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UN ARBITRISTA DEL SIGLO IV Y LA DECADENCIA DEL IMPERIO ROMANO Alvaro d'Ors

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UN ARBITRISTA DEL SIGLO IV Y LA DECADENCIA DEL

IMPERIO ROMANO Alvaro d'Ors

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EL HADO DE UN LIBRO

AL viajero que a Heidelberg llega, y contempla re­

flejado en las aguas del Néckar su fantástico cas-

tillo, no tarda en alcanzar la evocación del príncipe

Ottheinrich, que en 1542 introducía en el Palatinado,

y en su Universidad, la reforma luterana. Llevaba en

su divisa el lema " M i t der Zei t" , "cum tempore", y

fue en efecto un prototipo de príncipe protestante.

Aunque más aficionado a la caza que a las letras, y más

ocupado por sus apuros económicos que por las vigilias

del estudio. Otto Heinrich siguió la moda coleccionista

de su época y allegó para deleite propio y de sus ami '

gos una valiosa biblioteca de manuscritos y preciosos

impresos de todo tipo : la Biblioteca Palatina. Como su

principal afición intelectual era la reforma religiosa,

abundaba su colección en escritos teológicos más que en

los clásicos; también su inclinación a las ciencias ocultas

le llevaba a codiciar los libros de apariencia más rara.

Habiendo llegado a sus oídos la existencia en Spira

de un curioso códice misceláneo decorado con singula-

res dibujos de máquinas bélicas, dirigióse Otto Hein­

rich al deán y canónigos de aquella catedral para que

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se lo prestaran, a fin, decía, de poder sacar una copia.

Quizá por conocer las inclinaciones del príncipe, ale-

garon ellos el mal estado del codice, y el préstamo le

fue negado ; persistiendo él, al cabo de dos años de ne­

gociaciones, en 1550, acabaron por enviarle una copia,

que había sido escrita en 1542, precisamente el mismo

año en que el príncipe del Palatinado había roto con

Roma y con el emperador Carlos V . N o satisfecho el

príncipe con la sustitución, aprovechó un momento de

turbulencias en Spira, dos años más tarde, para apode­

rarse, con otros libros de la catedral, del codiciado ma­

nuscrito ilustrado. Poco después, él mismo inscribía en

el inventario de su biblioteca el códice de Spira a la

vez que la copia anteriormente recibida. Esta copia fue

llevada en 1660 a Dusseldorf; de allí pasó a Mann-

heim, donde figuraba a principios del siglo X I X ;

luego a Munich, donde actualmente se conserva (cod.

Monac. lat. 10291). Del códice Spirense mismo no sa­

bemos qué fue. U n a hoja del mismo, a principios de

nuestro siglo, fue identificada en Wallerstein, pero

puede presumirse que el codiciado manuscrito se perdió

para siempre. La hoja superviviente permite fecharlo a

fines del siglo IX o poco después. El texto, sin embargo,

se nos ha conservado, no sólo en la copia enviada a

Otto Heinrich, s'no en otras tres más, que se custo­

dian, respectivamente, en la Bodleiana (cod. Canon,

lat. mise. 378), en París (cod. Paris, lat. 9661) y Viena

(cod. Vindob. lat. 3103). D e estas cuatro copias derivan

otros manuscritos conservados en otras bibliotecas. Las

ilustraciones, como puede suponerse, se fueron moder­

nizando de copia en copia; Otto Heinrich ya lo había

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sospechado al recibir la suya; quizá el manuscrito de

Oxford es el que mejor las conserva.

A l códice Spirense del que estas copias derivan pa-

rece haber servido de modelo otro escrito en tiempo

de Carlomagno, pero la reunión de varios opúsculos

del siglo IV y v y otros anteriores en un solo corpus

procede sin duda ya de un antiguo editor, de fecha im-

precisable, pero que parece haber vivido en Constanti '

nopla y haber tenido acceso a los archivos imperiales.

Consta este corpus de trece obras anónimas, de las

que las más importantes son el Itinerarium Antonini,

por el que suele identificarse el conjunto en las refe-

rencias más abreviadas, y la Notitia Dignitatum. Apar­

te otros opúsculos, entre ellos la Altercatio Hadriani et

Epicteti, el que aquí nos interesa aparece con el título

De rebus belUcis,

Impresa esta curiosa obra en 1552 como apéndice

a la edición que hizo Gelenio de la Notitia Dignitatum,

fue reproducida reiteradamente en el siglo XVIII y aun

en el X X , pero sin gran ventaja sobre la edición

príncipe, hasta la última edición de Thompson (Oxford,

1952), que puede considerarse definitiva.

L o que primeramente atrajo la atención de los estu­

diosos sobre este singular opúsculo fue la inventiva de

máquinas bélicas que aparecen ilustradas. El mismo

Leonardo da Vinci , que debió de ver copias de los

dibujos, había pensado en la posibilidad de su ejecu­

ción. Naturalmente, el progreso del armamento moder­

no había de desacreditar nuestra obra; ya en 1593,

un editor de la Notitia Dignitatum explicaba la omi­

sión de aquélla por la razón de que el avance técnico

había dejado sin utilidad sus inventos. Así , las edicio-

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CONTENIDO Y FECHA

Se divide nuestro opúsculo en veintitrés breves

capítulos, precedidos por un prefacio. En éste explica

el autor, dirigiéndose a los príncipes, cómo las cala­

mitosas circunstancias del imperio, asediado todo alre­

dedor por los bárbaros que amenazan con sus ladridos

— l o s circumlatrantes barban, como dice é l — , exigen

una reforma, y cómo él se atreve a proponer algunas

medidas útiles, esperando que se le perdone la osadía

en consideración a la libertad de la ciencia —propter

philosophiae libertatem—. El primer capítulo trata de

la necesidad de limitar las liberalidades imperiales, lo

que en términos modernos podríamos llamar los gastos

de la asistencia social. El segundo lanza una acusación

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nes posteriores fueron puramente eruditas, y la obra

cayó en el desprecio de los ochocentistas orgullosos del

progreso de su siglo. Se debe a Salomón Reinach el

haber advertido el valor histórico de este documento,

y Piganiol, recientemente, lo ha colocado con su elogio

en un primer plano para cuantos se interesan en el es­

tudio del siglo IV. " C e petit l ivre" — d i c e P i g a n i o l —

"est plus lourd de réflexions audacieuses et sages, de

promesses de progrès, de confiance dans la pensée, plus

plein d'avenir que toute la législation d'un Valenti-

nien, pour qui l'empire n'est qu'une immense prison".

