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Un chico de Castellón es una ficción en la que se reescribe la historia de la Mercería Sirés con unos personajes y unas situaciones que no tuvieron lugar en la realidad; su finalidad no es documental, es literaria. En el relato, Aureli, un muchacho nacido en Castellón, se deja llevar por su juventud a tierras alejadas de esas a las que él pertenece. Será allí donde descubra su verdadera vocación, a una edad en la que uno mismo no se exige movimiento, sino que este viene por sí solo.

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Un chico de Castellón

Un chico de Castellón es una ficción en la que se reescribe la historia de la Mercería Sirés con unos

personajes y unas situaciones que no tuvieron lugar en la realidad; su finalidad no es documental, es

literaria.

En el relato, Aureli, un muchacho nacido en Castellón, se deja llevar por su juventud a tierras alejadas de

esas a las que él pertenece. Será allí donde descubra su verdadera vocación, a una edad en la que uno

mismo no se exige movimiento, sino que este viene por sí solo.

Capítulo 1

Las mañanas de domingo solía aprovecharlas para cambiar el escaparate de la tienda. En

abril, a esas horas —once o doce del mediodía, poco importa; a partir de las diez el

tiempo se congela— moverse demasiado podía ser mortal. No había día en que el calor

bajara la guardia. Quien quisiera trabajar debía armarse de valor y soportar gotas de

sudor, sofocos y esa calidez que tanto se ama en invierno.

Aureli había decidido que los domingos eran el mejor día para dedicar a tareas como

esa, ya que, al haber menos paseantes, también habría menos probabilidad de que

alguna mirada impertinente lo observase a través del cristal del aparador mientras él,

desde dentro, reordenaba los productos.

Cuando tenía que hacerlo bajaba la persiana a la altura de sus hombros. De manera que,

agachándose unos centímetros, veía quién y qué pasaba en la Plaça Gran sin que los

transeúntes se diesen cuenta. Solo había una desventaja. En domingo, las personas que

caminaban por el centro eran menos interesantes que las que uno se cruzaría de lunes a

sábado. Todas revelaban un cansancio que, más que individual, en una ciudad como

Mataró se colectivizaba. Un noventa por ciento de la población estaba agotada, y no

había nada más arraigado al carácter local que confesarse así. «Chica, fíjate en cuántos

años llevo ya al cargo de este embrollo. Y que aún no me haya jubilado... ¡Que le

dijeran a Eleanor Roosevelt cuando eso de la Declaración Universal, que una pobre

mujer de cincuenta y muchos años se vería en estas condiciones! ¡Qué sufrimiento!» Se

lo había oído a una tendera que trabajaba muy cerca suyo. La única diferencia entre

Aureli y esa señora era que, el primero, por educación, prefería reservarse ese

pesimismo para su círculo más cerrado de amigos. Sabía que los chismorreos se

difundían rápido. Parecía que esas palabras recorriesen los antiguos sistemas de cañería,

con fluidez, la estrategia que usaría un ingeniero para que el agua llegase a su cauce

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cuanto antes mejor. Si alguien comentaba detalles de su vida privada en una tienda del

Carrer d'en Pujol, en menos de dos horas había llegado a oídas del artesano del Carrer

Bonaire. La comunicación era efectiva, o, mejor aún, efectista. Como si resultara de un

pacto acordado por todos los ciudadanos entre sí, se decidía que toda noticia que

superara unos mínimos de interés debía proclamarse a gritos. Si alguien no se enteraba

significaba que su sistema de cooperación había fracasado y se buscaban formas de

mejorarlo. Por ejemplo, si algún rumor no llegaba a la carnicería de tal calle, se

planeaba que, para una próxima vez, los clientes que conocieran el rumor estarían en la

obligación de ir expresamente hasta allí para comentarlo. Eso, a fin de cuentas, acabaría

reportando nuevas ventas a la carnicería, pues nadie sale de un comercio sin haber

comprado algo antes, por más insignificante que sea. Era otra norma convenida. Y es

que, en definitiva, todo servía para dar impulso al comercio. Los murmullos acababan

siendo la base de la economía local.

Aureli, por lo general, no estaba al corriente de lo que pasaba de nuevo. Dentro de esa

trama de traficantes de rumores no cabía todo el mundo, tan solo las que llamaríamos

'personas indispensables' para que cada novedad o curiosidad llegase a buen puerto. Él,

sin embargo, no podía estar en ella. Su propia clientela desconfiaba de un hombre que

estuviera al mando de una mercería. Se les hacía raro, hasta sospechoso. El día que

abrió por primera vez, muchos años atrás, se desató un escándalo silencioso. Uno de

aquellos que solo se comentaban en voz baja. Mataró, salvo en contadas excepciones,

era una ciudad discreta.

Otro hecho que hacía que algunas de sus clientas arrugaran la nariz era que no hubiera

nacido en Mataró. En resumidas cuentas, la idea que se tenía de Aureli era: Un chico de

veinticinco años llega de Castellón, se lo ve lleno de esperanzas, y, sin embargo, a los

pocos días, vaga por las calles sin rumbo... Hasta que, al cabo de pocas semanas, se hace

cargo de un local que llevaba abandonado desde hacía años, y pone en este una

mercería. No se podía culpar a la gente de ser recelosa; el caso de Aureli tenía sus

particularidades.

Estos miramientos los compensaba que la gente fuese de trato tan amable. Menos

cuando estaban en familia y se permitían alguna que otra salida de tono, los

mataronenses sonreían y usaban un gran abanico de fórmulas de cortesía. Incluso

algunas de tan anticuadas que, de haberse dicho en otra situación, en otra ciudad,

habrían provocado grandes risotadas. La alegría con la que la ciudad vivía su día a día

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era la herencia que había dejado la industria textil. El camino de ida y vuelta de las

fábricas, que se tenía que sobrellevar como fuera, había atado a la personalidad de la

ciudadanía una gran simpatía. Tan solo se compararía con la de los locos de l'Empordà.

Estos últimos eran tan amables porque la tramontana los había tocado. Si los

descartásemos, la gente de Mataró se quedaría con la primera posición. Se

enorgullecerían de ello y hasta colocarían una placa en las paredes del Ajuntament que

materializase ese honor; porque si había algo que tenían en mayor cantidad que la

alegría, eso era el orgullo.

Se tiene que recordar, también, que la clientela de Mataró es tan generosa como la que

más. Pese a la desconfianza que mostraron hacia la mercería en un principio, cedieron

pronto. Aureli fue haciendo caja. Algunos se hicieron habituales rápidamente. Otros se

resistieron un poco, pero no nos arriesgaríamos al decir que, a los tres o cuatro de meses

de haber abierto la mercería, ya habían desfilado por ella la totalidad de clientes que

conservaría los años siguientes.

Aureli intentaba innovar con sus escaparates. Creía que, de este modo, conseguiría

atraer nuevos públicos. Un poco iluso. «Harías mejor cuidando a tus fieles de siempre,

que nos has olvidado...» Se tenía que oír eso cuando hablaba de sus pequeñas

ambiciones. Eran a pequeña escala. Quería dar pasos cortos, pero que marcasen la

diferencia. Como acercarse a la juventud de la ciudad, o ampliar el radio de público que

alcanzaba. La ciudad entera ya te conoce, y si quieres otro tipo de clientes, quizás

deberías repensarte el tener una mercería, le decían. Acabó por asumir que, de entre las

cosas que no cambiaría ni queriéndolo, era de mayor peso.

En esa ocasión, el escaparate tenía que ir en dirección al verano. Sustituyó los tonos de

los ovillos que había colocado a principios de la primavera. Estaban ordenados en forma

de columnas; llegaban hasta el techo del aparador, por lo que, dependiendo de cómo se

mirasen, parecía que, en lugar de construirse hacia arriba, cayesen del cielo.

Su procedimiento para diseñarlo era sencillo: Recortaba trozos de revistas que

encontraba en su peluquería y se los guardaba en el bolsillo. Llegado el momento de

montarlo, sacaba todos los recortes y los unía como en un rompecabezas. Los leía de

uno en uno e intentaba escoger lo más importante de tanta hojarasca sobre moda.

Había leído en algún sitio que los colores pasteles serían tendencia la próxima

temporada. Vaya, cada año lo mismo, pensó. Si hay algo que no sea cíclico, que me

cuelguen, porque nunca lo he visto.

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A las doce y media sonaron dos campanadas desde Santa María. Golpearon las

persianas del comercio como algunos clientes cuando, un lunes por la mañana, a pesar

de saber que estaba cerrado, insistían en entrar. El sonido era menos brusco, exigente.

Aureli entendió que, para tener tiempo de hacer otros recados, debía ir acabando con el

asunto. Para que diese sensación de frescura, cambió algunos objetos de lugar. No

buscaba que el conjunto tuviera ningún sentido, solo que pareciese que estaba en

cambio continuo. Había aprendido que esa pequeña obertura en una de las paredes de la

mercería era lo que la definía; si quería que la gente que pasase por delante la viese

como un lugar acogedor, no importaba como fuese el interior, lo que tenía que hacer era

centrarse en ese blanco.

Echó una última ojeada a través del cristal. La plaza estaba desierta. Era normal que,

llegados a fin de mes, se viera menos gente. Además, la poca que se veía tampoco

expresaba tanta felicidad como, recordando lo dicho, haría un mataronense de pies a

cabeza.

El Rengle, ese edificio moldeable, modernista que había en medio de la Plaça, ganaba

en antigüedad cuando nadie pasaba a su alrededor. Diseñado por Emili Cabañes i

Rabassa el año 1881, maquillado y coronado por Puig i Cadafalch dos años más tarde.

En ese pequeño mercado se reunían ocho tiendas que en los días de trabajo quedaban

disimuladas por la sombra que les hacía el tejado. Los domingos, con todas las

persianas bajadas, recordaba las cajas de música de otra época, con muchos cajones, que

al abrirse desprendían su magia.

De los árboles que lo rodeaban caían pétalos. Sin parar, sin descansar ni en domingo. El

basurero ya había pasado esa mañana, por lo que las que cubrían el suelo entonces

permanecerían allí hasta el lunes. Con lentitud, acabarían por juntarse. Se irían tejiendo

hasta formar una sola alfombra. La alfombra de la Plaça Gran. De color verde, amarillo,

blanco. Esas acacias eran las tejedoras de la plaza con más historia de Mataró.

Seguida a las campanadas, una vibración recorrió cada una de las baldosas de la tienda.

Aureli se extrañó. Le recordó la vibración de los escenarios en los que se bailan

sardanas, en el momento en que las personas suben a ellos y montan un corro. La

cerámica del suelo temblaba como si estuviera siendo golpeaba con unos zuecos desde

dentro de la tierra.

Aureli se imaginó un duende que, calzado con zapatos de madera, bailaba por los

subterráneos de la capital del Maresme. De hecho, una maresma no dejaba de ser una

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costa inundada por las olas del mar. Así pues, ¿qué impedía que un ser mitológico

hubiera ido a parar a orillas de esa ciudad y se hubiera aventurado por lo que quedaba

debajo de sus calles?

Con tal de sacarse esa fantasía de la cabeza, salió a la plaza. Intentó seguir la dirección

de las vibraciones. Dejó, detrás suyo, la persiana bajada hasta abajo, aunque no la llegó

a cerrar. Fue hacia Carrer Santa Maria y, al llegar a la esquina que doblaba esa calle con

la Plaça Gran, se detuvo. Sacó la nariz discretamente y vio un trío de hombres

agujereando el suelo.

Un par de señores, tan curiosos como él, se colocó a su lado. «Ah, ya entiendo. Tiene

que ser una de estas prospecciones que están haciendo por toda la Plaça Gran. Buscan

unas salas subterráneas que antes servían para guardar la comida y los trastos. Mi padre,

que era hombre de naturaleza intrépida, había bajado más de una vez. Antes de morir

me hablaba de las cachetadas que le clavaba su madre cuando, siendo un niño, se metía

por esos agujeros. Un cabrón, mi padre» comentó el uno al otro. Aureli los miró de

reojo. El que había hablado, al darse cuenta de ello, se mosqueó y giró con rotundidad.

El colega lo siguió. Esa molestia por los desconocidos que ponen la oreja donde no les

incumbe quedó en el aire. Pero rápidamente se fue disolviendo, a la vez que un ruido

infernal salía de las máquinas con las que esos hombres estaban perforando el

pavimento. Peores que golpes de tambor, de timbal o de cualquier grupo de

instrumentos que, al chocar entre ellos, se convirtieran en una orquestra de mal gusto.

Quizás, si un director tiránico se hubiera hecho con el control de la Simfònica de

Barcelona y el caos hubiera surgido donde antes había armonía, el ruido que se haría en

los ensayos se compararía con ese. O quizás deberíamos remontarnos a los pinitos de un

músico muy mediocre para encontrar unos sonidos al nivel de esos.

Algunos vecinos salieron a sus balcones. Hicieron un paréntesis en sus mañanas para

observar cómo un albañil, rodeado de historiadores y arquitectos, apuntaba hacia el

suelo con un monstruo de metal y, seguidamente, lo empuñaba contra él. La piedra

saltaba, se hacían chispas de cemento, mucho polvo por aquí y por allá. La fiesta de la

destrucción.

Lo coherente habría sido que, con tanto ruido, Aureli se viera impedido de pensar. O

incluso de construir una sola frase en su mente. Pero las cosas, una mañana de domingo,

pueden salirse de la normalidad e ir a por nuevas realidades. Algo que en su día a día le

habría producido jaqueca, le invitó a reflexionar sobre las familias que debían guardar

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sus pertenencias en esas salas que buscaban por debajo de la superficie urbana. No

conseguía imaginarse cómo irían vestidas, pero sí los planes que harían, los modales

con los que hablarían con sus conocidos... Detalles que superaban los tiempos y que

unían el momento presente con el momento en que esas salas no eran de difícil acceso,

sino que estaban incorporadas en la distribución de las casas.

Para muchos mataronenses, él era un extraño que nunca formaría parte de la ciudad.

Tampoco pretendía hacerlo. Pero lo que tenían en común los pasados de los cascos

antiguos de Cataluña le intrigaba.

En ese mismo momento se habría ido a un archivo histórico y habría pasado el resto de

la mañana consultando documentos de otros tiempos. Sin embargo, no sabía cómo

acceder a los que había en Mataró. Pensó que alguna de esas personas que, con una

mano sobre el mentón y la otra apoyada en la cadera, inspeccionaban la prospección, le

podría ayudar.

Se acercó a un hombre que le llegaba a la altura del pecho. Vestía una camisa que se

había doblado por las mangas para disimular sus arrugas. Parecía la clase de tipo devoto

de sus investigaciones y que, por eso mismo, descuidaba formalismos como el

plancharse las prendas o ser educado. No eran pocos, y caían bien a Aureli por la

modestia con la que se tomaban la vida diaria.

«Perdone, ¿podría decirme dónde encontrar un archivo con un buen fondo sobre el tema

que están tratando? Sí, sí, es decir, el tema que tratan ustedes, aquí» Como que estaba de

espaldas a él, le había tocado el hombro al hacerle la pregunta. Tuvo que añadir algo

más ante la perplejidad con la que el historiador reaccionó. «Vaya, me pilla un poco

desprevenido... Supongo que puede consultar el Arxiu de San... Bueno, bueno, tampoco

le puedo asegurar nada... Espere un segundo...» Se volvió a dar la vuelta y se dirigió

hacia un hombre que estaba revisando un mapa. Le dijo alguna cosa que Aureli no oyó.

Siguieron hablando. Aureli esperaba con las manos recogidas en la espalda, picando con

los tacones de los zapatos en el suelo. Pasaron tres minutos y los señores no se

separaban. Después, Aureli se dio cuenta de que se habían olvidado de él.

Regresó a la mercería decepcionado. Aunque se alejó del lugar de donde venía el ruido,

lo siguió oyendo durante el resto de la mañana. Inundaba las calles del centro con la

misma intensidad que lo haría un festival de música.

A la una del mediodía cerró la tienda e hizo el camino de vuelta a casa. Al pasar por

delante del llamado Arxiu de Santa María se dijo: «Por más que desconfíe de que el

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destino exista, no dudaría de que ha sido él el que me ha impedido llegar hasta aquí.

Puede ser que lo que busque no sea la historia de esas familias, sino la que me ha

llevado al lugar en el que estoy. Sería estúpido que empezara a estudiar vidas ajenas sin

pensar que durante mucho tiempo he olvidado mi propio rastro.» Acudió a su memoria.

Capítulo 2

1987. Había pasado más de una década desde la muerte del dictador. Doce años entre

esa fecha histórica y la de la inauguración de la mercería. Al inicio de ese período,

Aureli tan solo tenía quince. Vivía en una zona boscosa de Castellón conocida con el

nombre de la Mateba. Sin grandes particularidades, ni lugares emblemáticos. Un

espacio salpicado por algún que otro fenómeno del tiempo, de los que ofrece la

naturaleza si se vive en su interior.

Sus padres se habían conocido en el mismo lugar. Habitaban un pueblo cercano, Cortes

de Arenoso. Allí, la brevedad con que se disfrutaba del ocio tan solo se comparaba con

su contrapunto: el cuidado del trabajo, buscando siempre la satisfacción. Un grupo de

hombres que, por influencia mutua, se volvían los más trabajadores de la provincia.

Todo el empeño que ponían en lo que hacían quedaba oculto por su aislamiento de las

ciudades. De entre ellos, uno o dos había viajado el último año a Valencia. Y, si

hablásemos de ciudades como Barcelona o Madrid, veríamos que hasta las creían

mitológicas. No como una Arcadia, sino como una Sodoma o Gomorra de las que más

vale mantenerse alejado.

Sobrevivían con lo que producían. Nunca exportaban. El turismo todavía era un negocio

incipiente. De hecho, tuvo que pasar el tiempo para que alguien se diese cuenta de que

esos parajes despertaban la curiosidad de los que desde pequeños habían vivido en

edificios altos. Me estoy refiriendo a los mismos padres de Aureli, quienes decidieron

montar un hostal en un rancho que les habían dejado en herencia. Situado a cuarenta

kilómetros del pueblo más cercano, consistía en una casa de piedra gruesa. Encontraron

el techo en tan malas condiciones que, antes de trasladarse, tuvieron que dormir unas

cuantas noches en un establo próximo.

Aureli no sabía más que eso. Cuando él era un niño no se solía hablar del pasado ni del

principio de nada. Sus padres, ya dentro de la dinámica del trabajo, invertían las

veinticuatro horas de sus días en las reformas del paisaje y los pocos recursos que tenían

en publicitar el hostal. Se diría que malgastaban esfuerzos, pues, diez años después de la

apertura, aún era raro que alguien se alojase por allí. Consiguieron salir adelante con el

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dinero que los abuelos de Aureli les prestaban y una fe ciega en lo que quedaba por

venir.

Pero la Mateba no era un lugar bonito. O, en cualquier caso, a Aureli no se lo parecía.

La primera vez que comentó esa impresión a su padre estuvo a poco de girarle la cara de

un bofetón. Hablar mal del bosque era como cuestionar un Dios que desde niños les

había perseguido, con sus rayos de sol que se alargaban por los caminos y las sombras

bajo las copas de los árboles. Una presencia flotaba entre ellos, perfumaba el aire.

Aureli aprendió que algunos temas solo los podía tratar si andaba con pies de plomo.

