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Prólogo Londres, primavera de 1740 Lucinda tiene un talento artístico tan encantador… ¿Por qué se le habrá ocurrido dibujar un ataúd? —Hermione Malcolm Childe, marquesa de Hampton, se inclinó hacia el caballete para estudiar más de cerca el boceto a tiza de su sobrina—. Eso no es… Se irguió bruscamente para mirar a su hermana Stella, que esta- ba de pie a su lado. Se encontraban en el cuarto de los niños, vesti- das para el baile al que asistirían más tarde. Rodeada por los ino- centes juguetes de la infancia y revestida de la seguridad que le conferían la riqueza y la posición social, Hermione no acababa de entender el espantoso motivo del dibujo. —¿Es el joven príncipe? —murmuró horrorizada. Stella Malcolm Pembroke, duquesa de Mainwaring, inclinó su cabeza regiamente empolvada en un gesto de asentimiento mien- tras disimulaba una expresión de inquietud. Un penacho de su to- cado se meció y le rozó la nariz, pero ella estaba viendo retozar a las niñas y no pareció reparar en la pluma. —Lucinda lo vio ayer en el parque. Ambas se volvieron para mirar a su prole. Leila, la hija mayor de Hermione, estaba poniendo en fila a sus hermanas pequeñas y a sus primas. Su hermana Christina se encaramaba a los tocadores, 9

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Prólogo

Londres, primavera de 1740

Lucinda tiene un talento artístico tan encantador… ¿Por qué sele habrá ocurrido dibujar un ataúd? —Hermione Malcolm Childe,marquesa de Hampton, se inclinó hacia el caballete para estudiarmás de cerca el boceto a tiza de su sobrina—. Eso no es…

Se irguió bruscamente para mirar a su hermana Stella, que esta-ba de pie a su lado. Se encontraban en el cuarto de los niños, vesti-das para el baile al que asistirían más tarde. Rodeada por los ino-centes juguetes de la infancia y revestida de la seguridad que leconferían la riqueza y la posición social, Hermione no acababa deentender el espantoso motivo del dibujo.

—¿Es el joven príncipe? —murmuró horrorizada. Stella Malcolm Pembroke, duquesa de Mainwaring, inclinó su

cabeza regiamente empolvada en un gesto de asentimiento mien-tras disimulaba una expresión de inquietud. Un penacho de su to-cado se meció y le rozó la nariz, pero ella estaba viendo retozar alas niñas y no pareció reparar en la pluma.

—Lucinda lo vio ayer en el parque. Ambas se volvieron para mirar a su prole. Leila, la hija mayor

de Hermione, estaba poniendo en fila a sus hermanas pequeñas y asus primas. Su hermana Christina se encaramaba a los tocadores,

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en lugar de cumplir órdenes. Las hijas mayores de Stella no teníanya edad para estar en el cuarto de los niños, pero las pequeñas seunían de buena gana al jolgorio. Todas, menos Lucinda.

Lady Lucinda, de siete años de edad, estaba tranquilamentesentada en un rincón, dibujando con un carboncillo, olvidada porel resto de las ocupantes del cuarto de los niños. De vez en cuandolevantaba la vista al oír una risa o una protesta y volvía luego a en-frascarse en su trabajo. Sus dedos largos y finos volaban sobre elcuaderno de dibujo. Se había atado el pelo, ondulado y de color ru-bio ceniza, con un cordel inservible para que no le cayera sobre lacara y la distrajera. Sus facciones de porcelana reflejaban un placerpuro a medida que el dibujo iba apareciendo bajo su lápiz. Se ha-bía manchado de tiza el vestido de seda azul, y el encaje de sus pu-ños estaba sucio de tiznajos de carboncillo, pero ella parecía ajenaa su desaliño.

—Es una niña tan feliz y tranquila… —explicó Stella con amory miedo en la voz—. Nunca pide nada, excepto que alguien mire susdibujos. ¿Cómo voy a decirle que no se los enseñe a los extraños?

Hermione, la más joven de las dos, no estaba acostumbrada aque su hermana, mucho más poderosa y dotada que ella, le pidieraconsejo, pero de tanto lidiar con los dones de sus hijas la familia sehabía habituado a aquellas desconcertantes cuestiones. A veces, ha-cía falta todo el clan para marcar el rumbo de una sola chiquilla. Opara arroparla.

—Querrá un profesor de dibujo —predijo Hermione sombría-mente—. Y el profesor será un chismoso. Todo lo que hace Lucin-da se hará público. ¿Te imaginas lo que pasaría si el príncipe mu-riera ahora que lo ha dibujado en un ataúd?

Stella asintió con la cabeza. —La pondrían en la picota y la estigmatizarían públicamente.

Su padre sería apartado de su cargo real por miedo a que causara lamuerte del príncipe. Y luego la gente empezaría a colarse por lapuerta de atrás, pidiendo que le dijera la buenaventura. —Suspi-ró—. Le he pedido al duque que busque un profesor que sólo ha-

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ble francés. A Lucinda se le dan muy bien los idiomas, y Franciatiene a los pintores con más talento.

Hermione se animó. —Aunque el profesor cuente lo que dibuja la niña, la gente lo

desdeñará creyendo que es simplemente otro majadero francés.Excelente. —Se le ocurrió otra idea y su cara bonita y redondeadase entristeció—. En realidad Lucinda no tiene tu clarividencia,¿verdad? Es una carga terrible de soportar.

