una fundación improbable los hermanos del sagrado corazón

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Una fundación improbable. Los Hermanos del Sagrado Corazón Bicentenario de la fundación de los Hermanos del Sagrado Corazón Una fundación improbable Los Hermanos del Sagrado Corazón René Sanctorum, SC Traducción. H. Javier Marquínez Conferencia dada en el colegio Saint-Louis/Saint-Bruno el 30 de septiembre de 2021 André Coindre (1787-1826) Buenos días a todos, hermanos y hermanas laicos, antiguos colegas, compañeros de hoy, amigos cercanos y otros de horizontes diversos de ayer y de hoy. ¡A vosotros, queridos sacerdotes y particularmente al Padre Matteo Lo Gioco, párroco de esta iglesia, Hermanas (en particular a nuestras queridas religiosas de Jesús-María, hijas del mismo padre que nosotros), Hermanos de las diferentes comunidades! ¡Bienvenidos a todos los que nos hemos reunido para evocar el memorial de la fundación de los Hermanos del Sagrado Corazón, hace doscientos años, en acción de gracias por tantos bienes dados y recibidos! Tengo el placer de presentar, o de recordar en breves palabras, la aventura de una fundación “improbable”, a través de la historia de su fundador, el Padre Andrés Coindre, utilizando la “máquina para volver atrás en el tiempo”. Preámbulo De la Croix-Rousse a Fourvière. Podemos imaginar a once hombres dejando el Piadoso Socorro, lugar de la primera providencia, en el borde de la Croix-Rousse, ese 30 de septiembre de 1821, hacia las 6 de la mañana, tan pronto porque que las misas eran muy temprano en aquella época (por al ayuno eucarístico). Todavía es de noche o apenas está amaneciendo. Toman un camino que muchos Hermanos han seguido desde entonces: descenso por la montée de la Butte muelle de San Vicente 1

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Una fundación improbable. Los Hermanos del Sagrado Corazón

Bicentenario de la fundación de los Hermanos del Sagrado Corazón

Una fundación improbable Los Hermanos del Sagrado Corazón

René Sanctorum, SC Traducción. H. Javier Marquínez

Conferencia dada en el colegio Saint-Louis/Saint-Bruno el 30 de septiembre de 2021

André Coindre (1787-1826)

Buenos días a todos, hermanos y hermanas laicos, antiguos colegas, compañeros de hoy, amigos cercanos y otros de horizontes diversos de ayer y de hoy.

¡A vosotros, queridos sacerdotes y particularmente al Padre Matteo Lo Gioco, párroco de esta iglesia, Hermanas (en particular a nuestras queridas religiosas de Jesús-María, hijas del mismo padre que nosotros), Hermanos de las diferentes comunidades!

¡Bienvenidos a todos los que nos hemos reunido para evocar el memorial de la fundación de los Hermanos del Sagrado Corazón, hace doscientos años, en acción de gracias por tantos bienes dados y recibidos!

Tengo el placer de presentar, o de recordar en breves palabras, la aventura de una fundación “improbable”, a través de la historia de su fundador, el Padre Andrés Coindre, utilizando la “máquina para volver atrás en el tiempo”.

Preámbulo

De la Croix-Rousse a Fourvière.

Podemos imaginar a once hombres dejando el Piadoso Socorro, lugar de la primera providencia, en el borde de la Croix-Rousse, ese 30 de septiembre de 1821, hacia las 6 de la mañana, tan pronto porque que las misas eran muy temprano en aquella época (por al ayuno eucarístico). Todavía es de noche o apenas está amaneciendo. Toman un camino que muchos Hermanos han seguido desde entonces:

descenso por la montée de la Butte muelle de San Vicente

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subida de la Chana subida Nicolás de Lange.

A la cabeza de este cortejo, un joven sacerdote de 34 años, primero en la cordada de diez compañeros entre los cuales la historia ha conservado algunos nombres: Guillaume Arnaud (20 años), Claude Mélinond (22 años), Victor Guillet (40 años), François Porchet (18 años), François Niel (del que no se conoce la fecha de nacimiento), François Rimoux (al menos 35 años, según parece).

Ahí están delante de la explanada de tierra de la vieja capilla de Nuestra Señora de Fourvière, casi oculta en medio de los árboles de la colina.

¿Quién es este sacerdote? ¿Qué ha venido a hacer esta gente? El sacerdote se llama Andrés Coindre y las otras diez personas han sido reunidas por él para formar una comunidad religiosa. Acaban de terminar un retiro de ocho días, predicado por el sacerdote, que ha sido, de alguna forma, su noviciado (esta formación rápida será completada durante las tres semanas siguientes).

El Padre Coindre preside la Eucaristía, al término de la cual cada uno emite en el confesionario los votos religiosos, privados, para tres años.

El Instituto de los Hermanos de los Sagrados Corazones de Jesús y de María (su nombre primitivo) acaba de nacer. El Padre da a cada uno su nombre religioso: Xavier, Francisco, Borgia, Paul, Ignacio, Agustín… En octubre, les asignará su obediencia: cinco Hermanos al Piadoso Socorro y cinco Hermanos a Valbenoîte, cerca de Saint-Étienne, donde también se abre una providencia.

¿Cómo y para qué ha podido reunir el sacerdote a estas personas? Este será el objeto de esta exposición.

Les propongo, pues, examinar el perfil de Andrés Coindre bajo tres aspectos: un hombre de excepción, un hombre de pasión y un hombre de decisión.

Pero antes, me parecen necesarios algunos recordatorios biográficos.

Biografía somera.

1. La formación

La infancia. Andrés Coindre nació en Lyon el 26 de febrero de 1787, al alba, pues, de la revolución francesa, en la calle de Saint-Dominique, hoy calle de Émile Zola, una calle que daba a la plaza de Bellecour. La familia se mudó pronto a la calle de la Poulallerie, al costado de la iglesia de San Nizier, donde Andrés fue bautizado. Era el mayor de una familia de, al menos, 7 hijos, de los que solo 3 llegaron a la edad adulta (un tipo de situación muy frecuente en la época).

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Su padre ejercía la profesión de sastre, actividad que abandonó para convertirse en comerciante de sal al por mayor. La tradición de nuestro instituto dice que la madre de Andrés le enseñó las oraciones y que le instruyó en el catecismo. Pero esto no es más que, al menos en parte, una suposición piadosa, y más cuando leemos en la vida de Monseñor Mioland, nacido el 26 de octubre de 1788, también en la parroquia de San Nizier: “…no quedó ni un crucifijo en mi casa, el temor a una indiscreción por mi parte, obligó a que no me hicieran rezar más”.

¿Con qué prudencia, de qué forma progresiva Andrés Coindre y sus hermanos fueron iniciados en los misterios de nuestra fe? Tendremos que resignarnos a no saberlo. Pero lo seguro es que junto a la necesaria prudencia, se producían también acciones a primera vista insensatas, pero también heroicas. En efecto, el abbé Linsolas, vicario general, organizó, por ejemplo, la obra de las damas catequistas que empezaron a trabajar a partir de 1793, en medio de la más violenta persecución (el Terror). Visitaban sacerdotes, religiosos y otras personas detenidas, a los enfermos del hospital, y enseñaban el catecismo a las niñas para prepararlas, en absoluto secreto, a la primera comunión. Instituciones semejantes fueron creadas también para los niños. Todo hace pensar que Andrés se benefició de estos desvelos.

La formación escolar inicial de Andrés ha sido durante mucho tiempo totalmente desconocida. Se hacían hipótesis, la más probable consistía en decir que, a la edad de ocho años, el pequeño Andrés fue enviado por sus padres a clase de un maestro de la vecindad, probablemente un sacerdote refractario, como tantos que, aprovechando el anonimato de la ciudad para esconderse, ejercían esta profesión clandestinamente.