Por otra parte, descubrió que, para sobornar a sus padres, lo único que necesitaba era

algún halago sobre lo bueno que era vivir en un lugar por el estilo.

Había pasado los veinticinco años cuando se dijo a sí mismo que era el momento de

abandonar esa tierra. Miraba hacia su infancia y adolescencia, veía que en ese tiempo

solamente había conocido a sus propios padres y conquistado las zonas secretas de las

montañas. No se había convertido en alguien con grandes aspiraciones, pero quería huir

de aquella monotonía. Sabía cómo era la vida en la ciudad por los libros que había

leído, y las pocas veces que recorría el camino hasta Cortes de Arenoso se sorprendía

por el orden en el que la gente vivía. Nada que ver con sus bosques, en los que los

animales iban del interior al exterior y las plantas crecían donde menos se las esperaba.

La noche que anunció a sus padres que se iría a vivir a Mataró, ella aseguró sentir tanto

dolor como el día de su parto. Su padre, demasiado abatido para contestarle, se sentó en

un sillón y esperó a que le diese tantas explicaciones como se le ocurriesen:

—No lo hago para ofenderos. Jamás lo haría por eso, ni estando enfadado. Llevo

años esperando este momento. Ahora que no tengo ningún compromiso que me retenga,

ni de ligues ni trabajos esporádicos, va siendo hora de que me marche. Tampoco quiero

que tengáis la sensación de que me voy porque odio este lugar. Qué va, he disfrutado

tanto como me lo habéis permitido. Pero vosotros ya os imaginabais que algún día

necesitaría un cambio de aires. Quizás este tipo de vida no esté hecho para mí, o sí...

pero, para estar seguro, necesito ver cómo es el ajetreo de las grandes ciudades. Quiero

ver algún lado del mundo, al menos. No es tanto pedir, teniendo en cuenta que soy

joven.

—Si nosotros pudiéramos viajar, ¿crees que no lo haríamos? ¿De dónde piensas

sacar el dinero para pagar los trayectos, la estancia, la alimentación... todo? Si nunca

nos hemos movido es porque la vida aquí es barata, sólida, va anclada a la tierra. Tienes

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que ser alguien muy astuto como para jugar tus cartas, irte a la ciudad y triunfar. Nuestra

familia jamás ha tenido suerte.

—La suerte no viene si no se la mira a la cara, mamá. Busco una oportunidad

que vosotros no habéis sabido darme. Si hubiera tenido la opción, si me hubierais

ofrecido la opción, quizás habría acabado quedándome aquí, pero, al no tenerla,

desconozco lo que queda fuera de nuestro terreno. Eso me preocupa, porque me pone de

pleno en el campo de la ignorancia, ¿me entiendes? No sé de qué va el mundo. Me

habéis impedido descubrir de qué va el mundo.

No habría derrotado a su madre ni con unas palabras tan duras. Ella soportó los golpes

con la dignidad de los que en pocas ocasiones han sido humillados. El orgullo de esas

personas que vivían al margen de la sociedad tenía un crecimiento distinto: no lo

alimentaba un ego, ni se hinchaba con el veneno de la mentira. El orgullo de esa mujer

sobrevivía gracias a la inercia. Al no dudar de que lo que se estaba haciendo era lo

correcto, no mirar lo que hacían los demás en busca de 'lo que se tenía que hacer'. El

tiempo y la soledad había convertido sus espejos en cuadros con pátina en los que se

reflejaban borrones.

—Bien. Entonces...—La madre de Aureli respiró hondamente.—Prepara tu

comida, hoy pasarás el día fuera. Irás hasta Cortes y buscarás una vidente que murmura

el futuro. Escucha atentamente lo que te dice. Si le parece un buen camino el que has

pensado tomar, te pagaremos la ida a la ciudad. Eso sí, si luego, fracasado, tienes que

volver, ese trayecto lo pagarás con tus propios ahorros y tendrás que devolvernos lo que

hemos ingresado en tu cuenta y has utilizado en la ciudad.

Se marchó cuando aún estaba amaneciendo. Caminaba arrastrando los pies, por lo que

su pecho temblaba como si fuera dentro de un coche viejo. Pasó al lado de algunos

campos de cultivo. Cruzó una masía, desde cuyo porche unos ancianos susurraban,

observándolo. Encontró lagartos que se camuflaban entre el polvo y las piedras.

Parecían escupitajos sólidos que, a efecto del sol, habían ido tomando forma de reptil y

habían quedado presos de la llanura de ese suelo. No se movía ni oyendo llegar a Aureli.

Pisó alguno para ver cómo reaccionaba, pero no surtió efecto. Tenía que estar muerto.

Esa naturaleza que quedaba de camino entre dos sitios estaba en la otra vida. Los

árboles le recordaban una obra de teatro que había visto en las fiestas del pueblo cuando

era un niño. Hechos de cartón, mal pintados. No habría usado más expresiones para

describir el camino de la Mateba hasta Cortes de Arenoso.

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Si hubiera esperado más antes de salir, el sol se habría levantado y su acidez le habría

impedido ver con claridad. Habría sido mejor caminar deslumbrado a caminar

descubriendo esos paisajes de miseria. Lo mustio de esos terrenos confirmaba lo que

creía: La naturaleza no es racional, no tiene en cuenta los seres que ha creado. Si tiene

que ahogarlos, los ahoga. Si quiere extinguirlos, los extingue. Es como un niño

caprichoso que después de jugar con arcilla no tiene problemas para destruir lo

moldeado.

Cuando le quedaban pocos kilómetros para llegar al pueblo, la luz del sol inundaba su

alrededor. El calor había derretido sus pensamientos fatídicos. Ahora andaba de

izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Como si estuviera borracho, temía perder

la estabilidad. Se dejaba llevar por el peso de sus extremidades. El brazo izquierdo se

volvía de hierro y le impulsaba hacia su lado. Después, el derecho se transformaba en

una pieza de plomo y lo llevaba hacia el otro lateral. Por suerte nadie pasaba por ese

camino. No había una sola alma que tuviera interés en llegar al destino del que él venía.

El camino desembocaba en una carretera. Desde el punto de cruce entre ambas vías, las

casas de cal y turrón de Cortes se veían bellísimas. Le faltaba seguir unos pasos más y,

en un abrir y cerrar de ojos, habría llegado.

Su madre le había indicado la dirección en la que encontraría a la vidente. No tenía ni

que entrar en el pueblo. La mujer vivía en un garaje adosado a una casa. Era de las más

alejadas del centro, en la franja en que lo que era el pueblo y lo que pertenecía a la

periferia se desdibujaba. En lugar de puerta había una persiana metálica que habían

subido hasta la mitad. En su interior, la oscuridad. Aureli no se atrevía a meter la cabeza

allí dentro, así que picó con los nudillos. Las paredes resonaron. Se fijó en que también

eran de un metal fino y que unos soplos de ventisca serían suficientes para derribarlas.

Nadie respondió. Pensó en empezar un viaje al fondo de esa negrura; tantearía con las

manos hasta toparse con algún trozo de piel humana. Entonces gritaría y saldría de

golpe. Si lo que ocurría era que allí dentro no había nadie, esperaría pacientemente a

que la vidente regresara.

—¡Aureli!—Oyó una voz que susurraba. Unos zapatos negros salieron de dentro

el garaje. Luego, unas piernas enfundadas en medias negras. Más arriba, las faldas de un

camisón negro. Una figura femenina, negra, de piel pálida. Sacó la cabeza y se

descubrió a una vieja de cabello castaño. Llevaba gafas de ver de cerca. Su tono

derrochó un aire de familiaridad.

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—¡Señora, cuánto tiempo! ¿Cómo le va?— La reconoció por la peca que tenía

en la barbilla. Cuando era pequeño se atrevía a decirle que era la más oscura que jamás

había visto y vería. Ella respondía con una carcajada, a la vez que la madre de Aureli le

obligaba a pedir disculpas.

—Va como siempre ha ido, Aureli, bien lo sabes tú. Hacía meses que no te veía

por el pueblo, ¿ha ocurrido algo en la Mateba?

—En absoluto, es solo que he estado preparando mi viaje. Pronto me iré a una

ciudad que está cerca de Barcelona. Leí en una revista que el diario local busca

redactores jóvenes y tengo la esperanza de que me escojan. Pero, antes, mi madre me ha

pedido que viniera a verla y le preguntara por su veredicto. Nunca habría creído que

usted fuera la vidente del pueblo.

—Así es, chico. Todos nos tenemos que dedicar a algún asunto, ¿no? Y, si es

vocacional, todavía mejor. Y si es celestial, ya ni te cuento lo imperativo que es.

Mientras hablaba había alargado una mano hacia el fondo de la estancia. Sostenía unas

cartas juntadas con una goma. Aureli había fijado su atención en la alfombra raída sobre

la que dormía. Un hedor a calefacción sin ventilar, acompañado por una sensación de

calor que salía en bocanadas de debajo de la persiana y subía hacia el cielo.

La vidente le contó que el médico le hacía tomar, cada mañana, una pastilla que le

impedía estar lúcida hasta las diez de la mañana. Tendrían que esperar unos minutos.

Mientras tanto, aprovecharon para hablar de eso que les apasionaba a los dos: La

literatura. El chaval le habló de El quadern gris y un tal payés que guardaba un puesto

respetable en la literatura catalana. Ella no se dejaba impresionar por los elogios con los

que le cubría. Como él, era una lectora avezada, y había leído la suficiente crítica como

para no creerse al primero que le dijera: posiblemente estamos ante un maestro, si es

que esos existen en la literatura de por aquí.

Luego la mujer le habló de lo fácil que era intercambiar libros con los habitantes de ese

pueblo. Como ella debía ser la única con ese placer, iba de casa en casa, con un montón

de tomos bajo el brazo, y preguntaba a las familias si harían un cambio de uno de sus

libros por cualquiera que encontraran en sus estanterías. Leía de todo, en cualquier

idioma. La cuestión, para ella, era disfrutar de la tipografía. Adoraba el estilo; tal vez era

lo que más disfrutaba de un libro. Siempre consideraré de mayor calidad cinco palabras

que dicen una mentira que tres palabras para contar una realidad, le decía. Tajante, era

como los sabios; no aflojaba la cuerda, las cosas habían de ser como le habían enseñado.

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Se hicieron las diez, luego las diez y media y finalmente las once. Aureli consultó su

reloj y se quedó atónito por lo rápido que había pasado el tiempo. Le pidió que se

apresurara a leerle las cartas. Ella dio a entender que la lectura, si se tenía que hacer

mal, mejor que no se hiciera.

Al final acordaron que lo harían a un ritmo que pusiera la brujería al nivel de una

cadena de montaje. La vidente se ocupó ordenando las cartas. Aureli le contó qué quería

hacer en Mataró.

Fue inclinándose hacia la sombra que proyectaba la cerradura de la persiana hasta que

las cartas que tenía en las manos quedaron confusas, sin distinguirse cuál correspondía a

qué. Las puso sobre el suelo y se recogió las manos en el regazo. Mostraban el lado

inverso a la cara; un fondo rojo, arabesco. Parecía que esperase a que la luz del sol las

cociera. Así le pareció a Aureli que ocurría. Algunos granos de polvo y arena las

ensuciaron. Debían de ser más de cincuenta, pero las había repartido de tal manera que

quedaban en seis montones de tantas cada uno.

Se llevó las dos manos a la frente y las observó detenidamente. Se echó a reír. De una

patada, las escampó por la arena; algunas se alzaron como aves blancas, otras se

arrastraron unos metros más allá. Miró a Aureli y vino a decirle algo así como que

escapara de la muerte que había en esa ratonera. Que la vida en la ciudad sería la suya si

no le hubiera tocado nacer donde había nacido, que siguiera su consejo... Le pidió o

incluso rogó tantas cosas que Aureli necesitó tiempo para poner en orden sus ideas. En

último lugar, le puso las manos entre las palmas de las suyas y se despidió. Antes de

que él se incorporara, ya se había metido dentro del garaje y, con los pies en el exterior,

volvía a dormirse.

Se alejó sin dejar de observar esos tobillos marcados por las cargas de la edad. El viento

de la tarde los empolvaría, pero aún era pronto para que pasase. Ahora esos zapatos

negros con un poco de tacón se veían tan radiantes como capós de coches nuevos.

No tenía miedo. La visita a la vidente le había armado de valor para seguir hacia

adelante. Sentía que, además de contar con el visto bueno de una supuesta tarotista,

guardaba el consejo de una mujer que lo conocía todo sin haber salido nunca de aquel

cajón.

El rencor por la negativa de sus padres empezaba a cambiar de signo. Lentamente se

transformaba en las esperanzas con las que tomaría el tren hacia Barcelona. En el

transbordo que haría en la capital de Cataluña para llegar hasta Mataró, se llevaría la

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mano al bolsillo y comprobaría que, más material que nunca, su confianza en el azar

estaba allí. La notaría fría, como es la duda, pero con la misma redondez que tienen las

cosas destinadas a acabar bien. A continuación, se daría cuenta de que no tenía por qué

temer por esas esperanzas. También su maleta estaba llena de ellas, y los agujeros de sus

orejas, de su nariz, las cuencas de sus ojos. Todo él era un muñeco de trapo al que

habían llenado con el algodón de la ilusión. Faltaría saber cómo fue su llegada a la

estación final, pero estaba demasiado ciego para ver más allá de su nariz.

Capítulo 3

Era el tercer día desde que Aureli guardaba cama. Cuatro antes, había llegado a Mataró

en el tren de las nueve. No se había levantado más que para beber agua o comer

porquerías que encontraba en su maleta. La había dejado abierta de mala manera, sobre

una silla, al pie de su cama. A decir verdad también sacaba la cabeza por la ventana de

vez en cuando. El piso estaba en el Carrer Argentona. Estrecho, pero suficiente para una

sola persona. Tenía tres habitaciones, dos de las cuales permanecían cerradas. Una

cocina, baño y poco más.

Estaba tranquilo, demasiado tranquilo. Ese impulso que lo había guiado hasta allí y que

alcanzaba hasta un punto físico había desaparecido. Lo único que quedaba era el

movimiento nervioso e involuntario de su meñique, que aún no se había enterado de lo

ocurrido. Para detenerlo, ponía la otra mano encima y lo apretaba. Se volvía un cuerpo

que solo se adivinaría vivo por sus respiraciones.

Él mismo creyó estar muerto. Había probado de mover las piernas y no había notado

ninguna reacción. Con los brazos le había pasado igual. Lo olvidó al ver en su

despertador que un día más se escabullía. La presión que sintió en su pecho lo obligó a

despertarse. Sus párpados, que habían resistido entrecerrados, se abrieron hasta arriba.

¿Haría falta una descripción más detallada de ese estado? Todos hemos tenido un

momento de debilidad por el estilo. La diferencia con el suyo sería que su fortaleza no

había soportado ni el primer golpe. Se había quedado a las puertas de una decepción.

La mañana siguiente a su llegada había corrido a las oficinas del diario en el que

pretendía ser contratado. Tuvo que esperar veinte minutos a que abrieran. Luego, le

hicieron pasar dentro. Estuvo en una sala hasta que el redactor que se encargaba de la

contratación apareció. Le hizo entrar en su despacho y hablaron sobre varios temas.

Nada relacionado con el periodismo; su conversación se había encaminado hacia las

pequeñeces que convendrían en una charla con el vecino.

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Frente a la formalidad de ese hombre no tenía nada que hacer. Reseguía su corbata con

la mirada, desde el nudo, perfectamente doblado, siguiendo por una lengua que se abría

más y más, azul, y terminaba en una punta piramidal. A continuación los últimos

botones de la camisa. Las faldas de esta se las había metido por los pantalones, que

terminaban en unos botines. Lo que venía después, en línea recta, era un trecho de

suelo, y, luego, empezaba su cuerpo. Sus pantalones tejanos, unas manos que temblaban

sobre los muslos. Se veía tan patético que no creía que pudiera aguantar ni un minuto

más. Recordaba las veces en que, con lástima, había observado la ignorancia de sus

padres. Ahora era él quien llevaba esa ignorancia encima. Todos debían de verlo como

un provinciano. ¿Cómo limpiarse esa mancha? ¿Qué hacer para no perderse en la

ciudad?

Cada vez que el redactor le hacía un pregunta, sin esperar respuesta, sujetaba su bloc de

notas en el aire y apuntaba alguna cosa. Aureli todavía no balbuceaba, pero notaba el

cúmulo de saliva que venía antes de ello. Sus labios se convertían en una pulpa con la

que tropezaba al pronunciar cualquier palabra. Se le haría difícil. Echaba ojeadas a su

reloj y el tiempo parecía no pasar. Lo terrible era que sí pasase, y que lo hiciera dejando

una incomodidad tan honda. Su presión, la de su sangre o la de su piel, crecía, y sentía

gotas que subían por sus sienes y se bañaban en el cerebro. Y la piel de su pecho

tensándose cada vez que llenaba los pulmones.

—¿Y dónde ha estudiado, usted?—No tenía respuesta ni para la mitad de ese

cuestionario. Ya se daba por vencido, así que esperó a que el entrevistador notase su

desaliento y le dejase marchar sin pedir explicaciones. Fue tal y como lo deseaba.

Todo ocurrió en el más grande de los silencios. Entró en el piso que había alquilado y

descubrió que la cama era tan mullida como le habían asegurado. Saboreó esa blandura.

Sería tan fácil descansar el resto de mis años, se decía. Instalaría una nevera en la

cabecera y disfrutaría del tiempo encogiéndome y lamiéndome. Como un gato. Sí, sus

nuevos vecinos tenían uno; lo había oído maullar mientras entraba.

A partir de ese momento la fachada de la vivienda de enfrente fue el único paisaje que

disfrutar. Por la altura de su piso, la entrada quedaba oculta. Lo visible era su balcón, al

que se accedía por dos ventanales separados. Encima de estos había tres pequeños

agujeros acristalados; darían a la buhardilla. El color del edificio, un rosa pastel por las

mañanas y violeta cuando anochecía. Estallaba como lo hacía la piedra de toda la

arquitectura de esa calle. Su luz se reflejaba en el piso de Aureli. Llenaba su habitación

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como se llenaría un cuenco con un jarrón de leche. Tan sólido era.

El incidente con el redactor le había resultado útil. De no haber sucedido, nunca se

habría empotrado contra esa cama. No habría tenido la oportunidad de descubrir el

espectáculo que esos antiguos edificios ofrecían.

Había aprendido a ignorar el paso de los minutos sin cerrar los ojos. Los dirigía a la

ventana, a través de la que gozaba de esas mezclas de color. Se trataba de una educación

que iba en una línea distinta a la que habría recibido en las oficinas del diario. Una

educación basada en la imagen, para la que no había marco teórico ni prácticas en

empresas. Tan solo el estudio de las formas que había más allá de aquel cuadrado. De

vez en cuando se atrevía a inclinarse. Así, entreveía el lado de los edificios adosados al

de delante. Eran un misterio. ¿Más bonitos? Ah, podría ser, pero poco le importaba

ahora que ya se había obsesionado. No por su belleza, sino por la casualidad de que se

encontrase delante de su ventana. Ni por su harmonía; en el fondo guardaba la misma

que cualquier otro edificio de finales del XIX.

