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VERANO 2017 —— Nº 2152 LA REVISTA DEL FOMENT Los RETRATOS del TIEMPO Dossier ¿POR QUÉ FALLAN LAS ENCUESTAS? ---Narciso Michavila y Gabriel Colomé Temas de mañana AMENAZAS INTERIORES DE LA DEMOCRACIA ---Manuel Arias Maldonado Carta desde ROMA EN EL ATARDECER ---Javier Reverte Artes&Co. EL ‘SELFIE’, RETRATO DEL EGO ---Llúcia Ramis De autor HOMBRES ELEGANTES ---Milena Busquets Museo imaginario de la pintura del retrato

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Los RETRATOS del TIEMPO

Dossier¿POR QUÉ FALLAN LAS ENCUESTAS?---Narciso Michavila y Gabriel Colomé

Temas de mañanaAMENAZAS INTERIORES DE LA DEMOCRACIA ---Manuel Arias Maldonado

Carta desdeROMA EN EL ATARDECER ---Javier Reverte

Artes&Co.EL ‘SELFIE’, RETRATO DEL EGO---Llúcia Ramis

De autorHOMBRES ELEGANTES---Milena Busquets

Museo imaginario de la pintura del retrato

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NOTAS DEL PRESIDENTE

—— La propuesta editorial que este número ofrece al lector nos plantea, a lo largo de sus páginas, dos temas principales. Primero, las nobles obras de pintura sobre los maestros del retrato y sus protagonistas nos recuerdan la sublime capacidad del arte para trascender el paso de la historia y conservar la visión emocionada de un rostro y dar testimonio de su tiempo. Después, el dossier sobre encuestas, sondeos e informes demoscópicos y sus predicciones, que se muestran un tanto desajustadas en los últimos tiempos. La tecnología y las redes sociales hacen voluble y gaseoso el estado de opinión de los ciudadanos respecto a los líderes políticos y sus preferencias para formar gobierno. No deja de sorprender el impacto del arte que resiste y crece ante el paso del tiempo, frente a lo efímero de nuestros gustos, las opiniones que cambian a golpe de titulares y los liderazgos perecederos.

Cuando se cumple un año del referéndum del Brexit y poco más de seis meses de la victoria de Trump, no deja de llamar la atención con qué rapi-dez se pasa el corrector. Mientras los sondeos tradicionales no pudieron avanzar estos registros electorales, las siguientes convocatorias invitan a los ciudadanos a poner el filtro y levantar el dedo ante los populismos. En Alemania hay ahora un proceso de movilización que favorece a los grandes partidos tradicionales, el SPD y la CDU; en Francia se pone en cuestión el populismo de Marine Le Pen y fulmina cualquier posibilidad de que tenga un papel decisivo frente al liderazgo de Macron, nuevo líder forjado con los valores de la política tradicional. Por no mencionar el ajuste al Brexit con que los británicos han resuelto sus elecciones legislativas.

Dice el académico José-Enrique Ruiz Domènec en su magnífico artículo sobre el retrato que este “ilumina la historia a través de sus protagonistas, que sean los personajes retratados los que avalan la necesidad de situar la acción en un tejido de relaciones múltiples, complejas, como son los affaires de la política; y así revelan al espectador lo que hace triunfar y lo que lleva al fracaso en la vida”. Visto así, vale la pena adentrase en las páginas del arte, para después no sorprenderse por nada e intentar comprender las claves de los estudios demoscópicos. Afortunadamente, lo esencial permanece.

Joaquim Gay de Montellà Presidente de Foment del Treball

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1/ Las habitaciones dentro de los aeropuertos permiten dormir lo

más cerca posible de la puerta de embarque del avión. Los pasajeros que tienen un vuelo a primera hora de la mañana las escogen por ser la opción que evita madrugones. El segundo uso que tienen estas habitaciones es el shower at arrival, servicio para los viajeros que pasan toda la noche en el avión y que, antes de dirigirse a su ciudad de destino, prefieren asearse y desayunar en el propio aeropuerto.

2/ Paso rápido por el filtro de seguridad. El tiempo

es oro, pero en el aeropuerto existen trámites de seguridad que, inevitablemente, implican colas y tiempo de espera. De ahí que cada vez más exista la posibilidad de usar servicios como el fast track o el priority lane, diferentes nombres para un mismo beneficio: minimizar el tiempo de espera en el paso por el arco de seguridad.

¿Qué servicios valora el pasajero de negocios en el aeropuerto?Aunque cada vez estemos más acostumbrados a volar y la tecnología avance para ofrecer un servicio más ágil, no es ningún secreto que los trámites que supone coger un avión, sobre todo por viajes de negocios, no son del agrado de nadie. Este contexto es el que explica el aumento de la demanda de los servicios para hacer el paso por el aeropuerto lo más cómodo posible para los pasajeros de negocios.Las particularidades de cada viaje hacen que cada pasajero tenga unas necesidades diferentes, según el motivo, el destino, los acompañantes e incluso la franja horaria. Aquí recogemos los 5 servicios más valorados por los pasajeros de negocios en su paso:

3/ Salas VIP. El espacio perfecto para relajarse, descansar, comer

algo o incluso aprovechar el tiempo antes de embarcar para trabajar.

4/ La figura del asistente personal en aeropuertos es

un servicio cada vez más extendido entre la dirección corporativa, que los aeropuertos han adaptado a su entorno para ofrecer discreción, atención personalizada, optimización del tiempo y, en definitiva, mejor calidad de viaje.

5/ Salas de reuniones dentro del aeropuerto. Permiten al

pasajero de negocios aprovechar al máximo el tiempo. Desde despachos para una o dos personas hasta amplios espacios para grandes eventos con todos los servicios añadidos que se precisen.

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EDITORIAL

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—— En el arte del retrato, de Velázquez a Francis Bacon, una galería ideal configura a la vez la gradual culminación de una estética y una percepción histórica que se concre-ta en reyes, mercaderes, damas intrigantes o guerreros de fulgor que incluso sobrepasan los cauces de la épica. Con-trastamos las percepciones de Enrique Ruiz-Domènec y Artur Ramon. El retrato refleja los personajes del pasado que luego pueblan un devenir del carácter íntimo o de la singularidad histórica. Esa es la propuesta del número de junio de : vernos en el museo imaginario del retrato y vernos en una página de la historia. A modo de un jue-go de espejos, los personajes reaparecen y permanecen como iconos de una época o como trazo psicológico que el arte de pintar convierte en perenne.

Como dossier de junio, plantea la cuestión tan candente de las interpretaciones demoscópicas. En fin, ¿fallan las encuestas? ¿Cuáles son los nuevos factores a tener en cuenta al escrutar el resultado de un sondeo? Por ejemplo: los populismos pero también los márgenes abstencionistas o la incógnita que presentan las agendas ocultas de los votantes. Dos expertos de tanto prestigio como Narciso Michavila y Gabriel Colomé dialogan so-bre el arte de encuestar y de interpretar los resultados, a partir de un debate organizado por la Societat d’Estudis Econòmics, en Foment del Treball. Dos maestros del pe-riodismo y exdirectores de grandes periódicos como Joan Tapia y José Antonio Zarzalejos aportan su experiencia sustancial sobre el valor de la demoscopia.

En “Temas de mañana”, la celebración de los sesenta años del Tratado de Roma y el cuarto de siglo de la aparición del ensayo El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama –a partir de un artículo de impacto publicado antes en The National Interest– requerían una reflexión que se proyectase en la confluencia siempre incierta de pasado, presente y futuro. Son seis contribuciones que representan la perspectiva de una nueva generación intelectual, ya fogueada al asumir la responsabilidad fascinante de estar a la altura de los tiempos. En el umbral de una nueva época que aún no tiene defi-nición, Europa y el sentido –o los senti-dos– de la historia requieren al mismo tiempo pasión y rigor. Ese es otro museo imaginario que reúne dialécticas comple-mentarias y la intuición intelectual tan imprescindible para formular un nuevo modo de ver el mundo.

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Los RETRATOS del TIEMPO

Dossier¿POR QUÉ FALLAN LAS ENCUESTAS?---Narciso Michavila y Gabriel Colomé

Temas de mañanaAMENAZAS INTERIORES DE LA DEMOCRACIA ---Manuel Arias Maldonado

Carta desdeROMA EN EL ATARDECER ---Javier Reverte

Artes&Co.EL ‘SELFIE’, RETRATO DEL EGO---Llúcia Ramis

De autorHOMBRES ELEGANTES---Milena Busquets

Museo imaginario de la pintura del retrato

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Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

Edita Foment del Treball

Dirección Valentí Puig

Realización

Coordinación Sergio Escartín

Diseño Llorenç Perelló Alomar

Contacto [email protected]ón: Talleres Gráficos Soler, SA

Depósito legal: B–17853–2014ISSN: 2385-7080

se edita en castellano y catalán

Valentí Puig, director

Disponible en:

Foment del Treball no se hace responsa-ble de las opiniones vertidas por los colaboradores en sus artículos. © Foment del Treball. Reservados todos los derechos. Prohibida su reproducción, edición o transmisión total o parcial por cualquier medio y en cualquier soporte sin la autoriza-ción escrita de Foment del Treball.

PVP: 10 euros.

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Coca-Cola ha contribuido a la edición de este número de

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PANORAMA ——

ARTES&Co. ——

DOSSIER —— TEMAS DE MAÑANA ——

64 Entrevista Lluís Homar: el coraje de reconocerse / 68 Música La gran dama Ella Fitzgerald / 70 Con filtros El 'selfie', retrato del ego / 72 Cine Cine y música: una retroalimentación afectiva / 74 Teatro Cutre política teatral / 76 Geografías En el café de Mahfuz / 78 De autor Hombres elegantes

Sumario

10 Breve pero verdadera historia del retrato 16 El retrato en la historia

24 El populismo y los sondeos 30 La auténtica crisis de los medios34 Nunca fueron la Biblia pero sirven38 Diccionario demoscópico

42 Amenazas interiores de la democracia44 Liderazgos inertes o colapsados46 La desconexión48 UE 1951-2017: 'per aspera ad astra'50 Cambios de coordenadas52 Una Europa mejor

CARTA DESDE ——

54 Roma en el atardecer

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—El arte del retrato acompaña las vicisitudes de la personalidad de cada época, de sus individuos, sus rostros y su atavío. Magnificencia, precisión, misterio o carácter

han sido a lo largo de siglos un objetivo de la pintura, tanto la gran pintura como la pintura de los personajes que no protagonizan batallas o fastos pero viven en la historia y

la justifican con su humanidad y la bella exactitud lograda por su retratista. En “Los retratos del tiempo”, Artur

Ramon invita al lector a visitar su museo imaginario del retrato, mientras que Enrique Ruiz-Domènec nos hace ver que el retrato, de forma explícita o implícita, sustancia un entendimiento de la veracidad o el enigma de la historia.

Los retratos del tiempo

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10 Breve pero verdadera

historia del retratopor Artur Ramon

16 El retrato en

la historiapor José Enrique Ruiz-Domènec

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‘Retrato del dux Loredan’, de Giovanni Bellini (c. 1501–1504).

Óleo sobre lienzo [Foto de Álbum / akg-images /

Rabatti - Domingiea ]

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—— Cuando visito el Met —así llama-mos en mi gremio al Metropolitan Museum de Nueva York—, no puedo dejar de bucear en los ojos oscuros de un joven que lucen sobre su leve bigote y me miran más allá del espa-cio y el tiempo. Se trata de uno de los casi mil ejemplares que han sub-sistido de los retratos de Al Fayum, pinturas sobre tabla del período de la invasión romana en Egipto, en el siglo I a. C. Estas obras, que servían para cubrir los rostros de las momias, nos han llegado ma-yoritariamente por separado. Son imágenes frontales y realistas, el primer embrión de la historia del retrato. Quienes las pintaron quisie-ron inmortalizar el rostro del cuerpo embalsamado —como espejo del alma— antes del viaje final. De ese impulso por indagar en el alma a través de la apariencia del rostro nació el retrato como uno de los géneros sublimes de la pintura, me-táfora visual perfecta de la vanidad humana.

Sabemos que en la época de Al Fayum también en China se hacían retratos, aunque el más antiguo con-servado es de hacia el año 1000. En la Edad Media, el retrato aparecía ra-ramente asociado a composiciones religiosas —en forma de donantes en tablas y frescos—, pero no fue hasta la llegada del Renacimiento, con su revolución antropocéntrica, cuando el género cristalizó definitivamente.

MUSEO IMAGINARIO DEL RETRA-TO. He soñado en construir para mí un gabinete de retratos como el del malogrado Virgil Oldman —Geoffrey Rush— en la película La mejor oferta. El suyo era solo de retratos feme-ninos, pero yo no discriminaría por género. En mi cámara acorazada col-garía el Retrato de hombre, de An-tonello da Messina (c. 1475–1476), el más flamenco de los maestros italia-nos, junto al Retrato de hombre con turbante, de Jan van Eyck (1433), y El dux Leonardo Loredan, de Giovan-ni Bellini (c. 1501–1504), los tres en la National Gallery de Londres. De la misma galería, escogería uno de los

Breve pero verdadera

historia del retrato

TODO RETRATO TIENE SU VERDAD AUNQUE EL RETRATADO NO SE RECONOZCA EN ELLA. NO ES OTRA LA CONCLUSIÓN A LA

QUE PUEDE LLEGARSE VISITANDO UN GABINETE IMAGINARIO DEL

RETRATO, DE AL FAYUM A LUCIAN FREUD, DEL ‘RETRATO DE HOMBRE

CON TURBANTE’ AL NOTARIO DALÍ DE FIGUERES, TRÁNSITOS

ESPECTACULARES ENTRE ÉPOCAS, FORMAS DEL CARÁCTER

Y VISIONES PERSONALES DEL ACONTECER HISTÓRICO

mejores retratos del joven Tiziano, La Schiavona, título que se refiere al origen dálmata de la dama. La mujer, de generosas formas, apare-ce sonriente de medio cuerpo, lu-ciendo un vestido sanguinolento; se apoya en un parapeto de mármol con las iniciales del artista y un ba-jorrelieve que representa su rostro joven, como un camafeo. Siempre que estoy en Madrid procuro ver el Retrato de Giovanna Tornabuoni, de Ghirlandaio, obra maestra de la representación femenina en el Quattrocento. Repaso con los ojos su rostro de perfil y la cascada de sus cabellos dorados, que conecta con los objetos depositados en una alacena al fondo mediante el rosa-rio de coral rojo que parece surgir de su moño. Imponen su belleza clásica y sus vestidos caros.

Si miramos a la pintura del nor-te, entre los flamencos hay grandes retratistas más allá de Van Eyck y El matrimonio Arnolfini, apología del amor conyugal. Siempre me ha

por Artur Ramon

atraído la dama de carnosos labios morados en un rostro de marfil que pintó Rogier van der Weyden en 1460, y también el Retrato de un cartujo, de Petrus Christus, que nos mira con sus ojos claros y su bar-ba de cobre sobre su inmaculado hábito blanco. Del gran Leonardo, no me quedaría con la Mona Lisa sino con La Belle Ferronnière, más sensual y menos obvia; tuve la suer-te de tenerla casi en mis manos, y nunca olvidaré sus labios fríos. De hecho, podemos recorrer la pintura del Greco a través de este género, individual o coral, sagrado o pro-fano. Si tuviese que escoger solo uno, llevaría a mi museo imaginario la Dama con una flor en el pelo, retrato de Alfonsa de los Morales, su nuera. Los toques blancos sobre el negro del vestido prefiguran la action painting: Pollock fue su mejor discípulo.

En la pintura barroca hay tres gigantes: Caravaggio, Velázquez y Rembrandt. Me quedo, respec-tivamente, con el Retrato de una cortesana (Fillide Mellandroni) pintado por Caravaggio en sus primeros años romanos, antes de 1600, y desaparecido de Berlín durante la Segunda Guerra Mun-dial; el Retrato del papa Inocencio X —quien reprendió a Velázquez por considerarlo demasiado verí-dico— y el Retrato de Hendricke Stoffels, realizado por Rembrandt cuando ella llegó como sirvienta a su casa, antes de ser su amante. Añadiría el retrato que Rubens hizo a su hija Clara Serena, que nos abre las puertas de su intimidad para descubrir a un padre bondadoso que pinta con primor el rostro de su niña rubia, llena de vida, que nos mira fijamente con ojos como agu-jas. De Van Dyck, el otro gran retra-tista flamenco, me fascina el retrato que realizó en sus años jóvenes en Amberes, antes de su primer viaje a Inglaterra, al comerciante y mece-nas Cornelis van der Geest, de ros-tro alargado como el de los santos del Greco y ojos ya viejos, acuosos, con toques de blanco de plomo.

HISTORIA DEL RETRATO

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‘La joven de la perla’ es la obra más conocida de Jan Vermeer [Foto de Álbum / Oronozo]

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LAS PERLAS DE VERMEER. El retratista de la luz en el norte es Vermeer, que solo pintó a mujeres con piel de mantequilla. De todas ellas, la más hermosa y conocida es La joven de la perla, pero me atrae más el retrato de una enig-mática muchacha de bellos ojos, con el cráneo en forma de seta. Hoy nos parece un retrato, pero en tiempos de Vermeer obras como esa constituían un subgénero lla-mado tronies, que podríamos tra-ducir como ‘caras’ o ‘rostros’, en el que el pintor experimentaba con el gesto, los vestidos de seda inspira-dos en la antigüedad, la luz dirigi-da y el uso de joyas, especialmente perlas. Los hermanos franceses Le Nain cultivaron la pintura de gé-nero en composiciones de familias con niños que anticipan a Chardin. Mathieu Le Nain nos dejó el retra-to de un joven que se sorprende ante nuestra presencia y se quita el sombrero para saludarnos, una tabla pintada en pardos y blancos, jugosa. De Chardin, escogería El niño de la peonza (o Retrato de Auguste Gabriel Godefroy) de São Paulo. Mira, hipnotizado, cómo la peonza se mueve sobre el escri-torio —casi podemos escuchar el sonido mientras gira—, un parénte-sis ocioso en sus estudios.

Ya entrado el siglo XVIII, la ma-nera como capta el alma humana Géricault no tiene paralelismo con ningún otro contemporáneo, es-pecialmente en la serie de cinco lienzos que dedica a los locos, que por sí misma formaría un gabinete delirante. Pintados entre 1820 y 1824, son retratos de medio cuerpo que expresan distintas patologías mentales. Entre ellos, me quedo con la vieja ataviada con una cofia de la que asoman finos cabellos grises, de mirada perdida y ojos rojos bañados en lágrimas, que simboliza la envidia. Es una Celes-tina moderna, con el alma podrida de tanto rencor.

Si atravesamos el canal de la Mancha, el retrato es el género pre-ferido de los británicos. Importado

por artistas del con-tinente, de Holbein a Van Dyck, encuentra en William Hogarth, Jos-hua Reynolds, Thomas Gainsborough y Tho-mas Lawrence a sus mejores representantes, aunque sus imágenes nos las siento cercanas. Como este es un gabinete personal, un breve recorrido por el retrato según mi verdad y sin voluntad de canon, no compro ninguno. En cambio, me quedo con Goya, exce-lente retratista de la misma época, del que no es fácil escoger un solo cuadro. Me atrae especialmente el retrato de su amigo el político Gas-par Melchor de Jovellanos (1798), quien posa como un pensador anti-guo en un interior rococó: es la ana-tomía pintada del desgaste de la política en un hombre justo. El sue-ño de la razón produce monstruos. Poco después, Jovellanos caería por ser demasiado liberal. Vicente López es el gran retratista español de su tiempo, Goya aparte —con el

que se llevaba más de un cuarto de siglo—, y así lo atestigua su pincelada primorosa y prieta. Pero no me que-daría con sus cuadros, prefiero admirarlos en

los museos.Ingres es el maestro que en el

siglo XIX fundó el retrato burgués, que se desarrollaría a través de Degas hasta Picasso: tres eslabo-nes en la evolución del género, que podemos examinar a través de tres cuadros que completarían mi colec-ción. Ingres retrató a Louis–François Bertin, un hombre poderoso de revueltos cabellos canos que nos mira con cara de malas pulgas, sentado y con sus manos de la-brador apoyadas en las rodillas. No me gustaría negociar con este tipo grande y duro, que representa la imagen del ascensor social bur-gués, un hombre que ha prospe-rado como editor de periódicos y nos escruta con la prepotencia del nuevo rico. Degas pintó también a

Jean Auguste Dominique Ingres

(1780-1867) retrató a Louis–François Bertin

en 1832 [Foto de Álbum / Oronoz]

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hombres como este, pero me gusta más el retrato de su mujer vestida de domingo y sentada en un diván de su sala de estar. Y el de Picasso de Gertrude Stein, la rica mecenas norteamericana que jugaba a ser escritora, sentada, con rostro de máscara africana. Al ver el cuadro acabado y no reconocerse, Stein protestó, pero Picasso le dijo que no se preocupara, que con el tiem-po ya se reconocería.

