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El talento no tiene sexo. Debates sobre la educación femenina en la españa moderna Gloria Franco Rubio Universidad Complutense de Madrid “Las fuentes de la prosperidad social son muchas; pero todas nacen de un mismo origen y este origen es la instrucción pública. Ella es la que las descubrió, y a ella todas están subordinadas […] Con la instrucción todo se mejora y florece; sin ella todo decae y se arruina en un estado” 1 . “La educación es mi objeto predilecto: todos los males que asolan la tierra me parece que son efectos del abandono con que se mira este medio radical de hacer a los hombres felices. La absoluta falta de educación en unos y la mala y fívola en otros, producen los vicios y desórdenes que lloramos todos los días” 2 A modo de introducción Me gustaría iniciar estas páginas con una llamada de atención sobre el hecho de que el concepto de educación, tal y como lo entendía la sociedad del Antiguo Régimen, no se corresponde exactamente con el que tenemos en la actualidad, el cual se identifica, de forma generalizada, con el acceso a ciertos conocimientos intelectuales. La polisemia del término nos permite referimos a ella de forma habitual utilizando indistintamente si- nónimos y palabras afines como enseñanza, instrucción, escolarización, formación moral y/o religiosa dado que todos ellos aluden, en mayor o menor grado, al fenómeno educativo en general. En este trabajo se aludirá a la educación en el sentido más amplio posible, describiéndola como el proceso mediante el cual se opera la transmisión de toda clase de saberes y conocimientos de unas personas a otras; como el modo en que Este trabajo se inscribe en el marco del Proyecto de Investigación I+D+i HAR 2011-26435-C03-01 financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad. 1 G.M. de JOVELLANOS, Memoria sobre educación pública. En Poesía. Teatro. Prosa literaria. Edición de John H.R. POLT. Madrid. Taurus, 1993, pp. 422-423. 2 "Carta sobre la educación" dirigida por un suscriptor a la Miscelánea Instructiva, curiosa y agradable. Madrid. Oficina de Antonio Cruzado, 1798. Tomo VII, p. 336.

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El talento no tiene sexo. Debates sobre la educación femenina en la españa moderna∗

Gloria Franco Rubio

Universidad Complutense de Madrid

“Las fuentes de la prosperidad social son muchas; pero todas nacen de un mismo origen y este origen es la instrucción pública.

Ella es la que las descubrió, y a ella todas están subordinadas […] Con la instrucción todo se mejora y florece; sin ella todo decae

y se arruina en un estado”1.

“La educación es mi objeto predilecto: todos los males que asolan la tierra me parece que son efectos del abandono con que se mira

este medio radical de hacer a los hombres felices. La absoluta falta de educación en unos y la mala y fívola en otros,

producen los vicios y desórdenes que lloramos todos los días”2

A modo de introducción Me gustaría iniciar estas páginas con una llamada de atención sobre el hecho de que el concepto de educación, tal y como lo entendía la sociedad del Antiguo Régimen, no se corresponde exactamente con el que tenemos en la actualidad, el cual se identifica, de forma generalizada, con el acceso a ciertos conocimientos intelectuales. La polisemia del término nos permite referimos a ella de forma habitual utilizando indistintamente si-nónimos y palabras afines como enseñanza, instrucción, escolarización, formación moral y/o religiosa dado que todos ellos aluden, en mayor o menor grado, al fenómeno educativo en general. En este trabajo se aludirá a la educación en el sentido más amplio posible, describiéndola como el proceso mediante el cual se opera la transmisión de toda clase de saberes y conocimientos de unas personas a otras; como el modo en que

∗ Este trabajo se inscribe en el marco del Proyecto de Investigación I+D+i HAR 2011-26435-C03-01 financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad. 1 G.M. de JOVELLANOS, Memoria sobre educación pública. En Poesía. Teatro. Prosa literaria. Edición de John H.R. POLT. Madrid. Taurus, 1993, pp. 422-423. 2 "Carta sobre la educación" dirigida por un suscriptor a la Miscelánea Instructiva, curiosa y agradable. Madrid. Oficina de Antonio Cruzado, 1798. Tomo VII, p. 336.

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"una generación mayor transmite su cultura a una generación menor desde su naci-miento"3, según opinaba Burke al respecto hace ya algunos años.

Mientras Cobarruvias4 no incluye la voz educación en su “Tesoro de la lengua cas-tellana o española” de principios del siglo XVII, en el “Diccionario de Autoridades” (1732)5 de la Real Academia Española, aparece ya plenamente definido mediante varias acepciones. El sustantivo educación se concreta como “la crianza, enseñanza y doctrina con que se educan los niños en sus primeros años”, y el verbo educar aparece como “criar, enseñar, amaestrar y dar doctrina a la juventud”. Se daba por supuesto que era una actividad especialmente dirigida a los niños y jóvenes, los cuales se encontraban en la etapa formativa de su vida en la que era fundamental modelar su personalidad, do-tándole de todo lo necesario para conducirse en sociedad. La crianza se relacionaba con los cuidados que se debían procurar al recién nacido en su primera etapa de vida y en ellos se incluía la satisfacción de las necesidades más básicas, y necesarias para la super-vivencia; por extensión, puede ampliarse a toda la que se transmitía, de forma predo-minante en el entorno de la familia, durante todo el periodo de la infancia, e incluso de la adolescencia, cuando todavía los jóvenes vivían bajo la autoridad paterna, hasta el momento en que alcanzaran la autonomía necesaria para abandonar el domicilio fami-liar. Pese a que en la actualidad la palabra doctrina apunta a un sistema de pensamien-to, a un conjunto de ideas u opiniones de diverso carácter, ya sea religioso, filosófico, económico o político, en la edad moderna, sin embargo, estaba claramente relacionada con la religión cristiana, sobreentendiéndose en ella la formación moral. Por enseñanza se entendía el desarrollo de las facultades intelectuales y el acceso a la cultura, lo que presentaba muchas limitaciones puesto que, en los siglos modernos, la ausencia de una enseñanza reglada con una red de escolarización generalizada en la propia estructura del estado la convertía en un fenómeno minoritario al alcance de unos pocos.

En la actualidad, el “Diccionario de la Lengua Española” editado por la Real Aca-demia Española ofrece un mayor número de acepciones que el anterior, aclarando con gran profundidad cada una de ellas. Si a las que ofrece la palabra “educación” —acción y efecto de educar; crianza, enseñanza y doctrina que se da a los niños y jóvenes; ins-trucción por medio de la acción docente; cortesía, urbanidad—, añadimos las del tér-mino “educar” —dirigir, encaminar, doctrinar; desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejem- 3 P. BURKE, Venecia y Amsterdam. Estudio sobre las elites del siglo XVII. Barcelona,. Gedisa, 1996, p. 125. 4 S. de COBARRUVIAS: Tesoro de la lengua castellana o española. Madrid. Luis Sánchez impresor, 1611. 5 Diccionario de Autoridades. Madrid. Imprenta de la Real Academia Española, 1732. Tomo III. Edición facsimil. 1984, Tomo II, pp. 369-370.

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plos… “Educar la inteligencia, la voluntad”; desarrollar las fuerzas físicas por medio del ejercicio, haciéndolas más aptas para su fin; perfeccionar, afinar los sentidos. “Educar el gusto”; enseñar los buenos usos de urbanidad y cortesía- veremos que una combinación de la segunda, la tercera y la quinta sería lo más cercano a lo que la sociedad del Anti-guo Régimen entendía por educación6.

En el plano del conocimiento, máxime cuando nos proponemos analizar las so-ciedades del pasado, es necesario revisar, abandonar y hasta romper con categorías epis-temológicas predeterminadas que consideran el conocimiento como el compendio de la sabiduría que conforma la llamada “cultura oficial”, también denominada “cultura sabia”, que fue conservada y transmitida por la vía de la escritura a través de los cole-gios, universidades y demás instituciones académicas y docentes. Conocimiento fun-damentalmente teórico que no tenía en cuenta otros saberes, casi siempre de carácter empírico, basados en la experiencia y transmitidos a través de la oralidad, del que en gran medida fueron depositarias las mujeres, quienes los fueron transfiriendo de madres a hijas, de generación en generación. Desde una perspectiva de género, las historiadoras feministas hemos reivindicado todo ese acervo de sabiduría popular que durante siglos fueron patrimonio de las mujeres pero que, al haber permanecido fuera de los circuitos oficiales, ha sido menospreciado o, cuanto menos, ignorado sin haberse valorado sufi-cientemente las positivas consecuencias que tuvo su aplicación en la vida cotidiana para la supervivencia de la humanidad, a corto, medio y largo plazo, toda vez que incluían técnicas para la preparación y conservación de alimentos, para la elaboración de los tejidos y fabricación de objetos, así como prácticas de curación y sanación en una época en que los servicios médicos y sanitarios estaban restringidos a una exigua minoría.

La devaluación social de la “cultura popular” por parte de la elite dirigente hizo posible que las mujeres se convirtieran en las depositarias, las mantenedoras y las transmisoras de esa cultura no oficial cuyo nivel educativo/formativo podemos situar en el escalón más bajo, en la escala más básica del aprendizaje, el de la mera recepción, al tiempo que se sancionaba oficialmente su apartamiento del acceso a la cultura de la gran tradición, de aquella que implicaba transmisión de sabiduría, de saberes en térmi-nos intelectuales, así como del proceso de creación de autoridad, el nivel más alto de la cultura. De esta manera, la apropiación masculina de la gran cultura sentó las bases de la marginación femenina del conocimiento, una posición respaldada por el Renaci-miento al legitimar y hacer suya la afirmación de la inferioridad intelectual femenina, esgrimida por las Sagradas Escrituras, perpetuada por la tradición clásica y continuada por la literatura patrística que había reivindicado el raciocinio como una prerrogativa

6 Diccionario de la Lengua Española. Madrid. Real Academia de la Lengua, 1992. Vigésimo primera edición.

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específicamente masculina. De esta manera el conocimiento asociado a la cultura (ofi-cial) se convirtió en un espacio de poder, actuando como un instrumento de domina-ción que fue acentuando la jerarquía de los sexos.

Tampoco debe obviarse el hecho de que, a lo largo del Antiguo Régimen la edu-cación formal, reglamentada por el estado a través de un sistema educativo, y a menudo insuficiente e ineficaz, siempre fue entendida como un privilegio al que solo tendría acceso un número muy limitado de personas. Nunca fue universal ni generalizable al conjunto social; mucho menos aún en el caso de las mujeres, ni siquiera cuando se trataba de respetar la adscripción estamental de una parte del colectivo femenino.