La ciudad fue la que le dio ánimo para levantarse. Al cambiar de la posición horizontal a

la vertical, la boca se le llenó de culpabilidad por ese desperdicio de tiempo. Habiéndose

colapsado y recuperado, le parecía que su alrededor estaba de acuerdo con su decisión

de reemprender la vida. Las estanterías no habían ganado polvo, el suelo seguía

impoluto... Había una predisposición por parte de los otros a hacerle las cosas sencillas.

Una especie de dios trataba de engañarle mostrándole un mundo que le era más

favorable que el real.

Se miró en el espejo del recibidor. Seguía con la misma ropa. Su espalda se le antojaba

más gruesa que de costumbre. Quizás habían sido los hombros de su chaqueta los que,

por el roce con el colchón de la cama, habían engullido su volumen. Y, ahora, al verlos

tan rígidos, del color ternísimo del cuero, se daba cuenta del rugido de su estómago.

Había pasado desapercibido durante tanto tiempo que no sabría decir cuándo había sido

su última comida.

Rebuscó algo en los bolsillos de su chaqueta. Luego hizo lo mismo con los de sus

pantalones. En los traseros encontró una caja de cartón. De dentro sacó un puro, que se

llevó a la boca. Lo encendió con tan solo cubrirlo con las manos, haciendo un gesto

cóncavo. Como si tuviera que proteger una cerilla del frío. Aquello le dio el ímpetu que

le faltaba para salir con el orgullo en alto. Antes se dirigió hacia la ventana y, volviendo

la cabeza hacia arriba, observó el cielo. Su azul, del descolorido de las 6 a.m., quedaba

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embotado detrás de un cristal rosado. A este lo perseguían unas nubes rubias, por debajo

de las que volaban vencejos. No había ni rastro de sol, pero el oro que reflejaban esas

últimas, sin duda, anunciaba que estaba levantándose por otro lado de la ciudad.

Había pasado unos minutos sin decidirse a salir. No había pensado en que temiera nada.

Su incapacidad para encontrar la puerta hacía que le diese la vuelta las cosas, y tomara

consciencia de que, si no alcanzaba la calle, era porque, de alguna manera, no quería. Su

orientación se lo impedía. Algunas partes de su cuerpo, que tan rebeldes se le hacían

esos días, también se opondrían.

Reunió el coraje que nunca había tenido que usar. Andó en zigzag hasta la entrada y, en

un abrir y cerrar de ojos, estaba en la acera del Carrer Argentona. La bajada por las

escaleras había sido tan poco meditada que, ahora, sin que hubiera pasado ni unos

segundos de ella, ya la había olvidado. Sus acciones consistirían en algo mecánico.

Hasta que descubriera dónde había perdido la esperanza que antes lo movía a hacer

cosas, por lo menos.

Justo entonces salía la muchacha que vivía delante. Durante esos días había distinguido

su silueta a través de los ventanales del balcón. La descubría con sus fenómenos de

joven. Un peinado que se enfrontaba a la gravedad, tacones que le alzaban por encima

de Aureli... Y la vitalidad con la que se echaba a andar. Aureli no había dado ni diez

pasos y las escenas de la calle lo habían cautivado.

Sería cuestión de seguir. Buscar el lugar adecuado en el que dejarse caer. La

recuperación era posible. Puede que la cura estuviera en el intentar normalizar su

decepción. No sería el primer hombre que trataba de vivir con ella.

Pensó en que no había contactado con sus padres. Esperarían una llamada suya

informándoles de cómo habían ido los primeros días. En realidad había acordado con

ellos que los llamaría en cuanto saliera de la estación. Lo razonó así: Si no se han

desesperado hasta ahora, pueden esperar algo más. Posponer la confesión de su fracaso,

sí. Porque había en él una brizna de esperanza de que el viento cambiase de dirección.

Hacia media mañana se había pateado tres cuartas partes del centro. Se detuvo al fijarse

en que había entrado en un bucle. Le apetecía un café. Lo habría pagado incluso con

miedo, recordando que cada uno de esos gastos pesarían en el presupuesto de sus padres

hasta el día en que les devolviera. Un céntimo de más significaba algo más de

vergüenza. Por lo que el euro y veinte que le habría costado lo haría sufrir hasta

enrojecer.

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Era de las últimas personas que sentía la vergüenza como un lastre que se tocaba, se

olía, se mascaba... Cualquier hecho que la pusiera en duda lo llevaba de los temblores al

rubor y del rubor a las lágrimas. Las veces que era en una medida más baja, conseguía

fingir indiferencia y seguir con sus asuntos. Pero cuando se tenía que avergonzar por

algo mayor, si no llegaba a arrancarse los ojos, se quedaba a punto.

El clima no era tal y como se lo había imaginado. La sal de la playa se pegaba a cada

poro de su piel; el aire la humedecía. En los días ventosos como ese se debía ir con

cuidado. La suciedad de los árboles volaba hasta los ojos de los paseantes. A Aureli le

tocó recibir. Vino un soplo de viento y, al mismo tiempo, notó cómo algo se metía en su

boca y sus ojos. Los tuvo que cerrar. La tuvo que cerrar. Se decidió a entrar en un bar.

Ah, pediré aunque sea un vaso de agua, no puedo seguir así.

No era exacto hablar de un bar. Se trataba de una granja en la que, al fondo, ofrecía

servicio de cafetería. Tuvo que hacer maniobras para pasar entre las mesas ocupadas.

Llegó a la barra y preguntó si le podían servir un vaso de agua. La respuesta fue

previsible. Tuvo que pagar una botella que, definitivamente, no acabaría.

A su lado, sentado desde antes que llegase, un señor con sombrero. Bastante inusual en

la ciudad; era el primero que veía. Observaba su horchata como quien lee la

contraportada de un libro. Llevaba cinco minutos allí y no le había visto dar ni un sorbo.

Le habría puesto sesenta años. Le parecía tan abstraído que no tuvo reparos en echarle

una ojeada de arriba abajo. Recogía las piernas en los hierros del taburete. Ese gesto no

acababa de casar con sus prendas; traje gris, pantalones verdes. La corbata le colgaba en

el aire de lo fuerte que se la había atado.

—¿No piensa probar su horchata?—Decía mirándole a los ojos. No tardó ni dos

segundos en arrepentirse y preguntarse cómo él, con lo tímido que era, había dirigido la

palabra a un señor que no conocía de nada.

Giró la cabeza, sin sorpresa. Había notado la presencia de Aureli y lo había observado

desde la intuición, intentando adivinar cómo sería. Respondió:

—Vengo aquí desde niño y solo la primera vez bebí su horchata. Todas las

demás me he contentado con pedirla. Es por la satisfacción de ver esas letras tan bonitas

con las que escriben su nombre.—Señaló el envase de plástico en el que iba la bebida.

Tal y como decía, el nombre de la granja aparecía en una tipografía clásica, rojísima.

El vaso de agua de Aureli quedó en ridículo frente la altura de esa horchata. Visto desde

otra perspectiva, lo cristalina que era el agua embellecía al lado de la espesura de la

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horchata. La mano de Aureli se deslizaba hacia su vaso y, rodeándolo, trataba de fingir

que cogía el refresco en lugar del agua. El desconocido le preguntó si quería tomársela.

No lo negó.

En cualquier otra cafetería los camareros le habrían mirado mal por molestar a uno de

sus clientes más respetables, pero, en este caso, la estima en la que se tenía a aquel

hombre era tan alta que nadie se atrevía a juzgarlo por miedo a que se ofendiera.

Lo que encontró dentro del plástico de la horchata no era lo esperado. Recordaba a la

horchata, sí, pero, al destaparlo y ver con claridad cómo era el líquido, algo le dio mala

espina. Su tono era más dorado que el de la horchata. Al removerla con una pajilla, tenía

la sensación de estar batiendo un yogur. Se forzó a dar un trago por educación.

El hombre, que de alguna manera habría notado ese sacrificio, relajó la espalda. Fue

como si esa hubiera sido la prueba de fuego para decidir si se encontraba delante de

alguien de fiar o alguien de quien es mejor escapar. Preguntó a Aureli quién era, y él le

contó su historia desde que se había decidido a abandonar Castellón.

Cuando hubo terminado, se sintió mal por haber confiado unos hechos tan íntimos a

alguien de quien no sabía ni el nombre. Así que para desembarazarse de ese peso, le

preguntó lo mismo, y respondió:

—Bueno, hasta hace unos años, cuando publicaban algo mío en mi trabajo, lo

hacían bajo el nombre 'Redacción'. Ahora escribo los editoriales con firma... pero no veo

la razón por la que tuve que dejar de ser la 'Redacción'.

Aureli habría insistido, no le gustaba que le tomasen el pelo. Se lo toleró solo porque

creía que le podía sacar algo de provecho. Por más que le preguntó cuál era la revista o

diario para la que trabajaba, no dijo nada más al respecto. Cambiando de tema, le invitó

a su casa en la Rambla. Almorzarían con su mujer y, luego, le mostraría los libros de su

biblioteca. Sabiendo que Aureli tenía todo su tiempo para dedicarle, no escatimaría en

detalles. Eran las doce menos siete y salían hacia la vivienda. Antes de eso, el

desconocido se había ofrecido a pagar la botella de agua de Aureli. Aunque en otras

circunstancias lo habría rechazado, se dijo: qué más da, ¡si este señor ya sabe lo que me

ha pasado, no sería más grave que también me confesase como un tacaño!

Capítulo 4

El hombre sugirió a Aureli que le llamase Joan, sin asegurarle que ese fuera su

verdadero nombre. Rebuscó las llaves en su bolsillo. Aureli había quedado

impresionado por la magnificencia del edificio delante del que se habían parado.

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Pintado con un riguroso blanco, desnudo de cualquier ornamento. Tan solo habían

mantenido una especie de balconada que se pegaba al edificio del lado izquierdo, como

conectándolos.

La madera de la puerta no había sido siquiera barnizada. Su oscuro se comía los rastros

de claridad del alrededor. Pero a esas horas del mediodía no había manera de que el

negro destacase por encima del blanco. Los rayos de sol se proyectaban con tanta fuerza

que incluso habían vuelto algunas partes de la madera más marrón, más luminosa.

Finalmente, Joan encontró la llave. Pasó a la siguiente fase: intentar meterla por la

cerradura. Se ajustó las gafas, inclinándose hacia el agujero. Aureli notó una mirada

detrás suyo. Mientras su nuevo compañero había estado hurgando en sus bolsillos, una

vecina se había entretenido espiándolos a través de su ventana. Al darse cuenta de que

Aureli la había visto, se escondió. Las casas que rodeaban a la de Joan no eran parecidas

ni de lejos. La mayoría contaría con menos de diez años. A esa, en cambio, le habría

echado más de cien. La clasificaríamos entre las de un novecentismo más puro que

había en Mataró.

La pierna de Aureli rozó la puerta al pasar. Joan, detrás suyo, acabó de alargar un gesto

de bienvenida y la cerró a sus espaldas. Quedaba una puerta más, de cristal, en un

recibidor oscuro y vacío. A través de las eses dibujadas en el cristal se distinguían varias

luces. Unas amarillas, que corresponderían a algo como una mesita de noche. Otras más

grandes, blancas, que tenían que pender del techo por la altura a la que estaban.

Joan dio dos golpes. Se oyó una voz desde el interior, de mujer: «¿Eres tú? ¿Con quién

vienes? Pasa, adelante...» Antes de hacerlo, le susurró que se trataba de su esposa. Hizo

una mueca dando a entender que debería ir con cuidado al decir cualquier cosa.

—Lídia, te presento a este chico que ha venido a hacer unas prácticas en el

periódico. Me ha dado la impresión de que era muy simpático y quería que le

conocieras, ¿puedes sacar cinco minutos para hablar con nosotros?

No había ni acabado de entrar. Había hecho girar el pomo de la puerta y la había

entreabierto lo justo para que cupiera su cabeza. Desde detrás suyo, Aureli no podía ver

cómo era la mujer con la que estaba hablando. Oyó que remugaba por lo bajo y daba

unos pasos hacia ellos. Al no tener ni idea de cómo era esa sombra que se ocultaba, se

incomodó.

—Bueno, tengo bastante faena... Vayamos cinco minutos a la cocina, luego

tengo que reemprender mis maquetas. Sabes que me queda poco tiempo para el plazo de

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entrega.

—Ah, si sabes que cuando se está jubilado, aunque se tengan compromisos, uno

puede hacer lo que se le antoje.—bromeó Joan, y acabó de abrir la puerta. Era una

mujer que tendría la misma edad que él, pero sobre la que había caído el peso del

trabajo complicado e inacabable. Su cabello, del color del betún, se recogía en un moño

que mezclaba mechas oscuras con otras canosas. Era regordeta, sobre todo en sus

brazos, pero el negro que vestía combinaba tan bien con su figura que no cabía duda de

su clase.

La primera sala que cruzaron fue el salón. En él había un despacho en el que habían

esparcido un montón de papeles y cartones. Algunos de estos cartones estaban pegados

con silicona. Aureli dedujo que la esposa de Joan era arquitecto. Le hizo dudar lo sucios

que estaban los papeles; manchas de tinta, lápiz... conocía el tópico de que los

arquitectos debían ser limpios.

Al fondo del salón había una puerta que daba a la cocina. Entraron por ella y Joan se

apresuró a preparar una cafetera mientras Lídia encendía los fogones. El invitado los

observaba desde una esquina, como si los supervisase. Buscaba algún comentario que

hacer; quería romper con el silencio que se había hecho desde que habían empezado a

preparar el café. ¿Lo entenderían como un ritual sagrado? ¿Se debía estar callado

mientras desenroscaban la tapa, ponían agua en la parte inferior, el café, y la volvían a

enroscar? Aureli, por si acaso, se limitaba a dar golpecitos con los tacones de los

zapatos. Así no se olvidarían de que seguía allí.

Abrió una ventana que daba a un patio interior. Unos niños jugaban a la pelota. Las

demás ventanas que daban al patio pertenecían a los edificios del alrededor. Ninguna

tenía tenderetes, acaso dos o tres habían colgado gardenias.

De repente, Lídia le asaltó con una pregunta:

—¿Y cómo te metiste en el periodismo, tú? Estás muy bien alimentado como

para vivir de él. Fíjate en esos pechos, son de comer mucha carne.

Le habría respondido con una mirada atónita, pero era el momento de lucirse.

—Bueno, yo vivía en Castellón, pero desde muy pronto me empezó a llamar la

atención el mundo del periodismo. Desde niño sabía que quería dedicarme a esto, y en

cuando tuve la oportunidad me mudé a esta ciudad.

—¿De Castellón a Mataró? Un cambio raro, diría yo. ¿Y en qué universidad

estudiaste?

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—En la de Barcelona.—En este punto empezó a mentir. Hasta que no había

sentido la necesidad de hacerlo, se había ajustado a una realidad poco concreta. Joan no

intervino ni pareció sorprendido por la hipocresía de su invitado. Se reafirmó:—Sí, eso

es, en la de Barcelona.

Por la reacción de Lídia tuvo la paranoia de que, tal vez, había conseguido meterse en su

cabeza y averiguar que lo que estaba diciendo no era verdad. Pero continuó haciéndole

preguntas con naturalidad. Trató de deshacerse de esa idea de que en realidad lo sabía y

se estaba burlando de él con preguntas específicas sobre periodismo. Preguntas que solo

un estudiante respondería con certeza. Aureli se escabulló de ese trance inventándose

algunas teorías.

Volviendo al salón, Lídia se rascó la cabeza y, al retirar la mano, se llevó la goma del

pelo. Su cabello le cayó por los hombros. Las canas eran más numerosas de lo que

Aureli había visto. Cuando se giró de nuevo, vio un mechón azul que se recogía detrás

de la oreja. La imagen que tenía de ella se confundió con la de esas viejas que pasean

con el pelo teñido de colores chillones. La edad les habrá dado esa libertad... o más bien

ese «no hay nada que me importe» que se gana con los años. Sí, no hay duda de que

llevar el pelo teñido es un signo de nihilismo, pero de uno divertido. Encararse con los

prejuicios de la juventud. Tomarse la venganza por otra época en la que se tenían que

reprimir. Lídia pertenecía a ese grupo de viejas. Un detalle la separa de las demás: Si no

hubiera llevado ese mechón, ya de por sí hubiera impuesto una actitud que se suele

encontrar en personas conscientes de su poder.

Se dirigió a su mesa de trabajo. Ordenó algunos papeles y, de debajo, sacó una maqueta.

La mostró a su invitado y le pidió que opinara. Aureli no sabía qué decir. Le recordaba a

los bizcochos, pero a unos infladísimos a base de meterles levadura. Estaba convencido

de que, si hubiera puesto la mano sobre la maqueta, la habría notado esponjosa, se

habría encogido. Pero luego se fijó en lo que se veía a través de las ventanitas de la

maqueta. El interior era hueco. Las paredes no eran tan firmes; tenían el grosor de la

oreja de un gato. Si hubiera hecho eso de presionarla desde arriba, se habría venido

abajo en cero coma pocos segundos. Esa delicadeza hacía que aún sintiera más respeto

por el trabajo. Sosteniendo la obra en el aire, se la veía orgullosa del que sería uno de

sus últimos proyectos. Ella misma se lo había confesado, casi en un murmullo.

A Aureli se le ocurrió que ese era el momento ideal para dar rienda suelta a su lengua.

Ante el vacío del silencio, decidió llenarlo con los halagos más poéticos. Empezó a

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cantarle que si su maqueta era una gran innovación, que si debería presentarla a

concurso antes que ofrecérsela a los socios con los que solía trabajar, que si se notaba

que detrás de ella había una vida de esfuerzo...

Lídia, que no era de hierro, se dejó seducir por esas palabras. Incluso buscó que le dijera

más invitándole a almorzar. Sería la ocasión perfecta para que alguien con tanta

elocuencia le recordara su talento. El deseo de alguien que lleva tiempo sin oír ninguna

palabra sobre lo que hace; la indiferencia duele más que la mala crítica, Lídia lo sabía

bien.

Comieron espinacas con piñones y pasas. Aureli alternaba los bocados de espinacas

solas (blandas, pero sin sabor) con otros en los que añadía piñones. Estos daban la

gracia al plato. Al igual que las pasas, aunque tenía que ir con cuidado con la cantidad

que comía de golpe. Su dulzura le empalagaba. Cuando masticaba demasiadas, sentía

como si se mezclaran y formaran un chicle en su boca.

Lo acompañaron con una cerveza. Lídia y Joan la servían en una botella de agua vacía,

a la que habían arrancado la etiqueta. Quedaban las marcas del pegamento. Su color oro,

gaseoso, le invitaba a beber más de una jarra.

Terminaron. Joan recibió una llamada. Debía correr a las oficinas del periódico, por un

contratiempo que había surgido. Así que Lídia y Aureli se quedaron solos. Los primeros

minutos fueron tensos. Él no se atrevía a hablar; por más fluida que hubiera sido la

conversación durante la comida, ahora que Joan no estaba, entendía que no tenía

motivos para seguir allí. Lídia se había sentado a su escritorio y miraba la maqueta

desde diferentes ángulos. La sacudía y se aseguraba de que la silicona se hubiera

secado.

Los cuadros colgados en las paredes habrían llamado la atención de cualquiera. Aureli

los inspeccionó uno a uno. Con los de una sola pared ya tardó diez minutos. Estaban

dispuestos con poco margen entre ellos; en total, en cada pared habría unos veinte. De

diferentes medidas, pero todos con el mismo marco caoba. Contrastaba con el amarillo

de las paredes, todavía más marcado por la luz de una lámpara.

