y fijó la miradaen las botas marrones del nieto, mientraspensaba: Ya no hay botas como esas enlas tiendas. Intentó concentrarse en esepensamiento para calmarse.

—Quiero que vayas en mi lugar aPrince Albert, Michael —dijo el nieto—. Te daré una lista de las cosas quequiero, y dinero. También te daré algopara ti. Pero no hables con nadie. Nodigas que me has visto, no digas paraquién son las cosas. No digas que sonpara otro. No compres todo en la mismatienda. Compra la mitad en Van Rhyn yla otra mitad en el café. No te pares ahablar, finge tener prisa. ¿Lo entiendes?

No dejes que pierda mi camino,

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pensó K. Asintió. El nieto continuó:—Michael, te estoy hablando de ser

humano a ser humano. Hay una guerra,hay gente que muere. Bien, yo no estoyen guerra con nadie. He hecho mi paz.¿Lo entiendes? Hago mi paz con todos.No hay guerra aquí, en la granja. Tú y yopodemos vivir tranquilamente aquí hastaque se haga la paz en todas partes.Nadie nos molestará. La paz tiene queestar al caer.

»Michael, yo he trabajado en laoficina de pagos del ejército, sé lo queestá pasando. Sé cuantos hombresengrosan el once-63 cada mes, paraderodesconocido, paga suspendida, sumarioabierto. ¿Me entiendes? Te podría dar

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cifras que te sorprenderían. Yo no soy elúnico. ¡Pronto no tendrán hombressuficientes, ya verás, no tendránhombres suficientes para perseguir a losque escapan! ¡El país es grande! ¡Mira atu alrededor! ¡Hay muchos sitios adondeir! ¡Muchos sitios donde esconderse!

»Solo quiero permanecer escondidopor poco tiempo. Pronto me olvidarán.Solo soy un pez pequeño en un océanoinmenso. Pero necesito tu cooperación,Michael. Tienes que ayudarme. Si no, nohay futuro para ninguno de los dos. ¿Loentiendes?

De esta manera K dejó la granja,llevándose la lista de cosas que el nietonecesitaba y cuarenta rands en billetes.

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Cogió una lata vieja del camino, metióel dinero en la lata y la enterró bajo unapiedra en la verja de entrada de lagranja. Después caminó a campotraviesa, con el sol siempre a suizquierda, evitando los lugareshabitados. Por la tarde comenzó a subir,hasta que a sus pies aparecieron por eloeste las casas blancas y cuidadas de laciudad de Prince Albert. Continuó porlas laderas, y rodeó la ciudad hastallegar a la carretera de Swartberg. Subióuna colina en la oscuridad, con el abrigode su madre puesto por el frío.

A gran altura de la ciudad, buscó unlugar donde dormir y encontró una cuevaque habían utilizado ya otros campistas.

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Había una hoguera de piedra, y un lechode tomillo oloroso y seco cubría elsuelo. Encendió un fuego y asó unalagartija que había matado con unapiedra. El círculo de cielo más arriba sevolvió azul oscuro y salieron lasestrellas. Se acurrucó, metió las manosen las mangas y se dejó arrastrar por elsueño. Ya le costaba creer que hubieraconocido a alguien llamado el nietoVisagie, que había intentado convertirleen su criado. En un día o dos, se dijo,habré olvidado al muchacho y norecordaré más que la granja.

Pensó en las hojas de calabaza,abriéndose paso bajo la tierra. Mañanaserá su último día, pensó: pasado

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mañana se debilitarán, y al otro morirán,mientras yo estoy aquí, en las montañas.Quizá si al amanecer empiezo a correr ycontinúo corriendo todo el día, llegaríaa tiempo de salvarlas, a ellas y a lasotras semillas que van a morir bajo latierra, aunque no lo sepan, que nuncavan a ver la luz del día. Creció en él unvínculo de ternura que se extendía hastael bancal de tierra junto a la balsa y queahora debía cortar. Le parecía que seríanecesario cortar muchas veces unvínculo de esa naturaleza para que algúndía dejara de crecer.

Pasó el día ocioso, sentado en laboca de la cueva, mirando los picos másaltos en los que todavía había nieve.

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Tenía hambre pero no hizo nada. Enlugar de escuchar los quejidos de sucuerpo, intentó escuchar el inmensosilencio que le rodeaba. Se durmió confacilidad, y soñó que corría veloz comoel viento por una carretera vacía, lacarreta flotando tras él sobre unasruedas que apenas rozaban el suelo.

Los lados del valle eran tan altosque el sol no apareció hasta elmediodía, y a media tarde habíadesaparecido tras las cumbres del oeste.Sentía continuamente frío. Así quecontinuó subiendo, zigzagueando por laladera hasta que perdió de vista lacarretera del desfiladero y divisó lavasta meseta del Karoo, y también

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Prince Albert kilómetros más abajo.Encontró otra cueva y cortó ramas parael suelo. Pensó: Ahora estoy seguro dehaber llegado tan lejos como es posible;estoy seguro de que nadie está tan locode cruzar esta meseta, subir estasmontañas, buscar entre estas rocas paraencontrarme; y estoy seguro de queahora, que soy el único en todo el mundoque sabe dónde estoy, puedo darme porperdido.

Todo había quedado atrás. Cuandose despertó por la mañana no se enfrentómás que al enorme bloque de un únicodía, cada mañana un día. Se vio comouna termita abriéndose paso a través deuna roca. No había nada más salvo vivir.

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Permaneció sentado tan quieto que no lehubiera sorprendido ver a los pájarosacercarse y posarse en su hombro.

Aguzando la vista, distinguía a vecesun vehículo deslizándose como un puntopor la calle principal de la ciudad dejuguete en la meseta; pero incluso en losdías más tranquilos no oía ningún ruidosalvo el de los insectos al correr por latierra, el zumbido de las moscas que nole habían olvidado, y el latido de lasangre en sus oídos.

No sabía lo que iba a pasar. Lahistoria de su vida no había sido nuncainteresante; casi siempre alguien lehabía dicho lo que tenía que hacer;ahora no había nadie, y esperar parecía

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ser lo mejor.Sus pensamientos fueron al parque

Wynberg, uno de los sitios donde habíatrabajado anteriormente. Recordaba alas madres jóvenes que llevaban a sushijos a jugar en los columpios, a lasparejas que retozaban a la sombra de losárboles, y a los patos silvestres verdes ymarrones en el estanque. Seguro que lahierba no habría dejado de crecer y lashojas de caer en el parque Wynbergporque había una guerra. Siempre seríanecesario tener a alguien para cortar lahierba y barrer las hojas. Pero ya noestaba seguro de querer vivir entre loscampos de hierba y los robles. Cuandorecordaba el parque Wynberg,

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recordaba una tierra vegetal más quemineral, formada por las hojas podridasdel año pasado y del año anterior, y asíhasta el principio de los tiempos, unatierra tan suave que, aunque uno cavaray cavara, nunca llegaría al corazón deesa suavidad; desde el parque Wynbergse podría cavar hasta el centro de laTierra, y todo el camino hasta allí seríafresco y oscuro, húmedo y blando. Ya noamo esa clase de tierra, pensó, ya no meimporta no sentir esa tierra entre misdedos. Ya no quiero lo verde y lomarrón, quiero lo amarillo y lo rojo; nolo húmedo sino lo seco; no quiero looscuro sino lo claro; no quiero lo blandosino lo duro. Me estoy convirtiendo en

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otra clase de hombre, pensó, suponiendoque haya dos clases de hombres. Si mecortara, pensó, levantando las muñecas ymirándolas, la sangre ya no saldría aborbotones sino gota a gota, y despuésde gotear algo, se secaría y cicatrizaría.Cada día me vuelvo más pequeño, másduro y más seco. Si tuviera que morirmeaquí, sentado en la boca de la cueva,mirando la meseta con la barbillaapoyada en las rodillas, el viento mesecaría completamente en un día, meconservaría entero, como a alguienhundido en la arena del desierto.

Durante los primeros días en lasmontañas daba paseos, volteaba laspiedras, mordisqueaba raíces y bulbos.

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Una vez abrió un nido de hormigas y secomió las larvas una a una.

Sabían a pescado. Pero ya no erauna aventura buscar comida y bebida.No exploró su nuevo mundo. Noconvirtió la cueva en un hogar ni llevóla cuenta del paso del tiempo. No habíanada que esperar cada mañana, salvo lavisión de la sombra de la cima de lamontaña corriendo hacia él cada vezmás deprisa, hasta que de repente la luzdel sol le inundaba. Se sentaba o setumbaba como pasmado en la boca de lacueva, demasiado cansado, o quizádemasiado indolente, para moverse.Durmió durante tardes enteras. Sepreguntaba si acaso estaba viviendo lo

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que llamaban felicidad. Hubo un díanublado y lluvioso, y brotaron pequeñasflores rosas por toda la montaña, floressin hojas visibles. Comió puñados deflores y le dolió el estómago. Cuandolos días fueron más calurosos, losriachuelos corrieron más deprisa.Echaba de menos el sabor amargo delagua subterránea en el agua fresca demontaña. Le sangraron las encías; setragó la sangre.

De pequeño K había pasado hambrecomo todos los niños de Huis Norenius.El hambre los había convertido enanimales que robaban del plato de suscompañeros y trepaban la cerca de lacocina para vaciar los cubos de la

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basura en busca de huesos y peladuras.Después había crecido y había dejadode sentir necesidad. Cualquiera quefuese la naturaleza de la bestia que habíaaullado dentro de él, el hambre la redujoal silencio. Los últimos años en HuisNorenius fueron los mejores, cuando yano había chicos mayores que leatormentaran, cuando se escabullía a suescondite detrás del cobertizo sin quenadie le molestase. Uno de losprofesores obligaba a los alumnos asentarse con las manos sobre la cabeza,los labios apretados y los ojos muycerrados, mientras él patrullaba entre lasfilas con una regla larga. Con el tiempo,esta postura perdió para K el significado

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de un castigo, convirtiéndose en una víaal ensueño; recordaba haber pasadotardes calurosas enteras con las manossobre la cabeza, combatiendo unaplacentera somnolencia, mientras laspalomas se arrullaban en los eucaliptosy llegaba el sonido de los pupitres deotras clases. Ahora, delante de su cueva,algunas veces cruzó las manos detrás dela cabeza, cerró los ojos, y dejó lamente en blanco, sin necesitar nada, sinesperar nada.

Otras veces su pensamiento volvíaal muchacho Visagie en su escondite,dondequiera que fuese, en la oscuridaddel sótano entre los excrementos deratón, o encerrado en un armario de la

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buhardilla, o detrás de un matorral en elveld de su abuelo. Pensó en el bonitopar de botas: todo un desperdicio paraalguien que vivía en un agujero.

Empezó a costarle un gran esfuerzomantener los ojos abiertos al resplandordel sol. Sentía punzadas que nodesaparecían; pértigas de luz leperforaban el cráneo. Después le fueimposible comer nada; incluso el agua ledaba náuseas. Un día se sintiódemasiado cansado para levantarse desu lecho en la cueva; el abrigo negro yano le calentaba y tiritaba continuamente.Se dio cuenta de que él o su cuerpopodrían morir, era lo mismo, que podríayacer aquí hasta que el musgo del techo

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se oscureciera ante sus ojos, que suhistoria podría acabarse mientras sushuesos se volvían blancos en este lugarremoto.

Le llevó un día entero bajar laladera de la montaña. Las piernas leflaqueaban, la cabeza le martilleaba,cada vez que miraba hacia abajo semareaba y tenía que agarrarse a la tierrahasta que el vértigo desaparecía.Cuando llegó a la carretera, el valleestaba en sombra; cuando entró en laciudad la última claridad se desvanecía.Le envolvió el olor de losmelocotoneros en flor. También oyó unavoz que llegaba de todos lados, la vozcalmada y monótona que había oído la

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primera vez que estuvo en Prince Albert.Se detuvo entre los jardines al principiode High Street y, aunque escuchóatentamente, no pudo entender ni unapalabra de la letanía lejana que mástarde se mezcló con el gorjeo de lospájaros en los árboles, para acabardando paso a una música.

No había nadie en las calles. K sehizo una cama en la entrada de la oficinade Volkskas, un felpudo de goma comoalmohada. Cuando su cuerpo se enfrió,empezó a temblar. Durmió sobresaltado,con la mandíbula tensa por el dolor decabeza. Le despertó la luz de unalinterna, pero no pudo separarla delsueño en el que estaba inmerso. A las

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preguntas de la policía dio respuestasconfusas, gritos y jadeos.

—¡No…! ¡No…! ¡No…!Esta palabra surgió de sus pulmones

como la tos. Sin entender nada,repelidos por su olor, lo empujarondentro del coche, lo llevaron a lacomisaría y lo encerraron en una celdacon otros cinco hombres, donde continuócon la tiritona y la pesadilla delirante.

Por la mañana, cuando sacaron a losdetenidos para lavarse y desayunar, Khabía recobrado la razón pero no podíalevantarse. Se disculpó ante el cabo queestaba en la puerta.

—Son los calambres en las piernas,se me pasará —dijo.

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El cabo llamó al oficial de servicio.Durante un rato observaron la figuraesquelética sentada contra la pared,frotándose las piernas desnudas;después le transportaron entre los dos alpatio, donde K retrocedió ante elresplandor brillante del sol, e indicarona otro detenido que le diera algo decomer. K aceptó una ración abundantede puré de maíz pero, incluso antes deque la primera cucharada llegara a suboca, empezó a sentir náuseas.

Nadie sabía de dónde era. Nollevaba documentación, ni siquiera latarjeta verde. Le inscribieron en la hojade registro como «Michael Visagie -CM - 40 - NFA - sin trabajo», y le

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acusaron de abandonar su distrito deresidencia sin autorización, de no estaren posesión de una tarjeta de identidad,de infringir el toque de queda, de ser unborracho y un alborotador. Atribuyendosu debilidad e incoherencia alalcoholismo, le permitieron permaneceren el patio mientras los demásprisioneros eran devueltos a sus celdas;después, al mediodía, lo llevaron alhospital en la parte de atrás del coche.Allí le quitaron la ropa y le tumbarondesnudo en una colchoneta de goma,donde una enfermera joven lo lavó, loafeitó y le puso una camisola blanca. Nosintió vergüenza.

—Dígame, siempre he querido

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saberlo, ¿quién es Prince Albert? —preguntó a la enfermera. Ella no le hizocaso—. ¿Y quién es Prince Alfred? ¿Nohay también un Prince Alfred?

Esperó a que el trapo suave ytemplado le rozara la cara, cerrando losojos, deseando que llegara.

De esta forma volvió a acostarseentre sábanas limpias, no en la salaprincipal, sino en un anexo largo demadera y chapa en la trasera delhospital, que, hasta donde podía ver, noalbergaba más que niños y ancianos.Hileras de bombillas colgaban de lasvigas desnudas, sus largos cables sebalanceaban a diferente compás. Unasonda le unía el brazo a una botella en

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un soporte; con el rabillo del ojo, siquería, podía ver cómo bajaba el nivelcada hora.

Una vez, al despertarse, vio a unaenfermera y a un policía en la puertamirándole, murmurando entre sí. Elpolicía llevaba la gorra bajo el brazo.

El sol de la tarde resplandecía porla ventana. Una mosca se posó en suboca. La espantó con la mano.Revoloteó y volvió a posarse. Se rindió;el labio soportó la exploración de latrompa minúscula y fría.

Un auxiliar entró con un carrito.Todos recibieron una bandeja menos K.Al oler la comida se le hizo la bocaagua. Era la primera vez que tenía

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hambre desde hacía mucho tiempo. Noestaba seguro de querer volver a ser unesclavo del hambre; pero un hospitalparecía ser un lugar para los cuerpos,donde los cuerpos reclamaban susderechos.

Llegó el crepúsculo, y después laoscuridad. Alguien encendió la luz dedos de las tres hileras de bombillas. Kcerró los ojos y se durmió. Cuando losabrió las bombillas todavía estabanencendidas. Mientras las miraba sefueron apagando poco a poco. La luz dela luna entraba en cuatro láminasplateadas por las cuatro ventanas. Enalgún lugar cercano chisporroteó unmotor diésel. Las bombillas se

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encendieron débilmente. Entonces sedurmió.

Por la mañana tomó y no vomitó undesayuno de papilla y leche. Se sentíacon fuerza para levantarse, pero le diovergüenza hasta que vio a un ancianoecharse una bata sobre el pijama yabandonar la habitación. Después paseóa lo largo de la cama durante un rato,sintiéndose ridículo con su largacamisola.

En la cama de al lado había un jovencon el muñón de un brazo vendado.

—¿Qué te ha pasado? —le dijo K.El muchacho se dio media vuelta y

no le contestó.Si encontrara mi ropa, pensó K, me

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marcharía. Pero el armario de al lado dela cama estaba vacío.

Volvió a comer al mediodía.—Come mientras puedas —le dijo

el auxiliar que le trajo la comida—, lahambruna está por llegar.

Después siguió adelante, empujandoel carrito de la comida. Era uncomentario muy raro. K le observómientras hacía su recorrido. Desde elotro extremo de la sala, el auxiliar notóla mirada de K, y le sonriómisteriosamente; pero cuando volvió arecoger la bandeja no dijo nada más.

El sol calentaba el tejado de chapa,convirtiendo la sala en un horno. Kdormitaba con las piernas extendidas. Al

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despertarse una de las veces, vio almismo policía y a la misma enfermerainclinados sobre él. Cerró los ojos;cuando los abrió, se habían ido. Se hizode noche.

Por la mañana una enfermera lo fue abuscar y lo llevó a un banco del edificioprincipal, donde K esperó una horahasta que fue su turno.

—¿Cómo se encuentra hoy? —lepreguntó el médico.

K titubeó, sin saber qué debía decir,y el médico dejó de escucharlo. Lemandó respirar profundamente, y leauscultó el pecho. Lo examinó en buscade infecciones venéreas. Acabó en dosminutos. Escribió algo en la carpeta

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marrón de su escritorio.—¿Ha consultado alguna vez a un

médico sobre lo de su labio? —preguntómientras escribía.

—No —dijo K.—¿Sabe?, se le podría corregir —

dijo el médico, pero no se ofreció ahacerlo.

K volvió a la cama, y esperó con lasmanos bajo la cabeza hasta que laenfermera le trajo ropa: calzoncillos,una camisa y shorts caqui perfectamenteplanchados.

—Póngase esto —le dijo, y se fue aocuparse de otras cosas.

K se lo puso sentado en la cama. Losshorts eran demasiado grandes. Cuando

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se levantó, tuvo que sujetárselos por lacintura para que no se cayeran. Entoncesvio al policía en la puerta.

—Son demasiado grandes —le dijoa la enfermera—. ¿No puede darme miropa?

—Le darán su ropa en la recepción—le dijo.

El policía lo condujo por el pasillohasta la recepción y allí recogió unpaquete envuelto en papel de estraza. Nointercambiaron ni una palabra. Había uncoche azul en el aparcamiento. K esperóa que abrieran la puerta de atrás; elasfalto bajo sus pies descalzos estabatan caliente que tuvo que dar saltos.

Esperaba que le llevaran de vuelta a

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la comisaría, pero atravesaron la ciudady después siguieron cinco kilómetrospor una pista hasta un campamento enmedio del veld vacío. K había visto elrectángulo ocre de Jakkalsdrif desde suobservatorio en las montañas, peropensó que se trataba de un solar enconstrucción. En ningún momento sehabía imaginado que fuera uno de loscampamentos de desplazados, que lastiendas de campaña y las casetas demadera y chapa sin pintar albergarangente, que estuviera rodeado por unacerca de tres metros rematada por unaalambrada. Cuando saltó del cochesujetándose los pantalones, lo hizo bajola mirada curiosa de un centenar de

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internos, adultos y niños, en fila a amboslados de la verja de entrada.

En la entrada había una pequeñacaseta con un porche donde unassuculentas idénticas de un verdegrisáceo crecían en dos tinajas de barro.En el porche esperaba un hombrecorpulento con uniforme militar. Kreconoció la boina azul del Cuerpo deVoluntarios. El policía le saludó yentraron juntos en la caseta. Con elpaquete bajo el brazo, K tuvo queafrontar la curiosidad de la gente.Primero fijó la mirada en el infinito,después en los pies; no sabía qué caraponer.

—¿Dónde has robado esos

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pantalones? —gritó alguien.—¡En el tendedero del sargento! —

gritó otra voz, y hubo una oleada derisas.

Después, un segundo hombre delCuerpo de Voluntarios salió de la caseta.Abrió la verja del campamento ycondujo a K entre la gente atravesandola plaza central hasta llegar a una de lascasetas de madera y chapa. Dentroreinaba la oscuridad, no había ventanas.Le indicó una litera vacía.

—Desde ahora este es tu hogar —ledijo—. Es el único hogar que tienes,mantenlo limpio.

K subió y se estiró en la colchonetadesnuda de goma, a solo un brazo de

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distancia del techo de chapa. En lapenumbra, bajo un calor sofocante,esperó a que el centinela se marchara.

Pasó toda la tarde tumbado en lalitera, escuchando los sonidos de la vidade campamento. Una vez, un grupo deniños entró corriendo, persiguiéndosepor encima y por debajo de las literascon mucho ruido; al marcharse dieron unportazo. Intentó dormir pero no pudo.Tenía la garganta seca. Recordó elfrescor de la cueva en las montañas, losriachuelos que nunca dejaban de correr.Esto es como Huis Norenius, pensó:estoy de vuelta en Huis Norenius porsegunda vez, pero ahora soy muy mayorpara soportarlo. Se quitó la camisa

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caqui y los shorts, y abrió el paquete;pero la ropa, que antes solo olía a él, enpocos días se había impregnado de unolor rancio, a humedad, un olor ajeno.En calzoncillos, los brazos y las piernasextendidos sobre la colchoneta caliente,esperó a que pasara la tarde.

Alguien abrió la puerta y entró depuntillas en la habitación. K se hizo eldormido. Unos dedos le rozaron el brazodesnudo. Retrocedió ante el contacto.

—¿Te encuentras bien? —dijo unavoz de hombre.

La claridad que se colaba por lapuerta no le dejó ver su rostro.

—Estoy bien —dijo.Las palabras parecían llegar de muy

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lejos. El desconocido se marchó depuntillas. K pensó: Necesitaba másavisos, deberían haberme dicho que ibana enviarme de vuelta entre las personas.

Más tarde se puso la ropa caqui ysalió. El calor era sofocante, no corríani una brizna de viento. Dos mujeresestaban tumbadas en una manta a lasombra de una tienda. Una dormía, laotra sostenía a un niño dormido en elpecho. Esta sonrió a K; él asintió con lacabeza y continuó. Encontró la cisterna ybebió en abundancia. A la vuelta, hablóa la mujer.

—¿Puedo lavar la ropa en algúnsitio? —preguntó.

Ella le señaló el lavadero.

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—¿Tienes jabón? —dijo.—Sí —le mintió él.En el lavadero había dos lavabos y

dos duchas. Quería ducharse, pero nosalía agua del grifo de la ducha. Lavó lachaqueta blanca de Saint John, lospantalones negros, la camisa amarilla ylos calzoncillos con la goma gastada; legustó remojar y frotar, estar de pie conlos ojos cerrados y los brazossumergidos en agua fría hasta los codos.Se puso los zapatos. Más tarde, cuandofue a colgar la ropa en el tendedero, vioel letrero en la pared: CAMPAMENTO DEDESPLAZADOS DE JAKKALSDRIF / HORASDE BAÑO: HOMBRES 6.00-7.00 / MUJERES7.30-8.30 / ES OBLIGATORIO AHORRAR

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AGUA Y SER BREVE. Siguiendo la líneade la tubería de la cisterna, vio quecontinuaba por debajo de la cerca delcampamento hasta una bomba en unmontículo algo alejado.

La mujer con el bebé le paró cuandopasaba.

—Si dejas tu ropa allí —le avisó—por la mañana habrá desaparecido.

Así que recogió la ropa mojada y laextendió sobre la litera.

El sol empezaba a ocultarse; ahorahabía más gente alrededor, y niños portodas partes. Tres ancianos jugaban a lascartas en el exterior de la caseta vecina.Los observó de pie durante un rato.

Contó treinta tiendas distribuidas

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regularmente en el campamento, y sietecasetas, más el lavadero y las letrinas.Habían puesto los cimientos para unasegunda fila de casetas, y se veían lospernos oxidados brotar del hormigón.

Fue hasta la verja. En el porche dela caseta de guardia uno de los doscentinelas del Cuerpo de Voluntariosdormitaba en una hamaca, la camisaabierta hasta la cintura. K apoyó lacabeza en la alambrada, con el deseo deque el centinela se despertara. ¿Por quéme han traído aquí?, quería decirle.¿Cuánto tengo que quedarme? Pero elcentinela siguió durmiendo, y K no seatrevió a gritar.

Regresó a su caseta, y de allí fue a la

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cisterna. No sabía qué hacer. Una jovense acercó a llenar un cubo, pero sedetuvo al verle y se fue. Se retiró a lacerca trasera del campamento ycontempló el veld vacío.

En una o dos de las hogueras depiedra entre las tiendas ardía ahora elfuego; crecía el ir y venir de la gente; elcampamento revivía.

Una furgoneta azul de la policíallegó en una nube de polvo y se detuvoen la verja, seguida por un camiónabierto cargado de hombres de pie en lacaja. Todos los niños del campamentocorrieron a la verja. El centinela dejópasar la furgoneta, que se dirigiólentamente a la cuarta caseta de la fila,

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la única con chimenea. Dos mujeressalieron y abrieron la caseta; las siguióun policía con una caja de cartón. Desdela cerca trasera K apenas oyó el ruidode la radio en la furgoneta. Enseguidasalió la primera nube de humo negro dela chimenea.

Los hombres del camióndescargaban haces de leña que apilabandentro de la verja.

El policía volvió a la furgoneta, sesentó en la cabina y se peinó. Una de lasmujeres, la grandota con pantalones,salió de la caseta e hizo sonar untriángulo. Antes de que se desvanecierala última nota, ya se había formado uncorro de niños con tazones, platos o

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latas en la mano, y madres con bebés enel brazo, que empujaban la puerta. Lamujer hizo sitio y dejó entrar a los niñosde dos en dos. K se acercó y se puso enla cola. Cuando los niños salieron, vioque llevaban sopa y rebanadas de pan.

Un niño tropezó al salir y le derramóla sopa en las piernas. Con pasovacilante, como si se hubiera mojado enlos pantalones, volvió a ponerse en lacola. Algunos niños se sentaron a comeren el suelo delante de la caseta, otros sellevaron la comida a las tiendas.

K se acercó a la mujer de la puerta.—Perdone —le dijo—, ¿me puede

dar algo? No tengo plato. He salido delhospital.

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—Solo es para los niños —contestóla mujer, y miró a otro lado.

Regresó a la caseta y se puso lospantalones negros, que estaban todavíahúmedos. Tiró los shorts caqui debajode la litera.

Se dirigió al policía de la furgoneta.—¿Dónde puedo comer algo? —dijo

—. No he pedido que me trajeran aquí.¿Dónde me dan de comer ahora?

—Esto no es la cárcel —dijo elpolicía—, es un campamento, trabajaspara ganarte la vida, como todos losdemás en el campamento.

—¿Cómo voy a trabajar si estoyencerrado? ¿Dónde está el trabajo quetengo que hacer?

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—Lárgate —dijo el policía—.Pregunta a tus amigos. ¿Quién eres túpara pensar que tengo que mantenerte?

Estaba mejor en las montañas, pensóK. Estaba mejor en la granja, estabamejor en la carretera. Estaba mejor enCiudad del Cabo. Pensó en la casetaoscura y calurosa, en los desconocidosamontonados en las literas alrededor, enel aire lleno de burlas. Es como volver ala infancia, pensó: es como unapesadilla.

Ya había más hogueras encendidas, ytambién olor a comida, incluso a carneasada. La mujer con pantalones le indicóque se acercara a la cocina y le tendióun cubo de plástico.

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—Lávalo —le dijo—, y déjalo aquídentro. Cierra la puerta. ¿Sabes cómofunciona un candado?

K asintió. Había restos de sopa en elfondo del cubo. Las dos mujeressubieron con el policía a la furgoneta; alalejarse K advirtió que miraban al frentecomo si no hubiera ya nada más en elcampamento que les interesase.

Cayó la noche. Alrededor de lashogueras había grupos comiendo ycharlando; más tarde alguien empezó atocar la guitarra y algunos bailaron. K alprincipio se quedó observando en lapenumbra; después se sintió ridículo, yfue a tumbarse en su litera de la casetavacía.

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Alguien entró: se volvió al veracercarse una sombra.

—¿Quieres un cigarrillo? —dijo unavoz.

K aceptó el cigarrillo y se sentócontra la pared. A la luz de la cerilla vioa un hombre mayor que él.

—¿De dónde eres? —le dijo elhombre.

—He recorrido toda la cerca traseraesta tarde —dijo K—. Cualquiera puedesaltarla. Un niño podría saltarla sinesfuerzo. ¿Por qué se queda la genteaquí?

—Esto no es una cárcel —dijo elhombre—. ¿No has oído al policíadecirte que esto no es una cárcel? Esto

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es Jakkalsdrif. Un campamento. ¿Nosabes lo que es un campamento? Uncampamento es para la gente sin trabajo.Es para todos esos que van de granja engranja mendigando un trabajo porque notienen comida, porque no tienen untecho. Ponen a toda esa gente en uncampamento para que no tenga quemendigar más. Me preguntas por qué nome escapo. Pero ¿por qué los que notienen adonde ir querrían huir de la vidaagradable de que disfrutamos aquí? ¿Deuna cama blanda como esta, de leñagratis y de un hombre en la vega con unrifle para evitar que los ladrones entrenpor la noche a robarnos el dinero? ¿Dedónde eres, que no sabes todo esto?

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K permaneció callado. Nocomprendía a quién echaba la culpa.

—Si saltas la cerca —dijo elhombre—, has abandonado tu domicilio.Jakkalsdrif es ahora tu domicilio.Bienvenido. Si abandonas tu domicilio,te detienen por vagabundo. Sindomicilio. La primera vez te traen aJakkalsdrif. La segunda, a Brandvlei.¿Quieres ir a Brandvlei, unapenitenciaría de trabajos forzados,canteras de ladrillo y centinelas conlátigo? Si saltas la cerca y te cogen, esreincidencia, te envían a Brandvlei.Piénsalo, tú escoges. Pero ¿adóndequieres ir? —Bajó la voz—. ¿Quieresirte a las montañas?

