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UNA FAMILIA CRISTIANA NUEVA Carta pastoral del Cardenal Amigo Vallejo, Arzobispo de Sevilla Sevilla, octubre 2005

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UNA FAMILIA CRISTIANANUEVA

Carta pastoral del Cardenal Amigo Vallejo, Arzobispo de Sevilla

Sevilla, octubre 2005

Edita Arzobispado de Sevilla

Maquetación Future Design Sur S.L.

Fotocomposición e Impresión Alfecat Impresores S.L.

Depósito legal: SE-4180-04

UNA FAMILIA CRISTIANANUEVA

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Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

I. UNA FAMILIA CRISTIANA NUEVA. . . . . . 12

1. Con derechos y obligaciones . . . . . . . 13 2. Actualidad y futuro . . . . . . . . . . . . . . 15 3. Criterios y actitudes . . . . . . . . . . . . . . 17 4. Razones para la esperanza . . . . . . . . 20 5. Lámpara que no se apaga . . . . . . . . . 24 6. Nuevos compromisos. . . . . . . . . . . . . 26

II. LOS VALORES CRISTIANOSDE LA FAMILIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28

1. Escuela de humanidad. . . . . . . . . . . . 30 2. Valores sociales. . . . . . . . . . . . . . . . . 32 3. Comunidad educativa . . . . . . . . . . . . 34 4. El primer catequista. . . . . . . . . . . . . . 37 5. Valores espirituales y teológicos . . . . 41

III. MALESTARES Y SUFRIMIENTOSDE LA FAMILIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44

1. Riesgos y amenazas . . . . . . . . . . . . . 46 2. Cansancios y coartadas. . . . . . . . . . . 49 3. Muchos interrogantes . . . . . . . . . . . . 51 4. Caminos equivocados . . . . . . . . . . . . 53

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IV. EL CUARTO MANDAMIENTO . . . . . . . . . 58

1. Padres e hijos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 2. Tensiones y conflictos . . . . . . . . . . . . 61 3. Bienestar e insatisfacción. . . . . . . . . . 63 4. Honrar a los padres . . . . . . . . . . . . . 65 5. Derechos y deberes . . . . . . . . . . . . . . 68 6. Educación y ejemplo . . . . . . . . . . . . . 73 7. ¿Dónde están tus hermanos? . . . . . . . 78 8. La nobleza de la familia . . . . . . . . . . 80

V. Y EL SÉPTIMO SACRAMENTO . . . . . . . . 87

1. Una comunidad nueva. . . . . . . . . . . . 87 2. En el misterio de Dios . . . . . . . . . . . . 90 3. Como un don de Dios . . . . . . . . . . . . 92 4. Espiritualidad de una familia nueva. . . 95

VI. LA FAMILIA, UN AMOR SIN MEDIDA . . . 96

1. Los gozos y satisfaccionesde la familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97

2. Algunas sugerencias . . . . . . . . . . . . . 100 3. Agentes de la pastoral familiar. . . . . . 106 4. Con María, la Madre. . . . . . . . . . . . . 109

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La familia requiere nuestra máxima aten-ción pastoral, ha dicho Benedicto XVI. Es la base fundamental de la sociedad. Arraigada en el corazón de la humanidad y teniendo que afrontar múltiples problemas. Pero la familia siempre ofreciendo apoyo y remedio a situa-ciones que, de otro modo, serían desesperadas (A la CEI, 30-5-05).

Juan Pablo II no se cansaba de hablar de la nueva evangelización. También para la fami-lia. Necesitamos una nueva familia cristiana, precisamente porque esta querida institución está viviendo unas circunstancia insólitas que provocan desorientación en muchos padres, en muchos matrimonios. Por ello, necesitamos re-flexionar sobre la familia y ayudarle a descubrir y a guardar los inagotables valores evangélicos de la familia cristiana. Pero no debemos olvidar que una nueva evangelización para una familia nueva solamente puede hacerse contando con la ayuda del Espíritu de Dios.

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Algunos acontecimientos recientes han pues-to a la familia en un primer plano de interés, si bien hay que lamentar que esa atención no haya servido precisamente de ayuda para ha-cer que resplandeciera con más fuerza el valor que en sí misma tiene la familia cristiana. Todo ello nos interpela y mueve para hacer una seria reflexión sobre la misión de la familia cristiana y el modo de vivir en ella.

Muchos y graves son los problemas que la familia debe afrontar: trasformaciones sociales, nuevas leyes, reformas educativas, situación de la mujer en la sociedad, longevidad, falta de madurez personal, paternidad responsable, divorcio, aborto, hedonismo, tensión entre as-piraciones y medios disponibles, desprotección externa, conflictos generacionales, enfriamien-to y hasta desaparición de la fe, sentido de la propia autonomía, pérdida de conciencia del matrimonio como sacramento, dificulta-des y urgencia de la trasmisión de la fe, poca presencia de la Iglesia en la realidad familiar, ataques a la unidad, a la indisolubilidad del matrimonio...

Hay que contar con el trabajo de la mujer fuera de casa, con las familias monoparen-tales, con los matrimonios mixtos y dispares, las situaciones irregulares, el retorno de uno

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de los cónyuges a la casa de sus padres, divor-ciados que tienen que ser considerados tam-bién hijos de la Iglesia... Situaciones nuevas que no deben olvidarse a la hora de pensar en derechos y obligaciones, convivencia y difi-cultades.

Todo ello, ha sacudido fuertemente no po-cos de nuestros principios morales y religiosos. Para muchas personas han desaparecido las fronteras entre el bien y el mal. Si la erosión y la decadencia de los valores morales y reli-giosos ha sido grande, no cabe duda de que mucho ha de ser el esfuerzo a realizar para conseguir una verdadera restauración moral y religiosa. Tanto la capacidad del hombre como la indudable asistencia de Dios hacen siempre posible la esperanza.

Tendríamos que preguntarnos sobre la res-ponsabilidad de los pastores de la Iglesia, de los sacerdotes, religiosos y religiosas, consa-grados y de todo el Pueblo de Dios. ?En qué hemos contribuido para que tantos cristianos se alejen de la vida de la Iglesia? ?Qué cosas tendremos que modificar para que el men-saje de Jesús sea creíble, y muchos puedan abrazarlo de nuevo? A la familia cristiana, y a los fieles laicos en general se les pide con el Concilio Vaticano II, que asuman su responsa-

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bilidad y sean copartícipes de la vida y misión de la Iglesia.

La familia es una fuente inagotable de las mejores lecciones y de unos valores imperece-deros: amor, sacrificio, lealtad, reconciliación, generosidad, fidelidad... No nos cansamos de bendecir a Dios por el beneficio tan grande que nos ha hecho con la institución de la fami-lia, y por habernos dado, en la familia cristia-na, una señal tan admirable y evidente de su amor y de sus planes de salvación para todos los hombres.

Deseo, con esta carta pastoral, hacer un in-disimulado elogio a la familia cristiana, al mis-mo tiempo que se ofrecen algunas reflexiones sobre los valores y las virtudes, las dificultades y las esperanzas de la institución familiar, ade-más de recoger algunos escritos ya publicados y que he considerado de interés pastoral el ac-tualizarlos. Quiero proponer, también, algunas iniciativas concretas de pastoral familiar para desarrollar en nuestra Diócesis.

En todo momento, tendremos en cuenta el magisterio pontificio, así como las normas ca-nónicas que regulan la familia y el matrimonio, que es una “alianza por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda

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la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento en-tre bautizados” (Código de Derecho Canónico, 1055, 1).

Este es nuestro modelo de familia, el de la familia cristiana que propone la Iglesia Católica y que ofrecemos a la sociedad actual y a todo el mundo.

Iniciamos un nuevo camino a favor de la familia, de la familia cristiana, nuestro Plan Pastoral Diocesano 2004-2008, nos va pre-parando cada año para mejorar nuestra vida de fe, esperanza y caridad en Cristo luz de los Pueblos. Cuando lleguemos al próximo Encuentro Mundial de las Familias, que se ce-lebrará en Valencia en el 2006, nuestra Iglesia de Sevilla presentará frutos seculares a favor de la familia como ofrenda a Dios nuestro Padre y a nuestros hermanos los hombres y mujeres en este tiempo de gracia y esperanza.

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I. UNA FAMILIA CRISTIANA NUEVA Habrá que evitar dos extremos. Por una par-te, que la familia se conforme con ser objeto pasivo, esperando que sean otros quienes re-suelvan sus propios e intransferibles asuntos y problemas. En el otro extremo, que la familia se encerrara y no quisiera más que ocuparse de sí misma, sin tener en cuenta la ineludible misión que le corresponde en la sociedad. Es toda la comunidad la que debe interesarse por la familia. Y la familia siempre abierta a la sociedad.

Para todo ello, será necesario tener claras las ideas y buenos los criterios sobre lo que es y significa la familia. Hay que estudiar esa asignatura que es la familia. Y unir esfuerzos. Pues son muchas las instituciones y las perso-nas interesadas en el tema de la familia. Aunar las fuerzas, no sólo para ser más eficaces, sino por necesidad de apoyo recíproco y de ejem-plaridad. Trabajar por la familia, pero con esti-lo de familia: unidos en el mismo esfuerzo por conseguir unos objetivos comunes.

Nos debemos a la familia y la familia nos pertenece a todos. Es algo imprescindible para la misma vida, para el buen funcionamiento de la sociedad, para ser felices, en definitiva.

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Célula vital del tejido social y primera escue-la de las virtudes sociales, según palabras de Juan Pablo II (Familiaris consortio [FC] 42).

1. Con derechos y obligaciones

Ahora, cuando se plantea desde diversos ámbitos políticos y sociales la necesidad de una reforma constitucional, referida sobre todo al concepto y modelo de nación, recordar que el bien mayor de una nación es su pueblo, y que la familia está en su raíz. Quizás, sin mi-nusvalorar las ilusiones y esperanzas de todos los pueblos de nuestro Estado, las preocupa-ciones principales no deberían de estar tanto en fomentar la especialidad y singularidad de cada pueblo y comunidad, si no de reforzar los lazos de convivencia y solidaridad entre todos, apostando por instituciones como la familia, además de aumentar el interés por cada uno de sus miembros, especialmente durante su infancia y juventud, ellos son nuestro futuro.

Ni se puede prescindir de la familia, ni pri-varla de los derechos que le corresponden, ni tampoco que sean otros organismos quienes asuman las funciones y competencias que son exclusivas de la familia. La Iglesia, el Estado, la sociedad, ayudan, amparan, protegen, faci-

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litan los medios, pero es la familia quien debe asumir el protagonismo de su propia vida y de-sarrollo. Solamente, y de una manera subsidia-ria, otros organismos podrían asumir algunas de esas competencias propias de la familia.

Se espera de la familia que sea escuela don-de se aprendan las mejores y más duraderas lecciones de amor recíproco, de entrega mu-tua, de comunicación y apoyo, de ayuda para conocer a Dios, a la persona, a la realidad de este mundo. Pero hay que ofrecer a la familia aquellos medios con los cuales pueda cumplir adecuadamente su finalidad como institución social y cristiana: ambiente adecuado para el desarrollo de las personas, estabilidad social y económica, medios educativos, ofrecimiento y apoyo pastoral, alimento para su fe.

Todos son quehaceres ineludibles, pues en ellos es dónde se está jugando el futuro de la familia. Nuestra esperanza está unida a la con-solidación de unos valores firmes que garanti-cen la libertad y la fidelidad de la persona y de la comunidad familiar. Unas verdaderas “razo-nes” para la esperanza, pero que van a exigir el saberse desprender de falsas y engañosas seguridades, en las que se ofrece el bienestar a cambio de un pretendido progreso en el que se olvida la fidelidad del hombre a sí mismo, a los

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demás, a Dios. La familia tendrá que afrontar el compromiso de prepararse para saber las dificultades que genera una situación nueva y, al mismo tiempo, permanecer en una actitud de sana rebeldía contra toda forma de resig-nación negativa.

Pero no se puede pensar que, esos dere-chos se van a reconocer sin más y que esa obligaciones se van a cumplir sin esfuerzo. Se necesita una educación, también de los padres, para aprender a elegir los valores humanos y cristianos y actuar como personas creyentes responsables.

Responsabilidad muy grave es la de mante-ner la fidelidad a los compromisos contraídos. Aunque existan “argumentos de razón” para justificar una separación, la persona adulta y creyente debe descubrir también la fuerza de la razón moral que ofrece nuevas perspectivas de comportamiento para mantenerse en el com-promiso tanto a nivel humano como creyente.

2. Actualidad y futuro

Todo ello exigirá una formación permanente, continua, progresiva y actualizada, sabiendo mantener el ritmo en la marcha de la historia

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y viviendo conscientemente la confianza en uno mismo y en los demás. Dejando en la vida un sitio privilegiado para Dios.

Puede ser un ejercicio de prudencia el antici-parse a los problemas, construir las soluciones del mañana, asentar los valores por los que hay que luchar. Es bueno el anticiparse al fu-turo, pero sabiendo poner bien las bases en la situación actual, para que el salto no comience en el vacío.

Cualquier ofrecimiento de soluciones tie-ne que pasar por el convencimiento de que es posible un futuro mejor, con mayor bien-estar y con mejor calidad de vida en todos los sentidos. Pero habrá que planificar el mañana desde unos postulados de honradez y de res-ponsabilidad individual y colectiva, y contando con no poca inversión de riesgo y de valentía.

No puede comenzarse el edificio del futuro sin asentar bien el cimiento de los valores en que apoyarnos y por los que se va a luchar. Tampoco se puede desconocer la unión que existe entre esos valores asumidos y el esta-blecimiento de las necesarias estructuras que piensen y gestionen aquellos proyectos que de-ben llevarse a cabo. Tener en cuenta una ade-cuada jerarquía de valores, así como el saber

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considerarlos dentro de las distintas culturas, será también imprescindible, para no confundir y dar la misma prioridad a todos los proyectos. No puede faltar, tampoco, el saber hacer una síntesis entre valores humanos y trascendentes, sin temor alguno a que los valores religiosos quiten autonomía y libertad a los valores tem-porales. Los caminos y objetivos pueden ser comunes, aunque las ideas de las que se parte sean distintas.