EL NOTARIO DE FIGUERES. A Velázquez, el papa Inocencio X le reprochó que se reconocía dema-siado, mientras que Stein recriminó a Picasso que había pintado a otra persona. El retrato nunca es un es-pejo, somos nosotros pasados por el filtro de la imaginación del ar-tista, que no solo describe nuestro rostro sino también su trasfondo, y al vernos no nos reconocemos. No obstante, en el retrato de Stein hay algo de revancha: ese rostro de máscara africana y ojos románicos refleja el rechazo de un espíritu anarquista frente al dinero america-no, así como las tertulias de los sá-bados en las que conoció a Matisse, aunque nunca se sintió cómodo. En el siglo XX, con la irrupción de la fotografía y las vanguardias artís-ticas y el consiguiente relativismo, el retrato como género pictórico entró en crisis. Los últimos grandes maestros fueron los impresionistas y posimpresionistas: Manet, Monet, Gauguin, Van Gogh, Vallotton, Vui-llard, Bonnard, entre otros, todos pintaron retratos. Cézanne retrató mucho, pero sus personajes no los siento reales, de carne y hueso, sino que me llegan como maniquíes, juegos de deconstrucción geomé-trica, aunque comprendo la impor-tancia que tuvieron en la evolución de las formas.

También nuestros artistas a caballo de 1900 dejaron obras sublimes. Sorolla fue un retratista tan bueno como Sargent o Whist-ler, este último célebre por pintar a su madre sentada de perfil, envuelta en grises. El Retrato de

Benito Pérez Galdós de Sorolla es un homenaje a Velázquez por la pincelada suelta y la profundidad psicológica. No hay mejor retratis-ta catalán que Casas, del que me quedo su Erik Satie, pintado de pie en el frío invierno de Montmartre. Zuloaga es el gran retratista vasco, y su Maurice Barrès con Toledo al fondo es sublime; fusiona retrato y paisaje en una composición esce-nográfica, como lo son sus obras de gran formato. Los retratos que nos dejaron los cubistas son una excepción del género, un calidos-copio de imágenes donde el tema no cuenta. En los años veinte, con el retorno al orden clásico, rea-pareció el retrato. Escojo el que Dalí dedicó a su padre, notario de Figueres, que nos mira enfadado; para pintar sus grandes manos el pintor pudo inspirarse en el retrato antes citado de Ingres. También me gustaría poseer un retrato de Soutine o de Mela Mutter, cuyas gruesas pinceladas indagan en la psicología del retratado. En la se-gunda mitad del siglo XX, el género regresó a Inglaterra —como una radiografía del alma— de la mano de Francis Bacon, que llevó al papa de Velázquez hasta la extenuación del grito. Mientras tanto, Lucian Freud buscaba la veta de la carne mirando al último Rembrandt, que pintaba con los dedos, como quien come gambas. Grito y carne, sí. Tras la fiebre de la abstracción, llegaría la figuración en forma de pósteres. Andy Warhol comprendió los me-canismos publicitarios y se dedicó a retratar a personajes del star sys-tem y luego colorearlos, como hacen los niños. Arte decorativo para unos ricos que no saben nada. Regreso a mi retrato de Al Fayum del Metro-politan y me doy cuenta de que el muchacho es bizco. Indago en sus ojos negros y comprendo que con él empieza esta breve pero verdadera historia del retrato en la pintura.

Artur Ramon, anticuario e historiador del arte, es el autor de ‘Museu Nacional de Catalunya: un itinerario’

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HISTORIA DEL RETRATO

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‘Retrato de mi padre’, Salvador

Dalí, año 1925, Museo de

Arte Moderno, Barcelona

[Foto de SFGP]

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‘Retrato de Madame Récamier’, obra de Jacques-Louis David que se puede contemplar en el Louvre de París [Foto de Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images ]

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—— En 1826, mientras ojeaba el libro del barón Gérard Collection des portraits historiques que acababa de publicar en París la editorial Ur-bain Canel, Goethe se preguntó por el sentido del retrato en la historia. Estaba realmente fascinado por los aguafuertes del libro depositado sobre su mesa de trabajo y poco a poco tomó conciencia de que esos personajes que le miraban desde la frialdad de las páginas impresas estaban allí porque alguna vez po-saron ante un artista para dar testi-monio de su tiempo. Se da cuenta entonces del deseo de inmortalidad en el ser humano y a continuación

se sumerge en los recuerdos de un tiempo, cuarenta años atrás, en el que él mismo posó para Johann Heinrich Wilhem Tischbein en me-dio de su Grand Tour que le llevó a Roma en busca de los monumentos antiguos. Las reglas del gusto que pusieron fin al ancien régime apos-taron por el retrato en la difusión de las cualidades a tener en cuenta para ser aceptado en la sociedad: elegancia, desenvoltura, sensibilidad y wahre Liebe, amor verdadero. En el Retrato de Madame Récamier (1800), Jacques-Louis David presenta a una mujer que si-mula haber sido sorprendida

por el pintor mientras reposaba en un diván con los pies descalzos y con la mirada atenta a la historia de Francia tras el 18 de Brumario, el golpe de Estado de Napoleón para reconducir la revolución al territorio de la frater-nité. El gesto de un tiempo promete-

dor descrito por Madame de Stäel en su no-

vela Delphine, el gesto de una nue-

va era en la que se hizo necesario que el principio

de igualdad presente en el espíritu de la política entrara a formar parte de las almas

de las personas.

MONARCAS Y MERCADERES. El término italiano ritratto hace referencia a que se está ante el acto de hacer un tratto, un tra-zo, es decir, ante el acto de cap-tar la pose de un individuo que se asoma a la historia; al cabo, realizar un retrato consiste en plasmar al vero la imagen de una

persona en un instante concreto de su vida. El retrato, por tanto, ilumina la historia a través de sus protagonis-tas. Y lo hace del mejor modo posi-ble, ya que reclama la mímesis como impulso creador. Se asegura, así, que sean los personajes retratados los que avalan la necesidad de situar la acción en un tejido de relaciones múltiples, complejas, como son los affaires en la política; y así revelan al espectador lo que hace triunfar y lo que lleva al fracaso en la vida, que es algo más que sutilezas del ingenio: es un rasgo de carácter que aparece reflejado en el rostro.

El retrato en la historiaEL TÉRMINO ITALIANO ‘RITRATTO HACE REFERENCIA A QUE SE ESTÁ ANTE EL ACTO DE HACER UN ‘TRATTO’,

UN TRAZO, EL ACTO DE CAPTAR LA POSE DE UN INDIVIDUO QUE SE ASOMA A LA HISTORIA. UN RETRATO CONSISTE EN PLASMAR ‘AL VERO’ LA IMAGEN DE UNA PERSONA EN UN INSTANTE CONCRETO DE SU VIDA.

ILUMINA LA HISTORIA A TRAVÉS DE SUS PROTAGONISTAS. EL RETRATO DIRIME LA DIFERENCIA ENTRE PASADO Y FUTURO, VALE DECIR, ENTRE EXPERIENCIA Y EXPECTATIVA

por José Enrique Ruiz-Domènec

EL SENTIDO DEL RETRATO

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‘Retrato de Pieter Bicker Gerritsz’ (1529), obra de Maarten van Heemskerck que se conserva en el Museum Van Beuningen de Rótterdam [Foto de Fine Art Images/Heritage Images/Getty

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Algunos de estos retratos son el testimonio más vivo del espíritu de una época en la que se debatía las razones

de ser católico o de ser protestante

Desde sus primeros pasos, en el siglo XV, el retrato entró en con-tacto con la cultura del yo promo-vida por el humanismo. El Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa (1434) de Jan Van Eyck emocio-na por la capacidad que tiene de transmitir el universo privado de una pareja que ha aceptado en su dormitorio a un artista con caballe-te y pincel para que inmortalice un momento clave de su vida, quizás incluso gozoso. Pocos años des-pués, el retrato pasa de la habita-ción de ese mercader afincado en Brujas a una corte real. La tarea la realiza Jean Fouquet con el Retrato de Carlos VII (1450), en el que fija los rasgos de los Valois que sostie-nen la lucha contra los duques de Borgoña por el reino de Francia. Lo cual equivale a decir que el retrato en esos años se impone en cuanto a retrato, porque se le reconoce como una imagen para la historia, el camino hacia la fama en un mun-do donde se encumbran los valores públicos. En ese contexto, el retrato asume el desafío planteado por el juego de las metáforas sociales del Renacimiento en Italia: un juego en que la forza del vedere, decía Leon Battista Alberti, el poder de la mirada se une a la selva de los sím-bolos y a la pasión de los objetos que adornan el cuerpo para resaltar el ideal de belleza. Un ejemplo se-ñero lo encontramos en El retrato de Guinevra de Benci (1474) de Leonardo da Vinci, máxima expre-sión de lo que pedía en esos años el círculo poético promovido por Bernardo Bembo y sus amigos: un debate sobre la belleza de una joven florentina convertida en el referente de una lectura platónica sobre la virtud. Con diferente obje-

tivo, pero con la misma intensidad artística, lo hace Tiziano en la serie de retratos de los jóvenes llamados a forjar la diplomacia internacional como principio de sociabilidad de los europeos. En El hombre del guante (1522) ofrece una imagen perfecta de la figura del cortesano, más tarde codificada por el escritor Baldassare Castiglione, cuya pers-picaz mirada —no hay ni que decir-lo— se puede seguir en el poderoso retrato que de él hizo Rafael.

El retrato se apodera del curso de la historia, y no lo dejará durante siglos. A cada nuevo desafío social aparece una respuesta en forma de retrato. Pensemos, por ejemplo, en el desafío que supuso Lutero con la reforma de la conducta religiosa y la respuesta en los retratos rea-lizados por tal motivo por Alberto Durero, Hans Holbein el Viejo, Hans Baldung o Lucas Furtenagel. Estos retratos son el testimonio más vivo del espíritu de una época en la que se debatía las razones de ser ca-tólico o de ser protestante. Lucas Cranach el Viejo, en el Retrato de Lutero (1532), legitima la doctrina protestante con una mirada que por sí sola aclara la decisión de clavar las 95 tesis en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg el 31 de octubre de 1517. Ahora bien, un retrato tomado al pie de la letra es a menudo el reflejo de un hom-bre que adopta una pose porque quiere ser entendido por la socie-dad. El Greco, en el Retrato de Don Fernando Niño de Guevara (1598), ofrece una magnífica estampa de ese gesto para la historia, ya que el Gran Inquisidor quiere que le vean como lo que dice ser pero en su rostro, y en la tensión de su mano izquierda, se le ve dudar de que

pueda serlo. Esa línea fue intensifi-cada por Diego Velázquez en el Re-trato de Inocencio X (1650), el papa de las empresas fallidas: atacó el jansenismo pero no evitó su propa-gación como la mejor expresión del agustinismo político; denunció los acuerdos de Westfalia de 1648 en la bula Zelo domus Dei sin compren-der que en ellos estaba el mapa de la Europa del futuro; denunció a la familia Barberini por su propensión al dinero sin saber que su sucesor con el nombre de Alejandro VII sería Fabio Chigi, miembro de una importante familia de banqueros de Siena. Porque, en la edad moderna, se habló mucho del dinero y de sus efectos en la sociedad.

Muchos retratos se dedicaron a definir el estilo de vida del busi-nessman. Empresarios y banqueros son los héroes que ilustran Jan Gossaert, Hans Holbein el Joven, Dosso Dossi, Maarten van Heem-skerck, Bartholomeus van der Helst o Christoff Amberger. Me detengo en el Retrato de Pieter Bicker Ge-rritsz (1529) de Heemskerck por la firmeza moral del personaje refleja-da en el gesto de su mano derecha al asir una moneda entre los dedos o en la viveza de su mirada mien-tras revisa la contabilidad del ne-gocio: actitud y pose que responde a la ética luterana que, según Max Weber, está detrás del capitalismo. Algo similar percibo en los retratos de John Wallaston, John Single-ton o Ralph Earl sobre el estilo de vida de los ilustrados en Inglaterra y los Estados Unidos vinculada al mundo de los negocios, retratos que permiten mostrar unos rostros llenos de rosada lozanía en abierto contraste con la macilenta vejez de quienes carecen de suerte.

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EL SENTIDO DEL RETRATO

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EL PERFIL ROCOCÓ. En paralelo, y porque el tiempo histórico no tiende a la universalidad sino a la heterocronía, se ejecutan los retratos que definen la cultura ro-cocó. En 1756, François Boucher se interesa por Madame de Pom-padour en un momento de su inti-midad, la sorprende mientras lee;

es una simulación, por supuesto, un comme si con el que se intenta maîtriser un univers en fuite. ¿Qué lee? Eso es importante porque la fama que tiene es que se trata de una mujer frívola, poco interesada por las grandes causas. Pero otro pintor, menos escrupuloso con la intimidad de las personas, aclara

el sentido de sus lecturas. Quentin de la Tour enseña que lee la En-cyclopédie, la obra que sostiene la Ilustración y ulteriormente la revolución. Escándalo. El rococó es el mundo de los salones de las mujeres en París que reunían en sus recepciones a lo más granado del pensamiento ilustrado; al cabo,

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sobre los hasards heureux, como se puede ver, famosamente, en las pinturas de Jean-Honoret Frago-nard desde El columpio (1767) has-ta La lectora (1770). El balanceo de las mujeres provocó en esos años una divergencia trágica entre la apariencia y la realidad.

El retrato se interesó igualmen-te por la cultura de la sensibilidad presente en las grandes novelas del siglo XVIII: Clarissa de Richardson, Jacques le Fataliste de Diderot o Tristan Shandy de Sterne. Pode-rosas narrativas que describen la condición de vulnerabilidad de la historia al ser sometida al desafío del cambio brusco mediante la revolución, en América (1776) o en Francia (1789). Al final de ese pro-ceso de transformación queda una sensación vaga e inestable sobre el paisaje, como muestra Caspar David Friedrich en Caminante en un mar de niebla (1818). Pintura que en verdad es un retrato, aunque el rostro esté vuelto al espectador porque el personaje se interesa más por el paisaje que tiene ante sí que por mostrar su preocupación en público.

El retrato dirime la diferencia entre pasado y futuro, vale decir, entre experiencia y expectativa. Se descubre ese valor en la situación límite en el último tercio del siglo XIX, cuando algunos pintores co-menzaron a cuestionar el arte figu-rativo. Pero antes tuvo una última oportunidad, la concepción moder-nista del retrato. En 1873, Alexandre Cabanel la adelanta al fijar el rostro y la pose de la musa de la tradición oculta europea, la condesa Keller, de soltera Marie-Victorie Riznitzh, mientras a su alrededor en París se discuten aún la derrota de Sedan y los efectos de la comuna. Este re-trato enseña un referente absoluto, que luego se seguiría durante la vi-gencia del modern style: es lo que hace Ramon Casas en Barcelona o Anton Romako en Viena para la emperatriz Elisabeth, Sissi. Mientras

tanto, en paralelo, se busca entre los artífices del cambio intelectual el rostro del futuro. Lo hace Manet con el Retrato de Stephan Mallar-mé (1876), o Jacques-Emile Blan-che con el de Proust (1892).

LA REBELIÓN DE LAS MASAS. Belle époque, momento paradó-jico de la historia, y en muchos sentidos: en lo que respecta al retrato, se intensifica la búsqueda del rostro de los artífices de las vanguardias mientras esas mismas vanguardias proponen acabar con la figuración que es lo mismo que decir con el arte del retrato. La vieja idea humanista de encontrar en el yo una explicación del mundo se desvanece en el mismo momen-to en que se produce la “rebelión de las masas” que decía Ortega y Gasset; es decir, la posibilidad de que todo esté relegado a un paisaje de seres anónimos, cuyos rostros son solo expresiones que alcanzan la categoría de todo un movimiento artístico que se llama precisamente por ello expresio-nismo. En las obras de Kokoschka, Kirschner, Make, Munter y tantos otros, el europeo descubre que ya no es “el individuo espiritual” que fomentó desde la cultura del Rena-cimiento el arte del retrato, sino un personaje que transita en un mun-do atraído por el totalitarismo. A la desesperada, algunos grandes pin-tores intentan, tras la propuesta sin éxito de los nabis franceses o los secesionistas vieneses, que el ros-tro fuera un trazo geométrico con Picasso, una estilización de todo lo que alguna vez fue con Klimt, Van Gogh o Modigliani, una renuncia a lo subjetivo con Magritte o Chiri-co. Al cabo, el retrato se negaba a aceptar que su papel en la historia fuera el punto que sostiene la línea en el plano.

José Enrique Ruiz-Domènec es escritor y académico de Buenas Letras, autor de ‘Cataluña-España. Encuentros y Desencuentros

las mujeres sostuvieron a Jean-Jacques Rousseau, que anunciaba el fin de “aquel tiempo” y la llegada de uno nuevo presidido por la vo-luntad general. Así, mientras leían la Encyclopédie, las sofisticadas y cultas saloniers se interesaron también por el Émile o por Julie, la Nouvelle Héloïse, para reflexionar

‘Goethe en la campiña romana’ es una obra del

pintor alemán Johann Heinrich Wilhelm Tischbein [Foto VCG Wilson/Corbis via Getty

Images]

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EL SENTIDO DEL RETRATO

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¿Fallan las encuestas?

—De las encuestas a pie de urna a la repercusión del big data en los métodos de la demoscopia, las predicciones sobre uno u otro desenlace electoral han sido paradójicas en casos tan recientes

como el Brexit, el referéndum colombiano o la victoria presidencial de Donald Trump. Aun así, la demoscopia es el instrumento que

las democracias de opinión tienen al uso y sus procedimientos de corrección alcanzan a acertar en momentos complejos. Lo debaten

para , convocados por la Societat d’Estudis Econòmics, en Foment del Treball, dos destacados expertos: Narciso Michavila y Gabriel Colomé. ¿Cómo interactúan encuestas y periódicos? Lo matizan José Antonio Zarzalejos y Joan Tapia, con el complemento de un breve diccionario demoscópico elaborado por Oriol Bartomeus. En conjunto se trata de valorar la fiabilidad de las encuestas y su

tecnología más reciente.

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30 La auténtica crisis

de los mediospor José Antonio Zarzalejos

34 Nunca fueron la

Biblia pero sirvenpor Joan Tapia

24 El populismo y

los sondeospor Isabel García Pagán

38 Diccionario

demoscópicopor Oriol Bartomeus

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Narciso Michavila (derecha) y Gabriel Colomé (izquierda), en uno de los balcones de la sede de Foment del Treball en Barcelona [Fotos de Jordi Play]

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EL POPULISMO Y LOS SONDEOS

Todo político tiene su analista demoscópico de cabecera. Actualmente, la información que dan los sondeos es un elemento clave en el debate

público y en la misma decisión de un gobernante sobre la convocatoria electoral. Es, sin duda, un instrumento político, aunque puede recordarse

que las encuestas de voto las inventaron los periodistas

por Isabel García Pagán

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—— Al populista le gustaría reempla-zar las elecciones por sondeos, el con-cepto de república por el de concurso televisivo y al pueblo por la plebe. Se trata de una “enfermedad senil de las democracias”. Así es como Bernard-Henri Lévy se aproxima al fenómeno del populismo. De hecho, le atribuye una psicología: el narcisismo de los in-dividuos; una fisiología: ese no sé qué abotargado que encontramos en los Trump, Berlusconi y Le Pen, y hasta una metafísica: la idea de una volun-tad natural con la que volver a conec-tar sin filtros ni mediaciones. En el campo académico se ha adoptado la definición de populismo que plantea Cas Mudde en Populism: a Very Short Introduction (2017), donde sostiene que debe ser comprendido como un discurso o una ideología política que se caracteriza no solo por plantear que la sociedad está escindida entre la élite corrupta y un pueblo íntegro, sino también por defender la sobera-nía popular de forma irrestricta.

Populistas de ayer y de hoyEl término invade el debate público pero no es una novedad. El movi-miento de los naródniki, el socialis-mo agrario ruso de las décadas de 1860 y 1870, se suele traducir exac-tamente como ‘populista’, pero el fenómeno es hoy una nueva realidad política alimentada por la frustración

de las sociedades, la precariedad eco-nómica y la inseguridad ante lo que deparará el futuro. Es, como sostiene Lévy, la coronación del “gran animal” popular de Platón, aunque cuanto más se grita que gobierna el pueblo más personalismo destilan los líderes populistas. Ahí están el Frente Na-cional estresando los cimientos de la República, el Partido por la Libertad en Holanda, los Verdaderos Finlan-deses o el Partido Popular Danés. La dicotomía entre el pueblo y la casta también alimenta al Movimiento 5 Estrellas en Italia e incluso el de Po-demos en España. En América Latina el populismo deriva en caudillaje como el de Nicolás Maduro en Vene-zuela reescribiendo la Constitución, y en Estados Unidos, Donald Trump, con un ataque al establishment desde el green de su lujoso complejo Mar-a-Lago en Palm Beach (Florida).

