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Jesús Herrán Ceballos • Pilar Salamanca • Javier Fernández Rubio Marcos Díez • Maribel Fernández Garrido • Noemí Méndez Mada Martínez • Carmen Quintana Cocolina • Leyre Martín Varela Guillermo Balbona • Alba Pascual Revilla UNA VENTANA AL MAR FERNANDO BAYONA

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Page 1: UNA VENTANA AL MAR E...pruebas. Fotos y más fotos, en sesiones individuales que dura-ban varias horas hasta que escuchábamos su «Lo tengo, lo tengo. Ahora sí. Ya está». Y entonces

MadaMartínez

MarcosDíez

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Carmen Quintana Cocolina

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JavierFernández Rubio

GuillermoBalbona

Jesús Herrán Ceballos • Pilar Salamanca • Javier Fernández Rubio Marcos Díez • Maribel Fernández Garrido • Noemí Méndez

Mada Martínez • Carmen Quintana Cocolina • Leyre Martín Varela Guillermo Balbona • Alba Pascual Revilla

El libro quE tiEnE EntrE sus manos es la demostración palpable de que editar es un acto de creación y un acto de creación colectivo en donde intervienen, a modo

de eslabones de una cadena, una larga relación de personas y profesionales.

A iniciativa del Gremio de Editores de Cantabria, y con el respaldo del Ayuntamiento de Santander, el fotógrafo Fernando Bayona, ayudado por sus discípulos Alicia Pulido y Manu Morales, dirigió, en diciembre de 2017, el taller «Editar es crear», en el que participaron como modelos personas que quisieron conocer la mecánica de la producción creativa y ser protagonistas de ella.

El taller se celebró en la sede de la Fundación Santander Creativa, en Pronillo, y por el escenario montado, con un leitmotiv marino, pasaron niños y mayores que posaron para uno de los mejores fotógrafos del país.

Hubo risas y mucha curiosidad por destripar los procesos creativos y un material de partida que, tras los procesos de edición fotográfica, fue complementado por siete mujeres y cuatro hombres que entablaron un diálogo literario con las imágenes de Bayona.

Todo ello confluye en este libro que es otro acto creativo dirigido por el editor Jesús Herrán.

UNA VENTANA AL MAR

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FERNANDO BAYONA

Fern

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Bay

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AYUNTAMIENTO DE

SANTANDERConcejalía de Cultura

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Una ventana al mar

AYUNTAMIENTO DE

SANTANDERConcejalía de Cultura

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1ª edición: abril 2018

© de las fotografías y de la cubierta: Fernando Bayona© de los textos: Jesús Herrán Ceballos, Pilar Salamanca, Javier Fernández Rubio,

Marcos Díez, Maribel Fernández Garrido, Noemí Méndez, Mada Martínez, Carmen Quintana Cocolina, Leyre Martín Varela, Guillermo Balbona y Alba Pascual Revilla

© de esta edición: Ayuntamiento de Santander y Gremio de Editores de Cantabria

Edición al cuidado de Jesús Herrán Ceballos.Asistentes de Fernando Bayona: Alicia Pulido y Manu Morales.

ISBN: 978-84-947980-3-0Depósito legal: SA 232-2018Impreso en Camus Impresores, S.L. - Guarnizo, 39611 (Cantabria)Printed in Spain

Reservados todos los derechos.El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artís-tica o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

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Índice

Gema IGual: Presentación ................................................................................ 9

el orIGen de este lIbro ................................................................................. 11

apunte bIoGráfIco de fernando bayona ........................................... 16

una ventana al mar

Jesús Herrán ceballos: La antigua biblioteca ................................ 19

pIlar salamanca: El horizonte ................................................................. 23

JavIer fernández rubIo: Una y ya está .............................................. 27

marcos díez: Dieciséis hipótesis para una fotografía ..................... 31

marIbel fernández GarrIdo: Ensoñación ....................................... 35

noemí méndez: Como una fragua de leyendas ................................. 39

mada martínez: Una película inédita ................................................. 43

carmen QuIntana cocolIna: El pescadero ...................................... 47

leyre martín varela: Volveré ................................................................ 51

GuIllermo balbona: Las redes, la red, tu red ................................... 55

alba pascual revIlla: Poemas del mar ............................................... 60

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En abril del pasado año el Ayuntamiento de Santander y el Gre-mio de Editores de Cantabria firmaron un acuerdo para la pro-moción de los libros y de los autores cántabros. Como fruto de ese acuerdo, los días 1 y 2 de diciembre tuvimos unas jornadas, patro-cinadas por el propio Ayuntamiento, en la sede de la Fundación Santander Creativa, bajo el título de «Editar es Crear».

Fernando Bayona, el gran fotógrafo jienense, fue el director de un taller en el que compartió con el público interesado su particu-lar visión artística, a la vez que desarrolló un proyecto personal de fotografía. Para ello creó una escenografía, tan sencilla como efi-caz, que se inspiraba en la Santander marinera: una habitación, una ventana y diversas artes de pesca.

Los mismos asistentes al taller le sirvieron de modelos, y el resul-tado —tras un delicado trabajo en busca de esa luz tan personal de Bayona, que tanto le acerca al tono de los óleos de Vermeer— es el que hoy presentamos: once fotografías que capturan un momento, un pensamiento, el rico mundo interior de unos personajes de los que nos apetece conocer más.

La primera parte del proyecto ya estaba realizada; pero una creación artística de tal calibre, puesta en manos de editores, iba a llevar con total seguridad al nacimiento de un libro, para demos-trar con un apoyo literario que, efectivamente, editar es crear.

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Dicho y hecho. Once escritores cántabros —siete mujeres y cua-tro hombres— abordaron la tarea de intentar explicar, cada uno a su manera, el instante mágico que había captado Bayona con su particular mirada. Y el resultado lo tenemos hoy aquí, en esta obra que reúne dos artes creativas, la fotografía y la escritura.

El Ayuntamiento de Santander —que tiene entre sus compe-tencias la promoción de la cultura, y dentro de ese concepto con-sidera fundamental el favorecimiento del sector del libro y de la lectura— se siente orgulloso de haber impulsado el taller, entonces, y de poner en manos de los ciudadanos de Santander y de Canta-bria, ahora, este librito que conjuga a la perfección texto e imagen.

Una obra que demuestra lo que muchos ya sabíamos: una de las formas más bellas de crear es editar.

Gema IGual

Alcaldesa de Santander

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Los que nos dedicamos al apasionante mundo de la edición te-nemos la certeza de que editar es crear. Y que con cada edición se multiplican, en forma de libro, las ideas originales de los autores para llegar al mayor número posible de lectores.

Con el afán de divulgar nuestra tarea, y de la mano del Ayun-tamiento de Santander y de la Fundación Santander Creativa, el Gremio de Editores de Cantabria puso en marcha, el pasado di-ciembre, las primeras jornadas de edición que, bajo el título de «Editar es Crear», tenían como objetivo dar a conocer una parte del amplio mundo del libro a través de los aspectos creativos que intervienen en el proceso editorial: el diseño, la ilustración, la ti-pografía, la impresión, la encuadernación, la fotografía…

En este sentido, la primera edición de estas jornadas, que han nacido con vocación de repetirse anualmente, se desarrolló duran-te dos intensos días en forma de un taller de creación que condu-jo el fotógrafo Fernando Bayona en la sede del Enclave Pronillo.

La línea creativa de este gran artista jienense se define por el desarrollo de imágenes en las que la narratividad y la conexión entre las diferentes escenas son determinantes para la compren-sión de las historias que aborda en sus series fotográficas. Imáge-nes que se caracterizan por una cuidada puesta en escena, en la que los decorados, las localizaciones y los elementos que en ellas se insertan son tan importantes como los personajes que desarro-llan la acción, y sirven para enmarcar y definir su psicología, sus sentimientos, sus actitudes.

el orIGen de este lIbro

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Bayona presta especial atención al vestuario, al gesto y a la dramatización de los modelos, y desarrolla un minucioso estu-dio de la iluminación para conseguir una estética que le acerca a la tradición pictórica clásica europea y al Neorrealismo, y que culmina en una especie de realidad ficcionada, muy próxima a la imagen cinematográfica.

