vaccarini cuento

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U lises disfrutaba de la hospitalidad de Circe, la diosa hechicera, hija del Sol, en su brillante pa- lacio de la isla Eea. El astuto griego y sus soldados eran atendidos por criadas solícitas, que les daban de comer y beber en abundancia. ¡Una vida de reyes! Pero no siem- pre fue así, ya que a Circe le molestaba que los nave- gantes abordaran su isla. Ella, que dominaba los dones de la transformación, los convertía en leones, ciervos o cualquier animal que se le antojara. Los bosques de Circe estaban poblados por criaturas salvajes que antes fueron hombres, y que, desconsolados, conservaban su memoria y sus deseos humanos. Ulises y sus compañeros se asom- braron de ver la mansedumbre de esas bestias, que los miraban con un insólito interés. Cuando el comandante griego descendió a la playa, - conocer el terreno. Los curtidos veteranos de la Guerra de Troya exploraron la región hasta que, entre árboles altos, vieron el inesperado palacio, que brillaba bajo el sol. Desconcertados y curiosos, se presentaron ante sus quiso arriesgarse y eligió esconderse entre los arbustos y desde allí observar la escena. La majestuosa mujer los recibió en persona y, muy hospitalaria, sin preguntas, los invitó a un banquete. Los hombres se alegraron... ¡comida bien preparada! En un palacio colmado de lujo, en salas inmensas, en mesas con jarras colmadas de vino dulce. Pero, ay, que el vino contenía un potaje mágico pre- parado por Circe y tras un toque de su varita, los compa- ñeros de Ulises se convirtieron en cerdos. Rosados, gor- dos cerdos que enseguida fueron arreados al grito de: –¡Cerdos, vamos! ¡Caminen al establo, que es su lu- gar! Allí comieron el “banquete” que en verdad les corres- pondía: frutas pasadas, bellotas y sobras. Y después se refregaron en el barro, el placer de los cerdos. Euríloco vio cómo Circe conducía a los animales y comprendió todo, así que corrió hacia el campamento. La mala nueva aplastó el ánimo de los soldados, que ya venían golpeados por otras desventuras. ¿Sus amigos con- vertidos en cerdos por una hechicera? ¿Se podía concebir una pesadilla más cruel? Ulises se impuso rescatar a sus hombres, pero nadie querría acompañarlo. El terror a los poderes sobrenaturales de Circe había convertido a esos curtidos guerreros en niños asustados. Los soldados lloraban y se arrodillaban suplicándole perdón, pero no querían ser convertidos en cerdos por una hechicera. –De acuerdo, no les puedo pedir tanto. Iré solo. Sus hombres, con el corazón destrozado, lo vieron alejarse en las sombras del bosque. Ensimismado, el prudente Ulises se acercaba al pala- cio con el ánimo sombrío, cuando una voz desconocida le dijo: –¡Eh, tú, Ulises, el fecundo en ardides! El dueño de aquello voz era nada menos que Hermes, el mensajero de los dioses: –¿Es cierto lo que ven mis ojos? –dijo el griego. –Vine a ayudarte, Ulises. Sé que tus soldados están en problemas y pronto lo estarás tú. Pero tengo la solu- ción. Toma esta hierba, la planta Moly, y cómela, sabe - den ser reconocidas por ojos divinos. Así neutralizarás las magias de Circe. Entonces la asustarás con tu espada y le harás prometer que nunca te hará daño a ti y tampoco a tus hombres. No alcanzó Ulises a agradecerle, que ya Hermes se había perdido en el cielo, impulsado por sus sandalias aladas. Ulises pronto llegó al palacio. Circe lo recibió con adulaciones y le ofreció su pota- je. Él lo tomó y la hechicera exclamó: –¡Y ahora vete, cerdo, a tu pocilga! Sin embargo, Ulises no se transformó, sacó su espada y le arrancó el juramento de amistad a la diosa, quien dijo: –¡Tú no puedes ser otro que Ulises, el más prudente y astuto de los navegantes! ¡Ya Hermes me había antici- pado que un día vendrías aquí! ¡Ahora tú y tus hombres serán mis huéspedes queridos! Los cerdos volvieron a ser soldados, entre lágrimas de alegría. Superado este incidente, el héroe y la diosa maga se hicieron grandes amigos. Un año más tarde, los griegos, presos de la nostalgia, quisieron seguir viaje a su tierra. El fracaso de las sirenas