Este elogio, hecho por quien parece haber tomado par­

tido en la polémica político-espiritual de aquel ator­

mentado siglo, no deja de desvelar algo de lo que real­

mente significa la personalidad del anónimo autor.

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de responsabilidad por los males presentes contra Cons­

tantino y su política monetaria. El tercero propone un

remedio contra el fraude en la acuñación de moneda.

El cuarto exige mejor selección para el gobierno

de las provincias dominadas por la corrupción ad­

ministrativa. E l quinto capítulo vuelve al tema de la

necesaria disminución de los gastos públicos, concre­

tamente de los militares, y, en conexión con la reduc­

ción del ejército, presenta, en los capítulos sexto a diez

y nueve, una serie de inventos mecánico-bélicos que

pueden asegurar la paz del Imperio con ahorro de sol­

dados. En la misma idea abunda el capítulo veinte, que

trata de la fortificación de los límites. El último clama

por la publicación oficial de las leyes. T iene éste espe­

cial interés para la historia del derecho, por cuanto la

petición de que el príncipe aclare con su superior jui­

cio las confusas legum contrariasque sententias refleja

la situación realmente caótica de los libros de derecho

de esa época, sumamente corrompidos en las ediciones

simplificadas que menudearon desde la segunda mitad

del siglo III. Una publicación oficial de todo el derecho

como parece reclamar nuestro autor no iba a ser inten­

tada hasta un siglo más tarde, por iniciativa de Teodo­

sio II, y fue lograda tan sólo por Justiniano. Pero este

aspecto jurídico no es el que merece nuestra atención

en este momento. Tampoco el de los inventos militares

con sus curiosos dibujos. Aunque la parte principal y

más llamativa del escrito de este inventor y arbitrista

sea ésa — y a eso se debe sin duda el título D e rebus

bellicis, que el opúsculo lleva al menos desde el códice

de S p i r a — , el fin primordial de nuestro autor es la

reforma económica. Todos los inventos bélicos van en-

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derezados a hacer posible la economía en los gastos m i ' litares, y por eso el opúsculo empieza tratando de eco' nomía y no de milicia, a la que, por lo demás, el autor se reconoce expresamente ajeno. Es más, él mismo dice en el prefacio que si va a hablar algo de sus inventos —pauca machinarum inventa referemus— es por al i ' viar la atención del lector —fastidii levandi gratia—. Así , el De rebus bellicis, que atrajo la atención por sus curiosos inventos y correspondientes láminas, se nos presenta hoy ante todo como un documento de excep' cional interés para la historia económica del imperio romano en el siglo IV, pues su autor, un arbitrista que no debe ser tenido por loco, es ante todo un econo' mista.

De ahí la necesidad de precisar lo mejor posible la fecha de nuestra obra, a fin de poder entender mejor sus referencias a una concreta situación histórica y extraer de ella todo el sentido que tiene para la comprensión de una compleja situación histórico'espiritual en que se inserta.

Los dos límites máximos para la datación del D e rebus bellicis vienen dados por la referencia a los t iem' pos pasados de Constantino, de donde el dies post quem de la muerte de aquel emperador en 337 d. C , y la alusión a una amenaza de invasión general, lo que obliga a pensar que los bárbaros todavía no habían des' bordado las fronteras como hicieron cuando la calami' tosa batalla de Hadrianópolis el 378. Pero dentro de este espacio de cuarenta años se debe concretar más.

La atención a la parte oriental del imperio, que muestra el autor, en especial a la guerra con los persas, hace pensar que el escrito iba dirigido a un emperador

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que podía aplicar aquellas reformas en Oriente, pero,

al mismo tiempo, como se dirige a unos principes y

trata al destinatario como colega principal, debemos

pensar en un emperador de Oriente en corregencia con

otro u otros. Esto nos coloca ante dos posibilidades : o

Constancio (337-361) con sus posibles colegas, o V a -

lente (364'378) con los suyos. Recordemos que el i n '

tervalo entre ambos se ocupa con el imperio unificado

de Juliano el Apóstata (361'364).

Para decidir la duda entre estas dos posibilidades

hay todavía otros datos. En el capítulo segundo se re '

fiere el autor a las sublevaciones acaudilladas por usur-

padores, tyranni, cuya derrota, por lo demás, habría

servido para exaltar la gloria militar del emperador

—ud gloriam virtutis tme—. Esto quiere decir que el

emperador destinatario había prevalecido sobre unos

usurpadores. Este dato sirve para reducir el margen de

inseguridad. U n a victoria sobre tyranni se da en el

353 con la de Constancio sobre Magnencio y su her-

mano Decencio, o bajo Valente, al vencer en mayo del

366 al usurpador Procopio. Como Valente no puede

ser tratado de colega principal respecto a Valentinia '

no, hay que pensar en su corregencia con Graciano, y

con esto la segunda posibilidad queda muy l imitada:

de diciembre de 375 a agosto de 378, incluso se puede

decir al año 376 únicamente, ya que después de esa

fecha los bárbaros estaban traspasando ya los límites

del imperio y no en la posición de amenaza a que

se refiere el autor. Así , aunque muchos autores quieren

ver en Valente el destinatario de nuestro opúsculo, me

decido a aceptar la nueva datación propuesta por Santo

Mazzarino, es decir, la que identifica al emperador d e S '

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tinatario con Constancio, colega mayor de Galo desde

el 353 a fines del 354, y colega mayor de Juliano, que

le había de suceder, desde el 355 al 360, año este ú l '

timo en que Juliano, proclamado Augusto, se enfrenta

con Constancio.