Lídia no podía trabajar con un desconocido merodeando a su alrededor. Con tal de

sacarlo de allí, le sugirió que fueran a dar un paseo. Le enseñaría las plazas principales,

si es que había más de una, y las calles que debía conocer.

Fueron hacia la izquierda. Dieron los pocos pasos que separaban la Rambla de la Plaça

Santa Anna y, una vez allí, ralentizaron la marcha. Era entretenido pasar por lugares

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como ese, tan atestados de terrazas, y observar la que gente que bebía sus cafés y tés. El

viento de esa mañana había desaparecido. El calor, se había quedado. Se veía en la

fatiga de quienes se cruzaban, se leía en sus caras. Habrían sido necesarios ventiladores

gigantes para que Mataró no hiciera esas muecas por el verano que les esperaba; qué

sufrimiento, y lo que estaba por llegar. Ah, sí, más vale no pensar en lo que está por

llegar, comentó un señor que pasaba a su lado.

Caminaron entre dos hileras de plataneros. A su sombra, la vida se hacía más agradable.

Peores estaban los de los cafés de la Plaça, que se tostaban bajo el sol de las cuatro de la

tarde. A esas horas, la mayoría era gente mayor. Se distinguía algún turista, cosa extraña

en la ciudad. Y no uno, sino dos, juntos. Probablemente eran británicos. No saben dónde

se meten al curiosear por la periferia de Barcelona.

A continuación, subieron por la Riera. Calle principal. Aureli se sintió el blanco de

muchas miradas. Lídia había ido haciendo zigzags hasta llegar al centro de la calle.

Ahora caminaba por él girando la cabeza de derecha a izquierda. Y de izquierda a

derecha, sin detenerse. No dejaba que se le escapase un solo desconocido. Si se había

propuesto memorizar todos los rostros que la rodeaban, lo conseguiría. Sus ojos se

abrían de tal modo que si alguien la miraba, y ella le respondía con otra mirada, esa

persona se veía obligada a agachar la cabeza.

Los dos intercambiaron una sonrisa cuando pasaron de largo el banco en el que un

hombre se había sentado. Había perseguido a la chica que Aureli y Lídia llevaban

delante con la mirada, viéndola a través de unas gafas redondas, de intelectual. Las

manos, apoyadas en la madera, la habían apretado con más fuerza.

Nadie podía saber lo que Lídia pensaba sobre las personas a las que miraba. Pero lo

hacía con unas caras tan dramáticas que uno no evitaría preguntárselo. La que dirigió a

ese viejo verde no le sirvió de nada; el señor, después de que la chica pasara, entrecerró

los ojos y se quedó quieto. Quizás la gracia que Lídia le encontrara fuera que los

paseantes se diesen cuenta de que estaban siendo observados. Aureli dedujo que

disfrutaba con la incomodidad de los demás. Tampoco podía asegurarlo; desde que la

había cubierto de halagos, a él solo le dedicaba sonrisas. Esas sonrisas la hacían más

humana. Sin intenciones detrás de ellas, era la misma manera de mirar que tienen los

abuelos, pero con la distancia que se toma con los desconocidos.

Al llegar al Ajuntament, torcieron a la derecha. Siguieron hacia delante hasta toparse

con la Plaça Gran. El Rengle los esperaba. Le contó que era el espacio más antiguo de la

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ciudad, de ahí el nombre. Al tronco plantado en el medio lo llamaban con más

frecuencia Tramvia. De las ventanas que tenía a sus lados salían carniceros y

pescaderos, que, al paso de Lídia, la saludaban. Ella los contestaba inclinando la cabeza,

sin interrumpir su explicación.

Al fondo de la Plaça, a la derecha, un edificio de tres plantas tenía las persianas bajadas.

Aureli se extrañó. ¿Cómo podía ser que a esas horas, cuando todos los tenderos frisaban

por vender, alguno se permitiera no abrir? «No, no es eso... es que, ahora mismo, allí no

se hace nada. El propietario es un viejo amigo que forjaba llaves y se cansó muy pronto.

Se jubiló joven y cobra una pensión que, si no es la máxima, se le acerca.» Aureli se

quedó con la idea de que nadie lo ocupaba. La mantuvo en su cabeza, la acarició,

fantaseó con ella. Se imaginó siendo el propietario de un pequeño comercio en esa

esquina. El edificio se ajustaría a lo que quisiera vender con la flexibilidad del ladrillo.

Discreto como él mismo, tan solo los clientes más fieles se fijarían en que estaba ahí.

Esa noche escribió en su diario: «¡Vamos! Una vez más me reharé. Olvidaré la postura

encogida que tenía cuando trabajaba en la tierra de Castellón, plantando flores y

arrancando malezas. Mi nueva postura será recta e irá con una sonrisa. Será ese el

regalo que tenga para mis clientes. Y, después, cuando les sirva su pedido en una bolsa

con las iniciales de la tienda, les añadiré algún detalle de más. Porque amaré a esos que

vengan a verme casi a diario, cuidaré de su salud como si fuera sus madres y les

recomendaré que dejen de beber, que no fumen demasiado, que se acuesten pronto.

Miraré reacio a los que vengan al último minuto, a la una menos cinco de la tarde, pero

los atenderé con igual gusto. Me guardaré mucho de decirles nada. La imagen con la

que se tendrán que quedan será la de un tipo al que compran con ilusión. En eso, mi

labor se acercará a la de los vendedores de la lotería: Tendré que convencer a mis

clientes de que están haciendo la mejor de sus inversiones. Y, si es necesario, les

mentiré. Mentiras piadosas, que no me comprometan.»

Capítulo 5

Ese señor tenía el aliento más fuerte de todo el país. Aureli, que estaba a dos metros de

él, respiraba un aire perfumado por el tabaco que debía haber fumado en cuestión de

horas. Lídia, que estaba al lado de Aureli, también notaba el aliento de su amigo. Se

encontraban en una cafetería donde, por las tardes, habría sido frecuente que una nube

de humo la ambientara. Pero a esas horas de la mañana no había otra posibilidad: ese

aroma de Habano venía directo de la boca de Francesc. Propietario de un local de tres

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pisos en la Plaça Gran y mataronense de nacimiento, contaba con unos noventa años, de

los cuales había pasado viajando treinta. Se había presentado a Aureli tendiéndole la

mano, aunque ese ofrecimiento se había vuelto siniestro cuando Aureli, al darle un

apretón había notado sus músculos flojos, blandos. Había supuesto que ese hombre

llevaba años sin conocer a nadie nuevo y, por lo tanto, había olvidado cómo se

respondía a un apretón. De no ser así, hasta entendería que había hostilidad en su trato.

Como quien se ve forzado a hacer negocios con alguien que le ha dado mala espina.

Lídia, el lazo entre Joan y ese señor, explicaba al segundo la intención de su nuevo

amigo de alquilarle el local en el que él antes trabajaba. Intentaba vendérselo como una

gran oportunidad, pues sabía que aquel no tenía ningún interés ni en vender ni en

prestar. Más bien quería quedarse el local para poder entrar en él y recordar dónde había

pasado cuarenta años de su vida encerrado cuando se le antojara.

Francesc dudó un instante. Las razones que le había dado Lídia eran ricas, completas,

hasta parecía que él mismo fuera el más beneficiado. Pero resolvió:

—El local no se toca. Llevo demasiado tiempo cuidando de él como para ahora

dárselo al primero que pase por Mataró y se quede prendido de la ciudad.—Dirigió una

mirada a Aureli, para asegurarse de que no se hubiera ofendido. Había acompañado la

sentencia de una negación con la cabeza. Y, si sus padres no le hubieran dado una buena

educación, incluso se habría levantado y se habría ido.

Lídia había sido la única que había pedido algo sólido al camarero. Una ensaimada, por

favor, había dicho. Mientras, los dos hombres sorbían sus cafés y, de forma

inconsciente, competían por ser el primero en vaciar su taza. Que humeaban, con la

leche ensuciando el marrón.

Comía con desgana. Aureli enumeraba sus argumentos. Quedaba claro que, si Francesc

no cambiaba de actitud, no había nada que hacer. Ante una terquedad tan firme, solo

cabe esperar a que, no con el peso de las palabras, sino que con el tiempo y la

insistencia, el resistente acabe por cansarse. Y así debió pasar. Francesc dejó caer la

posibilidad de que se quedara con medio local. Aureli había ido desmotivándose, pero

esa sugerencia le reactivó las esperanzas y quiso ir a más.

Le propuso que, si le alquilaba el local, podrían ser socios. A Francesc eso le horrorizó.

¿Volver al comercio? ¡Ni hablar! ¡Antes le regalo todo lo que tengo! Establecieron los

mínimos que luego escribirían en el contrato. El alquiler, que un principio Francesc se

había imaginado alto, acabó por rebajarlo. Todo para olvidar la propuesta de

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colaboración que había hecho Aureli. No quería que lo involucrasen; al contrario, quería

ganar dinero sin moverse.

Para cualquier otra persona, no habría tenido interés lo que fuera a venderse en el local.

Pero Francesc era curioso por naturaleza, y preguntó a Aureli por ello. La pregunta le

sorprendió sin respuestas a mano; tiraría de una mentira, pero no era tan simple ahora

que hablaba con personas con las que conviviría.

—Bueno, mi intención sería vender esos objetos pequeños pero necesarios en la

vida de cualquiera. Detalles, algo nimio, ¿me entiendes? Mi tarea no solo consistiría en

vender aquello que la gente no sabe que necesita hasta que lo necesita, sino que se

diesen cuenta de su importancia en su vida diaria.

—¿Pero qué venderías?

Gran apuro. La decisión tenía que tomarse. Una tienda de cosmética, cuyas clientas

siempre buscan el disimulo. O una panadería, aunque el pan era algo demasiado

importante en cualquier familia de allí. El pan, sí, el que siempre está presente; en

cualquier comida, incluso en esas que no se hacen en casa. Descartó las dos opciones.

Pensó en lo más reducido que se encontraría en el mundo. Ah, sí, una aguja. O un botón.

¿Por qué no un dedal? Recordó la mercería de Cortes de Arenoso. Más que una

mercería, le hacía pensar en lo que se conoce como calaix de sastre. Lugar donde meter

todo eso que, por ser diminuto, no se supiera dónde guardar.

—Una mercería era mi idea. Sí, creo que funcionaría bien en una ciudad como

Mataró. Detalles, mínimos... ¿ves que todo se relaciona?

Ese último interrogante le dejó blanco. Él, que se había querido mostrar como un

conocedor de todo, preguntado por algo como si veía relación entre una mercería y los

detalles.

—Sí, sí... seré anciano, pero aún sé ligar ideas.

A continuación, se dirigieron a la Plaça Gran. Francesc llevaba las llaves del local, así

que podrían ver el interior. Aureli tenía miedo de que fuera a encontrarse con algo

decepcionante. Detrás de esa persiana se podía esconder una sala destrozada, cuya

restauración fuera a costar una suma de las que él no dispusiera.

Introdujo la llave por la parte baja de la persiana y la hizo girar. Los pestillos cedieron.

Aureli le ayudó a levantarla. Hizo un ruido horrible. El metal replegándose como si

fuera papel de plata antes de ir al cubo de la basura.

Francesc, con gestos cotidianos, tanteó por la pared hasta encontrar la caja de luces.

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Pulsó dos botones. Todas las bombillas se encendieron. Eran pocas, repartidas por las

esquinas del techo, de manera que enfocaban el centro de la sala y no olvidaban ningún

rincón. La oscuridad solo se colaba por las grietas de las paredes. Algunas, de tan

grandes, tenían el tamaño de un puño. Otras eran más tímidas, aunque daban indicios de

ir a más.

Las cajas de cartón se amontonaban. Las unas encima de las otras, alcanzaban el techo,

hacían pensar en las columnas del Acrópolis. Una versión moderna de la cima griega.

—Es muy modesto, como veis. Ahora que está destartalado, no gustaría ni a

unos okupas. Pero unas capas de pinturas y orden serían suficientes para que recuperara

el encanto de antes. Cuando vendía llaves, no necesitaba todo el espacio. Había puesto

una pared falsa unos metros más allá de la entrada y trabajaba en esa parte. El resto del

local me servía de hogar a mí y a mi familia. Cuando tuvimos dinero, nos mudamos a

otra casa y la parte en la que habíamos vivido quedó inutilizada. Estamos hablando de

hace décadas. Estos suelos y paredes están fuertes, no los ha tocado casi nadie.

El mármol del suelo estaba impoluto. La capa de polvo que lo había cubierto era tan

fina y estaba tan nivelada que, más que un inconveniente, se añadía al color dándole un

tono más gris. Al fondo a la izquierda, detrás de unas telas, una escalera subía al

segundo piso. Aureli, antes de ir hacia allí, se acercó a la columna que había en medio

de la sala y la acarició. Le dio dos golpes, como si intentara poner a prueba su

resistencia. Fue al segundo piso, seguido por Lídia y Francesc. Oscuridad, la oscuridad

más absoluta, otra vez.

—Cuando nos fuimos sacamos las bombillas de esta planta. Voy a probar de

abrir la ventana, aunque no recuerdo cómo funcionaba. Tendríamos que haber traído

linternas. Pasan cosas como estas cuando se improvisa...—se quejó Francesc.

Desapareció del lado de Lídia y, al cabo de unos segundos, se oyó un chirrido. Un haz

de luz dibujó una línea recta desde la ventana hacia delante. La sala quedó dividida en

dos partes oscuras, entre las que pasaba ese trazo luminoso. Acabó de abrirla y el resto

de la sala se iluminó. El color entraba del exterior. Después de tanto tiempo estando

cerrado, parecía que el espacio quisiera tragarse toda esa vida que había perdido. A

Aureli le dio la impresión de que, con el transcurso de los minutos, el tono de las

estanterías, cajas y mesas se saturaba más.

Siguieron por las escaleras que había en esa planta. La siguiente era prácticamente lo

mismo. Las mismas paredes, suelo y olor. Aureli buscó una continuación, y descubrió

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unas escaleras detrás de un lienzo. Llevaban al terrado.

Tardaron más en abrir la puerta porque una verja metálica se interponía. Francesc, que

no recordaba cómo abrirla, tuvo que forzarla. Rompió las piezas que la mantenían

cerrada. La deslizó hacia un lado. Se oyó un ruido, el mismo que al abrir la persiana,

pero más bajo.

Se encontraron con un cielo imponente, gris en el horizonte, que les servía de techo. Y

el viento, tan sutil que no valdría la pena ni escribir sobre él, les envolvía en los olores

de los edificios del alrededor. El sofrito de una paella, el incienso, el sudor... Todos, y

más, iban a mezclarse en ese terrado.

Las paredes, que por la parte exterior, es decir, de la fachada, eran de color amarillo, por

dentro no habían sido pintadas. Conservaban el granulado del cemento, y hasta había

crecido molsa en las esquinas. Parecía que todas las veces que un pájaro sobrevolara el

terrado se cagara sobre el suelo. Al rojo de las baldosas se le habían ido sobreponiendo

gotas blancas. No había ni una de húmeda; eran la demostración de quienes lo habían

ocupado los años que la tienda había permanecido cerrada. Aureli juraría que, hasta el

momento en que corrieron la verja que daba al terrado, algunos pájaros aún estaban allí.

La Plaça Gran quedaba escondida debajo. Solo se oían las voces de los clientes, que,

entrando y saliendo sin parar, avivaban el día. Desde esa altura, lo visible era la acacia

de delante. Probablemente no florecería más; estaba tan hermosa que Aureli y Lídia se

habrían echado una foto allí mismo. La fachada de detrás del árbol, en un color muy

parecido, se confundía con él. Alguien con mal ojo habría que pensado que, en lugar de

una acacia, era una floritura que le había salido a la piedra del bloque de pisos.

Y, ya al fondo del paisaje, la cola de la Basílica de Santa Maria. Y, delante de esta, el

campanario. Pero no un campanario como el de tantas basílicas... O tal vez sí, pero con

el punto de vista que tomaban desde el terrado, todo cambiaba. El campanario surgía de

dentro de la acacia, se levantaba hacia arriba como un cohete centenario. Su pararrayos

le habría sido útil para travesar la frondosidad de la planta, y continuaba creciendo en

dirección al cielo. Esa cola de cerámica roja que lo seguía ya le había perdido el ritmo.

Incluso había transformado su color, el campanario. Había ido oscureciéndose, de un

ocre más claro a los ocres de la tierra. El fango a las doce del mediodía. Con ese

material se había construido; precisión y cuidado, no habían necesitado más. El tocado

que se había puesto en la cabeza aparecía delicado, de tacto duro.

¿Por qué Aureli se echó a correr escaleras abajo? ¿Por qué se esfumó en un abrir y

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cerrar de ojos, dejando a Lídia y Joan más perplejos que si en ese momento se hubiera

tirado de cabeza a la calle? Se le oyó pisando cada peldaño. No acababa de poner el pie

en ninguno; tan solo usaba un primero para impulsarse y llegar hasta un tercero,

saltándose el segundo. Se movía con unas prisas que marcaban la diferencia con su

modo de andar de siempre. ¿Qué es lo que le habría hecho cambiar de registro con esa

rapidez, y pasar de la tranquilidad del que contempla un paisaje a la tensión de las

personas que están a punto de perder el tren? No dio explicaciones cuando Lídia se las

pidió. Se puso delante del local y lo miró con perspectiva. Fue dando pasos hacia atrás,

aumentando su campo de visión. Buscó el conjunto en el que esas cuatro paredes

encajaban. Se preguntó si ese era el sitio ideal para algo tan prescindible un negocio de

betas e hilos. 'Subjetivamente' prescindible, habría dicho él. Lo que venderé son esos

detalles que nadie echa en falta hasta que los empieza a echar en falta, contaba a quienes

le preguntaban. Y continuaba: Me explico, hay cosas que entendemos como lo que no es

necesario, aquello que, si nos falta, no nos cambiará la vida... Estoy de acuerdo en que

es así en una situación extrema en la que uno tiene que quedarse con lo más estricto.

Nuestro siglo es el de las oportunidades para esos negocios que no son indispensables,

pero que, a largo plazo, acabaríamos reclamando a gritos. Que hoy no necesites tal o

cual cosa no significa que en un futuro no vayas a suplicar que te lo den. Es en esos

casos que lo que nos parecía insignificante se convierte en un objeto de primera

necesidad, ¿comprenden?

Nadie le contestó. Esos discursos estaban en su mente. Se imaginaba que entretenía a

sus clientes con palabras como esas, apasionadas, que son las que buscamos cuando nos

sentimos cansados. Apreciamos esas palabras incluso si se refieren a algo que no nos

importa.

De dentro del edificio sonaba una voz grave. Era de la de Lídia. Muerta de pánico, le

pidió a Aureli que no le diera un susto de nuevo. Habían tenido suficiente. Francesc,

aunque no lo decía, se lamentaba de haber ido tan lejos negociando con una persona que

sufría esas salidas. Aureli, ignorando lo que Lídia le había dicho, le rogó que se girara y

mirara desde el mismo ángulo que él el edificio. El rótulo que anunciaba la ferretería

todavía colgaba sobre el escaparate. Sería fácil sacarlo y sustituirlo por uno de letras en

color quizás negro, quizás rosa. Que fuesen estilizadas, como las que había visto en

cartas y manuscritos antiguos. Se atrevería él mismo a trazar el nombre de la tienda y lo

llevaría a una copistería a que lo convirtieran en un rótulo de ese tamaño. Si quedaba

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demasiado feo, al entregar su esbozo, guiñaría un ojo al copistero, dándole a entender

que si quería hacer alguna modificación, no tuviera reparos.

