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1 1 UN CASO DE ESTRÉS POST TRAUMÁTICO EN NIÑOS.SU RELACIÓN CON LA VIOLENCIA FAMILIAR SEXUAL INVISIBLE María Julia Cebolla Lasheras Introducción. La ley de protección contra la violencia familiar (Ley No.24417) de la República Argentina del año 1995 trae un cambio esencial en el enfoque y consideración de esta problemática. Queda establecida con esta ley una modificación conceptual. Junto a la palabra “violencia”, de amplia connotación, aparecerán ahora en ella otras palabras clarificando modalidades. La violencia a nivel familiar será diferenciada en: 1) violencia emocional y 2) violencia física. Estos términos, que marcan una discriminación, ponen en primer plano el área de la realidad tanto biológica como fundamentalmente psicológica y social en el que se inserta la violencia familiar. Se va instituyendo con ellos, una connotación que autoriza una nueva mirada. Mirada puesta en lo emocional, que nos permitirá ver más claramente lo que es puesto en juego. Estamos hablando de violencia familiar. Pero cuando nos referimos a esa violencia sexual, invisible e inexistente a los ojos del mundo en el vínculo de padres e hijos, es decir, esa violencia emocional que se ejerce por ejemplo, al exponer al niño a presenciar escenas que dada su inmadurez no pueden ser comprendidas y que, en consecuencia, muy probablemente se tornarán traumáticas. ¿De qué tipo de violencia familiar hablamos? ¿Qué características tiene? ¿De qué decimos?: a) de la violencia física que ejerce un sujeto a otro, o quizás b) de “un amor”, violencia emocional, que no permite ver al otro como sujeto, diferenciado de sí mismo. Considero, que de una manera general, podemos afirmar que tanto la violencia psicológica como social revelan siempre un posicionamiento en donde el otro es mirado como objeto y no como sujeto. Nos preguntarnos entonces, ¿cuáles serán las consecuencias de esta situación Licenciada en Psicología (Universidad de Buenos Aires), Psicoanalista, ex docente de la UBA como Profesora Adjunta de la Cátedra de Psicología Evolutiva II (Adolescencia), ex Profesora Adjunta de la Carrera de Terapia Ocupacional de la Cátedra de Ciclo Vital I (Niñez y Adolescencia), ex Jefa de Trabajos Prácticos en la Pasantía Clínica de las Adicciones, Psicóloga del Programa de Libertad Asistida (SENNAF), Especialista en Psicotrauma y Presidenta Cap. Arte y Psicoanálisis (AASM). Pasaje Del Signo, 4058. Bs. As. (Argentina). Em@il: [email protected]

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UN CASO DE ESTRÉS POST‐TRAUMÁTICO EN NIÑOS. SU RELACIÓN CON LA VIOLENCIA 

FAMILIAR SEXUAL INVISIBLE María Julia Cebolla Lasheras∗ 

Introducción. 

La ley de protección contra la violencia familiar (Ley No.24417) de la República Argentina del 

año 1995 trae un cambio esencial en el enfoque y consideración de esta problemática. Queda 

establecida con esta ley una modificación conceptual. Junto a la palabra “violencia”, de amplia 

connotación, aparecerán ahora en ella otras palabras clarificando modalidades. La violencia a 

nivel familiar será diferenciada en: 1) violencia emocional y 2) violencia física. 

Estos términos, que marcan una discriminación, ponen en primer plano el área de la realidad 

tanto biológica como fundamentalmente psicológica y social en el que se inserta la violencia 

familiar. Se va instituyendo con ellos, una connotación que autoriza una nueva mirada. Mirada 

puesta en lo emocional, que nos permitirá ver más claramente lo que es puesto en juego. 

Estamos hablando de violencia familiar. Pero cuando nos referimos a esa violencia sexual, 

invisible e inexistente a los ojos del mundo en el vínculo de padres e hijos, es decir, esa 

violencia emocional que se ejerce por ejemplo, al exponer al niño a presenciar escenas que 

dada su inmadurez no pueden ser comprendidas y que, en consecuencia, muy probablemente 

se tornarán traumáticas. ¿De qué tipo de violencia familiar hablamos? ¿Qué características 

tiene? ¿De qué decimos?: a) de la violencia física que ejerce un sujeto a otro, o quizás b) de 

“un amor”, violencia emocional, que no permite ver al otro como sujeto, diferenciado de sí 

mismo. 

Considero, que de una manera general, podemos afirmar que tanto la violencia psicológica 

como social revelan siempre un posicionamiento en donde el otro es mirado como objeto y no 

como sujeto. Nos preguntarnos entonces, ¿cuáles serán las consecuencias de esta situación 

∗ Licenciada  en  Psicología  (Universidad  de  Buenos  Aires),  Psicoanalista,  ex  docente  de  la UBA  como  Profesora Adjunta  de  la  Cátedra  de  Psicología  Evolutiva  II  (Adolescencia),  ex  Profesora  Adjunta  de  la  Carrera  de  Terapia Ocupacional de la Cátedra de Ciclo Vital I (Niñez y Adolescencia), ex Jefa de Trabajos Prácticos en la Pasantía Clínica de  las Adicciones, Psicóloga del Programa de Libertad Asistida (SENNAF), Especialista en Psicotrauma y Presidenta Cap. Arte y Psicoanálisis (AASM). Pasaje Del Signo, 4058. Bs. As. (Argentina). E‐m@il: [email protected]

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que pone en juego la mirada? ¿Hay trauma como resultante de esta dificultad de diferenciar, 

yo de no yo? ¿De discriminar y ser discriminado? ¿Y si lo hay, en qué espacio temporal lo 

ubicamos? Además, ¿cómo influirá esta violencia emocional en la constitución de la 

subjetividad del otro, cuando es ejercida por uno o ambos progenitores?, ¿qué 

manifestaciones encontraremos más tarde en el niño, en el adolescente o aún en el adulto? 

El trabajo que expongo habla de violencia familiar, y dentro de ella intenta dar cuenta 

especialmente de los efectos traumáticos que la violencia sexual invisible produce en un niño 

de siete años. Violencia que es, en esencia, violencia emocional. 

En un reciente estudio que realizan en nuestro país G. Abadi y otros, se define a la violencia 

sexual invisible en el vínculo de las madres con sus hijos/as de la siguiente forma: 

“La violencia sexual invisible se corresponde con prácticas vinculares materno filiales a 

veces extendidas desde edades muy tempranas hasta avanzadas de la vida de los hijos‐as, 

por las cuales en general no se consulta, ya que: 

1. No parecen producir malestar o a veces se refiere solo a algún difuso malestar 

2. Hay negación de que dichas prácticas tengan efectos en la vida sexual y emocional, 

justificándose los actos realizados, por ser su autor alguien “autorizado” para ello: 

la madre. 