Stella suspiró, y los polvos del maquillaje se acumularon en susarrugas prematuramente profundas.

—Sólo en sus dibujos, y no es consciente de lo que hace. Hermione cogió el pañuelo que se había deslizado de sus hom-

bros y lo remetió perezosamente en su corpiño; luego miró a su al-rededor en busca del abanico que había dejado sobre un escritorioinfantil.

—Pronto lo entenderá, me temo. Como si quisiera confirmar sus augurios, la artista del rincón

dejó escapar un gemido de desaliento, miró su dibujo con repug-nancia y, arrugándolo, hizo una pelota con él. Cuando lo arrojó le-jos de sí, las demás niñas corrieron a recogerlo como si fuera unnuevo juego.

Antes de que pudieran desdoblar la hoja arrugada, la duquesacruzó el cuarto a toda prisa y su vestido de brocado se arremolinócon autoridad. Apropiándose del papel, señaló la salida.

—Id a dar un beso a vuestros padres antes de que nos vayamosal baile.

Lucinda dejó tristemente su rincón para seguir a sus hermanasy primas. La duquesa la dejó marchar sin una palabra o un abrazo,aunque su rostro empolvado y coloreado ocultaba una inmensatristeza.

Después de que las niñas se marcharan, las dos mujeres desple-garon el dibujo.

Una encantadora escena de niñas jugando y riendo llenaba lapágina.

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—Es precioso —exclamó Hermione—. No los he visto mejo-res en la galería de arte del rey. —Luego, al echar un vistazo másatento, sofocó un grito.

Stella asintió con la cabeza como si se lo esperara. —Creía que había dejado de retratarse hacía algún tiempo. Su-

pongo que se habrá despistado un momento. Hermione miraba con desconcierto el dibujo hecho a lápiz. —Pero ¿qué significa?Stella trazó la silueta de una sombra ominosa que acechaba en

el rincón, justo detrás de la efigie de una niña pequeña dibujando. —Confío en que signifique que su futuro es incierto. De lo con-

trario… Hermione le arrancó enérgicamente el dibujo de las manos. —No hay nadie en un ataúd, ¿verdad? Sólo es una sombra. Los

niños tienen fantasías extrañas. Stella recompuso su semblante momentáneamente vulnerable y

asumió su digna expresión de siempre.—Desde luego. Nos ocuparemos de que Lucinda se case bien

cuando llegue el momento, y estaremos todos allí para arrojar luzsobre cualquier sombra. Para eso está la familia.

Y por eso los Malcolm permanecían siempre unidos.

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Capítulo 1Londres, septiembre de 1755

Lady Lucinda Malcolm Pembroke se echó la capucha de su capagris alrededor de la cara y recorrió a toda prisa los pasillos casi va-cíos de la galería de arte, adelantándose al gentío de la mañana. Nose detuvo hasta llegar ante un retrato de cuerpo entero que repre-sentaba a un caballero sonriente galopando en un corcel blanco.

Aunque no era precisamente un caballero, se dijo, intentan-do ser sincera consigo misma. Las fantasías románticas no te-nían por qué ser de caballeros. Al levantar la mirada, cayó denuevo bajo el hechizo de los ojos misteriosos de aquel sujeto. Eracomo si sólo la mirara a ella y compartieran un prodigioso se-creto. Ella había pintado el retrato, de modo que conocía su enig-ma: aquel gallardo caballero no existía en parte alguna, salvo ensu imaginación.

Pero no era eso lo que se rumoreaba. Con un suspiro, Lucinda admiró la tez exóticamente morena

del caballero, su sonrisa libertina y su mirada inquietante. Le en-cantaba el contraste entre sus facciones de pirata marcadas por lascicatrices y sus ropas elegantes. Lo había provisto intencionada-mente de un romántico corcel blanco y había pintado como fondola estampa inocente de una feria familiar para que sirviera de con-

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traste a su aura de peligro. Curiosamente, el escenario festivo lesentaba bien.

Aquel hombre no existía. Si hubiera existido, ella no les habríapuesto en evidencia a ambos colgando el cuadro en la exposición.Incluso había firmado la pintura sólo con sus iniciales para evitarposibles inconvenientes, pero había suficientes personas familiari-zadas con su estilo como para echar a rodar el rumor. Nunca en-tendería por qué la gente veía en sus obras más de lo que ella pre-tendía mostrar.

No acertaba a imaginar por qué el conde de Landsowne queríaarruinar su triunfo y aquel magnífico cuadro con sus escandalosasacusaciones. Si el conde no hubiera sufrido una apoplejía inmedia-tamente después de ver el retrato y de lanzar sus furiosas alegacio-nes, Lucinda le habría exigido una disculpa. Ella jamás habría pin-tado a un asesino.

Un ruido de pasos la advirtió de que los primeros en llegar a lagalería se acercaban a la sala del fondo antes de lo que esperaba; se-guramente iban derechos hacia el escándalo del momento, en lugarde examinar las obras más conocidas del salón delantero. Lucindano tenía intención de dar un espectáculo apareciendo en públicocon el retrato. Miró a su alrededor y encontró un pequeño entran-te en la pared, al otro lado de la sala, en el que podía sentarse y pa-sar inadvertida.

Sus dedos ansiaban el cuaderno de dibujo y el lápiz que llevabaen el bolsillo. Le habría gustado conservar para la posteridad un di-bujo de la exposición. Después de aquel incidente, era poco pro-bable que su padre le permitiera presentar otro óleo, y Lucinda nopodía reprochárselo. Nunca había querido alcanzar notoriedad.Sólo quería que otros admiraran el retrato en el que había vertidosu corazón y su alma.

