traje de lirio - año de serpientes_maquetación 1 (3)

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     JORGE PAOLANTONIO

    Traje de Lirio

     Año de Serpientes

    Dos novelas breves

    ColecciónCorrélavoz Imaginanteeditorial

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    Edición: Oscar Fortuna.Imagen de cubierta: fotomontaje de Gustavo Otero y Emilio Caminal.

    © 2014, Jorge Paolantonio [[email protected]]

    © 2014 de esta edición: Editorial Imaginante.

    [email protected] www.editorialiamaginante.com.ar

     www.facebook.com/editorialimaginante

    Impreso en Argentina.

    Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquiermétodo, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sinla previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright .

    Paolantonio, JorgeTraje de lirio. Año de serpientes.- 1a ed. - Villa Sáenz Peña :

    Imaginante, 2014.190 p. ; 20x14 cm.

    ISBN 978-987-1897-63-6

    1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.CDD A863

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    Traje de Lirio

    Novela originalmente editada en 2012 por Ediciones Culturales SanSalvador, integrando el volumen Identidad y correspondiente al

    SEGUNDO PREMIO -género narrativa 2011- del certamen literarionacional 'Premio Municipalidad de San Salvador de Jujuy'.

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    Este pueblo es muy chico.Un carnavalito puede envolverlo.Por la calle de mi casa veo pasar la vida;la desgracia, el amor, la humildad […] Nadie sale de sí mismo.Todos, casi todos, están ahogados en ellos mismos  y es necesario cambiar.

     Jorge Calvetti

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    1 ______ El lugar

    Los veintiocho chicos vivían en un pueblo de veinte milalmas y una precaria usina eléctrica. El asfalto, alfombra de

    civilización moderna, cubría solo hasta los cuatro bulevares.Quienes vivían dentro de ese perímetro eran chicos “del cen-tro”. Quienes no, eran “de las afueras” (lo que pasaba con losdel Hogar Escuela detrás de la ‘cancha de aviación’, nombreque recibía un improvisado aeropuerto con corredor de tierra apisonada).

     Más allá de los bulevares hay construcciones que llamamos ‘casitas baratas’ y que el gobierno se las regala a la gente muy pobre, pero trabajadora. Des- pués de esos barrios están las barrancas y un arroyosiempre seco que se llama Fariñango. Si alguno de la escuela quiere insultarte puede decirte ‘sos un ba-

    rranquero’ y eso es terrible, porque ellos viven encuevas y “no poseen techo propio”.

    Después del arroyo seco venía un camino serpenteante. A Tavito le gustaba lo de serpenteante. Serpenteante como la cu-lebra que vimos con abuela. Y más le gustaban los sauces llo-

    rones a la orilla. Desde la ventanilla del auto de su padre, éllos miraba mucho, con la esperanza de verlos derramar sus

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    lágrimas. Y más allá, bastante lejos, corría un río todavía sinnombre para él.

     Metés los pies y el agüita te va pasando comocosquillas fresquitas mientras tus dedos gordos pa-recen más gordos y más blancos bajo el agua y te tiras de culete sobre las piedras y te pasa la frescura  por el pupo y haces pis sin contárselo a nadie y la  pis te sale calentita por la malla azul picosa y tenés unas ganas de quedarte a vivir allá hasta que el calor se vaya para siempre y te llamen a salir ur- gente por que el asado está listo.

    La ciudad tenía un reloj en la torre de la catedral. Todoslo consultaban, pues la ciudad era chata y la torre se veía 

    desde muy lejos, a menos que hubiese aquel viento que lla-maban zonda.

    Se llama reloj del público y si querés saber la hora salís a la vereda y mirás con fijeza. Una vuelta el asfalto pelaba, pero salí en patas para ver a qué 

    hora se terminaba esa siesta de mierda. No sabía leer los números que dijo abuela que venían de Roma imperial. Salir entonces no me sirvió un ca-rajo más que para quemarme los pies por andar descalzo. Y no era que no me gustase leer. Ya leía desde fines de primero. Al principio me gustaba más si alguien leía para mí.

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    En ese libro con el que aprendía yo, a veces — casi siempre— inventaba sin leer las letras. Me gus-taban las uvas: señalaba y leía “u-vas, uvas”. La maestra corregía: “ra-ci-mo, racimo”.