Sin embargo, en diversos recorridos clínicos se ha comprobado que la resignificación de 

esas prácticas como abusivas ha permitido la apertura de cadenas asociativas en los 

pacientes y la resignificación de hechos históricos y actuales en torno a la vida sexual y 

emocional de los mismos.” 

El caso intentará mostrar desde lo teórico y ejemplificar luego, desde la clínica, de qué manera, 

aparece lo sintomático en el niño, dando cuenta de la presencia y repetición de una escena 

asociada con el ver, efecto de la acción de mirar y ser mirado no adecuadamente. Puesta en 

acto de momentos pasados y presentes, en los que la sexualidad es protagonista, gestando por 

lo disruptivo de la vivencia del niño, una disociación a nivel del sentir y del sentido que le causa 

dificultades de aprendizaje en la escuela y modificaciones en su conducta cotidiana. Conducta 

que podemos calificar como producto de la situación de ansiedad generalizada y/o del estrés 

post‐traumático que atraviesa al niño. También, como en su tratamiento psicoterapéutico, la 

técnica del uso del dibujo, el juego y de la fantasía permitió al niño decir de lo prohibido y lo 

disociado. Poner en palabras lo traumático y modificar quizás parcialmente el sentir y sentido 

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otorgado a la sexualidad, asociada por él mismo a la presencia de la muerte y al efecto de la 

agresión. Sentido dado al que la edad evolutiva del niño (latente de siete años) hacía proclive y 

que la vivencia traumática reafirmaba.  

 

Lugar y efecto  de la mirada materna en la construcción  de la subjetividad. 

Para comenzar a analizar el caso, vayamos a los orígenes de la constitución del sujeto. Al 

momento en que el bebé es mirado por primera vez. 

La visión es palpación por la mirada. Pero ¿quién gobierna la escena? ¿Los objetos o la mirada? 

Este tema, que nos abre a la construcción de la subjetividad, muestra cómo la acción 

protagónica de la mirada materna recorta al objeto desde su universo de significaciones. Lo 

visible para el bebé que accede al mundo no será, al principio, la forma de los objetos; lo 

visible para él será las formas de luminosidad creadas por la propia luz materna. Su luz (la del 

bebé) y la de los objetos encontrarán su génesis en la mirada de la madre. 

Estamos entonces en el plano de los sentidos, en el plano de las sensaciones. La percepción 

vendrá después. La percepción dará lugar a lo simbólico y permitirá el acceso a otro plano, 

abriéndose a un mundo más complejo, al mundo de la lengua y el habla. En realidad las dos 

formas, la enunciación y la visibilidad, constituyen en esencia el saber sobre la vida y la 

muerte, y son las condiciones de producción de verdad que rigen en cada formación socio 

histórica, que atraviesa al sujeto. 

 

Relación entre el contexto social y la mirada. 

Sabemos que la apropiación del mundo, visual, olfativa o táctil, que realiza el niño en sus 

primeros tiempos de vida, es una actividad de producción de sentido. En ella, las 

características individuales y familiares serán fundamentales. También lo será el contexto 

social más amplio, presencia invisible en el espacio familiar de cada sujeto, en el que jugará 

simbólicamente como uno de los determinantes de la forma de estructuración de su 

subjetividad.  

La visibilidad de que hablamos entonces no se refiere sólo a un fenómeno del orden de la 

percepción, sino también de la significación. Lo que permanece invisible, cuando hablamos de 

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contexto social, no es lo real de la relación madre hijo y su modalidad de interacción particular, 

sino que lo que se invisibiliza es el sentido que la sociedad y el contexto otorga a esa relación. 

El bebé para ser, necesita creer que el que mira y otorga luz a los objetos es él. Esta creencia, 

facilitada por la madre, es la que le posibilitará darse existencia y también darla al mundo 

externo. Vivencia creativa de una subjetividad que le permitirá ser, primero con la madre, para 

luego diferenciarse de ella. Este proceso de gestación y discriminación, que atañe a la 

construcción del yo, es lo esperable desde una lógica de salud centrada en el niño. Sin 

embargo, la clínica nos muestra que no siempre está presente cuando del nacimiento y 

desarrollo de un bebé se trata. Muchas veces, este sentido queda subsumido, tapado por una 

representación social de la maternidad, que la propia madre y el contexto tienen, que absorbe 

lo novedoso, aquello que al niño le es dado poder gestar. Sentido subsumido bajo los 

enunciados de su núcleo incuestionable, aquel que da cuenta de “el amor materno”. Núcleo 

que nos dice que al amor de una madre todo le es permitido, incluso no facilitar la 

diferenciación del hijo y su posterior salida al mundo. Es decir, mirar al niño y al mirarlo verse 

ella misma y sus propias necesidades en él, y no ver al niño. Esta mirada materna que no 

puede espejar al hijo es generadora de violencia. Violencia familiar, emocional y sexual, 

violencia invisible. 

 

Concepto de violencia desde Piera Auglanier. 

¿Qué nos dice Piera Aulagnier en su texto “La violencia de la interpretación”? 

“Con respecto a la primera etapa de la vida el bebé necesita ser visto en pleno desamparo 

y en pleno vacío significante, con la máxima pregnancia respecto al otro. Así el sujeto 

puesto a amparar y a “llenar” lo violenta con sus acciones y otorga un universo de 

significaciones.”  

Ella define el concepto de violencia, poniendo el acento en los planos de la emoción y del 

lenguaje que se gestan en la relación madre‐hijo. Lo hace desde dos vertientes. Nos hablará 

de: 

o Violencia primaria. Como una violencia necesaria. La definirá así: “Es la acción 

mediante la cual se le impone a la psique de otro una elección, un pensamiento o una 

acción, motivados en el deseo del que se lo impone.” Esta violencia, al introducirla en el 

mundo de lo simbólico, de la cultura, humaniza al niño. 

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o Violencia secundaria. Es un exceso de violencia. Se apoya en la violencia primaria, pero 

resulta excesiva, perjudicial y no necesaria para el funcionamiento del yo del niño. Es 

generadora de trauma. 

La violencia necesaria ejercida por la madre en la primera etapa de la vida, humaniza al niño. 

Lo hace cuando la luz materna lo ilumina y ampara en sus necesidades básicas, tanto físicas 

como afectivas, cuando la mirada refleja al niño y le transmite su propia luz. Pero cuando esta 

violencia inicial se extiende más allá de lo necesario se torna traumática, ya que deviene en 

apropiación de la sexualidad naciente del niño, en control de un cuerpo cuyo registro aún no 

es mediatizado por el discurso materno y no permite que surja la propia luz del niño. En estos 

casos el niño, como otro diferenciado del deseo materno, naufraga. Allí hay pérdida de la 

función parental, único sostén genuino de la diferencia generacional y sexual. 