No podemos consentir el triunfo y la apo-logía de esa ignorancia, que pretende des-conocer la deuda del pasado y huye de las responsabilidades del futuro. Actitudes postmo-dernas evasionistas, que provocan el deterioro del esfuerzo por conocer, estudiar, trabajar por dar consistencia a los que hemos de entender como progreso. El disfrute de lo inmediato lle-ga a anular la capacidad de pensar en nuevos y más amplios horizontes, huyendo de las in-comodidades y problemas del presente, y deja a la familia desamparada ante el futuro.

3. Criterios y actitudes

Unos criterios de inteligente prudencia, para caminar con cierta lucidez hacia el futuro de la familia, pueden ser los siguientes:

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Criterio de objetividad. Un leal conocimien-to de la realidad en la que vive la familia y de las líneas de pensamiento que se mueven en ámbitos diversos. Ello hará que no se repi-tan errores y que se aprenda en la experiencia para impulsar aquello que tiene una eficaz ga-rantía de validez. No se trata de ver, registrar, archivar y olvidar, sino de asumir la situación como algo que nos afecta individualmente y como miembros de una comunidad, de una familia.

Criterio de amor a la verdad. “Reconversión” personal y colectiva, cambiando modos y actitu-des e inclinándose hacia un serio compromiso de responsabilidad, asumiendo una jerarquía de valores en la que todo lo que afecta a la persona y a su dignidad tenga siempre la pri-macía. El amor a la verdad es el gran apoyo para la regeneración ética y la superación de un pragmatismo racionalístico, donde la con-veniencia de la ideología sustituye a la respon-sabilidad de la adhesión práctica a la verdad.

Criterio de honestidad intelectual. Con una actitud permanente de diálogo para un am-plio e indispensable debate interdisciplinar e intercultural acerca de los valores en los que se asienta la vida, en la familia, el trabajo, la creencia, el futuro... Necesitamos de la teoría y

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del concepto, del diálogo permanente, del tra-bajo del pensamiento. Tan lejos, desde luego, de una ilustración decadente y sectaria como de un pragmatismo efímero de resultados in-mediatos. Equipaje imprescindible para poder acudir y participar en este foro de opinión y debate es el de la ética del pensamiento, la honestidad intelectual, la coherencia entre las ideas y la práctica en la conducta.

Criterio de libertad y de esperanza. Asumir lealmente la jerarquía de valores en los que se apoyan los derechos y la dignidad de la fami-lia, la promoción de la justicia y el compromiso de solidaridad. Habrá que llevar libertad allí donde la familia necesita ser libre, tanto en sus decisiones como en la posibilidad de acceder a los bienes de este mundo. Libre en sus de-rechos de participación y en sus creencias. La esperanza no se puede construir sino es traba-jando por la justicia y el reconocimiento de la dignidad de la persona.

Criterio de formación. Crear las condiciones y levantar aquellas estructuras que favorezcan el que la persona y la familia tengan su auto-nomía y su libertad, de tal manera que pueda liberarse de los prejuicios del miedo y de la ignorancia. Para ello es imprescindible un ade-cuado programa de formación integral, con-

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tinuada y progresiva, pedagógicamente ade-cuada a la capacidad y situación de la familia concreta. El mundo no comienza ahora y con nosotros. Existen avaladas y eficaces experien-cias. Habrá que aprovechar ese caudal de co-nocimiento práctico. Pero no puede faltar una actitud de gran sensibilidad para percatarse de las interpelaciones que llegan a la familia desde nuevas y quizás inéditas situaciones.

La familia no puede estar sola. Corresponde a toda la Iglesia ayudarle, facilitándole los me-dios que necesita para su formación y para suplir las posibles deficiencias.

Es imprescindible la formación de agentes, bien preparados, para llevar a cabo la pasto-ral familiar. Así mismo, el establecimiento de programas especiales de catequesis para los padres, de formación para el matrimonio y la educación cristiana de los hijos.

4. Razones para la esperanza

En la casa del futuro no pueden entrar quie-nes desconfíen de la capacidad del hombre para trabajar en pro de unos altos valores de justicia, de magnanimidad, de solidaridad, de trascendencia espiritual y religiosa.

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El esfuerzo personal y colectivo, la solidari-dad, el trabajo por el bien común, la conscien-te y seria formación humana y profesional, la consolidación de la familia y de las instituciones fundamentales para la convivencia y el desa-rrollo, la lealtad a unos valores bien asumidos, el empeño por la justicia, la coherencia entre la fe y la conducta, son buenos acompañantes para que la esperanza tenga garantía de au-tenticidad.

La familia, tan honrada por Dios y tan nece-saria para los hombres, sufre agresiones en su raíz y valores fundamentales. Todas las perso-nas pueden elegir libremente su estado de vida, pero son muchas las dificultades con las que se encuentran, tanto de orden social como eco-nómico. Para que las personas puedan ejercer libremente y con dignidad este derecho habría que revisar, entre todos, a fondo y con genero-sidad, los procesos para el acceso a la educa-ción de los hijos, que facilite la transmisión de la fe y un crecimiento moral en consonancia con los principios religiosos de la familia. La elección del centro educativo deseado no pue-de ser un obstáculo para la armonía social, no debe, ni puede ser utilizado para sembrar desunión y desconcierto. Todos conocemos las dificultades que hay para conseguir un trabajo y una vivienda dignos, para expresar libremen-

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te los propios convencimientos religiosos, para preservar la intimidad familiar, para participar activamente en el futuro de los hijos...

Limitaciones, todas estas, que hacen difícil a la familia disponer de la garantía suficiente para la realización de unos derechos y para alcanzar unos objetivos ineludibles. Ante una situación difícil, San Pedro exhorta a los cris-tianos a dar siempre razón de la esperanza que se les ha dado. Y de hacerlo con man-sedumbre y respeto y en buena conciencia(1 Pe 3, 15). La familia cristiana tiene que estar siempre dispuesta a dar razón de su esperan-za. A mostrarse en el mundo como verdadera Iglesia doméstica, a ofrecer unos signos que evidencien ante los hombres la fe en Jesucristo y la vida según el Evangelio. La familia es una verdadera comunidad creyente y evangelizado-ra, que se reúne en oración, que vive y practica ante los hombres el mandamiento del amor recibido de Jesucristo.

“El hijo sabio es la alegría de su padre, el hijo necio entristece a su madre.” (Prov 10, 1). Son palabras de la Escritura. Y esa sabiduría, que causa alegría o que entristece a los padres, no es otra que el conocimiento y la docilidad a la voluntad de Dios. La familia es ese ámbito donde resuena la voz de Dios. Donde se escu-

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cha a Dios. Y se oye esa voz de Dios, no como la de un ser extraño, sino como la de quien vive dentro de la misma familia. Es la voz más co-nocida. La más apreciada. Es la voz del que se ama y al que se desea escuchar. Dios es la ga-rantía de esperanza para la familia cristiana.

Los padres son quienes mejor pueden hacer resonar esa voz de Dios ante sus hijos. Pero, solamente si ellos mismos, desde la fuerza sa-cramental de su matrimonio, están atentos y escuchando a Dios, podrán ser palabra que fa-vorezca el acatamiento de esa sabiduría divina. El mayor honor de los padres son sus propios hijos. La fe es honor y reconocimiento a Dios. Es en la fe donde se honra a Dios. Una fe activa. Que oye y responde. Que escucha y ama.

El valor de la esperanza radica en la se-guridad del amor de quien nos ama. No hay amor más limpio ni más profundo que el que se vive en la familia. Por eso, también, la fa-milia es el lugar más adecuado para vivir en la esperanza. Cuando tantas promesas se ol-vidan, cuando tantas fidelidades se rompen, cuando tantos amores se pierden, la auténtica familia cristiana está brillando en medio de la sociedad como lámpara bien encendida que alumbra las oscuridades que ha provocado el pecado de los hombres.

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El testimonio de la familia cristiana hace es-perar en el valor del sacrificio. Viendo la ab-negación de los padres por la educación, por el cuidado de sus hijos, la ayuda mutua y des-interesada, se abre la confianza a la bondad del corazón y aleja el egoísmo. El amor recí-proco de los esposos es una fuerza incontenible de apoyo mutuo entre los hombres. Cuando la familia mira a Dios, hace que los ojos de los hombres se vuelvan hacia Aquel de quien proviene la fuerza, de quien puede llegar la esperanza.

5. Lámpara que no se apaga

Cuando todas las luces se han apagado,es la lámpara de la familia la que sigue alumbrando. La llama no se extingue, porquesu aceite y su fuerza es el más noble amor que Dios ha puesto en el corazón de los hom-bres.

Comunidad de vida y de amor. Así es la fa-milia. Pero la vida y el amor se unen formando una sola cosa. El que no ama está muerto. En esto conocemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a nuestros hermanos (1Jn 3, 14). Y no hay amor más grande que dar la vida por los demás.

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Lugar y espacio para un amor sin medida es la familia cristiana. A la fuerza natural del amor humano, se une el vínculo insondable de la misma fe. El amor de Jesucristo refuerza y da un nuevo sentido a lo que está unido ya en el mismo amor humano. El matrimonio ya no es un simple pacto y contrato, sino un signo y sacramento de gracia. Los hijos son vida de la propia vida y vida de Dios que está en ellos por la gracia del Espíritu que se les ha dado. La familia, no es mera entidad y sujeto de obli-gaciones y derechos, sino Iglesia y comunidad, ámbito para recibir y vivir la fe, espacio para la esperanza, comunidad para el amor más fuerte y más santo.

El que acepta mis mandamientos, dice el Señor, ese me ama y yo también lo amaré y me revelaré a él (Jn 14, 21). Estos son los manda-mientos del Señor: seréis dos en una sola carne; ama y respeta a tu padre y a tu madre, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre, ama-rás a Dios y a tu prójimo con todo el alma...

Nada más cerca, ni más próximo que la fa-milia. Es lo que más vemos y lo que más ama-mos. Lo que más nos recuerda a Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu. Y María, la Virgen bendi-ta, es Madre de Dios. Y la Iglesia es madre. Y cuando queremos dar los títulos más queridos

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a quienes más queremos, siempre se van re-pitiendo las mismas palabras: Padre nuestro, Madre de Dios...

6. Nuevos compromisos Los muchos problemas y dificultades que vive la familia, muy lejos de desalentarnos, nos obligan todavía más a seguir y a emprender nuevos compromisos en favor de la familia. Importantes son las cuestiones que afectan al matrimonio y a la familia. Urgentes los com-promisos e insistente la demanda que recla-ma una repuesta desde la fe. En modo alguno pretendemos evadirnos de la seria preocupa-ción por un tema tan importante. Ni queremos soslayar los problemas que afectan a la vida moral, religiosa y simplemente humana de tan-tas personas. Sin embargo, tampoco se puede olvidar la obligación de ofrecer aquello que se tiene. Que no es ni oro ni plata, sino el amor de nuestro Señor Jesucristo. Somos depositarios de bienes y talentos muy valiosos y no pode-mos permanecer inactivos y agobiados ante el alud de dificultades, problemas y ambigüeda-des que afectan al matrimonio y a la familia.

No tenemos soluciones técnicas, y tampoco son de nuestro cometido, pero sí está rebo-

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sante la tinaja con la gracia del sacramento que se ha recibido. Ni actitudes simplemente voluntaristas, ni declaraciones de derrota e in-competencia. Ofrecemos lo que tenemos en la fe de la Iglesia, y las enormes posibilidades en favor del matrimonio y de la familia que ofrece una vida auténticamente cristiana.

En el matrimonio y en la familia cristiana tiene que haber una conciencia muy viva de la acción del Espíritu Santo y de la gracia del sacramento recibido. Dios tiene que ser el acompañante permanente del matrimonio, de la familia. Se necesita una espiritualidad propia y verdaderamente familiar basadaen una firme alianza entre la fe y el amor humano.

Si la familia es escuela de oración, la fe se transmitirá a los hijos, y la espiritualidad fa-miliar empapará la vida de la casa, dando, a cada uno de los que en ella viven, una moti-vación nueva, constante y transcendente que colme de sentido todas y cada una de las ideas y tareas relacionadas con la familia.

El matrimonio tiene la llave de la vida, no sólo en cuanto puede generar una vida nue-va, si no convirtiéndose en un verdadero pa-radigma de la proclamación del derecho de

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la persona a vivir y de hacerlo en las mejores condiciones de dignidad.

El matrimonio y la familia son un espacio privilegiado para el desarrollo personal ar-mónico, para la comunicación y las relaciones humanas, para sentir el apoyo recíproco. En definitiva, para que las personas sean indivi-dual y socialmente felices.

Nada de todo esto, quiero repetir, supone el olvidar ni las nuevas y difíciles situaciones por las que atraviesa la familia, ni los graves pro-blemas morales del matrimonio, pero lo que no podemos, en forma alguna, es claudicar del convencimiento de que siempre es posible que el agua de las dificultades se convierta en el vino de la esperanza, y de que la familia pueda ser una auténtica realidad humana feliz y una “pequeña Iglesia”, comunidad de fe, de vida y de amor.

II. LOS VALORES CRISTIANOSDE LA FAMILIA

Benedicto XVI ha hecho un análisis de nues-tro tiempo y poniéndonos en guardia ante po-sibles temores que hagan olvidar que el Señor no es indiferente a las vicisitudes humanas, sino

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que penetra en ellas realizando sus proyectos. Por eso, no se tiene miedo al mal que abunda en la historia. El Señor permanece fiel aunque la situación pueda ser de infidelidad. Y no nos abandona en las situaciones difíciles. Podemos vivir alienados, “en las aguas saladas del sufri-miento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios (...) No es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exterio-res se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos pue-dan vivir, sino subyugados al poder de la ex-plotación y la destrucción” (Homilía 24-4-05).

La familia puede ser el eficaz antídoto para superar el vacío existencial del relativismo imperante. Juan Pablo II entonces, y ahora Benedicto XVI, han subrayado frecuentemente los valores cristianos de la familia. Estos valo-

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res –humanos, sociales, educativos, catequéti-cos, evangelizadores, eclesiales, espirituales, teológicos– tienen siempre un incuestionable contenido cristiano. Siguiendo la exhortación Familiaris consortio, de Juan Pablo II, y el ma-gisterio de Benedicto XVI, recordamos algunos de los valores cristianos de la familia.

