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BIBLIOTECA DE AUTORES PANAMEÑOS

JULIO B . SOSA

Tu SOLAEN MI V1111

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TU SOLA EN MI VIDA

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BIBLIOTECA DE AUTORES PANAMEÑOS

JULIO B . SOSA

TU SOLAEN MI VIDA

NOVELA

PRIMER PREMIO DE PANAMÁ PARA ELCONCURSO DE NOVELAS LATINOAMERICANAS DE 1941

QUINTA EDICION

CULTURAL PANAMEÑA, 1 . 1 .

PANAMÁ1971

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QUINTA EDICION : Julio de 1971

Derechos literarios registrados .© Cultural Panameña, 5 . A .

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Bajo el último resplandor de las estrellas elmar tranquilo y rumoroso, entonaba con el vaivénde sus olas una canción a la ciudad dormida. Enlos días de verano, cuando la temperatura eracálida y agradable, las calles abandonaban sustristezas evocadoras de cosas viejas y perdidas .Los amplios ventanales cubiertos de jazmines ycundeantores, se abrían a la claridad rutilante dela luna, y a la hora en que el sereno daba el toquede queda vagaban los bohemios errabundos y losempedernidos trasnochadores, ofreciendo serena-tas. Sin embargo, no eran todas las rejas florecidaslas que aceptaban la dulce melodía de una trova ;porque en algunas de ellas parecía detenerlo, unasveces el puesto que las dueñas ocupaban en lasociedad y otras, el velo de misterio que las cubría .

Corrían entonces vientos de intranquilidad po-lítica. La vida angustiosa que se vivía por lasfrecuentes asonadas, daba a la ciudad un aspectograve y desolado. Sólo los domingos cobraba unafisonomía resplandeciente, sobre todo la Plaza,con motivo de las misas celebradas en la Catedrala las cuales asistía lo más selecto de la aristocrá-tica sociedad que conservaba aún la devoción porlos linajes coloniales .

La Plaza, situada frente al Cabildo, estaba di-

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vidida en dos partes por la Calle de las Monjas .En una de sus aceras se levantaba, elocuente ymagnífica, la soberbia Catedral, con sus dos torresadustas que fueron testigos mudos de las gloriascastellanas . El polvo de los años, no logró mudar-las de traje : siempre conservaba esas paredesdesteñidas por la lluvia y por el sol . Su geniocontinuaba inalterable, ajeno al dolor del tiempo,al peso duro de la edad ; era ese gesto que siempretrató de evitar el mariposeo de la alegría y lasonrisa ante el tráfago mundano de la civilización .Las viejas torres de conchas nacaradas que con-templaban los espectáculos populares de antañoen la Plaza con motivo de las recepciones a losgobernantes ; del nacimiento de un heredero a lacorona, primero, y después para celebrar la ascen-sión al poder de un Presidente de Colombia ; delmatrimonio de una damita de la aristocracia ; delas festividades religiosas ; parecían guardar invio-lables, el perfume de esos actos y mascaradas, enque se mezclaron los claveles con el peinetónandaluz, la clásica mantilla con el reluciente zapa-tito de charol, la chaqueta nítida y el pollerínfloreado con los calzones militares y las charre-teras refulgentes de un capitán noble y pundo-noroso.

Aunque muchas de las costumbres del tiempode la colonia fueron olvidadas y los trajes sufrie-ron transformaciones, y la vida misma de la so-ciedad se hizo más agitada, la Catedral continuócon su porte señorial de enigmático prestigio queno se destruyó jamás ; porque la ola turbulenta delas revoluciones no pudo cambiar la fe glorifican-te que probó los mejores días de la colonia, y por-que su vivir fue un ritmo fino y delicado queengarzó con el brillo de sus torres y la vibracióngemidora de sus campanas .

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Diagonal a la iglesia, se levantaba el Cabildo,construido de dos plantas, con amplios corredoresde arcadas. Era un edificio de cal y canto, en cuyaparte baja se aglomeraba el público para gozarde las fiestas que celebraban en la plaza . Raraseran las veces que las procesiones religiosas, losbrillantes desfiles militares, o bien la ejecución dereos convictos que se verificaba siempre en horasde la madrugada, dejaban de atraer numerosa con-currencia .

De las tres calles transversales que atravesabanla plaza, sólo una de ellas conservaba en su extre-mo, junto al mar, una animación perenne . Y eraporque en un cruce desde el cual se dominabana la vez los movimientos que se sucedían enel Cabildo y el ajetreo de los marineros en laplaya, existía la tienda de Guerrero, Chico Gue-rrero, como se le conocía en toda la ciudad, quefrecuentaban soldados y civiles, aristócratas ysirvientes, blancos y mulatos . Se llamaba «La Es-trella del Istmo» y gozaba de merecido prestigioen muchas leguas a la redonda .

La tienda se abría a las cuatro de la mañana .Guerrero tenía un banco de carne y con su afiladocuchillo y un hacha que blandía incesantemente,despachaba a la tropa de mulatos que acudía acomprar carne para la cocina de sus amos o quellevaban en sus viajes de regreso a los caseríoscercanos .

Una de las primeras en llegar era Sebastiana,vivaracha y pizpireta sirvienta del hogar de losOcampos, que desde que aparecía en la esquinacomenzaba a chillar :

-Dice mi amita que le mande tres libras depulpa y das de palomilla, señó Chico .

-A su tiempo, Chanita, a su tiempo - res-pondía sin inmutarse el carnicero . Porque Chico

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era hombre que sabía posesionarse de su papel,como si se tratara de un juez que, con la balanzaa la diestra y el cuchillo en ristre, se preparaba adictar una sentencia .

-¿Y tu ama qué desea? - inquiría a otracliente que miraba con paciencia la reparticiónde la res .

-Media libra de lomo de cinta y dos de pechode pepita. Hoy «tenemos» invitados y a ella legusta cocinar bien .

-¿Con que «tenemos», Serafina? - pregun-taba socarrón el carnicero .

-Da lo mismo, don Chico, y apúrese que nome gusta demorarme .

-Ve con Dios, mujer, y que te haga provechoel agasajo .

Y volvía a oírse el golpe del hacha quebrandohuesos, en medio de la barahúnda de sus clientes .De vez en cuando, un chillido daba a entenderlos rebencazos que algunos daban a la jauría deperros flacos y enfermos que se introducían pordebajo del banco, para coger los desperdicios quedescuidadamente Chico arrojaba al suelo. A vecesinterrumpía la faena para mirar de soslayo a algu-na devota que aprovechaba las misas de cinco enSan Felipe Neri . Pasaba ella sin determinarlo,embozado el rostro en rica mantilla y acompa-ñada de una negrita, hija tal vez del mayordomode la casa, que le llevaba la almohadilla del re-clinatorio .

Sin embargo, Chico Guerrero se cobraba todasesas indiferencias cuando pasaba Gabriela Ocam-po. Conocía de lejos su esbelta silueta, y al pocorato buscaba el pretexto de salir del banco, unasveces para mirar el cielo por si descubría señalde lluvia ; otras, para espantar los gozquejos quefastidiaban a la clientela . Por supuesto que se

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desprendía de delantal y cuchillo para rendirleel más devoto saludo a la gentil dama .

-Muy buenos días, niña Gabriela.-Buenos os los dé Dios, Chico .-Hoy le he mandado la pulpa más delicada

para que se tome un caldito bien jugoso .-Gracias, Chico, muchas gracias Y no me de-

more tanto a la muchacha, que buena pieza se trae- decía ella sonriéndole con indulgencia .

El carnicero no atinaba a responder más . De-masiado había hecho con abandonar por unosminutos la tienda, mientras los parroquianos es-peraban refunfuñando. El no hacía caso, embebidocomo estaba en la dicha efímera de unas palabrasdulces que no volvía a oír durante el día, y así sequedaba, hasta que ella desaparecía en la esquinadiagonal a la plaza de San Francisco .

Guerrero no se decidía entonces a seguirla,porque parecía vagar en alas de la quimera, hastaque lo despertaba de su ensueño el grito destem-plado de su mujer, la robusta Rudecinda, que conasombroso tino le arrojaba un pedazo de bofe ala cabeza .

-¿Qué haces ahí, grandísimo bribón? ¿Por quéestás plantado en media calle con tu cara de bobo,mientras la gente no tiene quien la despache? Al-guna carilimpieza estás preparando! Ven prontoa terminar con estos pobrecitos antes de que seacabe la carne.

-Ya voy, Chinda, no te sulfures, que la cosamarcha bien - respondía con voz melosa Gue-rrero .

La ciudad se llenaba de la luz difusa del ama-necer, y los faroles de vela de sebo iban apagán-dose. La carnicería se transformaba entonces entienda de comestibles, en donde se expendía alpúblico, desde los bollos de coco y de chicharrón

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hasta los bienmesabe y manjar blanco . Porque«La Estrella del Istmo» parecía una exposición deproductos interioranos . Los campesinos que ve-nían a la ciudad, ya en frágiles caracaballos oen famélicas bestias, llevaban sus productos a latienda del popular Chico . Allí tenían la ventajadel crédito y la facilidad del intercambio .

Rudecinda era la encargada de las cuentas, loque resultaba un negocio pingüe para los haberesde la casa. En un cuaderno grasoso y estrujado,llevaba una contabilidad peculiar . Los deudoresno comprendían por qué Chinda despachaba lascosas de manera tan rara :

-Aquí tienes, Ceferino, tu cuenta : Medio depan y de pan medio, es un rial . Un peso de rapa-dura y de rapadura un peso, son dos peso . Tusobrina Eufrasia llevó enenantes dos ríales decarbón de mangle y de carbón de mangle dos ria-les, son cuatro riales . Total, dieciséis riales ymedio. Y llévate de ñapa esta hoja de tabaco Bubíy un pañuelo colorao pa que tu mujer venga eldomingo a misa .

Pero las horas felices de Chico y Rudecindaeran las de la noche, porque la tienda se volvíaentonces una especie de club nocturno, donde sebebía y se jugaba en un ambiente caldeado dehumo y de licor. Allí se reunían el soldado yel oficial; el amo y el sirviente; el profesionaly el obrero; el aristócrata y el campesino, a co-mentar entre tragos de anisete y jugadas de malínlas intrigas políticas, los azares de la revolu-ción, los temas científicos o literarios, la vida dela sociedad tan llena de amarguras y de trage-dias. Los dueños se multiplicaban para atendera todos, y era de ver la satisfacción pintada ensus rostros, cuando un austero magistrado queperdía su seriedad en la tienda de Chico, les decía

lo

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una palabra amable . Para algo les servía al astu-cia y la simpatía que emanaba de sus corazonesafines .

«La Estrella del Istmo» era la gaceta popularde la sociedad . Allí se hilvanaban las más oscurashistorietas Y_ salían a la luz las más misteriosasaventuras .

Una noche, en momentos en que más amenaestaba la tertulia, porque los dueños habían apro-vechado la llegada de tres campesinos pacoreñospara brindar música criolla con una guitarra, unviolín y un tambor, se presentaron de improvisodos apuestos militares . Profundo conocedor de lajerarquía, porque él había servido en el EjércitoLibertador como simple voluntario, Chico com-prendió inmediatamente que se trataba de dosoficiales de alto rango .

«Ese general no es de aquí», pensó al minuto .Y cuadrándose con gesto de comicidad descon-

certante, los saludó, invitándolos a entrar . Rude-cinda, que observaba la maniobra, no demoró enpreparar una mesa a los recién llegados . El salónofrecía ahora un aspecto distinto . El mostradorque servía para despachar las mercancías, habíasido arrinconado y daba mayor espacio al local .Varias mesas y sillas de diferentes estilos, algunoscuadros pintorescos clavados con tachuelas en lapared y dos lámparas de aceite, completaban elarreglo .

Era medianoche y los clientes llegaban sin ce-sar. Los personajes formaban una mezcolanza devestuarios, entre los que se distinguían uniformesde soldados y trajes aristocráticos, vestidos demarineros y chingos de los campesinos . A todoslos unía el licor y el juego . Los oficiales escogieronuna mesa en un rincón, junto a la ocupada pordos negros aguateros que consumían los últimos

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reales que obtuvieron vendiendo agua por barrilesen toda la ciudad, y pidieron una botella de gine-bra y un juego de cartas .

Los músicos iniciaron una cumbia y la alegríavolvió a encenderse . Había llegado un grupo demuchachas que se dirigieron a ese sitio para pasarla noche, mientras llegaba el momento de regresara su pueblo, cuando apuntara la aurora y el cen-tinela abriera la Puerta de Tierra . Las parejas in-vadieron el recinto y los músicos se entusiasmaronmás que si les hubiesen doblado la ración de seco .En aquel sitio de locura parecía ofrecerse la pa-sión y la lujuria entre la abigarrada muchedum-bre. Cuando la música callaba, surgían el rumorde las discusiones, el choque de las copas, lasimprecaciones de los borrachos, las carcajadas deRudecinda. Las mujeres no parecían darse cuentadel erotismo que surgía como un brutal instinto .Ni gozaban ni se entristecían . Querían olvidar lashoras de espera, en medio del roce ardiente aque obligaba la poca capacidad del sitio .

De pronto apareció en el umbral de la puertaun nuevo personaje, como si hubiese sido envueltopor su sombra, porque Chico Guerrero, desde ellugar estratégico que ocupaba tenía la seguridadde ver el panorama que le rodeaba, para servirposiblemente de cómplice a sus clientes . Fueronmuchas las veces que los soldados escaparon desus superiores; que los contrabandistas burlaronla acción de la policía ; y aun los maridos que sesalvaron de los celos de sus esposas, para refu-giarse en los reservados que guardaba Chico enel patio, y en los que se tejieron muchas aventurasde amor y citas clandestinas .

-¡Daniel Montenegro! - dijo una voz en me-dio del silencio repentino que envolvió la tertulia .

El aludido se volvió serenamente hacia el sitio

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de donde partió su nombre y saludó con benevo-lencia. Rudecinda se acercó zalamera y le brindóun asiento que él ocupó cerca de los militares .Estos miraron sin interés al recién llegado, y con-tinuaron su partida de tuté .

Daniel pidió café tinto y como estaba solo,tuvo oportunidad de oír la charla de los vecinos .

-Ahora tiene por delante una bella perspec-tiva - murmuró uno de ellos con sonrisa ma-lévola .-No puede desear nada más, si ya tiene el

puesto más alto a que puede aspirar un militaren el istmo - respondió el otro.

-¿Pero de qué sirve que sea el Jefe Militarsi existe un Jefe Civil? Para satisfacer su ambicióntiene que adueñarse de este poder .-¿Ud. cree, mi General? No conoce aún el

pueblo istmeño . Después de la dictadura de Espi-nar, y en la forma como procedió el Coronel Al-zuru, no se imagine que las cosas son como Ud . lasquiera acomodar. Además . . .-No tiene necesidad de seguir creando obs-

táculos, Gonzalo - interrumpió el aludido- . Poreso no hemos logrado salir del anonimato .-¿No ha adquirido Ud . experiencia de los su-

cesos de Ecuador? - preguntó con desaliento elllamado Gonzalo.

-Bien sabe Ud. que hubo traición de unos ycobardía de otros .