     Me gustaba el choclo del puchero y leía: “cho-clo”. Ella corregía: “ma-zor-ca, mazorca”. Un pi-miento verde y decía “pi- mien-to, pimiento”. La señorita me gritaba: “la a con la jota y la iii hacen... ¡¡ A-JIII !! Gustavo, te pido por favor que 

    leas lo escrito, no inventes. Tenés más imaginaciónque empeño, caramba.” 

    Los días eran todos iguales. A veces corría el zonda. Unfenómeno que nadie quería del todo. Pero que había que so-portar.

    Es un viento ladino de mierdita. Te entra por la nariz y se te seca la garganta y escupís un gustoasqueroso y querés correr a lavarte las manos a cada rato. Los libros se te cubren de un talco marroncitoque trae la ventolina y hay que cerrar las persianas 

    cuando llega para que no ensucien, dice la abuela,sus sillones de pana y grita ‘a bajar urgente la tapa del piano’, ya que el polvo raya las teclas de marfil  y ébano y hay que cerrar la boca porque si no se te mete en los pulmones, dice la maestra, que son acor-deones de respirar y después te puede venir esa tos  perruna de perro pero que en realidad es zonduna 

    de zonda.

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    En Santa Marta no llovía aun cuando fuese más que ne-cesario. Se contaba con la lealtad de tanques, tinajas y aljibes.La boca seca y la lengua pastosa eran frecuentes. “La gente bien sacia su sed con el increíble sabor de Bidú” . La frescura podía comprarse en pesadas barras de hielo que, en las casa de centro, repartía un carro hacia media mañana. Las muca-mas picaban los enormes poliedros en trozos que enfriaban vinos, menjunjes y jarabes. Y reservaban alguno al que, en eldormitorio principal, ponían frente a un ventilador. La sen-

    sación resultante deshacía el ahogo de las matronas y la en-trepierna de los señores.

     Y como en todo pueblo, la vida se repartía entre niños es-colarizados y sus maestras, políticos de café, filósofos de so-bremesa, testaferros y capataces de terratenientes, señoras debusto grande, señoritas escribidoras de cartas, viejitas beatas,lecheros matinales, catequistas, gatas maulladoras, gatos ca-

    pones, perros pila de la invasión incaica, flaquísimos galgosde la avanzada goda, periquitos, reynamoras y canarios flauta.Hasta iguanas de patio había. Labradores y peones vivían enotra parte. Pero las decisiones de peso escapaban a todos ellos. Venían siempre de otras gentes y otra parte — casi siemprede lugares cercanos a un cuartel— . Al atardecer, las radiosabrían lentamente el ojo de sus botones verdes. Esperaban a 

    que la gente grande tomase asiento para empezar a contarhistorias o musicalizarles el vermú de pan, queso y aceitunas. A veces, los aparatos aparecían vociferando con el poco salu-bre propósito de inquietar con reportes de revoluciones alson de marchas al paso de la soldadesca. Todos escuchaban.Miraban al piso o a la ventana más a tiro. O al techo. Todosescuchaban, pero se miraban poco entre sí.

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    El otoño era menos pegajoso que el verano. Era un sar-pullido en todas partes. Pero la picazón se iba con el zonda.

    La primavera llenaba el aire de panaderitos y se ponía pe-sada con la fragancia de los azahares.

    Frío riguroso no hacía casi nunca.

    Te dicen llegó el invierno y pegamos algodones en la figurita que hace como que es la nieve y te en-

    vuelven con una bufanda para evitar contraer la tos convulsa o la tos ferina.

     Me hubiera gustado tener alguna para saber la diferencia. Ahumada, sobrino de la maestra de pri-mero, y que venía de Bañado de Ovanta, siempre tosía mucho y de clase nos llevaron a la casa del 

    niño Ahumada que aprovechó a faltar a clase para morirse. Estaba dormido entre puntillas y pálidocon los agujeros de la nariz con algodones y venitas rojas como lombrices en la cara y nosotros transpi-rábamos, qué invierno de mierda, y alguien le es- pantaba un mosca y le pasaba un pañuelito sobre la boca y habían puesto una copa debajo de donde 

    estaba el chico por si tenía sed antes de irse, dijo la maestra de primero, que lagrimeaba al vernos y yomiraba el Cristo y las velas ardiendo de la capilla ardiente y todo se incendiaba y nos moríamos todos con la nariz tapada con algodones que nos evitaría el zonda y ya estaríamos tranquilos sin cerrar per-sianas ni tener que repetir con una vieja padrenues-

    troquestásenloscielos para que el alma de Ahumada tome el agua y se vaya derechito al cielo sin fijarse 

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    en los sauces llorones y el agua fresquita de los días menos iguales que otros.