El taller que Fernando Bayona impartió en la capital de Can-tabria —gratuito y dirigido a cuantos ciudadanos estuviesen in-teresados en participar en el fascinante universo de este gran ar-tista, y complementado con una exposición de su obra en las paredes de Pronillo— buscó para la ocasión una escenografía única, inspirada en la Santander más marinera. Un escenario que se montó con escasos recursos, sobre listones de madera que ser-vían de apoyo a telas que simulaban paredes y en las que hábil-mente se insertó una ventana adquirida en el rastro; todo ello

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adornado con objetos y ropajes que nos prestaron para la ocasión marineros locales y gentes del teatro.

El primer paso estaba dado y dejaba claro que cuando la ima-ginación impera, no son necesarios grandes medios.

El segundo parecía más complicado, y era lograr que posa-ran con naturalidad personas que nunca antes lo habían hecho. Y ahí entró la psicología de Bayona, su paciencia, su saber hacer, su profesionalidad y su capacidad para trasmitir a los actores la emoción que quería captar en cada imagen. Estudió la luz más adecuada, la postura idónea, la expresión. Hizo pruebas y más pruebas. Fotos y más fotos, en sesiones individuales que dura-ban varias horas hasta que escuchábamos su «Lo tengo, lo tengo. Ahora sí. Ya está». Y entonces todos nos acercábamos al visor de su cámara para comprobar el milagro: el escenario que teníamos ante nosotros adquiría dimensiones insólitas pasado por los filtros

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de su mirada y de su cámara. Aquellas telas que colgaban de pin-zas y aquella ventana sostenida por grapas se convertían con su arte en una habitación con vistas al mar en la que cada personaje proyectaba el instante que Fernando Bayona había querido robar.

El tercer paso no lo hemos visto. Pero le ha supuesto al fotó-grafo horas y horas, días y días de trabajo en el proceso de post-producción. Correcciones de sombras, ampliaciones de luces, añadido o eliminación de objetos, matización de colores. Siem-pre en busca del mejor resultado artístico.

El cuarto consistió en pasarle una imagen a cada uno de los once escritores que seleccionamos desde el Gremio de Editores de Cantabria para que le pusiesen palabras. Con solo tres condi-ciones: entregar el trabajo en cinco días, respetar un número de caracteres determinado y que en todos los escritos apareciese la expresión «en aquella habitación, con una ventana que daba al mar…». Ninguno falló, y cada uno levantó con sus textos alguna de las muchas historias que le ofrecía el fotógrafo andaluz.

El quinto, fue el del proceso de maquetación y edición del li-bro. Jesús Herrán Ceballos y su ‘alter ego’, Begoña Diez Migue-láñez, se dedicaron a ello con el entusiasmo de siempre y, además

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de darle forma desde la portada al colofón, insistieron hasta la saciedad, con el apoyo de Noemí Méndez y Javier Fernández Ru-bio, en la necesidad de que se cumpliesen los plazos de entrega. Luego Mercedes Camus se encargó de que todos los gremios im-plicados en la producción funcionasen con la precisión de una maquinaria bien engrasada para entregar a tiempo y con la cali-dad de siempre esta pequeña joya.

El sexto paso, que fue en realidad el motor primero, lo dio el Ayuntamiento de Santander con su decidido apoyo a la publica-ción del libro.

Y el séptimo y último lo debes dar ahora tú, lector, navegando por sus páginas e insuflándole un soplo de vida. Porque un libro cerrado, un libro sin lectores, es un libro muerto.

Ábrelo e introdúcete en él.

GremIo de edItores de cantabrIa

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Ha mostrado su trabajo en numerosos centros expositivos de Miami, Nueva York, Buenos Aires, Bruselas, Berlín, Milán, Roma, Venecia, Osaka, Túnez, Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao…, así como en fe-rias internacionales como ARCO, ART MIAMI o BASEL.

Sus proyectos han sido distinguidos con múltiples becas, entre las que destacan la Manuel Rivera, Iniciarte, Desencaja, Propuestas VE-GAP, La Térmica o BilbaoArte en España, Eberhard y BSI en Suiza, Kabushiki Kaisha en Japón o la de la Agencia Magnum y NABA en Italia, así como premios nacionales e internacionales, como Estampa de la Comunidad de Madrid, Unicaja, Fundación Arena o SONY World Photography Awards.

Su obra se encuentra en muchas colecciones privadas, museos e ins-tituciones como el CA2M, Unicaja o Fundación Botí en España, BSI Bank en Suiza, Eberhard, FORMA (Centro Internazionale di Foto-grafía) y Fundación Luciano Benetton en Italia o Bayer en Alemania.

En el ámbito empresarial, es director de Bayona Studio, centrado en el sector de la producción artística, la imagen y la comunicación, habiendo dirigido campañas publicitarias para BSI en Suiza o el Go-bierno Canario en España.

Como gestor cultural y comisario de arte independiente dirige una red de Becas de Residencia y Producción de apoyo al sector artístico (en el ámbito de las artes plásticas) a nivel nacional e internacional, como son los Encuentros de Arte de Genalguacil con más de 25 años de tra-yectoria en el Ayuntamiento de Genalguacil, las Becas de Residencia y Producción Artística EmerGenT del Ayuntamiento de Torremolinos, y las Becas de Residencia y Producción Fotográfica PhotoSun en el Ayuntamiento de Marbella, entre otras.

Fernando Bayona (Linares, Jaén, 1980)

Licenciado en Bellas Artes por la Universidad de Granada. Máster en Fotografía y Diseño Visual en la Universidad NABA de Milán.

www.fernandobayona.com

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una ventana al mar

(relatos)

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sIempre me Ha Gustado leer. De pequeña, cuando no sabía siquiera silabear, les reclamaba a mis padres el cuento de ca-

da noche. No podía dormir si no me lo leían, y esperaba con impaciencia el tono relajante de su voz, que solo variaba, para mi regocijo, cuando fingían el habla grave de los monstruos o la muy delicada de las viejecitas. En ocasiones les pedía que me le-yeran la misma historia de la noche anterior. No me importaba conocer de antemano lo que iba a pasar, acaso porque cuando somos niños necesitamos las certezas tanto como las fantasías.

En aquella habitación, con una ventana que daba al mar, había antes muchos libros; de hecho, solo había libros. Las cuatro paredes atesoraban los volúmenes que mis padres ha-bían ido reuniendo, uno tras otro, desde su juventud. Las es-tanterías dejaban sin ocupar, apenas, el hueco de la puerta de entrada y el de la ventana. Frente a ella he pasado muchas ho-ras leyendo, aprovechando su luz, en aquel reducido espacio que la lectura me ampliaba a la dimensión inabarcable de los mundos literarios.

Solía elegir las lecturas guiada por el humor del mar: si arru-llaba sereno, escogía historias amables o poesía; si bramaba en-colerizado, me decidía por las de terror, o por las de acción y aventuras. Las hojas de la ventana, sencillas, salpicadas por el

~ 19 ~

la antIGua bIblIoteca

Jesús Herrán Ceballos(Villanueva de Villaescusa)

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salitre de las olas, apenas me aislaban de los sonidos del exte-rior, pero a mí me gustaba leer con aquel rumor de fondo. El salitre perpetuo de los cristales me ofrecía una vista difusa de la ciudad marinera, y yo no hacía nada por limpiarlo, porque el exterior que de verdad me interesaba lo hallaba en el interior de cada libro.

«Cuando se abra la ventana habrá un consuelo», escribió Ka-vafis, pero mi consuelo estaba, en aquellos días de la infancia y la adolescencia, en los libros. Y no necesitaba nada más. Por eso la ventana permanecía cerrada.

Luego abandonamos esta casa y nos trasladamos a otra más grande, lejos del mar. No sé por qué, yo no puedo vivir mucho tiempo alejada de la costa, y tengo que escaparme de vez en cuando hasta aquí para revivir aquellas sensaciones.