1. Escuela de humanidad

Ante la ausencia de valores humanos y cris-tianos, la familia ayuda a comprender el senti-do último de la vida y de sus valores fundamen-tales. Tiene capacidad y responsabilidad para el amor y para una donación total, así como para desarrollar una auténtica comunidad de personas. Es la mejor y más completa escuela de humanidad (Cf. FC 8, 11, 17-18, 21).

Ante la desgana posmoderna, la comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio, con una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación (FC 21).

Ante el desprecio y minusvaloración de la persona, el reconocimiento y defensa de la dig-nidad y vocación de cada una de las personas,

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las cuales logran su plenitud mediante el don sincero de sí mismas. Verdadera promoción de la mujer, que exige también que sea claramen-te reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a los demás funciones pú-blicas y a las otras profesiones. Convicción de que el puesto y la función del padre y de la madre son de una importancia única e insus-tituible. Valorar los cometidos de los ancianos en la comunidad civil y eclesial, y en particular en la familia. (Cf. FC 21-23, 25-27).

Ante las limitaciones a la apertura a la vida, la fecundidad como fruto y signo del amor con-yugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos (FC 28).

Ante el egoísmo individualista, las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están inspiradas y guiadas por la ley de la “gra-tuidad” que, respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal, como único tí-tulo de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda (FC 43).

Benedicto XVI ha dicho que “El matrimonio y la familia no son, en realidad, una construc-ción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al con-

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trario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta. (...) Por consiguiente, la libertad del “sí” es libertad capaz de asumir algo definitivo. Así, la mayor expresión de la libertad no es la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una verdadera deci-sión. Aparentemente esta apertura permanente parece ser la realización de la libertad, pero no es verdad: la auténtica expresión de la libertad es la capacidad de optar por un don definiti-vo, en el que la libertad, dándose, se vuelve a encontrar plenamente a sí misma” (Congreso sobre familia 6-6-05).

2. Valores sociales

Sentido de la verdadera justicia, que lleva no solo al respeto de la dignidad personal de cada uno, sino también y más aún del verda-dero amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los demás, especialmente a los más pobres y necesitados. El don de sí, que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la familia (FC 37).

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La misma experiencia de comunión y partici-pación, que debe caracterizar la vida diaria de la familia, representa su primera y fundamental aportación a la sociedad. La familia y la socie-dad tienen una función complementaria en la defensa y en la promoción del bien de todos los hombres y de cada hombre (FC 42-43, 45).

La familia cristiana está llamada a ofrecer a todos el testimonio de una entrega generosa y desinteresada a los problemas sociales, me-diante la “opción evangélica y preferencial” por los pobres y los marginados. La familia cristia-na es una comunidad al servicio del hombre y de la sociedad (FC 47, 63).

Las familias cristianas, dice Benedicto XVI, constituyen un recurso decisivo para ser leva-dura, en sentido cristiano, en la cultura gene-ralizada y en las estructuras sociales. El “sí” personal y recíproco del hombre y de la mu-jer abre el espacio para el futuro, para la au-téntica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida. Por eso, este “sí” personal no puede por menos de ser un “sí” también públicamente responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad” (Congreso sobre familia 6-6-05).

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3. Comunidad educativa

Para ayudar a conocerse cada uno. En cuan-to comunidad educativa, la familia es un eficaz instrumento para aprender a discernir la propia vocación y a poner todo el empeño necesario en orden a una mayor justicia. La educación en el amor enraizado en la fe puede conducir a adquirir la capacidad de interpretar los “signos de los tiempos” (FC 2, 4).

Para una reciprocidad educativa. Es el valor del intercambio educativo entre padres e hijos, en el que cada uno da y recibe. Si los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio “ministerio”, realizan un servicio ordenado al bien humano y cristiano de los hijos, y les ayudan a adquirir una liber-tad verdaderamente responsable (FC 21).

Para asumir con gozo un ministerio intransfe-rible. El derecho-deber educativo de los padres se califica como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente de-legado o usurpado por otros (FC 36).

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Para la comunión y la participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad, representa la pe-dagogía más concreta y eficaz para la inser-ción activa, responsable y fecunda de los hijosen el horizonte más amplio de la sociedad(FC 37).

Para cuidar de la educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, que debe realizarse siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos. Ofreciendo a los hijos un modelo de vida fundado sobre los valores de la verdad, libertad, justicia y amor (FC 48).

Habrá que comenzar muy pronto y desde las raíces en la educación y en la catequesis. Que se conozca el significado de la vida humana y se aprenda a valorarla, a defenderla, a saber las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto a cada persona. Ayudar a comprender y a vivir la sexualidad y el amor en su verdadero significado. Formar en la cas-tidad como virtud que favorece la maduración humana. Enseñar a dialogar con los hombres de buena voluntad, y con los creyentes de otras religiones, a considerar la defensa de la vida como tarea común.

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Para cuidar de la primacía de los valores mo-rales, que son los valores de la persona huma-na en cuanto tal. La educación de la conciencia moral que hace a todo hombre capaz de juzgar y de discernir los modos adecuados para rea-lizarse según su verdad original (FC 4, 8).

“En la actualidad –son palabras de Benedicto XVI–, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presen-cia, en nuestra sociedad y cultura, del relati-vismo que, al no reconocer nada como defini-tivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”. Por consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo en común” (Congreso sobre la familia 6-6-05).

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4. El primer catequista

Anunciar el evangelio de la familia. La fami-lia es la primera comunidad llamada a anun-ciar el Evangelio a la persona en desarrollo y a conducirla a la plena madurez humana y cristiana, mediante una progresiva educación y catequesis. Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo. En virtud del ministerio de la educación los pa-dres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos (FC 2, 20, 39).

En la misión de la Iglesia. La familia cristiana está llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir, poniendo al servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto comunidad íntima de vida y de amor. En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en la fe, se hace comu-nidad evangelizadora. Animada por el espíritu misionero en su propio interior, la Iglesia do-méstica está llamada a ser un signo luminoso de la presencia de Cristo y de su amor incluso para los “alejados” (FC 50, 52, 54). Los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino

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que pueden a su vez recibir de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido... Una familia así se hace evangelizadora de otras muchas fa-milias y del ambiente en que ella vive (FC 52).

Testimonio de alegría y de esperanza. La familia cristiana tiene una especial vocación a ser testigo de la alianza pascual de Cristo, mediante la constante irradiación de la alegría del amor y de la certeza de la esperanza, de la que debe dar razón: La familia cristiana pro-clama en voz alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada (FC 52).

Ministerio de evangelización y de catequesis. El ministerio de evangelización de los padres cristianos es original e insustituible y asume las características típicas de la vida familiar, hecha, como debería estar, de amor, sencillez y testi-monio cotidiano. El ministerio de evangeliza-ción y de catequesis de la Iglesia doméstica ha de estar en íntima comunión y ha de armoni-zarse responsablemente con los otros servicios de evangelización y de catequesis presentes y operantes en la comunidad eclesial, tanto dio-cesana como parroquial (FC 5, 53).

Escuela de oración. Elemento fundamental e insustituible de la educación a la oración es el

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ejemplo concreto, el testimonio vivo de los pa-dres; sólo orando junto con sus hijos, el padre y la madre calan profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores acontecimientos de la vida no lograrán borrar, Y la participación de todos los miembros de la familia en la Eucaristía (FC 60, 61).

Ayuda para el encuentro con Dios. La cele-bración de los sacramentos adquiere un sig-nificado particular para la vida familiar, espe-cialmente en la penitencia y en la Eucaristía. En la fe descubren cómo el pecado contradice no sólo la alianza con Dios, sino también la alianza de los cónyuges y la comunión de la familia. Los esposos y todos los miembros de la familia son alentados el encuentro con Dios “rico en misericordia”, el cual, infundiendo su amor más fuerte que el pecado, reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión familiar (FC 58).

Comunión eucarística. La Eucaristía es ma-nantial de caridad. Y en el don eucarístico de la caridad, la familia cristiana halla el funda-mento y el alma de su “comunión” y de su “misión”, ya que el Pan eucarístico hace de los diversos miembros de la comunidad familiar un único cuerpo, revelación y participación de la más amplia unidad de la Iglesia; además,

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la participación en el Cuerpo “entregado” y en la Sangre “derramada” de Cristo se hace fuente inagotable del dinamismo misionero y apostólico de la familia cristiana (FC 58).

Iglesia doméstica. Se llama a la familia “Iglesia en miniatura”, de modo que sea, a su manera, una imagen viva y una representación histórica del misterio mismo de la Iglesia. La Iglesia es madre que engendra, educa, edifica la familia cristiana, poniendo en práctica para con la misma la misión de salvación que ha recibido de su Señor. Es signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y los hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya (FC 49, 51).

La familia cristiana, escribe Benedicto XVI, “tiene, hoy más que nunca, una misión nobilí-sima e ineludible, como es transmitir la fe, que implica la entrega a Jesucristo, muerto y resu-citado, y la inserción en la comunidad eclesial. Los padres son los primeros evangelizadores de los hijos, don precioso del Creador, comen-zando por la enseñanza de las primeras oracio-nes. Así se va construyendo un universo moral enraizado en la voluntad de Dios, en el cual el hijo crece en los valores humanos y cristianos que dan pleno sentido a la vida (Carta sobre el Encuentro Mundial de las Familias, 17-5-05).

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5. Valores espirituales y teológicos

La caridad conyugal y el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad familiar. La fecundidad del amor conyugal no se reduce sin embargo a la sola procreación de los hijos, se amplia y se enri-quece con todos los frutos de vida moral, es-piritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo (FC 13, 28).

En esa caridad conyugal y en una fecundidad matrimonial particular, también hay que consi-derar a la familia sin hijos. “No se debe olvidar que incluso cuando la procreación no es posible, no por esto pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona humana, como por ejemplo la adopción, las diversas formas de obras edu-cativas, la ayuda a otras familias, a los niños pobres o minusválidos” (FC 14).

“De esta conexión fundamental entre Dios y el hombre –dice Benedicto XVI– deriva la co-nexión indisoluble entre espíritu y cuerpo; en efecto, el hombre es alma que se expresa en el

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cuerpo vivificado por un espíritu inmortal. Así pues, también el cuerpo del hombre y de la mujer tiene, por decirlo así, un carácter teológi-co; no es simplemente cuerpo, y lo que es bio-lógico en el hombre no es solamente biológico, sino también expresión y realización de nuestra humanidad. Del mismo modo, la sexualidad humana no es algo añadido a nuestro ser per-sona, sino que pertenece a él. Sólo cuando la sexualidad se ha integrado en la persona, logra dar un sentido a sí misma. Así, de esas dos conexiones –del hombre con Dios y, en el hombre, del cuerpo con el espíritu– brota una tercera: la conexión entre persona e institución. En efecto, la totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo, y el “sí” del hombre im-plica trascender el momento presente: en su to-talidad, el “sí” significa “siempre”, constituye el espacio de la fidelidad. Sólo dentro de él pue-de crecer la fe que da un futuro y permite que los hijos, fruto del amor, crean en el hombre y en su futuro en tiempos difíciles” (Congreso sobre familia 6-6-05).

Llamados a la santidad. Todos los esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio, y esta excelsa vo-cación se realiza en la medida en que la per-sona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo

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sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad. Es una llamada a santificarse y a santificar a la comunidad eclesial y al mun-do (FC 55, 56).

La gracia del sacramento. El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cón-yuges a lo largo de toda su existencia. Y es exi-gencia de una auténtica y profunda espiritua-lidad conyugal y familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la creación, de la alianza, de la cruz, de la resurrección (FC 56).

“El valor de sacramento que el matrimonio asume en Cristo significa, por tanto, que el don de la creación fue elevado a gracia de reden-ción. La gracia de Cristo no se añade desde fuera a la naturaleza del hombre, no le hace violencia, sino que la libera y la restaura, pre-cisamente al elevarla más allá de sus propios límites. Y del mismo modo que la encarnación del Hijo de Dios revela su verdadero significa-do en la cruz, así el amor humano auténtico es donación de sí y no puede existir si quiere liberarse de la cruz” (Benedicto XVI, Congreso sobre la familia 6-6-05).

Una nueva alianza. Matrimonio y familia, están internamente ordenados a realizarse en

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Cristo y tienen necesidad de su gracia para ser curados de las heridas del pecado. El matri-monio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza. En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. El amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios (FC 13, 14).

Un amor absolutamente fiel. La indisolubi-lidad del matrimonio como fruto, signo y exi-gencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia (FC 20).

III. MALESTARES Y SUFRIMIENTOSDE LA FAMILIA

Todo el capítulo anterior, tan positivo y en-tusiasmante, parece que se fuera desvanecien-do. Que aquel idílico paraíso de felicidad no encontrara su sitio en la realidad de cada día, en la que parecen vivirse unos más que con-trasentidos: la familia es unidad, pero se vive la disgregación, la ruptura; es amor, pero el

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egoísmo la destruye. Se busca la felicidad, pero los malos tratos, las desavenencias, la violen-cia doméstica... ¡Cuántos huérfanos de padres vivos! No hace falta que se mueran los hijos para perderlos. Se los quitó a los padres la pobreza, la droga... ¿Es esta la familia de la que estamos hablando?

No son pocas las sombras y las amenazas que se ciernen sobre el matrimonio y la familia. Desde programas conscientemente orientados a la disgregación de la familia, hasta la indi-gencia material y moral que hace casi inviable la posibilidad de que una familia pueda alcan-zar, en una mínima parte, los objetivos impres-cindibles requeridos para poder ser esa desea-da y feliz comunidad de vida y de amor.

Puede ser que también haya llegado a la familia esa actitud paralizante del vacío exis-tencial de Dios. Vivir como si Dios no existiera, sin sentido y orientación en la vida, en medio de una cultura caracterizada por las formas y la carencia de compromiso religioso y social.

Nos lo ha recordado Benedicto XVI: “Es muy importante el testimonio y el compromiso pú-blico de las familias cristianas, especialmente para reafirmar la intangibilidad de la vida hu-mana desde la concepción hasta su término

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natural, el valor único e insustituible de la fa-milia fundada en el matrimonio, y la necesidad de medidas legislativas y administrativas que sostengan a las familias en la tarea de engen-drar y educar a los hijos” (Familia y comunidad cristiana 6-6-05).