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    2 ______ El rito

    La maestra de primero superior abría hacia adentro una de las hojas de la puerta con rectangulitos, hacía chocar lasplataformas de sus sandalias de taco chino y lanzaba una vozaterciopelada que silabeaba:

    —Bue-nos-dí-as-alum-nos.

     Y que en realidad quería decir “quietos, callados, espalda contra el banco, el que esté hablando se calla, manos todassobre los pupitres”.

    —Buenos días, señorita —respondían veintiocho espaldas

    erguidas y cincuenta y seis manos sobre los pupitres.Como fondo a destiempo, se oían cuatro cri-cris de esas

    plataformas suyas hundiéndose en los listones del piso de pi-notea. Venía un golpe seco de carterón contra escritorio. Unpar de manos enguantadísimas extraía una carpeta forrada en papel araña azul. Unos tímidos carraspeos preparaban elexacto timbre de las laringes.

    —Acosta, Gustavo Raúl.

    —Presente señorita.

    —Alessandro, Julio.

    —Presente señorita.

    —Chasampi, Josué.

    —Presente senorita.

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    —Es “ño”, “ño”… a ver si lo practica.

    —Sí, mi seno…seno…seññññorita.

    —Chiesa, Manuel Ángel.—Presente, serita.

    —“Se-ño-ri-ta”, Chiesa, “se-ño-ri-ta”.

    —Sí, se-ño-ri-ta... presente.

     Y así lo suyo, la negrura de Carrizo, la cabezota de Coba-

    cho, las chuecas de los hermanos Mamaní, el jopo de Gus-tavo Ferreras, las velitas mocosas del colla Moya, losbolillones celestes del polaco Ryl-Kuchar, la nariz ganchuda de Chumbita, las pecas de Sosita, hasta llegar a los cariacon-tecidos del Hogar-Escuela “que se han unido a nosotros hasta tanto el ministerio les asigne maestra” y usaban guardapolvossin almidón. Veintiocho nombres volcados con letra pareja 

    sobre los cuadritos del carpetón azul: Primero Superior, Sec-ción “B”.

    Finalizada la obertura, las manos debían estirase inmóvilessobre cada pupitre. Los ojos verde-lima de la señorita Nina,portados por las plataformas cricosas, iniciaban la inspección.Miraban cada pulgar, índice, medio, anular y meñique, sinolvidar la uña morada de Navarro ni el dedito moto de Va-rela. Tarde o temprano, el magno índice picaba como avispa sobre una mejilla enrojecida. La educadora señalaba la má-cula y luego la cajita alargada sobre su escritorio. El incrimi-nado del día se incorporaba y corría a levantar la tapa mientras el resto de la clase entraba en un abejorreo apenasaudible.

    El perfume de esas tres pastillas de la caja envolvía de lilasempalagosas la mañana apenas desayunada de todo ese salón.

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    El de las manos sucias o uñas de medio luto tomaba su jabón.Debía huir al baño, fregar la mancha, mugre o borrón hasta quedar olorosamente puro y tornar con las extremidades hú-medas, entrar pidiendo permiso y volar hasta ella. Toalla dehilo en verónica, ella aguardaba para secar, escrutando una  vez más esas manos ya redimidas por el hábito de la higiene,niños, que es lo que salvará al mundo. Y su voz de tela satinada decía muy bien y cerraba la tapa de volutas verdes y pétalos violeta ribeteando el nombre “Savon Lilas par Roger & Ga-

    llet” .