Ahora en la habitación ya no hay libros, aunque si observo con cuidado todavía vislumbro sus huellas en algunas zonas de las paredes. Fue lo único que trasladamos a la casa nueva, por-que los libros forman parte de nuestra familia. Son nuestra fa-milia. Mi madre dice que son como los abuelos, discretos pero sabios, siempre dispuestos a contarnos sus historias a poco que les prestemos atención y nos acerquemos a ellos. Sin embargo, el resto de las estancias permanece como entonces, sin cambiar nada, con los mismos muebles de antaño.

Anoche, cuando regresé de nuevo, dormí en mi habitación, como hago siempre, en mi vieja cama de la infancia. El mar estuvo furioso hasta bien entrada la madrugada, agitado por la ciclogénesis ‘Hugo’. Incluso me pareció que había momentos en los que la casa entera temblaba, batida por las olas, y crujía como un viejo galeón a punto de quebrar en el próximo envi-te. Había traído conmigo una edición juvenil, ilustrada, de La Odisea, para releer algunas páginas antes de acostarme, pero un

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Modelo: Ana Herrán

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corte de luz interrumpió mi lectura en el pasaje de las sirenas (Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos rodeándole, llenos de júbi-lo, cuando torna al hogar; sino que las sirenas le hechizan con su sonoro canto, sentadas en una pradera, a su alrededor montones de huesos putrefactos de hombres cuya piel se va consumiendo…). Decidí dormir.

También la noche resultó agitada para mí. Soñé que era una sirena y que los marineros enloquecían al escuchar mi canción. Me sentí culpable de cada naufragio. Uno de los ahogados vi-no a visitarme y farfulló palabras ininteligibles que salían de sus labios descarnados. Parecían de reproche. Quizás me dijera que era Ulises, pero no puedo asegurarlo: los sueños se olvidan con facilidad. Creo recordar también que traía un pez en la mano, pero tampoco estoy segura.

Cuando desperté, un olor pegajoso a algas y salitre impreg-naba la casa. Me acerqué a la habitación de la antigua biblioteca con la intención de abrir la ventana para airear la estancia. No lo hice. El pescado que encontré sobre la mesa frenó mi impulso.

* * *

Mi padre suele decirme que desde las bibliotecas nos habla el espíritu inmortal de los autores muertos. Anoche sentí que ve-nía a visitarme el de Homero. Por eso permanezco frente a la ventana sin abrirla, con la mirada puesta en mi interior: no quiero que escape por ella aquel momento mágico.

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el HorIzonte es un estado de ánImo. Cuando los dioses nos nacieron, los humanos éramos

capaces de ver más allá del horizonte. Pero cuando los dioses se dieron cuenta, se asustaron y nos echaron polvo dentro de los ojos para que no pudiésemos ver más de lo necesario.

Nos quedamos sin horizonte. O, más bien, lo transformamos en un mítico lugar hacia el

cual viajamos incansables hasta el día en que descubrimos que no llegaríamos nunca, que el horizonte nunca se dejaría tocar, pues cuanto más nos acercásemos, más lejos se iría él.

Yo nací una mañana de niebla junto al mar. Y ahí sigo. Abrumado por la ingente tarea de situar en ese mar y su hori-zonte, las cosas que me rodean. Todavía hoy siento vértigo al ver cómo pasa el tiempo sin conseguirlo. En el entretanto, me gano la vida pescando. Y esperando.

«El que resiste gana», me dijeron. Y también, «quien alcan-za a ver el horizonte es porque siempre creyó en él». No sé. Lo cierto es que los seres humanos nunca ven las cosas tal y como son, sino que depende más bien de cómo las miren. En fin.

Lo que sí sé es que un día, en un intento de ensanchar mi horizonte, dejé el pueblo y me vine a esta isla donde la humedad

el HorIzonte

Pilar Salamanca(Valladolid)

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es tan densa como un banco de peces y la lluvia me golpea los hombros y me muerde los muslos como un besugo gigante. Re-cuerdo que allá donde yo vivía antes, nunca cerraba la puerta, y mientras mi mujer, que ahora no tengo, hacía pasteles en la so-leada cocina, yo le ayudaba a preparar la comida desescamando jureles. En verano, al atardecer, en unas sillas de respaldo muy recto, nos sentábamos en el porche a contemplar un cielo tan rosado como la piel de los salmonetes. A veces, incluso, rezába-mos para que lloviera.

Cuando llegué, no traía mucho equipaje. Tampoco sabía cuánto tiempo iba a quedarme. Todavía me pongo todos los días la misma camiseta y los mismos zaragüelles y por la noche me lavo los calzoncillos en el fregadero de la pequeña casita en donde me alojo antes de irme a dormir en una pequeña habi-tación con una ventana que da al mar. Al día siguiente, por la mañana, siguen estando húmedos, pero aun así me los pongo.

Echo de menos a mi perro.Eso sí, cuando amanece abro la ventana y en todas las direc-

ciones veo que el horizonte es solo mar y cielo, y a determinadas horas se hace difícil distinguir dónde termina el mar y dónde empieza el cielo. Claro que, a determinadas horas, tampoco im-porta. Creo que por eso vine aquí. Hace ya no sé cuánto tiempo.

Porque el tiempo, ya lo saben, es calle de un solo sentido. Va siempre hacia delante y tú no puedes volver atrás salvo en los recuerdos. Y eso según y cómo. Porque a veces no te apete-ce. Es doloroso. Sucede también que, en sueños, cuando vuel-vo a mi antigua casa, todo parece mucho más pequeño, excepto los árboles, que son más altos y también muchos menos, y los que quedan tienen bultos o están enfermos. A lo mejor es así como me he dado cuenta de que el pasado, como los objetos,

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Modelo: Uriel Arce

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empequeñece con la distancia y con el paso del tiempo y a ese efecto yo lo llamo nostalgia y no perspectiva como se empeñan en decir los modernos. Cuando llego, descubro que mi antigua casa ya no existe y el lugar en donde antes estaba es ahora un solar en el que han construido una vaquería. En el patio crecen el hinojo y las varas de oro. Alguien ha tirado todos mis libros por el suelo y mis vecinos han muerto o se han mudado, lo mismo que yo, y ahora sus casas están habitadas por descono-cidos que me observan detrás de las cortinas.

Mis hijos tampoco están. ¿Qué estoy haciendo ahí?

Sí, desde que llegué a la isla, suelo mirar atrás con asombro. Miro atrás hasta donde me alcanza la vista, pero no veo na-da que me tranquilice. Miro atrás sin confianza. Después, doy media vuelta y me alejo. Entre tanto, los años han ido pasando y aunque trato de ser paciente y de no precipitar los aconteci-mientos, siento que se me acaban las fuerzas. Por la noche, me parece oír llorar todavía al niño que fui. Hace calor y las venta-nas están abiertas. Tumbado en la cama, miro al techo: pintura blanca, grietas en el yeso, una araña y cuatro moscas muertas en el plafón de la lámpara. Veo también que ese niño que fui crece y crece y se va volviendo grande, mucho más grande que la bar-ca con la que ahora salgo a pescar todos los días. En su mano, un objeto misterioso que cambia de forma y de tamaño en cada sueño y unas veces parece un retel, otras un áncora, otras una nasa. También hay un reloj sin manecillas que no da la hora.

Me duele la cabeza. Acabo de darme cuenta de que, en realidad, el horizonte no

cambia: está siempre al nivel de nuestros ojos, tanto si estás de pie como si estás sentado.

Me pregunto a dónde irá el horizonte cuando nadie lo mire.

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dIcen Que los oJos no mIenten, pero las que no mienten de verdad son las manos. Con los ojos se puede mentir,

vaya si se puede mentir. También un tímido puede pasar por mentiroso, todo sea dicho, pero los ojos no suelen ser un me-dio fiable para calibrar a un hombre. Con las manos pasa otra cosa. Tal vez sea porque nadie se fija en ellas al hablar y por eso se expresan con sinceridad, pero las manos no mienten. Eso, seguro.

Yo siempre me fijo en las manos de los demás. Debiera fi-jarme más en las mías, ahora que tengo que mentir, pero es más difícil de lo que parece. Me fijo en las demás y rara vez me equivoco. Por eso no quiero que vean las mías y las oculto o las anclo a un objeto para que no me delaten. Y aun así las manos son unas bocazas.