La violencia primaria es constructiva y pone en juego a la pulsión de vida. La violencia 

secundaria es la manifestación del poder extremo que va desgastando la subjetividad del otro. 

Asociada a lo traumático, pone en primer plano la pulsión de muerte. 

J. E. Tessone asocia violencia a seducción. Dirá que en el niño hay una inadecuación básica en 

la comprensión del acto que viene desde la madre. Considera que la asimetría en la situación 

de seducción obligará al niño a un exceso de significación. Hay una imposición de sentido 

desde el adulto. Esta intrusión divide al niño respecto de sí mismo. Hay un exceso en esta 

vivencia que, a pesar suyo, invade la barrera de para‐excitación. Cuando el adulto imprime en 

el cuerpo del niño un acto o gesto abusivo no está humanizándolo como lo harían los actos o 

los gestos de la seducción primaria, no lo convierte en sujeto sino en un objeto necesario para 

el narcisismo parental. Aquí estamos hablando de violencia secundaria. 

Para Tessone “el vínculo incestuoso niega la diferencia de sexos y de generaciones, pero sobre 

todo niega la existencia del niño como separado de sus padres.” 

La experiencia clínica nos dice que hay que considerar los efectos de esta violencia sexual 

invisible, violencia a nivel de los afectos, como producto de un amor en el que no hay real 

discriminación del otro, por lo cual, puede llegar a anularle la capacidad de pensar, elegir o de 

olvidar lo padecido. 

 

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Familias con transacciones incestuosas. 

B. Cyrulnik define a las “familias con transacciones incestuosas” como familias cerradas donde 

los roles, los gestos y los enunciados no están bien codificados. No se han organizado en ellas 

rituales de interacción con funciones claramente discriminadas. En estas familias el acto sexual 

no está socializado ni sacralizado a nivel de representación familiar y en consecuencia no toma 

en cuenta los efectos, que la escena al ser presenciada, puede generar en los hijos menores. 

“Según el tipo de representación social de las transacciones incestuosas que tenga cada cultura 

variará el efecto que produzca su sola nominación. Irá desde la idea de algo natural hasta un 

sentimiento de horror insostenible ante su sola evocación.” 

“Un suceso puede despertar diversas vivencias, por ejemplo curiosidad y miedo y también 

activar registros mnémicos diferentes, por ejemplo temor y diversión. Esto es congruente con la 

lógica del modelo topográfico o “modelo del peine” desarrollado por Freud, modelo en que lo 

inconciente, lo preconciente y la conciencia se asientan sobre huellas mnémicas que pueden 

excitarse desde cualquiera de estos espacios, los cuales, a su vez, pueden recibir aportes 

representacionales de toda huella que se active.” 

 

La mirada y la violencia en la diferenciación  de los sexos. 

Volviendo al niño y su relación con la mirada materna y la suya propia, ¿qué sucede en un niño 

cuya mirada ha quedado especialmente erotizada, fijada a una madre seductora en exceso? 

¿Qué le sucederá en el momento de la diferencia de los sexos?  

Surge que percibe la diferencia de los sexos sin poder “fundarla”; la ansiedad lo invade. Se 

lanza a una búsqueda indefinida que lo lleva a “examinar la cosa” en todos sus aspectos. 

Quiere saber qué implica la diferencia. Pero por más que “espíe” al objeto, lo toque, lo palpe 

con la mirada, no puede entender realmente qué es lo que ve. Le falta saber y sentido. Hay 

que comprender lo que se “ve” aquí y allá, en el cuerpo de la niña, de la madre y en su propio 

cuerpo. Además, ¿dónde está él? ¿Qué lugar ocupa  en la escena? La seducción en exceso, 

tanto en el momento de la diferenciación sexual como “a posteriori”, produce en el sujeto un 

efecto de captación. Su trampa consiste en atraparlo en las redes de una imagen de la que 

desde ese momento el “seducido” ya no puede abstraerse. La normal ansiedad se convierte 

entonces en estrés. 

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“La seducción es el efecto que desvía al sujeto, en una parte de sí mismo, del resto de las 

imágenes del mundo, para encerrarlo en una imagen, la que le “tiende” el seductor (espejo que 

lo atrapa)” (Paul Laurent Assoun). 

Sabemos que una cierta porción de seducción materna es necesaria para que el niño se 

introduzca en el mundo de lo humano, en el mundo de la cultura, pero cuando la seducción es 

en exceso, cuando la mirada en el espejo atrapa y no quiere saber nada de diferencias, 

persistiendo a través del tiempo, es traumática, pues allí lo que le sucede al niño es que pierde 

la capacidad de ver con claridad. Se le dificulta percibir el enigma que implica la diferencia de 

los sexos y posteriormente se traba su salida a la heterosexualidad. El estrés desborda la 

capacidad de asimilación del yo. Estamos pues en un plano que posibilita lo traumático. 

La prueba de la diferencia sexual es, por lo tanto puesta en juego de la “fe perceptiva”. El 

varón infantil, normalmente al no saber qué hacer con el espectáculo, no asocia a él ningún 

signo identificable, como si tropezara con algún “insimbolizable”. Lo percibido queda latente, 

pero sin sentido. El sentido será dado “a posteriori”. 

 

Violencia familiar sexual  invisible como recreación de la escena originaria. 

¿De qué manera en la violencia familiar sexual invisible se recrea el exceso de la seducción 

materna que atrapa, y fija en el plano de lo inconciente, la mirada del niño? 

Es en la fantasía de la “escena originaria” donde hay que situarse. Escena velada al niño. 

Misterio a develar. Saber de lo no sabido, donde algo de lo oscuro, de la incógnita, de la vida y 

de la muerte se entremezclan. Escena que convoca a saber sobre lo prohibido que está en 

juego. Por eso, la puesta en imagen por parte del niño de la  escena originaria consistirá en el 

cuadro de un sujeto literalmente estupefacto por cierto espectáculo, en el que está exhibido el 

deseo del otro. El niño estará situado ya sea en concepto de testigo (coito parental) o bien de 

objeto al que apunta el otro (“el seductor”). Cuando la escena fantaseada pasa al plano de lo 

real, surge para el niño, lo siniestro, la vivencia del trauma. 

Para Paul Laurent Assoun “La escenografía de la seducción entraña el pavor que paraliza al 

sujeto: la captación de los signos de la seducción del otro produce un efecto de estupefacción e 

inhibición motriz.” 

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“El drama intenso de la seducción procede del hecho de que el ‘vidente’ es aspirado hacia y por 

un ‘visible’ que le arranca los ojos. Imposible ver ‘eso’ y recuperar la propia mirada. Indigerible 

e inolvidable la escena producirá sus efectos de retorno en la ‘inquietante extrañeza’.” 

