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UN CASO DE ESTRÉS POST‐TRAUMÁTICO EN NIÑOS. SU RELACIÓN CON LA VIOLENCIA
FAMILIAR SEXUAL INVISIBLE María Julia Cebolla Lasheras∗
Introducción.
La ley de protección contra la violencia familiar (Ley No.24417) de la República Argentina del
año 1995 trae un cambio esencial en el enfoque y consideración de esta problemática. Queda
establecida con esta ley una modificación conceptual. Junto a la palabra “violencia”, de amplia
connotación, aparecerán ahora en ella otras palabras clarificando modalidades. La violencia a
nivel familiar será diferenciada en: 1) violencia emocional y 2) violencia física.
Estos términos, que marcan una discriminación, ponen en primer plano el área de la realidad
tanto biológica como fundamentalmente psicológica y social en el que se inserta la violencia
familiar. Se va instituyendo con ellos, una connotación que autoriza una nueva mirada. Mirada
puesta en lo emocional, que nos permitirá ver más claramente lo que es puesto en juego.
Estamos hablando de violencia familiar. Pero cuando nos referimos a esa violencia sexual,
invisible e inexistente a los ojos del mundo en el vínculo de padres e hijos, es decir, esa
violencia emocional que se ejerce por ejemplo, al exponer al niño a presenciar escenas que
dada su inmadurez no pueden ser comprendidas y que, en consecuencia, muy probablemente
se tornarán traumáticas. ¿De qué tipo de violencia familiar hablamos? ¿Qué características
tiene? ¿De qué decimos?: a) de la violencia física que ejerce un sujeto a otro, o quizás b) de
“un amor”, violencia emocional, que no permite ver al otro como sujeto, diferenciado de sí
mismo.
Considero, que de una manera general, podemos afirmar que tanto la violencia psicológica
como social revelan siempre un posicionamiento en donde el otro es mirado como objeto y no
como sujeto. Nos preguntarnos entonces, ¿cuáles serán las consecuencias de esta situación
∗ Licenciada en Psicología (Universidad de Buenos Aires), Psicoanalista, ex docente de la UBA como Profesora Adjunta de la Cátedra de Psicología Evolutiva II (Adolescencia), ex Profesora Adjunta de la Carrera de Terapia Ocupacional de la Cátedra de Ciclo Vital I (Niñez y Adolescencia), ex Jefa de Trabajos Prácticos en la Pasantía Clínica de las Adicciones, Psicóloga del Programa de Libertad Asistida (SENNAF), Especialista en Psicotrauma y Presidenta Cap. Arte y Psicoanálisis (AASM). Pasaje Del Signo, 4058. Bs. As. (Argentina). E‐m@il: [email protected]
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que pone en juego la mirada? ¿Hay trauma como resultante de esta dificultad de diferenciar,
yo de no yo? ¿De discriminar y ser discriminado? ¿Y si lo hay, en qué espacio temporal lo
ubicamos? Además, ¿cómo influirá esta violencia emocional en la constitución de la
subjetividad del otro, cuando es ejercida por uno o ambos progenitores?, ¿qué
manifestaciones encontraremos más tarde en el niño, en el adolescente o aún en el adulto?
El trabajo que expongo habla de violencia familiar, y dentro de ella intenta dar cuenta
especialmente de los efectos traumáticos que la violencia sexual invisible produce en un niño
de siete años. Violencia que es, en esencia, violencia emocional.
En un reciente estudio que realizan en nuestro país G. Abadi y otros, se define a la violencia
sexual invisible en el vínculo de las madres con sus hijos/as de la siguiente forma:
“La violencia sexual invisible se corresponde con prácticas vinculares materno filiales a
veces extendidas desde edades muy tempranas hasta avanzadas de la vida de los hijos‐as,
por las cuales en general no se consulta, ya que:
1. No parecen producir malestar o a veces se refiere solo a algún difuso malestar
2. Hay negación de que dichas prácticas tengan efectos en la vida sexual y emocional,
justificándose los actos realizados, por ser su autor alguien “autorizado” para ello:
la madre.
Sin embargo, en diversos recorridos clínicos se ha comprobado que la resignificación de
esas prácticas como abusivas ha permitido la apertura de cadenas asociativas en los
pacientes y la resignificación de hechos históricos y actuales en torno a la vida sexual y
emocional de los mismos.”
El caso intentará mostrar desde lo teórico y ejemplificar luego, desde la clínica, de qué manera,
aparece lo sintomático en el niño, dando cuenta de la presencia y repetición de una escena
asociada con el ver, efecto de la acción de mirar y ser mirado no adecuadamente. Puesta en
acto de momentos pasados y presentes, en los que la sexualidad es protagonista, gestando por
lo disruptivo de la vivencia del niño, una disociación a nivel del sentir y del sentido que le causa
dificultades de aprendizaje en la escuela y modificaciones en su conducta cotidiana. Conducta
que podemos calificar como producto de la situación de ansiedad generalizada y/o del estrés
post‐traumático que atraviesa al niño. También, como en su tratamiento psicoterapéutico, la
técnica del uso del dibujo, el juego y de la fantasía permitió al niño decir de lo prohibido y lo
disociado. Poner en palabras lo traumático y modificar quizás parcialmente el sentir y sentido
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otorgado a la sexualidad, asociada por él mismo a la presencia de la muerte y al efecto de la
agresión. Sentido dado al que la edad evolutiva del niño (latente de siete años) hacía proclive y
que la vivencia traumática reafirmaba.
Lugar y efecto de la mirada materna en la construcción de la subjetividad.
Para comenzar a analizar el caso, vayamos a los orígenes de la constitución del sujeto. Al
momento en que el bebé es mirado por primera vez.
La visión es palpación por la mirada. Pero ¿quién gobierna la escena? ¿Los objetos o la mirada?
Este tema, que nos abre a la construcción de la subjetividad, muestra cómo la acción
protagónica de la mirada materna recorta al objeto desde su universo de significaciones. Lo
visible para el bebé que accede al mundo no será, al principio, la forma de los objetos; lo
visible para él será las formas de luminosidad creadas por la propia luz materna. Su luz (la del
bebé) y la de los objetos encontrarán su génesis en la mirada de la madre.