Miren mis manos. Grandes, fuertes, son las manos del tra-bajo. Mi padre también tenía unas manos como éstas. Pero no eran éstas. Yo adoraba tanto las manos de mi padre como me avergüenzo de las mías. Las manos de mi padre eran unas manos que yo respetaba como si fueran las manos de Dios. Grandes, nervudas, callosas. Así me las imaginaba. Como las manos de mi padre. Unas manos fraguadas con el trabajo desde niño y curti-das en mil temporales. Eran unas manos que podían acariciar y

una y ya está

Javier Fernández Rubio(Santander)

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podían tronchar, como las mías. Pero a diferencia de las mías, eran unas manos de las que uno se podía fiar.

Mi padre no escondía las manos porque la gente recia no ne-cesita esconderse. Hace y dice lo que cree que tiene que hacer y decir. Porque mi padre nunca dijo una mentira en su vida y los que no dicen mentiras enseñan las manos aunque se equi-voquen.

Yo sí tengo que mentir y me avergüenzo de mis manos, que son mejores que yo porque no pueden mentir. Ellas dicen siem-pre la verdad y yo ahora tengo que luchar contra la verdad, ten-go que luchar contra ellas, en consecuencia, que saben lo que pienso y lo que voy a hacer.

Una y ya está. No hago más que repetírmelo. Una y ya es-tá. Y volveré a dejar que las manos hagan y deshagan lo que les plazca. Solo será una vez y todo podrá volver a ser como antes: la vida sencilla a lomos del mar, la sirena de la lonja, el traje de agua restregado por toda la cubierta, el vozarrón al habla en-tre pesqueros, las tormentas de madrugada, la litera junto a los motores ronroneantes, al calor del gasoil quemado, bajo la luz entintada del tambucho. Y si no vuelve a ser así será porque yo así lo decida. O porque me tengan preso.

Por eso lo hago.Una vez y ya está.Lo hago porque solo será una vez.Tiene que ser una vez y se acabó, porque no se puede vivir

bajo el cobijo de la mentira, que es una manta que no da abri-go. Hay quien puede vivir permanentemente en la mentira, pe-ro yo no. Quien vive en la mentira no es de fiar. Y yo no puedo embarcar si mis compañeros no pueden fiarse de mí. Necesito que se fíen de mí, aunque la vida sea perra, perra pero digna, necesito que me fíen sus vidas y no me miren de reojo por lo

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~ 29 ~Modelo: José Miguel Fernández

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que pueda pasar. Mala cosa, no ser de fiar y esa es cosa que me roe por dentro. Ea, cuanto antes, pues, una y ya está.

Llevo horas despierto con un cabo entre las manos para te-nerlas ocupadas mientras se acerca la hora. Tampoco puedo dormir. Llevo días sin dormir, apenas como, apenas hablo, to-do lo más me acuesto vestido, salgo al muelle y vuelvo, observo desde el catre el haz de luz como una cizalla cortando la habita-ción desde la ventana.

No, no soy de fiar. No soy como mi padre, al que cualquie-ra podría dejar su vida a buen recaudo. Desde que me hicieron la oferta y dije que sí dejé de ser de fiar. Pero cuando todo esto acabe, porque será una vez y ya está, volveré a dormir de un ti-rón como dormía mi padre. Seré como mi padre y mis compa-ñeros volverán a fiarme sus vidas en la cubierta y fuera de ella y eso estará bien.

Quiero, cuando vuelva a poner pie en tierra, recorrer el ca-mino de vuelta a casa y pararme en mi calle para mirar. Enton-ces, como si se tratara de un extraño, preguntaré quién vivía en aquella habitación, con una ventana que daba al mar, y sabré la respuesta.

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HIpótesIs 1: Aquella habitación, con una ventana que da-ba al mar, no era en realidad una habitación y la ventana

tampoco era una ventana y no estaba el mar al otro lado. Ni siquiera el joven que aparece retratado en la fotografía es un pescador, aunque lo parezca.

Hipótesis 2: El joven que posa en la fotografía sabe nadar. Lo dice la complexión de sus hombros, también el rostro se-reno del que sabe entregarse al silencio del agua, a la rítmica y precisa repetición de la respiración, al fluir de los movimientos.

Hipótesis 3: El joven que posa en la fotografía es un pes-cador y al otro lado de la ventana está el mar del que el joven acaba de regresar. Ha regresado pero no lo ha hecho del todo porque una vez que alguien entra en el mar ya nunca puede volver del mar completamente.

Hipótesis 4: Al otro lado de la ventana hay una mujer que se aleja.

Hipótesis 5: Tras dos semanas en alta mar el cuerpo se acos-tumbra al movimiento permanente y, al pisar tierra, los mari-neros se marean al sentir el suelo firme bajo sus pies. El joven de la fotografía se apoya en una mesa por eso.

dIecIséIs HIpótesIs para una fotoGrafía

Marcos Díez(Santander)

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Hipótesis 6: Al otro lado de la ventana hay un foco que fin-ge ser la luz del sol cuando amanece.

Hipótesis 7: Salir a faenar exige un ritual. El joven que se encierra en la bodega cumple con el suyo. Antes de embarcar dialoga mentalmente con el mar, le pide permiso para aden-trarse en él, le pide perdón por robarle sus frutos.

Hipótesis 8: El joven de la fotografía acaba de recibir la no-ticia de un naufragio.

Hipótesis 9: El joven estaba hace unos minutos de pie pero se ha cansado de esperar. La bodega es el lugar donde ellos se ven en secreto y él, con su ropa de los domingos, aguarda con impaciencia.

Hipótesis 10: El joven ha entrado a la bodega con decisión. Tenía muy claro qué es lo que iba a buscar pero una vez dentro lo ha olvidado. Se ha apoyado en la mesa para intentar recor-dar qué era aquello que iba buscando pero la idea se le escurre una y otra vez en su mente lo mismo que los peces se le escu-rren resbaladizos entre sus manos.

Hipótesis 11: El joven ha sentido un miedo repentino a na-vegar porque el mar al amanecer es un lugar oscuro. El joven ha sentido vértigo al imaginar el fondo profundísimo y el agua helada. El joven, aterrorizado, se ha escondido en la bodega a esperar que el barco zarpe sin él.

Hipótesis 12: Al otro lado de la ventana hay una mujer que se acerca.

Hipótesis 13: El hombre de la fotografía se ha equivocado tantas veces que siente un peso dentro de su cabeza que no pue-de soportar, por eso siempre anda un tanto cabizbajo, como

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~ 33 ~Modelo: Darío Herrán

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si le atemorizase levantar la vista y mirar de frente a todos sus errores.

Hipótesis 14: El hombre de la fotografía tiene un dilema. Su mente está dividida entre lo que es correcto y lo que es na-tural. Hacer lo correcto le parece que es, a veces, algo parecido a ir con el barco en contra de los vientos y de las corrientes: una navegación siempre fatigosa, siempre con el motor encen-dido, tantas veces áspera y aburrida. Presiente que lo natural hará que la embarcación avance hacia no sabe dónde con li-gereza y alegría pero sin control. Ensimismado, medita sobre cómo lo correcto es tantas veces antinatural y como lo natural acaba llevando tantas veces a lo incorrecto. El hombre de la fotografía sabe que los mejores peces se encuentran siempre al filo de los acantilados.

Hipótesis 15: La bodega en la que se encuentra el joven de la fotografía no es del joven de la fotografía. Está allí por ca-sualidad. Sólo buscaba un lugar en el que poder pasar la no-che protegido de la intemperie. Encontró la puerta abierta y se tumbó encima de un montón de redes para poder dormir. Las razones por las que el joven de la fotografía está a la intempe-rie no se conocen.

Hipótesis 16: Al otro lado de la ventana un barco espera.

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AQuella HabItacIón, con una ventana Que daba al mar, enmarcaba un exiguo recuerdo de lo que un día fue el go-

teo de horas en el exterior, el plomeo de la rutina y la brisa en su blanca piel, el trayecto bajo la fina lluvia para entregarse ocho, diez, doce horas al día, arañando el empeño de ganarse la vida. Días que fluían entre sus dedos sin demasiado duelo, con su trasfondo salobre: el muelle, nudo de despedidas y llegadas, de olores y remiendos, de mercancía que pasa, de carbonilla per-cutiendo los cristales y moluscos criando bajo la última línea que lame la marea.

