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UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID LECCIÓN INAUGURAL DEL CURSO ACADÉMICO 2009-2010

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UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

LECCIÓN INAUGURALDEL

CURSO ACADÉMICO2009-2010

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SERVICIO DE IMPRENTA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

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CONTROVERSIAS SOBRE EL INDIVIDUALISMOCONTEMPORÁNEO

PorLuis Enrique Alonso

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Excelentísimo y Magnífico Sr. Rector, autoridades, amigas y amigos,miembros de la comunidad académica.

Tener el honor y la satisfacción de ofrecer la lección inau-gural de este curso académico 2009-2010 es una experiencia inolvidable para alguien que se dedica profesionalmente a la docencia y la investigación universitaria y, sobre todo, para alguien que ha pasado y sigue pasando la mayor parte del tiempo de su vida en la Universidad Autónoma de Madrid. Si como dice Zigmunt Bauman (1994) pensar sociológicamente es intentar explicar la condición humana a través de las múlti-ples redes de interdependencia, mi condición humana sólo se produce por la enorme cantidad de recursos de todo tipo que he recibido gracias a la Universidad Autónoma de Madrid; soy sociológicamente un producto, a todos los efectos, de esta Universidad y es tanto lo que he recibido y de tanta la cali-dad de lo que me ha dado que la primera emoción que puedo expresar aquí esta mañana es un profundo agradecimiento. Agradecimiento al Consejo de Gobierno por su encargo y al equipo rectoral por su propuesta, y agradecimiento igualmen-te a todos los compañeros y compañeras, amigos y amigas que esta y otras tantas mañanas me acompañan aquí. Son mi —permítanseme la petulancia irónica al estilo de mi admirado

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Pierre Bourdieu (2002)— auténtico capital emocional y todos sabemos cada día mejor por experiencia propia, pero además nos lo han dejando meridianamente claro científicos con fas-cinante obra como Antonio Damasio (2001) o Steven Pinker (2007), que el sustento de emociones y sentimientos de nues-tra personalidad, no es un añadido a la razón humana, son la razón humana misma y para una persona tan emotiva como yo, no es que este mundo afectivo sea la vida de la razón, sino que, más bien, es para mí la razón de la vida.

Para esta mañana he elegido el más antiguo y noble for-mato de la lección como discurso, eminentemente oral, pero al poner en juego el concepto de discurso también trato de aprovechar toda la polisemia y potencialidades intelectivas del concepto; puesto que discurso no es sólo —si hacemos caso a Michel Foucault (1973)— un enunciado lingüístico; es un conjunto de mecanismos de organización de lo real a través de la producción de saberes, estrategias y prácticas. Lo que sigue ahora no es más que un ensayo, una propuesta de lo que puede pensarse, buscando un interlocutor interesado, unas cuantas ideas, presentadas como un modelo para amar, de algo que nos afecta a todos, pero que como está presente por todas partes corre el riesgo de pasar desapercibido. Pues el individualismo actual a base de naturalizarse e incorporarse a nuestro sentido común histórico es un árbol tan frondoso que corre el peligro de no dejarnos ver el bosque de lo social y nuestra misión como universitarios es dudar y problematizar absolutamente todo, levantando el velo del sentido común do-minante, recibido y no cuestionado; e interrogarnos por la gé-nesis histórica singular de las convenciones que manejamos (y nos manejan), la forma que toman sus representaciones y los efectos sociales que producen. Pasar el individualismo por el tamiz de la sociología es preguntarse por las formas en las que constituimos nuestros vínculos, se concretan y confrontan los poderes en torno a ellos y se expresan nuestras capacida-

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des; y preguntarse por todo ello, para los que nos dedicamos al mundo educativo, sea en el nivel que sea, es sencillamente imprescindible

Pero antes de preguntarnos por los temas, recordemos a las personas; gente magnífica de esta universidad que nos dejó el curso pasado y con la que he tenido relación por uno u otro motivo, en muy diferentes grados y por vías muy diversas, pero todas a su manera han dejado huella en mi vida, o mejor, en nuestras vidas, y por ello con agradecimiento y respeto no pue-do quedarme tranquilo sin recordarlos aquí. No sé si me puedo dejar en el tintero a algún compañero o compañera, pero los que aquí cito fueron auténticos universitarios ejemplares y nos sirven de homenaje a todos aquellos que no están entre noso-tros, que han hecho de la Universidad Autónoma la gran insti-tución que es hoy y que han hecho de mi lo que soy. Recuerdo así a Rafael del Águila del Departamento de Ciencia Política, sabio y entrañable compañero; a David Anisi, catedrático en Salamanca, pero muchos años en esta universidad en el De-partamento de Fundamentos de Análisis Económico: Teoría e Historia, del que tuve la fortuna de ser alumno y amigo; Fran-cisco Prieto, del Departamento de Financiación e Investigación Comercial, Decano en su día de la Facultad de Ciencias Econó-micas, con el que fui Vicedecano, y que tanta gramática de la vida misma me enseñó; Rocío Martín, profesora de Psicología Social con la que colaboré en varias investigaciones, al lado de un buen número de compañeros y compañeras ejemplares y cuyo compromiso con el saber y la ciudadanía todavía me impresiona y, finalmente, José Serrano, catedrático del Depar-tamento de Estructura Económica y Economía del Desarrollo, profesor mío de política económica y magnífico compañero posteriormente en la Facultad. A todos ellos, mil gracias.

No me resisto aquí tampoco a dejar de citar la conocidísi-ma Meditación 17 del poeta y clérigo isabelino John Donne

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que además de hacer justicia a los que ya no están con noso-tros explican mejor que las palabras que pueda decir yo ahora el objetivo central de esta lección, cosa que es fascinante si tenemos en cuenta que se escribió en 1624 –es la fuerza de los clásicos, que decía Italo Calvino (1992), siempre capaces de responder desde su época a las preguntas de la actualidad- para un libro que llevaba el maravilloso título de Devociones para ocasiones emergentes y que Ernest Heminway utilizó como entradilla en su novela de 1940, Por quién doblan las campanas: “Ningún hombre es una isla; algo completo en sí mismo, todo hombre es un fragmento del continente; una par-te de un conjunto; la muerte de cualquier hombre me disminu-ye; porque yo formo parte de la humanidad; por tanto, nunca mandes a nadie a preguntar, por quién doblan las campanas: doblan por ti”

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INTRODUCCIÓN

“Hemos hecho el análisis determinista de una sociedad determinista. Hoy hay que hacer el análisis indeterminista de una sociedad indeterminista”.

Jean Baudrillard (2000)

En principio conviene acotar, lógicamente, el alcance real del título de esta lección. Cuando nos referimos al indivi-dualismo esta inmediatamente adjetivado con el término de contemporáneo y esto indica que no nos vamos a ocupar del individualismo como gran relato, como doctrina filosófica y social que implica un conjunto de valores y principios cen-trados en la conducta del ser humano independiente; o en la defensa de la persona como ente autónomo, con sus derechos y deberes catalogados y garantizados y la normatividad que de ello se deriva. El individualismo así considerado hace refe-rencia al proceso de reconocimiento del ser humano, al valor e importancia de la subjetividad y, la interioridad, el derecho a la intimidad y la constitución de la esfera privada en la vida de las personas (Lukes 1975). De la misma manera, no está en nuestros objetivos ocuparnos del eterno debate sobre el individualismo metodológico y sus prescripciones sobre el comportamiento racional, calculador y clasificador del actor, permanentemente enfrentado a figuras de pensamiento holís-ta, funcionales o estructurales, que subrayan el peso en las

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acciones concretas de los resultados de los sistemas socia-les genéricos, anónimos y con patrones de autorregulación y equilibrio establecidos muy por encima de los seres humanos particulares. Por fin, tampoco nos dedicaremos del individua-lismo en su acepción, popular o ilustrada, peyorativa, como patología de la modernidad o como sinónimo de egoísmo o egocentrismo que avanza corrosivamente por el fondo de nuestra convivencia (Dumont 1987).

Evidentemente todas estas concepciones del individua-lismo son literalmente inabarcables (Girola 2005), han sido parte esencial de la modernidad misma y de su construcción intelectual tanto de sus disciplinas de conocimiento: de la economía a la sociología, de la historia a la antropología, de la ciencia política a la psicología, por solo citar algunas. Como en sus autores clásicos, de Adam Smith a Friedrich Hayek, de Emile Durkheim a Georg Simmel, de Alexis de Tocqueville a John Locke, de George Herbert Mead a Norbert Elias; todos ellos y muchísimos más, aquí lista sí que es interminable, nos han enseñado a apreciar la importancia del origen, desarrollo y asentamiento del individuo social moderno. Lo que ya no está tan claro, y aquí el asunto ya empieza a aterrizar en el tema que nos ocupa esta mañana, es que podamos mantener en nuestro entorno, y hoy por hoy, el arquetipo del individuo ideal de la modernidad; esto es, un individuo consciente de sus derechos y obligaciones como ciudadano, un individuo en el marco de una sociedad que respeta la legalidad y que fundamenta su legitimidad en un conjunto bien establecido de normas y reglas de juego universalistas y universaliza-bles. Normas que garantizan la hegemonía de la autonomía individual, la racionalidad, la responsabilidad y una serie de derechos en constante expansión, en un sistema institucional robusto y vigoroso. Muchos y muchas son los que cuestionan este tipo ideal en su verosimilitud, pero además el problema no es sólo de modelo cognitivo, sino que también se pregun-

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tan por su actualidad y vigencia como tipo ideal y sobre su verosimilitud para reflejar las prácticas asociativas de los in-dividuos actuales y, en general, sobre el tipo de acciones colectivas que estos individuos son capaces de emprender (Bauman 2001; Corcuff 2003).

El tema del individualismo contemporáneo se dispara cuando autores que se preocupan por la crisis de los proyec-tos colectivos y el ajuste entre individuo e institución en las sociedades modernas avanzadas denuncian, incluso alarman-temente, la pérdida del equilibrio entre individuo y sociedad; y desde finales de los años setenta y principios de los ochenta del pasado siglo XX venimos recibiendo llamadas de aten-ción sobre el declive del hombre público, como lo denomina-ba ya, tras un fascinante recorrido histórico, Richard Sennett (1978) que diagnosticaba la progresiva disolución del ciuda-dano moderno en proyectos individualizados. De la misma forma Robert N. Bellah y su equipo, concluían, después de su gran estudio sobre las comunidades locales norteamericanas a principios de los años ochenta, que literalmente el “vocabu-lario del individualismo” ha penetrado fuertemente en la vida de los norteamericanos, lo que les ha hecho perder el lengua-je necesario para darle sentido moral a sus vidas y abando-nar los “hábitos del corazón” (poético concepto con el que titulaban el libro) que el compromiso con los demás exige. La idea, por tanto, es que el norteamericano de esas ciudades se percibía cada vez más sólo, independiente y preocupado por sí mismo, tendiendo a descomprometerse de todo aque-llo que no se considere directamente incorporado a la esfera individual y al ámbito íntimo. Se concluía, con ello, a la vez, la quiebra de la capacidad para enfrentarse con sentido a las grandes organizaciones y a las instituciones públicas contem-pladas de manera más distante. Por tanto, para Bellah sólo una pequeña atracción por lo próximo, la familia, la pequeña comunidad, los círculos de amistad, compensan la dificultad

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para definir los objetivos prioritarios de la vida de un ciuda-dano al que le cuesta encontrar un discurso moral común más allá de la pequeña comunidad y los grupos primarios (Bellah y otros 1989).

De la misma manera, en una de las líneas de investiga-ción más feraces de la sociología y la ciencia política de los últimos veinte años, Robert Putnam (1993) ha derivado de sus pesquisas una peligrosa debilidad del tejido social de las democracias contemporáneas que se manifiesta en un fuerte reticencia de los ciudadanos a identificarse comprometerse y responsabilizarse con la vida pública. Para Putnam se ha producido un auténtico declive del capital social en los Esta-dos Unidos desde finales de la Segunda Guerra Mundial, pero especialmente a partir de los años setenta en adelante, lo que significa un empobrecimiento generalizado de las relaciones sociales, asociado a problemas indisimulables de cohesión cívica y de individualización de la vida cotidiana. Todo ello lleva a la soledad y aislamiento como pone de manifiesto en su obra Solo en la bolera; descripción precisamente de esa sociedad civil americana cada vez más fragmentada, indivi-dualizada y solitaria y, a la vez, menos interesada por las insti-tuciones de gobierno, el sistema político o la acción colectiva, al quedar encerrada en su propia privacidad (Putnam 2002). Como es lógico, no vamos a entrar aquí en la legitimidad, para un tipo de investigación como esta, del uso del concepto de capital social, generado con propósitos muy diferentes en la sociología de Pierre Bourdieu (2000) para demostrar los efectos de la desigualdad heredada y transmitida de manera implícita -noción luego refinada por la sociología de los mi-crofundamentos de James Coleman (1990) redefiniéndolo en torno a los recursos relacionales que disponen y generan los actores para su acción y sus subproductos-; ni, mucho menos, preguntarnos por las dificultades para la operacionalización o estabilización del concepto y los problemas subsiguientes en

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su medición o en la fiabilidad de los indicadores que constru-ye Putnam. Pero lo que sí nos enseña, con su uso del concepto de capital social como confianza generalizada, -encarnado en forma de normas y redes de compromiso que mejoran la efi-ciencia de las instituciones facilitando las acciones coordina-das-, es la importancia de la lealtad y de la cantidad y calidad de los vínculos sociales en el funcionamiento de todo tipo de estructura organizacional, sea política o económica; así como la quiebra de esta confianza interpersonal en las democracias occidentales y especialmente en los Estados Unidos

Tanto en la obra de Putnam, como en el uso que hace el muy difundido Francis Fukuyama (1995, 2000) del concepto de capital social, nos encontramos con una visión pesimista y amarga; ambos dictaminan con matices diferentes, pero en sintonía, la quiebra o al menos la fuerte erosión de las jerar-quías burocráticas y del sistema de autoridad racional-legal organizado y estable, propio e indispensable en el funciona-miento de las sociedades industriales, tal como nos lo había descrito con brillantez el clásico de los clásicos: Max Weber. Arrasadas hoy, según estos autores, las certidumbres, autori-dades y normas de la sociedad industrial; debido a la rapidez del tratamiento de las informaciones, la descentralización de las formas económicas de producción y comercialización, la subjetivación de las formas de conocimiento y la enorme ex-pansión de una sociedad de consumo muy poco dependiente de los valores de ahorro, esfuerzo y paciencia, etc.; parece definitiva, pues, la llegada de una cultura del individualismo feroz y la pérdida de confianza tanto en los demás como en las instituciones económicas.