A partir del golpe de estado del 18 brumario (9 de noviembre de 1799) que estableció el Consulado –Andrés tenía entonces 12 años– , los creyentes pudieron al fin respirar, aunque no se les concedió la total libertad. El Concordato de 1802 dio a la Iglesia la posibilidad de reorganizarse. Andrés habría entonces seguido su instrucción primaria con un vicario de San Nizier, durante los primeros años de 1800.

Actualmente no tenemos los medios para discernir con certeza lo que hay de verdad en estas suposiciones concernientes a la primera infancia del Fundador. Pero en el 2001 descubrimos que, de 1799 a 1802, Andrés se educó en un colegio-liceo público que se había abierto durante el consulado con el nombre de Escuela Central, primero en el Palacio Saint-Pierre (actualmente museo de la plaza Terraux), después en el antiguo colegio de los jesuitas (actualmente Liceo Ampère). Consiguió premios de excelencia, en francés, particularmente. Después ingresó en otro colegio público. De esta forma se explica mejor que pudiera entrar, enseguida y sin dificultad, en el seminario menor de l’Argentière, en tercero, y efectuar unos estudios brillantes.

El seminario menor. En 1804, encontramos a Andrés en el seminario menor de Nuestra Señora de l’Argentière que acababa de abrir sus puertas. Allí pasará cinco años. Hará estudios clásicos (mucho

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latín, los clásicos franceses, un poco de griego), pero también, asombrosa innovación para la época, un año de “Física”, es decir, el curso de ciencias y matemáticas, reservado a los mejores alumnos.

El seminario mayor. Termina brillantemente su estancia en l’Argentière, el 26 de julio de 1809, con una exposición extensa –desde las nueve hasta las doce– sobre cuestiones científicas. Andrés dispone de tres meses de vacaciones, hasta Todos los Santos, para prepararse para entrar en el seminario mayor de San Ireneo, entonces ubicado en la plaza Croix-Paquet, es decir, al pie de la Croix-Rousse (junto al Ródano). Allí se encontrarán, en el espacio de pocos años, hombres llamados a ser célebres: un cardenal, cinco obispos y este sorprendente ramillete de fundadores: Luis Querbes, fundador de los clérigos de San Viator, Marcelino Champagnat, fundador de los Maristas, Jean-Claude Collin, fundador de la sociedad de María (Padres Maristas), Leonardo Furnion, fundador de las Hermanas de la Adoración del Sagrado Corazón de Jesús, sin contar con San Juan María Vianney, el cura de Ars.

André Coindre recibe la ordenación de manos del Cardenal Fesch el 14 de junio de 1812 en la primacial de San Juan. Celebra su primera misa en la iglesia de su bautismo, San Nizier, en presencia de sus padres. Pero el seminario no se acabó ahí para el abbé Coindre, que “fue distinguido”, según encontramos en los documentos escritos, “no solamente por sus cualidades sacerdotales, sino también por sus dotes notables de orador”: se le volvió a llamar para dedicarse durante seis meses al cultivo de la elocuencia sagrada.

2. El misionero.

Acabado el periodo de formación, Andrés Coindre es nombrado, para empezar, primer vicario de la parroquia de Nuestra Señora de Bourg-en Bresse, a 60 kilómetros de Lyon (la diócesis de Belley todavía no se había reconstituido). Esta parroquia tiene cinco vicarios. ¿Por qué se le nombra primer vicario cuando se trata de su primer destino? Su valía debía ya ser reconocida.

La ciudad tiene ocho mil almas. Se anota en los registros parroquiales que administra muchos bautismos: trescientos veinte en dos años y ocho meses (diez por mes), pero también que preside muchos funerales de niños y jóvenes: es toda una evocación de la miseria, la enfermedad y la mortalidad infantil que se puede leer entre líneas. (A título de ejemplo, en el siglo XIX, el 37,6% del los niños del hospital de Bourg morían antes de 1 año, el 55,5% antes de los 10 años).

Se le solicita entonces para pronunciar, el 5 de diciembre de 1814, en la primacial de San Juan, el panegírico por el aniversario de la coronación del Emperador y la victoria francesa en Austerlitz contra los austriacos y los rusos. “El éxito fue absoluto”.

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No es de extrañar que, después de dos años y medio de ministerio en Bourg-en Bresse, fuera invitado por el vicario general a asociarse a otros sacerdotes para formar un equipo de misioneros diocesanos. La nueva sociedad fue bautizada popularmente por el lugar de su implantación: eran los “Cartujos”. Este grupo sigue existiendo a día de hoy y siempre con el mismo nombre, como ustedes saben. Al mismo tiempo, Andrés Coindre es nombrado vicario de la parroquia de San Bruno.

Es durante este periodo, en 1815, cuando el Padre Coindre se une al grupo de los “Cartujos”, que no era una comunidad religiosa en el sentido estricto: los votos no eran más que de obediencia al arzobispo y de estabilidad, y solo serán emitidos a partir de 1820: un cierto número de sacerdotes rehusaron pronunciar los votos y se quedaron como una suerte de asociados o incluso dejaron la sociedad. Es lo que hizo Andrés Coindre en 1822. ¿Por qué se desvinculó del grupo? Se ha dicho hasta ahora que fue para conservar su libertad de acción, pero es probable que fuera a causa de las pretensiones inasumibles del superior, el Padre Bochard. La carta de un “Cartujo” dice que fue descartado por Bochard por decir las cosas claras. También podemos pensar que fue porque el obispo de Le Puy, Monseñor de Salamon, lo había ya requerido para fundar una sociedad de misioneros en su diócesis. Esta será la sociedad de Padres Misioneros de Monistrol (Haute-Loire) de la que nuestro fundador será superior general hasta 1825 y a la que dará unos estatutos.

Andrés Coindre consagrará toda su vida sacerdotal a la actividad misionera, a pesar de otras obras de las que vamos a hablar más adelante.

Algún tiempo más tarde, en la diócesis de Le Puy, donde sus misioneros (también los Hermanos y las Hermanas) ejercían la actividad, el Padre Coindre fue el blanco de las hostilidades de un cierto número de eclesiásticos envidiosos: además, el nuevo obispo empezó a obstaculizar la obra de los misioneros al retirar a alguno de ellos para colocarlos en las parroquias. Una misión predicada en Blois en 1824 por unos misioneros que se organizaban bajo el nombre de Misioneros de San Martín, hizo que el Padre Coindre conociera la diócesis y a su obispo Monseñor de Sauzin, con quien estableció muy buena relación. Este encuentro será el origen de la “ultima aventura” de nuestro fundador. Lo veremos más adelante.

3. El Fundador.

Antes de llegar hasta aquí, es preciso que volvamos a Lyon, en 1815, en la época en la que acaba de ser nombrado vicario de San Bruno, en la Croix-Rousse. Poco antes o después de enrolarse como misionero, Andrés conoce las prisiones de Lyon y empieza a visitarlas regularmente. Se interesa sobre todo por los jóvenes (13-20 años). Participa en las reflexiones e iniciativas de algunos cristianos preocupados por las estructuras penitenciarias. Consigue que se separe a los presos jóvenes de los adultos. Quieren instruir a los jóvenes, educarlos, formarlos, también en el

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plano religioso. Pero hay una cuestión que va a ser cada vez más lacerante para Andrés Coindre: ¿separar a los jóvenes de los adultos, instruirlos, formarlos, es excelente, pero qué pasará cuando salgan de prisión? ¿Cómo hacer para no vuelvan a caer inmediatamente en la espiral de la delincuencia? Esta pregunta perseguirá a nuestro fundador y será decisiva en la fundación del Piadoso Socorro y de los Hermanos.

a. Las Hermanas de Jesús-María.

“Un día [no se conoce la fecha exacta, probablemente en 1816], (Andrés Coindre) trae de Lyon dos niñas, sin padres, sin asilo, recogidas literalmente en la calle”. (Padre Bissardon, Noticia sobre la providencia parroquial de San Bruno). Las confía a personas caritativas, entre ellas Claudina Thévenet y, después, a medida que otras huérfanas o niñas de familias pobres vienen a unirse a las primeras, a las Hermanas de San José.