Francesc les ofreció dos Habanos. Él fumó un tercero, aún con hierba del último en la

yema de los dedos. Los saborearon de la mejor manera: con un motivo de fondo. Con

ellos sellaban el trato.

Se olvidaron del fuerte olor que hacía Francesc. La intensidad del humor los rodeó y

convirtió en unas chimeneas que regresaban al Mataró industrial.

—Pues va siendo hora de que me quite de por medio.—comentó Lídia.—

Supongo que ya te las arreglarás para buscar proveedores, vías de publicidad, y todas

esas historias, pero si llegaras a necesitar algún contacto muy concreto, búscame. Es

muy posible que lo conozca, sea quien sea.

El chico no la oyó. Se había quedado absorto otra vez, mirando ese modesto edificio.

Notaba que pronto sería una de las cosas más importantes de su vida.

Capítulo 6

Aureli trabajaba lentamente. Así y sin hacer nada bien. Era uno de esos días en los que,

por más que hubiera querido ser exacto, algo dentro suyo le inquietaba y le llevaba a

pensar que las veces en que sus tareas estaban destinadas a terminar mal. Venía a ser

como si le faltase talento para cualquier cosa, hasta la cosa más simple que necesitara la

mercería. Como que las mañanas de lunes no abría al público, no se encontraría grandes

problemas. Se habría preocupado si la misma sensación de ser un inútil le hubiese

afectado en horario laboral. Tiempo atrás había sucedido: Se recordaba confuso,

desorientado. Sus clientes le pedían tal o cual y él, sin apenas reaccionar, fingía buscarlo

en las estanterías que tenía detrás.

Todo venía del día anterior. Se había pasado la tarde hurgando en su memoria. El

recuerdo no es tan sencillo cuando se complica y las capas de historias se mezclan entre

ellas. Lo que, en un principio, recordando vagamente, podría parecer un castillo de

naipes, luego que se veía que era más similar a una baraja desordenada de cartas, en la

que no había sentido. Y, si lo había, estaba organizado de forma tan complicada que no

se podría descifrar.

La puerta que conducía al segundo piso estaba cerrada. Había dejado un montón de

cajas delante. Entre lo estrecha que era la escalera y lo ocupada que estaba, se hacía

imposible subir más que haciendo el egipcio. Andaba buscando unas diademas que

pondría en el mostrador en el que despachaba. Ese era el lugar ideal para los productos

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que nadie le pedía. Curiosamente no había una sola persona que pensase en ellos, pero,

al verlos a través del cristal, se daba cuenta de que le eran indispensables. Aureli no lo

llamaba estrategia, decía que era 'poner a mano de la gente esas cosas que, sin saberlo,

desean'.

Algunas de las estanterías rozaban el techo. Las llenaban cajas de cartón, con palabras

escritas en sus lomos. Cintas de tales centímetros, lazos, lanas... Cualquiera que hubiera

visto cómo estaban clasificados los productos habría pensado que Aureli se merecía un

premio por ser tan suizo. Lo cierto era que, aunque en las cajas especificara con detalle

qué era cada cosa, estaban desordenadas. Era un caos que ni él entendía. Por ejemplo:

las cremalleras estaban al lado de los maniquíes de porexpán; algunos de los productos

más solicitados los había guardado en cajones bajos de las estanterías. Tal vez en el

pasado sí que había intentado ser ordenado para sobrevivir. Pero ahora había visto que

no evitaría que las cosas se volvieran a desordenar como por instinto natural, le daba

igual. Si alguien le pedía algún producto que estaba en ese piso, se sumergía en el

desorden. Leía, tan rápido como un loco, los nombres de las cajas que encontraba, y las

iba tirando a su paso. Hasta que no daba con la que buscaba no paraba. Era un método

diferente al de meter cada cosa en un sitio determinado. Menos ortodoxo. No quedaba

tiempo para ser ortodoxo.

Encontró la caja de las diademas. Y, encima de esta, tantas otras. Si el tiempo no pasaba

en vano en el resto del mundo, tampoco lo hacía allí; las marcas de polvo y humedad

debilitaban el papel. Cuando fue a sacar la caja de la estantería, se le rompió por la

mitad y las que había encima cayeron al suelo. No quedó ninguna cerrada: parecían

tener la boca abierta. Lo que contenían, esparcido. Al mismo tiempo que Aureli suspiró,

el montón de cajas de al lado también se derrumbó. Tuvo que sostener con los brazos un

tercer montón para que no siguiera el mismo camino.

Todo era desagradable. La ventana estaba cerrada y el calor que lo asfixiaba llegaba

desde la bombilla del techo. Oía las voces de la Plaça. Hubiera dado lo que fuera por

escapar. Quería salir de allí corriendo. Huir al campo. Quizás recuperar, más tarde, sus

responsabilidades, pero antes tomarse un respiro... No tenía esa opción. La vía era de

sentido único: O volvía a meter cada cosa en su caja y ordenarlas tal y como estaban o...

o nada. Algunos, a modo de consejo, le habrían dicho que todo estaba en su actitud, y

que para dejar de ver las cosas amargas debía cambiarla. Pero lo que él sentía era que,

por más que intentara ser positivo, su cansancio era tan grande que no habría logrado

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nada.

Conservaba la costumbre de fumar un cigarrillo cada vez que algo le salía mal. Abrió la

ventana. Las mesas de los bares y restaurantes de la Plaça reflejaban los destellos del

sol. Los camareros corrían. Traían bandejas con desayunos retrasados y almuerzos

puntuales. Ah, era ese momento. El momento del día en que la gente que se ha

despertado pronto y que ya tenía ganas de comer se encontraba con la menos

madrugadora, que entonces tomaba su desayuno.

El imprevisto de las cajas le hizo pensar en los desastres por los que había pasado la

mercería desde su apertura. En la misma estela de recuerdos por la que había ido el día

anterior, ahora se enfrentaba al lado más crudo de la historia. Todo era borroso, en este

caso. Se había esforzado en olvidar muchos detalles de esos desastres. Por una parte, le

daba lástima: significaba que jamás los recordaría tal y como habían sido. Cada vez que

pensase en ellos, habría aspectos que cambiarían, y, por lo tanto, su opinión sobre lo

ocurrido también. Por otro lado, agradecía su mala memoria. No guardaba rencor hacia

nadie, y eso era una virtud en un mundo dividido en dos mitades, la primera de las que

cuales dice pestes de la segunda. Ya se sabía que recordar lo malo del pasado no servía

para nada, y, además, hacía más difícil el presente. Eso no le impediría refrescar su

memoria en lo bueno y en lo no tan bueno. Lo que le interesaba no era cubrirse de gloria

pensando en sus éxitos. Quería notar entre sus manos el peso de su historia, y en esa

historia no podía omitir, sin más, lo que habría preferido no vivir.

«Si le doy vueltas al asunto, me doy cuenta de que tampoco me han pasado tantas cosas

malas. Puedo sentirme afortunado, muy afortunado...» pensó. «De hecho, si tuviera que

hablar de lo que ha funcionado mal desde que abrí la mercería, podría reducirlo a dos

anécdotas. Por lo demás, el ritmo de la vida ha fluido de tal manera que llegar hasta este

punto ha sido casi un suspiro.» Después de esta reflexión, podría haber ignorado las dos

anécdotas. Total, eran aguas pasadas y no merecían ni que se les dedicase una palabra

más. Que en ese mismo momento pasara por la Plaça Gran un trajeado le hizo

replanteárselo. Su corbata le trajo a la memoria la primera de las historias. Ocurrida

cuando no hacía ni cinco años que había abierto la mercería, la recordaba nítida por lo

extraña que había sido.

Un congreso sobre empresarios organizado en la ciudad había atraído a emprendedores

de todo el país. Esos días, cuando se caminaba por el centro, lo más normal era

encontrarse a decenas de señores en pelotón. Todos con las muñecas en suspensión por

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el aire, como si así los gemelos que vestían fuesen más visibles. No hacía falta verlos

venir para saber que estaban cerca. Llevaban botines del mismo estilo, con tacones

duros que, al pisar el suelo, sonaban como si estuvieran andando por una tarima. Al oír

un redoble de tambores, se sabía que andaban cerca. Además de por los comentarios

que, más de decir, gritaban. Amaban las frases lapidarias, como: 'Ve a por tu objetivo y

que nada se interponga en tu camino', o también recurrían a tópicos latinos: 'El hombre

es un lobo para el hombre'. Cuando se oía esa última, se miraban entre ellos. Venían con

las mismas intenciones —sacar el máximo de beneficio a sus inversiones— por lo que

más les valía sospechar de aquellos con los que hacían negocios.

La Plaça Gran, lejos de los sitios en los que tenían lugar las conferencias y reuniones, se

ahorró mareos de cabeza. Solo pasó por ella algún que otro grupo de trajeados que,

desorientados, no sabían dónde ir. Entraron en algunas tiendas para preguntar y fueron

recibidos con tanta hostilidad que, antes de que se terminara el congreso, ya se había

decidido que en próximas ediciones no pisarían Mataró.

Uno de estos tipos, que nunca iba en grupo porque no acababa de congeniar con otros

empresarios, en sus ratos muertos, se dedicaba a pasear por el centro. Un día dio con la

Plaça Gran, lugar que le llamó la atención por su silencio. Pese a que las mesas de las

terrazas estaban ocupadas y había clientes en las tiendas, no se oía una sola voz. Fue

dando vueltas a la Plaça, alrededor del Rengle, con tal de averiguar qué pasaba con la

gente de allí.

En la mercería un cartel colgaba de la puerta, anunciando que estaba cerrado. Tan solo

faltaban diez minutos para las cinco de la tarde, por lo que en cualquier momento el

cartel desaparecería y la puerta se abriría. Del interior sonaba una música de los años

ochenta con la que Aureli debía distraerse. Esa música, los músicos que la cantaban, era

lo único que recordaba a la humanidad en esa Plaça. Tuvo que ser por esa razón que el

empresario se animó a entrar.

Al igual que la mayoría de empresarios, por más tiempo que tuviera, tenía que aparentar

que iba con prisas. Así que llamó al timbre. Diría al tendero que no tenía tiempo, pero

que antes quería echar un ojo a su comercio porque le había llamado la atención.

Antes de abrir la puerta, el ojo de Aureli se posó sobre el cristal del escaparate y, desde

él, miró de arriba abajo al hombre. Pestañeó dos veces. Se quedó inmóvil. Hasta que el

empresario no volvió a llamar al timbre, no reaccionó. Fue entonces que se oyó una

llave dando dos vueltas desde dentro. La puerta cedió. Apareció la cabeza de un Aureli

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joven, aunque con más ojeras que cuando había inaugurado la mercería.

—Perdone, ¿podría visitar su tienda? Sé que todavía no ha abierto, pero me

imagino que entonces empezarán a llegar clientes y no me podrá dedicar mucho tiempo.

Verá, me dedico al mundo empresarial. Tengo mis proyectos, ya sabe. Estoy buscando

pequeñas tiendas con las que colaborar, ¿le interesaría?

No tenía nada que perder. Le invitó a pasar. Mientras recogía unos catálogos que había

estado consultando, fue contándole la historia que le repetía a todo el mundo. Sí, era la

historia de cómo había llegado hasta allí, con el aliciente de la carrera de Periodismo. Se

la había contado a casi todos los clientes que se habían interesado por él, por lo que ya

era una costumbre que, siempre que conociera alguien, le soltara el mismo rollo.

Esperó a que aquel desconocido acabara de husmear. Se sentó sobre uno de los

mostradores e hizo como que consultaba unos cuadernos cuando, en realidad, le

espiaba. Le dejó boquiabierto la manera en que giraba al llegar a una esquina de la sala.

Hacía una rotación de cadera que habría visto natural en divas o modelos femenísimas.

Iba dejando marcas en el suelo cada vez que daba uno de esos giros. Eran marcas

circulares, de la suciedad que se le había pegado en las suelas de los zapatos. El mármol

blanco, que fregaba a diario, quedaba salpicado por esos trazos que parecían la letra o

en cursiva.

Cuando hubo terminado, se pasó una mano por la frente. Llevaba el cabello

engominado. Se lo había peinado hacia atrás con tal fuerza que quedaba como si un

moño lo tensara en el cogote. Después sacó unas gafas y se las puso encima de la curva

de su nariz. Meditativo, dirigía la mirada a una de las vitrinas de las paredes. En

cualquier momento abriría la boca y soltaría un discurso sobre lo bonito que había

encontrado todo. Aureli lo preveía. No era la primera vez que le pasaba. O bien se

despediría y saldría de la tienda, sin más. En realidad prefería lo segundo. Sabía que

algunos halagos llegaban a ser bochornosos.

—Bien.—El empresario tomó aire.—Le voy a hacer una oferta. Pero, antes,

tiene que asegurarme que está dispuesto a colaborar conmigo y que no voy a perder el

tiempo regateando cláusulas de nuestra supuesta colaboración.—Hizo el gesto de las

comillas al decir 'supuesta'.

—Adelante, diga, diga.

—Desde hace un par de años tengo la herencia de mis abuelos metida en la

cabeza todo el rato. Al no saber en qué gastármela, me interesé por diferentes

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inversiones que podría hacer con ella. Lo que tenía claro era que no se pudriría en las

cuentas del banco, como había hecho durante los últimos años. Fue entonces que me

llamé a mí mismo empresario y empecé a leer libros e ir a conferencias que me

inspiraran. A día de hoy, todavía no tengo la solución conmigo. Ese dinero sigue

colgando de un hilo, y yo... vaya, yo ya me canso. El plan que tengo consiste en

transformar un comercio pequeño, de la ciudad que sea, en el primer supermercado de

una cadena que se expandiría por todo el continente. Si tuviera éxito, claro. ¿Qué

tendría de diferente? Que estaría en lugares céntricos. Se me ha ocurrido que el origen

podría estar en su tienda.

Se le heló la sangre. Que ese hombre creyera que la oferta le interesaría, tan solo eso, ya

le ofendía. Llevó una mano a su espalda y lo acompañó hasta la puerta. Ni se detuvo a

explicarle por qué rechazaba su oferta. Se limitó a agradecerle que hubiera venido y le

deseó que regresara pronto, pero con otras intenciones.

—¿Por qué no lo piensa bien? ¿Teme que su tienda pierda identidad? Bien, pues

intentaremos que no sea así. Mantendremos su nombre, su estilo, no sé, lo que usted

diga.

—Para empezar, este local no me pertenece. Tendríamos que tratar con el

propietario, y él es el menos interesado en hacer cambios. Le gusta estar quieto, qué le

vamos a hacer... Y a mí también, así que mejor tiente con su oferta a otros. No faltan

tiendas en Mataró. Encontrará más de una que pactará con usted encantada.

—Deme la dirección del propietario y hablaré con él, si esa es la cuestión. Hago

que la gente inmóvil empiece a saltar, es uno de mis dones. Se lo aseguro. Solo deme

una dirección.

—Ni hablar. Cierre la puerta al salir... Ah, no, ¡ya son las cinco!—dijo mirando

el reloj de la pared.—Deje abierto, sí, abierto.

Aureli se disculpó porque tenía que resolver unos temas antes de que llegasen los

primeros clientes. Corrió al segundo piso. Empezó a cambiar cajas de lugar para

ocuparse las manos y no tener que pensar. Daba golpes a las estanterías para que, si el

señor seguía abajo, se diese cuenta de que estaba atareado. Le molestó que al cabo de

cinco minutos aún se oyeran esos giros de cadera. Volvió a bajar las escaleras. Se le veía

furioso. Esta vez sí, lo echaría de mala manera si era necesario.

Lo sorprendió abriendo los cajones que había detrás del mostrador. Siempre trataba de

comprender una situación rara antes de llamar a la policía: le preguntó qué estaba

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haciendo. El empresario, ya incorporado y yendo hacia la puerta, balbuceaba. Intentaba

decirle que estaba buscando la dirección del propietario. Aureli le advirtió que, si no

salía, las consecuencias serían peores de lo que se imaginaba.

Obedeció. Torció a la izquierda y, al llegar al final de la Plaça Gran, fue por la calle que

bajaba. Aureli cerró la persiana y lo persiguió. A una distancia prudente, disimulando

cada vez que le daba por volver la vista atrás.

Debía ser una de las personas más salvajes con las que se había encontrado. Lo perdió

de vista al doblar una calle. Se atusó el cabello, con desespero, y regresó a la mercería.

En el camino de vuelta le dio por pensar en lo frágil que era lo que tenía. Su negocio,

tan tímido frente a las grandes empresas, se tenía que entender como una pieza de

coleccionista. De las que ya no quedan. Piezas que se aman porque se tiene miedo de

que se nos escurran de entre las manos.

Capítulo 7

Si los conflictos de la historia universal son incontables, para nombrar los que

sobrevinieron a Aureli serían necesarios menos que los cinco dedos de la mano. Uno ha

sido explicado, quizás el más ligero. Considerar que situaciones como la anterior eran lo

más problemático que Aureli había encarado nos llevaría a pensar que no se había

encontrado con nada serio. Y era así, desde luego. Su lucha, más que contra los

accidentes, había sido por hacerse un hueco entre los comercios de la ciudad. Nadie

escoge las tragedias con las que se topa. Aureli se apenaba por los que sufrían. Incluso

se sentía culpable por ir tan descansado, como si los problemas hubieran dejado de

existir. No se cansaba de dar gracias por la suerte que había tenido al dar cada uno de

sus pasos. Le parecía que, si bien no tenía otras, su virtud era saber cuándo arriesgarse.

Ese segundo conflicto vino de la nada. En Mataró, los enfrentamientos eran mínimos:

los ciudadanos nacían habiendo acordado que no pondrían trabas a lo que los demás

hicieran, aunque después no lo recordaran. Si surgía algún contratiempo, quien lo

provocaba solía ser alguien de fuera. En el caso de Aureli, una cooperativa de los

alrededores. Un sueño de cooperativa, para ser exactos, pues todavía no existía.

Fue una tarde de invierno. Faltaban minutos para la hora de cierre. Nadie aparecía por la

tienda. Aureli se estaba planteando cerrar antes. Con la poca clientela que había tenido

ese día, dudaba de que en ese tiempo la cosa fuera a cambiar. Se dirigió hacia la puerta y

vio un grupo de veinte personas acercándose, en tropel. Pensó que irían a algún

restaurante. Deben estar celebrando un aniversario, se dijo. Se fue extrañando conforme

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veía que iban en dirección directa a la mercería. Los que lideraban el grupo le miraban a

los ojos, yendo al compás. Sin inmutarse, les cerró la puerta en las narices y fue a contar

el dinero de la caja. En unos segundos, oyó que llamaban al timbre. Las sombras de esa

gente oscurecían la entrada. Algunas caras se reflejaban en los cristales. Otras, en los

espejos colocados en el escaparate.