Los ojos vueltos al pasado, la mirada hacia adentro, ahora que resuenan lejanos esos ecos de la carga y descarga o las cintu-ras aventando cestas y voces. Redes de manos, redes de mujeres que ya no están. Manos que partieron, disgregadas, al reclamo de la fábrica y dejaron silencio por las calles, entregando sus ocho, diez, doce horas al día a una cinta de producción. Que se incrustaron en sus casilleros habilitados al efecto sin espacio hu-mano, sin interés por la parte orgánica, efecto secundario que estorba de la gente que trabaja.

Ella se quedó junto a su ventana empañada de polvo, a la espera de nuevos aires menos cargados de humo, sintiendo el desgaste del tiempo en su piel y su mirada; apartándola de los

ensoñacIón

Maribel Fernández Garrido(Santander)

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turistas que afeaban, por simple comparativa, con su proximi-dad. Ella era el día a día, el sueño angosto junto al lecho de los hijos enfermos, la preocupación por el pan necesario sobre la mesa, el desvelo de quien cuida y se olvida de sí misma, lejos de sus iguales, encasillada ella en el mar de soledad que se embalsa tras la cerradura de cada pequeña vivienda.

Las voces que poblaban las calles ahora son historia, porque cada voz solo se habla a sí misma en la intimidad de un moder-no desapego, o de un viejo temor. El vuelco de la espalda hacia el extraño. Extraños que conviven tabique con tabique, toda su vida. Qué fue de aquella sensación de pueblo, de vecindad. Qué fue de las comadres. Mujeres amamantando, con la otra mano cargada de tarea, con otras manos pares sustentando sus espaldas. Miradas a los ojos, comprensión de la vida, cual relato bíblico, escondida tras ellas. Pero ya no. En el despertar de los cuerpos que no manchan, no queda lugar para sangre, ni lágri-mas, ni escamas.

La escasa luz apenas da tregua, magnifica las arrugas del can-sancio y las sombras del alma. Escucha un llanto apagado mien-tras el pescado confronta su despiece. Tiene las manos húmedas y blandas de humores que resbalan y hieden. Quiere acudir a consolar al niño que se revuelve en su fiebre, pero no puede apartar ahora su faena. Es el mismo ahogo cotidiano que siente en el exterior embarrado: pegajoso, escurridizo, capturador. La blanca voz se le entierra con punzadas profundas, cosiendo un nuevo gramo de culpa a sus pulmones. Quiere ser dos cosas a la vez, pero no se reconoce ya ni en una, es vano su intento por escrutar la mirada que devuelve sus interrogantes desde el lecho de azogue que se burla de ella, de lo que fue, en el espejo. No es posible lavarse de esta disociación. La mujer que se queda y la mujer que se va. La madre que vela y la madre que procura.

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~ 37 ~Modelo: Marta López

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El ave que vuela y la que rearma el nido, bien amarrado a las ra-mas. El pez que se adentra en las frías corrientes y el que se da, despedazado, al aire.

Y con el blando rumor que escurre el cuchillo eviscerando, sueña. Sueña volando muy alto por encima de sus manos naca-radas por el brillo escamoso, sueña ajena al tufo penetrante, a la presión viscosa, al asco reluciente. Imagina. Sus pies doloridos, que un día caminaron sobre ascuas y tizones, se convierten en cordones que se destrenzan, se revuelven, se deshacen, se trans-forman en similar víscera pegajosa, y ensamblándose a la cola, que agigantada y henchida tronza la mesa con un destello hú-medo, rebota en el suelo, sirena que ya solo habrá de ganar el mar. Ese mar tras su ventana. Y nadar. Y perderse en la inmen-sidad del azul.

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aQuella HabItacIón, con una ventana Que daba al mar, era el lugar desde donde veían caer la lluvia o salir el sol,

llegar y partir los barcos, incluso, desde ella, muchas noches veían salir las estrellas que tanto les gustaba identificar. Pero también era el lugar donde encontraban refugio las fantasías de todos ellos tras las largas mañanas de colegio. Allí se habían transmitido historias variopintas que nunca se pudieron corro-borar y que todos afirmaban ser ciertas.

Las chicas, a cargo siempre de los más pequeños, sabían que al otro lado de esas ventanas estaba la vida real, en la que Iker aprendería cuándo entraban los barcos a tierra sin necesidad de sacar el catalejo que su abuelo le había regalado al cumplir seis años ya que cada martes regresaban, siempre a la misma hora. Inés y Mara aún se asombraban cuando veían los pesqueros entrar a puerto, porque entre las redes solía venir algún tesoro atrapado que les hacía pensar en los mundos mágicos que ha-bitaban los peces. Les gustaba creer que esos océanos llenos de sirenas, tesoros, piratas y grumetes, eran los mundos por los que navegaban quienes partían a la mar.

Lucía, Sol, Lúa y Lara ya habían dejado atrás esa ingenui-dad, pero, aunque ayudaban resignadas cosiendo las redes a cuidar de los más pequeños, todavía disfrutaban jugando con

como una fraGua de leyendas

Noemí Méndez(Ferrol)

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ellos y esbozaban sonrisas al oírles elucubrar sobre lo que ocu-rría al otro lado del cristal.

—«¡Por allí entra un ballenero!» —decía Inés toda intere-sante—. «¿Un ballenero?», pensaban las mayores, «¡qué inge-nuidad!». Pero Mara e Iker no lo dudaban, aquellas grandes lanchas, para ellos de tal inmensidad, no podían sino capturar grandísimos peces que no eran capaces de medir, ni siquiera de imaginar.

—«¡Un día mi padre pescó un pez tan grande como mi abuelo!», se le ocurrió asegurar con gravedad a Lucía. Los pe-queños abrieron los ojos y la boca tanto como pudieron, y Sol, Lúa y Lara se miraron entre ellas preguntándose qué mosca le habría picado.

Los pequeños comenzaron a revolotear cerca de ella para sa-carle todos los detalles de la misteriosa y grandiosa proeza fami-liar, sentándose finalmente como quien se sienta cerca de una anciana sabia a punto de contar una historia increíble.

Sol, Lúa y Lara llamaban su atención con signos, preguntan-do y cuestionando aquella frase que estaba a punto de introducir a los pequeños en una hipnosis colectiva, que no serviría sino pa-ra llenar su cabeza de más fantasías absurdas; pero Lucía comen-zó a contar una historia digna de un buen libro, con tantos pelos y señales que incluso sus descreídas amigas comenzaron a dudar si era tan real como elocuente parecía en su narración.

Todos los presentes permanecieron en silencio, escuchando atentamente la increíble historia de Lucía. Pasó la tarde trans-mutándose por momentos en pura magia, y aquella ventana cambiaba de luz acompasada por sus palabras, decorando sus rostros también encendidos, con los colores de un arcoíris.

Todos dejaron volar su mente, ninguno se dejó vencer por el peso de la razón y el juicio, pues todavía guardaban la sabiduría

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Modelos, de izquierda a derecha: Lara López, Mara Montero, Sol Aia Ontañón, Lucía Montero, Inés Prieto, Iker Arranz y Lúa Roca

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innata que los niños tienen para saber que lo importante no era la verdad de los hechos, sino la magia de la historia en sí, y su capacidad para emocionarles en un espacio sin tiempo, con una ventana al exterior y al interior de sus emociones.

Inés, Iker y Mara estaban abducidos por la narración de la chica; y Mara, su hermana, no recordaba que jamás hubieran contado esa historia en la familia, pero era tan intensa, tan inte-resante, y se sentía tan orgullosa, que la asumió como una ver-dad incuestionable. El resto de las mayores empezaron a seguir la corriente a Lucía, aderezando con todo tipo de afirmaciones un relato que estaba consiguiendo que los pequeños estuvieran más tranquilos de lo normal aquella tarde.