1. Riesgos y amenazas

Entre esas amenazas y riesgos para el ma-trimonio y para la familia se pueden señalar:

Seducción del mal, bajo la apariencia de camino para el éxito y el bienestar social. Presentando el matrimonio, la fidelidad, la fa-milia misma, como algo obsoleto, y ofreciendo la situación irregular como modelo de progre-so, de modernidad, de liberación. La concien-cia moral se distorsiona con valoraciones equí-vocas y ofrecimientos de una utópica libertad.

Marginación de la familia en la política so-cial, educativa, cultural. Se la relega a un papel secundario, negándole su propia soberanía y suplantando su incuestionable protagonismo.

Contracivilización del amor, con acciones destructoras de los valores más consistentes de la donación de si mismo: la generosidad de la

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entrega recíproca, el sacrificio desinteresado por el bien de los demás, el heroísmo que lleva has-ta dar la vida por el bien del otro, el amor sin límite... En contraposición aparece el egoísmo, la falta de respeto a la persona, la violencia, la falta de moral, la negación del derecho a vivir.

Tiranía de las cosas, como supremacía sobre la civilización de las personas. Haciendo del poder disfrutar la finalidad y el objetivo máxi-mo que alcanzar. Lo que es gratificante y causa placer se convierte en criterio de selección y va-loración incluso ética. Todo lo que sea sacrificio y superación personal, es obstáculo y barrera a evitar. Es el hedonismo llevado a la familia has-ta las más utilitaristas consecuencias, como es la del antinatalismo. Se ha perdido la libertad del amor y ha hecho su aparición el consumis-mo erotista.

Permisivismo social, que iguala todas las uniones interpersonales, quitando el valor al matrimonio y a la familia y dejando a la so-ciedad sin fundamentos sólidos para la educa-ción, para la convivencia, para el ejercicio de derechos y deberes.

Conculcación del derecho a la vida, alegan-do unas razones de conveniencia social (euge-nésicas, desarrollo...) o simplemente anulando

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lo que se cree una agresión al bienestar perso-nal o familiar. El derecho a vivir queda en ma-nos del más poderoso o del más inconsciente, supeditándolo a los programas de calidad de vida que se quieran realizar, prescindiendo de los derechos de los más débiles. La “civiliza-ción de la muerte” no deja lugar al derecho inalienable de vivir que tiene el hombre.

Amenazas, riesgos y atentados que dejan al matrimonio y a la familia desprotegidos so-cialmente. Sin embargo, cada día se reafirma con mayor fuerza la importancia de la familia para la verdadera estabilidad personal y social y para la felicidad de la persona. La familia continúa siendo el fuerte baluarte de los mejo-res valores humanos y cristianos.

La familia –afirma Benedicto XVI– está ex-puesta a muchos peligros y amenazas, que todos conocemos. En efecto, a la fragilidad e inestabilidad interna de muchas uniones con-yugales se suma la tendencia, generalizada en la sociedad y en la cultura, a rechazar el carácter único y la misión propia de la familia fundada en el matrimonio (A la CEI 30-5-05).

“Las diversas formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el “matrimonio a prueba”, hasta el pseudo-ma-

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trimonio entre personas del mismo sexo, son expresiones de una libertad anárquica, que se quiere presentar erróneamente como verdade-ra liberación del hombre. Esa pseudo-libertad se funda en una trivialización del cuerpo, que inevitablemente incluye la trivialización del hombre. Se basa en el supuesto de que el hom-bre puede hacer de sí mismo lo que quiera: así su cuerpo se convierte en algo secundario, algo que se puede manipular desde el punto de vista humano, algo que se puede utilizar como se quiera. El libertarismo, que se quiere hacer pasar como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, situándolo -por decirlo así- fuera del auténtico ser y de la au-téntica dignidad de la persona” (Al Congreso sobre la familia 6-6-05).

2. Cansancios y coartadas

Ante las dificultades, surgen no pocas tenta-ciones y coartadas para evadirse de la respon-sabilidad de construir y reparar, todos los días, esa comunidad de tanto valor, y tan amenaza-da, como es la familia.

Se suele oír decir: es mal de muchos, no merece la pena el esfuerzo para lo poco que

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se consigue, la culpa es de la televisión... Y sobre la educación de los hijos: pues no tra-bajo poco por ellos..., ya van a la catequesis, para eso está el colegio, no tengo tiempo para hablar con ellos, no me van a hacer caso, no se qué decirles, de eso se ocupa su madre, lo que hace falta es que estudien, cuando sean mayores que elijan su fe y su vida...

Como primera medida, habrá que liberarse de victimalismos morbosos y de sentimientos de persecución, acoso y conjuras contra la familia. Huir de susceptibilidades y de la autodefensa, de la autoflagelación y del síndrome de Jonás (huir de la misión y despreciar la institución a la que se pertenece).

Pero, también, habrá que ser conscientes de que la familia cristiana tiene una misión que cumplir en medio de una sociedad seculariza-da y competitiva, y que si es conciencia crítica para la sociedad, y tiene una presencia públi-ca, también tendrá que soportar los riesgos que ello conlleva.

Habrá que comprender y tener en cuenta la raíz del comportamiento del hombre y de la mujer posmodernos. No se trata de condenar, sino de salvar, y ello exige la comprensión del problema y un diagnóstico acertado sobre el

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remedio. Una vez que, de hecho, se ha perdido en gran parte la sumisión a lo establecido, a la tradición y a la autoridad, se impone un cami-no adecuado para recuperar la aceptación de la fe y una comprensión personal de la esencia de la moral.

Mediante la práctica de una toma adulta de decisiones, el hombre y la mujer podrán supe-rar el conformismo y el relativismo omnipresen-te, que son secuelas del vacío existencial. Hoy parece esencial educar para la responsabilidad y para una sana auto-dependencia.

La persona no puede llegar a la mayoría de edad sin el ejercicio de la razón crítica; pero también se requiere la fuerza de la razón mo-ral, que va más allá del mero precepto y de argumentos racionales, y hay que educarla, y no solo fundamentarla en el argumento de autoridad o de tradición.

3. Muchos interrogantes

¿El matrimonio y la familia, tal como los conocemos hoy, son una realidad que no pue-de cambiar en el futuro? ¿Cómo se puede es-tar seguro de que el amor es auténtico y para siempre? ¿En una sociedad, con tantos y tan

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radicales cambios, puede permanecer invaria-ble la estructura familiar? ¿Hasta qué punto la familia es una verdadera comunidad de vida, amor, felicidad? ¿Puede existir en el futuro un modelo de familia distinto al que conocemos? ¿Qué añade el sacramento al matrimonio? ¿Qué ayuda puede prestar la Iglesia a la feli-cidad de la familia? ¿Cómo formar y educar cristianamente a los hijos en el ambiente secu-larizado en el que vivimos?

¿Hacia dónde camina la familia? ¿Cuáles son los quehaceres de la familia en este mo-mento? ¿Qué hacemos para ayudar a la fami-lia para que pueda ser en verdad esa comuni-dad de vida y amor que quiere la Iglesia?

Así podíamos ir preguntándonos por tantas y tantas cuestiones como afectan al matrimo-nio, a la familia, a los hijos, a las relaciones con la sociedad, a la vida cristiana. Estas son las preguntas y la llamada a la responsabilidad de todos, comenzando por la misma familia. El futuro será para aquellos que sepan ofre-cer unas buenas razones para vivir y para es-perar. “La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema ne-cesidad, de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida de-

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masiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obli-gaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia hu-mana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive. Es necesario por ello estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes (...) Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en ma-nos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar” (GS 31).

4. Caminos equivocados

Un exagerado interés por lo propio y en te-nerlo todo ahora, con la mirada puesta en la satisfacción personal e inmediata, sin pensar en la repercusión que esta conducta hedonista puede ocasionar a los demás, a la sociedad, a las próximas generaciones. Las acciones se valoran por el placer que provocan o el dinero que producen. Ni se piensa ni se miden las consecuencias.

Esa misma fascinación por el bienestar lo re-lativiza todo y se acepta un estilo de vida don-de impera el subjetivismo omnipresente como

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justificante y valoración de la conducta. Si me gusta, vale. Si me aprovecha, sirve. Si a mí me conviene, se puede hacer. También puede decirse de otra forma igualmente subjetivista: vale, porque me gusta, me sirve, me agrada.

Un evasionismo generalizado que parte de la huida de uno mismo. Es un curioso contraste entre la aparente centralidad individualista –yo, a mí– y la falta de interioridad, la despersona-lización. El llamado “pensamiento débil” ado-lece más de la fragilidad que de ser fruto de la reflexión. No es la evasión a tiempos mejores, el sueño de la utopía, la conquista del ideal lejano. Es, pura y simplemente el consumismo del tiempo, de las ideas, de las cosas. Todo se convierte en moda fugaz.

La indiferencia ante lo trascendente está tomando forma poco a poco entre nuestras jóvenes generaciones. Se quiere no ser cons-ciente de la realidad espiritual en la que esta-mos inmersos. No interesa, no preocupa, no llena la vida Jesús de Nazaret. El frío de la indiferencia y el desinterés se ha situado en el centro del muchos corazones. Dios no impor-ta, su mensaje no llega, su vida no interesa, se vive de espaldas a la realidad maravillosa de lo trascendente. Muchos celebran el haber soltado amarras de unas ataduras religiosas

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que los asfixiaban. Sin embargo, ahora están a gusto pero vacíos, satisfechos, pero infelices. Contradicciones de una vida desvinculada y compleja.

El presentismo ha hecho su aparición en una escena fugaz. Aprovecharse cuanto antes, sin pensar en más. Que la representación es corta. Una prisa por vivir y quemar etapas que pro-voca, en ocasiones, la aparición de ridículos personajes como el del joven envejecido y del adulto aniñado. Como se ha querido abarcarlo y gustarlo todo enseguida, el vacío de la desilu-sión también es rápido en llegar. Extraña velo-cidad en el intento de llegar a ninguna parte.

Desde una mirada teológica, podemos decir que ha desaparecido cualquier referencia tras-cendente y escatológica. Para muchos, el más allá no existe. Ni el inmediato a las acciones y su repercusión moral o religiosa. Ni el futuro, que se mira, no solo lejano, sino como inexistente.

Lo pragmático, lo útil, lo que sirve, se valora, naturalmente con criterios subjetivos con fre-cuencia egoístas. El desbordado interés por el cultivo del propio cuerpo –culturismo, aerobic, gimnasios, dietas, estéticas...– es compañero de un desprecio por la salud: contaminación, droga, alcohol, ruidos, estrés...

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Un menú un tanto extraño y variado en el que cada uno elige lo que quiere y le gusta. No hay principios comunes de comportamiento, ni valoración ética asumida, ni religiosa. Lo que gusta, es ley.

Esta situación tiene su versión religiosa en una conducta secularista, que no se guía por los criterios de una fe madura, pues falta for-mación y catequesis, con evidente desconoci-miento de los principios de la moral cristiana y de las normas y doctrina de la Iglesia sobre la persona, la vida, las relaciones sociales, la conducta política, el valor de la familia. La ob-sesión del dinero fácil y del éxito inmediato también parece haber llegado a lo religioso: una religión ligth, a la carta, sin compromisos ni responsabilidades éticas y sociales.

Los convencimientos religiosos se mezclan con antiguos prejuicios. Se cree con el senti-miento y se niega con la razón. Se quiere creer, pero no dejarse convencer por la revelación y por la fe. Creer en Dios y vivir como si Dios no existiera. La falta de formación religiosa es patente. Se vive o se niega lo que se descono-ce. No hay que olvidarse que la fe también es una forma de conocimiento, aunque con unas características muy peculiares.

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Compañero de viaje, en esas actitudes y comportamientos es el acomplejamiento. Para unos el de haber sido y no permanecer en la fidelidad. Otros, por fatuidad, piensan que el blasfemar da prestigio. Es como el niño que repite palabras de picardía ante la risa del abuelo complaciente.

Hay cierta tendencia en los padres a imitar a los hijos, que han renunciado a ser sus maes-tros y educadores en medio de una sociedad que no les favorece. Ese imitacionismo lleva a la dejación de sus funciones educativas y a una irresponsabilidad moral.

Un gran problema es la ausencia de figuras de referencia. Quizá pueda hablarse más del ocultamiento de esas figuras. No se resiste la fuerza del bien y se trata de ocultar cuanto ten-ga apariencia de tal. La honestidad, la lealtad, la fe, el amor cristiano no dan prestigio. Madre Teresa fue justamente reconocida como mode-lo. Aunque no pocas veces se la utilizó como arma arrojadiza contra el supuesto poder y apariencia de la Iglesia.

La permisividad negativista ahoga la verda-dera libertad, anula la capacidad de elegir, todo lo relativiza, todo lo desvirtúa. Al final una so-ciedad amorfa, sin identidad, sin aspiraciones.

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Como forma más grave e irresponsable de vacío moral está la agresión, el desprecio a la persona y a la vida: terrorismo, narcotráfico, aborto, eutanasia... Y todo ello en medio de una creciente sensación de impotencia.

IV. EL CUARTO MANDAMIENTO Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar (Ex 20, 12).

Recordamos la parábola del padre miseri-cordioso y del hijo pródigo. El padre recibe y perdona al hijo rebelde. Tenía que hacerlo así. El no podía ser de otra manera: fiel a si mismo, a su condición de padre. Lo suyo era perdonar y hacer fiesta, pues el hijo que estaba muerto había regresado a casa y resucitado. Cuando a ese padre del pródigo se le echa en cara que abriera los brazos al hijo rebelde, no ofreció disculpa alguna para su comportamiento de padre. Lo suyo era querer a su hijo, más allá de cualquier circunstancia. Tenía que ser fiel así mismo, a su condición de padre.

Otro hijo, también protagonista de unas pá-ginas del evangelio. Aquel que recibe el encar-go de su padre para ir a trabajar en el campo.

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¡No quiero! pero se arrepintió y fue a trabajar allí donde su padre quería. También el hijo, a pesar de su primer impulso de rebeldía, tiene que ser fiel a su misma condición de hijo. Lo suyo es querer a su padre.

Buen camino es este de la fidelidad para comprender y cumplir el mandamiento del amor entre padres e hijos.