¡Cómo le habría gustado hacerse el loco! ¡Cuánto habría dado por deshacerse de

complicaciones como la que intuía que se le venía encima! Se había acomodado en su

vida de tendero. Disfrutaba vendiendo, intercambiando rumores, barriendo el suelo de

enfrente del local. Cualquier escena que se saliera de la normalidad le alteraba. Le costó

dar cada uno de los pasos que le separaban de la puerta. Andaba lo más lento posible.

Iba dando un recorrido interminable por la sala antes de llegar a la puerta. Una vez

estuvo delante, tuvo que asumir que, en esa ocasión, no podía esconderse. Las siluetas

se dibujaban sobre las cortinas de la puerta. Abrían la boca, o bien riendo a carcajadas o

bien bostezando. ¿Valía la pena preguntarles qué querían? Ya había puesto la mano

sobre el picaporte.

Iba a saludar cuando una voz se impuso a la suya. Había llegado a tal punto de timidez

que, con solo eso, se sonrojó. Retrocedió hasta chocar con la vitrina que tenía detrás.

Dos mujeres del grupo entraron, mientras el resto se quedaba esperando fuera. Unos

cuantos se habían sentado en el bordillo. Otros se habían cruzado de brazos y paseaban,

como haciendo un cambio de guardia.

—Buenas tardes, ¿cómo está?—La que empezó a hablar avanzó hasta tener

Aureli a un metro.—Somos las portavoces de una cooperativa que está buscando

comercios de Mataró a los que asociarse. Como que todos procuramos que estén

relacionados con el téxtil, habíamos pensado que quizás le interesaría unirse.

La experiencia con el empresario estaba demasiado cerca en el recuerdo. Aureli volvió a

verse a él y su mercería siendo absorbidos por los monstruos de los negocios. Lo

aseguraría a todo el que le preguntara: Si se entiende que 'vivir en paz' consiste en no

buscarse problemas ni que los problemas te busquen a ti, es imposible.

Se oyó detenerse un coche. De él salieron cinco personas que se añadieron a los de la

cooperativa. Unos cuantos habían encendido cigarrillos, cuyo humo se juntaba en el aire

y subía por la fachada. Aureli, que no había escuchado lo que le habían dicho, miraba

esa nube de tabaco.

—Antes que todo, ¿podría decirle a sus compañeros que dejen de fumar?

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Ensucian la imagen de mi comercio. Aguantaría que uno lo hiciera, pero casi parecen un

ejército de adictos.

—Perdóneles. Hemos pasado por un estanco y han aprovechado para comprar.

Son como niños, ya ve. La misma ilusión pero diferentes juguetes.—Le pidió a su

compañera que saliera y les ordenara que apagaran los pitillos.

Acostumbrado a la gente sencilla, veía a esos señores que vestían foulards rojo pasión y

no podía evitar que le temblasen las manos. Las señoras que había de por medio le

sorprendían; se maquillaban de tal forma que parecían sacadas de pinturas renacentistas.

Y, claro, a esa sensación tan desagradable se le añadía la confusión. Pidió más detalles.

—Por supuesto que voy a ser más concreta. Lo que nosotros pretendemos es

formar una gran cooperativa a la que los comercios mataroneses relacionados con el

textil se puedan unir y, así, estrechar vínculos entre ellos, ¿me entiende?

—Pero yo vendo unos artículos muy específicos, como puede ver.—Hizo un

gesto amplio con la mano.—¿Qué tengo que hablar con... con, no sé, un fabricante de

camisas?

—A través de una cooperativa podrían intercambiar ideas, además de colaborar.

Mire, tomando el mismo ejemplo que usted ha puesto, podrían decidir que la materia

prima que utilizasen para las camisas saldría de la mercería, y, para compensarles,

ustedes les harían rebajas en el precio. Saldría beneficiado, como comprueba. Y eso no

comprometería su comercio más que en los aspectos que... Bueno, en eso que todo el

mundo sabe que compromete una cooperativa.

Sonaba tan sensato... Aureli juzgó que una cosa así no sería de fiar. Había gato

encerrado. Las posibilidades de que las cosas fueran mal crecerían. No, no... prefería

mantenerse en la línea que había seguido hasta entonces. Las ventas funcionaban y tenía

un público fiel al que atender, ¿por qué ir a más? Rechazó la oferta al igual que había

hecho con la del empresario. Preguntó a la señora si querría comprar alguna cosa, pero

ella no lo escuchaba. Bajó la mirada al suelo y se recogió las manos en la espalda. Su

rostro pasó de la amabilidad a la decepción. Justo volvía a entrar su compañera cuando

dijo:

—Debería pensarlo con calma. Le he dejado poco tiempo para tomar la decisión,

entiendo. Volveremos en unos días, si le parece. Usted haga una lista de cosas a favor y

en contra y... y esas cosas que se suelen hacer. Tenga en cuenta que no es una

oportunidad que siempre vaya a estar a su alcance. Nuestro objetivo es el de formar una

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cooperativa que llegue a nivel nacional. El nivel local solo es temporal.

Esa ambición se juntaba con los demás inconvenientes que Aureli veía. Negó con la

cabeza. Le comentó que otras mercerías de la ciudad ya se habían unido, y que se

quedaría atrás en la competición por ser la mejor. Lo dejó indiferente. No tenía ningún

problema con las demás mercerías. Sin embargo, podía pasar que tuvieran demasiado

éxito a través de la cooperativa y ocuparan el puesto de la de Aureli. Todas estaban en la

misma situación, pero que alguna despuntara sobre las otras, atrayendo sus clientes y

desplazando la atención, supondría un problema. Hasta ahora habían convivido porque

los propietarios eran personas humildes que no esperaban ir más lejos. El equilibrio de

la balanza era perfecto. Entonces, ¿cuál sería la mercería que había firmado para

colaborar con la cooperativa? No era difícil ver que, ya con esa decisión, hacía que los

pesos de la balanza se tambalearan.

Antes de que les dijera que no tenían por qué molestarse en volver, el grupo había

desaparecido. Un abrir y cerrar de ojos. Aureli había inspirado aire, mirando hacia la

nada, y, al levantar la cabeza, se había encontrado más solo que la una. Tendría que

esperar a su regreso. Mientras tanto, pensaría en algo para ahuyentarlos. Una idea sería

vomitarles todos los argumentos que se le ocurriesen para no incorporarse al proyecto.

Daría resultado, pero, ¿era capaz de sacar los suficientes argumentos de su imaginación?

Los iría repitiendo y alternando.

Al cabo de unos días, una clienta le comentó que acababa de ver a los de la cooperativa.

Se los conocía por ser como una bandada de pájaros que deambulaban e incordiaban. En

pocos minutos, se presentaron en la mercería. La portavoz de la otra ocasión entró. Iba

acompañada por un chico y una chica. Ambos sonreían de un modo siniestro.

—Buenos días. Espero que haya tenido tiempo de pensar. Le ha estado dando

vueltas, ¿verdad? Se le veía en la cara que ha puesto al recibirnos. Intuyo que tiene

buenas noticias, ¿no es así?

Esa actitud, ya de por sí, le hartaba. Siempre se le había hecho difícil distinguir una

pregunta retórica de una pregunta que debía responderse, y esa señora lanzaba de los

dos tipos cada vez que abría la boca.

No tuvo tiempo de responderla. Le tendió un botijo, de cerámica muy trabajada, con una

especie de abanico que salía de su cuerpo. Era del color de la misma arcilla, con algunas

pincelas amarillas. Habían incrustado miniaturas de frutas, salpicadas de ese color.

—Evidentemente, este regalo no es algo inusual. Nos hemos fijado en que es una

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persona... digamos que poco interesada en el dinero, y, con esto, queríamos que

comprendiese que no solo nos dirigimos a los que esperan conseguir beneficios

económicos. Nuestra cooperativa está abierta a todo tipo de mentalidades, incluso las

que son...—Dejó la frase en el aire.

Aureli sostuvo la pieza entre sus manos. Resplandecía a la luz del sol. El tacto no era

del todo agradable: una capa de ese aceite que se hace sobre los recipientes antiguos lo

cubría. Le dejó las manos grasientas.

Lo puso sobre un mostrador. Lo mejor que sería que se explicase, para que no hubieran

malentendidos. No estaba tan inspirado como para soltar un discurso, pero haría lo que

pudiese:

—Mire, si no tengo ningún interés en juntarme con ustedes es porque estoy

satisfecho con mi situación. Las cosas van como tendrían que haber ido desde siempre,

y no quiero atarme a nada que pueda crearme riesgos. Solo espero de esta mercería lo

que ya me ha dado.

—Oh, ahora lo entiendo. Esa creencia de que una cooperativa supone arriesgarse

es un bulo que lleva mucho tiempo difundiéndose. No se lo crea. Nuestras intenciones

no son las mismas que las que tienen otras cooperativas, como ya sabrá. Nosotros nos

caracterizamos por...

El tendero se dio la vuelta y se fue detrás de uno de los mostradores. Abrió su cristal y

empezó a recolocar unas perlas. Mientras tanto, la señora le miraba como si en lugar de

dejarla con la palabra en la boca le hubiera dado una bofetada.

Esperó unos minutos. Se hizo un silencio absoluto. Era el mismo silencio de esas

mañanas en que llegaba muy temprano, cuando el resto de comercios todavía no habían

abierto, y no se oía una sola voz. Ni ladridos lejanos, ni gente caminando, ni siquiera el

motor de algún vehículo. Era el silencio de una ciudad que se había quedado sin

habitantes. Mientras que a las 6 a.m. se hacía agradable, en esas circunstancias le

incomodaba. Por el rabillo del ojo veía que seguía allí, en un rincón. Debía pensar que

había tenido que correr a hacer una cosa urgente y que, en cualquier momento, volvería

a atenderla. Un rato más tarde, se oyó la puerta cerrándose. Aureli levantó la cabeza y

comprobó que estaba solo. La señora había dejado un rastro de desprecio en el aire, que

lo cruzaba y se difuminaba. A través del cristal del escaparate vio a los de la cooperativa

alejándose. Como las gaviotas cuando levantan el vuelo, lo hacían majestuosamente,

para que nadie notase su fracaso.

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San Juan se acercaba. Desde que había llegado a la ciudad, Aureli lo celebraba

admirando los fuegos artificiales que se encendían por calles y plazas. Disfrutaba como

un niño viendo cómo un montón de trastos viejos se quemaban en una hoguera. Y no

lograba explicarse el motivo. Quizás sería por placer visual, o porque ver que

costumbres tan ancestrales seguían valorándose le tranquilizaba. Tenía que ser eso: lo

tradicional, si se mantenía, ayudaba a que su mundo siguiera en equilibrio. Le alegraba

tanto que un día antes ya lo esperaba con ganas. Con esta actitud llegó a la mercería por

la mañana. Cuando fue a subir la persiana, se fijó en que se había escrito algo sobre el

aluminio: 'Parecemos discretos. Tú espera.'. Con una letra muy pulida. El punto final se

había trazado con tanta agresividad que incluso se había hundido. No se le ocurrió quién

podía haber sido. Tonterías de la juventud, que dicen en estos casos.

Entre esa mañana y la siguiente, tuvo lugar la víspera de San Juan. Una noche en la que

las luces del fuego no caía sobre los ojos de la gente, sino que se vertían como un chorro

de agua. Explotó cada poro de su cara con el ruido de los cohetes. Y la mañana

siguiente, cuando fue a abrir la mercería, todavía le bailaban algunos restos de coca por

la boca.

Saboreando el último trozo de confitura que le quedaba entre los dientes, llegó a la

Plaça Gran. Vio desde la lejanía que había algo fuera de lo normal. A pocos metros de

ella, se dio cuenta de que alguien había estampado una antorcha sobre la persiana. Las

brasas, apagadas, se esparcían por las losas. Una gran mancha de carbón. Tardó dos

horas en limpiarlo.

No se dejó provocar. Al contrario, sintió paz. Sabía que, con esa pataleta de crío,

quedaba todo zanjado. Lo que no comprendía era por qué habían intentado hacer de un

problema pequeño un gran asunto. Y, quizás para explicárselo a sí mismo, escribió en su

diario: «Queda claro que lo que pretendían no era crear vínculos entre negocios. Desde

el principio querían montar una serenata y no sabían cómo. En fin, si esto significa el

punto y final de la historia, lo prefiero a que hubiera seguido por más tiempo. Lo único

que no me saco de la cabeza es que otras mercerías se hayan apuntado al plan. ¿Por

qué? ¿Qué interés tienen? Siento que es un ataque a las que intentamos seguir como

siempre, sin molestarnos entre nosotras. Cada una tiene su público, ¿por qué buscar

más? No me importaría si no fuera porque expandirse, en este caso, es lo mismo que

asfixiar a la demás. No he actuado, pero dudo de que pueda seguir con la misma

filosofía si la situación se complica. A veces tengo la impresión de que es más difícil

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vivir con tranquilidad que ser codicioso... Se llenan la boca con esas palabras y olvidan

por qué están aquí. O, si lo recuerdan, lo hacen de una manera distinta a la mía.»

Capítulo 8

No estaba nervioso. Se decidió a olvidar por unas horas esos malos recuerdos y recoger

las cajas que había tirado por el suelo antes de que sus padres llegaran. Era su primera

visita a Mataró. Tanto tiempo habían tardado en interesarse por el negocio de su hijo.

Más que por vaguedad, había sido por temor a que la ciudad los engullese como había

hecho con él.

El tren les dejaría en la estación de Mataró a las nueve de la mañana. De allí irían a su

hotel y, luego, saldrían en busca de la tienda, donde Aureli los estaría esperando. Lo

habían planeado por teléfono, tan alegres por poder verse pronto que casi no entendían

lo que decían.

Eran las nueve y media. Probó suerte llamando a la recepción del hotel, pero le

respondieron que sus padres no figuraban en las listas de huéspedes. Como que no

entraba ningún cliente, se sentó a esperar. Movía las rodillas sin parar, casi

inconscientemente, al igual que las manos. Respiraba e inspiraba. Su estado era el de

alguien que acababa de correr un maratón y, agotado, se había desplomado.

La última vez que había visto a sus padres fue dos años antes. Desde su mudanza a

Mataró, las idas y venidas a Castellón habían sido frecuentes. Nunca duraban más de

una semana. Solía ser al séptimo día cuando empezaba a hacer comparaciones entre la

vida de la ciudad y la de Cortes de Arenoso. Hacía la maleta en menos que canta un

gallo y se largaba.

Ocurrió en el más formal de los silencios. Una pareja de viejecitos llamaron con los

nudillos. Seguidamente entraron y asintieron con la cabeza al ver a Aureli. Él se levantó

y los abrazó sin efusión, pero sonriendo. De su infancia recordaba que no podía darles

abrazos por más de cinco segundos. Según su madre, las muestras de afecto debían ir en

su justa medida. Unos segundos más de la cuenta lo fastidiarían, y harían que, en un

futuro, en lugar de sentirse añoranza por los seres queridos, se sintiera la pesadez de sus

brazos sobre los hombros.

Les mostró el local con paciencia. Alucinaban cada vez que miraban por una ventana y

descubrían la ciudad delante suyo, con esos edificios que se apretujaban para ahorrar

espacio. Al llegar al terrado y ver el paisaje que les esperaba más allá del balcón, dijeron

que no les quedaba nada por ver. Aureli habría discrepado, pero pensó que su horizonte,

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el lugar más lejano al que había llegado, estaba en el mismo punto que el de sus padres.

Por más tiempo que pasara en la ciudad, no dejaba de ser uno de ellos. Sus reacciones le

recordaban a las que había tenido el día que llegó a Mataró. El origen de esa situación

había sido el presentimiento de que en la ciudad estaría mejor; la primera vez que había

dado un cambio drástico a su vida y la última. Creía que había cosas con las que era

mejor no jugar. Como la fortuna. Sus padres también se daban cuenta. De hecho, a

nuestro hijo no le habría podido ir mejor. Venía con unas expectativas que se acabaron

cumpliendo, comentaban entre ellos.

Ya se sabía que lo de llevar sombrero bajo techo estaba mal visto. Pero el padre de

Aureli, tan perdido como se sentía, necesitaba un centro de gravedad. Lo había

encontrado en ese trozo de fieltro que se encasquetaba. Era de ala corta. Dejaba que le

cayese por un lado, de manera que su cabello blanco quedaba al descubierto. Sus cejas

eran más pobladas que las de Aureli, aunque, al no ser más que canas, se volvían

discretas.

Como todas las mañanas, un chico de los recados se pasó a traerle el periódico. Se lo

ofreció primero a su padre, por educación. Él dijo no estar interesado ni en política, ni

en sociedad, ni en nada sobre lo que se hablara en esas páginas. Se llevó una mano a la

sien y se concentró en un punto del suelo. Dijo recordar que, cuando Aureli se había ido

de Castellón, había dicho que buscaría una oportunidad como periodista. Ni él ni su

madre habían vuelto a pensar en ello desde que les anunció que, finalmente, montaría

una mercería. Aprovechó para preguntar qué le había llevado a cambiar de idea. Tal vez

no era necesario mentir. Lo que él se decía era que, ya que sus padres estaban allí por él,

emocionados ante lo bien que le iba todo, no les decepcionaría hablándoles de esos días

de depresión con los que había empezado su aventura. Se merecían una historia mejor.

Buscó una mentira que fuese, por lo menos, ingeniosa. Creía que así, haciéndola

desenfadada, aliviaría el pecado.

Contó que, al llegar a las oficinas del periódico, se dio cuenta de que su camino no

estaba allí. A él lo motivaban cosas demasiado distintas al periodismo como para

implicarse en él y convertirlo en su fuente de ingresos. Entendiendo que sería un

periodista mediocre, llegaba a dudar de que esos ingresos fueran a existir. Así que

decidió buscar otras opciones. Esperó a que le atendieran, aunque solo fuera para saber

si le veían capacitado para trabajar allí. En el momento en que el tipo que le hizo la

entrevista le dio la bienvenida a la redacción, huyó por piernas.

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Mientras lo explicaba había ido subiendo el tono, como si el final de historia que se

avecinaba fuera desternillante. Sus padres respondieron con su indiferencia. Más por

lástima que por otra cosa, su madre fingió una carcajada que quedó afectada por el

silencio que la siguió. No se les veía divertidos por la actitud de su hijo. Le habría

gustado confesar que se trataba de una burda mentira, y que la realidad había sido más

cruel con él y menos con ese entrevistador. Era tarde. Recuperaría la franqueza que

había perdido de un instante a otro, pero, entretanto, tendría que cargar con el peso de su

conciencia. Siempre que no decía la verdad le pasaba lo mismo: Miraba a quienes había

mentido a los ojos y los veía tan ignorantes de la verdad que se llamaba a sí mismo

egoísta. Por esconder algo que merecía ser sabido, por tratar la realidad como si pudiera

ser manipulada. Se tomaba esas faltas en serio. No necesitaba que nadie le castigase por

ellas; él mismo se fustigaría el tiempo que fuese necesario.

Aureli les propuso tomar unos cafés. Se dirigieron a la salida y, en el momento de abrir

la puerta, su madre le despistó pidiéndole una diadema. De mientras, su padre fue hasta

la entrada. Aureli metía las manos dentro de un mostrador e iba sacando piezas de

distintas formas. Su madre se sacó el lazo con el que se ataba el cabello. Las probó una

a una. Podía verse en los espejos que había repartidos por la sala. Coqueta, puso una

mano debajo del mentón, como si con ese gesto fuese a cobrar una elegancia que no iba

con ella.

