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Por qué Jakobson y Bajtin no se encontraron nunca 1 Tzvetan Todorov Para ]oseph Frank La comparación entre Roman Jakobson y Mijail Bajtin parece imponerse por su propio peso a cualquiera que reflexione sobre la historia intelectual del siglo XX. Rigurosos contemporáneos, (Bajtin nació en 1895, un año antes que Jakobson, y murió en 1975, siete años antes que éste), la longevidad de ambos explica que su destino abarque la historia misma del siglo. Nacidos en Rusia, los dos cursan sus estudios durante la primera guerra mundial en el marco de una facultad «históricofilológica»: Bajtin en San Petersburgo, Jakobson en Moscú. Los dos dejan una obra importante, consagrada al lenguaje y a la literatura; sus escritos se publican hoy en docenas de lenguas, y son comentados y discutidos en todo el mundo. En el campo de las ciencias humanas son, indiscutiblemente, dos de los autores más influyentes del siglo. A esta proximidad objetiva se añade en mi caso el papel decisivo que estas dos personalidades desempeñaron en mi propia formación. Vi a Jakobson por primera vez en 1960, en Sofía, cuando vino a presentar, en un auditorio de la universidad lleno hasta la bandera, su análisis de un poema de Khristo Botev, nuestra gloria nacional. Algunos años más tarde, concluidos mis estudios, me encontraba en París, preparando la traducción de una antología en francés de los formalistas rusos, y de un modo totalmente natural busqué contactar con Jakobson a través de nuestro común amigo Nicolas Ruwet. Debí de verle en 1964. Después me ocupé de la edición en francés de tres de sus libros: Questions de poétique, Une vie dans le langage y Russie, folie, poésie. En cuanto a Mijail Bajtin, nunca lo conocí personalmente, pero leí por primera vez sus escritos en aquella misma época, cuando preparaba mi antología del formalismo. A medida que proseguía la publicación de sus libros, su pensamiento me iba pareciendo cada vez más importante; en 1981 le dediqué una obra, titulada Mikhail Bajtín, le príncipe dialogique, y también presenté a los lectores franceses el último texto publicado bajo su nombre, Esthétique de la création verbale. Jakobson y Bajtin son, pues, en cierta forma, mis dos primeros maestros. Esto por lo que hace al parecido que justifica la comparación. ¿Pero qué ocurre con la contigüidad? Ambos hombres, como veremos, compartieron muchos amigos; sin embargo, nunca se encontraron, ni antes de 1920, año en que Jakobson abandonó Rusia, ni después de 1956, cuando empezó a volver a su tierra. Como hemos sabido recientemente, este desencuentro no se debió únicamente al azar. En 1992 se publicó una larga entrevista con alguien muy próximo a Bajtin, Vadim Kozhinov, a quien le correspondió el gran mérito de ayudar a la resurrección pública de Bajtin en Rusia, y también el de descifrar los borradores, casi ilegibles, garabateados a lápiz por aquél a lo largo de los decenios precedentes. En esta entrevista Kozhinov relata un episodio muy significativo, que me gustaría citar aquí porque encaja perfectamente con lo que pretendo decir en lo que sigue. La escena, que Kozhinov no fecha, debe de situarse hacia 1965. Bajtin vive entonces en Saransk, a unos 600 kilómetros al sudeste de Moscú, pero acude de vez en cuando a la capital, donde se aloja en casa de sus amigos los Zaleski. Aquí es donde le visitó Kozhinov, que era ya admirador y amigo suyo. A continuación reproduzco el relato de éste: De pronto sonó el teléfono. Ahora bien, Mijail Mijailovitch se negaba siempre en redondo a acercarse al teléfono. Era una de sus rarezas: había perdido la costumbre del teléfono, no tenía uno desde hacía tiempo, desde la época de San Petersburgo. Así que descuelgo, y resulta que es M. V. Youdina, una pianista magnífica, amiga de Mijail Mijailovitch desde hace decenas de años. «Sabe usted -me dice-, aquí a mi lado se encuentra Roman Ossipovitch Jakobson, está en nuestro país, ha traído sus trabajos, está oco por encontrarse con Mijail Mijailovitch, etc. Sé que Mijail Mijailovitch no toca el teléfono, con que, si no le importa, pregúntele si le gustaría recibir aRoman Ossipovitch». Bajtin sentía muy poco aprecio por todos aquellos formalistas, los trataba de un modo bastante irónico. Inmediatamente se puso a agitar una mano con desesperación: «¡Jamás! ¡Diga que estoy enfermo!» (Por lo general le repugnaba mentir de aquel modo). Así que le digo a María Veniaminovna: «Desgraciadamente, Mijail Mijailovitch se siente muy mal, le ruega le disculpe, pero le resulta absolutamente imposible recibir a Roman Ossipovitch». Unos días después Bajtin se disponía a volver ya a su casa de Saransk y nosotros íbamos a acompañarle, así que me presento de nuevo en casa de los Zaleski, y de nuevo suena el teléfono, y de nuevo M. V. Youdina pregunta esperanzadamente si Mijail Mijailovitch recibirá a Jakobson («Puede que se haya curado, Roman Ossipovitch tiene tanta ilusión por conocerle...»). Le digo: «Es una pena, María Veniaminovna, pero en este mismo momento salimos para la estación...». Oigo que hay un intercambio de palabras con Jakobson, y luego ella contesta: «Ah, bien, no es grave, Roman Ossipovitch visitará a Mijail Mijailovitch en Saransk». Cuelgo el teléfono y me permito hacerle a Mijail Mijailovitch una observación: «Parece que lo ha empeorado usted; Roman Ossipovitch es 1 Aparecido en Esprit, enero 1997. La presente versión prescinde de las numerosas notas del original.

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La comparación entre Roman Jakobson y Mijail Bajtin parece imponerse por su propio peso a cualquiera que reflexione sobre la historia intelectual del siglo XX.

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Por qué Jakobson y Bajtin no se encontraron nunca1 Tzvetan Todorov

Para ]oseph Frank

La comparación entre Roman Jakobson y Mijail Bajtin parece imponerse por su propio peso a cualquiera que reflexione sobre la historia intelectual del siglo XX. Rigurosos contemporáneos, (Bajtin nació en 1895, un año antes que Jakobson, y murió en 1975, siete años antes que éste), la longevidad de ambos explica que su destino abarque la historia misma del siglo. Nacidos en Rusia, los dos cursan sus estudios durante la primera guerra mundial en el marco de una facultad «históricofilológica»: Bajtin en San Petersburgo, Jakobson en Moscú. Los dos dejan una obra importante, consagrada al lenguaje y a la literatura; sus escritos se publican hoy en docenas de lenguas, y son comentados y discutidos en todo el mundo. En el campo de las ciencias humanas son, indiscutiblemente, dos de los autores más influyentes del siglo. A esta proximidad objetiva se añade en mi caso el papel decisivo que estas dos personalidades desempeñaron en mi propia formación. Vi a Jakobson por primera vez en 1960, en Sofía, cuando vino a presentar, en un auditorio de la universidad lleno hasta la bandera, su análisis de un poema de Khristo Botev, nuestra gloria nacional. Algunos años más tarde, concluidos mis estudios, me encontraba en París, preparando la traducción de una antología en francés de los formalistas rusos, y de un modo totalmente natural busqué contactar con Jakobson a través de nuestro común amigo Nicolas Ruwet. Debí de verle en 1964. Después me ocupé de la edición en francés de tres de sus libros: Questions de poétique, Une vie dans le langage y Russie, folie, poésie. En cuanto a Mijail Bajtin, nunca lo conocí personalmente, pero leí por primera vez sus escritos en aquella misma época, cuando preparaba mi antología del formalismo. A medida que proseguía la publicación de sus libros, su pensamiento me iba pareciendo cada vez más importante; en 1981 le dediqué una obra, titulada Mikhail Bajtín, le príncipe dialogique, y también presenté a los lectores franceses el último texto publicado bajo su nombre, Esthétique de la création verbale. Jakobson y Bajtin son, pues, en cierta forma, mis dos primeros maestros.

Esto por lo que hace al parecido que justifica la comparación. ¿Pero qué ocurre con la contigüidad? Ambos hombres, como veremos, compartieron muchos amigos; sin embargo, nunca se encontraron, ni antes de 1920, año en que Jakobson abandonó Rusia, ni después de 1956, cuando empezó a volver a su tierra. Como hemos sabido recientemente, este desencuentro no se debió únicamente al azar. En 1992 se publicó una larga entrevista con alguien muy próximo a Bajtin, Vadim Kozhinov, a quien le correspondió el gran mérito de ayudar a la resurrección pública de Bajtin en Rusia, y también el de descifrar los borradores, casi ilegibles, garabateados a lápiz por aquél a lo largo de los decenios precedentes. En esta entrevista Kozhinov relata un episodio muy significativo, que me gustaría citar aquí porque encaja perfectamente con lo que pretendo decir en lo que sigue.