Se asomó a la esquina del entrante en el momento en que unhombre alto caminaba decididamente en su dirección, con los fal-dones de la elegante casaca agitándose alrededor de sus piernas porla fuerza de sus pasos. La casaca estaba confeccionada de modo que

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se ajustaba a sus hombros y a su pecho, más ancho que el de la ma-yoría de los caballeros. Las solapas y el corte eran exactamente delestilo en boga ese año, de no ser porque la casaca era negra. Nin-gún caballero en Londres vestía de negro, ni siquiera en señal deduelo. Qué extraño.

Su corbata era de un blanco prístino, con la cantidad justa de al-midón para que se rizara sin emperifollarse ni un ápice. Sus calzaseran de una seda leonada a juego con los intrincados bordados delas solapas y los bolsillos de la casaca. Su chaleco largo, combinadocon las calzas, tenía bordados negros de una sencillez tal que hizosuspirar de admiración a Lucinda. Más caballeros deberían real-zar así su virilidad en lugar de vestirse como pavos reales.

Pero cuando aquel hombre estuvo lo bastante cerca para que leviera la cara, Lucinda ahogó un grito de espanto y se pegó cuantopudo al fondo del entrante.

Con los brazos cruzados sobre sus ropas nuevas, bien cortadas yendiabladamente caras, sir Trevelyan Rochester estudió el ridículoretrato que colgaba en la Real Galería de Arte a la vista de todo elmundo. Su furia burbujeó ante la atrocidad perpetrada sobre untrozo de lienzo perfectamente respetable al que se habría dado me-jor uso si hubiera servido para hacer velas. Bajó la vista hacia la fir-ma del pintor, «LMP», y su ira se inflamó de nuevo. El muy co-barde se escondía detrás de unas iniciales.

Trev se había pasado veinte años abriéndose camino, desdemarinero raso a propietario de un barco, y ni un solo hombre enaquellos veinte años se había atrevido a insultarlo de manera tanflagrante… y había vivido para contarlo, al menos. Había derro-tado a piratas sanguinarios, atrapado a bucaneros franceses y con-seguido su patente de corso de manos del propio rey de Inglate-rra, sólo para verse humillado al otro lado del mundo por unpintor desconocido que no podía conocer sus hazañas más quepor rumores.

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De no ser por su deseo de vivir en paz y de tener un hogar pro-pio en lugar de aprestarse para otra guerra absurda con Francia porlas colonias, nunca habría vuelto a pisar las calles de Londres. ¿Ha-bía contado acaso el pintor con que no regresara a Inglaterra?

Lanzaría a aquel condenado al mar a punta de espada y haría unfavor a la sociedad librándose de aquel canalla chismoso y alboro-tador. Era el deber de cualquier corsario que se respetara a sí mis-mo librar al mundo de los enemigos del rey y la nación.

Si no fuera porque había renunciado a su puesto y ya no eracorsario, y porque el señor LMP lo había provocado sólo a él y noal rey, ni a la nación.

Un ceño profundo juntó sus cejas mientras estudiaba los deta-lles del cuadro. Era su retrato, no había duda, a no ser que tuvieraun hermano gemelo desconocido en alguna parte. Dadas las incli-naciones de su noble familia, ello era posible, pero no probable.

El cuadro lo representaba a él (Sir Trevelyan Rochester, eleva-do a caballero por Su Majestad en razón de sus acciones más allá dela llamada del deber) montado en un melindroso caballo blancoadornado con cintas rojas, en una playa, en medio de lo que pare-cía ser una feria veraniega. Trev supuso que el señor LMP se habíapropuesto escarnecerlo, a él, un temido corsario, vistiéndolo con elatuendo de un lechuguino, con esponjosas chorreras de puntilla einútiles puños que rebosaban encaje más allá de sus dedos. El pin-tor le había puesto botas en lugar de medias bordadas, pero las bo-tas, bruñidas y con doblez, eran absurdas para cabalgar.

El sujeto del retrato tenía un aire desafiante sin sombrero ni pe-luca. Una cinta de color azul oscuro ataba su pelo y un único me-chón negro caía suelto sobre su mejilla marcada por las cicatricesde la batalla. Trev tenía que admitir que el artista había sabido plas-mar con laboriosa precisión su tez olivácea y sus rasgos angulosos.La herencia jamaicana y mestiza de su madre no podía negarse.«Restregado con brea», había dicho su noble abuelo refiriéndose asu color justo antes de permitir que la Marina se lo llevara para ha-cer con él lo que quisiera.

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De todos modos, el cuadro era un disparate de principio a fin. Elhombre que aparecía en él lograba parecer románticamente gallardoa pesar del toque de ferocidad que había detrás de sus ojos oscurosy centelleantes. A Trev aquello no le importaba gran cosa, pero elcontraste entre el hombre y el frívolo caballo blanco era de risa.

Con razón la gente hablaba. Aun así, no entendía por qué a laviuda de su primo le habían dado tales sofocos cuando él se habíapresentado en su puerta. Aunque se había pasado toda su vidaadulta al otro lado del mundo y ella no lo conocía de nada, apenasle había dado un minuto para presentarse antes de cerrarle la puer-ta en las narices.