—«¿Ese pez no es el que pescaron con ayuda de los padres de Iker?» —preguntaba Sol. Y Lúa reforzaba más aún—: «Es cier-to, nos contaste que aquel día venían asombrados porque era de una especie que nunca nadie se había atrevido a capturar». Iker abría sus ojos como platos, perplejo por la valentía de aquellos padres, y Lara, asintiendo, les dijo a los tres: «Lo que no sabéis es que la mamá de Inés fue la única capaz de atreverse a ayudar-les a devolverlo a la mar, porque era tan, tan grande, que nadie en su sano juicio se atrevía a acercarse a él. Necesitaron que la gente más valiente del pueblo fuera a ayudar». Los tres peque-ños, orgullosos de la hazaña, comenzaron a inquietarse; tenían prisa por llegar a casa para verificar aquella historia. Las chicas, casi aliviadas, se dieron cuenta y empezaron a recoger sus cosas para llevarlos a sus hogares a cenar.

Aquellas tardes, ante la ventana, habían fraguado durante ge-neraciones un vínculo grande, extraordinario, como el pez mis-terioso que recogieron y luego devolvieron a la libertad. Y las leyendas que iban añadiendo hacían que todos se sintiesen pro-tagonistas de la gran historia de aquella villa a orillas del mar.

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el Hombre estIra una mano callosa y me pide de nuevo la foto. La observa unos segundos y asiente.

—Sí, sin duda, éste es Marcelino, esas ojeras son inconfun-dibles. Y eso que para la película le maquillaban y no se le no-taban nada.

—Pero, ¿de qué película me habla?—La del tipo aquel que vino de Finlandia. Se llamaba

Aki…, no recuerdo el apellido, creo que rimaba con el nom-bre. Un tipo muy joven, parco en palabras, serio pero encanta-dor, un poco borrachín. Estuvo por aquí al menos un mes, con una cámara y otros cachivaches. Nos explicó que quería hacer una versión socialista de Moby Dick, y a los vecinos nos encan-tó la idea. Le prestamos botes y aparejos para el rodaje. A algu-nos de nosotros nos dio personajes. Marcelino actuó y cuando terminó el rodaje se quedó con las botas a modo de trofeo. Las colocó en una de las baldas del salón, junto a las películas sobre navegación y a su colección de maquetas de barcos.

—Aki… ¿Aki Kaurismäki?—¡Ése era el nombre! Un tipo fantástico. El rodaje fue muy

de andar por casa, muy pequeñito, casi le diría que familiar.—Sigo sin entenderlo, si es un director de culto, premiado

en grandes festivales. ¿Cómo es que esto no se sabe?

una película InédIta

Mada Martínez(Santander)

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—¿Curioso, eh? Quizá es lo que dice Melville en Moby Dick: «Los lugares verdaderos no están en ningún mapa».

—Ya. ¿Sabe con quién más puedo hablar de este asunto?—Mujer, yo hablaría directamente con Marcelino, un lobo

de mar, ja, ja, ja.

Dejo atrás al hombre, que fuma y mira, alternativamente, el móvil y las barquitas que se balancean cerca de la orilla, y me dirijo hacia la casa que me ha indicado, una vivienda baja con la pared de azulejos blancos y sucios. Llevo la foto en la ma-no, la estoy estropeando de tanto manosearla. Me la encontré en perfecto estado entre las páginas de un libro que hallé en el trastero familiar, precisamente una edición del Moby Dick de Melville con tapas de cuero y un interlineado atroz. Es la foto de un hombre que mira fijamente a cámara, con sus botas y su abrigo de marinero. Hay una inscripción al dorso: «De La Ma-ruca a Cannes». Trabajo como periodista y ese hallazgo no hizo sino espolear mi curiosidad. ¿Qué historia se escondía detrás de esta imagen?

Encuentro a un hombre en el pequeño jardín de la casa, sen-tado junto a una mesa de plástico con sombrilla. Tiene unos ochenta años. Le hablo desde la portilla.

—¿Es usted Marcelino, el hombre que aparece en esta foto?Se acerca, mira lo que le muestro y entonces los ojos se le

hacen pequeñísimos, sonríe, coloca las manos detrás de la nuca.—¿Una película de Kaurismäki en La Maruca? Sí, así fue.

Ocurrió en el verano de 1980. Participamos muchos vecinos, mi madre cocinó cachón para el equipo durante quince días. Ninguno lo conocíamos, pero nos contagió su pasión, ese cha-val intuía que su sitio estaba en el cine. No recuerdo muy bien por qué acabó en este lugar. ¿Vino atraído por el paisaje de la

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~ 45 ~Modelo: Fermín García

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ría, se perdió viajando en furgoneta? No lo recuerdo, pero lo cierto es que decidió rodar aquí su primer largo, una película que no acabó y, al parecer, quedó en el olvido. Una pena. Yo tenía un par de frases, una de ellas empezaba: «Aquella habita-ción, con una ventana que daba al mar…». También recuerdo los decorados, tan austeros, con ese punto naïf… Luego he vis-to que ha mantenido el estilo. ¿Qué te parece? Se puede decir que Kaurismäki ensayó, por primera vez, su idea del cine en es-ta orilla del Cantábrico.

Nosotros también vivimos cambios. Desde pequeño he si-do un apasionado del cine clásico de aventuras marinas. Me imaginaba protagonizando Capitanes intrépidos, El mundo en sus manos, Moby Dick. Así que participar en el rodaje fue algo parecido a cumplir un sueño. Lo malo fue subirme a los botes y comprobar que me mareaba sin remedio. Acababa mareándo-me con solo mirar las olas, incluso mirando aquellas películas que tanto adoraba. Supongo que hay sueños que es mejor no cumplir. Los cumples y te mareas.

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Nos estamos mudando a un mercado más grande y lechu-guino, de esos en los que los clientes parecen más expertos

sobre nuestros productos que los que trabajamos aquí. Hoy he traído mis herramientas y una caja con dos peces que me han encargado como favor los del puesto de flores. No encuentro mi escamador y he tenido que decapitar sin preámbulos a uno de ellos, la merluza, dispuesta sobre la tabla de madera. Por su cara inexpresiva no puedo intuir si le ha hecho mucha gracia. Pese a estar muerta, sus pupilas han cambiado de color cuando mi cuchillo ha atravesado su pequeño cuerpo. Desescamar pescado me relaja, me ayuda a entrar en faena, es como los preliminares en el sexo. Yo soy de esos que prefieren descamar un rato antes de usar mi cuchillo. No obstante, en el sexo como en la vida, no valen las falsas esperanzas, no puedes alimentar el placer y después no llegar al éxtasis, de la misma manera que no puedes decirle a alguien que vas a volver si ya sabes que no lo harás. En ambos casos, ahora lo sé, significa la muerte, la expiración del placer, la defunción de la existencia, todo es lo mismo.

Cuando tenía la edad de un niño, alguien me hizo esa juga-rreta. Nadie dice que va a volver y luego no vuelve, papá. «Voy a por unos camarones», me dijiste dándome la mano en aquella habitación con una ventana que daba al mar, «volveré cuando

el pescadero

Carmen Quintana Cocolina(Santander)

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menos te lo esperes, cuando la brisa cambie de olor». Enton-ces mamá intentó apartarme de ti, pero yo te apreté aún más fuerte la mano y tú le hiciste ese gesto tuyo con la cabeza mo-viéndola hacia los lados como diciéndole que todo estaba bien. Hacía frío, era martes creo. Mamá te había puesto la chaqueta de lana, tu favorita, y te había tapado con las mantas. El chu-basquero amarillo estaba colgado por la capucha detrás de la puerta blanca de madera; los corchetes desabrochados. Tu ca-beza, desnuda, brillaba por donde antes habías tenido ese pelo negro y frondoso que se había ido cayendo a cachos mientras te peinabas de manera frenética con los dedos de una mano, la izquierda o la derecha, daba igual.

El bote gris, con la pintura desconchada por algunas zonas de la popa y en la proa, donde el casco de madera de tu barco chocaba más contra el muelle, te aguardaba en la dársena meci-do por las suaves olas de la bahía que no eran olas sino repeticio-nes de un clamor al que le quedaba poco aliento. Yo, te acom-pañé hasta el muelle y te miré impaciente mientras desanudabas el cabo que mantenía el bote amarrado a la bita de hierro. Des-pués te ayudé a subir a tu embarcación agarrándote del brazo al tiempo que movías tus piernas cansadas. En una mano llevabas la red de malla fina y en la otra un libro sobre las estrellas y cons-telaciones. «¿Se te va a hacer de noche?», pregunté cogiendo el libro entre mis manos, «te quiero acompañar». Tú me miraste con ojos grandes y profundos, pero no contestaste. Después de un rato callados, así sin más, soltaste mi mano y zarpaste.