En consecuencia, la transmisión de la cultura debe ser considerada desde múlti-ples registros, dada su gran complejidad; eso implica analizar la pluralidad de vías de aprendizaje y de acceso al conocimiento, teórico y práctico, como las formas e ins-trumentos en que se canalizan las transferencias culturales, desde la instrucción a la escolarización, sin descartar las experiencias compartidas y asumidas por otros cauces pero que también implican alguna forma de sabiduría. Los propios autores de la época trataron de ofrecer una explicación fundamentada sobre lo que entendían por educación tanto al clarificar los contenidos objeto de transmisión como la idiosincra-sia de los que fueran a recibirla, de sus receptores. Así pues, determinadas personas como Josefa Amar se refirieron a la educación física, a la educación moral, y a la ad-quisición de buenos modales, como hicieron por su parte los numerosos tratados y manuales de la civilidad que alcanzaron un gran desarrollo en la época7; otras partie-ron del principio de la vinculación estamental del sujeto destinatario de la política educativa, como hizo Campomanes cuando alude a la educación de los artesanos8. Para algunos individuos lo prioritario estaba en su funcionalidad, es decir, en la utili-dad social que podría deparar a la monarquía para alcanzar la "pública felicidad", como sugería Jovellanos al afirmar que "la instrucción es la base de la prosperidad de los pueblos", o la modelación del súbdito para su adaptación al nuevo orden político convirtiéndose en moderno ciudadano, según lo proponía Cabarrús, Arroyal, Fo-ronda, Ibáñez de Rentería y otros intelectuales o afamados escritores y hombres de

7 Mª V. LOPEZ-CORDÓN, "De la cortesía a la civilidad: la enseñanza de la urbanidad en la España del siglo XVIII", en M. RODRÏGUEZ CANCHO (ed.), Historia y perspectivas de investigación. Badajoz. Editora Regional de Extremadura, 2002. G. FRANCO RUBIO, "El Tratado de la educación de las hijas, de Fenelón, y la difusión del modelo de mujer doméstica en la España del siglo XVIII, en A. ALVAR EZ-QUERRA (coord.), Las Enciclopedias en España antes de l'Encyclopédie". Madrid. CSIC, 2009, pp. 479-500. 8 P. RODRIGUEZ DE CAMPOMANES, Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento. Madrid. Imprenta de Sancha, 1775.

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letras como Cadalso, Moratín o Iriarte9. Los menos, en cambio, orientaron la educa-ción en función de las diferencias de género, como hizo Montengón10.

A pesar de todo, la educación de las mujeres —concebida más en términos de formación moral que intelectual— se mantuvo en el foco de atención de los poderes establecidos a través de la preocupación mostrada por una intelectualidad masculina procedente de diversos medios sociales, fundamentalmente eclesiásticos y moralistas en la temprana edad moderna. Con el tiempo esa inquietud fue ampliándose a otros secto-res de la sociedad, sobre todo entre escritores y políticos, especialmente en el siglo XVIII, cuando la educación se convierta en una de las controversias más sugerentes del pensamiento ilustrado al haberse llegado a la conclusión de que el hecho educativo podría desempeñar un papel crucial como factor clave para el perfeccionamiento de la humanidad y como vehículo modular del nuevo ciudadano. En la primera etapa las discusiones giraron sobre el derecho a la educación, como un servicio público, que debía proporcionar el estado para, a continuación, abordar las implicaciones sociales de la actividad educativa en los dos sexos. La “excepcionalidad femenina”: de su reivindicación a su cuestionamiento. Poco a poco, la sociedad moderna pudo observar cómo la racionalidad emergente pare-cía contribuir a la pérdida de credibilidad del argumento de la excepcionalidad femeni-na que había triunfado en Europa desde la “querelle des femmes”11, y que había sido machaconamente difundido por la llamada literatura de la "defensa o "excelencia" de las mujeres; un género literario de carácter apologético conformado por repertorios, catálogos, florilegios, galerías y demás compendios de mujeres ilustres de los que for-maban parte epítomes o sucintas reseñas biográficas de personajes femeninos históricos, míticos o bíblicos donde, a través del elogio, se ensalzaba la personalidad o las gestas de singulares mujeres, a modo de “exemplum”. Las mujeres descritas en ellos habían lo- 9 G. FRANCO RUBIO, "La contribución literaria de Moratín y otros hombres de letras al modelo de mujer doméstica". Cuadernos de Historia Moderna. Anejos (6), 2007, pp. 221-254. "Eudoxia, hija de Belisa-rio de Pedro Montengón y la educación femenina en la España del siglo XVIII: la proyección literaria de una polémica. Arenal. Vol. 11. nº 1 enero-junio 2004 (pp. 59-89). 10 P. de MONTENGÓN, Eudoxia, hija de Belisario. Obras. Volumen I. Edición y presentación e Guillermo Carnero. Alicante. Instituto Juan Gil-Albert, 1990. 11 El punto de arranque de la querella de las mujeres se puede situar históricamente en la Francia del siglo XV, gracias a la publicación de la obra La ciudad de las Damas, escrita por Christine de Pizan (1364-1430) en 1405. La escritora italiana afincada en la corte francesa la escribió con la intención de rebatir las argu-mentaciones realizadas por Jean de Meun en la segunda parte del Roman de la rose (1401) donde denigraba a las mujeres, saliendo en defensa de su sexo. Vid. A. VARGAS MARTÍNEZ, "La ciudad de las Damas de Christine de Pizan: obra clave de la querella de las mujeres", en C. SEGURA GRAIÑO (coord.), La quere-lla de las mujeres. Análisis de textos,I. Madrid. Al-Mudayna, 2010, pp. 21-46.

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grado la fama y se habían hecho merecedoras de tener un lugar en la historia a causa de su conducta, (juzgada) “excepcional”, mostrada en circunstancias especiales; a pesar de las limitaciones de todo tipo impuestas a su sexo, algunas de ellas habían logrado sobre-salir por su coraje, heroísmo, valentía, fortaleza, prudencia política, sagacidad militar, castidad o fidelidad conyugal. Las fuentes en que se basaban sus autores, y de las que tomaban los datos que les daba fiabilidad, procedían de la Biblia, la mitología clásica y la tradición histórica; muchas de estas mujeres alcanzaron esa notoriedad por sí mismas, por sus propias virtudes y actos, que les hizo desatacar en la religión, en el ámbito de la familia y en el escenario político, o por su sabiduría y conocimientos; pero otras veces se hicieron famosas en razón de su matrimonio, que les encumbró la mayoría de las veces a una posición superior, convirtiéndose en mujeres poderosas o heroicas a través de sus maridos, siendo el baluarte donde aquéllos se apoyaron para llevar a cabo sus hazañas o enfrentarse a las adversidades que les deparaba la vida.

De origen humanístico y desarrollada en los ambientes cortesanos de la Europa renacentista, la literatura de la excelencia conocería un gran éxito a lo largo de la edad moderna sin agotar el género, de manera que, todavía a la altura del siglo XVIII la ve-mos gozando de una notable salud en algunos países europeos. La obra de Plutarco “Mulierum virtutes” con la que se había enfrentado a Tucídides defendiendo la idea de que la virtud podía hallarse en los dos sexos12, fue el punto de partida y el referente principal que daría pie a una tradición continuada con una serie de obras similares como “De mulieribus claris” de Bocaccio, traducida al castellano en 1494, el “Tratado en defensa de las virtuosas mujeres” (1441), de Diego de Valera, el “Libro de las claras e virtuosas mujeres” (1446) de Álvaro de Luna, “De la nobleza y preexcelencia del sexo femenino” (1529) de Cornelio Agrippa, “Varia Historia de santas e ilustres mujeres en todo género de virtudes” (1583) de Juan Moya13. En la España ilustrada la permanen-cia del género mantuvo constante su atención hacia este tipo de obras, añadiéndose a las ya existentes otras nuevas debidas a los autores de la época, entre los cuales hay que destacar a Feijóo y su “Defensa de las mujeres” (1726), Enrique Flórez (“Memoria de las reinas católicas”,1761), Cubié (“Las mujeres vindicadas de las calumnias de los hombres, con un catálogo de las españolas que mas se han distinguido en Ciencias y 12 Muestra de la vitalidad de esta obra es la publicación que hizo por entregas el periódico El Correo de los ciegos durante 1790. Vid. M. BOLUFER PERUGA, “Galerías de mujeres ilustres o el sinuoso camino de la excepción a la norma cotidiana (ss. XV-XVIII)”. Hispania. LX/1, nº 204 (2000) pp. 181-224. 13 R. ARCHER, Misoginia y defensa de las mujeres: antología de textos medievales. Valencia. Publicaciones de la Universidad, 2001. M. CODERCH, "Escapando de la molicie mujeril: virtudes femeninas y atributos de género en los tratados de defensa de las mujeres (siglos XIV y XV), en C. SEGURA GRAIÑO (coord.), La querella de las mujeres. III. Madrid. Al-Mudayna, 2011, pp. 75-90. Mª J. FUENTE PÉREZ, “Voces profemeninas en la Querella de las Mujeres: Álvaro de Luna y El libro de las claras y virtuosas mujeres”, en C. SEGURA GRAIÑO (coord.), La querella de las mujeres. I. Madrid. Al-Mudayna, 2010, pp. 105-129.

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Armas”,1768)14, Alonso Alvarez (“Memorias de las mujeres ilustres de España”,1798) o José Pueyo de San Juan (“Discurso histórico y filosófico sobre el carácter, costumbres y mérito de las mujeres”,1805). Asimismo en los periódicos que empezaron a formar parte de la lectura habitual de la época como “El Correo de los Ciegos”, el “Diario de Valencia” o el “Correo literario de Murcia” se insertaron largas listas de mujeres ilustres, y hasta reproducciones de algunos de esos opúsculos como la “Carta a las Señoras. Nueva defensa de su sexo” del abate J. Langlet publicada en “El Hablador juicioso y crítico imparcial” en 176315. Dos grandes novedades se pueden observar en los catálogos que se fueron publi-cando durante el siglo XVIII. La primera muestra cómo sus protagonistas, además de poseer los méritos asociados a las cualidades masculinas que caracterizaba a las mujeres fuertes en el gobierno y las armas, ahora aparecen dotadas de una serie de cualidades en el plano de los sentimientos, a los que se considera inherentes a la naturaleza femenina; de esta manera la sensibilidad, la discreción, la ternura, la civilidad o la domesticidad serán atributos y prendas que, a partir de este momento, quedarán asociados al nuevo modelo de mujer (doméstica) que iría ganando terreno conforme avance el siglo. La segunda cuestión novedosa, que en realidad supone una auténtica ruptura, reside en la mayor predisposición de la sociedad a realizar una valoración positiva sobre las mujeres cultas; en consonancia con la importancia concedida por la filosofía de las luces a la educación como motor de progreso, individual y colectivo, la sociedad se mostrará más receptiva ante la aptitud y capacitación de las mujeres para acceder a la cultura y, por ende, a proporcionarles una educación donde la formación moral —que continuaba siendo la más estimada socialmente— estuviese acompañada de algunos conocimientos intelectuales. Como elementos de continuidad, remarcar que se sigue subrayando el carácter excepcional, la singularidad de esas mujeres, incluso cuando se trata de la crea-ción femenina16. La validez social de estos repertorios estriba en su capacidad para actuar como potentes vehículos de adoctrinamiento de las mujeres al proporcionarles determinados modelos de ser y conducirse en sociedad, según marcaba el nuevo canon; de esta mane-ra el patriarcado las modelaba a su antojo, ensalzando aquellas cualidades que les pare-cía adecuadas a sus intereses, pero presentados bajo la apariencia de objetividad y con-veniencia para las propias mujeres. En un juego de dicotomías, dichas cualidades serían 14 Cubié incluyó a tres mujeres de su época que habían destacado en la República de las Letras, Catalina Caso, Mariana Alderete y Mª Rosario Cepeda 15 G. FRANCO RUBIO, “La querella de las mujeres en la prensa ilustrada: Carta a las señoras. nueva defensa de su sexo" (en prensa). 16 Christine de Pizan fue imitada por mujeres escritoras de la talla de Lucrecia Marinelli, Marie de Gournay, Madeleine de Scudery, o Josefa Amar.