Había sido James, su viejo mayordomo, quien había salido ahurtadillas para explicarle lo del retrato del que todo Londres ha-blaba. Aquel ridículo cuadro era tan conocido que su fama habíallegado hasta el pueblecito del sur de Inglaterra en el que residía lafamilia de su difunto primo. James no había tenido tiempo de ex-plicarle por qué el retrato era tan escandaloso. O quizá no lo sabía.

Trev odiaba haberse convertido en motivo de escándalo antessiquiera de poner un pie en Inglaterra. Había vuelto a casa con laesperanza de invertir el dinero de sus correrías en una flota mer-cante respetable, para poder vivir los años que le quedaban en lapaz de Inglaterra y no en la guerra perpetua de las Indias Occiden-tales. Quería sentir la solidez de la tierra bajo sus pies, para variar.Había confiado tontamente en que su riqueza le allanara el cami-no, pese a su herencia mestiza y a la negativa del conde a recono-cer su legitimidad. Si no supiera que ello era imposible, habría pen-sado que aquella humillación obedecía a los manejos de su abuelo.

Estudió el retrato intentando averiguar por qué había sido ca-lumniado y rechazado antes de que pudiera hacer nada para mere-cerlo.

El cuadro le hacía parecer un petimetre, suponía, pero él no ha-bía estado en Inglaterra para servirle de modelo. No veía motivoalguno de alarma, como no fuera por el baldón que suponía parasu hombría. Eso podía causarle algún problema a la hora de buscar

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esposa, pero dudaba que cualquier mujer sensata cuestionara su vi-rilidad cuando lo viera en persona.

Estaba a punto de dar media vuelta para marcharse cuando lla-mó su atención un susurro surgido de la multitud que empezaba acongregarse tras él. Durante los años que había pasado viviendo desu ingenio, había aprendido a mantener sus sentidos atentos a cuan-to lo rodeaba. Había escuchado conversaciones ajenas sin recato al-guno.

—Dicen que al conde le dio una apoplejía aquí mismo. —El su-surro era claramente femenino y parecía horrorizado.

Trev cruzó los brazos y fingió contemplar el retrato. —Es una predicción de los Malcolm, no hay duda —dijo otra

voz con pasmo—. ¿Ven ese barco hundiéndose en la esquina? Es eldel vizconde. El rojo es inconfundible. Dicen que lleva meses de-saparecido en el mar.

Trev rechinó los dientes y aguardó. ¿Los Malcolm? ¿La M deLMP era de Malcolm? Se enteraría del nombre completo del bri-bón que había puesto su cara en una pared sin su permiso.

—Puede haber otros veleros rojos —dijo con desdén una vozmasculina—. Pero ese hombre parece un pirata, desde luego. No esde extrañar que el conde lo reconociera.

—Pero Rochester no ha estado en Inglaterra desde que era pe-queño —protestó la primera voz de mujer—. ¿Cómo ha podidopintarlo el artista con tal precisión que el conde pudiera recono-cerlo, sin haberlo visto nunca?

—En Sussex no hay ferias en la playa —dijo una voz masculi-na arrastrando las palabras con hastío—. Es una engañifa.

Trev no podía estar más de acuerdo. El ridículo barquito delcuadro apenas se veía. La viuda llorosa que había en la orilla pe-dregosa estaba envuelta en velos y podía ser cualquiera. Un ardiddel pintor para contrastar alegría y tristeza, o alguna otra sandez.Su primo había desaparecido en el mar hacía meses, de modo queañadir su velero al paisaje no era un presagio, sino un modo de pro-vocar un escándalo.

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Trev ahora comprendía por qué la viuda de su primo le habíacerrado la puerta en las narices: el retrato lo mostraba carcajeán-dose mientras el barco de su marido se hundía. Iba a tener que re-torcerle el pescuezo al pintor, después de todo. Laurence había sidoun hombre bueno y decente, y su muerte no era cosa de risa.

—Este año hubo una feria en el condado —comentó una voztímida—. La patrocinó el nuevo duque de Sommersville. Fue en-tonces cuando se hundió el velero.

Surgieron conversaciones en varios sitios a la vez y el murmu-llo del gentío aumentó de volumen.

—Parece lo bastante fiero como para haber matado a su primo—dijo alguien en respuesta a un comentario sobre su cicatriz.

Trev soltó un bufido. Apostaría a que ningún asesino que serespetara a sí mismo llevaría tantas puntillas. Se pondría perdido desangre. ¡Que alguien probara a usar una espada con los dedos en-redados en encajes!

—Ahora que el vizconde ha desaparecido, si el conde muere,Rochester podrá reclamar el título —dijo una mujer, y añadió ho-rrorizada—: ¡Deberían colgar a ese hombre!

Trev supuso que ninguno de los espectadores sabía de qué es-taba hablando aquella mujer, dado que Laurence había dejado unhijo pequeño como heredero y a él su abuelo lo había declarado ile-gítimo. Pero la verdad nunca era impedimento para un buen chis-morreo.

Ambos comentarios anularon a otra voz más sensata que dijo: —Pero el hombre dice que acaba de llegar a Inglaterra, y el viz-

conde murió el verano pasado. —Yo conozco a lady Lucinda —añadió una mujer tímidamen-

te—. Siempre pinta a uno de sus gatitos en el paisaje. ¿Ven ese mi-nino anaranjado del árbol? Murió de viejo en abril. Ese óleo se pin-tó el pasado invierno, mucho antes de que el barco del vizconde sehundiera. La vi trabajando en él.

La multitud fascinada dejó escapar un gemido de asombro, yTrev rechinó de nuevo los dientes al oír aquel sinsentido.