Ese tsunami político y la radica-lización electoral consecuente es lo que la Societat d’Estudis Econòmics puso sobre la mesa a Narciso Mi-chavila, presidente de la consultora GAD3 y doctor en Sociología, y Ga-briel Colomé, profesor de ciencia po-lítica en la UAB, director de su máster de Marketing Político y exdirector del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO). La cita en la sede de Foment del Treball ligaba la reflexión sobre el renacer de los populismos con la otra gran pre-

DEBATE

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DEBATE

gunta de los dos últimos años. ¿Son las encuestas capaces de contabilizar sus efectos? El debate desmontó mitos demoscópicos y abordó reali-dades electorales que han sacudido las estructuras políticas clásicas. La precisión de la observación demos-cópica que traslada Michavila en sus reflexiones incluye no solo los resultados de los referéndums y co-micios de los dos últimos años, sino su amplia experiencia internacional en la monitorización de procesos electorales. Michavila disecciona mientras que Colomé se enfrenta al discurso provocador del populismo en busca de sus causas y efectos. La experiencia en el terreno sociológico les une, pero su aproximación al fe-nómeno populista difiere, sobre todo, en las formas.

El relato teórico que desarrolla Colomé establece paralelismos so-ciológicos entre la crisis mundial del 1929 y la del 2007-2008, en las que el malestar democrático, la desafección y la indignación conducen al empo-brecimiento de las clases medias y a que los más pobres se vean expulsa-dos del sistema. El populismo es una “válvula de escape”, un “síntoma de debilidad” del sistema, la “rebelión de los excluidos o desamparados”. En su diagnóstico, Colomé anota trece síntomas de esa “enfermedad” de la democracia que diagnostica Lévy. “La simplificación dicotómica, el antieli-tismo, la imposición de las emociones versus racionalidad, la movilización social, el liderazgo carismático, el oportunismo, la imprevisibilidad económica, la demagogia, la retórica nacionalista, el rechazo a la clase política, la desconfianza de las insti-tuciones políticas, las apelaciones al pueblo y a la democracia directa ver-sus la democracia representativa.”

Cuando las encuestas fallan Sobre el terreno, Michavila sitúa el canal de transmisión en un votante que no sigue los parámetros tra-dicionales. No existe una única ni exclusiva causa. En España, no se puede obviar una pérdida del 25% de masa salarial, trece puntos más

de desempleados, de los que el 85% tiene menos de 45 años. “Se pierde el miedo a votar contra lo establecido y se reacciona de manera incontrolable a las amenazas”, teoriza Michavila en su ensayo El porqué de los populismos. El voto en contra es una tendencia global ante una oferta política homo-génea, por lo que las nuevas propues-tas “no avanzan por su capacidad de generar ilusión, sino por convertirse en altavoz de indignados, de los de-plorables, de los silenciados… y de hacerlo, además, con determinación

escapando de correcciones políticas”. La cuestión es si pueden las

encuestas predecir el alcance de ese escenario de polarización y fragmen-tación. El 2016 corre el riesgo de ser recordado como el año del fracaso de los sondeos pero no caben respuestas simplistas ni excusas de tertulia para justificar esa sensación. Se acabaron algunos mitos. El primero pasa por una afirmación simple: “El elector miente”. Ahí Michavila recurre al pragmatismo. “Si los expertos no aciertan no es que haya voto oculto,

Theresa May se dirige a los medios tras ganar las elecciones perdiendo la mayoría absoluta [Fotos de Geoff Caddick/AFP/Getty Images]

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es que cada vez hay más indecisión o electores que lo deciden todo más tarde. Exactamente un 10% el mismo día de la cita con las urnas.” El proble-ma en el régimen electoral español es

que la ley prohíbe publicar sondeos la última semana de la campaña. Esos días se decide entre el 17 y el 27% de los votantes. El otro falso mito es el que acostumbran a esgrimir los per-

dedores: “Las encuestas manipulan”. No hay político que no tenga un

politólogo, sociólogo o experto en demoscopia de cabecera. Sus estu-dios se han revalorizado y hasta la Facultad de Políticas de la Universi-dad Complutense puede presumir de tener una ratio de políticos salidos de sus aulas por encima de la media. Fue el laboratorio de Podemos.

Actualmente, la información que otorgan los sondeos es un elemento clave en el debate público y en la misma decisión de un gobernante sobre la convocatoria electoral. Es, sin duda, un instrumento político, aunque Michavila recuerda que las encuestas de voto las inventaron los periodistas. En 1916, el Literary Digest puso en marcha un particu-lar sondeo durante la campaña a la Presidencia de los Estados Unidos. La predicción de la elección de Woo-drow Wilson como presidente se repitió en las siguientes cuatro elec-ciones. En 1936, la muestra fue de 2,3 millones de votantes, para concluir que el republicano Alf Landon era, de lejos, más popular que el demó-crata Franklin D. Roosevelt. En esa elección, los sociólogos establecieron unas bases científicas más afinadas, y con muestras menores —50.000 entrevistas— fue George Gallup quien acertó al predecir la victoria de Roosevelt. La tesis del presidente de GAD3 es que la calidad del sondeo no depende del número de entrevis-tados, si no de cuán representativos sean de la población. También frente al desafío de los analistas de big data que ahora se reivindican.

El voto protestaEl patrón del voto protesta se plasma con claridad en la victoria del no en los referéndums más importantes celebrados entre 2015 y 2016. Mi-chavila pone cifras a la tesis. En siete casos, los sondeos anticiparon los resultados pero los casos de error en la predicción desconcertaron al mun-do. En el caso del Brexit, la diferencia entre el leave y el remain no permitía una predicción certera que no cayera dentro del margen de error y, en la

El relato teórico que desarrolla Colomé establece paralelismos sociológicos entre la crisis mundial del 1929 y la del 2007-

2008, en las que el malestar democrático, la desafección y la indignación conducen al empobrecimiento de las clases medias

y a que los más pobres se vean expulsados del sistema

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DEBATE

última semana, de los ocho sondeos publicados, solo dos anticiparon el Brexit. Mayor desviación se produjo entre las encuestas y el voto en el ple-biscito de Colombia. ¿Qué pasaría en un referéndum de independencia en Catalunya? La duda manifestada por Michavila es si se votaría en contra de quien lo convoca, la Generalitat, o en contra del Gobierno del PP. Una pregunta sin respuesta que desmonta cualquier previsión más allá del apo-yo o no a la independencia.

La polarización y fragmentación del voto es la clave de los últimos resultados electorales en Estados Unidos, a pesar del sistema biparti-dista neto. El profesor Colomé recoge el guante y cataloga los síntomas: “La nueva concepción de la política como un reality show, las respuestas inmediatas que permiten las redes sociales, la priorización de manipula-ción en tiempo real de las emociones, la información-internet sin con-traste, las falsas noticias planetarias, la marginación de las estructuras de la democracia representativa de los partidos y los parlamentos…”. “Todo lo que define a Trump”, es su conclusión. Constata que el presi-dente norteamericano ha enterrado a Marshall McLuhan: “El mensaje no es el medio. Él es el mensaje. El presidente tuit”. Incluso se atrevió con una adaptación del concepto de Walter Lippmann. “Quien no esté en los medios no existe. Quien no está en las redes no existe” y Trump tiene canal directo con los electores. El 66% de los votantes de Trump de entre 18 y 40 años solo se informan por Facebook.

En los sistemas parlamentarios

la influencia de la fragmentación del voto es mucho más dispersa, aunque sus efectos no siempre malvados. De hecho, Michavila puso como ejemplo el caso catalán, que “va dos décadas por delante” de las Cortes españolas en dibujar arcos parlamentarios multicolores en los que las alianzas son cruciales para gobernar, aunque Colomé lo que ve en Catalunya es un independentismo catalán que ejerce de “gran laboratorio del populismo posverdadero”. La pluralidad parla-mentaria es una dinámica norma-lizada en Europa y tan excepcional en la carrera de san Jerónimo que se requirieron dos convocatorias elec-torales y la amenaza de una tercera para formar gobierno en España. Eso a pesar de que el 33% de votos de Mariano Rajoy es un resultado “bas-tante honroso” ante los apoyos de los partidos gobernantes en Europa que han sufrido el desgaste de frente a los populismos. No obstante, cuando estos alcanzan responsabilidades ins-titucionales, sufren más severamente el castigo del electorado. Es lo que Felipe González denominó como el paso de la ética de los principios a la realidad y que padecen más las fuer-zas situadas a la izquierda. Le pasó a Syriza y le puede pasar a la CUP en Catalunya. El socialismo portugués es la excepción.

El europeísmo como métodoLo cierto es que las últimas citas elec-torales en Europa sitúan al proyecto de la Unión Europa en la primera línea de la resistencia al populismo. Las elecciones francesas han sido su último plato pero la mesa sigue estando servida. El populismo ha

acabado por ser parte de un sistema democrático cuyas deficiencias han provocado una reacción en contra de quienes ejercen puestos de poder debido a su incapacidad para com-prender y procesar las preocupacio-nes de la ciudadanía. ¿Supone eso un colapso del régimen democrático? ¿Cómo se reconduce un proceso descontrolado? El sociólogo alemán Werner Sombart y el economista austriaco Joseph Schumpeter hablan de proceso de destrucción creativa.

La polarización y fragmentación del voto es la clave de los últimos resultados electorales en Estados Unidos, a pesar del

sistema bipartidista neto

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La irrupción de los populismos obliga a reaccionar a los partidos clásicos y a las instituciones. Michavila sostiene que “no se puede esperar más”. “Si el paciente no encuentra soluciones en la medicina tradicional que se ejerce desde la prepotencia acabará por irse al curandero, que le trata de tú a tú.” Lo que plantea el presidente de GAD3 es cambiar las reglas para que todos jueguen en igualdad de condiciones. Michavila habla de las reglas de juego electorales y Gabriel

Colomé de las estructuras de los par-tidos. “Son estructuras con ideas del siglo XIX, organización del siglo XX y no saben que están en el siglo XXI.” La solución es tan simple como com-pleja: hay que fortalecer el sistema democrático. El resultado dependerá de las soluciones que adopte el es-tablishment sobre cómo se ejerce la política y el rol que tienen los ciuda-danos en la democracia. La pregunta que Colomé deja sobre la mesa es si tenemos ciudadanos formados para

afrontar la complejidad del sistema político cuando lo que alimenta el discurso populista es la simplicidad de argumentos. De momento, toca “comunicar y escuchar”. La victoria de Emmanuel Macron es una inyec-ción de europeísmo ante un sistema europeo que da muestras de cansan-cio y que está obligado a reaccionar. Una tregua. La guerra continúa.

Isabel García Pagán es subdirectora de ‘La Vanguardia’

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—— Se viene produciendo una literatura diagnós-tica sobre la crisis de los medios de comunicación que reitera ad nauseam los tópicos más canónicos y consoladores sobre su hondura e inevitabilidad. Según las tesis consagradas por los exégetas de la catástrofe mediática que nos concierne como ciudadanos, y a los periodistas también como pro-fesionales, el derrumbe del mercado publicitario a consecuencia de la crisis económica, por una parte, y la irrupción súbita de las nuevas tecnolo-gías de la comunicación —en particular, las redes sociales—, por otra, explicarían cabalmente el porqué del naufragio de las difusiones de los pe-riódicos y la progresiva disminución del uso de los soportes audiovisuales convencionales, esto es, de la radio y de la televisión.

Este análisis de la situación, siendo cierto, lo es solo en parte porque acostumbra a marginar algu-nas variables intangibles que devienen en esencia-les cuando lo que se indaga es la causa de la crisis que explicaría que la conciencia crítica tradicional de las sociedades democráticas, su “intelectual orgánico” colectivo, sus referencias culturales masivas, no estén ya en los medios de comunica-ción sino que su localización se haya desplazado o, simplemente, diluido. La crisis de los medios de comunicación tiene que ver, desde luego, con la desecación de sus fuentes de financiación —pu-blicidad y caída de ventas— y con la existencia de alternativas gratuitas —redes sociales, medios nativos digitales, webs de los diarios—, pero res-ponde primordialmente a la pérdida de sus capa-cidades intelectuales y éticas: aquellas que aluden a su fiabilidad —veracidad de sus informaciones—, credibilidad —es decir, ánimo recto en la publica-ción de noticias, opiniones y análisis— e indepen-dencia de criterio: los editores-propietarios como garantía de solvencia.

O se profundiza en los factores morales que se han quebrado en los medios de comunicación o no llegaremos a un diagnóstico cabal que permita una

futura recuperación de su maltrecha reputación actual. El populismo, sea el de cuño anglosajón —estadounidense y británico— que carga su dis-curso sobre los efectos indeseables de la globaliza-ción económica y descree del libre comercio, sea el francés y nórdico, que agitan la alteridad como un riesgo para la identidad cultural —la “autenti-cidad”— y para el estilo de vida inveterado de sus naciones, se ha encargado de rematar, mediante el manejo de la denominada posverdad y los relatos alternativos, el escaso crédito de los medios que han sido incluidos en el establishment y declara-dos así miembros eminentes de la “casta” o de la “trama” que configuran el antagonista aglutinador que todo populismo precisa.

La contribución decisiva a que la estrategia del populismo haya triunfado en algunas sociedades ha procedido paradójicamente de los mismos medios que han puesto en marcha políticas edi-toriales que bien podrían calificarse de suicidas. Dejando al margen el hecho de que los editores han desaparecido y han sido sustituidos por gesto-res manifiestamente incapaces de diseñar nuevos modelos de negocio; hagamos lo mismo con la circunstancia de que una generación de nuevos directivos periodísticos tampoco haya sabido con-figurar renovados modelos editoriales que hicie-sen viable la convivencia complementaria entre la información en la red y los soportes tradicionales. Lo fundamental es que los periódicos, las radios y las televisiones han perdido, y se les ha arrebatado, dos de sus pilares de arraigo social: sus capacida-des de prescripción y de prospección.

Según la primera —la prescripción—, los me-dios de comunicación (caigamos en el coloquialis-mo y adjudiquémosles el adjetivo convencionales) eran influyentes en la conformación de los crite-rios de la sociedad. Creaban opinión pública. La labor de intermediación de los profesionales de la información y de la opinión en los periódicos, las radios y las televisiones no solo aportaba va-

SIN PERSUASIÓN, SIN PREDICCIÓN: LA AUTÉNTICA CRISIS DE LOS MEDIOS

Con la “democratización” informativa y la banalización de los contenidos mediáticos queda hecha trizas la labor de intermediación y el poder prescriptivo de los medios. Donald Trump ha logrado demostrar a la sociedad de su país y a sus medios que no precisaba de su concurso sino que los batía mediante la alternativa tecnológica y ciudadana que ha destrozado la intermediación. Trump no requiere de “sala de prensa”. La tiene en sus manos

con ciento cuarenta caracteres y un teléfono inteligente

por José Antonio Zarzalejos

NUEVO PERIODISMO

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lor añadido —elementos de conocimiento veraz adicionales a los comunes— sino que orientaba el sentido valorativo de los acontecimientos. Esta-blecía, en otras palabras, lo correcto y lo incorrec-to. Y se asumía su prescripción, su dictamen, en función de la connotación socialmente positiva que la labor de intermediación comportaba. Hubo un momento en que los medios comenzaron a fomentar su propia erosión al dar por buenas una serie de prácticas que, en realidad, destrozaban la intermediación y, en consecuencia, su función prescriptiva. Se consideraron asumibles concep-tos —y prácticas— tales como el de la “democrati-zación” de la información o el llamado periodismo ciudadano. Es cierto que ambas formulaciones estaban favorecidas por las nuevas tecnologías, pero se interiorizaron en el ámbito mediático profesional, sin filtros, condiciones y exigencias de autoprotección para amparar los más básicos requerimientos deontológicos. Hasta tal punto que llegó el momento en que los ciudadanos di-gitalizados se preguntaron qué necesidad tenían de otorgar su confianza a una intermediación que dependía mucho más de su capacidad proactiva que de la dedicación profesional de los periodistas.

De la misma manera que los programas de ra-dio se elaboran con la “participación” de los oyentes —bajo coste, alta “popularidad” —, los periódicos publican fotos —falsas, muchas veces— de sus lectores o escriben sus editoriales en función de las opiniones al peso que se mani-fiestan en las redes sociales. El periodismo antes social se ha convertido ahora en un muestrario de personajes histriónicos y detonantes, tratando de estandarizar la “normalidad” de los menos sobre la de las ma-

yorías verdaderamente silenciosas. Se ha buscado superar todos los hándicaps de la ruptura de la intermediación con excentricidades informativas, formas nuevas de sensacionalismo y, además, con la conversión en presuntos profesionales de perso-najes de la farándula, el espectáculo o de sectores culturales marginales. Puro y duro intrusismo.

Esa “democratización” informativa, por una parte, y la banalización de los contenidos mediá-ticos, por otra, ha destrozado la labor de interme-diación y, como corolario, el poder prescriptivo de los medios. Quizás la expresión más acabada de este cataclismo hayan sido las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos. Donald Trump ha logrado el propósito de demostrar a la sociedad de su país, pero también a sus medios, que no solo no precisaba de su concurso, sino que los batía mediante la alternativa tecnológica y ciudadana que ha destrozado la intermediación. El nuevo presidente de los Estados Unidos no requiere de “sala de prensa”. La tiene en sus manos con ciento cuarenta caracteres y un telé-fono inteligente. El líder republicano, además, se ha encargado de demostrar que

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NUEVO PERIODISMO

El populismo de Trump, de un golpe certero, cercenaba el poder anticipador de los medios, basado hasta el momento en un

sistema fiable de encuestas y un riguroso y empático análisis de los datos informativos

los medios no solo han perdido su capacidad de in-fluencia, sino también sus facultades de prospec-ción, es decir, de conseguir el acierto del pronósti-co tras el estudio de posibilidades futuras basadas en indicios contrastados del presente. Todas las encuestas fallaron cuando el primer martes pos-terior al primer lunes del mes de noviembre del 2016, Donald Trump, el nuevo zar del populismo occidental, lograba la mayoría de votos electorales para sentarse en enero del 2017 en el despacho oval de la Casa Blanca aunque su competidora —la maltrecha Hilary Clinton que contó con el aval editorial de la gran prensa norteamericana— le superaba en sufragios populares. El populismo de Trump, de un golpe certero, cercenaba el poder anticipador de los medios, basado hasta el mo-mento en un sistema fiable de encuestas y un rigu-roso y empático análisis de los datos informativos. Con el republicano en la presidencia norteameri-cana ha quedado de manifiesto que los ciudadanos mantienen una agenda oculta que ya no revelan a los encuestadores de los medios porque, entre otras razones, han perdido la confianza en que sus opiniones no sean manipuladas tal y como su gran líder —Trump— les advertía reiteradamente.

Ya no hay prescripción —influencia, persua-sión— pero tampoco prospección. Antes de que se produjera la “sorpresa Trump” —según la expre-sión que hizo fortuna tras su elección en noviem-bre del pasado año—, aconteció otra de no menor magnitud: contra todo pronóstico, en junio del 2016, los británicos decidían que el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte saliesen de la Unión Europea, después de más de cuarenta años de permanencia comunitaria. El denomina-do Brexit se produjo empedrado de mentiras, en-gaños y emotividades viscerales que los medios de comunicación, primero, no supieron combatir —en algunos casos, no quisieron hacerlo— y, segun-do, no llegaron a prever. De nuevo ni capacidad de persuasión —el Gobierno de Cameron propugnó el remain frente al leave fóbico de la UKIP— ni capa-cidad de prospección. Es verdad que fallaron las encuestas —de nuevo la agenda oculta del receloso ciudadano digital— pero también la capacidad de diagnóstico mediático con los datos sociales y eco-nómicos de que ya se disponía. La prensa —tanto

en los Estados Unidos como en el Reino Unido— abandonó la intuición, la medición de la vibración emocional ciudadana.

El caso del referéndum colombiano para ratificar en octubre del 2016 el acuerdo de paz negociado por el Gobierno del presidente Santos y la guerrilla terrorista FARC —las conversacio-nes se celebraron en La Habana— rayó el ridículo internacional. Los ciudadanos de Colombia deci-dieron mayoritariamente rechazar el pacto que, previamente, en septiembre del 2016, había sido firmado solemnemente en Cartagena de Indias con presencia de decenas de mandatarios de todo el mundo. El Gobierno de Santos, pero también los medios de comunicación, dieron por sentado —basados en sondeos y en percepciones que resul-taron erróneas— que el cuerpo electoral aceptaría el trato alcanzado con los terroristas. No fue así y nadie —desde luego, no los medios de comuni-cación que no captaron la opinión mayoritaria de la población colombiana— ha protestado por el despotismo del Ejecutivo de Santos que ha alcan-zado un nuevo acuerdo con las FARC, cuidándose esta vez de evitar su ratificación popular. Tampoco Theresa May está dispuesta a correr el riesgo de su predecesor, David Cameron, preguntando por segunda vez a los escoceses —la primera fue en 2014— sobre su deseo de dejar el Reino Unido y constituirse en Estado independiente.

Estamos ante un fallo sistémico de carácter político-institucional propiciado por socieda-des con fuertes poderes autónomos, profunda desconfianza frente a sus dirigentes políticos, portadoras de agendas que no desvelan para man-tener su capacidad de sorpresa —¿o de venganza contra la clase política y dirigente de la prensa en general?— y una articulación de medios que ha de recuperar, a través de una nueva auctoritas cívica y un renovado talento de empatía con la sociedad y de instrumentos de conocimiento de sus entor-nos, sus capacidades perdidas —prescripción y prospección— cuya carencia actual está en la base de la precariedad en la que se desenvuelve el relato informativo convencional.