Dando una última ojeada a su alrededor, se fijó en las figuritas guardadas en un cajón.

Sacó una. De porcelana, pequeñas, casi inexistentes. Representaban distintas razas de

perros en poses que iban de la pata levantada a la rectitud del «¡siéntate!». Una en

concreto le atrajo. El conjunto consistía en una silla por el respaldo de la que colgaba un

perro. El barniz que las recubría hacía que se deslizasen entre sus manos. Intentaban

escapar ahora que el cajón en el que estaban condenadas a vivir se había abierto. Eran

perros que, si hubieran ladrado, lo habrían hecho con sus voces de piedra, y el canto

habría sonado tan seco y tajante que la madre de Aureli lo habría considerado el más

bonito jamás oído. Además de perros, también había instrumentos de porcelana.

Llegaban a tal punto de detalle que las cuerdas del violín estaban hechas con centeno.

Metió la mano hasta el fondo del cajón y notó algo mucho más liso que el resto de

figuras. Lo sacó. Se trataba de un óvalo con colores en su interior. Eso que

habitualmente se utilizaba de pisapapeles, pero que, en realidad, si se decía que tenía tal

función era porque no servía para otra. Lo acarició y, al darle la vuelta, la luz del sol se

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filtró a través de los rojos y naranjas que se mezclaban en él. Unos rayos de esos colores

se reflejaron en el suelo.

—¿Te gusta?—le preguntó Aureli, acercándose. La había visto tan fascinada que

no había podido evitar preguntar. Pensó que sería una buena idea regalarle uno de esos

objetos a su vuelta a Castellón. Puede que fueran los artículos más caros de la tienda. Y,

al mismo tiempo, los que peor se vendían. Tanto lo uno como lo otro los convertía en

algo exclusivo que Aureli ni tenía en cuenta cuando hacía el inventario. Desde el año en

que abrió, había vendido diez porcelanas, más o menos. Las había comprado porque

veía importante tener toda clase de productos que se ofrecieran en mercerías

tradicionales.

—No es que me guste, es que no entiendo qué utilidad le da la gente a esto...

¿Me lo podrías decir tú?

Aureli le sacó la bola de entre las manos y la volvió a poner en el cajón. Lo cerró y la

invitó a salir. Ella se dejó conducir, mirando a izquierda y derecha. Quería investigar el

tipo de vida que su hijo llevaba. Y, para ello, tenía que conocerlo todo.

Su rostro se ensombreció al ver que no quedaba casi ninguna mesa libre en la terraza del

Nu, el café de delante de la mercería. Se tuvo que conformar con una sobre la que caía

el sol más agresivo.

Eran las once de la mañana. El mercado de la Plaça Gran estaba en su punto álgido. Los

tres tomaron asiento y se dedicaron a observar a los marchantes, que miraban y

remiraban sus frutas y verduras. De vez en cuando, metían una mano en las cajas y la

volvían a ordenar.

En uno de esos puestos, la hija de los marchantes se entretenía haciendo pirámides con

mandarinas. Casi todas estaban en su madurez más dulce. La niña tenía buen gusto:

colocaba en la base las verdes. De esta manera, quedaban con un degradado del verde al

naranja. Su madre, al verlo, le acariciaba la cabeza. Aureli espiaba la escena con

felicidad. Se diría que estaba más atento a ella que a lo que sus padres hacían. Pidieron

dos cafés y un té. La música que habían puesto los dueños era ideal. El tipo de música

que uno no espera encontrarse en plena calle, y menos en las horas más concurridas.

Aureli tarareaba Lou Reed.

Durante una hora se hizo, cada cinco minutos, un comentario. El que llegaba después de

otro, lo respondía. Y el de todavía más tarde, respondía al último. Parecían fatigados por

el viaje. Aureli habría tratado de arrancarles alguna opinión sobre lo que llevaban visto

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de Mataró, pero no se sentía con las fuerzas suficientes.

Por casualidad, Lídia y Joan cruzaron la Plaça en ese momento. Al ver a Aureli

acompañado, pensaron que sería mejor no molestar, pero al darse cuenta de que quienes

le acompañaban tenían la piel tan oscura y debían ser parientes suyos, la curiosidad les

venció. Se presentaron a sus padres y fueron invitados a tomar asiento. Aceptaron.

Pidieron un par más de cafés.

—Bueno, Aureli, ¿y cómo ha sido que has traído a tus padres a este rinconcito

bajo el trasero de Barcelona?

—Jamás habían venido a visitarme. Creía que ya era hora. Después de tantos

años, y de tantas visitas que les he hecho, era hora que ellos también se sacrificaran,

¿no?

Los dos inclinaron la cabeza, afirmativamente.

—Ah, pero supongo que venir de un lugar rural a uno de urbano tampoco debe

ser un sacrificio demasiado grande...—Y dirigiéndose a sus padres, observó:—Habrán

notado que las comodidades aquí son mucho más... imprescindibles, por decirlo de

alguna manera.

—Claro, aunque lo sabíamos antes de venir. La gente de la ciudad depende de

caprichos y facilidades que han venido con el tiempo. Esto se ha hecho tan exagerado

que no se imaginarían viviendo ni veinticinco años atrás, con los inconvenientes que esa

vida suponía. Eso es grave. Vaya... desde mi punto de vista, es grave.

—¡Y que lo diga! Fíjese, hace unas semanas leía a un escritor, Svevo, que decía

que tantas comodidades tecnológicas impedirían que el hombre siguiera evolucionando.

Incluso planteaba la revolución de las máquinas, y el fin del mundo que ello

comportaba. Lo pintaba de un modo tan coherente que... que no pude evitar un

escalofrío, lo confieso. Ese tipo de cosas no suelen asustarme, pero que un autor que

lleva décadas muerto ya predijese el futuro en esa dirección me alarma.

El padre de Aureli se interesó por el autor, pero después afirmó:

—No se fíe demasiado de los escritores. Lo tengo que decir de paso: Solo hay un

tipo de personas que mienten más que ellos, y esos son los periodistas.

—Entonces, que su hijo hubiera acabado ejerciendo de periodista después de la

carrera habría sido una decepción para usted, ¿no?—intervino Lídia. En ese momento, a

Aureli se le formó un nudo en la garganta. Empezó a disparar miradas a diestro y

siniestro. Quería controlar lo que fuera a decirse a continuación, para que la

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conversación no fuera por mal camino, pero no sabía cómo hacerlo. Iba a comentar

alguna tontería para desviar el tema cuando su madre preguntó:

—¿Cómo que 'carrera'? ¿Me he perdido algo?

—No, no, mamá. Es solo una broma que tenemos entre nosotros. Un

malentendido, olvídalo. Por cierto, ¿os apetecería acompañarnos a comer? Hemos

reservado mesa de tres en un restaurante de por aquí. Podría hacer una llamada y que

reservasen para cinco.

La pareja rechazó la idea. Dijeron que tenían otro compromiso. Siguieron hablando

sobre varios temas, la mayoría relacionados con el estilo de vida que se tenía en una

ciudad como aquella. A los padres de Aureli les interesaba descubrir los rumores sobre

personas a las que ni siquiera conocían. Era algo a lo que no estaban acostumbrados.

Les maravillaba que la vida de algunos mataroneses fuera tan literaria. También les

maravillaba que las noticias sobre estas vidas corriesen de boca en boca con grandes

detalles.

—Definitivamente, sería incapaz de vivir aquí.—dijo el padre de Aureli.—Con

la mala memoria que tengo, acabaría distorsionando los cuchicheos que me contasen, y,

al contarlos a terceras personas, confundiría nombres con nombres, fechas con fechas...

Prefiero la vida que he llevado hasta ahora, que no quepa duda.

Cuando Lídia y Joan se despidieron, Aureli insistió en acompañarlos unos pasos más

allá. Dejó a sus padres sentados, diciéndoles que volvería en cinco minutos. Al

encontrarse a cierta distancia, se disculpó ante Lídia por la mentira del periodismo. Se le

había puesto una cara tan seria que, al verla, Joan se partió de risa. Su mujer le contestó

que no le importaba que le hubiese mentido. El peso de la conciencia, en cualquier caso,

estaría sobre él, y ella se olvidaría de todo ese berenjenal antes de llegar a casa. Esa

reacción no le tranquilizó. Es más, le inquietó por lo cierto que era que la mentira

cargaría sobre sus espaldas.

Capítulo 9

La madre de Aureli le había traído una fiambrera. Al destaparla, los olores más amables

que nunca había sentido le subieron a la nariz. Veía los trocitos de morcilla con los que

había decorado el plato. Ese aroma a cerdo quemado opacó el de la salsa con la que

había cocinado las lentejas. Pasó un dedo por el contorno de la fiambrera y se lo llevó a

la boca. No lo encontraba bueno; era más que eso, se trataba de un sabor a nostalgia.

Podrían haberle cocinado platos más elaborados, pero pocos le habrían despertado

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sensaciones tan fuertes.

Le vino a la mente el Aureli de diez años. Después de pasar la mañana de sábado

ayudando a su padre en el huerto, llegaba hambriento a casa y corría a sentarse a la

mesa. Sin embargo, hasta que no era la una y media su madre se negaba a servirle. Él

esperaba impaciente, con las piernas colgándole por debajo de la silla; las balanceaba,

una adelante y la otra atrás, la una atrás y la otra adelante. Cuando el plato, finalmente,

caía delante suyo, él disfrutaba de los segundos antes de hincarle la primera cucharada.

Humeaba como se imaginaba que lo haría Dios. Tenía que soplar. Sabía que, si

empezaba a comérselo sin hacerlo, la lengua le ardería como castigo por no haber

respetado el ritual de cada comida.

Volcó la fiambrera en un plato y dejó que las lentejas fueran deslizándose. Se movían

como la lava de un volcán, que avanza por un impulso propio. Con lentitud, sí, la misma

que tenían algunos animales al estar cerca de sus presas. La presa de esa comida estaría

en las entrañas de Aureli. Las recorrería con la misma quietud con la que pasaba de una

superficie a otra. Caería en su estómago y allí, al fin, se rendiría, pero antes habría

dejado un rastro por los conductos que había pasado.

¡Se hubiera dicho que, pese al calor, había deseado tanto volver a probar lo que

cocinaba su madre que se lo habría comido con la temperatura que fuera! Su madre

aseguró que, si lo comía en frío, perdería su gracia. Le obligó a meterlo en el

microondas. Dos minutos. Y qué eternidad de segundos. Ciento veinte, sí. Los pasó

mirando a través del vidrio del electrodoméstico, sin decir nada. A continuación, lo puso

sobre la mesa. Devoró cada monedita de cinco céntimos con pasión.

Su padre, a quien ese espectáculo por tan poca cosa fastidiaba, daba vueltas por la

cocina. Le había comentado que no podía ser que viviera en un piso en tan malas

condiciones. La alcachofa de la ducha no funcionaba, las patas de su cama bailaban, las

paredes de la cocina estaban llenas de manchas de humedad. Según él, era una situación

indigna. En cambio, en palabras de Aureli, tampoco estaba mal. Era habitable y, en

contra de lo que su padre pudiera pensar, habría preferido un lugar tan pequeño y en el

que tuviera todo a mano que otro tipo de piso más lujoso. Como que tampoco pasaba

mucho tiempo allí, no le importaba que algunos objetos se hubieran acabado o

pudriendo o escacharrando. De todo lo que le pertenecía, decía que solo le eran

indispensables tres o cuatro cosas.

Su madre se sentó a la mesa y le pidió que le diese su veredicto. Estaba tan concentrado

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apurando el plato que ni le oyó. Lo tomó por una buena señal, y se levantó de nuevo.

Fue a buscar un álbum de fotos que había traído en el bolso.

Pequeño, del tamaño de un libro de bolsillo y con el grueso que tendría un cofre. Pasaba

las páginas, como si quisiera encontrar una foto que tenía en la cabeza. Sobre las hojas

blancas, las fotos eran rectángulos con relieve. Por los costados se escapaba el

pegamento. Y, encima del mate de las fotos, un plástico que las protegía.

Se sentó, de nuevo, al lado de su hijo. Él, al darse cuenta de que tenía ese libro entre las

manos, la miró con sorpresa y exclamó:

—¿Por qué te has molestado? ¡Deberías haberlo dejado en Castellón! En fin...

nunca aprenderás, mamá.

No le habría hecho caso ni sabiendo que su reacción sería así. Había tenido que armarse

de valor para ponerlo en la maleta y llevarlo hasta allí. Se habían marcado unas

distancias entre ella y su hijo, quizás unas que no se recuperarían nunca, y las escenas

que podían llegar a tocar el alma, como esa misma, se le hacían incómodas. Tenía que

esforzarse por sacar ese libro de su bolso, acercarlo a su hijo e insistirle en que lo

miraran juntos. Se notaba en su voz, medio quebrada. En cierto modo, se le antojaba

como si esas cosas se hubieran transformado en apuros.

En la portada del álbum, sucia de polvo, alguien había imprimido sus huellas dactilares.

Cada vez que pasaba una página, se oía un chirrido parecido al de las puertas viejas

cuando les falta aceite. Su textura se había hecho tan frágil que, con solo cortar una

esquina, el papel se habría deshecho en pedazos.

Al pie de cada foto, había anotado el año en que había sido echada. Seguía una línea

cronológica, por lo que en las primeras páginas tan solo aparecían los padres de Aureli.

Ellos y sus amigos, ellos y sus padres, ellos y las cosas nuevas, como la casa de campo

o los terrenos que acababan de comprar. Sí, el matrimonio había conocido a una cierta

edad eso que poseerían. A Aureli, por otro lado, le irritaba haber nacido conociéndolo, y

que, por lo tanto, no significase ninguna novedad.

Sobre una foto en la que salía ella misma, la madre puso su mano e hizo como si

acariciara los brazos con los dedos. De la mujer de la foto la separaban más de

cincuenta años. Comparó la piel de su mano con la piel de la chica de la foto. Tan tersa,

joven, al dente. Hacía ojitos a la cámara, aunque, en ese momento, la mirada le parecía

más bien sibilina; la retratada cruzaba el tiempo y la veía a sus setenta años. Antes

pensaba que el tiempo avanzaba por inercia —ah, el tiempo, tenemos tanto que nos

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aburre, reía—y ahora todo cambiaba. Se daba cuenta de lo que retorcido que era. Esa

manera de ir hacia adelante sin advertir a quienes lo vivían de que no pasaba en vano.

Cuando las fechas de las fotos se aproximaron a mediados de los sesenta, un bebé

apareció, a veces en brazos de su madre, a veces en brazos de su padre. Tenía el rostro

de un niño triste, como si supiera que, con el paso de los años, sus padres se volverían

más esquivos. Era inevitable que dejaran de cogerme en brazos, pero no que el amor

desapareciese, pensaba.

Llegaron las fotos de sus partidos de fútbol. Jugaba con los amigos que había hecho en

Cortes de Arenoso. Por lo duro que era hacer el trayecto de la finca a Cortes, no podía ir

a muchos entrenos, y, por lo tanto, en los partidos jugaba extraordinariamente. A eso se

debía que hubiera pocas fotos. Menos de cinco, tal vez. Pero en todas miraba a la

cámara y sonreía con orgullo. Giraba la cabeza, de espaldas al objetivo; así se veía el

número que llevaba detrás de su camiseta. La pose era poco humana, como la de una

estrella en las alfombras rojas, pero, en la infancia, incluso eso resulta natural.

—De pequeña, mi abuela me decía que todas las familias escondían un muerto

en casa.—empezó su madre.—Cuando tú naciste, supe que el muerto en nuestra casa era

lo diferentes que éramos al resto de familias. Siempre que te llevaba a uno de esos

partidos, oía los comentarios de las demás madres sobre cómo trataban a sus hijos. Las

normas que debían seguir, las obligaciones que ya les daban... Se jactaban de que sus

hijos estuvieran en ese equipo. Creían que, cuantos más compromisos tuvieran, mejores

personas serían. O algo así me imagino que pasaría. Nunca quise algo similar para ti.

Por eso te acabé sacando.

—No sé si hiciste bien.—contestó Aureli. Giró la cabeza hacia su padre,

interrogante. Quizás tuviera algo que añadir. Había sido idea suya que entrara en el

equipo de fútbol, y, de hecho, el día que la madre de Aureli lo desapuntó, ni siquiera le

había preguntado si estaba de acuerdo. Pero a su padre no se le veía atento. Miraba por

la ventana. Aureli se imaginó que había descubierto lo fascinantes que eran los edificios

de esa calle. Sin embargo, si su padre sacaba la cabeza por la ventana era porque había

oído jaleo y, al curiosear, había visto un grupo de chavales pegándose en la calzada.

Su madre se estremeció. Llegaron a la parte de los veranos de los años setenta. Entre

tantos retratos y paisajes, solo se veía un rostro desconocido. Era el del abuelo de

Aureli, que hacía tan poco que había muerto que su ausencia aún les escocía. Tal

recuerdo acabó con el cariño que había ido creciendo dentro de ellos. Cerró el álbum y

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lo metió en su bolso.

En cualquier otra casa, no habría tenido importancia el recuerdo de alguien muerto. La

soledad, que iba tan arraigada a su estilo de vida, les llevaba a culparse a ellos mismos

por la desaparición de aquellos que alguna vez habían querido. Su aislamiento les

convertía en desconocidos para las demás personas de su familia, y esas personas eran

extraños para ellos. Así, el recuerdo de cada uno de sus seres queridos se dividía en dos

lados: el primero se refería a los buenos momentos que habían pasado con ellos; el

segundo era más terrible, y más pesado, pues trataba de cómo tan solo había sido

necesario el paso de los años para que se olvidasen.

No merecía la pena pensar en ello. Se les habían agotado los planes. No les queda nada

por hacer salvo esperar a que llegase la tarde y les apeteciera salir a tomar algo. Aureli

quería proponerles una visita a un museo. Si no fuera porque los conocía y, tal y como

eran, habrían hecho lo imposible para huir de lo que tuviera que ver con instituciones,

ya les habría dicho. El mismo piso de Aureli era un museo, para ellos. Lo

inspeccionaban como si tuvieran que encontrar rastros de robo o asesinato.

En realidad, aparte de la tensión creada por el repaso que le habían dado al álbum de

fotos, ese mediodía no tenía nada de especial. Los gritos de los vecinos no se habían

detenido porque ellos intimaran. Las bocinas de los coches no dejaban de pitar, ni sus

motores de ronronear. Los chicos que normalmente hacían el payaso por la calle seguían

haciéndolo. Y el cartero que, con retraso habitual, le traía sus cartas. Aureli lo oyó

llegar. Fue hacia la puerta, desesperado. Le diría que no tenía por qué tratar de meter las

cartas por debajo de la puerta. No había espacio suficiente, ¿es que no lo veía?

Quedaban arrugadas. Algunas, incluso ilegibles. Pero cuando abrió, el hombre ya no

estaba. Recogió los sobres que había dejado sobre la alfombra. Bueno, por lo menos esa

vez no lo había hecho.

