un vistazo a los cantos de maldoror

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Ejemplar número _____

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Dilatando Mentes Editorial

LOS CANTOS

DE MALDOROR

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LOS CANTOS

DE MALDOROR

Conde de Lautréamont(Isidore Ducasse)

Ilustrado por Miguel Ángel Martín

Prólogo de Alejandro Castroguer

Ensayo de Francisco González Fernández

Dilatando Mentes Editorial

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LOS CANTOS DE MALDORORPrimera edición, Marzo de 2016

Dilatando Mentes Editorialdilatandomenteseditorial@gmail.comdilatandomenteseditorial.blogspot.comfacebook/dilatandomenteseditorial

@dilatandomentes

Dirección Maite Aranda Morata

Coordinación y responsable editorialJosé Ángel de Dios García

© de la portada e ilustraciones interioresMiguel Ángel Martín

© del prologoAlejandro Castroguer

© del ensayo “Coser y cantar: la mesa de disección geométrica de Lautréamont”

Francisco González Fernández. Publicado originalmente en el número 23 de Signa. Revista de la asociación española de semiótica de la UNED (2014,

pp.143-174).

© de la traducción, la maquetación, la corrección y la ediciónDilatando Mentes Editorial

Obra original deIsidore Ducasse (Conde de Lautréamont)

Fotografía de la página cuatro: Isidore Ducasse.

Imprime La Imprenta CG

Tipografía empleada: “Caslon Antique”, obra Freeware de Alan Carr.

Las ilustraciones e imágenes del apartado “Miscelánea”, se utilizan tan solo como acompañamiento al texto, como referencia a las citas. Se respetan sus

copyrights y derechos.

ISBN:Depósito Legal:

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta edición sin permiso

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índice- Introducción

(por Alejandro Castroguer)

- Los Cantos de Maldoror:

- Canto Primero

- Canto Segundo

- Canto Tercero

- Canto Cuarto

- Canto Quinto

- Canto Sexto

- Coser y Cantar: La mesa de

disección geométrica de Lautréamont

(por Francisco González Fernández)

-Miscelánea (imágenes, efemérides,

videos y mapas)

-Ilustraciones

(por Miguel Ángel Martín)

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179, y 217

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Música recomendada para ambientar la lectura de este libro:

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LA JAURÍA ERRANTE DE LOS RECUERDOS

(¿Prologo? lleno de piojos y basura)

Literariamente Isidore Ducasse (1846 - 1870) fue un viajero rumbo al futuro, un adelantado a su tiempo, un visionario. Sus escritos, muy escasos, no fueron otra cosa que una sonda lanzada en dirección al siglo XX con el vivo deseo de hallar lectores que comulgasen con su credo estético. O no, quién

sabe. Puede que no fuese más que un loco que se vanagloriase de su singularidad y que se jactase de la ponzoñosa salud de su obra. «No es bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen», afirma respecto de los Cantos al inicio, «solo unos pocos saborearán este fruto amargo sin peligro»1. Sea como fuere, la sonda alunizó en mitad del nicho de los su-rrealistas: bastará con recordar las ilustraciones que compusiera Salvador Dalí para la obra de Ducasse. Es verdad que, desde su publicación, “Los Cantos de Maldoror” siempre se han movido más allá de los márgenes de la comercialidad, y que su extrañeza no le permite ganar adeptos de manera progresiva. Fama, reconocimiento que, por otra parte, el autor desdeña en el Canto I: «Hay quienes escriben para conseguir los aplausos

1 Entre comillas, señalo las citas extraídas de “Los Cantos de Maldoror”, citas que por otra parte vertebrarán todo este escrito, porque es él, Maldoror, por boca del Conde de Lautreamont —¿o era al revés?— quien merecería el margen que la editorial Dilatando Mentes me ha regalado. (Nota del autor del ¿Prólogo?)

