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Revista destiempos N°44 Abril-Mayo 2015 ISSN: 2007-7483 ©2015 Derechos Reservados www.revistadestiempos.com 170 EL ARTE COMO TESTIMONIO Luisa López Universidad de Antioquia, Colombia En su libro Ante el dolor de los demás, Susan Sontag nos interpela como espectadores del arte que representa el dolor y también se pregunta por el propósito del artista: ¿está el arte destinado a conmover y a emocionar? ¿Espera que el espectador se conmisere por el dolor de quienes lo padecen? En ese sentido, ¿funciona el arte como instrucción y ejemplo? Y como espectadores, ¿estamos obligados a mirar? ¿Debemos sentir la obligación de pensar lo que implica mirar el arte que representa el horror? ¿Puede la obra de arte persuadir a través de las emociones que suscita? ¿Se podría hablar, entonces, de una retórica del arte en el sentido aristotélico? Siguiendo las reflexiones de Susan Sontag probablemente sí. Aristóteles dice que quien sólo oye el relato ha de sentirse lleno de horror y piedad ante los incidentes:

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Abril-Mayo 2015 ISSN: 2007-7483 ©2015 Derechos Reservados

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EL ARTE COMO TESTIMONIO Luisa López

Universidad de Antioquia, Colombia

En su libro Ante el dolor de los demás, Susan Sontag nos interpela como

espectadores del arte que representa el dolor y también se pregunta por el

propósito del artista: ¿está el arte destinado a conmover y a emocionar?

¿Espera que el espectador se conmisere por el dolor de quienes lo

padecen? En ese sentido, ¿funciona el arte como instrucción y ejemplo? Y

como espectadores, ¿estamos obligados a mirar? ¿Debemos sentir la

obligación de pensar lo que implica mirar el arte que representa el horror?

¿Puede la obra de arte persuadir a través de las emociones que suscita?

¿Se podría hablar, entonces, de una retórica del arte en el sentido

aristotélico? Siguiendo las reflexiones de Susan Sontag probablemente sí.

Aristóteles dice que quien sólo oye el relato ha de sentirse lleno de

horror y piedad ante los incidentes:

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El temor trágico y la piedad pueden ser provocados por el

espectáculo; pero también pueden surgir de la misma

estructura y los incidentes del drama, que es el mejor cami-

no y muestra al mejor poeta. La fábula debe ser pues tan

bien ordenada, que aún sin ver lo que acontece, quien sólo

oye el relato ha de sentirse lleno de horror y piedad ante los

incidentes, que es por cierto el efecto que el simple recitado

de la historia de Edipo produce en el oyente.

(Retórica, 1453b)1.

El relato trágico debe conmover. El ser humano se conmueve si

siente horror o piedad. Estas emociones son posibles si el espectador se

siente identificado con los personajes del relato y la identificación es

posible en tanto que el relato trágico imita la realidad (el arte es una forma

de mímesis). La imita, es decir, la representa, pero no es la realidad. Los

personajes del relato trágico se parecen a personajes reales, pero no son

reales. Para Aristóteles la imitación es una inclinación humana natural de

la que el arte es una expresión:

En general, parece que dos causas, ambas naturales,

generan la poesía: la capacidad de imitar, connatural a los

hombres desde la infancia, en lo cual se diferencian de los

demás animales (porque el hombre es el más propenso a la

imitación y realiza sus primeros aprendizajes a través de

imitaciones), y la capacidad de gozar todos con las imita-

ciones (Poética, 1448).

El placer que sentimos al imitar y al contemplar la imitación de las

cosas surge al comprobar la similitud entre el “original” y su representación,

pero para Aristóteles la obra de arte no solamente copia la realidad sensible

o las cosas como de hecho son, sino que también las representa como

podrían o deberían ser. Esta es justamente una de las posibilidades del

1 En el mismo sentido dice Hume: “Parece inexplicable el placer que los espectadores de una tragedia bien

escrita obtienen de la pena, el terror, la ansiedad, y otras pasiones que en sí mismas son desagradables e

inquietantes” (Hume, La norma del gusto y otros ensayos, 66).

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arte frente al hastío de la monotonía: el arte puede ser un golpe de

conciencia cuando se experimenta que las cosas pueden verse de otra

manera “y repentinamente el mundo parece nuevo, con posibilidades aún

por ser exploradas” (Greene, Liberar la imaginación, 139). Por lo, tanto no

se trataría del arte como un “engaño”, como pensaba Platón, sino de

nuevas formas de interpretar la realidad.