 

Estructura de la vivencia traumática según M. Benyakar y A. Lezica.  

Una vivencia traumática se desencadenará en un sujeto si sus capacidades articuladoras y 

metabolizadoras se ven superadas. En una situación disruptiva que deriva en vivencia 

traumática, la tensión a la que el sujeto se ve expuesto no es acorde a su capacidad 

elaborativa, produciendo un estado de inermidad psíquica de indefensión. De este modo, lo 

fáctico disruptivo puede desencadenar un proceso traumático. La vivencia traumática no es 

expulsada del aparato ni es integrada a él, sino que queda en estado de exterioridad, es decir 

la vivencia traumática queda encapsulada en el interior del aparato psíquico.  

“Definir con precisión la experiencia, discernir sus componentes (evento fáctico y vivencia) son 

condiciones sine qua non para abordar lo traumático. Porque si bien el enorme impacto que 

produce muchas veces un evento disruptivo puede teñir la cualidad de la experiencia, centrar la 

operatoria en lo fáctico entraña el riesgo de dejar de lado el modo particular en que se 

despliegan las vivencias del sujeto. Y lo específicamente traumático está en íntima relación con 

estas vivencias y el modo en que integran la experiencia.” 

Para Benyakar: “En el curso del trabajo de pensamiento que habrá de aportar el componente 

vivencia pueden excitarse diferentes registros mnémicos con mayor o menor nitidez en la 

conciencia. En la experiencia habrán de conjugarse efectos actuales, desencadenados por el 

evento, con otros que surgen de vivencias del pasado, conjugación afectiva que le otorga una 

singular cualidad en cuanto al tiempo. Esto supone una paradoja que implica que las vivencias 

del pasado posean actualidad en la medida en que permanecen y actúan desde el sujeto. La 

experiencia se asume así en una temporalidad paradójica, marcada tanto por el ahora de lo 

actual como por el antes de las vivencias del pasado, deviniendo un raro momento 

temporalmente indeterminado pero arraigado en el tiempo circunscripto y determinado de lo 

fáctico.” 

 

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Lo traumático como producto de la resignificación.  

La seducción primaria violenta al niño quita visión a su mirada, pero es la seducción de la 

violencia secundaria, ejercida en el plano de lo simbólico, la que con su a posteriori “verá” a 

través de la pantalla del recuerdo sensorial del niño, convocando la escena, y generando la 

disociación que le permitirá defenderse de la angustia que lo invade. Liberada la capacidad 

perceptiva y recuperado el afecto que había quedado congelado por falta de sentido en el 

encuentro del niño con la diferencia de los sexos; será el posterior exceso de seducción de 

parte del otro parental, lo que generará lo disruptivo. Vivencia ésta que será traumática, si 

excede la normal capacidad de elaboración del sujeto, de ese plus de sentido y de afecto, 

gestado en la escena de seducción, que más allá que incluya o no al niño en lo real, lo incluye 

en lo simbólico. Por eso, la sorpresa, la intensidad y el desborde, dificultarán su adecuada 

asimilación. 

La escena traumática es siempre resignificación, o bien significación de otra u otras escenas 

anteriores. En el caso de la sexualidad, la angustia traumática está conectada con un 

espectáculo vivenciado por el niño pequeño desde el afecto, pero con carencia de sentido. 

Paul Laurent Assoun nos hablará de la imagen de la medusa, que convoca el psicoanálisis. Para 

referirse a ella, este autor dice que “lo que se evoca con la medusa, es el ojo del varón 

petrificado sobre el sexo de la madre. Así pues la mirada, es aquí vector de espanto, ya que 

petrifica, de pavor, convierte al espectador en piedra, pero la mirada no desaparece. La victima 

de medusa, no queda ciega, al contrario, quizás se convierte toda en mirada. Tenemos allí el 

goce de la mirada. El destino fetichista de la mirada, se anuda a partir de una verdadera 

imagen detenida de la “pulsión de ver”. A partir  de allí, será el fetiche hacia donde se dirigirá, 

nostálgicamente la pulsión que, al romperse tras la prohibición, se perpetuará como placer de 

ver.”  

Otro destino que le cabe a la pulsión es la que le señala la existencia de una intensa disociación 

del yo, disociación que parte en dos la mirada del sujeto, siguiendo su camino solamente una 

mitad, la que niega lo visto, la otra mitad queda congelada, rechazando totalmente a partir de 

ese momento todo aquello que la remita a la sexualidad. 

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I. Criterios para el diagnóstico de trastorno de estrés agudo (según Moty  Benyakar y Alvaro Lezica).   

La persona ha estado expuesta a un acontecimiento traumático en el que: 

1. Experimentó, presenció o  le explicaron uno  (o más) acontecimiento(s) caracterizados 

por muerte o amenazas para su integridad física o la de los demás. 

2. Respondió con temor, desesperanza u horror intensos. 

a) Durante o después del acontecimiento traumático, el individuo presenta tres o 

más de los siguientes síntomas disociativos:  

1. Sensación subjetiva de embotamiento, desapego o ausencia de reactividad 

emocional. 

2. Reducción del conocimiento de su entorno.  

3. Desrealización. 

4. Despersonalización. 

5. Amnesia disociativa (por ejemplo, amnesia de un aspecto importante del 

trauma. 

b) El acontecimiento traumático es reexperimentado persistentemente en alguna de 

estas formas: Imágenes, pensamientos, sueños, ilusiones, flashbacks recurrentes o 

sensación de estar reviviendo la experiencia, y malestar al exponerse a objetos o 

situaciones que recuerdan el acontecimiento traumático. 

c) Evitación acusada de estímulos que recuerden al trauma: Pensamientos, 

sentimientos, conversaciones, actividades, lugares, etc. 

d) Síntomas acusados de ansiedad o aumento de la activación (arousal). Dificultad 

para dormir, irritabilidad, mala concentración, hipervigilancia, respuestas 

exageradas de sobresalto, inquietud motriz. 

e) Síntomas significativos, deterioro social o laboral en otras áreas. 

f) Aparecen dentro del primer mes de ocurrido el acontecimiento traumático, duran 

de dos días a cuatro semanas. 

g) No son debidas a tóxicos, enfermedad médica o preexistencia agravada. 

Si los síntomas mencionados duran más de cuatro semanas, el DSM IV, por definición cambia 

el diagnóstico al de Trastorno de estrés post‐traumático. 

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II.  Criterios para el diagnóstico de trastorno de estrés post­traumático. 

a) Es básicamente igual al anterior, con lo cual parece quedar claro que para tal criterio el 

concepto clave es estrés, y trauma sólo un desencadenante de un tipo de estrés que dura 

más y agrega o acentúa algunos síntomas. 

b) Agrega que en niños puede haber comportamiento agitado o desestructurado. 

c) Igual al c del anterior, aunque más explicado agrega: 

1. En niños pequeños los recuerdos pueden expresarse en juegos repetitivos 

relacionados al trauma. 