Utilizando la misma idea, el recientemente desaparecido Ralf Dahrendorf (1983 y 1991) expuso con la brillantez que siempre le caracterizó la idea que la transición a formas más flexibles e informacionales de organización socioeconómica

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ha aumentado vertiginosamente las opciones y ha disminuido las ataduras (cuando históricamente los seres humanos siem-pre han conocido muchísimas más ataduras que opciones). Pero en esa banalización de las ataduras, si no conservamos formas de vínculos sociales cooperativos y respetuosos de las instituciones, también experimentamos el peligro de arruinar los fundamentos de nuestra propia sociedad, porque las op-ciones vitales individuales sólo pueden realizarse si existen instituciones, que no son otra cosa que sistemas de obligacio-nes mutuas (Dahrendorf 2009). Y, sin embargo, como asegu-ran Peter Berger y Thomas Luckmann (1997) en la cultura de consumo actual al hacerse tanto énfasis en la decisión indivi-dual y producir la expansión de los valores de elección ultra-personalizados, se tiende a convertir a las principales institu-ciones de la sociedad moderna e industrial —establecidas en torno a la legitimidad de la norma anónima y de la autoridad racional—, en abstractas, es decir, se perciben como lejanas y con poco significado para la vida práctica, intentando hallar ahora los individuos el sentido de sus actos en una pluralidad de mundos cotidianos de vida que cambian rapidísimamente según gustos, modas, informaciones, productos, imágenes e incluso rumores, encontrándonos con una situación de relati-va inconsistencia valorativa, inflación del yo y no poca ansie-dad persoanal (Gergen 1992).

Todos estos autores han centrado sus estudios sobre el in-dividualismo en relación con las estructuras institucionales y la erosión que sobre las normas de convivencia han supuesto los nuevos modos de organización económica y social, de-bilitando o incluso eliminando gran cantidad de valores y principios normativos que se derivaban de la organización industrial moderna —avisando, además, que esta pérdida de normas puede acabar no sólo con las que eran ya obsoletas, disfuncionales o excesivamente rígidas, sino con muchas vi-gentes y necesarias—; muchas otras investigaciones empíri-

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cas cuantitativas y cualitativas (Bejar 1988 y 1993) han refle-jado en la misma línea la pérdida de fuerza en las expectativas de los ciudadanos occidentales de los proyectos colectivos, el refugio de las aspiraciones en el ámbito íntimo, el enor-me distanciamiento (hasta la desconfianza) hacia la política profesional y un cierto e inocultable desencanto sobre las posibilidades comunes de cambio, dejándose arrastrar por el fatalismo de las dinámicas económicas internacionales o por las razones inapelables del mercado.

Un individualismo permisivo parece que ha sustituido a los valores que animaron a lo que Putnam (1996) ha llama-do para los Estados Unidos las grandes generaciones cívicas, nacidas en las dos postguerras mundiales y volcadas, segu-ramente por necesidad de supervivencia civilizatoria, hacia los grandes problemas públicos. En suma, las oportunidades surgidas en torno al mercado, al consumo y ocio; la escala global en la que se sitúan las fuerzas económicas decisivas y las posibilidades inmediatas que ofrecen la civilización de la imagen y las comunicaciones han socavado los anclajes ma-teriales y simbólicos de las identidades colectivas, fomentan-do estrategias individualistas. De esta manera para una lista no pequeña de politólogos y sociólogos, olvidado el atractivo que tuvieron para muchos jóvenes los dilemas cívicos, la ge-neración de los hijos de la televisión y el ordenador personal esta volcada al ámbito personal y se caracteriza por un indi-vidualismo permisivo como seña de identidad de su época.

Pero si el panorama está así en lo que se refiere a la acción colectiva organizada e institucional, cuando entramos en el ámbito de los movimientos sociales como formas de acción colectiva —con un menor grado de organización formal y con unos objetivos e incentivos de participación mucho más difu-sos e ideales—, el paisaje que pintan sus analistas es seme-jante, sino directamente peor (Heller y Fehér 1985 y 1990).

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Así hoy es una convención bien aceptada que los nuevos mo-vimientos sociales fueron los esfuerzos colectivos informales más importantes, novedosos y espectaculares para provocar cambios sociales en función de las nuevas identidades apare-cidas al calor de la gran ampliación de las clases medias en el mundo occidental, en el gran momento del alto crecimiento de los años sesenta y primeros setenta; acciones colectivas con una enorme capacidad de renovación, tanto de los temas como de actores, y que abrieron los campos y los espacios de la política mucho más allá de la democracia competitiva de partidos maravillosamente diseccionada por el gran Jose-ph Schumpeter (1984). Sin embargo, esta enorme fuente de energía y de cambio social, fundamental para las formas de vida, su liberación y su transformación en el siglo XX, entran también en crisis y desmovilización desde los años ochenta, y los lamentos, entre nostálgicos y apesadumbrados por su cri-sis, vaciamiento y fragmentación, han estado presentes en la literatura periodística y científica en los últimos veinte años.

De esta manera, la lógica de emancipación y de desafío al individualismo clásico que supusieron estos movimientos ha ido transformándose en proyectos intelectuales muy diferen-tes, donde el pliegue postmoderno, alejándose de cualquier proyecto colectivo, ha hecho un especial y obsesivo énfasis en la muerte de lo social, el vacío de las relaciones humanas, la extensión como una mancha de aceite del narcisismo y, por supuesto, la quiebra definitiva del progreso (Lipovetsky 1986; Harvey 1989). Estos desencantados diagnósticos culturales, ya fuese en su versión más crítica y escandalizada, o en su versión más cínica y nihilista, suelen coincidir en que hemos vivido el refuerzo de un proceso de subjetivación que trans-forma al sujeto en un efecto del poder; individuo disciplinado por una tecnología específica —las famosas, por ejemplo, tec-nologías del yo del penetrante e inquietante Michel Foucault (1990)—, que convierten las estructuras externas del poder en

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estructuras internas codificadas y troqueladas en el propio in-dividuo hasta convertirlo en un sujeto sujetado por su propia aspiración de individualidad e independencia.

En todo caso al separarse en los últimos años la crítica cultural y estética de la crítica social —tal como han puesto en evidencia Luc Boltanski y Éve Chiapello (1999)— lo colec-tivo, el progreso y el cambio social, que habían encandilado a todas las vanguardias estéticas desde los años veinte hasta los ochenta, parece que hubiesen perdido todo interés para los movimientos culturales transgresores actuales, mucho más cerca también del individualismo y la exaltación de lo priva-do. La decepción, el desencanto de las actividades comunes y el abandono de los proyectos públicos marcan una fase en el ciclo de los compromisos de los ciudadanos que —según el brillante análisis del modélico economista Albert Hirschman (1986)— saturados ya en sus objetivos y defraudados en sus expectativas en la acción colectiva, vuelcan sus intereses al ámbito cercano del individuo, espacio en el que parece que los proyectos se vuelven más atractivos porque una cierta mi-rada racional los encuentra posibles.

Sin embargo, conviene leer estos trabajos, teorizaciones y líneas de investigación con prudencia, perspectiva y astucia sociológica, precisamente porque merecen ser atendidas y re-flexionadas sus propuestas; merecen ser también matizadas y reconducidas, sobre todo en tres niveles que vamos a abordar aquí con diferente intensidad.

El primero es advertir de la enorme importancia de abstener-nos de caer en la tentación robinsoniana de pensar en la posibili-dad de un individuo aislado y clausurado. La aparente debilidad de los proyectos colectivos no implica, es obvio, la desaparición de la esfera pública o la desarticulación de los vínculos sociales, sino su transformación, adquiriendo formas y sentidos diferentes.

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El segundo es reconocer que la individualización contem-poránea se da en un marco contextual especial y relativamen-te novedoso que es teorizado como la sociedad del riesgo; marco que sustituye a la modernidad organizada como fuente de generación de identidades y trayectorias. En esta situación de referencia (llámesela segunda modernidad, postmoderni-dad o hipermodernidad) los riesgos fabricados por el modelo de crecimiento tecnoeconómico y sus impactos sobre lo na-tural, lo social y territorial, han diluido parte de los encajes institucionales y políticos de las sociedades industriales, pero, a la vez, permiten la constitución de nuevas normas de acción mas próximas y reflexivas, donde los individuos dan sentido a sus trayectorias diversificando y complejizando sus proyectos biográficos. Esto designa también un nuevo equilibrio en la relación entre la sociedad y el individuo, dándole mucho más peso a la construcción y autoconstrucción de la persona.

Por fin, el tercer punto de reflexión fundamental, es el de la relativización de la crisis de la acción colectiva y el derrumbe de los nuevos movimientos sociales, donde, también, el asun-to se nos muestra desde una nueva óptica, tanto porque gran parte de los efectivos personales y las innovaciones temáticas han sido asumidas por los propias organizaciones políticas o sociales formales -o por agencias o instituciones específicas del Estado del bienestar-, como porque, por otra parte, exis-te una aceptación pasiva, pero muy acusada de los valores y propuestas que han estado ligadas a los objetivos de estas acciones colectivas en la línea de las aspiraciones postmate-rialistas o postadquisitivas. Actitudes que, gracias a las en-cuestas nacionales e internacionales sobre valores, sabemos que han tomado carta de naturaleza en los estilos de vida y en la percepción de derechos de las últimas generaciones de los ciudadanos occidentales. Y directamente vinculado a lo ante-rior, no podemos olvidar tampoco que han aparecido nuevas estrategias no convencionales de acción colectiva que se han

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desplegado para dar respuesta a esa sociedad del riesgo globa-lizada, proponiendo nuevas formas de solidaridad nacional e internacional y nuevos tipos de derechos de ciudadanía.

De estos asuntos hablaremos en los próximos minutos, nos centraremos sobre todo, al quedar en el centro de una de mis lí-neas de investigación mas queridas, en el tema de la transforma-ción de la acción colectiva, pero no por ello dejaremos de concluir alguna modesta reflexión que nos sirva, por lo menos, para elimi-nar la molesta sensación difundida por la cultura mediática actual de que lo social está indefenso ante fuerzas ignotas y azarosas y reivindicar que siempre nos queda el sujeto y el sujeto es indivi-dual porque es social (y viceversa).

1. LA SOCIEDAD DEL RIESGO COMO MARCO DE IN-TERPRETACIÓN DE LA INDIVIDUALIZACIÓN AC-TUAL.

Los grandes cambios que han experimentado las sociedades occidentales en estos últimos veinte años han modificado, lógica-mente, los marcos que sirven de referencia para definir el dilema de la acción individual frente a la movilización colectiva redefi-niéndolo sustancialmente. De esta manera los nuevos movimien-tos sociales y la relación individuo/sociedad a partir de los años noventa del pasado siglo XX tienen que ser contextualizados en unos ejes diferentes, así como estudiados desde una perspectiva que no puede ser el de la simple evolución unidireccional acu-mulativa y natural de la acción colectiva, sino el del análisis de la constante construcción y reconstrucción de los actores (individua-les y sociales) en sistemas de conflictos que se transforman cada día más rápidamente.

De hecho, hasta la misma conceptualización teórica de la sociedad de referencia para los fenómenos de acción colectiva ha cambiado sustancialmente. Así, por ejemplo, si el esquema

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de una sociedad industrial, e incluso más tarde, una sociedad postindustrial era el marco habitual para explicar la aparición de nuevos sujetos sociales con demandas y pretensiones de re-conocimiento claramente colectivas (Touraine 1973 y 1974); hoy en día parece más oportuno invocar otros modelos de con-ceptualización de la sociedad y del contexto la acción social en que se construye la dicotomía individual colectivo para situar en sus justos términos esta disyuntiva. En este sentido, el con-cepto de sociedad del riesgo difundido por Ulrich Beck (1998) parece el más pertinente para enmarcar el doble movimiento de retirada al ámbito íntimo, pero a la vez de transformación y recreación en la actualidad de la movilización social.

Así el concepto de sociedad industrial avanzada, o su suce-sor directo, el de sociedad postindustrial, dibujaban con insisten-cia —tanto para legitimarla como para criticarla— una sociedad organizada, muy integrada, de informaciones coordinadas, par-cialmente desmercantilizada y de programación social (e incluso planificación indicativa) generalizada. Sociedad capaz de supe-rar, gracias a su gran organización anónima, la lógica de la pura propiedad por medio de la expansión del conocimiento aplicada a la producción y la reproducción social. Con este referente los nuevos movimientos sociales y temas de acción colectiva, en un período que va desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, se teorizaron también rápi-damente como las acciones grupales de las nuevas clases medias radicalizadas de esa época para reclamar con un discurso fuerte-mente utópico su identidad social y un mayor reconocimiento de titularidades públicas, en un sistema presentado como fuertemen-te administrado, integrador y estabilizador en ámbitos de nego-ciación colectiva de los conflictos históricos tradicionales de la era industrial del capitalismo.