Estamos entonces en el plano de los sentidos, en el plano de las sensaciones. La percepción
vendrá después. La percepción dará lugar a lo simbólico y permitirá el acceso a otro plano,
abriéndose a un mundo más complejo, al mundo de la lengua y el habla. En realidad las dos
formas, la enunciación y la visibilidad, constituyen en esencia el saber sobre la vida y la
muerte, y son las condiciones de producción de verdad que rigen en cada formación socio
histórica, que atraviesa al sujeto.
Relación entre el contexto social y la mirada.
Sabemos que la apropiación del mundo, visual, olfativa o táctil, que realiza el niño en sus
primeros tiempos de vida, es una actividad de producción de sentido. En ella, las
características individuales y familiares serán fundamentales. También lo será el contexto
social más amplio, presencia invisible en el espacio familiar de cada sujeto, en el que jugará
simbólicamente como uno de los determinantes de la forma de estructuración de su
subjetividad.
La visibilidad de que hablamos entonces no se refiere sólo a un fenómeno del orden de la
percepción, sino también de la significación. Lo que permanece invisible, cuando hablamos de
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contexto social, no es lo real de la relación madre hijo y su modalidad de interacción particular,
sino que lo que se invisibiliza es el sentido que la sociedad y el contexto otorga a esa relación.
El bebé para ser, necesita creer que el que mira y otorga luz a los objetos es él. Esta creencia,
facilitada por la madre, es la que le posibilitará darse existencia y también darla al mundo
externo. Vivencia creativa de una subjetividad que le permitirá ser, primero con la madre, para
luego diferenciarse de ella. Este proceso de gestación y discriminación, que atañe a la
construcción del yo, es lo esperable desde una lógica de salud centrada en el niño. Sin
embargo, la clínica nos muestra que no siempre está presente cuando del nacimiento y
desarrollo de un bebé se trata. Muchas veces, este sentido queda subsumido, tapado por una
representación social de la maternidad, que la propia madre y el contexto tienen, que absorbe
lo novedoso, aquello que al niño le es dado poder gestar. Sentido subsumido bajo los
enunciados de su núcleo incuestionable, aquel que da cuenta de “el amor materno”. Núcleo
que nos dice que al amor de una madre todo le es permitido, incluso no facilitar la
diferenciación del hijo y su posterior salida al mundo. Es decir, mirar al niño y al mirarlo verse
ella misma y sus propias necesidades en él, y no ver al niño. Esta mirada materna que no
puede espejar al hijo es generadora de violencia. Violencia familiar, emocional y sexual,
violencia invisible.
Concepto de violencia desde Piera Auglanier.
¿Qué nos dice Piera Aulagnier en su texto “La violencia de la interpretación”?
“Con respecto a la primera etapa de la vida el bebé necesita ser visto en pleno desamparo
y en pleno vacío significante, con la máxima pregnancia respecto al otro. Así el sujeto
puesto a amparar y a “llenar” lo violenta con sus acciones y otorga un universo de
significaciones.”
Ella define el concepto de violencia, poniendo el acento en los planos de la emoción y del
lenguaje que se gestan en la relación madre‐hijo. Lo hace desde dos vertientes. Nos hablará
de:
o Violencia primaria. Como una violencia necesaria. La definirá así: “Es la acción
mediante la cual se le impone a la psique de otro una elección, un pensamiento o una
acción, motivados en el deseo del que se lo impone.” Esta violencia, al introducirla en el
mundo de lo simbólico, de la cultura, humaniza al niño.
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o Violencia secundaria. Es un exceso de violencia. Se apoya en la violencia primaria, pero
resulta excesiva, perjudicial y no necesaria para el funcionamiento del yo del niño. Es
generadora de trauma.
La violencia necesaria ejercida por la madre en la primera etapa de la vida, humaniza al niño.
Lo hace cuando la luz materna lo ilumina y ampara en sus necesidades básicas, tanto físicas
como afectivas, cuando la mirada refleja al niño y le transmite su propia luz. Pero cuando esta
violencia inicial se extiende más allá de lo necesario se torna traumática, ya que deviene en
apropiación de la sexualidad naciente del niño, en control de un cuerpo cuyo registro aún no
es mediatizado por el discurso materno y no permite que surja la propia luz del niño. En estos
casos el niño, como otro diferenciado del deseo materno, naufraga. Allí hay pérdida de la
función parental, único sostén genuino de la diferencia generacional y sexual.
La violencia primaria es constructiva y pone en juego a la pulsión de vida. La violencia
secundaria es la manifestación del poder extremo que va desgastando la subjetividad del otro.
Asociada a lo traumático, pone en primer plano la pulsión de muerte.
J. E. Tessone asocia violencia a seducción. Dirá que en el niño hay una inadecuación básica en
la comprensión del acto que viene desde la madre. Considera que la asimetría en la situación
de seducción obligará al niño a un exceso de significación. Hay una imposición de sentido
desde el adulto. Esta intrusión divide al niño respecto de sí mismo. Hay un exceso en esta
vivencia que, a pesar suyo, invade la barrera de para‐excitación. Cuando el adulto imprime en
el cuerpo del niño un acto o gesto abusivo no está humanizándolo como lo harían los actos o
los gestos de la seducción primaria, no lo convierte en sujeto sino en un objeto necesario para
el narcisismo parental. Aquí estamos hablando de violencia secundaria.
Para Tessone “el vínculo incestuoso niega la diferencia de sexos y de generaciones, pero sobre
todo niega la existencia del niño como separado de sus padres.”
La experiencia clínica nos dice que hay que considerar los efectos de esta violencia sexual
invisible, violencia a nivel de los afectos, como producto de un amor en el que no hay real
discriminación del otro, por lo cual, puede llegar a anularle la capacidad de pensar, elegir o de
olvidar lo padecido.
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Familias con transacciones incestuosas.
B. Cyrulnik define a las “familias con transacciones incestuosas” como familias cerradas donde
los roles, los gestos y los enunciados no están bien codificados. No se han organizado en ellas
rituales de interacción con funciones claramente discriminadas. En estas familias el acto sexual
no está socializado ni sacralizado a nivel de representación familiar y en consecuencia no toma
en cuenta los efectos, que la escena al ser presenciada, puede generar en los hijos menores.