-Exacto, ¿y no puede suceder aquí lo mismo?¿Quién confía en la pasividad del Prefecto PedroJiménez?

-Pero, ¿qué tenemos que ver con el Prefecto?- exclamó impetuoso el General, sin cuidarse delos parroquianos que le rodeaban .

-Si no fuera por él, Alzuru no tendría la Jefa-tura del Ejército .

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-No nos entendemos, Hinestroza - respondiocon impaciencia el militar-. ¡Ud, se imagina quesoy aquel que organiza un golpe y si fracasa seva de esta tierra y deja a los soldados que se ba-tan en el pantano!

-No puedo pensar eso, porque, en primerlugar, aquí faltan soldados .

-Lo que yo creo es que faltan corazones, miteniente .

Gonzalo hizo un gesto de asombro, y conser-vando su peculiar aplomo dijo :-Ud. está equivocado, General . Bien sabe que

siempre lo he seguido, aunque el camino esté eri-zado de peligros, pero usted está recién llegadodel Ecuador y no conoce la situación política delpaís .

-Perdóneme, Hinestroza, pero no he queridoofenderlo. Ud. tiene mucha razón en sus aprecia-ciones, y créame que mis palabras muchas vecesson fruto de mis desencantos y mis aprensiones .Sin embargo, cuando encuentro hombres de sutalla, me siento con fuerzas para emprender nue-vamente la conquista de lo que considero los idea-les perfectos .

-¿Se ha visto ya con el Coronel Alzuru?-Aún no. Mañana pienso ir a saludarlo .-Pues él le informará mejor que yo . A los

istmeños les gusta vivir en paz, pero una revo-lución son capaces de ahogarla en sangre si elloes necesario para conservar la tranquilidad delpaís. Los métodos pacíficos en esta tierra debenser el camino para conseguir muchas cosas .

-¿Entendiéndose con José Vallarino y los su-yos, por ejemplo?

-Creo que no. Ellos se han hecho dueños dela opinión pública, del clero, de la gente delarrabal .

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-¡Ya hubiese sido yo Alzuru para que me vi-niesen con imposiciones ! - exclamó iracundo elGeneral .

-Baje la voz General, que estamos rodeadosde civiles. El Ejército aquí no es árbitro, comoUd. lo piensa.

-¿Y quién protege entonces a esta casta?-El gobierno de Bogotá .Daniel Montenegro estaba asombrado. De vez

en cuando lanzaba una mirada de reojo a los mili-tares y volvía a servirse café . Ante él comenzabaa descubrirse una trama formidable para imponernuevamente la dictadura en su Patria . El espíritude la ambición empujaba a una caterva de extran-jeros perniciosos a sentar reales sobre una tierrahospitalaria y sin quererlo, él era testigo oportunoque tenía en sus manos el hilo de la conspiración .Los militares siguieron hablando sobre sus planeshasta que uno de ellos hizo un gesto de partiday se levantaron . Después de cubrir el valor de lasbebidas, se despidieron de los dueños .

Daniel se acercó entonces a Rudecinda, a quienconsideraba una mujer leal, y le inquirió con di-simulo :

-Rude, ¿quién es ese hombre de las charre-teras que estaba en aquel rincón?

-¿El que tiene patillas oscuras?-El mismo .-Ese es -respondió ella como un soplo-, el

general Luis Urdaneta. Llegó anoche del Ecuador .La mayor parte de los parroquianos se habían

ido. Los músicos habían guardado sus instrumen-tos, y algunos ebrios dormían sobre los bancos,mientras otros seguían con interés partidas demalín y de tute .

Daniel se despidió de Rudecinda y de Chico,y poniéndose el sombrero de copa, salió por la

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puerta principal y se perdió en la noche . Habíallegado de su hacienda en las horas de la tardey comprendió que necesitaba un alojamiento. Seacordó entonces de la casa de los Delvalles, pa-rientes lejanos que lo querían como un hijo, yen donde siempre tenía dispuesto un cuarto,y para no ser reconocido por los serenos, se em-bozó en su capa y tomó las veredas más oscuras .La casa quedaba en la Calle del Taller, no lejosde la tienda de Chico . Daniel cruzó por el patio,empujó la puerta que sólo estaba asegurada poruna piedra y entró .

En uno de los cuartos había luz. El se acercótemeroso de una sorpresa y llamó quedamente :

-¡Alicia, soy yo lA su voz corrió la muchacha hasta la estancia

semioscura y lo abrazó con hondo cariño .-Daniel, ¿por qué vienes tan de madrugada?El inventó cualquiera mentira y a la vez le in-

quirió como a una hermana :-Y tú, ¿a dónde vas tan linda y tan togada?-Ya sabes que nunca falto a la misa del padre

Gracián .-¿Y tío Arturo? ¿Y la tía Mariquita?-Dormidos como unos benditos. Voy a lla-

marlos .-No. Déjalos. Lo que quiero es una cama .-Ella siempre te espera - respondió Alicia

sonriéndole. Y le indicó la puerta, en el fondodel corredor.

Daniel entonces le tomó el rostro con sus ma-nos frías y le hizo una advertencia :

-No digas a nadie que he llegado .Ella se empinó para besarlo en la frente .-¡Loco! ¿Ya vienes otra vez con esas ideas

revolucionarias que tanto nos hacen sufrir? ¿Cuán-do entrarás en juicio?

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Alicia Delvalle tenía dieciocho años, y aunqueno era una mujer bonita, su rostro atrayente, susojos verdes, de un verde claro que no parecíadefinir nada, sus largas pestañas, su piel morena,satinada por el caliente sol de los trópicos, ledaban un encanto subyugador .

En la casa en donde vivía con su padre, donArturo y su tía Mariquita, hermana de aquél, quela crió cuando su madre la dejó de tres años,dejaba correr la vida escondiendo una quimeraque a ratos pugnaba por asomarse a sus ojos,delatándola. Era la casa de anchos aleros que cu-brían el portal de rústicas baldosas . Desde losamplios ventanales por donde penetraban las as-tromelias, se veía el mar, en lontananza, y la brisatraía a veces el perfume de los jazmines y mag-nolias que ella cultivaba con singular cariño enel patio de atrás . Muchas casas de la ciudad teníanpozos de brocal, pero el agua del que poseían losDelvalles tenía fama por ser la más delgada .Y las vecinas solicitaban diariamente el favor deir a sacarla, porque Alicia tenía el corazón abiertoa todos sin pensar en la gratitud .

Arturo Delvalle habla llegado a la ciudad hacíamás de treinta años, procedente de un pueblo me-tido en las montañas de Chiriquí, del cual norecordaba su nombre porque hubiera sido dolo-roso tener que asociarlo al de su madre que muriótísica de tanto lavar, y de su padre que no conociónunca porque ella no quiso revelarle el nombrepara que no llegara a odiarlo .

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Cuando llegó a la ciudad, sólo sabía leer y es-cribir, pero como era audaz de espíritu instalóuna escuela a donde acudió desde un principio unaveintena de niños pertenecientes a la clase aristo-crática, que era la única que podía costearse ellujo de una educación por rudimentaria que ellafuese. Los hogares en donde fructificaban las ideassantanderinas, encontraron una oportunidad quepara Delvalle fue propicia, porque en aquel en-tonces la instrucción era impartida por los reli-giosos .

El local donde el nuevo maestro daba las clasesera amplio y aireado. En el fondo había un patioadornado con botellas y en las horas de recreo, losniños se desvivían por caminar sobre ellas sinperder el equilibrio.

Una chiquilla de nueve años, sin embargo, nogustaba de los juegos infantiles . Prefería que elmaestro le contara cuentos de hadas, en los queuna bruja quiso destruir el romance de amorque tejieron un príncipe azul y la hija del rey .

Seis años pasaron y ese cariño inviolable quese formó sin que los corazones llegaran a evitar-lo, se fue transformando en amor. Cuando elpadre de Rebeca - que así se llamaba ella -quiso enviarla a un colegio de Santa Fe de Bo-gotá, al lado de unas tías, ella le confesó la tristeverdad . El entonces, iracundo, la internó en uncolegio de novicias de la ciudad, y los amigos reti-raron todos sus hijos, haciendo que el pobre maes-tro cerrara la escuela. Afortunadamente, Delvallehabía adquirido ciertos conocimientos de conta-bilidad, y como además tenía una letra muy clara,obtuvo una plaza en el establecimiento comercialde don Antonio Escobar, prometido oficial de laseñorita Ramona Urriola, considerada en aqueltiempo como la mujer más bella de Panamá .

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Sin embargo, ni Arturo ni Rebeca olvidaron sussueños de amor y sus ilusiones . Cuando ella cum-plió los tres años de noviciado y se vio libre, seescapó de la casa paterna y a escondidas se casócon el humilde ex-maestro de escuela, desafiandoel odio de su familia y el anatema de la sociedad .

La ciudad entera se estremeció de asombroante el hecho inaudito, y los aristócratas no laperdonaron jamás . Los padres la desheredarony cuando murieron, los bienes pasaron a poderde la iglesia .

Cinco años después, Rebeca murió dejando suúnica hija, Alicia ; entonces Arturo llamó a su her-mana Mariquita, quien vivía en un pueblo interio-rano, sin obligaciones que atender . Y así, ellasirvió de madre a la chiquilla, que dio al caseróntriste y desolado, la alegría de un rayo de sol .A los ocho años, ya sabía rezar y se aplicaba adirigir la casa con singular tino . Su padre llegabacansado del trabajo y ella le contaba entonceshistorietas de duendes y tuliviejas, que la tía Ma-riquita le enseñaba . Al viejo se le llenaban losojos de lágrimas porque él también supo contarhistorias inverosímiles, una vez que creía en elamor y pensaba que el infortunio no podía ajarsus esperanzas. Fue entonces cuando entró en suhogar Daniel Montenegro .

Hijo de un primo segundo de Rebeca, vivía enuna hacienda cercana a Bique, alejado de la vidaturbulenta de la ciudad . Cuando ocurrió la aven-tura de ella, el primo no fue suficientemente cruelpara condenarla . Por eso viéndose cercano a sumuerte, y temiendo que Daniel quedase sin apoyo,a pesar de su riqueza, escribió' una carta a Arturocomo pariente, encomendándole al niño .

Los muchachos crecieron juntos . Daniel eramayor cuatro años y desde un principio se cons-

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tituyó en su defensor. Pero vinieron otras épocasy él marchó a Bogotá, a seguir la carrera de leyes .Delvalle manejaba los intereses de aquél con acri-solada honradez, y jamás pensó distraer un solocentavo de la cuantiosa fortuna para mejorar suvida, no por él, que descendía ya por los erialesde la vejez, sino por Alicia que crecía sin amparo,ajena a una mano leal que le brindara sostén ya un corazón que llegara a comprenderla hastalo ¡límite .

Daniel no pudo permanecer muchos años en lalejana capital. Disgustado con la severa disciplinadel colegio, golpeó una vez a un profesor y fueexpulsado .

Emprendió entonces el regreso al Istmo y undía se presentó ante don Arturo con estas sencillaspalabras :

-Tío, yo no sirvo para meter pleitos .Daniel encontró la ciudad bastante transfor-

mada. En el lapso que duró su ausencia, habíacrecido, remozándose como una chicuela coqueta .Había más energía en sus calles, a pesar de quese vivía en una eterna aprensión por las frecuen-tes asonadas .

El servicio de cabotaje que las naves hacíancon los puertos del interior, daba a la bahía unaspecto jubiloso y pintoresco. En los primerosdías, Daniel se acostumbró a una existencia entrelos marineros y campesinos que comerciabancon los tenderos de la ciudad . Así conoció aChico Guerrero, y fue él quien más tarde le con .dujo en peregrinación de curiosidad, que con eltiempo debía de serle muy valiosa, por los barriosarrabaleros de Boyaín, Cantarrana y el nacientede Santa Ana, afuera de las murallas, que estabaformado por casuchas miserables apiñadas en tor-no a la iglesia .

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La sociedad era austera y tradicionalista . Peroel frecuente tránsito a través del Istmo traía sunatural rosario de lacras que se distinguían porlos crímenes misteriosos, las rivalidades entre elelemento maleante del extranjero y aun las prosti-tutas que gastaban su vida en la trágica muecade una risa o de un canto lleno de quejumbrosoacento .

Daniel había olvidado hasta los nombres delas calles . Chico tenía que enseñarle a veces tantascosa, que en su natural ignorancia se veía aturdidoe incapaz de responder satisfactoriamente .

-Esta es la casa del Prefecto . La gente diceque pronto lo van a botar porque el Gobierno noestá de acuerdo con él . Esta otra casa es la delDr. Blas Arosemena. Véalo allí conversando condon Agustín Tallaferro . ¿Lo conoce?

Daniel hacía un gesto de indiferencia porqueapenas recordaba los nombres de aquellos quefueron amigos de su padre. Más le interesaba elaspecto de la ciudad que el de las personas queChico, inútilmente, trataba de hacer resaltar porsus méritos.

-Mire allí enfrente con disimulo, que ahoritamismo no lo están observando. Aquél es el señorOcampo y su hija. Seguramente estaban visitandoa la niña Ramoncita porque son muy amigos delos Urriolas .

Esta vez Daniel no pudo disimular la curiosi-dad imprevista y volvió los ojos hacia el lugarindicado, en el preciso momento en que la mucha-cha lo contemplaba con un gesto raro, la niñamimada que se asombrara de ver por primera vezun nuevo personaje en la ciudad .

Poco después se acercó un coche y ella ayudóa su padre a subir . Los caballos, briosos, arran-caron calle abajo, saltando sobre las piedras y

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charcos de agua . Cuando pasó junto a Daniely a Chico, aquél miró hacia el interior con auda-cia y vio tan bella y tan sugestiva a la dama, conese traje de organza celeste y ese peinado quelucía su cabellera negra y abundante, que no pudoevitar una sonrisa y le preguntó al tendero :

-Chico, ¿cómo se llama la hija de Ocampo?-No me haga Ud. reír, don Daniel. Viene aho-

ra a hacerse el inocente .-Te juro, Chico, que no recuerdo su nombre .

¡Han pasado tantos años!-¿Está seguro? Ella es la niña Gabriela, una

de las más lindas y más buenas mujeres que hayen Panamá .

-Por supuesto que no le faltará novio .-¿Novio? ¡Ni lo piensa! Un tenientecito está

loco por ella.

-¡Pero ella no le hace caso!-Estás muy enterado de su vida, Chico - le

dijo Daniel dándole una palmada cariñosa enla espalda.

-Todo el mundo ve las cosas, don Daniel. Noprecisa ser adivino ni entremetido .

-Entonces no hay por qué envidiar la suertedel teniente ese de que me hablas .

Sin darse cuenta, habían llegado a la plazuelade Arsenal. Ya la tarde había caído y el mar co-menzaba a tornarse gris oscuro . Decidieron enton-ces continuar el paseo al día siguiente .

Cuando regresaron, Chico se metió en su tienday él volvió a casa, en donde Alicia lo esperabacon un refresco de granadilla .