Dado este sentido y propósito aristotélico de la mímesis, las

situaciones y características de los personajes con frecuencia son

exageradas. Puede pensarse que la construcción de personajes en el

teatro es el arte de la hipérbole. El cine, como descendiente del teatro,

puede entenderse también como el arte de la hipérbole. Baste pensar en

cómo D. W. Griffith muestra en Intolerancia (1916) la angustia de una mujer

sentada en el banquillo de los acusados: la pantalla inmensa de proyección

de la película se ocupa solamente de sus manos entrelazadas y nerviosas.

Unas manos de cuatro por ocho metros de angustia. Es la hipérbole de la

angustia. Es el momento del horror y de la piedad2.

Al identificarse con el protagonista, los espectadores sienten que

aquello les puede suceder en algún momento de su vida, por lo cual

despierta en ellos conmiseración. Precisamente la tercera característica de

la compasión mencionada por Aristóteles en la Retórica es: “compa-

decemos a quienes se nos parecen en edad, costumbres, estado, rango o

linaje, pues en todos estos casos se acentúa la impresión de que lo que

les pasa podría sucedernos a nosotros” (1386a). De hecho con la pintura

debe ocurrir algo similar, tal y como lo afirma Da Vinci en su Tratado de

2 Hablando justamente de la tragedia, Hume menciona el recurso de la exageración como una forma de atraer al público: “los mentirosos siempre exageran en sus narraciones toda clase de peligros, penas, desastres, enfermedades, muertes, asesinatos y crueldades; y lo mismo hacen con la alegría, la belleza, el regocijo y la magnificencia. Se trata de un recurso ridículo que ellos tienen para complacer a sus contertulios, fijar su atención, e interesarles en estas fantásticas narraciones, por medio de las pasiones y las emociones que excitan” (Hume, La norma del gusto, 68). Quienes hayan visto la película de Bigas Luna La camarera del Titanic o leído Las aventuras del Barón de Munchausen entenderán este recurso. Los oyentes, como los lectores, no se detienen a considerar si lo narrado es verdad o no. Les basta la emoción del relato, el deseo de estar allí, o de no haber estado, la posibilidad que les da el “mentiroso” de imaginar hazañas de personajes que bien podrían ser ellos.

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pintura:

Si la pintura narrativa representa terror, miedo, evasión,

pena y lamento, o placer, alegría, risa o cosas similares, las

mentes de aquellos que las observan deben conmoverse del

mismo modo que lo harían si se encontraran en una

situación idéntica a la representada en la pintura.

(Tratado, no. 267).

Ahora bien, será necesario diferenciar el arte como medio a través

del cual el artista expresa su propio dolor y no busca nada más allá que

descargar o exorcizar su sufrimiento a modo de terapia, y el arte como

medio a través del cual el artista pretende asaltar “la sensibilidad de los

espectadores” (Sontag, Ante el dolor de los demás, 56) con el claro

propósito de provocar ese momento de horror y compasión del que habla

Aristóteles y que Hume retoma en su ensayo Sobre la tragedia:

Todo el corazón del poeta está dedicado a despertar y

mantener la compasión e indignación, la ansiedad y el

resentimiento del auditorio. La complacencia de éste es pro-

porcional a su aflicción, y nunca son tan felices como cuando

lloran, sollozan y gritan para dar rienda suelta a su pesar y

liberar sus corazones, henchidos de la condolencia y la

compasión más delicadas (66).

Pocas veces estas dos formas se encuentran completamente separadas.

Aunque por ahora nos interesa enfatizar en el segundo caso, rápidamente

podemos pensar en artistas como Frida Kahlo para ilustrar el primer caso

o en el famoso periodo azul de Picasso cuyo nombre proviene del color

que domina en sus pinturas y que tiene origen en el suicidio de su amigo

Carlos Casagemas, que le causó un hondo dolor. En una línea más difusa,

encontramos la experiencia de escritores como Levi, Améry, Bettelheim y

Semprún, quienes narraron su experiencia en los campos de concen-

tración. Especialmente para Levi la escritura se convirtió en la manera de

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seguir viviendo con el recuerdo de lo vivido, descargar el peso del dolor:

“Mi modo personal de convivir con la memoria ha sido este: exorcizarla, si

se quiere, escribiendo. Ha sido un instinto. En cuanto volví a casa, a esta

casa, sentí una necesidad intensa de contar y de escribir, que fue

saludable, porque me libero ́ de la pesadilla. Porque era una pesadilla”

(Levi, Entrevistas y conversaciones, 206).