1. Padres e hijos

Muy generosa en los elogios se muestra la Escritura cuando se trata de alabar a los hijos y a los padres: honra a tu padre y a tu madre, que así prolongarás tu vida en la tierra que el Señor te va a dar (Ex 20, 12). Más que un consejo es una promesa de felicidad para el que hace un honor del respeto y del amor a su padre y a su madre. El que honra a sus padres expía sus pecados, se alegrará de sus hijos, ten-drá larga vida, lo escuchará el Señor, llegarán a él toda clase de bendiciones (Ecclo 3, 2- 16).

Tampoco, por el contrario, faltan las recrimi-naciones y el anuncio de malos días para quie-nes olvidan el precepto. Golpear o maldecir, el desprecio y la burla, el insulto y la amenaza de los hijos a los padres merecen los mayores cas-

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tigos. Reo de muerte –se llega a decir– es el que maldice a su padre o a su madre (Ex 21, 17).

Elogios y advertencias van unidos en el mo-mento de resaltar la importancia religiosa y social de la relación entre padres e hijos. Pero, unos y otros, no van a estar solos. Les acom-paña la familia, que es algo más que la agre-gación en un grupo social de personas distintas unidas por fuertes vínculos afectivos. La edu-cación, que modela e instruye, que pone en la mente nuevas ideas, que construye o desarma el maravilloso edificio de la persona, de aque-llos valores fundamentales para la relación con Dios y la convivencia entre los hombres. El am-biente y las circunstancias que, como sutil o descarado sedal, van dejando caer el señuelo de una felicidad que esconde otros intereses de menos nobleza: consumismo, ideología, dine-ro, partidismos...

Con todo ello habrá que contar. Padres e hijos no pueden situarse en el monte idílico de una sociedad perfecta. Educación, ambiente, ideas, cultura, cambios y renovaciones... Todo influye, todo ayuda o complica la relación in-terpersonal.

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2. Tensiones y conflictos

Como las crisis han sido muy profundas y los cambios rápidos y continuos, las tensiones y los problemas originados no han sido ni pocos ni sin importancia. La experiencia y la estabilidad eran garantía de sabiduría y criterio para la con-ducta. El prestigio estaba unido a la autoridad y a la conservación del orden. Dios, la patria y la ley, la familia, el honor y la lealtad, eran valores tan incuestionables como apreciados.

Pero el agnosticismo sustituye a la religio-sidad, la indiferencia y el pragmatismo hacen olvidar otras consideraciones morales. Lo que gusta es lo que vale. El subjetivismo ha pasado a ser ese dueño veleidoso que en cada mo-mento hace lo que le place, ignorando leyes, derechos, vidas y haciendas de los demás.

Si de Dios viene, y para ayuda de los hom-bres ha de servir, este mandamiento de los pa-dres y para los hijos, vigente y activo debe per-manecer más allá de los avatares y vicisitudes por los que van pasando los pueblos, y sufrien-do, o gozando, los hombres. Padecimientos y tensiones actuales habrá que tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre la incuestionable vigencia de este cuarto precepto de la ley del Señor: honra a tu padre y a tu madre.

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Y desarmados ante la llamada rebelión de los hijos, los padres deambulan entre la incomprensión y la impotencia. Ni saben qué decir a sus hijos, ni la autoridad que les asis-te para poder hacerlo. Incluso, pueden tener cierta actitud acomplejada de inferioridad respecto a los hijos. De lo que ellos carecie-ran, en libertad o en medios para la forma-ción, han tenido por sobrado los hijos. Han perdido, pues, autoridad. Más por sus propias lagunas o desprestigios, que porque nadie se la quitara.

Por otro lado, padres y familia han encon-trado fuertes competidores que han querido atribuirse derechos y competencias que no les corresponden. Sociedad y gobierno amparan y dan cauce, pero no pueden olvidar los dere-chos que, originariamente, a otros les corres-ponde, como son: educación, libertad religio-sa, opciones políticas...

El carácter y la prerrogativa de insustituibles se ha balanceado, causando el desequilibrio de la duda tanto de los hijos respecto de los padres como de éstos en relación a sus hijos. ¿Son necesarios, incluso en la misma trasmi-sión de la vida? El ser padre puede llegar a formulas tan diversas y extrañas –manipula-ción genética, madre de alquiler, inseminación

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artificial...– que la figura de los padres puede quedar un tanto desdibujada.

Ser hijo o ser padre ha quedado como susti-tuida por una dialéctica de niño y adulto, de hijos versus padres. Se habla más de los derechos del niño que de los de los padres. De la condición de adulto, que de la responsabilidad y las obli-gaciones que se tienen con aquellos que han hecho posible el que se pudiera llegar a serlo.

La protesta, la rebeldía, la petición de diálo-go puede cambiar de dirección. Sería la revo-lución de los padres. No para ir contra nadie, sino para defender su derecho a serlo de sus propios hijos.

3. Bienestar e insatisfacción

Ya no son ni excepción ni paradoja. Convi-ven, en sorprendente maridaje, un estado de bienestar y una generalizada insatisfacción. El movimiento insolidario con los individualismos más egoístas. La paz se grita con los gestos y las acciones más violentas. ¿Dónde está el trigo y dónde la cizaña?

En el centro, siempre el hombre, la persona. Es obligada referencia y criterio para el dis-

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cernimiento. Cuando se respeta la vida, vivir es posible. Pensemos en el absurdo de la pro-posición contraria. Si el hijo tiene la sospecha de un nacimiento más por descuido que por deseo, de un aborto fallido más que de un hijo que se quería, fácil puede ser el recurso a la no aceptación de unos padres ocasionales.

Es inquietante observar los datos de algunos países desarrollados donde la línea del bienes-tar crece hasta un punto donde la percepción de felicidad no crece e incluso disminuye. A mayor nivel de riqueza y bienestar, el grado de felicidad baja. Esto nos demuestra y ratifica que los bienes de la tierra están para nuestro servicio y felicidad, pero estos bienes tienen unas finalidades y objetivos que cubrir, más allá de ello no llenan, ni satisfacen, ni nos ha-cen más felices.

Otro problema es el de la emancipación de los hijos. Unos quieren irse de casa antes de tiempo. A otros se lo impide, aunque lo desea-ran, la falta de independencia económica, la carencia de empleo o de vivienda. Y las ten-siones que estas circunstancias originan son fáciles de comprender.

Añadamos otras dolorosas situaciones: emi-gración, separaciones y divorcios, refugiados,

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pobreza, droga... Para perder a los hijos -se lamentaba un matrimonio- ya no hace falta que se nos mueran. Se los lleva la necesidad de emigrar...

Como hay diversos modelos de vivir como familia, también serán variadas y diferentes las relaciones y los problemas entre padres e hijos. Familias monoparentales, matrimonios sucesi-vos, adopciones, padres naturales y paternidad legal.

4. Honrar a los padres

En el centro del decálogo, un mandato abier ta mente positivo: honrar a los padres. Es obligación, mandamiento y satisfacción de los hijos. Pues más que obediencia impuesta es amor ofrecido. Grandeza de un reconocimien-to agradecido a quienes tanto representan y a los que tanto beneficio se debe.

Matizaciones y diferencias sí que se han de hacer, pues en unas relaciones tan condiciona-das por la estructura social en la que se vive, nada hace pensar que la vida, la sociedad y los elementos culturales que rodean este pre-cepto, sean iguales en los remotos tiempos del antiguo testamento y en el siglo XXI.

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Los padres eran custodios de la fidelidad a la tradición. De cuanto del Señor habían recibido. De ellos pasaba a los hijos, y de los hijos a los nietos. Los padres eran algo más que los en-gendradores de sus hijos. La ley estaba en sus labios y al corazón de los hijos tenía que llegar. Dios hablaba por ellos. A los hijos se les pedía escuchar los dichos y las sentencias de tan im-portantes mensajeros. Si la doctrina era sabi-duría, los padres, sabios a los que venerar.

Es a los hijos a los que se dirige el manda-miento. Y a unos hijos adultos, conscientes del alto puesto que en la familia de Dios ocupaban los padres. Si a Dios representan, en ellos se honra a Dios. Si a ellos se les olvida, la piedad que se debe a Dios quedaba escarnecida.

Sobre todo en la vejez. No dejarles ni solos ni sin el alimento necesario. El progreso social –con política de pensiones y seguros– ha re-suelto no pocos problemas a los hijos. Incluso para ellos mismos. Pues en tiempos de caren-cia, la pensión del padre es amparo para la falta de trabajo del hijo. Pero no era solo, ni lo más importante, el cuidado y el alimento. Era la obligación de un amor continuado y permanente, sobre todo en los momentos en que mayor herida produce la soledad y más consuelo y calor el afecto.

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Mandamiento, no solo de relación entre pa-dres e hijos. Es valor y fundamento para un auténtico y justo bienestar social. No es posible pensar en una sociedad moralmente sana en la que se olvida el amor recíproco, que es ga-rantía de la paz.

Muchas y buenas razones se pueden alegar en favor del valor y de la actualidad de este cuarto mandamiento. Pero no es razón lo que se necesita, sino fe. Es palabra de Dios y mani-festación de su misterio. Dios es padre nuestro. Y de su paternidad y maternidad derivan todas las cosas. La creación continúa y los padres de la tierra ayudan a que se haga realidad la voluntad del Padre y Señor de los cielos.

Yo soy el Señor, tu Dios. Haz esto y vivirás. Y tus días serán largos y felices sobre la tierra. Maravillosa profecía de una condición de feli-cidad hecha por el mismo Dios.

Después, hablaría, con hechos y palabras, el mismo Jesucristo. El hijo del Padre. El que sabe de obediencia. Quien estuvo sujeto a José y a María. Y junto a ellos crecía en gracia y sabi-duría. Casi al final, nos dejó el mandamiento nuevo del amor al prójimo. Nadie más cerca, y al que más obligado se está, que a los padres. Es el prójimo más inmediato. También el más

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necesitado. Que no solo de pan viven, sino del amor de sus hijos.

5. Derechos y deberes

Empecemos por los deberes. De los hi-jos a los padres. Pues a ellos es a quienes más directamente se dirige el mandamiento. Gratitud, como reconocimiento efectivo del bien recibido por el hijo, que ha de consi-derarse deudor de sus padres. La lista de las deudas contraídas es muy extensa. La vida y el conocimiento de Dios están entre las primeras. Después, sacrificios, prestaciones y cuidados, atenciones y fatigas, educación. Y amor, que mucho es el que se ha recibido. La deuda es tan impagable, que solamente puede saldar-se dando ese mismo amor en las mil formas posibles de hacerlo.

De la gratitud nace el respeto, que es ve-neración y obediencia. Se admira el ejemplo, la fidelidad, la entrega generosa. Y se vene-ra, que es testimonio práctico de aceptación de la persona, de su valer, de sus acciones. Y conduce a la obediencia, más que en sumiso acatamiento, como aceptación de la ayuda. El amor de los padres se convierte en obligación de respuesta por parte de los hijos.

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Pero no solo hay que reconocer y venerar. Los padres necesitan sentirse queridos por sus hijos. El honor no es alabanza, sino afecto sin-cero, desinteresado. Es el deber de la honra a los padres como manifestación de un amor correspondido. La misma vida se va a ir en-cargando de presentar los múltiples modos en que esa honra no podrá ser algo meramente circunstancial y de ocasiones extraordinarias. Honrar es como amar. Todos los días y en to-das las ocasiones. No es dar un justo tributo hoy, sino querer siempre.

Después de Dios, siempre los padres. Con docilidad y obediencia, aunque la forma de hacerlo sea diferente en cada etapa de la vida. La autoridad es la misma, pero el acatamiento y las responsabilidades son distintas en el niño, en el joven y en el adulto. Uno tiene necesidad de aprender y de dejarse guiar. El otro la res-ponsabilidad, si llegara el caso, de la ayuda material y moral. Esta ayuda pueden necesi-tarla los padres en muchos momentos. Sobre todo, en la vejez. Las previsiones sociales y ma-teriales nunca pueden suplir lo que solamente el amor de los hijos puede dar a sus padres.

Ahora los padres. Lo primero, ser conscien-tes del gran valor de la persona de su hijo. No es un simple objeto precioso y querido, al que

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hay que guardar y cuidar con esmero. Es una persona, con sus derechos, a la que hay que valorar como tal.

Defender el derecho del hijo a vivir. Es como la obligación primera de los padres. La inte-rrupción voluntaria del embarazo, como eu-femísticamente se llama a matar al hijo que llega, no solo es un pecado contra el quinto mandamiento, sino una gravísima transgresión del amor debido de los padres a los hijos.

A Dios hay que hablarle de los hijos. Es la oración de los padres. Reconocer el don recibi-do. Hablar a Dios de los hijos es oración. Unas veces de alabanza, otras de súplica. Siempre de acción de gracias, pues la Escritura recuer-da que los hijos son una de las mayores ben-diciones que Dios puede conceder.

Y hablar de Dios a los hijos. Es la educación en la fe. Que la referencia a Dios, en las pala-bras y en los comportamientos sea tan frecuen-te y ordinaria, que el hijo vaya creciendo en la seguridad de la presencia providente de Dios. Es un eficaz catecumenado que, a la par del crecimiento de la persona, se va desarrollando la gracia recibida en el bautismo. Las obras, conducta y testimonio, serán una catequesis constante y viva que hará brillar la verdad de

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la fe y que moverá hacia la identificación con aquel de quien se recibe el ejemplo.

Habría que orientar esta educación en la fe como un diálogo con la vida, a nivel personal y social, desde la misma fe, más que como una acumulación intelectual de conocimientos. Ser creyente es elegir, ante las cosas, las circuns-tancias de la vida, desde la fe en el amor, en la esperanza, en la propia vida...

Educar para que se pueda elegir lo mejor. Aconsejar, para que el discernimiento sea ade-cuado. Pero es el hijo, adulto, el que tiene que elegir libre y conscientemente.

Los padres cristianos deben cuidar de la vida espiritual de sus hijos. Llevarles cuanto antes al bautismo, no solo es una práctica tradicional en la Iglesia, sino expresión de la gratuidad absoluta de la gracia que se recibe, y que no depende de la disposición personal del que se bautiza. Los padres, los padrinos, y la Iglesia, confesarán la fe en nombre del hijo. Y con la Iglesia y con el hijo quedan obligados a hacer que crezca y se fortalezca la fe de aquel que llevaron a las aguas bautismales.