El cambio de siglo ha producido concepciones mucho más inquietantes, debido precisamente a la necesidad de recoger la

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desregulación, globalización, tecnologización y aumento de la mercantilización integral de las sociedades occidentales, pero también los efectos sociales asociados a ello; efectos que van desde el aumento de la incertidumbre, hasta la explosión de particularismos identitarios pasando por el recrudecimiento de los problemas de la exclusión social, la dependencia de fuerzas económicas percibidas como incontrolables o los problemas de desencuentro cultural y civilizatorio. De esta forma, junto al nue-vo espíritu del capitalismo, hemos oído hablar de la modernidad líquida (Bauman 2003b) o incluso del capitalismo desorganiza-do (Offe 1985, Lash y Urry 1987), para indicar que el último ci-clo, hoy parcialmente bloqueado por nuestra omnipresente crisis, de espectacular acumulación y crecimiento mercantil originado en los años ochenta, ha venido acompañado de una fuerte des-estabilización de las seguridades jurídicas e institucionales que construían el marco de convivencia de la ciudadanía moderna. Una entropía social evidente con impactos espectaculares en los territorios, en la cohesión social, en los sistemas productivos, en los circuitos financieros y, fundamentalmente, en los mercados de trabajo (hasta modificar la naturaleza de lo que consideramos normalidad laboral) ha entrado en nuestros modos y maneras particulares de enfrentarnos a la vida y construir nuestro propio destino. Vidas ahora acostumbradas a perder rigidez y flexibili-zarse (hasta la liquidez), a adaptarse con rapidez a los cambios de rumbo de lo social, y a surfear en las olas del cambio tecnológico hiperacelerado a la vez que a ajustarse a los requerimientos cam-biantes del mundo laboral (Beck 2000). En este contexto el afán público y organizador del keynesianismo de postguerra y de la sociedad industrial nacional se presenta desde múltiples instan-cias casi como una evocación de unos buenos sentimientos tan piadosos como imposibles.

Siguiendo por esta vía nos encontramos con la estimulan-te, pero, a la vez desazonante teorización de la sociedad del riesgo. De este modo caracterizar la dinámica actual —tar-

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domoderna o postmoderna— de las sociedades occidentales avanzadas como la de una sociedad del riesgo implica el des-pliegue de un sistema de relaciones humanas —apoyado sobre todo, y ante todo, sobre un abigarrado conjunto de prescrip-ciones tecnológicas —que induce permanentemente en nues-tros estilos de vida una fuerte percepción de incertidumbre, cambios no controlados, exposición a la contingencia, amena-zas de pérdidas de posición y bienestar social o cualquier otra forma de sentimiento que nos coloca ante la imposibilidad de construir relatos seguros sobre nuestro futuro personal o so-cial (Peretti-Watel 2001). De tal forma que experimentamos una cultura del azar civilizatorio, imposible de regular tanto pública como privadamente, que se instala en las relaciones sociales con la naturaleza —las zozobras permanentes sobre la catástrofe ecológica a cualquier plazo—; en el ámbito de la ciencia y la tecnología —el peligro de la experimentación científica o del descontrol en el uso de los nuevos avances biológicos o tecnológicos innovadores—; en las actividades mercantiles —la cultura financiera de las operaciones de muy alto riesgo, futuros y derivados de todo tipo y calidad—; en los actos biográficos del mundo del trabajo —precarización, desregulación y volatilidad en el mercado laboral—; y hasta en las relaciones personales más intimas —inestabilidad amo-rosa, violencia de género, acoso moral, etc.—. Todos los ám-bitos así, desde la vida personal a la economía global, desde la noción de terrorismo difuso a la nueva y cambiante geografía mundial, están atravesados por una contradictoria sensación de que los controles institucionales son claramente ineficien-tes en la cobertura de riesgos a la vez que el marco del Estado nacional (y social) ha perdido la capacidad y verosimilitud para generar seguridad entre sus ciudadanos (Beck 2003).

El riesgo es la percepción social del peligro y, además, en la actual sociedad globalizada hipercompleja y con fron-teras borrosas es difícil aclarar la cuestión de la atribución o

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imputabilidad de los riesgos (Beck 1999a); así como se abre un espacio muy amplio y complejo a la subjetividad, ya que lo que para algunos grupos e incluso personas es un grave riesgo, para otros es una situación natural o asumible. De la misma manera la paradoja aumenta cuando se introduce el factor tecnológico, pues a la vez de ser el mayor antídoto con-tra los riesgos genera a su vez zozobras, desconfianzas y hasta miedos (López Cerezo y Luján 2000). Las decisiones claves de los individuos se toman así en función derivada de los ries-gos previstos y sobrevenidos en cada caso y, según la tesis de Beck, más que como pretensión de dominio racional y uní-voco de sus actos, como reacciones de autoconstrucción del yo frente al aluvión de acontecimientos, señales y comunica-ciones (muchas veces contradictorias) que construyen débil y precariamente el sentido de nuestra vida cotidiana.

La individualización, por lo tanto, es una característica esencial de la sociedad del riesgo (Ewald 2002), pero no la forma de individualización clásica del capitalismo tradicio-nal, moderno protestante y burgués tal como lo describieron los clásicos fundadores de las ciencias sociales, sino un indi-vidualismo fuertemente desinstitucionalizado basado en la di-solución de las formas sociales o vínculos de reconocimiento clásicos, y construido más sobre la pérdida de las seguridades tradicionales que sobre la adquisición de certidumbres nuevas o si se quiere sobre la sola certidumbre de la incertidumbre. La sociedad del riesgo construye las identidades de una mane-ra ambivalente, las comunidades actuales ya no están unidas tanto por la tradición como por una paradójica colectividad de individualizaciones recíprocas. Nos encontramos con una modalidad radical de la sociedad de los individuos (Elias 1990), basada en la desestandarización y desestabilización de los procesos laborales, así como en la absoluta preponderan-cia del consumo en nuestras formas de expresión de la iden-tidad y la personalidad (Giddens 1995). La legitimidad del

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hedonismo y el disfrute del ocio, la insistencia en los derechos subjetivos, la posibilidad de jugar papeles sociales múltiples en ámbitos diferentes y la particularización y complejización de las diferencias y desigualdades sociales, son dinámicas, por sólo citar algunas, que nos indican que la identidad se juega cada vez más en un marco concreto de representaciones (en el sentido literal de una dramaturgia) parciales y fragmen-tadas y no en el marco ideal del individuo moderno; que se fundamentaba en la ética unívoca en el trabajo, la razón abso-luta (sea la razón de la historia de la filosofía clásica moderna o la razón del cálculo total de la economía), la nacionalidad jurídica total o los roles de género separados y aislados hasta el blindaje.

En la sociedad del riesgo, el relato biográfico (o mejor au-tobiográfico) cobra una enorme relevancia, pues es la crónica que recoge esta permanente adaptación del yo a las contin-gencias permanentes —menores y mayores— de un sistema con regulaciones institucionales múltiples e insuficientes (Gil Villa 2001). Se produce, pues, una permanente búsqueda de soluciones biográficas personales a las contradicciones sisté-micas, en un marco globalizado en el que hay una permanente movilización de energías individuales para contrarrestar la desconfianza en las instituciones nacionales tradicionales. La gestión de riesgos se traspasa principalmente al ámbito per-sonal (y fundamentalmente acudiendo a los mecanismos de mercado), pues sobre los mecanismos de gestión de riesgos típico de la segunda postguerra mundial ligados fundamental-mente a las agencias sociales y jurídicas del Estado nación se han cernido todo tipo de crisis, polémicas contradicciones y acusaciones de múltiples ineficiencias, algunas generadas por su propio funcionamiento, otras muchas provocadas por una política consciente de acoso y derribo provocada por aque-llas instancias que querían ver ensanchados los espacios de rentabilidad privada (Culpit 1999). El Estado nación parece

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que se ha quedado pequeño para gestionar los riesgos globa-les y, sin embargo, es demasiado grande, distante y discutido para la gestión de los pretendidamente pequeños problemas cotidianos (Bell 1986). Esta nueva individualización florece así entre instituciones zombis como las llaman Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim tratando de describir la siuación de aquellas figuras institucionales (casi siempre derivadas del ordenamiento jurídico-político del Estado social) que aunque permanecen y se mantienen como referencias son incapaces de imponerse a las crecientes percepciones de riesgos, inse-guridades y azares, en una sociedad riquísima en que se los miedos se conjuran dentro de biografías personales modela-das por el recurso permanente a la adquisición de bienes y servicios en la sociedad de consumo (Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim 2003).

La sociedad del riesgo tal como la venimos aquí expo-niendo, en que, no lo olvidemos que gran parte de la incerti-dumbre, como dice Anthony Giddens (2000), está fabricada por las condiciones de actuación de los sistemas de ganancias mercantiles, como, por ejemplo, los mercados financieros, la flexibilidad laboral o gran parte de la innovación tecnológica, lo que ha impuesto un cambio profundo en el ciclo de compro-misos sociales y redefine el mismo concepto de relación entre individuo y sociedad. Del hombre organización constituido en la normatividad institucional tal como lo definió William Whyte Jr. (1967) hemos pasado de un yo adaptativo, de iden-tidades múltiples, obsesionado por su puesta en escena de la vida cotidiana y autoconstruyéndose con materiales culturales diversos sacados de la sociedad de consumo (Alonso 2005). La cultura del riesgo ha impuesto así un alejamiento de la pú-blico y lo colectivo, así como —y esto es fundamental— ha transformado profundamente la idea de lo que la solidaridad es, alejándose de la época en que las estrategias de creación de instituciones reguladoras y sus acciones frente a ellas —las

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estrategias de “voz” en el sentido que le da Albert Hirschman (1977)— habían sido el argumento discursivo central de las movilizaciones de clase media frente al Estado de bienestar keynesiano.

Por el contrario en los últimos años, ha sido la tendencia privada a adaptarse e incluso a organizarse ante la percepción de un riesgo creciente —“la salida” si utilizamos la termi-nología de Hirschman— la forma mayoritaria de compor-tamiento social, disolviéndose en gran medida los vínculos fuertes de las instituciones en los vínculos débiles del merca-do, las asociaciones primarias y voluntarias o en la cultura de defensiva de la protesta semiespontánea reactiva. Las nuevos movimientos sociales, y en general todas las formas de ac-ción colectiva de referencia pública, han perdido audiencia, continuidad y hasta coherencia interna en sus propuestas y argumentos. Pero esto no significa, como algunos pretenden la muerte de lo social o el triunfo definitivo de la apatía y el descompromiso general, más bien hay que analizarlo como una transformación de los marcos de la acción y de la rela-ción entre lo personal y lo colectivo; por ello frente a la tesis de la periclitación, o incluso, la desaparición definitiva de los movimientos sociales y en general de la acción colectiva, hay que oponer la certeza de que se han transformado nuestros vínculos sociales y la movilización de recursos que se pueden efectuar gracias a tales vínculos, justamente en función de la sociedad del riesgo que es la que los enmarca y le da sentido.

2. DE LAS UTOPÍAS ABSTRACTAS A LA UTOPÍAS CONCRETAS. FRAGMENTACIÓN Y REORIENTACIÓN DE LA ACCIÓN COLECTIVA.

Como característica más notoria hay que empezar señalando la reducción del tema utópico de los nuevos movimientos socia-les y en general de los discursos de la trasformación a lo largo

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del cambio de siglo que hemos vivido. Es bien conocido que el utopismo alternativo cultural y ultra politizado había sido una característica asociada a la cultura de la movilización social de los años sesenta y setenta del siglo pasado, cultura derivada de un marco de expectativas crecientes y de un rápido reconocimien-to de derechos hasta entonces no convencionales de ciudadanía. Este utopismo se incrustó en las diferentes culturas de la política alternativa occidental animando un utopismo escatológico que además de presentarse como un reverso simétrico del realismo de la política oficial, centraba su discurso sobre la acción como la consecución de un cambio total y absoluto (o si se quiere re-volucionario) y sobre la consecución de un contrapoder cohe-rente y asentado en la razón de crear nuevas instituciones más fuertes, eficaces y generosas. Desde los años ochenta pasados esta utopía vertical de referencia institucional (sino directamente estatal) ha ido tanto desgastándose y disipándose —tal y como ha constatado suficientemente Jürgen Habermas (1988)—, a la vez que transformándose en una utopía horizontal —como, a su vez, ha señalado entre nosotros el gran filósofo Javier Muguerza (1995)—; esto es, el pensamiento utópico en un contexto como el actual más que postular la realización total de un planteamien-to de identidad pura, abstracta y universal, aspira a ajustar prag-máticamente ideal con realidad en un compromiso concreto más cercano a una ética práctica de la vida cotidiana que a la búsque-da de un final absoluto para la historia vista linealmente.

En este mismo sentido puede hablarse también de un cam-bio discursivo importante en la manera en que lo individual se recoge en los vocabularios de motivos que se utilizan para la justificación de la acción colectiva en los nuevos movimien-tos sociales. El argumento de la emancipación —como in-flación y radicalización de una identidad que se consideraba negada o sojuzgada— había sido el motor de las movilizacio-nes culturales de los años sesenta y setenta, hasta equiparar el triunfo del movimiento con un cambio sistémico general y

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una victoria colectiva en estos movimientos. Por el contrario, en las acciones colectivas de hoy los argumentos discursivos tienden a desplegarse más en la línea de una lógica del reco-nocimiento (Honneth 1997 y 2007), en la que no se trata tanto de dar una alternativa total a la realidad desde una posición social como declarar la existencia de posiciones y razones diversas. Se pretende visibilizar las particularidades y las di-ferencias, y, en una palabra, encontrar formas de expresión y respecto desde lo individual de estilos de vida que por defi-nición no son universales, ni tratan de serlo, sino que quieren ser reconocidos, y por ello no discriminados, en sus derechos políticos y sociales. Esta debilitación de la razón emancipa-toria tomada como razón absoluta y su conversión en una ra-zón hermenéutica o interpretativa (Vatimo 1991), implica de entrada lecturas menos compactas y radicales de la realidad social, pero, a la vez, mucho más comprensivas y, por ello, en ciertos casos mucho más verosímiles en la evaluación de los problemas y los actores reales, así como más realistas en cuanto a su capacidad para generar un cambio social efectivo.