“Según el tipo de representación social de las transacciones incestuosas que tenga cada cultura
variará el efecto que produzca su sola nominación. Irá desde la idea de algo natural hasta un
sentimiento de horror insostenible ante su sola evocación.”
“Un suceso puede despertar diversas vivencias, por ejemplo curiosidad y miedo y también
activar registros mnémicos diferentes, por ejemplo temor y diversión. Esto es congruente con la
lógica del modelo topográfico o “modelo del peine” desarrollado por Freud, modelo en que lo
inconciente, lo preconciente y la conciencia se asientan sobre huellas mnémicas que pueden
excitarse desde cualquiera de estos espacios, los cuales, a su vez, pueden recibir aportes
representacionales de toda huella que se active.”
La mirada y la violencia en la diferenciación de los sexos.
Volviendo al niño y su relación con la mirada materna y la suya propia, ¿qué sucede en un niño
cuya mirada ha quedado especialmente erotizada, fijada a una madre seductora en exceso?
¿Qué le sucederá en el momento de la diferencia de los sexos?
Surge que percibe la diferencia de los sexos sin poder “fundarla”; la ansiedad lo invade. Se
lanza a una búsqueda indefinida que lo lleva a “examinar la cosa” en todos sus aspectos.
Quiere saber qué implica la diferencia. Pero por más que “espíe” al objeto, lo toque, lo palpe
con la mirada, no puede entender realmente qué es lo que ve. Le falta saber y sentido. Hay
que comprender lo que se “ve” aquí y allá, en el cuerpo de la niña, de la madre y en su propio
cuerpo. Además, ¿dónde está él? ¿Qué lugar ocupa en la escena? La seducción en exceso,
tanto en el momento de la diferenciación sexual como “a posteriori”, produce en el sujeto un
efecto de captación. Su trampa consiste en atraparlo en las redes de una imagen de la que
desde ese momento el “seducido” ya no puede abstraerse. La normal ansiedad se convierte
entonces en estrés.
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“La seducción es el efecto que desvía al sujeto, en una parte de sí mismo, del resto de las
imágenes del mundo, para encerrarlo en una imagen, la que le “tiende” el seductor (espejo que
lo atrapa)” (Paul Laurent Assoun).
Sabemos que una cierta porción de seducción materna es necesaria para que el niño se
introduzca en el mundo de lo humano, en el mundo de la cultura, pero cuando la seducción es
en exceso, cuando la mirada en el espejo atrapa y no quiere saber nada de diferencias,
persistiendo a través del tiempo, es traumática, pues allí lo que le sucede al niño es que pierde
la capacidad de ver con claridad. Se le dificulta percibir el enigma que implica la diferencia de
los sexos y posteriormente se traba su salida a la heterosexualidad. El estrés desborda la
capacidad de asimilación del yo. Estamos pues en un plano que posibilita lo traumático.
La prueba de la diferencia sexual es, por lo tanto puesta en juego de la “fe perceptiva”. El
varón infantil, normalmente al no saber qué hacer con el espectáculo, no asocia a él ningún
signo identificable, como si tropezara con algún “insimbolizable”. Lo percibido queda latente,
pero sin sentido. El sentido será dado “a posteriori”.
Violencia familiar sexual invisible como recreación de la escena originaria.
¿De qué manera en la violencia familiar sexual invisible se recrea el exceso de la seducción
materna que atrapa, y fija en el plano de lo inconciente, la mirada del niño?
Es en la fantasía de la “escena originaria” donde hay que situarse. Escena velada al niño.
Misterio a develar. Saber de lo no sabido, donde algo de lo oscuro, de la incógnita, de la vida y
de la muerte se entremezclan. Escena que convoca a saber sobre lo prohibido que está en
juego. Por eso, la puesta en imagen por parte del niño de la escena originaria consistirá en el
cuadro de un sujeto literalmente estupefacto por cierto espectáculo, en el que está exhibido el
deseo del otro. El niño estará situado ya sea en concepto de testigo (coito parental) o bien de
objeto al que apunta el otro (“el seductor”). Cuando la escena fantaseada pasa al plano de lo
real, surge para el niño, lo siniestro, la vivencia del trauma.
Para Paul Laurent Assoun “La escenografía de la seducción entraña el pavor que paraliza al
sujeto: la captación de los signos de la seducción del otro produce un efecto de estupefacción e
inhibición motriz.”
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“El drama intenso de la seducción procede del hecho de que el ‘vidente’ es aspirado hacia y por
un ‘visible’ que le arranca los ojos. Imposible ver ‘eso’ y recuperar la propia mirada. Indigerible
e inolvidable la escena producirá sus efectos de retorno en la ‘inquietante extrañeza’.”
Estructura de la vivencia traumática según M. Benyakar y A. Lezica.
Una vivencia traumática se desencadenará en un sujeto si sus capacidades articuladoras y
metabolizadoras se ven superadas. En una situación disruptiva que deriva en vivencia
traumática, la tensión a la que el sujeto se ve expuesto no es acorde a su capacidad
elaborativa, produciendo un estado de inermidad psíquica de indefensión. De este modo, lo
fáctico disruptivo puede desencadenar un proceso traumático. La vivencia traumática no es
expulsada del aparato ni es integrada a él, sino que queda en estado de exterioridad, es decir
la vivencia traumática queda encapsulada en el interior del aparato psíquico.
“Definir con precisión la experiencia, discernir sus componentes (evento fáctico y vivencia) son
condiciones sine qua non para abordar lo traumático. Porque si bien el enorme impacto que
produce muchas veces un evento disruptivo puede teñir la cualidad de la experiencia, centrar la
operatoria en lo fáctico entraña el riesgo de dejar de lado el modo particular en que se
despliegan las vivencias del sujeto. Y lo específicamente traumático está en íntima relación con
estas vivencias y el modo en que integran la experiencia.”
Para Benyakar: “En el curso del trabajo de pensamiento que habrá de aportar el componente
vivencia pueden excitarse diferentes registros mnémicos con mayor o menor nitidez en la
conciencia. En la experiencia habrán de conjugarse efectos actuales, desencadenados por el
evento, con otros que surgen de vivencias del pasado, conjugación afectiva que le otorga una
singular cualidad en cuanto al tiempo. Esto supone una paradoja que implica que las vivencias
del pasado posean actualidad en la medida en que permanecen y actúan desde el sujeto. La
experiencia se asume así en una temporalidad paradójica, marcada tanto por el ahora de lo
actual como por el antes de las vivencias del pasado, deviniendo un raro momento
temporalmente indeterminado pero arraigado en el tiempo circunscripto y determinado de lo
fáctico.”