La escena, que Kozhinov no fecha, debe de situarse hacia 1965. Bajtin vive entonces en Saransk, a unos 600 kilómetros al sudeste de Moscú, pero acude de vez en cuando a la capital, donde se aloja en casa de sus amigos los Zaleski. Aquí es donde le visitó Kozhinov, que era ya admirador y amigo suyo. A continuación reproduzco el relato de éste:

De pronto sonó el teléfono. Ahora bien, Mijail Mijailovitch se negaba siempre en redondo a acercarse al teléfono. Era una de

sus rarezas: había perdido la costumbre del teléfono, no tenía uno desde hacía tiempo, desde la época de San Petersburgo. Así que descuelgo, y resulta que es M. V. Youdina, una pianista magnífica, amiga de Mijail Mijailovitch desde hace decenas de años. «Sabe usted -me dice-, aquí a mi lado se encuentra Roman Ossipovitch Jakobson, está en nuestro país, ha traído sus trabajos, está oco por encontrarse con Mijail Mijailovitch, etc. Sé que Mijail Mijailovitch no toca el teléfono, con que, si no le importa, pregúntele si le gustaría recibir aRoman Ossipovitch». Bajtin sentía muy poco aprecio por todos aquellos formalistas, los trataba de un modo bastante irónico. Inmediatamente se puso a agitar una mano con desesperación: «¡Jamás! ¡Diga que estoy enfermo!» (Por lo general le repugnaba mentir de aquel modo). Así que le digo a María Veniaminovna: «Desgraciadamente, Mijail Mijailovitch se siente muy mal, le ruega le disculpe, pero le resulta absolutamente imposible recibir a Roman Ossipovitch». Unos días después Bajtin se disponía a volver ya a su casa de Saransk y nosotros íbamos a acompañarle, así que me presento de nuevo en casa de los Zaleski, y de nuevo suena el teléfono, y de nuevo M. V. Youdina pregunta esperanzadamente si Mijail Mijailovitch recibirá a Jakobson («Puede que se haya curado, Roman Ossipovitch tiene tanta ilusión por conocerle...»). Le digo: «Es una pena, María Veniaminovna, pero en este mismo momento salimos para la estación...». Oigo que hay un intercambio de palabras con Jakobson, y luego ella contesta: «Ah, bien, no es grave, Roman Ossipovitch visitará a Mijail Mijailovitch en Saransk». Cuelgo el teléfono y me permito hacerle a Mijail Mijailovitch una observación: «Parece que lo ha empeorado usted; Roman Ossipovitch es 1 Aparecido en Esprit, enero 1997. La presente versión prescinde de las numerosas notas del original.

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un hombre muy enérgico y vendrá a verle a Saransk. Aquí usted habría charlado unas horas con él, y en eso habría quedado todo. Mientras que allá, va a torturarle a usted...» [... ]. En respuesta a esto, Bajtin sonrió de repente de un modo malicioso (algo de lo más raro, pues la malicia no era precisamente una característica suya) y dijo alegremente: «¡Ah, no, allí no! ¡En Saransk no dejan entrar a los extranjeros!». Efectivamente, en las proximidades de Saransk había, por una parte, campos de concentración para detenidos políticos, y, por otra, toda clase de objetivos militares».

Así concluye este sorprendente episodio. No es sólo que Jakobson y Bajtin no se encontraran nunca, sino

que este desencuentro sería el resultado de un acto deliberado de Bajtin. ¿Qué escondería este rechazo por parte del gran defensor del diálogo? ¿Debemos mostrarnos satisfechos con las explicaciones sugeridas por Khozinov? ¿Qué es lo que acercaba y oponía a estos dos grandes representantes de la cultura rusa? Para intentar responder a estas preguntas necesitamos volver atrás y seguir algunos de los hilos que componen una larga historia. Jakobson por los caminos de la ciencia, Bajtin por los de la moral

Por obra de un curioso azar, Jakobson y Bajtin publican su primer texto casi al mismo tiempo: en el caso del primero, se trata del artículo «Futurismo», aparecido el 2 de agosto de 1919 en el periódico Iskusstvo (El arte), de Moscú, y, en el del segundo, el artículo «Arte y responsabilidad», que aparecerá el 13 de septiembre de 1919 en Den'ískusstva (El día del arte) de Nevel. A decir verdad, Jakobson ya había publicado, durante la guerra, dos poemas y un informe; pero es ahora cuando, por primera vez, expone sus ideas de forma sistemática, aunque sólo se trate de un artículo periodístico. El joven de veintitrés años adopta un tono perentorio, sin preocuparse mucho por la coherencia de sus tesis. Presenta un vibrante alegato en favor de sus amigos futuristas, pintores y poetas, apoyándose para ello en el movimiento artístico, ya más consolidado, del cubismo. De paso, formula varias tesis, representativas no sólo del momento en que son enunciadas, sino también de su trayectoria posterior.

Lo primero que sorprende en este breve texto es el papel que en él desempeña la ideología de la vanguardia artística contemporánea, cubismo y abstracción en pintura, futurismo en poesía; Jakobson se adhiere a ella sin ninguna reserva, su texto se presenta como una justificación racional y bien informada de las terminantes fórmulas defendidas por pintores y poetas. Este programa artístico consiste en renunciar a la representación del mundo y situar en su lugar la representación poética o pictórica en sí misma. Los pintores modernos, dice Jakobson, ya no emplean un color porque sea el propio del objeto que se representa, sino por la fuerza de una «determinación mutua entre forma y color». Más que aspirar a la imitación del objeto, «la atención del pintor se concentra en la línea y la superficie»; la «visión de la naturaleza» queda reemplazada por la «visión de la expresión pictórica»; el objeto de la percepción, por la percepción misma, una «percepción de valor autónomo» (samocennoe).

La segunda característica de nuestro texto, de la que no se puede decir que encaje fácilmente con la primera, se manifiesta en la afirmación de una proximidad entre arte y ciencia. Abundan las comparaciones, las analogías entre pintura y poesía, por una parte, y psicología o física, por otra. La unidad de las dos esferas parece derivar de que ambas son formas de conocimiento y, además, de conocimiento de estructuras o de esencias invisibles más que de las apariencias con que se contenta la práctica cotidiana (y el arte convencional). Los cubistas están más cerca de los sabios que los pintores realistas: nos muestran los objetos en tres dimensiones, lo que responde a su verdadera identidad. Lo mismo ocurre con los escritores que yuxtaponen diversos puntos de vista, en lugar de atenerse a la perspectiva de un único héroe. La interdependencia entre forma y color es igualmente una experiencia común al arte y a la ciencia. El futurismo, como la física contemporánea, capta los objetos en movimiento.

Por último, el tercer tema de este breve texto: Jakobson afirma la unidad, no sólo del arte y de la ciencia, sino también de todas las manifestaciones de la modernidad, incluidas las que se dan en filosofía y en política. Esta unidad se forja en la idea de relatividad y en el espíritu utópico en general. Debemos citar aquí las inflamadas palabras del joven:

La eliminación del estatismo, la expulsión del absoluto: ésta es la principal tendencia de los tiempos nuevos, la cuestión de

más candente actualidad. La filosofía negativa y los tanques, las experiencias científicas y los diputados de los soviets, el principio de la relatividad y el grito de «¡Abajo!» de los futuristas destruyen los tabiques divisorios de la vieja cultura. La unidad de frentes es sorprendente.

El colectivismo contemporáneo se ajusta a este espíritu: reemplaza los valores abstractos por los que derivan de la elección de un grupo; la tradición, por la decisión del momento.

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El texto de Bajtin, aún más breve que el de Jakobson, preconiza igualmente la unidad, especialmente la unidad del arte y la vida; pero el punto de vista es completamente distinto. En primer lugar, Bajtin formula no una constatación de lo que es, sino un ideal de lo que debería ser; además, se ocupa menos del contenido de las motivaciones (la aspiración al reino de lo relativo, según Jakobson) que de la actitud del sujeto, actor en la vida, creador en arte. Bajtin constata que habitualmente la vida del artista y su obra no tienen nada en común, o en todo caso únicamente una unidad puramente mecánica de yuxtaposición. Este estado de cosas le parecía profundamente insatisfactorio, pues perjudica tanto a la vida como a la poesía. ¿Dónde podrían hallar su unidad los dos ámbitos? En la idea de responsabilidad, lo que también puede querer decir de culpabilidad. Debo asumir todo lo que produzco como artista, igual que asumo los demás actos de mi vida. Más aún, debo hacer mi vida tan bella como lo exige mi arte, y mi arte tan serio como mi vida. Respondo de mi arte con mi vida, de mi vida con mi arte. «El arte y la vida no son una misma y única cosa, sino que deben unirse en mí, en la unidad de mi responsabilidad». Del lenguaje como cosa o como hecho

Examinemos ahora las líneas generales de la doctrina de Jakobson, tal como será desarrollada con posterioridad a este artículo de juventud. Recordando su trayectoria en una serie de entrevistas concedidas a diversos interlocutores en los últimos años de su vida, Jakobson identifica siempre dos influencias decisivas para él, influencias cuya coexistencia puede sorprender a primera vista: la del arte de vanguardia y la de la fenomenología.