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Page 1: Vaccarini Cuento

Ulises disfrutaba de la hospitalidad de Circe, la diosa hechicera, hija del Sol, en su brillante pa-

lacio de la isla Eea. El astuto griego y sus soldados eran atendidos por criadas solícitas, que les daban de comer y beber en abundancia. ¡Una vida de reyes! Pero no siem-pre fue así, ya que a Circe le molestaba que los nave-gantes abordaran su isla. Ella, que dominaba los dones de la transformación, los convertía en leones, ciervos o cualquier animal que se le antojara. Los bosques de Circe estaban poblados por criaturas salvajes que antes fueron hombres, y que, desconsolados, conservaban su memoria y sus deseos humanos. Ulises y sus compañeros se asom-braron de ver la mansedumbre de esas bestias, que los miraban con un insólito interés.

Cuando el comandante griego descendió a la playa, -

conocer el terreno. Los curtidos veteranos de la Guerra de Troya exploraron la región hasta que, entre árboles altos, vieron el inesperado palacio, que brillaba bajo el sol. Desconcertados y curiosos, se presentaron ante sus

quiso arriesgarse y eligió esconderse entre los arbustos y desde allí observar la escena.

La majestuosa mujer los recibió en persona y, muy hospitalaria, sin preguntas, los invitó a un banquete.

Los hombres se alegraron... ¡comida bien preparada! En un palacio colmado de lujo, en salas inmensas, en mesas con jarras colmadas de vino dulce.

Pero, ay, que el vino contenía un potaje mágico pre-parado por Circe y tras un toque de su varita, los compa-ñeros de Ulises se convirtieron en cerdos. Rosados, gor-dos cerdos que enseguida fueron arreados al grito de:

–¡Cerdos, vamos! ¡Caminen al establo, que es su lu-gar!

Allí comieron el “banquete” que en verdad les corres-pondía: frutas pasadas, bellotas y sobras. Y después se refregaron en el barro, el placer de los cerdos.

Euríloco vio cómo Circe conducía a los animales y comprendió todo, así que corrió hacia el campamento. La mala nueva aplastó el ánimo de los soldados, que ya venían golpeados por otras desventuras. ¿Sus amigos con-vertidos en cerdos por una hechicera? ¿Se podía concebir una pesadilla más cruel? Ulises se impuso rescatar a sus

hombres, pero nadie querría acompañarlo. El terror a los poderes sobrenaturales de Circe había convertido a esos curtidos guerreros en niños asustados. Los soldados lloraban y se arrodillaban suplicándole perdón, pero no querían ser convertidos en cerdos por una hechicera.

–De acuerdo, no les puedo pedir tanto. Iré solo.Sus hombres, con el corazón destrozado, lo vieron

alejarse en las sombras del bosque.Ensimismado, el prudente Ulises se acercaba al pala-

cio con el ánimo sombrío, cuando una voz desconocida le dijo:

–¡Eh, tú, Ulises, el fecundo en ardides!El dueño de aquello voz era nada menos que Hermes,

el mensajero de los dioses:–¿Es cierto lo que ven mis ojos? –dijo el griego.–Vine a ayudarte, Ulises. Sé que tus soldados están

en problemas y pronto lo estarás tú. Pero tengo la solu-ción. Toma esta hierba, la planta Moly, y cómela, sabe

-den ser reconocidas por ojos divinos. Así neutralizarás las magias de Circe. Entonces la asustarás con tu espada y le harás prometer que nunca te hará daño a ti y tampoco a tus hombres.

No alcanzó Ulises a agradecerle, que ya Hermes se había perdido en el cielo, impulsado por sus sandalias aladas.

Ulises pronto llegó al palacio.Circe lo recibió con adulaciones y le ofreció su pota-

je. Él lo tomó y la hechicera exclamó:–¡Y ahora vete, cerdo, a tu pocilga!Sin embargo, Ulises no se transformó, sacó su espada

y le arrancó el juramento de amistad a la diosa, quien dijo:

–¡Tú no puedes ser otro que Ulises, el más prudente y astuto de los navegantes! ¡Ya Hermes me había antici-pado que un día vendrías aquí! ¡Ahora tú y tus hombres serán mis huéspedes queridos!