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K no entendió lo que quería decir. Elhombre le dio una palmada en la pierna.

—Ven y únete a la fiesta —dijo—.¿Los has visto registrar a la gente en laverja? Buscan alcohol. El alcohol estáprohibido en el campamento. Así queven a echar un trago.

De esta manera K se dejó conducirhasta el grupo reunido alrededor delguitarrista. La música paró.

—Este es Michael —dijo el hombre—. Ha venido hasta Jakkalsdrif devacaciones. Vamos a darle labienvenida.

Le convencieron de que se sentara,le ofrecieron vino de una botella enpapel de estraza, y le acosaron a

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preguntas: ¿De dónde era? ¿Qué hacíaen Prince Albert? ¿Dónde le habíanrecogido? Nadie entendía por qué habíaabandonado la ciudad para venir a esterincón apartado del mundo, donde nohabía trabajo y donde habían despedidoa familias enteras de las granjas en lasque habían vivido durante generaciones.

—Traía a mi madre a vivir a PrinceAlbert —intentó explicar K—. Estabaenferma, tenía mal las piernas. Queríavivir en el campo, no le gustaba lalluvia. Donde vivíamos llovíacontinuamente. Pero se murió en elcamino, en Stellenbosch, en el hospitalde allí. Así que nunca llegó a PrinceAlbert. Había nacido aquí.

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—Pobre señora —dijo una mujer—.¿Es que no tenéis asistencia social en ElCabo? —No esperó la contestación deK—. Aquí no hay asistencia social. Estaes nuestra asistencia social. —Señaló elcampamento con el brazo.

K continuó.—Después trabajé en el ferrocarril

—dijo—. Ayudaba a despejar las víasbloqueadas. Después vine aquí.

Hubo un silencio. Ahora tengo quehablar de las cenizas, pensó K, paradecirlo todo, para así contar la historiacompleta. Pero sintió que no podía, oque no podía todavía. El hombre de laguitarra comenzó a desgranar una nuevamelodía. K notó que la atención del

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grupo se desplazaba hacia la música.—Tampoco hay asistencia social en

El Cabo —dijo—. Quitaron laasistencia social.

La tienda contigua se iluminó,alumbrada desde dentro por una vela;siluetas engrandecidas se movían entrelas paredes como sombras. Se recostó ymiró las estrellas.

—Ya llevamos aquí cinco meses —dijo una voz a su lado. Era el hombre dela caseta. Se llamaba Robert—. Mimujer, mis hijos, tres niñas y un niño, mihermana y sus hijos. Trabajaba cerca deKlaarstroom, en una granja. Llevaba allímucho tiempo, doce años. Pero depronto desapareció el mercado de la

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lana. Entonces empezaron con el sistemade cuotas, solo una cantidad establecidade lana por granjero. Después cerraronla carretera de Oudtshoorn, despuéscerraron la otra, después abrieron lasdos, después cerraron las dos parasiempre. Así que un día el granjero mellamó y me dijo: «Tengo que despedirte.Demasiadas bocas que alimentar, no melo puedo permitir». «¿Adónde voy air?», le dije. «Sabe que no hay trabajo».«Lo siento», me dijo, «no es nadapersonal contra ti, pero ya no puedopermitírmelo». Y me despidió, a mí, quetenía una familia, y se quedó con unhombre que llevaba allí poco tiempo, unhombre joven, soltero. Una sola boca

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que alimentar… podía permitírselo. Ledije: «¿Qué voy a poder permitirmeahora yo sin trabajo?». El caso es que lorecogimos todo y nos marchamos; y enla carretera, y no te miento, en la mismacarretera la policía nos recogió, él lahabía avisado, nos recogió, y esa mismanoche estábamos aquí, en Jakkalsdrif,dentro de la cerca. «Sin domicilio fijo».Y les dije: «Ayer por la noche tenía undomicilio fijo, ¿cómo saben que estanoche no lo tengo?». Y me dijeron:«¿Dónde prefieres dormir, en plenoveld, bajo un matorral, como un animal,o en un campamento en una camadecente y con agua corriente?». Y lescontesté: «¿Puedo elegir?». Me dijeron:

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«Claro que puedes elegir, y eligesJakkalsdrif. Porque no queremos tenervagabundos que nos den problemas».Pero te voy a decir la verdadera razón,te voy a decir por qué se dieron tantaprisa en recogernos. Quieren evitar quela gente desaparezca en las montañas, yvuelva de noche a cortarles las cercas yrobarles el ganado. ¿Sabes cuántoshombres hay en este campamento,hombres jóvenes? —Se inclinó hacia Ky bajó la voz—. Treinta. Tú eres eltreinta y uno. ¿Y cuántas mujeres y niñosy ancianos? Mira alrededor y cuenta túmismo. Y yo te pregunto: ¿dónde estánlos hombres que no están aquí con susfamilias?

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—Yo estuve en las montañas —ledijo K—. No vi a ninguno.

—Pero si preguntas a cualquiera deestas mujeres dónde está su compañero,te dirá: «Está trabajando, me mandadinero todos los meses», o «Se fue, meabandonó». Así que ¿quién sabe?

Se hizo un largo silencio. Unresplandor cruzó el firmamento. K loseñaló.

—Una estrella fugaz —dijo.A la mañana siguiente K salió a

trabajar. La compañía del ferrocarriltenía prioridad sobre los hombres deJakkalsdrif, seguida del Consejo delDistrito de Prince Albert, y por últimolos granjeros locales. El camión llegó

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para recogerlos a las seis y media, y alas siete y media ya estaban trabajandoal norte de Leeu-Gamka, quitando lamaleza del lecho del río y de un puentedel ferrocarril, cavando hoyos ymezclando cemento para una valla deseguridad. El trabajo era duro; a mediamañana K empezó a flaquear. Miestancia en las montañas me haconvertido en un viejo, pensó.

Robert se paró a su lado.—Antes de partirte los riñones,

amigo mío —dijo—, recuerda lo que tepagan. Te dan el salario establecido, unrand al día. A mí me dan un rand ymedio porque tengo personas a micargo. Así que no te mates. Vete a orinar

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y tómate un descanso. Acabas de salirdel hospital, no estás bien.

Más tarde, en el descanso delmediodía, ofreció a K uno de susbocadillos, y se tumbó a su lado a lasombra de un árbol.

—Con tus cinco o seis rands a lasemana —le dijo—, tienes quecomprarte la comida. En el campamentosolo se duerme. Las señoras del ACVV,las que viste ayer, vienen tres veces porsemana, pero es caridad solo para losniños. Mi mujer trabaja de empleadadoméstica en la ciudad tres medios díasa la semana. Se lleva al niño pequeñocon ella, y deja a los otros niños con mihermana. Así juntamos alrededor de

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doce rands a la semana. Con esotenemos que alimentar a nueve personas,tres adultos y seis niños. Otros estánpeor. Cuando no hay trabajo, malasuerte, nos sentamos dentro de la cerca ynos apretamos el cinturón.

»El dinero que ganas solo lo puedesgastar en un sitio, que es Prince Albert.Y cuando entras en una tienda de PrinceAlbert, de repente los precios suben.¿Por qué? Porque eres del campamento.No quieren un campamento tan cerca dela ciudad. Nunca lo han querido. Alprincipio hicieron una gran campaña encontra del campamento. Dijeron queéramos un foco de enfermedades. Queno teníamos higiene ni moral. Un nido de

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vicio, hombres y mujeres juntos. Segúndijeron, tendría que haber una valla enmedio del campamento, los hombres aun lado, las mujeres al otro, y los perrosde guardia por la noche. Lo querealmente querrían (y esta es miopinión) es que el campamento estuvierafuera de su vista, a kilómetros dedistancia en pleno Koup. Así podríamosir de puntillas en plena noche como lashadas, y hacerles su trabajo, cavarles eljardín, fregarles los cacharros, ydesaparecer por la mañana, dejandotodo limpio y ordenado.

»¿Vas a preguntarme quién está afavor del campamento? Te lo diré.Primero el ferrocarril. Al ferrocarril le

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gustaría tener un Jakkalsdrif a cadaquince kilómetros de vía. Segundo, losgranjeros. Porque de cada grupo deJakkalsdrif, un granjero saca un día detrabajo por casi nada, y al final de lajornada el camión lo recoge y se lolleva, y no tiene que preocuparse deellos ni de sus familias, si se mueren dehambre o pasan frío, el granjero no sabenada, no es su problema.

El capataz del grupo estaba sentadoen una silla plegable a una distanciasuficiente como para no oírles. K leobservó servirse café de un termo. Losdedos largos y planos no le cabían en elasa del tazón. Lo levantó dejando dosdedos en el aire, y bebió. Sus miradas se

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cruzaron por encima del borde del tazón.¿Qué verá?, pensó K. ¿Qué pensará demí? El capataz dejó el tazón, se acercóel silbato a los labios y dio un largopitido desde el asiento.

Por la tarde, mientras K arrancabalas raíces de un espino, el mismocapataz se acercó y se puso detrás de él.Al mirar por debajo del brazo, vio losdos zapatos negros y la vara de cañamoviendo distraídamente el polvo, ysintió que el antiguo temblor nervioso seapoderaba de él. Siguió arrancandoraíces, pero ya sin fuerza en los brazos.Solo cuando el capataz se retiró, empezóa recobrar el control.

Por la noche no comió de cansancio.

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Sacó fuera la colchoneta, se tumbó ymiró las estrellas aparecer una a una enel cielo de color violeta. Alguien depaso a las letrinas tropezó con él. Seprodujo cierto alboroto, y K se retiró.Tras meter la colchoneta de nuevo en lacaseta, se tumbó en la oscuridad de lalitera bajo las planchas del tejado.

El sábado les pagaron y pasó lacamioneta del abastecimiento. Eldomingo un pastor protestante fue alcampamento para celebrar un oficioreligioso, y después abrieron de par enpar la verja hasta el toque de queda. Kasistió al oficio. Se unió a los cánticosde las mujeres y los niños. El pastorinclinó la cabeza y rezó: «Oh, Señor,

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deja que la paz vuelva a nuestroscorazones, y haz que regresemos anuestros hogares sin rencor a nuestroprójimo, resueltos a convivir enfraternidad en Tu nombre, y obedecerTus mandamientos». Más tarde hablócon algunos ancianos, después se montóen el coche azul que le esperaba en laentrada y se marchó.

Ahora eran libres de ir a PrinceAlbert, de visitar a amigos, o de darsimplemente un paseo por el veld. K vioa una familia de ocho emprender ellargo camino hacia la ciudad, el padre yla madre con sobria ropa negra, lasniñas con vestido rosa y blanco ysombrero blanco, los niños con traje

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gris, corbata y zapatos negrosrelucientes. Otros les seguían: un grupode niñas riendo cogidas del brazo; elhombre de la guitarra con su hermana ycon su novia.

—¿Por qué no vamos? —le propusoa Robert.

—Deja que vayan los jóvenes siquieren —contestó Robert—. ¿Qué hayde particular en Prince Albert undomingo? Ya he ido antes, y no medivierte. Vete con ellos si quieres.Cómprate un refresco, siéntate delantedel café y ráscate las pulgas. No haynada más que hacer. Y yo digo que siestamos en la cárcel, hagamos como enla cárcel, no finjamos.

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Aun así K abandonó el campamento.Se paseó por la ribera del Jakkals hastaque perdió de vista la alambrada, lascasetas y la bomba de agua. Entonces setumbó en la arena cálida gris, la boinasobre la cara, y se durmió. Se despertósudando. Levantó la boina y entornó lamirada hacia el sol. Llenaba el cielo,imprimiendo todos los colores del arcoiris en sus pestañas. Soy como unahormiga que no sabe dónde está suhormiguero, pensó. Hundió las manos enla arena y dejó que se deslizara una yotra vez entre los dedos.

El bigote que le habían afeitado enel hospital volvía poco a poco a cubrirleel labio. Pero le era difícil relajarse con

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Roben y su familia alrededor de lahoguera, donde las miradas de los niñosse dirigían siempre hacia él. Había unniño en particular que le perseguíadonde se sentara, y le pellizcaba la cara.La madre del niño, avergonzada, se lollevaba y entonces este pataleaba ylloriqueaba para que le soltaran, hastaque K ya no sabía qué hacer o dóndemirar. Sospechaba que las niñasmayores se burlaban de él a su espalda.Nunca había sabido cómo tratar a lasmujeres. Las damas delVrouevereniging, quizá porque estabamuy delgado, quizá porque le tomabanpor tonto, le permitían limpiarregularmente el cubo de la sopa: esa era

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su comida tres veces a la semana. Ledaba la mitad de su paga a Robert, yllevaba la otra mitad en el bolsillo. Nodeseaba comprar nada; nunca iba a laciudad. Robert aún se ocupaba de él enalgunos aspectos, pero se ahorraba suscomentarios sobre el campamento.

—Nunca he visto a nadie tanadormecido como tú —le decía Robert.

—Sí —le contestaba K, sorprendidode que Robert también se diera cuenta.

El trabajo en la zona del puentehabía terminado. Estuvierondesocupados durante dos días, despuésel camión del distrito pasó a recogerlospara arreglar una carretera. K se puso enla cola de la verja con los otros

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hombres, pero en el último momentodecidió no subir al camión.

—Estoy enfermo, no puedo trabajar—le dijo al centinela.

—Como quieras, pero no te pagarán—le respondió el centinela.

Así que K sacó la colchoneta y setumbó a la sombra junto a la caseta,tapándose la cara con un brazo, mientrasla vida diaria del campamentocontinuaba a su alrededor. Estaba tanquieto que los niños más pequeñosmantuvieron primero la distancia, perodespués intentaron que se levantara, ycomo no lo consiguieron, integraron sucuerpo en el juego. Trepaban y saltabanencima de él como si fuera un trozo de

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tierra. Con la cara todavía tapada, se diomedia vuelta, y vio que podía dormitarincluso con los cuerpecillos cabalgandoen su espalda. Descubrió un placerinesperado en estos juegos. Sintió que elcontacto con los niños le daba fuerza; ledio pena que se fueran corriendo a mirara los empleados del distrito echar cal enlos agujeros de las letrinas.

K se dirigió al centinela a través dela cerca:

—¿Puedo salir?—Creía que estabas enfermo. Esta

mañana me dijiste que estabas enfermo.—No quiero trabajar. ¿Por qué tengo

que trabajar? Esto no es la cárcel.—No quieres trabajar, pero quieres

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que otros te den de comer.—No necesito comer a todas horas.

Cuando necesite comer, trabajaré.El centinela estaba sentado en la

hamaca del porche de la pequeña caseta,el rifle apoyado en la pared a su lado.Sonrió a la lejanía.

—¿Puede abrirme la verja? —preguntó K.

—La única forma de salir es con elgrupo de trabajo —le dijo el centinela.

—¿Y si salto la cerca? ¿Qué va ahacer si salto la cerca?

—Si saltas la cerca te disparo, lojuro por Dios que no me lo pienso dosveces, así que no lo intentes.

K acarició la alambrada como si

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calculara el riesgo.—Déjame que te diga algo, amigo

—dijo el centinela—, por tu propiobien, porque eres nuevo aquí. Si ahora tedejo salir, en tres días estarás de vueltaimplorando entrar. Lo sé. Tres días.Estarás en la verja con lágrimas en losojos implorándome que te deje entrar.¿Por qué quieres irte? Aquí tienes unhogar, comida, una cama. Tienes trabajo.La vida es difícil en el mundo de ahífuera, lo has visto, no necesito decírtelo.¿Para qué quieres unirte a ellos?

—No quiero estar en uncampamento, eso es todo —dijo K—.Déjeme saltar la cerca y marcharme.Haga como que no me ha visto. Nadie va

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a notar que me he ido. Ni siquiera sabecuántas personas hay aquí.

—Amigo, si saltas la cerca te pegoun tiro. No es nada personal contra ti.Solo quiero avisarte.

A la mañana siguiente, K se quedóen la cama mientras los otros hombresse iban a trabajar. Más tarde volvió a laverja. El mismo centinela estaba deguardia. Hablaron de fútbol.

—Tengo diabetes —dijo el centinela—. Por eso nunca me han enviado alnorte. Llevo tres años ocupándome de laadministración, del almacén, de lasguardias. Piensas que el campamento esduro, pero prueba a sentarte aquí docehoras al día sin más que hacer que mirar

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los espinos. Pero te digo una cosa,amigo, y es la pura verdad: el día queme destinen al norte, me largo. No mevuelven a ver el pelo. No es mi guerra.Es su guerra, que la hagan ellos.

Quería saber lo del labio de K (puracuriosidad, dijo), y K se lo contó. Élasintió.

—Eso pensé al principio. Pero luegopensé que quizá alguien te había rajado.

En la garita tenía una neverapequeña de parafina. Sacó el almuerzo,pollo frío y pan, y lo compartió con K,pasándole la comida a través de la telametálica.

—Vivimos bastante bien —dijo—,si tenemos en cuenta que hay una guerra.

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—Sonrió con malicia.Habló de las mujeres del

campamento, de las visitas que él y sucompañero recibían por la noche.

—Están hambrientas de sexo —dijo.Después bostezó y volvió a la

hamaca.Por la mañana, Robert despertó a K

de un empujón.—Vístete, tienes que trabajar —le

dijo Robert. K le apartó el brazo—.Vamos —le dijo Robert—, hoy nosnecesitan a todos, no quieren disculpasni excusas, tienes que venir.

Diez minutos después, K estaba alotro lado de la verja en el viento heladodel amanecer, esperando al camión

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mientras les contaban. Los condujeronpor las calles de Prince Albert endirección a Klaarstroom; tomaron elcamino de una granja, pasaron por unagran hacienda sombreada, y pararonjunto a un campo exuberante de alfalfa,donde dos reservistas les esperaban conbrazaletes y rifles. Cuando se bajarondel camión, un empleado de la granja lesentregó hoces sin hablarles ni mirarles.Apareció un hombre alto con unospantalones caqui recién planchados.Levantó una hoz.

—Todos sabéis usar una hoz —gritó—. Tenéis que cortar casi dos hectáreas.Así que ¡manos a la obra!

En fila, a tres pasos uno de otro, los

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hombres empezaron a abrirse camino enel campo: se agachaban, juntaban,cortaban, y avanzaban medio paso, a unritmo que hizo a K sudar y marearse.

—¡Cortad al máximo, cortad almáximo! —bramó una voz justo detrásde él.

K se volvió y miró al granjero decaqui; podía oler su desodoranteempalagoso.

—Tú, monigote, ¿dónde te hascriado? —le gritó el granjero—. ¡Cortapor abajo, corta al máximo!

Le arrebató la hoz, lo apartó de unempujón, juntó la siguiente mata dealfalfa y la cortó de raíz, al máximo.

—¿Ves? —vociferó. K asintió con la

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cabeza—. ¡Entonces hazlo, hombre,hazlo! —le gritó.

K se agachó y cortó la siguiente mataa ras de tierra.

—¿De dónde sacan esta basura? —Oyó que le decía el granjero a uno delos reservistas—. ¡Está medio muerto!¡Pronto van a desenterrar cadáverespara nosotros!

—¡No puedo más! —le dijo entrejadeos a Robert durante el primerdescanso—. Tengo la espalda rota, cadavez que me incorporo todo me davueltas.

—Ve más despacio —le dijo Robert—. No pueden obligarte a hacer lo queno puedes.

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K miró la franja irregular que habíacortado.

—¿Quieres saber quién es ese? —murmuró Robert—. Ese tipo es elcuñado del capitán de la policía,Oosthuizen. Se le rompe la máquina yentonces, ¿qué hace? Coge el teléfono,llama a la comisaría, y a primera horade la mañana tiene treinta pares demanos que le cortan la alfalfa. Asífunciona esto aquí, es el sistema.

Terminaron de cortar el terreno casien la oscuridad, dejando el embalajepara el día siguiente. K se tambaleabade agotamiento. Sentado en el camión,cerró los ojos y sintió como si seprecipitara en un espacio vacío e

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interminable. Ya en la caseta, cayó en unprofundo sueño de muerto. Después, enplena noche, le despertaron loslloriqueos de un bebé. Oyó murmullosde fastidio a su alrededor; todosparecían estar despiertos. Durante loque parecieron horas, escucharonacostados cómo el pequeño, en algunade las tiendas, pasaba por fases delloriqueo, llanto y gritos que le dejabansin aliento. Anhelando dormir, K sintióque la cólera le invadía. Tumbado conlos puños cerrados sobre el pecho,deseó la muerte del niño.

En la caja del camión, entre elzumbido del aire, K mencionó el llantode la noche.

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—¿Quieres saber cómo acallaronpor fin al niño? —le dijo Robert—. Conbrandy. Brandy y aspirina. Es la únicamedicina. No hay médico en elcampamento, ni enfermera. —Hizo unapausa—. Déjame que te cuente lo quepasó cuando abrieron el campamento,cuando abrieron el nuevo hogar quehabían construido para los indigentes,para los ocupantes de tierras deBoontjieskraal y Onderdorp, para losmendigos, los parados, los vagabundosque duermen en las montañas, losexpulsados de las granjas. En menos deun mes después de abrir la verja, todosestaban enfermos. Disentería, luegosarampión, después gripe, una detrás de

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otra. Porque estaban encerrados comoanimales enjaulas. Vino la enfermera deldistrito, ¿y sabes lo que hizo? Pregunta acualquiera de los que estaban, te lo dirá.Se puso en medio del campamentodonde todos la podían ver, y lloró.Miraba a los niños raquíticos sin saberqué hacer, y se quedó allí llorando. Unamujer grande y fuerte. Una enfermera deldistrito.

»Pero se llevaron un buen susto —continuó Robert—. Después de esto,empezaron a echar cápsulas en el agua,cavar letrinas, fumigar los insectos ytraer cubos de sopa. Pero ¿crees que lohacen porque nos quieren? Ni hablar.Prefieren que vivamos porque tenemos

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un aspecto horrible cuando nos ponemosenfermos y morimos. Pero siadelgazáramos, nos convirtiéramos enpapel, después en ceniza y nos llevara elviento, no darían ni un céntimo pornosotros. No quieren tener problemas.Quieren irse a la cama con la concienciatranquila.

—No sé —dijo K—. No sé.—No ves el fondo —le dijo Robert

—. Mira bien en sus corazones y loverás.

K se encogió de hombros.—Eres un bebé —le dijo Robert—.

Has estado dormido toda tu vida. Ya eshora de que despiertes. ¿Por qué creesque os dan a ti y a los niños su caridad?

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Porque piensan que sois inofensivos, notenéis los ojos abiertos, no veis laverdad que os rodea.

Dos días después murió el niño quehabía llorado durante la noche. Puestoque era una norma estricta de las altasinstancias que en ningún caso seestableciera un cementerio dentro ocerca de ningún campamento de algúntipo, lo enterraron en la parte posteriordel cementerio de la ciudad. La madre,una chica de dieciocho años, volvió delentierro y no quiso comer. No lloró,simplemente permaneció sentada al ladode su tienda, la mirada perdida endirección a Prince Albert. No escuchó alos amigos que acudieron a consolarla;

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cuando la acariciaron, les apartó lasmanos. Michael K se pasó horasmirándola, apoyado en la cerca dondeno lo pudiera ver. ¿Es esta mieducación?, se preguntó. ¿Estoy por finaprendiendo algo de la vida aquí, en uncampamento? Le pareció que la vida serepresentaba ante él en escenasdiferentes, y que todas estaban unidasentre sí. Tuvo el presentimiento de quetodas convergían, o amenazabanconverger en un significado único,aunque todavía no sabía cuál podía ser.

La chica guardó vigilia una noche yun día, retirándose después al interior dela tienda. Dijeron que seguía sin llorar, ytambién sin comer. Lo primero que K

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pensaba cada mañana era: ¿La veré hoy?Era baja y gorda; nadie sabía a cienciacierta quién había sido el padre delniño, aunque se rumoreó que estaba enlas montañas. K no sabía si al fin sehabía enamorado. Al cabo de tres días,la chica reapareció y reanudó su vida.Viéndola entre otras personas, K noadvirtió ninguna señal que la hicieradiferente al resto. Nunca habló con ella.

Una noche de diciembre loshabitantes del campamento, alarmadospor gritos excitados, saltaron de la camay vieron en el horizonte, en dirección aPrince Albert, una flor naranja inmensay bella abriéndose frente a la oscuridaddel cielo. Hubo exclamaciones y

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silbidos de asombro.—¿Qué os apostáis a que es la

comisaría de policía? —gritó alguien.Se quedaron mirando durante una

hora, mientras el fuego subía como unafuente que brota para luego consumirse.Hubo momentos en los que estuvieronseguros de oír voces, gritos y el fragorde las llamas a través de kilómetros develd vacío. Poco a poco la florenrojeció para luego apagarse, la fuenteperdió su fuerza, hasta que sin nada másque ver que un brillo ahumado en ladistancia, algunos niños dormidos enbrazos y otros frotándose los ojos desueño, llegó el momento de volver a lacama.

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La policía llegó al amanecer. En unpelotón compuesto de veinte policíasregulares y jóvenes reservistas, conperros, rifles, y un oficial que desde eltecho de una furgoneta gritaba lasórdenes por megáfono, bajaron por lasfilas de tiendas arrancando los ganchos,desmontando las tiendas, golpeando lassiluetas que se movían entre lospliegues. Irrumpieron en las casetas ygolpearon a los que dormían.Acorralaron a un muchacho que leshabía esquivado y había corrido a unrincón detrás de las letrinas, y loapalearon hasta dejarlo inconsciente; unperro derribó a un niño, al querescataron gritando de terror, la cabeza

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lacerada y sangrando. Juntaron ahombres, mujeres y niños mediodesnudos, algunos gimoteando, otrosrezando, y el resto mudos de miedo, enel espacio común delante de las casetasy les ordenaron sentarse. Desde allí,bajo la mirada de los perros y de loshombres apuntándoles con rifles,observaron al resto del pelotón moversecomo un enjambre de langostas por lasfilas de tiendas, desmantelándolas,lanzando fuera todo lo que contenían,vaciando maletas y cajas, hasta que ellugar pareció un vertedero de basura,ropa, sábanas, comida, cacharros decocina, loza y artículos de aseodesperdigados por todos lados; después

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irrumpieron en las casetas y tambiénsembraron allí el caos.

Durante todo el rato, K permaneciósentado con la boina calada hasta lasorejas para resguardarse del viento delamanecer. La mujer a su lado sostenía unniño llorando con el trasero al aire, ydos niñas pequeñas, una a cada lado,que se agarraban con fuerza a ella.

—Ven y siéntate aquí conmigo —lesusurró K a la niña más pequeña.

Sin dejar de mirar la destrucción quese abatía sobre ellos, saltó por encimade las piernas de K y se quedó dentrodel círculo protector de sus brazoschupándose el dedo gordo. Su hermanase unió a ella. Las dos se quedaron de

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pie muy juntas; K cerró los ojos; el niñosiguió pataleando y gimoteando.

Les hicieron ponerse en fila en laverja de entrada y salir de uno en uno.Les obligaron a dejar todo lo que tenían,incluso las mantas que algunos llevabanencima de la ropa de dormir. Un policíacon un perro le arrancó el transistor delas manos a una mujer delante de K: lotiró al suelo y lo pisoteó.

—Nada de radios —explicó.Fuera de la verja juntaron a los

hombres a la izquierda, las mujeres y losniños a la derecha. Cerraron la verja yel campamento se quedó vacío. Entoncesel capitán, el hombre rubio y fuerte quehabía gritado las órdenes, condujo a los

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dos centinelas del Cuerpo de Voluntariosfrente a los hombres en fila junto a lacerca. Los centinelas estabandesarmados y desaliñados: K sepreguntó lo que habría pasado en lacaseta.

—Ahora decidnos quién falta —dijoel capitán.

Faltaban tres, tres hombres quedormían en una de las otras casetas, conlos que K nunca había hablado.

El capitán gritaba a los centinelasque se habían cuadrado delante de él. Kpensó primero que gritaba porque estabaacostumbrado al megáfono; pero se hizoevidente enseguida la rabia contenida ensus gritos.

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—¡Mira lo que guardamos aquí, ennuestro patio! —gritó—. ¡Un nido decriminales! ¡Criminales, saboteadores yholgazanes! ¡Y vosotros! ¡Los dos!¡Coméis, dormís, engordáis, y de un díapara otro no sabéis dónde están los quesupuestamente vigiláis! ¿Qué creéis quehacéis aquí, dirigir un campamento deverano? ¡Esto es un campamento detrabajo, idiotas! ¡Es un campamento paraenseñar a trabajar a los vagos!¡Trabajar! ¡Y si no trabajan, cerramosel campamento! ¡Lo cerramos yexpulsamos a todos estos vagabundos!¡Largaos y no volváis! ¡Habéis tenidovuestra oportunidad! —Se volvió algrupo de hombres—. ¡Sí, vosotros,

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bastardos desagradecidos, vosotros,estoy hablando de vosotros! —gritó—.¡No agradecéis nada! ¿Quién construyecasas para vosotros cuando no tenéisdonde vivir? ¿Quién os da tiendas ymantas cuando estáis muertos de frío?¿Quién os atiende, quién os cuida, quiénviene todos los días a daros de comer?¿Y cómo nos pagáis? ¡Está bien, desdeahora os podéis morir de hambre!

Respiró profundamente. El solsurgió a su espalda como una bola defuego.

—¿Me estáis oyendo? —gritó—.¡Quiero que todos me oigan! ¡Si queréisguerra, tendréis guerra! ¡Voy a dejar amis hombres de guardia aquí! ¡A la

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mierda el ejército! ¡Voy a dejar a mishombres de guardia, voy a cerrar laverja, y si mis hombres ven a cualquierade vosotros, hombre, mujer o niño, fuerade la cerca, tienen orden de disparar sinpreguntar antes! Nadie va a salir delcampamento si no es a trabajar. Nada devisitas, nada de salidas, nada deexcursiones. Pasaremos lista por lamañana y por la noche, y todos estaréispresentes para contestar. Ya hemos sidoamables con vosotros mucho tiempo.