El arte de vanguardia, que le fascina a partir de 1912, se encarna para él en dos figuras ejemplares, el poeta Khlebnikov y el pintor Malevitch, a los que conoce en 1913 y por los que siente auténtica veneración. De Khlebnikov dirá al final de su vida que para él es el mayor poeta del siglo xx; de Malevitch, que Jakobson fue pronto un «fanático adepto» suyo. Lo que destaca en ambos creadores es, en cierto modo, una misma cosa, la renuncia a la dimensión referencial -de las palabras, en el caso de uno de ellos, de las imágenes, en el del otro- sin que, como consecuencia de ello, desaparezca toda dimensión semántica y no quede sino pura música, simple decoración. No, lo que le interesa es el intento de acceder a un sentido que sería más inherente a los «átomos» del lenguaje o de la imagen que a sus «moléculas»; es decir, a los sonidos de la lengua, a los colores y a las formas de la pintura más que a las palabras o a las figuras. En esto los cuadros abstractos de Malevitch se parecen a los poemas supraconscientes (zaumnye) de Khlebnikov: el mundo, lo mismo como referente que como contexto de producción y recepción, es puesto a un lado, el poema o el cuadro son considerados en sí mismos, como objetos con un valor autónomo, y no como los elementos de una relación con lo que no es ellos; sin embargo, conservan el recuerdo y la promesa del significado.

Jakobson insistió siempre en que aquella influencia, la de los artistas de vanguardia, fue más fuerte que la de sus profesores de la universidad. Sin embargo, nunca dejó tampoco de señalar el impacto que en su pensamiento tuvo Husserl, «un filósofo que ejerció tal vez la mayor influencia en mis trabajos teóricos», especialmente a través del segundo volumen de sus Investigaciones lógicas. A lo largo de toda su vida, Jakobson conserva con él esta obra, adquirida en 1915, en plena guerra con Alemania (su ejemplar le sigue a los Países Bajos). Además, frecuenta al gran fenomenólogo ruso Gustav Spet, discípulo directo de Husserl. ¿Qué retiene Jakobson de la fenomenología husserliana? En primer lugar, la posibilidad (negativa) de liberarse de la perspectiva psicológica: la fenomenología permite ocuparse de la cosa misma, y no sólo del proceso de su producción o su percepción. Recuerda Jakobson:

Spet nos pedía que no nos dejásemos arrastrar por un psicologismo ingenuo y vulgar, y que no intentásemos explicar a través

de la psicología los hechos de la lengua [...]. Quería hacer fenomenología del lenguaje y no psicología del lenguaje. Spet seguía diciendo, según los recuerdos de Jakobson: Los psicólogos conocen la lengua mucho menos que los lingüistas. Estudien la lengua como una cosa (veshch). No pregunten a

los psicólogos, estúdienla como una cosa entre las cosas, entre las demás estructuras sociales. [...]. Lo primero, la lengua en sí misma.

El mismo Jakobson encuentra en la obra de Husserl «la posibilidad de un análisis estructural del lenguaje

a partir de los hechos lingüísticos en sí mismos». A ello se añaden dos exigencias positivas: la atención a las estructuras lógicas de conjunto, a las

relaciones de las partes y del todo y a la gramática universal, y, por otra parte, lo que Jakobson llama el

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enfoque teleológico del lenguaje, aquel que plantea la cuestión de la función de cada elemento o forma lingüística. Estas son, por decirlo de algún modo, las intenciones de cada ingrediente del lenguaje, inscritas en él y que en su conjunto constituyen un modelo teleológico. Así pues, es la función lo que retiene la atención de Jakobson.

Esta doble filiación, vanguardista y fenomenológica, apunta a una misma característica del pensamiento de Jakobson: su interés se dirige hacia el lenguaje como cosa, como objeto, aunque se trate de un objeto intencional, constituido, a su vez, por partes dotadas de intenciones (de funciones). No sorprenderá ver que el lenguaje se convierte, sin ninguna dificultad de principio, en objeto de un conocimiento científico, y que la lingüística comunica con las demás ciencias, no sólo humanas, sino también naturales.

En los últimos años de su vida, a Jakobson le entrará la pasión por las analogías entre código genético y código lingüístico, pero a lo largo de toda su carrera le gustaron los ejemplos extraídos de las ciencias naturales y se negará a indagar cuál podría ser la especificidad de las ciencias humanas: «La oposición entre la lingüística, disciplina menos precisa, y las denominadas ciencias exactas, sobre todo la física, es injusta», escribe en 1970. Para él, lo esencial es el progreso del conocimiento: es a la vez un deber y un título de gloria para el género humano conocer el mundo; las diferencias entre los objetos estudiados son secundarias.

El modelo de lenguaje que elaborará Jakobson se resentirá de esta proximidad a las ciencias exactas. Después de llegar al Massachusetts Institute of Technology, entrará en contacto con teórícos de la información como Norbert Wiener o D. M. McKay, y utilizará gustosamente su vocabulario. Su célebre modelo de las funciones lingüísticas, expuesto en 1960 en su conferencia «Lingüística y poética», recuperación, con un mayor grado de complicación, del modelo de Bühler, se sitúa igualmente en el marco de una teoría general de los códigos y de la información; el objeto de conocimiento es el enunciado lingüístico (el «mensaje»), aunque éste lleve en sí mismo las señales o las posibilidades de relaciones con los demás elementos del contexto: emisor, receptor, código o referente.

En el origen de su pasión por el lenguaje, ha recordado a menudo Jakobson, estaba su amor por la poesía -primero la simbolista, luego la futurista. Ya sabemos que, cuando quiso analizar textos literarios, recurrió, no exclusivamente, pero sí de modo preferente, a textos poéticos. «La poesía -dijo en una entrevista- es el único género universal del arte verbal. ¿Por qué? Porque la prosa artística es poesía atenuada, poesía que tiende al lenguaje de todos los días». ¿En qué sentido la prosa -la novela, por ejemplo- es poesía atenuada, un compromiso entre poesía y lenguaje cotidiano? En primer lugar, en el sentido de que el poema obedece a unas coerciones formales más rigurosas (su ritmo, su organización fónica y semántica), tiene una forma espacial hecha de repeticiones, de simetrías, de gradaciones y de oposiciones; es un objeto cincelado en el que cada palabra se encuentra sobredeterminada y es inamovible. En comparación, la cotidiana resulta algo arbitrario. La novela se halla a mitad de camino entre ambas (la marquesa, decía desolado Valéry, lo mismo podría salir a las cinco que a las seis).

Además, el lenguaje cotidiano es, ante todo, una interacción de locutores, en la que el enunciado lingüístico no es sino un medio (y, por esta razón, resulta intercambiable), mientras que el texto poético está despojado de su papel interactivo: se dirige a todos, y por tanto a nadie, y no espera ninguna respuesta; la reacción que suscita no es una respuesta verbal, sino la admiración y la reflexión. Esta es la razón de que el poema deba estar mejor trabajado. La novela es asimismo una obra de arte, y por tanto también se sustrae al diálogo cotidiano, pero representa en sí misma este diálogo: entre los personajes, entre el héroe y el autor. Si esta pluralidad no existiese, no habría ya ficción, sino, precisamente, poesía.

En otras palabras, la poesía es monólogo, el uso cotidiano del lenguaje, diálogo; la novela, un monólogo que pone en escena diálogos. En la práctica, los géneros se encabalgan y se interpenetran; sólo en circunstancias excepcionales se los encuentra en estado puro. Pero son precisamente estas circunstancias excepcionales las que atraen a Jakobson hacia los poemas de locura de Hölderlin. La locura del poeta, en el plano lingüístico, consiste en que hasta los menores restos de diálogo deben ser eliminados de su texto: pura poesía, puro monólogo. Quienes lo visitan durante su encierro son unánimes: el poeta no sabe ya hablar con la gente, mientras que su capacidad poética está intacta. «Cualquier presencia humana le asusta y le hace sufrir», escribe Bettina von Arnim. «Sólo la musa sabe hablarle aún, y en algunas horas escribe versos, pequeños poemas en que se reflejan la antigüa profundidad y gracia de su espíritu ». Todos los elementos que apuntan al contexto de la enunciación -las preguntas y las respuestas, la presencia personal- quedan eliminados de su discurso, o profundamente alterados.

En una conferencia sobre Hölderlin y la esencia de la poesía, Heidegger afirmaba que el diálogo, lejos de ser una simple modalidad del lenguaje, constituía el fundamento mismo de éste. Nada podría haber más opuesto a la concepción hö lderliniana del lenguaje, replica Jakobson.

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Si el lenguaje y su imponente sistema de palabras y de reglas de construcción obligatorias son esenciales para él, no es como

diálogo, sino únicamente como poema [...]. Lo que se transmite excluye del mensaje propiamente poético toda referencia al acto de habla.