José Antonio Zarzalejos es periodista y exdirector de ‘El Correo’ y de ‘ABC’

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El artista del grafiti Banksy presentó su última obra sobre el ‘Brexit’ en Dover. La ilustración muestra a un hombre encima de una escalera para raspar una estrella dorada lejos de la bandera de la UE [Fotos de Andrew Aitchison / In pictures via Getty Images]

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NUNCA FUERON LA BIBLIA PERO SIRVEN

Los institutos de sondeos han clavado el resultado de las elecciones francesas y el uso de las encuestas ‘online’ ha sido una de las claves

por Joan Tapia

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—— Las encuestas nunca han tenido demasiada buena fama aunque, en este caso, la opinión publicada —la prensa— ha sido menos crítica y las ha utilizado. A algunos críticos les parecía que cuando acertaban era casi por brujería. Y si erraban, que estábamos ante una grave manipu-lación o una estafa. Pero la realidad es que los gobiernos, las empresas, los políticos y la prensa recurren con gran frecuencia a las encuestas para saber cómo es percibida su empresa, qué imagen tiene su partido o quién ganará las próximas elecciones.

En 2016, tras el referéndum del Brexit y las elecciones presidenciales americanas, la desconfianza respecto a las encuestas ha subido bastantes grados y se ha extendido a un públi-co más cualificado. ¿Y si ahora, las encuestas, por una serie de circuns-tancias, ya no aciertan al auscultar el sentir de la ciudadanía?

Es cierto que como consecuencia de la crisis económica, de la globali-zación, del fuerte fenómeno migrato-rio y de los atentados del terrorismo islámico, la ciudadanía está experi-mentando cambios de opinión muy rápidos y a veces desconcertantes.

Hace tiempo que se exageraba afirmando que los electores estaban empezando a votar como si utiliza-ran el mando a distancia de la TV: cambiando de partido con rapidez y sin demasiado fundamento. Pero el fenómeno ahora es más fuerte, más serio y más profundo. Una opinión pública sacudida y desorientada cambia de posición con más facilidad que antes. Y a las encuestas les cuesta acertar al seguir los bruscos cambios de opinión. Veamos lo que está pa-sando en Alemania, un país serio y próspero, que celebrará elecciones

en septiembre. A mediados del 2015 parecía que subía con fuerza Alter-nativa por Alemania, un partido de extrema derecha que hacía bandera del rechazo a los inmigrantes. Luego, cuando la llegada de emigrantes se ha moderado, este partido ha per-dido impulso, aunque seguramente superará el suelo del 5% y entrará en el parlamento federal. Y en enero de este año, tras la elección como líder socialista de Martin Schultz, hasta entonces presidente del Parlamen-to Europeo, el SPD subió casi diez puntos en intención de voto y pare-ció que podía ganar las elecciones. Pero luego el SPD ha perdido tres elecciones regionales y las encuestas registran —fielmente— que el efecto Schultz se ha evaporado.

La gran incógnita es el porqué del ascenso y descenso de Schultz pero —con perdón de Piketty, el gran abogado de la lucha contra la desigualdad— algunos sostienen que el líder del SPD se ha equivocado al centrar su campaña en este asunto que puede no ser la primera preo-cupación de los alemanes. Alemania es un país rico, con un desempleo de cerca del 5%, y quizás la gran preocu-pación ciudadana sea la fuerte inmi-gración y el miedo a los atentados terroristas. Y puede que en estos dos asuntos la experimentada cancillera Merkel —pese al pasajero divorcio con un sector de la opinión en verano del 2015, coincidiendo con la gran oleada de refugiados— genere más confianza.

En el caso de Gran Bretaña, el Brexit no se decidió en una elec-ción legislativa habitual sino en un referéndum, en un país que no acostumbra a celebrar este tipo de consultas. Las encuestas daban una

pequeña ventaja a los que querían permanecer en la Unión Europea, pero a la hora de la verdad la nos-talgia nacionalista —Gran Bretaña fue la gran potencia hasta la guerra mundial del 14-18— y el rechazo a la inmigración, hicieron que las tornas cambiaran. Gente que normalmente no iba a votar se movilizó a favor de la salida de la UE y el Brexit ganó por un 52% frente a un 48%. Las encues-tas no acertaron por algo más que el margen de error normal y permitido, pero tampoco fallaron tanto.

Mayor impacto, y más descalifi-catorio de las encuestas, fue el triun-fo de Donald Trump en Estados Uni-dos, algo que un año antes parecía imposible. Pero Trump ganó, contra pronóstico, las primarias republi-canas y luego la presidencia. Las razones parecen claras: la reverencia americana ante el éxito económico personal, la adhesión del voto repu-blicano más conservador, el atractivo para un electorado industrial que ve como las importaciones chinas provocan el cierre de antes potentes fábricas y destruyen empleos, un lenguaje populista y antioligárquico, y la presentación de Hillary Clinton como la encarnación perfecta de esa minoría que siempre manda. Era la esposa de Bill Clinton, presidente hasta hacía ocho años, y antes y des-pués dos Bush —padre e hijo— ha-bían ocupado la presidencia.

La crítica se centra en que las encuestas no valoraron lo suficiente estos datos que permitieron la elec-ción de Trump. La realidad es que los sondeos daban a Hillary una ventaja muy escasa, del 2 o el 3%, y al final la candidata demócrata tuvo un millón de votos más que Trump. Las encues-tas no fallaron pues del todo porque

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Hillary ganó en voto popular. Lo que pasó es que Trump se impuso por la mínima en tres o cuatro estados clave y eso hizo que en votos electorales —la elección americana no la decide el voto popular sino el voto colegiado de los estados— Trump se hiciera con la presidencia. Las encuestas fallaron, pero por muy poco. Y también hay que recordar que todas las encues-tas tienen un margen de error que grosso modo se cifra en un 2%. Y los encuestadores fallaron por ese mar-gen en tres estados que hicieron que el resultado en votos populares fuera diferente al del colegio electoral. Pero el impacto fue mayúsculo porque ni los grandes medios de comunicación americanos, ni el mundo académico o económico más informado, creían factible la victoria de un deslenguado populista como Trump. Ahora es ya evidente que un nuevo populismo, basado en el temor a la globalización, al terrorismo islámico y la preven-ción —algo irracional— contra el au-mento de la inmigración, es un dato fijo y en alza en muchos países.

Pero ni el ascenso del popu-lismo ni los fallos de las encuestas son un dogma ya que en Francia el populismo de Marine Le Pen ha sido derrotado y las encuestas clavaron al milímetro el resultado de las dos vueltas de las elecciones presiden-ciales. La primera vuelta era la más complicada porque entre los cuatro candidatos mejor colocados —Marine Le Pen, el conservador Fillon, el cen-trista sin partido Emmanuel Macron y el izquierdista populista Jean-Luc Mélenchon— las distancias eran muy pequeñas. La media de las encuestas —que el Financial Times publicó al cierre de la campaña— atribuía un 24% del voto a Macron, un 22% a Le Pen, un 20% a Fillon y un 19% a Mé-lenchon. Y el resultado final de cada uno de los candidatos se distanció en menos de un 1% de esta media de las encuestas. Y los sondeos también acertaron en la segunda vuelta, aun-

que en esta la distancia entre Macron y Le Pen fue superior a la prevista por el desastroso debate electoral en TV de la candidata populista el jue-ves anterior al domingo electoral.

¿Por qué las casas de encuestas francesas acertaron al milímetro mientras que las anglosajonas se desviaron más y no acertaron el re-sultado final? Hay varias razones. La primera es que las elecciones presi-denciales francesas son un fenóme-no estudiado desde 1962 que tienen lugar además en una circunscripción electoral única. Su resultado es, por tanto, bastante más fácil de predecir que el de un referéndum como el del Brexit, o una elección presidencial, como la americana, con 52 circuns-cripciones diferentes. Además, en las presidenciales francesas siempre hay una participación alta —del orden del 80%—, lo que ayuda a los encues-tadores. Todo lo contrario de lo que pasó en el referéndum británico, en el que el triunfo del Brexit parece que se debió a la participación, superior a la esperada, de un electorado na-cionalista que no acostumbraba a ir a votar.

Otra de las razones es que las grandes incógnitas eran el populis-mo del Frente Nacional de Marine Le Pen y la irrupción —imprevista hasta pocos meses antes— del candi-dato centrista Emmanuel Macron. Acertar en el voto final a Macron era bastante complicado, pero el Frente Nacional es un partido más conocido que en las elecciones regionales de hace dos años obtuvo un 27% de los votos. La gran cuestión era si ese 27% era un techo o un suelo. Al final fue un techo porque el voto a Le Pen no llegó al 22%. Los encuestadores fran-ceses acertaron. Y Jérôme Fourquet, director del IFOP (Instituto Francés de la Opinión Pública), una de las casas de encuestas más veteranas, apunta una razón interesante de re-coger. Fourquet cree que la precisión de los encuestadores franceses se

debe a que la mayoría de las encues-tas se hizo online, “medio en el que los entrevistados tienden a respon-der más sinceramente que por telé-fono, donde la gente puede estar más tentada de mentir”. Y añade: “Hay una parte del público que no está dispuesta a confesar en voz alta, aun-que sea por teléfono, que van a votar por el Brexit o por Trump”. Internet permitiría, así, más espontaneidad que una entrevista telefónica. Habría menos temor al posible e instantá-neo juicio de valor del entrevistador.

Podríamos, pues, concluir que las encuestas siempre han tenido defensores y detractores pero que los gobiernos, las empresas, los par-tidos y los medios de comunicación las utilizan de forma creciente para saber lo que piensa la ciudadanía. En los últimos tiempos —coincidiendo con una tendencia a la desconfianza en las instituciones establecidas— la opinión pública se ha hecho más movediza y ha aumentado el riesgo de que la foto salga movida. Ello obliga a las casas de encuestas a per-feccionar sus métodos de análisis y explica, en parte, que las encuestas no acertaran en el resultado final del Brexit o en la elección de Trump. Y también que sí acertaran con exacti-tud lo sucedido en las presidenciales francesas. Habrá que ver lo que pasa con las próximas legislativas fran-cesas, en las que la complejidad es mayor porque hay 577 circunscrip-ciones, y con la gran incógnita de si el nuevo partido centrista —o de de-rechas y de izquierdas a la vez— del nuevo presidente se acerca o alcanza la mayoría absoluta de la Asamblea Nacional.

Las encuestas forman parte del acervo de las ciencias sociales que no son una ciencia exacta, nunca han pretendido ser la Biblia pero ayudan a entender lo que pasa en la opinión pública. Y así va a seguir.

¿Por qué las casas de encuestas francesas acertaron al milímetro mientras que las anglosajonas se desviaron más y no acertaron el resultado final?

Joan Tapia es periodista

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Marine Le Pen sufrió una aplastante derrota en las

elecciones presidenciales de Francia pronosticada con acierto por todas las encuestas [Fotos de Bertrand

Guay/AFP/Getty Images]

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DICCIONARIO DEMOSCÓPICO

A menudo se dice que vivimos en una democracia demoscópica. El caso es que medir los estados de opinión, muy especialmente cuando se quiere predecir el resultado de un proceso electoral, va generando un cuerpo de

atribuciones de voto, porcentajes y previsibilidad. El quehacer demoscópico cada vez parece más complejo y depende de una verdad de factores que a

menudo generan impredecibilidad

por Oriol Bartomeus

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ENCUESTAS

Muestra: conjunto de perso-nas entrevistadas, que tienen que ser representativas del universo que quiere analizarse. En otras palabras, en encuestas electorales, todos los ciudadanos con derecho a voto.

Cuotas: características que se tienen en cuenta para confeccionar la muestra, de forma que se parezca lo máximo posible al universo de referencia. A menudo se seleccio-nan a los encuestados en función del sexo y la edad, aunque también se suele tener en cuenta el hábi-tat —dimensión en habitantes del municipio de residencia—. Algunas veces se utiliza como cuota para se-leccionar a los entrevistados la len-gua habitual —CEO— o el recuerdo de voto en las últimas elecciones.

Margen de error: intervalo de incertidumbre que existe entre un dato recogido y la medida estimada de este dato en el universo. Toda muestra conlleva un margen de error teórico, estadísticamente de-finido, en relación con el conjunto del cual los encuestados quieren ser una representación fiel. El margen de error es más alto cuanto menor sea el número de entrevistas que se realizan. Por el contrario, cuantas más entrevistas, menor es el mar-gen, y por lo tanto más seguro se puede estar de que el dato recogido refleja el dato real del universo.

Horquilla: el margen de error obliga a utilizar un perímetro de incertidumbre en torno a los datos recogidos. A cualquier dato hay que sumarle y restarle la magnitud del margen de error —que se expresa con la noción +—, de modo que se entiende que el dato “real” no es la recogido estrictamente por la encuesta, sino que se encontraría en algún punto del espacio definido por la aplicación del margen de error. Por ejemplo, si un partido ob-tiene un 20% en intención de voto en una encuesta sobre una muestra de mil entrevistas, que tiene aso-ciado un margen de error de +3%, hay que considerar que la intención “real” de este partido se situaría entre el 17 y el 23%.

Encuesta a pie de urna: se realiza abordando a los votantes a la salida del colegio electoral. Su único objetivo es estimar los resultados que ha habido para poderlos pu-blicar en el momento que se cierra la votación, generalmente por la televisión. La fiabilidad depende del muestreo de los colegios, es decir, de la selección previa de colegios electorales donde se envía a los entrevistadores. El gran problema de este tipo de encuestas es la ocul-tación del voto por los votantes.

Israelitas: otra denominación de las encuestas a pie de urna. Reciben este nombre porque el sistema elec-

toral israelí favorece la traslación de los resultados a la composición del Parlamento. En el caso español, en cambio, el sistema electoral complica la traducción del voto en escaños.

Atribución de escaños: estimación del número de escaños que conseguirá cada una de las fuer-zas competidoras en unas elecciones según la intención de voto expresada en una encuesta. La dificultad de esta atribución depende en gran medida del sistema electoral, sobre todo en encuestas de ámbito estatal. En el caso español, la atribución de escaños a escala provincial dificulta el esta-blecimiento de estimaciones exactas y por ello se suelen utilizar horquillas en la estimación de escaños.

Intención de voto: conjunto de las respuestas que dan los en-cuestados a la pregunta de a qué partido votarían en caso de eleccio-nes. A menudo se confunde con la estimación de voto.

Indecisos: grupo de encuesta-dos que a la pregunta sobre su in-tención de voto contestan que aún no lo saben.

Recuerdo de voto: conjunto de respuestas que dan los encues-tados a la pregunta de a qué partido votaron en las pasadas elecciones. Pocas veces —de hecho, solo si se aplican cuotas según el recuerdo de voto en el momento de confec-cionar la muestra— el recuerdo de voto recogido en la encuesta coin-cide con el voto real de las pasadas elecciones. Por ello en las encuestas publicadas no se suele mostrar el recuerdo de voto.

Voto oculto: se produce cuando un conjunto de votantes no quiere revelar su voto y lo esconde, bien diciendo que ha optado por otro partido o bien declarándose absten-cionista o no contestando. También llamado “voto vergonzante”.

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Sobreexpresión del voto: se produce entre los votantes de la opción ganadora de los anteriores comicios, o también entre los votan-tes de una opción que tiene muchas perspectivas de obtener un buen resultado en las próximas elecciones. En ambos casos, el voto a esta opción será superior al voto “real”.

Estimación de voto: resulta-do de un cálculo que intenta prede-cir el resultado final de unas futuras elecciones —próximas o no— según los datos obtenidos por encuesta.

Cocina: denominación coloquial del procedimiento por el cual se calcula la estimación de voto y suele consistir en anular los sesgos pre-sentes en la encuesta y en atribuir un voto al conjunto de encuestados indecisos. La cocina es solo en parte un procedimiento matemático. Por ello, de una misma encuesta pueden calcularse distintas estimaciones.

Big data: conjunto de datos originados por la actividad de los individuos en internet y las redes sociales. Hay quien dice

que el análisis de estas corrientes podría servir para predecir futuros resultados electorales, y podrían sustituir las encuestas. Sin embargo, hasta ahora no se ha comprobado su eficacia. Por ejemplo: en las pasadas elecciones presidenciales francesas han fracasado al intentar predecir el resultado tanto de la primera vuelta como de la segunda.

Oriol Bartomeus es politólogo. Profesor asociado en la Universidad Autónoma de Barcelona

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52 Una Europa mejor

por Daniel Capó

44 Liderazgos inertes

o colpasadospor Ignacio Peyró

50 Cambios de coordenadas

por Jordi Amat

48 UE 1951-2017:

‘per aspera ad astra’por Ana Mar Fernández Pasarín

42 Amenazas interiores

de la democraciapor Manuel Arias Maldonado

46 La desconexión

por Marc Bassets

Una historia sin final

—Los sesenta años del Tratado de Roma, como arranque esencial de la integración europea, han coincidido con un estado de hipotensión en la Unión

Europea, generado por causas tan diversas como la poscrisis, el Brexit, el impacto migratorio, la pérdida de peso geoestratégico o los nuevos populismos.

En coincidencia, hace veinticinco años que Francis Fukuyama publicó su ensayo El fin de la historia y el último hombre. Ambas conmemoraciones se

retroalimentan porque, como gran experimento institucional, la Unión Europea es uno de los capítulos de esa historia que Fukuyama vio culminada, tras el

hundimiento del comunismo, por el logro democrático y que hoy pasa por una fase de incertidumbre de la que, a pesar de todo, no podemos dejar de presentar

un balance positivo, con posibilidades de un futuro con notables sinergias. Para comentar esa historia sin final, la opción de ha sido invitar a periodistas,

profesores, analistas, de lo que podemos llamar una nueva generación intelectual, de una solidez que contrasta con la sociedad espectáculo y el pensamiento light.

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—— Cuando reflexionamos sobre el estado de la democracia, es saluda-ble recordar que ha conocido tiem-pos peores: en 1942 apenas existían doce regímenes democráticos en el mundo. Sesenta años después, Francis Fukuyama contemplaba un horizonte geopolítico muy diferen-te cuando formuló su tesis sobre el fin de la historia, que declaraba resuelta por la vía de los hechos la disputa acerca de la mejor forma de gobierno y lo hacía en favor de una democracia por entonces triunfan-te. Justo es añadir, empero, que esa perspectiva histórica tiene su cara B: la posibilidad de que las demo-cracias padezcan una regresión que nos devuelva a ese escenario de posguerra. En esa dirección apun-tarían el auge de los populismos y el atractivo creciente de las llamadas “democracias iliberales”. De este panorama se deduce que la amena-za para las sociedades democráticas no viene en esta ocasión del exte-rior, como sucedía durante los años en que la alternativa comunista gozaba de buena salud, sino de su interior.

En buena medida, la actual crisis de las democracias liberales es un efecto retardado de la Gran Recesión originada en las turbulen-cias financieras del 2008. Hemos descubierto desde entonces una realidad inquietante: la alianza de las clases medias occidentales con la democracia no está basada en los principios, como podía sospecharse durante la Guerra Fría, sino en los

resultados. En cuanto han dismi-nuido los rendimientos socioeco-nómicos procurados por el sistema, su adhesión se ha tambaleado. De ahí la emergencia de la alternativa populista, los rebrotes del nacio-nalismo y el crecimiento electoral de los extremos políticos, auténtica reaparición de los fantasmas de la primera posguerra. ¡El ciudadano iracundo no lee a Fukuyama! Tiene, además, razones para indignarse con las élites. Y en ausencia de un modelo alternativo que —a la manera del comunismo soviético— represente una vía de escape a las frustraciones que la democracia está obligada a causar por su misma naturaleza, el descontento con ella se ha intensificado.

Si bien se mira, lo que está en juego es la definición del sujeto de la democracia. En una sociedad cada vez más atomizada, la actual reacción antiliberal puede leerse como una búsqueda de alternativas al ciudadano autónomo que, en las constituciones occidentales, apare-ce a la vez como titular de derechos y votante democrático. Desde luego, la atomización no es nueva: John Rawls ya señalaba el hecho del pluralismo como rasgo esencial de las sociedades liberales y Jürgen Habermas, por citar a los dos teó-ricos políticos más destacados del último medio siglo, no ha cejado en su empeño de encontrar una ética universalista de rango democrático. Sí, son nuevos los factores que en los últimos años han acentuado esa

fragmentación hasta límites insos-pechados: la globalización primero y la digitalización después. Estamos ante sociedades más diversas en las que la autocomunicación de masas entrega a cada individuo la posi-bilidad de expresar públicamente sus opiniones; una herramienta que enarbolan quienes demandan menos representación y más par-ticipación. Primarias, referendos, iniciativas populares: primavera de la democracia directa. No es, así, de extrañar que los partidos de masas ya no sean tan masivos o que se abra una brecha creciente entre el mundo urbano y el mundo rural. En ausencia de homogeneidad cultu-ral, muertos ya todos los dioses, el tejido social de las democracias se tensa peligrosamente.