Por todo ello, se puede decir que aquella característica que repetidamente Alain Touraine (1992) le atribuía a todo movi-miento social como consustancial con la naturaleza de sus ac-ciones, la de la referencia a la totalidad —pues la aceptación de las reivindicaciones de un colectivo modificaba necesaria-mente todo el sistema social— , también se está transforman-do, en este marco contextual tardomoderno o postmoderno. No sólo porque la fragmentación social se ha hecho evidente y las propias nuevas clases medias de las que habían surgido los efectivos principales de los nuevos movimientos también se han estirado y fragmentado, haciendo perder radicalidad y utopismo a las demandas sociales provenientes de estos sec-tores; sino también porque el propio concepto de totalidad tiende a imponerse más como una limitación que como una aspiración y que hoy es la referencia concreta a las circuns-

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tancias personales con respecto a un marco concreto de actua-ción —una identidad, un proyecto, una comunidad de valores o un sistema de relaciones cada vez más cercano, particular y reconocible (Ascher 2009)— lo que motiva la acción y lo que la hace más efectiva como movimiento social. Esto puede inducir el peligro de que los movimientos se disuelvan en par-ticularismos o en acciones colectivas finalistas, con efectos excluyentes hacia otros, pero también indica que los grupos movilizados y las minorías activas se encuentran en un pe-ríodo de construcción de argumentos plurales, concretos y en referencia a políticas de reconocimiento y transformación de modos de vida reales o de problemas sociales presentes bien determinados. La apelación a las prácticas posibles y a lo que cada persona puede aportar a la acción colectiva se han hecho monedas de curso común en la sociedad del cambio de siglo y ello está otorgando un estatuto a la idea de movilización social más cercano al constructivismo concreto que al negati-vismo abstracto de los años sesenta.

No es de extrañar así que en el marco de la sociedad del riesgo los nuevos movimientos sociales hayan tomado más un sentido reactivo de defensa de identidades negadas (o de protesta reveladora por los peligros civilizatorios del mode-lo técnico, económico, social o hasta de los conflictos inter-nacionales sobrevenidos en el orden global) que un carácter proactivo de construcción de mundos alternativos, coherentes y completos, suministradores de una ideología estable y tota-lizadora capaz de dar coherencia al conjunto de valores im-plicados en la movilización (Tilly 1978, Tarrow 2004). Este carácter reactivo es un elemento esencial de la transformación de los nuevos movimientos sociales en la sociedad del riesgo, pues es justamente la percepción de la gravedad inmediata e irreversibilidad histórica de los riesgos lo que hace disparar la participación en las acciones colectivas. Este fenómeno de la protesta reactiva se produce ya sea en el ámbito ecológico,

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desde Chernobil al calentamiento global pasando por el agu-jero de la capa de ozono o los miles de agresiones, vertidos y residuos de carácter acumulativo; tecnológico , las movi-lizaciones de todo tipo por lo que se perciben por peligros o malas prácticas de la experimentación, la energía o las biotec-nologías; cultural, la protesta contra el racismo y la negación de los otros; político, las acciones ante el peligro de nuevos fascismos o autoritarismos; y hasta las luchas por el manteni-miento de un marco más libre e igualitario de las relaciones intimas o directamente sexuales que han representado las mo-vilizaciones contra la homofobia, la violencia de género o la marginación de los contagiados con el virus del SIDA.

No es tampoco por casualidad que el mediambientalismo y el ecologismo en general se hayan convertido en un movimiento es-pecialmente representativo de la sociedad del riesgo (Beck 1994), al articular mejor que ningún otro esa dimensión de pérdida de seguridad de nuestras propias posibilidades de supervivencia por acciones humanas que acaban adquiriendo un sentido paradójico de irresponsabilidad organizada, de pérdida del control del resul-tado de acciones que bajo la lógica habitual de la sociedad in-dustrial se presentan como convencionalmente racionales. Pero, además, todas las demás acciones colectivas y movilizaciones de estos últimos años no han dejado de adoptar también un marcado carácter dramático (Maffesoli 2001) que se corresponde con un imaginario social cargado de zozobras por la percepción de un peligro difuso (que va desde las crisis alimentarias a los efectos del pretendido choque de civilizaciones, pasando por los tradi-cionales conflictos bélicos enquistados en el orden político inter-nacional o las crisis financieras recurrentes) que nos hace repre-sentarnos la vida social no tanto como un avance sin límites, sino como el movimiento en el filo de la navaja.

Lejos han quedado, pues, las propuestas ingenuistas, utó-picas, lúdicas y fuertemente expresivas de los nuevos mo-

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vimientos sociales de los años sesenta o primeros setenta, y un aire mucho más pesimista, pero también más realista y racionalizado se ha difundido por todo el horizonte de la acción colectiva desde los años noventa. Si la identidad era tomada como un hecho expansivo y totalizador en las utopías industriales y postindustriales; en la sociedad del riesgo, la subjetividad se pone en juego como intersubjetividad, como reconocimiento de egos que se repliegan o se despliegan en función de modelos de vida concretos en los que el yo tiende a identificarse en lo concreto (Kaufmann 2004). La acción colectiva por lo tanto, y contra lo que se dice, no sólo no se disuelve o se disipa en el individualismo puro y duro, sino que aparece en formas más sutiles, pero presentes y efectivas, creadas sobre modos más defensivos, dialógicos y personales, creando espacios de seguridad intersubjetiva (en forma de co-munidades reales o virtuales) frente a lo que se percibe como riesgos técnicos políticos, económicos o sociales.

Esta cultura de la resistencia al riesgo hace que la inter-subjetividad y el mundo de la vida de los movimientos se ex-prese más como autonomía que como intento de modificación de las condiciones de reparto del poder político. Del fuerte politicismo formal de los movimientos de los años sesenta, donde se intensificaba el discurso de lo anti o lo contra (el antisistema y la contracultura como alternativa total), hemos pasado en la sociedad del riesgo a un tipo de acción colecti-va que se muestra como un conjunto de voluntades concretas frente a problemas concretos muy acuciantes, por eso no es de extrañar la preponderancia que ha tomado en estos días la fórmula de la campaña social —frente al abstracto ideal de cambiar el mundo (Rorty 1999)— dedicada más a modi-ficación de situaciones críticas o a la denuncia de choques civilizatorios, ecológicos o internacionales según alertas cog-nitivas que se disparan en el universo comunicacional de la sociedad de la información. La respuesta a estos atractores

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informativos provocan reacciones que van mucho más allá del espontaneismo típico de las revueltas tradicionales, para internarse en una dimensión de construcción de intersubjeti-vidades en función de contextos que se vuelven muy fluidos y azarosos. Si muchos autores diagnostican un incremento exponencial de la complejidad, la entropía y el caos en las so-ciedades tardo o postmodernas, también está generalizándose el diagnóstico del carácter fragmentario, azaroso y entrópico de la movilización social postmoderna, no sólo en sus formas de articulación de lo intersubjetivo, sino en su reacción a lo que son considerados acontecimientos de riesgo. Del movi-miento radical, expresivo y cultural (con un discurso global y generalizador un tanto difuso, pero muy atractivo) se ha ido transitando hacia el movimiento problema —o revelador de problema— temáticamente mucho más acotado, y del movi-miento problema hacia el movimiento sorpresa, donde lo in-dividual y lo social se funden en función de acontecimientos específicos muy impactantes que de manera discontinua y no lineal sacan a la luz la posibilidad de reactivación permanente de fenómenos de acción colectiva.

La aparición de un mayor número de zonas y franjas de vulnerabilidad social —o lo que es lo mismo de riesgo en el marco de la reproducción social (Bauman 2004)— con sus secuelas de grupos humanos en creciente peligro de exclu-sión social y de incremento de la fragilidad biográfica frente a la evolución de los avatares económicos, determina también un estilo de acción mucho más particular y dramático que el que consideró habitual en los nuevos movimientos sociales de hace dos decenios. Particularización de objetivos que se origina justamente porque las nuevas clases medias más que encontrarse en un reconocimiento creciente de sus derechos económicos y sociales pasan por un período de recorte, li-mitación y contención de estos, asociado a la desregulación y precarización de un número mayor de segmentos de mer-

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cado de trabajo. Trayectorias ascendentes y descendentes de los sucesivos estratos muy poco homogéneos en los que se ha ido abriendo el contingente de las clases medias tienden a diversificar las demandas de las titularidades y servicios públicos derivados de su estatuto de ciudadanía, haciendo a estas demandas muchas veces contradictorias. La pérdida de los referentes universalizadores y totalizadores que proponía la ciudadanía social del Estado keynesiano, ha sido, tanto ele-mento fundamental del repliegue utópico de los fenómenos de acción colectiva, como el origen de nuevos temas de las luchas y movilizaciones sociales de la era de la desregulación. Si el Estado social concentraba todos los discursos de la ac-ción colectiva fordista en la idea que los cambios sociales se resumían en derechos de ciudadanía creciente, en la actuali-dad la pérdida de exclusividad de las referencias de la acción colectiva con respecto al Estado nación se ha hecho evidente, diversificando las demandas y las formas de presentarlas (Ki-visto y Faist 2007).

La crisis del Estado del bienestar, unida a la quiebra de la centralidad del trabajo como elemento de planificación y regulación social, han inducido una dimensión de las acciones colectiva que algunos autores consideran como postconven-cional, esto es, los actores, temas, tiempos y espacios de las acciones sociales conjuntas se han desajustado con respecto a los mecanismos tradicionales del Estado nacional (Alonso 2007). En este sentido el Estado del bienestar sigue siendo re-ferencia en la acción colectiva, pero no en tanto en la creencia a su crecimiento sin límites, sino en la defensa de sus conquis-tas históricas —percibidas como amenazadas por la remer-cantilización creciente de lo social—, defensa protagonizada casi siempre por grupos concretos de afectados y en la toma de conciencia de sus limitaciones, pues el marco estatal de las políticas es infinitamente menor que la escala de magnitud de los riesgos originados hoy, de nivel directamente universal

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global (Taylor-Goovy y otros 1999). De ahí vienen los inten-tos de reconstrucción de redes de solidaridad más o menos in-terpersonales que van desde la defensa, denuncia o incluso el planteamiento de alternativas a la reducción de los servicios públicos, hasta la organización de proyectos internacionales de tipo de asociación cooperativa que en los últimos años co-nocemos con el muy expresivo apellido de “sin fronteras”. En la sociedad riesgo, la movilización por la solidaridad se solapa con la propia reivindicación de la identidad, siendo así que la solidaridad desde la ansiedad, o sea, la solidaridad como refugio de un mundo amenazante —utilizando la expre-sión del sociólogo norteamericano Christopher Lasch (1979 y 1984)—, es parte integrante de la agenda de la mayoría de los fenómenos de acción colectiva desde los años ochenta. La demanda de seguridad tiene niveles que se construye desde lo individual a lo global y una de las novedades más especta-culares se encuentra precisamente en esta inédita fusión entre planos micro y macro.

El riesgo es así transversal, atraviesa tanto lo social, lo cultural y lo económico, como lo local y lo global, sin olvidar lo individual y lo institucional. Esta paradoja postmoderna es fundamental en el análisis de la acción colectiva actual y en el encaje de la figura del individuo en la sociedad; la singu-larización como lo ha denominado David Lyon (2007) de las condiciones de participación en lo colectivo —desde el uso de las redes informáticas hasta la construcción de un yo ajustado a un grupo de referencia y un estilo de vida— pasa por el reconocimiento de un yo agente que es capaz de proyectarse directamente en esferas para las que antes sólo había espa-cios institucionales burocráticos o discursos colectivizados. La crisis de un concepto de identidad solo soportado por el Estado nacional (con sus instituciones, reconocimiento, cre-denciales, títulos o grados) hace que los espacios de expresión de identidades se abran entre lo personal, lo local y lo global

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con una curioso resultante: el anonimato, la complejidad y la incertidumbre forjados por la globalización, impelen a la búsqueda de significado y de certeza en identidades definidas en un plano más próximo (desde lo interpersonal a lo local), pero siempre con la referencia a un plano cosmopolita que es el campo donde se juegan los sentidos actuales de lo social (Beck 2009).

La globalización se ha convertido en el fenómeno que más se maneja como descriptor del mundo actual—y como se sabe no hay descripción que no trate de ser prescripción—, pero este fenómeno también presenta fuertes paradojas sociales. Parado-jas que como muchos autores han señalado, supone una fuente de tensiones y riesgos de identidad que provocan, a su vez, ac-ciones colectivas y movilizaciones sociales en búsqueda de la reconstrucción tanto defensiva como activa de esas identidades que se sienten amenazadas por el avance de un proceso que en teoría dejaría sin lugar las singularidades y las diferencias (Sen 2007). Esto ha hecho que, en gran parte, que los nuevos movi-mientos sociales estén expresando desde sus actuaciones uno de los dilemas centrales que atrapan el espacio de construcción de las decisiones colectivas actuales, esto es, el problema de escala de las políticas públicas. Nos encontramos así ante una considerable indeterminación e incertidumbre sobre los espa-cios geográficos y sociales donde se va a implementar y llevar a cabo la política real; la gobernanza se ha diseminado en múl-tiples niveles (muchas veces contradictorios) y esto deja a los individuos perplejos y buscando formas de acción y asociación que desde su espacio concreto traten de plantear demandas con sentido para los ciudadanos que no encuentran en las actua-ciones de la política oficial sentidos cercanos en los que verse reflejados y satisfechos (Pérez Díaz 2008).

Se experimenta, por tanto, una tensión esencial entre unos espacios de la política institucional que no acaban de enca-

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jar y la acción colectiva que trata de expresar desde espacios mínimos y experiencias muy particulares las contradicciones y bloqueos del proceso de globalización. El espacio de los nuevos movimientos sociales en la era de la globalización es, por tanto transversal, desde lo individual a lo global, constru-yendo nuevos mapas cognitivos donde el reflejo del yo es im-prescindible para construir el nosotros y donde nuevas iden-tidades complejas a través de diversos territorios se encuen-tran mezclando actuaciones locales y reflexiones globales y viceversa. La percepción de una sobre-exposición al riesgo que supone la globalización —donde conocemos identidades y comunidades en peligro de aculturación o deslocalización, a la vez que de ser sometidas a la inmersión en esquemas y va-lores que pueden acabar con su capacidad de decisión— está tendiendo a ser compensada por la construcción de nuevos lazos a través de territorios reales y virtuales en los que la geografía física se controla y expande de una manera nada lineal ni euclidiana (Gorz 2003). Redes de interacción y co-munidades de valores se han hecho efectivas muy por enci-ma, y muy por debajo, de las tradicionales barreras nacionales protagonizando acontecimientos de denuncia, movilización y hasta realización de proyectos que nadie habría esperado ni en la supuesta mejor época del discurso político alternativo de la acción colectiva.