Había fundado ese mismo año, 1816, la Piadosa Unión, una asociación para señoras y señoritas que tenía la finalidad de trabajar en la rehabilitación y la educación de las niñas. En 1817, les confía la responsabilidad de la “Providencia del Sagrado Corazón”, que crea para las niñas en una celda de la Cartuja.

En 1818, Andrés Coindre anima a algunas damas de la “Piadosa Unión” a constituirse en congregación. Es el inicio de las “Damas de los Sagrados Corazones de Jesús y de María” (más tarde las “Religiosas de Jesús-María”), de las que Claudina Thévenet será la superiora general. La nueva congregación se instala en Fourvière en 1820.

b. Los Hermanos.

Mientras tanto, el mismo año que la “Providencia del Sagrado Corazón”, providencia para niñas, reúne a 5 ó 6 jóvenes delincuentes en otra de las casitas de los Cartujos. Son muchachos recién salidos de la prisión o para los que se busca otra solución distinta a la cárcel, y huérfanos, bajo la dirección de un maestro tejedor y de algunos laicos. La nueva providencia se llama “Providencia de San Bruno”. Según las precisiones de un Hermano canadiense, se trata más bien de un “refugio”, es decir, que allí se recibía sobre todo a jóvenes en dificultad (salidos de prisión, niños de la calle). Era el primer establecimiento de este género en Lyon. En 1821, concibe el proyecto de constituir una comunidad religiosa para hacerse cargo de este establecimiento, animado hasta entonces únicamente por dos laicos y, para esto, reúne en Lyon a los dos maestros del Piadoso Socorro, un joven que había conocido en un retiro en Belleville y un grupo de siete laicos que llevaban en Valbenoîte, cerca de Saint-Étienne, una especie de vida comunitaria con la ayuda del párroco Rouchon, mientras seguían trabajando en la ciudad.

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¿Por qué no siguió contratando educadores laicos y quiso reemplazarlos por religiosos? El Hermano Xavier, nuestro primer Hermano, lo explica en sus Memorias. Con el crecimiento del Piadoso Socorro, tuvo que crecer también el número de formadores y vigilantes. No todos estaban motivados de la misma forma que los primeros. Además, había que asegurarles un salario, lo que constituía una carga para la Institución.

Pero además, Andrés Coindre siente el impulso de llamar a hombres, no solo para consagrar su actividad al servicio de los jóvenes desfavorecidos, sino para consagrarles la vida entera y, mediante ellos, consagrársela a Dios mismo. Así, el servicio a los jóvenes se convierte en ocasión para un don total de sí mismo que lleva a una especial relación con Dios mediante esta vía particular que se llama la vida consagrada. Es verdad que se quedó sin educadores laicos. ¡Pero, paciencia! Volverán con fuerza con el tiempo… Andrés Coindre, al menos, conservó la asociación de suscriptores sin quitarles ninguna de sus prerrogativas.

En 1823, establece en Monistrol una escuela y uno noviciado para los Hermanos. Con la fundación de esta escuela, una escuela de primaria, Andrés Coindre se abre a otro tipo de necesidad que antes no se le había manifestado, él, un hombre de ciudad. En el curso de las misiones, había sido, en efecto, testigo de la desastrosa situación de los jóvenes campesinos abandonados a su suerte, sin educación y sin futuro. Para esta gente, lo que hacía falta eran escuelas. Una segunda razón que empuja a Andrés Coindre a crear escuelas rurales, es la concepción misma de las misiones. ¿Cómo prolongar y hacer duradera la obra de las misiones? Los movimientos y hermandades tienen a menudo una existencia precaria. Las escuelas serán una institución estable cuya influencia se perpetuará en las generaciones siguientes.

En Monistrol los Hermanos se constituirán en congregación oficial mediante la emisión del los primeros votos públicos, el 14 de octubre de 1823, con la aprobación del obispo de Le Puy.

Desde entonces, los establecimientos se van a multiplicar rápidamente: 10 en menos de tres años, sin contar el Piadoso Socorro. Para los que conocen la región, quiero ser más preciso. En Haute-Loire: Monistrol, Le Monastier, Pradelles, Monfaucon, (Blesle) ; en la Loire: Saint- Symphorien, Neulise ; en el Rhône: Fontaines-Cailloux ; en Cantal: Murat ; en Lozère (Marvejols).

En 1825, el obispo de Blois pide al Padre Coindre que le envíe a uno de sus auxiliares, algún misionero de Monistrol, para dirigir su seminario mayor. Andrés propone al Padre Romain Montagnac, su brazo derecho; pero el obispo de Le Puy, Monseñor de Bonald, futuro arzobispo de Lyon, se opone. El Padre Coindre se ofrece él mismo para el cargo y a continuación dimite como superior general de los Misioneros de Monistrol.

A principios de febrero de 1826, lo tenemos en Blois. Nada más llegar, se lanza a sus nuevas funciones con su fogosidad habitual: la predicación de cuaresma, la correspondencia con los

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Misioneros de Monistrol, a los que envía un largo proyecto de estatutos, y con sus Hermanos y Hermanas de Monistrol y de Lyon, pasando días y sobre todo noches preparando notas y escribiendo textos para refutar los ataques contra la religión y la Iglesia que aparecían en los periódicos y gacetas de la época, que surgían por toda Francia. En resumen, agota en algunas semanas las fuerzas que le quedaban.

Las consecuencias no se hacen esperar. El 10 de mayo de 1826, entra en una profunda depresión que degenera rápidamente en demencia. Y en la noche del 29 al 30 de mayo, abre la ventana de su habitación y se precipita al suelo. Se ha consumido en veinte días.

Aquí tenemos, presentada rápidamente, la vida y obra de Andrés Coindre. Pero queda por decir lo esencial. Tenemos que ir hasta el corazón de Andrés para descubrir allí la fuente de esta prodigiosa existencia. Es a lo que os invito ahora poniendo a la luz los tres aspectos del Fundador que hemos anunciado al principio de esta presentación.

Un hombre de excepción.

Tengan la seguridad de que no caeré en la hagiografía, pero no olvidaré tampoco que siempre hay algunas personas excepcionales. Por eso nada nos impide remarcar y admirar los dones y carismas, de la naturaleza o de la gracia, que han adornado a Andrés, no para exaltar a un hombre, sino para dar gracias a Dios.

En el seminario menor, destaca sobre la media, podríamos decir, de varias maneras. Sus maestros escriben las siguientes apreciaciones: “Un poco ligero y hablador, pero de buen corazón, cumplidor de todos sus deberes; un poco susceptible, pero muy franco, piadoso, edificante…”.

En resumen, puede ser que tuviera un carácter recio y es posible que hasta combativo. Algunos imaginan, incluso, que en su infancia sabía cómo defenderse en una pelea; no sé de dónde sacan esta suposición, pero tengo que confesar que me agrada.

Otra particularidad, si recuerdan, es que formó parte de los catorce alumnos del último año (sobre 34) a los que se les pidió añadir a su programa de filosofía un curso de “Física”, es decir de ciencias y matemáticas.

De pasada añadimos que el seminario menor de Nuestra Señora de l’Argentière era un establecimiento muy querido para cardenal Fesch, el arzobispo, que había puesto allí un equipo de sacerdotes remarcables por “su ciencia y su virtud”, según la fórmula consagrada.

En el seminario mayor, también encuentra una estructura particularmente cuidada por el cardenal y dotada de profesores y directores de alto nivel. Por lo demás, los frutos de esta institución atestiguan la calidad de la formación –recuerden las celebridades que estudiaron en esas aulas– y

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también su fecundidad: de 1802 a 18015, en trece años, cuatrocientos treinta sacerdotes salieron de allí (treinta y dos por año). En comparación, en el 2021 no ha habido más que 3 ordenaciones sacerdotales en la diócesis de Lyon y 130 en toda Francia, o sea, de media un poco más de dos sacerdotes por diócesis.