Los cerdos volvieron a ser soldados, entre lágrimas de alegría. Superado este incidente, el héroe y la diosa maga se hicieron grandes amigos.

Un año más tarde, los griegos, presos de la nostalgia, quisieron seguir viaje a su tierra.

El fracaso de las sirenas

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–Venerable Circe, déjanos partir –rogó Ulises.–Ulises, no te quedarás aquí ni un solo día contra tu

voluntad, pero antes visitarás al adivino Tiresias –respon-dió ella.

–¿Por qué haría tal cosa? –preguntó el héroe, con un escalofrío, pues Tiresias, que en vida fue un adivino cé-lebre, estaba muerto.

–Necesitas de su oráculo si quieres ver a tu esposa y a tu hijo.

Ulises, estremecido de pavor, tuvo que visitar las re-giones brumosas cubiertas por nieblas y nubes y donde los bosques de abeto son oscuros como la noche y nun-

al Averno, el reino del invisible Hades, y su esposa, la terrible reina de hierro, Perséfone. Luego de múltiples

y su mente intacta.El adivino vio el futuro del héroe y lo previno de los

peligros que aún le restaban para llegar a su patria, ad-virtiéndole que Poseidón estaba furioso con los griegos y especialmente con él por haber cegado el único ojo del cíclope Polifemo, hijo del dios de los mares.

-pensarían con favores de otros dioses las calamidades enviadas por el iracundo Poseidón.

Y luego de saber muchas cosas que lo ayudarían en su

viaje, Ulises volvió a la isla Eea, donde Circe lo recibió alegre y cantó para él y sus soldados con su espléndida voz. Las criadas trajeron pan y mucha carne, y vino rojo, del color del fuego.

–Agradece a tu prudencia que te permitió escuchar mis consejos y así pudiste, a pesar de estar vivo, bajar a la morada de los dioses infernales y regresar a la luz. Come estos manjares y bebe vino, qué mañana, cuando despunte la Aurora estarás navegando otra vez y conoce-rás a las sirenas.

Ulises sintió un nuevo escalofrío.–Diosa... ¿cuántas pruebas tendré que soportar antes

de ver a Penélope y a mi hijo Telémaco, que ya debe ser todo un hombre?

–Tendrás una vejez feliz junto a los tuyos, no temas. Yo te ayudaré a escapar de esas aves feroces –lo consoló Circe.

Caía el sol. Los soldados salieron del palacio de pie-dra y se acostaron junto a las amarras del buque. Circe y Ulises se quedaron solos, conversando a la luz de las antorchas.

–Mañana no tardarás en llegar donde reinan las sire-nas. Son dos, y te aseguro que son músicas notables. La

-yor prodigio yace en la garganta: su voz enloquece a los navegantes y hace que sus navíos se estrellen contra los

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roquedales de la costa. Por eso se dice que quien oye cantar a las sirenas ya no abrazará a su esposa ni verá crecer a sus hijos.

–¡Por Zeus! –se lamentó el héroe.–No te lamentes y presta atención. Las sirenas vigilan

el mar, todo el tiempo, sin fatiga. Dando pequeños sal-

son pájaros con rostro de mujer. Desde un promontorio, sobre un campo de hierba verde, rodeadas por huesos blancos que resplandecen al sol, sus ojos no se pierden detalle en el horizonte. ¿Adivinas de quienes son los hue-

–No necesito ser Tiresias para saberlo. Son los huesos de los náufragos –respondió el griego.

–Muy bien. Tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda cuando veas la isla y que ellos remen con premu-ra. Si quieres deleitarte con su canto deja libres tus ore-jas, pero hazte atar de pies y manos en el mástil.

Ulises asintió y se despidió de la diosa.Cuando apareció la Aurora, despertó a sus compañe-

ros y estos desataron las amarras y sentados por orden en los bancos, comenzaron a remar. Circe les mandó vientos favorables que, desde atrás, henchían las velas. Y mien-tras el viento y el piloto conducían la nave, y mientras los remos batían aún más las espumosas olas, Ulises les habló de las sirenas y de lo que debían hacer para no perecer por ellas. Todos se lamentaron.