3. DEL MUNDO PROMETIDO A LA SOCIEDAD RE-FLEXIVA

La globalización y la explosión de comunicaciones e in-formaciones asociadas a ellas cambia el estilo de moviliza-ción dominante y la vinculación a la acción colectiva, de tal manera, que tiende a imponerse cada vez más la hegemonía de la movilización cognitiva en la forma de participación so-bre la movilización militante o la adhesión simple al sistema de creencias tradicional. Los elementos emocionales o afecti-

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vos también se han convertido en pieza clave y han reforzado su importancia en la captación de efectivos y en la formación de las expectativas (Illouz 2007), pero este vínculo emocional se crea ante situaciones de actuación concretas y estilos de vida de referencia, y no por el seguimiento de una ideolo-gía cerrada, autoportante, que suministra todos las respues-tas ante lo real y promete un futuro radiante; asimismo las acciones se producen dentro de marcos cognitivos que pro-ducen enorme cantidad de información cambiante y modelos de conducta muy flexibles. El impacto informativo, por tanto, es determinante tanto en el origen como en el resultado de los movimientos sociales y los hechos de acción colectiva; los sistemas actuales de comunicación suministran modelos de aprehensión, lectura y procesamiento de las señales de la realidad, generando bucles de conocimiento y de ampliación de cuestiones críticas, nuevos comportamientos o estilos de vida alternativos. Un proceso que lleva a la creación de es-pirales discursivas recurrentes, justo el contrario del prota-gonizado por las espirales de silencio y que Noëlle-Newman (1995) asociaba a la política institucional de partidos donde el debate público cada vez se circunscribe más a cuestiones relacionadas con el enfrentamiento bipartidista, dejando en la oscuridad otras cuestiones y opciones. Esta dimensión cogni-tiva de la acción colectiva actual hace que dada vez sea más discutible medir la importancia de tales acciones por su capa-cidad cuantitativa de reclutar miembros considerados como militantes, la pertenencia declarada a un movimiento, ahora suele ser más la capacidad comunicativa y reflexiva de la ac-ción colectiva y su capacidad de modificar comportamientos y convenciones generales (o sea de generar cambio social), lo que nos da idea de su reconocimiento y de su importancia civilizatoria.

La reflexividad expresa y consciente (Lash 1997), es así un parámetro inseparable de la acción colectiva en la sociedad del

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riesgo, pues es precisamente la acción sobre el conocimiento de la sociedad vuelta sobre si misma y de autotransformse lo que conoce a los actores que vinculan su práctica personal a formas de pensar y vivir que se consideran directamente transformado-ras. Se buscan pues que los efectos de sus acciones sean cap-tadas por la sociedad en su conjunto y esta se modifique, no se ofrecen paraísos futuros, sino de reducción o la reconducción de los efectos desastrosos percibidos como posibles de un mo-delo de desarrollo económico, ecológico y social que vive no tanto al borde del abismo —como le gustaba decir a Adorno (1987)— como produciendo un desorden de intensidad baja o media, pero con consecuencias acumulativas potencialmente imprevisibles y que no son ni detectadas ni consideradas por los escasos mecanismos autorreguladores de la actual globali-zación asociados casi siempre a los instrumentos mercantiles.

Esta dimensión reflexiva es la que produce efectos negüen-trópicos vitales para hacer visibles y, por ello, solucionables lo que se consideran, y se detectan, por actores sensibiliza-dos como peligros de desorganización económica, ecológica o social no recogidos ni por la política institucional ni por el sistema mercantil de precios. La propia dimensión postma-terialista que desde los trabajos de Ronald Inglehart (1991 y 1998) tan reiteradamente es atribuida a los nuevos movimien-tos sociales y los recientes fenómenos de acción colectiva se asocia inmediatamente a esa dimensión cognitiva y reflexiva cada vez más poderosa en su actuación, al desvincular mu-chas veces las protestas de condición económica directa de sus protagonistas; reclamando, sin embargo, un proceso de reflexión generalizada sobre los riesgos y peligros del entorno natural y sociocultural. En suma, en una sociedad cada vez más inflacionada en su dimensión discursiva y comunicativa, la acción colectiva se instala y aborda esta dimensión, buscan-do efectos dialógicos, a la vez que llevando hasta sus últimas consecuencias los elementos virtuales de su intervención.

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La solidaridad se ha convertido coherentemente con esto, como venimos diciendo, en un tema básico para la moviliza-ción social en la sociedad del riesgo, precisamente, porque la solidaridad ha dejado de percibirse —al menos parcialmente— como un elemento únicamente público e institucional para convertirse en un sentimiento sustentando también sobre la pri-vacidad y el compromiso personal (Faulks 2000). La sociedad del bienestar inaugurada con la salida de la Segunda Guerra Mundial representaba la consagración de facto del modelo de solidaridad orgánica compuesta por el clásico Émile Durkheim en la Tercera República francesa, esto es, división del trabajo e instituciones fuertes que integran normativamente derechos y deberes de los individuos en el ámbito jurídico, la solidaridad era así absorbida por el ámbito institucional como garante anó-nimo del vínculo social y de la compatibilidad de las diferen-cias funcionales (Blais 2007). En su evolución esta sociedad del bienestar constituía un modelo —al menos programático— de desarrollo centrípeto, mesocrático e integrador, sostenido en la esperanza del crecimiento progresivo y del optimista “va-mos a más” keynesiano, lo que garantizaba, al fin, identidades estabilizadas en grandes espacios sociales colectivos a partir de la solidaridad pasiva tutelada por la idea de un Estado inter-vencionista moderadamente redistributivo. Siendo, por cierto, en esa época los nuevos movimientos sociales los portadores y representantes de identidades no directamente económicas enmarcadas en ámbitos de la ciudadanía que reivindicaban ne-cesidades postmateriales o postadquisitivas.

La sociedad del riesgo, por el contrario, se comporta de manera centrífuga, las clases medias se desarticulan y frag-mentan generando permanentemente peligro de exclusión social y situaciones de vulnerabilidad ante los efectos de la generalización de los mecanismos de mercado, lo que a su vez segmenta y particulariza las identidades sociales así como multiplica los ángulos en los que se percibe el riesgo (Dubet

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2006). Al perderse o retraerse parte de los mecanismos pú-blicos de solidaridad, seguridad y de protección contra la in-certidumbre y el riesgo, se ha tratado de compensar lo que es percibido como déficit de solidaridad institucional y genérica, por medio de movilizaciones por la solidaridad desde las ac-ciones intersubjetivas surgidas desde grupos humanos forma-dos voluntariamente (Maffesoli 1990).

El riesgo, y su manera de internalizarlo socialmente, se ha convertido, de esta manera en fuente real e imaginaria de identidades lo que ha dado lugar y ha venido para animar una política de actores —concretos, contextualizados, socialmen-te situados, perceptores particulares de necesidades concretas (Touraine 1984)— que se construyen frente a instancias insti-tucionales más o menos tradicionales desde locales a suprana-cionales, pasando por el tradicional Estado nación, cada vez más limitado en su margen de maniobra. Pero además toman su dimensión de actores reales porque establecen redes inter-personales directas por donde, ayudados por la tecnología o no, pasan recursos de todo tipo, informaciones, comunicaciones, emociones compartidas y valores comunes. El bucle reflexivo se construye, por tanto, desde identidades que en una primera aproximación pueden ser adscriptivas o cuasiadcriptivas —edad, género, territorio, etc.—, pero que en su activación real son contextuales y comunicativas y por tanto históricas, y que pretenden defender y redefinir formas de prevención y control del riesgo —así como de satisfacción de las necesidades perci-bidas— que pueden organizarse socialmente según afinidades electivas que se muestran simbólicamente mucho más efica-ces y atractivas que cualquier mandato institucional, mandatos que por cierto se han multiplicado regulando desde los hábitos de salud hasta los comportamientos íntimos.

Las principales instituciones de la sociedad moderna se han hecho abstractas, de manera que las instituciones se perciben

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como lejanas, desgastadas y con muy poco significado para la vida práctica (Sennett 2006). El cambio acelerado de nuestras sociedades multiplica la necesidad de adaptación a las condi-ciones de participación en los diferentes ámbitos de la vida social y ello le da cada vez más importancia a los elementos que permitan el individuo incrustarse en sus mundos de vida adquiriendo los signos, símbolos y recursos (cognitivos y ma-teriales) que le permiten no quedar excluidos o en disonancia. En el mismo sentido la complejidad y multiplicidad de niveles roles y procesos que ha puesto la sociedad actual ante nosotros genera la posibilidad de identidades fragmentadas y múltiples que construyen a la persona en una pluralidad e mundos de vida, jugando papeles y estilos de presentación en la vida coti-diana, diversos, múltiples y dificultosamente armonizados. La dura tarea de construir al individuo actual, un individuo adap-tado al cambio tecnológico y a la multiplicidad de planos en los que se construye el prestigio social, exige enormes recursos no sólo personales, sino también, institucionales y sociales; como han estudiado autores como Anthony Giddens (1993) o François de Singly (2007) esa construcción del yo es la que nos lleva a la valoración máxima del regreso del individuo li-beral, pero es también, a la vez, el requisito de una política de la vida cotidiana y de gestión del riesgo donde se construyen redes de reconocimiento mutuo y de ciudadanía activa.

4. NUEVOS FENÓMENOS DE ACCIÓN COLECTIVA Y REDES DE CIUDADANÍA

Si como diagnosticaba con la agudeza que le caracteriza-ba el entrañable maestro de economistas David Anisi (1988 y 1995), hemos perdido parte de la red de seguridad que ampara la acción social gracias al Estado keynesiano –sustituyendo gran parte de sus protocolos sociales de actuación desde la base de la seguridad a las de la competitividad-; no es de ex-trañar que gran parte de la renovación de las temáticas (y de la

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transformación de las estrategias) de los nuevos movimientos sociales y la acción colectiva haya estado ligada a crear re-des de ciudadanía que compensen el riesgos social del mode-lo civilizatorio postmoderno. En principio si con la crisis del Estado del bienestar la solidaridad como proyecto orgánico-funcional ha perdido centralidad social —justo con la crisis de la “sociedad del trabajo”, el adelgazamiento y fragmentación de las clases medias y la flexibilización postfordista del siste-ma productivo (Alonso y Martínez Lucio 2006)—, también parece que redes de solidaridad por proximidad —me-cánica la llamó Durkheim—, donde el vínculo social surge por iden-tidad, espontaneismo, referencia a valores comunidad o expre-sividad, se están constituyendo como respuestas parciales y suplementarias a los sistemas impersonalizados de solidaridad pública. Los motivos del corazón o los actos de compasión (Wuthow 1996, Etzioni 1999) como los han denominado los comunitaristas norteamericanos se han convertido en razones de asociación, nacional e internacional, que van mucho más allá del pietismo o la caridad tradicional y marcan un despertar de las acciones ciudadanas donde el deber está mediado por la voluntad —y por una ética de los principios pequeños (Lipo-vetsky 1994)—, ligando el actuar a la misma expresión de la identidad particular en la identificación con grupos prácticas o cooperativos, más que con la razón universalista de institucio-nes abstractas y juridificadas.

De todo esto podemos ir deduciendo que la tendencia a observar el poder institucional como única referencia de la acción colectiva se ha ido transformando de manera progre-siva, dirigiéndose hacia la formación de estructuras en red de grupos de ciudadanía activa con catálogos de obligaciones sociales y morales percibidas de manera mucha más selectiva y precisa (Dabas y Najmanovich 1995). Si los menos movi-mientos sociales de los sesenta lo convertían todo en político —la referencia al poder y al contrapoder de las instituciones

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era obsesiva en la época—, la transformación de la acción co-lectiva desde los años noventa parece evidente que ha difumi-nado hasta hacerse directamente borrosas, las barreras entre lo político, lo personal y lo social, planos que se entrecruzan y complementan en sistemas de acción muy complejos que dejan sin sentido en muchos momentos la vieja dicotomía ce-rrada y bloqueada de lo público frente a lo privado.

Las redes han pasado a representar en el imaginario co-lectivo la sociedad actual el papel fundamental de lo que se considera la forma de organización y participación deseable, frente a las grandes organizaciones piramidales, jerárquicas y burocráticas que se cargan de las imágenes más negativas (Castells 1997). La red por su carácter descentralizado e infor-me conecta directamente, con muchas menos mediaciones, lo individual y lo colectivo, de hecho funde los dos polos, y en sus nodos hay episodios de encuentro y coordinación directa e in-terpersonal. La imagen más habitual que tenemos son las redes informáticas, pero en paralelo o complementándose han apare-cido o se han revitalizado, redes existenciales, grupos abiertos que se componen y recomponen en función de objetivos con-cretos que pueden ir desde la más pura expresividad estética hasta el mero placer en el encuentro por el encuentro –las mal llamadas redes sociales, sin olvidar, es aquí central, la denuncia y actuaciones solidarias frente a riesgos y déficits civilizato-rios. Déficits que van desde los problemas de integración étni-ca, hasta las alarmas ecológicas o medioambientales, pasando por la desigualdad y la cooperación internacional. Las movili-zaciones se inscriben así en un horizonte de acción percibido como inmediato, frente a problemas de aquí y de ahora, que se muestran como los detonantes de la movilización de recursos. La forma en que estos recursos se utilizan y se extraen de la red están mucho más determinados por las posibilidades y cir-cunstancias de la vida cotidiana que por la realización de una ideología, cosmovisión o interpretación de un mundo cerrado.

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Conocemos hoy bien, gracias a los merecidamente muy seguidos análisis de Alberto Melucci (1996 y 2001) que los nuevos modelos de acción colectiva han funcionado en los últimos años como proceso de reducción de incertidumbre y construcción del sentido —incertidumbre consustancial a las actuales sometidas de altísima densidad informativa, complejidad, riesgos reales e imaginarios y comunicaciones contradictorias—; reducción operada mediante la formación de situaciones intersubjetivas de identificación y comunidad, creación de valores y comunicaciones alternativa por donde circulan informaciones legitimadas por la propia proximidad de la red. En este momento el diagnóstico del propio Melucci se hace especialmente acertado cuando la globalización, la competitividad y la remercantilización manifiesta se convier-ten en elementos dominantes —y, en buena medida, únicos— en la formación del sentido común occidental y las acciones colectivas se presentan como alternativas de sentido, como reivindicaciones de la diversidad y como construcción de es-tilos de vida no convencionales. El cierre de las arenas insti-tucionales y el cambio de ciclo en la estructura de la oportu-nidad política han alejado a los nuevos movimientos sociales de las referencias políticas institucionales tradicionales y sin embargo han acercado la acción colectiva a una dinámica de autorreferencia y autoorganización alternativa que trata de equilibrar el exceso de inseguridad y de pérdida de sentido de lo humano en lo global; y así el malestar de la cultura postmo-derna se trata de aliviar apelando al reconocimiento, la auto-nomía y el acuerdo mutuo. Parafraseando a Claus Offe (1988) podemos decir que los nuevos movimientos sociales de los años sesenta y setenta fueron de crítica moderna al proceso de modernización, los actuales fenómenos de acción colectiva son la crítica postmoderna al proceso de postmodernización.