Contra esta datación, es verdad, se podría alegar

todavía otro dato : que el autor parece hablar, en el

prefacio, de unos hijos de los emperadores reinantes,

siendo así que Constancio no tuvo hijos, pues Galo y

Juliano eran sus primos, y Valente, en cambio, sí tuvo

un hijo, en 366, cuando el hijo de Valentiniano tenía

ya unos siete años. Sin embargo, me parece que esta

observación no es suficiente para invalidar la datación

de Mazzarino. E n efecto, la alusión a los hijos no es

explícita e inequívoca. Se presenta en un giro retórico

que puede interpretarse en el sentido más genérico de

los hijos de todos los ciudadanos. Dice así (praef. 5 ) :

quamobrem, clementissimi principes, qui gloriam bonae

opinionis perpetua felicitate diligitis, qui Romano no'

mini dehitos affectus propagatis in filios, respicere dig'

nemini quae nostris sensibus commoda providentia di'

vinitatis intulerit. Lo que me atrevería a traducir de

este modo : "Por lo cual, ¡oh clementísimos príncipesi,

vosotros que deseáis seguir disfrutando de fama glorio*

sa, vosotros que fomentáis en los hijos el debido res-

peto al nombre de Roma, dignaos atender las útiles

ideas que la providencia divina ha inspirado a mi inte­

ligencia". Estos hijos en los que los príncipes fomentan

el respeto a la tradición no parecen ser necesariamente

sus propios hijos, sino que pueden ser los de todos, es

decir, la "nueva generación". Siendo así, no tendría­

mos que pensar en emperadores que tuvieran actual-

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mente hijos. Pero hay más. Aunque los cesares Galo y

Juliano, colegas sucesivos de Constancio, fueran primos

de aquél y no hijos, no es imposible que en el lenguaje

cortesano aparecieran como hijos. El mismo Constancio

los llamaba "hermanos", un poco como para aparentar

que eran colegas iguales a él, aunque en realidad no lo

fueran, y Juliano, por su parte, se presentaba a veces

como hijo de Constancio, que le llevaba tan sólo quince

años de diferencia. Esto no era más que un aspecto de

la tendencia dinástica larvada en el imperio, sobre todo

desde Vespasiano, por la cual todo sucesor elegido ve­

nía a reforzar su posición como aparente hijo del em­

perador anterior. As í , podríamos pensar que la expre­

sión "hi jos" se refería al momento en que, tras Galo,

Juliano era el sucesor designado por Constancio. C o n

todo, me parece más probable que no se aluda aquí a

los "hi jos" sucesores de Constancio, sino, de una ma­

nera más genérica, a la nueva generación, a los hijos de

todos.

Así , pues, nos decidimos por la datación de Mazza­

rino, que tiene a su favor, ante todo, que Valente no

podía aparecer como colega mayor de Valentiniano,

que era él el mayor. Como Mazzarino ha ilustrado ex­

tensamente, cuanto nuestro autor dice cuadra perfec­

tamente con la época de Constancio, en el momento

de corregencia con Galo o con Juliano (353-360), más

probablemente quizá durante la corregencia de Juliano.

Esta datación resulta igualmente congruente con el he­

cho de que no se aluda a las reformas de Juliano después

de suceder a Constancio en 3 6 1 , ni, al lamentarse de

la corrupción administrativa de las provincias, se hable

del defensor civitatis instaurado en el 364.

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E L MOMENTO POLITICO

Como es sabido, a la muerte de Constantino, el im­perio debía ser dividido entre cuatro soberanos. El mayor de sus hijos, Constantino II, debía gobernar en las Galias, incluyendo Britannia e Híspanla; el se­gundo, Constancio, con veinte años a la sazón, pero ya cesar desde los siete, debía gobernar Asia y E g i p t o ; el menor. Constante, África, Italia y la diócesis de Pa-nonia y Dacia ; por último, el sobrino Dalmacio, la ma­yor parte de la península de los Balcanes. Impacientes las tropas de Constantinopla ante la idea de que go­bernaran los que no fueran hijos de Constantino, sino los colaterales, exterminaron toda la parentela colateral por línea masculina, y tan sólo se salvaron del extermi­nio los dos sobrinos Galo y Juliano, hijos de Constan­cio el hermano de Constantino, los cuales tenían once y seis años respectivamente. Quedaron entonces con­firmados como Augustos los tres hijos, y el imperio se dividió entre los tres. Poco después, eliminado Cons­tantino II por la astucia de su hermano Constante, el imperio quedó dividido en dos : el Oriente para Cons­tancio y el Occidente para Constante. Este reparto no duró más de un decenio. A m b o s emperadores, de acuer­do en otros aspectos de su gobierno, y concretamente en la política económica, discrepaban sin embargo en su política religiosa, pues, aunque educados ambos en el cristianismo, Constancio fue simpatizando cada vez más abiertamente con la herejía arriana.

El i 8 de enero del 350, en A u t ú n , aprovechando que Constante estaba cazando, el Conde Magno M a g -

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'nenció fue proclamado emperador por un grupo de con-

jurados que dirigía el comes rerum privatarum Marce-

lino. Magnencio era un militar de origen barbaro y

quizá pagano. T o d o el ejército y la población de lafe

Galias se unieron rápidamente a la sedición. Y a a me­

diados del siglo III, las Galias habían demostrado su in­

tolerancia del yugo romano y su tendencia a formar una

región independiente, fundada en una homogénea cul­

tura céltica: fue la usurpación de Postumo y su hijo

Victorino, El conato parecía repetirse ahora con M a g ­

nencio, que nombró cesar a su hermano Decencio;

pero ahora se trataba de una insurrección de mayor en­

vergadura, pues todo el Occidente se unió a Magnencio

y abandonó al legítimo emperador de Occidente, Cons­

tante. Fugitivo éste hacia España, se acogió al asilo de

una iglesia situada en los Pirineos, pero el asilo fue vio­

lado y el emperador legítimo asesinado. Para que el

¡lírico no cayera también en manos de Magnencio, el

general del ejército ilirio, Vetranión, se hizo proclamar

él mismo emperador, el i de marzo del 350, y , de

acuerdo con Constancio, se enfrentó con el usurpador

Magnencio. A l mismo tiempo, un sobrino consanguí­

neo de Constantino, Nepotiano, se apodero de la ciudad

de Roma, pero las fuerzas de Magnencio sofocaron su

intento; con todo, la plebe romana no se adhirió al

usurpador victorioso. A finales de aquel mismo año

350, Constancio había conseguido que Vetranión re­

signara el poder usurpado en el Uírico y nombró cesar

y sucesor suyo a su primo Galo, de veinticinco años,

dándole el título de Flavio Claudio Constancio; diri­

giéndose él a Occidente, para combatir a Magnencio,

encomendó a Galo el gobierno de Oriente. Con fuerzas

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muy superiores, Constancio libró el 28 de setiembre del