La escritura en este caso, y el arte en general, es una forma de

hacer real (aunque sea una “copia” de la realidad), aquello que para

muchos no es más que un mal sueño, una película:

Es curioso que esa misma idea («aunque lo contásemos, no

nos creerían») aflorara, en forma de sueño nocturno, de la

desesperación de los prisioneros. Casi todos los liberados,

de viva voz o en sus memorias escritas, recuerdan un sueño

recurrente que los acosaba durante las noches de prisión y

que, aunque variara en los detalles, era en esencia el

mismo: haber vuelto a casa, estar contando con apasio-

namiento y alivio los sufrimientos pasados a una persona

querida, y no ser creídos, ni siquiera escuchados. En la

variante más típica (y más cruel), el interlocutor se daba

vuelta y se alejaba en silencio (Levi, Los hundidos y los

salvados: 11).

Susan Sontag llama la atención sobre la reacción de muchas

personas tras el atentado del 11 de septiembre: lo calificaron de “irreal”,

“surrealista”, “como en una película”, “fue como un sueño”. Algo se vuelve

real cuando es representado ya sea a través de fotografías, palabras o

pinturas. Escribir, pintar, narrar o fotografiar siguen siendo formas válidas

y eficaces de romper con la incredulidad de los interlocutores, los

espectadores y la sociedad misma.

Se ha cuestionado en reiteradas ocasiones que la tormenta de

imágenes, que los espectadores consumen a diario, terminan por adorme-

cer nuestra sensibilidad y capacidad de respuesta. Todo este espectáculo

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de imágenes puede crear la sensación de que la realidad ha desaparecido

y que las atrocidades que se nos muestran no son más que un mero

espectáculo; de hecho, esta fue la tesis de Sontag en Sobre la fotografía

(1974). Después de casi 30 años se retracta de tal idea y afirma que las

personas pueden distinguir perfectamente entre la realidad y el espec-

táculo. A pesar de la adicción a consumir imágenes, permanece la

posibilidad de tomar distancia frente al horror. Lo verdaderamente impor-

tante es la compasión sincera del espectador cuya mirada lo convierte en

testigo de estos crímenes. Este es el primer paso para actuar contra ellos,

“es la pasividad la que embota los sentimientos” (Sontag, Ante el dolor de

los demás, 118) 3.

En esta misma dirección Hume había advertido, siguiendo las

reflexiones del abate Dubos sobre poesía y pintura,

que en general no hay nada tan desagradable para la mente

como el lánguido y desmayado estado de indolencia en el

que se cae al eliminar toda pasión y ocupación (…) No

importa cuál sea la pasión: aun cuando sea desagradable,

acongojante, melancólica, desordenada, es en todo caso

mejor que esa insípida languidez que surge de la perfecta

tranquilidad y reposo (Hume, La norma del gusto y otros

ensayos, 67).

Distintas interpretaciones han surgido de la famosa frase de

Adorno “Escribir un poema después de Awschwitz es un acto de barbarie”,

una de ellas, tal vez la más recurrente, es que el horror del Holocausto no

puede ser maquillado a través del arte; otra interpretación hace alusión a

los límites del arte frente a la crueldad humana: ninguna obra de arte podrá

jamás representarla realmente. Ciertamente los alcances del arte son

3 Frente al cuestionamiento de la imágenes violentas a las que los medios (la violencia misma) nos enfrentan diariamente, Doris Salcedo afirma que “la función del arte es oponer unas imágenes a esas imágenes, y en esa medida crear una balance a la barbarie”. Entrevista realizada en abril de 2013 por Rocío Londoño para Razón Pública y Corporación Post Office Cowboys. Ver en: https://www.youtube.com/watch?v=q88Oq3p9iOQ

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limitados y su propósito quizá sea más modestamente el que motivó a Elie