Es la percepción por parte de actores y grupos sociales con-cretos de los riesgos civilizatorios, y de los efectos negativos

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crecientes que se generan por el ensanchamiento de los ámbitos de irreversibilidad de las acciones humanas, lo que ha provo-cado una apelación sistemática a un principio tan básico como el principio de precaución (Bourg y Schlegel 2004), o a una nueva ética de la responsabilidad formulada desde un minima-lismo moral (Bauman 1993) basado en el reconocimiento de las necesidades concretas de cada comunidad expresadas por los propios protagonistas, reconocimiento que implica culturas morales diferentes que pueden entrar en diálogo. No es, por tanto, de extrañar que tanto el comunitarismo, como el multi-culturalismo (que tanta polémica han levantado en la filosofía social y política) hayan adquirido una especial audiencia en los grupos movilizados contemporáneos, entre otras cosas, porque representan el ideal de un yo integrado en una comunidad es-pecífica en la que la persona concreta proyecta su personalidad, sus semejanzas y sus diferencias (Taylor 1993). El problema de la identidad abstracta (por ejemplo el ciudadano occidental en el fondo idealización masculina central en la modernidad) se transforma en una lucha por el reconocimiento de diferen-cias y de igualación de derechos para grupos sociales étnicos y culturales específicos donde el yo se integra directamente y se encuentra acompañado. Las políticas del reconocimiento han moldeado los fenómenos fundamentales de la acción colecti-va actual, grupos activos centrados en las diferencias étnicas, culturales, de género, o de orientación sexual reivindican su igualación en derechos e incluso la facilitación institucional de la expresión de sus culturas concretas o de las culturas de otro grupo preterido o no reconocido. Porque el individuo se reco-noce como un yo específico y personalizado en el ámbito de un grupo social concreto es por lo que puede reconocerse como otro y reivindicar el derecho a la diferencia (Sandel 2008).

Del modelo único la política de la modernidad —asentada sobre un sujeto abstracto, ideal y universal, amparándose filo-

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sóficamente en un humanismo tan formal como poco encon-trable en la realidad—, hemos pasado a la recepción de nuevos modelos de acción, no tanto establecidos sobre sujetos abstrac-tos (de la historia o de la racionalidad económica) sino sobre historias de vida concretas (Gaulejac 2009), en esencial en la forma de participación en la comunidad y en el reconocimiento del otro. Justamente cuando la globalización occidental genera un discurso de homogeneidad y uniformidad se multiplican, paradójicamente, todo tipo de fronteras sociales y de limita-ciones para el acceso a la condición de ciudadanía plena. Las diferencias y desigualdades se han multiplicado así como han quedado o tienen peligro de quedar segregados de esa globali-zación grupos humanos, culturales y étnicos muy numerosos; es en este contexto donde se producen las mayores demandas de reconocimiento multicultural y la mayor implicación de los actores concretos (individuales y grupales) en redes de acción que tratan de dar otro sentido a la globalización. Si la toleran-cia llegó a considerarse represiva —recuérdese los dictáme-nes del muy leído por los movimientos de la época, Herbert Marcuse (1975), sobre el tema— porque enmascaraba la gran dominación institucional y ocultaba la colonización de la vida cotidiana por parte de los aparatos jurídicos, políticos y cultu-rales del Estado; por el contrario desde la óptica de las políticas del reconocimiento se reclama tolerancia para las situaciones diferenciales y el uso compensatorio de las posibilidades cul-turales, sociales y políticas de los Estados para reconocer las diferencias de las comunidades concretas y dotarlas de sentido en la ciudadanía política y social.

5. LA IDENTIDAD Y LA ALTERIDAD: DEL SUPERSUJE-TO A LOS ACTORES CONCRETOS

El estallido de diferencias provocadas curiosamente por el actual modelo de economía globalizada donde la flexibilidad del proceso productivo ha recreado todo tipo de movilidades

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e inestabilidades territoriales, sociales y biográficas, está pro-vocando, en la realidad, el abandono de cualquier intento de proclamar la centralidad o la superioridad absoluta de algún conflicto o sujeto conflictivo (Sennett 2000). En este contex-to, la explotación económica, la exclusión social y la domi-nación política y cultural se condicionan mutuamente en un sistema múltiple de formación de conflictos concretos y tam-bién de construcción de identidades diversas y específicas. La complejización y fragmentación de los modelos de estratifi-cación social, la inmigración omnipresente y multiétnica y la desregulación de los mercados de trabajo ha generado una so-ciedad de minorías, o si se quiere, de una mayoría de minorías (Alonso 1999). El reconocer los derechos del otro, los dere-chos de las minorías —e incluso los derechos de las mino-rías de las minorías—, así como la lucha contra la exclusión (que puede ser múltiple: económica, cultural, étnica, social, de género, etc.) y, sobre todo, la reducción de las violencias y discriminaciones cotidianas que se presentan como elemento inherente a la sociedad del riesgo, son objetivos temáticos en-trelazados que articulan nuevas formaciones discursivas que arman los argumentarios de los nuevos fenómenos de acción colectiva, siempre bajo el denominador común de la plura-lidad de sujetos de transformación social. Todo ello implica el descrédito definitivo de cualquier “supersujeto” alternati-vo, que elimina la acción del yo; la conversión del concepto de otro abstracto —universal, generalizado y seguro— en un otro concreto, contextualizado y personalizado, se ha produ-cido reflexivamente cuando el yo abstracto y universal se ha convertido en un yo contextual y personal. La gran utopía se ha acabado abriendo en múltiples utopías concretas, muchas veces mínimas, pero cercanas.

Hoy en día son fundamentales las acciones y movimientos que tratan de reconstruir, expresar y reforzar las identidades propias, pero ya son imposibles de separar de aquellas otras,

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o de otras dimensiones dentro de las mismas acciones, que sus motivos se asientan en la apertura y el reconocimiento de las alteridades generadas por la enorme fragmentación so-cial de la actual sociedad-red (Castells 2001) dándole voz a los que no tienen voz, porque se han convertido excluidos, precarizados, fragilizados o silenciados por el modelo socio-cultural (o quizás por la ausencia de él al supeditarse al mer-cado total). Práctica y teoría, privado y público se funden así en la búsqueda intelectual de nuevos discursos alternativos muy cercanos a la vida cotidiana tendentes a generar concep-tos de ciudadanía basados precisamente en la diferencia, la diversidad, la alteridad y el pluralismo, abriendo con ello la posibilidad de articular espacios de solidaridad activa que es-tán construidos más allá, y más acá, del mercado y el Estado. Nos encontramos ante un nuevo modelo de sociedad mosai-co, donde la sociedad civil se ha hecho diversa, múltiple y en red, y donde la existencia del nosotros, solo pesa por el reconocimiento del yo y del tú. El individualismo concreto descubre un modelo también concreto de yo porque crea una presencia permanente del tú, el sujeto próximo que me refleja (Verdú 2005; Nacach 2008)

Este fenómeno hay que enmarcarlo en la hipercomplejiza-ción de los modelos de estratificación social de las sociedades occidentales (Schnapper 2002). Los que llamamos, en su día, nuevos movimientos sociales crecieron al amparo del desarro-llo de la desmercantilización del Estado del bienestar y el au-mento de los efectivos de las nuevas clases medias funcionales y profesionales basadas en los aparatos de gestión, administra-ción, organización y comercialización de la sociedad industrial que ayudaron a crear nuevos actores sociales con unas temáti-cas reivindicativas absolutamente originales para la época, un radicalismo de clase media que ponía a los estudiantes, a las mujeres y a las minorías étnicas o a los profesionales intelec-tualizados y concienzudos en primera línea de los discursos de

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cambio social. Hoy está claro que los procesos de recolocación y fragmentación de las clases sociales ha producido en la heren-cia de los movimientos también una fuerte diversificación que entrecruza discursos y argumentos que parecían absolutamente separados. Conocemos fenómenos de desindustrialización y endurecimiento de las condiciones de incorporación en el mer-cado de trabajo, de nueva pobreza y de entrada en la depen-dencia; asimismo las clases medias se fragmentan en estratos cada vez más pequeños y débiles —algunos autores hablan de una especie de sociedad hojaldrada (Genereux 2008)— en el sentido que cada vez están más expuestas al riesgo del mercado y menos defendidas y unificadas por políticas públicas, con lo que es más fácil que se quiebren y puedan perder su estatus.

Por tanto, conocemos en las clases medias trayectorias que van desde el empobrecimiento y caída de los sectores más tra-dicionales, hasta la aparición de nuevos segmentos ascenden-tes ligados a la gestión de las tecnologías de la información o la gestión empresarial, pasando por sectores profesionales es-tancados o transiciones juveniles al mercado de trabajo alar-gadas y máximamente precarizadas (Gaggi y Narduzzi 2006). Como hemos vivido en los últimos meses la cultura del alto riesgo financiero ha disparado las posibilidades de enriqueci-miento de sectores muy dinámicos de las clases medias, pero a la vez hemos experimentado y, desgraciadamente, seguimos experimentando la caída, crisis y pérdida de recursos de otros muchos sectores que han conocido literalmente los peligros económicos, jurídicos y hasta políticos de la gestión del ries-go jugando cerca de todos los límites y siempre con el peligro de generalizarse por contagios y pánicos. Con tal transfor-mación de referentes sociales, y del modelo estratificacional, no es extraño que las formas de integración del individuo en los procesos de acción colectiva se hayan transformado radi-calmente y recojan esta segmentación y debilidad estructural (Offe 1992).

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De entrada esta fragmentación impide procesos de solida-ridad demasiado generales, el mundo del trabajo normaliza-do que había permitido establecer estrategias de seguridad y distribución en marcos orgánicos institucionales ha estallado hoy en procesos múltiples que van acompañados de una fuerte desinstitucionalización y pérdida de la cohesión social (Bau-man 2003a). Esta explosión de grupos y trayectorias sociales se traduce también en formas cada vez más diferenciadas de consumo y estilos de vida, con formas adquisitivas muy espe-cializadas y adaptadas a nichos de mercado particularizados hasta la personalización. Los mecanismos institucionales de integración se han debilitado y las formas de vida tienden a hacerse más diferenciales y dependientes de trayectorias muy cambiantes del mercado de trabajo y los ciclos financieros, ello da lugar también a procesos potencialmente anómicos y a conductas motivadas por el pánico a la pérdida de estatus o a la caída en la exclusión, lo que trae consigo reacciones de-fensivas con violencia simbólica, social o incluso física contra la que se consideran como fuentes de peligro y extrañamiento. Así, entre los nuevos malestares de la globalización tal como los han denominado autores tan brillantes como la geógrafa Saskia Sassen (1998) o el economista Joseph Stiglizt (2002), aparecen la xenofobia, el racismo y otras conductas autorita-rias y prefascistas que como reacción de colectivos afectados por el riesgo generan inmediatamente riesgos mayores. Las ac-ciones autoritarias de grupos sociales sensibles frente al riesgo han dado lugar a curiosas y paradójicas espirales de amplia-ción de los riesgos sociales generales entrelazándose en un es-pacio político cada vez más fluido y azaroso. Esto ha dado lu-gar a la aparición de auténticos antimovimientos sociales que, como ha analizado Michel Wieviorka (2005 y 2006), utilizan la acción colectiva no tanto para expresar su identidad como para negar la de los otros grupos, no tanto para dialogar para acabar con el diálogo, esto es, representan el reverso simétrico de los movimientos sociales y, por lo tanto, tienen el peligro

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de aumentar la violencia desproporcionadamente, desde su negación de la posibilidad básica de la existencia de los otros.

Sin embargo, estas acciones y antimovimientos sociales construidos sobre la negación de la diferencia y la diversidad misma han generado respuestas en forma de acciones colecti-vas por la expansión de los derechos por la convivencia multi-cultural o por la expansión del concepto de ciudadanía limitada por razones de género, territorio, etnia o condición socioeconó-mica, lo que hace que la reivindicación de alteridad y la lucha cívica contra el autoritarismo y la violencia cotidiana se hallan convertidos en una fuente esperanzadora de inclusión de lo in-dividual en lo colectivo (Habermas1999). Esto ha dado lugar a reivindicaciones reactivas, pero muy importantes de una mo-dernidad reflexiva que considera que los sujetos pueden incidir sobre el cambio social y no ser solamente elementos pasivos de la globalización o de los poderes fácticos. De la misma ma-nera el asociacionismo altruista de hoy —desplegado en mu-chas ocasiones bajo la etiqueta de lo no gubernamental— es un fenómeno ambivalente, quebradizo y difuso, tan fragmenta-do y confuso como la sociedad actual por cierto, pero que nos anuncia pautas de movilización y acción colectiva dirigida no sólo hacia el nosotros, sino también hacia los otros, o mejor hacia los otros como un nosotros y hacia la naturaleza como un nosotros. Nos encontramos con una característica novedosa e interesante, el vínculo con la militancia se hace no el ideal de la movilización abstracta sino sobre la necesidad y la seguridad de que la acción personal es lo que realmente crea la acción colectiva, en un sistema donde la red de relaciones articula lo individual en la comunidad de acción. Es la fuerza de los vín-culos débiles pero voluntariamente elegidos.