En las noches, sentados en el portal, ella, don

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Arturo y la tía Mariquita, contaba sus aventurasde colegio hasta que al viejo se le cerraban losojos y la tía Mariquita comenzaba entonces a rezarel rosario.

Algunas veces llegaba don Manuel María deAyala y se enfrascaba con don Arturo en intermi-nables charlas políticas. Y aunque a Daniel jamásle había atraído ese tema, poco a poco fue co-nociendo las intrigas y traiciones que se tejíanal amparo de la pasividad istmeña .

Su alma, genuinamente rebelde, se desesperabaante la inutilidad de regenerar a los gobiernos, yAlicia tenía que calmarlo con dulces palabras queposeían el sortilegio de vencerlo .

-Algún día contaré yo con suficiente poderpara destruir las dictaduras e imponer el cum-plimiento de las leyes y afianzar las libertadesindividuales - decía a menudo.

Y fue aferrándose tanto a esa idea que él mis-mo se creó un pedestal de héroe, dispuesto a man-tenerla firme para cumplir sus promesas cuandofuere necesario .

Pero la vida de la ciudad pronto lo cansó . Enuna de las pocas veces que asistió a reunionessociales, conoció a Gabriela Ocampo . La ocasiónno era propicia para acercarse todo lo que él de-seaba, y cegado por uno de sus arranques, regresóa la casa con una firme determinación :

-Me voy mañana para la hacienda. He tenidohasta ahora muy abandonados mis campos .

El angosto y fangoso río Bique bordeaba losterrenos de Montenegro, la mayor parte de los cua-les permanecía virgen . Daniel encontró la casa enruinas, las cercas destrozadas, el ganado en estadosalvaje, y la servidumbre avivando eternas ren-cillas .

El primer día, desde lo alto de una de las co-

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Tinas que dominaban el valle, y que tenía, comoformidable muralla, el imponente cerro Cabra,cerró un momento los ojos como acostumbrabahacerlo antes de tomar una decisión vital .

Se imaginó surgir de entre los escombros dela casa paterna, un edificio de cal y canto, conamplios ventanales y techo de rojizas tejas, quefuera hogar y refugio, cofre confidente de todassus esperanzas y todos sus esfuerzos . Sobre esamisma colina se levantaría la casa; más allá arre-glaría el corral, para que en las mañanas frías delverano vinieran las vacas en busca de sus terneros .Sembraría extensos pastos, cubriría los montes dearroz, de maíz, de verduras, de caña. Instalaríaun trapiche, elaboraría guarapo, miel, azúcar . Lle-varla una vida solitaria, libre como la naturalezaque lo rodeaba .

Poco tiempo después, la hacienda parecía unacolmena. Daniel lo hacía todo : acarreaba materia-les, construía, sembraba, limpiaba los matorralesque antes amenazaban invadir los pastos, y en lasnoches, tenía aún ánimo para instruir a los sir-vientes y hacerlos hombres de bien .

A la ciudad bajaba en muy contadas ocasiones .Se hospedaba, como siempre, en casa de los Del-valles, pero siempre tenía un pretexto, como sifuera un chiquillo que fuese a cometer una trave-sura y no quisiera que lo sorprendiesen, de pasarpor la casa de Gabriela Ocampo, a la hora en queella salía al portal . Para su espíritu apegado a laagresividad de los campos, al silencio de los valles,a la soledad de las montañas, una sonrisa de ellasignificaba una promesa .

Por eso, cuando regresaba nuevamente a suhacienda, se sentía grande y miraba con orgullotoda la obra que él había hecho gracias a su energía y a su tenacidad .

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En las cercanías se hallaban las haciendas dedon Carlos Icaza y don Luis Lasso de la Vega, concuyas familias mantenía buenas relaciones . En lasépocas del invierno organizaban partidas de cazapor los cerros cercanos al Cabra, y aun invadíansus laderas habitadas por pumas y jaguares . A ve-ces se practicaba la costumbre de merendar en lospatios y durante las sobremesas, Daniel teníala oportunidad de obtener conocimientos acercade la- vida política del país y sus consecuenciasfuturas.

Con el advenimiento al poder de Alzuru, lasvisitas a la ciudad se hicieron menos frecuentes .Pero después de haber obtenido los hilos de laconspiración fraguada por Urdaneta en «La Estre-lla del Istmo», Daniel comenzó a comprender quedebía volver a sus antiguos viajes con más fre-cuencia que antes .

Alicia siguió con la costumbre de sentarse enel portal todas las tardes . A ratos le venía el per-fume delicado de las magnolias y sentía una triste-za infinita al recordar su soledad . La imagen deDaniel, quien la quería como hermana y a quienella quería como novio, flotaba con la ternura deuna ilusión que se teme acariciar porque se des-truye como pompa de jabón . Tres días antes ha-bían comenzado las fiestas del Corazón de María, yno dejaba de asistir a la misa de cinco en SanFrancisco, que el padre Gracián decía . Una madru-gada, lista para salir, envuelta en la mantilla queél le había regalado cuando regresó de Santa Fe,sintió un ruido extraño en la puerta que dabaal patio, y como sabía que sólo raras personasconocían esa entrada, sospechó en seguida que eraDaniel .

Y cuando estuvo en sus brazos y notó ciertainquietud en él, pensó con tristeza, que su llegada

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estaba dirigida hacia otros designios . Salió enton-ces a la calle solitaria, alumbrada por los farolesde luz tenue, para ocultar una lágrima que corríapor sus mejillas .

La lluvia que estuvo cayendo toda la nochelimpió las calles empedradas y salpicó las paredesblancas de las casas de adobe . No obstante el maltiempo, desde tempranas horas aguardaba, frenteal ancho portón del Arsenal, un grupo de civilesy militares al Coronel Juan Eligio Alzuru .

Los centinelas se paseaban con el rifle al hom-bro como si se tratara de una situación alarmanteen el país. Pero hacía pocos meses que el Gobiernode Espinar había caído, y soplaban malos vientosque auguraban la desaprobación de los hechosconsumados, por el Gobierno Central de Bogotá.

Sin embargo, durante el primer período de suadministración, Alzuru mantuvo una actitud res-petuosa y honrada. En el mes de mayo de 1831,lanzó una proclama concebida en los siguientestérminos :

«¡Soldados! Como ciudadanos aunados en de-fensa de la nación, vuestro primer deber es elsostenimiento de las libertades patrias garantiza-das por la Constitución. No permitáis que Colom-bia sea aherrojada por segunda vez con los grillosque supo despedazar con denuedo . ¡Ciudadanosy militares! Si la suerte me deparó la gloria desalvar de las garras de la ambición al mejor paísde América, debéis contar con mi espada paraafirmar los derechos sagrados que reconquistas-teis. Sea, pues, vuestra divisa "¡concordia, liber-tad, constitución) e integridad nacional!".»

Un suceso inoportuno vino a turbar la paz del

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Istmo. A raíz de haber fracasado en Ecuador ungolpe para derrocar al Presidente Flórez, los cabe-cillas, en su mayor parte venezolanos, fueron des-terrados del país, y encabezados por el GeneralLuis Urdaneta, buscaron refugio en Panamá .

Al llegar a ésta, encontró Urdaneta ejerciendoel mando al Coronel Alzuru, como resultado delgolpe del 21 de marzo de 1831, que despojó de élal General Espinar, golpe tras del cual se habíadedicado el propio Alzuru a la tarea muy laudablede volver al país al carril de la legalidad . El so-siego renació en los espíritus conturbados por losexcesos de la pasada administración, y la calmaasentó gradualmente su imperio .

Varios actos tendentes a restablecer en el te-rritorio las garantías para todos los ciudadanosy el orden en la administración, hicieron que pres-to se viera al mandatario rodeado de la confianzay de las simpatías populares . Los principales per-sonajes políticos del Istmo, muchos de los cualeslo habían empujado con su actitud a derrocar aEspinar, se prestaron a colaborar en el Gobiernocon su acción y sus consejos .

Iniciado bajo presagios tan halagüeños, el nue-vo Gobierno parecía destinado a conservar pormucho tiempo el beneplácito de la ciudadanía ist-meña. Pero la llegada de no menos de cuarentajefes y oficiales expulsados del Ecuador que ve-nían a acogerse al amparo de Alzuru, su coterrá-neo de armas, marcó el término a la actitud co-rrecta del Comandante General .

Urdaneta, después de la conversación que sos-tuvo con Hinestroza en «La Estrella del Istmo», sedio cuenta en seguida de la oportunidad que teníade obtener un alto puesto en el Gobierno . A pe-sar de la mala noche, madrugó más de lo ordinarioy fue de los primeros en llegar al fuerte .

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Era apuesto y elegante el General con su ves-tido de corte preciso que le daba una prestanciasugestiva. Ya en su frente joven brillaban los lau-reles de su campaña por la causa emancipadoraen la cual había tomado parte, en el levantamientode Huachi, que mantuvo libre a Guayaquil hastala llegada del General Sucre y de las fuerzas co-lombianas que concurrieron a la victoria de Pi-chincha. Durante la guerra entre Perú y Colombia,le tocó dirigir el combate de Saraguro que preparóla derrota de las armas peruanas en el Portete deTarquí. En esta acción se distinguió Alzuru, oficialde Numancia primero, y luego del famoso batallónYaguachi .

Urdaneta no esperó hacer turno y entró en elvestíbulo. Allí estaba su antiguo compañero dearmas, el Capitán de Ingenieros Francisco Araujo,quien lo tomó por el brazo y llevándolo de prisahacia la escalera, le dijo :

-El Coronel te espera. Hace pocos minutosque llegó .

Urdaneta entró inmediatamente a la estanciaque servía de despacho al Jefe Militar. En unrincón estaba su mesa, llena de papeles en des-orden. Allí trabajaba él incansablemente, porqueera un hombre que estudiaba las menores orde-nanzas y los detalles más minuciosos de los asun-tos nacionales . Cuando vio a Urdaneta, se separóde la mesa y salió a su encuentro .

-!Cómo deseaba verlo, mi General! - le dijotendiéndole la mano .

-Los deseos eran míos, mi querido Coronel .Pero el viaje, las ocupaciones, en fin, una serie decosas que a cada instante surgen, lo aprisionana uno más de lo que deseara .

Araujo se había retirado al llegar a la puerta,y los militares quedaron solos. Urdaneta tomó

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asiento frente a Alzuru . Este, con sus aquilinosojos, el rostro largo y pálido, el cabello recortado,con una rara inquietud que en vano trataba dedisimular. El General miraba a su amigo y lo viovencido. Se acomodó en la silla, y en su boca,se dibujó una mueca de señorial grandeza .

Alzuru se dio cuenta de los motivos que ro-deaban visita tan extemporánea, pero como en sualma se albergaban sentimientos eminentementepatrióticos, se asía a una leve esperanza de man-tener incólumes sus ideales, por los cuales luchóy triunfó contra José Domingo Espinar .

-Bueno, General -le dijo con voz tranqui-la-, y ¿qué le trae por aquí?

-Ud, debe suponerlo, mi Coronel . He fraca-sado una vez más en mi eterna lucha contra latiranía y vengo a refugiarme en este suelo en don-de se respira y en donde el Ejército es árbitro ya la vez defensor de los derechos ciudadanos .

-Sea Ud. bienvenido a este Istmo hospitala-rio, General, y créame, que bajo mi espada hallaráUd. tranquilidad para su espíritu y confianza parasu porvenir. Asimismo, hablaré mañana con elPrefecto para que le dispense todas las atencionesque merece por su jerarquía y le dé todas lasgarantías que ordena la Constitución .

-Quiere decir, Coronel Alzuru -respondióUrdaneta lentamente -, ¿que Ud. no es el máximoJefe del Istmo? ¿Qué papel desempeña luego elEjército?-Ud. ignora que aquí existe la separación de

los poderes, General .-Así, pues, ¿por qué luchó Ud. contra Espi-

nar? ¿Qué beneficio ha logrado al destruir unatiranía que estrangulaba al pueblo istmeño? ¿Ha-cia dónde marcha Ud. si se encuentra atado porsu idealismo?

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Un silencio siguió a estas palabras cargadas deviolencia. Alzuru respondió con tranquilidad estu-diada, porque se habla dado cuenta de que teníafrente a él a un hombre hábil y convincente .

-Yo no ambicionaba nada, General, para míni para los míos . El pueblo vino ciegamente yconfié a mi espada su salvación . Era una solavoluntad la que me seguía, la voluntad de un paísnoble y unido. ¿Qué podía responder yo a su im-ploración? ¿Qué podía hacer después para que secreyera en mis sanos propósitos y en mi lealtadde soldado a su servicio?

-Había surgido el caos, Coronel, y era precisouna mano de hierro para contener las pasiones yevitar las venganzas. Aún en las repúblicas másdemocráticas, se necesita muchas veces de unamano como ésa para no perder los frutos de lavictoria .

Alzuru se levantó de su asiento .-Ud. n o tiene razón -respondió-, Yo sólo

anhelo la paz y la felicidad para el Istmo, y si senecesita que yo me retire de la vida militar paraque ellas reinen, yo lo haré sinceramente, aunquesepa que ello me causa un gran dolor, porque esla carrera que siempre he amado sobre todas lascosas .

-No es necesario que ello suceda, porque Ud .sabe, tan bien como yo, que la fuerza de las armases la única garantía de los gobiernos . Por eso yocreo que el nombramiento de un Jefe Civil, fueun paso desacertado que pone en peligro la segu-ridad de las instituciones republicanas .

-Por lo menos, en ese instante, había que cal-mar la desconfianza del pueblo .

Urdaneta también se levantó .-Me asustan sus términos liberales, Coronel .

Yo conozco, tan bien como Ud . esas palabras, y

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créame que siento horror, verdadero horror porellas. Precisamente en Ecuador, Flórez mantieneuna dictadura y sin embargo su gobierno es civi-lista, sostenido por la traición, el engaño, el cri-men. Yo conozco tan bien como Ud . esas palabras,mi querido Coronel, y le aconsejo que no crea enellas, porque han sido desprestigiadas por estaAmérica que amamos tanto y por la cual hemosderramado tanta sangre hermana.

-Tiene Ud. razón .-No tiene necesidad de decírmelo, Coronel . Se

lo repito porque sé que Ud . está contagiado delidealismo fatal de los istmeños. Es el idealismorayano en fanatismo puro, que los hace estar en-cerrados en una concha atávica de la cual no quie-ren salir porque les hiere el sol de la civilización,la centella del progreso doctrinal .

Alzuru escuchaba a Urdaneta con los ojos cla-vados en el suelo. Al cabo, preguntó :

-¿Y los ideales de Bolívar? ¿Espera Ud. quese hundan en el caos como se hundió su vida?

-Los ideales estaban asentados en dos térmi-nos : paz y felicidad .

-¿Lo hemos, por ventura, conseguido?-Aún no, porque no existen. ¿Ha tenido Ud .

paz, siquiera en su corazón? ¿Ha disfrutado másde goces que de amarguras?

-Hablo en términos relativos, General . Porejemplo, este país, goza ahora de bastante tran-quilidad. Quizá algún día pueda perfeccionarse, ya nosotros, aunque no lleguemos a verlo, nos que-dará ahora la satisfacción de pensar que hemoscumplido todos con nuestro deber .