Wiesel: “dar testimonio para el futuro contra la muerte y el olvido, con

cualquier medio de expresión” (One generation after, 53). De ahí que nos

pareciera importante revisar aquella idea tan muy difundida de que

reiteración de imágenes violentas nos hastían y paralizan. Aquello puede

ser cierto según sea la intención de quienes las producen y reproducen,

pero como afirma Butler: “(…) si los medios no reproducen esas imágenes,

si esas vidas permanecen innombrables y sin lamentar, si no aparecen en

su precariedad y en su destrucción, no seremos conmovidos. Nunca

recuperaremos ese sentido de la indignación moral por el Otro, en nombre

del Otro” (Butler, Vida precaria, 187). El gesto de la escritora mexicana

Elena Poniatowska frente a la desaparición de los 43 estudiantes en

septiembre de 2014 es especialmente valioso en este sentido. En su

discurso en el Zócalo leyó 43 perfiles, uno por cada desaparecido. A la

pregunta de por qué lo hizo respondió: “Porque cuando se dicen y repiten

muchos nombres, el resultado es una ensalada. Y resulta que cada uno de

los desaparecidos tiene una particularidad. Aquel tenía una cicatriz, otro

tenía el pelo chino, a otro le gustaba comer muchas galletas, a este

escuchar grupos de rock, otro más tocaba la guitarra. Todo eso es muy

importante porque nos los acerca. Todo esto hay que recordarlo, porque

son parte de nosotros. Es como si fueran nuestros hijos”4. Recordémoslo

una vez más: no son las imágenes las que nos vuelven insensibles, sino

“la insípida languidez que surge de la perfecta tranquilidad y reposo”

(Hume, La norma del gusto y otros ensayos, 67).

Esto nos lleva a la segunda manera de concebir el arte: aquel en

el que el artista busca conmover, “sacudir, indignar, herir al espectador”

4 Ver entrevista en Revista Semana, 8 de noviembre de 2014.

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(Sontag, Ante el dolor de los demás, 56) y en este sentido, el arte obedece

no solo a la necesidad interior (personal) de narrar (contar, pintar) lo vivido,

sino también a una exigencia ética, un mensaje pedagógico orientado a

despertar conciencias y evitar su repetición; se trata del arte como

memoria.

Mucho se ha reflexionado en la teoría del arte sobre un cuadro de

Jan Van Eyck llamado El matrimonio de los Arnolfini (1434). En este cuadro

el pintor retrata un evento sucedido, con toda probabilidad, en 1434. El

comerciante, hombre de negocios, Giovanni Arnolfini desposa a Jeanne de

Chenany. La excepcionalidad del evento, un matrimonio, es retratada en

un espacio cuya cotidianidad y carácter mundano es captado con esmero:

un perro acompaña a la pareja, unos zapatos de entrecasa se ven en una

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esquina del cuadro, en el resquicio de la ventana hay una fruta, otros

zapatos pueden verse al pie de la cama, hay una lámpara, y cortinas, algún

objeto colgado en la pared y un espejo. Como si se tratase de una

fotografía, casi cuatrocientos años antes de su invención, este cuadro no

quiere dejar dudas sobre su verosimilitud y realismo. Lo que vemos es un

instante de realidad. En el espejo, si se observa cuidadosamente, están

retratados dos hombres. Uno de ellos, es quizás el pintor. Si leemos una

inscripción escrita encima del espejo, podemos pensar que con toda

probabilidad uno de los hombres sea el artista. La inscripción traduce: “Jan

Van Eyck estuvo aquí”. ¿Se trata entonces, más que de una obra de arte,

de una suerte de registro notarial de un evento público? ¿El otro hombre

es testigo del evento y así da fe de que en verdad sucedió y así es entonces

este evento real y válido y oficial?5

El arte es, pues, testimonio de la realidad y un documento de ésta.

Los desastres de la guerra (1810-1815) de Goya es probablemente el

mejor ejemplo de esta afirmación. En los 82 grabados se muestra no solo

el crimen de la guerra de independencia de España, sino también al

observador de ese crimen: al poner los pies en sus grabados (“Yo lo ví”,

“Así sucedió”, “No se puede mirar”, “¡Esto es lo peor!”, “¡Qué locura!”),

Goya no se limita a transmitir el horror de la guerra, sino también a opinar

sobre lo que no debería existir; estos pies a los grabados le dan el carácter

de documentos. Que sean documentos significa que cuando menos deben

evocar el dolor y el horror de lo que allí ocurrió:

Que las atrocidades perpetradas por los soldados franceses

en España no hayan sucedido exactamente como se

muestra –digamos que la víctima no quedara exactamente

5 El arte ha sido siempre un testimonio de la realidad. Desde las primeras representaciones de las que hay

conocimiento en la historia del ser humano, los dibujos hechos en las cuevas de Altamira, el arte ha sido

testimonio y el artista testigo de eventos que podemos ahora dar como reales.

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así, que no ocurriera junto a un árbol– no desacredita en

absoluto Los desastres de la guerra. Las imágenes de Goya

son una síntesis. Su pretensión: sucedieron cosas como

éstas (Sontag, Ante el dolor de los demás, 58).