La poesía en estado puro, polo de atracción para Jakobson a lo largo de toda su vida, es monólogo. Aislar el enunciado de su contexto de enunciación supone también separarlo de su «aquí» y su «ahora»,

dicho de otra manera, del tiempo presente. Esta exigencia encaja bien con la forma de pensar del joven Jakobson, que, influido por los futuristas, prefiere el futuro al presente. Le gusta recordar la fórmula de Khlebnikov, que dice que la patria de la creación es el futuro, o la de Maiakovski, para quien el realismo del poeta consiste en anticipar el porvenir; hasta el final de su vida, Jakobson pensará que, «gracias a su fuerza creadora, el signo se procura caminos en dirección al futuro indefinido», y ve en ello la esencia secreta del lenguaje poético. Se ha señalado que en la época de la revolución esta consigna futurista encaja bien con el espíritu revolucionario y voluntarista, que quiere construir un mundo perfecto y nuevo, ese espíritu que permite hacer aceptar, en nombre del porvenir radiante, un presente sin brillo. Pero más tarde, al producirse la muerte de Maiakovski, en uno de sus textos más personales Jakobson constata:

Hemos vivido demasiado mediatizados por el futuro, hemos pensado demasiado en él, hemos creído demasiado en él, ya no

tenemos la sensación de una actualidad que se basta a sí misma, hemos perdido el sentimiento del presente. Cuando recuerda sus contactos con el mundo del arte en la época de la revolución, Mijail Bajtin evoca -

por extraño que parezca- los mismos nombres de Khlebnikov y de Malevitch. Pero, más que hacer suyo el ideal de estos artistas y encontrarle una justificación conceptual a la manera de Jakobson, Bajtin expresa su admiración un poco sorprendido, y aborda desde fuera a estas dos figuras de la vanguardia. Khlebnikov es para él un poeta notable, un hombre profundamente carnavalesco, incapaz de ninguna pose; que, además, no rechaza el mundo real que le rodea, sino que establece con él una relación inédita. «Sabía abstraerse de todo lo particular y captar una especie de totalidad infinita e ilimitada del globo terrestre». Por ello las palabras de que se sirve Khlebnikov no se parecen a las que utilizan los demás hombres: si se siguen aplicando a realidades particulares y cotidianas no podrá evitarse el malentendido, pero si se consigue «entrar en la corriente de su pensamiento cósmico, entonces todo se vuelve comprensible y sumamente interesante».

En cuanto a Malevitch, impresiona a Bajtin antes que nada por su absoluta integridad moral («no buscaba ni el éxito, ni hacer una carrera, ni el dinero... Era un asceta enamorado de sus ideas»), y luego por su necesidad de ir más allá del mundo concreto que le rodea. «Decía que nuestro arte actúa sobre un ámbito minúsculo, en el espacio tridimensional... El gran universo no entra, no puede encontrar su sitio ahí» (ibid., pág. 171). El, Malevitch, trata precisamente de penetrar en ese universo situado más allá de nuestro mundo familiar, un universo de infinitas dimensiones. La actitud de Bajtin se alimenta, pues, de una admiración sin reservas por la autenticidad de los dos creadores en su compromiso sin identificación (el término bajtiniano sería vnenakhdimost, exotopía o transgrediencia) con su proyecto intelectual, que consiste en abandonar el mundo próximo y convencionalmente humano para buscar una perspectiva universal.

Desde su juventud, y en mayor medida aún que Jakobson, Bajtin se sumergió en la filosofía alemana: su primera lengua extranjera, aprendida en la infancia y practicada como una segunda lengua materna, no es el francés, como en el caso de Jakobson, sino el alemán; lee la Crítica de la razón pura en versión original a los trece años... Más tarde se familiarizará con la fenomenología husserliana, pero en ella no encontrará nunca más que un instrumento de análisis, no una filosofía que responda a sus propias preocupaciones. Estas han tenido siempre un carácter moral, lo que hace que, entre los discípulos de Husserl, se sienta sobre todo interesado por Marx Scheler y su personalismo. Pero le atraen aún más los filósofos que tienen una perspectiva directamente ética, en primer lugar el neokantiano Hermann Cohen, «un filósofo absolutamente destacable que tuvo sobre mí una influencia inmensa», así como la corriente que parte de este último, y en la cual distingue especialmente a Martin Buber. Este es, en su opinión, «el filósofo más grande del siglo xx, y tal vez el único... Le debo mucho. Sobre todo, la idea de diálogo». Lo que atrae a Bajtin hacia la filosofía alemana contemporánea no es, como en el caso de Jakobson, la posibilidad de poner entre paréntesis la intervención humana concreta, sino, por el contrario, la afirmación del carácter irreductible de esta intervención. Junto al modelo teleológico, tan caro a Jakobson, él busca instaurar un modelo intersubjetivo; de otro modo se corre el riesgo de ignorar la especificidad humana.

Desde 1986 conocemos el más antiguo trabajo de Bajtin: el principio de una obra filosófica escrito hacia 1920 y designado por sus editores con el título de Filosofía del acto. Este texto, que encuentra numerosos

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ecos en los escritos surgidos del último período de su vida (1960-1975), permite captar por fin toda su trayectoria y restablecer la jerarquía interna de sus tesis. Bajtin es un dualista. Tanto en el punto de partida como en el punto de llegada de esta trayectoria se encuentra una oposición cuyos términos más generales podrían ser: lo humano y lo no humano, lo subjetivo y lo objetivo, el tiempo y el espacio. El mundo de los objetos existe, obedece a leyes físicas intemporales que competen a un conocimiento «teorético». Pero el ser humano es irreductible a ese mundo, pues con él aparece una dimensión temporal de irreversibilidad: cada ser humano, al tiempo que obedece las leyes generales de su especie, es un individuo absolutamente único, con un momento en que entra en la vida y otro momento en que sale de ella, según un movimiento de sentido único. Entre estos dos mundos hay solución de continuidad; la práctica no es una simple concreción de la teoría, sino un mundo aparte, que obedece sus propias leyes.

Cualquier reducción de este dualismo a un monismo, del tipo que sea, resulta nefasta. Bajtin se sitúa pues en contra del monismo subjetivista, aquel que negaría la posibilidad de un conocimiento objetivo del mundo. Pero mantiene un combate todavía mayor contra el otro monismo, el que ignora la unicidad e irreversibilidad de la existencia humana: el monismo teorético o positivista de la ciencia contemporánea. La ciencia es legítima, pero hay que defenderse de su imperialismo: fuera de su dominio queda, entre otras cosas, todo el ámbito de la moral. El acto moral sólo existe asumido por un individuo; ni el más verdadero de los razonamientos podría producirlo. La razón y el conocimiento pueden conducir indiferentemente al bien o al mal. Pero esto quiere decir también que, en el mismo conocimiento del hombre, se debe tomar en cuenta lo que es específicamente humano, y no sólo aquello que permite asimilar al hombre al resto del universo. Es imposible reducir las personas a cosas, y por tanto también reducir las ciencias humanas a las ciencias de la naturaleza. El reconocimiento de esta especificidad no significa tomar ninguna opción oscurantista, ni hacer ningún alegato a favor de la irracionalidad: se puede conocer el lenguaje sin tener que pagar el precio de la obliteración de su identidad.

La concepción del lenguaje que informa las investigaciones contemporáneas de los formalistas se resiente, en opinión de Bajtin, de un olvido de esta dualidad. El lenguaje, y las obras de lenguaje, posee un carácter objetivo, material, que se puede y se debe conocer. Pero el lenguaje no es sólo un producto, es también un acto; no sólo cosa, es también hecho. No podemos ermitirnos ignorar este aspecto interactivo del habla, su aspecto de hecho único responsable de la existencia misma de los interlocutores; no podemos seguir reduciendo este aspecto a la mera presencia, en el interior del enunciado, de algunas «funciones» que pueden hacer referencia a los elementos del contexto. Nada podría marcar más claramente la oposición entre el modelo jakobsoniano del lenguaje y la concepción bajtiniana que la presencia, en Jakobson, de un elemento «contacto» y de la función que le corresponde, llamada «fática» e ilustrada con ejemplos tomados en préstamo a los usuarios del teléfono: «Oiga, ¿me oye? Diga, ¿me escucha?». El «contacto», podría responder Bajtin, no es una función entre otras, sino aquello que convierte el lenguaje en algo distinto de un código.

No creo que Bajtin escribiese el libro de Pavel Medvedev El método formal en los estudios literarios, aparecido en 1928 (traducción castellana en Alianza Editorial, Madrid, 1994); pero sí que las ideas que el autor expresa están inspiradas por Bajtin. Ahora bien, en este libro se encuentra una crítica del modelo jakobsoniano del lenguaje, tal como va a ofrecerse en 1960 (aunque es cierto que este texto cita al Jakobson de 1919). «En su interpretación los formalistas presuponen tácitamente una comunicación totalmente predeterminada e inmutable, y una transmisión también inmutable». Los formalistas, sugiere Medvedev, postulan dos individuos ya constituidos, A y B, y un mensaje X enviado, como si de un objeto se tratase, del uno al otro. En realidad, «no existe un mensaje cerrado X. El mensaje se forma en el proceso de comunicación entre A y B». En 1970 Bajtin retoma esta crítica en su propio nombre:

La semiótica se ocupa principalmente de la transmisión de un mensaje totalmente cerrado con ayuda de un código totalmente

cerrado. Pero, en el acto de habla vivo, los mensajes, hablando en propiedad, son creados por vez primera en el proceso de transmisión, y en el fondo no existe ningún código.

Lo que los formalistas ignoran es el lenguaje como acontecimiento/advenimiento (bytiesobytie), como la

aparición de lo que nunca existió anteriormente, y que establece una nueva configuración de los interlocutores.