    Porque si ustedes niños de primero superior “be” crecen en la ignorancia de la pulcritud, estén segu-ros que los microbios, esas arañas invisibles que eneste momento, sí, en esta mañana, están cami-nando por sobre los pupitres y encaramándose allí donde ven rastros de suciedad, terminarán adue-ñándose de ustedes y haciéndolos sus esclavos en los  peores males como la tiña, la cancha, los herpes y las testes, las pústulas, las llagas y una cosa muy tre-menda, tan tremenda que es una palabra esdrújula que se llama sífilis. Así que no se laven las manos,

    compren esas porquerías de bocadillos grasosos que Tuca les vende detrás del alambrado del patio, conesas uñas de peinetón mugrosas, compren y envené-nense llenando sus estómagos de esas arañas invisi-bles, pero voraces, hambrientas y con más razóndeseosas de masticarse el hígado tiernito de niño,chicos como ustedes, y no les digo más. Pongan la 

     fecha del día y copien debajo la frase que tiene que 

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    hacer carne en cada uno de ustedes: Mens sana incorpore sano.

    Gustavito no sabía qué tenía que ver la carne con la man-zana. La maestra escribió el lema. Y mientras lo hacía les dijoque se trataba de una frase del idioma Latín que habla la santa madre iglesia y reproduce nada menos que la voz de Dios, niños.

    El chico, junto a la mayoría de sus compañeros, escuchaba 

    atento, arrobado por el fulgor de los ojos verde-lima, aunqueentendiese la mitad del discurso que salía de la boca que loemitía.

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    3 ______ El afiebrado

    Cuando uno ya sabe que la vida está llena de arañas invi-sibles llamadas microbios y que éstas nos amenazan por den-

    tro y por fuera, lo mejor es, como decía abuela Carmela,tomar un baño diario y luego secarse al sol del patio de atrás.

    —El astro no debe incidir directamente sobre la cabeza porque ahí sí que uno puede insolarse. Te tiene que dar de coté —decía ella. Y agregaba—: Hay que cuidar, también,que al momento de salir y secarse no corra viento: un airecruzado puede dejarte tullido o ladeado para siempre.

    Tampoco se puede mirar al sol de frente: se te cruzan los ojos y, con la más mínima brisa, quedás bizco. Si tuviste sarampión o algunas de esas enfer-medades con las que te llenás de costritas, lo mejor es poner la bañerita de latón en el patio y con el sol 

    a pico, meterte en agua de jarilla. La Panchita lle- gaba con la pava grande que mamá no quería lla-mar pavota porque le recordaba a una persona que odiaba. Con mamá y tía Ernesta frotándote con la esponja de la planta para que se te caigan las cás-caras. El agua, después, debía ser arrojada en la re- jilla para que se vaya al pozo ciego. Si llegabas a 

    tirar esa agua en algún macetón, las plantas se te llenaban de pulgones y se secaba todo.

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    También explicaba Carmela que, en esas tierras de lluvia 

    miserable, muchos, por ahorro e ignorancia, habían usadoesas aguas de lavar pestes y, sin querer, liquidaron jardinesque se pusieron pobrísimos. Solo sobrevivían las pencas.

     Y no se podía ser alumno de primero superior, división‘B’, en el departamento de aplicación de la Escuela Regionalde Santa Marta, sin estar enamorado de los ojos de la maes-tra. Tenían ese frescor tan ausente de muchos jardines. Nohay nada como saber qué cosa es el calor del secano, para en-tender cuánto de bueno tiene un remanso. Uno quiere dejaresos baldosones que hierven y meterse, chapucear en hilitosde agua de deshielo. Y ella, la señorita Nina, fue siempre asípara Tavito. Gustavo Ferreras. Ferreras, Gustavo Adolfo. Sietey entró en los ocho. Niño precoz en pueblo chico. Hijo deElena, foránea y expeditiva, profesora en ciencias naturales,y Víctor Hugo, nativo del lugar, contable de oficio y con se-rias aspiraciones políticas.

    Tavito era un registro fidelísimo y víctima fortuita de todoaquello que amenazara corte, separación y hasta degüello.Desde chico él “veía” cómo la gente hablaba cortando las pa-labras y se lo contaba a su abuela y a la Panchita, que lo cui-

    daban alternadamente mientras sus padres estaban fuera.Carmela reía. La mucama se santiguaba. A veces la fámula 

    recibía la visita de su comadre Catalina, una vieja verrugosa a quien Tavito se negaba a besar.