Prólogo: La jauría errante de los recuerdos

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de los hombres (…)¡Pero yo, yo me sirvo de mi ingenio para pintar las delicias de la crueldad!» Y añade en el Canto II: «Mi poesía consistirá tan solo en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado a semejante inmundicia.» O no era ésa realmente su pretensión, quién sabe, y lo que de verdad pretendía era obtener un justo y merecido reconocimiento: «Aquel que canta, sostiene en otro fragmento del Canto I, no pretende que sus cavati-nas permanezcan desconocidas.» Habrá quien diga que estas afirmaciones son de Maldoror y no del Conde de Lautreámont; que es el personaje quien habla, quien desdeña, quien anhela, y en ningún caso el autor. Más allá de las interpretaciones que uno se atreva a hacer al respecto de estos comentarios, la obra habla por sí misma. Y la única realidad fehaciente es que no somos muchos los lectores que soportamos su poderoso estilo, su vesania. Por desgracia. «¡Ay! quisiera desplegar mis razonamientos y comparaciones len-tamente y con mucha magnificencia (mas ¿quién tiene tiempo de hacerlo así?)», me pregunto ahora con el mismo escepticismo con que Maldoror se lo pregunta en el Canto IV. Quisiera desplegarme, extenderme, pero habré de cercenar ideas y decapitar adornos en pos de cierta economía de espacio y tiempo. Tantas páginas, tantos minutos invertidos por el lector. Así, pues, pretendo dirigir la jauría errante de la que habla el título del texto2 hacia el barranco del punto final a no mucho tardar. Sin embargo, antes del despeñamiento, la alimentaré con un par de jugosas nostalgias de la mejor carnaza o, si lo prefieren, de la peor delicatesen. (Fuera, más allá de la órbita de mi cuerpo, cohabitan la música nigérrima que Josef Suk compusiese para su “Sinfonía Asrael” —home-naje póstumo a Antonin Dvorak— con una muy castiza conversación, amplificada por el patio de luces del bloque en que vivo, que se cuela 2 La jauría errante de los recuerdos es una de esas imágenes, poderosa como ella sola, que jalonan esta obra. Podrá hallarla el lector en el Canto IV. De modo que el único mérito de la misma pertenece a Ducasse. (Nota del autor de este ¿Prólogo?)

Alejandro Castroguer

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«Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Oh! Cuán dulce resul-ta entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que nada tiene todavía sobre el labio superior, y, con los ojos muy abiertos, simular que se pasa suavemente la mano por su frente, ¡inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, inmediatamente, cuando menos se lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, evitando que muera; pues, si muriese, no contaríamos más tarde el espectáculo de sus miserias.»

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Plegue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su ca-mino abrupto y salvaje, a través de las ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y llenas de veneno; pues, a menos que aporte a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual

igual al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro impregnarán su alma como el agua al azúcar. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen; solo unos pocos saborearán este fruto amargo sin peligro. Por consiguiente, alma tímida, antes de adentrarte más por semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia delante. Escucha bien lo que te digo: dirige tus pasos hacia atrás y no hacia delante, como los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la contemplación augusta del rostro materno; o, mejor, como un ángulo extendido hasta donde alcanza la vista de grullas friolentas y meditabun-das, que, durante el invierno, vuelan poderosamente a través del silencio, con todas las velas desplegadas, hacia un punto determinado del horizon-

CantoI

Los Cantos de Maldoror

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te, de donde parte súbitamente un viento extraño y violento, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, que formaba ella sola la vanguardia, al verlo, menea la cabeza como una persona razonable, consecuentemente hace restallar también su pico, y no se siente satisfecha (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello, desprovisto de plumas y contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones coléricas que presagian una tormenta cada vez más y más próxima. Tras haber mirado numerosas veces con sangre fría a todas partes con ojos que atesoran experiencia, prudentemente, en primer lugar (pues es ella quien posee el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas de inferior inteligencia), con su grito vigilante de melancólico centinela, para hacer retroceder al enemigo común, vira con flexibilidad la punta de la figura geométrica (podría tratarse de un triángulo, mas no se ve el tercer lado que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), bien a babor, bien a estribor, como un hábil capitán; y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, puesto que no es necia, emprende así otro camino filosófico y más seguro.