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—Si la profetisa lo pintó, entonces ha de ser cierto —dijo otramujer—. Pintó a Pelham en su tumba antes de que muriera.

—Pintó a mi madre cruzando el puente de Westminster antesde que lo acabaran.

—Lady Roxbury se desmayó cuando vio a la profetisa en elparque… pintando a Roxbury con una mujer que no era ella e hi-jos que no eran los suyos.

—Ya saben que su amante está encinta —murmuró otra persona. Los murmullos crecieron y se multiplicaron, pero Trev no hizo

caso de ningún chismorreo, excepto del más relevante: ¡una pinto-ra! Impresionado por la magnitud de aquel despropósito, sólo te-nía una idea en mente: encontrar a aquella escandalosa «profetisa»que lo había retratado como el asesino de su primo y retorcerle elpescuezo hasta que confesara delante de todo Londres que lo quehabía pintado era una estafa. Furioso, se volvió para abrirse pasoentre el gentío.

Enfrentada al hombre del retrato, que de pronto había cobradovida ante sus ojos, la multitud retrocedió espantada.

Sintiéndose tan mortífero como lo creían, Trev se marchó sinmirar a derecha ni a izquierda.

Lucinda se deslizó más aún entre las sombras del entrante y con-tuvo el aliento hasta que sir Trevelyan pasó velozmente a su lado,con el semblante broncíneo contraído en una mueca airada, susojos españoles echando chispas y sus viriles músculos en tensión.

Fijó la mirada en el peligroso florete que asomaba por el faldónde su casaca y se echó a temblar.

Sus dedos traicioneros ansiaron, absurdamente, sus pinceles.Esta vez, quería pintarlo como un nubarrón tormentoso en formade hombre. Veía ahora que su primer intento resultaba muy pobrecomparado con el original.

¡Aquel hombre existía de verdad! El conde de Landsowne te-nía razón. Lucinda no podía creerlo. ¿Cómo podía haber pintado

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a un hombre imaginario, sólo para verlo salir de pronto de entre lamultitud, así como así? ¿Serían ciertas las demás habladurías? ¿Ha-bía estado aquel hombre, el pirata, en Inglaterra durante la feria,como ella lo había pintado? ¿Podía haberlo visto ella el inviernoanterior, cuando se le aparecía en sueños?

No quería quedarse allí para averiguarlo. Aquel hombre pare-cía estar lo bastante enfadado como para cometer un asesinato ypese a todo, por extraño que pareciera, Lucinda se había sentidoatraída por la tristeza de sus ojos oscuros. Había en su porte algoque… ella no acertaba a decir por qué le fascinaba.

Aquello era lo que se merecía por hacer caso de las románticashistorias de héroes y villanos que contaban necias mujeres sin nadamejor que hacer. Sabía que no debía perder el tiempo en bailes y sa-lones escuchando el parloteo de señoritas de sonrisa afectada. Esatemporada había estado de moda admirar a los héroes. Las historiasque le habían contado acerca de capitanes en el mar, guerreros entierra y caballeros de antaño la habían hecho soñar hasta el puntode que se había visto impelida a plasmar sus sueños sobre el lienzo.

Suponía que también se había hablado de corsarios como SirTrevelyan, que hacía poco más o menos un año había capturado unbuque de guerra francés que bloqueaba un puerto británico. Lu-cinda recordaba la historia, pero no había pensado en ella al pintarel retrato. En aquel momento, creyó que la pintura mostraba a unhéroe fantástico, dueño de una naturaleza romántica y alegre. Ha-bía disfrutado intensamente pintando a aquel personaje contradic-torio.

Pero ya podía olvidarse de aquellas tonterías. No lograba ima-ginar a nadie menos romántico ni más peligroso que el hombreque acababa de salir de la galería. Tal vez hubiera algo de verdaden los rumores que afirmaban que era un asesino. Después detodo, los corsarios tenían licencia para matar.

Lucinda se estremeció y, tapándose bien el pelo rubio con la ca-pucha de la capa, se dirigió apresuradamente hacia la puerta deatrás.

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Si los rumores eran ciertos, sir Trevelyan Rochester había ase-sinado a su primo para reclamar el título y las fincas que le habíanegado su abuelo.

Si los rumores eran ciertos, su cuadro era la prueba de que Ro-chester había estado en Inglaterra cuando decía haber estado au-sente, y destruía, por tanto, su credibilidad y su coartada.

Ella sabía que este último rumor se basaba en falsas conjeturas,pero ¿cómo podía explicar la coincidencia del parecido? Era impo-sible. Y ahora aquel peligroso corsario sabía su nombre.

Lucinda había causado escándalos en el pasado, pero nunca deaquella magnitud. Iba siendo hora de que se marchara de Londres,antes de que el corsario asaltara los muros de su casa para asesinarla.

Lucinda metió a empujones unas enaguas acolchadas en su maletade brocado y miró la ropa dispersa por la habitación mientras in-tentaba decidir si cabía algo más. Había tardado casi toda la tardeen poner en práctica los detalles de su plan para huir de casa.

Sin previo aviso, su hermana Cecily irrumpió en la habitación.Al ver aquel desorden, se detuvo bruscamente.

—Creía que le habías dicho a mamá que tenías jaqueca y que nopodías ir al baile.

Lucinda hizo una mueca al verse sorprendida en una mentiraque podía ser la primera de una larga lista de ellas.