–¡Esto no se termina nunca! –protestó alguno.–¿Es que jamás llegaremos a casa? –dijo otro.–¡Un poco de paz, por favor! –agregó un tercero.Cuando arribaron a la temida isla de las sirenas, el

viento cesó.–Algún dios mandó a dormir las olas –se sorprendió el

piloto.–Esto huele a que quieren que nos quedemos aquí

–dijo Ulises.Los marinos arriaron las inútiles velas. Los remos de-

bían ser impulsados con mayor esfuerzo. Ulises tomó un pan de cera y lo partió con su espada en pedazos peque-ños. La cera, trabajada por las manos y calentada por los rayos del Sol se ablandó y pudo tapar los oídos de sus compañeros. Enseguida, instruyó a dos de ellos para que lo ataran de pies y manos al mástil.

Las sirenas aguardaban el paso de la veloz embarca-ción, ya listas para hablar. Los curtidos remeros vieron con horror que en torno a ellas brillaban los huesos de los náufragos devorados. A dúo, las sirenas, gritaron:

–¡Célebre Ulises! ¡Gloria de los griegos! ¡Terror de los troyanos! Acércate con tu nave y diles a tus hombres que la detengan aquí, para que puedan oír nuestra voz.

Pero solo Ulises las escuchó, sin responder.–¡Ulises, fecundo en ardides! ¡Preferido de Palas, hija

-ye de nuestra boca suave y alegre. Todos se van luego de recrearse con él. ¡No creas lo que dice Circe! Ella es ce-losa de nuestro arte superior. Todos continúan su camino luego de oírnos, y sabiendo más de lo que sabían. Porque cantamos las fatigas que los griegos padecieron en Troya por la voluntad de los dioses. ¡Podrán saber todo aquello que sus ojos no vieron! Y conocemos cuanto ocurre en las

dioses olímpicos en lugares remotos.Las sirenas insistieron:–¡Cantaremos para ti, noble guerrero!Con las manos unidas al mástil, Ulises comenzó a ser

cautivado por las dulces voces. Intentó soltarse en vano; enarcó las cejas para que sus compañeros vieran que ne-cesitaba quedar libre. Estos, en respuesta, agitaron con más fuerza sus remos. Ulises movió sus labios y gritó ór-denes que nadie escuchó.

Al verlo tan desesperado, los mismos que lo habían atado, Perímedes y Euríloco, dejaron por un momento los remos y buscaron más lazos en la nave.

Enseguida, ciñeron su cuerpo con nuevas ligaduras. Las sirenas cantaban, pero la furia crecía en ellas a medida que la nave continuaba su rumbo, sin detenerse. ¡Jamás les había sucedido tal cosa! ¡Que unos marinos ignoraran sus encantamientos! ¡Vaya brutos!

Finalmente, la isla se perdió de vista en el horizonte. Los hombres se animaron a quitarse la cera de los oídos y soltaron a Ulises.

Varios de aquellos rudos marinos derramaron lágrimas por las desgracias de quienes, sin saberlo, se dejaron en-cantar por las sirenas para morir. Ulises los animó:

–Amigos, no somos novatos en padecer desgracias. He-mos podido salir salvos de las sirenas, tengamos ahora un momento para celebrarlo, porque ya no oiremos ni la música ni el canto de tan extrañas aves, pero nos esperan riesgos mayores. Recuerden que por mi valor y prudencia nos escapamos del de muchos peligros y que aquellos convertidos en cerdos por Circe, hoy son hombres nueva-mente. Estoy seguro que todos ustedes lo recuerdan.

–Entonces… ¡que nada nos detenga hasta llegar a casa!

Entretanto, incapaces de soportar el fracaso, las dos sirenas se arrojaron al mar y allí quedaron, sumergidas

-cie. Su recuerdo, sin embargo, aún inspira terror en los marinos.

Franco Vaccarini. Los caníbales del laberinto. Buenos Aires: Edebé, 2013. En prensa. Gentileza de Edebé.