Lector, ¡es quizás este odio el que quieres que invoque al co-mienzo de esta obra! ¿Quién te dice que no vas a olfatear, bañado en innumerable voluptuosidades, tanto como tú quieras, con tus orgullosas fosas nasales, anchas y delgadas, volviéndote panza arriba, al igual que un tiburón, en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importan-cia de este acto y la no menor importancia de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Yo te aseguro, que se regocija-rán los dos deformes agujeros de tu horrendo hocico, ¡oh monstruo!, ¡si antes tú te aplicas en respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita del Eterno! Tus fosas nasales, que se habrán dilatado desmesuradamente de inefable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa mejor al espacio, embalsamado como con perfumes e incienso; pues, se habrán

Conde de Lautréamont

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henchido de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los gratos cielos.

Constituiré en unas pocas líneas que Maldoror fue bueno en sus primeros años, en los que fue dichoso; hecho está. Advirtió a con-tinuación que había nacido malvado: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter tanto como pudo, durante un gran número de años; mas, al fin, a causa de esa concentración que no le era propia, cada día la sangre se le subía a la cabeza; hasta que, no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por el sendero del mal... ¡dulce atmósfera! ¡Quién lo hubiera dicho!, cuando besaba a un pequeño niño, de rostro rosado, hubiera querido rebanarle las mejillas con una navaja, y lo habría hecho con frecuencia, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad y decía que era cruel. Humanos, ¿lo habéis oído? ¡El osa repetirlo con esta pluma temblorosa! Así pues, existe un poder más fuerte que la voluntad... ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Im-posible. Imposible, si el mal quisiera aliarse con el bien. Es lo que antes he afirmado

Hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hom-bres, gracias a las nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que ellos pueden poseer. ¡Pero yo, yo me hago servir de mi ingenio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias ni pasajeras, ni artificiales; mas, comenzaron con el hombre, finalizará con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en los propósitos secretos de la Provi-dencia?, acaso, porque sea cruel, ¿no puede ser también un genio? Se hallará la prueba de ello en mis palabras; no depende salvo de vosotros escucharme, si os place... Perdón, me había parecido que mis cabellos se habían erizado en mi cabeza; mas, no es nada, pues, con mi mano,

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he conseguido fácilmente colocarlos de nuevo en su posición primigenia. Aquel que canta no pretende que sus cavatinas permanezcan desconocidas; al contrario, se loa de que los pensamientos altivos y malvados de su héroe estén en todos los hombres.

He visto, durante toda mi vida, sin exceptuar una sola vez, a los hombres, de estrechos hombros, cometer actos estúpidos y numero-sos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. Califican a los motivos de sus acciones: la gloria. Viendo tales espectáculos, quise reír como los demás; mas eso, extraña imitación, era imposible. Tomé una navaja cuya hoja con un filo punzante, y me abrí las carnes en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí mi objetivo alcanzado. ¡Miré en un espejo esa boca desgarrada por mi propia voluntad! ¡Aquello fue un error! La sangre que manaba en abundancia de las dos heridas impedía además distinguir si se trataba en realidad la risa de los demás. Mas, tras unos instantes de comparación, vi que mi risa no se parecía a la de los hombres, es decir que yo no reía. He visto a los hombres, de fea cabeza y ojos horribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, la furia insensata de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fortaleza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más ocultos para el exterior, los más fríos del mundo y del cielo; abatir a los moralistas hasta descubrir su corazón, y hacer caer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la vez, unas veces, dirigiendo al cielo el más robusto puño, como el de un niño perverso contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos llenos de un remordimiento abrasador al mismo tiempo rencoroso, en un silencio glacial, sin osar manifestar las vastas e ingratas meditaciones que albergaba su seno, tan llenas estaban de injusticia y