—Ya me encuentro mejor. —No puedes irte, Sinda —murmuró Cecily, horrorizada, al re-

lacionar por fin la maleta y las habladurías—. A mamá se le ocurri-rá una solución.

Mientras se reprendía para sus adentros por no haber echado elcerrojo, abrochó la hebilla de la maleta.

—No —dijo con sencillez. —¿Qué quieres decir con que no? A mamá siempre se le ocu-

rre algo. ¿Recuerdas cuando tenías doce años y pintaste a esa seño-ra tan guapa en su sofá de seda nuevo, y encima de la repisa de la

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chimenea dibujaste un retrato del príncipe Estuardo, sólo que te-nía sangre en las manos? Mamá avisó a papá, que se lo dijo al rey,y el rey llamó a las tropas a tiempo de impedir una guerra san-grienta.

Lucinda negó con la cabeza y una lágrima se deslizó lentamen-te por su mejilla.

—Impidió una guerra sangrienta en Inglaterra, pero no en Es-cocia. Si yo no hubiera pintado ese cuadro, ¿habrían muerto todosesos jóvenes valientes en Culloden?

Cecily, que era demasiado joven para recordar ese periodo dela historia, se encogió de hombros con despreocupación.

—Si no allí, habrían muerto en otro sitio. Lo que importa esque mamá puede arreglar también esto. Papá y ella pueden hacercualquier cosa. Papá es duque.

—Papá no puede impedir que todo Londres crea que mi cua-dro significa que Sir Trevelyan asesinó a su primo. —Lucinda arro-jó amargamente su caja de óleos a la cama, junto a la maleta.

—Es un cuadro muy bueno —dijo Cecily—. Todo el mundo lodice.

Era un cuadro excelente; en todos los aspectos, un óleo tan bue-no como cualquiera de los que colgaban en las galerías reales. Sen-cillamente, había elegido el tema equivocado. Otra vez.

El solo hecho de ver a la candorosa Cecily con sus rizos rubiosy su expresión angustiada reforzó la decisión de Lucinda. Su her-mana se había presentado en sociedad ese mismo año, al cumplirlos dieciséis. Tenía ya una docena de brillantes pretendientes que,desde que en las últimas semanas se habían desatado las murmura-ciones, habían dejado de frecuentar la casa. El retrato les había re-cordado por fuerza que había que ser muy fuerte y valiente (o es-tar desesperado) para casarse con una Malcolm.

Lucinda tenía que marcharse de la ciudad para dar a sus treshermanas menores oportunidad de casarse. A sus veintidós años,su tiempo en el mercado matrimonial había pasado. Seis años eransuficientes para demostrar que lo había intentado. Todo el mundo

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sabía que, de vez en cuando, alguna Malcolm con facultades in-quietantes desaparecía del ojo público. No iba a marcar ningúnprecedente. Y había libertad en el anonimato.

—No iré muy lejos —prometió—. La prima Felicity ha dichoque puedo quedarme con Ewen y ella hasta que decida qué hacer.Viajaré a Escocia de incógnito y usaré un nombre falso. Puedo ga-narme la vida pintando paisajes. Dibujando árboles no haré daño anadie. Creo que seré mucho más feliz lejos de Londres.

Se había repetido tantas veces aquellos argumentos que logróparecer alegre al decirlos en voz alta. Sonaban bien, aunque estu-viera mintiendo sobre su paradero para despistar a Cecily. Nuncahabía vivido sin su familia y no sabía muy bien cómo iba a salir ade-lante sola, así que no era tan necia como para creer que podía desa-parecer del todo. Pero llevaba tanto tiempo callando y obedecien-do que necesitaba forjarse un nuevo yo y una nueva vida antes deque su familia la convenciera de lo contrario.

Tenía, además, un talento provechoso. Las pinturas de paisajeshacían furor. Y seguramente no correría ningún riesgo pintando ár-boles y hierba.

—¿Cómo vas a ir? —susurró Cecily, asombrada—. Escocia estámuy lejos y las carreteras son malas.

—Es mejor que no lo sepas para que no tengas que mentir si tepreguntan. Vete y olvídate de que me has visto esta tarde. Dentrode unos días, tus pretendientes volverán a aparecer en la puerta ytodo irá bien.

Cecily pareció aún más perpleja. —Pero ¡si últimamente hay ladrones por todo Saint James! Le

he oído decir a papá que no era seguro andar por las calles. No pue-des salir sin un lacayo y un paje.

—Lo tengo todo arreglado, te doy mi palabra —dijo Lucinda, yesta vez fue completamente sincera. No era una persona valiente.

Abrazó a Cecily para tranquilizarla. Todavía afligida, su her-mana salió de puntillas después de que Sinda le diera un suave em-pujón hacia la puerta.

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Cuando su hermana se marchó, Lucinda miró a su alrededorpor si había olvidado algo. Luego se acercó sigilosamente a la ven-tana del balcón con la maleta y la caja de óleos en la mano. Teníaque marcharse antes de que Cecily empezara a sentirse culpable.Sus padres se habían ido a una cena y a un baile, pero eso no signi-ficaba que no se les pudiera encontrar antes de que ella escapara.

Lo había planeado todo hasta el último detalle. Tenía esperan-do un coche de punto que la llevaría a la posada de la que, menosde una hora después, salía el carruaje de Sussex. Poseía un fuerteinstinto de supervivencia y no tenía intención de huir a la gélida Es-cocia.