    —Vamos, besala —insistía la Panchita.

    —Si no me besás —le dijo una vez la viejota con el gar-

    banzo en el labio—, te voy a cortar el pitito.

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    Gustavo la miró con miedo y asco y largó un llanto a gritopelado, tanto y tan alto que la mujer se tuvo que ir. Él, conterror, se veía con la pinchulina cortada perdiendo sangrecomo cuando papá se había cortado el dedo y le dijo que uno se desangra y si se desangra muere ahí nomás. Por el solo hechode pensarlo, fue levantando fiebre. Cuando su madre llegóde trabajar él hervía. No era la primera vez. Su tía Ernesta, la intemperante de la familia, terminó por apodarlo “el afie-brado”.

    —¿Dónde está el afiebrado? —preguntaba a su hermano. Y el contable suspiraba diciéndole:

    —Ernesta, no entendés que el chico es demasiado sensi-ble.

    —Sensible lo han hecho ustedes. Lo están amariconando.Le daría una buena tunda y verías cómo conmigo se le pasan

    las mañas. Ya en el jardín de infantes la señorita Freytes, maestra de

    música, lo había sorprendido excitado en un martilleo de suíndice sobre distintas teclas agudas.

    Ella intentaba un himno escolar que una docena de pár- vulos repetía sin entender. Tavito insistía y martillaba negras

    y blancas del final derecho del teclado.—Basta chiquito de porquería —explotó la docente—, o

    te rebano los dedos con la tapa del piano.

    Ese incidente motivó su primer delirio. La fiebre llegó a treinta y nueve. Hubo que cambiarlo de jardín y de colegio.

    Un día Carmela decidió hacer algo por su Gustavo Adolfo. Amaba a ese nieto para el que había elegido nombre

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    y destino literario como antes lo hiciera, aunque sin éxito,con su hijo Víctor Hugo.

    —Vamos a llevárselo a la Diluvina Toledo —dijo a sunuera.

     Así, en su rancho cumbreño, la Diluvina le dio una sahu-mada portentosa. Tiró raíces al brasero y después, hojas fres-cas y olorosas. El humo en la tapera creció hasta nublarlotodo. El chico tosió y tosió. Cuando la curandera lo vio alborde de la asfixia, le dijo:

    —Has di’aprender a no tener pavores porqui cada vez quet’esté por dar la calentura, derechito a mi rancho... vení,dame la mano. Y se la apretó como si usase una tenaza hecha de huesos.

     Y lo sacó de su rancho, tironeándole la manita con esasgarras traspiradas y frías. Afuera aguardaba Carmela.

    Nunca más hizo crisis febriles. Pero sufría el calor deafuera. Sudaba invierno y verano. “Transpirás —corregía Car-mela—, porque sudar, sudan solo los cafres y los caballos” . Rara era la vez que podía despertarse sin que su cama estuviera hú-meda y con ese olor a vinagre de vino.

    Por eso, cuando la señorita Nina les había insistido con

    los olores y el sudor y la higiene corporal, él no tuvo más re-medio que convertirse en un adicto al baño diario. Demásestá decir que sucedía con total aprobación de su abuela quien, además, volvió de la visita a la capital rica de una ca-pital de provincia vecina trayéndole una caja rectangularidéntica a la de la señorita Nina y donde se leía, en medio delas filigranas, aquello de “Savon Lilas par Roger & Gallet”.

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    4 ______ El diputado

    Carmela Molino Ayerza de Ferreras siempre había soñadocon un hijo senador o diputado. Su matronazgo y su ambi-

    ción hacían que ante la imposibilidad de ocupar un escañoen persona, lo quisiese para Víctor Hugo.

    Lo que no pudo calcular fue que alianzas y convenienciasde la época harían que su primogénito fuese a sumarse a lasfilas de un novísimo partido, el Justicialista.

    Descendiente directa de los primeros hispanos llegados al

     valle para tomar a manotazos la tierra que abarcasen con la  vista y emparentada con el último teniente de gobernador dela zona, la matrona solo concebía el mundo en términos deórdenes e indicaciones que se daban y obedecían. Y si loshombres de su familia habían sido conservadores, ella adhería a esa causa simplemente porque no se oponía a su totémica autoridad —ejercida, a veces, con destreza de titiritero.