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Lo traumático como producto de la resignificación.
La seducción primaria violenta al niño quita visión a su mirada, pero es la seducción de la
violencia secundaria, ejercida en el plano de lo simbólico, la que con su a posteriori “verá” a
través de la pantalla del recuerdo sensorial del niño, convocando la escena, y generando la
disociación que le permitirá defenderse de la angustia que lo invade. Liberada la capacidad
perceptiva y recuperado el afecto que había quedado congelado por falta de sentido en el
encuentro del niño con la diferencia de los sexos; será el posterior exceso de seducción de
parte del otro parental, lo que generará lo disruptivo. Vivencia ésta que será traumática, si
excede la normal capacidad de elaboración del sujeto, de ese plus de sentido y de afecto,
gestado en la escena de seducción, que más allá que incluya o no al niño en lo real, lo incluye
en lo simbólico. Por eso, la sorpresa, la intensidad y el desborde, dificultarán su adecuada
asimilación.
La escena traumática es siempre resignificación, o bien significación de otra u otras escenas
anteriores. En el caso de la sexualidad, la angustia traumática está conectada con un
espectáculo vivenciado por el niño pequeño desde el afecto, pero con carencia de sentido.
Paul Laurent Assoun nos hablará de la imagen de la medusa, que convoca el psicoanálisis. Para
referirse a ella, este autor dice que “lo que se evoca con la medusa, es el ojo del varón
petrificado sobre el sexo de la madre. Así pues la mirada, es aquí vector de espanto, ya que
petrifica, de pavor, convierte al espectador en piedra, pero la mirada no desaparece. La victima
de medusa, no queda ciega, al contrario, quizás se convierte toda en mirada. Tenemos allí el
goce de la mirada. El destino fetichista de la mirada, se anuda a partir de una verdadera
imagen detenida de la “pulsión de ver”. A partir de allí, será el fetiche hacia donde se dirigirá,
nostálgicamente la pulsión que, al romperse tras la prohibición, se perpetuará como placer de
ver.”
Otro destino que le cabe a la pulsión es la que le señala la existencia de una intensa disociación
del yo, disociación que parte en dos la mirada del sujeto, siguiendo su camino solamente una
mitad, la que niega lo visto, la otra mitad queda congelada, rechazando totalmente a partir de
ese momento todo aquello que la remita a la sexualidad.
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I. Criterios para el diagnóstico de trastorno de estrés agudo (según Moty Benyakar y Alvaro Lezica).
La persona ha estado expuesta a un acontecimiento traumático en el que:
1. Experimentó, presenció o le explicaron uno (o más) acontecimiento(s) caracterizados
por muerte o amenazas para su integridad física o la de los demás.
2. Respondió con temor, desesperanza u horror intensos.
a) Durante o después del acontecimiento traumático, el individuo presenta tres o
más de los siguientes síntomas disociativos:
1. Sensación subjetiva de embotamiento, desapego o ausencia de reactividad
emocional.
2. Reducción del conocimiento de su entorno.
3. Desrealización.
4. Despersonalización.
5. Amnesia disociativa (por ejemplo, amnesia de un aspecto importante del
trauma.
b) El acontecimiento traumático es reexperimentado persistentemente en alguna de
estas formas: Imágenes, pensamientos, sueños, ilusiones, flashbacks recurrentes o
sensación de estar reviviendo la experiencia, y malestar al exponerse a objetos o
situaciones que recuerdan el acontecimiento traumático.
c) Evitación acusada de estímulos que recuerden al trauma: Pensamientos,
sentimientos, conversaciones, actividades, lugares, etc.
d) Síntomas acusados de ansiedad o aumento de la activación (arousal). Dificultad
para dormir, irritabilidad, mala concentración, hipervigilancia, respuestas
exageradas de sobresalto, inquietud motriz.
e) Síntomas significativos, deterioro social o laboral en otras áreas.
f) Aparecen dentro del primer mes de ocurrido el acontecimiento traumático, duran
de dos días a cuatro semanas.
g) No son debidas a tóxicos, enfermedad médica o preexistencia agravada.
Si los síntomas mencionados duran más de cuatro semanas, el DSM IV, por definición cambia
el diagnóstico al de Trastorno de estrés post‐traumático.
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II. Criterios para el diagnóstico de trastorno de estrés posttraumático.
a) Es básicamente igual al anterior, con lo cual parece quedar claro que para tal criterio el
concepto clave es estrés, y trauma sólo un desencadenante de un tipo de estrés que dura
más y agrega o acentúa algunos síntomas.
b) Agrega que en niños puede haber comportamiento agitado o desestructurado.
c) Igual al c del anterior, aunque más explicado agrega:
1. En niños pequeños los recuerdos pueden expresarse en juegos repetitivos
relacionados al trauma.
2. Los sueños recurrentes en niños pueden ser de contenido irreconocible.
3. Las revivicencias incluyen alucinaciones y episodios disociativos. Niños pequeños
pueden reescenificar el acontecimiento traumático.
4. Malestar psicológico intenso al exponerse a estímulos internos o externos que
simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento.
A. Tipo d) del anterior, más explicado. Evitación de estímulos asociados al trauma y
embotamiento de la reactividad del individuo.
1. Esfuerzos por evitar sentimientos, pensamientos o conversaciones sobre el suceso
traumático.
2. Idem actividades, lugares o personas.
3. Amnesia para aspecto importante del trauma (ídem b) 5 del anterior.
4. Reducción del interés o participación en actividades significativas (ídem f).
5. Sensación de desapego o enajenación frente a los demás (ídem b) 1.
6. Restricción de la vida afectiva (por ejemplo: no ama) (ídem b)1.
7. Sensación de un futuro desolador.
B. Síntomas de activación (ídem e del anterior).
C. Esas alteraciones (síntomas B, C y D) se prolongan más de un mes.
D. Idem F.
Especificaciones: Agudo, dura menos de tres meses. Crónico, más de tres meses. O de Inicio
demorado si entre el acontecimiento traumático y el inicio de los síntomas han pasado como
mínimo seis meses.