Echando un último vistazo a su bonita habitación de siempre,intentó no pensar en lo que pasaría a la mañana siguiente, cuandosus hermanas pequeñas descubrieran que se había marchado, ytuvo que enjugarse una lágrima. Con una mueca de determinación,arrojó la maleta y la caja de óleos por el balcón, hacia los matorra-les de abajo, se echó la capucha de la capa sobre la cara y salió apre-suradamente de su habitación camino de la escalera de servicio.Para no llamar la atención en una posada corriente, había cambia-do un fino vestido de muselina por uno de lana basta propio de unacriada. Estaría hecha un asco cuando llegara, pero de eso se trata-ba, ¿no? De no parecer ella.

Una tapia alta rodeaba el jardín, de modo que nadie la vio cuan-do recogió sus bultos. Anochecía temprano en aquella época delaño. Un búho ululó desde el viejo roble, pero los búhos no la asus-taban. Desde allí, sería fácil. Sabía dónde encontrar la llave de laverja.

La puerta chirrió un poco cuando entró en las cuadras, pero to-dos los sirvientes estaban cenando en el comedor. Podía ponerse agritar como una loca y no la oirían.

Casi gritó cuando, al salir al callejón, se topó con una figura altay embozada que salió repentinamente de la oscuridad. ¡Ladrones!

Una mano recia la agarró del hombro, y el corazón casi se le sa-lió del pecho.

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Su asaltante la soltó, y ella retrocedió rápidamente hacia la ver-ja buscando refugio. En la penumbra, reconoció la figura impo-nente y el gabán negro del hombre que tanto la había impresiona-do en la galería. No se trataba, pues, de un ladrón, sino de unasesino.

Sir Trevelyan había ido a matarla. —Tranquila, muchacha. —Su voz era profunda y aterciopela-

da—. ¿Qué prisa tienes?Su tono no tranquilizó a Lucinda, que buscó refugio entre las

sombras de las enredaderas que cubrían los muros. Buscó a tientas,de espaldas, el picaporte de la verja mientras intentaba hacerse ladespistada.

—¿Quién es usted? —preguntó de un modo totalmente im-propio de ella, con la esperanza de que no le temblara la voz—.Aquí sólo pueden estar los hombres del duque. —Le pareció queaquello era lo que diría una criada enérgica.

La iluminación tenue de la lámpara del establo, al fondo de lascuadras, proyectaba más sombras que luz sobre los llamativos ras-gos del pirata. Aunque su capa no permitía distinguir más que laforma de su cuerpo, era más alto que su padre y aún más ancho dehombros de lo que ella recordaba. Un tricornio negro que llevabaladeado, con aire truhanesco, ocultaba su semblante.

—Sólo soy una visita que busca un atajo. —Se quitó el sombre-ro e hizo una profunda reverencia. Cuando volvió a erguirse, la luzcayó sobre la afilada hoja de su nariz y sobre sus ojos profundos.

Ella había pintado aquella cara, la conocía íntimamente. De cer-ca, Rochester era, sin embargo, mucho más impresionante y ame-nazador de lo que ella había imaginado incluso después de verlo enpersona. Aquella sensación que le aflojaba las rodillas y le acelera-ba el corazón volvió a apoderarse de su persona. Esta vez, Lucin-da comprendió que se trataba de un miedo abyecto.

—¿Y tú quién eres? —inquirió él—. No se ve a mucha gentepor estos callejones a estas horas de la noche.

Ella habló en voz baja, intentando no tartamudear.

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—Eso no es asunto suyo, señor. Déjeme en paz y vaya a ocu-parse de sus asuntos, si no le importa. —Nunca, en toda su vida,había dicho una palabra malsonante. ¿Qué la había impelido a de-cir aquello? Su mirada temerosa buscó la empuñadura de la espadade Rochester. Pero por fortuna él no la llevaba.

Rochester no pareció ofendido, sino más bien divertido por surespuesta.

—Parece que he tropezado con un pequeño puercoespín.Dime, si eres tan amable, ¿está el duque en casa esta noche? Tengoasuntos que tratar con él.

¡Ay, Dios! ¡Ay, santo cielo! ¿Iría a desafiar a su padre en duelopor la ofensa que el retrato significaba para su reputación?

Lucinda supuso que, ya que había emprendido el camino delanonimato, tendría que acostumbrarse a mentir.

—El duque no está en casa, señor. La familia se ha ido a pasarfuera la temporada.

—Pero las lámparas del establo están encendidas, como si se es-perara a alguien —respondió él con una sonrisa sagaz. Sacó del bol-sillo una pieza de oro y dejó que brillara a la luz de la calle—. Ten-go una moneda para ti si me dices cuándo volverán.

Pasmada por su audacia, Lucinda se hundió aún más entre lassombras y rezó por que su cara quedara oculta por la capa. El ororelucía entre los dedos enguantados de Rochester. Lucinda pensóen su escuálido monedero. Nunca había sido muy dada a ahorrarsi podía gastar su asignación en comprar óleos nuevos.

¿Qué daño haría decirle cuándo se esperaba que su padre vol-viera a casa? De todos modos, el carruaje de cuatro caballos no po-día llegar sin ser visto. Lo único que Rochester tenía que hacer eraquedarse allí, y acabaría viendo a sus padres.

Tenía que librarse de él para marcharse antes de que regresaran.El coche de punto que había alquilado no la esperaría mucho más.