351 la cruenta batalla de Mursa; la resistencia desespe-

rada de Magnencio en Galia acabó pronto y los dos

hermanos usurpadores se suicidaron con pocos días de

diferencia. Esta es la victoria sobre los tyranni a que se

refiere nuestro autor. También Galo acababa de sofocar

una sedición en Palestina, pero su suerte iba a acabar

pronto. En el año 354, como mostrara desobediencia

frente a su primo Constancio, fue llamado por éste y

rápidamente juzgado y ejecutado. Hacía falta nombrar

un nuevo cesar. El año 3 5 5 , el general de Galia, Sil­

vano, intentó una nueva sedición al proclamarse empe­

rador en Colonia? la sedición fue sofocada, pero su

muerte fue la señal para un ataque de germanos por el

Rin. Para poner orden en las Galias, Constancio nom­

bró cesar a su otro primo superviviente, Juliano; éste

consiguió dominar la invasión. Poco después, un nuevo

ataque de pueblos bárbaros en la zona del Danubio

obligó a Constancio a salir a su encuentro; más tarde

se planteaba la guerra en la frontera con los persas.

A estas presiones de los bárbaros se refiere nuestro au­

tor al hablar de circumlatrantes barbari.

El D e rebus bellicis debió de ser escrito precisamen­

te en estos años que van desde el nombramiento de

Juliano como cesar (3 de noviembre del 355) hasta fe­

brero del 360, en que Juliano se dejó proclamar A u ­

gusto y rompió con su primo. U n momento de suma

tensión interna y exterior, en el que la sombra de una

catástrofe final parecía cernirse sobre el imperio ro­

mano y servía de estímulo a la imaginación de nuestro

arbitrista.

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CONFLICTO RELIGIOSO

U n acontecimiento aparentemente glorioso se inser­

ta, sí, en esos años, pero que en realidad venía a poner

en evidencia las raíces más profundas de la decadencia,

de las que usurpaciones e invasiones no eran más que

naturales consecuencias. M e refiero a la visita que con

honores triunfales hizo Constancio a la ciudad de Roma

en la primavera del año 357. Éste fue un verdadero

viaje de propaganda, lleno de intenciones políticas, pe­

ro cuyo resultado vino a ser adverso. El acto ceiitral

de la visita fue la erección en el Circo Máximo de un

obelisco traído de Egipto, y que actualmente se contem­

pla delante de la basílica de San Juan de Letrán. N o

sabemos hasta qué punto era verdad, pero la propagan­

da oficial declaraba que Constancio había tenido esta

idea en contra de un proyecto distinto que para el mis­

mo obelisco tenía pensado su padre Constantino. Este

acontecimiento y esa tendencia de propaganda son del

más alto interés para la comprensión del momento his-

tóricoespiritual y , con ello, de la decadencia del impe­

rio romano.

Constancio era cristiano, y aun un cristiano intole­

rante, que había promulgado leyes muy duras contra^ la

persistencia de la idolatría pagana. N o tuvo reparo in­

cluso en mandar retirar del Senado de Roma el altar

de la diosa Victoria, que constituía el símbolo de una

tradición. Con todo, Constancio se presentaba como ad­

versario de la política de su padre. La visita a Roma

quería expresar esa ruptura con las tendencias de Cons­

tantino ; en primer lugar, un mayor respeto a la ciudad

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de Roma, disminuida por el creciente prestigio de la

nueva capital elegida por Constantino, Constantinopla*

y un acercamiento al Senado y a la plebe romana. Esta

actitud tenía un fondo religioso.

Interesado directamente en las discusiones teoló­

gicas, y sin reparos para llevar su intervención legisla*

tiva a la misma Iglesia, con lo que se coloca como un

precursor del cesaropapismo, Constancio había acabado

por demostrar abiertamente su decidido favor a la he­

rejía arriana, en dura contradicción con los dogmas de

Nicea y el patriarca de Alejandría, Atanasio. El triun­

fo de esta política arriana de Constancio coincide preci­

samente con su viaje a Roma en el año 357. Constan­

cio, aunque cristiano, iba a rectificar la política de su

padre, pues era arriano ; aunque los paganos fueran sus

víctimas, gustaba él de presentarse ante ellos como re­

formador en contradicción con el odiado Constantino,

y buscaba así un punto de conciliación con el Senado de

Roma. Este deseo de conciliación con la tradición paga­

na puede apreciarse también en las declaraciones del em­

perador a favor de la antigua educación retórica, incluso

en su mecenazgo sobre intelectuales paganos. Esto, de

todos modos, era pura propaganda política. Aunque

no se puede negar que Constancio tenía una cultura

clásica no despreciable, y que sus discursos presentaban

todas las galas de la antigua oratoria, de hecho, bajo

su gobierno, el hombre de cultura clásica fue desplaza>

do de los cargos y sustituido por un nuevo tipo de

burócrata, de corte técnico, de origen modesto, sin

educación clásica. Como dice el pagano Libanio con

gran indignación, la taquigrafía desplazó bajo Cons­

tancio a la oratoria. N o sin un fondo de razón, esta

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revolución se achacaba también al cristianismo, y el

paganismo se consideraba el verdadero defensor de

la cultura. La antigua cultura clásica venía a simbo'

lizarse en el libro en forma de rollo, el viejo volu'