La actitud de Bajtin hacia los formalistas no es, pues, totalmente negativa. Para todo lo referente al estudio de las formas lingüísticas, los trabajos de aquéllos (Eikhenbaum, Tynianov, Jakoubinski) le sirven de punto de partida. Pero les reprocha que ignoren otro aspecto del lenguaje no menos fundamental: la interacción de los individuos humanos. El diálogo, dirá Bajtin con Heidegger, pero sobre todo con Buber, es

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la condición misma del lenguaje. Por ello, cuando Bajtin abandone las especulaciones filosóficas para volver al análisis estilístico y a la historia literaria estudiará sobre todo novelas y no poemas. En poesía, el carácter dialógico del lenguaje queda diluido: el poeta habla del mundo (en el que también él está incluido), sin mostrar la interacción que opera en el lenguaje. El novelista, por el contrario, representa el diálogo: entre sus personajes, entre él mismo y su héroe. Pero «diluido» no quiere decir erradicado; y, en el análisis textual que se encuentra en La filosofía del acto, Bajtin muestra cómo, en un poema de Pushkin, se puede distinguir entre la voz del héroe, la de la heroína y la del propio poeta.

El empleo aquí de estos dos términos, monólogo y diálogo, exige que se tomen algunas precauciones. Por supuesto, en el sentido lato del término, todo lenguaje es diálogo, es decir, salida del individuo de sus propios límites. Toda producción lingüística se dirige a alguien, por más que se trate de un alguien múltiple, anónimo, ausente, o incluso de un desdoblamiento del enunciador. La misma lengua llega a cada uno de nosotros, los hombres, de otros hombres que nos han precedido; además, cada enunciado lleva en sí las marcas de enunciados anteriores y la previsión de enunciados venideros (lo que hoy denominamos intertextualidad). Sin embargo, resulta posible oponer monólogo y diálogo, entendidos de un modo más estrecho, por una parte, como acto de habla que ni espera ni suscita respuesta, y, por otra, como acto de habla que busca, y normalmente provoca, una respuesta. Por tanto, una teoría monológica del lenguaje será aquella que convierta en su objeto el enunciado lingüístico como tal; no ignora la función comunicativa del lenguaje, pero tampoco la problematiza. Una teoría dialógica del lenguaje asume como objeto la interacción de los individuos, y por tanto también su transformación en el transcurso de este proceso; el lenguaje no es ya un objeto que haya que disecar, sino el ingrediente de un acontecimiento único. En este sentido es reveladora la atención que Jakobson y Bajtin prestan a la poesía y a la novela respectivamente.

El arraigo del lenguaje en el presente, donde el código abstracto y la materialidad de los sonidos se transforman en acontecimiento único e irreversible, cuentan tanto a los ojos de Bajtin que jamás podría tornar esta pasión por el presente en culto al futuro. Cierto es que, al haberse quedado en Rusia, Bajtin comprobaría qué es lo que significa la promesa del futuro, constantemente evocada por el régimen: una forma de hacer aceptar la esclavitud. Ya no son posibles las ilusiones utópicas. En el mundo real en que habita el futuro se somete a la opresión presente. Bajtin escribirá en 1943:

El día de hoy se presenta siempre (cuando ejerce su violencia) como un servidor del futuro. Pero este futuro, en lugar de

liberar y transformar, continúa y perpetúa la opresión. Tanto el miedo como la esperanza que habitan el futuro permiten manipular a voluntad el presente, y por

esta razón son los instrumentos favoritos de la propaganda que rodea a Bajtin y a sus contemporáneos. En cambio, el arte verdadero nos libera de estos sentimientos y nos permite vivir en el presente.

¿Una misma discreción frente a la historia?

Jakobson y Bajtin reflexionan más sobre el lenguaje y la literatura que sobre los acontecimientos políticos, pero no se puede ignorar el contexto histórico en el que viven estos dos pensadores rusos del siglo xx, un contexto llamado régimen comunista. ¿Cómo reaccionan a las realidades históricas que enmarcan su vida? Jakobson se encuentra en Moscú en el momento de la revolución de Octubre. Pero la gravedad de los acontecimientos públicos no parece tener sobre él sino un efecto: empujarle a trabajar todavía más en el campo por el que tanto se interesa. En 1972 describe del siguiente modo sus reacciones en aquel momento:

Nos decíamos entonces: vivimos una época de grandes cambios, de vuelcos, de tumultos; debemos darnos prisa en terminar nuestros

estudios, nuestra investigación, mientras sea todavía posible, para estar intelectualmente bien pertrechados. Esto es todo lo que Jakobson dirá, en sus últimos años, de la revolución de Octubre. Sin embargo, si

retrocedemos hasta el momento de los hechos, veremos que, hacia 1918, empieza a participar del fervor ambiente; su posición está próxima a la de los artistas de vanguardia, que creen en la unidad de la revolución en todos los terrenos (algo de lo que da prueba precisamente el texto sobre el futurismo).

En 1920 Jakobson deja Rusia para ir a Checoslovaquia: es enrolado como intérprete en la misión de la Cruz Roja soviética en Praga, que se ocupa de la repatriación de los prisioneros de guerra rusos; más tarde, hasta finales de los años veinte, desempeña otras misiones para la embajada soviética. Los checos lo ven a menudo como un propagador del espíritu comunista; en realidad, Jakobson se sentía desgarrado entre su fidelidad a las ideas revolucionarias y su desesperación ante la realidad soviética. Pero jamás explicará en

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público cómo ni por qué decidió quedarse en Checoslovaquia y romper de este modo con su patria, que para entonces era ya la Unión Soviética. Y observa la misma extraordinaria discreción en lo que se refiere a la siguiente crisis política que le toca vivir a finales de los años treinta. En las diversas entrevistas concedidas durante el último decenio de su vida, Jakobson dijo que tuvo que abandonar su trabajo en Brno, quemar sus archivos, que llenaban dieciséis grandes cubos, ocultarse durante un mes en Praga, partir en abril de 1939 para Copenhague, instalarse de septiembre de 1939 a mayo de 1940 en Oslo, permanecer en 1940-1941 en Suecia, antes de subir al barco que le conduciría a los Estados Unidos en mayo de 1941. Como vemos, una vida muy movida, aunque retrospectivamente Jakobson se contente con decir: «La sucesión de medios científicos, de intereses y de consignas locales me permitieron formular de otro modo mis propias preguntas, ampliando también su alcance». Lo único que cuenta, en resumen, es la influencia de aquella tempestad política en la evolución de sus concepciones científicas.

En ningún momento, que yo sepa al menos, Jakobson explica la auténtica razón de estas persecuciones: su condición de judío. Jakobson procede de una familia judía laica y cosmopolita, y no parece que la especificidad judía haya tenido mucha importancia para él (que, por otra parte, se hará bautizar en la religión ortodoxa en 1936, apadrinado por uno de sus amigos «euroasiáticos»): sus orígenes, sugiere siempre, son los de un ruso, no los de un judío ruso. Sin embargo, en los años treinta el ascenso del nazismo hacía que un individuo no pudiese seguir ignorando, aun en el caso de que lo desease, sus orígenes judíos. Es lo que explica esta enigmática frase de los Dialogues de Jakobson: «Entonces comenzaron esos años en los que tuve que errar, sin casa ni hogar, de un país a otro». Que Jakobson nunca mencione su origen judío en el relato de estos años tumultuosos no puede pues explicarse sólo por su medio familiar; hay aquí un intento deliberado de poner entre paréntesis las contingencias de la vida. Jakobson dirige siempre resueltamente su mirada hacia la ciencia, sin permitir en torno a él ninguna interferencia con «los acontecimientos».

Su actitud hacia la ideología y el régimen comunistas en Rusia sorprende también por su extremada discreción. Jakobson se ocupa en diferentes ocasiones de la poesía de su amigo Maiakovski, futurista pero también cantor del poder soviético, sin apenas tomar partido en el debate político: ni glorifica ni denigra el régimen soviético. Las purgas y deportaciones que sacuden su antigua patria, especialmente en los años treinta, suscitan en él, en 1972, esta asombrosa litote: «Había allí [en la universidad de Moscú] toda una serie de personas muy dotadas, muchos de ellos desaparecieron en seguida, era una época agitada (burnoe)». Una de estas «personas dotadas» merece que nos detengamos un poco en ella. Se trata del filósofo Gustav Spet, el discípulo ruso de Husserl, a quien Jakobson, según confesión propia, estimaba mucho, y de quien afirma en la misma entrevista: «Era alguien muy próximo a mí». Pero cuando otro interlocutor le pregunta si Spet no desapareció más tarde con las purgas, Jakobson responde: «Así es, pero no estuvo en un campo de concentración. Todavía hay obras suyas que no han sido publicadas». Una vez más, se hace a un lado el destino histórico nada más reconocerlo, sólo las obras despiertan un interés duradero. Esta reacción es aún más sorprendente, debido a que el destino de Spet fue especialmente trágico: detenido una primera vez en marzo de 1935, fue condenado a cinco años de deportación; pero en octubre de 1937 se le detuvo de nuevo, esta vez en el lugar donde estaba deportado; sería fusilado por los órganos del NKVD el16 de noviembre de 1937.