Lo que suponemos que Goya esperaba del espectador ante la

representación de los cuerpos desnudos, heridos y mutilados, de los

cadáveres amontonados en la tierra y el asesino observando con

satisfacción (tal y como se representa en el grabado que hace parte de la

portada del libro de Sontag) es horror, compasión, temor y angustia. Es

como si nos advirtiera que ya no podemos permanecer al margen, no

podemos callar frente a la barbarie de la guerra. Las imágenes no están

dirigidas a los franceses ni a

los españoles; el dolor y el

horror trasciende este acon-

tecimiento.

En 1480 El Bosco ya adver-

tía sobre la insensatez del

mal (de los pecados) en su

obra La mesa de los peca-

dos capitales. No se limitó a pintar cada uno de los siete pecados, sino que

también dejó su opinión en el pie de cada uno. El pecado universal de la

ira es representado por dos campesinos borrachos frente a una posada.

Uno empuña una especie de sable y el otro, con una mesa en la cabeza,

un cuchillo; una mujer, posiblemente la posadera, intenta separarlos. Las

inscripciones se refieren al capítulo 32 del Deuteronomio: "Esa gente ha

perdido el juicio y carece de inteligencia: si fuesen sensatos entenderían la

suerte que les espera" y "Esconderé de ellos mi rostro y consideraré sus

postrimerías".

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¿Cuál es el propósito de representar la ira y el sufrimiento? La ira ha sido

un motivo recurrente en el arte, “los sufrimientos que más a menudo se

consideran dignos de representación son los que se entienden como

resultado de la ira, humana o divina (…) La iconografía del sufrimiento es

de antiguo linaje” (Sontag, 2004: 51). Es amplio el repertorio de las

crueldades suscitadas por la ira provenientes de la antigüedad clásica y

representadas especialmente du-

rante el Renacimiento (Desolla-

miento de Marsias de Tiziano,

1575; Prometeo de Rubens,1611;

o el de van Baburen en el que no

representa el conocido y cruel epi-

sodio de un águila devorándole el

hígado, sino a Vulcano encade-

nándolo, 1623; el rostro de dolor

de Prometeo aquí no es menos

dramático, El dragón devora a los

compañeros de Cadamo ,1588; Salomé con la cabeza de Juan el Bautista

de Caravaggio, 1609; La decapitación de Holofernes por Judith de

Artemisia Gentileschi,1620; Las tentaciones de San Antonio de Grünewald,

1516).

Los grabados de Goya, así como la brutal belleza del cuadro de

Artemisia, nos impresionan de tal forma que resulta difícil apartar la mirada

de ellos. “No todas las reacciones a estas imágenes están supervisadas

por la razón y la conciencia. La mayor parte de las representaciones de

cuerpos atormentados y mutilados incitan, en efecto, interés lascivo”

(Sontag, Ante el dolor de los demás, 111). Los grabados de Goya pueden

estremecernos, pero también fascinarnos; herirnos y atraernos. Esta

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sensación culposa ante el deseo natural de ver la degradación y el dolor la

describe Platón en la República para mostrar que la impulsividad y el

apetito constituyen dos partes distintas del alma. Sócrates narra la historia

de Leoncio quien, apremiado por su deseo de mirar unos cadáveres, inicia

una batalla consigo mismo por la indignación que le producen las ganas de

mirar y, finalmente vencido por el apetito, cede encolerizado a la tentación:

Subía del Pireo por la parte exterior de la muralla norte

cuando advirtió tres cadáveres que estaban echados por

tierra al lado del verdugo. Comenzó entonces a sentir

deseos de verlos, pero al mismo tiempo le repugnaba y se

retraía; y así estuvo luchando y cubriéndose el rostro hasta

que, vencido de su apetencia, abrió enteramente los ojos y,

corriendo hacia los muertos, dijo: ¡Ahí los tenéis, malditos,

saciaos del hermoso espectáculo! (Platón, La República, IV

439e-440a)

Lo que la razón dicta, de acuerdo con Platón, es no mirar, pues no

se trata de una imagen noble sino, justamente, vergonzosa. Mirar el dolor,

el sufrimiento, la muerte es de mal gusto, es un instinto que no nos hace

dignos ni racionales. ¿Por qué entonces el valor de fotografías como la de

Robert Capa Muerte de un miliciano o la de Cong Ut de los niños corriendo

tras el ataque norteamericano con napalm? ¿Por qué la insistencia, casi

acoso, de Virginia Woolf a su interlocutor por el sentido de las fotografías

brutales de la guerra civil española? La respuesta nos la da la misma Woolf:

Estas fotografías no son un argumento; son sencillamente,

una cruda exposición de hechos dirigida a los ojos. Pero el

ojo está conectado con el cerebro; el cerebro con el sistema

nervioso. Ese sistema envía sus mensajes como relám-

pagos a través de todos los recuerdos del pasado y

sensaciones del presente. Cuando miramos esas fotogra-

fías ocurre cierta fusión dentro de nosotros; por diferentes

que sean nuestra educación, las tradiciones que hay detrás

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de nosotros, nuestras sensaciones son las mismas; y son

violentas (Woolf, Tres guineas, 18).

Virginia Woolf, como Susan Sontag, está convencida de que la

conmoción provocada por las imágenes de destrucción permite discutir

sobre la posibilidad de evitar la guerra. Estas imágenes “no pueden sino

unir a la gente de buena voluntad” (Sontag, Ante el dolor de los demás,

14).

Tenemos, pues, el valor ético de la imagen o de la obra de arte,

por un lado, y por otro, su valor pedagógico en tanto testimonio (memoria),

tal y como lo señala Sánchez (Tiempo de memoria, tiempo de víctimas).

Estos tres elementos (ética, pedagogía y memoria) se encuentran muchas

veces integrados en la obra de Beatriz González cuyo trabajo se basa en

imágenes y noticias que aparecen en los periódicos. Pásenlos a la otra

orilla (2002), por ejemplo, se refiriere a la orden de Romaña de asesinar a

los indigenistas; Yo les dije que no fueran (2003) son las palabras del

abuelo de los jóvenes que fueron a acampar en el Macizo Colombiano y

allí fueron asesinados. Su obra Quiero intensificar el dolor tiene como

propósito hacer de aquello que la prensa registra algo más perenne,

justamente respondiendo a la ya mencionada crítica al bombardeo de

imágenes y textos de los medios de comunicación que convierten estos

hechos en algo cotidiano. La prensa es temporal y la labor de algunos

artistas como Beatriz González es no permitir que se olviden la muerte y el

dolor. Esta es también la opinión de Fernando Botero frente a la pregunta

por sus pinturas sobre Abu Ghraib: “No creo que la tarea del arte sea

simplemente recrear las imágenes. El arte tiene la capacidad de hacernos

recordar algo por mucho tiempo. Cuando los periódicos dejan de hablar y

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la gente deja de hablar, el arte queda. Hay tantos acontecimientos

históricos que se conocen por el arte”6.

Doris Salcedo ha sido la artista colombiana que probablemente ha

establecido de manera más intencional la relación afectiva entre el

espectador y la víctima representada en la obra de arte:

Indiscutiblemente lo que el arte si puede hacer es crear esa

relación afectiva y puede transmitir, en alguna medida, la

experiencia de la víctima. Es como si la vida destrozada de

la víctima que se truncó en el momento del asesinato, en

alguna medida se pudiera continuar en la experiencia del

espectador. En el momento que el espectador le da a la obra

un momento de contemplación silenciosa, en ese momento,

solamente en ese momento, ocurre la relación afectiva7.

La serie sobre Abu Ghraib, los 82 grabados de Goya sobre la guerra de

independencia, el trabajo de Beatriz González y de Doris Salcedo sobre la

violencia en Colombia son una especie de catálogo de memorias que

recogen la indignación captada por los artistas como salvaguardia frente a

la confusión y el olvido. Ellos tienen la necesidad imperiosa de testificar y

ahí está su compromiso. ¿Cuál es la responsabilidad de nosotros como

espectadores? Sin duda mirar, y más que mirar reflexionar sobre las

imágenes, comprender e interpretar; condolerse, imaginar, repudiar,

imponerse la tarea de imaginar el horror y, sobre todo

(…) permitir que las imágenes atroces nos persigan. Aunque

sólo se trate de muestras y no consigan apenas abarcar la

mayor parte de la realidad a que se refieren, cumplen no

obstante una función esencial. Las imágenes dicen: Esto es

lo que los seres humanos se atreven a hacer, y quizá se

ofrezcan a hacer, con entusiasmo, convencidos de que

6 Entrevista en: http://revcom.us/a/079/botero-es.html 7 Entrevista realizada en abril de 2013 por Rocío Londoño para Razón Pública y Corporación Post Office Cowboys. Ver en: https://www.youtube.com/watch?v=q88Oq3p9iOQ

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