»¡Y voy a encerrar a estos macacoscon vosotros! —Levantó un brazo yseñaló con gesto teatral a los doscentinelas todavía en posición de firmes—. ¡Los voy a dejar dentro para

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enseñarles quién manda aquí! ¡Vosotros!¿Creéis que no os vigilaba a los dos,que no sé la buena vida que os pegáis,que no sé de vuestros jueguecitos conlas chicas cuando deberíais estar deguardia?

Este pensamiento pareció exaltarleaún más porque de repente giró y semetió en la caseta, y reapareció unmomento después en la puerta llevandola pequeña nevera esmaltada apretadacontra el estómago. Su rostro enrojeciópor el esfuerzo; su gorra se cayó al rozarel dintel. Dio unos pasos hasta el finaldel porche, levantó la nevera cuantopudo y la tiró. Cayó al suelo dando ungolpe seco; la parafina del motor

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empezó a rezumar.—¿Lo veis? —dijo jadeante.Colocó la nevera de lado. La puerta

se abrió y expulsó con un traqueteo unabotella de litro de gaseosa, un bote demargarina, una ristra de salchichas,peras y cebollas sueltas, una botella deplástico con agua y cinco botellas decerveza.

—¡Ya lo veis! —volvió a decir entrejadeos, mirándoles con furia.

Esperaron toda la mañana sentadosal sol, mientras dos policías jóvenes yun ayudante con una camiseta azul queponía estado de san José por delante ypor detrás registraban la basura conlentitud oficiosa. En las casetas

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encontraron botellas de vino quevaciaron en la tierra. Tiraron a unmontón todas las armas que encontraron;un kierie, una barra de hierro, un trozode tubería, un par de tijeras de esquilar,varias navajas. Al mediodía dieron porterminado el registro. La policía hizoentrar de nuevo a los internos, cerró laverja y desapareció poco después,dejando atrás a dos de los suyos, quepasaron la tarde sentados bajo el toldoobservando a la gente de Jakkalsdrifbuscar en el revoltijo sus pertenencias.

Por uno de los centinelas nuevos seenteraron más tarde del motivo quehabía desatado la ira de Oosthuizensobre ellos. En plena noche se produjo

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una fuerte explosión en el taller desoldaduras de High Street, seguida de unfuego incontrolable que se extendió aledificio vecino, y desde allí al museo dehistoria de la ciudad. El museo, detejado de paja y techos y suelos demadera, había ardido por completo enuna hora, aunque se rescataron algunosinstrumentos de labranza antiguosexpuestos en el patio. La policíaencontró pruebas de allanamientocuando registró a la luz de las antorchasentre los escombros humeantes deltaller; y cuando uno de los conductoresrecordó que al atardecer del día anteriorhabía parado a tres desconocidos en dosbicicletas cerca del desvío de

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Jakkalsdrif (les avisó de que estaban apunto de saltarse el toque de queda;alegaron que volvían a toda velocidad aOnderdorp, donde vivían; y no volvió apensar en ellos), parecía evidente quegente del campamento estaba implicadaen el incendio premeditado contra laciudad.

A K le costó poco esfuerzo reunirsus escasas pertenencias; pero otroshombres de las casetas, que teníanbaúles o maletas, deambularondesanimados por la basura buscando loque era suyo. Hubo una pelea por unsimple peine de plástico. K se alejó.

Aunque era miércoles, las señorasde la sopa no llegaron. Una delegación

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de mujeres fue a la entrada a pedirpermiso para usar el hornillo delcampamento; pero los centinelas dijeronno tener la llave. Alguien, quizá un niño,lanzó una piedra contra la ventana de lacocina.

Tampoco al día siguiente llegó elcamión a recoger al grupo de trabajo. Amedia mañana dos hombres nuevosreemplazaron a los policías.

—Quieren matarnos de hambre —dijo Robert en voz alta para que otros looyeran—. Ese fuego es la excusa quebuscaban. Ahora van a hacer lo quesiempre han querido, encerrarnos ydejarnos morir.

Apoyado en la cerca mirando el

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veld, K meditó las palabras de Robert.Ya no le parecía tan raro pensar que elcampamento era un lugar donde sedepositaba a la gente para olvidarla. Yano le parecía una casualidad que elcampamento estuviera lejos de la miradade la ciudad, en una carretera que noconducía a ninguna otra parte. Perotodavía no podía creer que los dosjóvenes de guardia se sentarandespreocupados en el porche de lacaseta, bostezando, fumando, entrandode vez en cuando a descansar, mientrasla gente moría delante de ellos. Laspersonas cuando mueren dejan un cuerpoatrás. Incluso las personas que muerende hambre dejan un cuerpo. Los cuerpos

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muertos pueden ser tan ofensivos comolos cuerpos vivos, si es que es ciertoque un cuerpo vivo es ofensivo. Si deverdad quisieran librarse de nosotros,pensó (con curiosidad observó esta ideaabrirse paso en su mente como unaplanta que crece), si de verdad quisieranolvidarse de nosotros para siempre,tendrían que darnos picos y palas yhacernos cavar; luego, cuandoestuviéramos agotados de cavar,después de haber abierto un hoyoprofundo en medio del campamento,tendrían que obligarnos a entrar en él ytumbarnos; y cuando todos nosotrosestuviéramos tumbados allí, tendrían quedestruir las casetas y las tiendas,

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derribar la cerca y echarnos encima lascasetas, la cerca y las tiendas junto acualquier otro vestigio nuestro, ytendrían que cubrirnos de tierra ydespués apelmazarla. Quizá entoncesempezaran a olvidarse de nosotros. Pero¿quién podría cavar un hoyo tan grande?Seguro que no treinta hombres ennuestro estado actual, ni siquiera con laayuda de las mujeres, los niños y losviejos, con nada más que picos y palas,en este veld duro como la piedra.

Era más propio de Robert que de él,tal y como se conocía a sí mismo, pensarasí. ¿Debería admitir que el pensamientoera de Robert y que solo se albergaba enél, o podría decir que el germen era de

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Robert pero que el pensamiento habíacrecido en él, y por lo tanto ahora erasuyo? No lo sabía.

El lunes por la mañana llegó comode costumbre el camión del Consejo delDistrito para llevarlos al trabajo. Antesde subir, los centinelas verificaron susnombres en una lista; por lo demás nadapareció haber cambiado. Les dejaron endiferentes granjas del distrito deacuerdo a una hoja que llevaba elconductor. K se encontró reparandocercas con otros dos camaradas. Eltrabajo era lento porque no utilizabanalambre nuevo sino trozos de alambreusado, que al unirlos se enroscaban endirecciones opuestas. A K le gustó la

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lentitud y la monotonía de este trabajo.Llegando por la mañana y volviendo porla noche, pasaron una semana en lamisma granja; algún día no repararonmás de algunos centenares de metros decerca. Una vez el propietario llamó a K,le dio un cigarrillo y le felicitó.

—Sabes manejar el alambre —ledijo—. Deberías dedicarte a construircercas. Pase lo que pase, siempre seránnecesarios buenos especialistas en estepaís. Cuando se cría ganado, senecesitan cercas; es así de simple.

A él también le gustaba el alambre,siguió diciendo. Le daba pena tener queutilizar restos, pero no le quedaba otroremedio. Al final de la semana pagó a

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los tres hombres el jornal establecido,pero además les dio bolsas de fruta ymaíz verde, y ropa usada. Había unjersey viejo para K, y para los otros uncartón de cosas usadas para las mujeresy los niños. De vuelta en el camión, unode los compañeros de K encontróhusmeando en la caja una braga de tallamuy grande de algodón. La sostuvo adistancia con la punta de los dedos,frunció el ceño y la dejó caer. El vientola arrastró llevándosela en un remolino.Luego volcó el resto de la caja.

Esa noche había alcohol en elcampamento y empezó una pelea.Cuando K volvió a mirar, uno de loshombres del Cuerpo de Voluntarios, el

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que dijo tener diabetes, estaba de piecerca de la hoguera apretándose elmuslo y pidiendo ayuda. Las manos lebrillaban de sangre, la pernera delpantalón estaba mojada.

—¿Qué va a ser de mí? —gritaba sinparar.

Se veía rezumar la sangre hasta porlos dedos, espesa como el aceite. Lagente acudió a mirar de todos lados.

K corrió a la verja, donde los dospolicías miraban en dirección al lugardel alboroto.

—Han apuñalado a ese hombre —balbuceó K—. Está sangrando, tienenque llevarle al hospital.

Los guardias intercambiaron una

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mirada.—Tráelo —dijo uno—, después ya

veremos.K volvió corriendo. El herido estaba

sentado con los pantalones en lostobillos, hablando sin parar, apretándoseel muslo del que seguía brotando sangre.

—¡Tenemos que llevarle a laentrada! —gritó K. Era la primera vezque levantaba la voz en el campamento yla gente lo miró con curiosidad—.¡Llevadlo a la entrada, después lollevarán al hospital!

El hombre asintió con energía desdeel suelo.

—¡Llevadme al hospital, miradcómo sangro! —gritó.

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Su compañero, el otro hombre delCuerpo de Voluntarios, se abrió pasohasta él con una toalla con la que intentóvendar la herida. Alguien tocó a K; erauno de otra caseta.

—Déjalos, deja que se cuiden entreellos —le dijo.

El grupo empezó a disolverse.Pronto no quedaron más que algunosniños y K, que observó al hombre másjoven vendar el muslo del mayor a la luzvacilante.

K nunca supo quién había apuñaladoal centinela, ni si se recuperó, porqueesa fue su última noche en elcampamento. Mientras todos se iban a lacama, K envolvió en silencio sus

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pertenencias en el abrigo negro, sedeslizó fuera y se sentó detrás de lacisterna, donde esperó a que las últimasbrasas se enfriaran, a que no se oyeranada más que el viento del veld. Esperóuna hora más, temblando por estarsentado inmóvil tanto tiempo. Despuésse quitó los zapatos, se los colgó delcuello, se acercó de puntillas a la cercadetrás de las letrinas, tiró el bulto alotro lado y subió. Hubo un momento, acaballo en la cerca, el pantalónenganchado al alambre, en el que era unblanco fácil frente al cielo azulmetálico; después se desenganchó,marchándose de puntillas por un terrenoque curiosamente era idéntico al del otro

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lado de la cerca.Caminó toda la noche sin sentir

fatiga, temblando a ratos de emociónante la idea de ser libre. Cuando empezóa amanecer, dejó la carretera y continuópor el campo. No vio a ningún serhumano, aunque más de una vez lesobresaltó el ruido de los antílopes quesalían de sus escondites y corrían hacialas colinas. La hierba seca y blancaondeaba al viento, el cielo era azul, sucuerpo rebosaba energía. Caminando engrandes círculos, rodeó una primeragranja, después otra. El paisaje estabatan desierto que a veces era fácil pensarque su pie era el primero en pisar uncentímetro concreto de tierra, o en

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mover un guijarro en particular. Perocada dos o tres kilómetros había unacerca que le recordaba que era unintruso además de un fugitivo. Cuando secolaba entre las cercas, sentía el placerdel artesano ante un alambre tan tensoque zumbaba al pulsarlo. A pesar detodo, no se imaginaba pasándose la vidaclavando estacas en el suelo, levantandocercas, dividiendo la tierra. No se veíacomo un cuerpo pesado que va dejandoun rastro, sino como algo parecido a unapartícula liviana sobre la superficie deuna tierra demasiado dormida comopara notar el rasguño de las patas de lashormigas, el mordisqueo de lasmariposas, el revoloteo del polvo.

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Subió la última cuesta, el corazónlatiéndole más deprisa. Cuando llegó ala cima, la casa apareció a sus pies,primero el tejado y el gablete derruido,después los muros encalados, todo comoestaba antes. Seguramente, pensó,seguramente he sobrevivido al último delos Visagie; seguramente cada día que hepasado alimentándome del aire de lasmontañas o prisionero del tiempo en elcampamento ha sido igualmente largo desoportar para ese joven, ya seacomiendo o muriéndose de hambre,dormido o despierto en su escondite.

La puerta trasera no estaba cerradacon llave. Cuando abrió el pañosuperior de un empujón, algo le saltó

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casi a la cara, despareciendo por unaesquina: era un gato, un gato enorme conel pelo moteado de negro y rojizo. Nohabía visto nunca antes un gato en lagranja.

La casa olía a calor y polvo, perotambién a grasa rancia y cuero sin curtir.El olor creció cuando se acercaba a lacocina. Titubeó ante la puerta. Todavíaestoy a tiempo, pensó, estoy a tiempo deborrar mis huellas y salir de puntillas.Porque si he vuelto, no ha sido paravivir como han vivido los Visagie,dormir donde han dormido, sentarme ensu porche a mirar sus tierras. No meimporta si esta casa debe permanecerabandonada para albergar los espíritus

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de todas las generaciones de losVisagie. No he vuelto por la casa.

La cocina, iluminada por un rayo desol que entraba por el agujero deltejado, estaba vacía; el olor venía de ladespensa, donde, atisbando en lapenumbra, K distinguió un flanco deoveja o cabra colgado de un gancho.Alrededor de la carcasa, en la que noquedaban más que huesos unidos por unpellejo apergaminado y gris,revoloteaban todavía moscones verdes.

Salió de la cocina y miró por toda lacasa buscando en la penumbra algúnrastro del joven Visagie, o alguna pistade su escondite. No encontró nada. Elsuelo estaba cubierto de una capa de

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polvo reciente. La puerta del desvánestaba cerrada por fuera con uncandado. Los muebles estaban dondesiempre habían estado, no había ningunaseñal reveladora. De pie en medio delcomedor, contuvo la respiracióndispuesto a percibir el menor ruido dearriba o abajo; pero el corazón delnieto, si es que había un nieto y estabaaún vivo, latía al mismo compás que elsuyo.

Salió a la luz del sol y tomó por elveld el sendero hasta la balsa y el pradodonde anteriormente había esparcido lascenizas de su madre. Reconoció cadapiedra, cada matorral del camino. Sesintió más cómodo cerca de la balsa de

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lo que se había sentido antes en la casa.Se tumbó y descansó con el abrigo negroenrollado bajo la cabeza, mirando elcielo girar arriba. Quiero vivir aquí,pensó: quiero vivir aquí siempre, dondehan vivido mi madre y mi abuela. Es asíde fácil. Qué pena que para vivir enestos tiempos uno tenga que estardispuesto a vivir como una bestia. Quienquiera vivir, no puede vivir en una casacon luz en las ventanas. Tiene que viviren un agujero y esconderse durante eldía. Uno tiene que vivir sin dejar huellade su vida. A eso hemos llegado.

La balsa estaba seca, la hierba a sualrededor, antes verde, estaba quebrada,blanca, muerta. No había ni rastro de las

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calabazas ni del maíz que habíasembrado. Las hierbas del veld sehabían adueñado del bancal y crecíancon fuerza.

Soltó el freno de la bomba. La ruedachirrió, osciló, vibró y empezó a girar.El pistón subió y bajó. El agua brotóprimero en gotas cobrizas, despuésclaras. Todo era como antes, como lohabía recordado en las montañas.Mantuvo la mano en la corriente y sintiósu fuerza golpearle los dedos; se metióen la balsa, se puso bajo el chorro y,levantando la cabeza como una flor,bebió y se dejó bañar; su deseo de estaagua era insaciable.

Durmió al aire libre y se despertó de

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un sueño en el que el joven Visagie,hecho un ovillo bajo la tarima en laoscuridad, cubierto de arañas y con elpeso enorme del armario aplastándole lacabeza, emitía palabras, súplicas,órdenes o lamentos, no estaba seguro,que no podía oír ni comprender. Seincorporó tenso y agotado. ¡No quieroque me robe mi primer día!, se lamentó.¡No he vuelto para hacer de niñera! ¡Hacuidado de sí mismo todos estos meses,deja que siga haciéndolo unos mesesmás! Envuelto en el abrigo negro, apretóla mandíbula y esperó el amanecer,impaciente por abandonarse a losplaceres que se había prometido, elcavar y sembrar, así como por terminar

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con el asunto de construirse un techo.Durante toda la mañana recorrió el

veld, buscando los barrancos pocoprofundos en la falda de las colinas y lasfallas de roca escarpada. A trescientosmetros de la balsa, dos colinas bajascomo dos pechos redondos se inclinabanuna hacia la otra. En el punto deencuentro, los lados formaban una zanjainclinada profunda hasta la cintura y detres o cuatro metros de largo. El lechode la zanja tenía una fina gravilla azuloscura; los lados eran de la mismagravilla. Este fue el lugar donde K seinstaló. Cogió las herramientas, una palay un cincel, del cobertizo de la casa.Quitó una plancha de chapa de metro y

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medio del tejado de un redil. Le costómucho trabajo rescatar tres estacas de lamaraña de cerca rota detrás de losfrutales secos. Llevó todo esto a la balsay se puso a trabajar.

Lo primero fue vaciar los lados dela zanja para que el suelo fuera másancho que el techo, apelmazando luegoel lecho de gravilla. Tapó el lado másestrecho con un montón de piedras.Después colocó las tres estacas en lazanja, y sobre ellas puso la plancha dechapa, sosteniéndola con piedras planas.Ahora tenía una cueva o madriguera deun metro y medio de profundidad. Sinembargo, al retirarse hacia la balsa paraexaminarla, vio inmediatamente el

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agujero negro de la entrada. Así que sepasó el resto de la tarde pensando en lamanera de disimularlo. Cuandooscureció, se dio cuenta con sorpresaque era el segundo día que pasaba sincomer.

A la mañana siguiente, llevó bolsasllenas de arena de río para esparcirlapor el suelo. Sacó piedras planas de losestratos de la colina para construir elmuro frontal, y dejó únicamente unaabertura irregular para deslizarsedentro. Hizo una pasta de mortero yhierbas secas con la que rellenó lasgrietas del techo y los muros. Esparciógravilla sobre el tejado. Durante todo eldía no comió ni sintió necesidad de

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comer; pero notó que trabajaba másdespacio, y que había ratos en los queestaba de pie o de rodillas delante deltrabajo con la mente en otra parte.

Cuando rellenaba y alisaba conbarro las grietas, pensó que la próximalluvia torrencial arrastraría todo suesmerado trabajo de mortero; sin dudala lluvia inundaría el barranco y entraríaen la casa. Tenía que haber puesto unlecho de piedras bajo la arena, pensó; ytenía que haber abierto un canalón. Perodespués pensó: No construyo una casaaquí, junto a la balsa, para transmitirla aotras generaciones. Lo que hago debeser descuidado, improvisado, un cobijoque pueda abandonar sin dolor. Así, si

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algún día encuentran este lugar o susruinas, y comentan con desaprobación«¡Qué seres tan descuidados, qué pocose esmeraban en su trabajo!», no tendráimportancia.

En el cobertizo quedaba un últimopuñado de semillas de calabaza y melón.Al cuarto día de su regreso, K comenzóa sembrarlas, limpiando para cadasemilla un trozo de tierra en el mar dehierba del veld que ondeaba sobre elcementerio de la cosecha anterior. Ya nose atrevió a regar la totalidad del prado,porque el verdor de la hierba fresca ledelataría. Así pues, regó las semillasuna a una, llevando el agua de la balsaen una lata vieja de pintura. Después de

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este trabajo, ya no le quedaba más quehacer que esperar a que las semillasgerminaran, si se daba el caso. Tumbadoen su madriguera, pensaba en estospobres segundos hijos suyos, quecomenzaban a esforzarse por crecer enla tierra oscura hacia el sol. Solo teníael remordimiento de no haberlos tratadobien por haberlos sembrado en losúltimos días del verano.

Mientras cuidaba y observaba lassemillas, y esperaba que la tierra dierasus frutos, su necesidad de alimentarsedisminuyó cada vez más. El hambre erauna sensación que ya no tenía y apenasrecordaba. Si comía aquello queencontraba, era porque todavía no había

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dejado de creer que los cuerpos que nocomen mueren. Le era indiferente lo quecomía. No sabía a nada, o sabía a polvo.

Cuando los alimentos broten de estatierra, se dijo, recuperaré el apetitoporque tendrán sabor.

Después de las penalidades en lasmontañas y en el campamento, su cuerpono era más que hueso y músculo. Laropa, hecha ya jirones, le colgabainforme. Pero cuando caminaba por elprado, sentía una alegría profunda por suestado físico. Su paso era tan ligero queapenas tocaba la tierra. Parecía posiblevolar; parecía posible ser cuerpo yespíritu a la vez.

Volvió a comer insectos. Ya que el

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tiempo se derramaba sobre él como unacorriente infinita, podía pasar mañanasenteras tumbado boca abajo sobre unnido de hormigas, sacando las larvas deuna en una con el tallo de una hierba yllevándoselas a la boca. O rascaba lacorteza de los árboles muertos en buscade larvas de escarabajo; o derribabasaltamontes en el aire con la chaqueta,les arrancaba la cabeza, las patas y lasalas, y machacaba el cuerpo hasta teneruna pasta que dejaba secar al sol.

También comía raíces. No temíaenvenenarse, pues parecía conocer ladiferencia entre el amargor benigno ymaligno, como si hubiera sido antes unanimal y el conocimiento de las plantas

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buenas y malas siguiera vivo en su alma.Su refugio estaba a menos de dos

kilómetros de la pista que cruzaba lagranja y luego giraba para unirse denuevo a la carretera secundaria quellegaba hasta las cuencas más lejanasdel Moordenaarsvallei. Aunque la pistase usaba poco, había razones para sercauteloso. Varias veces, cuando oyó elronroneo lejano de un motor, K tuvo quecorrer a esconderse. Una vez, mientraspaseaba tranquilamente por el río, mirópor casualidad hacia arriba y vio pasarmuy cerca un carro con un burro,llevado por un anciano con alguien más,una mujer o un niño, a su lado. ¿Lehabrían visto? Temeroso de moverse y

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llamar la atención, se quedó clavado ensu sitio a la vista de cualquiera quemirara, y observó la marcha lenta delcarro por la pista hasta que desapareciópor la siguiente colina.

Esta vigilancia incesante era tanmolesta como el ahorro de agua. Lasaspas de la bomba no debían ser vistasnunca en movimiento, la balsa debíaparecer siempre vacía; por esoúnicamente a la luz de la luna, o conmiedo al anochecer, se atrevía a soltarel freno, bombear algunos centímetros yllevar el agua a sus plantas.

Una o dos veces descubrió huellasde antílope en el suelo húmedo, pero nole dio importancia. Después, una noche

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le despertaron los resoplidos y elchacoloteo de pezuñas. Salió a gatas dela casa, oliéndolas antes de verlas: eranlas cabras que creyó desaparecidas parasiempre al secarse la balsa.Tambaleándose tras ellas, insultándolas,lanzándoles piedras, embriagado desueño, pero llevado por el deseo desalvar su huerto, se cayó y se clavó unespino en la palma de la mano. Patrullóel prado toda la noche. Las cabrasaparecieron al amanecer, diseminadasen las laderas en grupos de dos o tres,esperando su marcha; y tuvo quequedarse todo el día vigilando,ahuyentándolas con piedras de vez encuando.

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Fueron estas cabras silvestres, cuyapresencia no solo amenazaba sucosecha, sino también llamaba laatención sobre el terreno, las que lehicieron decidirse: desde ahoradescansaría durante el día y sedespertaría por la noche para proteger ycultivar la tierra. Al principio solo pudotrabajar en noches de luna: cuando nohabía luna, permanecía hozando la densaoscuridad, las manos extendidas,temeroso de las sombras amenazadorasque imaginaba a su alrededor. Pero conel paso del tiempo comenzó a adquirir lasoltura de un ciego: con una varita quesostenía delante de él, recorría elsendero entre la casa y el prado abierto

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por su paso, soltaba el freno de labomba, abría el grifo, llenaba la lata yllevaba el agua de un tallo a otro,retirando la hierba para encontrarlos.Poco a poco perdió el miedo a la noche.Incluso cuando alguna vez se despertabadurante el día y miraba fuera, la claridadintensa le deslumbraba, y volvía a lacama con un extraño resplandor verdeen los párpados.

Era el final del verano, y hacía másde un mes que había dejado elcampamento de Jakkalsdrif. No habíabuscado al joven Visagie, ni tampocoparecía tener la intención de hacerlo.Trató de no pensar en él, pero sesorprendió a veces preguntándose si el

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joven no habría cavado un agujero en elveld, y estar viviendo en otro lugar de lagranja una vida paralela a la suya,comiendo lagartijas, bebiendo el rocío,esperando que el ejército le olvidara.No parecía probable.

Evitaba la casa como si fuera unlugar para los muertos, salvo cuandotenía que buscar algún objeto necesario.Le faltaba un medio de hacer fuego, ytuvo la suerte de encontrar en la maletade los juguetes rotos un telescopio deplástico rojo, cuya lente permitiríaconcentrar los rayos de sol consuficiente fuerza para sacar humo de unpuñado de hierba seca. Cortó unas tirasde una piel de antílope que encontró en

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el cobertizo, y las usó para hacerse untirachinas en sustitución del que habíaperdido.

Podría haber cogido muchas máscosas para hacer más cómoda su vida:una parrilla, una olla, una silla de tijera,planchas de gomaespuma, más morrales.Revolvió entre los restos del cobertizo yno encontró nada que no fuera útil. Perono quiso llevarse los restos de losVisagie a su casa en la tierra, por noseguir un sendero que podría conducir ala repetición de las desgracias de esafamilia. El peor error sería, se dijo,intentar fundar una nueva casa, una línearival, en sus tímidos inicios junto a labalsa. Incluso sus herramientas tendrían

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que ser de madera, cuero y tripa,materiales que los insectos se comeríanel día en que ya no las necesitara.

Se apoyó en el cuerpo de la bomba ysintió el temblor que la recorría cadavez que el pistón alcanzaba el punto másbajo, y escuchó la rueda enorme rasgarla oscuridad en los rieles bienengrasados por encima de él. Qué suerteno tener hijos, pensó: qué suerte nodesear ser padre. No sabría qué haceraquí, en lo más profundo del país, conun niño que necesitaría leche, ropa,amigos y un colegio. No cumpliría conmi deber, sería el peor de los padres. Encambio no es difícil vivir una vida queconsiste únicamente en pasar el tiempo.

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Soy uno de los afortunados que haescapado de cualquier vocación. Pensóen el campamento de Jakkalsdrif, en lospadres que criaban a sus hijos dentro dela alambrada, sus hijos, y los de susprimos y primos segundos, en una tierratan endurecida por sus pisadas día trasdía, tan quemada por el sol, que nadavolvería a crecer en ella. Mi madre fueaquella cuyas cenizas devolví a estelugar, pensó, y mi padre fue HuisNorenius. Mi padre fue el reglamento enla puerta del dormitorio, las veintiunareglas, la primera de las cuales era«Siempre se guardará silencio en losdormitorios», y el profesor decarpintería al que le faltaban algunos

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dedos, que me retorcía la oreja cuandola línea no era recta, y los domingos porla mañana, cuando nos poníamos lacamisa caqui, los shorts caqui, loscalcetines negros y los zapatos negros, ydesfilábamos de dos en dos a la iglesiaen Papegaai Street para ser perdonados.Ellos fueron mi padre, y mi madre estáenterrada y aún no ha resucitado. Poreso está bien que yo, que no tengo nadaque transmitir, pase mi vida aquí,apartado de todo.

Durante el mes después de suregreso, no hubo, que supiera K, ningúnvisitante. Las únicas huellas recientes enel polvo de la casa eran las suyas y lasdel gato, que entraba y salía a su antojo

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sin que K llegara a averiguar cómo. Undía, dando un paseo por la casa alamanecer, se quedó atónito al ver lapuerta principal, que siempre estabacerrada, abierta de par en par. Se detuvoa menos de treinta pasos del huecoabierto de la puerta, sintiéndose derepente más desnudo que un topo a la luzdel día. Se retiró de puntillas al refugiodel río, y más tarde volviósilenciosamente a su madriguera.

Durante una semana no se acercó ala casa, y únicamente se deslizó en laoscuridad para cuidar del prado, con eltemor de que el mínimo chasquido de unguijarro con otro resonara en el veld y ledelatara. Las hojas jóvenes de calabaza

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parecían ahora banderas brillantesverdes proclamando su ocupación de labalsa: extendió con esmero hierba sobrelos tallos, incluso pensó en cortarlos.Sin poder dormir, se tumbaba en sucama de hierba bajo el tejado candente,alerta al ruido que anunciara que lehabían descubierto.

Pero había momentos en que sustemores parecían absurdos, ráfagas delucidez en las que se daba cuenta de que,apartado del contacto humano, estaba enpeligro de volverse más asustadizo queun ratón. ¿Qué motivos tenía para pensarque la puerta abierta significaba elretorno de los Visagie o la llegada de lapolicía para llevárselo al tristemente

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célebre Brandvlei? ¿Por qué habría dealarmarse si algún refugiado se escondíaen una granja vacía en una zonadesolada de un país inmenso, por cuyasuperficie peregrinaban a diario comocucarachas cientos de miles de personashuyendo de la guerra? ¿No era ciertoque él, o ellos (K se imaginó a unhombre empujando un carro cargado deutensilios caseros y a una mujer andandodetrás de él, y a dos niños, uno cogidode la mano de la mujer, el otro sentadosobre el montón de cosas en el carro conun gatito que maullaba en el regazo,todos muertos de cansancio, el vientollenándoles la cara de polvo y enviandonubarrones que cruzaban el cielo

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rápidamente), que ellos tendrían másmotivo de temerle a él, un salvaje, puropellejo, huesos y harapos, saliendo de latierra a la hora de los murciélagos, queél de temerlos a ellos?

Pero después pensaba: ¿Y si son dela otra clase? Desertores, policías fuerade servicio que vienen a matar lascabras por gusto, hombres fuertes que separtirían de risa con mis patéticostruquitos, mis calabazas escondidasentre la hierba, mi madrigueradisimulada con barro, y me darían unapatada en el trasero y me mandarían queme comportara, y me convertirían en uncriado para que les cortara la leña, lesllevara el agua y persiguiera las cabras

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hacia sus rifles para que ellos comieranchuletas asadas mientras yo meagacharía detrás de un matorral con unplato de despojos. ¿No sería mejorpermanecer escondido de día y denoche, no sería mejor enterrarme en lasentrañas de la tierra antes queconvertirme en una de sus criaturas? (¿Ysi ni siquiera se les ocurrieraconvertirme en un criado? ¿Al ver a unhombre salvaje encaminarse hacia ellospor el veld?, ¿no empezarían a apostarentre sí quién sería el primero enatravesar con una bala la insignia delatón de su gorra?).