-Me hace recordar Ud . a Bolívar, mi queridoCoronel, con aquella frase triste y significativa :.He arado en el mar». Lástima que Ud. no tengaesos arranques que a él lo hicieron inmortal .

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-Porque el país estaba entonces en una anar-quia peligrosa - respondió al instante Alzuru .

-¿Y cree Ud . que el Istmo marcha ahora den-tro de la normalidad, de la tranquilidad relativa,como Ud. dijo?

-No veo razón alguna por la que se deba des-confiar de ello .

-Está Ud. equivocado, Coronel - exclamó Undaneta .

Alzuru comenzó a pasearse, algo nervioso antela actitud fría, calculadora del General .

-¿Quién desempeña el cargo de Prefecto, ac-tualmente? - inquirió Urdaneta.

-Don Pedro Jiménez, en carácter interino.-Había oído decir que el nombrado era don

José Vallarino .-En efecto, pero no pudo encargarse porque

José Domingo Espinar se abrogó el cargo. El Go-bierno ha nombrado a Don Juan José Argote .

-¿Y Ud. qué piensa hacer?-Lo honrado. ¡Reconocerlo y apoyarlo!Urdaneta encendió un cigarrillo y se alejó ha-

cia una de las ventanas . Regresó al cabo, lenta-mente, y tomando por el brazo a Alzuru, le dijo :

-Hablemos claro, mi Coronel . Ud. es unhombre de grandes destinos y de grandes recur-sos. Para su gloriosa carrera militar que ostentaentre otros triunfos el de haber vencido a unhombre de la talla de Espinar, el puesto secun-dario que se le tiene asignado no está en conso-nancia con su carácter militar y sus ambiciones .Ud. es un hombre de amplias perspectivas y ensus manos está la salvación del Istmo : Ud. nopuede permitir que un jefe civil tenga las mismasatribuciones, los mismos derechos que Ud ., cuandosobre sus hombros descansa la seguridad y la de-fensa del Gobierno .

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Alzuru movió la cabeza .-Ud., General, me propone lo que yo combatí

y destruí con ese poder que ahora comparto conlos civiles; Ud. me incita a volverme contra mispaso, contra mi conciencia, contra mi honra, queestán sostenidos por la gratitud de un pueblo .Ud. me propone algo que va contra esa libertadque Ud. dijo defender en Ecuador. Ud. quiere, enfin, ¡que yo me transforme en dictador!

Urdaneta se llevó las manos a la cabeza. Bajólos ojos temiendo, si miraba a Alzuru, en! encontraren los de él una sinceridad que merecíacidad.-Ud. está equivocado, Coronel --protestó-,

o no ha comprendido bien mis palabras. Ante tododebe observar que está sosteniendo un Gobiernoinconstitucional, porque el verdadero Prefecto esdon José Vallarino, que Espinar depuso, y no Jimé-nez, pue éste es simplemente un asesor. Si como

Ud. dice, con el derrocamiento de aquél el paísvolvió por los fueros constitucionales, debe ., rein-tegrarse en sus puestos a aquellos nombrados enpropiedad. Vallarino fue uno de ellos .-Ud. no ha tomado en cuenta a don Juan José

Argote, General .-Sí lo he tomado en cuenta, pero para apar-

tarlo de la legalidad .-¿Por qué?-Porque ha sido nombrado por el Gobierno

de Bogotá.-¿Y acaso ese Gobierno es ilegítimo?-¡Entonces usted debe renunciar, mi Coronel!Alzuru comprendió que tenía ante sí a un hom-

bre sagaz. Y se declaró vencido. Aún pretendió, sinembargo, ensayar una última defensa :

-¿Y si Vallarino no acepta? - dijo como im-plorando a un hombre que era su subalterno .

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-Ud. tendrá que asumir también el poder civily el pueblo verá que para evitar la anarquía, y envista de la falta de apoyo que le niegan las auto-ridades mencionadas, Ud ., sacrificando su tranqui-lidad y su vida misma, se ve obligado a hacersecargo del puesto porque ante todo se trata desalvar a este suelo que Ud. ama tanto como aquelen que nació .

-Su plan es atrevido, General - exclamó entu-siasmado Alzuru .

-No por eso deja de ser legal .-Pero los soldados que tengo no bastan para

sostener el golpe, y la oficialidad es deficiente .-¿Olvida Ud. a sus paisanos?-No, pero debo ser justiciero con los pana-

meños .-Ud. no les debe nada. Ellos le son deudores

de su libertad .-Eso no implica que tenga la facultad de qui-

társela.-Ud. no se la quita . Se la mantiene y se la

defiende .-Mi delicadeza, General, me impide . . .-Para mí sería un honor ayudarlo en su em-

presa - interrumpió Urdaneta.-Gracias, muchas gracias, General - respon-

dió Alzuru conmovido .Hubo un silencio repentino . Alzuru alargó la

mano que Urdaneta estrechó con calor. Lo acom-pañó luego hasta el corredor y allí le dijo al des-pedirse

-Mañana me manda la lista de sus amigos .La frase fue una promesa. Urdaneta lo com-

prendió en seguida . Cuando salió a la plaza, eltiempo había mejorado. Un sol canicular quemabalas calles desoladas y una leve brisa traía los ru-mores de la pleamar .

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Todas las mañanas cuando Gabriela Ocamporegresaba de misa, entraba por la puertecita quedaba al patio, y se desayunaba con un vaso deleche recién ordeñada que el viejo Goyo, el mayor-domo de los sirvientes le ofrecía, mientras lebrillaban las blancas hileras de dientes .

La casa de los Ocampos estaba a dos cuadrasde la Iglesia Mayor, cerca al convento de SantoDomingo. Era de una sola planta, con ampliasarcadas y piso de baldosas . Sencilla en su exte-rior, sus estancia eran de un lujo tan exquisitoque rivalizaban con las del Prefecto . El patio eramuy extenso y daba a la calle trasera, facilitán-dose a veces su acceso por la puertecilla que tenía,y que fuera de Gabriela, sólo usaba la servidumbre .

La muchacha tenía apenas diecinueve años, perocomo la muerte prematura de su madre le impu-so la tarea de manejar el hogar, daba la sensaciónde una dama acostumbrada a las responsabili-dades consiguientes .

Era alta, de talle grácil y movimientos rápidos .Sus facciones eran bellas, heredadas de su madre,y competía con su mejor amiga Ramona Urriola .De carácter sencillo y decidor, tenía a vecesímpetus desusados, que se manifestaban en laexcelsitud de un amor o en la locura de unapena. Pero también tenía a ratos algo de melan-colía que sus ojos grandes y expresivos no sabíanocultar. Educada en el Colegio de Monjas de laciudad, tenía un talento maravilloso .

Su cuarto tenía una ventana amplia, por dondetrepaba un rosal, y a la cual se acercaban los ga-lanes en busca de la realización de sus esperanzas .Y a pesar de que su padre la instó a aceptar

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uno de tantos adoradores, sobre todo al apuestoteniente de milicias don Gonzalo Hinestroza, ellalos fue alejando con desdenes aunque estas crue-les negativas las disfrazara con la vaga promesade esas sonrisas que no definían nada . . .

En las tardes, cuando el sol declinaba y em-pezaba la gente a salir de paseo por las callesempedradas, Gabriela se asomaba a la ventana,distraída con la costura, o abandonada al dulcedeliquio de sus pensamientos. Porque Gabrielaguardaba en lo más íntimo de su corazón un se-creto de amor que a nadie, ni a su fiel sirvienteGoyo, había revelado. Y era quizá, porque el afor-tunado galán no se atrevía a calmar las cuitasde la gentil criolla. Era tan tímido y sus ausen-cias de la ciudad tan prolongadas, que sólo aspi-raba a verla en el marco de la ventana, al pasorápido de su brioso corcel . Sin embargo, Gabrielano estaba tranquila; su padre seguía insistiendoen llamarle la atención de Gonzalo de Hinestroza,y sentía en su corazón la tormenta de pensar queDaniel Montenegro jamás serla aceptado por sucondición de civil y su espíritu revolucionario .

Pero llegó el verano y las magnolias envolvie-ron en sus aromas al viento cálido y sutil . Y asítambién se abrieron los labios de Gabriela, unanoche callada en que el mar olvidó el lamento desus olas y ella confesó su amor a Daniel, ese amorque nació al calor de las ausencias y se mantuvodiscreto para probar si era correspondido o sihabría que llorarlo toda su vida . Y cuando sintióla mano de él sobre la suya, tembló todo su cuer-po de emoción porque veía al fin que su esperanzabrillaba como las estrellas que alumbraban la in-mensidad de la comba sideral .

-Gabriela, ¿me dirá ahora por qué ha tardadotanto en comprenderme?

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Ella bajó los ojos ruborosa, y al cabo, con unavoz tenue que apenas se oía, respondió :

-Tenía miedo, tenía mucho miedo de habermeengañado .

-¿Y hoy, está segura de mí? ¿No teme ya asu corazón?-Ahora no .Desde entonces lo quiso tan sencillamente

como si lo hubiera estado esperando toda suexistencia. Las veces que él podía venir y lo de-jaban libre los asuntos de su hacienda, la acom-pañaba a la iglesia, a las excursiones por lasmurallas de la ciudad, aunque no con la frecuen-cia que ellos deseaban para no despertar sospe-chas en su padre .

Aunque don Octavio distinguía a Daniel consentimientos de aprecio, Gabriela no sabía la cau-sa que le inspiraba un temor de que él supieraalgún día de ese amor que con tanto cuidado ocul-taba. Ella tenía la certeza de que su padre seoponía. El presentimiento que cegaba la razón deella, parecía hablar con más sensatez que lo quesus grandes ojos significaban .

¿Para qué, pues, descubrir su secreto si nadiellegaría a comprender la excelsitud de su alma?

Las veces que su padre la encontró con Danielen el portal de la casa la obligaron a sobrellevarla violencia que escondía la natural cortesía paraevitar un abismo entre esos hombres que teníanopinión diversa en cuanto al significado perfectode las pasiones humanas .

¿Quién instituyó en el mundo el mandato so-bre dos corazones que llegaron a beber en unamisma fuente una ilusión inesperada?

¿Por qué nació en la humanidad la diferenciade criterios, la disconformidad en los espíritusque debían ser afines?

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Ella era tan sencilla que se rebelaba ante lainjusticia de su destino. Quería ser como el vien-to, como las aves, como las espumas del mar,llevadas sin rumbo en pos de lo infinito .

Y así descuidó las tareas prácticas del hogarpara volar en alas de la quimera ; para levantarcastillos con sus esperanzas que florecían sobresu cariño eterno e inviolable.

¡ Oh ! ¡ Cómo latía su corazón cuando él se acer-caba en su brioso corcel! Había en sus gestosalgo distinto a los del resto de los hombres . Ellamisma no podía decir, si era su sonrisa, si era suvoz, si eran sus ademanes sencillos .

Sus sentimientos crecían en la soledad de sualma como en las noches oscuras se agranda elfragor de las tormentas, y a veces trataba de bus-car en el fondo de su ser una queja que la re-belara. Pero tenía que darse por vencida, ya quela diafanidad de él no le permitía ser injusta conaquella inspiración que se había tornado sagrada.

¿Por qué los otros hombres eran tan tontos quesólo hablaban de bailes, de reuniones sociales, defestejos del pueblo, del Ejército, de los negrosesclavos, de la política? ¿No sabían acaso que to-das esas cosas la disgustaban?

A veces surgían a su alrededor de niña adoradauna serie de discusiones baladíes que ella teníaque acallarlas con impaciencia.

-Si siguen hablando de tonterías políticas losdejo. ¿O es que no tienen otro asunto que pensar?¡Suficiente oigo a papá y a mi tío Agustín quese la pasan todo el día quitando y poniendo pre-fectos, armando y destruyendo ejércitos, fomen-tando revoluciones, organizando partidos, paraque me vengan Uds . ahora a aburrir con esostemas !

¡Si pudiera decirles lo que pensaba de Daniel!

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¡Qué distintas eran sus charlas, qué interesantessus observaciones!

El le contaba de sus trabajos en la hacienda,de la cosecha del arroz que prometía ser este añomuy abundante; de la nueva ala que había cons-truido a la casa para dedicarla a dormitorios consus ventanas amplias por donde entrarían las ra-mas florecidas de jazmines sembrados por él ; dela línea de corotúes que bordeaban el senderodel río para darle grata sombra; de las incultasflorestas que los peones estaban derribando parasembrarlas de pastos .

Gabriela sonreía con ternura, admirada de sufe contagiosa, enamorada de sus sueños que éltomaba rápidamente en realidad con su acentosugestivo como se forman las pirámides con lasarenas del mar .

La política no le interesaba, y cuando algunavez dejaba entrever una ligera alusión, se corregíacomo un estudiante para que ella no se entriste-ciera o para no vender sus ideas íntimas que anadie había revelado .

Un día él le dijo, tímido, que tenía algo dentrode su pecho que sólo ella podía adivinar. El tiem-po se encargaría más tarde de revelárselo, y siella tenía confianza en su amor, cerraría su almaa toda sospecha ingrata con la seguridad de que élseguiría siendole fiel . Gabriela se estremeció demiedo, bajo los ojos y se puso a jugar con unjazmín en los labios Por un momento deseéla llegada de su padre en ese instante para con-cluir con la incertidumbre que le preocupaba. Lacalle estaba solitaria y en la oscuridad los techosde las casa semejaban fantasmas en filas miste-riosas .

Cuando al fin llegó en su potro alazán que ma-nejaba con singular maestría, ya Daniel se habla

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ido y ella soñaba despierta con el titilar de lasestrellas .

-Bueno, hijita -le dijo acariciándole el ros-tro-, ¿estás esperando acaso alguna serenata?

-No, papá -respondió con infinita ternu-ra-, tenía poco sueño y preferí esperarlo .- Y añadió con dulce reproche- : ¿Por quédemoró tanto?

-Me distraje en el Cabildo, ¿sabes? Estabanconfeccionando la lista de los invitados al baileque dará próximamente el Prefecto Don PedroJiménez .

-¿Y me llevará a mí, papá? - inquirió Gabrie-la colgándosele del cuello como una niña mimada .

-Siempre que me prometas no destruir tantaesperanza de los mocitos que acudirán esa nochea rendirte pleitesía - respondió, rodeando con subrazo el talle de ella .

Y así entraron en el lujoso vestíbulo, alum-brado por una maravillosa araña que el viejo Goyocomenzaba a encender .

Octavio Ocampo era un hombre de unos cin-cuenta años, pero tenía el alma joven y el corazóndespierto a amplios horizontes . Su rostro de pocasarrugas, y su cabello con unas cuantas canas quecomenzaban a brillarle, le daban un aspecto vigo-roso. Había llegado al Istmo, procedente de Co-lombia, cuando sólo tenía veinte años .

Como todos los muchachos de su época quisoponer en práctica sus sueños para hacer fortuna .Pero bien pronto tuvo que abandonar la levitaestudiantil y la corbata de lazo ancho para tra-bajar como simple obrero .