En Croix-Paquet (sede del seminario de San Ireneo) los seminaristas vibraban con las nuevas ideas concernientes a la política, la sociedad y la Iglesia: la Revolución estaba todavía cercana y mucho más el Imperio, así como la contestación ocasionada por la corriente jansenista y su represión. Las discusiones, nos dicen, eran apasionadas, a veces inflamadas. En este contexto tan rico, los candidatos tenían todas las posibilidades de desarrollar sus dones específicos. Para Andrés, era el de la predicación.

En este dominio, va a desplegar una energía y una competencia sin igual: “¿Quién podrá igualar la sonoridad de la voz –decía el cardenal Donnet–, la autoridad del gesto, esta pasión oratoria y esa vibración del alma que centuplican la fuerza del orador?”.

Y añadía: “Desde Bridaine (la mayor parte de entre vosotros, como yo mismo, ignora todo de este predicador del siglo XVIII que levantaba tanto entusiasmo y que ha sido olvidado después), nunca ha habido una palabra tan potente que haya resonado en las bóvedas sagradas. Solidez del pensamiento, brillantez en la forma, perfección del arte oratoria, emoción comunicativa, todo lo que impresiona y transporta a un auditorio se encontraba en sus discursos, que habrían aguantado la comparación con los de los grandes predicadores de nuestro tiempo. Los admiraríamos, sin lugar a dudas, si alguien se hubiese tomado el cuidado de recogerlos”. ¡Palabra de cardenal!

No es de extrañar, pues, que el renombre del Padre Coindre y del fruto extraordinario de su predicación se extendiera por toda Francia. Los jesuitas del Apostolado de la Oración, en su revista El Mensajero del Corazón de Jesús, de agosto a septiembre de 1921 (pp. 470-480), calificaban a Andrés Coindre como uno los “más poderosos reconstructores” de las “innumerables ruinas acumuladas sobre el suelo de la patria” por la Revolución, y lo consideraban como uno de los “grandes obreros de la reconstrucción católica, a comienzos del siglo XIX”.

Hemos visto que la reputación de la elocuencia de Andrés le había valido ser solicitado para pronunciar, el 5 de diciembre de 1813 en la primacial de San Juan, el panegírico por el aniversario de la coronación del Emperador y de la victoria francesa en Austerlitz. Para ser encargado a los 26 años de semejante tarea, era necesario que para entonces se le reconociera como un especialista de la palabra. De hecho, todo el mundo quedó sorprendido de su talento, a pesar de una situación socio-político-religiosa muy compleja, delante de un público mundano que acechaba los pequeños errores o las posibles equivocaciones de este joven primerizo.

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Otra consecuencia de su reputación como predicador: tratan de alistarlo en otra sociedad de misioneros, en París. El Hermano Jean-Pierre Ribaut, nuestro historiador recientemente fallecido, nos habla de una gestión realizada en el otoño de 1814, por un sacerdote que quería enrolar a Andrés Coindre en el cuerpo de Misioneros de Francia, en París. (…) Pero el consejo episcopal de Lyon, para retenerlo en la diócesis, le habría propuesto una promoción, el encargo de una parroquia importante o la dirección de un seminario. Andrés Coindre suplica a los responsables que le dejen en su puesto de predicador. Este episodio dice mucho, eso me parece, sobre el valor de nuestro fundador.

No menos excepcional es la relación de Andrés con Claudina Thévenet. Ella es 13 años mayor que él. Así que cuando es su consejero espiritual, en 1816, él tiene 29 años y ella 42.

Algunos meses más tarde, vemos a Andrés Coindre y Claudina asociados en la fundación de la Asociación del Sagrado Corazón de Jesús o Piadosa Unión (1816), de la que ya hemos hablado, que toma el relevo de de la “Congregación” de Linsolas (fundada antes de la Revolución, en 1788), por entonces languideciente. Andrés Coindre y Claudina preparan juntos el reglamento de la nueva sociedad, formado por un programa de vida espiritual y un abanico de posibilidades apostólicas.

El 31 de julio de 1818, segundo aniversario de la fundación de la Piadosa Unión, Andrés Coindre reúne por la tarde a siete asociadas y otras cinco señoritas de entre sus discípulas, y las invitas a reunirse en congregación, confiando el puesto de superiora a Claudina, conmocionada y espantada por la repentina responsabilidad. Cuando la congregación se establece verdaderamente (octubre de 1818) y, sobre todo, después de mudarse a Fourvière en 1820, los lazos de unión entre Andrés y Claudina se refuerzan todavía más. Juntos preparan un texto para la Regla, juntos hacen frente a diversos y numerosos problemas, planteados por una obra en constante expansión y evolución. En fin, como el Padre se encontraba a menudo “en misión” Andrés y Claudina intercambian una correspondencia detallada y frecuente, dos veces por semana, según escribe el propio fundador al Hermano Borgia, correspondencia de la que no queda, desgraciadamente, ningún rastro, ni de una parte ni de la otra. Imaginamos que no debían hablar del tiempo, ni de los chismes y cotilleos de la época, sino que se hablaba de la obra en su aspecto material, de su funcionamiento y espíritu. Sobre todos estos puntos, Andrés, joven todavía, prodiga los consejos que su experiencia y sabiduría le permiten (“no es la edad, dice la Biblia, la que da la sabiduría”).

En el versículo 48 del capítulo 12, Lucas pone la fórmula en boca de Jesús: “A quien mucho ha recibido, se le pedirá mucho”. Andrés recibió mucho de la naturaleza y de la gracia. Veremos que devolvió con largueza los dones recibidos.

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Un hombre de pasión

Entiendo la pasión, en un principio, como una viveza de temperamento que se manifiesta primero en la fogosidad de la juventud, a la que ya nos hemos referido cuando hablamos del seminario menor.

Volvemos a encontrar esta actitud, reiteradamente, en las cartas. A menudo invita al Hermano Borgia a actuar “cuanto antes”, como dice: “No olvide ir cuanto antes a la plaza Saint-Jean” (carta VI). “Hágame rápidamente estos encargos” (Carta IX). “Mándeme en seguida el prospecto” (Carta X). “Lléveselas (las Reglas) lo antes posible” (Carta XII). “Le voy a escribir enseguida” (Carta XV). “Vaya a Lyon por el camino más corto” (Carta XVII). Se diría que es un hombre empujado constantemente por la urgencia: ¡hay tanto que hacer!

Es también de forma apasionada como responde a los actos o situaciones que le irritan, contrarían o exasperan: el tono de su lenguaje lo testimonia. Con respecto a los jóvenes del Piadoso Socorro: “¿El [telar] de Lespinasse no funciona todavía? ¿Cómo se explica que Brun haya recibido 22 malas notas, y Biguet, 36, y Félix, 26, y Fulgence, 24? Déles un castigo de mi parte”. No sé a que se corresponden estos números, pero seguramente expresan los malos resultados del taller. De paso, digamos que Andrés conoce a los jóvenes del Piadoso Socorro y los llama por su nombre, incluso cuando escribe desde Saint-Didier-sur-Rochefort (a más de 100 kilómetros de Lyon) donde participa en la animación de una Misión.

Utiliza el mismo tono para los Hermanos que no se comportan tan bien como deben:

“Nuestro pobre Hermano André se apura por cosas sin importancia como un gallo en corral ajeno…” (22 de abril de 1825).

“El Hermano Augustin es tan meticuloso que se ahoga en un vaso de agua” (21 de enero de 1822).

“El Hermano Director, Augustin, es un descarado al invitar a su Superior a leer con él el capítulo de sus responsabilidades. Diciendo que se refiere a él, quiere, sin duda, darse el gusto de aleccionarle. (25 de febrero de 1826).