Pasaron los días y no sucedió nada.El sol brilló, los pájaros revolotearon

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entre los matorrales, el profundosilencio reverberó de un horizonte aotro, y K recobró la tranquilidad. Sepasó un día entero escondidoobservando la casa, mientras el sol sedesplazaba en arco de izquierda aderecha y las sombras se desplazabanpor los escalones del porche de derechaa izquierda. La franja más oscura delcentro, ¿era una puerta abierta o unapuerta cerrada? Estaba muy lejos paradistinguirlo. Cuando llegó la noche ysalió la luna, se acercó hasta los frutalessecos. No había luz ni ruido en la casa.Cruzó el patio de puntillas hasta elcomienzo de los escalones donde por finvio que la puerta estaba abierta, como

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había debido de estar todo el tiempo.Subió los escalones y entró en la casa.Se paró a escuchar en la oscuridadabsoluta del vestíbulo. Todo erasilencio.

Pasó el resto de la noche a la espera,tumbado en un saco en el cobertizo.Incluso durmió, aunque no estabaacostumbrado a dormir por la noche.Por la mañana volvió a entrar en la casa.Habían barrido recientemente el suelo yla chimenea. Un olor tenue a humoplaneaba todavía en los rincones. En elbasurero de detrás del cobertizo,encontró seis latas de carne en conservanuevas y relucientes, sin etiqueta.

Regresó a su guarida y pasó el día

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escondido, conmocionado por la certezade que los soldados habían estado en lagranja y de que habían llegado a pie. Siandaban cazando rebeldes en lasmontañas, persiguiendo desertores, ohaciendo simplemente un recorrido deinspección, ¿por qué no habían venidoen todoterrenos o en camiones? ¿Por quéeran tan cautelosos, por qué borrabansus huellas? Había muchasexplicaciones posibles, milexplicaciones posibles, no podía leersus pensamientos; lo único que sabía eraque solo la pura suerte lo había salvado.

No sacó agua esa noche, con laesperanza de que el sol y el vientosecaran el fondo de la balsa. Arrancó

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más hierba, brazadas de hierba, y laextendió sobre los tallos de calabazareveladores. Se tumbó y respirótranquilo.

Pasó un día, y después otro.Entonces, al atardecer, cuando K seencontraba fuera de su casa estirando laspiernas, le llamaron la atención unassiluetas moviéndose por la llanura. Setiró al suelo. Había visto a un hombre acaballo dirigirse a la balsa, y a otrohombre a pie junto a él; también habíavisto claramente el cañón de un rifleasomarse por la espalda del jinete.Empezó a arrastrarse a su agujero comoun gusano, con una única idea en lacabeza: Que la noche caiga pronto, que

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la tierra me trague y me proteja.Al abrigo de la ondulación de la

colina, cerca de la boca del agujero,asomó la cabeza y echó un últimovistazo.

No era un caballo sino un burro, unburro tan pequeño que los pies del jinetecasi rozaban el suelo. Más atrás veníaun segundo burro, sin jinete perocargado en los lados con dos bultosgrises de gran tamaño sujetos concorreas; entre los dos burros contó ochohombres, y un noveno al final de lacomitiva. Todos llevaban rifles; algunosparecían transportar también bultos. Unode ellos llevaba un pantalón azul, otrouno amarillo, pero el resto llevaba ropa

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de camuflaje.Tan silenciosamente como era

posible, retrocedió arrastrándose hastael agujero. Desde la entrada ya no pudover nada de ellos, pero el aire de lanoche estaba en calma y los oyódesmontar junto a la balsa, oyóentrechocar los anillos de la cadenacuando soltaron el freno de la bomba,oyó incluso un murmullo de palabras.Alguien subió la alta escalera de laplataforma, y luego bajó.

La oscuridad aumentó, hasta quesolo los rebuznos de los burrosrevelaron la cercanía de losdesconocidos. K oyó el golpe seco de unhacha cerca del río; más tarde el

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contorno de la loma se hizo visiblecontra el tenue resplandor naranja deuna hoguera. Sopló el viento; la palancabasculó, el metal chirrió, la rueda de labomba dio una vuelta y se paró.

—¿Por qué no sale agua? —Oyódecir claramente.

Hubo más palabras que no entendió,seguidas de carcajadas. Después elviento sopló otra vez, la bomba chirrió ygiró, y por las palmas de las manos y lasplantas de los pies K percibió el primerchoque del pistón en la profundidad dela tierra. Oyó una celebraciónamortiguada. El viento le llevó el olor acarne asada.

K cerró los ojos y reposó la cara

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entre las manos. Ahora sabía que noeran soldados los que acampaban en labalsa y antes habían acampado en lacasa, sino hombres venidos de lasmontañas, esos hombres quedinamitaban las vías de tren, minabanlas carreteras, atacaban las granjas,dispersaban el ganado, cortaban lascomunicaciones entre las ciudades, esoshombres que la radio daba porexterminados y cuyas fotos tirados en elsuelo con la boca abierta en charcos desangre publicaban los periódicos. Esoseran los visitantes. Pero a él lerecordaron más a un equipo de fútbol:once hombres jóvenes que salen delcampo después de un partido difícil,

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cansados, felices, hambrientos.El corazón le latía con fuerza.

Cuando se marchen mañana, pensó,podría salir de mi escondite y trotardetrás de ellos como un niño que sigue auna fanfarria. Al cabo de un ratonotarían mi presencia, y pararían apreguntarme lo que quiero. Y yo podríadecirles: «Dejadme llevar un bulto;dejadme cortar la leña y encender unahoguera al final del día». O tambiénpodría decirles: «No dejéis de volver ala balsa la próxima vez, os daré decomer. Para entonces tendré calabazas,calabacines y melones, tendré higos,higos chumbos y melocotones, no osfaltará de nada». Y volverían la próxima

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vez de paso hacia las montañas o allíadonde vayan por la noche, y les daríade comer, y me sentaría luego con ellosalrededor del fuego bebiendo de suspalabras. Sus historias serán diferentesde las historias que he oído en elcampamento, porque el campamento erapara los olvidados, las mujeres y losniños, los viejos, los ciegos, loslisiados, los idiotas, gente que no cuentamás que historias de supervivencia.Mientras que estos hombres jóvenes hantenido aventuras, triunfos y derrotas,fugas. Tendrán historias que contarmucho después del fin de la guerra,historias para el resto de sus vidas,historias que sus nietos escucharán

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boquiabiertos.Pero en el mismo instante en que se

agachaba para comprobar si tenía elcordón de los zapatos atado, K supo queno se arrastraría fuera, no se levantaríani pasaría de la penumbra a la claridadde la hoguera para darse a conocer.Incluso sabía por qué: porque ya sehabían marchado suficientes hombres ala guerra afirmando que el momento decultivar volvería cuando la guerraacabara; pero tenía que haber hombresque se quedaran para mantener el cultivovivo, o al menos la idea de cultivar;porque una vez que ese cordón estuvieseroto, la tierra se volvería dura yolvidaría a sus hijos. Esta era la razón.

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Entre esta razón y el hecho de que noiba a darse a conocer, quedaba sinembargo un hueco más ancho que ladistancia que le separaba de la hoguera.Siempre, cuando intentaba explicarse así mismo, quedaba un hueco, un agujero,una oscuridad que su razón evitaba, enla que era inútil derramar palabras. Laspalabras desaparecían, el huecopermanecía. Su historia siempre tenía unhueco: era una historia equivocada,siempre equivocada.

Recordó las clases en HuisNorenius. Paralizado de miedo, mirabafijamente el problema delante de élmientras el profesor patrullaba entre lasfilas de pupitres contando los minutos

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que les quedaban para dejar los lápicesy ser divididos en listos y torpes. Docehombres se comen seis bolsas depatatas. Cada bolsa contiene seis kilosde patatas. ¿Cuál es el cociente? Se vioescribir 12, se vio escribir 6. No sabíalo que hacer con los números. Tachó losdos. Contempló la palabra «cociente».No cambió, no desapareció, no desvelósu misterio. Me moriré, pensó, sin saberlo que es el cociente.

Permaneció despierto casi toda lanoche escuchando la balsa llenarse pocoa poco, mirando de vez en cuando a laluz de las estrellas si los burrosdescansaban o seguían mordisqueandosus calabazas. Después debió de

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dormitar, pues lo siguiente que oyó fue aalguien más abajo pisar con fuerza lahierba, dando palmadas y persiguiendo alos burros; las montañas ya se perfilabanazules en el cielo rosa. El viento estabaen calma, el aire transportaba sonidostenues: el tintineo de una hebilla, elchoque de una cuchara en un cuenco, elchapoteo del agua.

Ahora, pensó, despertándose deltodo, ahora tengo mi última oportunidad:ahora. Se deslizó fuera de lamadriguera, se arrastró hacia delante ymiró por el desnivel de la loma.

Un hombre salía de la balsa. Surgiódel agua fría de la noche, subió al muroy se secó con una toalla blanca, mientras

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la primera luz del día brillaba en sucuerpo desnudo y húmedo.

Dos hombres cargaban un burro, unosostenía la brida, el otro colocaba ysujetaba sobre el lomo dos bultos delona voluminosos, y un paquete tubularalargado, también envuelto en lona.

El resto del grupo estaba detrás delmuro de la balsa; en algún momento, Kvio una cabeza moverse.

El hombre del muro reapareció yavestido. Se agachó y abrió el grifo. Elagua salió con fuerza, extendiéndose porlos surcos que K había cavado durantesu primera estancia, inundando el prado.

Es un error, pensó K, es una señal.El mismo hombre bloqueó el freno

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de la bomba.En una larga fila irregular,

empezaron a marchar por el veld haciael este, en dirección a las montañas, unburro a la cabeza de la fila, el otro a lacola, y el sol ya en el borde del mundo,dándoles de lleno en el rostro. K losobservó desde la loma hasta que nofueron más que puntos que se movíanentre la hierba amarilla, pensando: Noes demasiado tarde para correr trasellos, no es aún demasiado tarde.Cuando al fin desaparecieron, salió ainspeccionar la pradera inundada y verel destrozo hecho por los burros.

Sus huellas estaban por todas partes.No solo habían mordido los tallos, sino

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que también los habían pisoteado enmuchos sitios. Los largos tallos rotosserpenteaban entre la hierba, las hojasretorcidas y marchitas; las escasassemillas con fruto, pequeñas nuecesverdes del tamaño de una canica, habíansido devoradas. Había perdido la mitadde la cosecha. Salvo esto, losdesconocidos no habían dejado señalesde su paso. La hoguera estaba tan biencubierta de tierra y piedras quereconoció el lugar únicamente por elcalor. La balsa hacía tiempo que estabavacía; cerró el grifo.

Subió la ladera por detrás de suguarida, se tumbó en la cima y miró alsol. No había nada que ver. Se habían

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fundido en el paisaje.Soy como una madre cuyos hijos se

han marchado de casa, pensó: no mequeda más que limpiar y escuchar elsilencio. Me hubiera gustado darles decomer, pero he alimentado únicamente asus burros, que hubieran podido comerhierba. Se metió en la guarida, se tumbócon desgana y cerró los ojos.

Más tarde esa mañana le despertó elruido de un helicóptero. Pasó porencima, siguiendo el curso del río.Quince minutos después volvió,continuando rápidamente hacia el norte.

Verán la tierra inundada, pensó.Verán la hierba más verde. Verán elverdor de las calabazas. Sus hojas les

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saludan como banderas. Desde el airepueden ver todo, todo lo que por sunaturaleza no se esconde bajo la tierra.Debería cultivar cebollas.

Todavía hay tiempo de huir a lasmontañas, pensó, aunque solo sea aesconderme en una cueva. Pero ladesgana le inmovilizaba. Deja quevengan, pensó, qué más da. Volvió adormirse.

Durante una semana fue máscuidadoso que nunca. No salía de laguarida para nada en todo el día, yregaba tan poco los tallos restantes quelas hojas languidecieron y los zarcillosse marchitaron. Arrancó los tallosmordisqueados. Si de cada flor sale un

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fruto, se dijo, mirando lo que quedaba,no tendré ni cuarenta calabazas; sivuelven con los burros, no tendréninguna. Ya no se trataba de tener unacosecha abundante, sino de recoger losuficiente para que la semilla nomuriese. Habrá otro año, se consolaba,otro verano para probar de nuevo.

Era el final del verano. Tras días debochorno y grandes bancos de nubes,estalló una tormenta. El barranco seinundó, obligando a K a salir de su casa.Se refugió al abrigo del muro de labalsa, empapado, sintiéndose como uncaracol sin concha. Al cabo de una horadejó de llover, los pájaros empezaron acantar, el arco iris apareció al oeste.

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Arrastró la estera de hierba empapadafuera de la guarida y esperó a que lacorriente parase. Después hizo una pastade barro y empezó a emplastar de nuevoel tejado y los muros.

Los burros no volvieron, ni los oncehombres, ni el helicóptero. Lascalabazas crecieron. Por la noche K sedeslizaba entre ellas y acariciaba susuave corteza. Cada noche eran másgrandes. Con el paso del tiempo, dejócrecer de nuevo en su pecho laesperanza de que todo iría bien. Sedespertaba durante el día y miraba elprado; bajo el camuflaje de hierba,alguna calabaza le enviaba un destellodiscreto.

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Entre las semillas que habíasembrado había una de melón. Dosmelones verde claro crecían ya al finaldel prado. Le pareció que quería a estosdos, a los que consideraba como doshermanas, más todavía que a lascalabazas, a las que veía como un grupode hermanos. Puso almohadillas dehierba bajo los melones para que la pielno se dañara.

Después llegó la noche en que cortóla primera calabaza madura. Habíacrecido antes y más deprisa que lasdemás en el centro del prado; K la habíaseñalado como el primer fruto, elprimogénito. La corteza era blanda, lanavaja se hundió en ella sin esfuerzo. La

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pulpa, aunque tenía todavía un círculoverde en el extremo, era de un naranjaintenso. En la parrilla de alambre quehabía hecho, puso las rodajas decalabaza sobre un lecho de brasas, y subrillo creció más a medida queoscurecía. La fragancia de la pulpaasada subió al cielo. Diciendo laspalabras que le habían enseñado, nodirigiéndolas hacia arriba, sino hacia latierra en la que estaba arrodillado, rezó:«Te damos gracias por lo que vamos arecibir». Con dos pinchos de alambre,dio la vuelta a las rodajas, y al hacerlosintió de pronto inundarse su corazón degratitud. Era exactamente como lohabían descrito, como un torrente de

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agua tibia. Ahora ya está hecho, se dijo.No me queda más que vivir aquítranquilamente el resto de mi vida,comiendo los alimentos que mi propiotrabajo saca de la tierra. No me quedamás que cuidar la tierra. Se llevó laprimera rodaja a la boca. Tras la pielchamuscada y crujiente, la pulpa eratierna y jugosa. La masticó con lágrimasde alegría en los ojos. La mejor, pensó,la mejor calabaza que he probado nunca.Por primera vez desde que había llegadoal campo, sintió gusto al comer. El saborde la primera rodaja dejó en su boca unasensualidad dolorosa. Apartó la parrillade las brasas, y cogió una segundarodaja. Los dientes atravesaron la

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corteza hasta alcanzar la pulpa tierna ycaliente. Qué calabaza, pensó, podríacomer una calabaza como esta todos losdías de mi vida y no cansarme nunca.

¡Y sería ya perfecta con una pizca desal… con una pizca de sal, un dado demantequilla, unos granos de azúcar, y unpoco de canela espolvoreada porencima! Mientras comía la tercerarodaja, la cuarta, la quinta, hasta que noquedó más que la mitad de la calabaza ytenía el estómago lleno, K se sumió en elrecuerdo del sabor de la sal, de lamantequilla, del azúcar, de la canela,uno por uno.

Pero la maduración de las calabazastrajo una nueva preocupación. Porque si

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había sido posible ocultar los tallos, lascalabazas mismas formaban huecos que,incluso de lejos, daban al prado unaspecto extraño, como si un rebaño decorderos durmiera en la hierba crecida.K hizo lo posible por extender la hierbasobre las calabazas, pero no se atrevió acubrirlas completamente, porque era elpreciado sol del final del verano el quelas hacía madurar. Lo único que podíahacer era recolectarlas cuanto antes,antes de que se marchitaran los tallos, yllevárselas de allí, aunque algunastuvieran todavía manchas verdes en lacorteza.

Los días eran cada vez más cortos,las noches más frías. Algunas veces K

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tenía que ponerse el abrigo negro paratrabajar en el prado; dormía con los piesenvueltos en un saco y las manos entrelos muslos. Dormía cada vez más.Cuando acababa el trabajo ya no sesentaba fuera a mirar las estrellas yescuchar la noche, ni se paseaba por elveld, sino que se metía en su agujero ydormía profundamente. Dormía toda lamañana. Al mediodía empezaba adespertarse en intervalos de languidez ysueños intermitentes, bañado por elcalor suave que emanaba del techo; ycuando el sol se ocultaba, salía, sedesperezaba y bajaba al río a cortarleña, hasta que ya no se veía nada.

Había cavado un hoyo para que la

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hoguera no se viera de lejos, yconstruido un túnel de ventilación.Después de comer, colocaba dos losasde piedra encima del hoyo y esparcíatierra sobre ellas. Las brasas semantenían así incandescentes hasta lanoche siguiente. En la tierra alrededordel hoyo se desarrolló una variada gamade insectos, atraídos por el calorconstante y benigno.

No sabía en qué mes vivía, aunquesuponía que era abril. No había llevadola cuenta de los días, ni registrado loscambios de luna. No era ni un preso niun náufrago, su vida junto a la balsa noera una condena que debía cumplir.

Se había convertido en una criatura

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del crepúsculo y de la noche hasta elpunto de que la luz del día le hacía dañoa los ojos. Ya no necesitaba seguir lossenderos en sus paseos alrededor de labalsa. El tacto más que la vista, ciertapresión en los ojos y la piel de la cara,le avisaba de cualquier obstáculo. Susojos permanecían desenfocados durantehoras y horas como los de un ciego.También había aprendido a guiarse porel olfato. Inspiraba profundamente elolor claro y dulce del agua extraída delas entrañas de la tierra. Le embriagaba,nunca era suficiente. Aunque no conocíasus nombres, distinguía un matorral deotro por el olor de las hojas. Olía laproximidad de la lluvia en el aire.

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Pero sobre todo, a medida que elverano llegaba a su fin, aprendió a amarla indolencia, no la indolencia de losfragmentos de libertad robadosfurtivamente al trabajo forzado, hurtosclandestinos saboreados en cuclillas trasun macizo de flores con el rastrillo entrelas manos, sino la de una entrega de suser al tiempo, a un tiempo que discurríatan lentamente como el aceite de unhorizonte a otro de la cara del mundo,lavando su cuerpo, circulando por lasaxilas e ingles, agitando sus párpados.Cuando tenía trabajo, no se sentíacontento ni descontento; daba lo mismo.Podía tumbarse toda la tarde con losojos abiertos, mirando las ondas y las

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manchas de óxido de la plancha deltejado; su mente no se desviaba, no veíamás que la plancha, las líneas no setransformaban en dibujos o fantasías; élera él mismo tumbado en su propia casa,el óxido no era más que óxido, todo loque se movía era tiempo, y le llevaba aél en su curso. Una o dos veces, el otrotiempo en el que existía la guerra sematerializó cuando los cazassupersónicos pasaron a gran altura. Peropor lo demás vivía fuera del alcance delcalendario o del reloj, en un rincón porfortuna olvidado, medio despierto,medio dormido. Como un parásitodormitando en el intestino, pensó; comouna lagartija debajo de una piedra.

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«Parásito» era la palabra que habíautilizado el capitán de la policía: elcampamento de Jakkalsdrif, un nido deparásitos viviendo a costa de la ciudadlimpia y soleada, sacándole la sustanciasin dar nada a cambio. Pero para K,tumbado con pereza en el lecho,pensando sin pasión (¡Y a mí qué meimporta!, se dijo), ya no estaba tan claroquién era el anfitrión y quién el parásito,el campamento o la ciudad. Si el gusanodevora a la oveja, ¿por qué la oveja setraga al gusano? ¿Y si hubiera millones,más millones de los que se suponen, queviven en los campamentos, viven de lacaridad, viven de la tierra, viven delingenio, y se esconden en los rincones

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para escapar de esta época, demasiadolistos como para sacar la bandera,llamar la atención sobre ellos y dejarsecensar? ¿Y si el número de anfitrionesfuera muy inferior al de parásitos, losparásitos de la pereza y todos losparásitos secretos del ejército, de lapolicía, de los colegios, de las fábricas,de las oficinas, los parásitos delcorazón? ¿Podríamos hablar entonces deparásitos? Los parásitos también teníancarne y sustancia; los parásitos podríantambién tener sus predadores. Enrealidad, que se declarase alcampamento un parásito de la ciudad, ola ciudad un parásito del campamento,solo dependía de quién levantara más la

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voz.Pensó en su madre. Le había pedido

que la trajera a su lugar de nacimiento, yasí lo había hecho, aunque quizá nadamás que por una confusión. Pero ¿y siesta granja no era su verdadero lugar denacimiento? ¿Dónde estaba la cocheracon los muros de piedra de la que lehabía hablado? Se propuso visitar a laluz del día el patio de la granja, lasbarracas de la ladera y el rectángulo detierra desnuda junto a ellas. Si mi madreha vivido aquí, seguro que lo sabré, sedijo. Cerró los ojos e intentó recrear ensu imaginación las paredes de adobe yel tejado de paja de sus historias, eljardín de chumberas, los pollos que

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corrían hacia el pienso esparcido por laniña descalza. Y detrás de esta pequeña,en la entrada, el rostro en la sombra,buscó a una segunda mujer, la mujer quehabía traído a su madre al mundo.Cuando mi madre agonizaba en elhospital, pensó, cuando sabía que sufinal se acercaba, no era a mí a quienmiraba, sino a alguien detrás de mí: a sumadre o al fantasma de su madre. Paramí era una mujer, pero ella seconsideraba aún una niña que llama a sumadre para que la coja de la mano y laayude. Y su propia madre, en la vidaoculta que no vemos, era también unaniña. Vengo de un linaje de niñosinterminable.

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Trató de imaginarse una figurasolitaria en el origen del linaje, unamujer con un vestido gris informe, nonacida de ninguna madre; pero cuandotuvo que pensar en el silencio en el queella vivía, el silencio del tiempo antesdel principio, su mente lo evitó.

Ahora que dormía tanto, losanimales volvieron a comer en el prado,liebres y pequeños antílopes grises. Nole habría importado si solo hubieranmordisqueado los extremos de lostallos; pero le daban ataques de rabiasorda cuando mordían el tallo y dejabanmarchitar el fruto. No sabía lo que haríasi perdía sus dos queridos melones.Pasó horas intentando construir un cepo

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de alambre, pero no consiguió quefuncionara. Una noche se hizo la camaen medio del prado. El claro de luna lemantuvo despierto, cualquier susurro lesobresaltaba, el frío le entumecía lospies. Todo sería tan fácil, pensó, sihubiera una cerca alrededor de la balsa,una cerca de tupida tela metálica,anclada treinta centímetros bajo tierrapara evitar las madrigueras.

Tenía un sabor constante a sangre enla boca. Tuvo diarrea, y se mareaba allevantarse. A menudo sentía el estómagocomo un puño apretado en mitad de sucuerpo. Se obligó a comer más calabazade la que le apetecía; le mitigaba laopresión del estómago pero no mejoraba

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su estado. Intentó cazar pájaros, perohabía perdido su habilidad con eltirachinas tanto como su antiguapaciencia. Mató una lagartija y se lacomió.

Todas las calabazas maduraban almismo tiempo, los tallos se volvíanamarillos y se marchitaban. K no habíapensado dónde guardarlas. Probó acortar la pulpa en rodajas y secarlas alsol, pero se pudrieron y atrajeron a lashormigas. Con las treinta calabazasformó una pirámide cerca de sumadriguera; parecía una señal luminosa.No podía enterrarlas, necesitaban calory sequedad, eran criaturas del sol.Finalmente las depositó a intervalos de

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cincuenta pasos entre la maleza del río;para camuflarlas, preparó una pasta debarro y pintó manchas en cada corteza.

Después maduraron los melones. Secomió estos dos hijos en días sucesivos,con la esperanza de que le sanaran.Luego creyó sentirse mejor, aunquetodavía estaba débil. El color de lapulpa recordaba al tono naranja delsedimento del río. No había probadonunca una fruta tan dulce. ¿De dóndevenía este dulzor? ¿Cuánto procedía dela semilla, cuánto de la tierra? Juntótodas las semillas y las extendió paradejarlas secar. De una semilla salía unpuñado: esto era lo que significaba lagenerosidad de la tierra.

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Llegó un día en que, por primeravez, K no salió de la guarida para nada.Se despertó por la tarde sin sentirhambre. Soplaba un viento frío, no habíanada que necesitara su cuidado, eltrabajo del año ya estaba hecho. Se diomedia vuelta y se volvió a dormir.Cuando recobró el sentido, amanecía ylos pájaros cantaban.

Perdió la noción del tiempo. Aveces, cuando se despertaba sofocadobajo el abrigo negro, las piernasenvueltas en el saco, sabía que era dedía. Permanecía tumbado largos ratos enun letargo gris, demasiado cansado paraliberarse del sueño. Notaba que susfunciones vitales se ralentizaban. Se te

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está olvidando respirar, se decía, perocontinuaba tumbado sin respirar.Levantaba una mano pesada como elplomo y se la ponía en el corazón: muylejos, como en otro país, sentía algo quese dilataba y se contraía lánguidamente.

Durmió durante ciclos celestescompletos. Una vez soñó que un ancianole zarandeaba. El anciano llevabaharapos y olía a tabaco. Se agachó,agarrando a K por el hombro.

—¡Tienes que abandonar la granja!—le dijo. K intentó zafarse de él, peroel anciano le apretó más—. ¡Tendrásproblemas! —le susurró.

También soñó con su madre.Caminaba con ella por las montañas. A

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pesar de tener las piernas hinchadas, erajoven y bella. Él movía los brazos engrandes círculos de un horizonte a otro:se sentía feliz y entusiasmado. Las líneasverdes de los ríos destacaban entre elcolor pardo de la tierra; no había casasni carreteras por ningún lado; el vientoestaba en calma. Por sus gestosexagerados, por los brazos que surcabanel aire como molinos de viento, se diocuenta de que estaba en peligro deperder el equilibrio y caer por el bordede la pared rocosa a la inmensa ligerezadel espacio entre el cielo y la tierra;pero no tuvo miedo, sabía que flotaría.

A veces se despertaba sin saber sihabía dormido un día, una semana o un

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mes. Pensó que quizá ya no controlabadel todo su cuerpo. Tienes que comer, sedecía, y se esforzaba en levantarse ybuscar una calabaza. Pero volvíaenseguida a relajarse, a estirar laspiernas y a bostezar con un placer tandulce que no deseaba nada más quetumbarse y dejar que le inundara. Notenía apetito; comer, coger cosas ytragarlas a la fuerza por la garganta paraintroducirlas en su cuerpo, le parecíauna actividad extraña.

Poco a poco su sueño se volvió másligero y los períodos de vigilia másfrecuentes. Le invadían secuencias deimágenes tan rápidas e inconexas queera incapaz de seguirlas. Se revolvía

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inquieto, insatisfecho del descanso, perodemasiado exhausto para levantarse.Empezó a tener dolores de cabeza;apretaba los dientes, retorciéndose dedolor con cada latido de sangre en elcráneo.

Hubo una tormenta. K apenas se diocuenta mientras los truenos resonaron enla lejanía. Pero después un rayo estallódirectamente por encima de él y empezóa diluviar. El agua se infiltró por loslados de la madriguera; bajó a raudalespor el barranco, arrastrando la capa demortero e inundando su dormitorio. Seincorporó, la cabeza y los hombrosagachados bajo el tejado. No había otrositio mejor adonde ir. Dormitó apoyado

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en un rincón en medio del torrente, elabrigo empapado pegado al cuerpo.

Salió a la luz del día tiritando defrío. El cielo estaba cubierto, no teníaningún medio de hacer fuego. No sepuede vivir así, pensó. Deambuló por elcampo, pasó junto a la bomba. Todo leera familiar, pero se sintió como unextraño o un fantasma. Había grandescharcos en el suelo y, por primera vez,agua en el río: un caudal rápido, marrón,de unos metros de ancho. Al otro lado,algo pálido destacaba entre la gravillaazul grisácea. ¿Qué es, se preguntóasombrado, un gran champiñón blancoque ha salido con la lluvia? Consorpresa, se dio cuenta de que era una

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calabaza.No dejaba de tiritar. No tenía fuerza

en las extremidades; cuando puso un piedelante del otro, lo hizo con prudencia,como un anciano. De repente tuvo quesentarse, y se sentó en la tierra húmeda.Las tareas que le aguardaban le parecíanmuy numerosas y muy duras. Me hedespertado demasiado pronto, pensó, nohe dormido lo suficiente. Pensó quedebía comer para evitar el mareo, perosu estómago no estaba preparado. Seobligó a imaginarse un té, una taza de técaliente con mucho azúcar; bebió acuatro patas de un charco.

Todavía estaba sentado cuando ledescubrieron. Oyó el motor de los

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vehículos cuando estaban a muchadistancia, pero creyó que eran truenoslejanos. Hasta que no llegaron a laentrada de la granja no los vio ni se diocuenta de quiénes eran. Se levantó, semareó, y se volvió a sentar. Uno de losvehículos se detuvo delante de la casa,el otro, un todoterreno, avanzó hacia éldando tumbos por el veld. Había cuatrohombres; los vio acercarse; le invadió eldesánimo.

Al principio, estaban dispuestos atomarle por un simple vagabundo, unalma perdida que la policía habríaacabado por detener y llevar aJakkalsdrif.

—Vivo en el veld —dijo

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contestando sus preguntas—. No vivo enninguna parte.