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presentadas como las portadoras de estima social mientras que sus contrarias, se gana-rían la desaprobación y el rechazo de la sociedad. En consecuencia, se trataba de amol-dar a las mujeres a las normas y comportamientos convencionales sin que ellas percibie-sen su dominación al interiorizar dicha jerarquía de valores. No se trataba, ni mucho menos, de una cuestión baladí. Para el patriarcado era vital que las mujeres se sometie-ran a esa operación de disciplinamiento, interiorizando y acatando sus reglas, asegu-rándose así la pervivencia de su sistema de explotación. Con este tipo de literatura17 se había pretendido poner coto e invalidar la abun-dante literatura del "vituperio de las mujeres", desarrollada a partir de una generalizada misoginia, que intentaba legitimar tanto la inferioridad de la naturaleza como la condi-ción nociva y perjudicial para la humanidad del sexo femenino mostrando los defectos de las mujeres en la tradición de Eva, la gran culpable del pecado original y de la perdi-ción humana, que fue alcanzando sus mayores cotas de difusión en determinados mo-mentos. Este discurso disfrutó de una excelente fortaleza en este periodo mediante la publicación de otro tipo de obras literarias donde aparecían ejemplos de mujeres “des-preciables”. Las diatribas contra aquellas que osaban invadir el espacio adjudicado a los hombres pretendiendo competir con ellos mediante la escritura eran tan escasas que apenas merecía la pena detenerse en atacarlas; así, el hecho de que hubiera algunas mu-jeres escritoras era tan excepcional, que confirmaba la regla de la creencia común en la ignorancia e incapacidad, femenina. Algunas prefirieron quedarse al margen de la tor-menta, y no se atrevieron a dar el paso a convertirse en figuras públicas por miedo al desprecio social en que podían incurrir; por su parte, las escasas escritoras que sí estuvie-ron dispuestas a rebelarse apenas encontrarían apoyos, siendo descalificadas pública-mente por la pluma de autorizados escritores como, por ejemplo Molière, quien en sus dos obras “Las preciosas ridículas” (1659) y “Las mujeres sabias” (1672) se le puede observar denostando al “preciosismo” y sus protagonistas más emblemáticas18. La po-

17 Aunque la mayoría de los investigadores que han trabajado este tipo de textos los consideran profe-meninos, deberíamos preguntarnos hasta qué punto no lo son en absoluto, sino todo lo contrario, y cómo, en alguna medida, pudieron contribuir, igualmente, al mantenimiento de la misoginia. En mi opinión estos autores, que unas veces reivindican la superioridad de las mujeres y otras la igualdad de los sexos, en realidad basaban sus argumentos en la singularidad de algunas de ellas, nunca en la generalidad del colectivo feme-nino, como si solo unas pocas mujeres, a lo largo de la historia, por no se sabe muy bien qué clase de cir-cunstancias, hubieran podido estar a la altura de los hombres, confirmando así la excepcionalidad que estos discursos les atribuían. (el subrayado es mío) 18 En el intervalo de ambas publicaciones todavía tuvo tiempo de escribir La escuela de los maridos (1661), una sátira contra los criterios de independencia y libertad en que se basaba la educación de algunas jóvenes.

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lémica entre ambas, con partidarios y detractores en ambos campos, estuvo servida durante mucho tiempo, llegando a prolongarse hasta épocas posteriores19. El interés, y la fascinación por esta cuestión no se agotó en esa época; todo lo con-trario, continuó dándose en esos mismos ambientes, azuzada por algunas publicaciones que eran variaciones sobre el mismo tema, recorriendo los siglos XVI y XVII hasta que, en la centuria ilustrada traspasa el marco intelectual para convertirse en una cuestión de interés general, que comienza a ser debatida en los círculos académicos, en los espacios de sociabilidad y, lo que es más importante, en los foros sociales y políticos de la época, pasando a ser denominada, desde entonces, “la polémica feminista”, una polémica que continúa en la actualidad. Junto a esa literatura beligerante contra las mujeres, hay que sumar el peso moral y la influencia que tendría la obra de ciertos intelectuales y moralistas que, a la hora de valorar la naturaleza femenina, persistieron en la idea de su inferioridad y en la negación de su capacidad de raciocinio. Si en los albores de la modernidad el Humanismo de raíz cristiana recogió esa herencia antifemenina, el pensamiento del Barroco agudizó la misoginia, en parte debido a la agresividad del discurso contrarreformista opuesto a las mujeres, siendo múltiples los testimonios que podríamos aducir al respecto, a modo de ejemplo. Vamos a quedarnos con un par de ellos, debido a la pluma de dos de los auto-res más influyentes entre sus coetáneos, muy expresivos ambos de lo que acabamos de decir; el primero corresponde a las ideas de Huarte de San Juan en su obra “Examen de ingenios”, publicada en 1575, donde escribe lo siguiente:

“Cuando Dios formó a Adán y Eva, es cierto que primero que los llenase de sabiduría, les organizó el cerebro de tal manera que la pudiesen recibir con suavidad, y fuese cómodo instrumento para con ella poder discurrir y raciocinar...... llenándolos Dios a ambos de sa-biduría, es conclusión averiguada que le cupo menos a Eva, por la cual razón dicen los teó-logos que se atrevió el demonio a engañarla y no osó tentar al varón temiendo su mucha sabiduría. La razón de esto es, como adelante probaremos, que la compostura natural que la mujer tiene en el cerebro no es capaz de mucho ingenio ni de mucha sabiduría”20.

El segundo ejemplo procede del monje agustino Fray Luis de León, quien trans-mite esa misma percepción sobre la inferioridad del intelecto femenino, corroborada en su obra “La Perfecta Casada”, publicada en 1583. Un texto que vino a sentar las bases de la educación moral de las mujeres en nuestro país, siendo una de las obras con más

19 O muy recientes, depende de cómo queramos mirarlo pero en la educación proporcionada a las niñas en la España franquista este tipo de obras circuló extensamente como lectura recomendable. 20 J. HUARTE DE SAN JUAN, Examen de ingenios para las ciencias. Madrid. Cátedra, 1989, p. 162-164.

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presencia en las bibliotecas particulares, renovándose periódicamente su publicación en las dos centurias siguientes. En ella podemos leer que:

“Así como a la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así les li-mitó el entender y, por consiguiente, les tasó las palabras y las razones”21 (...) “pues no la doto Dios del ingenio que piden los negocios mayores ni de fuerzas las que son menester para la guerra y el campo, mídanse con lo que son y conténtense con lo que es de suerte, y entiendan en su casa y anden en ella, pues las hizo Dios para ella sola”22.

Hacia el reconocimiento del talento femenino Frente a esta visión tradicional, habría que citar algunas voces que se atrevieron a clamar en el desierto, como la del filósofo francés Poullain de la Barre quien, en la línea del feminismo racionalista y del “bons sens” cartesiano, en 1673 publicó una obra titulada “L’Egalité des deux sexes. Discours physique et moral ou l’on voit l’importance de se defaire des prejugés” donde hacía una explícita afirmación del talento de las muje-res. Una idea que fue complementada con la publicación, un año después, de otra obra titulada esta vez “Traité de l’Education des Dames, por la conduite de l’esprit dans les sciences et dans les moeurs”, abogando por la educación femenina. Su defensa de la educación femenina basándose en el reconocimiento de la capacidad intelectual de las mujeres, no por el camino de la excepcionalidad, sino por el de la igualdad le han he-cho situarse entre los escritores reivindicados por el feminismo al defender verdadera-mente a las mujeres. En esa misma centuria algunas mujeres como Lucrecia Marinelli (“La nobleza y la excelencia de las mujeres”, 1601), Marie de Gournay (“Igualdad de hombres y mujeres”, 1622), Anna Mª van Schumann (“Sobre la capacidad de la mente femenina para el aprendizaje”, 1640 y “¿Es el estudio de las letras adecuado para una mujer cristiana?”, 1646) y Madeleine de Scudery (“Les femmes illustres”, 1642), entre otras, se atrevieron a afirmar que las diferencias y desigualdades entre los sexos atañían a los cuerpos pero no a la mente racional23. En el caso español muy tempranamente la escritora María de Zayas se había situado en esa misma línea de pensamiento al afirmar en sus novelas ejemplares que las almas no eran varones ni hembras; un discurso que repite en los “Desengaños”, donde insiste en los beneficios que podría resultar para la

21 Fray Luis de LEON, El Cantar de los cantares. La perfecta casada. Madrid. Edaf, 1979, p. 453. 22 Fray Luis de LEON, Ibídem, p. 459 23 O. BLANCO CORUJO, "La querelle feministe en el siglo XVII. La ambigüedad de un término: del elogio al vituperio", en Celia AMORÓS (coord.), Actas del Seminario permanente Feminismo e Ilustración (1988-1992). Madrid. Instituto de Investigaciones Feministas de la UCM- Instituto de la Mujer, 1992, pp. 73-83.

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mitad de la humanidad y, por ende, para la totalidad, como podemos observar en los siguientes fragmentos:

“Y ¿por qué siendo hechos de la misma masa y trabazón que nosotras, no teniendo más nuestra alma que vuestra alma, nos tratáis como si fuéramos hechas de otra pasta?”24 (...) “supuesto que el alma es toda una en varón y en la hembra, no se me da más ser hombre que mujer; que las almas no son hombres ni mujeres”25 (...) “empezando a tener discurso las niñas, pónenlas a labrar y hacer vainillas (sic), y si les enseñan a leer, es por milagro, que hay padre que tiene por caso de menos valor que sepan leer y escribir sus hijas”26 (...) “que ya que los hombres nos han usurpado ese título, con afeminarnos más que la naturaleza nos afeminó, que ella, si nos dio flacas fuerzas y corazones tiernos, por lo menos, nos in-fundió el alma tan capaz para todo como la de los varones” 27 (...) “la verdadera causa de no ser las mujeres doctas no es defecto del caudal, sino falta de aplicación, porque si en nuestra crianza, como nos ponen el cambray en las almohadillas y los dibujos en el basti-dor, nos dieran libros y preceptores, fuéramos tan aptas para los puestos y para las cátedras como los hombres y más agudas”28.