“Y el Hermano Paul, ¿cómo puede ser tan sucio que tenga hasta piojos? ¡Ah!, ¡cuán necesitan estos pobres Hermanos el espíritu de limpieza!” (otoño de 1825).

“Prefiero al Hermano Texier antes que a ese gran Dadolet de Le Puy que no sabe lo que quiere y que, seguramente, se marchará tal como vino. (26 de marzo de 1826)

“El pobre imbécil del Hermano Jean-Baptiste…” (3 de mayo de 1826).

La propia Hermana de Andrés tampoco se salva:

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Una fundación improbable. Los Hermanos del Sagrado Corazón

“En cuanto a la Señora Pallière, pienso que es una tontuela por no haber contestado ni siquiera con unas breves líneas a mi hermano, que le ha escrito dos cartas. ¿Se le han congelado los dedos? ¿No queda en Lyon papel, ni pluma, ni tinta?” (29 de abril de 1823).

Escuchen también lo que dice de un tal señor Giban, sacerdote, profesor en el noviciado de los Hermanos en Monistrol, al que le parecía degradante comer en la misma mesa que los Hermanos: “Un clérigo no se rebaja nunca porque (…) coma con religiosos (…); creo que había mayor diferencia entre nuestro Señor y sus apóstoles que la que hay entre el Padre Giban y los Hermanos, y nuestro Señor no menospreció su compañía. El virtuoso Padre de La Salle, canónigo de Reims, no perdió su prestigio viviendo con sus Hermanos. Los Jesuitas no pierden su autoridad sentándose en la misma mesa que los Hermanos (…). No está ahí para mandar, no es sino el maestro de gramática; tiene que dar sus clases (…). No son más que niñerías lo que se le hace decir, y si piensa así, me da una pobre imagen de la solidez de su juicio y de la elevación de sus miras espirituales. Sea lo que fuere, si no está contento, puede cambiar de ocupación cuando quiera” (25 de febrero de 1826).

También se inflama contra aquellos que obstaculizaban la realización de su obra:

“El carácter inquieto del Padre C[attet] (Monseñor Cattet, vicario general de Lyon, al que se le había metido en la cabeza fusionar los Hermanos del Sagrado Corazón y los Hermanos Maristas) nos indica el comportamiento que tenemos que adoptar. Hay hombres que quieren deshacerlo todo para rehacerlo a su manera (…). Pensar en tales fusiones muestra conocer poco a los hombres y las obras de Dios. Es como si se quisiera fusionar todas la familias para no hacer más que una, todos los estados para no hacer más que uno. Por otra parte, si (esos señores) están contentos (con los Hermanos), ¿qué más quieren?” (3 de mayo de 1826).

Esta cita me parece interesante porque significa que el Padre consideraba su obra como original y suscitada por un carisma particular, como se diría hoy en día.

Los ejemplos que acabo de citar pueden parecer agresivos. Cuesta trabajo pensar que este mismo “luchador” ha dejado entre todos sus conocidos una reputación de hombre agradable, de una gran dulzura: “Nunca haría mal a nadie” decían de él. Era “…dulce como un cordero entre sus compañeros e inferiores, dando a todos ejemplo de humildad y de sencillez”. (Cardenal Donnet, Vie, p. XIV). Sin embargo, es una evidencia: en las relaciones directas con los demás se muestra como un verdadero padre y nuestros primeros Hermanos, recordando su memoria, le llaman “nuestro buen Padre”: paradoja que se encuentra con frecuencia en los grandes hombres, la antinomia entre el corazón y la razón.

Acabamos de detenernos en un tipo de pasión muy superficial. Hay que hablar ahora de su actitud en la acción. Se entrega a fondo en todo aquello que emprende: es para él un principio de

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conducta. En varias ocasiones, evoca la lucha, como en esta exhortación al Hermano Borgia centrada en las circunstancias de la época: “Muy querido y amado Hermano, imagínese al rey de Francia recibiendo con gozo las noticias de los combates que sus ejércitos libran en España. ¿No prefiere que estén en este puesto, a pesar de su cansancio, que tenerles ociosos en su Corte entonándole alabanzas? Dios necesita soldados que soportan el agobio de la fatiga y del día, más que contemplativos que no le honran sino con los labios” (Carta VII).

“Me dice que sufre. Pues bien, ¡tanto mejor! Usted sigue tras las huellas de los Apóstoles que tuvieron que soportar muchos contratiempos, de los mártires que entregaron su vida, de Jesucristo que entró en la Gloria a través de contradicciones, humillaciones y padecimientos”. (Carta VII).

“En esta tierra no existe el descanso, sino la lucha”. (Carta XXIII).

Lo vemos en Monistrol dedicarse con tenacidad y diligencia a reconstruir, parte a parte, la antigua propiedad de los capuchinos –dividida en lotes y vendida durante la Revolución a distintos propietarios–, para instalar allí con suficiente espacio el colegio-seminario y la residencia de los Misioneros del Corazón de Jesús. Se puede seguir en detalle el proyecto, llevado a cabo con celeridad en solo siete meses. El último lote fue comprado a un tal Dubois, un hombre “poco partidario de las ideas religiosas” (Manuscrito del abbé Hippolyte Fraisse (1819-1884), no publicado, p. 89 de la copia mecanografiada). Coindre no era un hombre “acostumbrado a rodear los obstáculos; en ocasiones le gustaba hacerles frente y derribarlos” (Ibid.).

Con relación a su trabajo, siempre fue un hombre infatigable, incapaz de darse un reposo. En diez años, participó en la animación de más de ciento diez misiones y retiros. Nos dicen que, varias veces, al descender del púlpito, estaba tan fatigado que no podía recobrar la respiración.

Lo vemos atacar desde el púlpito a los funcionarios culpables de abuso de poder y de corrupción ”Así, en Yssingeaux, cuando predicaba en una misión (…) él, se levantó con fuerza contra la afición a las excesivas ganancias (…) se dirigía sobre todo hacia las ganancias sórdidas e injustas que algunos empleados públicos sacaban en el ejercicio de sus funciones (…). Así entre los abogados, procuradores, notarios, oficiales de Yssingeaux, algunos tuvieron conocimiento de las reprimendas del P. Coindre y de la osadía de su palabra con la que les atacaba vivamente (…). En una violenta reunión de hombres de leyes y de negocios, tras violentas recriminaciones, se les oyeron gritos de ira, de amenaza incluso, dirigidas al predicador. Tales intenciones de violencia habidas contra él, se le comunicaron, pero no se conmovió. Dijo el P. Coindre: "Ni censuras, ni insultos, ni amenazas de estos señores me asustan. Hoy a las siete de la tarde, volveré a hablar sobre el tema que ayer tratamos, tema que exige mayor desarrollo. Quien quiera puede hacérselo saber a todos que seré feliz viéndolos entre el numeroso auditorio, y que les invito a venir a escucharme". Quienes se enteraron, aprovecharon, efectivamente, la invitación del misionero. Apenas hubo entrado en el tema, se llenaron de admiración y respeto; sus injustas prevenciones no se mantuvieron ante la

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fuerza de sus razonamientos. Encantados tanto por su talento y energía como por la cordura de su lenguaje, se retiraron convencidos de que hay circunstancias en la vida de un ministro del Evangelio en las que la voz del deber y la conciencia deben ser obedecidos en las que los principios en juego no les permiten callar ni transigir”. (Vie du P. Coindre, p. 228).

No es preciso tomar al pie de la letra este relato biográfico del Hermano Eugenio, pero el hecho es este: empujado por su pasión por la verdad Andrés no duda en arriesgar y comprometerse.