Tuvo que reposar la cabeza en lasrodillas: sentía un martilleo en el cráneoy un gusto a bilis en la boca. Uno de lossoldados le levantó el brazo con dosdedos, balanceándolo. K no lo retiró.Sintió el brazo como algo ajeno, un paloque salía de su cuerpo.

—¿De qué creéis que vive? —preguntó el soldado—. ¿De moscas,hormigas, langostas?

K no veía más que sus botas.Cerró los ojos; durante un rato

estuvo ausente. Luego alguien le dio unapalmada en el hombro y le tendió algo:era un sándwich, dos rebanadas gruesas

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de pan blanco con mortadela. Se echóhacia atrás y negó con la cabeza.

—¡Come, hombre! —dijo subenefactor—. ¡Recupera tus fuerzas!

Cogió el sándwich y le dio unmordisco. Antes de empezar amasticarlo, las náuseas le revolvieron elestómago. Con la cabeza entre laspiernas, escupió el bocado de pan yfiambre y devolvió el sándwich.

—Está enfermo —dijo una voz.—Ha bebido —dijo otra.Pero un poco más tarde descubrieron

su casa; después de la lluvia, la piedrade la parte frontal había quedadovisiblemente al descubierto. Primero seasomaron uno a uno a gatas para echar

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un vistazo. Después levantaron el tejadoy dejaron al descubierto el ordenadointerior, la pala y el hacha, el cuchillo,la cuchara, el plato y el tazón en unarepisa horadada en la gravilla, la lupa,el lecho de hierba húmeda. Llevaron a Ka enfrentarse a su obra, sosteniéndoleerguido, tratándole ya sincontemplaciones. Las lágrimas leresbalaron por el rostro.

—¿Has hecho esto? —lepreguntaron. Asintió—. ¿Estás aquísolo? —Asintió.

El soldado que lo sostenía leretorció bruscamente el brazo a laespalda. K bufó de dolor.

—¡Di la verdad! —dijo el soldado.

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—Es la verdad —dijo K.Llegó también el camión; el aire se

llenó de voces y de los chirridos einterferencias del radiotransmisor; lossoldados se agolparon para ver a K y lacasa que había construido.

—¡Dispersaos! —gritó uno de ellos—. ¡Quiero que se registre toda la zona!¡Buscamos senderos, buscamos agujerosy túneles, buscamos cualquier clase dedepósito! —Bajó la voz. Llevaba ununiforme de camuflaje como todos losdemás; K no vio ninguna insignia queindicara que estaba al mando—. Ya veiscómo son —dijo. Miraba sin cesar a sualrededor, no parecía hablar a nadie enparticular—. Piensas que no hay nada, y

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resulta que el suelo bajo tus pies estáinfestado de túneles. Echas un vistazo enun sitio como este, y jurarías que no hayni un alma viviente en kilómetros a laredonda. Pero te das media vuelta ysalen reptando de la tierra. Pregúntalecuánto tiempo lleva aquí. —Se volvióhacia K y levantó la voz—. ¡Tú! ¿Cuántotiempo llevas aquí?

—Desde el año pasado —dijo K,sin saber si era una mentira buena omala.

—¿Y cuándo vienen tus amigos?¿Cuándo vuelven tus amigos?

K se encogió de hombros.—Pregúntale otra vez —dijo el

oficial dándose media vuelta—. Sigue

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preguntándole. Pregúntale cuándovuelven sus amigos. Pregúntale cuándoestuvieron aquí por última vez. A ver sitiene lengua. A ver si es tan idiota comoparece.

El soldado que sostenía a K leagarró la nuca con el pulgar y el índice ylo empujó hacia abajo hasta que estuvode rodillas, hasta que su cara tocó latierra.

—Ya has oído al oficial —dijo—.Venga, cuéntame. Cuéntame tu historia.

Le quitó la boina de un manotazo yle apretó con fuerza la cara contra latierra. Con la nariz y los labiosaplastados, K saboreó el suelo húmedo.Suspiró. Lo levantaron y lo mantuvieron

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de pie. No abrió los ojos.—Háblanos de tus amigos —dijo el

soldado.K sacudió la cabeza. Le asestaron un

golpe terrible en la boca del estómago yse desmayó.

Se pasaron la tarde buscando lasreservas de víveres y armas que estabanseguros de que se encontraban allíescondidas. Primero peinaron la zonaalrededor de la balsa, más tarderegistraron exhaustivamente la orilla delrío. Uno de ellos utilizaba un aparatocon auriculares y una caja negra: K leobservó moverse despacio por lapendiente de la margen del río,introduciendo una barra en el terreno

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donde la tierra era blanda. Descubrieronmuchas de las calabazas, quizá todas:soldados jóvenes regresaban una y otravez cargados con calabazas, que tirabanen un montón al final del prado. Lascalabazas les convencieron aún más deque había reservas escondidas. («¿Porqué si no iban a dejar a este idiotaaquí?», oyó decir K.)

Querían interrogarle otra vez, peroestaba demasiado débil. Le dieron un té,que se bebió, y trataron de razonar conél.

—Estás enfermo, hombre —ledijeron—. Mírate, mira cómo te tratantus amigos. No les importa lo que tepase. ¿Quieres irte a casa? Te

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llevaremos a casa y podrás empezar unanueva vida.

Lo sentaron contra una rueda deltodoterreno. Uno de ellos recogió laboina y la dejó caer en su regazo. Ledieron una rebanada de tierno panblanco. Se tragó un bocado, se inclinó aun lado, y lo vomitó junto con el té.

—Dejadle en paz, está acabado —dijo alguno.

K se limpió la boca con la manga.Estaban de pie en círculo a su alrededor;tuvo la sensación de que no sabían quéhacer. Habló.

—No soy lo que creen —dijo—.Estaba dormido y me han despertado,eso es todo.

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No parecieron comprenderlo.Establecieron el cuartel en la casa.

En la cocina instalaron su propiohornillo; K pronto olió los tomatescocinándose. Alguien había colgado unaradio en un gancho del porche; el aireestaba lleno de ritmos eléctricos,nerviosos, que le desasosegaron.

Lo instalaron en la habitación alfinal del pasillo, sobre una lonadoblada, tapado con una manta. Ledieron leche caliente y dos pastillas quedijeron que eran aspirinas, y que novomitó. Por la noche un muchacho lellevó un plato de comida.

—A ver si al menos comes un poco—dijo.

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Dirigió al plato la luz de la linterna.K vio dos salchichas en una salsa espesay puré de patata. Negó con la cabeza yse volvió hacia la pared. El muchachodejó el plato junto a la cama. («Por sicambias de opinión»). Después no levolvieron a molestar. Dormitó inquietodurante un rato, con náuseas por el olorde la comida. Al fin se levantó y puso elplato en un rincón. Algunos soldadosestaban en el porche, otros en el salón.Se oían charlas y risas en la oscuridad.

A la mañana siguiente llegó lapolicía de Prince Albert con perros paraayudar en la búsqueda de túneles yvíveres escondidos. El capitánOosthuizen reconoció a K

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inmediatamente.—¿Cómo se me va a olvidar una

cara como esta? —dijo—. Este bufón seescapó de Jakkalsdrif en diciembre. Sellama Michaels. ¿Qué nombre le hadicho?

—Michael —dijo el oficial delejército.

—Es Michaels —afirmó el capitánOosthuizen. Golpeó las costillas de Kcon la punta de la bota—. No estáenfermo, tiene siempre el mismoaspecto. ¿Eh, Michaels?

Llevaron a K otra vez a la balsa,donde vio a los perros arrastrar a susdueños por todos los rincones del pradoy de las orillas del río, jadeantes de

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excitación, tirando de la correa, peroincapaces de guiarlos a otro lugar queno fueran las madrigueras depuercoespín vacías y los cepos paraliebres. Oosthuizen dio a K un coscorrónen la cabeza.

—¿Qué significa esto, monigote? —dijo—. ¿Nos estás tomando el pelo?

Metieron a los perros en lafurgoneta. Todos comenzaron a perderinterés en la búsqueda. Los soldadosjóvenes charlaban de pie al sol,bebiendo café.

K se sentó con la cabeza entre lasrodillas. Aunque tenía la mentedespejada, no podía controlar el mareo.Un hilillo de espuma le rezumó por la

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boca; no se molestó en detenerlo. Lalluvia lavará cada grano de esta tierra,se dijo, el sol lo secará y el viento lodispersará antes de que la estacióncambie. No quedará un grano con mishuellas, igual que mi madre que, tras supaso por la tierra, ahora está limpia,dispersa y transformada en hojas dehierba.

Pero ¿qué es, pensó, lo que me ata aeste trozo de tierra como a un hogar queno puedo abandonar? Al final todosdebemos dejar el hogar, todos debemosabandonar a nuestras madres. ¿O es quequizá no soy más que un niño, uno másde un linaje de niños, tan niños queninguno de nosotros puede abandonarlo,

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y tenemos que volver a morir aquí, en elregazo de nuestras madres, yo en elsuyo, ella en el de su madre, y así unotras otro, generación tras generación?

Hubo una fuerte explosión, y acontinuación una segunda explosión. Elaire tembló, hubo un clamor de pájaros,las colinas retumbaron y resonaron en uneco. K miró a su alrededordesconcertado.

—¡Mirad! —dijo un soldado, yseñaló con el dedo.

Donde estaba antes la casa de losVisagie había ahora una nube gris ynaranja, que no era neblina sino polvo,como si un torbellino se llevara la casa.Después la nube dejó de crecer, su

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volumen se redujo y empezó a emergerun esqueleto: parte del muro posteriorcon la chimenea; tres de los pilares quesostenían el porche. Una plancha deltejado se precipitó al suelo sin hacerruido. Las resonancias continuaron, peroK ya no sabía si venían de las colinas ode su cabeza.

Las golondrinas pasaron volando tancerca del suelo que podría haberlastocado con la mano extendida.

Después hubo más explosiones, peroni siquiera se molestó en mirar,adivinando que los edificios restanteshabían desaparecido. Pensó: LosVisagie ya no tienen ningún sitio dondeesconderse.

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El todoterreno regresó dando tumbospor el veld. A su alrededor lo recogían ylo guardaban todo. Pero en el prado unsoldado seguía trabajando en solitario.Sacaba con la pala mojones de hierba ylos colocaba cuidadosamente a un lado.Con cierto nerviosismo, K se levantó yse dirigió hacia él.

—¿Qué hace? —gritó.El soldado no contestó. Empezó a

cavar un hoyo poco profundo, dejando latierra sobre una hoja de plástico negro.K vio que era el tercer hoyo que cavaba:junto a los otros dos había montoncitosde tierra sobre las hojas de plástico ymojones de hierba con la tierra todavíacolgando de las raíces.

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—¿Qué hace? —volvió a preguntar.La visión de este desconocido

cavando su tierra le trastornó más de loque había imaginado.

—Déjeme hacerlo —se ofreció—.Estoy acostumbrado a cavar.

Pero el soldado le indicó que sefuera. Tras completar el tercer hoyo, sealejó ocho pasos y colocó otra hoja deplástico.

Cuando la pala mordió la tierra, Kse agachó y cubrió la hierba con lasmanos.

—¡Por favor, amigo mío! —le dijo.El soldado retrocedió, exasperado.

Alguien apartó a K por el cuello.—Mantenlo lejos de aquí —dijo el

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soldado.K se quedó mirando cerca de la

bomba. Cuando hubo cavado cincohoyos en zigzag, el soldado desenrollóun largo cordón blanco para marcar lazona. Dos de sus camaradas trajeron uncajón del camión y comenzaron acolocar las minas. Después de depositary cebar cada una, el primer soldadoplantaba el mojón de hierba, lo cubríacon puñados de tierra, alisaba lasuperficie y barría todas las huellas conun cepillo, retirándose a gatas.

—Largo de aquí —dijo alguiendetrás de K—. Vete a esperar allí, juntoal camión.

Era el oficial. Cuando se retiraba, K

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oyó sus instrucciones:—Atad dos entre los soportes, a la

altura de la cintura. Poned otra debajode la plataforma. Cuando tropiecen conella, quiero que todo salte por los aires.

Todo estaba cargado, estaban apunto de irse, K montado en la caja delcamión entre los soldados, cuandoalguien señaló el montón de calabazasque habían dejado a un lado del prado.

—¡Cargadlas! —gritó el oficialdesde el todoterreno. Cargaron lascalabazas—. ¡Y arreglad esa perrerasuya para que tenga el mismo aspecto deantes! —ordenó. Todos esperaronmientras volvían a colocar el tejado—.¡Piedras para sostenerlo, tal y como

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estaba! ¡Daos prisa!Se marcharon dando tumbos y

sacudidas por la pista, detrás deltodoterreno. K se agarró a la correa porencima de su cabeza; notó que susvecinos mantenían el cuerpo rígido paraevitar su roce. Se levantó una nube depolvo que no le permitió ver lo quedejaba atrás.

Se inclinó hacia el joven soldadoque tenía enfrente.

—¿Sabe? —dijo—, había un chicoescondido en esa casa.

El soldado no lo entendía. K tuvoque repetirlo.

—¿Qué dice? —preguntó alguien.—Dice que había otro chico

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escondido en la casa.—Dile que ahora está muerto. Dile

que está en el paraíso.Después de un rato llegaron al cruce.

El camión aceleró, los neumáticosempezaron a sisear, los soldados serelajaron y el polvo desapareció,dejando ver detrás de ellos la largalínea recta de la carretera a PrinceAlbert.

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2

Hay un paciente nuevo en la sala, unpobre viejo que se ha desplomadodurante el entrenamiento físico y haingresado con la respiración y el pulsomuy débiles. Presenta todos los síntomasde malnutrición prolongada: pielagrietada, llagas en las manos y en lospies, encías sangrantes. Le sobresalenlas articulaciones, pesa menos decuarenta kilos. Según dicen, loencontraron completamente solo en unlugar apartado del Karoo, dirigiendo unpuesto de apoyo de la guerrilla queopera en las montañas, escondiendo

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armas y cultivando alimentos, aunqueclaramente sin comérselos. Hepreguntado a los guardias que lo trajeronpor qué obligaron a hacer ejerciciofísico a un hombre en su estado. Fue undescuido, han dicho: llegó con losnuevos, los trámites se alargaron, elsargento al mando quiso darles algo quehacer mientras esperaban, así que leshizo correr allí mismo. ¿Y no se ha dadocuenta de que este hombre no podía?, hepreguntado. El prisionero no se quejó,han contestado: dijo que estaba bien,que siempre había sido delgado. ¿Es queno saben distinguir entre un hombredelgado y un esqueleto?, he preguntado.Se han encogido de hombros.

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He estado discutiendo con Michaels, elnuevo paciente. Insiste en que no le pasanada, solo quiere algo para el dolor decabeza. Dice que no tiene hambre. Dehecho, no puede retener la comida. Lemantengo con suero, que intenta quitarsedébilmente.

Aunque tiene el aspecto de un viejo,dice tener solo treinta y dos años. Puedeque sea verdad. Viene de El Cabo yconoce el hipódromo de la época en quetodavía era un hipódromo. Le hadivertido saber que esto era el vestuariode los jockeys.

—Con mi peso, también podría ser

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un jockey —ha dicho.Trabajaba de jardinero para el

Ayuntamiento, pero perdió el empleo yse fue a buscar fortuna al campo,llevándose a su madre.

—¿Dónde está ahora tu madre? —lehe preguntado.

—Hace crecer las plantas —hacontestado, evitando mi mirada.

—¿Quieres decir que ha muerto? —he dicho (¿criando malvas?).

Ha negado con la cabeza.—La quemaron —dijo—. El pelo le

ardía como una aureola alrededor de lacabeza.

Suelta una frase así tan tranquilo,como si hablara del tiempo. No estoy

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seguro de que sea totalmente de nuestromundo. Intentas imaginártelo dirigiendoun puesto de apoyo de rebeldes ypiensas que tu mente empieza adesvariar. Probablemente alguien llegó,le invitó a una copa, le pidió quecuidara de un rifle y fue demasiado tontoo inocente para negarse. Está encerradopor rebelde, pero apenas sabe queestamos en guerra.

Ahora que Felicity lo ha afeitado, hetenido la oportunidad de examinarle laboca. Una simple fisura incompleta, conun ligero desplazamiento del septum. Elpaladar está intacto. Le he preguntado si

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alguna vez habían tratado de corregirleesta malformación. No lo sabía. Le hecomentado que la operación es sencilla,incluso a su edad. ¿Se dejaría operarllegado el caso? Su contestación (cito):«Soy como soy. Nunca tuve mucho éxitocon las chicas». He querido decirle que,chicas aparte, las cosas le irían mejor sipudiera hablar como todo el mundo;pero no he dicho nada, por no herirle.

Le he hablado de él a Noël.—No podría organizar una partida

de dardos, mucho menos un puesto deapoyo —le he dicho—. Es una personade mente débil que por azar se metió enuna zona de guerra y no tuvo la sensatezde escapar. Debería estar en un lugar

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protegido, tejiendo cestas o ensartandocuentas, no en un campamento dereeducación.

Noël ha sacado el informe.—Según esto, Michaels es un

pirómano. También es un prófugo de uncampamento de trabajo. Cuando lecapturaron, tenía un huerto floreciente enuna granja abandonada y alimentaba a laguerrilla local. Esta es la historia deMichaels.

He negado con la cabeza.—Han cometido un error —he dicho

—. Le han confundido con otroMichaels. Este Michaels es un idiota.Este Michaels no sabe encender unacerilla. Si este Michaels tenía un huerto

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floreciente, ¿por qué se estaba muriendode hambre?

—¿Por qué no comías? —le hepreguntado a Michaels de vuelta en lasala—. Dicen que tenías un huerto. ¿Porqué no te alimentaste?

Su respuesta:—Me despertaron mientras dormía.

—He debido de quedarme perplejo—.No necesito comer cuando duermo.

Dice que se llama Michael, y noMichaels.

Noël me presiona para que acelere larotación. Hay ocho camas en laenfermería y, en este momento, dieciséis

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pacientes, los otros ocho están alojadosen la antigua sala de pesaje. Noël mepregunta si puedo tratarlos y darles elalta más deprisa. Le contesto que notiene sentido dar el alta a un pacientecon disentería en un campamento amenos que quiera desatar una epidemia.Por supuesto no quiere una epidemia,dice; pero en el pasado ha habido algúncaso de simulación, y quiere acabar conellos. La dirección es responsabilidadsuya, le contesto, y los pacientes la mía,esto es lo que implica ser un oficialmédico. Me da palmaditas en la espalda.

—Estás haciendo un buen trabajo, nopongo eso en duda —dice—. Pero noquiero que piensen que somos blandos.

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Se hace el silencio entre nosotros;miramos las moscas en la ventana.

—Pero somos blandos —lecomento.

—Puede que seamos blandos —contesta—. Puede que en el fondoestemos incluso conspirando un poco.Puede que pensemos que si un día llegany nos procesan a todos, alguien dé unpaso adelante y diga: «Dejad en paz aesos dos, eran blandos». Quién sabe.Pero no me refiero a eso. Me refiero alos números. Ahora tienes más ingresosque altas en la enfermería, y mi preguntaes: ¿Vas a hacer algo al respecto?

Al salir de su despacho vimos a uncabo que izaba la bandera naranja, azul

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y blanca en un asta en medio de la pista,a un quinteto que tocaba «Uit die blou»,la corneta desafinada, y a seiscientoshombres alicaídos, en posición defirmes, descalzos, en su ropa caqui dedécima mano, dejándose reeducar. Haceun año todavía intentábamos hacerloscantar; pero a eso hemos renunciado.

Esta mañana Felicity sacó a Michaelspara que tomara el aire. Lo encontrésentado en la hierba con la cara alzadahacia el sol como una lagartija, y le hepreguntado si se encontraba bien en laenfermería. Fue inesperadamente locuaz.

—Me alegro de que no haya radio

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—ha dicho—. En el otro sitio dondeestuve había una radio puesta todo eltiempo.

Al principio pensé que se refería aotro campamento, pero resultó que serefería a esa institución dejada de lamano de Dios donde pasó su infancia.

—Había música toda la tarde hastalas ocho. Se colaba como el aceite portodos lados.

—La música era para mantenerostranquilos —le he explicado—. Si no,quizá os hubierais peleado y tirado lassillas por las ventanas. La música erapara apaciguar vuestro corazón salvaje.

No sé si lo entendió, pero sonrió consu sonrisa torcida.

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—La música me ponía nervioso —ha dicho—. Me intranquilizaba, nopodía pensar mis pensamientos.

—¿Y qué pensamientos queríaspensar?

Él:—Pensaba en volar. Siempre quería

volar. Extendía los brazos y pensaba quevolaba sobre las cercas y entre lascasas. Volaba justo por encima de lascabezas de la gente, pero no me veían.Cuando ponían la música, me sentíademasiado nervioso para hacerlo, paravolar.

E incluso nombró una o dos de lascanciones que más le molestaban.

Lo he cambiado a la cama que está

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junto a la ventana, lejos del muchachocon el tobillo roto que le ha tomadomanía, a saber por qué, y le miente y seburla durante todo el día. Al menosahora, cuando se incorpora ve el cielo yel final del asta. «Come un poco más ypodrás salir de paseo», le digo paraintentar persuadirle. Pero lo querealmente necesita es fisioterapia, de laque no disponemos. Es como uno deesos juguetes hecho de palitos unidospor gomas. Necesita una dietaprogresiva, ejercicio moderado yfisioterapia para poder reincorporarsepronto a la vida del campamento y tenerla posibilidad de desfilar a lo largo yancho del hipódromo, gritar eslóganes,

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saludar a la bandera y entrenarse encavar hoyos y volver a llenarlos.

Oído sin querer en la cantina: «A losniños les resulta difícil adaptarse a lavida en un piso. Echan mucho de menosel amplio jardín y sus mascotas.Tuvimos que irnos a toda prisa: nosavisaron tres días antes. Me dan ganasde llorar cuando pienso en lo que hemosdejado». La que habla es una mujer decara sonrosada con un vestido delunares, la esposa, creo, de uno de lossuboficiales. (Cuando sueña con su casaabandonada, ve a un desconocido tirarseen las sábanas con las botas puestas, o

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abrir el congelador y escupir en elhelado). «No me pidas que no estéresentida», ha dicho. Su compañera esuna mujer pequeña y delgada que no hereconocido, con el pelo peinado haciaatrás como un hombre.

¿Cree alguno de nosotros en lo quehacemos aquí? Lo dudo. Y mucho menossu marido suboficial. Nos entregan unhipódromo viejo y una gran cantidad dealambrada, y nos ordenan cambiar elalma humana. Como no somos expertosen el alma, pero suponemos con cautelaque debe de tener alguna conexión conel cuerpo, mantenemos ocupados anuestros cautivos con flexiones ydesfiles arriba y abajo. También los

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hacemos trabajar con piezas delrepertorio de la banda, y lesproyectamos películas donde jóvenescon uniformes cuidados enseñan a losmayores del lugar cómo se lucha contralos mosquitos y se aran los desniveles.Al final del proceso, los declaramoslimpios y los enviamos a los batallonesde trabajo para que transporten agua ycaven letrinas. En los grandes desfilesmilitares siempre hay una compañía delos batallones de trabajo que desfiladelante de las cámaras, entre lostanques, los proyectiles y la artillería decampo, para probar que podemostransformar a los enemigos en amigos;pero he notado que desfilan llevando

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palas, y no rifles.

De vuelta al campamento después de undomingo libre, me presento en la verjacon la impresión de ser un espectadorque saca una entrada, RECINTO A, dice elcartel en la entrada principal, SOLOSOCIOS Y OFICIALES, dice el cartel en laentrada de la enfermería. ¿Por qué nolos han quitado? ¿Creen que elhipódromo volverá a abrir uno de estosdías? ¿Hay todavía gente en algún sitioentrenando caballos de carreras,convencida de que, después de toda estaagitación, el mundo volverá a ser comoantes?

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Ya no tenemos más que doce pacientes.Pero Michaels no mejora. Es evidenteque se trata de una degeneración de lapared intestinal. Lo he vuelto a poner aleche desnatada.

Está tumbado boca arriba, mirando ala ventana y al cielo, las orejas lesobresalen del cráneo desnudo, y sonríesu sonrisa. Cuando lo trajeron, tenía unpaquetito en papel de estraza que guardóbajo la almohada. Ahora se haacostumbrado a sostener el paquetito ensu pecho. Le he preguntado si contenía asu muti.

—No —ha dicho, y me ha mostrado

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unas semillas secas de calabaza.Esto me ha conmovido.—Tienes que seguir con la

jardinería cuando se acabe la guerra —le he dicho—. ¿Piensas volver alKaroo?

Se ha mostrado reservado.—Claro que también hay buena

tierra en la Península, bajo todos esosprados de césped. Estaría bien ver denuevo cultivos en la Península.

No ha contestado. Le he cogido elpaquetito de las manos, y lo hedeslizado bajo la almohada… paramayor seguridad. Cuando he vuelto unahora después, estaba dormido y chupabala almohada como un bebé.

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Se parece a una piedra, un guijarroque, tras haber estado tranquilamente enla tierra, ocupándose de sus cosas desdeel origen de los tiempos, de repenteahora lo recogen y lo lanzan al azar,pasando de mano en mano. Una piedrapequeña y dura, apenas consciente de loque la rodea, arropada en sí misma y ensu vida interior. Pasa por estasinstituciones, campamentos, hospitales,y Dios sabe qué otros sitios, como unapiedra. Por las entrañas de la guerra.Una criatura inconsciente, irresponsable.No puedo verlo como un adulto, aunquesea mayor que yo según todos losindicios.

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Su situación es estable, la diarrea estácontrolada. Pero el pulso es débil, latensión baja. La noche pasada se quejóde frío, aunque las noches sean cada vezmás cálidas, y Felicity tuvo que darle unpar de calcetines. Esta mañana, cuandohe querido mostrarme amable, me harechazado.

—¿Cree que si me deja en paz mevoy a morir? —ha dicho—. ¿Por quéquiere hacerme engordar? ¿Por qué tantaatención, por qué soy tan importante?

No estaba de humor para discutir.He intentado agarrarle la muñeca; la haapartado con una fuerza sorprendente,moviendo un brazo parecido a una pata

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de insecto. Lo he dejado hasta que heacabado la ronda, después he vuelto.Quería decirle algo.

—Me preguntas por qué eresimportante, Michaels. La respuesta esque no eres importante. Pero esto noquiere decir que debamos olvidarte. Nose olvida a nadie. Recuerda losgorriones. Cinco gorriones valen muypoco, y aun así no los olvidamos.

Ha contemplado el techo durante unbuen rato, como un anciano consultandoa los espíritus, después ha hablado.

—Mi madre se pasó la vidatrabajando. Fregaba los suelos de otros,cocinaba para ellos, lavaba sus platos.Lavaba su ropa sucia. Fregaba sus baños

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después de que los usaran. Searrodillaba y limpiaba el retrete. Perocuando estaba vieja y enferma, laolvidaron. La apartaron de su vista.Cuando murió, la arrojaron al fuego. Medieron una caja vieja de cenizas y medijeron: «Aquí está tu madre, llévatela,no nos sirve».

El muchacho del tobillo roto fingíadormir, pero era todo oídos.

He respondido a Michaels con tantaenergía como he podido; no teníasentido abundar en su autocompasión.

—Hacemos por ti lo que debemoshacer —le he dicho—. No eres especial,puedes estar tranquilo. Cuando estésmejor tendrás que fregar muchos suelos

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y limpiar muchos retretes. En cuanto a tumadre, estoy seguro de que solo hascontado parte de la historia, y estoyseguro de que lo sabes.

Sin embargo, tiene razón: es verdadque le presto demasiada atención. Al finy al cabo, ¿quién es él? Por un lado,tenemos una marea de desplazados delcampo que buscan seguridad en lasciudades. Por otro lado, tenemos lagente cansada de vivir hacinada en unahabitación y comer poco, que sale de lasciudades para poder subsistir en elcampo abandonado. ¿Quién es Michaelssino uno más entre la multitud quecompone esta segunda clase? Un ratónque abandona un barco sobrecargado a

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punto de hundirse. Pero, como era unratón de ciudad, no sabía vivir de latierra y empezó a tener mucha hambre. Ydespués tuvo la suerte de que loencontraran y lo remolcaran de nuevo abordo. ¿Qué motivo tiene para estar tanresentido?

Noël ha recibido una llamada de lapolicía de Prince Albert. Ayer por lanoche atacaron el embalse de agua de laciudad. Dinamitaron la bomba y unasección de la canalización. Mientrasesperan a los ingenieros, tendrán quearreglarse con agua de manantial. Eltendido eléctrico exterior también ha

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volado. Es evidente que se hunde otrode los barcos pequeños, mientras losbarcos grandes siguen surcando lasaguas en la oscuridad, cada vez mássolitarios, crujiendo por el peso de lacarga humana. A la policía le gustaríatener otra oportunidad de hablar conMichaels sobre los responsables, esdecir, sobre sus amigos de las montañas.Y si no puede ser, quiere que le hagamosalgunas preguntas.

—¿No lo han hecho ya una vez? —me he quejado a Noël—. ¿Para quéinterrogarle por segunda vez? Está muyenfermo para trasladarlo, y en cualquiercaso, no es responsable de sí mismo.

—¿Está muy enfermo para hablar

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con nosotros? —me ha preguntado Noël.—No muy enfermo, pero no le

sacarás nada razonable —le he dicho.Noël ha vuelto a sacar los

documentos de Michaels y me los haenseñado. En Categoría, he leídoOpgaarder escrito en la caligrafíaesmerada de un policía rural.

—¿Qué es un opgaarder? —hepreguntado.

Noël:—Algo como una ardilla, una

hormiga o una abeja.—¿Es una nueva especialidad? ¿Ha

ido a la escuela de opgaarder y haobtenido una insignia de opgaarder?

Llevamos a Michaels en pijama y

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con una manta sobre los hombros alalmacén del final de la tribuna. Habíalatas de pintura y cajas de cartónapiladas contra la pared, telarañas encada rincón, mucho polvo en el suelo yningún sitio donde sentarse. Michaelsnos hizo frente malhumorado,sujetándose la manta con energía, susdos piernas de alambre clavadasfirmemente en el suelo.