Los contenidos ideológicos que impregnaban estos discursos, en pro y/o en contra de las mujeres, tuvieron una enorme trascendencia social más allá de la repercusión obtenida por el éxito de un género literario que mantuvo una cierta popularidad entre los lectores.

“Estos discursos contra las mujeres (que les atribuyen escasas aptitudes intelectuales) son de hombres superficiales. Ven que por lo común no saben sino aquellos oficios caseros a que están destinadas, y de aquí infieren (…) que no son capaces de otra cosa. El más corto lógi-co sabe que de la carencia del acto a la carencia de la potencia no vale la ilación; y asi de que las mujeres no sepan más no se infiere que no tengan talento para más”29.

Con esas palabras, a finales de la segunda década del siglo XVIII, el padre Feijóo, una de las máximas autoridades del panorama intelectual de la época y uno de los escri-tores más controvertidos de la centuria, abrió de nuevo la caja de los truenos de la “que-rella” al sentenciar, con una claridad meridiana, que “la alma no es varón ni hembra”. En el discurso decimosexto de su “Teatro crítico universal de errores comunes” (1726) y bajo el título “Defensa de las mujeres” reivindicó la capacidad intelectual de las muje-res al proclamar que el talento no tenía sexo. El benedictino fundamentaba su afirma-

24 Mª de ZAYAS Y SOTOMAYOR, Desengaños amorosos. www. ellibro total.com. Desengaño I, p. 47. 25 Ibídem. Desengaño VI, pp. 416-417. 26 Ibídem. Desengaño IV, pp. 238-239. 27 Ibídem. 28 Mª de ZAYAS Y SOTOMAYOR, Novelas amorosas y ejemplares. Madrid, 1984, p. 22. 29 B. FEIJOO y MONTENEGRO, Defensa de la mujer. Edición de Victoria Sau. Barcelona. Icaria, 1997, p. 40

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ción en la razón y la crítica, es decir, en el juicio contra el prejuicio, como había hecho Poulain unas décadas antes, reclamando la igualdad frente a la diferencia que giraba en términos de superioridad e inferioridad; una afirmación lo suficientemente atrevida en el contexto ideológico de sus coetáneos como para despertar una expectación extraordi-naria. Se convirtió en un verdadero best-seller de la época, originando la eclosión de más de un centenar de obras que intentaban rebatir o respaldar las argumentaciones esgrimidas por el clérigo; pronto fue traducida a las lenguas de los más importantes países europeos, desatando la misma curiosidad que en nuestro país. En efecto, el opúsculo no dejó indiferente a nadie y mientras algunos autores lo aplaudieron, igual-mente llamaría la atención de otros individuos, de ideología más tradicional, conserva-dora y misógina que, sintiéndose alarmados ante las afirmaciones que sustentaba, inten-taron neutralizarlas con sus propias obras buscando la complicidad de los lectores, estimulando la simpatía o antipatía entre ellos30. Varias razones avalan que esta obra pueda ser considerada una pieza más de las pertenecientes a la literatura de la excelencia; de un lado porque así lo expresa su autor al inicio de su obra, donde confiesa pretender una defensa y una apología de las mujeres frente a aquellos que la acusaban de personificar al mal, representada en Eva, la eterna causante del mal en el mundo, como se ha dicho anteriormente. De otro, por el uso del formato tradicional, agrupando a las mujeres según sus prendas y cualidades, resaltando las que sobresalían por encima de la generalidad. Además, por la autoría masculina, ya que casi todos los catálogos, con algunas excepciones femeninas, como hemos señalado, habían sido elaborados por hombres. Sin embargo, presenta algunos elementos ruptu-ristas que van a situar su obra en una situación especial, propiciando el paso de una querella, circunscrita a círculos socialmente minoritarios, a una polémica de gran pro-yección social; en primer lugar por el destinatario del libro, claramente el conjunto de la sociedad, formada por hombres y mujeres, ya que en este momento nos hallamos ante una ampliación del público lector, en el que se observa un aumento cualitativo del numero de mujeres lectoras y, de hecho, el propio Feijoo intenta hacerles tomar con-ciencia de su situación, instándolas a cambiar/revertir su propia realidad. Segundo, por su abierta crítica, y su rechazo, a una tradición eclesiástica que tanta complicidad había tenido (con el patriarcado) en mantener la subordinación de las mujeres; un juicio que,

30 B. FEIJOO y MONTENEGRO, Teatro crítico universal. Selección, prólogo y notas de Agustín Millares Carlos. Madrid. Espasa Calpe, 1968. En el apéndice Millares Carlos enumeran las 115 obras que están relacionadas con el Teatro Crítico, de ellas nueve están centradas en la Defensa. Un estudio en pro-fundidad sobre los argumentos de esos autores ha sido realizado por O. BLANCO CORUJO, “La Ilustra-ción deficiente. Aproximación a la polémica feminista en la España del siglo XVIII”, en C. AMOROS (coord.): Historia de la teoría feminista. Madrid, 1994 y La polémica feminista en la España ilustrada. Ciudad Real. Almud, ediciones de Castilla-La Mancha, 2010.

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viniendo de un eclesiástico como él, dotó de mayor autoridad a su discurso; y tercero, porque plantea dudas sobre determinados axiomas que hasta el momento parecían inalterables, como el de Eva y el pecado original.

Hay que tener en cuenta que su texto no está exento de contradicciones; a veces se observan opiniones que rezuman un cierto poso tradicional junto a una modernidad de criterio inusual para la época en que vivió y el ambiente intelectual en que se movió, gracias a su voluntad de desmontar prejuicios y axiomas inamovibles hasta el momento. En realidad, la ruptura que opera el pensamiento de Feijoo en la cuestión femenina es tanto a nivel epistemológico como metodológico ya que, conceptualmente, fue capaz de superar el discurso de la "inferioridad versus la superioridad" de las mujeres para situarse en el punto medio; sus argumentaciones en defensa de la igualdad de los sexos apelaban a la razón como instrumento de conocimiento abandonando la tradición y la autoridad de escritores antiguos; y frente a los tópicos al uso transmitidos por la cos-tumbre y la tradición, reacciona presentando ejemplos concretos de mujeres que con su experiencia vital oponía, anulando, ciertos estereotipos perfectamente instalados en el imaginario social. La chispa encendida por la polvareda levantada en torno a Feijóo desató una ver-dadera disputa dialéctica entre los que se alinearon a su lado, respaldando sus razona-mientos y los que combatieron sus ideas. La polémica, lejos de enfriarse fue encendién-dose sucesivamente a lo largo de la centuria alimentada por conspicuos personajes que se situaron en la estela del benedictino, algunos muy influyentes por la posición social, política e intelectual en que se encontraban. Es el caso de todopoderoso fiscal del Con-sejo de Castilla Pedro Rodríguez de Campomanes, que en una de sus obras reconoce con firmeza el talento femenino, frente a la opinión contraria, todavía bastante genera-lizada, a pesar del tiempo transcurrido:

“La mujer tiene el mismo uso de razón que el hombre. Solo el descuido que padece en su enseñanza le diferencia, sin culpa de ella (...) Si se ha de consultar la experiencia, puede afirmarse que el ingenio no distingue a los sexos, y que la mujer bien educada no cede en luces ni en las disposiciones a los hombres”31.

Y de algunas mujeres. Una de ellas fue Josefa Amar32, quien se había ganado ya el reconocimiento de sus contemporáneos como escritora y traductora; precisamente al hilo de la cuestión surgida a propósito de si las mujeres debían ser admitidas, o no, en las Sociedades Económicas de Amigos del País, decide involucrarse en la polémica to-

31 P. RODRIGUEZ DE CAMPOMANES, Discurso sobre la educación popular de los artesanos. Madrid, 1775. 32 Mª V. LÓPEZ-CORDÓN CORTEZO, Condición femenina y razón ilustrada. Josefa Amar y Borbón. Zaragoza. Prensas Universitarias de Zaragoza, 2005.

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mando partido públicamente al abogar por su admisión; fue una intervención audaz, pues lo hizo mediante una disertación escrita donde, bajo el título de “Discurso en defensa del talento de las mujeres”, fue desgranando de forma minuciosa muchas de las razones que explicaban su subordinación e inferioridad social:

“No contentos los hombres con haberse reservado los empleos, las honras y las utilidades; en una palabra todo lo que puede animar su aplicación y desvelo, han despojado a las mu-jeres hasta de la complacencia que resulta tener un entendimiento ilustrado. Nacen y se crían en la ignorancia absoluta. Aquéllos las desprecian por esta causa; ellas llegan a persua-dirse de que no son capaces de otra cosa; y como si tuvieran el talento en las manos, no cultivan otras habili-dades que las que pueden desempañar con éstas”33.

De la misma manera se manifiesta la malagueña de origen irlandés Inés de Joyes; al publicar en 1798 la traducción de la obra “El príncipe de Abisinia”, del exitoso escri-tor inglés Samuel Johnson, le anexó un opúsculo titulado “Apología de las mujeres” donde se hace amargo eco de las diatribas masculinas contra la incultura de las mujeres como si se tratara de algo inherente a la naturaleza femenina. Su reivindicación de la igualdad de los sexos en la capacidad intelectual no niega sus diferencias físicas y ana-tómicas, pero desmiente con rotundidad que puedan ser utilizadas como pretexto para negar la inteligencia femenina. Lo vemos muy bien expresado en las siguientes palabras: “Digan los hombres lo que digan, las almas son iguales, y si por mayor delicadeza de los órganos son las mujeres más aptas para un género de aplicación, y los hombres por su mayor robustez para otro, nada prueba esto contra nosotras”34. El antiguo jesuita, ahora reconvertido en escritor, Pedro de Montengón, reconoce las diferencias físicas entre hombres y mujeres pero eso no le impide reivindicar la igualdad de las almas. No solo cree con absoluta convicción en el intelecto femenino sino que, como ya había adelantado María de Zayas, incluso parece atribuirle una cierta superioridad cuando se daban las circunstancias oportunas; esa opinión, al menos, parece desprenderse de las palabras que sitúa en boca de Domitila, preceptora de Eudo-xia, la protagonista de su novela:

“Aunque la naturaleza organizó con alguna diversidad nuestros cuerpos no diversificó nuestras almas y entendimientos, ni hizo de inferior especie nuestras almas, ni de peor condición nuestro talento [...] estoy antes bien persuadida de que si las mujeres hubiésemos tenido siempre igual instrucción que los hombres, en todos tiempos y edades, los hubiéra-

33 J. AMAR Y BORBÓN, Discurso en defensa del talento de las mujeres y de su aptitud para el gobierno y otros cargos en que se emplean los hombres. Reproducido en el Memorial Literario, t. VIII, 1786. pp. 400-430. 34 I. JOYES y BLAKE, Apología de las mujeres, en M. BOLUFER PERUGA, La vida y la escritura en el siglo XVIII. Inés Joyes: Apología de las mujeres. Valencia. Publicaciones de la Universidad, 2008, pp. 277-278.