En su tierra natal había dejado el hogar des-

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hecho por la desventura. Sus padres murieron enel lapso de una semana víctimas de la fiebre ama-rilla y su hermana fue recogida por unos parienteslejanos, de quienes nunca más obtuvo detalles . El,más orgulloso, pagado de esa obstinación que noadmite dádivas, ni cree en la piedad, gastó susúltimos reales en comprar pasaje en un barcoque partía para Panamá, y desembarcó en susplayas con la única fortuna de un recuerdo tristey unos besos saturados de lágrimas que le irri-taron .

El transporte de viajeros entre el Afila-tico yel Pacífico estaba en su apogeo y Ocampo entró enuna de las caravanas del servicio, como empleado,con un sueldo miserable. Tuvo entonces que acos-tumbrarse a ese nuevo género de vida y pasabalas noches de estación en estación, y de cantinaen cantina, librando a la par de los mulatos que seahogaban en el alcohol para evitar la fiebrerilla, mascando tabaco y enamorando a las muje-res de vida airada. Sin embargo, en el fondo, , erael mismo Ocampo que educó su padre ; no olvidósus conocimientos, y en los momentos de lucidez,se distinguía por sus modales caballerosos . Comosabía leer y escribir correctamente, lo buscabanpara que redactara cartas comerciales y de amor .Con los ahorros que hizo, compró varias bestias, yél -mismo organizó luego, una compañía de trans- portes. Por supuesto que bien pronto surgieron

las rivalidades con su antiguo patrón, y Ocampotuvo que acudir a la fuerza para defender su ne-gocio. Una noche le mataron cuatro bestias y aldía siguiente, él mismo comandaba el asalto deuna caravana enemiga. Como pagaba mejor a losmulatos y cobraba más barato por el pasaje yla carga, a más de que había establecido estacio-nes de hospedaje propias en Cruces y en Gorgona,

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llegó un momento en que se vio sin competidorespeligrosos .

Se dedicó entonces a acrecentar su fortunacomprando artículos extranjeros a los transeún-tes, que más tarde vendía a precios exorbitantesen Portobelo y Panamá . Cuando terminaba sustransacciones y se veía obligado a aceptar ciertasinvitaciones del elemento selecto de la sociedad,tenía que olvidar sus modales rudos y adoptar uncomportamiento a tono con las circunstancias .

Como era especulador ciego, arriesgaba gran-des fortunas en negocios dudosos y su buena es-trella le traía siempre rachas de dinero que recibíacon una sonrisa peculiar de lástima por aquelloshombres menos hábiles que él .

Su fiel sirviente, Goyo, descendiente de la tur-ba negra de Felipillo que sentó sus reales en laregión de Bayano, lo cuidaba como a un hijo . Sudevoción seguramente nacía de una vez en queel ex-esclavo era azotado por su amo, un avaroeuropeo que lo obligaba a trabajar sin descanso .En ese momento se presentó Ocampo para apos-trofar al inhumano hombre.

-Si tanto lo defiende, ¿por qué no me lo com-pra? - le preguntó sarcástico.

-Se lo juego - contestó Ocampo, con esa se-guridad de especulador que siempre ganaba.

-Va el negro contra cien pesos .Allí mismo, ante los ojos asombrados de Goyo

que no atinaba a comprender por qué dos blancostiraban varias cartas y uno de ellos sacaba un sacode monedas, Ocampo ganó la apuesta. En seguidacogió al negro por el brazo y le dijo :

-Desde hoy eres libre . Si quieres trabajar con-migo, tienes que salir inmediatamente con unacaravana de bestias para Cruces .

-No sabe la perla que se lleva - le dijo el

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europeo rabioso-. Un día me maldecirá por subuena suerte .

Una hora más tarde, Goyo dirigía, por las sel-vas inhóspitas del Istmo, un convoy de bestiascargadas de mercancías . Supo entonces de las jor-nadas peligrosas a través de las junglas plagadasde mosquitos, de ríos torrentosos, de plantas vene-nosas, de bejucos traicioneros que se enroscabanen las piernas como tentáculos devoradores. Cono-ció la habilidad de vender mercancías inútiles aprecios prohibitivos ; de tomar hora tras hora ga-rrafones de vino y de ron adulterado sin embria-garse; de mascar breva y tabaco con tanto deleitecomo si se tratara de la esponja del coco ; de pasarlas noches, que en las montañas sin luna sontristes, en brazos de una mulata oliente a clavitode olor como la mulata Pancha .

¡Cómo deseaba Goyo la llegada a Cruces paraarrimarse a la única tienda en donde se bailabay se jugaba y se expendía licor, y lanzarse al ruedodel tamborito para bailarlo con tanto donairecomo nadie lo podía hacer! La mulata tenía ex-pertos tamborileros traídos del Chocó que golpea-ban el cuero incansablemente porque era cuerocomo los suyos, tostado por el sol y las penurias .

En la noche oscura, trepidaba el tambor deltamborito. La mulata Pancha y el mulato Goyolo bailaban para ellos, porque ambos se sentíanorgullosos de tejer entre las mallas de sus habi-lidades sus corazones de un amor salvaje .

Pero una noche, como siempre hay celos, surgióimpetuosa la disputa. Goyo no pudo evitar quealevosamente hirieran de muerte a la mulata, yaunque él se vengó del asesino, su aventura sevio de improviso truncada. Cuando regresó esa vezal lado de su amo, con una chiquilla en sus bra-zos, le dijo conmovido :

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--Eto e lo único que me queda, don Octavio .Y vámono, vámono de aquí que la sombra de ladifunta no me deja viví .

Ocampo también estaba cansado de esa vida,con su rosario de ron, único remedio contra lasfiebres tropicales que desgajaban los seres comoel viento las hojas de los árboles ; de mujeres quele habían corrompido el alma ; de riquezas gana-das en el juego en igual escala que en los negocios .De todos esos placeres había sacado en conclusiónque la humanidad era una miseria que se humi-llaba ante el poder del dinero . Un día, sentadoen un banco de «La Estrella del Istmo», un viejoespañol le propuso la venta de sus propiedades enla ciudad. La revolución americana había triun-fado en toda América, y el acudalado hombrequería irse a la Península antes de que le confis-caran los bienes .

Ocampo cerró los ojos un momento. En laquietud de la tienda que ya había sido desocu-pada por la mayoría de los parroquianos, se lepresentó de pronto la perspectiva de su existencia,creada entre individuos de mala ley, que habíatenido que dominar con el látigo y el puñal, ocomprar con el oro ; entre humos de tabaco y he-dor de aguardiente que lo sumía en la inconscien-cia; entre mujeres que se prostituían para ofrecersus caricias y sus cuerpos ajados por las malasnoches y corrompidos por los vicios ; y pensó quedebía hacer un alto en el camino .

De un golpe vendió todas sus bestias y le com-pró las varias manzanas de casas y lotes que elespañol poseía en la ciudad. Se trajo a su ladoal fiel Goyo, y se hizo construir en una de lascalles más aristocráticas del lugar, una lujosísimamansión. Se dedicó entonces a frecuentar la so-ciedad, a usar vestidos de etiqueta, a relacionarse

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con los jefes militares de la plaza, a discutir polí-tica y comentar asuntos de alto vuelo . Los añosde duro bregar no le habían hecho olvidar losrasgos de su vida estudiantil . Sin embargo, comohabía aprendido mucho en su oficio anterior, sabiaquiénes apreciaban su amistad y quiénes ansiabansu dinero . «La sociedad aristocrática - solía de-cir muy a menudo- es como la mujer públicaque vende sus caricias al mejor postor» . Y así fuecreándose un círculo que si bien le lastimabansus ironías, lo respetaban porque era fiel a laamistad y al honor .

Pronto notó que a pesar del tren de empleadosque mantenía, era imposible que imperara el ordenen su hogar. El viejo Goyo le dio pronta solución :

-Uté necesita casarse, mi amo . Uté ta ya muycansao de trabajó y una buena esposa lo ayudarámucho .

Ocampo comprendió una vez más que el fielGoyo lo sacaba de apuros . Y así como examinababestias cuando se dedicaba al negocio de trans-portes, y después estudiaba la clase de materialesde que estaban construidas las casas antes decomprarlas, así pasó revista a las distinguidasmatronas de la aristocracia istmeña . No hubieraquerido ser como el viejo Vallarino, que se casócon la institutriz de sus hijos por el solo hechode que era inglesa . Ni tampoco quería imitar alDr. Diego González que se enamoró de una mujerque podía ser su hija, atraído por el dinero de susuegro. No ; él no necesitaba de pergaminos fatuosni era cazador de fortunas . Su esposa debía que-rerlo como si aún tuviera veinte años y llegar aser en su hogar como un rayo de sol que alum-brara el cenit de su azorada existencia .

Entre los puntos estudiados por Ocampo, sele escapó uno que era el más grave : el social . El

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era prácticamente un advenedizo que se habíanegado a definir su verdadera ascendencia . Eldinero no era la única credencial que debía pre-sentar. Se ignoraba en el seno de la sociedad ist-meña de dónde procedía, quiénes eran sus padres .El oficio que le sirvió de escalón para hacerserico, más que un orgullo era un baldón . Para obs-taculizar más el proyecto, la dama que le llamabala atención pertenecía a una de las más encum-bradas familias del país . El mismo Chico Guerre-ro, a quien Ocampo acudió en demanda de con-sejo, lo desilusionó :

-Esa dama, don Octavio, no es para Ud . Suspadres aspiran a casarla con un príncipe de san-gre azul. Su abuelo fue amigo de Bolívar y suabuela materna era inglesa. ¡Ya sabe usted loshumos que se traen esos rubios!

-No importa -respondió tercamente Ocam-po-. Yo tuve negocios con su padre . Nos estima-mos mucho. Tú mismo eres testigo de las partidasde dominó que he celebrado a menudo con él .

-Una cosa es negocio y otra parentesco - de-cía Chico moviendo la cabeza -. Además, he oídodecir que el viejo Tallaferro quiere casarla con unprimo que le lleva más de treinta años y que pron-to recibirá un título nobiliario de España .

-No sigas, Chico, que no voy a seguir tus con-sejos. Peores ratos he pasado y aventuras másdifíciles he vencido .

Por eso, cuando un mes después se anuncióel compromiso de Eugenia Tallaferro con OctavioOcampo, la sociedad se estremeció de asombro .

Eugenia Tallaferro era la única mujer entre loscinco hijos que había tenido la madre de ella . Peroellos fueron muriendo sucesivamente y ella quedósola, para reinar en su hogar. Sus padres la teníandestinada en matrimonio a un futuro condesito de

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España, cuyo único aporte eran sus títulos nobi-liarios, y una salud gastada por los excesos de suvida noctámbula .

Cuando Ocampo la pidió, pensó que ella, aun-que no lo amaba, sentía cierta estimación por ély cierto orgullo de ser solicitada por un hombreque se había ganado una sociedad hostil a costade su trabajo. Eso no era suficiente para formarun hogar, pero al menos lo sentaría sobre sus ba-ses más sólidas que las pretendidas por los Talla-ferros .

Los padres de Eugenia pensaron dar a Ocampouna negativa inmediata, pero ella se opuso . Fueuna noche terrible en que tuvo que luchar conla tenacidad de ellos de rechazar al «advenedizocomerciantes de bestias de carga», como lo titu-laban. Se valió entonces de la amenaza de ingresara un convento si no la dejaban en libertad deescoger.

Las amarguras de esas horas la envejecieronprematuramente y en sus ojos nunca más brillóel ardor de su vida . Una mañana, tomada la he-roica resolución, hizo venir a su casa al rico pre-tendiente .

-He aceptado casarme con Ud., señor Ocampo- le dijo sencillamente.

Y fue noble para ocultar las lágrimas ante laadmiración de todos, que la creían una mujer dé-bil y sumisa .

Ocampo creyó que se había realizado un mila-gro. Pero el viejo Goyo, que era más ladino y másexperimentado, sospechó la tragedia que se habíaoperado en esa alma tan leal y tan poco comuni-cativa .

La ceremonia matrimonial se llevó a cabo enSan Felipe Neri, en medio de la sencillez que ellamisma había exigido . Y asimismo entró en la casa

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fastuosa de los Ocampos, como desde entoncese le llamó a la mansión, no como la reina queesperaba la servidumbre y deseaba el esposo, sinocomo una simple ama de casa, que a pesar de sumodestia tenía el porte gentil para gobernar conjusticia y con amor .

Dos años más tarde nació Gabriela, y aunqueel padre se desilusionó, el carácter de la chiquillay sus continuas travesuras lo dominaron tantoque a los pocos años era esclavo de sus caprichos .Eugenia Tallaferro, además del cuidado de su hi-jita, que jamás encomendó a los sirvientes pormás fieles que ellos fuesen, se dedicó también amanejar los intereses del esposo, un tanto descui-dados porque Ocampo estaba ya vencido por losaños, y el cansancio lo dominaba a menudo. Ellaera una mujer noble y querida por cuantos lle-gaban a tratarla. Conducía la servidumbre con rec-titud y sabía llevar el consuelo a aquellos que enlos momentos desolados imploraban su caridad .Aquella alma que se independizó del hogar porhuir de una imposición, pagó con sus infinitasbondades el amor del hombre que la ayudó a mi-tigar sus recuerdos amargos .

A su llegada a la casa de Ocampo, ordenó lavida doméstica, impuso disciplina entre los sir-vientes, embelleció las estancias, arregló los jardi-nes, y aún le quedaba tiempo para mimar a Ga-briela, y leerle a su esposo en las noches en que élse sentía cansado, las páginas brillantes de la ro-mántica historia americana . Como había sido edu-cada en un ambiente de selección, quiso que suhija siguiera el mismo sendero en donde ella habíaaprendido a amar el trabajo sin ser tosca, a serinteligente sin ser orgullosa, a ser bella sin caeren la presunción, y ante todo a mantener su fe-mineidad.

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Pero no pudo evitar la influencia del padre queen las horas libres la secuestraba en su caballoy la llevaba a recorrer los campos yermos cerca-nos al Ancón o a las playas del Granillo en buscade conchas y crustáceos. Y llegó a tanto su auda-cia, que desafiaba la furia de las olas en frágilchalupa que aprendió a dirigir con la pericia delos lobos de mar. De todas estas excursiones regre-saban ambos al caer de la tarde y aunque Eugeniano protestaba, Ocampo conocía en su frente sur-cada de arrugas el disgusto que le causaba . Ellaentonces llamaba a Gabriela y la regañaba dulce-mente, porque la muchacha la desarmaba con sutesto de humildad y su mirada triste.

-Debes dedicar más tiempo al hogar, hijita .El contacto con la gente del mar te perjudica-ría. Tú sabes que en el mundo las cosas estándivididas por Dios, entre los varones y las mu-jeres .

Y el viejo Goyo, que a veces se erigía en juez,continuaba el sermón con el beneplácito de Eu-genia :

-Sí, mi niña Gabriela, uté debe obedecé a sumare, que por algo le da consejo . ¿Le gutaría auté ve a su pare, remendando pantalone y a sumere sentá en un ecritorio?