—Te has metido en un buen lío,Michaels —dijo Noël—. Tus amigos dePrince Albert se han portado muy mal.Se han convertido en un problema.Necesitamos encontrarlos y hablar conellos. Creemos que no nos prestas todatu ayuda. Pero ahora tienes una segunda

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oportunidad. Queremos que nos hablesde tus amigos: dónde se esconden, cómopodemos encontrarlos.

Encendió un cigarrillo. Michaels nose movió ni apartó la mirada denosotros.

—Michaels —dije—, Michael…algunos de nosotros ni siquiera estamosseguros de que tuvieras algo que ver conlos rebeldes. Si nos convences de queno trabajabas para ellos, nos ahorraríasmuchos problemas, y tú mismo teahorrarías mucho sufrimiento. Así quedime, dile al comandante: ¿qué hacíasrealmente en esa granja cuando tedetuvieron? Porque todo lo que sabemoses lo que hemos leído en esos informes

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de la policía de Prince Albert, y,francamente, lo que dicen no tienesentido. Dinos la verdad, dinos toda laverdad, y podrás volver a la cama, no temolestaremos más.

Le vi replegarse en sí mismo,apretándose la manta alrededor delcuello, mirándonos con rabia.

—¡Vamos, amigo! —le dije—.¡Nadie te va a hacer daño, cuéntanossolo lo que queremos saber!

El silencio se alargó. Noël no habló,dejándome a mí el peso de laconversación.

—¡Vamos, Michaels! —dije—. ¡Notenemos todo el día, estamos en guerra!

Por fin habló:

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—Yo no estoy en guerra.La irritación me invadió.—¿Que no estás en guerra? ¡Por

supuesto que estás en guerra, hombre, loquieras o no! ¡Esto es un campamento, yno un hotel de vacaciones, ni una casade reposo: esto es un campamento dondereeducamos a la gente como tú y lahacemos trabajar! ¡Vas a aprender allenar bolsas de arena y cavar hoyos,amigo mío, hasta que se te partan losriñones! ¡Y si no cooperas, irás a unsitio mucho peor! ¡Irás a un sitio dondete pasarás el día achicharrándote al sol,y comerás peladuras de patata ymazorcas de maíz, y si no sobrevives,mala suerte, tacharán tu número de la

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lista y ese será tu final! ¡Así que venga,habla, el tiempo se acaba, dinos lo quehacías allí para redactar el informe ymandarlo a Prince Albert! Elcomandante es un hombre muy ocupado,no está acostumbrado a perder eltiempo, ha dejado la reserva para dirigireste agradable campamento y ayudar apersonas como tú. Tienes que cooperar.

Replegado todavía en sí mismo,preparado a esquivarme si meabalanzaba sobre él, contestó.

—Las palabras no se me dan bien —dijo, nada más. Se humedeció los labioscon su lengua de lagartija.

—¡No nos interesa si las palabras sete dan bien o mal, hombre, solo

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queremos que nos digas la verdad!Sonrió con malicia.—Ese jardín que tenías —dijo Noël

—, ¿qué cultivabas allí?—Era un huerto.—¿Para quién eran las hortalizas?

¿A quién se las dabas?—No eran mías. Eran de la tierra.—Te he preguntado que a quién se

las dabas.—Los soldados las cogieron.—¿Te molestó que los soldados

cogieran tus hortalizas?Se encogió de hombros.—Lo que crece es de todos. Todos

somos hijos de la tierra.Entonces intervine.

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—Tu propia madre está enterrada enla granja, ¿no es así? ¿No me dijiste quetu madre estaba enterrada allí?

Su rostro se cerró como una piedra,y yo continué, olfateando la ventaja.

—Me contaste la historia de tumadre, pero el comandante no la conoce.Cuéntasela al comandante.

Volví a notar que se angustia cuandotiene que hablar de su madre. Sus piesse retorcieron en el suelo y sehumedeció la fisura del labio.

—Háblanos de tus amigos que salenen plena noche a incendiar granjas ymatar a las mujeres y los niños. Quierooír eso —dijo Noël.

—Háblanos de tu padre —dije—.

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Hablas mucho de tu madre, pero nuncamencionas a tu padre. ¿Qué ha sido de tupadre?

Cerró la boca con obstinación, esaboca que nunca se cerrará del todo, y lamirada le brilló con furia.

—¿No tienes hijos, Michaels? —dije—. ¿A tu edad, no tienes mujer ehijos escondidos en alguna parte? ¿Porqué estás solo? ¿Dónde está tu baza defuturo? ¿Quieres que la historia se acabecontigo? Sería una historia muy triste,¿no crees?

Se hizo un silencio tan denso que losentí como un timbre en el oído, elmismo silencio que encuentras en lospozos de las minas, los sótanos, los

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refugios antiaéreos, los lugares sin aire.—Michaels, te hemos traído aquí

para que hables —dije—. Te damos unabuena cama y mucha comida, puedespasarte el día tumbado cómodamentecontemplando los pájaros pasar volandopor el cielo, pero esperamos algo acambio. Llegó la hora de pagar tusdeudas, amigo mío. Tienes una historiaque contar, y nosotros queremos oírla.Empieza por donde quieras. Háblanosde tu madre. Háblanos de tu padre.Háblanos de tu visión de la vida. Y si noquieres hablarnos de tu madre, ni de tupadre, ni de tu visión de la vida,háblanos de tu última explotaciónagrícola, y de tus amigos de las

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montañas que aparecen de vez en cuandopara hacerte una visita y descansar.Dinos lo que queremos saber, y despuéste dejaremos en paz.

Hice una pausa; él seguía con lamirada pétrea.

—Habla, Michaels —continué—.Ya ves lo fácil que es hablar, así queahora habla. Escúchame, escucha lofácil que es llenar esta habitación depalabras. Conozco gente que puedehablar todo el día sin cansarse, quepuede llenar de palabras mundosenteros. —Noël me miró, pero continué—: Dale un poco de sustancia a tu vida,amigo mío, si no vas a pasar por ellacompletamente inadvertido. Serás solo

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un dígito en la columna de las unidadesal final de la guerra, cuando hagan lagran resta para calcular la diferencia,nada más. ¿Quieres ser solo uno de losmuertos? Quieres vivir, ¿no? ¡Entonceshabla, haz oír tu voz, cuenta tu historia!¡Te escuchamos! ¿En qué otro lugar delmundo vas a encontrar dos caballeroseducados y civilizados dispuestos a oírtu historia todo el día, y si es precisotoda la noche, y además a tomar notas?

Noël abandonó la habitación sinavisar.

—Espera aquí, vuelvo enseguida —ordené a Michaels; y salí deprisa.

Paré a Noël en el pasadizo oscuro, ytraté de negociar con él.

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—Nunca le sacarás nada razonable—le dije—, seguro que te das cuenta. Esun idiota, y ni siquiera un idiotainteresante. Es un pobre ser indefenso,al que han dejado emigrar al campo debatalla, al campo de batalla de la vida,me atrevería a decir, cuando en realidaddeberían haberlo encerrado en unainstitución rodeada de muros altos, arellenar cojines o regar las flores.Escúchame, Noël, tengo que pedirte algoimportante. Déjale marchar. No intentessacarle una historia a golpes…

—¿Quién ha hablado de golpes?—… No intentes exprimirle una

historia, porque en realidad no hay unahistoria. No sabe lo que hace, en el

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sentido más profundo de la expresión:durante días le he observado, y estoyconvencido de eso. Inventa algo para elinforme. ¿Cuántos crees que componenesa banda de rebeldes de Swartberg?¿Veinte hombres? ¿Treinta hombres? Ponque te ha dicho que eran veinte hombres,siempre los mismos veinte. Venían a lagranja cada cuatro, cinco, seis semanas,nunca le decían cuándo iban a volver.Sabía sus nombres, pero no losapellidos. Inventa una lista de nombres.Inventa una lista de las armas quellevaban. Cuenta que tenían uncampamento en algún lugar de lasmontañas, nunca le dijeron exactamentedónde, salvo que estaba muy alto, que se

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tardaba dos días en llegar a pie desde lagranja. Cuenta que dormían en lascuevas y que había mujeres con ellos. Yniños. Esto será suficiente. Escribe todoen un informe y envíalo. Será suficientepara que nos dejen en paz y podamoscontinuar con nuestro trabajo.

Estábamos fuera, al sol, bajo elcielo azul de primavera.

—Así que quieres que cuentementiras y les ponga mi firma.

—No son mentiras, Noël.Probablemente hay más verdades en lahistoria que te acabo de contar que en laque le sacarías a Michaels si le torturas.

—¿Y si ese grupo no vive en lasmontañas? ¿Y si viven cerca de Prince

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Albert, de día trabajando connormalidad, y luego, cuando los niñosduermen, sacan los rifles escondidosdebajo de la tarima y actúan en laoscuridad, poniendo bombas,provocando incendios, aterrorizando ala gente? ¿Has pensado en estaposibilidad? ¿Por qué tienes tantointerés en proteger a Michaels?

—¡No le protejo, Noël! ¿Quierespasar el resto del día en este sucioagujero, forzando la declaración de unpobre idiota que confunde el culo conlas témporas, que tiembla en lospantalones cuando piensa en su madrecon el cabello en llamas que le visita ensueños, un tipo que cree que los niños

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nacen en las matas de col? ¡Noël,tenemos cosas más importantes quehacer! No hay nada que buscar ahí, telo repito, y si lo entregas a la policía,llegará a la misma conclusión: ahí nohay nada, no hay ningún dato que tengael mínimo interés para la gente sensata.¡Le he observado, lo sé! No vive ennuestro mundo. Tiene un mundo propio.

En resumidas cuentas, Michaels, tehe salvado gracias a mi elocuencia.Inventaremos una historia para satisfacera la policía, y en vez de volver a PrinceAlbert esposado, sentado en un charcode orina en la caja de la furgoneta,podrás echarte entre sábanas limpias, yescuchar el arrullo de las palomas en los

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árboles, dormitar, pensar tus propiospensamientos. Espero que algún día melo agradezcas.

Sin embargo, es sorprendente quehayas sobrevivido treinta años a lasombra de la ciudad, que hayas pasadouna temporada vagando libremente enzona de guerra (si creemos tu historia), yque hayas salido intacto, cuandomantenerte vivo es como mantener vivoal pato más débil del corral, al gato másfrágil de la camada, al pájaro caído delnido. Sin documentos, sin dinero; sinfamilia, sin amigos, sin saber quién eres.El más oscuro de los oscuros, casi tanoscuro como un prodigio.

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El primer día caluroso del verano, undía de playa. Pero ha ingresado unnuevo paciente con fiebre alta, mareos,vómitos, inflamación de los nóduloslinfáticos. Lo he aislado en la antiguasala de pesaje y he enviado paraanalizar muestras de sangre y orina aWynberg. Hace media hora, al pasar porla sala del correo, he visto el paquetetodavía allí, la cruz roja y el sello deURGENTE claramente a la vista. Lafurgoneta postal no viene hoy, me haexplicado el empleado. ¿No podíahaberlo mandado con un mensajero enbicicleta? No hay mensajeros, hacontestado. No se trata solamente de un

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detenido, le he dicho, tiene que ver conla salud de todo el campamento. Se haencogido de hombros. More is nog ’ndag. ¿Qué prisa hay? En su mesa habíauna revista porno abierta.

Detrás del muro oeste, detrás delladrillo y la alambrada, los robles deRosmead Avenue se han cubierto estosúltimos días de un tupido manto verdeesmeralda. De la avenida llega el clipclop de los cascos de los caballos, y delotro lado, del campo de entrenamiento,llegan los cánticos del pequeño coro dela iglesia de Wynberg, que viene acantar para los prisioneros cadadomingo alterno, con su acordeonista.Ahora cantan Loof die Heer, su pieza

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final; después, los detenidos marcharánen fila de vuelta al bloque D pararecibir su ración de puré y judías ensalsa. Tienen un coro y un sacerdotepara sus almas (no faltan sacerdotes), unmédico militar para sus cuerpos. No lesfalta de nada. En unas semanas semarcharán con un certificadogarantizando su buena disposición moraly física, y entrarán seiscientas carasnuevas. «Si no lo hago yo, lo hará otro—dice Noël—, y será peor que yo». «Almenos desde que tomé posesión, losprisioneros no mueren más que decausas naturales», dice Noël. «La guerrano puede durar eternamente —dice Noël—, tendrá que acabar algún día, como

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todo». Los dichos del comandante VanRensburg. «Sin embargo —digo en miturno de palabra—, cuando el tiroteocesa, los centinelas han huido y elenemigo atraviesa la entrada sinresistencia, espera encontrar alcomandante del campamento en sudespacho con un revólver en la mano yun tiro en la cabeza. Eso es lo queespera, a pesar de todo». Noël noresponde, aunque supongo que ya lo hapensado.

Ayer le di el alta a Michaels. En elvolante del alta especifiqué claramenteque no podía hacer ejercicio físico

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durante un mínimo de siete días. Pero alsalir de la tribuna esta mañana, loprimero que he visto ha sido a Michaels,desnudo hasta la cintura, corriendo aduras penas con los otros alrededor dela pista, un esqueleto arrastrándosedetrás de cuarenta cuerpos fuertes. Heamonestado al oficial de guardia. Surespuesta:

—Cuando no pueda más, que lodeje.

Mi protesta:—Lo dejará cuando se haya caído

muerto. Se le parará el corazón.—Le ha contado un cuento —ha

contestado—. No se crea todo lo queestos sujetos le cuentan. No le pasa

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nada. Pero ¿por qué está tanpreocupado? Mire.

Ha señalado con el dedo. Michaelspasaba delante de nosotros, los ojoscerrados, el rostro relajado, respirandoprofundamente.

Puede ser que me crea muchas desus historias. Quizá la verdad sea que nonecesita comer tanto como los demás.

Me he equivocado. No debí dudarlo. Alos dos días está de vuelta. Felicity haido a abrir la puerta, y allí estaba,inconsciente, sostenido por dosguardias. He preguntado lo que habíaocurrido. Han fingido no saberlo.

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Pregunte al sargento Albrechts, handicho.

Tenía las manos y los pies fríoscomo el hielo, el pulso muy débil.Felicity lo ha envuelto en mantas ybolsas de agua caliente. Le he puestouna inyección y, más tarde, le hesuministrado glucosa y leche a través dela sonda.

Para Albrechts es un caso de clarainsubordinación. Michaels se negó aparticipar en las actividadesobligatorias. Como castigo, le ordenaronhacer ejercicio físico: flexiones y saltos.Después de media docena, se derrumbóy no pudieron reanimarlo.

—¿Qué se negó a hacer? —he

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preguntado.—Cantar —ha respondido.—¿Cantar? Escuche, Michaels no

está totalmente en sus cabales y nopuede hablar correctamente, ¿cómoquiere que cante?

Se ha encogido de hombros.—No le hace daño probar —ha

dicho.—¿Y cómo se le ocurre castigarle

con ejercicio físico? Se veperfectamente que está tan débil comoun recién nacido.

—Es el reglamento —ha contestado.

Michaels ha vuelto en sí. Ha empezado

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por arrancarse la sonda de la nariz;Felicity no ha llegado a tiempo paradetenerlo. Ahora está junto a la puerta,bajo un montón de mantas, tiene cara decadáver y se niega a comer. Aparta elbiberón con su brazo de alambre.

—No es mi tipo de comida —estodo lo que dice.

—¿Qué demonios es tu tipo decomida? —le pregunto—. ¿Y por quénos tratas así? ¿No ves que queremosayudarte? —Me observa con una miradaserena e indiferente que desata mi cólera—. ¡Cientos de personas se mueren dehambre todos los días y tú no quierescomer! ¿Por qué? ¿Estás en huelga? ¿Esuna huelga de hambre? ¿Es eso? ¿Contra

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qué protestas? ¿Quieres tu libertad? Site soltáramos, si en tu estado tepusiéramos en la calle, te morirías enveinticuatro horas. No puedes cuidar deti mismo, no eres capaz. Felicity y yosomos los únicos en el mundo que nospreocupamos de ayudarte. No porqueseas especial, sino porque es nuestrotrabajo. ¿Por qué no quieres cooperar?

Esta discusión ha causado un granimpacto en la sala. Todos escuchaban.El joven, del que había sospechado quetenía meningitis (y al que ayer sorprendícon la mano bajo la falda de Felicity),se ha arrodillado en la cama, estirandoel cuello para ver mejor, sonriendo deoreja a oreja. Incluso Felicity ha dejado

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de fingir que barría el suelo.—Nunca he pedido un trato especial

—ha refunfuñado Michaels.He dado media vuelta y he salido.Nunca has pedido nada, pero te has

convertido en un albatros cargado a miespalda. Tus brazos esqueléticos seanudan en mi nuca, camino inclinado portu peso.

Más tarde, cuando se había calmadoel ambiente en la sala, he vuelto asentarme junto a tu cama. He esperadodurante un buen rato. Al fin has abiertolos ojos y has hablado.

—No voy a morir —has dicho—. Essolo que no puedo comer lo que me danaquí. No puedo comer la comida del

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campamento.—¿Por qué no firmas una orden de

libertad? —he insistido a Noël—. Estanoche le llevo a la entrada, le pongoalgunos rands en el bolsillo y lo echo. Ydespués, que empiece a arreglárselaspor sí mismo, que es lo que quiere. Túfirmas una orden de libertad, y yo teredacto el informe: «Causa de ladefunción, neumonía, provocada por unamalnutrición crónica anterior a suingreso». Le tachamos de la lista y ya notendremos que pensar más en él.

—Estoy desconcertado por tu interéspor él —me ha dicho Noël—. No mepidas que falsifique los informes, no voya hacerlo. Si va a morir, si quiere morir

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de hambre, déjalo morir. Es muysencillo.

—No se trata de morir —he dicho—. No es que quiera morir. Es solo queno le gusta la comida de aquí. No legusta nada de verdad. Ni siquiera tomapapillas. Tal vez solo coma el pan de lalibertad.

Se hizo entre nosotros un silencioincómodo.

—Puede que tampoco a nosotros nosgustara la comida del campamento —heinsistido.

—Lo viste cuando lo trajeron —hadicho Noël—. Ya entonces era unesqueleto. Vivía solo en esa granja suya,libre como un pájaro, comiendo el pan

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de la libertad, pero llegó hecho unesqueleto. Parecía uno de Dachau.

—Puede que tan solo sea un hombremuy delgado —he dicho yo entonces.

La sala estaba a oscuras, Felicity dormíaen su habitación. He permanecido juntoa la cama de Michaels con una linterna,zarandeándole hasta que se hadespertado y se ha tapado los ojos. Lehe hablado en un susurro, inclinándometanto que sentía el olor a humo quedesprende siempre, a pesar de susabluciones.

—Michaels, quiero decirte algo. Sino comes, te vas a morir de verdad. Es

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así de fácil. Lleva su tiempo, no es nadaagradable, pero al final seguro que temueres. Y no voy a hacer nada paradetenerte. Me sería fácil atarte a lacama, sujetarte la cabeza, meterte unasonda por la garganta y alimentarte, perono voy a hacerlo. Voy a tratarte como aun hombre libre, no como a un niño nicomo a un animal. Si quieres tirar tuvida por la borda, hazlo, es tu vida, nola mía.

Ha retirado la mano de los ojos y seha aclarado la garganta con energía.Parecía que iba a hablar, pero en vez deeso, ha movido la cabeza y ha sonreído.A la luz de la linterna su sonrisa erarepulsiva, de tiburón.

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—¿Qué clase de comida quieres? —le he susurrado—. ¿Qué clase de comidaestás dispuesto a tomar?

Alargando lentamente una mano, haapartado la linterna. Después se ha dadomedia vuelta y se ha dormido otra vez.

Ha finalizado el período deentrenamiento del grupo de septiembre,y esta mañana la larga columna dehombres descalzos, encabezada por eltambor y flanqueada por centinelasarmados, ha emprendido su marcha dedoce kilómetros hasta la estación delferrocarril para ser enviados al norte.Dejan atrás a media docena de ellos,

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considerados irrecuperables, queesperan recluidos su traslado aMuldersrus, más tres en la enfermeríaque no pueden andar. Michaels estáentre estos últimos: no ha vuelto a salirnada de sus labios después de negarse aser alimentado por sonda.

Hay olor a desinfectante en la brisa,y disfrutamos de una tranquilidadagradable. Me siento aliviado, casifeliz. ¿Será igual cuando acabe la guerray cierren el campamento? (¿O quizá nisiquiera entonces lo cierren, porque loscampamentos con muros altos sonsiempre útiles?). Excepto el personalmínimo de guardia, todos se hanmarchado con permiso de fin de semana.

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El lunes se espera la llegada del grupode noviembre. Pero el servicio de trenesha empeorado tanto, que solo podemosorganizar planes a un día vista. Lasemana pasada atacaron De Aar,causando importantes daños en las vías.No se habló de ello en las noticias, peroNoël se enteró de buena fuente.

Hoy he comprado una cidra cayote a unvendedor ambulante en Main Road, la hecortado en rodajas finas y las he tostado.

—No es calabaza —le he dicho aMichaels, incorporándole en laalmohada—, pero sabe casi igual.

Ha dado un bocado, y he observado

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cómo lo rumiaba.—¿Te gusta? —le he preguntado.Ha asentido. Había espolvoreado la

cidra cayote con azúcar, pero no habíaencontrado canela. Al cabo de un ratome he marchado para no incomodarle.Cuando he vuelto, estaba tumbado, elplato vacío a su lado. Supongo quecuando Felicity vuelva a barrer,encontrará la cidra cayote debajo de lacama cubierta de hormigas. Una pena.

—¿Qué es lo que te haría comer? —le he preguntado más tarde.

Ha estado en silencio tanto rato quepensé que se había dormido. Después seha aclarado la garganta.

—Nadie ha tenido nunca interés en

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lo que como —ha dicho—. Así que mepregunto por qué.

—Porque no quiero verte morir dehambre. Porque no quiero ver a nadieaquí morirse de hambre.

No creo que me oyera. Los labiosagrietados continuaban moviéndose,como si siguiera un hilo depensamientos que temiera perder.

—Me pregunto: ¿Qué significo paraeste hombre? Me pregunto: ¿Qué leimporta a este hombre si vivo o muero?

—También te podrías preguntar porqué no ejecutamos a los prisioneros. Eslo mismo.

Lo ha negado rotundamente con lacabeza; después, de pronto, me ha

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abierto sus ojos grandes y oscuros comopozos. Yo hubiera querido decir algomás, pero no he podido hablar. Me haparecido absurdo discutir con alguienque te contempla con una mirada deultratumba.

Nos hemos mirado durante un buenrato. Después, sin darme cuenta, heempezado a hablar en un susurro.Mientras hablaba, he pensado: Ríndete.Este es el sabor de la derrota.

—Podría hacerte la misma pregunta—le he dicho—, la misma pregunta quete has hecho: ¿Qué significo yo para estehombre? —Mi susurro era más suave,mi corazón latía acelerado—: No te hepedido que vinieras. Todo me iba bien

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antes de que llegaras. Era feliz, tan felizcomo se puede ser en un sitio como este.Por eso yo también me pregunto: ¿Porqué yo?

Había vuelto a cerrar los ojos. Yotenía la garganta seca. Lo he dejado, heido al baño, he bebido, y me he quedadodurante un buen rato apoyado en ellavabo, lleno de arrepentimiento,pensando en las dificultades por llegar,pensando: No estoy preparado. Hevuelto a su lado con un vaso de agua.

—Aunque no comas, tienes quebeber —he dicho.

Le he ayudado a incorporarse y daralgunos sorbos.

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Querido Michaels:La respuesta es: Porque quiero

conocer tu historia. Quiero saber porqué precisamente tú te has visto envueltoen la guerra, una guerra en la que notienes sitio. No eres un soldado,Michaels, eres una figura cómica, unpayaso, un monigote. ¿Qué pintas en estecampamento? No podemos hacer nadaaquí para reeducarte de la madrevengativa con el pelo en llamas que tevisita en tus sueños. (¿He entendidocorrectamente esta parte de la historia?En cualquier caso, así es como laentiendo). ¿Y para qué te vamos areeducar? ¿Para trenzar cestas? ¿Cortarel césped? Eres como un insecto palo,

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Michaels, cuyo aspecto extraño es suúnica defensa en un universo dedepredadores. Eres un insecto palo queha aterrizado, Dios sabe cómo, en mediode una vasta llanura asfaltada y vacía.Levantas una a una tus piernas dealambre, lentas y frágiles, avanzas pocoa poco buscando algo con lo queconfundirte, y no encuentras nada. ¿Porqué abandonaste los matorrales,Michaels? Ese era tu sitio. Deberíashaberte quedado toda la vida colgado deun arbusto insignificante, en un rincóntranquilo de un jardín oscuro en unbarrio apacible, haciendo lo que elinsecto palo hace para sobrevivir:mordisquear hojas de aquí y allá, comer

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pulgones de vez en cuando, beber elrocío. Y —si me permites un comentariopersonal— deberías haberte separadomuy joven de esa madre tuya, que pareceverdaderamente una bruja. Deberíashaber encontrado otro matorral lo máslejos posible de ella y haberteembarcado en una vida independiente.Cometiste un gran error, Michaels,cuando te la cargaste a la espalda yhuiste de la ciudad en llamas hacia laseguridad del campo. Porque cuando teimagino llevándola, jadeante bajo supeso, asfixiado por el humo, esquivandolas balas, haciendo todas las demásproezas de caridad filial que sin dudahiciste, también me la imagino a ella

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sentada sobre tus hombros, devorando tumente, mirando triunfante a su alrededor,la encarnación misma de la gran MadreMuerte. Y ahora que se ha ido, tienes laintención de seguirla. Michaels, me hepreguntado lo que ves cuando abrestanto los ojos —porque estoy seguro deque no me ves, estoy seguro de que noves las paredes blancas y las camasvacías de la enfermería, que no ves aFelicity con su turbante blanco como lanieve—. ¿Qué ves? ¿Ves a tu madresonriéndote, con su aureola de pelo enllamas, haciéndote una señal con sudedo tentador para que cruces la cortinade luz y te reúnas con ella en el másallá? ¿Es esto lo que explica tu

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indiferencia ante la vida?Otra cosa que me gustaría saber es

lo que comías en el campo que ha vueltoinsípido todo lo demás. Solo hasmencionado la calabaza. Incluso llevascontigo semillas de calabaza. ¿Es lacalabaza el único alimento que conocenen el Karoo? ¿He de creer que tealimentaste de calabaza durante un año?El cuerpo humano no es capaz de eso,Michaels. ¿Qué más comías? ¿Cazabas?¿Te fabricaste un arco con flechas ycazaste? ¿Comías raíces y bayas?¿Comías langostas? Tu informe dice queeras un opgaarder, un almacenista, perono dice lo que almacenabas. ¿Era elmaná? ¿Caía para ti el maná del cielo, y

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lo almacenaste en compartimentossubterráneos para que tus amigosvinieran a comer por la noche? ¿Es poreso por lo que no quieres probar lacomida del campamento… porque elsabor del maná te ha malcriado parasiempre?

Tenías que haberte escondido,Michaels. Fuiste demasiado negligentecontigo mismo. Tenías que habertedeslizado en el rincón más oscuro delagujero más profundo y haberte armadode paciencia hasta que desaparecieranlas dificultades. ¿Acaso pensaste queeras un espíritu invisible, un visitante deotro planeta, una criatura fuera de lasleyes de las naciones? Pues bien, las

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leyes de las naciones te tienen ahoraatrapado: te han atado a una cama bajola tribuna del antiguo hipódromo deKenilworth, y si es preciso te haránmorder el polvo. Las leyes son dehierro, Michaels, espero que lo vayasaprendiendo. Da igual lo que adelgaces,no te dejarán tranquilo. Ya no hay hogarpara las almas universales, salvo quizáen la Antártida o en alta mar.

Michaels, si no transiges, vas amorir. Y no pienses que vas simplementea consumirte, hacerte más y másinsustancial hasta que solo seas espírituy puedas volar hacia el éter. La muerteque has escogido está llena desufrimiento, miseria, vergüenza,

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arrepentimiento, y todavía quedanmuchos días hasta que la liberaciónllegue. Vas a morir, y también va a morirtu historia, por los siglos de los siglos, ano ser que recobres el juicio y meescuches. Michaels, escúchame. Soy elúnico que puede salvarte. Soy el únicoque ve en ti el alma singular que eres.Soy el único que se preocupa de ti. Soyel único que no te ve como un caso fácilen un campamento fácil, ni como un casodifícil en un campamento difícil, sinoque te veo como un alma humanaimposible de clasificar, un alma que hatenido la bendición de no sercontaminada por doctrinas ni por lahistoria, un alma que mueve las alas en

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ese sarcófago rígido, que susurra trasesa máscara de payaso. Michaels, eresvalioso a tu manera; eres el último de tuespecie, un resto de épocas pasadas,como el celacanto o el último hombreque habla yaqui. Todos hemos caídorodando en la gran caldera de lahistoria, pero solo tú, guiado por tuestrella idiota, esperando tu hora en unorfanato (¿quién habría pensado ensemejante escondite?), esquivando lapaz y la guerra, escondido aldescubierto donde a nadie se leocurriría buscarte, solo tú hasconseguido vivir como antes: dejándotellevar por el tiempo, sujeto a lasestaciones, sin querer cambiar el curso

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de la historia más que un grano de arena.Deberíamos valorarte, deberíamosfestejarte, poner tu ropa en un maniquíde un museo, tu ropa y también tupaquete de semillas de calabaza, con unletrero; deberíamos clavar una placa enla pared del hipódromo que conmemoretu estancia aquí. Pero no va a ser así. Larealidad es que vas a morir inadvertido,y van a enterrarte en una fosa común, enun rincón del hipódromo, porque ahorani se plantearían tu traslado a loscampos de Woltemade, y nadie más queyo te recordará, a no ser que cedas y alfin abras la boca. Te lo suplico,Michaels: ¡cede!

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Un amigo

Después de un cúmulo de rumores, porfin tenemos información precisa delgrupo de este mes. El grupo principalestá retenido en la vía del ferrocarril enReddersburg, esperando un medio detransporte. En cuanto al grupo del estede El Cabo, no va a llegar nunca: elcampamento de tránsito de Uitenhage yano tiene personal para separar a losprisioneros difíciles de los fáciles, yhasta nueva orden envían a todos losdetenidos en ese sector a campamentosde alta seguridad.