men, en tanto el cristianismo había acabado por

imponer el formato más práctico del coáex, es decir,

el libro de páginas cosidas por uno de sus lados. El

nuevo formato del códice aparece usado para la l i '

turgia ya a fines del siglo I. En la vida del derecho

hace su aparición a mediados del siglo III, al comienzo

de la decadencia del derecho, en la época que llamamos

post'clásica, cuando los antiguos volumina resultan

ya excesivamente amplios y difíciles para las necesida'

des actuales puramente pragmáticas o de enseñanza

trivial, y se reeditan compendiosamente en el nuevo

formato práctico del codex. Desde Constantino, el n u e '

vo formato desplaza definitivamente al rollo, salvo en

los círculos intelectuales paganos, o también en los

judaicos, fieles a la antigua escritura religiosa en forma

de rollo. El códice se hizo símbolo del cristianismo

triunfante, pero su evidente ventaja práctica no es

ajena a esa promoción de la taquigrafía dentro de la

burocracia de Constancio.

La resistencia pagana, con la que Constancio apa'

rentaba buscar una conciliación, no era ya la de los

rústicos a los que la predicación no había llegado, sino

fundamentalmente la de la nobleza de la ciudad de

Roma. El Senado romano era abiertamente el centro

de esa resistencia tradicionalista pagana. Para ella no

había gran diferencia entre cristianos de Nicea y cris'

tianos arríanos, y el gesto de Constancio produjo un

efecto contrario al que la propaganda imperial esperaba.

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Precisamente como acto de protesta contra el viaje de

Constancio debe verse la primera emisión, a raíz de su

visita, de los medallones de propaganda pagana que

servirán reiteradamente para manifestar la protesta

contra el cristianismo imperial. Esta primera emisión

de medallones paganos fue promovida por el mismo

prefecto de la ciudad Vitrasio Orficio.

También los intelectuales, en la medida en que no

eran eclesiásticos, pertenecían en su mayoría a la resis'

tencia pagana, y de ahí que nos hayan dado una inter­

pretación del siglo IV que es abierta o cautamente paga­

na. Esta tendencia se manifiesta en la llamada Histoña

Augusta. En esa serie de biografías imperiales la antí­

tesis de Alejandro Severo, culto y humanitario, frente a

Heliogábalo, fanático y sanguinario, sirve de guía para

la más actual entre el buen Juliano pagano y el mal

Constancio cristiano. Pero esta tendencia alcanza tam­

bién a Amiano Marcelino, al que leemos a veces como

fuente neutral y objetiva. También él abunda en los

tópicos de la historiografía anticristiana; también él

nos presenta a Juliano como el antagonista de Constan­

cio, en comparación poco favorable para éste; y es

Amiano Marcelino quien nos dice que la idea de colo­

car el obelisco en Roma no había sido propia de Cons­

tancio, sino que ya Constantino había tenido ese pro­

yecto. Esta noticia, corresponda o no a la verdad, no

lo sabemos, procede evidentemente de una fuente con­

traria a Constancio, que deseaba neutralizar los esfuer­

zos de la propaganda de conciliación del emperador con

Roma y presentarle como continuador de la política

de su odiado padre.

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El ejército, por su parte, aunque profundamente

penetrado por el cristianismo, mantenía en su cúspide

a destacados paganos. El usurpador Magnencio, como

hemos dicho, sería pagano. Pero el caudillo ideal, en el

que se concentraban todas las esperanzas de la resisten­

cia pagana, era Juliano. La historiografía pagana, y tras

sus huellas gran parte de la moderna, presenta a Juliano

como un príncipe modelo. Aunque no se pueda decir

tanto, sí es claro que su personalidad no era nada vul-

gar. Gregorio Nacianceno, que fue compañero de Julia-

no en la Universidad de Atenas, nos lo presenta como

un neurótico excitable, que no paraba de mover los

pies, tanto sentado como de pie. Su niñez fue muy

desgraciada y hubo de dejar en su psicología una huella

indeleble. Habiendo perdido trágicamente a su madre

en los primeros meses de su vida, fue sometido a una

educación triste y aislada, tan sólo interrumpida por

golpes de terror; es explicable que desde aquellos pri­

meros años se concentrara en él un odio a su primo

Constancio y al cristianismo que Constancio repre­

sentaba. Una perniciosa influencia tuvo sobre él su pre­

ceptor Mardonio, un eunuco escita, de extremado pu­

ritanismo, que inculcó en el joven Juliano, a la vez que

una moralidad de afectada severidad, la pasión por los

autores griegos. La educación cristiana que más tarde

se le impuso no pudo ya corregir los efectos de esa pri­

mera formación. Durante el tiempo que estuvo reclui­

do en Nicomedia, antes de ser nombrado cesar, a la

vez que leía a hurtadillas las lecciones del pagano Li-

banio, cayó bajo el influjo del famoso charlatán Má­

ximo de Efeso, que le introdujo en el neo-platonismo

y las prácticas mágicas, hasta decidir su apostasia del

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PAGANISMO IMPARCIAL

Así se presentaba la tensión religiosa en ese mo­

mento de la visita de Constancio a Roma el año 357.

Hacia esa fecha podemos colocar el De rebus bellicis.

Su autor parece haber pertenecido a una de las regio­

nes más orientales de las provincias de habla latina

— q u i z á el I l ír ico—, pues no hay que pensar que

nuestra obra hubiera sido traducida de un original

griego. Era también un pagano. Algunas alusiones va­

gas, a lo largo del opúsculo, a la "providencia div ina"

deben tomarse tan sólo como expresiones de cortesía

por parte de un escritor pagano que quiere conseguir

la atención de un emperador cristiano. Es posible que

él sí creyera de buena fe en los deseos de concilia­

ción que mostraba la propaganda imperial. El cesar

elegido por Constancio, después de todo, era pagano,

y ello era muestra de lo que suele llamarse un espí­

ritu abierto. Por lo demás, aunque nuestro autor era

pagano, nada tenía que ver con la nobleza de Roma

y sus intereses plutocráticos; sus miras eran mucho

más desinteresadas y humanitarias. N o se trataba de

política ni de religión, sino de economía y de ciencia.