Puede ser que un día, cuando el hijo sea mayor, pregunte a sus padres la razón por la

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cual le llevaron al bautismo. La única respues-ta debe ser: porque tenemos fe y porque te queremos. La fe, no solo es para tener, sino para comunicarla a los demás. Si es algo reci-bido, como un maravilloso regalo de Dios, los padres creyentes no pueden por menos que desear compartirla cuanto antes con su hijo.

Que tengan que proveer de lo necesario para el desarrollo físico del hijo es deber bien comprendido por parte de los padres. No así de todo aquello que contribuya a su desarrollo humano y espiritual. La educación, la formación religiosa, el consejo y la corrección, entran den-tro de este importante capítulo de obligaciones paternas. Aunque sea asumida con gozo y res-ponsabilidad, con frecuencia suele verse más como una carga, que como una deuda de fide-lidad a lo que significa y obliga el ser padre.

Aunque a todos los hijos se les debe el mis-mo amor, es obvio que las condiciones y ne-cesidades de cada uno pueden ser diferentes, según las dotes y las carencias que tengan unos y otros. No es acepción discriminatoria, sino apreciación justa de la realidad concreta de cada persona.

Es grave responsabilidad de los padres, la familia y de toda la comunidad, descubrir a los

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hijos e hijas, la autentica vocación cristiana y su vivencia en un estado eclesial comprometi-do. Desde pequeños abriéndoles los ojos del espíritu se les ha de preparar, sin agobios, para descubrir su vocación en la Iglesia, para que llenen sus exigencias. El Señor a unos los lla-mará al matrimonio para que formen una fa-milia, a otros por el camino de la consagración religiosa, al sacerdocio... Felicítense los padres y las madres por tan ricos dones, llénense de alegría y animen a sus hijos e hijas a ser fieles a los compromisos asumidos por cada uno.

En cada comunidad, pueblo, parroquia, fa-milia cristiana, cuídese con verdadero interés el florecimiento de vocaciones al sacerdocio, la vida consagrada y al compromiso laical, ayú-dense, acompáñese a estos a ser fieles a su vocación y misión. Las familias siéntanse felices y contentas por este don de Dios. Pídase, con ocasión y sin ella, por las vocaciones cristianas, estas son riqueza y gloria para la Iglesia, para el mundo y para la familia.

6. Educación y ejemplo

Capítulo muy importante es el de la educa-ción. Valores y virtudes, conocimientos e infor-mación, se van adquiriendo y modelando, no

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de una manera espontánea y como resultado obligatorio del crecimiento natural. Tampoco es un simple adiestramiento para esto o lo otro, o para realizarlo así o de una manera distinta. Educar es ir haciendo el trabajo de acercar la personalidad del hombre conforme a un mo-delo ideal. Para nosotros, como cristianos, ese modelo no puede ser otro que Jesucristo.

Los padres siempre van a educar mucho más por lo que ellos mismos son, que por aquello que puedan decir a sus hijos. Si lo que se dice es alimento para quien lo escucha, lo que se hace, es vida que se ofrece, porque no son unas palabras, sino la misma persona la que se da en comida. Es por ello que, entre todas las lecciones que pueden impartirse, aquella que deja una huella más profunda es la del ejemplo.

Deber, pues, de ejemplaridad. Los padres son siempre espejo en el que se miran los hijos. Durante toda su vida recordarán los dichos y comportamientos de los padres. La fuerza del amor, es tan grande que, quiéranlo o no los padres, su ejemplo se convierte en modelo. La incoherencia entre lo que se dice como verdad y el comportamiento que se observa, es algo imposible de comprender, sobre todo para un niño. Por el contrario, lo que se ha visto se hace

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garantía de credibilidad, aunque no se hayan escuchado palabras algunas.

Unido a ese deber de la doctrina y del ejem-plo, está la obligación de evangelizar al propio hijo. Es decir, de ayudarle a vivir conforme al evangelio de Jesucristo. Educarle en la ora-ción y en la conducta moral, prepararle para recibir los sacramentos, sobre todos los de la iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía.

Aunque la familia es el mejor e insustituible lugar para que los hijos e hijas conozcan la vida de Dios y de su Iglesia, los padres deben dejarse ayudar en la catequesis, tanto por la parroquia, como por la escuela. Siendo los pa-dres los primeros catequistas de sus hijos, con el fin de crear comunidad eclesial, estos debe-rán apoyar de forma comprometida las tareas catequéticas impulsadas por la parroquia y la escuela, que de forma coordinada dedicaran sus mayores esfuerzos a este fin esencial.

Un problema muy actual es el de la elec-ción de la escuela y del tipo de educación que se desea para los hijos. Es el ejercicio efectivo del derecho a recibir una educación religiosa y moral de acuerdo con las propias convic-ciones. Un derecho de libertad de enseñanza

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que no se hace efectivamente posible a todos, en especial a los menos favorecidos social o económicamente. Los padres tienen el derecho de exigir garantías suficientes de formación re-ligiosa y moral.

En la tradición de la Iglesia, se tiene como deber el de la libertad y el consejo que los padres han de dar a sus hijos. Libertad para elegir. Consejo para que en la elección se pue-da seguir el camino más conforme a la volun-tad de Dios. Responsabilidad ésta no fácil de cumplir, ya que no siempre queda suficiente-mente garantizada la sinceridad y el deseo del bien del hijo, pues con frecuencia se mezcla un larvado egoísmo por parte del los padres, que hacen del supuesto bien del hijo, lo que más les gusta a los padres. Restos de extraños complejos empañan la rectitud de los padres al aconsejar. Igual que una mala formación de la libertad hace del capricho débil razonamiento para la decisión. Honrar al padre y a la madre. Honra en ese sentido grande de un amor generoso, de un respeto agradecido. Pero, si los hijos tienen tan santo deber, no debe ser menor el de los pa-dres por hacerse honrar. No por la imposición y la vara, sino por la profundidad del afecto, por la justicia de las acciones, por la coheren-

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cia de las costumbres. Muy difícil se le puede hacer a un hijo –aunque por ello en nada que-de dispensado de cumplir el mandamiento– si lo que escucha de los labios de su padre no lo ve reflejado en las obras que el mismo padre realiza. Hará falta hacerse maestros de sí mis-mos cuando los padres quieren serlo de sus hijos.

Familia y educación están siempre en el in-terés de la sociedad y de la Iglesia. Un interés que tiene como su mejor fundamento el valor de la persona, la importancia de la familia y el derecho de Dios a que sus hijos vivan en la dignidad que les corresponden. Es en la familia donde el hombre recibe las primeras leccio-nes sobre Dios, sobre la verdad, sobre el bien. Y es la escuela como esa prolongación de la familia en la que el hombre aprende el cono-cimiento de las cosas y a relacionarse con los hombres.

La familia, según Juan Pablo II, es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un autén-tico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida (CA 39).

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Un futuro sin una familia fuertemente consoli-dada, sin una escuela verdaderamente libre, don-de se pueda elegir el tipo de enseñanza deseada en conformidad con los convencimientos más profundos de la fe y de una sociedad justa, es un futuro de esperanzas hipotecadas por las limita-ciones de unos poderes que no siempre reconocen los incuestionables derechos de la familia.

7. ¿Dónde están tus hermanos?

Junto a las obligaciones de los hijos respec-to a los padres, y de éstos con sus hijos, en el cuarto mandamiento se incluyen también las relaciones entre los hermanos: afecto recíproco y ayuda; entre ancianos y jóvenes: veneración y respeto; alumnos y maestros: atención y gra-titud; entre súbditos y superiores: obediencia debida y respeto a la conciencia; entre la au-toridad civil y los ciudadanos: responsabilidad y apoyo al bien común.

El cuarto mandamiento es una maravillosa expresión del orden que debe seguirse en la caridad, en el apoyo recíproco. No se refiere tanto a un ordenamiento social cuanto a la ac-titud cristiana del servicio mutuo. El que quiera ser el mayor entre vosotros, que sea el servidor de todos. Así nos lo ha dicho el Señor.

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Y por encima de todo, la caridad. Que es el lazo más fuerte que une a los hombres. Un amor que todo lo puede y todo lo supera. Incluso la misma muerte. Más allá de la sepa-ración física entre las personas, continuará el amor que les ha unido.

Cuando Jesús oyó la alabanza que se hacía a su madre, María, el Señor contestó. Bendita, sobre todo, la que ha escuchado la palabra de Dios y la ha cumplido. El afecto es un regalo que da la misma naturaleza. El amor, es un don de Dios reservado a la fidelidad.

Dios es el padre y el origen de todo. Cuando se olvida a Dios, pronto desaparece también el ver-dadero amor a los demás. Por otra parte, el acer-camiento a Dios, no solo no distancia del amor a los que tenemos a nuestro lado, sino que lo hace mas fuerte, más profundo, más generoso.

También yo fui hijo para mi padre. Palabras de la Escritura que de forma admirable se apli-can a Jesucristo, que vino a este mundo para hacer la voluntad del Padre. Con sus padres –María y José– aprendió lo que era obediencia y vivió bajo su autoridad.

Honra a tu padre y a tu madre. Vivirás largos días en la tierra y serás feliz. Así lo dice el Señor.

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8. La nobleza de la familia

Habla con veneración de los mayores. Y se manda tener con ellos respeto y reverencia. También advierte la Escritura que cada uno debe acercarse a sus últimos días como quien ara y siembra y espera sus mejores frutos. Se quiere una “sociedad para todas las edades” en la que unos y otros puedan sentirse respe-tados en sus derechos y, en unas condiciones de vida adecuadas, puedan participar, dentro de una sociedad plurigeneracional, en los be-neficios del bienestar.

Sin embargo, las alabanzas y buenos deseos para con los mayores no siempre coinciden con el modo en que se trata a esas personas. En los países de nuestro entorno cultural, cierta-mente que se han conseguido notables logros en la asistencia social a las personas mayores, pero se dista mucho de haber alcanzado unas condiciones de vida dignas para todos y, desde luego, todavía se está más lejos de conseguir una verdadera participación de los ancianos en actividades sociales.

Los evidentes avances de la ciencia, unidos al alarmante descenso de la natalidad, han provocado, por una parte, el notable alarga-miento de la vida y, por otra, el aumento pro-

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porcional de las personas mayores. Hasta tal punto que, en los análisis de prospectiva que se hacen para el nuevo siglo, será el de una sociedad mayoritaria de ancianos.

Aumento de la duración de la vida y enve-jecimiento de la población que provocan unas situaciones nuevas e inéditas, como son las fa-milias en las que conviven varias generaciones de personas mayores, aunque para salvar la diferencia se habla de “ancianos jóvenes” y “ancianos mayores”. El espacio del domicilio se hace estrecho para albergar a todos, y los an-cianos tienen que buscar una ocasional “sala de espera” hasta el momento de volver a casa para la comida o el descanso.

La jubilación, tantas veces a una edad y en unas condiciones aptas para la actividad nor-mal, provoca un cambio de vida, en ocasiones personal, familiar, y socialmente traumático. En una sociedad competitiva que busca rentabili-dad y beneficio, las limitaciones físicas y labo-rales provocan la soledad del anciano, al que no le queda casi más remedio que refugiarse en el pasado y pensar más en lo que fue que de lo que puede hacer hoy. Se quiere vivir. Es imprescindible hacerlo siempre joven. No valen los eufemismos de la importancia primera de los sentimientos, de las ilusiones. Son muchas

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las preocupaciones que atañen a las personas mayores. Pero no son problemas exclusiva-mente suyos, sino cuestiones que requieren la atención de todos, pues afectan a la sociedad entera.

Junto al paternalismo de buenas palabras, está el desinterés real por los mayores. Al gesto amable, acompañan los malos tratos, incluso la violencia psicológica que hace sentirse a la persona mayor acosada e inservible. La familia navega entre dos extremos. Cuida del abuelo, lo rodea de afecto y cariño, pero no siempre tiene los medios para atenderlo debidamente en el propio domicilio. El caso opuesto es el de la familia que busca la manera de desenten-derse del familiar anciano, particularmente si está enfermo.

La vejez es un regalo de Dios. Como lo es toda la vida. Una etapa más de la existencia, con sus características particulares, con sus preocupaciones, con sus propios y notables valores. Pero ese don de Dios no es solamente para la persona mayor, sino para la misma sociedad, que se enriquece con lo que repre-sentan, ofrecen y aportan los mayores.

Aconseja la Escritura: que tus mayores no queden en deshonra. Las personas ancianas

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constituyen, por tantos motivos, la parte más noble de la familia y de la sociedad. Sin em-bargo, no es esa la impresión que general-mente tienen las personas mayores. Mas bien, consideran que tienen sobrados motivos de preocupación por la discriminación y desigual-dad en la participación en el llamado bienes-tar. Mejoran las condiciones de vida, pero, con frecuencia, no llegan con la misma equidad a los ancianos.

Falta de un verdadero, adecuado y propio espacio en la sociedad. Convencimiento per-sonal, aunque sea nada más que subjetivo en muchos casos, de pertenecer a un grupo mar-ginado. En el mejor de los casos se le ayuda con diferentes prestaciones, pero no se le es-cucha ni se le da un puesto en la estructura social.

Aislamiento dentro de la familia. Impresión de ser una carga, algo inservible. Que la fami-lia aguanta. Al anciano se le trae y se le lleva de un domicilio a otro. Se cuentan los días que faltan para librarse de un inquilino incómodo. Sentimiento en los ancianos de incomprensión y de rechazo. Son un estorbo para todos y para casi todo. Convencimiento de que es alguien inútil, sobre todo si percibe un alejamiento del entorno familiar y vecinal. Se coloca al ancia-

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no donde hay un sitio, no donde estaría a su gusto.

Miedo a una situación de pobreza y des-atención en la vejez, sobre todo debido a los constantes y profundos cambios sociales, los logros económicos, la desvalorización del dine-ro... Todo ello conlleva a una preocupación por el futuro. Inquietud permanente ante las discu-siones políticas sobre las pensiones, creando muchas veces en los ancianos una sensación de inseguridad y de ser considerados como mercancía electoralista. También formas inte-resadas de retención del anciano, al que se quiere más por el disfrute de su pensión, que por su misma persona. El pensionista en casa es un ingreso asegurado. Por otra parte, re-celo de la vida en residencias. Las privadas y buenas son caras. Las públicas, frecuentemente deshumanizadas. En las aconsejables, listas in-terminables de espera. Y el aprovechamiento desaprensivo de una situación de necesidad.