En ese contexto, aparece la nostalgia por un sujeto colectivo capaz de proporcionar una identi-dad emocionalmente satisfactoria. Al modo de una regresión infantil, cobra fuerza la categoría mítica del “pueblo”, llamada a resolver de un plumazo la fragmentación del cuerpo social. Y lo mismo cabe decir del retorno, también, de un nacionalismo agresivo de acentos etnicistas. Mientras tanto y en un plano inferior, el individuo se suma al enjambre digital y habita bur-bujas cognitivas que dificultan el mantenimiento de un mundo pú-blico común. Pero también es ver-dad que la figura del ciudadano ha coexistido siempre con entidades colectivas cuya finalidad era legiti-

por Manuel Arias Maldonado

AMENAZAS INTERIORES DE LA DEMOCRACIA

Entre el final de la historia vaticinado por Francis Fukuyama y la desmitificación de la democracia, la actual crisis de las democracias liberales es un efecto retardado de la recesión del 2008, como

constatamos en la Europa posterior al Tratado de Roma: la alianza de las clases medias occidentales con la democracia no está basada en los principios, como podía suponerse durante la Guerra Fría,

sino en los resultados

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mar —jurídica y afectivamente— la democracia: aquel era parte de un pueblo que aparecía como titular de la soberanía y miembro de una nación cuya identidad justificaba el contorno de unas fronteras. Es-tamos, pues, ante una ambigüedad constitutiva.

Es preciso reconocer que esta-mos ante un problema sin solución. Ni la atomización social puede resolverse mediante la creación de canales participativos digitales,

ni la tentación de adherirse a un sujeto colectivo —ya sea el pueblo o la nación cultural— desaparecerá jamás del todo. Hay algo en el equi-paje evolutivo de la especie que nos inclina hacia el tribalismo moral, a la preferencia por la multitud sobre el ciudadano. Pero ni siquiera quienes arremeten contra la demo-cracia representativa tachándola de producto decimonónico inadecua-do para la nueva era tecnológica son capaces de esbozar una alternativa.

Solo queda mejorar aquello que pueda mejorarse y dar comienzo a un proceso de maduración social que pasa, irónicamente, por la des-mitificación de la democracia: por la aceptación de que es un sistema imperfecto preferible a todos los demás.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su último libro es ‘La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI’ (2016)

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—— La pregunta por el liderazgo suele llevar consi-go la carga elegíaca de los mitos de la edad de oro. “No hay líderes como los de antes”, decimos, mien-tras comparamos interiormente la imagen de un Churchill victorioso con la del Cameron que da de mamar a un ternero. La nostalgia de liderazgos, sin embargo, puede ir más allá del reproche al presen-te o la necesidad de un asidero moral que aporte congruencia a la complejidad de nuestros días. Así, en la alabanza a Robert Schuman y los impulsores del Tratado de Roma damos una épica de legiti-mación inteligible —y útil— a lo mejor del mundo que hemos conocido: la propia UE y el consenso de posguerra. Y, aun cuando el liderazgo tenga no menos que ver con una institucionalidad dada y la correlación de fuerzas de un ciclo político, sus re-ferentes todavía nos sirven para alzar un arquetipo de ejemplaridad: virtudes públicas, gravitas, auda-cia, pulso del país y visión de la circunstancia his-tórica, generación de confianza, etc. En definitiva: sin tener presentes a los líderes del ayer, sabríamos menos cómo han de ser los líderes de hoy.

A los efectos de un mundo líquido, no está de más un recordatorio: el liderazgo aún importa. Acoger a refugiados, resistirse al “rescate” o convo-car un referéndum fueron —en última instancia—decisiones de la responsabilidad de Merkel, Rajoy y Cameron. Por eso, la pregunta por el liderazgo siempre es la pregunta por su calidad. De hecho, no faltan nuevos líderes: recordemos, en apenas unos años, y sin salir de España, casos como los de Ri-vera, Iglesias o Colau. E incluso podemos apreciar alguna ironía: tras años de reclamar liderazgos más sólidos en Europa, algunos de sus protagonistas —de Mélenchon a Grillo o Le Pen— han logrado inspirar más miedo que confianza. El caso de Esta-dos Unidos presenta sus propias paradojas: Obama y Trump son caracteres antitéticos, pero su gesta-ción tiene paralelismos en el humus de la sociedad digital y la política espectacularizada. También, en la permeabilidad de un sistema de partidos que —como vemos en el paso del demócrata al republi-cano— conoce sus ambivalencias.

No vivimos en un mundo más difícil que hace sesenta años: aquella generación política tuvo —li-teralmente— que alzar Europa de sus ruinas. Pero no ha habido “fin de la historia” y tal vez estemos ante un mundo más complejo. Lo vemos en los escollos a la hora de asentar hoy un liderazgo. La fragmentación de las sociedades —campo/ciudad, mayores/jóvenes— impide relatos comunes y pun-tos de encuentro. El malestar de la crisis ha sido una prima política para oportunistas. La globaliza-ción —la misma Unión Europea— lima el alcance de los liderazgos puramente nacionales. La conver-sación pública, tal y como se sustancia en las redes y se amplifica en las televisiones, intensifica nues-tra conocida tendencia a las respuestas primarias, sea en el afán de novedad, la ponderación excesiva del carisma, el escrutinio de la vida personal de los políticos o la merma de la atención ante discusio-nes complejas. Y, ante todo, topamos con la pér-dida de autoridad de las instancias que —como la prensa o los partidos políticos— hasta ahora eran útiles para mediar entre política y sociedad civil.

Si durante un tiempo hemos lamentado la apatía política de la ciudadanía, ahora pueden preocupar los rasgos de su hiperpolitización. En la predilección actual por un líder hay rasgos de sel-fie, narcisismo o bufet libre: tras llevar a los socia-listas franceses a la catástrofe, Hamon anunció una nueva plataforma política, como en su momento ya había hecho Mélenchon. El PSOE español tam-bién ha conocido estos años dispersiones cercanas a la fractura, igual que Podemos entre errejonistas y pablistas. En este “sírvase usted mismo” puede ocurrir —caso Macron— que se elija a un líder sin partido —y, por tanto, menos líder—. Rasgo común de cierto romanticismo que, sorprendentemente, aún late en nuestro tiempo: el aprecio por el re-belde, por el outsider, por el maverick. No descar-temos que haya ahí algo de réplica ante uno de los problemas de los partidos tradicionales: la falta de meritocracia en la selección de sus cuadros.

La hiperpolitización viene de la mano de una fe nunca vista en la política. Y, sin embargo, aquí

por Ignacio Peyró

LIDERAZGOS INERTES O COLAPSADOS

Reformular los liderazgos es una urgencia de nuestro tiempo, entre políticas desacreditadas y una volatilidad insospechada de votos y calado de la opinión. Si durante un tiempo hemos lamentado la

apatía política de la ciudadanía, ahora pueden preocupar los rasgos de su hiperpolitización

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hay también espacio para la paradoja. En efecto, a despecho de tantos candidatos “alfa” y tantos hi-perliderazgos, la realidad parece haber premiado a los líderes —digámoslo así— modestos. Merkel no ha causado, entre los conservadores europeos, las emociones que provocó Cameron. Fueron Monti y Renzi —no Rajoy— quienes se llevaron las porta-das del Time, antes de ser engullidos por el sumi-dero de la historia. Incluso puede postularse que la grisura de Van Rompuy ha sido más efectiva en

una Europa en crisis que el colorido de un Juncker en la Europa poscrisis. Cierto observador británico mostró en una ocasión su pasmo por la grisura de algunos premiers exitosos, de Salisbury a Clement Atlee. Por contraintuitivo que parezca, los modes-tos heredarán la tierra y además pueden ganar las elecciones.

Ignacio Peyró es autor de ‘Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa’

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—— No existe una fecha precisa, ignoramos cuándo sucedió exac-tamente. Seguramente fue en los años noventa, tal vez a principios de la primera década del siglo XXI, aunque la cicatriz se había empeza-do a abrir con las crisis petrolíferas de los setenta, o antes, con la revo-lución cultural de los sesenta. El momento de la gran desconexión es impreciso, pero los resultados no lo son. La victoria de Donald Trump en Estados Unidos. O los diez mi-llones de votos de Marine Le Pen en Francia. Veinticinco años después de Francis Fukuyama y el triunfo del orden liberal, vuelve una expre-sión que parecía obsoleta, olvidada en el cajón de una historia que su-poníamos terminada. Vuelven las clases sociales. A ambos lados del Atlántico, la fractura centra la dis-

cusión política y decide elecciones. Los de abajo y los de arriba. El pue-blo y la casta. Los nacionalistas y los cosmopolitas. El hinterland y las ciudades. La clase trabajadora gol-peada por la desindustrialización, y las élites académicas e intelectuales integradas en el mundo en red de la globalización. Autores americanos y europeos, de derechas y de iz-quierdas, comparten el diagnóstico: mientras la clase media se encoge, se abre una distancia cada vez ma-yor entre dos clases, dos países que, dentro de cada país, se dan la espal-da, el caldo de cultivo idóneo para Trump o Le Pen.

Charles Murray y Christophe Guilluy son dos de esos autores, extraños compañeros en mis viajes por Estados Unidos y Francia. Mu-rray es un referente de la derecha

americana, un libertario en el sen-tido norteamericano, partidario de la reducción al mínimo del poder del Estado. Guilluy, un geógrafo fuera de los circuitos académicos y con una visión del mundo arrai-gada en una izquierda, la francesa, que sospecha del capitalismo y la globalización. Como corresponsal en Washington, primero, y en París, ahora, la lectura de sus libros y las conversaciones con ellos me han servido para entender ambos países y de guía para cubrir las recientes elecciones. Hablé con Guilluy dos días antes de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales fran-cesas del 7 de mayo, en un café bobo cerca de la plaza de la República, en París. Bobo es la contracción de bourgeois bohème o burgueses bohemios, las élites progresistas en

por Marc Bassets

LA DESCONEXIÓN Charles Murray y Christophe Guilluy hacen un diagnóstico similar, desde perspectivas opuestas,

sobre el retorno de las clases sociales en el mundo desarrollado. Ahora, a ambos lados del Atlántico, la fractura centra la discusión política y decide elecciones. Los de abajo y los de arriba. El pueblo y la

casta. Los nacionalistas y los cosmopolitas. El ‘hinterland’ y las ciudades

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cuestiones sociales como los dere-chos de los inmigrantes o el matri-monio homosexual, y liberales en cuestiones económicas. Emmanuel Macron, el candidato bobo, euro-peísta y mundialista, se enfrenta con Marine Le Pen, la candidata del Frente Nacional, el viejo partido de la extrema derecha francesa.

Guilluy empezó explicándome que no es verdad que la globaliza-ción no funcione. Funciona, y muy bien, para los bobos. El problema, continuaba, es que ha dejado fuera una amplia parte de la clase me-dia. Y es así como el eje derecha-izquierda, que vertebra la vida po-lítica desde la Revolución francesa, se desintegra para dejar paso a otro eje, el de los perdedores de la globa-lización, que votan a Le Pen, y el de los ganadores, que votan a Macron. La particularidad de Guilluy es que hace de esta división una geopolí-tica. Las élites viven en las grandes ciudades. Las clases populares, en la periferia. La periferia es el campo, pero también las pequeñas ciuda-des de provincia lejos de los nudos de comunicación, sin sedes de multinacionales ni oportunidades de prosperar. El centro es la conste-lación metropolitana: no solo París, sino las islas urbanas que, por toda

Francia, prosperan y viven conec-tadas al corriente del capitalismo internacional. “Se han convertido en ciudadelas, como en la Edad Media”, dice Guilluy. “Con una di-ferencia: nosotros no lo sabemos, porque defendemos el discurso de la sociedad abierta.”

Guilluy, sentado en un café de la plaza de la República, me recuerda a Charles Murray en su mesa de tra-bajo, llena de libros y con recuerdos de la Guerra Civil, en Burkittsville, un pueblecito de 178 habitantes a 82 kilómetros de Washington. Mu-rray había publicado un libro en el que demostraba cómo la clase tra-bajadora blanca y la élite blanca se habían ido alejando desde los años sesenta, hasta vivir en dos mun-dos separados. Cuando él bajaba a Washington y hacía una conferen-cia, preguntaba: “¿Alguien conoce a alguien que viva en Ohio?”. Pocos conocían a alguien allí: el vínculo con el otro país había desaparecido; se había producido una secesión de hecho. “Afirmaría que la desigual-dad económica, por sí sola, no es la principal fuente de problemas”, me dijo. “Si tuviéramos familias fuertes y si los hombres de clase trabajado-ra estuvieran en la fuerza laboral y trabajaran, nuestras comunidades

todavía funcionarían”. Era el otoño del 2012: Trump quedaba muy lejos.

Murray no hablaba de geografía. Hablaba de lo que los norteameri-canos llaman “cultura” o “valores”. Establecía cuatro: laboriosidad, religión, matrimonio y honestidad. Decía que, desde 1960, la clase tra-bajadora trabajaba menos, frecuen-taba menos la iglesia, se casaba me-nos y tenía más hombres en prisión; el propio Murray se divorció y casó en segundas nupcias, y es agnóstico. En las clases altas este proceso era más lento, o no se producía. A ello se sumaba —y aquí Murray entraba en un terreno delicado— la genéti-ca: las élites se casaban entre ellas, y producían hijos más inteligentes, y viceversa, lo que aumentaba la distancia entre las dos Américas. O las dos Europas. En Estados Unidos ganó Trump; en Francia, Macron. Pero el malestar era similar, y el diagnóstico de Guilluy y Murray, un aviso. El futuro de Estados Unidos, y el de la Europa unida que conme-mora los sesenta años de su funda-ción, se medirá en la capacidad de curar la herida. Esta historia no ha terminado.

Marc Bassets es corresponsal de ‘El País’ en París

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Por Ana Mar Fernández Pasarín

UNIÓN EUROPEA 1951-2017: ‘PER ASPERA AD ASTRA’

En tiempos de crisis conviene constatar la trascendencia de la Unión Europea como hecho institucional de nuevo cuño, a la vez supranacional e intergubernamental. Es una organización

política que, sin ser una federación y siendo mucho más que una confederación, tiende a la integración económica y unión política de sus miembros para la paz y la prosperidad de Europa

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—— Si Schuman, Monnet o Adenauer hubieran estado presentes cuando se conmemoraron los sesenta años de la firma de los Tratados de Roma el 25 de marzo de 2017, posiblemente se hubieran sentido profundamente con-movidos por el grado de desarrollo de la Europa actual, al observar el presente echando la mirada atrás para valorar la distancia recorrida y la comunidad de destinos que fraguaron los Es-tados del continente europeo en poco más de me-dio siglo. En sesenta años, hemos pasado de 6 a 28 Estados miembros, de tres comunidades europeas a la Unión Europea, de una Europa dividida por el telón de acero a la Europa reunificada de la era postsoviética, de los pueblos de Europa a la ciu-dadanía europea, del mercado común a la unión económica y monetaria. Las visiones más euroes-cépticas del proceso de integración europea, las de antes y las de ahora, no consiguen borrar el carácter extraordinario de la empresa europea como modo de reorganización de las relaciones entre Estados tras la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial; la innegable trascendencia de la Unión Europea como politeya de nuevo cuño; a la vez supranacional e intergubernamental, comuni-taria y cooperativa; una organización política que, sin ser una federación y siendo mucho más que una confederación, tiende a la integración econó-mica y unión política de sus miembros con el fin de mantener la paz y asegurar la prosperidad del continente europeo.

Todo ello a pesar, y gracias también, a las cri-sis sufridas. La historia de la Europa unida prueba precisamente el efecto catalizador de los momen-tos de coyuntura crítica. La Declaración Schuman del 9 de mayo de 1950, texto fundacional que sentó las bases del Tratado de París constituyente de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, fue recibida y pasó a la historia como un bálsamo reparador, una declaración que permitió sellar la reconciliación franco-alemana mediante la creación de una estructura de alcance modesto en términos competenciales —al estar limitada al carbón y el acero—, pero crucial simbólicamente al disponer una fórmula supranacional que permi-tía superar y relegitimar a la vez el Estado-nación europeo tras el conflicto mundial.

Y así, sucesivamente, desde el principio hasta el presente, tal péndulo en movimiento, las grandes etapas del proceso de integración europea replican la misma secuencia. Los mayores saltos cualitativos de la historia de la construcción europea encuen-tran sus raíces en momentos críticos previos; perio-dos adversos que la han espoleado a la vez que ser-vido de catarsis. Los dos Tratados de Roma de 1957,

fundadores de la Comunidad Económi-ca Europea y de Euratom sirvieron de revulsivo frente al fracaso de la Comu-nidad Europea de la Defensa de 1952; el Acta Única Europea, que transformó el Mercado Común en Mercado Interior en 1986 a la vez que institucionalizó y

formalizó en un único instrumento jurídico —de ahí el nombre de “acta única”— el Mecanismo de Cooperación Política (CPE) de 1970 reactivó, con terapia de choque, la integración tras veinte años de congelación como resultado de la crisis de la silla vacía de 1965 —abandono de las reuniones comunitarias por Francia para bloquear decisiones por mayoría cualificada— y del Compromiso de Luxemburgo de 1966, que era el veto por intereses nacionales. El Tratado de Maastricht que dispuso la creación de la Unión Europea y de una ciudadanía asociada a la pertenencia a la Unión, además de transformar y declinar el antiguo Mecanismo de CPE en la Política Exterior y de Seguridad Común y la Cooperación en Asuntos de Justicia e Interior encuentra su razón de ser en la caída del Muro de Berlín, la implosión del bloque soviético, la guerra en la antigua Yugoslavia y el reposicionamiento de Alemania ante el nuevo orden mundial. En igual sentido, más allá de las teorías monetaristas, la adopción de la moneda única debe ponerse en re-lación con la reunificación alemana, al igual que la adopción del Tratado de Estabilidad y los avances realizados en materia de unión bancaria desde el año 2012 han de interpretarse a la luz de la crisis económica y financiera iniciada en 2008. Tras la desolación inicial causada por la decisión británica de poner fin a cuarenta años de historia comparti-da, también se puede entrever que el Brexit, lejos de diluir la construcción europea, reforzará su cohe-sión y el fundamental eje franco-alemán.

En definitiva, sesenta años de trayectoria común demuestran no solo la extraordinaria ca-pacidad de resistencia de la integración europea ante los envites cíclicos de la historia, sino la fuer-za motriz ejercida por las condiciones adversas sobre el propio desarrollo del proceso. Las crisis europeas no han sido el final de la historia. Más bien han contribuido a reafirmar el carácter único de la Europa unida. Volver al origen, definir la idea de Europa, pronunciarse sobre la naturaleza y los fines de su organización política, en definitiva, llevar a cabo un ejercicio ontológico sobre el ser y devenir europeos. A todo ello han servido las cri-sis, a valorar el presente, anclando la mirada en la memoria y conciencia del pasado.

Ana Mar Fernández Pasarín es profesora titular de ciencia política y de la administración

Paul Van Zeeland, ministro belga, firmando la Declaración Schuman

en 1950 [Foto de Keystone-France/Gamma-Keystone via Getty

Images]

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Por Jordi Amat

CAMBIOS DE COORDENADASLa creación de la CEE se produjo en virtud de la firma del Tratado de Roma en marzo de 1957. Los líderes de los países que lo habían suscrito —Alemania Federal, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y los Países

Bajos— acordaban una serie de medidas económicas para “consolidar, a través de la constitución de una serie de recursos, la defensa de la paz y la libertad”, como dice el preámbulo del tratado. Por ejemplo: el 1 de enero de 1959, los países miembros se rebajaban entre ellos el 10% de las tarifas aduaneras, hasta llegar con el paso del

tiempo a la supresión total de las aduanas. Hacia la Unión, pues, por la economía

—— El primer día de 1959 La Vanguardia publicó una serie de balances sobre el año que había termi-nado. Son textos sobre política nacional, teatro o literatura o sobre la situación económica de España, en cuya dirección ya empezaban a intervenir los tecnócratas —como Ullastres y Navarro Rubio— con programática voluntad de saneamiento de las finan-zas públicas para evitar el colapso de la dictadura franquista. Tras aquellas páginas iniciales había un artículo que miraba hacia delante, firmado con las iniciales S.N. A Santiago Nadal —principal respon-sable de la sección inter-nacional del periódico— el director Luis de Galinsoga no dejaba que firmase las co-lumnas con su nombre. Pero casi todo el mundo sabía que era él. Hoy, sin embargo, la valoración de su corpus periodístico está olvidada o es cautiva de los prejuicios. La tradición del liberalismo democrático de posguerra todavía no ha sido asumida.