Todas esas enseñanzas, todos esos consejosbondadosamente expresados por su madre, hicie-ron de ella una mujer dulce y gentil, para resolverproblemas de orden doméstico, y diplomática parallevar a la concordia las querellas internas. Unamirada de Gabriela bastaba para significar unmandato; un gesto de su mano transparente yfina era suficiente para rendir las más insanasrebeldías .

Así, cuando Eugenia murió de un ataque repen-tino al corazón, su hija pudo, a los quince años,

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manejar la casa y los intereses de su padre conla misma eficiencia con que lo había hecho sumadre .

Su recuerdo fue desde entonces su inspiración .Su imagen parecía aletear constantemente en lasestancias como el ángel de la guarda que le en-señaba a seguir siendo justa, cariñosa y noble .

Su afán fue siempre imitarla. Para ello tuvoque abandonar las travesuras en compañía de supadre. Ya los arbustos de magnolia que ella habíaayudado a plantar a su madre estaban floreciendopor primera vez, y su perfume parecía abrirle sualma a los goces de una quimera .

Aquella noche quiso descubrir el secreto de sucorazón a su padre. Así podría ir al baile sin lasaprensiones que la mortificaban. Pero él se sen-tía tan cansado que se retiró pronto a su recámara .

Cuando ella se refugió en su cama, cerró losojos y empezó a rezar en voz baja, con un levemurmullo

-Padre nuestro que estás en los cielos . . .La oración le llenó el alma de gratos resplan-

dores . Una serenidad le invadía todo su ser, comosiempre que se ponía a rezar. El recuerdo de sumadre la envolvía en un dulce bienestar y le pare-cía que desde el cielo ella le enviaba sus bendi-ciones para que nunca conociera la amargura delas lágrimas .

Cuando se durmió, bien entrada la noche, laluna llenaba de luz los tejados de las casas silen-ciosas y el mar comenzaba a entonar el rumor desu oleaje .

w • t

Desde su cuarto, mientras la negrita Sebastia-na la ayudaba a vestir, Gabriela oía las voces de supadre y algunos amigos en el portal, entre los

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que se contaban su tío don Agustín Tallaferro, elDr. Blas Arosemena v el padre de su íntima amigaUrriola .

Sobre la ancha cama de caoba, decorada confestones do color de rosa pálido, había extendidosu lindo vestido de tafetán celeste, con un lazoazul que le caía de la cintura .

¿Cómo la hallaría Daniel? ¿Sería lo suficien-temente bella para llenarlo de orgullo? ¿O estaríamuy pronunciado el escote para causarle disgusto?

Hubiera deseado ponerse el de inarrocain deamplios pliegues en la falda, pero ya una vez lohabía llevado a un baile en casa del Dr . Gonzálezy sus amigas seguramente no lo habrían olvida-do. Gabriela era una mujer muy exclusivista ensus prendas de vestir, y sin embargo, cuando sur-gían problemas de difícil solución como el pre-sente, vendía ingenuamente a la pícara Sebas-tiana .

-¿Qué traje te gusta que lleve esta noche,Chamita?

-Ese de coló celeste -había indicado al pun-to la mulata .

Y ella, que esperaba sólo una voz para decidir-se, lo había sacado de su baúl oliente a maderasdel bosque y lo extendió sobre la cama . Comenzóluego a vestirse mientras la chiquilla tomó concuidado la amplia falda para que no se arrastraray le arregló con singular gracia el lazo . Estabatan admirada la multa que no se cansaba de ala-bar la belleza de la amita .

-No vociferes tanto y apúrate . Ya papá debeestar mostrándose impaciente y no quiero ganar-me un regaño por tu culpa .

-Todavía no se han ido loj señore, niña .-Pero no tardarán en- hacerlo. Tráeme los za-

patos de raso negro . Ajústame bien la cintura.

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Seca el cabello . Tráeme la esencia de rosas . ¿Ledijiste a Goyo que tuviera listo el coche?

Sebastiana iba y venía de un extremo a otrodel cuarto tratando de cumplir las órdenes quele caían como lluvia, mientras Gabriela se reía,con esa risa encantadora que tanto sugestionaba,de la ligereza con que en medio de su naturalazoramiento, procedía la criada.

-Eres un diablillo en dos pies, Chanita. Va-mos, tráeme ahora el chal oscuro .

-No se olvide ponéselo cuando salga - indicómuy seria Sebastiana -. La noche ta muy filay uté puede refriase .

Gabriela reconoció que Chanita se tomaba aveces cierta confianza que no debía aceptar . Perola chiquilla era tan lista y tan dispuesta que ellale perdonaba esos deslices a condición de la leal-tad que le profesaba.

Chanita había entrado al hogar de los Ocam-pos como nieta del viejo Goyo . El mismo noquería recordar ese pasaje de su vida que le traíaun ingrato recuerdo de la brava Pancha, cuandose encendía el tamborito en las selvas oscuras delcamino de Cruces .

La chiquilla se acostumbró tanto al cariño deGabriela que en los primeros años se dejaba dor-mir en sus brazos al rumor de unos cantos dema-siados sentimentales para que los comprendiese .

A menudo Goyo se tomaba la libertad de re-gañar a la chiquilla por la soltura con que seestaba acostumbrando a proceder, pero Gabrielase echaba a reír y seguía fomentando la indisci-plina de la mulatita . Al contrario, la inducía a quehablase como si se tratara no de una sirvientasino de una verdadera señorita, y a que discutieracon ella sobre temas que escandalizaban al fielmayordomo.

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Al principio, el viejo Ocampo quiso destruiresa intimidad pero tuvo que confesarse en de-rrota para no contrariar a su hija .

Chanita se levantaba con el canto de los ga-llos y barría el patio mientras Goyo acomodabaen la cocina la leña . Después se lavaba en el pozoy se peinaba porque la amita quería siempre queestuviera aseada ; luego iba a despertarla para quefuese a misa, y a su regreso tomara un vaso deleche recién ordeñada . Ya ella había arreado lasvacas dentro de un pequeño corral que Ocampohabía mandado contruir en un rincón del anchopatio, y Goyo se encargaba de atar los ternerosrebeldes a una pata de las madres para obtenerel blanco y espumoso líquido .

Desde esa hora hasta el final del día Chanitase constituía en la sombra de su amita : la acom-pañaba a las visitas, la atendía en el almuerzo, lacuidaba mientras dormía la siesta, la ayudaba arepasar la ropa en el portal de atrás, y aun llega-ba su viveza a disimular su presencia cuando lle-gaba Daniel. Pero esta vez no podía escapar a larepresión de Gabriela, y tenía que retirarse, com-pugnida, a ayudar a Goyo que cuidaba de las plan-tas o a dar de comer a las gallinas .

La noche del baile, Chanita creyó qus Gabrielala llevaría, como sucedía cuando se trataba deuna misa mayor de domingo en la Catedral . En-tonces, ella marchaba orgullosa a su lado con unalmohadón de terciopelo para colocarlo en el re-clinatorio. Pero ahora no había nada que sirvierade pretexto, porque tenía la seguridad de que enlos bailes no había objeto alguno de arrodillarse.Atada a una esperanza de que su amita, condolidade su soledad, no la mandara temprano a la camasino que le ordenara arreglarse, esperó largas ho-ras rondando por el cuarto .

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Sólo cuando ella la llamó y le preguntó porcuál traje debía decidirse fue cuando se le caye-ron las alas del corazón y comprendió que debíaquedarse en casa.

Su amita era injusta, porque debía tomar enconsideración que si no hubiera sido por ella, noescogería ese traje tan bello de tafetán color ce-leste. ¡Y pensar que la había despreciado!

Cuando Gabriela salió al portal, ya el coche es-taba listo y los caballos piafaban de impaciencia .El viejo Goyo se enorgullecía de tan soberbiotronco, y con su levita negra se imaginaba haberalcanzado la gloria . Don Octavio esperaba a suhija con no disimulada satisfacción, después dehaber despedido a las visitas .

-Está Ud. esta noche más bella que nunca, miseñorita -le dijo galantemente, besándola en lafrente-. ¿Va acaso en busca del amor?

Ella sonrió con infinita dulzura, y le respon-dió :

-Mi papaíto lo leerá muy pronto en mis ojos .- ¿Sabes que Gonzalo va al baile?-Qué mal lector es Ud ., papá. ¿Quiere ahora

que me arrepienta?-Oh, no, hijita, pero pensé que su nombre te

sería agradable al corazón .Ella guardó silencio un rato mientras subían

al cache, y después inquirió :-¿Han invitado a muchos jóvenes?-Los de siempre. Los hijos de Fábrega, Valla-

rino, Obaldía, Paredes, los hermanos Arces, elhijo de don Manuel María Ayala, Manuelito Lassode la Vega, el sobrino del Dr. González, Luis Aro-semene . . .

-¿Y Daniel Montenegro, no ha sido tambiéninvitado, papá?

Ocampo la miró profundamente, y tomando

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con su mano derecha la barbilla de ella, le dijo :-¿Con que esas tenemos guardadas? Ya ha-

bla algunos rumores de Goyo en relación con cier-tas visitas. ¿Tan serias se han puesto las cosas,y a mis espaldas?

Gabriela distrajo la mirada con pudor, mien-tras al rostro le afluía sangre .

-Vamos, no temas, hijita mía .A pesar del tono afable en que su padre pro-

nunció estas palabras, ella deseó estar lejos de élpara abandonarse a la desesperación . Cuando sin-tió en su brazo la presión de la mano de él, y sevid libre la barbilla, respondió con voz desfalle-cida

-No es nada serio todavía, papá . . . ¿A Ud . ledisgusta?

-Daniel -respondió él midiendo las pala-bras- vive una vida diferente a la nuestra . Se-pultado en su hacienda, dedicado a sus negociosde campo, se está criando en un ambiente hosco,sombrío. El continuo batallar con la naturalezale tiene que afectar sus maneras .-Pero Ud. no negará que pertenece a nuestra

sociedad .-No digo lo contrario .

-Es serio, trabajador, honrado .-No lo niego .-El campo no lo ha corrompido como a mu-

chos otros -exclamó ella con vehemencia .-Habla con calma, hijita, no te ofusques que

no es para tanto. Yo no tengo nada contra él . Alcontrario, Daniel tiene todas las cualidades quetú has mencionado y muchas más, pero yo tam-bién pienso en ti. ¿Te acostumbrarás a vivir entrecuatro paredes viendo perderse tus pupilas en sa-banas inconmensurables, lejos de las voces ami-gas, del perfume de tus magnolias, de las misas

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solemnes de Catedral, de las fiestas del Corpus,de los bailes del Cabildo? Yo que viví tantos añosen contacto con esa naturaleza bravía sé las pena.lidades de una existencia en donde se conversacon los murmullos del viento, con los gritos delas aves, con el peligro de las fieras, y me dapena el sólo pensar que tú tengas que arrostrarese sendero por el simple hecho de amar a unhombre .

Gabriela no contestó . Un dolor inmenso la in-vadía toda, negándole la noción de la realidad,ahogándole los deseos de responder con el cora-zón. Sentía sobre sí la mirada escrutadora de supadre, la presión de su mano entre las suyas, elrodar del coche sobre las piedras desiguales delas calles .

Si hubiera estado en otra situación, en que nola hubiesen cogido de improvisto los argumentosque esgrimía don Octavio, no se sentiría venciday llena de un cansancio que la imposibilitaba pararesponderle con firmeza . Pero en ese momentosólo sentía ganas de llorar, de romper en lágri-mas la angustia que la consumía.

-Si me casara con él, estoy segura de que sevendría a vivir a la ciudad -dijo al cabo, conun acento que la traicionaba .

-Tú lo convencerías?-No hay necesidad de ello . Si él ha escogido

esa vida es porque nada lo ata aquí .-A un hombre como Daniel no lo ata nada

-respondió don Octavio -. No tuvo la responsa-bilidad del estudio para permanecer en el cole-gio. No quiso tampoco apegarse al hogar de 1, ;;Delvalles, en donde lo quieren como a un hijo . Suespíritu rebelde lo hace raro, incomprensible . Aél lo atrae más el galopar sin rumbo por las lla- madas inmensas de sus predios que permanecer

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en uno de nuestros portales jugando a la briscay saboreando una «mistela» .

-Cuando viene a la ciudad frecuenta la tien-da de Rudecinda, asiste a las sesiones del Cabildo,y si es domingo, va a la misa del padre Gracián . . .

-Porque sus llegadas son ocasionales y susnexos comerciales con la sociedad le obligan afrecuentarla . Para él esos goces no son más queoasis en su existencia nómada .

Las palabras de Ocampo continuaban hiriendosu corazón. Ella era dable a desilusionarse rápi-damente, pero de súbito surgió una ola de discon-formidad que la rebeló . Y le entraron violentosdeseos de destrozar allí mismo su vistoso trajeceleste, de regresar a casa, de arrancar las flores,de maltratar a Chanita, de arrojarse en la cama yponerse a llorar hasta que se le secasen los ojos .

Sin embargo, no hizo nada de lo que habíapensado, y ella misma se extrañó cuando con unahumildad que inspiraba lástima arguyó :-Ud. vivía en el campo antes de casarse con

mamá, y fueron muy felices .-Esos eran otros tiempos, hija mía . Entonces

las muchachas pertenecían exclusivamente al ho-gar y si yo hubiera dispuesto irme al campo, estoyseguro de que ella me hubiese seguido .

-¿Y entonces, por qué no me educaron comoa ella? Ahora Ud. no encontraría obstáculo paraque me casara con Daniel, para que lo siguieraaún a los montes más lejanos y más tristes . Nus-tro amor sería sol que alumbraría los más ignotospáramos .

-Alza el rostro, Gabriela, y sé razonable . Com-prende que no te conviene un esposo como Daniel .Es una vaga promesa de dicha, una incógnita entu porvenir que merece ser brillante por tu be-lleza, por tus virtudes, por tu posición económica

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que yo te he labrado con muchos años de trabajo.-Todas esas cosas que Ud . menciona, papá,

son de una felicidad pasajera . El amor no vivede ellas.

-Tú eres muy niña, estás ilusionada y por esohablas así. Si tu madre estuviese viva, estoy se .guro de que me daría la razón . No creas ahoraque te estoy buscando marido . El día que salgasde casa me voy a volver loco entre tanta soledad,pero creo que a ti te conviene un hombre comoGonzalo Hinestroza. Es un muchacho de nuestrasociedad, de un brillantísimo porvenir en la ca-rrera que ha escogido . Hasta me han dicho queel Coronel Alzuru lo tiene en mucha estima . . .-¡No quiero que me hable de él! -exclamórepentinamente Gabriela, fuera de sí- . Es untipo pagado de su soberbia . Cuando va en los des-files con su uniforme cree que todas las miradasson para él. Además lo odio ¿oye? ¡Lo odio contodo y sus venias eternas que me desesperan!

Ocampo quiso irritarse ante el cambio bruscode su hija, pero vio en sus ojos las primeras lá-grimas y se desarmó .

-Al diablo los consejos y las amonestaciones,hijita -le dijo acariciándole los cabellos- . Des-pués de todo eres tú y no yo quien se va a casar.Eres muy joven aún para pensar en esas cosas,y cuando te llegue la hora hazlo con quien teplazca. Lo único que te pido es que se quierany se comprendan como tu madre y yo. Y ahoraguarda esas lágrimas y vuelve a ser bella para quehagas rabiar de envidia tanta barbilinda que ha-brá en el baile .