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La fantasía, el dibujo, el juego, el relato y los sueños como técnicas psicoterapéuticas en el tratamiento de niños.
Sostiene Piaget que lo que caracteriza a una representación es su capacidad para distinguir los
significantes de los significados. El niño podrá, por medio de ellos, evocar a uno para poner de
manifiesto o referirse a otro. La capacidad generalizada de poder realizar esta discriminación,
esta diferenciación, es llamada por él, función simbólica.
La imitación diferida, el juego, el dibujo y el habla son las primeras formas de la función
simbólica. Con ellas se expresa el niño para comunicarse, dando así curso a sus afectos y
representaciones. Estas formas simbólicas le permitirán al sujeto, en su búsqueda de
equilibrio, poner en activo escenas vividas pasivamente. Es decir, volver a vivenciar desde otro
lugar situaciones impuestas por el contexto en diferentes momentos de su existencia. Este ser
activo le hará posible salir del lugar de objeto y situarse como sujeto.
El juego simbólico señala el apogeo del juego infantil. El niño obligado a adaptarse
incesantemente a un mundo social de mayores, cuyas reglas e intereses le son exteriores, y a
un mundo físico que aún comprende mal, no llega a cubrir las necesidades afectivas e
intelectuales de su yo en esas inacabadas adaptaciones. Su equilibrio afectivo e intelectual
necesita disponer de un sector de actividad cuya motivación no sea la adaptación a lo real, sino
por el contrario, la asimilación de lo real al yo, sin coacciones ni sanciones.
El juego simbólico hace intervenir el pensamiento, pero es un pensamiento individual, casi
puro, con un mínimo de elementos colectivos. Estos juegos constituyen una actividad real del
pensamiento, si bien esencialmente egocéntrica. Su función consiste en satisfacer al yo
merced a una transformación de lo real en función de los deseos propios. La niña que juega a
las muñecas rehace su vida, pero corrigiéndola a su manera. Revive todos sus placeres o todos
sus conflictos, pero resolviéndolos y, sobre todo, compensa y completa la realidad mediante la
ficción.
Piaget nos dice “Ese simbolismo centrado en el yo, no consiste sólo en formular y en alimentar
los diversos intereses concientes del sujeto. El juego simbólico se refiere también
frecuentemente a conflictos inconscientes: intereses sexuales, defensa contra la angustia,
fobias, agresividad e identificación con agresores, repliegues por temor al riesgo o la
competición, etc. El simbolismo del juego se une en esos casos al del sueño, hasta el punto de
que los métodos específicos del psicoanálisis infantil utilizan frecuentemente materiales de
juego...” “Los límites tan vagos entre la conciencia y el inconsciente, que dan testimonio del
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juego simbólico del niño, hacen pensar más bien que el simbolismo del sueño es análogo al del
juego simbólico del niño, porque el durmiente pierde, a la vez la forma razonada del lenguaje,
el sentido de lo real y los instrumentos deductivos o lógicos de su inteligencia.”
La latencia. Momento de adquisición de habilidades.
Desde el psicoanálisis, el tiempo de la latencia es considerado el momento evolutivo más
importante de adquisición de habilidades. En ella, el dibujo, el juego y el relato son
instrumentos privilegiados que el niño utiliza para su expresión. La fantasía se torna
protagonista. Aparece en primer plano la “novela familiar” de los niños. Ella pone en juego la
imaginación. Es fuente de todo mito y divide a la familia en dos: una parte será noble y la otra
modesta. Testimonia con esto, el cambio en las relaciones sentimentales que el niño tiene con
sus padres. Nace entonces el mito del héroe que suplanta al padre y termina matándolo.
Cuando el niño se identifica con el héroe expresa con ello la dualidad de amar y desear al
mismo tiempo la muerte del padre. Es decir, dice del culto de sí mismo, ya que el héroe es el
primer ideal del yo. Ideal que tiene su origen en el yo ideal, modalidad primitiva del yo, tiempo
en el que todavía el niño no se había discriminado de sus padres y era en consecuencia, su
propio ideal.
Desde la psicología genética, J. Piaget afirma que la fase artística y del desarrollo pleno de la
fantasía del niño es el momento en el que el dibujo, el relato y los sueños son instrumentos
privilegiados. La fantasía pertenece a la fase animista y corresponde aún, en parte, al estadio
narcisista, a ese tiempo primero de indiscriminación del yo en el que el niño comienza a mirar
al afuera y preguntarse por la realidad, pero con un pensamiento egocéntrico y mágico. Esta
fase se reactualiza en la latencia, con el inicio de la salida del niño al mundo externo y su
contacto con nuevas realidades familiares.
Por eso, admirar al héroe es siempre para el niño admirar de manera indirecta al padre, pues
el héroe solo es héroe por identificación con el padre y por deseo de reemplazarlo.
Paul Laurent Assoun hace mención al mito de Edipo. Nos dice: “La leyenda de Edipo tiene como
contenido la perturbación penosa de las relaciones con los padres, perturbación debida a los
primeros impulsos sexuales. Esto se demuestra por el texto mismo de la tragedia de Sófocles.
En él, Yocasta consuela a Edipo, a quien el oráculo ya ha inquietado, recordándole un sueño
que tienen casi todos los hombres y que, cree ella, no puede tener ningún sentido: Muchas
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personas, en sus sueños, han compartido el lecho materno. Quien desprecia estos terrores
soporta con facilidad la vida.”
En cada sociedad la prohibición del incesto, en tanto prohibición de cierto contacto y como
fantasía que refleja deseos de padres e hijos, aparece en la base de toda prohibición. La
prohibición no concierne sólo al cuerpo directamente sino a todo lo que definimos con la
expresión figurada: “entrar en contacto”; es decir, todo lo que orienta las ideas hacia lo que
está prohibido. Todo lo que convoca a un contacto puramente abstracto o mental está vedado,
de la misma manera que lo está el contacto material. Por supuesto, incluimos aquí el mirar y
ser mirado de “cierta manera” por los padres, ya que son en la sociedad los portadores de la
prohibición del incesto y los encargados de transmitirla a sus hijos. Además su primera función
como padres será facilitar la construcción de la subjetividad del niño, como otro diferente por
derecho propio.