Los amigos formalistas que quedaron en la Unión Soviética serán igualmente perseguidos, aunque ninguno de ellos conocerá un destino tan trágico como el de Spet. Se les obligará a dejar de escribir sobre literatura y a dedicarse al trabajo de edición de clásicos (Eikhenbaum, Tomachevski) o a la novela histórica (Sklovski, Tynianov). El fin del movimiento formalista fue provocado por una represión puramente administrativa. Pero, al evocar esta época, Jakobson presenta a los formalistas como responsables de su propio destino, pues habrían combatido, de igual a igual, a los escritores marxistas.

No me gustaba esta idea de una discusión entre lo que se llamaba el formalismo y lo que se llamaba el marxismo. No veía una antítesis entre los dos y pensaba que hacer de ello una polémica era completamente inútil, y hasta perjudicial.

De nuevo Jakobson se empeña en ignorar el contexto concreto en el que se desenvuelve este conflicto y

en hacer como si se tratase de un puro combate de ideas, de una confrontación de posiciones abstractas. Un gran afecto une a Jakobson a las dos muchachas de la familia Kogan, una familia judía amiga

parecida a la de los Jakobson; dos hermanas que pronto se harán célebres bajo los nombres de Elsa Triolet y de Lily Brik. Lily es la amiga de su camarada Maiakovski. Elsa es amiga suya; más tarde, ella le presentará a su marido Aragon, cuya amistad conservará igualmente el resto de su vida. Pero podemos recordar también que Elsa Triolet y Louis Aragon encarnaban, con mucho talento sin duda, la línea estalinista dura entre la intelligentsia francesa de los años de la postguerra. En ningún momento Jakobson expresará la

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menor reserva sobre estas posiciones políticas, aunque tampoco dirá que las apruebe; se contenta con referirse regularmente a la amistad que siente por la célebre pareja. No recuerdo estos hechos para reprochárselos, no sólo porque semejante actitud sería anacrónica, sino también porque ignoramos muchos elementos de unos contextos que cada vez son distintos. Ocurre más bien que de estas actitudes existenciales se desprende un modelo de comportamiento, una «figura en la alfombra », que contiene su propio mensaje. Para Jakobson, hay una nobleza de la ciencia que no deberían perturbar las contingencias biográficas. El saber y las ideas se sitúan en un mundo aparte, sin ninguna vinculación con las motivaciones de índole personal o política. El acto es, una vez más, cosa antes que acontecimiento.

En 1917 Bajtin está en la universidad -la de San Petersburgo y no, como en el caso de Jakobson, la de Moscú- y su primera reacción ante los sucesos revolucionarios no es muy diferente a la de éste: piensa más en sus estudios que en la tempestad política que se ha desencadenado a su alrededor. Cuando, en una entrevista que concede cincuenta años más tarde, su interlocutor le pregunta: «Entonces, ¿usted no asistía a los meetings?», responde: «No, no asistía a ellos, no, no. Me quedaba en casa, cuando las cosas se ponían calientes leía, me quedaba en la biblioteca». La política no le interesaba, no sentía ningún deseo de reflexionar sobre estos problemas. Pero además, desprovisto de la pasión por el futuro de Jakobson, no esperaba nada bueno de la revolución en marcha. Desaprobó, recuerda, la revolución de Febrero: creía que la monarquía estaba muerta, pero no se fiaba nada de los intelectuales agrupados en torno a Kerenski, y pensaba que la victoria sería irremediablemente de los elementos más extremistas, representados por los bolcheviques.

Una vez concluida la revolución, Bajtin, a diferencia de Jakobson, no participa en el nuevo régimen, y huye de la hambruna petersburguesa, primero a Nevel y más tarde a Vitebsk, donde se gana la vida mejor o peor, dando clases y conferencias; en una de las raras intervenciones públicas suyas de las que queda constancia, se le ve, en 1918, inquietarse por el olvido del pasado y de la religión. Pero, sobre todo, evita entrar demasiado en el mundo de los conflictos cotidianos; su pasatiempo favorito lo constituyen los paseos por los alrededores de Nevel, en medio de los lagos y los bosques, en compañía de sus amigos Youdina y Poumpianski, con quienes discute de arte y de teología, y a quienes expone la filosofía de Kant, de Cohen, de Rickert, de Cassirer -O la suya propia; terminan bautizando su lago favorito como «Lago de la realidad moral». Más tarde, Bajtin regresa a la antigua capital, llamada ahora Leningrado, donde continúa llevando una existencia marginal, sin empleo ni dirección fija, viviendo en casas de amigos, ganándose miserablemente la vida gracias a su pensión de invalidez y a las clases particulares; su mujer fabrica y vende juguetes rellenos de paja.

Así pues, en estos tiempos de entusiasmo colectivista y de agitación social, Bajtin trata de llevar una vida retirada, totalmente privada, «descomprometida», estaríamos tentados de decir. Podríamos aplicarle los términos de que se sirve para hablar de uno de sus amigos de la época, el escritor Constantin Vaguinov:

Era un hombre solitario, un hombre profundamente neutral, pero la vida entonces no era neutral. A decir verdad, no quedaba el

menor rincón neutral.

Quien no está con nosotros está contra nosotros: el poder soviético conservó de los Evangelios sólo esta fórmula militante. Bajtin frecuenta un grupo de personas religiosas que, al margen de cualquier institución oficial, debaten sobre cuestiones teológicas; esta relación será el pretexto para su detención en una fecha de gran importancia para un cristiano: el 24 de diciembre de 1928.

Según ha relatado Medvedev, en su primera declaración Bajtin, en una mezcla característica de humildad y de sinceridad orgullosa, describe así sus convicciones políticas: «Sin partido. Marxista revisionista, leal hacia el poder soviético. Creyente». No niega los hechos de que le acusan. y en el siguiente interrogatorio declara:

Esta actividad, la mía y la de mis amigos, era expresión de determinadas búsquedas intelectuales y de una inquietud

intelectual, nacidas de la necesidad de elaborar una visión del mundo nueva para nosotros, y que se adecuaría a la realidad social.

En julio de 1929 será condenado a cinco años de campo de concentración. Sin embargo, alegando su enfermedad (desde niño Bajtin padecía osteomielitis) y que, por tanto, los cinco años en Solovki equivalían a una condena de muerte, sus amigos Youdina y los Kagan obtuvieron, en febrero de 1930, una conmutación de la pena: Bajtin podía cumplir su pena en confinamiento, y no en un campo. Poco después parte con su mujer hacia el Kazajstan.

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Al contrario de lo ocurrido con Spet, y con otros muchos condenados, a Bajtin ya no lo molestarán más. La explicación de este destino relativamente clemente es doble (dejando al margen la enfermedad, que le ha favorecido: un castigo divino que dispensa del humano). Por una parte, Bajtin no tiene nada de rebelde, hace todo lo que se le pide, todo lo que le conviene hacer -en la vida de todos los días, pero también dentro de sus escritos. En prisión, más que a Kant lee a Hegel, precursor del marxismo según la óptica oficial, y establece relaciones corteses con su juez de instrucción. Después de haber cumplido su sentencia en el Kazajstán, donde trabajó como contable, obtuvo un puesto de enseñante en el instituto pedagógico de Saransk. Allí no duda en dar conferencias sobre temas tan poco controvertidos como «Lenin y Stalin sobre el espíritu de partido en literatura y en arte», sin dejar tampoco de añadir a su texto sobre Rabelais, a finales de los años treinta, y luego de nuevo hacia 1950, las referencias de rigor. Como dirá más tarde en una carta: «He introducido en el manuscrito muchas vulgaridades insoportables, de acuerdo con el espíritu de nuestro tiempo..., ¡ay!, había en él tantas huellas directas de culto de la personalidad...». Su libro sobre la novela de formación, parcialmente desaparecido, terminaba con un elogio del realismo socialista.

Por otra parte, Bajtin renuncia sistemáticamente a todo reconocimiento público; más aún, huye de él: esta estrategia, que neutraliza las envidias personales, se revela muy útil para sobrevivir en la Unión Soviética. Saransk, oscura capital de la república autónoma de Mordovia, no le parece un lugar lo suficientemente remoto, así que en 1937 abandona su trabajo y se refugia en la casa de campo de un amigo, en Savélovo, donde vive gracias a la ayuda de sus allegados. Durante la guerra enseña alemán en el centro de segunda enseñanza local. Después de la contienda vuelve a Saransk, y recupera su trabajo en la enseñanza, sin buscar ninguna promoción, e incluso rechazándola. No entra a formar parte de ninguna asociación, de ninguna academia. Como explicará más tarde a uno de sus admiradores, se trata de una opción:

Entienda usted, el filósofo debe ser nadie, porque si se convierte en alguien, empieza a adaptar su filosofía a la posición que

ocupa. Pero también es una prudente precaución. Bajtin no siente rencor hacia aquellos compatriotas suyos que

han fingido ser buenos estalinistas; en cambio, rompe toda relación con su hermano, que, emigrado en Inglaterra, se convirtió tardíamente al bolchevismo.