Gabriela sonrió a través de la nube de tristezaque trataba de ocultar, porque en esos momentosel viejo Goyo detenía súbitamente el coche frenteal portón de la Prefectura . Su padre saltó prime-

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ro y le ofreció el brazo . Los muchachos que esta-ban en el vestíbulo se precipitaron a ella para sa-ludarla y solicitarle la primera danza . Ella aten-día a todos como distraída, porque buscaba aalguien con no disimulada ansiedad. ¡Qué angus-tiosa y emotiva es la espera del ser que se ama!

Mientras tanto iban llegando los invitados,unos a pie y otros en lujosas carrozas . La ampliaescalera estaba con flores y tapizada con una al-fombra roja. Grandes faroles daban al salón unaspecto radiante, y bajo su luz las charreteras delos militares y las prendas de las damas brillabancon fulgores divinos. De las paredes colgaban in-finidad de bujías. El Prefecto Don Pedro Jiménezy su esposa recibían a los concurrentes en la me-seta. Después de cambiar algunas frases banales,volvían a su puesto .

Momentos después de la llegada de Ocampo ysu hija, apareció el Coronel Alzuru acompañadopor el General Luis Urdaneta y el Teniente Gon-zalo Hinestroza .

El Jefe Militar se acercó a saludar al rico hom-bre de negocios y a su bellísima hija. El Generalfue presentado por Alzuru y Gonzalo aprovechóla oportunidad para solicitar galantemente el pri-mer vals. Gabriela sintió sobre sí las miradas desu padre como pidiéndole benevolencia para eldesafortunado galán, y ella, que no hacía muchotiempo lo había conquistado con sus lágrimas ibaa ceder. Pero en ese instante entró alguien alsalón que hizo acallar los murmullos . Sintió en-tonces una oleada que le conmovía el corazón yevadió el compromiso con una excusa pueril. Sesentía ya esclava del hombre que había abiertosu alma a la quimera, y el General Urdaneta, queera sumamente perspicaz, lo comprendió en el ins-tante en que a su lado dijo alguien :

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-i Montenegro! Es Daniel Montenegro .Este la vio, feliz y confiada y se estremeció de

amor y de dulces sentimientos .-¿Me esperaba? -le dijo con hondo acento

de ternura . Y ella le respondió con voz tan bajaque él apenas la oyó :

-Si no hubiera sido así, ¿por qué vine enton-ces?

Daniel saludó luego a Ocampo y al Coronel Al-zuru. Urdaneta y el Teniente Hinestroza se habíanretirado y ocupaban un rincón desde donde se do-minaba todo lo que sucedía en la sala .

La orquesta preludió un vals y las parejas in-vadieron pronto la amplia estancia. Había sin em-bargo en el ambiente algo que daba la sensaciónde frialdad. Se notaba una serie de caras nuevas,sobre todo en el elemento militar, que a pesar demostrarse jóvenes eran rostros adustos y se sen,tían cohibidos entre las damas aristocráticas delIstmo. Se veía que se sentían confundidos, impa .cientes por romper el cerco de desconfianza queles atenazaba. Cuando lograban bailar lo hacían ensilencio porque las damas les respondían con mo-nosílabos y después se negaban a complacerlos .

Desde una esquina, el General Urdaneta nota-ba el aire de intranquilidad que reinaba y veíaasombrado que la causa eran sus amigos, suscompañeros de armas que vinieron acompañándo .lo desde el Ecuador y que su compatriota el Co-ronel Alzuru había empleado en el Ejército enreemplazo de los panameños .

Sin embargo, la tirantez que reinaba en el am-biente se hizo menos violenta ante la llegada delDr. Urriola, acompañado por su esposa y su hijaRamona. Inmediatamente un grupo de galanes larodeó alentados por su sonrisa, pero ella no sefijaba con atención en ninguno . Su amabilidad

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se extendía por igual a todos y no daba preferen-cia para no lastimar a los que se envanecían de suamistad .

Vestía Ramona un lindísimo traje de marro-cain verde caña, sencillo, sin adorno alguno . Enel cuello resaltaba una cruz de brillantes, y escon-dida en su hermosa cabellera negra, asomaba tí-mida una gardenia.

Ramona Urriola era la mujer más linda delIstmo. Sus ojos eran de un indefinible color queparecía cambiar cuando significaban una promesao una indecisión; en su rostro ostentaba la fres-cura de la aurora y al influjo de su voz se des-hojaban los corazones para rendirle pleitesía. Es-taba prometida oficialmente al rico comerciantedon Antonio Escobar .

Cuando concluyó el vals, Daniel y Gabriela seacercaron a saludarla . La orquesta inició luego unacuadrilla y Gabriela no quiso bailarla . Prefiriódescansar mientras su novio salía a bailar conRamona .

El General Urdaneta, que permanecía aún ale-jado, se acercó entonces a la muchacha .

-¿Tendré yo mejor suerte que el Teniente Hi-nestroza al concederme el próximo vals, señoritaOcampo? - le preguntó.

-Oh, por Dios -respondió ella con pena-,Ud. creerá, General, que lo desprecio, pero ha sidouna casualidad ingrata que todos los tenga reser-vados. ¿No quiere que bailemos esta cuadrilla?

-Yo sólo deseo bailar vals, señorita - repusoél sonriendo .

-Es Ud. muy romántico, General .-¿Participa Ud . de la idea infantil de que el

vals es un preludio de amor?-En lo absoluto - negó ella al instante .-Lo dudo.

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-¿Me cree Ud. amante del engaño?-Al contrario . La considero demasiado in-

genua.-Debe tener alguna razón .-Por supuesto . . . ¿Pecaré de intruso al pregun-

tarle si los valses los bailará con una sola per-sona? - inquirió él audazmente .

-Eso no es intromisión, General -respondióella al cabo de un rato- . Es curiosidad, Ya veoque los hombres, sobre todo los militares, adole-cen de los defectos que nos adjudican a las mu-jeres .

Urdaneta sonrió ante la respuesta de Gabrielae insistió :

-Entonces . . . ¿me responderá afirmativamente?-Como Ud. lo quiera interpretar, pero mía no

ha sido la culpa .-¿De quién, de su corazón?-Esos secretos no se revelan, ¿sabe? Son se-

cretos militares como los suyos, General.Hablaba Gabriela con un tono pausado que

mantenía a Urdaneta en un estado de interés con-tinuo. A primera vista parecía que las palabraslas pronunciaba como un autómata, pero era quedeseaba mantener el aplomo de la mujer sensatae instruida, que no quiere caer en la vanidad nitampoco en la contradicción, y era también quesostenía la idea de que las dulces sensaciones delalma no eran lo suficientemente impetuosas paracegarla negándole la expresión serena del pensa-miento .

-A veces pienso -dijo él pausadamente-que su corazón es un oasis en medio del desierto,en donde sólo calma la sed de la esperanza unafortunado viajero . A los demás los deja pereceren la desesperación y en la soledad . ¿Es Ud. egoís-ta? ¿O son así todas las istmeñas?

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-No lo entiendo .-Observe, señorita Ocampo, por ejemplo, a los

oficiales venezolanos que no bailan porque nadiequiere concederles ese honor. ¿No se llama esoegoísmo?

-Hay también jóvenes de nuestra sociedad enese mismo caso - respondió ella al momento .

-Porque ellos lo quieren . ¿No dice Ud. queson de su sociedad?

-No veo la razón, General, que lo tome Ud .de romántico en irónico .

-Perdone, señorita Ocampo, pero no quiseofenderla con esa pregunta . ¿Ud. me ha signifi-cado que los oficiales son unos extraños porqueno pertenecen a la élite istmeña?

-Ha ido Ud. muy lejos en sus apreciaciones,General. Aquí se les ha recibido bien, se les habrindado hospitalidad, se ha sacrificado a muchosde nuestros jóvenes oficiales que tenían un bri-llante porvenir en la carrera de las armas pordarles la plaza a ellos, y si no se les rinde el ho-menaje que Ud. solicita es porque no se les conocelo suficiente y nos lo impiden las costumbres yatradicionales que rigen esta sociedad.

-Yo ignoraba que la existencia de la sangreazul en la sociedad panameña estaba reñida conla obligación de la cortesía - dijo Urdaneta tra-tando de ocultar su desagrado .

Pero Gabriela tenía un espíritu sagaz y com-prendió el significado real de la expresión.

--Si Ud. se refiere a la sangre azul de los per-gaminos, está en un error, General . La que aquíimpera es la de la cultura, la de la instrucción, lade la honradez y el heroísmo. El gesto de nuestrasociedad de mostrarse reacia a dar acogida inme-diata a los oficiales por el simple hecho de serextranjeros, es natural y en nada perjudica a nues-

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tra proverbial hospitalidad. Ud. debe comprenderque a nosotros no nos ha agradado en absolutola destitución de los oficiales panameños, y en al-guna forma mostramos nuestro disgusto, eso sí,dentro del marco de la educación y del respetoque nosotros mismos nos debemos .

Gabriela estaba sorprendida de la forma enque hablaba . Nunca había previsto que alguna veztendría que discutir ese tema de política nacional,y menos con un militar que por su experienciaestaba destinado a envolverla en sus argumentosy convencerla como a una chiquilla de escuela .Recordaba que cuando sus amigos comenzaban atratarla de esos asuntos ella se encolerizaba y ame-nazaba con irse . ¡Y ahora estaba frente a una auto-ridad en la materia, defendiendo con brillantezuna causa que antes odiaba tratar!

El General Urdaneta se apartó un momento desu lado y exclamó :

-¡Entonces aquí no existe la libertad ! ¡Elderecho a escoger lo mejor!-Ud. me comprende mal, General . Aquí todos

somos libres y odiamos la imposición . En estemomento, quiere Ud, benévolamente obligamos adarle cabida en nuestro seno a sus amigos mili-tares, y si Ud . ama y practica la libertad comonosotros, debe también odiar la imposición .

Urdaneta volvió a sonreír ante las frases deGabriela. En vano trataba de ocultar la admira-ción que le causaba su talento . Sin embargo, en-sayó una nueva defensa .

-¿No serán sus ideas nacidas del ambientehogareño en que se ha criado? Supongo que Ud .es la niña mimada de su casa. Estará acostum-brada a ser libre, a que se cumplan sus deseos,a que no se discutan sus órdenes, a hacer gala desus caprichos . . .

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-En suma, una dictadora, ¿no es así, General?-interrumpió ella, con sarcasmo-. Entonces notengo derecho a hablar de soberanía .

-Por eso no, porque a veces se necesita unadictadura para mantener la libertad de un pueblo .

-Su expresión es contradictoria, General . ¿Dic-tadura y libertad juntas?

-Los hechos futuros pueden desengañarla .-Creo prematuros sus vaticinios, General . Pien-

so que en el Istmo no prosperan esa clase de dic-taduras que Ud. defiende con tanto calor .-Ud. no sabe, señorita Ocampo, cuanto me

duele que piense así . Afortunadamente continúocon mi idea de que Ud . está influida por la vidade reina que lleva en su casa . Si los hombres di-rigentes del país vivieran en esas mismas condicio-nes, entonces sí tendría motivo para temer por ladefensa de esos ideales .

-Veo que a Ud. no le han impresionase mispalabras . Pero no está demás decirle, General queellos piensan y sienten como cualquier ho mbrelibre del mundo .

-¿Aun los que están esclavizados por su co-razón?

-¿Mi padre? - inquirió ella ingenuamente .-¿Por qué me sigue negando que no es ajena

al amor?-Recuerde que no le negué la verdad . Mis

sentimientos están por encima de las pasioneshumanas cuando se trata de defender a mi patria .

-¿Seria Ud. capaz de sacrificar a su padre, asu novio, por esa patria que. dice amar?

--En esos casos no importan los sacrificios . Yoestoy segura de que ellos ofrecerían gustosos susangre, porque mi nombre quedara sin mancha .

Urdaneta hizo un gesto de asombro ante lasfrases vibrantes de Gabriela . La cuadrilla había

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terminado y el General vio que Montenegro sedirigía con Ramona hacia ellos . Se levantó galan-temente y le dijo :

-Señorita, el rato que he pasado con Ud. hasido uno de los más gratos de mi vida. Ud. meha hablado con el corazón, y yo tengo que corres-ponderle con la misma franqueza : es una lástimaque algún día sus ideas sean destruidas por loshechos. Ellas son demasiado hermosas para quesean realidad en esta época . Las ambiciones, lasvenganzas, el orgullo, en fin, las más bajas pasio-nes no se pueden ahogar con palabras . Se necesitade una mano fuerte, llámese dictadura o tiranía,para que la vida de un pueblo sea próspera y se-gura .

Hizo una leve inclinación y se fue .Cuando Daniel dejó a Ramona junto a sus pa-

dres, fue en busca de Gabriela y la llevó a la bal-conada. La atmósfera era fresca y agradable, yallí se sentían lejos de la curiosidad de los invi-tados. Gonzalo de Hinestroza, que en vano habíatratado de acercarse a ella, se desesperaba anteel giro que tomaban las cosas .. Era el militarapuesto y elegante, con largas patillas y bigoterecortado con suma perfección . La cabellera en-crespada que peinaba con cierto abandono, le dabaprestancia a la cabeza, y los ojos aquilinos eranpersistentes en la mirada . A primera vista era uncaballero bien pagado de su cultura, pero en elfondo tenía la pasión que lo cegaba y podía empu-jarlo a ejecutar hechos innobles . Su uniforme depantalón azul y chaqueta gris con brillantes cha-rreteras sobre sus hombros y una banda roja cru-zada sobre el pecho, hacía resaltar más su portey gentileza .

Varias veces buscó con afán la mirada de Ga-briela y le sonreía con excesiva timidez . Le dolía

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pensar que ella pudiera pertenecer a otro, y estuvoa punto de mostrarse violento con quien sospe-chaba que era su rival . Pero Gabriela sabía sortearmaravillosamente la situación, y así no dio a com-prender a Daniel el temor que le causaba la pre-sencia de Gonzalo .

-¡Bien, Gabriela! - le dijo Daniel cuando es-tuvieron solos, invadido por la emoción de sentir-se amado-. ¿Se ha divertido Ud. bastante?

Ella movió la cabeza negativamente, porquequería significarle que sin él no podía ser feliz. Eljoven hacendado se atrevió entonces a tomarle unade sus manos entre las suyas .

-Estas son las manos más lindas que he en-contrado en mi vida . ¡Cuánta caridad y cuántocariño no habrán contribuido a formar con susgestos! Si supiera la tristeza que me invade cuan-do estoy lejos de Ud . Gabriela. Ud. tal vez pienseque cuando regrese a la hacienda esas palabras selas habrá llevado el viento . . .

-¡Oh, no, nunca, nunca!-¿Y no tiene miedo, Gabriela, de que el des-

tino me sea fatal, de que vengan malos tiemposy nos separen por muchos años?

-Daniel, ¿por qué me habla así? ¿No sabe quea su lado debo ser valiente para merecer su con-fianza?