Caso Alejandro
Alejandro tiene siete años. Llega al Hospital público por derivación escolar. Cursa segundo
grado en una escuela privada religiosa, y desde hace un año realiza tratamiento foniátrico.
Grupo familiar: Padre: Juan, treinta y tres años, taxista. Madre: Estela, treinta y cinco años,
ama de casa. Hermana: Marcela, nueve años, cursa cuarto grado.
El Equipo de Admisión del Hospital escribe en su informe de derivación a tratamiento:
“Creemos que su síntoma tiene que ver con algo que le está ocurriendo al nene y que necesita
apurarse y no ser el último, más que con una inmadurez.”
Dificultades en el colegio: Escribe mal. Se traga las letras (la “s”, la “r”). “En lengua es el
problema”, dice el padre. Alejandro cuenta que no puede pronunciar la “h” muda.
Dificultades en la casa: Celos entre los hermanos. Marcela dice: “Alejandro me pega, me odia,
me dice “esta es una boba””. Alejandro: “Marcela también me pega”. Marcela: “Los papás
también nos pegan”. Papá: “Somos una familia común y silvestre, lo principal es que está bien
la pareja… Alejandro es muy compañerito, muy apegado… sólo tiene el problemita de la
lengua.” El papá relaciona “el problemita” con un accidente que el niño tuvo hace un año o
con la muerte de la abuela.
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Primera Sesión: Viene Alejandro con su familia. Luego de las presentaciones, decide entrar
solo a la sesión. Lo hace aparentemente contento. Se lo ve menudo e inquieto. Representa
menos edad de la que tiene. Inmediatamente va a la caja de juegos y comienza a jugar con un
tren. Aparece impulsivo, poco paciente, acelerado; habla también así: rápido, desinhibido,
simpático. Se queja de su hermana porque sus padres dicen de ella que es “una señorita”.
Me pregunta luego si puede dibujar. Le doy los elementos y realiza su Primer dibujo. Me dice
que son dos payasos en un circo. Uno grande y uno chico. El chico, dice que presenta a
Mazinguer.
Segunda Sesión: Sigue con la temática del circo. Le pregunto si alguna vez fue al circo y me
dice que no.
Segundo dibujo. Representa un espectáculo en el circo, en el que un coche salta y atraviesa un
aro con fuego. Le pregunto qué es lo que espera encontrar en él, si nunca estuvo en un circo.
“Un gorila peleador, acrobacia y los elefantes”, me contesta. Afirma que el gorila peleador es
bueno.
Cuenta esta historia: “Un payaso sale a la calle, encuentra un coche, se sube; el coche habla, lo
maneja, van al circo y actúan”.
Tercer dibujo. Lo describe así: Es la historia de tres figuras (una figura gorda, otra de costado y
un chiquito saltando), la escena representa: “Un señor que tiene una nariz grandota, un gordo
que quiere agarrarle la nariz y se la tuerce y un chico que le quiere doblar la nariz. El chico está
saltando sobre colchonetas”.
Cuarto dibujo. La sesión termina con un dibujo de Mazinguer que “está mostrando lo fuerte y
poderoso que es”.
Sesiones subsiguientes: En el curso del tratamiento aparece el problema de Alejandro,
problema del cual ya ha dicho a través de sus dibujos, en las dos primeras sesiones, pero que
aún no puede poner en palabras.
Alejandro ha presenciado la escena primaria, su mirada ha registrado lo prohibido. Ha visto
aquello que aún no podía comprender. Sus padres, además, le han prohibido hablar de lo que
ha visto Tampoco la terapeuta sabe con certeza al inicio del tratamiento del niño lo sucedido,
ni los progenitores lo ponen en palabras.
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La derivación viene del colegio, por dificultades de aprendizaje. Lo único sabido, lo único
puesto en palabras es lo que Alejandro muestra en el colegio, es decir un no saber qué tiene
que ver con sus dificultades en el habla. “No puedo pronunciar la H muda”, se traga además las
letras, la “s” y la “r”.
Dice por ejemplo, “hoy tuve prueba de lengua” ¿Qué te tomaron?, pregunta la terapeuta.
“Cuentas de sumar, restar, dividir”, responderá Alejandro. En un juego acomoda aviones en
fila. ¿Cuántos son?, pregunto. El cuenta nueve, cuando en realidad son ocho .Repetición, en los
juegos siempre se apura y cuenta uno de más. Siempre hay uno que sobra.
Lugar del padre.
Uno de sus juegos favoritos en sesión es jugar a las cartas de Mazinguer. A través de ellas
aparece la relación con su padre a quien representa en su fantasía como un héroe imposible
de vencer. Sostiene con él una relación de amor y competencia, quiere ser como él y al mismo
tiempo vencerlo En realidad quiere ocupar su lugar y de hecho lo ocupa en parte, muchas
veces en lo real, pero no puede hacerlo desde lo simbólico.
En sus dibujos quiere copiar a Mazinguer, pero no le sale. En una ocasión lo borra tantas veces
que su fracaso le genera angustia. En otra, copia la cara de un payaso que encuentra en la caja
de juegos, le agrega un cuerpo y una valija de viaje. Luego dirá: “Soy como mi papá. ...cuando
él se va a trabajar yo me quedo con mi mamá. Cuando vuelve me da un beso y vamos juntos a
la cama.”
Lugar de la hermana como figura desplazada de ambos progenitores.
Mezclando realidad con fantasía, el niño me cuenta en una nueva sesión que ha ido a pasear a
Interama (un parque de diversiones). “Fuimos a los autos chocantes y al tren fantasma. …yo fui
con mi papá y mi hermana con mi mamá. Sólo chocamos una vez y en el tren fantasma, ni
moquié”, dirá.
Luego, inspirado por el recuerdo de lo visto en el tren fantasma dibuja a “Drácula en el cajón”.
Cuanta la siguiente historia: “Estaba con mi hermana y el novio, es un enano, tiene 12 años y es
petiso así (muestra). Me fui al colegio y me empezaron a seguir Drácula y el Enano y yo me
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refugié en el colegio y era de noche y de pronto les salté y les saqué la máscara, eran mi
hermana y el novio y nos dimos un beso y se terminó.”