Una de las cartas era de su casero. Le escribía a propósito de los meses que había estado

sin pagar el alquiler. Su letra era recta. La manera en la que la tinta se hundía en el papel

hacía pensar que, quien lo hubiera escrito, debía estar cabreado. Esa era la impresión

que quería crear. No era una mala coincidencia que, con sus padres en casa, le llegase la

carta. Paseó por la cocina con ella entre las manos. Puso cara de circunstancias. Hasta

que su padre no le preguntó qué ocurría, no apartó la mirada de la hoja.

—Es una nota de mi casero. Me avisa de que llevo demasiado tiempo sin pagarle

un duro. No es que haya tenido problemas con la mercería, no temas. Es solo que los

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ingresos cada vez son más bajos y... Bueno, ya lo debes entender. Si las cosas van como

van, no es por decisión mía.

—¿Necesitas que te echemos una mano, Aureli?

—No, no, faltaría más. Después de haber pagado mi manutención durante tanto

tiempo, me sentiría fatal si siguierais gastándoos vuestro dinero en mí. Ya no soy

ninguna inversión de futuro. Ahora sobrevivo porque amo lo que hago. Que, si no, ya

me habría vuelto loco.

—Insisto: Nosotros no utilizamos todo lo que recibimos de pensión. Te podemos

pasar una pequeña renta mensual. Por lo menos hasta que te recuperes. No nos sabría

mal. ¿Qué dices tú?—Se dirigió a la madre de Aureli, que lo miraba consternada.

También se notaba que se había ofendido. Que el tema saliera a relucir entraba en los

planes de Aureli, pero, tal y como lo había planteado, parecía que hubiera intentado

mantenerlo en secreto.

—Ayudaremos a nuestro hijo, no tendrías ni que preguntármelo. Eso sí, no

entiendo por qué nos lo escondías. ¿Acaso no nos tienes confianza?

—No se trata de la confianza, se trata de dignidad.

Era por decir algo. Aceptó que cada mes ingresaran una pequeña suma en su cuenta

bancaria. Lo justo para que pagase el alquiler. Por más satisfecho que estuviera con el

acuerdo, no podía evitar ruborizarse. Se sentía como si se estuviera aprovechando de sus

padres. Después de meses sin oír ninguna novedad sobre ellos, viajaban a Mataró

expresamente para verle y, de rebote, recibían ese compromiso económico. Lo que él no

veía era que, para ellos, darle ese dinero no era un acto de generosidad. Consistía en su

deber como padres. Cuando decidieron tener un hijo sabían qué comportaba. Desde su

perspectiva, volverían a Castellón con la conciencia más limpia por haber averiguado

cómo ayudar a Aureli.

Aquella noche, cuando se despidió de ellos en la puerta de su hotel, regresó al centro

con un agotamiento que no había notado a lo largo del día. Cada uno de músculos había

pasado las veinticuatro horas anteriores rígido. Si le hubieran tocado el pecho, lo

habrían notado frío y duro como un mineral. Y, ahora, andando hacia el norte de la

ciudad, le flaqueaban las piernas. Su regazo no había sido el mismo desde que había

apoyado el álbum de fotos en él. La sensación que le había dejado era de derrota. Quizás

por la reflexión por una vida que podría haber sido la suya. Quedaban tantas otras

opciones, tantas posibilidades... Jamás se le oiría decir que se arrepintiese de haber

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llegado hasta donde lo había hecho. La sensación de fracaso, de no haber vivido ni lo

suficiente ni lo correcto, iba en paralelo a esa.

Al levantar la cabeza, vio el cielo más oscuro que nunca. Ni rastro de la luna. Tampoco

estrellas, ni aviones que lo travesaran en dirección a la capital catalana. Si miraba hacia

atrás, lo que encontraba, en la lejanía, era la playa. Una línea horizontal del mismo

negro que el cielo. Se sentía atrapado entre esos dos trazos de tinta. Uno, que se

dibujaba sobre su cabeza. El otro, le cerraba el paso a su espalda. Al mirar hacia

adelante, en el horizonte, vio unas montañas. Tenían más color (la luz de alguna

urbanización las iluminaba), pero la sensación era la misma que con el cielo y el mar.

Podía intentar huir, volver a su tierra nativa o olvidarse de todo y buscar una nueva

ciudad... Tanta libertad para tan poca determinación. Siguió pensando en el asunto y se

dio cuenta de que estaba atado de manos y pies. El dinero de sus padres, por ejemplo,

era una de las cosas que le impedirían convertir esas reflexiones en decisiones. Sí, en

lugar de concluir en decisiones, se quedaban en la divagación. «Todas estas ideas, en

realidad... solo se me ocurren porque no tengo nada más en que pensar. Me como la

cabeza pensando en ello hasta la noche, me tumbo en la cama y me rindo.»

Capítulo 10

—Padre nuest... que estás en los... Santificado...—La voz de Aureli se perdía en

el coro de los fieles. No importaba si balbuceaba, si no terminaba las frases. Nadie lo

notaría. Había prometido a su madre que, antes de que se fuera, le llevaría a una iglesia.

Como que la misa empezaba a las doce, había insistido en que fueran media hora antes.

No le había querido contar el motivo y Aureli, perplejo, se había limitado a aceptarlo.

Había pensado que la Basílica de Santa Maria estaría bien. Además, como que quedaba

cerca de la mercería, mientras sus padres la visitaran, podría ir a resolver unos asuntos.

Antes de entrar no se imaginaban que encontrarían algo como el Conjunt dels Dolors.

Salas del barroco catalán más extravagante. La iluminación, pésima. La acústica, tan

fina que hacía que los susurros sonaran como silbos de serpiente. Dieron un largo

pasillo por el lugar. Finalmente, volvieron a la parte por la que habían entrado. La madre

de Aureli, mirando a izquierda y derecha, buscaba un confesionario.

Al pie de una columna, vio que había un armario del que una mujer acababa de salir. Lo

habían fabricado en madera de roble, de modo que, con el tiempo, se había hundido en

la oscuridad. Lo curioso de las personas que entraban y salían de esa clase de

compartimento era que no se les veía las caras. Los pocos focos de luz que se habían

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distribuido por el interior quedaban lejos de aquel espacio. Entre eso, y que, al salir, la

mayoría de las personas solía taparse la cara, se hacía difícil identificar a nadie.

Tampoco era su intención. Pero, mientras dudaba entre si entrar o escapar de allí,

pensaba si esos creyentes acumularían la misma cantidad de pecados que ella. Serían

mataronenses, por lo que podían ir con frecuencia a confesarse. Ella había olvidado

cuándo había sido su última vez. Llegó a verlo como algo prescindible, por más que sus

padres le enseñaran que la fe no se tomaba a broma.

El tiempo pasó volando. Empezó el oficio y tuvo que esperar hasta que terminara para

entrar en el confesionario. A mitad del rezo, Aureli le tocó un hombro y le hizo una

señal con la cabeza, como queriendo decir que iría a la tienda. «Hasta luego» murmuró,

recitando el Ave María a la vez.

Por más concentrada que estuviera en la misa, de vez en cuando no se resistía a girar la

cabeza y admirar el órgano que rozaba el techo. Sus tubos le recordaban a las chimeneas

de las industrias. Solo que estos, en lugar de humear porquería, humeaban sonidos

calientes y serios. Su fachada ardía de dorados y adornos que se retorcían.

La nave rebosaba de gente. Se había ido llenando conforme la misa avanzaba. Se fue

acercando al confesionario para ser la primera en entrar una vez la celebración

terminara. Había perdido de vista a su hombre. Conociéndolo, estaría husmeando donde

pusiera 'prohibido el paso' y trastería con lo que encontrase.

Cuando la misa acabó, se sentía mareada. Entró en el confesionario, de todas maneras.

Esperó a que algún sacerdote llegara mientras comprobaba que todos los botones de su

camisa estuvieran abrochados. Los curas que daban vueltas por allí tardaron unos

minutos en darse cuenta de que en el confesionario había un bulto. Corrieron a avisar a

alguien, y, más tarde, llegó el sacerdote. Cualquier otro habría tropezado con unas

faldillas como las que llevaba. Pero su postura, severa y al mismo tiempo

misericordiosa, marcaba la diferencia. Entró en el otro lado del confesionario y cerró la

cortina de nuevo.

De modo que eran dos bultos, el uno enfrente del otro. Ni ella lo miraba ni él lo miraba

a ella. Dirigían sus ojos al vacío, mientras sus bocas se movían. El ruido de fuera

(personas levantándose de los bancos, charlando al ir hacia la salida...) volvía sus

confesiones más ligeras. Como si fueran detalles de su vida que contaba a las

vendedoras del mercado.

Cuando salió, sus rasgos se habían transformado de tal manera que parecía otra persona.

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Muchas de las arrugas de su piel se esfumaron; en realidad no eran arrugas, sino

pliegues que ella misma hacía al tensar las cejas, los labios, etcétera. El cambio había

ido a bien, y suspiraba como si hubiera llegado a la cima de su felicidad. Buscó a su

hombre y, después, se fueron de la basílica. De camino a la mercería, él le preguntó si le

diría lo que había confesado. Respondió que, de haberlo hecho, no se habría

sorprendido ni una pizca. No se trataba de secretos. Pero prefería no hacerlo. Más que

nada, porque no pareciera que se sentía orgullosa de esos pecados menores.

—¿Y tú no tenías nada que confesar? Piensa que no volveremos a encontrar una

iglesia en mucho tiempo. Necesitaba descargar el peso que llevaba a cuestas como las

hormigas descargan las virutas que conducen a sus madrigueras.

—No necesito confesarme. Trabajar el campo me absuelve de todo.

Su mujer rió. Daban pasos lentos por el Carrer de Santa Maria. No estaban seguros de ir

por el camino correcto, aunque su hijo les había dejado claro que tan solo tenían que

bajar por esa calle hasta encontrar la Plaça. Desconfiaban igualmente. Y también lo

hacían para disfrutar, por última vez, de los entramados de calles de Mataró. Intentaban

descubrir en qué consistía el orden de esas calles y plazas, qué le diferenciaba del orden

improvisado de los bosques, antes de que, esa tarde, cogieran sus maletas y fueran de

vuelta a la estación de Barcelona. El tren hacia Castellón partía a las diez de la noche.

Aún tenían el día por delante. Evidentemente, no parecía suficiente tiempo para hacer

tanto como habrían deseado.

—¿Y de qué crees que te ha servido confesarte?

No le contestó. Era como una estatua de piedra. Sin voz, ni muecas, ni gestos. Solo

caminaba como si la única parte de su cuerpo articulada fueran sus piernas. Al llegar a

la mercería, cada uno cogió la persiana —medio bajada— por una punta, y la alzaron

hasta que estuvo a la altura de sus cuellos. Llamaron al timbre. Aureli fue a abrirlos.

Tuvieron que agachar la cabeza para pasar adentro.

La madre de Aureli jamás le habría hablado sobre algo como sus creencias. Cuando su

marido fue a comentar algo que se le había hecho curioso de la Basílica, ella le impidió

tocándole un brazo. Su reacción fue de molestia. Ni siquiera sabía lo que iba a decir,

¿por qué tenía de actuar de esa manera? ¿Intentaba censurarlo, o qué? ¿No esperaba

nada bueno de su boca? Bueno, volvió a callarse. Siguió con el ensimismamiento que

era habitual en él.

Su hijo salió al exterior, sin comentar nada, y levantó la persiana que había a la derecha

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de la entrada; la que correspondía al escaparate. Les pidió que se acercaran y le dijeran

qué les parecía cómo lo había organizado. En el tiempo que habían estado en la

Basílica, se había entretenido buscando la manera de que las combinaciones de colores

y líneas fuesen más agradables. En definitiva, era a base de practicar montando y

desmontando escaparates que acabaría por aprender qué era lo que le gustaba al público.

—Te diría que es precioso, pero no sé cómo se opina sobre un escaparate. ¿Qué

aspectos quieres que tenga en cuenta para hacerte una crítica?

—No, no, nada de crítica. Es decir...—Buscó las palabras exactas para explicar

algo simple.—Lo que tienes que hacer es mirar y juzgar si te gusta o no. Los que pasen

por delante de la mercería no tienen una rúbrica de valoración para cada cosa que ven.

Lo miran y, si el conjunto es bonito, quizás les atraiga tanto que acaben por entrar. O

quizás no entran, pero, el día que necesiten ir a una mercería, pensarán en lo bello que

era este escaparate, y me los habré ganado.

Su madre se alejó. Volvió a entrar y esperó sentada. No se cruzaba de piernas porque el

calor no invitaba a poses constreñidas. Sin embargo, cuando Aureli la vio bajo una

bombilla, retocándose el cabello, le pareció una de las mujeres más sofisticadas que

había visto. Ni en broma habría dicho que venía de una casa perdida en el bosque. Si

pudiera permitirse encargar un maniquí para el escaparate, lo haría a imagen y

semejanza suya. Con esa misma pose, que tan encantadora la volvía.

Llevaba unos zapatos de charol. Las hebillas desabrochadas. Las medias negras, que

quedaban enmarcadas entre su falda y los zapatos, se habían rasgado por la parte de

detrás. Cuando hizo un movimiento como de ir a levantarse, el color de su piel se vio a

través de esos agujeros. Para Aureli, eso no le hizo perder perfección. Por más andrajosa

que hubiera ido, la impresión que tenía de su madre no se la quitaría de la cabeza. Se

basaba en lo mucho que la había observado esos días. En el pasado, la imagen que tenía

de ella era la de una mujer tan humilde que no podía explicar sus ideas sin dudar antes.

Trató de recordar cada uno de los gestos que hacía. Así, cuando ya no estuviera, se la

podría continuar imaginando en la mercería.

Cerraron la tienda y se echaron a andar hacia el hotel. Irían a buscar las maletas y luego

tomarían un tren a Barcelona. Durante el resto del día, con tal que no se estresaran por

el ritmo de la capital, Aureli los acompañaría. Después, cuando fueran a tomar el tren a

Castellón, se despediría de ellos. La noche anterior había ensayado su abrazo de

despedida frente al espejo.

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A medida que se acercaban a la puerta del hotel, el lujo se hacía mayor. El pavimento

gris y rutinario fue cambiando hasta convertirse en un suelo de mosaico. Las plantas que

crecían a su alrededor dejaron de ser los plataneros comunes y se volvieron más

exóticas. Incluso la gente, que en Mataró iba a su bola, vestía con más clase y se fijaba

en quiénes le miraban.

Pasaron al hall. Las arañas colgaban del techo, encendidas, aunque la luz que entraba

por las ventanas habría bastado. Al fondo se veía otro salón, todavía más grande, cuyas

paredes hacían formas de arcos. Dentro de estos, unas cortinas de colores que

combinaban con el crema de las paredes. Los muebles tenían las mismas curvas que los

cuerpos de los clientes. Unas curvas delicadas, propias de aquellos que no han trabajado

más que con la mente, que nunca se han manchado las manos. Quizás era esa sintonía

entre sillas y sentados, entre mesas y comensales, lo que daba un toque ridículo al hotel.

Aureli se quedó solo. Sus padres fueron a buscar sus maletas. Él se ofreció a ayudarles.

Casi irritados, contestaron que no eran tan pesadas como para que lo necesitasen. Así

que se había sentado en uno de esos sillones de caderas finas. Se distraía mirando a

través de la ventana que daba a uno de los jardines. Una familia celebraba una fiesta.

Lo dedujo por las risotadas, las copas de cava, que todos llevaran traje.

Una señora salió del ascensor por el que había subido sus padres. Aureli se fijó en ella

por lo asustada que se la veía. Se acercó a un recepcionista y le dijo:

—Perdone, si un hombre pregunta por mí, ¿podría decirle que no me conoce ni

me ha visto nunca? Le estaría muy agradecida...—Hurgó en su monedero. Como que

todo lo que llevaba eran billetes, volvió a cerrarlo.—Disculpe. Ya me encargaré de que

reciba una recompensa... Gracias, gracias...

Y salió a paso atropellado. Pocos segundos después, por el mismo ascensor, descendió

un hombre. Dedujo que era el señor en cuestión por las prisas que traía. Fue hasta el

mostrador y preguntó al recepcionista. Él negó con la cabeza.

Pese a que esa historia no afectase a Aureli, se sintió, de alguna forma, comprometido.

En sus manos estaba darle una continuación o dejar que las cosas acabasen así. Si no

hacía alguna cosa, la mujer desaparecería de la vida de aquel hombre. El final de la

aventura que probablemente habían vivido debía estar a la altura. Se levantó, fue hasta

delante suyo y resolvió:

—He visto a la mujer de la que habla. Al salir del hotel ha sido hacia la derecha.

La encontrará si sale en su busca ahora. No hace ni dos minutos que se ha ido.

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Ofendido por la mentira del recepcionista, le echó la peor de sus miradas. Agradeció a

Aureli su ayuda y salió más acelerado aún que la señora.

Sus padres no tardaron en bajar. Habían aprovechado para cambiarse de ropa y ponerse

una de más cómoda. La camisa de su padre era tan ancha que movía los brazos sin que

se notase que lo estaba haciendo. Su madre se había puesto un vestido con el que se le

trasparentaba la ropa interior.

—Bien. La estación no quedaba lejos de aquí, ¿verdad? Recuerdo que tuvimos

que andar poco hasta el hotel, el día de nuestra llegada.

—Solo unos metros a la derecha. Salgamos ya, que el próximo tren viene en

siete minutos.—dijo Aureli, consultando su reloj.

Caminaron por la acera que hacía de puente entre el hotel y la estación. Y digo que

hacía de puente porque, en muchos casos, la gente que se veía pasar por ahí trataría el

resto de Mataró como si fuesen las aguas del Llobregat: no se les ocurriría bañarse en

ellas. Tan solo haría el trayecto de la estación al hotel y al revés. Gente que estaba de

paso. Podrían haber sido como esas personas. Y, de hecho, la madre de Aureli

reflexionaba: «Hemos visto tan poco paisaje... Ha sido como si no hubiéramos venido,

como si hubieras sido tú quien hubiera viajado a Castellón. Pero, en fin, el objetivo no

era hacernos los turistas. Te hemos visto, y con eso es suficiente.»

A esas horas de la mañana, la fachada de la estación sangraba menos en algunos

alféizares pintados de blanco. La pareja y Aureli se mezclaron con la multitud de

pasajeros que hacían cola para pasar por las máquinas. Una vez Aureli y su madre

estaban en el otro lado, esperaron a que su padre también pasara. Su billete había

quedado atascado dentro del detector. Probó de dar dos golpes. El metal sonó hueco. La

cola seguía aumentando detrás suyo, y algunos de los que estaban en ella ponían cara de

aburridos. Las puertas se abrieron y él pasó, arrastrando su maleta.

Los tres se miraron entre ellos y pasaron por la puerta que daba al andén. Doblaron a la

izquierda. Las personas siguieron entrando. Había otras que se dirigían a la salida, las

del último tren en llegar. Parecía que en realidad hubiera más de dos direcciones

posibles, cuando la gente se detenía a medio camino y, sin darse cuenta, impedía que los

de detrás siguieran avanzando. Por lo general, se caminaba deprisa.

Cuando el tren hacia Barcelona llegó a la estación, su sombra se proyectó en las puertas.

Se oyó, primero, a los pasajeros que bajaban. Y, luego, los que, con más ilusión, se

subían a él y emprendían el trayecto. Sonaron las alarmas; el tren se pondría en marcha.

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Diez segundos, quizás menos. Continuó con su paseo. Reseguía la costa mediterránea.