Ese artículo era un ejemplo de ello. En “El año en que entramos” el monár-quico Navidad, evolucio-nado del reaccionarismo al liberalismo conservador, ha-blaba de la crisis que se vivía en la ciudad de Berlín. En la capital de la Guerra Fría, el enquistamiento del bloqueo podía transformarse en un cortocircuito explosivo. Era la principal amenaza para el magno proyecto continental que aquel 1959 se empezaba a poner en marcha de verdad: la Comunidad Económica Europea. La creación de la CEE se ha-

Página de ‘La Vanguardia’ con el artículo

“El año en que entramos”

bía producido en virtud de la firma del Tratado de Roma en marzo de 1957. Los líderes de los países que lo habían suscrito —Alemania Federal, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos— acordaban una serie de medidas económicas para “consolidar, a través de la constitución de una serie de recursos, la defensa de la paz y la libertad”, como dice el preámbulo del tratado. El 1 de enero de 1959, contaba Nadal, se empezaría a aplicar la primera de las decisiones del tratado: los países miembros se rebajaban entre ellos el 10% de las tarifas adua-

neras, medida que había que ir ampliando con el paso del tiem-po hasta la supresión total de las aduanas. Hacia la Unión, pues, por la economía.

En la medida en que las aduanas fueran perdiendo su función, el proyecto europeo, parecía por fin que sí, madura-ría. Su fortalecimiento era ne-cesario sobre todo por motivos geopolíticos. Decía Santiago Nadal: “La integración progre-siva de Europa es una necesidad que nace de realidades insalva-bles. Por sobre todos ellas, esta: la existencia de dos bloques no europeos colosales, cuya sola existencia, aun haciendo caso omiso de su rivalidad, obligaría, casi por una ley física, a que los en comparación minúsculos Estados europeos tendieran a constituir, en cierto modo, una unidad”. Llamémosle mercado común, llamémosle comunidad

económica europea. Su creación, sobre una determinada ideología reformista y materializada a partir de una serie de acuerdos económicos, no puede en-

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tenderse fuera de ese contexto crítico. Por una parte, el final hecatómbico de la guerra civil europea. Si tras la Gran Guerra se había errado en la construc-ción de un nuevo orden, tras 1945 la consolidación de una paz duradera exigía replan-tearse a fondo la idea de Europa. Por otra, la Guerra Fría. La nueva idea de Europa debía formalizarse en una situación mundial inédita: la tensión latente y amenazante entre los Estados Unidos y el bloque soviético. Lo que acabaría siendo la Unión Europea maduró en ese contexto internacional. Pero cuan-do esas circunstancias críticas desaparecieran, el proyecto europeo debería adaptarse a unas nuevas coordenadas. Y las coordenadas, afortunadamente, cambiaron. Nada lo visualizó de una manera tan icónica como la caída del Muro de Berlín.

Fue en ese “momento ciceroniano”, en plena conciencia de estar viviendo una transformación a escala planetaria, cuando en el verano del 89 Francis Fukuyama publicó el artículo “El fin de la historia” en The National Interest, la revista de asuntos internacionales que tenía entre sus fun-dadores a Irving Kristol —una de las eminencias grises del neoconservadurismo estadouniden-se— y a Henry Kissinger entre sus referentes. La propuesta, con una incidencia descriptible en el debate español —con una derecha átona y una izquierda oxidándose—, era la reestructuración

del mundo tras la desaparición de la dictadura soviética. En plena implo-sión del bloque comunista, la sensa-ción de victoria que se desprende del artículo de Fukuyama, incluso por

las gotas de sarcasmo que utiliza, es absoluta. “El Estado que emerge al final de la historia es liberal en tanto que reconoce y protege, a través de un sistema de leyes, el derecho universal del hombre a la libertad, y democrático en tanto que existe solo con el consentimiento de los gobernados”. La encarnación de aquel Estado, decía el politólogo, eran los estados de Europa Occidental que habían creado el mercado común.

¿Qué queda de ese legado elaborado durante el momento cenital de relegitimación intelectual del conservadurismo? Como una apisonadora, la crisis financiera ha hecho añicos ese momento de pensa-miento: las coordenadas mundiales, otra vez, cam-biaron. Quizás todavía era demasiado temprano para elaborar una fórmula realista para el desafío de la globalización. En todo caso, no se ha produ-cido de una forma convincente la adecuación del proyecto europeo a las nuevas coordenadas creadas por la globalización. La historia ha vuelto y parece como si Europa, a menudo, todavía se concibiera viviendo en el mundo de ayer.

Jordi Amat es autor de ‘La primavera de Múnich’ (2016)

Delegados en la firma del Tratado del Mercado Común

Europeo en Roma [Foto de Keystone/Getty Images]

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por Daniel Capó

UNA EUROPA MEJORAnte sus actuales dilemas, el futuro de la UE pasa por un reformismo que permita adaptar las instituciones comunitarias a los nuevos retos de nuestro tiempo y que se demuestre capaz de mitigar el malestar social,

fortalecer los estándares de vida y el horizonte de oportunidades. Sería el valor de una política razonable en un momento de profundas transformaciones estructurales

—— Si la primera mitad del siglo XX estuvo definida por una larga guerra civil que se extendió durante tres décadas, la Europa que emerge de 1945 responde a una curiosa para-doja: por una parte, Gran Bretaña y Francia habían logrado mantener intactas las fronteras de sus impe-rios; por otra, su debilidad era ya manifiesta. No debemos olvidar que el proceso de integración comuni-taria nació como consecuencia de la fragilidad del continente y del mie-do a los nacionalismos. La pobreza constituía el signo palpable de aquellos años. Según ha destacado el economista Barry Eichengreen, “en 1950, muchos europeos calen-taban sus viviendas con carbón, refrigeraban los alimentos con hie-lo y dependían de lo que eufemís-ticamente podemos llamar formas rudimentarias de fontanería de interior”. Se trataba, por así decirlo, de un mundo antiguo inserto en un contexto cambiante. Sin embargo, la segunda mitad del siglo XX trans-formó por completo el rostro de Eu-ropa occidental. En 1957, Francia, la República Federal de Alemania, Italia y el Benelux firmaron los Tra-tados de Roma y, aunque cabe adu-cir —como sostiene Tony Judt— que no conviene exagerar la importan-cia de estos acuerdos, lo cierto es que su éxito impulsó la cooperación supranacional hasta convertirla en un hecho inevitable. El largo pe-riodo de paz interna, la demografía favorable, el incremento de la pro-ductividad, el estado del bienestar y

el consenso político configuran una época dorada para la prosperidad europea. En este largo ciclo, que llega hasta finales de los ochenta, Europa pasó a ser una sociedad de clases medias que normalizó el acceso a bienes como el coche o la vivienda en propiedad, tradicional-mente reservados a la burguesía. La fortaleza de las políticas públicas facilitó un generoso pacto social que permitiría consolidar la marcha ascendente de la economía y de los estándares de vida.

Con la caída del Muro de Berlín, 1989 fue el corolario lógico a la his-toria de las dos Europas surgidas de la posguerra. En aquel año, Francis Fukuyama escribió su famoso ar-tículo “El final de la historia”, que sería la base de un libro no menos célebre publicado en 1992. El con-senso liberal había triunfado, al igual que el modelo de desarrollo capitalista. Y, si somos razonables —incluso a pesar de la impugnación que plantean los nuevos populis-mos y el retorno de la sentimenta-lidad política—, la tesis central de Fukuyama sigue en pie. Con sus debidos matices, el marco que favo-rece la solución de problemas com-plejos continúa exigiendo libertad de mercado, apertura comercial, seguridad jurídica, protección so-cial y derechos democráticos. Pero 1989 supuso algo más que la caída del socialismo real, ya que se conso-lidó la auténtica revolución de estos últimos treinta años: el despertar de China y su decidida entrada en

la rueda de la globalización. Desde la perspectiva europea, este salto adelante ofreció rasgos distintivos tras décadas de crecimiento. El lan-zamiento del euro y la libre circula-ción de trabajadores, bienes y servi-cios aceleraron la construcción de un gran mercado único. Sin embar-go, como observa Tony Judt en su referencial obra sobre la posguerra europea, “las cosas ya no eran como antes, cuando los periodos de auge económico tendían a proporcionar a los desfavorecidos empleos mejor pagados y más seguros. Dicho de otro modo, Europa estaba creando una clase marginada en medio de la bonanza”.

El crash de 2008 exacerbó algunas de las tensiones que se habían ido acumulando. El enveje-cimiento de la población y el alto endeudamiento público y privado, el estancamiento de la producti-vidad y el desempleo estructural ensombrecieron de repente el rela-to exitoso de la Unión. Después de treinta años de progreso indudable y otros treinta años de manteni-miento del bienestar, ha resurgido el fantasma de los populismos, con el episodio del Brexit como uno de sus capítulos culminantes. Pero, sobre todo, ha regresado el espec-tro de la atomización social que, si bien anuncia una nueva geografía de la inteligencia, también divide a la ciudadanía entre apocalípticos e integrados, con el deterioro de expectativas de la clase media y trabajadora y el descrédito de la

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ENTRE DOS ÉPOCAS

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élite política como telón de fondo. Guiado por un profundo escepti-cismo, el ensayista Pierre Manent ha advertido sobre el peligro de un momento ciceroniano para Euro-pa, la cual se debate entre el deseo de una mayor integración y la ten-tación de renacionalizar la sobera-nía. Ante este dilema, cabe pensar

que el futuro de la UE pasa por un reformismo que permita adaptar las instituciones comunitarias a los retos de nuestro tiempo y que, a su vez, se demuestre capaz de mitigar el malestar social y de fortalecer los estándares de vida —y el horizonte de oportunidades— de los ciudada-nos. Se trataría de recuperar el va-

lor de una política razonable para una época marcada por profundas transformaciones estructurales. Nada muy distinto, en definitiva, al anhelo de una Europa compartida y mejor que nació en Roma hace ahora sesenta años.

Daniel Capó es ensayista

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Carta desde Roma

—Si alguien sabía de fábulas era Hans Christian Andersen. Por eso tiene todo el peso de la autoridad cuando dice

que Roma es como un libro de fábulas: en cada página te encuentras con un prodigio. Es la visión que el escritor

Javier Reverte da para en su carta desde Roma, la città eterna, la ciudad de los gatos, de Bernini y del papado.

Fábulas de Roma que tienen esa sensualidad visual de lo que ha adquirido la pátina eterna, sin perder el

espectáculo de la vida en cada calle y plazuela. Más allá de las vicisitudes políticas y económicas, Roma sigue ahí, magna y pululante, esa ciudad en la que Stendhal paseó con máximo placer, escribiendo sobre el encanto de sus

fuentes y viendo, en las ventanas del Papa que dan sobre la calle Pía, toallas tendidas a secar.

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ROMA

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—— Desde mi apartamento en las alturas de las alturas del monte Gianícolo —la octava colina romana, habría que llamarla con jus-ticia— contemplo una vista única de la urbe: cúpulas y campanarios de magníficas iglesias, torres de soberbios palacios, fornidos mu-ros imperiales y jardines con puntiagudos cipreses. También, a mis pies, los tejados de la cercana barriada del Trastevere y, más allá, trazando el fondo de este vivo retablo romano, la lejana curva de las cordilleras que descienden desde el norte y forman, por oriente, una irregular línea azulada. Tengo la impresión de que toda Roma está delante de mí, aunque la vista del Vaticano se me escapa, oculta entre arboledas hacia el oeste. Hoy es un fin de semana de otoño, cercano ya el atardecer, y los bandos de estorninos, que se retiran a dormir a las arboledas del Tíber, forman tupidos nubarrones móviles, en una danza regular y enloquecida cuyos ritmos tan solo ellos conocen.

Es la mejor hora para bajar a la antigua ciudad, a lo que queda de aquella imponente capital imperial cuyos palacios arrasaron los bárbaros y remataron, llevándose las viejas piedras para construir sus mansiones, los grandes señores renacentistas. El silencio domina los templos de los dioses y las colinas donde levantaron sus residencias los empe-radores: el Palatino, el Capitolio. Si hay luna llena, ese silencio se hace aún más vivo, como si los dioses de ayer nos susurraran de pronto

por Javier Reverte

ROMA EN EL ATARDECEREn Roma el arte sale a tu encuentro en forma inopinada, en el altar oscuro de una humilde iglesia que celosamente guarda el cuadro de un genio de la pintura y no lo cede a ningún

museo. Stendhal, al escribir sobre Roma, decía que “lo verdaderamente grande no

debe tener ninguna afectación”. Es una clave para entender la relación de Roma con el arte

porque nada resulta afectado, sino natural. Así ha sido durante siglos el quehacer de los

artistas romanos

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CARTA DESDE ROMA

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Basílica de San Pedro, con el río Tíber y el puente

Vittorio Emanuele [Acuarela de Den Kuvaiev /

iStockphoto]

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que aún siguen ahí. La antigua Roma murmura de noche en la vía de los Foros Imperiales, quiere hablarnos de su historia de guerras y de arte en los foros de Augusto y de Trajano, en el arco de Constantino y en las co-lumnas Antonina y de Trajano. Pero el rey arquitectónico de la milenaria urbe imperial es, sin duda, el Coliseo, un estadio alzado, no para honrar a los dioses, sino para divertir al pueblo. El tiempo ha dejado hue-llas de su paso —y también los invasores de la ciudad— y hoy parece una dentadura mellada en su parte superior. Pero a pesar de los des-trozos, es tan imponente como la Acrópolis de Atenas.

El antiguo circo, inaugurado por el empe-rador Tito en el año 80 de nuestra era, ya digo que tenía por objeto divertir al pueblo. ¡Pero qué forma de entretenerse tenían los anti-guos romanos! El Coliseo era un teatro que, incluso, en ocasiones convertía la arena en piscina para representar batallas navales. Lo

que sucede es que las batallas eran verdaderas y los hombres se acu-chillaban ferozmente y morían por centenares. Entre los juegos que se proponían estaban los combates a muerte entre gladiadores y las lu-chas con tigres, leones y osos ham-

brientos. También, ya se sabe, el sacrificio de cristianos, bajo las fauces de los animales salvajes: se calcula que, en los años que dura-ron los espectáculos, unos setenta mil segui-dores de Cristo perecieron en las arenas del Coliseo. Cuesta creer, en las noches de luna llena, que un lugar tan sereno y noble, en la última explanada de los foros antiguos, fuera el escenario de tanta barbarie. El poeta bur-lesco Gioachino Belli ironizó sobre ello en un soneto: “¡Antaño, tanto luto, tanto estrago, y ahora tanta paz! ¡Oh, humanos modos! ¡Cómo es el mundo!, ¡cómo cambia todo!”.

Pero la vieja Roma se queda coja si no te asomas al Panteón de Agripa, algo alejado de los foros, por donde cruzo casi a diario du-

Paisaje de Roma con el

castillo y el puente de Sant’Angelo

[Acuarela de Den Kuvaiev / iStockphoto]

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rante mis paseos romanos y donde siempre entro aunque sea unos minutos. Es el templo mejor conservado de toda la Antigüedad y ello a causa de un emperador bizantino, Fla-vio Focas. Se lo regaló al papa Bonifacio IV, quien decidió mantenerlo tal y como era, tan solo cambiando en los altares las estatuas de dioses paganos por santos y vírgenes. Impre-siona su cúpula, la más grande de la ciudad hasta que se construyó la del Vaticano. Dicen los expertos que, en su centro, se construyó el gran agujero que hoy la domina para que los dioses entraran a comunicarse con los hom-bres. Pero yo tengo la sensación contraria: la de que puedo escapar por el hueco y charlar con los dioses de ayer. Aquellas deidades eran pecaminosas en grado sumo y eran más próximas al hombre precisamente por eso. Y tal vez ello era la causa por la que, con solo traspasar un agujero, ya estabas en sus estancias.

En el Panteón hay algo más: un

sarcófago de mármol, la tumba del gran Ra-fael. Y lo es, no solo porque reposen allí sus restos, sino por el hermoso epitafio labrado en recuerdo del pintor. Traduzco del latín los versos, debidos al cardenal-poeta Pietro Bembo: “Aquí yace Rafael. Cuando vivió, la Naturaleza temió ser vencida por él. Cuan-do murió, temió morir con él”. Es probable que no haya otro texto en el mundo que más honre a un artista en su sepulcro. Roma es una ciudad extraña en su relación con el arte, una relación que no recuerda a la de ninguna otra urbe del mundo. En Florencia, en Nueva York, en París o en Madrid, para disfrutar de las creaciones que atesoran debes de ir a los museos. Roma, en cambio y como decía Byron, “es un museo al aire libre”. Aquí pue-

des encontrarte un taller de bici-cletas en las ruinas de un palacio antiguo o una oficina bancaria con una columnata de un foro imperial o un monolito del Egipto faraónico

Antiguo foro imperial en

Roma [Acuarela de Den Kuvaiev /

iStockphoto]

Roma es una ciudad extraña en su relación con el arte, una relación que no recuerda a la de

ninguna otra urbe del mundo

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CARTA DESDE ROMA

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en una plaza. Y el arte, a menudo, sale a tu encuentro en forma inopinada: por ejemplo, en el altar oscuro de una humilde iglesia que celosamente guarda el cuadro de un genio de la pintura y no lo cede a ningún museo.

Stendhal, que escribió un magnífico libro sobre sus paseos romanos, decía que “lo ver-daderamente grande no debe tener ninguna afectación”. Y esa puede ser una de las claves para entender la relación de este ciudad con el arte a la que antes me refería: nada resulta afectado, sino natural. Y ese intento de apro-ximarse a la naturaleza ha dominado durante siglos el quehacer de los artistas romanos. Por eso, la tarea de buscarlos resulta a veces ardua. Es curioso que, a las tres grandes figu-ras del Renacimiento italiano, en su país las traten con el nombre de pila y todos sepamos quiénes son: Leonardo —da Vinci—, Rafael —Sanzio— y Miguel Ángel —Buonarroti—. O sea: se les llama como a un pariente o un vecino próximo. Y es curioso también que, a excepción del primero —apenas hay obra suya en Roma—, a los otros dos haya que buscar-los por la ciudad en numerosos y diferentes lugares. Para “ver” a Rafael y Miguel Ángel se hace preciso dedicar al menos un día a cada uno, con un buen calzado para caminar por el insufrible adoquinado romano, sobre los famosos sanpietrini.

Buscamos a Rafael, el niño prodigio y mimado del Renacimiento, el genio nacido con toda la precocidad de los grandes artistas. Dejando aparte sus obras en otros lugares de Italia y del mundo —como el magnífico Retrato de cardenal del madrileño Museo del Prado o los cartones del Royal Albert Hall de Londres—, hay una ruta casi secreta de Rafael en la Roma de hoy. Cuando bajo del Gianícolo a la ciudad, tengo dos alternativas: o la Via Garibaldi o los empinados jardines que llevan al Viale di Trastevere. Escojo la primera y, al llegar al pie de la colina, en una plazuela, tuerzo a la izquierda bajo un arco y voy a dar a la Villa Farnesina, la que fuera residencia de un riquísimo tesorero papal. Hay varios frescos del taller del genio en el palacio y, sobre todos, destaca el de la Galatea, debi-do directamente a la paleta del pintor. Y en

otra sala, un techo bellamente decorado con motivos mitológicos en buena parte autoría del mismo. Los desnudos abundan en estas obras: los renacentistas nunca se cortaron a la hora de pintar un sexo masculino o un pecho de mujer. Sin embargo, púdicamente, el sexo femenino lo ocultaban siempre.

Hay que seguir husmeando río arriba, en las arboledas tejidas sobre el Tíber por los plátanos y los castaños, hasta llegar al Vaticano. Y allí, en el interior del gran complejo sede de los papas, cumplir el rito de la larga cola para visitar los museos. Merece la pena porque, después de una larga caminata por galerías repletas de cuadros y frescos imponentes, están las llamadas stanze de Rafael quien, con sus ayudantes, creó una de las obras cumbres del Renacimiento: los frescos de cuatro salas, de los cuales fue autor de dos el propio Rafael, mientras que en las otras dirigió a sus asistentes y alumnos. En la Stanza di Eliodoro reina sin dudarlo el fresco de La liberación de San Pedro. Pero es en la Stanza della Segnatura, donde se encuentra la que, en mi opinión, es la obra suprema del artista: La escuela de Atenas. ¿Cómo explicar la grandeza de esta pintura? Solo se me ocurre una respuesta cada vez que la contemplo: la naturalidad. Rafael crea en este fresco un espacio imaginario en el tiempo y en el espacio para exaltar la sabiduría humana, representada por la antigua Grecia y recuperada por la Roma renacentista. Platón y Aristóteles son las figuras principales, que entran en la gran arcada, serenos, solemnes, ante la mirada de Sócrates. Y por todas partes asoman los hombres sabios: Euclides, Homero, Zoroastro. Y lo más curioso, como si de una broma se tratara, es que Rafael pone los rostros de algunos de sus contemporáneos a las figuras señeras del pasado. Para el rostro de Platón, eligió a Leonardo; para el de Euclides, a Bramante, y para el de Heráclito, ¡a Miguel Ángel, su gran rival! Rafael era un artista generoso que sabía reconocer el talento de sus adversarios. Y La escuela de Atenas refleja la fe de un hombre bueno en la esperanza, mientras que otros contemporáneos suyos representaron el

Para ver obras de Rafael y Miguel Ángel se hace preciso dedicar al menos un día a cada uno, con un buen calzado para caminar por el

insufrible adoquinado romano, sobre los famosos ‘sanpietrini’

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CARTA DESDE ROMA

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Javier Reverte es escritor

desconsuelo, como Caravaggio, y a menudo el propio Miguel Ángel, el artista volcánico por excelencia en la historia de la humanidad, además de espléndido pintor, sublime arquitecto —Rafael también diseñó edificios— y un escultor magnífico. Tal vez solo le igualaría en grandeza Leonardo. Y en Roma se pueden seguir las trazas de sus mejores obras. La primera de todas, por supuesto, la sublime cúpula del Vaticano, de trazas clásicas, influida por la del Panteón, y que es la más grande de la Cristiandad. Si el poder de los papas —antes político y hoy espiritual— ha sido uno de los más soberbios de la historia humana, su mejor representación es la basílica de San Pedro, por su explanada, la imponente fachada de su templo y la grandiosa cúpula. Y Miguel Ángel fue uno de los autores más renombrados de tan magna obra. Allí dentro hay, además, dos de los mejores ejemplos de su versatilidad: la Pietá, una escultura en mármol que representa a la Virgen llorando el cadáver de su hijo, un hombre demasiado joven para morir; y la fastuosa Capilla Sixtina, donde no se sabe bien si es Dios quien toma el papel del hombre o si es el hombre quien de súbito se convierte en Dios para administrar la ley del Juicio Final. Subimos las escaleras que llevan a San Pietro in Vincoli y admiramos el Moisés que el artista cinceló para la tumba del papa Julio II. ¡Qué vigor el del guardián de las Tablas de la Ley! Yo le veo, sin embargo, algo asustado ante el peso de tanta responsabilidad. Miguel Ángel no se acaba ahí. Está el diseño de la bonita plaza del Campidoglio, con su solemne escalinata y los dos bellos edificios que guardan sendos museos de escultura, en uno de los que se encuentra la hermosa estatua ecuestre de Marco Aurelio, obra de la Antigüedad clásica. Y está la fachada del severo palacio Farnese, que hoy es sede de la embajada de Francia. Y el Cristo de mármol que sostiene la cruz frente al altar mayor de Santa Maria Sopra Minerva.