Cuando te fuiste te seguí soñando durante mucho tiempo. Estuve varado en la playa como ballena sin saber muy bien cómo ni cuándo llegué allí. Recogía conchas, una por cada minuto de espera. Llené más de cien cubos de plástico rebosantes de mo-luscos hasta que dejaron de caber en mi casa y mamá me sugirió

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~ 49 ~Modelo: Juan A. Pino

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que empezara a contar hacia atrás. Así que me deshice de una concha por cada minuto de vigilia hasta que no me quedó nin-guna. Luego volví a empezar. Te esperaba, aunque todos a mi alrededor me indicaran que de nada servía, que te habías ido a pescar lejos, que probablemente nunca estuvieras de vuelta.

Sin embargo, tú dijiste que ibas a volver cuando la brisa cambiase de olor. Mamá me explicaba que tu barca regresaría en mis sueños, pero yo te esperaba despierto. Estuve meses ha-ciendo y deshaciendo cubos repletos de conchas vacías. Senta-do sobre la arena, afincado en la playa al lado del muelle desde donde te vi partir, te aguardaba con los ojos puestos sobre la línea del horizonte, sin descanso. Por si te veía volver. Después me hice pescador para seguir tus pasos y salí a buscarte en in-numerables ocasiones con la excusa de atrapar lo que cayera en mi red. Con el tiempo tu recuerdo se hizo más lejano, y me di cuenta de que me habías colmado de ilusiones y te habías mar-chado dejándome con la fantasía del retorno. Cuántos meses de espera malgastados.

Ahora, de pie frente a la mesa con una merluza descabezada que me mira impasible sobre la tabla, en un mercado a medio montar, sé que la brisa del mar cambia continuamente de aro-ma y aún así espero, espero encontrar mi escamador. Entendí tu metáfora tarde, pero cuando lo hice, reemplacé las redes de pescar por el cuchillo y los guantes de malla, al menos así los pe-ces me llegarían muertos. No sería yo quien tendría que decidir si darles falsas esperanzas, me dejaría de juegos que no iban a llegar a buen puerto porque la brisa del mar cambia continua-mente de aroma. Siempre vas a estar conmigo porque, la brisa, cambia continuamente de olor. Me has debido de esconder el escamador para que me acuerde de ti y le corte la cabeza a esta merluza que no deja de observarme.

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volveré

Leyre Martín Varela(Cantabria)

te dIJe Que volvería. Mejor dicho, te prometí que volve-ría a lo que, en otros tiempos, fue nuestro refugio. Sabes

perfectamente que siempre cumplo mis promesas, pues fuiste protagonista en la mayoría de ellas. Ha pasado mucho tiempo —demasiado—, y apenas se percibe un resquicio de lo que fue este lugar, apenas me dejan estas viejas ruinas alimentarme de tu recuerdo. Me dolía mucho ignorar que te echaba de menos, pero creía que iba a doler más verte de nuevo con los ojos del pasado. Estaba equivocado.

Casi sin querer, como si el tiempo estuviera jugando conmi-go, me mantuve dos horas en nuestro sitio preferido, hubiera jurado que solo pasó un segundo, simplemente mirando, ¿te acuerdas? En aquella habitación, con una ventana que daba al mar, tan azul, tan profundo, cómo nos gustaba contemplarlo, imaginar los barcos de piratas que lo surcaban. Allí todos nues-tros problemas se esfumaban, como si las olas, incluso a esa dis-tancia, pudieran arrasar con todo y, de repente, me di cuenta de que, en estos tiempos, ya no son tan fuertes: esta vez no pu-dieron llevarse mis demonios.

Solo tú los convertías en inspiración. Recordar; ésa era la única esperanza que me quedaba después

de todo, y sentado en este viejo banco me pregunto cuántas

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veces encendimos la luz, esperando a que la claridad del día nos alcanzase. Me reí pensando que siempre la ganábamos, aunque ahora te aseguro que solo veo sombras.

Tantas veces me dijeron que todo era mi culpa, que había si-do yo quien se había dado por vencido, que podía haberle dado color a estas paredes muchos años atrás, que no debía dejar que se apagasen. ¿Sabes? Las excusas son tan fáciles cuando quieres convencerte a ti mismo… No me cansé de echarle la culpa al tiempo pero, si dejé que aquella habitación se marchitara, co-mo si fuera una pequeña y frágil planta, no fue por otra cosa que por miedo, miedo a darles la razón.

Me equivoqué pensando que quería huir de allí, y para cuando he querido echar la vista atrás, ya lo había conseguido.

Hubiera sido un milagro que la vida me dejara volver a esos momentos en los que era suficiente con un lápiz y una hoja de papel. Sorprende que, lo que antes era un castillo mágico, ahora sea un cajón de polvo y tristeza.

Mi tren se fue, mi oportunidad, mis ganas; y mi sensación de fracaso ganó, burlándose de mí y atormentándome en sue-ños. Bueno, sueños… tú los hubieras llamado pesadillas.

Los campos que rodean la casa son de un verde menos in-tenso, a veces incluso parecen grises, tan grises como los fantas-mas que nos visitaban por las noches.

Me lo decían mis abuelos, que no debía encerrarme en la habitación tantas horas, que saliera a la calle y dejara de imagi-narme monstruos que se encontraban al otro lado de la venta-na, pero ahora lo único que me apetece es volverlos a ver, son mejores que los reales, créeme.

La nostalgia me ha atado un nudo en la garganta, pero por más que trago no se va, ni creo que se vaya nunca.

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Modelo: Antonio Toca

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El invierno ha llegado, tu estación favorita, pero lo recorda-ba más frío y lluvioso, ahora desde aquí se me hace lejano y dé-bil, como si hubiera perdido en sus últimas batallas.

Solo espero que no sea demasiado tarde y, después de todo, y siendo de lo más absurdo, solo se me ha ocurrido escribirte esta carta, para que pudieras sentir lo dura que ha sido la ausen-cia. Quizás algún día puedas perdonarme, aunque creo que seré yo el que tenga que perdonarse a sí mismo.

Lo único que quiero es hacerte esta última promesa, en la que me obligue a luchar por recuperarte, al menos lo que que-da de ti.

Te juro que volverá la ilusión, la que transformaba el mun-do en una aventura y nunca se cansaba de hacerme feliz. Tan necesario es volver a tenerla… como lo era escribirle esta carta al niño que alguna vez fui, a la parte de mí que sabía vivir, al que tantos años recorrió esta casa, a él, a nuestro mundo, al pa-pel y al lápiz que no paraba, incesante, de crear su baile. Porque cuando pasan los años te das cuenta de lo importante que es volver a los lugares que te hicieron feliz. Porque te juro, esta vez sí, que sea en nuestra antigua habitación o sea en cualquier otra parte, te volveré a dar vida.

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las redes, la red, tu red

Guillermo Balbona(Bilbao)

sIempre pensé que escribirte cabreado aquellas palabras con tono grave, casi finalista, me devolverían intacto tu nom-

bre. Ya sabes, acariciarte sin esperar explicación. Besarte sin justificaciones. Y volver del placer como quien desciende ese tobogán infantil que se antojaba nuestra montaña rusa adulta, pecadora, vertiginosa, directa al infierno de las cosas ajenas. Cuánto sufría al mirarte sin verte, al verte sin mirarte. Pero eso es ya agua pasada. A la intemperie las cosas adquieren una textura extraña, diferente, como si el mundo nos abandonara y toda esa extrañeza escurridiza nos resbalara de manera inter-minable. Para entonces tú ya eras uno de esos rastros inevita-bles, tan imborrables como corrosivos. Un palimpsesto en el que por muchos nombres que se grabaran siempre volvía a aparecer el tuyo.