El cerró los ojos, por temor de que lo delatarala aprensión que sentía . Pero tuvo que volver aabrirlos, porque ella prosiguió .

-Oh, Daniel, ¿por qué no seguimos adelante?Si su amor es eterno como el mío, Ud . no debetener miedo de enfrentarse a la vida aunque lesea ingrata, porque yo lo seguiré hasta el final .

El se apenó de oírla hablar así .-Perdóneme, Gabriela -le dijo-, perdóne-

me, pero yo no debo decirle cosas tristes, porque

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está Ud . muy llena de ilusiones para que yo lahaga sufrir . Yo no tengo derecho a atarla a unavida llena de lucha y sinsabores .

Ella lo miró sorprendida, tratando de abarcaren sus pupilas la explicación de sus temores .

-No, Daniel -le respondió con tranquili-dad-, eso que Ud . dice no me desalienta. Yosé que Ud. lleva una existencia dura por levantarsu hacienda. ¿Acaso he olvidado que una vez mecontó sus sueños de trabajo, sus proyectos de re-forma? Pero en lugar de alejarme de su lado,me acerco más, debo unirme más a Ud . aunqueestuviere engañada . No es que sea leal, es que meatrae esa misión tan hermosa que quiere paraUd. solo .

-Yo podría dejar la hacienda, Gabriela, si Ud .lo quisiera .

Ella volvió a mirarlo y descubrió en sus ojosun rayo de súplica, de abatimiento. Parecía ha-berse adelantado . Pero Gabriela fue noble, e in-sistió

-Si Ud. hace eso, yo tendré la culpa, y enton-ces, me faltaría valor para volver a verlo .

La noche avanzaba y las parejas iban poco apoco retirándose . Daniel acompañó a Gabriela jun-to a su padre y se despidió . La ciudad conmenzabaa despertar al canto de los gallos .

Sobre los techos de teja de las casas dormidas,se dibujaba la sombra de las palmeras .

Después del desaire sufrido por los oficialesvenezolanos en el baile del Prefecto, Alzuru se diocuenta de la situación embarazosa en que lo habíacolocado Urdaneta. Como el Istmo pasaba unaépoca de penurias debido a las continuas guerras

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civiles y a las asonadas, el pago de los serviciospúblicos y del Ejército se hacía con irregularidad .Ello fue otro motivo de disgusto que se agregóa la ya larga serie sufrida por los militares . Había,pues, que proceder rápidamente para evitar queentre la tropa naciera la insubordinación y el Ge-neral Urdaneta dispuso dirigirse a Alzuru en de-manda de instrucciones . Cuando llegó al despacho,éste dictaba una carta a su Secretario Privado, elDr. González .

Nadie osaba interrumpir al Coronel cuandoarreglaba su correspondencia . Con la mano de-recha sobre el mentón, en actitud de meditación,observaba el giro de la pluma que trazaba gran-des rasgos sobre el papel . Alzuru era un hombredemasiado exigente y como su letra no era her-mosa, requería de sus secretarios esa cualidad .

Cuando Urdaneta entró, levantó los ojos y sa-ludó afectuosamente . Le brindó asiento a su ladoy continuó dictando :-¿En dónde hemos quedado? - preguntó al

Secretario .-«Los medios para el pago de salarios son

insuficientes», Excelencia - respondió éste.-¡Eso es!. . . . Escriba : «y si no me facultan

para arbitrar nuevos impuestos, me veré en la pe-nosa necesidad de proceder de acuerdo con micriterio para mantener la disciplina del Ejército» .

Después de un rato preguntó :-¿Terminó Ud .?-Sí, Excelencia. Sólo falta la firma.Alzuru tomó la pluma y puso su nombre con

rasgos claros y grandes .-Puede seguir arreglando la correspondencia

en su oficina -le dijo a su Secretario . Y dirigién-dose a Urdaneta, agregó- : ¿Qué opinión le me-rece mi plan, General?

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-Muy bien arreglado, Coronel. Todo está dis-puesto para mañana .

-¿Después de la misa mayor?-Supongo que en el mismo instante. Desde esa

hora, don Pedro Jiménez dejará de ser Prefecto .-¿Habló ya con el Arcediano Manuel José

Calvo?-Esta mañana estuve en su despacho . Por cier-

to que tuve necesidad de valerme en mi autoridadmilitar para que cediera .

-Bien me dijo el Teniente Hinestroza, que has-ta el clero estaba de parte de los istmeños . Y elseñor Vallarino, ¿ha aceptado el nombramiento?

-¿Qué otro camino le quedaba para escoger?Prefirió compartir conmigo la responsabilidad delGobierno, a desafiar mi enojo y la imposicióndel Ejército.

-¿Las comunicaciones para el Gobierno Cen-tral, ya las tiene listas?

-El Teniente Hinestroza está a cargo de ellas .-¿Se les ha dado aviso a los oficiales?-Ud. se encargará de ello, mi General .-Es Ud. un hombre precavido, Coronel . ¿Para

qué hora está señalado el acto?-Para las diez de la mañana en que llevaré

a Vallarino a tomar posesión de la Prefectura .Después, se anunciará en la misa .

-Entonces estoy quitándole el tiempo, mi Co-ronel .

-Demasiado sabe Ud . que lo necesito ahoramás que nunca.

-Gracias por el honor. . .-El honor y la lógica debemos compartirlos

por igual.Urdaneta se llevó las manos a la cabeza y pro-

testó-No, mi Coronel. Yo soy un subalterno suyo . . .

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i El Libertador dei Istmo no puede estar en elmismo plano que el soldado Urdaneta!

Alzuru le alargó la mano que el General estre-chó efusivamente. Cuando éste se retiró haciendoresonar en el piso los golpes acompasados de susbrillantes espuelas, el futuro Dictador se sonriólleno de orgullo y de satisfacción .

-Mañana -se dijo - mi nombre entrará enel templo de la inmortalidad .

x x #

El alba del 22 de junio de 1831 fue triste ydesolada. El «veranito de San Juan» había sidopoco duradero y las brisas del mar llenaban elambiente de una frialdad que preludiaba la esta-ción invernal .

Pero la sociedad istmeña olvidó el mal tiempopara concurrir a la Iglesia Mayor, porque se trata-ba de una costumbre de la cual la aristocracia sesentía orgullosa.

El viejo Goyo madrugó ese día más de lo co-mún para preparar el coche, y aunque Gabrielaprefería ir a misa a pie, no podía evitar la vanidadde su padre que se sentía feliz de su carroza bri-llante y nítida como un espejo, y tirada por doshermosos caballos de las haciendas de Bernardino .El fiel mayordomo, en ocasión de estos actos queél deseaba ardientemente, sacaba de su baúl olien-te a mastranzo la vieja levita que Sebastiana olvi-daba siempre poner al sol. Cuando todo estabalisto, se iba con toda ceremonia a anunciarse anteel amo . Una vez satisfecho ese gesto de cortesíaque Don Octavio contestaba con una sonrisa, elviejo Goyo marchaba hacia el coche, abría la por-tezuela para que Ocampo y su hija entraran, lacerraba después con estrépito porque la vecindad

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debía darse cuenta de que se trataba de la carrozamás llamativa y hermosa de la ciudad, y ya en elpescante, lanzaba el tronco de animales calle aba-jo, dejando a su paso una nube de polvo .

Cuando los Ocampos llegaron a la Iglesia, casitodas las bancas estaban ocupadas ; pero ellos te-nían una reservada de antemano, dos filas detrásde las que ocupaban las autoridades administra-tivas y militares .

Al subir la escalinata del atrio, unos ojos bus-caban a Gabriela con afán . Pero ella iba distraíday Chanita, que había marchado delante con el al-mohadón del reclinatorio guiñó el ojo con picardíay le dijo en voz baja :

-¿A que no sabe quién la etaba mirando?A Gabriela le saltó el corazón de alegría por-

que pensó en Daniel, a quien tenía muchos díasde no ver. El le había dicho que en la hacienda lonecesitaban con urgencia y no quiso esclavizar sutiempo como ya lo había hecho con su alma. Ade-más, en la noche del baile había notado que él,mientras bailaba con Ramona, seguía desde lejos,con creciente interés la conversación que soste-nía con Urdaneta y aunque más tarde no fue losuficientemente indiscreto para inquirirle sobreel tema, ella sintió un gran consuelo porque co-nociendo su espíritu rebelde, hubiera tenido queengañarlo .

-¿Por qué no volvió los ojo, niña Gabriela?- insistió la mulatita .

-No me interesa, chiquilla atrevida - respon-dió ella dándole un tirón de orejas .

-¿Y si adivinara creo que le alegraría lo oído?- siguió diciendo Chana .

Pero Gabriela no pudo castigar la insolenciade la criatura porque en ese momento entrabanen la iglesia .

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-Es el capitán Don Gonzalo, mi niña -añadiómostrando la hilera de sus dientes blancos y pe-queñitos-. ¿Se creía que era el niño Danié?

-Te he dicho que no quiero saber nada . Andaa la pila de agua bendita y persígnate .

El amor sin barreras que sentía Hinestroza porGabriela crecía a medida que ella se mostraba másesquiva. Pero el corazón del militar era como esaspiras que cuanto más leños les arrojan, más ira-cundas se vuelven .

A ella le mortificaba esa insistencia delapuestomilitar y le dolía tener que aparentar incite, en" aa toda ilusión porque no quería atar a Daniel tanpronto a su vida o herir su morir ':a de hombresencillo y noble .

Ya la misa había comenzado cuando llegó elCoronel Alzuru, acompañado por Don José Valla-rino y un brillante séquito de oficiales . El ^ Arce- diano Calvo concluyó bien pronto las ceremonías úas

religiosas para elevar después sus oraciones enbien del nuevo Gobierno que se iniciaba .

Fue entonces cuando los fieles comprendieronel verdadero motivo de la asistencia de las auto-ridades civiles y militares del país, y un silencioglacial, como si una ola de muerte hubiera caídode improviso, siguió a las palabras del prelado . Elestupor que se pintó en los rostros de los istmeñosno era consecuencia del nombramiento de Valla-rino y la destitución de Jiménez, porque amboseran compatriotas y se les quería y se les respe-taba; era el significado que encerraba dicha arbi-trariedad. No podía concebirse en el espíritu libe-ral y amante de la paz de Alzuru la violación delas leyes y ello tenía que ser el resultado funestode la influencia que sobre él comenzaban a ejercerel General Urdaneta y la banda de oficiales vene-zolanos que una noche vinieron a las playas hos-

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pitalarias del Istmo perseguidos por la justiciaecuatoriana .

El coro de voces acompañado por el órganoinvadió el aire de místico recogimiento. Y la de-voción que llenó de fe las almas de los fieles fueun bálsamo consolador de las penas y desasosiegosque vislumbraban con justa aprensión .

Terminada la misa, Gabriela, dándole el brazoa su padre que sufría horriblemente cuando sehincaba, porque comenzaba a sentir reumatismo,salió de las primeras y se detuvo en el atrio asaludar a sus amistades que comenzaron a rodear-la. Ramona Urriola se acercó acompañada por supadre Don Pedro de Urriola y su madre DoñaAntonia de Obarrio, y abrazándola efusivamentele dijo al oído :

-¡Qué feliz eres, Gabriela! Aquí estoy sin ga-lán que me haga la corte y tú en cambio tieneshasta sustituto .

-¿Sustituto? -respondió ella sonriente- .¿A quién te refieres?

-Te está devorando con los ojos y tú le de-muestras despego . ¡ No seas cruel, mujer, y alientasus esperanzas!

-Ah. . . ya comprendo, picarona . ¿Te refieresa Gonzalo? -exclamó con gracioso mohín, mien-tras se quitaba la mantilla y la doblaba cuidado-samente -. Recuerda que sólo hay un sol en mialma .

-Pero ese sol se oculta de noche .-Y me deja de recuerdo las estrellas .-Estás muy romántica, Gabriela . ¿El amor te

ha puesto así?-Tú que también lo sientes, ¿no te ilusionas

como yo?-No siempre -respondió Ramona con un

dejo de cansancio en la voz -. Parece que mi

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alma es a veces insaciable y no se conforma conuna ilusión que es pasajera.

Gabriela miró sorprendida a su amiga y quisoinquirir la causa que la abatía, pero en ese instan-te llegó Don Octavio, que se había separado paracharlas con el doctor Blas Arosemena y Don Agus-tín Tallaferro. La carroza ya estaba lista pero tu-vieron que esperar el paso del nuevo Prefecto, delCoronel Alzuru y de su séquito militar entre elque figuraban el General Luis Urdaneta y el Te-niente Hinestroza.

Cuando partieron dejando una nube de polvo-al viejo Goyo le encantaba causar asombro alos transeúntes con su pericia consumada-, Ga-briela parecía sentir todavía el peso de los ojosdel despechado militar .

w

Después del almuerzo, Don Octavio se refugia-ba en un rincón del jardín, bajo un coposo árbolde pan, y allí dormía la siesta en una hamacaque le había regalado Chico Guerrero con motivode su cumpleaños. Reinaba en la atmósfera unsilencio que convidaba a los recuerdos . Hasta lasaves del corral que picaban la hierba en un cercoque el viejo Goyo les había construido se echabanpara recibir la frescura de la tierra .

A las tres de la tarde, Gabriela despertaba asu padre para que bebiese caldo de caña, costum-bre que adquirió cuando poseía el negocio detransporte, y a la cual se apegó tanto que la con-virtió en una necesidad .

Pero esa vez, ella no se vio obligada a inte-rrumpirle el sueño porque él hacía rato que sehabía levantado, y apoyado en el brocal del pozo,

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se entretenía en ver el. reflejo de los cundeamoresen la superficie del agua .

Se veía que estaba preocupado y Gabriela quehabía heredado de su madre ese espíritu sagaz quele hacía comprender las cosas antes de que se lasdijeran, lo notó al momento .

-Papá, ¿quería decirme algo?Don Octavio miró un instante alrededor y cons-

tató que estaban solos. Tomó la barba de su hijacon la mano derecha, escrutando en el fondo desus ojos un rayo de confianza, y le dijo :

-Gabriela, hija mía, estamos viviendo horasde desasosiego .

-Ya lo esperaba, papá .-¿Por qué? ¿Te dijo algo el General Urdaneta

la noche del baile?-El me habló en términos muy vagos, en re-

lación con la actitud que habían tomado los istme-ños y agregó que no me asombrara de ciertossucesos que se realizarían muy pronto.

-¿Y tú no pensaste, hija, que deseaba contarcon la aprobación de esa sociedad que le cerró suspuertas desde el día en que llegó del Ecuador?¿Ignoras que lo sucedido ayer en la iglesia es ape-nas el comienzo de una dictadura mil veces másgrave que la de Espinar? ¿Que el Ejército estáen manos de la oficialidad extranjera y que cual-quier conato de rebelión será castigado con lamuerte? ¿Que todos los istmeños que tenemosalguna representación social estamos estrecha-mente vigilados como si se tratara de unos crimi-nales?

Gabriela no pudo disimular su desesperación, ytomando entre sus manos la -solapa de la levitanegra de su padre le inquirió :

-¿Cómo sabe Ud. eso, papá? ¿Se lo dijo eldoctor Arosemena?

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