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mos aventajado en las producciones del genio, a pesar de las mayores ventajas y mejores proporciones que puedan ellos tener para ilustrar su entendimiento”35.

En la “Gaceta de Zaragoza” del 4 de octubre de 1785 se puede leer que “El amor y talento para las bellas Artes no es privativo de los hombres. Si la educación favoreciese igualmente al sexo femenil, serían más frecuentes en él los ejemplos de una rara habili-dad para las obras de ingenio”36. No hay duda de que la percepción social de esta pro-blemática responde a una pluralidad de opiniones que distaban mucho de ser unifor-mes. A pesar de esas voces, a menudo contradictorias, la verdad es que, en términos generales, la sociedad española en su conjunto se mantuvo muy renuente a asumir un cambio de tal calibre; todavía, a finales de la centuria parecía estar formulándose pre-guntas acerca de esta cuestión. En el “Diario de Madrid”, correspondiente al 29 de marzo de 1797, se inserta un artículo titulado "Instrucción de las mujeres" firmado por Juan Valle y Codes que re-sumía a la perfección la doble postura existente al respecto, como podemos leer a conti-nuación:

“Unos han partido de que estando dotada la mujer de tanta capacidad como el hombre, es susceptible de los mismos progresos que éste en todos los ramos que honran al entendi-miento humano (...) otros han negado a la mujer el derecho de saber, y con una mano bárbara han intentado cerrarle el santuario de las ciencias, precisándola a recibir de la boca de los hombres los resultados de sus averiguaciones, de sus errores y de sus delirios”37.

Las mujeres, criaturas objeto de educación La polémica en torno a la “Defensa” representó el punto de partida para que la afirma-ción del talento femenino se convirtiera en uno de los puntos clave del debate social sobre la educación, y en un referente para reivindicar la educación de las mujeres, en las siguientes décadas, como queda de manifiesto tanto en ensayos y opúsculos como en las páginas de la prensa periódica, un observatorio verdaderamente privilegiado para pulsar la opinión pública al respecto. El reconocimiento de la capacidad intelectual y de la inteligencia femenina fue un hecho esencial en la dinámica histórica; no solo tuvo co-mo principal consecuencia la constatación del principio de igualdad entre los sexos, sino que su corolario fue que las mujeres —como los hombres— eran criaturas educa-bles, que podían ser objeto de educación, pasando a convertirse en sujetos activos del 35 P. de MONTENGON, opus cit. p. 58. 36 Citado por M. LOPEZ TORRIJO, “El pensamiento pedagógico ilustrado sobre la mujer en Josefa Amar y Borbón”. Actas del III Coloquio de Historia de la Educación de la S.E.P.. Barcelona. Publicaciones de la Universidad, 1986, pp. 114-129. 37 Diario de Madrid. 29 de marzo de 1797.

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proyecto educativo ilustrado. El tema de la educación/formación moral, eje transversal en la cuestión femenina, que tanta importancia había tenido durante el Renacimiento, volvería a cobrar importancia en la centuria ilustrada ante la preocupación por la edu-cación en general, y por la de las mujeres en particular. En esta tesitura, el siguiente paso giró en torno a las enseñanzas que hasta entonces venían recibiendo las mujeres y qué resultados se habían obtenido. La introspección realizada por los sectores más dinámicos de la sociedad detectando numerosas deficien-cias puso de relieve la necesidad de superarlos, e impulsó una toma de conciencia por parte de los poderes establecidos que se materializa en la aplicación de importantes reformas; unas en el terreno de la legislación que fue promulgándose paulatinamente a partir del reinado de Carlos III38, y otras que afectaban a la estructura organizativa escolar, mediante la erección de escuelas orientadas al aprendizaje de un oficio -las lla-madas “Escuelas Patrióticas”- como las destinadas a las niñas de las clases superiores39. Fueron múltiples los comentarios vertidos al respecto pero cabe destacar aquellas opi-niones críticas que dispararon las alarmas ante su deficiente calidad y los nefastos efectos que causaban en el cuerpo social, recriminando a los hombres el haber descuidado la educación femenina manteniendo a las mujeres en un estado de infantilismo y/o frivo-lidad que en nada les había beneficiado siendo, por tanto, los verdaderos culpables de la ignorancia femenina.

“Yo, señor Pensador, soy hija de padres ricos y nobles y, según dicen las gentes, hermosa. Con estas calidades, y particularmente con la primera, ya puede vm. conocer que por mi desgracia no he tenido otra educación que la que acostumbran dar a sus hijos los que creen que la ignorancia es el patrimonio de la riqueza; y que en ésta, la calidad y la hermosura se cifran todos los talentos y todas las virtudes”40.

Así expresaba esa realidad uno de los periódicos de mayor influencia en la época, concienciada de un problema ante el cual cada vez se hacía más difícil cerrar lo ojos. La élite intelectual y política, especialmente la que se había alineado con el reformismo, fue consciente de esa realidad; algunos de sus miembros asumieron la autocrítica al tiempo que postulaban la educación femenina, reflexionando sobre los contenidos que pudie-

38 C. FLECHA, Las mujeres en la legislación educativa española. Sevilla. Gihus, 1997; y Textos y documentos sobre educación de las mujeres. Sevilla. Kronos, 1998. 39 G. FRANCO RUBIO, “Patronato regio y preocupación pedagógica en la España del siglo XVIII: El Real Monasterio de la Visitación de Madrid”. Espacio, tiempo y forma. Serie IV. Historia moderna. 7 (1994), pp. 227-244; y “Órdenes religiosas femeninas y cambio social en la España del siglo XVIII: de la clausura a la actividad docente”, en V. SUAREZ GRIMÓN, E. MARTÍNEZ RUIZ y M. LOBO CABRERA (coords.), Iglesia i Sociedad en el Antiguo Régimen. Las Palmas. Publicaciones de la Universidad, 1995. Vol. I, pp. 277-290. 40 El Pensador. Tomo I, pensamiento VI, p. 166.

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ran enseñarse a las niñas para intentar neutralizar la mala educación impartida hasta entonces. Uno de ellos fue Jovellanos, que llega a escribir lo siguiente:

“Nosotros fuimos los que, contra el designio de la providencia, las hicimos débiles y deli-cadas. Acostumbradas a mirarlas como nacidas solo para nuestro placer, las hemos separa-do con estudio de las profesiones activas, las hemos encerrado, las hemos hecho ociosas y al cabo hemos unido a la idea de su existencia una idea de debilidad y flaqueza que la educa-ción y la costumbre han arraigado más y más cada día en nuestro espíritu”41.

Lo mismo puede decirse de José de Cadalso, uno de los escritores más sagaces e inteligentes del siglo ilustrado; en una de sus obras más conocidas, con tanta ironía como razón, ponía en boca de una mujer cuál era la calidad de la educación recibida, al tiempo que ponía en ridículo a los culpables de esa situación:

“Soy mujer, y por tanto, en el sistema de las gentes, no me han educado con el conoci-miento de las Matemáticas, Teología, Filosofía, Derecho público y otras Facultades serias, porque los hombres no nos han juzgado aptas para estos estudios. El por qué yo no lo sé, ni creo lo sepan ellos”42.

De otro reputado escritor amigo del anterior, Leandro Fernández de Moratín que, en esa misma línea, hacía otra sátira de la educación que se venía ofreciendo a las muje-res a través de Mariquita, la protagonista, en “La Comedia Nueva” o “El Café” al for-mular una pregunta que fue crucial en el debate,

“Yo sé escribir y ajustar una cuenta, sé guisar, sé planchar, sé coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar una casa; yo cuidaré de la mía, y de mi marido, y de mis hijos, y yo me los criaré. Pues señor ¿no sé bastante? Que por fuerza he de ser doctora y marisabidilla, y que he de hacer coplas, ¿para qué? ¿para perder el juicio?43

Y de Pedro Montengón, que no tuvo ninguna duda en acusar a los hombres del estado de ignorancia e inferioridad en que se mantenía a las mujeres privándolas de educación; la manera en que eligió hacer su acusación, a través de Domitila, una mujer culta y directamente afectada por la injusticia de esa situación, no fue en absoluta ocio-sa, pues dotaba de mayor autoridad y poder de legitimación a su denuncia:

“Así se vio humillado nuestro sexo, reducida nuestra industria a la economía de la familia, empleadas nuestras luces en los solos cuidados y ocupaciones caseras y arrinconando en el

41 M. G. de JOVELLANOS, Informe sobre el libre ejercicio de las artes. Madrid, 1785. 42 J. CADALSO, Suplemento al papel intitulado Los eruditos a la violeta. Madrid. Imprenta de Sancha, 1772. pp. 5-6. 43 L. FERNANDEZ DE MORATÍN, La Comedia Nueva o El Café. Madrid. Ediciones Rueda, 1999, p. 169. El subrayado es mío.

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hogar nuestro entendimiento (...) de esta ennoblecida ferocidad proceden nuestra sujeción y dependencia (...) esto agrava la injusticia que se nos hace en criarnos ignorantes”44.

Campomanes en la “Memoria” presentada a la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, en plena discusión sobre la oportunidad de admitir a mujeres en ella, a que hemos aludido anteriormente, también se manifestaba partidario de la edu-cación femenina, en gran medida por el papel que se atribuiría a las madres:

“De todos los medios que un sabio legislador puede poner en planta para mejorar las cos-tumbres y conservarlas en decoro, es seguramente la educación de las niñas, que un día han de ser madres de familia; pues que ambos (niños y niñas) reciben las primeras impresiones de las advertencias y del ejemplo de las madres”45.

Por su parte León de Arroyal iría mucho más allá; partiendo de presupuestos cer-canos al liberalismo, analiza a fondo la sociedad de su época, sopesando sus errores y defectos para poder corregirlos adecuadamente. En su valoración, alertaba sobre los graves perjuicios que acarrea a la sociedad la falta de instrucción femenina con las si-guientes palabras:

“… El descuido con que se ha tratado la educación de las mujeres es, a mi ver, la principal causa de los males y desórdenes que nos oprimen; y la deliciosa mitad del género humano la tenemos destinada a nuestra servidumbre y a la brutal saciación de nuestros apetitos […] No solo las hemos privado de su libertad y de los derechos que como a nosotros les compe-ten, sino de la claridad y luces que proporciona la ilustración y el estudio”46.