Tu abuelo me citó a la una en aquel antro angosto del puer-to, envuelto en una oscuridad que cualquier rastro de luz se

«...recordarnos lo extraña que es toda existencia, en la que todo fluye como el agua que corre, pero en la que únicamen-te los hechos importantes, en vez de depositarse en el fon-do, emergen a la superficie y alcanzan con nosotros el mar».

Marguerite yourcenar, Como el agua que fluye.

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hubiera interpretado como una inauguración del mundo. En mi caso cada visita era un soplo de redención frente al trabajo obsesivo, un viaje que me aliviaba de esa cerrazón del ordena-dor, de llegar a pensar que todo pasa por aquellas pantallas y programas donde hasta conciliar nuestras agendas se convertía en una aplicación.

Siempre me han fascinado las personas que, sin querer, transmiten una atmósfera reparadora. Tu abuelo además po-seía la complicidad del mar, el silencio que envolvía aquella estancia de olor intenso, protegida por el fondo cotidiano de los aparejos, las cajas y ese sonido ancestral que por repetiti-vo, siempre regresaba distinto, todo como un bodegón casero y domesticado. Hay gente que se las arregla para que la vida tenga formas, y aferrarse a ellas como quien asciende por una carretera para buscar insistente el mirador, la atalaya que le ponga en su sitio. Venancio era uno de esos tipos. Estiraba las piernas, corregía el taburete y agarraba las redes como si la mismísima Moby Dick fuese a engancharse entre sus piernas.

—¿Sabrás cuidarla, verdad?, me dijo.No me asustó la pregunta sino ese tono desmayado y enca-

llado en una respuesta que quizás estaba ya contenida entre sus signos de interrogación.

La jodida ansiedad, la pesada levedad, pensaste.En toda relación hay implícito un ritual, un diálogo entre

el lugar, la construcción, el espacio sagrado, la mitología, las cartografías y, en tu caso, el cuerpo ofreciéndose desde tu que-bradiza sensación de fuga.

Me dio miedo no tanto la gravedad que sonaba bajo la pre-gunta como la sensación de final que la acompañaba. Me ha-bía acostumbrado a las constantes apocalípticas que escupía internet como si todas las sectas se hubieran conciliado para

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~ 57 ~Modelo: Roberto Costas

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construir una red moral, con ese tono de advertencia ofuscada que el poder impregna sobre las cosas. Y, sin embargo, en el interrogante de tu abuelo se respiraba algo ensimismado, pe-gadizo y con un vocabulario sumergido, una de esas maneras que se dejan delicadamente posadas y que adquieren la apa-riencia de una despedida. Hay palabras, lo supiste cuando te marchaste sin apenas pronunciarlas, que son como la nieve, tan frías y ardientes, o como cristales clavándose al azar en la piel sin que uno nunca acabe de sangrar.

—Nos complicamos mucho la vida. Total para tres días…, solías decir.

Nunca te contesté. Somos débiles, endebles y nos gusta en-redarnos como esa hiedra que llegó a tapar la fachada de tu casa de vacaciones en Vigo.

Asentí ante tu abuelo. Y me quedé con el contraste. La me-lancolía que desprendía Venancio presagiaba un dolor invisi-ble y, sin embargo, no pude apartar la mirada de sus manos enderezando la red, mientras dominaba aquella habitación, con una ventana que daba al mar como si no hubiera más paisaje posible. Para entonces tú ya eras pasado, pero no me atreví a decírselo.

—Sí, la cuidaré, dije.Me miró confiado pero lo hizo desde una lejanía extraña,

tan familiar como desnuda. Me resultó imposible contarle que te habías marchado dos semanas antes, tras dos o tres mono-sílabos apresurados, una maleta hecha con desesperación y ra-bia más que con premura y la mano de aquel arquitecto que habías conocido en el café de Paco.

El resto ya es historia. No me dio tiempo, por ejemplo, a darle las gracias por mostrarme el vocabulario marinero que yo apliqué disciplinado a la gramática de conquista con la que

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me acerqué poco a poco a tu entorno. Tampoco pude inven-tarme que lo nuestro discurría a toda vela porque los tres éra-mos ya náufragos ajenos a nuestros recuerdos. A tu abuelo lo encontraron en el suelo de la caseta días después. Cuando te avisaron ya viajabas a Munich con la mirada puesta en otro hombre y en otra ciudad. Y yo volví a mi mundo grande pero infinitamente pequeño, conectado con todo menos con aque-llo que realmente quise.

Nadie me había enseñado a morder la tormenta así que me afané en limpiar el fondo de pantalla del ordenador co-mo quien borra el pasado y busqué en las páginas de placer un consuelo primario y primitivo. Había aprendido al menos que tu abuelo practicaba ejercicios de nostalgia entre las redes. Que mi realidad era un mundo tejido con la enormidad del vacío y que tú habías pasado a ser ya una red maravillosamen-te inaccesible.

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poemas del mar

Alba Pascual Revilla(Liérganes)

Creo en la desnudez de unas manos endurecidas por el viento.En la solemnidad de las labores,las mujeres realizan ofrendas a los peces.

Pacientes, aguardan la hora de la ceremonia, unidas por el rastro de la memoria.

Cabalgad sobre las olas,recoged con vuestras manos de roca el oro del lecho.

Observo los rostros recorridos por el rayo,expectantes ante la desolación de unos brazos vacíos.

Animales del abismo engendran la oscuridadque se esconde en sus párpados.Extinguíos, salvajes criaturaso traed la calma en la tempestad de la noche.

Ellas, hermanas de lo invisible, describen la historia y el recorrido de las aguasmarcada en su piel.

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~ 61 ~Modelos: Ana Caparrós y Montserrat Morales

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Cae la noche y aparecen destellos de luz entre las olas.El pulso marca el delirio de los peces.

Aquella habitación, con una ventana que daba al mar permanece [oscuramientras un incendio se proyecta en el horizonte.

Las mujeres, ciegas ante la inmensidad,tejen espejos con hilos invisiblespara guiar a los habitantes de la levedad:los pájaros, guardianes del viento, hacen soñar con la elevación.

El reflejo ofrece la imagen de un alma,blanca como la nieve derretida en el lecho de un niño.

Creo en la soledad de las mujeres del mar,en las redes que atrapan el futuroy en la construcción de sueños húmedoscubiertos por las algas.

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MadaMartínez

MarcosDíez

NoemíMéndez

AlbaPascualRevilla

PilarSalamanca

Leyre Martín Varela

Jesús Herrán Ceballos

Edi

ción

no

vena

l

Carmen Quintana Cocolina

FernandoBayona

MaribelFernández Garrido

JavierFernández Rubio

GuillermoBalbona

Jesús Herrán Ceballos • Pilar Salamanca • Javier Fernández RubioMarcos Díez • Maribel Fernández Garrido • Noemí Méndez

Mada Martínez • Carmen Quintana Cocolina • Leyre Martín Varela Guillermo Balbona • Alba Pascual Revilla

El libro quE tiEnE EntrE sus manos es la demostración palpable de que editar es un acto de creación y un acto de creación colectivo en donde intervienen, a modo

de eslabones de una cadena, una larga relación de personas y profesionales.

A iniciativa del Gremio de Editores de Cantabria, y con el respaldo del Ayuntamiento de Santander, el fotógrafo Fernando Bayona, ayudado por sus discípulos Alicia Pulido y Manu Morales, dirigió, en diciembre de 2017, el taller «Editar es crear», en el que participaron como modelos personas que quisieron conocer la mecánica de la producción creativa y ser protagonistas de ella.

El taller se celebró en la sede de la Fundación Santander Creativa, en Pronillo, y por el escenario montado, con un leitmotiv marino, pasaron niños y mayores que posaron para uno de los mejores fotógrafos del país.

Hubo risas y mucha curiosidad por destripar los procesos creativos y un material de partida que, tras los procesos de edición fotográfica, fue complementado por siete mujeres y cuatro hombres que entablaron un diálogo literario con las imágenes de Bayona.

Todo ello confluye en este libro que es otro acto creativo dirigido por el editor Jesús Herrán.

UNA VENTANA AL MAR

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FERNANDO BAYONA

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AYUNTAMIENTO DE

SANTANDERConcejalía de Cultura