2. Los sueños recurrentes en niños pueden ser de contenido irreconocible. 

3. Las revivicencias incluyen alucinaciones y episodios disociativos. Niños pequeños 

pueden reescenificar el acontecimiento traumático. 

4. Malestar psicológico intenso al exponerse a estímulos internos o externos que 

simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento. 

A. Tipo d) del anterior, más explicado. Evitación de estímulos asociados al trauma y 

embotamiento de la reactividad del individuo. 

1. Esfuerzos por evitar sentimientos, pensamientos o conversaciones sobre el suceso 

traumático. 

2. Idem actividades, lugares o personas. 

3. Amnesia para aspecto importante del trauma (ídem b) 5 del anterior. 

4. Reducción del interés o participación en actividades significativas (ídem f). 

5. Sensación de desapego o enajenación frente a los demás (ídem b) 1. 

6. Restricción de la vida afectiva (por ejemplo: no ama) (ídem b)1. 

7. Sensación de un futuro desolador. 

B. Síntomas de activación (ídem e del anterior).  

C. Esas alteraciones (síntomas B, C y D) se prolongan más de un mes. 

D. Idem F. 

Especificaciones: Agudo, dura menos de tres meses. Crónico, más de tres meses. O de Inicio 

demorado si entre el acontecimiento traumático y el inicio de los síntomas han pasado como 

mínimo seis meses. 

 

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La fantasía,  el dibujo, el juego, el relato y los sueños como técnicas psicoterapéuticas en el tratamiento de niños. 

Sostiene Piaget que lo que caracteriza a una representación es su capacidad para distinguir los 

significantes de los significados. El niño podrá, por medio de ellos, evocar a uno para poner de 

manifiesto o referirse a otro. La capacidad generalizada de poder realizar esta discriminación, 

esta diferenciación, es llamada por él, función simbólica. 

La imitación diferida, el juego, el dibujo y el habla son las primeras formas de la función 

simbólica. Con ellas se expresa el niño para comunicarse, dando  así curso a sus afectos y 

representaciones. Estas formas simbólicas le permitirán al sujeto, en su búsqueda de 

equilibrio, poner en activo escenas vividas pasivamente. Es decir, volver a vivenciar desde otro 

lugar situaciones impuestas por el contexto en diferentes momentos de su existencia. Este ser 

activo le hará posible salir del lugar de objeto y situarse como sujeto. 

El juego simbólico señala el apogeo del juego infantil. El niño obligado a adaptarse 

incesantemente a un mundo social de mayores, cuyas reglas e intereses le son exteriores, y a 

un mundo físico que aún comprende mal, no llega a cubrir las necesidades afectivas e 

intelectuales de su yo en esas inacabadas adaptaciones. Su equilibrio afectivo e intelectual 

necesita disponer de un sector de actividad cuya motivación no sea la adaptación a lo real, sino 

por el contrario, la asimilación de lo real al yo, sin coacciones ni sanciones. 

El juego simbólico hace intervenir el pensamiento, pero es un pensamiento individual, casi 

puro, con un mínimo de elementos colectivos. Estos juegos constituyen una actividad real del 

pensamiento, si bien esencialmente egocéntrica. Su función consiste en satisfacer al yo 

merced a una transformación de lo real en función de los deseos propios. La niña que juega a 

las muñecas rehace su vida, pero corrigiéndola a su manera. Revive todos sus placeres o todos 

sus conflictos, pero resolviéndolos y, sobre todo, compensa y completa la realidad mediante la 

ficción. 

Piaget nos dice “Ese simbolismo centrado en el yo, no consiste sólo en formular y en alimentar 

los diversos intereses concientes del sujeto. El juego simbólico se refiere también 

frecuentemente a conflictos inconscientes: intereses sexuales, defensa contra la angustia, 

fobias, agresividad e identificación con agresores, repliegues por temor al riesgo o la 

competición, etc. El simbolismo del juego se une en esos casos al del sueño, hasta el punto de 

que los métodos específicos del psicoanálisis infantil utilizan frecuentemente materiales de 

juego...” “Los límites tan vagos entre la conciencia y el inconsciente, que dan testimonio del 

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juego simbólico del niño, hacen pensar más bien que el simbolismo del sueño es análogo al del 

juego simbólico del niño, porque el durmiente pierde, a la vez la forma razonada del lenguaje, 

el sentido de lo real y los instrumentos deductivos o lógicos de su inteligencia.” 

 

La latencia. Momento de adquisición de habilidades. 

Desde el psicoanálisis, el tiempo de la latencia es considerado el momento evolutivo más 

importante de adquisición de habilidades. En ella, el dibujo, el juego y el relato son 

instrumentos privilegiados que el niño utiliza para su expresión. La fantasía se torna 

protagonista. Aparece en primer plano la “novela familiar” de los niños. Ella pone en juego la 

imaginación. Es fuente de todo mito y divide a la familia en dos: una parte será noble y la otra 

modesta. Testimonia con esto, el cambio en las relaciones sentimentales que el niño tiene con 

sus padres. Nace entonces el mito del héroe que suplanta al padre y termina matándolo. 

Cuando el niño se identifica con el héroe expresa con ello la dualidad de amar y desear al 

mismo tiempo la muerte del padre. Es decir, dice del culto de sí mismo, ya que el héroe es el 

primer ideal del yo. Ideal que tiene su origen en el yo ideal, modalidad primitiva del yo, tiempo 

en el que todavía el niño no se había discriminado de sus padres y era en consecuencia, su 

propio ideal.  

Desde la psicología genética, J. Piaget afirma que la fase artística y del desarrollo pleno de la 

fantasía del niño es el momento en el que el dibujo, el relato y los sueños son instrumentos 

privilegiados. La fantasía pertenece a la fase animista y corresponde aún, en parte, al estadio 

narcisista, a ese tiempo primero de indiscriminación del yo en el que el niño comienza a mirar 

al afuera y preguntarse por la realidad, pero con un pensamiento egocéntrico y mágico. Esta 

fase se reactualiza en la latencia, con el inicio de la salida del niño al mundo externo y su 

contacto con nuevas realidades familiares. 

Por eso, admirar al héroe es siempre para el niño admirar de manera indirecta al padre, pues 

el héroe solo es héroe por identificación con el padre y por deseo de reemplazarlo. 

Paul Laurent Assoun hace mención al mito de Edipo. Nos dice: “La leyenda de Edipo tiene como 

contenido la perturbación penosa de las relaciones con los padres, perturbación debida a los 

primeros impulsos sexuales. Esto se demuestra por el texto mismo de la tragedia de Sófocles. 