Se puede unir este episodio al pasaje de un sermón de gran aliento oratorio, y todavía de actualidad después de 200 años, sobre el tema de la paz: “La primera fuente de toda discordia es el orgullo, esta gran y universal enfermedad del corazón humano. La segunda causa de los desórdenes de la sociedad es la codicia. La superficie de este universo, los límites de los imperios son demasiado estrechos como para dar a todos los hombres unos vastos e inmensos dominios. Sin embargo, todos quieren enriquecerse; todos tienen en su espíritu proyectos de fortuna y ponen los medios para alcanzar su objetivo. De ahí que el pobre robe al rico, que el rico a su vez tenga entrañas de hierro para con el pobre e incluso llegue alguna vez a pisotearlo, a aplastarlo y a arrebatarle inhumanamente el fruto de sus ahorros y sudores. De ahí que el más fuerte oprima al más débil, que el más hábil medite sus artimañas y tienda sus redes. Cábalas, intrigas, calumnias, tramas sordas y pérfidas: todo es válido para medrar. Se amontona, se acumula, y nuestros hermanos despojados lloran y gimen, a menudo buscan [el] pan que nuestros corazones de tigre les han arrebatado. El oro y el dinero: esto es lo único que impresiona a estas almas más duras que los metales que añoran. De igual modo, vemos a los hermanos perseguirse con odio por una herencia módica incluso ante los tribunales, donde se despedazan; a los comerciantes rebasar las medidas de sus colegas; a hombres bastante desprovistos de sentimientos y de humanidad que, para aumentar sus beneficios y multiplicar su propiedad, no tienen vergüenza en sembrar el hambre de provincia en provincia mediante sus pérfidas especulaciones y una estafa infernal.

¿Qué barrera pondremos para detener este diluvio de crímenes, cuya fuente es la codicia? ¿La razón? Pero, ¿qué fuerza tiene sobre los corazones ambiciosos y avaros? ¿Las leyes? Pero, ¿alcanzan a cubrir todas las injusticias? Y aunque las cubriesen, es [fácil] escaparse de ellas; ¿acaso no vemos a diario cómo el dolo y el fraude salen triunfantes incluso del templo de la justicia? ¡Cuántos medios para burlar la integridad y la vigilancia de los jueces! ¿Acaso una elocuencia artificiosa, las intrigas del favor, el perjurio y los falsos testimonios no romperán a menudo entre las manos de la justicia la espada alzada para defenderla? Por tanto, sólo queda la religión para, haciendo respetar nuestras propiedades, poder detener el brazo de los ladrones. Sí, la religión envía a los infiernos con el rico epulón a los especuladores, que, con su bárbaros negocios e infernal ferocidad, devoran en vida a los pobres, a las viudas y a los huérfanos (…). Para esos tiranos secretos, para esas arpías camufladas cuyas manos se llenan de un oro injusto”. (Ms. 130. La paz).

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Perdonarán estas citas tan largas pero, según mi opinión, tan reveladoras de la personalidad y el talento de nuestro fundador.

Hemos visto como en Blois, donde vive sus últimos meses, agota las últimas fuerzas, hasta el punto de precipitar su final. Tiene la intención de entregarse hasta el fin sin mirar atrás. Tres meses antes de su muerte, había escrito al Hermano Borgia: “No paro en todo el día, como un desdichado. Tendré que examinar de filosofía y de teología a nuestros Seminaristas, y hace ya 13 años que no he visto estas materias. Añada a esto la administración, la correspondencia, las pláticas y orientaciones que tengo que dar cada semana, las diaconales que tendremos en Pascua…” (25 de febrero de 1826).

Escribía el 11 de septiembre de 1823: “Tenemos demasiado trabajo”.

Pasión en su temperamento, pasión en sus reacciones, pasión en su obra, todo podría resumirse en su pasión por Cristo. En el seminario mayor, ya se establecía como objetivo: “No ahorrar ningún esfuerzo para llegar a ser sal de la tierra y luz del mundo”.

“Proclamo siempre y en todo lugar –escribía el Cardenal Donnet–, que el P. Coindre se nos mostró como sacerdote de gran virtud (…), un hombre según el corazón de Dios, un sacerdote animado de todas las virtudes; un misionero que poseía todas las características de la santidad”. (Vida del Padre André Coindre, prefacio).

Dejando aparte su divisa del seminario mayor, que acabo de recordar, no disponemos de ninguna confidencia de Andrés sobre la manera en la que concebía y vivía su vida interior. Pero constatamos que su pasión por Cristo le despertó la pasión por los desdichados de todos los órdenes, particularmente los jóvenes. La pasión incrustó en él la compasión, según las palabras del Padre Viard, un jesuita: “Amar al mundo a la manera de Dios es volverse vulnerable o, por decirlo de otra manera, se trata de entrar en la pasión de Dios por el hombre y el mundo”. De este modo, la compasión fue la que le llevó a tomar las iniciativas de fundación, mucho más allá de lo que le pedía su ministerio sacerdotal. Esto me hace pensar en las palabras que al asuncionista Denis Ledogar, enfermero anestesista y antiguo capellán del hospital de Hautepierre, en Estrasburgo, le dijo su párroco en la víspera de su ordenación: “No olvides nunca ni el evangelio ni tu corazón”. (La tendresse por tout bagage).

Esta compasión la hemos visto en acción cuando se comprometió por primera vez en el hospital de Bourg-en Bresse. Siendo un joven vicario (acababa de ser ordenado), a la vez tenía un gran trabajo para ejercer su ministerio, se preocupa por los pobres. El alcalde de la ciudad lo testimonia: “Después de dos años y medio en el vicariato de la ciudad, es muy recordado por todos sus parroquianos, que tienen una gran estima por este sacerdote (lo que no sucede con otros

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sacerdotes de la ciudad) y, además, e hizo cargo del Hospital de Caridad antes de la llegada de las Hermanas”.

En sus Reglas de las Hermanas de Jesús-María, escribe: “Que nadie se vaya descontento, ni el último de los pobres que venga a importunaros; respetad en él el precio de la sangre de Jesucristo; y que nadie os pueda acusar de haberlo rechazado o despreciado”. (Reglas IX, 9).

No es de extrañar, pues, que se deje conmover por la angustia de los niños y jóvenes. El episodio de las dos niñas abandonadas en el centro de la ciudad, a las que lleva a la Croix-Rousse, me parece particularmente significativo. ¿Cuántos pasaron por delante de la escena sin reaccionar? ¿Por qué él, el predicador, lo hizo? ¡Después de todo no era su responsabilidad: cada uno con lo suyo! ¿Por qué, sino porque la compasión la tenía atada en el corazón?

Hacerse cargo de los delincuentes ilustra esta actitud de manera deslumbrante. Para ellos ha querido su obra. Encontramos en un historiador de Lyon “(El Piadoso Socorro fue fundado) en principio en favor de los jóvenes detenidos que querían volver a la virtud”. (Abbé N. Benz, La ville des aumônes…, Lyon, Librairie chrétienne, 1840). El Fundador escribe sobre este asunto: “Culpables a una edad en la que se es más superficial que malo, más atolondrado que incorregible; era necesario no perder la esperanza de que cambiarían; era preciso separarlos del grupo contagioso de los hombres perversos de la prisión, y protegerles para formarlos en el bien”.

Esta preocupación por los más desprotegidos se transparentaba también en la manera en la que Andrés Coindre se comportaba de forma concreta con los chicos y las chicas. A los Hermanos encargados de los primeros les recomienda la firmeza, es verdad, pero también la dulzura y el perdón: “Modere la fuerza con la dulzura”. “Que el pobre Girodier deje de llorar (…). Es verdad que fui duro en mis palabras. Lo hice adrede porque veía a los Hermanos demasiado tranquilos mientras yo estaba tan preocupado por ellos y por nuestros chicos; intenté espolearles, pero no quise desanimarles; los amo a todos entrañablemente” (10 de enero de 1822).

Cuando vuelve a Fourvière, a la casa de Claudine Thévenet, cualquiera que sea el tiempo del que dispone, pasa el doble de tiempo con las pequeñas del taller (las pobres) que con las del pensionado exclusivo que ocupa la otra mitad de la casa.