Roma es aún más que Miguel Ángel. Cada día, debo seguir husmeando este museo abierto en la calle para admirar, por ejemplo, el legado del Barroco. El sombrío Caravaggio está presente al menos en tres iglesias ro-manas y en los museos de la Villa Borghese y del palacio Barberini. Para admirar las dotes de escultor y de arquitecto de Bernini, hay que recorrer un buen número de plazas y unos pocos palacios y villas. En cuanto a nuestro Velázquez, para rendirle pleitesía es necesario acercarse a la galería Doria Pam-

phili y estremecerse ante la mirada perversa el papa Inocencio X. Casi son precisos dos días para recorrer los escenarios donde el gran Borro-mini hizo los planos de sus edificios religiosos y civiles o diseñó sus fachadas y sus interiores: los palacios de la Sapienza y de Falconieri, el Oratorio dei Filippini, Santa Agnese di Agone, San Juan de Letrán y esa pe-queña joya que es la “perspectiva” del palacio Spada. Esta galería flanqueada de columnas con un pequeño patio y una estatua al fondo, más que una obra arquitectónica, es un juego de la razón, un engaño de los tamaños de las piezas, una visión presumiblemente real de algo que es irreal. Como el arte mismo. Desde arriba, en el Gianícolo, miro otra vez Roma en el atardecer. Queda mucho por descubrir. Roma es eterna porque no termina nunca.

Pintura del paisaje del Coliseo romano [Acuarela de Den Kuvaiev / iStockphoto]

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Artes&Co.64 Entrevista

Lluís Homar: el coraje de reconocerse por Sergi Doria

68 Música La gran dama Ella Fitzgerald

por Eduardo Hojman

70 Con filtros El ‘selfie’, retrato del ego

por Llúcia Ramis

72 Cine Cine y música: una retroalimentación afectiva

por Jacobo Zabalo

74 Teatro Cutre política teatral

por Luis María Ansón

76 Geografías En el café de Mahfuz

por Ignacio Vidal-Folch

78 De autor Hombres elegantes

por Milena Busquets

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LLUÍS HOMAR: EL CORAJE DE RECONOCERSE

La tarde nublada —aunque nos repitan que es la primavera— no invita al optimismo. Caen goterones y las banderolas que anuncian ‘Ricardo III’ en el

Teatre Nacional de Catalunya nos devuelven la mirada sombría de Lluís Homar con un collarín. El actor revisita a sus personajes

—— El luminoso camerino que inauguró en su día Josep Maria Flotats contrasta con la ines-perada oscuridad vespertina. “Hoy es de esos días en los que conviene despejar la cabeza de telarañas”, advierte Lluís Homar. De aquí a dos horas encarnará —nunca un verbo fue tan literal— al rey de la maldad. En esos momen-tos de concentración, Lluís Homar (Barcelo-na, 1957) merienda un plátano y trasiega un par de latas de Aquarius para acarrear duran-te más de tres horas las prótesis que arman de resentimiento a Ricardo III. Embutido en una coraza, círculo metálico circundando el cráneo, mano izquierda seca y enguantada en negro siempre apoyada en la cadera, el rey contrahecho entonará su postrera arenga al ritmo del Bolero de Ravel. Y cuando caiga derrotado en la batalla de Bosworth, ya sin collarín, dejará en el aire la inolvidable frase epitafio: “¡Un caballo, un caballo!… ¡Mi reino por un caballo!”.

Han tenido que pasar muchas tardes con telarañas mentales hasta que Homar se decidiera a ser Ricardo III: “Pensaba que no era el actor adecuado para hacerlo hasta que mi amigo Gonzalo de Castro me regaló una entrada para ver en Avilés la versión de Sam Mendes con Kevin Spacey de protagonista”. Fue volver a Barcelona y poner la obra de Shakespeare sobre la mesa del director Xavier Albertí: “Ricardo III no es un hombre cual-quiera. Es un ser, el emblema de la maldad, como Coriolano. En algún momento un actor debe descender a los infiernos y Shakespeare

permite ese tránsito”, apostilla. Frases que han marcado a fuego la memoria de Homar. El caballo del rey deforme, o el Homo homini lupus que Manelic acaba matando en Terra baixa: “Ricardo III es el lobo oscuro; aunque vencido es capaz de luchar hasta el último aliento, esa es tal vez su única grandeza”.

Para enfrentarnos al lobo de Guimerà conviene hacer un viaje en el tiempo. Éranse una vez ocho hermanos, los Homar Toboso; uno de ellos, bautizado Lluís, disimulaba sus miedos haciendo teatro. Por eso Lluís se re-fugió en los Lluïsos de Horta. Su primer papel se remonta a 1963: con seis años forma parte del pueblo de Jerusalén que jalea a Jesucristo en La Passió al clamor de “Hossana, hossana”. En su sincero recuento de Ahora empieza todo —Ara comença tot—, Homar confiesa que ha sufrido. “La idea fue de Jordi Portals; no que-ría explicar mi vida artística, sino compartir con los demás mi mundo interior, confesar sin temor mis envidias y mis celos…”. Ser ac-tor fue como agarrarse al único clavo ardiente que permitía ser alguien en la vida: “No des-tacaba en el deporte, ni tampoco en los estu-dios, ligando con chicas guapas tampoco…”. Homar sobrellevó la adolescencia mitigando con el arte de Talía su menguado arte de vivir. “Ensayábamos los lunes, los miércoles y los viernes por la noche. Ni un solo día me dio pereza salir de casa, en la calle Salses, y re-correr los tres minutos que me separaban de los Lluïsos de la calle Feliu i Codina. Para mí, ensayar era pasarlo bien. Y no solo cuando

texto Sergi Doria — fotografías Jordi Play

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ENTREVISTA

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actuaba, sino en cualquier momento. Contar chistes mientras esperabas que te tocara salir al escenario, hacer gamberradas el día del ensayo general, y reír, reír, reír. Pasarlo bien. Jugar, en definitiva. Interpretar en inglés es play. Y jouer para los franceses. Y tienen toda la razón”.

En el teatro aficionado de los Lluïsos, Ho-mar “jugó” en La casa de l’art de Rusiñol, El milagro de Ana Sullivan de Arthur Penn, Un enemigo del pueblo de Ibsen hasta conseguir, por fin, un papel central en Los Palomos de Al-fonso Paso. Medio siglo después, el actor puede repetir de corrido fragmentos de aquellas representaciones. Al volver a casa se quedaba hipnotizado ante el televisor viendo Estudio 1. Quería ser José Bodalo, José María Rodero, Luis Prendes y Manuel Galiana. Y fue en el escenario de los Lluïsos, a los diecisiete años, cuando encarnó —de nuevo en sentido literal— su gran personaje: Manelic de Terra baixa: “He mort al llop!”. El lobo del desasosiego reapa-recería una y otra vez… El pastor de Guimerà nunca se desgajará de Lluís. Ni siquiera cuan-do Lluís se empeñaba en ser Marlon Brando. O cuando no se resignaba a la calvicie prematura. En cada actuación miraba a su alrededor bus-cando la aceptación de quienes consideraba a sus maestros: Lluís Pasqual, Fabià Puigser-ver, Anna Lizaran, Pere Planella en el Teatre Lliure, Pedro Almodóvar en el cine: “Si ellos consideraban que era bueno, yo también me lo podía creer. Tenía, y tengo, un gran problema de inseguridad. Siempre hubo en mi interior una voz que me decía, sí, pero tú no…”. Y así, obviamente, no se puede vivir.

Pero hay más personajes en la vida de un actor que cumple sesenta años. Homar no olvida a Quimet de La plaça del Diamant que le proporcionó tanta popularidad. Ni el regalo que supuso interpretar en el Lliure al Papageno de La flauta mágica o al príncipe de Leoncio y Lena de Büchner: “Descubrí que hacer realidad los sueños significaba trabajar muchísimo. Y que a veces te saltan

las lágrimas de impotencia”. Personajes que le han hecho sufrir como Coriolano: “Parecía que me decía que yo no era capaz de repre-sentarlo y yo le contestaba que él no me caía bien”. Personajes de los que se aprende, como Spooner de Tierra de nadie de Harold Pinter: “Al principio no lo entendía, pero luego vi en él un ejemplo del perdón, de la persona que prefiere no ajustar cuentas con quienes le han hecho daño”. O El profesor Bernhardi de Schnitzler, que le valió el Premio de la Crítica al mejor actor del 2016: “Su concepción de los valores y de la ética encaja con mi momento actual… De mayor quiero ser como Bernhar-di”, bromea.

Un hombre de teatro que cambió el teatro por el cine y la televisión. Dejar el Lliure fue tan traumático como una ruptura sentimen-tal: “Cuando me incorporé a los diecinueve años llegué a creer que el Lliure era una fami-lia mejor que la que yo tenía. En aquella épo-ca, las compañías funcionaban como comu-nas —Joglars, Comediants, Dagoll Dagom—; hay que saber romper con esos modelos”. A los geógrafos del nacionalismo que sitúan todos los males de Catalunya en el topónimo Madrid, Homar les responde desde su ex-periencia personal y profesional: “Siempre me he sentido querido, valorado y respetado. Madrid es un lugar de encuentro”.

La tarde nublada propicia la melancolía; antes de cargar con las prótesis de Ricardo III, el actor realizará unos estiramientos y practicará un poco de meditación en la lumi-nosa soledad del camerino: “Confundimos lo que sentimos con lo que somos; estás triste, pero no eres triste”, se repetirá. Y, una vez más, interpretará para sus adentros a Mane-lic: “He mort al llop nos muestra que es posi-ble enfrentarnos al lobo oscuro que llevamos dentro y sobrevivir”. Lluís Homar, el coraje de reconocerse.

Sergi Doria es periodista cultural y autor de la novela ‘No digas que me conoces’

“Cuando me incorporé a los diecinueve años llegué a creer que el Lliure era una familia mejor que la que yo tenía. En aquella época, las compañías funcionaban como comunas

—Joglars, Comediants, Dagoll Dagom—; hay que saber romper con esos modelos”

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ENTREVISTA

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—— Quería ser bailarina antes que cantante. Y el jazz, que para entonces ya invadía la vida cotidiana del mun-do, siguió esperándola. Para sobrevivir, con dieciséis años cantaba en las calles de Harlem. A los diecisiete, se apuntó para bailar en una noche amateur del Teatro Apollo. Intimidada por un dúo de hermanas bailarinas, decidió, en cambio, cantar. Entonces el jazz y Ella Fitz-gerald por fin se encontraron. Nació un 25 de abril de hace cien años y el mes siguiente se lanzaba el primer disco comercial de la historia del jazz. Casi podría de-cirse que el jazz, que llevaba unos pocos años por allí, la estaba esperando. Pero antes de convertirse en la primera dama de la canción, antes de ser la mujer de la voz plateada, de la dicción precisa, de la improvisa-ción perfecta, tuvo una infancia y adolescencia duras: padre ausente, padrastro abusador, madre fallecida en un accidente automovilístico, trabajos en un burdel, conexiones con la mafia, ingresos en orfanatos, noches durmiendo en la calle.

Atrás quedaron, como notas al pie de la leyenda, las hermanas bailarinas, las dos canciones que cantó esa noche y el rumor de que, además de los veinticinco dó-lares del premio, el Apollo estaba obligado a contratarla para que actuara allí toda una semana, pero se negó a hacerlo debido al aspecto poco agraciado de la cantante. Quizás, como dice Wislawa Szymborska en el poema que le dedicó, Ella Fitzgerald había rezado para ser una “feliz chiquilla blanca” pero Dios decidió convertirla en su “alegría negra”, lo que equivale a decir que la convir-tió en sinónimo de jazz.

Y lo fue de muchas maneras. Si, según un rumor, Fitzgerald le puso nombre al bebop intercalando la in-terjección “re-bop” en una grabación de 1939, es seguro que con su versión de 1945 de Flying Home cristalizó para siempre el scat, una manera de cantar improvisada y sin letra que nadie, jamás, pudo hacer como ella. Su voz, caudalosa, percusiva y precisa, con un dominio perfecto de la afinación y el ritmo, iba más allá de los límites de la canción, que se convertía en un vehículo para su propia expresividad. Desde la rima infantil de A Ticket, A Tasket, su primer gran éxito, pasando por las piezas, a veces comerciales e insulsas, que cantaba al principio de su carrera con la orquesta de Chick Webb, había una rara mezcla de ligereza y profundidad en su voz que convertía cada canción en única e indudable-mente suya.

Tímida, incómoda con su rotunda figura, el trom-petista Mario Bauzá, compañero de la banda de Webb, la describió como “una chica solitaria en Nueva York”. Pero muchos la quisieron. Entre ellos, Marilyn Monroe, quien prácticamente obligó al dueño del Club Mocam-bo a contratarla. Y Frank Sinatra, que le cedía su came-rino cuando coincidían en el mismo local. Y Norman Granz, que creó el sello Verve en torno a Ella.

Después del bebop, y a instancias de Granz, llegaron los song books, recopilaciones de piezas de los mejo-res compositores norteamericanos como Cole Porter, Gerswhin, Rodgers & Hart, Duke Ellington. En ellos, su imponente voz se elevaba por encima de las suntuosas orquestaciones, salía de los confines del jazz y la consa-graba como miembro pleno de la sagrada trilogía de las voces, con Sarah Vaughan y Billie Holiday. Si la primera era la sensualidad y el exceso casi operístico y la segun-da la voz del desgarro, Ella Fitzgerald era, para algunos, demasiado cercana a la perfección, quizás un poco leja-na de los requerimientos dramáticos del texto. EnThe Cole Porter Song Book, interpretaba Love for Sale, cuya letra evoca el punto de vista de una prostituta, con una alegría y una despreocupación que estaban a años luz de la versión dolorosa de Holiday. Mientras que Holiday “entregaba su alma, su corazón, y el resto de sus órga-nos vitales cuando cantaba, Ella nunca dramatizaba en exceso las canciones”, dice Szymborska, la poeta de la contención, en un artículo de 1995.

Podría discutirse. En Pure Ella, acompañada solo con un piano, acaricia temas de Gershwin y otros stan-dards con una sensibilidad exquisita; en sus dúos con el guitarrista Joe Pass su voz, que había perdido parte de su caudal, es un susurro ligero y cargado de senti-do; es erótica en Squeeze me, de Duke Ellington, y en Bewitched, del song book de Rodgers & Hart, alcanza una dulzura única que parece derramarse como miel, como agua, como sol. Quizás la gran diferencia es que, más que exprimirse y entregarse a las canciones, Ella Fitzgerald las resignificaba, se apropiaba de ellas. A cien años de su nacimiento y de Livery Stable Blues, aquel primer disco de la Original Dixieland Jass Band, el jazz se ha hecho adulto y libre, y Ella Fitzgerald se ha con-vertido en su gran dama, en su máxima voz, aquella con la que se miden todos los otros cantantes.

Eduardo Hojman es escritor, periodista cultural y editor

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MÚSICA

LA GRAN DAMA ELLA FITZGERALDA los cien años del nacimiento de Ella Fitzgerald, regresamos tanto a la gran dama del jazz como a la

chica solitaria en Nueva York, tímida, incómoda con su rotunda figura. Frank Sinatra siempre le cedía su camerino cuando coincidían en el mismo local. Su voz imponente se elevaba por encima de las

suntuosas orquestaciones y sobrepasaba los confines del jazz

por Eduardo Hojman

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Histórica actuación de la cantante americana Ella

Fitzgerald (1917-1996) en el programa ‘The Ed Sullivan Show’, en Nueva York el 5

de mayo de 1963 [Foto de CBS Photo Archive/Getty

Images]

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——A lo largo de la historia, el ser humano ha dejado rastro de su existencia. Desde sus inicios, todas las culturas han representado a aquellas personas que merecían ser recordadas. Poco a poco, de inmor-talizar a faraones, emperadores, conquistadores y gente que cambia-ba el mundo, pasamos a retratar a las familias, que querían un recuer-

do postizo en los álbumes de fotos. Celebridades y anónimos contaban con su propia versión de la gloria. Por un lado, estaba la estelar, sobre alfombras rojas, y por otro, la do-méstica. Los paparazzi intentaban robar, para airearla, la vida privada de figuras públicas. Pero la eclosión de las redes sociales, y sobre todo la comercialización del iPhone 4,

acabaron con aquel negocio. Los mismos famosos eran capaces de cargarse una exclusiva con el sim-ple de gesto de girar el teléfono, enfocarse a la cara, y dibujar una sonrisa que colgarían enseguida en su Instagram. Allí obtendrían mu-chas más visitas —y visitas amigas— que lectores tenía la prensa rosa, que aún tardaría en sacar a la luz

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EL ‘SELFIE’, RETRATO DEL EGO Al modo de una culminación narcisista, con el ‘selfie’ el autorretrato convierte a toda una generación en fans de

sí mismos y a la vez copia de sus modelos de estilo. Solo en 2013, se hicieron más fotos que en toda la historia anterior. Selfie fue la palabra del año, elegida por el diccionario Oxford. Para ser buena estrategia publicitaria, la naturalidad representa. Todos somos en hombres-anuncio o maniquíes, producto que es uno mismo y hay

que vender lo mejor posible

por Llúcia Ramis

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aquellas imágenes furtivas tomadas con un teleobjetivo. Las fotos de los famosos eran cercanas, en todos los sentidos. Transmitían una falsa correspondencia con sus fans, quie-nes podían dejarles comentarios y emoticonos en forma de corazón.

Esos mismos fans imitaban a sus ídolos, y se autorretrataban vestidos y peinados como ellos. Copiaban su pose, hacían morritos, guiñaban un ojo. Solo en 2013, se hi-cieron más fotos que en toda la his-toria anterior. Selfie fue la palabra del año, elegida por el diccionario Oxford. Empezaban los influencers, jóvenes cualesquiera que cobraban por llevar ropa de una marca deter-minada, como si eso fuera casual, y no una estrategia publicitaria. La naturalidad acarreaba horas de artificio. Todos eran susceptibles de convertirse en hombres-anuncio o

maniquíes. Y como el producto era uno mismo, debía venderse lo me-jor posible. El número de likes que recopilara determinaría la acepta-ción entre los cibernautas. Es decir: casi el mundo entero. Y eso deter-minaría también la autoestima del que se exhibiera.

Gustar a todos es imposible, pero parece más fácil si te adaptas al canon. El número de cirugías estéticas se ha disparado en los últi-mos años y, cada diecinueve minu-tos, alguien se opera los labios para tenerlos más gruesos. La reducción de nariz y la corrección de las arru-gas en los ojos han aumentado un 20% entre los jóvenes. También hay múltiples aplicaciones en el móvil dirigidas a estilizar el rostro, o aclarar el tono de la piel, así como cámaras especializadas en auto-rretratos y valoradas en mil euros, junto a un montón de complemen-tos, entre los que el palo de selfie es un clásico.

El negocio ahora está en el yo, y en todos sus filtros. De una sociedad individualista hemos pasado a la era de la egolatría. El paisaje, el monu-mento, el arte, se ha vuelto mero contexto, un adorno de fondo para probar —como esos garabatos en el tronco de un árbol o en la puerta de un lavabo— que “yo estuve aquí”. Algunos posan alegremente en Auschwitz, como si estuvieran en el parque de atracciones. La memoria dura lo que dura un tuit ingenioso y tiene su misma trascendencia. El retrato nos retrata. Incluso hay una tendencia recogida en la página Selfies At Funerals, en la que la tris-teza de los autorretratados es más importante que el finado.