El riesgo, además, es un fenómeno transversal que afec-ta como es lógico individualmente a las personas —y en ese nivel y en algunos campos es donde se pueda trabajar con

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los cálculos racionales de riesgos típicos de la microeconomía neoclásica—, pero también es un fenómeno cuya aceptabili-dad y representaciones eficaces depende de contextos y mar-cos cognitivos socialmente generados. Como ha señalado la antropóloga Mary Douglas (1996) el riesgo es una fuente de acciones y reacciones culturalmente orientadas, con orígenes y afectos que se sitúan en un ámbito que no anula la raciona-lidad formal individual, sino que la transforma en todos los niveles de lo social porque conductas individuales no pue-den gestionar riesgos sociales y viceversa medidas genéricas riesgos sociales pueden ser ineficaces para casos particulares. Con otro antropólogo —el clásico y ejemplar Marcel Mauss (1950)— podemos decir el riesgo es un hecho social total y como tal mezcla lo material y lo simbólico, lo individual y lo social, lo privado y lo público, de ahí su capacidad de generar acciones que rompen los límites convencionales tanto para bien como para mal.

La vulnerabilidad social en aumento, así como el paso de la pobreza como simple estado patrimonial a la exclusión como proceso multidimensional y dinámico con capacidad de estigmatizar y bloquear y múltiples colectivos el acceso al núcleo duro de la sociedad satisfecha (Paugam 2005); son procesos que están despertando, también, formas de acción que han perdido el aire contracultural, y hasta incluso el estilo radical y antisistema de confrontación directa que difundieron en su rutina los nuevos movimientos sociales de hace unas décadas, pero a la vez han ganado una voluntad de ciudadanía constructiva, de pervivencia y continuidad en sus actuaciones y de búsqueda de núcleos de actuación estables. Son progra-mas realistas que cristalizan en nuevas asociaciones, peque-ñas organizaciones y redes de actuaciones entre el Estado y el mercado, es ese tercer sector tan proteico y diverso como omnipresente en la sociedad del riesgo (Ranci 1999).

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Si la explosión de los discursos de emancipación fue el marco —retórico al menos— de encuadramiento de los nuevos movimientos sociales, el marco de la necesidad —la propia o la de otros— se vuelve fundamental en estos movimientos para repensar las percepciones que disparan la acción colecti-va (Laville 1999). Si bien es cierto que la necesidad se reco-noce y se elabora no tanto desde el ámbito de la razón general o la política institucional sino desde el ámbito íntimo de la privacidad, la culpabilidad o la responsabilidad creada inter-personalmente. Esto explica que la autolimitación, la autorres-tricción, la austeridad, la mesura —y hasta el decrecimiento o la sostenibilidad— sean propuestas que se viven como reales no sólo como recetas para un futuro de brillante provenir, sino como opciones personales incrustadas en estilos de vida, no necesariamente alternativos o antisistémicos, sino desarrolla-dos como formas de expresión de las identidades múltiples en que se despliegan las biografías actuales. Como ha argumenta-do la filósofa española Victoria Camps (1999), el individuo y el individualismo ha cambiado mucho a lo largo de la historia para convertirse en lo que es hoy, y ese individuo hoy es capaz de desarrollar formas de ética relacional que conectan hori-zontal y verticalmente lo público y lo privado, lo próximo y lo lejano, lo local y lo global, lo particular y lo universal y así un largo etcétera de conceptos que hasta hace muy poco más parecían antinómicos y opuestas, y en la actualidad cualquiera los percibe como necesariamente complementarios.

Lejos de existir como simples formas sustitutivas del Es-tado del bienestar o de la política institucional, las actuales redes asociativas en algunos casos pueden llegar a ser ele-mentos de su regeneración y desburocratización —aunque hay voces que avisan de su peligro para servir de cuartada para su precarización o su privatización indiscriminada (Zaidi 1998)—, tanto por la vía de la presión directa y la forma-ción de demandas, como por la vía de la reivindicación de la

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participación, la racionalización de la gestión, la formación de agencias o incluso la generación directa, aunque parcial, de algunos servicios. Este es uno de los temas claves de los próximos años, esto es, el modelo que va a tomar el sector altruista (Caillé 2002), que tanto puede ser un revulsivo del Estado del bienestar, ayudando a su reconstrucción y su des-centralización, como un simple expresión de su muerte y sus-titución por una estructura fundamentalmente mercantil ver-gonzosamente disimulada con la acción de maquillaje de unas cuantas iniciativas voluntarias puramente coyunturales.

En gran parte el comportamiento real de este tercer sector altruista e informal (Madrid 2001), diverso y fragmentado, asociativo y comunitario está expresando de manera directa la complejidad social en la que nos desenvolvemos, por una parte es un elemento de conducción y multidimensionaliza-ción de nuevos conflictos sociales en la época de la explosión de la percepción de los riesgos sociales (coincidiendo con la crisis del Estado del bienestar) o civilizatorios (cuando lo po-nemos en relación con los límites ecológicos y tecnológicos del crecimiento). Por otra parte, este relativamente nuevo sec-tor asociativo está convirtiéndose en un elemento de reivindi-cación del espacio de la sociedad civil que integra elementos de mercado, recursos del Estado y valores tradicionales de la virtud cívica. Integración que se da en grados diferentes de tal manera que muchas veces alguna de estas componentes se presenta mucho más acusada que las otras y la asociación u organización no gubernamental está más cerca del mercado y la empresa, o de las agencias públicas o, incluso, de los valo-res tradicionales, sean de la cooperación civil o del pietismo religioso. Situación que muestra la tremenda complejidad y ambivalencia que preside la sociedad postmoderna (Bauman 2005, Lipovetsky 2007), en la que el comunitarismo espon-táneo de la política informal puede ser, a la vez, tanto límite

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como expresión de la sociedad del riesgo, donde salida, voz y lealtad; o precios, leyes y valores, se entremezclan de manera cada vez más poderosa.

Un Estado “menos compasivo” y distributivo como han estudiado muchos analistas ha hecho que las personas asuman pautas de mayor riesgo biográfico, tanto frente al mercado de trabajo, como en los mecanismos de protección y repro-ducción social (pensiones, salud, educación, etc.), lo mismo ocurre con las incertidumbres generadas por los efectos en-trópicos que puedan tener el uso de tecnologías, cuyos resul-tados últimos no pueden ser conocidos, o la explotación hasta el límite de los umbrales razonablemente soportables de los recursos naturales. Como dice Zygmunt Barman (2007), de la modernidad sólida —estable, lineal, organizada, repetitiva- hemos pasado a unos tiempos líquidos —flexibles, volátiles, de trayectorias fluidas y arriesgadas—, ante ello se han des-plegado redes en parte formales y en parte informales, tecno-logías y sociales, que indican una cierta previsión y gestión autónoma de riesgos y de reducción de la violencia simbólica y real que se asocian a tales riesgos. Redes que complemen-tariamente al mercado y al Estado combinan lo individual y lo colectivo, generan acciones de aviso, concienciación o alarma civilizatoria, pero también de reconocimiento, al-truismo activo y resolución de problemas, todo ello ejercido sobre objetivos —y sujetos— bien concretos. Las formas de acción colectiva se han ido transformando desde la política de la ideología, hasta la política de la identidad y desde ahí estamos viviendo la irrupción de la política de la alteridad, pero este proceso más que como una pura sucesión de fases habría que observarlo como un conjunto de bifurcaciones que encajan parcialmente, y también parcialmente se autoanulan, dando lugar a transformaciones que no podemos reducir a una dinámica lineal.

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6. EL RETO DE LA SOLIDARIDAD: LA POLÍTICA DE LO CONCRETO FRENTE AL NIHILISO POSTMODERNO

En este trayecto hemos seguido las transformaciones en las formas de actuar y de concebir la acción colectiva por par-te de los sujetos sociales, asistiendo a la aparición de acciones que se expresan no tanto en términos de sujetos históricos portadores de racionalidades objetivas, ontológicas y totales, como por actores que se activan cognitivamente expresando subjetividades concretas objetividas por la estructura social. En este despliegue las acciones tienden a adquirir forma de red que conecta lo particular con lo general y esgrimen antes razones de estrategia para resolver o reivindicar problemas específicos que seguridades históricas de portadores de la ra-zón universal. El gran camino del progreso lineal y soberano se ha convertido en un laberinto lleno de espejos —lo que habría hecho las delicias de Jorge Luis Borges— pues no es otra cosa esta sociedad red reflexiva y líquida en que vivimos, o mejor en la que sobrevivimos y avanzamos más trabajosa-mente que lo que los apóstoles del determinismo tecnológico nos han tratado de hacer ver.

Reconocer este calidoscopio de razones es lo que nos libra del totalitarismo en el sentido que le da la ejemplar Hannah Arendt (2004), esto es, un orden burocrático limpio y orga-nizado, pero donde se criminaliza no lo que es malo para la comunidad, sino lo que es diferente o extraño. Por eso cu-riosamente vivimos una fuerte controversia entre los que han planteado el discurso de la globalización como cierre de las posibilidades sociales de la diferencia y los que en ella han encontrado recursos para la movilización y el nuevo marco para la lucha contra la exclusión ya sea exterior (internacio-nal), interior (social) o natural (ecológica). La razón social en la sociedad del riesgo es, por tanto, plural y dialógica o no puede ser razón; imponer un discurso, un estilo de pensa-

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miento, una cultura, o una tecnología sin esperar una cierta lógica de la cooperación, o el encuentro de diferencias, por definición aumenta hasta el delirio los riesgos civilizatorios (Habermas 2000).

El desánimo social, el escepticismo, la desorientación y el desencanto se han convertido en señas de identidad de esta sociedad laberíntica que se presenta también como un sistema de azarosas exclusiones (exclusiones de la economía, de la na-turaleza, del mercado, del consumo, de los servicios públicos, de la nacionalidad, hasta de la historia), sin embargo, frente a este laberinto también se presentan acciones que plantean cambios sociales concretos, intervenciones solidarias, políti-cas inter y multiculturales, de cooperación y entrelazamien-tos de redes cívicas, nacionales e internacionales. Redes que mucho más allá que la posibilidad de relación tecnológica, generan capital social y socializad, redes que como en su día dijeron los profesores Jorge Riechmann y Francisco Fernán-dez Buey (1994) son redes que dan libertad. Por ello, frente a la peligrosa sensación del triunfo absoluto del mercado, o el declarado fin de la historia, de lo social o del humanismo -o la no menos peligrosa de la derrota del pensamiento planteada desde diferentes escenarios postmodernos-; una cierta política de la vida cotidiana ha marcado precisamente la superviven-cia de lo social y las nuevas formas de integración de lo indi-vidual en lo colectivo a partir de fórmulas de acción próxima.

Las claves del postmodernismo, se ha dicho hasta la sa-ciedad, se desarrollan en torno a ideas fuerza como la hetero-geneidad, la diversidad, la discontinuidad, el pluralismo o el relativismo, así como la enorme creatividad de las metáforas plurales frente al declive de los grandes metarrelatos unifica-dores y absolutizadores (Lyotard 1984). Esto puede resultar de interés general sobre todo para dar paso y valor a la pe-queña política de vida frente a la única confianza en las leyes

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inexorables de la historia o en los modelos perfectos de so-ciedad. Sin embargo, el nihilismo, el desprecio por la razón, el relativismo extremo, el exceso de ironía o el descompromiso colectivo —no menos asociados al pensamiento postmoder-no (Barcelona 1992; Habermas 1989)—, pueden enterrar a la sociedad del riesgo en un período de máximo fulgor icónico, virtual o digital, pero en el más férreo oscurantismo social o simplemente humano. La disolución contemporánea de límites puede tener consecuencias importantes al replantear esferas intermedias (Walzer 1993) y nuevos modos de tra-ducción entre lo social y lo natural, el Estado y el mercado, lo económico y lo político, etc.; dándole valor además a una micropolítica de redes, organizaciones intermedias o semiau-tónomas y abriendo un espacio de la público que no coincide con lo estatal sino con lo participativo y con la búsqueda del interés general. El problema —el riesgo— es que la disolu-ción de límites sea su destrucción absoluta o la desafección de todo esquema normativo u obligación institucional, lo que en términos del siempre necesario Émile Durkheim sería el bloqueo de la conciencia colectiva y la imposibilidad de una religión civil, justo cuando más necesitados estamos de un sistema de creencias sobre las posibilidades de acción de los sujetos sociales sobre la sociedad misma.

Lejos del fin de la historia, o mejor, utilizando el fin de la historia para regresar a ella transformándola, las formas ac-tuales de acción colectiva han cambiado sustancialmente con su presencia en el mundo de la vida de los actores y de los su-jetos de las cada día más eclécticas sociedades actuales. Este diferente desarrollo de fenómenos de acción colectiva pone en entredicho tanto a aquellos que consideran que atravesa-mos por la muerte definitiva del atractivo de la acción pública y el agotamiento del capital social, como a los que consideran (para bien o para mal) que vivimos en un individualismo po-sesivo total y triunfante, sin olvidar tampoco a los que añoran

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los buenos viejos tiempos de los movimientos sociales radi-calizados y contraculturales. Las acciones colectivas simple-mente han cambiado y frente todos aquellos que se empeñan en verlos como manifestaciones anómicas de una sociedad que debería de estar totalmente ordenada o integrada, en realidad son espacios potenciales de cooperación, reflexión y conflicto de las sociedades contemporáneas que tienen la capacidad de construirse y reconstruirse sobre su pluralidad. Como siempre ha dicho el maestro de maestros Alain Toura-ine (2005) los movimientos sociales no son acontecimientos extraordinarios de lo social, son la sociedad misma.

Cuando estudiamos realmente el comportamiento de las personas concretas en contextos concretos se rompen tanto las mistificaciones individualistas extremas, que tratan de ha-cer de la sociedad un simple sumatorio de individuos aisla-dos, como las de los diferentes colectivismos masificantes, que tratan de ahogar al individuo específico en una totalidad anónima (Martuccelli y de Singly 2009). Precisamente esas mistificaciones se rompen cuando hacemos entrar en juego la idea de que el individuo real siempre actúa en grupos huma-nos concretos y estos grupos son fundamentos reflexivos de las sociedades complejas (los grupos forman la sociedad, pero los grupos portan y reproducen los elementos instituyentes de lo social). Además la grupalidad activa no sólo se establece como un simple grupo de interés egoísta —movilizado por incentivos selectivos de interés bien determinados y perfec-tamente visibles, como nos ha enseñado la teoría de la acción colectiva liberal— sino que, o bien como dimensión comple-mentaria a esta acción colectiva instrumental, o bien como dimensión dominante, la asociación humana es forma ex-presiva de reivindicar las necesidades e identidades grupales atendiendo al cambio social, animados por lo que Alessandro Pizzorno (1989a y 1989b) denomina incentivos de identidad y solidaridad, según los cuales la propia pertenencia y partici-

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pación en el grupo es una de las principales, aunque evidente-mente no la única, razones de la participación social.