En él, Yocasta consuela a Edipo, a quien el oráculo ya ha inquietado, recordándole un sueño 

que tienen casi todos los hombres y que, cree ella, no puede tener ningún sentido: Muchas 

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personas, en sus sueños, han compartido el lecho materno. Quien desprecia estos terrores 

soporta con facilidad la vida.”  

En cada sociedad la prohibición del incesto, en tanto prohibición de cierto contacto y como 

fantasía que refleja deseos de padres e hijos, aparece en la base de toda prohibición. La 

prohibición no concierne sólo al cuerpo directamente sino a todo lo que definimos con la 

expresión figurada: “entrar en contacto”; es decir, todo lo que orienta las ideas hacia lo que 

está prohibido. Todo lo que convoca a un contacto puramente abstracto o mental está vedado, 

de la misma manera que lo está el contacto material. Por supuesto, incluimos aquí el mirar y 

ser mirado de “cierta manera” por los padres, ya que son en la sociedad los portadores de la 

prohibición del incesto y los encargados de transmitirla a sus hijos. Además su primera función 

como padres será facilitar la construcción de la subjetividad del niño, como otro diferente por 

derecho propio. 

 

Caso Alejandro 

Alejandro tiene siete años. Llega al Hospital público por derivación escolar. Cursa segundo 

grado en una escuela privada religiosa, y desde hace un año realiza tratamiento foniátrico.  

Grupo familiar: Padre: Juan, treinta y tres años, taxista. Madre: Estela, treinta y cinco años, 

ama de casa. Hermana: Marcela, nueve años, cursa cuarto grado. 

El Equipo de Admisión del Hospital escribe en su informe de derivación a tratamiento: 

“Creemos que su síntoma tiene que ver con algo que le está ocurriendo al nene y que necesita 

apurarse y no ser el último, más que con una inmadurez.” 

Dificultades en el colegio: Escribe mal. Se traga las letras (la “s”, la “r”). “En lengua es el 

problema”, dice el padre. Alejandro cuenta que no puede pronunciar la “h” muda. 

Dificultades en la casa: Celos entre los hermanos. Marcela dice: “Alejandro me pega, me odia, 

me dice “esta es una boba””. Alejandro: “Marcela también me pega”. Marcela: “Los papás 

también nos pegan”. Papá: “Somos una familia común y silvestre, lo principal es que está bien 

la pareja… Alejandro es muy compañerito, muy apegado… sólo tiene el problemita de la 

lengua.” El papá relaciona “el problemita” con un accidente que el niño tuvo hace un año o 

con la muerte de la abuela. 

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Primera Sesión: Viene Alejandro con su familia. Luego de las presentaciones, decide entrar 

solo a la sesión. Lo hace aparentemente contento. Se lo ve menudo e inquieto. Representa 

menos edad de la que tiene. Inmediatamente va a la caja de juegos y comienza a jugar con un 

tren. Aparece impulsivo, poco paciente, acelerado; habla también así: rápido, desinhibido, 

simpático. Se queja de su hermana porque sus padres dicen de ella que es “una señorita”. 

Me pregunta luego si puede dibujar. Le doy los elementos y realiza su Primer dibujo. Me dice 

que son dos payasos en un circo. Uno grande y uno chico. El chico, dice que presenta a 

Mazinguer. 

Segunda Sesión: Sigue con la temática del circo. Le pregunto si alguna vez fue al circo y me 

dice que no. 

Segundo dibujo. Representa un espectáculo en el circo, en el que un coche salta y atraviesa un 

aro con fuego. Le pregunto qué es lo que espera encontrar en él, si nunca estuvo en un circo. 

“Un gorila peleador, acrobacia y los elefantes”, me contesta. Afirma que el gorila peleador es 

bueno. 

Cuenta esta historia: “Un payaso sale a la calle, encuentra un coche, se sube; el coche habla, lo 

maneja, van al circo y actúan”. 

Tercer dibujo. Lo describe así: Es la historia de tres figuras (una figura gorda, otra de costado y 

un chiquito saltando), la escena representa: “Un señor que tiene una nariz grandota, un gordo 

que quiere agarrarle la nariz y se la tuerce y un chico que le quiere doblar la nariz. El chico está 

saltando sobre colchonetas”. 

Cuarto dibujo. La sesión termina con un dibujo de Mazinguer que “está mostrando lo fuerte y 

poderoso que es”. 

Sesiones subsiguientes: En el curso del tratamiento aparece el problema de Alejandro, 

problema del cual ya ha dicho a través de sus dibujos, en las dos primeras sesiones, pero que 

aún no puede poner en palabras. 

Alejandro ha presenciado la escena primaria, su mirada ha registrado lo prohibido. Ha visto 

aquello que aún no podía comprender. Sus padres, además, le han prohibido hablar de lo que 

ha visto Tampoco la terapeuta sabe con certeza al inicio del tratamiento del niño lo sucedido, 

ni los progenitores lo ponen en palabras.  

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La derivación viene del colegio, por dificultades de aprendizaje. Lo único sabido, lo único 

puesto en palabras es lo que Alejandro muestra en el colegio, es decir un no saber qué tiene 

que ver con sus dificultades en el habla. “No puedo pronunciar la H muda”, se traga además las 

letras, la “s” y la “r”. 

Dice por ejemplo, “hoy tuve prueba de lengua” ¿Qué te tomaron?, pregunta la terapeuta. 

“Cuentas de sumar, restar, dividir”, responderá Alejandro. En un juego acomoda aviones en 

fila. ¿Cuántos son?, pregunto. El cuenta nueve, cuando en realidad son ocho .Repetición, en los 

juegos siempre se apura y cuenta uno de más. Siempre hay uno que sobra. 

 

Lugar del padre. 

Uno de sus juegos favoritos en sesión es jugar a las cartas de Mazinguer. A través de ellas 

aparece la relación con su padre a quien representa en su fantasía como un héroe imposible 

de vencer. Sostiene con él una relación de amor y competencia, quiere ser como él y al mismo 

tiempo vencerlo En realidad quiere ocupar su lugar y de hecho lo ocupa en parte, muchas 

veces en lo real, pero no puede hacerlo desde lo simbólico.  

En sus dibujos quiere copiar a Mazinguer, pero no le sale. En una ocasión lo borra tantas veces 

que su fracaso le genera angustia. En otra, copia la cara de un payaso que encuentra en la caja 

de juegos, le agrega un cuerpo y una valija de viaje. Luego dirá: “Soy como mi papá. ...cuando 

él se va a trabajar yo me quedo con mi mamá. Cuando vuelve me da un beso y vamos juntos a 

la cama.” 

 

Lugar de la hermana como figura desplazada de ambos progenitores. 