Es también la compasión la que le empuja a proyectar la creación de escuelas rurales. En efecto, en el transcurso de las misiones, ha visto demasiadas veces el futuro de una juventud sin porvenir.

Esta mima compasión se revela claramente en la manera cómo trata a los Hermanos. Sus cartas muestran hasta qué punto asume las penas , preocupaciones y dificultades de todos y cómo se esfuerza por consolar y animar a los Hemanos.

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Pero la compasión no es conmiseración, actitud pasajera y estéril que a menudo surge en nosotros, por cómodo acto reflejo, ante las múltiples desgracias de todo género que suceden en nuestro mundo. La verdadera compasión es activa. Así la encontramos en nuestro fundador.

Un hombre de decisión.

Será suficiente con que recordemos las diferentes iniciativas tomadas por nuestro Padre Coindre para comprobar que era un hombre de decisión.

La primera podría ser su compromiso en el hospital de Bourg-en-Bresse, su primer destino. Cuesta imaginar hoy en día la situación: una inmensa sala única como dormitorio, a veces también comedor, sin ninguna comodidad, amontonamiento de camas y también en las camas (3 pacientes por cama, frecuentemente). Escaso acompañamiento sanitario, de enfermeros, psicológico o religioso (asegurado por la parroquia). El año 1824, las Hermanas de San José entrarán a formar parte del personal, pero todavía no estaban cuando el Padre Coindre se encontraba en Bourg. Andrés Coindre es nombrado capellán del hospital a iniciativa propia.

Hay otra decisión que tiene que ver con su compromiso con las prisiones de Lyon, atestiguada por dos vicarios generales de la diócesis: “Él (Andrés Coindre) se dedica a la predicación y se consagra por entero a las buenas obras, principalmente en las prisiones”. Estas palabras merecen ser subrayadas: ¡se consagra por entero! Sabemos que en este tiempo, en 1815, es vicario de la parroquia de San Bruno de Lyon y que la predicación le ocupa ya mucho tiempo.

Se impone un paréntesis para tratar de comprender bien la situación a la que se va a enfrentar el Fundador: se trata del régimen de prisiones después de la Revolución. El número de detenidos aumentó considerablemente. ¿Por qué? Porque la revolución decretó en la Declaración de los Derechos del Hombre, que el bien primordial de un ser humano es la libertad. Pensemos en la divisa de la nación francesa: libertad, igualdad, fraternidad (esta última palabra añadida durante la efímera revolución de 1848). Así pues, el que cometía un delito se estaba comportando de una manera indigna para un ser humano (agresión, robo, actos contrarios a la moral pública) y debía ser castigado con la privación de la libertad. En consecuencia, la Revolución abolió las penas aflictivas (condena a galeras, mutilaciones, flagelaciones) y las penas infamantes (cortejos públicos por las calles con el cepo o inscripciones humillantes) y las reemplazó por la privación de libertad. Las penas, a partir de entonces, fueron periodos de encarcelamiento. Se tuvo que hacer frente a una gran afluencia de detenidos sin disponer de los edificios necesarios y funcionales para encerrarlos. Por esto se utilizaban muchos antiguos edificios de la Iglesia confiscados durante la Revolución (abadías, seminarios, refugios…) para satisfacer la demanda.

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Progresivamente, encontramos un gran número de niños y jóvenes en prisión después de la Revolución y del Imperio (digamos que entre 1800 y 1820) ¿Por qué? Porque la Revolución, si bien liberó a los pobres de una gran cantidad de cargas que los agobiaban (impuestos, tasas, trabajos…), suprimió también la mayor parte de los organismos e instituciones que trataban de hacer frente a la miseria (corporaciones –una especie de sindicatos de artesanos–, refugios y centros de acogida sostenidos por religiosos o miembros del clero). De esta forma se acrecentó la miseria y disminuyeron los medios para evitarla. Quien dice miseria, dice infancia necesitada, tugurios, promiscuidad, explotación (prostitución…), enfermedad, abandono, vagabundeo, robo, … sobre todo en la ciudad.

Además, las guerras napoleónicas, al diezmar la generación de hombres jóvenes (17 a 35 años), –de 500.000 a 700.000 soldados murieron, en una Francia de aproximadamente 25 millones de habitantes–, acrecentaron considerablemente el número de huérfanos.

Se comprende así que en las grandes ciudades como Lyon, la delincuencia se multiplicó y, como consecuencia, también el número de jóvenes (13 a 18 años) condenados a prisión –ya no existía el castigo corporal, como los golpes de vara. ¿Dónde colocar a estos jóvenes detenidos? No hay nada previsto para acogerlos. Se les mezcla, entonces, con la masa de detenidos adultos en una promiscuidad difícil de imaginar y con consecuencias que podemos imaginar demasiado bien (humillaciones, explotación sexual, aprendizaje para ser rateros, desvergüenza, violencia). Hay que tener presente que todavía no existen las celdas individuales y que los detenidos son amontonados en grandes salas sin ninguna comodidad. No será más que en 1875 cuando quedará instaurado en el código penal francés el principio del encarcelamiento individual. Entre paréntesis, este principio –un detenido, una celda– ha sido constantemente vulnerado. Hasta en nuestros días: salvo excepción, las celdas son para dos presos y frecuentemente para tres, e incluso a veces, cuatro, confinados de 9 a 2. (Cf. el artículo del periódico Ouest-France, del 21 de septiembre de 2016, por Philippe Lemoine).

En estas circunstancias, Andrés Coindre se transforma en un visitante regular de las prisiones lyonesas. Mientras que el compromiso de los laicos cristianos se centra en la mejora de la suerte de los jóvenes detenidos (muy necesaria), Andrés, él mismo, se proyecta inmediatamente hacia el futuro e imagina la situación de estos jóvenes al terminar su periodo de detención. No se conforma con una ayuda simplemente humanitaria, una acción momentánea, sino que busca una solución a largo plazo, definitiva: poner a los jóvenes en pie, restaurar su dignidad, abrirles un porvenir. “¿Qué hacer pues? En todas partes los rechazan. Los hogares bien considerados no quieren recibirlos. Los centros religiosos no los admiten, aunque se ofrezca mucho dinero para sus gastos de aprendizaje. ¿Habrá que dejarles que vuelvan a sus antiguas prácticas, y renunciar a las grandes esperanzas que habían hecho concebir, por no haberles proporcionado un empleo adecuado? No,

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es propio de la caridad cristiana recogerlos y prestarles una buena protección en una Providencia”. (Prospecto del Piadoso Socorro 1818)

Va a crear, pues, este refugio de salvación, ya que nadie quiere encargarse de los jóvenes abandonados. Es la “Providencia San Bruno” de la que hemos hablado. No ha tenido ningún tipo de preparación para este apostolado, él, un misionero predicador. Así que toma la decisión que va, en gran parte, a trastornar su vida, sin saber desde el principio dónde le va a llevar. Alguno de sus compañeros misioneros de la Cartuja no comprenden este compromiso. El Padre Bochard, superior de la sociedad, le acusa de “distraer a menudo con “pequeñas obras” un talento de primer orden para la predicación”. (Humor de Dios: ya nadie habla del gran predicador Coindre, sino que todavía se habla del Fundador de las “pequeñas obras”, como el Instituto de los Hermanos).

Esta decisión lleva rápidamente a otras. Para realizar este proyecto, tendrá que encontrar un grupo pequeño de educadores que cumplan con sus perspectivas: acoger a los jóvenes en dificultad, instruirlos –incluida la religión–, formarlos en un oficio para asegurarles el futuro. Un proyecto bien modesto al principio, 2 ó 3, un equipo de laicos bien motivados por él mismo. Este grupo deberá aumentar enseguida a medida que los jóvenes admitidos en el Piadoso Socorro sean más numerosos (se pasa rápidamente de 5 ó 6 jóvenes a una treintena).