La atmósfera festiva persiste en

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Kenilworth. Se ha organizado paramañana un partido de criquet entre elpersonal del campamento y un equipo deIntendencia. Hay mucha actividad en elcentro de la pista, donde cortan elcésped y alisan el terreno. Noëlcapitaneará el equipo. Dice que hanpasado treinta años desde que jugó laúltima vez. No encuentra un par depantalones blancos que le sirvan.

Si siguen dinamitando las vías y eltransporte se paraliza en todas partes,puede que el Castillo se olvide denosotros, y nos deje jugar durante elresto de la guerra, despreocupados ytranquilos entre nuestros muros.

Noël ha venido de inspección. Solo

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había dos prisioneros en la sala,Michaels y el caso de conmocióncerebral. Hemos hablado de Michaelsen voz baja, aunque estaba dormido.Todavía podría salvarle si utilizo lasonda, le he dicho a Noël, pero meresisto a obligar a vivir a alguien que nolo desea. El reglamento me respaldaclaramente: No alimentar a la fuerza, noprolongar artificialmente la vida. (Ytambién: No dar publicidad a lashuelgas de hambre).

—¿Cuánto puede durar todavía? —me ha preguntado Noël.

—Quizá dos semanas, quizá hastatres —le he respondido.

—Al menos es un final tranquilo —

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ha dicho.—No, es un final doloroso y lleno

de angustia —he dicho.—¿No le puedes poner una

inyección? —ha preguntado.—¿Para acabar con él? —le he

dicho.—No, no me refiero a acabar con él

—ha replicado—, solo a hacerle lamarcha más fácil.

Me he negado. No puedo aceptar esaresponsabilidad mientras exista todavíala posibilidad de que cambie deopinión. Nos hemos quedado ahí.

Hemos jugado y perdido el partido de

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criquet. La pelota botaba con granvelocidad por el césped irregular y losbateadores tenían que saltar para evitarque les golpeara. Noël, que jugaba conun chándal blanco ribeteado de rojo, quele daba un aire de Papá Noel con ropainterior térmica, bateó el undécimo, yfue eliminado en la primera pelota.

—¿Dónde aprendiste a jugar? —lepregunté.

—En Moorreesburg, en los añostreinta, en el campo de juego delcolegio, en el recreo —contestó.

Me parece la mejor persona entretodos nosotros.

Después del partido, hemos estadode fiesta hasta muy entrada la noche. El

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partido de vuelta se ha fijado parafebrero, en Simonstown, si aún estamospor aquí.

Noël está muy desanimado. Hoy ha oídoque Uitenhage no era más que elprincipio, que iban a suprimir ladiferencia entre campamentos dereeducación y campamentos deinternamiento. Van a cerrarBaardskeerdersbos, y convertirán lostres restantes, incluido Kenilworth, encampamentos de internamiento. Pareceque la reeducación es un ideal que no hapodido probarse; en cuanto a los gruposde trabajo, también se pueden reclutar

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en los campamentos de internamiento.Noël:

—¿Quieren decir que van a internara soldados endurecidos por la batallaaquí, en Kenilworth, en medio de unazona residencial, entre un muro deladrillo y dos hileras de alambrada, yvan a vigilarlos un puñado de viejos,niños y enfermos de corazón?

La respuesta: Se han tomado enconsideración las carencias delcampamento de Kenilworth. Antes de sureapertura, se harán cambiosestructurales, incluyendo las luces y lastorres de vigilancia.

Noël me confiesa que está pensandoen dimitir: tiene sesenta años, ha

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consagrado la mayor parte de su vida alejército, tiene una hija viuda que leapremia para que vaya a vivir con ella aGordon’s Bay.

—Es necesario un hombre de hierropara dirigir un campamento de hierro.Yo no soy de esa clase.

Estoy de acuerdo. El no ser dehierro es su mayor virtud.

Michaels se ha marchado. Ha debidode escapar por la noche. Al llegar estamañana, Felicity se dio cuenta de que sucama estaba vacía, pero no informó anadie («¡Pensé que estaba en el baño!»).Eran ya las diez cuando me he enterado.Ahora, mirando atrás, te das cuenta de lofácil que ha tenido que ser, o lo fácil que

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sería para cualquiera con buena salud.Como el campamento estaba casi vacío,los únicos centinelas de guardia estabanen la entrada principal y en la delrecinto del personal. No había patrullasy la puerta lateral estaba cerrada sinllave. No había nadie que quisieraescapar, ¿y quién querría entrar? Peronos olvidamos de Michaels. Debió desalir de puntillas, escalar el muro (sabeDios cómo) y escabullirse. No pareceque cortara la alambrada; pero Michaelses casi un fantasma que puede deslizarsepor cualquier sitio.

Noël se encuentra en un dilema. Encasos similares, el procedimientoespecífico consiste en informar de la

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fuga y dejar el asunto en manos de lapolicía civil. Pero en este caso habráuna investigación, y sin duda saldrá a laluz la situación relajada que reina ahoraaquí: la mitad del personal con permisonocturno, las patrullas suspendidas,etcétera. La alternativa consiste enpreparar un certificado de defunción ydejar marchar a Michaels. He insistido aNoël para que escoja esta solución.

—Por amor de Dios, cierra lahistoria de Michaels aquí y ahora —lehe dicho—. El pobre idiota se ha ido amorir en un rincón como un perroenfermo. Déjale, no le traigas a rastraspara obligarle a morir aquí bajo un focode luz, rodeado de desconocidos. —

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Noël ha sonreído—. Sonríes —he dicho—, pero es verdad lo que digo: laspersonas como Michaels están encontacto con cosas que ni tú ni yoentendemos. Oyen la llamada del granbenefactor y obedecen. ¿No has oídohablar de los elefantes?

»Michaels no tendría que habervenido nunca a este campamento —heproseguido—. Fue un error. En realidadsu vida ha sido un error de principio afin. Es cruel decirlo pero lo diré detodas maneras: alguien como él nodebería haber nacido nunca en un mundocomo este. Más le hubiera valido que sumadre le hubiera asfixiadodiscretamente cuando vio lo que era, y

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lo hubiera dejado en el cubo de labasura. Ahora, déjale al menos ir en paz.Escribo un certificado de defunción, túlo firmas, algún oficinista del Castillo loarchiva sin mirarlo, y con esto setermina la historia de Michaels.

—Lleva puesto un pijama caquireglamentario —ha dicho Noël—. Lapolicía lo detendrá, le preguntará dedónde viene, dirá que viene deKenilworth, comprobarán que no hayningún parte de fuga, y nos lacargaremos.

—No llevaba el pijama puesto —hecontestado—. Todavía no sé lo queencontró para ponerse, pero dejó supijama aquí. En cuanto a admitir que

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viene de Kenilworth, no lo hará, por lasencilla razón de que no quiere volver aKenilworth. Les contará una de sushistorias, por ejemplo que viene delJardín del Edén. Sacará el paquete desemillas de calabaza, lo agitará, lesregalará una de sus sonrisas, y se lollevarán directamente al manicomio,suponiendo que aún quede alguno. Te lojuro, Noël, no volverás a oír hablar deMichaels. Además, ¿sabes cuánto pesa?Treinta y cinco kilos, la piel y loshuesos. No ha comido nada en dossemanas. Su cuerpo ya no tiene lacapacidad de digerir los alimentoshabituales. Me sorprende muchísimo quetuviera fuerzas para levantarse y andar;

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es un milagro que trepara el muro.¿Cuánto puede durar? Una noche al airelibre y se morirá de frío. Se le parará elcorazón.

—A propósito —ha dicho Noël—,¿alguien ha comprobado que no estéfuera, tirado en algún sitio, que al llegara lo alto del muro no se cayeradirectamente al otro lado? —Me helevantado. Noël ha proseguido—:Porque lo último que necesitamos es uncadáver delante del campamento,cubierto de moscas. No es tu trabajo,pero si quieres comprobarlo, adelante.Puedes coger mi coche.

No he cogido el coche; he recorridoa pie el perímetro del campamento.

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Había maleza abundante a lo largo delmuro; en la zona posterior he tenido queavanzar entre la hierba que me llegaba ala rodilla. No he visto ningún cuerpo, nitampoco ningún corte en la alambrada.Después de media hora, estaba de vueltaen el punto de partida, un pocosorprendido de lo pequeño que parecedesde fuera el campamento que, para losque viven dentro, es un universo entero.Luego, en lugar de regresar a informar aNoël, he paseado por Rosmead Avenue,entre la sombra jaspeada de los robles,disfrutando de la calma del mediodía.Me ha adelantado un anciano cuyabicicleta chirriaba a cada golpe depedal. Me ha saludado con la mano. Se

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me ha ocurrido que si le seguía,continuando en línea recta por laavenida, podría estar en la playa a lasdos. ¿Hay alguna razón especial, me hepreguntado, por la que no se puedaromper hoy el orden y la disciplina, envez de mañana, el mes próximo, el añopróximo? ¿Qué beneficiaría más a lahumanidad: que me pase la tardehaciendo el inventario de la enfermería,o que me vaya a la playa, me quite laropa y me tumbe en calzoncillos a tomarel sol suave de primavera, mirando a losniños divertirse en el agua, para mástarde ir a comprarme un helado en elquiosco del aparcamiento, si el quioscoexiste todavía? ¿De qué le ha valido

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después de todo a Noël esforzarse en suescritorio por equilibrar las entradas ylas salidas de hombres? ¿No hubierasido mejor echarse una siesta? Esposible que la suma universal de lafelicidad aumentara si declarásemosesta tarde libre y nos fuéramos todos ala playa, comandante, médico, capellán,monitores de EF, centinelas, instructoresde perros, y también los seis casosdifíciles del bloque de celdas,encargando al paciente de conmocióncerebral que cuide de todo. Es posibleque conociéramos algunas chicas.Después de todo, ¿por qué otra razónhacemos la guerra sino para aumentar lasuma universal de la felicidad? ¿O es

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que mi memoria me falla y la heconfundido con otra guerra?

—Michaels no está tirado al otrolado del muro —he informado a Noël—.Tampoco lleva ropa que nos incrimine.Lleva un mono azul marino adornadocon la palabra treefellers delante ydetrás, que estaba colgado de un ganchodel baño de la tribuna desde Dios sabecuándo. Por lo tanto, podemos negarfácilmente nuestra relación con él.

Noël parecía cansado: un hombremayor y cansado.

—Además —le he dicho—, ¿puedesrecordarme por qué hacemos estaguerra? Me lo dijeron una vez, pero fuehace tiempo y parece que lo he

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olvidado.—Hacemos esta guerra —ha dicho

Noël— para que las minorías puedandecidir su futuro.

Hemos intercambiado miradasvacías. Cualquiera que fuese mi estadode ánimo, no he conseguido que locompartiera.

—Prepara ese certificado que meprometiste —me ha dicho—. No pongasla fecha, déjala en blanco.

Por la noche, sentado a la mesa de laenfermera sin nada que hacer, mientrasla sala se llenaba de sombras, el vientodel sudeste comenzaba a soplar fuera yel caso de conmoción cerebral respirabaregularmente, me inundó la sensación de

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que estaba desperdiciando mi vida, quela desperdiciaba por vivirla día a día enun estado de espera, de que en realidadme había convertido en prisionero deesta guerra. Salí y, de pie en la pistavacía, miré el cielo despejado por elviento, y deseé que la inquietud pasara yvolviera la paz anterior. El tiempo deguerra es tiempo de espera, había dichoNoël una vez. ¿Qué otra cosa se podíahacer en un campamento sino esperar,continuar con la rutina de la vida,cumplir sus obligaciones, el oídosiempre atento al rumor de la guerra alotro lado del muro, alerta ante el menorcambio de tono? Sin embargo, se meocurrió pensar si Felicity, por no hablar

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más que de ella, se sentía como un seren suspenso, viva pero sin vivir,mientras la historia dudaba sobre elcamino que seguir. Felicity, a juzgar porlo que la conozco, no ha conocido lahistoria más que como un catecismoinfantil. («¿Cuándo se descubrióSudáfrica?». «En mil seiscientoscincuenta y dos». «¿Dónde está el pozomás grande del mundo hecho por elhombre?». «En Kimberley»). Dudo quea los ojos de Felicity las corrientes deltiempo se arremolinen formandotorbellinos alrededor de nosotros, en loscampos de batalla y en los cuartelesgenerales, en las fábricas y en las calles,en las salas de consejos y en los

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gabinetes ministeriales, primeroindecisas, pero dirigiéndosepermanentemente hacia el momento detransfiguración donde el orden nace delcaos y la historia se manifiesta en susignificado triunfal. A no ser que meequivoque con ella, Felicity no seconsidera una náufraga abandonada enun reducto del tiempo, el tiempo deespera, el tiempo del campamento, eltiempo de la guerra. Para ella el tiempoestá tan lleno como antes, incluso eltiempo que dedica a lavar las sábanas ybarrer el suelo; mientras que para mí,que escucho los intercambios banales dela vida del campamento por un oído, ypor el otro la rotación suprasensorial

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del giroscopio del Gran Diseño, eltiempo se ha vaciado. (¿O quizá estésubestimando a Felicity?). Hasta el casode conmoción cerebral, totalmentereplegado en sí mismo, absorto en elproceso lento de su propia extinción,vive la muerte con más intensidad queyo la vida.

A pesar de los problemas que noscausaría, me descubro deseando que unpolicía llegue a la verja agarrando aMichaels del cuello como un muñeco detrapo, y diga «Deberían vigilar mejor aestos sinvergüenzas», lo deje allí y semarche con paso marcial. Michaels, quesueña con cubrir el desierto de flores decalabaza, es también una más entre las

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personas demasiado ocupadas,demasiado estúpidas, demasiadoabsortas para oír girar las ruedas de lahistoria.

Esta mañana, sin previo aviso, unacolumna de camiones llegó concuatrocientos nuevos prisioneros, elgrupo retenido primero una semana enReddersburg, y después al norte deBeaufort West. Mientras aquíorganizábamos juegos, salíamos conamigas, filosofábamos acerca de la vida,la muerte y la historia, estos hombresesperaban en vagones de ganado,aparcados en las vías muertas bajo el

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sol de noviembre, durmiendo apretadosunos contra otros en las noches frías delas tierras altas, saliendo dos veces aldía para aliviar sus necesidades, sincomer nada más que gachas preparadasen hogueras de espinos al lado de lasvías, viendo pasar cargamentos másurgentes que ellos, mientras la arañatejía su red entre las ruedas de su casa.Noël dice que, dada la precariedad denuestras instalaciones y haciendo uso deeste derecho, estuvo a punto de negarseen redondo a admitirlos, pero cuandoolió a los prisioneros, cuando vio sucansancio y su impotencia, se dio cuentade que, si ponía obstáculos, losvolverían a llevar sin más al almacén de

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la estación y los meterían como unrebaño en los mismos vagones en losque llegaron, a esperar la muerte o a quealguien, en alguna parte de las altasesferas de la burocracia interminable,decidiera moverse. Por eso todosnosotros hemos trabajado sin descansotodo el día para prepararlos:espulgarlos y quemar la ropa vieja,equiparlos con el uniforme delcampamento, alimentarlos y darlesmedicinas, separar a los enfermos de lossimplemente muertos de hambre. Laenfermería y el anexo vuelven a estarllenos; algunos de los pacientes nuevosse encuentran tan débiles comoMichaels, que estuvo tan cerca de un

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estado de vida en muerte, o muerte envida, cualquiera que fuese, como erahumanamente posible. En resumen,hemos vuelto al trabajo, y dentro depoco tendremos otra vez las prácticas desaludo a la bandera y los cantoseducativos para destruir la calma de lastardes veraniegas.

Los prisioneros nos contaron que almenos hubo veinte bajas en el camino.Sepultaron a los muertos en fosascomunes en el veld. Noël revisó losdocumentos. No resultaron ser más queunas hojas pergeñadas en Ciudad delCabo por la mañana, en las que no seconsignaba nada más que el número dellegadas.

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—¿Por qué no exiges losdocumentos de la salida? —le hepreguntado.

—Sería una pérdida de tiempo —meha contestado—. Dirán que los papelesaún no han llegado. Pero es que lospapeles no llegarán nunca. Nadie quiereuna investigación. Y además, ¿quiéndice que veinte entre cuatrocientos no esuna proporción aceptable? La gentemuere, no cesa de morir, es la naturalezahumana, no se puede hacer nada.

La disentería y la hepatitis hacenestragos, y por supuesto también laslombrices. Es evidente que Felicity y yono podremos con todo. Noël está deacuerdo en que seleccionemos a dos

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prisioneros como ayudantes.Mientras tanto continúan los

preparativos para ascender aKenilworth a la categoría de altaseguridad. El primero de marzo es lafecha fijada para el cambio. Habrámodificaciones importantes, entre ellas,el derribo de la tribuna, y nuevas casetaspara alojar a quinientos prisioneros más.Noël llamó por teléfono al Castillo paraprotestar por ese plazo tan corto, y ledijeron: «Cálmese. Nos encargaremosde todo. Ocúpese de que sus hombrespreparen el terreno. Quemen la hierba.Quiten las piedras. Cada piedra es unpeligro. Buena suerte. Y recuerde, ’nboer maak ’n plan».

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Sospecho que Noël bebe más de lonormal. Puede que, tanto para él comopara mí, ahora sea el momento másapropiado de abandonar la fortaleza —porque en esto sin duda se va a convertirla Península—, dejando a losprisioneros que vigilen a losprisioneros, a los enfermos que curen alos enfermos. Quizá los dos deberíamoscoger una hoja del libro de Michaels ymarcharnos de viaje a una de las zonasmás tranquilas del país, a la cuenca másoculta del Karoo, por ejemplo, yestablecernos allí, dos desertores debuena familia, de fortuna modesta yhábitos sobrios. La dificultad mayor esllegar tan lejos como Michaels sin ser

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descubiertos. Quizá pudiéramosempezar por renunciar a nuestrosuniformes, por ensuciarnos las uñas ycaminar un poco más cerca de la tierra;aunque dudo de que pudiéramos pasartan inadvertidos como Michaels, o almenos como Michaels debía de habersido antes de convertirse en unesqueleto. Cuando miraba a Michaels,siempre me parecía que alguien habíacogido un puñado de polvo, habíaescupido en él y le había dado la formade un hombre rudimentario, cometiendouno o dos errores (la boca, y sin duda elcontenido de la cabeza), y olvidandouno o dos detalles (el sexo), perologrando finalmente la forma de un

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hombrecillo genuino de barro, como loshombrecillos que se ven en algunasfiguras de la artesanía popular salir almundo de entre los muslos abiertos desu madre, los dedos ya torcidos, laespalda ya doblada, preparados parauna vida de labranza, un ser que pasa suvida consciente inclinado sobre latierra, que cuando llega al fin su horacava su propia tumba, se desliza en ellay arroja la tierra pesada sobre su cabezacomo una manta, sonriendo por últimavez, y se vuelve dejándose llevar por elsueño, al fin en casa, mientras que, másinadvertida que nunca en algún lugarlejano, la rueda de la historia continúagirando. ¿A qué cuerpo del Estado se le

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ocurriría reclutar semejantes seres comoagentes, y de qué servirían, si no es parallevar los fardos y morir en grannúmero? El Estado cabalga sobre laespalda de los siervos de la tierra comoMichaels; devora los productos de suesfuerzo, y a cambio se caga en ellos.Pero cuando el Estado marcó a Michaelscon un número y se lo tragó, perdía eltiempo. Porque las tripas del Estado nohan digerido a Michaels; ha salido desus campamentos tan intacto como desus colegios y orfanatos.

Mientras que yo —si en una nocheoscura me pusiera un mono, unaszapatillas de tenis y trepara el muro(cortando la alambrada porque no soy

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de aire)—, yo soy de esos que se dejaríaatrapar por la primera patrulla quepasara, mientras me decido por elcamino que lleva a la salvación. Laverdad es que he tenido mi oportunidad,y la he dejado pasar sin darme cuenta.Debí haber seguido a Michaels la nocheque se fugó. Es inútil alegar que noestaba preparado. Si hubiera tomado aMichaels en serio, siempre habríaestado preparado. Habría tenidosiempre un fardo a mano, una muda deropa, una cartera llena de dinero, unacaja de cerillas, un paquete de galletas yuna lata de sardinas. No le habríaperdido de vista nunca. Cuandodurmiera, yo habría dormido en el

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umbral de la puerta; cuando sedespertara, lo habría vigilado. Y cuandohuyera, habría huido detrás de él. Mehabría escondido en su sombra, habríatrepado el muro por el rincón másoscuro y le habría seguido por laavenida de robles bajo las estrellas, auna buena distancia, parándome cuandose parase, para que no tuviera quepreguntarse «¿Quién me sigue? ¿Quéquiere?», ni tuviera que empezar acorrer si me tomara por un policía, unpolicía de paisano con un mono, unaszapatillas de tenis y una pistola en elfardo. Le habría seguido como un perropor las callejas toda la noche, hasta queal amanecer nos hubiéramos encontrado

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al final de los descampados de lallanura de El Cabo, caminando acincuenta pasos uno del otro por laarena y los matorrales, evitando losgrupos de chabolas donde se elevaría alcielo algún hilo de humo. Y allí, a la luzdel día, al fin te habrías vuelto amirarme, a mí el farmacéuticoconvertido en médico militar, convertidoahora en tu escolta, que antes de ver laluz te había impuesto tus momentos desueño y vigilia, que te había introducidosondas en la nariz y pastillas en la boca,que había presenciado tu interrogatorioy me había burlado de ti, que, porencima de todo, había intentadoobligarte a ingerir alimentos que no

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podías comer. Con recelo, incluso conenfado, habrías esperado en medio delsendero a que me acercara paraexplicarme.

Y yo me habría acercado y habríahablado. Te habría dicho: «Michaels,perdona la forma en que te he tratado, nohe sabido apreciar quién eras hasta losúltimos días. Perdóname también porperseguirte de esta manera. Te prometono ser una carga». (¿«No ser una cargacomo la de tu madre»? No, esto quizásería imprudente). «No te pido que mecuides dándome de comer, por ejemplo.Necesito algo muy sencillo. Aunque estepaís es extenso, tan extenso como parapensar que hay sitio para todos, lo que

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he aprendido de la vida me dice que esdifícil estar lejos de los campamentos.Pero estoy convencido de que existenzonas entre los campamentos que nopertenecen a ningún campamento, nisiquiera a las zonas de influencia de loscampamentos (las cimas de algunasmontañas, por ejemplo, algunos islotesen medio de los lagos, algunos parajesáridos), donde los seres humanos noquieren vivir. Busco un sitio así paraestablecerme, ya sea hasta que lasituación mejore, o para siempre. Perono soy tan tonto para creer que losmapas y las carreteras me pueden guiar.Por eso te he elegido para que memuestres el camino».

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Entonces me habría acercado más,hasta colocarme a tu lado para quepudieras leer en mis ojos. «Michaels —habría dicho si hubiera estado despiertoy te hubiera seguido—, desde elmomento en que llegaste vi que no erascarne de campa— mentó. Al principio,lo confieso, pensé que eras un tipocómico. Es cierto que insistí alcomandante Van Rensburg para que teeximiera del régimen del campamento,pero únicamente porque pensaba quesometerte al proceso de reeducaciónhubiera sido como intentar enseñar a unarata, a un ratón o (¿me atreveré adecirlo?) a una lagartija a ladrar parapedir la pelota y atraparla en el aire. Sin

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embargo, a medida que pasaba el tiempoempecé poco a poco a percibir laoriginalidad de la resistencia quepracticabas. No eras un héroe, nopretendías serlo, ni siquiera un héroe delayuno. En realidad, no te resististe enabsoluto. Cuando te ordenamos saltar,saltaste. Cuando te ordenamos saltarotra vez, saltaste otra vez. Pero cuandote ordenamos saltar por tercera vez, noobedeciste, sino que te derrumbaste; ytodos pudimos ver, incluso los másreticentes, que te habías derrumbadoporque habías agotado tus recursosobedeciéndonos. Así que te levantamos,constatando que no pesabas más que unsaco de plumas, te sentamos delante de

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la comida y te dijimos: “Come, recuperatus fuerzas para poder volver aperderlas obedeciéndonos”. Y no tenegaste. Creo que intentastesinceramente hacer lo que te decían. Tuvoluntad lo aceptó (perdóname que hagaestas distinciones, no tengo otro mediode explicarme), tu voluntad lo aceptó,pero tu cuerpo lo rechazó. Así loentendí. Tu cuerpo rechazaba la comidaque te dábamos y tú adelgazabas más ymás. ¿Por qué?, me preguntaba. ¿Porqué este hombre no quiere comermientras se muere claramente dehambre? Después, a medida que teobservaba día a día, comencélentamente a comprender la verdad:

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implorabas en secreto, en tusubconsciente (perdona la palabra), porotra clase de comida, comida que ningúncampamento podría proporcionarte. Tuvoluntad seguía siendo dócil, pero tucuerpo imploraba su propia comida, yninguna otra. Ahora bien, me habíanenseñado que el cuerpo no tieneambivalencias. Me habían enseñado queel cuerpo solo quiere vivir. El suicidio,según tenía entendido, no es un acto delcuerpo contra sí mismo, sino de lavoluntad contra el cuerpo. Pero ante misojos tenía un cuerpo que iba a morirantes que cambiar de naturaleza.Permanecí horas en la entrada de la salaobservándote, interrogándome sobre

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este misterio. No había ni un principioni una idea detrás de tu negativa. Noquerías morir, pero te estabas muriendo.Eras como un conejillo cosido en lacarcasa de un buey: sin duda asfixiado,pero también muerto de hambre por lacomida verdadera entre todos esostrozos de carne».

Aquí quizá habría interrumpido midiscurso en la llanura, porque de algúnlugar cercano detrás de nosotros llegaríael ruido de un hombre tosiendo,carraspeando, escupiendo, y también elolor de leña quemada; pero el brillo demi mirada te habría mantenido, por elmomento, inmóvil.

«Yo he sido el único en darse cuenta

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de que eras más de lo que parecías —habría continuado—. Lentamente, amedida que tu “No” obstinado cobrabapeso día a día, empecé a sentir que noeras un paciente cualquiera, otro heridode guerra, otro ladrillo en esta pirámidedel sacrificio que un día alguienescalaría para conquistar su cima,rugiendo, golpeándose el pecho,proclamándose emperador de todo loque divisara. Tú estabas metido en tucama bajo la ventana, a la luz de lalámpara de noche, los ojos cerrados,quizá dormido. En la entrada, respirandoen silencio, escuchando los gemidos yronquidos de los otros en su sueño, yoesperaba; y en mí crecía más y más la

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sensación de que sobre una de esascamas, una sola, el aire se hacía másdenso, la oscuridad se concentraba, untorbellino negro rugía en absolutosilencio sobre tu cuerpo, señalándote,sin ni siquiera mover el borde de lassábanas. Sacudí la cabeza como unhombre que trata de librarse de unsueño, pero la sensación persistía. “Noes un producto de mi imaginación”, medecía a mí mismo. “Esta concentraciónde sentido que percibo no es un rayoluminoso que proyecto sobre esta oaquella cama, una camisa en la queenvuelvo a este o aquel paciente a miantojo. Michaels significa algo, y susignificado no es solo asunto mío. Si así

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fuera, si el origen de este significado nofuera más que una carencia mía, unacarencia, digamos, de algo en que creer,ya que todos sabemos lo difícil que essaciar el hambre de creer con el futuroque nos ofrece la guerra, por no hablarde los campamentos, si lo que me llevóa Michaels y su historia solo fuera unvulgar apetito de significado, siMichaels mismo no fuera más de lo queparece ser (lo que pareces ser), unhombre escuálido con el labio retorcido(perdóname por nombrar solo lo quesalta a la vista), en ese caso tendríarazones para retirarme a los bañosdetrás de los vestuarios de los jockeys,encerrarme en la última cabina y

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pegarme un tiro en la cabeza. Pero¿cuándo he sido más sincero que estanoche?”. Y de pie en la entrada de lasala, dirigí hacia mí mismo la miradamás crítica, tratando por todos losmedios a mi alcance de detectar elgermen de la deshonestidad en lo másprofundo de mi convicción (porejemplo, el deseo de ser el único para elque el campamento no era solo elantiguo hipódromo de Kenilworth,salpicado de casetas prefabricadas, sinotambién un lugar privilegiado donde elsignificado erupcionaba al mundo). Perosi tal germen estaba escondido dentro demí, no quería levantar la cabeza, y si noquería, ¿qué podría hacer para

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obligarle? (De todas formas dudo de quese pueda disociar el yo que examina delyo que se esconde, enfrentándolos comohalcón y ratón; pero convengamos enposponer esta conversación para un díaen que no huyamos de la policía). Asíque dirigí mi mirada de nuevo alexterior, y, sí, todavía era verdad, no meengañaba, no era una ilusión o unconsuelo, era como antes, era la verdad,realmente había una concentración, unaintensificación de la oscuridad sobreuna de las camas, una sola, y esa camaera la tuya».

En este punto creo que ya me habríasdado la espalda y te habrías alejado,perdiendo el hilo de mi discurso,

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impaciente en cualquier caso poraumentar la distancia que te separabadel campamento. O puede que un grupode niños de las chabolas, atraídos pormi voz, estuvieran ya reunidos a nuestroalrededor, algunos en pijama,escuchando con la boca abierta esaspalabras grandes y apasionadas,poniéndote nervioso. Así que ahorahabría tenido que correr detrás de ti,pisándote los talones para no tener quegritar. «Perdóname, Michaels —habríatenido que decir—, ya no queda muchomás, por favor, ten paciencia. Solo mequeda decirte lo que significas para mí,después habré terminado».

Supongo, porque así es tu naturaleza,

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que en este momento echarías a correr.Tendría que correr detrás de ti,vadeando la espesa arena gris como elagua, esquivando las ramas, gritando:«Tu estancia en el campamento no hasido más que una alegoría, si conocesesta palabra. De manera escandalosa yultrajante, esta alegoría revelaba(utilizando el lenguaje erudito) hasta quépunto un significado puede alojarse enun sistema sin convertirse en parte de él.¿No te diste cuenta de que cada vez queintentaba sujetarte, te escurrías? Yo medi cuenta. ¿Sabes lo que he pensadocuando he visto que te habías escapadosin cortar la alambrada? Debe de serpertiguista, eso es lo que he pensado.