Mezclando realidad con fantasía, el niño me cuenta en una nueva sesión que ha ido a pasear a 

Interama (un parque de diversiones). “Fuimos a los autos chocantes y al tren fantasma. …yo fui 

con mi papá y mi  hermana con mi mamá. Sólo chocamos una vez y en el tren fantasma, ni 

moquié”, dirá. 

Luego, inspirado por el recuerdo de lo visto en el tren fantasma dibuja a “Drácula en el cajón”. 

Cuanta la siguiente historia: “Estaba con mi hermana y el novio, es un enano, tiene 12 años y es 

petiso así (muestra). Me fui al colegio y me empezaron a seguir Drácula y el Enano y yo me 

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refugié en el colegio y era de noche y de pronto les salté y les saqué la máscara, eran mi 

hermana y el novio y nos dimos un beso y se terminó.” 

T: ¿Sentiste miedo cuando fuiste a dormir?  

A: Sí tenía miedo que Drácula, que me tomara la sangre con los colmillos. …Yo duermo con mi 

hermana pero ella se va a la cama de mi mamá. Te cuento otra historia... (empieza a dibujar). 

T: Bueno, díctamela que yo la escribo. 

A: (me dicta) Un día, Drácula era bueno, y Drácula le tenía bronca al chico y entonces un día el 

chico le mostró la cruz, entonces Drácula empezó a abrírsele las cicatrices y le sangró la cicatriz 

y le sangró la boca, entonces murió.  

T: ¿Quién murió? 

A: ¡Drácula! Y todos lo aplaudieron al Drácula... al chico Javier... y todos lo aplaudieron y lo 

taparon.  

T: ¿Quiénes lo aplaudieron?  

A: Unos señores... 

Me pide enseguida una hoja una hoja para hacer un avión. Lo hace rápidamente, apurado. 

Luego, me dicta: Un día fue un hombre a volar en un avión y se rompió la ala y el hombre saltó 

del avión, entonces el avión se chocó con un avión y los dos aviones chocaron en una montaña. 

Este cuento se acabó. Ya está.  

 

Hipótesis. 

Considero a través de lo que Alejandro cuenta a través de sus dibujos y relatos, que el       

amor‐rivalidad por su padre es desplazado por Alejandro en su hermana Marcela. Ella tiene 

nueve años y ha sido señorita recientemente. Sintetiza pues elementos de ambos padres 

desplazados transferencialmente por Alejandro, ella encarna simultáneamente para el niño lo 

femenino y lo masculino juntos (el misterio de la diferencia de los sexos), es decir encarna 

aquello de lo que él no sabe. Alejandro sintomáticamente la agrede constantemente. Lucha 

por diferenciarse simbólicamente de su hermana pero no puede, y paradojalmente los dos “se 

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pegan” en lo real. Ambos duermen en la misma cama y además en la misma habitación que 

sus padres.  

Su no saber lo hace sentir que es el último, el más chico, “el petiso” que no puede alcanzar 

nunca a su padre representado por él como Mazinguer, “fuerte y poderoso”, ni tampoco a su 

hermana que es “una señorita”, tampoco a su madre, limitada por la presencia de su padre. 

Sólo creciendo podrá ser como su padre, pero su gran ansiedad le dificulta la espera. 

En una ocasión cito a los padres a sesión para hablar del “dormir juntos”. Viene la madre con 

Alejandro y Marcela, el padre llega tarde, cuando ya la sesión ha finalizado. El aduce 

problemas de trabajo, ella dice no tener con quién dejar los chicos en su casa. Permito que 

ambos niños, se queden en el consultorio de al lado con los elementos de la caja de juegos y 

realizo la entrevista con la progenitora sola. Surgen los miedos de Alejandro, terrores 

nocturnos, sueños de angustia y también las características de la vivienda que ocupan. Tienen 

una sola habitación en la que la familia cohabita.  

Casi al cierre de la sesión, entra el niño a la sala sorpresivamente e interrumpe la entrevista 

(ambos hermanos estaban escuchando lo que hablábamos). Trae el dibujo de un fantasma. Lo 

deja y se va nuevamente.  

Finalizada la sesión y posteriormente, descubro que de la caja de juegos faltan las cartas de 

Mazinguer. Las trae en la sesión siguiente y converso con él lo sucedido, aclarará: “Tenía 

mucho miedo... me llevé a Mazinguer porque es fuerte y poderoso.” 

En mi trabajo con el niño jugamos constantemente a todo tipo de juego de reglas: “Casita 

robada”, “Juego de guerra espacial”, “Carrera de caballos”, etc. Alejandro las acepta, pero las 

desmiente, hace trampas. Quiera ganar siempre. Le señalo que el que gana con trampas, no 

gana, pierde. Dibuja mucho y relata historias que me dicta y yo escribo. Asocia también 

mucho. Cuenta historias que remiten a robar, a pelear. Se muestra en ellas disfrazado (como la 

“h” que no puede pronunciar). Aparecen en sus dibujos, y en los relatos, golpes en el ojo 

(temática que constituye una repetición de su ver de más y el castigo recibido como 

consecuencia). Contará: “Mi papá cuando era chico le dio una piña en el ojo a un compañero, 

cuando estaba en la primaria, después... lo querían echar del colegio.”  

Al final del tratamiento (un año), aparece el nudo traumático principal; Alejandro ha 

presenciado la escena primaria. También está impactado por la entrada temprana en la 

adolescencia de su hermana. La menarca de la misma atraviesa la escena. Puede manifestarlo 

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a la terapeuta, contarlo desde lo real y elaborarlo. Si bien muchas veces, en el curso del 

tratamiento, se había referido a dicha escena en forma simbólica (escenas del circo, historia de 

Drácula en el cajón, choque de aviones, dificultad para pronunciar la “h” muda), y también a 

sus sentimientos de deseo, agresión y culpa respecto a sus padres y hermana que aparecen en 

dibujos (piñas, pérdida de dientes, cicatrices, sangre, cruz, etc.), no habían sido puestos en 

palabras.  

Trabajo también a lo largo del tratamiento con sus padres y hermana el tema del “pegoteo”, la 

necesidad de dormir en camas separadas y también en lo posible en habitaciones diferentes, 

por lo menos padres e hijos. Objetivo que se logra. 

Con Alejandro vemos sus trampas y su copiarse en la escuela, desplazamiento de querer ser 

como el padre, pero con trampas. Marco que ser el primero no significa ser el mejor, ni el más 

querido, el primero es el que pelea sin trampas por ser el mejor. 

También a través del juego y del dibujo surgen sus dificultades con la discriminación de una 

identidad sexual. Se niega a dibujarse, en especial el cuerpo. Cuando lo hace, se muestra 

confuso. Lo hace de costado y con cabeza femenina. Se define como feo, como malo. 