En sus escritos, incluso en aquellos destinados a permanecer inéditos, Bajtin no ataca nunca directamente al régimen. Es probable, sin embargo, que su elogio de la cultura popular (y carnavalesca), por oposición a la monolítica cultura oficial, haya sido concebido como una protesta contra el dogmatismo a mbiente; ésta es, en cualquier caso, la forma en que su libro sobre Rabelais será interpretado en la Unión Soviética después de su publicación. Lo que sorprende hoy al lector de Bajtin, un hombre cuya vida adulta transcurrió en su totalidad bajo el régimen soviético, no es su antisovietismo, mejor o peor disimulado, sino la simple ausencia de este tipo de problemas, la ausencia tanto del pro como del contra. Bajtin escribe como si la revolución de Octubre no hubiese ocurrido nunca. El ciudadano Bajtin es perfectamente «leal»; el pensador es un hombre libre. Tal es la «figura en la alfombra» de la existencia bajtiniana, encarnación extrema de una de las vías que se le abren al individuo en el Estado comunista.

Dos personalidades en contradicción con su obra Por mucha que sea la fuerza de las circunstancias históricas, cada individuo elige su destino. ¿Pero quiere esto decir que, como parece recomendar el primer texto publicado de Bajtin, como quieren también pensar muchos admiradores de Bajtin, el recorrido personal y la obra emiten el mismo mensaje? ¿La obra es siempre un reflejo de la vida, la vida es necesariamente una realización del programa contenido en la obra? ¿Acaso no desempeñará una de ellas un papel complementario respecto a la otra: el de compensación, el de contraste indispensable? La pregunta cobra todo su sentido en los casos de Bajtin y Jakobson debido a que uno y otro eran teóricos del lenguaje, es decir, de una actividad que todo el mundo practica; aunque la teoría de uno culminara en el estudio del diálogo, y la del otro en el de los monólogos.

En un relato breve titulado La vida privada (1892), Henry James sitúa frente a frente a dos hombres de letras. Uno de ellos, CIare Vawdrey, es un escritor de gran calidad, cuyas obras revelan mundos desconocidos; pero, en sociedad, es una compañía superficial e insulsa –hasta el punto de que cabe preguntarse si quien escribe y quien vive es la misma persona. El otro, lord Mellifont, es un interlocutor profundo y apasionante, pero su elocuencia no lleva nunca a la creación de ninguna obra; es más, resulta imposible observarle cuando está solo, como si sólo existiera en compañía de otros. CIare Vawdrey es dos

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personas, lord Mellifont ni siquiera llega a ser una; la vida no ilustra la obra en ninguno de ellos, del mismo modo que tampoco sus obras reflejan sus vidas. ¿Resulta esto aplicable a nuestros personajes?

En los inicios de su vida pública, tanto Bajtin como Jakobson viven intensamente la experiencia de los «círculos». El primer círculo del que Bajtin forma parte se reúne en San Petersburgo en 1911-1912, impulsado por su hermano; este círculo se llama Omphalos, es decir, «ombligo», y agrupa a un puñado de jóvenes que se proponen enunciar lo absurdo en el tono más serio, apoyándolo con argumentos científicos o filosóficos. Más tarde, como ya hemos visto, los círculos se constituyen en torno a él, primero en Nevel y después en Vitebsk; el mismo ambiente se vuelve a dar en Leningrado, donde Bajtin forma parte de diversos «salones», llevando al mismo tiempo una intensa vida intelectual con sus cómplices Medvedev, Volochinov, Pumpianski, Vaguinov, etc. Sin embargo, a lo largo de su vida, Bajtin se nos aparece sobre todo como un gran solitario.

En condiciones ideales, el diálogo implica que los interlocutores poseen un estatus similar y reversible: yo hablo y tú escuchas, pero a continuación soy yo el que escucho mientras tú hablas. Pero nunca parecen darse las condiciones para que Bajtin pueda practicar ese diálogo; no, al menos, tras la separación de su hermano y de Kagan (en 1920): es sobre todo Bajtin quien habla, y los demás escuchan. Su superioridad filosófica es demasiado aplastante para que exista realmente diálogo: guía a sus amigos, pero nunca es guiado por ellos; inspira a esos amigos libros, artículos o simplemente reflexiones, pero éstos nunca le inspiran a él sino del modo más superficial. Incluso cuando se dirige a una audiencia muy pequeña, Bajtin habla como si estuviese en un anfiteatro; no se interesa por la identidad de sus alumnos. Con mayor razón cuando da clases a miles de estudiantes en Saransk, o cuando se dirige a un público de obreros en conferencias de vulgarización celebradas en fábricas: nunca se compromete en un diálogo merecedor de tal nombre.

Los libros inspirados por Bajtin y publicados por sus amigos Volochinov y Medvedev no ilustran tampoco la idea de diálogo, sino más bien la de dialéctica (poco estimada por Bajtin), con sus momentos de tesis, antítesis y síntesis. Estos tres libros están construidos según el mismo modelo retórico: se oponen (sin que haya un diálogo real entre ellas) dos escuelas de pensamiento muy diferentes, y se muestran las insuficiencias de una y otra. El freudianismo (1927) opone el materialismo «a la Pavlov» al «idealismo» de los freudianos; El método formal en los estudios literarios (1928) pone espalda con espalda sociologismo y formalismo; Marxismo y filosofía del lenguaje (1929) arbitra el conflicto entre subjetivistas (Vossler) y objetivistas (Saussure). Pero, en cada ocasión, el discurso del autor se sitúa en un nivel superior a aquél en que se produce el debate (que por lo demás es más bien un combate): sus dos protagonistas están equivocados, mientras que el autor está en posesión de la verdad, y no hay nadie que se sitúe en el mismo plano que él. Los escritos firmados por Bajtin tampoco se caracterizan por una atmósfera especialmente dialógica, en el sentido fuerte del término: después de haber interpretado los trabajos de sus predecesores como otros tantos peldaños que conducen a su posición, Bajtin expone con mucha seguridad su interpretación de la obra de Dostoievski o de Rabelais.

La persistencia de los puntos de vista profesados por Bajtin entre 1925 y 1975 es otro indicio de que las opiniones de los demás no influyen mucho en su pensamiento. En su mismo trabajo le interesan muy poco los efectos que puedan tener sus ideas, y por tanto tampoco le interesa publicarlas; lo más importante es lo que está en juego entre él y la página en blanco que tiene ante sí. Esta es la razón de que la mayoría de sus borradores hayan quedado sin concluir: ¿por qué desarrollar las ideas si nunca van a ser comunicadas? Su simple formulación basta. Cuando se entera de que su texto sobre Rabelais no va a ser publicado, se contenta con encogerse de hombros: no será él quien vaya a pelearse con los redactores de Moscú, esos pilares de la ortodoxia. Kozhinov consigue la publicación de la obra casi contra la voluntad de su autor; él es también el responsable del desciframiento y de la publicación de otros varios manuscritos de Bajtin, que éste abandona pasivamente poco después de haberlos redactado.

Bajtin no busca más el diálogo en la vida de todos los días que en sus libros. El y su mujer Elena forman una pareja muy unida (se casan en 1921, ella muere en 1971; no se separan más que durante el encarcelamiento de Mijail; cuando uno de ellos es hospitalizado, el otro se instala a su lado); pero, de repente, Bajtin puede prescindir de todos los demás. No contesta el teléfono, no le gusta escribir cartas; en sus relaciones personales permanece siempre, según todos los testimonios, formal y distante. A partir de 1961 acepta encontrarse con sus admiradores de la nueva generación, que le presenta Kozhinov. Pero la primera vez que se manifiestan sufre una gran perturbación: se ha acostumbrado a la vida tranquila y anónima; ¿es realmente necesario cambiar de nuevo y aceptar desempeñar un papel público? No bebe alcohol (consume en cambio té fuerte y gran cantidad de cigarrillos) y no le gusta el ambiente de falsa

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familiaridad y de charlatanería incontrolable que se crea entre bebedores; si se niega a entrar en la Unión de Escritores, es por miedo a ver que los otros escritores desembarcan regularmente en su casa con intención de emborracharse. Quien, en Rabelais, se convierte en cantor de lo carnavalesco y de la vida carnal, es un inválido y un asceta; quien, en Dostoíevskí, hace el elogio del diálogo, es un hombre al que le repugnan los contactos humanos.

La elección de esta forma de vida no deriva de una toma de postura doctrinal. Está condicionada, parece, por dos factores externos: la enfermedad física (la osteomielitis) y la enfermedad social (el estalinismo). La primera le salva quizá la vida, pero le condena a la inmovilidad y a la dependencia; la segunda destruye un tejido social que no se reconstruirá jamás. Hasta el momento de su detención, Bajtin tiene amistades intensas; los treinta años siguientes, durante los cuales debe volverse, como dice el proverbio ruso, «más silencioso que el agua, más bajo que la hierba», no se prestan mucho a la confianza ni al intercambio creativo. Luego es ya demasiado tarde: Bajtin no acepta sino con mucha desgana abandonar su condición de eremita.