Al equipo de educadores constituido por Andrés hace falta dotarles de un lugar conveniente, es decir de un edificio, visto que el primer alojamiento en casa de los Cartujos resultó en seguida muy pequeño.Por eso, Andrés compra, conjuntamente con su padre, una propiedad cerca de las murallas de la ciudad, no lejos de la Cartuja, en 1818. La institución se traslada allí en 1820 y tomará el nombre de “Piadoso Socorro”.

Hace falta también equipamiento (entre otras cosas, los telares); hay que organizar el funcionamiento de esta obra: un reglamento, consignas, medios de evaluación y demás. Vemos la amplitud que toma el proyecto inicial.

Hay que pensar en la financiación. El Fundador llamará a numerosos suscriptores que formarán una verdadera asociación para el mantenimiento de la obra y a la que, no solo se la tendrá al corriente de la vida diaria, sino que también participará activamente en varios campos: acogida de nuevos jóvenes, administración, funcionamiento.

Otra decisión importante, sin la que no estaríamos aquí, es la fundación de la Congregación de Hermanos. He explicado más arriba las razones de este proyecto que le ocasionó, ustedes lo saben bien, considerables y cotidianas preocupaciones, a pesar de que para el Padre Bochard era “una pequeña obra”. (Detalle interesante: el Padre Bochard, misionero también en los Cartujos, fundó en la misma época los Hermanos de la Cruz de Jesús: quiso incluso absorber nuestra congregación en la suya. Más adelante, esta congregación, que emigró a Canadá en 1903, se

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disolvió en 1921). El Fundador tenía algunos “modelos”, como los Hermanos de la Escuelas Cristianas, pero tenía bien claro que quería hacer una obra original.

Sea como fuere, esta decisión tuvo una remarcaba fecundidad porque la celebramos todavía 200 años después.

De la misma forma, el Fundador, siempre ocupado –e incluso sobre ocupado– por sus misiones y otras predicaciones, mantiene los ojos abiertos a las necesidades de los jóvenes que encuentra en las zonas rurales. Entonces, como lo hemos visto, decide fundar escuelas primarias rurales. Sin embargo, no conoce nada acerca de la escuela. Nunca había imaginado que un día tendría que ocuparse de este tema. Juan Bautista de la Salle se había encontrado también en la misma situación y con la misma necesidad.

Esta vez, Andrés no irá a llamar a la puerta de otras instituciones, ya que no existen en los pueblos campesinos. Las fundará él mismo, según el modelo de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, a los que conoce y estima (pero que no están presentes en el mundo rural, de acuerdo a sus constituciones de la época). Es por esto que nuestro Instituto ha sido considerado a menudo como dedicado exclusivamente a la enseñanza, cuando en realidad ha desarrollado otros tipos de educación (por ejemplo, en el sur de los Estados Unidos, durante mucho tiempo se trabajó en orfanatos, hoy en día hogares, centros profesionales…)

Su salida hacia Blois constituirá una última decisión importante, que implica su dimisión como superior de la Sociedad de Misioneros de Monistrol y el alejamiento de las comunidades concentradas en los alrededores de Lyon y en los departamentos vecinos.

Y por qué no hablar también, en fin, de su decisión explícita de responder a los ataques contra la Iglesia aparecidos en distintas publicaciones contemporáneas, hasta el punto de perder la cabeza y la vida.

Estoy lejos de haber presentado todos los aspectos de la vida y la obra de nuestro Padre Andrés Coindre. Habría que hablar de su profunda afección por sus Hermanos. Fórmulas como estas abundan en sus cartas: “Adiós, mi tierno amigo. Te mando un abrazo para todos mis queridos amigos y Hermanos de todo corazón”. “La providencia está aquí (…). Me ha enviado a mis muy queridos Hermanos”. (10 de enero de 1822). “Mis Hermanos, mis muy queridos Hermanos”. Expresiones como estas se encuentran frecuentemente.

Podríamos también evocar su papel de consejero, especialmente con el Hermano Borgia, el director general, su delegado: consejero, al mismo tiempo, técnico, práctico y espiritual.

Por último, recordar su vida espiritual, difícil de seguir, pues no nos deja más que algunos detalles que merecerían ser puestos a la luz.

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En conclusión, la posteridad.

Es imposible aquí, evidentemente, desarrollar toda la historia de nuestro Instituto desde la fundación: necesitaríamos horas y, sobre todo, una competencia que no tengo. Así que me conformo con algunos “flashes” sobre los periodos, desde mi punto de vista, más significativos.

Francisco Coindre: la noche.

La muerte prematura y brutal del Fundador abre un periodo difícil para el joven Instituto. Como lo había deseado, es su hermano sacerdote, Francisco, quien se convierte en el nuevo superior. Pero, demasiado joven en ese momento, poco experimentado y frágil psicológicamente, pone a la congregación a un paso de la desaparición debido a las extravagancias financieras y a su autoritarismo. Muchos Hermanos dejan la comunidad, entre ellos el Hermano Borgia, director general, y el Hermano Agustín, dos de los primeros Hermanos. El número de Hermanos disminuye. Este desdichado gobierno dura 15 años.

El Hermano Policarpo: el renacimiento.

El Padre Francisco dimite (¡por fin!) y es un Hermano quien le reemplaza. Bajo su generalato, que dura 18 años, el número de Hermanos pasa de una cuarentena a más de 200 (contando los novicios) y, gracias a una coyuntura favorable, el número de escuelas pasa de 21 a 97, seis de ellas en los Estados Unidos, donde llegamos en 1847. La causa del Hermano Policarpo está introducida en Roma.

Hermano Adrián (1859-1887): la expansión.

El crecimiento del Instituto continúa durante este periodo: en 1875 se alcanza de número de 154 establecimientos ( de los cuales 43 en el Nuevo mundo) y más de 600 Hermanos.

El Hermano Norbert (1887-1900): el repliegue en Francia.

A partir de lo que se llaman las leyes laicas (en los años de 1880), las dificultades se acumulan para los institutos religiosos de enseñanza en Francia. Los Hermanos no pueden tener escuelas públicas ni enseñar en ellas. El número de escuelas cae a 123 y el número de Hermanos en Francia se estabiliza, mientras que el Nuevo mundo hay 150 Hermanos canadienses y 54 en los Estados Unidos.

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1903: la persecución.

La disolución de las congregaciones religiosas provoca la salida del 40% de los Hermanos y el cierre de la mitad de las escuelas (las que continuan con su actividad son dirigidas por Hermanos oficialmente exclaustrados: sus miembros serán desde entonces “señores”).

Cierto número de Hermanos aceptan exiliarse y van a reforzar nuestras fundaciones en Estados Unidos y Canadá, o a fundar en Bélgica y en España, a partir de las cuales el Instituto va a conocer una nueva expansión bastante espectacular.

Sería monótono seguir con esta especie de letanía. Me contentaré con dar los datos más significativos.

A partir de 1927, el Instituto sale del mundo propiamente occidental mediante las fundaciones en América Latina, Madagascar, África y Oceanía, sea de forma diseminada sea en grupos más importantes.

El número más grande de Hermanos en el Instituto se alcanzó en los años de 1960: alrededor de 3000 Hermanos, de los cuales casi 1300 canadienses. Hoy, el número total de Hermanos es de 850 aproximadamente; nuestros Hermanos canadienses son menos de 150, muy ancianos la mayor parte. En cuanto a los Hermanos de Francia, quedamos 30, habiendo alcanzado, todos menos uno, la edad de retiro episcopal. Es decir, que estamos invitados a ser muy modestos. Esto no nos impide el colocarnos en las manos de Dios y confiar en nuestros Hermanos más jóvenes del hemisferio sur por una parte y, por otra, poner toda nuestra confianza en nuestros colaboradores laicos que prosiguen desde tantos lugares la misión recibida, en fidelidad al carisma de nuestro querido Padre Andrés Coindre.

De cualquier manera, les ofrezco la invitación para celebrar juntos nuestro tricentenario el 30 de septiembre de 2121.

Gracias por haberme escuchado

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