Al término del año escolar, por haberlo descubierto la maestra copiándose, tiene que dar 

examen de lengua. Alejandro elabora fantasías de naufragio y muerte a las que damos forma y 

trabajamos a través del dibujo y el juego. Luego, en la misma sesión, se lleva a su casa un 

vagón roto de la caja de juegos. Me trae en la sesión siguiente el vagón del tren reparado y 

pintado. Le regalo como premio por la reparación una medalla olímpica de cobre (3er puesto). 

Es de verdad. Se la lleva orgulloso colgada del cuello. 

Vuelve después de las vacaciones. Ahora está en 3er.grado. Algunas cosas han pasado. La 

mamá me cuenta que se han mudado de casa. Alejandro duerme en la habitación con su 

hermana, pero en camas separadas. Se anotó en el Club, hace deportes. Está más tranquilo 

muy cuidadoso, “lo único sigue apurado”. 

Tiene cuando llega, la barbilla cubierta de gasa y tela adhesiva. Quiso que lo trajeran al 

hospital a que le pusieran puntos. Pidió venir a verme. Me manifiesta su deseo de seguir 

viniendo a sesión.  

Retomamos las sesiones, en ellas trabajamos el tema del ver de más, del oír y del hablar, 

también la representación de sí mismo. Es en una de ellas, en la que se dibuja con ojos sin 

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pupilas, sin orejas y sin nariz, en la que surge el relato de la escena primaria y lo traumático 

puede ser tramitado. 

Al poco tiempo decide abandonar el tratamiento. Trabajamos el porqué del irse. Dice que se 

aburre, que prefiere ir a andar en bicicleta. Acordamos respecto a la escena relatada, que 

queda aquí y pertenece a lo privado de su terapia. Cuando sale, informa a su mamá que me 

contó lo que pasó. La última vez que nos vemos me recomienda: “No se lo cuente a nadie, ni a 

su marido”. Me saluda con un beso y se va con su madre. 

Continúo algunas sesiones con la madre, ella me dirá: “Ahora el que espía no es él, sino su 

compañero de banco. …No quiere saber nada con que Marcela lo ayude. Está muy bien en el 

colegio.” 

 

Algunas consideraciones. 

Pienso que Alejandro resolvió el problema que lo angustiaba y le generaba estrés                

post‐traumático “haber visto y oído de más y no poder hablarlo” Su aparato psíquico fue 

invadido por lo disruptivo de lo vivenciado en un tiempo de inmadurez, que dio lugar al 

surgimiento de una violencia emocional que podría haber sido evitada, violencia familiar 

sexual invisible, favorecida por una historia donde el ver y el oír de más estaban facilitados por 

las características de cohabitación de sus integrantes. Una familia donde el pegoteo y la 

indiscriminación eran una constante que dificultaba la construcción de las identificaciones 

sexuales que facilitarían posteriormente la salida heterosexual de Alejandro. 

El tiempo dirá de los límites de lo resuelto. Aún se aprecian restos de su problema, con ese 

“ver de más” que proyecta en el otro. Aún teme ser “pescado en falta”. Esto ha sido trabajado 

con su familia que será quienes deberán apoyarlo y ayudarlo. 

Se suspende el tratamiento de Alejandro luego de un año de concurrencia al Servicio. 

 

Conclusiones. Lo simbólico como mediador en la cura de lo traumático. 

Juego, prohibición, fantasía y deseo propio van de la mano. En el célebre caso del juego del 

“Fort‐Da” de Freud, el juego del niño no es nada más que la reproducción o la repetición de 

una fantasía (aquí la de la presencia o ausencia de la madre), fantasía que moviliza 

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activamente a los símbolos de que dispone. Símbolos creados en su mundo interno por 

interacción con lo real, y que se constituyen en medios para restaurar, recrear, capturar y 

poseer de nuevo al objeto original. Construcciones que el sujeto vivencia en ese momento 

como producidos por su yo, razón ésta, que establece una diferencia. 

Ellos, los símbolos con los que juega la fantasía, no son completamente equivalentes al objeto 

original. El símbolo se reconoce aquí como representante del objeto y no como el objeto 

mismo, porque es utilizado no para negar sino para superar la pérdida, la desilusión o el 

trauma. El trabajo psíquico que hace el niño con el uso de las diferentes formas de lo simbólico 

se enlaza con la sublimación, con la capacidad de comunicación y con la elaboración. A través 

de ese cambio que implica la repetición, repetición desde otro lugar y otro tiempo, aporta algo 

nuevo a lo extraño‐diferente primitivo, que ahora sí podrá llegar a ser asimilado al otorgar 

sentido a aquello que anteriormente no pudo ser plenamente incorporado al yo del niño. 

El uso de las diferentes expresiones de lo simbólico a través de distintas modalidades 

artísticas, como forma de creación de un espacio terapéutico en los niños, nos remite en 

última instancia al objeto de la pulsión y a un espacio transicional, momento para el niño de 

encuentro con un afuera que genera seducción mediante la violencia de ser el otro y da lugar a 

la disociación normal primera del sujeto. Su función terapéutica consiste en enlazar lo 

diferente, y más tarde lo prohibido, a la sublimación. Lo visto, lo sentido, lo vivido, aparecerá 

en la escena del dibujo, del juego o del sueño, desplazadamente a través de la fantasía en una 

mezcla de realidad y ficción, en la que estarán fusionadas todas las miradas. 

El dibujo, por ejemplo, tiene la potencia de hacer resurgir, en su captación formal, lo “salvaje” 

de esa primer puesta en escena de la pulsión de ver, momento de lo sensorial, pero también, 

al posibilitar la repetición ahora en el plano de lo simbólico genera la diferencia, es decir da 

posibilidad al cambio que implica la “repetición de la escena” desde otro momento psíquico, 

ya que al hacerlo el sujeto cambia su posición, asa de ser un sujeto  pasivo a convertirse en 

activo, pasa de salir de su impotencia a “sentir que puede”. 

En la violencia familiar sexual invisible se juega la disociación del yo, y el posible estrés        

post‐traumático que le producen al niño vivencias donde lo disruptivo ha reactualizado y 

convertido en traumático lo  quizás primitivamente vivido desde el afecto y/o “representación 

cosa”. Repetición puesta en el hoy, de una violencia secundaria, “efecto de ese mirar y ser 

mirado no adecuadamente” que ya con anterioridad había estado presente y dejado su marca 

en la subjetividad en ciernes del niño. Por eso, la acción del contexto con sus mensajes que 

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legalizan la conducta parental del ejercicio de esa violencia sexual invisible, violencia 

emocional, que no considera al niño en sí mismo sino en función del otro, es nefasta y 

traumática, al no poner en primer plano la existencia del niño como otro diferente, al no 

respetar su subjetividad y necesidades propias y exponerlo a escenas o acciones, que por su 

edad madurativa o historia, no pueden ser bien comprendidas y tienen un efecto disruptivo y 

traumático. 

 

 

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