En este sentido, el tema de la solidaridad se amplía conec-tando el ámbito de lo privado –la ética de la persona- con el nervio central de lo público –lo político- en la creación de una comunidad de riesgo y de reparto más amplio y más justo de los costes sociales en un interés que puede ser propio, recípro-co y generalizado (Ascher y Godard 2002). En la actualidad, por cierto, la construcción de la solidaridad se hace mucho más compleja cuando la distancia entre nuevos y viejos mo-vimientos sociales aparece cada vez más débil e indefinida, si tenemos en cuenta que la vieja identidad entre ciudadano y trabajador se ha roto en mil formas de empleo, desempleo o subempleo, dentro de sectores a su vez más fragmentados del mercado de trabajo. Las tradicionales identidades y solidari-dades homogéneas derivadas de la división del trabajo con-sideradas por los clásicos ya sea como motor del cambio re-volucionario (Marx), ya sea como sustrato de la organización funcional y base de la densidad moral de lo social (Durkheim) pasan hoy así por momentos de máxima inestabilidad y pérdi-da de sus líneas de cohesión social.

Estamos atravesando, por lo tanto, por un proceso de am-plia diferenciación y diversificación de la estructura social que hace que se multipliquen los actores concretos con sus razo-nes prácticas y sus necesidades específicas, lo que lleva aso-ciada una dinámica previsible de multiplicación de demandas concebidas como formas específicas de experimentar un esti-lo de vida o incluso de combinar varios estilos de vida (Alon-so 2001). Si la universalidad del Estado social estaba basada sobre el automatismo en la agregación de las demandas que se realizaban desde sujetos que se presentaban muy homogé-neos —trabajadores masculinos, industriales, adultos, nacio-nales, cabezas de familia, etc.—, ahora mismo, en tiempos en

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que estas agregaciones son difíciles de armonizar porque el conjunto de sujetos ha estallado en la diversidad, se impone un debate social sobre un concepto de ciudadanía social que pueda recoger a la vez el reconocimiento y la distribución; la diversidad y la justicia (Fraser y Honneth 2000). Al igual que la modernidad, el Estado del bienestar más que un proyecto fracasado, siguiendo el diagnóstico de Jurgen Habermas, es un proyecto inacabado, pero por definición el Estado social nunca puede presentarse como una institución finalizada y cerrada; es un sistema de organización libertades positivas, derechos y deberes que cambia en función de la sociedad y, a la vez transforma la sociedad en su intervención. La archi-conocida crisis del Estado del bienestar no sólo se deriva de su ataque por los poderes económicos o su arrinconamiento por la expansión del mercado, tampoco ha sido inmune a las disfunciones generadas en su propia marcha: burocratización, paternalismo, pasividad, descompromiso y desafección hacia su figura legítima. Por eso hoy resulta imprescindible un nue-vo pacto social que recree un Estado del bienestar y un mode-lo de ciudadanía abierto a la diversidad y, por lo tanto, cerca-no al sujeto concreto; sujeto que es individual y es social, que tiene género, etnia, cultura, valores, intereses y emociones, porque el ajuste entre persona e institución es el gran desafío de la sociedad que viene.

CONCLUSIÓN

En suma, hemos venido exponiendo como múltiples diag-nósticos coinciden en que el proceso de desinstitucionali-zación y relativo vaciamiento de los marcos de referencias colectivos (Estado nación, clase social, regímenes salariales, modelos de consumo, etc.) han supuesto cambios importantes en las formas de construcción de la subjetividad, en lo que se ha tomado como una nueva fase histórica en el proceso de individualización que habría comenzado con la modernidad

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misma. Las valoraciones de este proceso han sido diversas y ambivalentes, porque la sociedad del riesgo y su proyecto postilustrado de la “segunda modernidad” nos ha enfrentado al resquebrajamiento de las seguridades que han surgido por la clara y generalizada percepción (en forma de malestar) de que los elementos de control y racionalidad de la modernidad en el campo de lo político, lo ecológico y lo socioeconómico han quedado desarticulados (Martuccelli 2002). Pero también es cierto que esta situación de pérdida de eficacia de las insti-tuciones, y de los modelos identitarios derivados de la socie-dad industrial, abre un espacio para la agencia, la iniciativa personal y la responsabilización de la autoconstrucción de una biografía propia, sin poder endosarle esta responsabilidad a otras instancias.

Por otra parte, la individualización, introduce también otro sentido ambivalente, porque esta claro que este replan-teamiento de la identidad puede ser considerado en palabras de Ulrich Beck (1999b) como la liberación de los individuos del enjaulamiento de las instituciones, aumentando sus posi-bilidades expresivas, reflexivas e incluso cooperativas; posi-bilidades que se han plasmado en nuestras formas de consu-mir, comunicarnos e incluso de establecer nuevos vínculos sociales, formas que pueden suponer, además, maneras ori-ginales de recrear y regenerar el capital social en fórmulas más cercanas al capital social horizontal o civil —estableci-do en relaciones horizontales e informales— al capital social vertical o lealtad institucional, tal como asegura el sociólogo español Enrique Gil Calvo (2006). Sin embargo, también han sido muchos los que han alertado ante el hecho de que el de-bilitamiento de las pautas colectivas y la casi obligación de activación personal para formular salidas efectivas frente a los desafíos de los actuales estilos de vida, generan todo un nuevo universo de patologías y malestares, graves y leves, de la identidad psicológica actual —la fatiga de ser yo lo deno-

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mina Alain Ehrenberg (1998 y 2001)—; lo mismo que nos introduce en una serie de cuestiones delicadas cuando nos preguntamos por los soportes sociales que permiten la indivi-dualización y que son imprescindibles para que tal individua-lización sea real y efectiva.

El sociólogo francés Robert Castel (2009) ha puesto so-bradamente en evidencia las consecuencias de lo que po-dríamos denominar un individualismo constrictivo, esto es, impuesto a importantes franjas y colectivos de la población con los subsiguientes efectos sobre la exclusión y la margi-nación social. Porque el proceso de desinstitucionalización no ha producido, ni está produciendo, los mismos resultados sobre los diferentes grupos humanos ni niveles estratificacio-nales a los que está afectando. De tal manera que a las clases medias y medias altas (resulta tan evidente para las élites que no merece la pena ni detenerse) con buenos niveles de capital cultural y social, y alejadas suficientemente de la esfera de las necesidades básicas, el debilitamiento de los marcos institu-cionales colectivos y el distanciamiento de los fenómenos de acción colectivos implica la posibilidad de mayor creatividad, cultivo del yo, apertura a la dimensión de agencia, formación de redes, valoración de la autonomía personal, etc. Pero, del mismo modo que este individualismo “por exceso”, positivo y por desbordamiento de intereses subjetivos hace su apari-ción, también se advierte en este ciclo, para la posiciones so-ciales estancadas o en decadencia, el avance de un individua-lismo negativo, impuesto por defecto o por falta de recursos, redes y soportes colectivos (Castel y Harcohe 2001). En esta situación el proceso de individualización se realiza porque la persona sólo cuenta consigo misma y su escasez de vincula-ciones y redes relacionadas con la familia, con el trabajo, con la educación o con las instituciones públicas de protección so-cial, lo que le deja sin demasiadas posibilidades para cambiar su horizonte de posibilidades, construirse un futuro o diseñar

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su vida. Algo que para Castel (2003 y 2007), en última instan-cia quiere decir, que no todas las formas de individualización son iguales, sino que dependen de las trayectorias sociales en que se realizan y, no necesariamente están siempre connota-das positivamente.

Una nueva forma de socialidad cargada de individualidad nos ha traído un mundo pleno de redes, tribus, organizacio-nes no gubernamentales, sensibilidades próximas, identida-des múltiples, reflexividad creciente, reconocimiento de las diferencias, multiculturalismo, grupos de alcance intermedio, y un largo etcétera, ligado a esta segunda modernidad, post-modernidad o tardomodernidad en la que estamos instalados (Wieviorka 1997); pero no estamos exentos del peligro del individualismo solitario, desarraigado, imitativo y degrada-do, sólo bendecido por el consumo privado, que es, paradó-jicamente el fermento más poderoso, como sabemos, para la constitución de la ya hace muchísimos años conocida como sociedad de masas (Giner 1979); estadísticamente dominan-te, pero rechazada tanto desde las filas conservadoras (por su destrucción de la comunidad tradicional y los valores de las jerarquías históricas) como por las teorías críticas de la socie-dad por su consideración de que se asientan en un individuo insolidario, egoísta y manipulable apoyo siempre seguro para los proyectos políticos abierta o soterradamente totalitarios.

En la actualidad los individuos tenemos mucha mayor li-bertad de elección que hace sólo unos pocos años, y no sólo somos conscientes de ello sino que casi nos vemos compeli-dos a ello. Esta individualización de los principios biográficos no sólo se ha producido en las formas de consumo de bienes y servicios, sino igualmente en las formas afectivas de vida —elegir con quien se quiere llevar una vida en común bajo que reglas y orientaciones—, y, en general, en todos aquellos aspectos en los que nos asociamos y nos vinculamos desde

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la familia hasta la economía. Por lo tanto, de hecho se han ampliado las opciones de elegir, las orientaciones sexuales los principios morales, los gustos estéticos, los tipos de aso-ciación, las redes a las que concentrarse y, en general, todas las formas de relación de pertenencia e identificación. Y estas elecciones pueden transformarse rápidamente en el tiempo tras la sucesión permanente de hechos de vida y aconteci-mientos cotidianos que cambian sustancialmente las maneras de expresión de identidad, haciendo de esta construcción de identidad y su puesta en escena frente a las demás, (una espe-cie de diseño de nuestra vida mostrada) la principal tarea de la vida postmoderna (Bauman 2009).

Pero, en todos los sentidos, es imposible la construcción aislada de una identidad individual, pues el individuo sólo lo-gra tomar conciencia de su individualidad por medio de la mirada del otro, esto es, el vínculo social no es externo a la persona sino que es una de sus dimensiones constitutivas y la subjetivación sólo puede formarse en procesos intersubjeti-vos, por lo que el individuo únicamente es capaz de individua-lizarse, en el sentido más literal del término, en la sociedad. Por ello, en la sociedad actual los marcos de subjetivación y elección siguen estando fuertemente condicionados por la posición ocupada en la estructura social, que determina el ac-ceso, la cantidad y calidad de los recursos no sólo materiales sino también culturales y expresivos (Rose 1996 y 1999); el peligro de exclusión social anuncia el riesgo de individualiza-ciones fallidas, así como la frustración del propio modelo de modernidad reflexiva. Todo ello nos lleva a considerar muy seriamente la necesidad de soportes colectivos (materiales, sociales, culturales, simbólicos) para el desarrollo de la indi-vidualidad, y estos soportes pasan por el grupo, la acción co-lectiva y las instituciones, instancias todas ellas íntimamente vinculadas e interpenetradas. Porque las instituciones no sólo obligan, constriñen o limitan, sino también suministran re-

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cursos insustituibles para la construcción de la identidad; los marcos de referencia colectivos no sólo sujetan o encarcelan el yo, también le dan los modelos para pensar, ser y actuar. Sólo un debate en profundidad sobre nuestras instituciones y marcos colectivos de referencia permitirá saber la calidad del individuo, y de sus proyectos de constitución del yo, en el inmediato futuro (Alonso 2009).

En suma, el individualismo se ha convertido en la última religión contemporánea, pero como muy bien diagnosticó Émile Durkheim quien sembró toda su obra de agudísimas reflexiones sobre este asunto, pero afinó especialmente en su fascinante artículo de 1898 titulado “El individualismo y los intelectuales”, una intervención en el enojoso pero fundamen-tal para la modernidad asunto Dreyfus para defender la inde-pendencia y la autonomía de criterio de los intelectuales que se rebelaban contra el linchamiento moral llevado a cabo con-tra el militar francés por los poderes políticos de la época, y que, a su vez, acusaban a todos aquellos intelectuales críticos como individualistas. Allí Durkheim separa el individualismo egoísta que ensalza un ser humano absoluto, encerrado en sí mismo y calculador sin más instancias de referencia que su propio beneficio abstracto y un individualismo moral, herede-ro de la ilustración desde Rousseau a Kant —de los que parte en su razonamiento, pero a los que considera insuficientes en su análisis del individuo socializado—, individualismo que no enfrenta el individuo al Estado, sino que defiende su liber-tad, fortaleciendo la comunidad política, y reivindicando que los derechos humanos individuales son imprescindibles, pero deben estar incrustados en el entramado normativo de lo so-cial, esto es, el tipo de individuo que posibilita una nueva re-ligión civil cuyo resultado es la cohesión social en la libertad. Lo que el propio Durkheim resume magníficamente con una sentencia ejemplar: “El individualismo mismo es un producto social, al igual que todas las morales y todas las religiones. El

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individuo recibe de la sociedad incluso las creencias morales que lo divinizan” (Durkheim 1898: 26).

Precisamente así concluía Rafael del Águila (2008), nues-tro Sócrates furioso, su último libro publicado en vida: Crí-tica de las ideologías: el peligro de los ideales, apelando a Albert Camus en El hombre rebelde donde se decía “para ser hombre hay que negarse a ser dios”, y a partir de ahí se re-comendaba una política de la mesura y la prudencia. Políti-ca responsable, preocupada por los resultados de la acción, abierta a los avances concretos, pequeños, pero reales y mar-cada por la reflexividad y el diálogo. De la misma manera aquí, siguiendo a Rafael, se puede reivindicar una sociología de la mesura que evalúe con prudencia las causas y resultados del individualismo contemporáneo, porque de esta evalua-ción mesurada —recordemos, siempre los clásicos, la gran virtud aristotélica—, ni apocalíptica, ni triunfalista depende el mantenimiento de nuestro propio concepto de ciudadanía, justamente porque “no somos islas”, y porque “las campanas doblan por todos nosotros”.

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