T: ¿Sentiste miedo cuando fuiste a dormir?
A: Sí tenía miedo que Drácula, que me tomara la sangre con los colmillos. …Yo duermo con mi
hermana pero ella se va a la cama de mi mamá. Te cuento otra historia... (empieza a dibujar).
T: Bueno, díctamela que yo la escribo.
A: (me dicta) Un día, Drácula era bueno, y Drácula le tenía bronca al chico y entonces un día el
chico le mostró la cruz, entonces Drácula empezó a abrírsele las cicatrices y le sangró la cicatriz
y le sangró la boca, entonces murió.
T: ¿Quién murió?
A: ¡Drácula! Y todos lo aplaudieron al Drácula... al chico Javier... y todos lo aplaudieron y lo
taparon.
T: ¿Quiénes lo aplaudieron?
A: Unos señores...
Me pide enseguida una hoja una hoja para hacer un avión. Lo hace rápidamente, apurado.
Luego, me dicta: Un día fue un hombre a volar en un avión y se rompió la ala y el hombre saltó
del avión, entonces el avión se chocó con un avión y los dos aviones chocaron en una montaña.
Este cuento se acabó. Ya está.
Hipótesis.
Considero a través de lo que Alejandro cuenta a través de sus dibujos y relatos, que el
amor‐rivalidad por su padre es desplazado por Alejandro en su hermana Marcela. Ella tiene
nueve años y ha sido señorita recientemente. Sintetiza pues elementos de ambos padres
desplazados transferencialmente por Alejandro, ella encarna simultáneamente para el niño lo
femenino y lo masculino juntos (el misterio de la diferencia de los sexos), es decir encarna
aquello de lo que él no sabe. Alejandro sintomáticamente la agrede constantemente. Lucha
por diferenciarse simbólicamente de su hermana pero no puede, y paradojalmente los dos “se
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pegan” en lo real. Ambos duermen en la misma cama y además en la misma habitación que
sus padres.
Su no saber lo hace sentir que es el último, el más chico, “el petiso” que no puede alcanzar
nunca a su padre representado por él como Mazinguer, “fuerte y poderoso”, ni tampoco a su
hermana que es “una señorita”, tampoco a su madre, limitada por la presencia de su padre.
Sólo creciendo podrá ser como su padre, pero su gran ansiedad le dificulta la espera.
En una ocasión cito a los padres a sesión para hablar del “dormir juntos”. Viene la madre con
Alejandro y Marcela, el padre llega tarde, cuando ya la sesión ha finalizado. El aduce
problemas de trabajo, ella dice no tener con quién dejar los chicos en su casa. Permito que
ambos niños, se queden en el consultorio de al lado con los elementos de la caja de juegos y
realizo la entrevista con la progenitora sola. Surgen los miedos de Alejandro, terrores
nocturnos, sueños de angustia y también las características de la vivienda que ocupan. Tienen
una sola habitación en la que la familia cohabita.
Casi al cierre de la sesión, entra el niño a la sala sorpresivamente e interrumpe la entrevista
(ambos hermanos estaban escuchando lo que hablábamos). Trae el dibujo de un fantasma. Lo
deja y se va nuevamente.
Finalizada la sesión y posteriormente, descubro que de la caja de juegos faltan las cartas de
Mazinguer. Las trae en la sesión siguiente y converso con él lo sucedido, aclarará: “Tenía
mucho miedo... me llevé a Mazinguer porque es fuerte y poderoso.”
En mi trabajo con el niño jugamos constantemente a todo tipo de juego de reglas: “Casita
robada”, “Juego de guerra espacial”, “Carrera de caballos”, etc. Alejandro las acepta, pero las
desmiente, hace trampas. Quiera ganar siempre. Le señalo que el que gana con trampas, no
gana, pierde. Dibuja mucho y relata historias que me dicta y yo escribo. Asocia también
mucho. Cuenta historias que remiten a robar, a pelear. Se muestra en ellas disfrazado (como la
“h” que no puede pronunciar). Aparecen en sus dibujos, y en los relatos, golpes en el ojo
(temática que constituye una repetición de su ver de más y el castigo recibido como
consecuencia). Contará: “Mi papá cuando era chico le dio una piña en el ojo a un compañero,
cuando estaba en la primaria, después... lo querían echar del colegio.”
Al final del tratamiento (un año), aparece el nudo traumático principal; Alejandro ha
presenciado la escena primaria. También está impactado por la entrada temprana en la
adolescencia de su hermana. La menarca de la misma atraviesa la escena. Puede manifestarlo
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a la terapeuta, contarlo desde lo real y elaborarlo. Si bien muchas veces, en el curso del
tratamiento, se había referido a dicha escena en forma simbólica (escenas del circo, historia de
Drácula en el cajón, choque de aviones, dificultad para pronunciar la “h” muda), y también a
sus sentimientos de deseo, agresión y culpa respecto a sus padres y hermana que aparecen en
dibujos (piñas, pérdida de dientes, cicatrices, sangre, cruz, etc.), no habían sido puestos en
palabras.
Trabajo también a lo largo del tratamiento con sus padres y hermana el tema del “pegoteo”, la
necesidad de dormir en camas separadas y también en lo posible en habitaciones diferentes,
por lo menos padres e hijos. Objetivo que se logra.
Con Alejandro vemos sus trampas y su copiarse en la escuela, desplazamiento de querer ser
como el padre, pero con trampas. Marco que ser el primero no significa ser el mejor, ni el más
querido, el primero es el que pelea sin trampas por ser el mejor.
También a través del juego y del dibujo surgen sus dificultades con la discriminación de una
identidad sexual. Se niega a dibujarse, en especial el cuerpo. Cuando lo hace, se muestra
confuso. Lo hace de costado y con cabeza femenina. Se define como feo, como malo.
Al término del año escolar, por haberlo descubierto la maestra copiándose, tiene que dar
examen de lengua. Alejandro elabora fantasías de naufragio y muerte a las que damos forma y
trabajamos a través del dibujo y el juego. Luego, en la misma sesión, se lleva a su casa un
vagón roto de la caja de juegos. Me trae en la sesión siguiente el vagón del tren reparado y
pintado. Le regalo como premio por la reparación una medalla olímpica de cobre (3er puesto).