También Jakobson comienza su vida pública en los círculos, y especialmente en aquel que fundara en 1915: el círculo lingüístico de Moscú. Esta forma de contacto y de trabajo en común le agrada tanto que contribuye a crear otro círculo en Praga al ir allí en 1920. Incluso cuando los círculos ya no existen, sigue favoreciendo la colaboración; existen numerosos extos firmados por Jakobson y otro autor: Tynianov, Bogatyrev, Halle, LéviStrauss y otros muchos menos célebres. Su colaboración con Troubetzkoy está en el origen de la fonología moderna. ¿Qué circunstancias propician estas colaboraciones? Volvamos a los recuerdos de Jakobson. Su primer ídolo, recordémoslo, fue Khlebnikov. Acaba de conocerle, sus relaciones son todavía formales. Pero los dos deciden pasar juntos la noche de fin de año en la célebre taberna literaria de San Petersburgo «El perro vagabundo».

Allí es donde conocí realmente a Khlebnikov: bebiendo un vaso tras otro, empezó a mostrarse mucho más abierto. Sin embargo, este método no se reserva sólo para los poetas admirados: Jakobson no tiene una gran

estima por Marinetti, figura principal del futurismo italiano, «pero en cualquier caso íbamos a beber juntos». Es igualmente testigo del nacimiento del Opoyaz, núcleo petersburgués del formalismo:

Fue en casa de Brik, una cena con blinis y vodka, y se discutió qué podíamos hacer para vernos y para intensificar nuestra

búsqueda. De creer en los recuerdos de Jakobson, el éxito del círculo lingüístico hay que atribuirlo únicamente al

hecho de que las discusiones salían de las aulas de la universidad para prolongarse en las tabernas: Entonces decidimos, y yo insistí especialmente en ello, trasladarnos al café, a una de las salas de atrás. Nos instalábamos allá,

unos tomaban un vaso de aguardiente o café, los otros cerveza o una jarra de vino... Esto era muy importante.

Ya en Nueva York Jakobson enseña en la escuela libre de estudios superiores, donde conoce a Lévi-Strauss.

Después de las conferencias, las suyas, a las que yo asistía, o las mías, a las que Claude venía, nos íbamos a algún bar, donde

seguíamos discutiendo. Teníamos más tiempo del que tenemos ahora, y también más energía... Hasta podría dar los nombres de aquellos bares de Nueva York en los que discutíamos de aquellos temas.

Quienes conocieron a Jakobson podrían continuar con esa enumeración. Sin embargo, no era ningún

alcohólico; la bebida servía sólo de complemento a la sociabilidad que él apreciaba tanto. ¿Era realmente diálogo lo que practicaba? El mismo Jakobson dice, al final de una de sus entrevistas:

«Prefiero el diálogo al monólogo, incluso en el terreno científico», y añade: «Estoy siempre a favor de la cooperación, creo que el trabajo colectivo es la mejor forma de trabajo». Por otra parte, el libro que bajo el título de Dialogues publicó en colaboración con su mujer Krystyna Pomorska, se parece a esos diálogos platónicos tardíos en que el discípulo admirador se contenta con lanzar de vez en cuando un: «¡Qué razón tienes, Sócrates!» Yo diría que la forma de diálogo que caracterizaba a Jakobson era la del contagio. Tenía un don especial, el de hacer que los demás compartieran su entusiasmo; cuando él estaba presente, el objeto de su interés -aunque se tratase de las estructuras métricas de la poesía checa del siglo XIV- no podía dejar de parecerte el más apasionante del mundo. Más que a una crítica recíproca, hacía un llamamiento irresistible a la colaboración. Esta

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apelación ejercía un efecto halagador sobre todos nosotros, que eramos más jóvenes y menos célebres que Jakobson; nos trataba siempre como a sus iguales, capaces de la misma pasión de conocimiento -de este modo nos elevaba hasta su altura. Tal fue el sentimiento que experimenté en 1964, cuando, siendo un estudiante búlgaro recién llegado a París, me acerqué a él por primera vez. Isaiah Berlin, que no era tan ingenuo, dice de Jakobson:

Cuando uno estaba en su compañía se sentía como en una curva ascendente, más inteligente, más sensible, más interesante de

lo que era o podía ser en realidad. La palabra que se impone a todos, cuando tratan de describir sus contactos personales con Jakobson en el

terreno de la inteligencia, es «generosidad». Jakobson no se contentaba con provocar el entusiasmo de los demás por lo que a él le apasionaba: él mismo,

hasta el final de su vida, fue también capaz de descubrir entusiasmos nuevos. A menudo recordaba el hechizo que sobre él ejercieron dos personalidades fuera de serie, Nicolas Troubetzkoy y Claude Lévi-Strauss, pero su admiración y su generosidad no se limitaban a aquellos que él consideraba genios, ni a quienes le premiaron con su amistad. El caso de Bajtin, precisamente, es de lo más significativo. Como hemos visto, los dos hombres no se encontraron nunca, pero el libro de Medvedev, inspirado por Bajtin, es muy crítico hacia jakobson. Sin embargo, a él fundamentalmente hay que atribuirle la resurrección espiritual de Bajtin en Rusia. En efecto, desde 1956, el año de su primer regreso a Moscú, Jakobson habla a los jóvenes sabios rusos que se reúnen en torno a él de los mejores trabajos de años anteriores, olvidados por entonces; el libro de Bajtin sobre Dostoievski es uno de ellos. Entre quienes le escuchan se encuentra precisamente Kozhinov, que pronto se convertirá en el artífice eficaz de esta resurrección rusa. Más tarde (pero siempre antes de que llegue el nuevo momento de gloria de Bajtin) Jakobson no dejará de referirse elogiosamente a su obra, aunque la imagen que de él da se parezca más a su autor que a su objeto: «Para Bajtin» -escribe en 1976- «en la estructura del lenguaje todos los conceptos fundamentales forman un sistema inconmovible, constituido por pares indisolubles y solidarios».

Cuando hoy se habla de Jakobson, es obligado ceñirse al contenido de sus publicaciones, a las tesis por él defendidas en esta o aquella ocasión. Me pregunto si al actuar de este modo no estaremos perdiéndonos una parte esencial de su mensaje. Cuando le pedían que caracterizase el trabajo de sus amigos de juventud, los formalistas, nunca se contentaba con identificar tal o cual tesis concreta, sino que decía que no tenían doctrina ni método, sino una gran libertad de espíritu, la capacidad de abrirse a lo nuevo; su idea central era «la prohibición del dogma». Del mismo modo, lo que caracteriza la contribución de Jakobson es menos, creo yo, esta o aquella afirmación que su rechazo radical de la pedantería (por esa razón a los representantes oficiales de la ciencia académica les costaba tanto reconocerse en esta especie de bohemio entusiasta) y su desprecio por las fronteras convencionales entre las disciplinas (le resultaba indiferente saber si trabajaba dentro del marco de la lingüística o de la poética, de la antropología o de la psicología). Como bien dijo Victor Weisskopf, uno de sus colegas en el Massachusetts Institute of Technology:

Su alma irradiaba amistad y amor con tal fuerza que todos vivíamos en su compañía de manera más intensa. Esto nos impone un deber a todos los que conocimos al hombre, y no sólo la obra. Todo ocurría como si en

su vida hubiese tanta intersubjetividad que no sintiese la necesidad de introducirla en su teoría; pero el lector de hoy y de mañana podría ignorar la parte no codificada de su mensaje. Hay que transmitir a los lectores del futuro esta parte esencial de Jakobson, que aparece sólo en el margen de sus textos, pero que era fundamental en su vida.

El ciego y el paralítico

La vida de Jakobson -dialógica, interactiva, totalmente volcada hacia los otros- completa felizmente su concepción monológica y cosificante del lenguaje y de la literatura. La teoría dialógica de Bajtin compensa e ilumina su vida de aislamiento, desprovista, a partir de cierto momento, de comunicación fecunda con el otro. Podemos ahora volver a la anécdota que nos ha servido de punto de partida, la del encuentro fallido entre Bajtin y Jakobson. Si Bajtin hubiese realmente actuado por los motivos que le atribuye Kozhinov -su falta de aprecio por los formalistas-, hubiese contrariado gravemente sus propios principios: el individuo vive en el tiempo; cada uno de sus actos es único e irreversible; no puede ser reducido a ninguna ideología profesada en algún momento del pasado. Hubiese sido tanto como afirmar el acabamiento del hombre mientras aún está vivo, su reducción a lo que en él hay de reiterable. Es preciso subrayar, sin embargo, que no es Bajtin quien proporciona este motivo, sino Kozhinov, a quien no le gusta acordarse de lo que debe a Jakobson, y cuyas recientes declaraciones antisemitas permiten conjeturar que su hostilidad se alimenta de

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más de una fuente. En cuanto a Bajtin, no sólo evitó encontrarse con Jakobson, sino también con cualquier extraño, con cualquier desconocido: traumatizado y deformado por su vida bajo la dictadura comunista, le espantaba cualquier nuevo encuentro, cualquier intrusión en su existencia de eremita. Esta es la razón de que finalmente no lograse satisfacer su propia exigencia, la de una unidad responsable entre obra y vida.

Mijail Bajtin era un inválido a quien le costaba mucho trabajo moverse. Roman Jakobson tenía problemas de vista. Sin embargo, estos dos grandes pensadores aún podrán guiarnos hacia (y en) el milenio que se acerca, sobre todo si se acepta que el ciego y el paralítico unan sus fuerzas, el vidente conducido por el válido, el teórico del diálogo complementado por quien practica éste. Pero para ello hemos de admitir que también el destino vivido crea sentido.