La nobleza pagana de Roma estaba integrada

principalmente por grandes latifundistas, que deseaban

reservar para su particular explotación y provecho

58

cristianismo. Es comprensible que el Senado romano,

cuando Constancio visitó Roma, tuviera sus ojos pues-

tos en aquel joven cesar, que tan brillantemente impo­

nía el orden romano a las tribus germánicas del Rin.

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también las tierras de los confines. Por otro lado, te*

mían la aderación (adaeratio), es decir, el pago de

contribuciones en dinero, y querían mantener las con­

tribuciones en especie. Esto tiene una explicación. Ellos

podían pagar en dinero mejor que nadie, claro está,

aunque también les sobraban productos para el pago

en especie, pero lo que ellos temían era que, si se re­

caudaba dinero y faltaban géneros para las atenciones

públicas, sobre todo la alimentación del ejército, estos

géneros fueran conseguidos luego, por compra forzosa

y a un bajo precio legalmente fijado, de los mismos

latifundios, donde tal tipo de requisa resultaba más

cómoda que en las pequeñas propiedades de los contri­

buyentes menores. Por eso los latifundistas paganos

deseaban el pago en especie a la vez que abominaban

de toda ley de tasas, enderezada ante todo a fijar el

precio para las requisas.

Nada tenía que ver con estos intereses lo que nues­

tro arbitrista pide al emperador; su voz era precisa­

mente la de los pobres y sufridos contribuyentes opri­

midos por la administración provincial.

El penúltimo capítulo de nuestro opúsculo se re­

fiere a las fortificaciones de los confines del imperio.

Los soldados — d i c e el a u t o r — deben servir menos

años, y ser promovidos y licenciados antes; con ello

se podrá limitar el número de hombres que deben ser

mantenidos por la caja pública y aumentar la mano de

obra, especialmente en el campo. Los licenciados de

la milicia, todavía con pleno vigor, pueden ser asen­

tados en las tierras limítrofes, a la vez que se les im­

pone la carga de construir una línea de fortificaciones

con fuertes castillos de milla en milla —stabi l i muro

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et firmissimis turribus— y de atender a su defensa

cuando sea necesario, además del pago de una con-

tribución por el disfrute del terreno. D e este modo, se

conseguiría una defensa gratuita de las fronteras, con-

virtiendo en ingreso lo que venía siendo una gravosa

carga. También esta propuesta, como las de los nue­

vos inventos de máquinas bélicas, se encaminaba a

aliviar los gastos públicos, a conseguir la mayor efi­

ciencia militar con el mínimo número de soldados.

Con ello privaba nuestro autor a los latifundistas ro­

manos de una lucrativa expectativa.

Todavía, si vemos en el De rebus bellicis la idea

de que, contra la germanofilia de Constantino, debe

evitarse toda transacción con los bárbaros, y esto es

una nota común de toda la resistencia pagana, no es

menos verdad que nuestro autor afea a la nobleza ro­

mana su indiferencia por la ciencia y compara su aban­

dono a la diligente inventiva de los pueblos bárbaros.

D e hecho, Roma no cuenta en su historia con inven­

tores, y la actitud displicente de la tradición romana

frente a los inventos técnicos recuerda un poco el

unamuniano " ¡ q u e inventen e l l o s ! " . Contra esto pro­

testa enérgicamente nuestro inventor. El progreso téc­

nico —util itates artium— no se debe a la nobleza,

ni a la burocracia, ni a la elocuencia, sino a la grande­

za del ingenio, "madre de toda v ir tud" — ingent i mag'

nitudo quae virtutum omnium mater est. Y eso es don

casual de la naturaleza, y por ello se da entre los que

son despreciados como bárbaros. D e hecho, sabemos

que cosas tan útiles como los trajes de cuero, el jabón,

la herradura y el estribo, los barriles y los esquís, etcé­

tera, etc., fueron importados de la inventiva bárbara,

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EL MALEFICIO DEL ORO

El acontecimiento económico más importante del

siglo IV, que dominó la historia de ese siglo y aun de

los que le siguieron, fue la aparición del soUdus de

Constantino, esto es, la difusión de la moneda de oro

por todo el ámbito del imperio romano. Este aconte-

cimiento tiene para la historia económica una signi­

ficación casi comparable a la que para la historia polí­

tico-espiritual tuvo la instauración del cristianismo

como religión oficial por el mismo Constantino. T a l

política monetaria constituía una verdadera revolu­

ción.

La tetrarquía diocleciana había sido el último epi­

sodio de la crisis del siglo lll. Había comenzado el si­

glo III con la política demagógica de los Severos, es­

pecialmente de Antonino Caracala, que hundió la

tradicional romanidad del imperio al difundir la ciu­

dadanía por todos los rincones del orbe romano y de­

fender a los campesinos contra la nobleza senatorial.

Esta política demagógica que dominó el siglo III tenía

como uno de sus principales puntales la abundancia de

la moneda divisional, de cobre, progresivamente reba­

jada. Diocleciano había querido conjurar el peligro de

de esa barbariké epinoia a que se refieren otros auto-

res de la antigüedad.

Así también, la crítica fundamental que se hace a

la política monetaria de Constantino dista mucho de

servir a los intereses de la resistencia pagana de Roma.

Este punto merece especial atención.

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esa política acudiendo al patrón oro, pero se fundaba

para ello en una ficción insostenible: la de reducir

legalmente el valor del oro, fijándolo unas cinco veces

por debajo de su valor adquisitivo real, es decir, equi­

parando la libra de oro o sesenta áureos de Diocle­

ciano tan sólo a diez mil denarios. Esta política

fracasó como era de esperar, y el edictum de pretiis

de Diocleciano quedará como permanente admonición

histórica para todo gobernante que pretenda dar una

ley de tasas.