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Bueno, puede que no seas pertiguista,Michaels, pero eres un gran artista de laevasión, uno de los fugitivos másgrandes: ¡me descubro ante ti!».

Mientras tanto, a fuerza de correr yexplicarme, me habría quedado sinaliento, incluso es posible que hubierasempezado a alejarte de mí. «Y ahora elúltimo tema, tu huerto —habría dichoentre jadeos—. Déjame que te expliqueel significado de ese huerto sagrado yseductor que florece en el corazón deldesierto y cuya fruta es el alimento de lavida. El huerto al que ahora te diriges seencuentra en cualquier parte, menos enlos campamentos. Es otro nombre delúnico lugar al que perteneces, Michaels,

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donde no te sientes desvalido. No estáen ningún mapa, ninguna carreteracorriente lleva allí, y únicamente túconoces el camino».

¿Serían imaginaciones mías, o deverdad empezarías en este precisomomento a consagrar todas tus energíasa correr, de manera que incluso elobservador menos atento comprenderíaque corrías huyendo del hombre quegritaba detrás de ti, el hombre de azulque parecía un acosador, un loco, unsabueso, un policía? ¿Sería una sorpresaque los niños, después de habernosseguido para entretenerse, empezaranahora a estar de tu parte y a acosarmepor todos lados, tirándome palos y

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piedras, por lo que tendría que pararmepara librarme de ellos a golpes,gritándote mis últimas palabras,mientras tú te sumergirías en lo másprofundo de la tupida maleza, corriendoahora más deprisa de lo que se podríaesperar de alguien que no come?«¿Tengo razón? —gritaría—. ¿Te hecomprendido? ¡Si tengo razón, levanta lamano derecha; si me equivoco, levantala izquierda!».

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3

Las piernas flojas después de su largopaseo, los ojos entornados en la luzbrillante de la mañana, Michael K sesentó a descansar y recuperar fuerzas enun banco al lado del minigolf delbulevar de Sea Point, frente al mar. Elviento estaba en calma. Oía el romperde las olas en las rocas más abajo, elsiseo del agua al retirarse. Un perro separó a olfatear sus pies y orinó junto albanco. Pasó un trío de niñas conpantalón corto y camiseta, corriendocodo con codo, cuchicheando entre sí,dejando un dulce aroma a su paso. De

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Beach Road llegó el tintineo de lacampanilla de un vendedor de helados,primero más cerca, luego más lejos. Enpaz, en terreno conocido, agradecidopor la calidez del día, K suspiró y pocoa poco dejó caer la cabeza a un lado. Nosupo si había dormido; pero cuandoabrió los ojos se sintió de nuevo confuerzas para continuar.

A lo largo de Beach Road vio másventanas tapadas con cartones de las querecordaba, especialmente a pie de calle.Los mismos coches estaban aparcadosen los mismos sitios, aunque ahora másoxidados; un chasis, sin ruedas ycompletamente quemado, estaba volcadode lado contra el malecón. Caminó por

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el bulevar, sintiéndose desnudo bajo elmono azul, consciente de ser el únicoentre todos los paseantes sin zapatos.Pero si alguno le miraba, no era a lospies, sino a la cara.

Llegó a una zona de hierba quemada,donde, entre trozos de vidrio roto ybasura carbonizada, volvía a crecer elverde. Un niño pequeño subía por lasbarras ennegrecidas de un laberinto, lasplantas de los pies y las palmas de lasmanos llenas de hollín. K atravesó eljardín con precaución, cruzó la calle ydejó la claridad del sol para entrar en lapenumbra del vestíbulo sin luz del Cote d’Azur, donde en un muro leyó JOEY ESEL JEFE escrito con spray negro. Escogió

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un sitio al otro lado del pasillo, frente ala puerta con la calavera premonitoriadonde su madre había vivido antes, y sesentó agachado contra la pared,pensando: No hay problema, la gente metomará por un mendigo. Pensó en laboina extraviada, que podría habercolocado junto a él para las limosnas, yasí completar el cuadro.

Esperó durante horas. No pasónadie. Decidió no intentar abrir lapuerta, ya que no sabía lo que haría siestuviera abierta. A media tarde, cuandoempezaba a sentir frío en los huesos,abandonó el edificio y bajó a la playa.En la arena blanca, bajo el calor del sol,se quedó dormido.

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Se despertó sediento y confuso,sudando dentro del mono. Encontró unlavabo público en la playa, pero losgrifos no funcionaban. Los retretesestaban llenos de arena; en la pared delfondo había medio metro de arenaarrastrada por el viento.

Mientras K pensaba, de pie delantedel lavabo, en lo que iba a hacer, en elespejo vio entrar a tres personas detrásde él. Una era una mujer con un vestidoblanco ajustado, una peluca de colorrubio platino y un par de zapatosplateados de tacón alto en la mano. Losotros dos eran hombres. El más alto fuederecho a K y lo agarró del brazo.

—Espero que ya hayas terminado tus

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asuntos aquí —dijo—, porque este sitioestá reservado. —Condujo a K hacia laluz cegadora y blanca de la playa—.Hay muchos otros sitios adonde ir —ledijo, dándole una palmada, o quizá unligero empujón.

K se sentó en la arena. El hombrealto se colocó junto a la puerta dellavabo, observándole. Llevaba unagorra de cuadros ladeada.

Había bañistas desperdigados por lapequeña playa, pero ninguno en el agua,salvo una mujer en la orilla, la faldarecogida, firmemente apoyada en laspiernas, balanceando a un bebé en losbrazos, de derecha a izquierda, haciendoque sus pies rozaran las olas. El niño

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gritaba aterrorizado y encantado.—Esa es mi hermana —dijo el

hombre de la puerta señalando a lamujer de la orilla—. La que está aquí —hizo una indicación con el dedo pordetrás de él— también es mi hermana.Tengo muchas hermanas. Familianumerosa.

A K le empezó a doler la cabeza.Cerró los ojos, echando de menos unsombrero propio, o una gorra.

El otro hombre salió del lavabo ysubió corriendo las escaleras hacia elbulevar sin decir una palabra.

El borde del sol tocó la superficiedel mar vacío. K pensó: Esperaré a quela arena se enfríe, luego pensaré adonde

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ir.El desconocido alto se puso a su

lado, tanteándole las costillas con lapunta del zapato. Detrás de él estabanlas dos hermanas, una con el niñocargado a la espalda, la otra ya sintocado, con la peluca y los zapatos en lamano. El pie rastreador encontró laabertura lateral del mono y la abrió,descubriendo una parte del muslodesnudo de K.

—¡Mirad, este tipo está desnudo! —gritó el desconocido, riendo yvolviéndose hacia sus dos mujeres—.¡Un hombre desnudo! ¿Cuánto tiempohace que no comes, amigo mío? —Ledio un golpecito leve en las costillas—.

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¡Venga, vamos a darle lo que necesitapara despertarse!

La hermana con el niño sacó de unabolsa una botella de vino envuelta enpapel de estraza. K se incorporó ybebió.

—¿De dónde eres, amigo mío? —dijo el desconocido—. ¿Trabajas paraestos? —Indicó con el dedo el mono ylas letras doradas del bolsillo.

K iba a contestar cuando suestómago se contrajo sin avisar,devolviendo un bonito chorro dorado devino que inmediatamente se hundió en laarena. Cerró los ojos mientras el mundodaba vueltas.

—¡Eh! —dijo el desconocido. Se rio

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y dio a K una palmada en la espalda—.¡Esto se llama beber con el estómagovacío! ¿Sabes una cosa?, nada másverte, pensé: ¡Se ve que ese tipo estámal alimentado! ¡Ese lo que necesita esuna buena comida que echarse alcuerpo! —Ayudó a K a levantarse—.Ven con nosotros, señor Treefeller, y tedaremos algo para que no estés tanflaco.

Caminaron juntos por el bulevarhasta encontrar una marquesina deautobús vacía. El desconocido sacó dela bolsa una barra de pan tierno y unalata de leche condensada. De su bolsillolateral sacó un objeto delgado y negroque sostuvo ante los ojos de K. Hizo

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algo y el objeto se transformó en unanavaja. Con un silbido de sorpresa,mostró a todos la hoja reluciente, luegoempezó a reírse sin parar, dándosepalmadas en las rodillas, señalando a K.El niño, que miraba la escena con losojos muy abiertos por encima delhombro de su madre, también empezó areír, golpeando el aire con el puño.

El desconocido se calmó y cortó unagruesa rebanada de pan, que decoró concurvas y remolinos de leche condensada,y se la ofreció a K. Ante la mirada detodos, K se la comió.

Pasaron por un callejón donde habíaun grifo goteando. K se separó de ellospara beber. Bebió como si nunca fuera a

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saciarse. El agua pareció atravesardirectamente su cuerpo: tuvo queapartarse al fondo del callejón yagacharse sobre una alcantarilla, ydespués se sintió tan mareado que tardómucho tiempo en encontrar las mangasdel mono.

Dejaron atrás la zona residencial yempezaron a subir las primeras cuestasde Signal Hill. K, que caminaba a lacola del grupo, se paró a recuperar elaliento. La hermana con el niño tambiénse paró.

—¡Pesa mucho! —dijo señalando alniño, y sonrió. K se ofreció a llevarle labolsa, pero no quiso—. No es nada,estoy acostumbrada —dijo.

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Pasaron por un agujero de la cercaque marcaba el límite de la reservaforestal. El desconocido y la otrahermana iban delante por un sendero quesubía en zigzag; abajo, las luces de SeaPoint comenzaron a parpadear; el mar yel cielo brillaban rojos en el horizonte.

Pararon bajo un grupo de pinos. Lahermana de blanco desapareció en lapenumbra. A los pocos minutos, volvióen pantalones vaqueros y con dos bolsasde plástico llenas en la mano. La otrahermana se abrió la blusa y dio el pechoal niño; K no sabía dónde mirar. Elhombre extendió una manta, encendióuna vela y la puso en una lata. Despuéssacó la cena: la barra de pan, la leche

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condensada, un salchichón entero(«¡Oro! —exclamó mostrando elsalchichón a K—. ¡Se paga a precio deoro!»), tres plátanos. Desenroscó eltapón de la botella de vino y la pasó. Kdio un trago y la devolvió.

—¿Tienen agua? —preguntó.El hombre negó con la cabeza.—Tenemos vino, tenemos leche, dos

tipos de leche —señalódespreocupadamente a la mujer con elniño—, pero no tenemos agua, amigomío, siento no poder ofrecerte agua.Mañana, te lo prometo. Mañana seráotro día. Mañana tendrás todo lo quenecesitas para convertirte en un hombrenuevo.

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Mareado por el vino, apoyándose devez en cuando en el suelo para recuperarel equilibrio, K comió pan y lechecondensada, y también medio plátano,pero no quiso salchichón.

El desconocido habló de la vida enSea Point.

—¿Piensas que es raro —dijo— quedurmamos en la montaña comovagabundos? No somos vagabundos.Tenemos comida, tenemos dinero, nosganamos la vida. ¿Sabes dóndevivíamos antes? Decidle al señorTreefeller dónde vivíamos.

—En Normandie —dijo la hermanaen vaqueros.

—En Normandie. Normandie mil

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doscientos dieciséis. Nos cansamos desubir escaleras y vinimos aquí. Esta esnuestra residencia de verano, dondevenimos de picnic. —Se rio—. Y antes,¿sabes dónde vivíamos? Decídselo.

—En Clippers —dijo la hermana.—En la peluquería unisex Clippers.

Ya ves, es fácil vivir en Sea Point sisabes arreglártelas. Pero ahora dime,¿de dónde eres tú? No te he visto antes.

K comprendió que le había llegadoel turno de hablar.

—He estado tres meses en elcampamento de Kenilworth, hasta ayerpor la noche —dijo—. Antes erajardinero del Ayuntamiento. Eso fuehace tiempo. Después tuve que dejarlo

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para llevar a mi madre al campo, acausa de su salud. Mi madre trabajabaen Sea Point, tenía una habitación allí,hemos pasado por delante al venir. —Una náusea le subió del estómago; seesforzó en controlarse—. Murió enStellenbosch, de camino hacia el interiordel país —dijo. El mundo giró, luego seestabilizó—. A veces yo no teníasuficiente comida —continuó.

Se dio cuenta de que la mujer con elbebé susurraba algo al oído del hombre.La otra mujer estaba fuera del radio dela luz vacilante de la vela. Se dio cuentade que no había visto a las dos hermanasdirigirse la palabra. También se diocuenta de que su historia era

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insignificante, que no merecía la penacontarla, llena siempre de las mismaslagunas que no sabría eliminar nunca. Oquizá era que no sabía contar unahistoria, mantener despierto el interés.La náusea desapareció, pero el sudorque le inundaba se enfrió y empezó atemblar. Cerró los ojos.

—¡Ya veo que estás cansado! —dijoel desconocido dándole una palmada enla rodilla—. ¡Hora de irse a la cama!Mañana serás un hombre nuevo, yaverás. —Le dio otra palmada más suave—. Eres un buen tipo, amigo mío —ledijo.

Se hicieron la cama sobre las agujasde pino. Para ellos tenían sábanas que

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sacaron de las bolsas y los paquetes.Para K tenían una lámina de plásticoduro en la que le ayudaron a envolverse.Encerrado en el plástico, sudando,temblando, intranquilo por el zumbidoen los oídos, K durmió solo a ratos.Estaba despierto cuando, en plenanoche, el hombre, del que aúndesconocía cómo se llamaba, searrodilló junto a él, tapándole de la vistala copa de los árboles y las estrellas.Pensó: Tengo que hablar antes de quesea demasiado tarde, pero no lo hizo. Lamano desconocida le rozó la garganta ytrató de desabrocharle con torpeza elbotón del bolsillo superior del mono. Elpaquete de semillas hizo tanto ruido al

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salir que K se avergonzó de fingir nohaberlo oído. Así que gimió y se movió.Durante un momento la mano se quedópetrificada; luego el hombre se retiró enla oscuridad.

K pasó el resto de la noche mirandola luna cruzar el firmamento entre lasramas. Al amanecer salió a gatas de lalámina rígida de plástico y fue hastadonde estaban los otros. El hombredormía junto a la mujer con el bebé. Elbebé estaba despierto: miró a K sinmiedo mientras jugaba con los botonesde la chaqueta de su madre.

K sacudió el hombro deldesconocido.

—¿Me puede dar mi paquete? —

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susurró, intentando no despertar a losotros.

El hombre gruñó y se dio mediavuelta.

K encontró el paquete a pocosmetros de distancia. Buscando a gatas,recuperó más o menos la mitad de lassemillas dispersas. Se las guardó en elbolsillo y renunció a las restantes,pensando: Qué pena, no crecerá nada ala sombra de un pino. Después bajó concuidado por el sendero en zigzag.

Caminó por las calles vacías delamanecer y bajó a la playa. Como el solestaba todavía detrás de la colina, sintióla arena fría bajo sus pies. Así quepaseó entre las rocas, explorando en las

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piscinas formadas por la marea, y dondevio caracoles y anémonas viviendo susvidas. Cuando se cansó, cruzó BeachRoad y pasó una hora sentado contra elmuro frente a la puerta de la antiguahabitación de su madre, esperando a queel que viviera allí saliera y se diera aconocer. Más tarde volvió a la playa y,tumbado en la arena, escuchó crecer elzumbido en los oídos, sin saber si era elruido de la sangre corriendo por susvenas o el de los pensamientoscorriendo por su mente. Sintió que algodentro de él se había liberado o seestaba liberando. Todavía no sabía loque era; pero también sintió que aquelloque, hasta ahora, había considerado en

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él duro y correoso, se estabaconvirtiendo en blando y fibroso, y esasdos sensaciones parecían estarconectadas.

El sol estaba alto en el cielo. Habíallegado allí en un abrir y cerrar de ojos.No tenía conciencia de las horas quedebían de haber pasado. He estadodormido, pensó, no, peor que dormido.He estado ausente, pero ¿dónde? Ya noera el único en la playa. Dos chicas enbiquini tomaban el sol a pocos pasos deél, los sombreros sobre la cara, y habíatambién otras personas. Acalorado yconfuso, fue tambaleándose hasta ellavabo público. Los grifos seguíansecos. Sacó los brazos de las mangas

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del mono y se sentó en el montón dearena desnudo hasta la cintura,intentando recuperarse.

Todavía se encontraba allí sentadocuando el hombre alto entróacompañado de la chica que Kconsideraba la segunda de las hermanas.Trató de levantarse y marcharse, pero elhombre lo abrazó.

—¡Mi amigo el señor Treefeller! —dijo—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Porqué te marchaste tan temprano estamañana? ¿No te dije que hoy iba a ser tugran día? ¡Mira lo que te he traído! —Sacó una petaca de brandy del bolsillode la chaqueta. (¿Cómo es posible quevaya tan arreglado viviendo en la

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montaña?, se preguntó K admirado).Condujo a K de vuelta al montón dearena—. Esta noche vamos a una fiesta—le susurró—. Vas a conocer a muchagente allí.

Bebió y le pasó la botella. K echó untrago. La lasitud le subió del corazón ala cabeza y le inundó de un soporagradable. Se recostó, nadando en supropio mareo.

Se oyeron susurros; después alguienle desabrochó el último botón del monoy deslizó una mano fría dentro. K abriólos ojos. Era la mujer: arrodillada a sulado, le acariciaba el pene. Le retiró lamano bruscamente y trató de ponerse enpie, pero entonces el hombre habló.

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—Relájate, amigo mío —le dijo—,estás en Sea Point, hoy es el día en quetodo va bien. Relájate y disfruta. Tómateun trago.

Dejó la botella en la arena junto a Ky se marchó.

—¿Quién es tu hermano? —preguntóK con lengua pastosa—. ¿Cómo sellama?

—Se llama December —dijo lamujer. ¿La había entendido bien? Era laprimera vez que le dirigía la palabra—.Es el nombre en su tarjeta de identidad.Mañana puede que tenga otro nombre.Tarjeta nueva, nombre nuevo, para lapolicía, para confundirlos.

Se inclinó y se puso el pene en la

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boca. Quiso apartarla, pero sus dedosretrocedieron ante el pelo rígido ymuerto de la peluca. Entonces se relajó,aceptando perderse en el torbellino desu cabeza y en el calor lejano y húmedo.

Después de un rato en el que inclusopudo haberse dormido, no lo sabía, ellase echó a su lado en la arena, con susexo todavía en la mano. Era más jovende lo que parecía con la pelucaplateada. Sus labios estaban todavíahúmedos.

—¿De verdad es tu hermano? —murmuró, pensando en el hombre queesperaba fuera.

Ella sonrió. Apoyada en un codo, lebesó de lleno en la boca, abriéndole los

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labios con la lengua. Tiró con fuerza delpene.

Cuando todo terminó pensó que, porel bien de los dos, debía decir algo;pero ahora le faltaron las palabras. Lapaz que el brandy le habíaproporcionado parecía disiparse. Bebióun trago de la botella y se la pasó a lachica.

Unas siluetas se cernían sobre él.Abrió los ojos y vio a la chica, que yase había puesto los zapatos. El hombre,su hermano, estaba a su lado.

—Duerme, amigo mío —dijo conuna voz que venía de muy lejos—. Estanoche volveré para llevarte a la fiestaque te he prometido, donde habrá mucha

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comida y verás cómo se vive en SeaPoint.

K creyó que por fin se habíanmarchado; pero el hombre volvió y seinclinó para susurrarle las últimaspalabras al oído.

—Es difícil —dijo— ser amablecon una persona que no quiere nada. Nodebes tener miedo de decir lo quequieres, y de esa forma lo conseguirás.Es mi consejo, flaco. —Dio a K unapalmada en la espalda.

Al fin solo, temblando de frío, lagarganta seca y la vergüenza delepisodio de la chica planeando comouna sombra al filo de sus pensamientos,K se abrochó el mono y salió del lavabo

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a la playa, donde el sol se ponía y laschicas en biquini recogían paramarcharse. Andar por la arena era másdifícil que antes; llegó incluso a perderel equilibrio y caerse de lado. Oyó lacampanilla del vendedor de helados ytrató de alcanzarlo, antes de acordarsede que no tenía dinero. Durante uninstante su mente se despejó losuficiente como para darse cuenta deque estaba enfermo. Parecía incapaz decontrolar la temperatura de su cuerpo.Tenía frío y calor al mismo tiempo,suponiendo que fuera posible. Luego laneblina lo envolvió de nuevo. Al pie delos escalones, mientras intentabasostenerse en la barandilla, las dos

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chicas pasaron delante de él, mirando aotro lado y, tuvo la impresión,conteniendo la respiración. Miró sustraseros subir los escalones, y descubrióen él el deseo de hundir los dedos en esacarne tierna.

Bebió del grifo detrás del Cote d’Azur, cerrando los ojos mientrasbebía, pensando en el agua fresca quediscurría desde la montaña hasta elembalse por encima del parque DeWaal, y luego por kilómetros decanalización subterránea en la tierraoscura, bajo las calles, para brotar al finaquí, y aplacar su sed. Se orinó, no pudoaguantarse, y volvió a beber.Sintiéndose ahora tan ligero que ni

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siquiera estaba seguro de que sus piestocaran el suelo, dejó la última luz deldía para entrar en la sombra del pasilloy sin dudar giró el pomo de la puerta.

La habitación donde su madre habíavivido estaba llena de muebles. Amedida que sus ojos se habituaron a lapenumbra, distinguió docenas de sillastubulares apiladas del suelo al techo,sombrillas enormes plegadas, mesas devinilo blanco con un agujero en elcentro, y, muy cerca de la puerta, tresfiguras de escayola pintada: un ciervode ojos color chocolate, un gnomo conun jubón de piel, bombachos y un gorroverde con borla, y, mayor que las otrasdos, una criatura con una nariz larga de

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madera que identificó como Pinocho.Todo estaba cubierto de una película depolvo blanco.

Guiado por el olor, K registró elrincón oscuro detrás de la puerta. Atientas encontró una manta arrugadasobre un lecho de cartones abiertossobre el suelo desnudo. Tropezó con unabotella vacía que salió rodando. Lamanta desprendía el olor mezclado devino dulce, ceniza de cigarrillo y sudorrancio. Se envolvió en la manta y setumbó. Nada más tumbarse, el zumbidode los oídos empezó a crecer, y despuésel antiguo dolor de cabeza.

Ahora estoy de vuelta aquí, pensó.Se oyó la primera sirena anunciando

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el toque de queda. Las otras sirenas ybocinas de la ciudad se unieron a sulamento. La cacofonía creció, luego seextinguió.

No podía dormir. Sin querer levolvió el recuerdo del casquete de peloplateado inclinado sobre su sexo y losgemidos de la chica mientras se ocupabade él. Me he convertido en un objeto decaridad, pensó. A todas partes dondevoy hay personas que quieren practicarconmigo sus diferentes formas decaridad. Han pasado tantos años ytodavía parezco un huérfano. Me tratancomo a los niños de Jakkalsdrif, a losque daban bien de comer porque erantodavía demasiado jóvenes para ser

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culpables de nada. De los niños soloesperaban que a cambio mascullaran lasgracias. De mí quieren más, porque heestado más tiempo en el mundo. Quierenque les abra mi corazón y les cuente lahistoria de una vida pasada enjaulas.Quieren saber todo de las jaulas dondehe vivido, como si fuera un periquito, unratón blanco o un mono. Y si al menosen Huis Norenius hubiera aprendido acontar historias en vez de a pelar patatasy sumar, si me hubieran hecho contartodos los días la historia de mi vida,vigilándome con una vara hasta recitarlasin vacilar, habría sabido cómocomplacerles. Habría contado la historiade una vida pasada en prisiones donde,

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día tras día, año tras año, permanecíacon la frente apoyada en la alambrada,mirando la lejanía, soñando conexperiencias que nunca tendría, y dondelos centinelas me insultaban y me dabanpatadas en el culo y me obligaban afregar el suelo. Una vez acabada mihistoria, la gente habría movido lacabeza con lástima y rabia y me habríadado de comer y de beber; las mujeresme habrían abierto sus camas y mehabrían cuidado maternalmente en laoscuridad. Pero la verdad es que he sidoun jardinero primero para elAyuntamiento, después para mí mismo, ylos jardineros se pasan la vida mirandoal suelo.

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K se revolvía sin reposo en el lechode cartón. Descubrió que le excitabadecir, sin temor, la verdad, la verdadsobre mí. «Soy un jardinero», dijo otravez, en voz alta. Por otro lado, ¿no erararo que un jardinero durmiera en uncuartucho desde donde se oía el batir delas olas?

Me parezco más a un gusano, pensó.Que también es una clase de jardinero.O a un topo, otro jardinero, que nocuenta ninguna historia porque vive ensilencio. Pero ¿puede haber topos ogusanos en un suelo de cemento?

Intentó relajar el cuerpo palmo apalmo, como sabía hacer antes.

Al menos, pensó, al menos no he

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sido listo y no he vuelto a Sea Pointcargado de historias de cómo mepegaban en los campamentos hastadejarme flaco como un rastrillo y con lacabeza en las nubes. Era mudo yestúpido al principio, seguiré siendomudo y estúpido hasta el final. No hayque avergonzarse de ser un simple.Empezaron a encerrar a los simplesantes que a los demás. Ahora tienencampamentos para los niños cuyospadres han huido, campamentos para losque patalean y echan espuma por laboca, campamentos para los de cabezagrande y para los de cabeza pequeña,campamentos para los que no tienen unmedio de vida aparente, campamentos

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para los expulsados de la tierra,campamentos para los que descubrenviviendo en las cloacas, campamentospara las chicas de la calle, campamentospara los que no saben sumar dos y dos,campamentos para los que se olvidanlos papeles en casa, campamentos paralos que viven en las montañas ydinamitan puentes por la noche. Quizá laverdad sea que ya es suficiente estarfuera de los campamentos, no estar enninguno de ellos. Puede que por ahoraya sea un gran éxito. ¿Cuántos quedanque no estén ni encerrados ni decentinelas en la verja? Me he librado delos campamentos; puede que si procurono llamar la atención, también me libre

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de la caridad.El error que he cometido, pensó,

volviendo al pasado, ha sido el de nohaber tenido muchas semillas, unpaquete diferente de semillas en cadabolsillo: semillas de calabaza, semillasde calabacín, judías, semillas dezanahoria, semillas de remolacha,semillas de cebolla, semillas de tomate,semillas de espinaca. Semillas tambiénen los zapatos, y en el forro del abrigo,por si hay ladrones en el camino. Miotro error ha sido plantar todas lassemillas juntas en un bancal. Deberíahaberlas plantado de una en una,repartidas en kilómetros de veld, enbancales de tierra no más grandes que

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mi mano, y haber dibujado un mapa yhaberlo llevado siempre conmigo parapoder hacer el recorrido cada noche yregarlas. Porque si hay algo quedescubrí en el campo fue que hay tiempopara todo.

(¿Es esta la moraleja?, se preguntó.¿Será la moraleja de toda la historia quehay tiempo suficiente para todo? ¿Es asícomo vienen las moralejas, por sí solas,en el curso de los acontecimientos,cuando menos te lo esperas?).

Pensó en la granja, en las matas deespino gris, en el terreno rocoso, en elcírculo de colinas, en las montañasmalvarrosas en la lejanía, en el inmensocielo azul tranquilo y vacío, en la tierra

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gris y marrón bajo el sol, menos enalgún lugar donde, si mirabas conatención, veías de repente una brillantepunta verde, una hoja de calabaza o unabroza de zanahoria.

No parecía imposible que lapersona, quien fuera, que desobedecía eltoque de queda y venía cuando quería adormir en este rincón maloliente (K seimaginaba a un viejecito encorvado, conuna botella en el bolsillo, farfullandoentre dientes sin parar, la clase de viejoal que la policía no presta atención)pudiera estar cansada de la vida al ladodel mar y quisiera irse de vacaciones alcampo si encontraba un guía queconociera los caminos. Podrían

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compartir la cama esta noche, no eranada nuevo; por la mañana, con laprimera claridad, podrían salir a buscaren las callejas una carreta abandonada; ysi tenían suerte, para las diez podríanestar los dos corriendo por la carretera,sin olvidarse de parar por el caminopara comprar semillas y una o dos cosasmás, puede que sin pasar porStellenbosch, que parecía ser un sitioque traía mala suerte.

Y cuando el viejo bajara de lacarreta para estirarse (ahora las cosasempezaban a ir más deprisa) y, mirandohacia donde había estado la bomba deagua que los soldados habían voladopara que no quedara nada en pie, se

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lamentara —«¿Cómo vamos a conseguiragua?»—, entonces él, Michael K,sacaría una cucharilla del bolsillo, unacucharilla y un rollo grueso de cordel.Retiraría los escombros de la boca delpozo, doblaría el mango de la cucharillaformando un bucle y le ataría el cordel,la haría descender por el pozo hacia laprofundidad de la tierra y, cuando larecogiera, habría agua en el cuenco de lacucharilla; y así, diría, se puede vivir.

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JOHN MAXWELL COETZEE. Nació enCiudad del Cabo en 1940 y se crio enSudáfrica y Estados Unidos. Es profesorde literatura en la Universidad deCiudad del Cabo, traductor, lingüista,crítico literario y, sin duda, uno de losescritores más importantes que ha dadoestos últimos años Sudáfrica. En 1974

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publicó su primera novela, Dusklands.Le siguieron In the Heart of theCountry (1977), con la que ganó elCNA, el primer premio literario de lasletras sudafricanas; Esperando a losbárbaros (1980), también premiada conel CNA; Vida y época de Michael K.(1983), que le reportó su primer BookerPrize y el Prix Étranger Femina; Foe(1986); Age of Iron (1990); El maestrode Petersburgo (1994) e Infancia(1997). También le han sido concedidosel Jerusalem Prize y The Irish TimesInternational Fiction Prize. Escritor «debrillante maestría, tensión y elegancia»,en palabras de Nadine Gordimer,Desgracia, con la cual ha sido

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premiado, por segunda vez en sucarrera, con el Booker Prize, el premiomás prestigioso de la literatura inglesa.