—El duque ha pasado todo el día en Whitehall —mintió—. Yadebería haber vuelto a casa. Su familia se ha ido al baile de los Be-resford sin él. —Confiaba en que aquellos detalles bastaran para

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que su historia sonara verosímil. Su padre nunca hacía esperar a sumadre, y sería de madrugada cuando volvieran.

—Muy bien —dijo él, complacido—. ¿Y tu nombre, por si vol-viera a venir por aquí?

¿De qué le serviría el nombre de una criada? Temblando, ellanegó con la cabeza.

—El señor no sabe que he salido. Eso no voy a decírselo. Él se echó a reír. —¿Y dónde vas, entonces? ¿Quieres que te acompañe? Es pe-

ligroso que una muchacha bonita ande sola por las calles a estas ho-ras. La oscuridad es peligrosa.

Su cara cambiaba por completo cuando sonreía. Parecía un pi-rata risueño, un hombre que vivía con desmesura y se deleitaba enello. Sinda admiró el brillo de sus dientes blancos contra su tez mo-rena, y deseó conocerlo mejor. Un hombre así era raro en la socie-dad elegante.

Y peligroso, se recordó. Ella no era precisamente la más lista desu familia (aunque sí la más soñadora), pero sabía que no debía per-der el tiempo con un corsario reconocido.

—Me parece que estaré mucho más segura sola que con usted,señor. Déjeme pasar, se lo ruego.

Él vaciló y entornó los ojos oscuros. Luego se rió y le tendió lamoneda, que ella cogió rápidamente, intentando no notar el calorde su mano.

—Te doy las gracias, pues. —Rochester hizo una reverencia, sepuso el sombrero y se alejó tranquilamente, como si acabaran deintercambiar una galantería.

Llegó al extremo de la cochera y desapareció al otro lado. Lu-cinda le dio unos segundos para que se adelantara.

Era endiabladamente atractivo. Su voz aterciopelada bastabapara hacer que una mujer se desmayara. Y sin duda la habría es-trangulado de haber sabido quién era.

Tragó saliva, aliviada por haberse librado por los pelos y, ale-grándose de su decisión de marcharse de Londres, recorrió a toda

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prisa el callejón para asomarse a la calle. Quería estar segura de queRochester no se quedaba esperando en la puerta. No vio ni rastrode él.

No se había dado cuenta de lo oscuras que eran las calles cuan-do no había ningún paje que portara una lámpara para alumbrarla.Ni de lo solitarias que parecían sin tener a su lado a alguna de sushermanas, hablando y riendo.

Vio con alivio que la silla de mano la estaba esperando. Arras-trando su maleta y su caja de pinturas, se apresuró a tomar asiento,sacó la moneda que le había dado Rochester y le dio las señas alconductor. No sintió remordimientos por emplear aquel dineropara escapar. Era culpa de Rochester que tuviera que hacerlo.

De pie en un portal, cerca de la silla de mano que esperaba, Trevoyó a la muchacha darle la dirección al conductor. No era hombreque se tomara a broma una ofensa o dejara crecer la hierba bajo suspies. Y a veces tenía la suerte del mismísimo diablo.

Habría apostado todo lo que tenía (y era una suma considera-ble) a que la muchacha con la caja de pinturas a la que acababa deayudar a huir era la «profetisa» cuyo cuello había ido a retorcer.Aquel infortunado encuentro había aumentado su curiosidad. Sal-taba a la vista que, esa noche, ella no quería llamar la atención.

Trev había pasado las horas anteriores informándose sobre ladyLucinda Malcolm Pembroke y había descubierto que era una co-nocida alborotadora, la hija engreída de un poderoso duque. Depronto, la paz y la civilización que había ido a buscar a Inglaterradesaparecieron por completo de su pensamiento. Veinte años en elmar le habían enseñado a atacar primero y preguntar después.

Pero nunca había atacado a una mujer. Su ira vaciló bajo unaamarga oleada de angustia. Al ver a la pintora en persona, había re-cordado que aquella dama no era la causante de la muerte de su pri-mo.

Laurence era el único Rochester decente que había conocido.

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Trev estaba deseando reunirse con él después de tantos años. Unosmeses menor que él, era tan aristocrático e inglés como él todo locontrario: lo había visto por última vez con su pelo rubio, las me-jillas sonrosadas y un humor jovial. Eso había sido cuando ambostenían catorce años, desde luego. Las cosas podían haber cambiadocon el tiempo, pero Trev hubiera preferido juzgarlo por sí mismo.

Frunció el ceño sombríamente y fue en busca de su carruaje. Una hora antes, había irrumpido en casa de su abuelo para ver

con sus propios ojos si el conde de Landsowne estaba de verdad co-matoso a causa de la apoplejía que había sufrido en la galería dearte. No le habría extrañado que el viejo hubiera urdido aquel in-fame complot para desacreditarlo, pero aparte de comprobar queel conde yacía postrado en la cama, no había sacado nada más enclaro. Convencidos por las acusaciones del conde de que era unasesino, los sirvientes se habían levantado contra él por miedo a quele hiciera daño a su abuelo. Había tenido suerte de escapar sin quele rompieran algún hueso.

Si quería descubrir por qué lo culpaban de un asesinato que nohabía cometido y tener ocasión de cortejar a una dama y fundar unafamilia, lady Lucinda Pembroke era su única pista. Tendría que se-guirla y obligarla a reconocer su inocencia.

Al pensar en cómo podía forzar a una dama a hacer lo que que-ría, Trev sonrió, balanceó su bastón y le hizo una seña al carruajeque esperaba al otro lado, en la esquina.

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