Constantino, como en tantos otros aspectos de su

política, hace un valiente esfuerzo por salir de la crisis

anterior, ajustando la ley a la realidad. La búsqueda

de la ventas constituye para la época constantiniana

el tema central del pensamiento y de la acción. Y la

ventas económica se presenta en ese momento como

reconocimiento del valor real del oro. La libra de oro

se apreció en sesenta mil denarios, contando cada libra

con setenta y dos soUdi constantinianos. Para ello era

necesario inundar el mercado de nuevas monedas de

oro, y esto era factible precisamente porque Constan­

tino había cerrado los templos paganos y se había in­

cautado de todo el oro que en ellos se había ido acu­

mulando a lo largo de los siglos. Naturalmente, esta

política monetaria fundada en el oro distaba mucho de

ser una panacea, y sus consecuencias adversas son cap­

tadas por la crítica de nuestro arbitrista.

" E n los tiempos de Constant ino. . . " empieza di­

ciendo el capítulo segundo. Pero debemos advertir in­

mediatamente que esta expresión no supone una dis­

tancia temporal, sino afectiva. Estamos a unos veinte

años nada más de la muerte de Constantino, y el au-

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tor quiere expresar un despegue moral de aquellos

tiempos, como cuando se habla ahora en Europa de

"aquellos tiempos de los nazis", antes de haber trans-

currido veinte años de su terminación. " E n los tiem­

pos de Constantino — d i c e nuestro a u t o r — empezó

el despilfarro del oro en lugar del cobre, que antes se

tenía en gran aprecio, y se impuso el oro hasta para el

pequeño comercio; parece que la avaricia de hoy tuvo

su origen en ese momento." En efecto, nos explica, el

oro antes se guardaba en los templos — c u m enim an-

tiquitus aurum argentumque et lapidum pretiosorum

magna vis in templis reposita—una alusión nos­

tálgica natural en un pagano. Cuando fue lanzado a la

calle sirvió de estímulo para la avaricia; los ricos ate­

soraron oro y los pobres se vieron hundidos en la mi­

seria, pues sus monedas de cobre no valían nada. La

afflieta paupertas, como dice nuestro autor. . . N o es

sorprendente que, irritada por la injusticia, esa miseria

haya explotado en conatos tiránicos como los que el

emperador, para gloria suya, hubo de sofocar. Y el ca­

pítulo termina con una exhortación para volver a los

felices tiempos antiguos, de legendaria austeridad, um­

versalmente alabados, y que, aunque solemos llamar

"siglos de oro", fueron felices precisamente porque no

lo conocían. Quizá esperaba nuestro autor que el hijo

de Constantino, que tan buena voluntad mostraba por

rectificar los errores paternos, estaría dispuesto a reti­

rar el oro de la circulación y hacer una nueva moneda

de cobre ; esto sí, sin fraude, para lo que propone en el

capítulo tercero un sagaz remedio: colocar las fabrir

cas de moneda en islas incomunicadas, a fin de que

el comercio no estimule el afán de lucro y con él el

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fraude en la acuñación: illic enim, dice, solitudine

suffragante, nec erit fraudi locus ubi nulla est mercis

occasio. Incluso presenta diseños para la acuñación de

la nueva moneda, con la efigie del emperador y alguna

alegoría de la vieja usanza pagana.

Es cierto que el oro lanzado por Constantino sir-

vio para crear una atenazante diferencia social entre

los ricos atesoradores de oro y los pobres que vivían

sobre moneda divisionaria, una separación social entre

potentiores y humiliores que durará tanto como el im-

perio romano y sólo será abolida por la superposición

de un pueblo invasor. En el siglo III la mala moneda

había hecho desaparecer la buena, según la conocida

" ley de Gresham", pero el auténtico solidus de C o n s '

tantino había condenado a la miseria a los poseedores

de moneda de cobre. La rígida jerarquización social del

bajo imperio tiene en ese acontecimiento económico

su causa principal.

La clase enriquecida coincidía en buena parte con

aquellos senadores de la resistencia pagana, que no

tenían ningún interés en desvalorizar el oro, y sí en el

alza de precios. Por otro lado, los oficiales fiscales

procuraban recaudar las contribuciones, no en especie,

como querían los ricos latifundistas, sino en dinero,

a un alto precio de aderación, para luego comprar los

géneros necesarios a una tasa baja y lucrarse con la

diferencia, el llamado interpretium. Las clases humil­

des, por su parte, clamaban la vuelta a la demagogia

monetaria del siglo l l l : desvalorización del oro y cir­

culación exclusiva de la moneda divisional, pero sin

alza de precios. Nuestro autor parece colocarse en esta

tercera posición.

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El De rebus bellicis, que dirige su ataque contra

Constantino, no alude, pues no era prudente, a la pò-

litica de Constante, seguida también por Constando.

Hacía unos diez años que el emperador Constante ha-

bía intentado remediar la situación económica revalo'

rizando la moneda de cobre, pero sin retirar la de oro,

sino tan sólo la vieja moneda de cobre desprestigiada.

La situación de la afflicta paupertas todavía empeoró

más, y, en efecto, la sublevación de Magnencio, cuatro

años después de ese intento, venía apoyada en el des-

contento de los provinciales; favorecía, a la vez que

el paganismo, una vuelta al desprestigio del oro. Pero

las necesidades económicas de la guerra llevaron a

Magnencio a tal opresión fiscal, que acabó por privarle

de la base popular que había hecho posible su sedi-

ción.

U n nuevo intento realiza Juliano. Su política con-

sistió en sacrificar los intereses fiscales, reprimiendo

la aderación y el abuso del interpretium, pero inten-

tando rebajar los precios, sin alterar el imperio del

oro, mediante tasas legales, que sus amigos senatoria-

les le perdonaban difícilmente.