Ni que decir tiene que todos estos proble-mas, sentimientos y dificultades, no afectan de la misma manera a todas las personas mayo-res ni a todas las familias. Depende de muchas circunstancias: culturales, económicas, sani-tarias, situación personal, pobreza, enferme-dad, minusvalía... Aunque todo esto también

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se puede sufrir, con mayor o menor incidencia en todas las etapas de la vida. Lo que tenemos que olvidar es que la vejez, por sí misma, sea un estado irreversible de inutilidad. Es una si-tuación distinta, una nueva forma de la vida. Con sus limitaciones, con sus valores.

No tiene por qué considerarse la vejez como un estado de inactividad y dependencia pasi-va respecto a los demás, sin tener en cuenta las nuevas posibilidades que se ofrecen a las personas mayores para poder participar en distintas actividades, acceder a nuevos cono-cimientos, a utilizar modernas tecnologías, a colaborar en acciones diversas de voluntaria-do, asociacionismo...

En la familia conviven personas de diferentes edades. La vida y el amor no son patrimonio exclusivo de generación alguna. Pero las per-sonas mayores deben reconocer y asumir su papel de llenar el ambiente familiar de afecto, comprensión, tolerancia, delicadeza... Todo ello será una fuente abundante de paz y de serenidad, de estimulo recíproco y de unión entre todos.

Las personas mayores están llamadas a realizar una meritoria labor social: hacer com-prender, testimonialmente, la cara más huma-

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na de la vida, resaltando los valores por los que merece la pena vivirla y gastarla en favor de los demás.

La automarginación de la persona mayor priva a la sociedad de un inestimable bien, de una capacidad de serenidad y de experiencia. Son las mismas personas mayores, con el apo-yo de políticas sociales adecuadas, quienes de-ben construir una verdadera cultura, innovado-ra en participación social, lejos, sin embargo, de cualquier forma de paternalismo vejatorio.

El que quiere agradar a Dios se pone “en pie ante las canas y honró el rostro del ancia-no”. Buen consejo de la Escritura que la Iglesia ha recogido y, desde los primeros momentos de su historia y hasta el día de hoy, la atención a los ancianos, a las personas mayores, ha tenido un puesto de especial atención entre las acciones caritativas y sociales en la comuni-dad cristiana. Nada más fácil para demostrarlo que traer ante nosotros la presencia de esas innumerables instituciones y personas que se dedican al cuidado de los ancianos.

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V. Y EL SÉPTIMO SACRAMENTO

Eran constantes en acudir a la enseñanza de los apóstoles, oraban juntos, celebraban la eucaristía, vivían en el mismo espíritu y todo lo hacían con alegría y sencillez de corazón. ¿Quién no ve en esa comunidad cristiana de los primeros tiempos un modelo para nuestra familia?

La familia está en el origen de la misma sociedad, como el fundamento más sólido, en razón de su ser como una comunidad de per-sonas vinculadas con unos lazos tan fuertes y profundos, que hacen de la familia algo im-prescindible en el ordenamiento social. No sólo no se puede prescindir de la familia, sino que se debe contar con ella, pues no deja de ser una “sociedad primordial y, en cierto modo, soberana”.

1. Una comunidad nueva

En el libre ejercicio de su opción personal, la mujer y el hombre se eligen recíprocamente y forman una comunidad nueva: el matrimo-nio. El hijo se ha convertido en marido y la hija en esposa. La unión les capacita para realizar plenamente esa comunidad de vida y de amor

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en la que el bien común exige, no como im-perativo legal sino con la fuerza de la misma unidad, una fidelidad generosa, una vincula-ción indisoluble. El matrimonio es un bien tan grande, tanto para quienes lo contraen como para toda la sociedad, que ha de ser protegido, en primer lugar por la generosa, sacrificada y permanente disposición de entrega recíproca por parte de los mismos esposos.

Esa entrega, en una dualidad necesaria, pro-duce la maternidad y la paternidad. Ninguna unión puede ser comparable a la que se esta-blece entre la madre y el hijo. Para el padre, esa misma unión ratifica y prolonga el amor de la alianza matrimonial. Para ambos, padre y madre, la llegada del hijo supone el deber de compartir con el hijo el bien de su alianza matrimonial y el reto de consolidar la unidad de vida y de amor que es la familia.

Junto a ese compromiso y a ese desafío, no se puede olvidar la condición de fragilidad que acompaña al hombre y que puede hacer que la generosidad quede empañada por el egoísmo y el amor deteriorado por el olvido del bien común. Si la unidad del amor se dete-riora, habrá que acudir a los medios humanos de la búsqueda de consejo, de orientación, de apoyo. Pero nunca olvidar la gracia del sa-

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cramento recibido y, por tanto, el recurso a la oración.

Las situaciones pueden ser muy complejas, difíciles, dolorosas. A pesar de todo, la Iglesia, es consciente del gran valor del bien de la uni-dad matrimonial y por eso, aún reconociendo la gravedad de algunas situaciones, defiende la permanencia de unos vínculos matrimonia-les. Si no lo hiciera así, la Iglesia se traiciona-ría a sí misma y no sería fiel a la verdad del Evangelio que se le ha confiado.

Más allá de las relaciones sexuales, la pa-ternidad y la maternidad responsables han de enmarcarse dentro de la unidad que supone la vida conyugal, afectiva y procreativa. Cuando se rompe esa unidad entre esas dimensiones, es muy difícil mantener la estabilidad del ma-trimonio.

Que no separe el hombre lo que Dios quiso que estuviera unido. Esa fuerza de la unidad en el amor es el gran valor de la familia y manan-tial donde siempre se encuentra la razón que explica y da sentido a la misma vida. Gozo y fuente de esperanza de un amor grande, que no solo debe ser reconocido de una manera teórica, sino que ha de aparecer en el testimo-nio inequívoco de la misma familia.

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La indisolubilidad del matrimonio católico es incuestionable. Muy duras son las situaciones vividas por personas creyentes e hijos de la Iglesia que conculcan el sacramento y rompen externamente el vínculo matrimonial. El reha-cer su vida personal y eclesial en muchas oca-siones supone situarse en una realidad nue-va para todos. La Iglesia, madre amantísima, debe acompañar y buscar, en cada caso, la manera para que estos hijos, que van por el camino de la vida, se encuentren con Cristo en su plenitud.

2. En el misterio de Dios

“La familia, que se inicia con el amor del hombre y la mujer, surge radicalmente del mis-terio de Dios. Esto corresponde a la esencia más íntima del hombre y de la mujer, y a su na-tural y auténtica dignidad de personas”. (Juan Pablo II, Carta a las familias). En una palabra, la huella del amor de Dios está presente en el matrimonio y en la familia y no se puede prescindir de esa presencia de Dios en una realidad profundamente humana. Dios está en el origen de la familia y en cada momento, sobre todo en aquel en el que nace, se crea un nuevo hombre. Dios ha hecho una alianza íntima y profunda de amor con el hombre y el

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hombre no puede descansar sino es en el mis-mo reconocimiento de Dios, presente en todos los acontecimientos humanos.

Jesucristo, el hijo eterno de Dios, entró en el tiempo, en nuestra historia humana, por medio de una familia. Es la pedagogía salvadora de Dios que va enseñando esa necesaria lección de la familia, a la que vivió sujeto y obediente el mismo hijo de Dios. Jesucristo hará del ma-trimonio, un sacramento: una fuente de gra-cia. De la familia, como una pequeña Iglesia–Iglesia doméstica– en la que se conocen y vi-ven la palabra y los misterios de Dios. Por eso, el matrimonio y la familia no pueden prescindir de la oración, que es permanente comunica-ción con Dios, alabanza y súplica de protección y de ayuda.

Dios conoce muy bien al hombre, al que hizo a su imagen y semejanza, es decir, que Dios mismo es el modelo de todas las auténti-cas realizaciones humanas. Una de ellas, entre las más importantes, es la familia. En Dios hay que buscar el mismo modelo originario de la familia: la comunión de personas en la unidad inseparable del amor.

“La familia constituye, más que una unidad jurídica, social y económica, una comunidad

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de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores cultu-rales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de sus propios miembros y de la sociedad; la familia es el lugar donde se encuentran diferentes ge-neraciones y donde se ayudan mutuamente a crecer en sabiduría humana y a armonizar los derechos individuales con las demás exigencias de la vida social.” (Carta de los derechos de la familia, E,F).

3. Como un don de Dios

Siempre son buenos consejos aquellos que llaman al respeto a cada uno, la ayuda recípro-ca, el intentar salir de uno mismo, dejarse que-rer, aprender del otro, la obediencia recíproca, el valorar a los demás, dar la vida por el otro (caridad), darse uno mismo, gratuidad total, ac-titud permanente de reconciliación, disposición a sacrificarse por los demás, renovación per-manente y actualizada, vivir el presente, sentirse como un bien propiedad de los otros...

Como en cualquier otra institución, la fami-lia tiene necesidad de revisar su propia vida. Buscar información, estudiarla y ofrecerla, va-lorar comportamientos, cambiar actitudes. La

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humildad es el mejor apoyo para conservar la fidelidad; la sinceridad, para reconocer los errores y reparar los daños; la verdad, para conocer y aceptar; la coherencia entre lo que se cree y lo que se vive.

Como familia cristiana, sentirse guiados por el Espíritu y llamados por Jesucristo. Diferentes unos y otros, pero unidos en el mismo amor de Jesucristo. Como forma parte del Pueblo de Dios, no tiene ni otros intereses ni otros proyectos que no sean los de Dios. Y en una comunión efectiva con una Iglesia que está presente en cada una de las familias, que ora con la Iglesia. Sentir con la Iglesia, que implica el participar activamente en las distintas accio-nes pastorales, ofrecerse para colaborar y te-ner como propios los problemas, inquietudes y necesidades de los miembros de la comunidad cristiana y de todos los hijos de Dios.

La parroquia es la gran fuerza, capaz de convocar, animar, y unir a personas y grupos muy diferentes. La realidad eclesial más cerca-na, la que mejor identifica la pertenencia a la Iglesia. La familia es escuela de fidelidad a la misma familia, a la tradición, a la fe recibida, a las convicciones, al amor, a la palabra dada, a un amor universal, a la fe y al bautismo re-cibidos.

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Considerar a la familia como capital social, un agente positivo para transformar la reali-dad, ante el engañoso ofrecimiento de una feli-cidad sin familia estable. Reduciendo la perso-na casi a un objeto más de experimentación, a través de la manipulación genética, facilitando el camino fácil para eliminar a un hermano nuestro, conculcando el derecho a vivir de una criatura del Señor, como es el caso del abor-to y de la eutanasia. Esto nos puede llevar a una sociedad, en la que solo tengan derecho a vivir los más fuertes, los más poderosos, los mejor dotados... Nuestro modelo es Cristo, el vino para todos y cuando vuelva, al final de los tiempos, nos llamará a cada uno por nuestro nombre, por ello la dignidad de la persona hu-mana no es solo cuestión de preceptos legales, es voluntad divina que los hombre sean felices y se sientan dichosos en un mundo mejor.

Si la familia es un don de Dios, habrá que pedirlo, acogerlo, guardarlo, comunicarlo, transmitir la fe, con la vida y la palabra. Pero sin una vida interior profunda, de oración y sacramentos, de abnegación y de amor, y también, de servicio a los demás y de ejemplo social, con nuestros familiares, vecinos, com-pañeros de trabajo..., será muy difícil llevar la vida de Dios a todos nuestros hermanos.

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4. Espiritualidad para una familia nueva

Tendremos que subrayar la necesidad de una educación de la espiritualidad que llevará a cada persona a descubrir a Dios en todas las cosas, y, sobre todo, en la propia vida; no solo en los actos y símbolos religiosos tradicionales. Muchos admiten, sin más que, en la medida en que se avanza en el conocimiento científico del mundo, va perdiéndose necesariamente la creencia en Dios. Habrá que insistir más en el camino de la experiencia personal de Dios y anteponiéndola a los conocimientos intelectua-les sobre el mismo Dios.

No se trata de promover ahora una vuelta a los valores tradicionales (obediencia, uni-direccionalidad de la relaciones familiares, asimetría de poder entre los cónyuges, etc), sino de facilitar y acompañar una recreación de los valores familiares en nuestros días, a la luz del evangelio (entrega, noción del cuerpo, estructuración de la vida en torno al más pe-queño, etc.).

La familia es cristiana cuando pone su con-fianza en el Señor. No será solo “una familia buena”, sino la “familia creyente”. Una autén-tica familia cristiana nueva que vive la gracia del sacramento que se recibió en el matrimonio

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y de la relación permanente con Cristo en la oración y en la escucha de la palabra.

Por eso, la educación cristiana de la familia y la pastoral familiar tienen que fomentar dos aspectos que mutuamente se complementan y presuponen: Una pastoral de valores en la perspectiva de la maduración humana de la persona y de la familia. Y una pastoral celebra-tiva y sacramental. Es aquí donde hay que ha-cer el mayor esfuerzo con las familias creyentes, en el hecho de celebrar la propia fe, esperanza y amor con la familia y desde la familia.

VI. LA FAMILIA, UN AMOR SIN MEDIDA

El matrimonio y la familia comienzan en un momento determinado, pero hay que ir cons-truyendo y fortaleciendo, todo los días, esa comunidad de vida y de amor. Será necesario un adecuado proyecto educativo interno para ese importante y vulnerable edificio que es la familia cristiana.

Necesitamos emprender una amplia campa-ña de interés, implicando a la misma familia, a la parroquia, a la escuela, a otras organi-zaciones eclesiales, a toda la comunidad y a toda la sociedad. Realizar una amplia y positi-

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va reflexión sobre la nueva familia cristiana, la que se inspira en las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Una proclamación clara, convincente y entusiasmante de la familia, como el espacio más adecuado para la felicidad integral de las personas. Presentación y defensa de los valores de la familia cristiana, alejándose de una visión negativa y de autodefensa ante el desgaste que sufre esta institución, que para nosotros es sa-grada. Queremos ofrecer a la sociedad nuestro modelo de familia, queremos proponerles un estilo nuevo de familia, una familia abierta al futuro.