El diccionario Collins agregaba en 2016 el término snowflake ge-neration para designar a esos jóve-nes adultos de la década del 2010, menos flexibles y más propensos a ofenderse que las generaciones anteriores. En el diario The Guar-dian, Rebecca Nicholson decía que hablan de sentimientos con la mis-ma frecuencia que se autorretratan, tienen un narcisismo indomable y una forma de identidad política que reacciona contra la libertad de expresión ajena. Si estás en el centro del mundo, y has creado ese mundo a tu medida, lo lógico es que te consideres soberano. Volvemos al objetivo ancestral del retrato: representar a quienes sobresalen. Y merecen, por lo tanto, adoración.

En el maremágnum de inter-net, cuesta llamar la atención. Y como las capturas inmortalizan el momento, el que se fotografía se considera a su vez inmortal. Se-gún el estudio Me, Myself and My Killfie, publicado a finales del año pasado, 127 personas han perdido la vida mientras protagonizaban una situación arriesgada frente a una cámara. La primera fue en marzo del 2014, cuando un chico quiso in-mortalizarse encaramado al vagón de un tren, y se electrocutó con la catenaria. Caídas desde rascacielos o precipicios, juegos con armas que no salieron bien, accidentes de trá-fico, huidas ante un toro que corría más, la erupción de un volcán, se han convertido en la macabra últi-ma imagen de algunos inconscien-tes. Contrariamente a su intención, el ombliguismo está acabando con la personalidad y el criterio. Los unos se fijan en los otros solo para compararse con ellos: la excelencia es estética. Más que nunca, falta amplitud de miras.

Ellen DeGeneres, anfitriona de la gala número 86 de la ceremonia de los premios Oscar, realizó este ‘selfie’ junto a un grupo de actores y la imagen se convirtió en la más compartida de la historia de la red social Twitter [Foto de Ellen DeGeneres/Twitter via Getty Images]

Llúcia Ramis Laloux es periodista y escritora. Su último libro publicado es ‘Todo lo que una tarde murió con las bicicletas’

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CON FILTROS

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—— El sonido del espacio es, en 2001, inquietante. Stanley Kubrick logra ilustrar la improbable propa-gación de ondas sonoras en el vacío mediante Atmosphères, de György Ligeti, haciendo bueno el lema: “No suena todo lo que se ve, ni se ve todo lo que suena”. En Eyes Wide Shut, el omega de su producción es Música ricercata, del mismo compositor, la obra que plasma la perplejidad del protagonista, por primera vez cons-ciente de la mascarada indescifrable que subyace a la gestión del deseo. Con todo, el espectador también presencia en ambas películas una materialización sonora menos am-bigua. En contraste con la flagrante ausencia de sentido, sentimos de forma casi surrealista —como ex-ceso de realidad— la rotación de la estación espacial en sincronía con el Danubio azul. Otro vals, en este caso obra de Shostakóvich, inaugura la ficción en que se abisma a lo incog-noscible del eros la pareja compues-ta por Tom Cruise y Nicole Kidman. Tenga mayor o menor conciencia de su fluctuación emocional, el espec-tador es condicionado por medio de una banda sonora absolutamente calculada.

El extremo del condicionamien-to ya lo había ensayado Kubrick en La naranja mecánica, cinta siempre incómoda por su violencia explícita, por la liberación de los instintos pri-marios que la música de Beethoven propiciaría. Por supuesto, se trata de una ficción en la que asistimos ade-más a la reeducación del criminal, obligado a visualizar atrocidades al hilo de sus composiciones predilec-

CINE

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CINE Y MÚSICA: UNA RETROALIMENTACIÓN AFECTIVA

La ficción cinematográfica potencia la participación del espectador a través de la banda sonora de forma sutil, casi imperceptible, pero también de forma muy explícita. Es el caso del musical, género que da pie

a la identificación con los personajes a través del canto y la profusión sensible de afectos

por Jacobo Zabalo

tas, si bien deformadas mediante sintetizador. En los albores del cine sonoro una creación como M. El vampiro de Düsseldorf de Fritz Lang ya revelaba la dimensión subliminal de la afección musical. La trama es conocida: la ciudad, aterrorizada,

busca en vano a un criminal que solo un invidente logrará identificar. Ello remite al modelo de sabiduría míticamente inaugurada por Edipo, según la cual quienes no perciben el mundo de la manera acostumbrada están abiertos al conocimiento de

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Jacobo Zabalo es doctor en Humanidades. Imparte clases de filosofía en la Universidad Pompeu Fabra y colabora con varios medios en los que publica artículos sobre música y estética

cuanto se oculta a la mayoría. A tra-vés de la melodía que silba el asesino se produce una inmediata asocia-ción mental, pues la misma pieza de Edvard Grieg (En la gruta del rey de la montaña) había sido silbada en el lugar del crimen. Un déjà senti infa-lible que señala la confluencia entre corazón y oído. La capacidad para quedar grabada es el fundamento de la alquimia musical, que asimismo afecta al espectador, partícipe de la trama.

El género cinema-tográfico que de forma explícita apuesta por una experiencia seme-jante es, en efecto, el musical. Las escenas

cantadas llevan a otro nivel la fic-ción: el pacto gana en intensidad. El éxito de La laland, más allá de la geometría del guion o el carisma de los actores, reside en el mundo para-lelo que la música traza en conexión íntima con las emociones. La crítica ha hablado de “secuestros emo-cionales”, resultantes de impactos musicales que se producen “sin que el neocórtex tenga tiempo de reac-

cionar”. Así, el Tema de Mia y Sebastian —para piano solo— reúne las tramas, e indefecti-blemente vincula a la pareja protagonista. Incluso quienes han criticado la película

salvan el final, que es precisamente cuando refulge un equívoco tan fascinante como fundamental. Se proyecta en una pantalla —dentro de la pantalla— lo que podría haber sido la vida de ambos, al hilo de la banda sonora de la primera ficción: compli-cidad durante el embarazo, inolvida-bles experiencias como padres pri-merizos, el pequeño creciendo. Pero nada de eso ha sucedido en realidad o tan solo a un nivel emocional. Lo proyectado no es sino una sublima-ción —musicalmente inducida— de los deseos de los protagonistas en tanto que se observan, y por supues-to también de los espectadores que con ellos se identifican, conmovidos por la indeseada distancia entre realidad y ficción.

La belleza que se anhela, quimé-rica, è solo un trucco, recuerda Paolo Sorrentino al final de su sensacional película. Menos complaciente aún en su negación del happy end acos-tumbra a ser Lars von Trier, quien lleva al paroxismo el poder de la música en Bailar en la oscuridad. La pasión por los musicales permite a una inocente Selma (Björk) soportar los episodios más desgraciados de su vida. A través del canto y del baile entra de cabeza en otra realidad, de profundo y real ensueño, con tintes de hiperrealidad. Además de ese maravilloso tema I’ve seen it all, en que reconoce que la vista le sobra para llevar la vida que quiere, está el estremecedor tema del final, que la ha de conducir al cadalso. Especial-mente insoportable cuando, devas-tada por lo injusto de la condena, y sintiéndose incapacitada siquiera para mantenerse en pie, la compa-siva celadora opta por introducir un ritmo. El contar los pasos hace que la realidad se transforme y que el trance —que culmina su pasión— devenga más llevadero. Tiene lugar la ejecución, al final, y se impone el silencio.

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'La ciudad de las estrellas (La laland)' es el último

músical de la gran pantalla en cosechar un gran éxito,

fundamentado en el mundo paralelo que la música traza

en conexión íntima con las emociones

[Foto de Dale Robinette]

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—— En el año 2000 acudieron a los teatros madrileños 2.595.594 espec-tadores. A los estadios del Real Ma-drid, Atlético de Madrid y Rayo Va-llecano, los tres equipos en Primera División, 1.602.930. Desde entonces, esas cifras con ligeras desviaciones se han confirmado año tras año. Para no fatigar al lector, no las esgrimo aquí. Al teatro, eso sí, se le dedica en los informativos de televisión un par de minutos al mes y al fútbol más de cinco minutos en cada uno de los telediarios de todos los canales pú-blicos y privados, amén de los pro-gramas especiales. La política teatral pública a escala nacional, regional y municipal, salvo algunas relevantes excepciones, se ha reducido al ne-potismo y al amiguismo. El teatro puede exigir, pero se ha limitado a mendigar. En los desvanes de una crisis inexistente se ha perdido el orgullo de lo que significa la escena como espejo de la sociedad. El tea-tro mide la temperatura cultural de las naciones y Madrid es una de las cinco ciudades del mundo con más proyección en este sentido, junto a Nueva York, Londres, París y Buenos Aires… Berlín al acecho y Shanghái en la distancia.

Una política teatral pública, si quiere ser seria, debe impulsar la iniciativa privada y no competir con ella. Aquí se está haciendo lo contrario. Se despilfarra el dinero, pagado con los impuestos de todos, en teatros nacionales, comunitarios o municipales en colisión con el

esfuerzo de los empresarios priva-dos que se esfuerzan por hacer un teatro de calidad y rentable. Bien está que determinados clásicos o ciertas obras se monten desde las instancias públicas, pero una cosa es eso y otra la persecución cuando no la laminación de la iniciativa privada. En Francia o Inglaterra, el Estado o el municipio asumen la puesta en escena de obras que no pueden ser rentables pero que la cultura general exige que se exhiban y se conozcan.

Las autoridades responsables del teatro en sus diversas instancias deberían exigir, en lugar del IVA abrumador, exenciones fiscales completas para estímulo de un bien cultural de primer orden. Deberían multiplicar la publicidad, las ayudas y patrocinios a empresas, compañías y grupos, desde los comerciales has-ta los alternativos, para hacer viable el impulso teatral sin tanta cortapisa económica como hoy se padece. Y algunos responsables políticos están en la obligación de cantar la palino-dia por el escándalo de ineficacia, hoy, de algunos teatros públicos o por la forma vergonzosa y vergon-zante con que se escabechó en su día a directores eminentes, como Juan Carlos Pérez de la Fuente.

Se hace todo lo contrario. En Madrid, sobre todo a escala nacional y municipal, se gasta sin medida, se derrocha a manos llenas, se protege a los parientes y amiguetes, se ponen en pie obras mediocres que ahuyen-

tan al espectador y se entra en com-petencia abusiva con los empresa-rios que han hecho y hacen grande la escena en la capital de España. ¿Tea-tro público o privado?, se preguntan a veces los protagonistas. Teatro de iniciativa privada, inteligentemente auxiliado. La empresa pública, salvo raras excepciones, cuesta un ojo de la cara. El bien común exige el estí-mulo de la iniciativa privada.

¿Tiene arreglo la situación? La tiene. Algunos clamorosos éxitos de varias comedias y no pocos musi-cales en Madrid avalan la realidad espléndida de nuestro teatro y la inmensa afición que existe. Las ci-fras que he proporcionado para abrir este artículo son aleccionadoras e incluso espectaculares. Un sector que en Madrid moviliza a más es-pectadores y más dinero en taquilla que el fútbol tiene que zafarse de los complejos, la mediocridad y la limosna. Empresarios, actores, actri-ces, directores, autores, uníos. Uníos para denunciar la política teatral hirsuta que padecemos, para exigir que se transforme, para colocar a la escena madrileña en el lugar que le corresponde, para que el milagro del teatro siga haciendo sentir y llorar y reír y pensar y emocionar al pueblo de Lope de Vega y Tirso de Molina, de Calderón y Zorrilla, de Valle-In-clán y García Lorca, de Buero Vallejo y los autores alternativos.

Luis María Ansón es miembro de la Real Academia Española

TEATRO

La falta de una política teatral lúcida coarta la realidad y el potencial del teatro. Una política teatral pública debería impulsar la iniciativa privada y no competir con ella. Se despilfarra el dinero público en teatros nacionales, autonómicos o municipales en colisión con el esfuerzo de los empresarios privados

que se proponen un teatro de calidad que sea rentable. En lugar del IVA abrumador, las exenciones fiscales serían el mejor estímulo para el teatro

por Luis María Ansón

CUTRE POLÍTICA TEATRAL

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Fachada de uno de los teatros situados en la

Gran Vía de Madrid[Foto de Getty Images/

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—— “¿En qué mesa se sentaba el señor Mahfuz? ¿Seguro que en esta?” El camarero, que es joven y probable-mente no estaba aquí cuando vivía Mahfuz, me garantizó que sí, que precisamente en aquella mesa era donde se sentaba a escribir el escritor egipcio más importante del siglo XX. Naguib Mahfuz fue, hasta la jubila-ción, funcionario o empleado del Es-tado en diversas administraciones y oficinas, porque la escritura de ficción no bastaba para sustentar a su fami-lia. Durante décadas siguió la misma rutina imperturbable: en la oficina hasta las dos de la tarde. De cuatro a siete escribía sus novelas y después participaba en las tertulias. “Ya de pequeño iba a los cafés para escuchar los relatos de un poeta popular, el arte de la novela me llegó a través de él...” Así pues, aquel era el punto de observación desde donde Mahfuz alcanzó a comprender y describir con tanta penetración y simpatía el alma del hombre y los problemas de su sociedad: desde aquella mesa del café El Fishawy, en el corazón del bazar Jan el-Jalili, a su vez centro comer-cial, desde el siglo XV, de la capital egipcia, que hoy es una megalópolis de nerviosa actividad y tráfico mons-truoso, con más de veinte millones de habitantes durante el día —seis o siete millones afluyen cada día a El Cairo a trabajar y la abandonan al anochecer—. Nunca quiso alejarse, ni siquiera para recoger en Estocol-mo el Premio Nobel de 1988: “Los escritores que más me han influido son Chéjov, Tolstoi y Dostoievski, y para leerlos, entenderlos y aprender

de ellos no me ha hecho falta ir a Rusia ni a ninguna parte. Cuando me proponen viajes fuera de Egipto me pongo de mal humor”.

Pedí una infusión de karkadé o rosa de Jamaica —un hibisco rojo que crece en el sur de Egipto y en Sudán, muy refrescante y agradable—. A primera hora de la tarde El Fishawy, como todo el bazar, estaba casi va-cío, salvo por tres o cuatro clientes árabes. Los contados turistas suelen pasar la mañana rindiendo visita a los diversos emplazamientos del fabuloso legado cultural e histórico de El Cairo, y después de almorzar se recogen en los hoteles, hasta la caída de la noche. Alrededor de las mesitas de cobre el señor Hammadi tomaba sorbos de su tacita de té pensando en sus problemas; el señor Jalil había pedido un narguilé y fumaba con gran concentración, pensando en nada. El señor Ahmed, sacudiendo un periódi-co, elogiaba al Gobierno y justificaba el golpe militar del año 2013 con el que el general Al-Sisi derribó el Go-bierno de los Hermanos Musulmanes presidido por Morsi:

—Eran “ellos” o nosotros; mire usted, no había negociación posible, con los fanáticos es imposible.

El señor Mohammed comentaba ilusionado que por la mañana había visto a la entrada del Museo Egipcio… una cola:

—No muy larga, pero una cola al fin y al cabo. ¡Qué bien!

La cola en el museo significaba que por fin regresaban los turistas, asustados por los atentados de los fundamentalistas islámicos.

En el techo giraban perezosamen-te los ventiladores y aguardaban a ser prendidas las lámparas de araña, cuyos brillos multiplicados hasta el infinito en el azogue de los espejos que cubren las paredes dan a este café el otro nombre por el que se lo conoce: “Café de los Espejos”. Se oía a lo lejos la voz del muecín llamando a la oración.

Mahfuz, al que algunos llamaron “el Balzac egipcio” porque a lo largo de 40 novelas y 350 relatos retrató to-dos los estamentos, las mentalidades y los anhelos de su irredenta sociedad, postuló con la mayor amabilidad y caballerosidad los valores del huma-nismo y de la tolerancia; cantó a la

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GEOGRAFÍAS

EN EL CAFÉ DE MAHFUZ El escritor egipcio Naguib Mahfuz nunca quiso alejarse de El Cairo, ni siquiera para recoger el Premio Nobel de 1988 en Estocolmo. Decía que

los escritores que más le habían influido eran los clásicos rusos y que para leerlos, entenderlos y aprender de ellos no le había hecho falta ir a Rusia ni

a ninguna parte. Desde una mesa del café cairota El Fishawy, Mahfuz vio pasar los avatares de la intolerancia

por Ignacio Vidal-Folch

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libertad y el respeto a la diferencia y celebró los esfuerzos de su sociedad por acceder al progreso material sin renunciar a sus raíces espirituales ni a la idea trascendente de un islam tole-rante y generoso.

—¿Reza usted? —le preguntaron.—A veces. Creo que la religión es

un elemento esencial de la humani-dad. Pero está claro que es más impor-tante tratar bien al prójimo que rezar y prosternarse continuamente. Dios no pretendió que la religión fuese un club de gimnasia.

El periodista quiso precisar: —¿Ha ido a La Meca?—No.—¿Quiere ir algún día?

—No. Detesto las multitudes.Igual que en este diálogo insiste

en su celebración de la tolerancia im-plícita en toda su obra, para los faná-ticos islamistas era inaceptable. Cre-yendo que el joven que le abordó un día de 1994 era un admirador, Mahfuz le tendió la mano para estrechársela, pero el otro le asestó una puñalada en el cuello y otra en el vientre. Gracias a que iba casualmente acompañado por un amigo médico y a que se hallaban muy cerca de un hospital, el novelista salvó la vida pero a consecuencia del atentado quedó prácticamente ciego y con el brazo derecho inútil. En ade-lante ya apenas pudo escribir y menos aún sentarse despreocupadamente Ignacio Vidal-Folch es novelista

en la mesa del Café de los Espejos. Tuvo que resignarse a conversar con los amigos en lugares de más difícil acceso, protegidos. Aquel atentado fue un signo adelantado de la actual desdicha. En el Café de los Espejos Ahmed me enseñaba el periódico, donde se daba la noticia de unas operaciones del ejército acorralando a las debilitadas fuerzas del Estado Islámico en el Sinaí, lejos de la capital. Pero al día siguiente, Domingo de Ramos, dos terroristas cometieron sendas matanzas en las iglesias coptas de Alejandría y Tanta. Egipto volvió al estado de emergencia.

Unos jóvenes egipcios se ven reflejados en un

espejo en el café Al-Fishawy, en el distrito de

Jan el-Jalili, de El Cairo

[Foto de Ed Giles/Getty Images]

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—— Durante una época, el tema de la elegancia y del estilo me preocupó bas-tante. Por la calle detectaba inmediata-mente a la gente bien vestida e intenta-ba analizar qué era lo que les hacía más elegantes o estilosos que a los demás. También compraba revistas de moda francesas y disfrutaba enormemente mirando las fotos y leyendo los artícu-los: debo decir que en Francia hay pe-riodistas serios y muy talentosos espe-cializados en moda, lo que no ocurre en todas partes. Me disgustaba ir con gente mal vestida y me parecía incomprensible que algunas de mis amigas no disfrutasen yendo de compras y disfrazándose delante del espejo. Incluso durante un tiempo tuve un blog de moda que gozó de cierta fama. Las entradas sobre elegancia mascu-lina estaban a menudo entre las más celebradas. Poco a poco me fui abu-rriendo, pero si algo aprendí durante esa época juvenil y un poco frívola es que la elegancia masculina —como la femenina— no es una cuestión física sino mental.

Un hombre elegante lee. Un hombre elegante es generoso y lleva ropa vieja. Un hombre ele-gante no vocifera en Twitter. Un hombre elegante no usa tirantes ni chalecos, a no ser que sea un hombre elegante corpulento. Los tirantes y los chalecos son

las dos únicas prendas que les quedan mejor a los gordos que a los flacos. Un hombre elegante suele ser inteligente, la tontería no es nada chic. Un hombre elegante no hace experimentos con su barba ni con sus patillas. Un hom-bre elegante ha leído a los novelistas rusos. Un hombre elegante no habla —más— de nacionalismo. Un hombre elegante sabe cambiar la rueda de un coche, sabe hacer arroz a la cubana y

no les tiene miedo a los perros. A un hombre elegante le gustan los niños. A un hombre elegante le gustan las mujeres. La mayoría de los heterosexuales afirma

adorar a las mujeres, pero no es cierto: en realidad se sienten más cómodos entre hombres. Un hombre elegante tiene amigas.

Un hombre elegante ha leído a Proust. Un hombre elegante jamás come barri-tas energéticas. Un hombre elegante gasta más en libros

que en ropa. Un hombre elegante sabe remangarse la

camisa, literal y figurativamen-te. Un hombre elegante no se

hace selfies. Un hombre elegante no lleva joyas y tiene sentido del

humor. Albert Camus, Samuel Beckett, Miguel Delibes, Ernest

Hemingway y Vladimir Nabokov eran hombres elegantes. Si no sa-

ben qué ponerse para resultar elegantes, imítenlos, o mejor todavía: léanlos.

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DE AUTOR

Hombres elegantesMilena Busquets

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