Valentín de Foronda, otro de los pensadores liberales en la coyuntura finisecular, vuelve a refrendar la misma idea reivindicando la educación femenina; de una parte lo hace apelando a los ejemplos de mujeres sabias proporcionados por la Historia y las Artes y, de otra, haciendo hincapié en la perfectibilidad humana a través de la educación, una condición que poseen todos los seres humanos, independientemente de su sexo:

“Hermoso sexo, ya habéis visto que todos los entendimientos son iguales, luego los vues-tros son iguales a los de los hombres no hay que dudarlo, esta aserción es una verdad que confiesa la razón y que confirma la Historia de muchos siglos en las Artes, la Literatura, o las Ciencias os habéis distinguido siempre que os habéis entregado al estudio (…) y no po-dría ser otra cosa, pues no somos realmente sino el producto de la Educación”47.

44 P. MONTENGON, ob.cit., p. 59. 45 P. RODRIGUEZ DE CAMPOMANES, Memoria presentada a la Sociedad de Madrid sobre la admisión de las señoras en ella. Reproducida por Olegario NEGRIN FAJARDO, Ilustración y Educación. La Sociedad Económica Matritense. Madrid. Editora Nacional, 1984, pp. 143-147. 46 L. de ARROYAL, Dísticos de Catón con escolios de Erasmo. Madrid, 1797. 47 V. de FORONDA, Cartas sobre la policía. Madrid, 1801.

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Incluso autores de ideología más conservadora fueron conscientes del problema. Así, el escritor Hervás y Panduro, muy tradicional por lo general, en este tema se mues-tra más avanzado de lo que cabía suponer; en sus escritos a propósito de la educación de la infancia escribe:

“… Las mujeres hacen la mitad del género humano; los hombres que tienen las riendas del gobierno público y doméstico, no cuidan de darlas educación; ¿y se pretenderá que la mi-tad del género humano, de cuya educación se descuida, la dé a la otra mitad?”48.

A pesar de las cortapisas y de los obstáculos que dificultaban la vida diaria de las mujeres, y de las pocas oportunidades que tenían de dejar oír su voz, no deja de ser significativo que algunas de ellas se atrevieran a dejar evidencia escrita de sus reproches hacia los hombres recriminándoles por mantenerlas en tan desfavorable situación. Así lo hace Beatriz Cienfuegos, editora de “La Pensadora Gaditana” al elevar públicamente su crítica en este sentido; una tónica que mantendrá en la línea editorial durante la vida del periódico desde su primer pensamiento:

“Nos conceden los hombres a las mujeres (y en opinión de muchos como de gracia) las mismas facultades en el alma para igualarlos y aún excederlos en el valor, en el entendi-miento y en la prudencia. Y no obstante esta concesión, siempre nos tratan de ignorantes, nunca escuchan con gusto nuestros discursos, pocas veces nos comunican cosas serias, las más se alejan de nosotras toda conversación erudita y solo nos hablan en aquellos intereses que, por indispensables, se ven en la precisión de tratarlos con nosotras”49.

“Para no ignorar basta la voluntad de saber"50. De esta manera expresaba Teresa González el interés que por el conocimiento podía mostrar un ser humano, independien-temente de su sexo, junto a la capacidad de decidir en libertad sobre su vida y desarrollo personal, situándose entre todo un elenco de mujeres que van a reclamar el derecho a la educación. Lo mismo puede decirse de Inés de Joyes quien apremiaba a las mujeres con las siguientes palabras: “Oid, mujeres, no os apoquéis: vuestras almas son iguales a las del sexo que os quiere tiranizar; usad de las luces que el Creador os dio”51. Autoconciencia y determinación para rebelarse contra una realidad degradante e injusta.

48 L. HERVÁS Y PANDURO, Historia de la vida del hombre, publicada en 1789. Cita reproducida por L. M. LAZARO LORENTE, “Un presbítero ilustrado, Joseph Isidoro de Morales, y la educación de la mujer”, en VV. AA., Educación e Ilustración. III Coloquio de Historia de la educación. Madrid, 1984, pp. 101-113. 49 B. CIENFUEGOS, La Pensadora Gaditana. Edición de Cinta CANTERLA. Cádiz. Publicaciones de la Universidad, 1996. 50 T. GONZÁLEZ, El estado del cielo: para el año de 1778. Arreglado al Meridiano de Madrid Pronóstico General. Madrid. Imprenta de Manuel Martín, 1778. 51 I. de JOYES, ob. cit., p. 297.

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Josefa Amar en su “Discurso en defensa del talento de las mujeres” se quejaba de que los hombres buscan la aprobación de las mujeres y para ello “les rinden unos obse-quios que nunca se hacen entre sí; no les permiten el mando en público y se lo conce-den en absoluto en secreto, las niegan la instrucción y después se quejan de que no la tienen”. Como resultado de esa conducta perversa, las mujeres son las principales per-judicadas porque “nacen y se crían en una ignorancia absoluta; aquéllos las desprecian por esta causa, ellas llegan a persuadirse que no son capaces de otra cosa” (…) pero “son menos las que estudian (porque) son menos las ocasiones que los hombres les permiten probar sus talentos”52. Prosigue su queja molesta por las contradicciones en que se mo-vían los hombres, porque eran esos mismos individuos los que se encargan de repro-charles que fueran vacuas e insulsas, sin darse cuenta de que es su afán de mantenerlas en la ignorancia lo que las hacía adquirir este tipo de personalidad, ser de ese modo, a causa de su falta de educación:

“Los hombres se burlan de las juntas y concurrencias de las señoras, porque casi todas ha-blan a un tiempo, tratan de mil pequeñeces, reproducen los mismos puntos que ya se han tocado, y con la pintura de un abanico o el adorno de un peinado tienen materia para ha-blar muchas horas; pero si reflexionaran que este vicio depende más de la educación que se da comúnmente a las mujeres, no inferirían de él la falta de talento”53

El “Discurso” fue reproducido en las páginas del “Memorial Literario”, contribu-yendo de nuevo a la polémica, y suscitando comentarios a favor, o en contra, de la causa de las mujeres. Un lector del citado diario escribió una carta en la que expresa sus opiniones, coincidentes absolutamente con las de la autora:

“si a las mujeres desde su más tierna edad, como se les enseña la ociosidad, el arte de agra-dar, las bagatelas de las modas, se las instruyese en leer, escribir y contar, en la gramática de su lengua, en álgebra y geometría, en la lectura de historia e intereses de las naciones; si se las educase en los tratados o elementos del comercio pues tienen aptitud para ello sus en-tendimientos dóciles, y despejados, es innegable que podrían votar en estas materias con igual discernimiento que los hombres”54.

La ya citada Inés de Joyes también se hace amargo eco de las diatribas masculinas contra la incultura de las mujeres, escribiendo:

“He oído a algunos reverendos de bonete y capilla, a pretendidos filósofos y a doctos decir que basta que la mujer sepa coser, gobernar la cocina de su casa y rezar, que lo demás en ella es bachillería” [...] “los hombres, en general, las quieren ignorantes, porque solo así

52 J. AMAR y BORBÓN, Discurso en defensa de talento... p.401. 53 J. AMAR y BORBÓN, Ibídem, p. 207. 54 J. A. HERNÁNDEZ DE LARREA, “Carta”. Memorial Literario. Agosto, 1786, p. 436.

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mantienen la superioridad que se figuran tener”55 [...] “No puedo sufrir con paciencia el ridículo papel que generalmente hacemos las mujeres en el mundo. Una veces idolatradas como deidades y otras despreciadas aun de hombres que tienen fama de sabios. Somos queridas, aborrecidas, alabadas, vituperadas, celebradas, respetadas, despreciadas y censura-das […] nos tratan muchos hombres como criaturitas destinadas únicamente a su recreo y a servirlos como esclavas, o como monstruos engañosos que existen en el mundo para rui-na y castigo del género humano”56.

A pesar del panorama desolador que describían estos autores y autoras, y de la lenti-tud con que se acometían las reformas, es evidente que algunas cosas comenzaron a cam-biar. De hecho, se puede constatar cómo la prensa de la época -un medidor puntual de la opinión pública- pudo tomar el pulso a la sociedad sobre determinados temas, actuando de caja de resonancia de los cambios, como podemos ver a continuación:

“Una de las cosas que caracterizan la época actual de la civilización, es la educación más esmerada que se da a las mugeres. En la generación precedente, una muger que no faltaba a sus obligaciones de esposa, que sabía gobernar la casa, y que juntaba las gracias del tocador al desempeño de la cocina, pasaba por una muger perfecta. Pero en el día se exige de ellas la cultura del entendimiento, se quiere que una muger pueda juzgar de las obras de gusto, que no permanezca muda en la conversación con los hombres instruidos, y que pueda di-rigir con acierto la educación de sus hijas”57.

La utilidad social de la educación femenina A la creencia humanista de la perfectibilidad humana mediante la educación (cristiana) el ideario ilustrado le incorporó una dimensión utilitarista y secularizada de manera que la educación se convierte en el motor de progreso capaz de contribuir a la felicidad pública, como paso previo a la consecución de la prosperidad nacional. Asi lo mantenía Jovellanos en su “Memoria sobre educación pública”, como hemos tenido ocasión de comprobar al leer sus palabras, reproducidas al comienzo de este estudio.

En efecto, el pensamiento ilustrado concebía la educación en sentido universalista, postulando su accesibilidad a todos los individuos aunque no de manera igualitaria, como corresponde a la lógica de una sociedad estamental; universal si, pero diferenciada en razón de determinados criterios como son los socio-estamentales y los de género. Cuando los políticos españoles retoman el debate sobre la educación, en plena eferves-

55 I. de JOYES, ob. cit., p. 295. 56 I. de JOYES, Ibidem, p. 275. 57 Miscelanea Instructiva, curiosa y agradable. Madrid. Madrid. Oficina de Antonio Cruzado, 1778. Tomo VII, p. 210. “Moral”, a propósito de una reseña sobre la obra de Tomas Gisborne Investigación sobre los deberes de las Mugeres.

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cencia del reformismo ilustrado, va a adquirir unos tintes de variados colores ya que la polémica estuvo plagada de distintas opiniones y argumentos contrapuestos que llega-ron a alcanzar una gran virulencia en algunos casos. Al final, se termina sancionando una educación basada en criterios de clase/estamento y de género, o lo que es igual, que la educación debe ser diferente según el género y según el estamento social. Es decir, una educación intelectual para los hombres frente a una educación doméstica para las mujeres; y por estamentos debería proporcionarse a las niñas del estamento llano una enseñanza profesional, es decir, una instrucción basada en el aprendizaje de “oficios mujeriles”, casi siempre relacionados con las labores de aguja -hilados, tejidos- con las cuales puedan emplearse y trabajar, un medio idóneo para ganarse la vida. Esto impli-caba que las personas debían recibir una educación adecuada a su rango social, según su estamento de adscripción, orientándose a la adquisición de reglas y normas que hicieran posible el cumplimiento de las funciones que el orden estamental (y patriarcal) les hu-biera asignado. Era, en definitiva, una educación estamental para una sociedad esta-mental. Llegados a este punto podemos observar que en estos principios si parecía exis-tir una total coincidencia. Uno de los escritores que mejor expresó este espíritu fue Pedro Montengón cuando afirma que: “no hay duda que no todas las doncellas están en estado de dedicarse al estudio, pero hay muchas a quienes por las circunstancias de su nacimiento no solo les fuera útil tal enseñanza, sino que también les conviniera”58.