Es de verdad. Se la lleva orgulloso colgada del cuello.
Vuelve después de las vacaciones. Ahora está en 3er.grado. Algunas cosas han pasado. La
mamá me cuenta que se han mudado de casa. Alejandro duerme en la habitación con su
hermana, pero en camas separadas. Se anotó en el Club, hace deportes. Está más tranquilo
muy cuidadoso, “lo único sigue apurado”.
Tiene cuando llega, la barbilla cubierta de gasa y tela adhesiva. Quiso que lo trajeran al
hospital a que le pusieran puntos. Pidió venir a verme. Me manifiesta su deseo de seguir
viniendo a sesión.
Retomamos las sesiones, en ellas trabajamos el tema del ver de más, del oír y del hablar,
también la representación de sí mismo. Es en una de ellas, en la que se dibuja con ojos sin
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pupilas, sin orejas y sin nariz, en la que surge el relato de la escena primaria y lo traumático
puede ser tramitado.
Al poco tiempo decide abandonar el tratamiento. Trabajamos el porqué del irse. Dice que se
aburre, que prefiere ir a andar en bicicleta. Acordamos respecto a la escena relatada, que
queda aquí y pertenece a lo privado de su terapia. Cuando sale, informa a su mamá que me
contó lo que pasó. La última vez que nos vemos me recomienda: “No se lo cuente a nadie, ni a
su marido”. Me saluda con un beso y se va con su madre.
Continúo algunas sesiones con la madre, ella me dirá: “Ahora el que espía no es él, sino su
compañero de banco. …No quiere saber nada con que Marcela lo ayude. Está muy bien en el
colegio.”
Algunas consideraciones.
Pienso que Alejandro resolvió el problema que lo angustiaba y le generaba estrés
post‐traumático “haber visto y oído de más y no poder hablarlo” Su aparato psíquico fue
invadido por lo disruptivo de lo vivenciado en un tiempo de inmadurez, que dio lugar al
surgimiento de una violencia emocional que podría haber sido evitada, violencia familiar
sexual invisible, favorecida por una historia donde el ver y el oír de más estaban facilitados por
las características de cohabitación de sus integrantes. Una familia donde el pegoteo y la
indiscriminación eran una constante que dificultaba la construcción de las identificaciones
sexuales que facilitarían posteriormente la salida heterosexual de Alejandro.
El tiempo dirá de los límites de lo resuelto. Aún se aprecian restos de su problema, con ese
“ver de más” que proyecta en el otro. Aún teme ser “pescado en falta”. Esto ha sido trabajado
con su familia que será quienes deberán apoyarlo y ayudarlo.
Se suspende el tratamiento de Alejandro luego de un año de concurrencia al Servicio.
Conclusiones. Lo simbólico como mediador en la cura de lo traumático.
Juego, prohibición, fantasía y deseo propio van de la mano. En el célebre caso del juego del
“Fort‐Da” de Freud, el juego del niño no es nada más que la reproducción o la repetición de
una fantasía (aquí la de la presencia o ausencia de la madre), fantasía que moviliza
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activamente a los símbolos de que dispone. Símbolos creados en su mundo interno por
interacción con lo real, y que se constituyen en medios para restaurar, recrear, capturar y
poseer de nuevo al objeto original. Construcciones que el sujeto vivencia en ese momento
como producidos por su yo, razón ésta, que establece una diferencia.
Ellos, los símbolos con los que juega la fantasía, no son completamente equivalentes al objeto
original. El símbolo se reconoce aquí como representante del objeto y no como el objeto
mismo, porque es utilizado no para negar sino para superar la pérdida, la desilusión o el
trauma. El trabajo psíquico que hace el niño con el uso de las diferentes formas de lo simbólico
se enlaza con la sublimación, con la capacidad de comunicación y con la elaboración. A través
de ese cambio que implica la repetición, repetición desde otro lugar y otro tiempo, aporta algo
nuevo a lo extraño‐diferente primitivo, que ahora sí podrá llegar a ser asimilado al otorgar
sentido a aquello que anteriormente no pudo ser plenamente incorporado al yo del niño.
El uso de las diferentes expresiones de lo simbólico a través de distintas modalidades
artísticas, como forma de creación de un espacio terapéutico en los niños, nos remite en
última instancia al objeto de la pulsión y a un espacio transicional, momento para el niño de
encuentro con un afuera que genera seducción mediante la violencia de ser el otro y da lugar a
la disociación normal primera del sujeto. Su función terapéutica consiste en enlazar lo
diferente, y más tarde lo prohibido, a la sublimación. Lo visto, lo sentido, lo vivido, aparecerá
en la escena del dibujo, del juego o del sueño, desplazadamente a través de la fantasía en una
mezcla de realidad y ficción, en la que estarán fusionadas todas las miradas.
El dibujo, por ejemplo, tiene la potencia de hacer resurgir, en su captación formal, lo “salvaje”
de esa primer puesta en escena de la pulsión de ver, momento de lo sensorial, pero también,
al posibilitar la repetición ahora en el plano de lo simbólico genera la diferencia, es decir da
posibilidad al cambio que implica la “repetición de la escena” desde otro momento psíquico,
ya que al hacerlo el sujeto cambia su posición, asa de ser un sujeto pasivo a convertirse en
activo, pasa de salir de su impotencia a “sentir que puede”.
En la violencia familiar sexual invisible se juega la disociación del yo, y el posible estrés
post‐traumático que le producen al niño vivencias donde lo disruptivo ha reactualizado y
convertido en traumático lo quizás primitivamente vivido desde el afecto y/o “representación
cosa”. Repetición puesta en el hoy, de una violencia secundaria, “efecto de ese mirar y ser
mirado no adecuadamente” que ya con anterioridad había estado presente y dejado su marca
en la subjetividad en ciernes del niño. Por eso, la acción del contexto con sus mensajes que
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legalizan la conducta parental del ejercicio de esa violencia sexual invisible, violencia
emocional, que no considera al niño en sí mismo sino en función del otro, es nefasta y
traumática, al no poner en primer plano la existencia del niño como otro diferente, al no
respetar su subjetividad y necesidades propias y exponerlo a escenas o acciones, que por su
edad madurativa o historia, no pueden ser bien comprendidas y tienen un efecto disruptivo y
traumático.
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