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horror, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, a cada instante del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, propagando increíbles anatemas, que no poseían sentido común alguno, contra todo aquello que respira, contra ellos mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces, los mares levantan sus aguas, arrastran los maderos a sus abismos; los huracanes, los temblores de tierra, derriban las casas, la peste, las diversas enfermedades diezman las suplicantes familias. Mas, los hombres no lo advierten. Los he visto también ruborizándose, palideciendo de vergüenza por su conducta en esta tierra; raramente. Tempestades, hermanas de los huracanes; azulado firmamento, cuya belleza no acepto; mar hipócrita, imagen de mi corazón; tierra, de misterioso seno; habitantes de las esferas; universo entero; Dios, que los creaste con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame un hombre bueno!... Mas, que tu gracia multiplique mis fuerzas naturales; pues ante el espectáculo de semejante monstruo, puedo morir de asombro; por mucho menos se muere.

Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Oh! Cuán dulce resulta entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que nada tiene todavía sobre el labio superior, y, con los ojos muy abiertos, simular que se pasa suavemente la mano por su frente, ¡inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, inmediatamente, cuando menos se lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, evitando que muera; pues, si muriese, no contaríamos más tarde el espectáculo de sus mise-rias. A continuación, se le bebe la sangre lamiendo las heridas; y durante ese tiempo, que debiera ser largo como lo es la eternidad, el niño llora. Nada hay tan agradable como su sangre, obtenida como acabo de expli-car, y muy caliente todavía, salvo por sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿no has probado nunca el sabor de tu sangre, cuando por acci-

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dente te has cortado un dedo? Es deliciosa, ¿no es cierto?; pues, no tiene sabor alguno. Además, ¿no recuerdas un día, entre lúgubres reflexiones, haberte llevado la mano, formando una concavidad, hasta tu enfermizo rostro humedecido por lo caía que de tus ojos; mano aquella que luego se dirigía fatalmente hacia tu boca, que bebía a largos tragos, en esa copa, temblorosa como los dientes del alumno que mira de soslayo a quien nació para oprimirle, las lágrimas? Son deliciosas, ¿verdad?; pues, tienen el sabor del vinagre. Se dirían las lágrimas de la que más ama; mas, las lágrimas del niño dan mayor placer al paladar. Él, no traiciona, pues no conoce todavía el mal: mientras que la que más ama acaba por traicionar tarde o temprano... lo adivino por analogía, aunque ignoro lo que es la amistad, lo que es el amor (y es probable que jamás los acepte; por lo menos, de parte de la raza humana). Entonces, puesto que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y la sangre del adolescente. Véndale los ojos, mientras desgarres sus carnes palpitantes; y, tras haber escuchado durante largas horas sus sublimes gritos, semejantes a los penetrantes estertores que lanzan en una batalla las gargantas de los agonizantes heridos, entonces, tras haberte apartado como un alud, saldrás corriendo de la habitación contigua, y simularás acudir en su ayuda. Le desatarás las manos, de nervios y venas hinchadas, devolverás la vista a sus extraviados ojos, y te dispondrás a lamer de nuevo sus lágrimas y su sangre. ¡Qué auténtico es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe en nosotros, y que tan raras veces, se muestra; ¡demasiado tarde! Cómo se conmueve el corazón cuando se puede consolar al inocente a quien se ha causado daño: «Ado-lescente, que acabas de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer en ti un crimen que no sé cómo calificar? ¡Qué desdichado eres! ¡Cómo debes de sufrir! Si lo supiera tu madre, no estaría ella más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que ahora estoy yo. ¡Ay! ¿qué son, entonces, el bien y el mal? ¿Son acaso una misma cosa con

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COSER Y CANTAR:

LA MESA DE DISECCIÓN GEOMÉTRICA

DE LAUTRÉAMONT

Francisco GONZÁLEZ FERNÁNDEZ

Pirámide que esconde en su interior espléndidas perversiones1, monolito que parece haber caído misteriosamente del cielo, Los Cantos de Maldoror, esa obra que en 1869 publicó un desconocido Isidore Ducasse bajo el pseudónimo de Conde de Lautréamont, se alza asimismo triunfalmente en el centro

de la modernidad como una formidable y a la vez irónica columna con-memorativa, como un monumento literario en el que la belleza y el mal, el arte y la ciencia se entrelazan, desde sus primeras líneas, en vertiginosa espiral. El lector que, haciendo caso omiso de la advertencia liminar, se atreva a recorrer las páginas sombrías de Los Cantos de Maldoror no tardará en averiguar –si es que pone en su lectura la lógica rigurosa y la tensión espiritual reclamada por su autor– que se ha adentrado en un universo donde el mal y el dolor acostumbran a expresarse con

1 Este texto fue publicado originalmente en el número 23 de Signa. Revista de la asociación española de semiótica de la UNED (2014, pp.143-174). El autor y el editor agradecen a la redacción de dicha revista su amable autorización para reproducirlo aquí con puntuales modificaciones.

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lenguaje científico, donde la ciencia no es sino un espectáculo sangriento y morboso como el que podía verse en los teatros anatómicos. Las primeras líneas de la obra recuerdan precisamente la admonición que hacía Leonardo da Vinci a aquellos que pretendían practicar la anatomía en lugar de observar los dibujos que él había hecho tras efectuar más de diez mil disecciones sobre restos humanos:

Aunque sientas amor por estos estudios, el estómago te impedirá realizarlos; o tendrás miedo de pasar horas de la noche en compañía de cadáveres descuartizados de espantoso aspecto, o ignorarás el arte de dibujar bien, indispensable para la representación de las cosas. Y si posees este arte, no sabrás quizá la perspectiva, o no serás capaz de ordenar las explicaciones geométricas y los cálculos de las fuerzas y acciones de los músculos, o carecerás de paciente diligencia (Da Vinci, 1999: 71).

En la primera estrofa de Los Cantos de Maldoror volvemos a encontrar esta misma tentativa de desalentar al lector –interpelado asimismo con familiaridad en segunda persona del singular– desgranando diversos argumentos negativos en tono desdeñoso: «No es bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen; sólo unos pocos saborearán este fruto amargo sin peligro.» En el resto de esta obra poética la sensación de asco y horror nunca dejará tampoco de impregnar el arte, la ciencia y las matemáticas como el agua vertida sobre un terrón de azúcar. Y es que, como se verá, el escritorio donde otros derramaban los efluvios románticos de su corazón se había vuelto para Lautréamont una verdadera mesa de disección.

En el último Canto, el sexto, el autor confecciona una especie de novela corta, de aire rocambolesco, en la que se nos invita a presenciar el

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rapto y ejecución de un adolescente llamado Mervyn. La primera vez que éste aparece en escena el narrador destaca su belleza mediante una cascada de símiles de composición tan singular que terminarían convirtiéndose en emblema de la escritura de Lautréamont, especialmente el último:

[Mervyn] Es bello como la retractilidad de las garras de las aves rapaces; o también, como la incertidumbre de los movimientos musculares en las heridas de las partes blandas de la región cervical posterior; o mejor, como esa ratonera perpetua, siempre estirada por el animal apresado, que puede cazar sola infinidad de roedores, y funcionar hasta escondida entre la paja; y sobre todo, ¡como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas!