La adquisición de conocimientos intelectuales estuvo mucho más definida para las mujeres de la aristocracia, a las que en estos momentos incluso se les requiere, como parte de su “distinción” disponer de una pátina cultural. En general, para las mujeres de capas sociales superiores e intermedias, se optaba más que por una transmisión de co-nocimientos intelectuales, mínimos por otra parte, y el aprendizaje de determinadas disciplinas por una formación moral integral con la que poder formar a sus futuros hijos. De ahí que no fuera infrecuente encontrar comentarios como los que se vierten en la Necrológica insertada en las páginas del “Memorial Literario” en memoria de la marquesa de Grimaldo, Mª Francisca Irene de Navia y Bellet: “las señoras ilustres nun-ca tendrán disculpa de no aplicarse a las letras, y parece que defraudan una parte de su gloria en no dedicarse a ellas” 59.

En cambio, para las mujeres de los grupos populares el objetivo era procurarles el aprendizaje de un oficio con el que pudieran ganarse la vida y, de paso, contribuir al progreso de la nación al aumentar la producción nacional con su trabajo. De esta ma-nera debía enseñárseles los oficios mujeriles, considerados como los “propios de su sexo”; en gran medida relacionados todos ellos con la manufactura textil o las llamadas

58 P. de MONTENGON, ob. cit., p. 58. 59 Memorial Literario. Mayo, 1786.

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“labores de aguja”, según la terminología de la época. Así lo expresaban, y sancionaban por escrito Campomanes y otros autores. A este respecto es muy interesante el “Discur-so sobre la educación” pronunciado por el presbítero Joseph Isidoro de Morales ante la Sociedad Económica de Sevilla en septiembre de 1786, publicado un año después, donde pronuncia un verdadero alegato sobre la necesidad social de proporcionar una instrucción profesional a las niñas de las clases populares implicando en ello al estado a través de las Económicas. Pero lo más importante de su discurso es que no solo reivin-dica que se le faciliten los medios para aprender un oficio sino que considera absoluta-mente necesario que, paralelamente, se pusieran a su disposición empleos en los que ocuparlas60. Por su parte, Pedro de Montengón introduce la realidad del trabajo asala-riado como base de la existencia económica de las mujeres61. En este sentido son reveladoras las palabras de Josefa Amar en su “Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres”, publicado en los noventa, al hacerse la si-guiente reflexión:

“… Será del caso que las mujeres cultiven su entendimiento sin perjuicio de sus obligacio-nes: lo primero, porque puede conducir para hacer más suave y agradable el yugo del ma-trimonio; lo segundo, para desempeñar completamente el respetable cargo de madres de familia; y lo tercero, por la utilidad y ventaja que resulta de la instrucción en todas las eda-des de la vida. Pero mientras la educación no se encamine a estos puntos, nunca será gene-ral el beneficio”62.

En consecuencia, las directrices que prevalecieron y acabaron por imponerse par-ten de una concepción de la educación femenina concebida en términos utilitaristas no solo para las propias mujeres, individualmente tomadas, sino para cumplir airosamente el papel que le atribuye el estado, a saber, el de esposa y madre. En cuanto a los conte-nidos a impartir las limitaciones vendrán marcados por el patriarcado, siendo definida por las funciones sociales, filiales y maritales, que tradicionalmente se les había asignado aunque ahora estarán adaptadas a las nuevas circunstancias históricas.

A partir de este momento la educación formará parte del nuevo orden social pro-pugnado por la burguesía que acaba desembocando en el régimen liberal, en el cual se le adjudicaba la función de educar, de enseñar, de instruir y modelar al nuevo ciuda-dano. En efecto, en el contrato social que subyace en el orden liberal se define la natura-leza femenina por sus funciones sexuales y reproductoras convirtiéndola en una “criatu-ra doméstica” frente a la naturaleza masculina caracterizada por sus derechos cívicos y

60 J. I. de MORALES, Discurso sobre la educación. Madrid. Imprenta de Benito Cano, 1789. 61 P. MONTENGON, Pedro, ob. cit. 62 J. AMAR Y BORBON, La educación física y moral de las mujeres. Madrid. Benito Cano, 1790. Edición de Mª V. LÓPEZ-CORDÓN. Madrid. Cátedra, 1994, pp. 72-73.

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ciudadanos que hace de los hombres “criaturas políticas”. La construcción de las iden-tidades de los sexos, subyacente en el nuevo sistema político, encontrará sus anclajes en la nueva estructura educativa recién diseñada y puesta en marcha poco después. En adelante, no serán únicamente los moralistas y eclesiásticos los que se encarguen de difundir el modelo ideal de mujer sino que ahora son individuos procedentes del mun-do laico (políticos y escritores) los que redefinan los paradigmas de la masculinidad y de la feminidad. Enseñando, instruyendo, educando a la mujer doméstica A pesar de la censura, del Índice, de las amenazas de excomunión y de los secuestros de libros extranjeros, la lectura de autores prohibidos fue algo generalizado entre los indi-viduos que concurrían a los círculos ilustrados. Uno de los más leídos fue Rousseau, cuyo pensamiento, tanto político como pedagógico, llegó a calar profundamente en la intelectualidad española. Para el filósofo ginebrino la educación de las mujeres debía gravitar en torno a las necesidades de los hombres; de modo que su existencia, sus acti-vidades diarias, sus metas, sus anhelos, su vida entera deberían ser organizadas al servi-cio de aquéllos, tal y como queda resumido en la siguiente frase: “agradarles, serles úti-les, hacerse amar y honrar por ellos, educarlos cuando niños, cuidarlos estando mayores, aconsejarlos, consolarlos, hacerles grata y suave la vida son las obligaciones de las mujeres en todos los tiempos, y esto es lo que, desde su niñez, se les debe enseñar”63. Con estos principios se tendría asegurado el triunfo de la mujer doméstica pro-pugnada por el liberalismo, al tener muchas similitudes con la mujer tradicional ubica-da en el ámbito doméstico aunque difería de ésas en una serie de características nuevas, acordes a la mentalidad burguesa, actuando en consonancia con los nuevos paradigmas genéricos de la masculinidad y de la feminidad. Una vez más, el prototipo de mujer confinada en el hogar, excluida del espacio público, que había sido recurrente y cons-tante a lo largo de la historia es rescatado de nuevo para, una vez impregnado de los nuevos valores, conforme a la ética requerida por las nuevas elites emergentes, ser ofre-cido al conjunto social. Una mujer dedicada a su familia en exclusiva, orientando su conducta a la satisfacción de las necesidades y deseos de su marido y sus hijos, ocupada constantemente en la realización de tareas útiles, aplicada y laboriosa, que ha tomado bajo su responsabilidad las riendas de su casa para gobernarla.

La adopción de nuevos hábitos, la relajación de las costumbres y la introducción de novedades foráneas en la sociedad española del siglo XVIII habían traído consigo impor-tantes transformaciones en las relaciones entre los sexos provocando el descrédito del

63 J. J. ROUSSEAU, Emilio o la educación. Barcelona. Bruguera, 1971, p. 500.

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matrimonio. La percepción del fracaso matrimonial y el aumento del celibato, justamente cuando el gobierno estaba propugnando una política natalista, eran dos realidades lo suficientemente preocupantes como para volver a retomar el modelo femenino que tuvie-ra mayor utilidad social. Además de ello, para la mayoría de los ilustrados la educación femenina debía tener un componente moral importante, creyendo que solo las mujeres forjadas en la virtud podrían llegar a cumplir satisfactoriamente su función social de bue-nas esposas, de buenas madres educadoras de sus hijos y de buenas administradoras de su casa. Solo con este tipo de mujeres virtuosas podrían evitarse las guerras, los desórdenes, y los trastornos en las leyes y en las costumbres. Una mujer cuya conducta y comporta-miento pudiera servir de freno de contención a una sociedad que, a ojos de muchos con-temporáneos, sobre todo eclesiásticos y políticos, estaba siendo amenazada por los avances de unas costumbres nuevas, contrarias a las tradicionales y ajenas a las genuinamente españolas, y por una subversión de los valores tradicionales en la manera de ver la vida que estaba poniendo en peligro la propia supervivencia de la familia. En este contexto, la mujer doméstica será no solo el icono femenino ideal, sino también el reclamo para su-perar la crisis en que se hallaba sumida la institución matrimonial, actuando de símbolo para convencer a los hombres de la necesidad (y utilidad) social de formar una familia.

Así pues, para las mujeres pertenecientes a las clases medias la educación considerada ideal iba a consistir en una mezcla indefinida de educación física e higienista, imprescin-dible para la crianza de los niños; de educación moral, atemperando los sentimientos y logrando el autocontrol de las pasiones; de la adquisición de buenos modales para poder moverse en los ambientes mundanos según los principios de la cortesía y la civilidad; el aprendizaje de la lectura, la escritura y nociones de aritmética; rudimentos de geografía e historia; lenguas vivas; los principios básicos de la doctrina cristiana; y la economía do-méstica para saber administrar los bienes de la familia. Para lograrlo tendría a su alcance una abundante literatura formativa e instructiva, en gran medida de carácter utilitarista y dirigida especialmente a su sexo, donde podría encontrar las pautas necesarias para desen-volverse en el marco del matrimonio, para imponer el orden en el seno de la familia, y para aplicarlas en la educación de sus hijos, haciendo del espacio doméstico ese paraíso que todo burgués ansiaba encontrar a la vuelta de su permanencia en el público.

Para Josefa Amar era prioritario que las mujeres fueran ejercitadas en una serie de virtudes y cualidades entre las que cabe destacar la modestia, la contención, la modera-ción, la limpieza y urbanidad, el respeto a los mayores y el agrado, que no solo serían esenciales en su vida futura, sino porque eran, precisamente, las que podrían neutralizar los defectos y vicios que los hombres achacaban a la (deficiente) naturaleza femenina -locuacidad, indiscreción, vanidad, despilfarro, volubilidad etc. Como sujetos civiles, tenían la misma responsabilidad social que los hombres, por lo que entre sus actividades formativas debían tener como obligación “la práctica de la religión y la observación de

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las leyes civiles del país donde viven”64. A su juicio, la perfecta educación comprendía dos partes esenciales, la física y la moral, a las que define de la siguiente manera:

“La primera por la relación que tiene con la robustez del cuerpo y sus funciones, que es de tanta importancia para el curso de la vida; y la segunda porque se dirige a ordenar el enten-dimiento y las costumbres, que es el único medio de adquirir una constante y verdadera fe-licidad”65. “La educación moral es sin duda la más difícil, pero también la más importante, porque abraza la enseñanza e ilustración del entendimiento, la regla y dirección de las cos-tumbres, y en una palabra lo que se llama buena conducta y manejo en todas las acciones […] para obrar con cordura y discreción, para desempeñar las obligaciones comunes a to-dos, las particulares de cada uno, y finalmente para ser feliz en su estado y circunstancia”66.