El soUdus de Constantino no pudo ser conmovido,

y constituyó, hasta los albores de la Edad Media,

el eje de toda la economía, por lo que ha sido llamado el

"dólar de la antigüedad". Las propuestas de nuestro

arbitrista resultaron sin efecto. Es posible que quedara

perdido nuestro opúsculo en alguna covachuela de las

oficinas imperiales de Constantinopla. N o hay que ex­

cluir, sin embargo, la posibilidad de que el emperador,

con mayor probabilidad Juliano, lo leyera. Es intere­

sante, a este respecto, la noticia que nos da el escritor

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CONCIENCIA Y S U B C O N C I E N C I A

EN LA INTERPRETACIÓN HISTÓRICA

En la conciencia de los hombres del siglo iv, el

diagnóstico de la crisis del imperio podía adoptar dis­

tintos puntos de vista, pero tal variedad venía deter­

minada por diferencias de ideología político-religiosa

y no de interpretación económica. El planteamiento

puramente técnico de nuestro arbitrista constituye un

caso único, y no cabía la comprensión de su razona­

miento económico en un momento dominado por la

ideología. Era un inventor, incluso un inventor sagaz

y no un loco, como han dicho algunos historiadores,

pero su invento resultaba extemporáneo.

El molino movido por la fuerza del agua fue in­

ventado en el siglo il antes de Cristo, en algún lugar

del Mediterráneo oriental, pero duerme olvidado casi

del todo hasta que la disminución de la mano de obra

que aflige a la economía a partir del siglo iv desem­

polvó el invento y difundió su aplicación por todas

partes. La historia del progreso técnico presenta mu-

bizantino Juan Lido de que Juliano era autor de una obra, perdida, sobre máquinas militares, titulada Me-chaniká, lo que demuestra, por lo menos, una afinidad de intereses con nuestro arbitrista, si no se trata de una confusión de Lido, pues otras parecidas comete, y no se refiere quizá a una traducción griega de núes-tro anónimo opúsculo. En todo caso, es claro que la política económica de Juliano no sigue los consejos del D e rebus belUcis.

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chos casos de inventos prematuros o tardíos, que no

aparecen en el momento oportuno. As í también con

el invento del anónimo autor del D e rebus belliàs, que

razonaba en términos técnicos en un momento en que

las razones primordiales, en tomo a las que se agrupa-

ban las fuerzas realmente operantes, eran de carácter

religioso. Su diagnóstico de la crisis del imperio ro­

mano resultó infecundo. ¿Podemos decir acaso que era

verdadero?

Esta pregunta nos plantea un problema general de

interpretación histórica que no puede ser convenien­

temente abordado en un momento en que nuestra di­

sertación llega a su fin, pero que tampoco podemos

dejar sin adelantar una respuesta, pues es de la má­

xima gravedad.

U n canon general de la teoría de la interpretación

postula que toda manifestación del espíritu humano

debe ser comprendida conforme al mismo espíritu que

la animó, por lo que el primer esfuerzo intelectual del

historiador consiste en intimar con la conciencia vi­

gente en la época que se trata de entender y explicar.

Si esto es así, el tema de la decadencia del imperio

romano debe plantearse en los mismos términos que

aparecían como válidos para la conciencia de los que

la vivieron y reflexionaron sobre ella, y aunque con­

temos con la ventaja de conocer las consecuencias que

ellos no llegaron a conocer, no por eso podemos cam­

biar el módulo interpretativo. Éste ha de ser necesa­

riamente ideológico y concretamente religioso. Pasar

de esta afirmación sería ya excesivo en esta ocasión,

pero desde el momento en que el diagnóstico que po­

dríamos llamar pagano resulta insostenible a la vista

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de la secuencia histórica, debemos buscar más bien las

razones profundas de la crisis en la misma crisis inter­

na del cristianismo, concretamente en el vicioso plan­

teamiento político del cristianismo de Constantino y

en la ruptura producida por la herejía arriana. En este

sentido, la actitud de Constancio, de deliberada rup­

tura con la tradición paterna, en detrimento de su

propia legitimidad, es un hecho de mucho mayor sen­

tido que el acierto o desacierto de una determinada

política monetaria. Los hechos económicos, que no ac­

tuaban como dominantes en la conciencia común de

aquella época, no deben ser erigidos por el historiador

en claves para la interpretación de la misma. D e hecho,

el homo sapiens pocas veces actúa en la historia con

conciencia de homo oeconomicus.

La realidad histórica es siempre una realidad que

no captamos de modo inmediato sino por representa­

ción, es decir, mediante la significación de ciertos

hechos concretos que el historiador toma como repre­

sentativos. En eso estriba la discreción del historia­

dor ; la discreción y la elegancia, pues de elección se

trata. Cuando el historiador toma como representati­

vos determinados hechos que la conciencia de la épo­

ca estudiada no consideraba tales, y éste es el caso del

que atiende a hechos económicos o sociales que para

la conciencia de la época carecían de poder represen­

tativo, su interpretación parte de una como incapaci­

dad de la conciencia de aquella época para reflexionar

sobre sí misma y determinar su propia representación.

Pero esta como incapacitación de una conciencia por

el hecho de ser pretérita, no puede quedar sin la grave

consecuencia de que la misma conciencia del historia­

os

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dor relativiza la seguridad en si misma, y abdica de su propia dignidad a la vez que desprecia la conciencia ajena.

La conciencia humana se perfecciona por la reflc' xión sobre sí misma. Cuando, en la interpretación his ' tórica o psicológica, tendemos a suplantar la concien-cia sobre la que reflexionamos por la subconsciencia, esto no puede dejar de afectar a la conciencia del mis-mo intérprete, que tiende a sumirse ella misma en n i ' veles de subconciencia. Éste es el gran riesgo de cier' tas corrientes modernas, que toman como especial' mente representativos datos que pertenecen al mundo de lo subconsciente precisamente por una como abdi' cación de la conciencia del mismo intérprete. Marx y Freud quedaron recíprocamente reforzados por la coin' cidencia profunda en esta suplantación, que hizo deS' cender la interpretación de los actos humanos a nive ' les submorales, en los que todo auténtico juicio de conducta personal o histórica se vino a hacer imposi' ble y absurdo. El gusto por lo irracional, la misma fa ' cilidad de la interpretación subversiva, favorecen tales corrientes, pero un historiador que quiera conservar su confianza en la propia conciencia debe empezar por respetar la conciencia vigente de cualquier época que tome como objeto de su estudio. Esta ley de necesaria correlación entre el sujeto pensante y el objeto moral sobre el que reflexiona me parece de vigencia universal y muy por encima de toda moda.