Como es sabido, André Breton y el grupo de los surrealistas, responsables en gran medida del prestigio que adquirió después Lautréamont, convirtieron a este autor decimonónico en uno de los principales precursores de su movimiento vanguardista. Debido a su carácter sorpresivo y a su intensidad poética, en estas comparaciones introducidas por «beau comme…», y muy particularmente en la última de la mesa de disección, quisieron ver el manifiesto mismo de la belleza convulsiva y el paradigma de la imagen surrealista. Ahora bien, al apropiarse de tan extraño símil, al ensalzar su carácter discordante y fortuito, al conferirle incluso una significación sexual bastante burda (Breton, 1955: 67), los surrealistas acabaron secuestrando de algún modo el sentido que la frase poseía en la obra original. Pero si esta imagen poética toma en la mente del lector tanta fuerza, hasta el extremo de haberse convertido en la actualidad en un auténtico cliché literario, es porque está preñada de significación, porque en ella está encerrada y sintetizada la totalidad de

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Los Cantos de Maldoror y de algún modo su poética. En este sentido, la naturaleza muerta que conforman el paraguas, la máquina de coser y la mesa de disección es al poema de Lautréamont lo que la magdalena es a la obra maestra de Proust.

1. UNA VERDADERA NATURALEZA MUERTA

La desbordante imaginación visual de Lautréamont2 se despliega en Los Cantos de Maldoror en unas estrofas que constituyen cuadros tan fascinantes como repugnantes. El propio escritor designa en términos pictóricos varias de las escenas que describe en su obra, invariablemente para retratar algún cadáver. Así, en el primer Canto Maldoror contempla asombrado «el cuadro que se ofrece a sus ojos», el de una familia feliz «que rodea una lámpara puesta sobre la mesa» y a cuya luz cose la madre mientras el padre y el hijo hacen sus tareas. En la versión de 1868 del primer Canto, de estructura abiertamente teatral, Lautréamont incluso especificaba que «el padre lee un libro, el hijo escribe, la madre cose.» Pero en ambas versiones el ángel caído que es Maldoror no tarda en destruir esta estampa –inspirada lejana y paródicamente en una Sagrada familia como la de Murillo– provocando la muerte del hijo y en última instancia de la madre que no soporta ver el cuerpo sin vida del «fruto de sus entrañas.» Y el padre, «ante el cuadro que se ofrece a sus ojos», no puede más que lamentarse por tamaña injusticia. Cuadro, mesa, costura, lectura, escritura, cadáveres… La obra de Lautréamont es una galería de

2 En una obra como Los Cantos de Maldoror, cuya estructura y estilo descansan sobre la incertidumbre más radical, casi nunca es posible saber quién está hablando, de modo que a menudo el personaje Maldoror y el narrador que relata sus aventuras y que se dirige al lector para hablarle de la obra que está escribiendo dan la impresión de no ser más que un mismo ser desdoblado. Para no crear mayor confusión aludiré aquí a Maldoror cuando éste realice una acción mientras que reservaré el nombre de Lautréamont, el pseudónimo detrás del que se escondió Isidore Ducasse, para designar la entidad narradora, incluso si a veces cabe la sospecha de que sea el personaje quien habla.

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André Breton, padre del Surrea-lismo, fue un gran admirador de Ducasse y su obra. Fue gracias a Breton que se editaron de manera íntegra las poesías del Conde de Lautréamont en la revista Littéra-ture.

Enrique Pichon Rivière tiene en su ha-ber un libro tan enigmático como el propio Lautrémanot: “Psicoanálisis del Conde de Lautréamont”, editado postu-mante por el hijo de Rivière.La obra, que recoge una serie de con-ferencias, señala que en torno a Lu-tréamont se orquestan una serie de suicidios, extrañas muertes y ataques de demencia, tanto en las personas que lo rodearon en vida, como en aquellos que osaron aproximarse al estudio de su existencia y de su obra.

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Algunos pintores destacados de esta época son: Odilon Redon (arriba), Mariano Fortuny (aba-jo), Antoine Wiertz (arriba en la página siguiente) o Arnold Böcklin (abajo en la página si-guiente)

Miscelánea

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