Pedro Montengón también concedía mucha importancia a la educación, o ciencia moral, como él la llama, la cual implicaba “el estudio de los afectos y pasiones del áni-mo, para conocer cuáles se inclinan al bien honesto y loable, cuáles al mal dañoso y aborrecible”67, y este concepto supo resumirlo muy bien cuando describe los tres obje-tivos -conocimientos intelectuales, pericia en las labores manuales y fortaleza moral- que debería cubrir, en su opinión, esa enseñanza:

“El de la labor y economía, en que comprendería también todo lo que toca a pulir y enno-blecer su exterior y sus naturales gracias. El del entendimiento, reduciéndolo a los princi-pios de las ciencias más útiles, a fin de ilustrar su mente y disipar las tinieblas de la ignoran-cia y de los errores vulgares y el del ánimo, que es el objeto principal de la virtud, para moderar los siniestros efectos del corazón y las pasiones”68.

En cuanto a las materias que deberían formar parte de esa enseñanza Josefa Amar y Borbón recomendaba estudiar lectura y escritura, acompañada de la ortografía, el conocimiento de la historia empezando por la del propio país, nociones de geografía y las costumbres de los distintos países que aportan las lecturas de viajes, la aritmética, muy conveniente para el gobierno de la casa, latín y lenguas vivas como el francés, el inglés y el italiano; esta formación intelectual podría completarse cultivando la música, el dibujo y el baile69. Y siguiendo a Ludovico Septalio afirmaba que:

“Las labores de manos y el gobierno doméstico son como las prendas características de las mujeres; es decir, que aun cuando reúnan otras, que será muy conveniente, aquellas debe-rán ser las primeras y esenciales" (pues) tan bien parece una señora (y cuanto más ilustre

64 J. AMAR Y BORBÓN, Discurso sobre la educación física ..., p. 62. 65 J. AMAR Y BORBÓN, Discurso sobre el talento de las mujeres … p. 75. 66 J. AMAR Y BORBON, Ibídem, p. 135. 67 P. MONTENGON, opus cit. p. 67. 68 P. MONTENGON, Ibídem. 69 J. AMAR Y BORBON, Discurso sobre la educación física y moral …Vid. capítulos VI, VII y VIII.

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mejor) con una rueca o con una costura, como el letrado en su estudio, el artesano en su taller, el labrador en el campo”70.

Por su parte, el ya citado Joseph Isidoro de Morales, en una obra dedicada a la edu-cación de la hija de Mazarredo, también hace una distinción entre los dos tipos de educa-ción femenina: “una por lo tocante a los nobles modales, artes y habilidades del cuerpo, otra que mira a la instrucción del entendimiento en las disciplinas y enseñanzas conve-nientes al sexo”71. Aconseja el estudio de la gramática, de los idiomas modernos como francés e italiano, ejercitar la memoria, baile, música y canto, y aprender algo de historia, geografía, poesía etc. pero no demasiado porque entonces —se pregunta— “¿en qué se distinguiría el plan de educación para formar un filósofo o un sabio, del que conviene instruir a una señorita?”. La segunda parte de la obra aborda la educación de la mujer como futura madre de familia haciendo muchas advertencias sobre el cuidado de los hijos, o la gestión y administración del hogar, pues, “…el taller y la escuela a que la Natu-raleza, más docta y sabia que todos los maestros, destinó las mujeres, dándoles en ella más vasta y más digna ocupación, que si las hubiera destinado a ser latinas y eruditas”72.

A través del personaje de Domitila Montengón proponía una instrucción femenina que contuviera conocimientos de aritmética, según el autor “la ciencia más útil y necesaria después de la moral”73, y de otras ciencias que contribuyen a “rectificar las ideas y los juicios para ayudar al entendimiento o discernir la verdad, a conocer algunas causas y efectos de la naturaleza, sin grande ni profunda meditación”74 como son la geometría, la geografía y la historia. Pero no olvidaba aconsejar la lectura de temática variada, no solo de libros religio-sos, incluso de obras científicas pues -opinaba- “raros son los libros científicos que conten-gan máximas engañosas, y es falso que seamos más fáciles que los hombres en embeber-las”75. En suma, se trataba de procurar una formación integral a todos los efectos:

“El de la labor y economía, en que comprendería también todo lo que toca a pulir y enno-blecer su exterior y sus naturales gracias. El del entendimiento, reduciéndolo a los princi-pios de las ciencias más útiles, a fin de ilustrar su mente y disipar las tinieblas de la ignoran-cia y de los errores vulgares y del ánimo, que es el objeto principal de la virtud, para moderar los siniestros efectos del corazón y las pasiones”76.

70 J. AMAR Y BORBON, Ibídem. 71 J. I. de MORALES, Comentario al excelentísimo señor don Josep Mazarredo sobre la enseñanza de su hija. Madrid. Imprenta de Sancha, 1796 . 72 J. I. de MORALES, Ibídem. 73 P. de MONTENGON, opus cit., p. 67. 74 P. de MONTENGON, Ibidem. 75 P. de MONTENGON, Ibidem, p. 62. 76 P. de MONTENGON, Ibídem, p. 67.

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En la transición del Antiguo Régimen al orden liberal la pregunta clave para el patriarcado en relación a la educación femenina –“¿qué ha de saber la mujer para ser útil en la sociedad política a que pertenece?”- fue formulada a la opinión pública a tra-vés de las páginas del “Diario de Madrid”, uno de los periódicos de mayor tirada, que iba a obtener varias respuestas de sus lectores. La primera fue proporcionada por el propio autor de la pregunta, Juan Valle y Codes, que la contestaba de la siguiente ma-nera: “lo que una mujer ha de saber es el ser buena hija, buena esposa, buena madre, para llenar el respetable destino que tiene en la sociedad doméstica”77.

Otra de las respuestas recibidas ofrecía un perfecto resumen del modelo educa-tivo estimado como ideal para esa mujer nueva que planeaba en el horizonte finise-cular; lo encontramos perfectamente detallado en una “Carta” que dirige una su-puesta lectora al citado periódico donde se aconseja a las mujeres cultivar las dos grandes cualidades -sumisión marital y obediencia filial- que deberían ayudarle a cumplir airosamente su destino:

“Los deberes de hija, en sí solos, aunque no son los menos importantes, son los más fáciles de llenar; todo se reduce entonces a amar a sus padres, lo que enseña la misma naturaleza, y honrarlos con obediencia y sumisión, lo que es fácil si tiene una buena educación” [...] los deberes de la esposa son “el honor, el gobierno económico de la casa, la equidad en el trato sociable, la paz del matrimonio, y la felicidad de toda la vida del hombre depende de la mujer” […] "para con su marido debe ser en su casa lo que un sabio ministro es en un reino; su fidelidad y prudencia ha de gobernar sus asuntos económicos según sus faculta-des, discurriendo los medios de mantenerlo todo en buen orden”78.

En el camino conducente hacia el orden liberal se había trazado una trayectoria donde la educación pasaba a convertirse en uno de los pilares fundamentales que haría posible la transformación del antiguo súbdito en ciudadano, y las mujeres en piezas esenciales del nuevo proyecto político por los cometidos y funciones que se les iba a asignar. Sin embargo, es innegable que la educación femenina, entendida en el plano de la enseñanza intelectual, como transmisión de conocimientos, estaría lastrada desde el principio; las limitaciones en el acceso a la instrucción, secundaria y universitaria, le otorgaron un carácter secundario del que tardaría mucho tiempo en poderse librar, a pesar de haber conseguido -al menos teóricamente- la aprobación social. El tipo de educación que estaba dispuesto a otorgar el patriarcado a las mujeres mantenía intacto su contenido moral, otorgándole ahora una nueva dimensión al ser concebida también como una obligación civil, al valorarse positivamente la función educadora de la mater-nidad como un hecho provechoso a nivel social. Esto significaba equiparar la función

77 J. VALLE y CODES, Diario de Madrid. 29 de marzo de 1797. 78 Diario de Madrid. 23 y 24 de abril de 1797.

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social de la maternidad con la supremacía moral y con un elevado grado de civismo. Así pues, la educación femenina quedaba supeditada a las funciones de esposa, madre y administradora de su casa, las tres facetas que, según los dictados de la ética burguesa, conformaban el arquetipo de mujer doméstica exigido por el orden liberal.

Este mensaje fue calando progresivamente en la sociedad española finisecular gra-cias a una planificada política de difusión especialmente orientada a la infancia y juven-tud, que supo manejar todos los medios a su alcance para lograrlo; muestra de ello son los materiales escolares como catones y cartillas que, convenientemente manipulados, serían utilizados profusamente en la escuela, alcanzando una gran popularidad entre maestros y alumnos. El “Catón español político-cristiano para la enseñanza y buena educación de los niños y niñas”, uno de los que tuvieron más éxito de público en aque-lla época, expresaba muy bien esa situación, con las siguientes palabras:

“Las mujeres, no menos que los hombres, tienen necesidad de educación moral, civil y científica así porque deben darla a sus hijos en los primeros años, como porque en la viu-dez hacen el oficio de padres; y también porque han de vivir entre los hombres y formar con ellos la sociedad doméstica y civil. Los maridos necesitan que sus mujeres tengan, a proporción de sus clases, una perfecta educación civil y moral, y alguna instrucción cientí-fica para vivir con ellos en compañía racional”79.

Conclusión Como podemos inferir del análisis de estos discursos, el proceso histórico mediante el cual las mujeres pudieron acceder a la cultura estuvo precedido de un largo recorrido plagado de obstáculos. En ellos hemos detectado ideas, razonamientos y argumentos de una gran diversidad, tímidos, duros y contradictorios en algunos casos, unos profemeninos y otros misóginos; también hemos observado encendidos elogios y acerbas descalificaciones hacia las mujeres. La sociedad del Antiguo Régimen, a pesar de las dudas y vacilaciones mostra-das en los discursos analizados, pudo superar dos etapas de ese sinuoso camino; en la primera logró que las mujeres fueran reconocidas como seres dotados de inteligencia, y en la segunda se le permitió acceder a una mínima parcela de conocimientos con el único fin de que pudiera cumplir eficientemente su responsabilidad como esposa y educadora de sus hijos en el nuevo orden que se anunciaba en el horizonte.

79 P. ALONSO RODRÍGUEZ, Catón español político-christiano. Obra original para la enseñanza y buena educación de los niños, niñas y jóvenes, acomodada al carácter, costumbres, leyes y religión de la nación española, con advertencias político-morales a los padres y maestros. Madrid. Imprenta de Aznar, 1804. 2ª edición, p. 2.

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