1. Los gozos y satisfacciones de la familia

Junto a todos esos valores, la familia tiene en sí misma, al menos como posibilidad, unos manantiales inagotables de felicidad: Querer y sentirse queridos. La mayor satis-facción que pueden tener los padres es oír de-cir: ¡Cómo te quieren tus hijos!

La esperanza: sentir que los que quieres viven a tu lado y son felices. José, aquel personaje que fuera vendido por sus propios hermanos, cuando se encuentra con ellos les pregunta: ¿vive mi padre?

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Tener en gran concepto y valor a la familia. ¿Por quién estarías dispuesto a dar la vida? ¿Qué es lo que más valoras?

Tener alguien con quien compartir la alegría. ¿Has tenido un éxito en el trabajo? ¿Has supe-rado un examen? El padre del hijo pródigo no puede disimular su alegría. Se lo comunica a todos y les invita a la fiesta para que se alegren con él.

Ver a la familia cada día más unida. Pasaron los años, los amores permanecían. El vino de Caná, cada día mejor.

Apreciando en la familia la bendición de Dios. El Señor ha estado grande con nosotros y estamos contentos (Salmo 125). Esta es la más auténtica de las razones para la felicidad.

Compartir la fe. Mirar unidos el horizonte. Practicar los mismos mandamientos. Rezar. Tener como Madre a la Virgen María y celebrar juntos la Eucaristía.

Pero la familia también está pasando por muchas dificultades. Unas veces, por la des-protección en que se encuentra. Pedimos a los responsables de todas las fuerzas políticas que reflexionen y analicen la situación actual, para

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que promuevan cuantas medidas y acciones contribuyan a mejorar la vida integral de la familia y de todos sus miembros en las diver-sas fases de su vida. Y otras a veces, por los muchos problemas en torno a la fidelidad, a los matrimonios rotos, al distanciamiento de la familia por parte de los hijos.

La semilla de una familia siempre es apor-tada por el esfuerzo y trabajo de otras familias que la han precedido y de un adecuado am-biente social. Por ello, si no se hace valorar el núcleo de toda familia, el matrimonio, en los cuerpos normativos y en las estructuras econó-micas-sociales, pocos beneficios en relación a la familia cosecharemos.

Para toda familia, la preocupación de los hijos, una vez cubiertas las necesidades bási-cas de vivienda y manutención, son a la postre su educación y el futuro empleo, en suma, su lugar dentro de la sociedad. La Iglesia, en su calidad de titular de miles de centros educa-tivos, tiene el deber de encomendar al Señor las futuras obras apostólicas y sociales en el ámbito escolar, replanteando situaciones y pre-viendo el futuro a corto, medio y largo plazo. Los poderes públicos, no solo deben de coope-rar con la Iglesia en esta nueva situación, sino que tendrán que prever los cauces adecuados

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para facilitar los cambios necesarios que se susciten.

Conscientes de su importancia en la vida cristiana, queremos emprender una campaña de interés por la familia, implicando a la mis-ma familia, a la parroquia, a la escuela, a los movimientos eclesiales, a las organizaciones sociales, a la familia toda.

Con formas y modos diversos, la pastoral familiar está presente en nuestra diócesis. No faltan ni los proyectos pastorales ni las acti-vidades para llevarlos a cabo. Pero se hace necesario insistir en los valores e importancia de la familia cristiana. Una amplia y positiva campaña sobre la familia nueva, la que se ins-pira en nuestras fuentes cristianas.

2. Algunas sugerencias

Hace algún tiempo, insistíamos en la necesi-dad que tiene la familia de reflexionar, de una manera sencilla, sobre la importancia y los va-lores que encierra. La finalidad está muy clara: una proclamación convincente y entusiasmante de la familia como el espacio más adecuado para la felicidad de las personas y para reali-zar una vida auténticamente cristiana.

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El itinerario a seguir sería el siguiente: en el ámbito personal, hablar frecuentemente de la familia y hacer una llamada de atención sobre su importancia, a través de la participación, de forma personal o institucional, en cuantos medios de comunicación se vean de interés. Procurar transmitir a los poderes públicos a través de la prensa, los órganos consultivos y los procesos de participación correspondien-tes, la necesidad de apoyar y ayudar a la vida familiar como simiente de toda la vida social. Para todo ello, se ve la conveniencia de intere-sarse más por la familia, y que surgieran, casi espontáneamente y desde abajo, grupos que quisieran reflexionar y actuar, sobre y a favor de la familia.

La parroquia, una familia. Para el ámbito parroquial vale lo indicado en el párrafo an-terior, pero sería necesario que se empezara con sencillas enseñanzas y recordatorios en el ámbito de la liturgia dominical, cuidando las homilías, recordando que el domingo, si es el día del Señor, también es el día de las familias. En la organización pastoral de la parroquia, cuídese con esmero, la recepción de los nue-vos matrimonios y de sus hijos. El proceso de formación continua que son nuestras cateque-sis o ciclos de formación eclesial, dirigidos a cada uno de nuestros miembros en relación

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a su edad y situación personal, también se ha de hacer referencia no solo a la necesidad de profundizar en nuestra vocación, como familia cristiana, sino que además se debe de concien-ciar que la Iglesia es la gran familia de los hijos de Dios. La creación de asociaciones familiares de barrio podría ser una iniciativa muy efectiva. En cada parroquia la familia debe de ser una prioridad que promueva una mayor comunica-ción y comprensión entre sus miembros, podría ser de interés que a nivel parroquial y arci-prestal se celebrara anualmente una asamblea sobre la familia, de la que saliera un sencillo, pero eficaz, conjunto de proyectos pastorales relacionado con la familia, utilizando siempre aquellos instrumentos y medios que están a nuestro alcance.

Así, de una manera progresiva se intentará que la comunidad vaya logrando por sí misma: descubrir los valores cristianos de la familia, celebrar con la familia, anunciar el evangelio de la familia. Se trata al fin de evangelizar la familia, de hacer de la familia agente de su propia evangelización y de la evangelización de otras familias.

Entre otras acciones, se pueden sugerir las siguientes: comienzo y clausura de curso, re-unión anual de los bautizados, reunión anual

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de los nuevos matrimonios, día parroquial de la familia, carta del párroco a las familias, visita a las familias, presentación de los niños de pri-mera comunión y de sus padres a la parroquia, día de las bodas de oro y de plata, día de la madre y el padre, día de los mayores, recuer-do a los difuntos de la familia, celebraciones con la familia en Navidad, Cuaresma y Pascua. Así también, potenciar la oración en familia, el rosario en familia, enseñando a rezar a los niños, padres catequistas, catequesis escritas que se hacen llegar a las casas o a través de internet. Cuídese en las celebraciones litúrgicas pedir siempre por la familia. Donde sea posi-ble anímese la creación de grupos de pastoral familiar que animen las escuelas de padres y la orientación familiar y matrimonial. Poténciense los encuentros de familias, en romerías, pere-grinaciones, excursiones, etc... Especial interés debe de ser para cada parroquia la recepción y la acogida de las nuevas familias y las familias de emigrantes.

En muchos pueblos y ciudades de nuestra Diócesis existen en ámbitos parroquiales con-cretos, centros educativos cuya titularidad le corresponde bien a la Diócesis, o en mayor número a congregaciones religiosas o insti-tuciones eclesiales. Estos centros educativos, como así se recoge en sus respectivos idea-

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rios, son centros de irradiación apostólica de la propia Iglesia, por ello, es necesario que se encuentren los cauces de comunicación, co-operación y trabajo en común, entre estos y las parroquias. Una parte muy importante de los nuevas generaciones de la propia Iglesia, se encuentran en dichos centros, por eso se pro-ponen a continuación algunos pasos a seguir. Se ha de trabajar de forma coordinada para que la formación religiosa de los niños y niñas de esos centros educativos, tenga tres objetivos concretos, el bien de la familia, su incorpora-ción a los cauces de formación permanentes y la búsqueda de lazos estables de coopera-ción en el ámbito parroquial de cada uno. Para todo ello es vital, que se refuercen por un lado, las Asociaciones de Padres y Madres de Alumnos, y por otro, las Asociaciones de Antiguos Alumnos. Estas dos instituciones, además de colaborar activamente en la vida del centro, han de ser consideradas como ins-trumentos apostólicos para la evangelización de cuantos a ellos le están encomendados. Revísense, en breve plazo, los objetivos, accio-nes e intereses de estas asociaciones eclesiales y promuévase una coordinación efectiva a ni-vel diocesano.

Allí donde se considere adecuado, implán-tense los movimientos de apostolado familiar,

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estos, en colaboración con los organismos diocesanos competentes, deben continuar ce-lebrando anualmente la Semana de la Familia como impulso de toda la Diócesis. Cuando sea posible celébrense mesas redondas, ela-bórense materiales didácticos, divulgativos e informativos (folletos, carteles, monografías, videos, webs, Biblias y Nuevos Testamentos de la familia, etc...). Para mayor coordinación de las acciones apostólicas en la Diócesis todas las actuaciones a celebrar en esté ámbito se realizarán en total colaboración con los orga-nismos diocesanos, especialmente los relacio-nados con el apostolado de los seglares.

Para mayor conocimiento de la situación familiar en la Diócesis, desde aspectos, socia-les, económicos, jurídicos, fiscales, educativos, entre otros. Se elaborará un Informe sobre la Familia en Sevilla, que se revisará periódica-mente. Para la elaboración de este Informe se contará con los medios propios de la Diócesis, y aquellos externos de carácter público y/o pri-vado que se consideren de interés.

El valor de la familia, y las muchas desorien-taciones y problemas, nos obligan a seguir y a emprender nuevos compromisos pastorales para la familia cristiana. La Diócesis continua-rá con el trabajo ya desarrollado, que ha de

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potenciar en relación a los objetivos del Plan Pastoral 2004-2008, pensando sobre todo en que los frutos de la Asamblea de Laicos que celebraremos el año 2007, han de reforzar a nuestras familias cristianas para que hagan pre-sente a Cristo en nuestra sociedad. Por eso la Delegación Diocesana de Pastoral Familiar y el Centro de Orientación Familiar deben de estar continuamente en ese primer puesto de interés y de trabajo a favor de la familia, en colabora-ción con todos los organismos diocesanos.

3. Agentes de la pastoral familiar

Una pastoral familiar, bien dirigida y pro-gramada, es el mejor camino para conseguir los objetivos que deseamos alcanzar. Esta pas-toral necesita una estructura, una organización tanto diocesana como parroquial:

Agentes de esta pastoral familiar han de ser:

- La Iglesia local, con las distintas vocaciones y ministerios presentes en ella.

- La comunidad parroquial, que debe tomar viva conciencia de la gracia de la corres-ponsabilidad que recibe del Señor, en orden al cuidado de la familia. La parroquia es la

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comunidad-espacio idóneo (con su organi-zación y agentes pastorales) para empren-der y realizar esta pastoral especializada.

- El obispo, como el primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis, debe prestar particular solicitud a este sector prioritario de la pastoral.

- Los sacerdotes son quienes han de sostener a la familia en sus dificultades y sufrimien-tos, acercándose a sus miembros, ayudán-doles a ver su vida a la luz del evangelio. Desde la parroquia, ir desarrollando, con suavidad y perseverancia, el plan propues-to de pastoral familiar. Los arciprestes han de llevar frecuentemente el tema de la fa-milia a las reuniones del arciprestazgo.

- Los teólogos y expertos en problemas fa-miliares pueden ser la gran ayuda, expli-cando exactamente el contenido del ma-gisterio de la iglesia y el de la experiencia de la vida familiar (FC 73).

- Los religiosos y religiosas que ofrecen a la familia el testimonio de su vida consagra-da, el apostolado directo a los más nece-sitados, que abre la propia casa para que las familias puedan encontrar el sentido de

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Dios, el gusto por la oración, el ejemplo concreto de una existencia vivida en cari-dad y alegría fraterna (FC 74).

- Los laicos especializados que, tanto indi-vidualmente como por medio de diversas asociaciones, movimientos y comunidades, ofrecen su obra de iluminación, de conse-jo, de orientación y apoyo (FC 75).

- La misma familia, que es el primer agente de su propio apostolado, en virtud de la gracia recibida en el sacramento. Por el matrimonio reciben los esposos cristianos una peculiar misión, que desarrollarán so-bre todo dentro de la propia familia con el testimonio, la formación cristiana de los hijos y con su inserción en la comunidad eclesial y en la misma sociedad.

- Las Asociaciones familiares, que han de suscitar un vivo sentido de solidaridad y favorecer una conducta de vida inspirada en el evangelio, formando la conciencia según los valores cristianos (FC 72).

Es imprescindible el formar padres y edu-cadores de la fe capaces de convertirse en agentes de esta pastoral. La familiar deberá ser “objeto y sujeto” de esta renovación pastoral.

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La Conferencia Episcopal Española publicó (noviembre 2003), un “Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España”, que constituye un adecuado instrumento de orientación y de ayuda a la reflexión y a la práctica pastoral.

3. Con María, la Madre

No nos cansamos de bendecir a Dios por el beneficio tan grande que nos ha hecho con la institución de la familia, y por habernos dado, en la familia cristiana, una señal tan admirable y evidente de su amor y de sus planes de sal-vación para todos los hombres. Jesús, el Verbo eterno de Dios, es hijo de María. La Madre de Dios es Madre de los hombres.

Aquí está la esclava del Señor. Que todo se realice conforme a tus deseos. Así responde María a la voluntad de Dios. Y esa respuesta es fecundidad en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Jesús dirá más tarde, refirién-dose a su madre: dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.

La madre había estado junto a la cruz cuan-do ya, casi todos, le habían abandonado. Si no fue a visitar el sepulcro, es porque bien sabía

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que pronto aquella tumba había de quedar va-cía. Ella, como está llena de amor, espera. Es tal la seguridad que tiene en el amor de su Hijo, que ni el sufrimiento le aleja de Jesucristo, ni las apariencias de vacío son capaces de arrancar de su corazón un amor tan insondable.

A ejemplo de María, buscaremos y haremos crecer, en medio de la Iglesia, esa auténtica fa-milia cristiana nueva que tanto necesitamos.

+ Carlos, Cardenal Amigo Vallejo Arzobispo de Sevilla

Sevilla, octubre 2005