    Cuando Víctor Hugo anunció su candidatura por ese par-tido populista, la mujer tuvo una suba de presión y perdió elapetito por dos días. Al tercero, ya estaba fresca como para rever su postura. Después de todo ya no era Santa Marta co-marca de sangres puras: tenían gobernador de ascendencia siria, intendente cuyo linaje incluía esclavos libertos, un jefede policía que venía, en línea directa, de un cabo de Liverpool

    fugado de la avanzada de la primera invasión inglesa; un di-rector de banco murciano que, a su vez, presidía la Sociedad

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    Española de Mutuo Socorro; un jefe de regimiento del máspuro perfil ario y hasta un obispo irlandés que daba sus ser-mones a media lengua. Que su hijo estuviera o no del ladode la chusma, tanto le daba: solo le importaban las prebendasy el tener, para los fastos patrios, su lugarcito en el palco ofi-cial.

    Ernesta Ferreras-Molino, en cambio, batalló desde un co-mienzo contra la afiliación de su hermano al partido que iba ganándose a las mayorías. Era miembro de la Liga de Damas

    Patriotas “Guillermina Briano de Ares”. Y para ella, comopara María Cresta de Antuñez, Soledad Berdes de Mendio-roz, Merceditas Vacarriola y las otras trece socias, la amantede Perón era una bastarda inescrupulosa disfrazada de hada madrina abrogándose el derecho a la beneficencia que, desdesiempre, había sido mérito y propiedad exclusiva de hijas le-gítimas y esposas legales de prohombres.

     Antes de que Víctor Hugo fuese electo diputado, sumujer, Elena, debió afiliarse al partido para militar en la “rama femenina”. Su labor se limitaba a las reuniones de una Unidad Básica. Allí se decidía cómo aplicar las bases llegadasdesde Buenos Aires para organizar campeonatos deportivospara “Toda la Juventud de la Nueva Argentina” —según el

    slogan oficial. Nada de eso le resultaba difícil. Se trataba, para ella, de asistir sin opinar: una conducta de toda su vida.Había conocido a Víctor Hugo cuando ambos estudiaban enla Universidad de Tucumán. Y se casó con él para huir de la muerte de un criollísimo padre tirano y tres hermanos varo-nes para los que fregaba cada momento en que no estuvieseestudiando. Así, Elena ponía atención a las peroratas de su

    suegra, quien la había aceptado “ porque era bien blanquita y tenía título de profesora ”, jamás discutía con la obtusa de Er-

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    nesta y daba sus horas de cátedra para cierta independencia de vuelo mientras rogaba que el Banco Hipotecario terminaseel chalé que les estaban construyendo para dejar la casona delos Ferreras-Molino.

    Demás está decir quién llevaba la voz cantante en losasuntos de familia. Y cuando el hijo de Elena y Víctor vinoal mundo, su nombre fue impuesto por la jefa del clan. Er-nesta sugería “Juan Facundo”: era nombre de gente bien.

    Elena, en cambio, abrigaba un nombre que recordaba a su primer novio, un santiagueño violinisto y picaflor. PeroCarmela, como siempre, había impuesto su voluntad.

    Cuando Gustavo Adolfo creció, sus amores y lealtades se veían tironeados entre una abuela emperatriz, una tía aspi-rante al trono, una madre tibia y un padre populista, perocasi siempre fuera de la casa. Una ausencia más notable, en

    realidad, a partir de su elección como diputado.

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    5 ______ La reina 

    Cuando Elena se avino a formar parte de un comité defestejos en la “rama femenina” del partido gobernante lo hizo,

    como ya lo hacía desde la “unidad básica” con lo de los tor-neos, para colaborar con su marido. Carmela le deslizó quetuviera especial cuidado, que no siendo parte de la plebe nosabía con qué bueyes o, mejor dicho, con qué mulas zainasle tocaría arar, que más vale seleccionase a quién le decía qué,y cosas por el estilo. La profesora de biología, entonces, sepreparó a mantener la boca cerrada 

    El primero de mayo de ese año, instaurado como “día del trabajador ”, debía celebrarse “en el interior del país, y a pedidodel General” con bombos y platillos. Hasta se incluyó undisco de pasta en el que un actor y cantante instaba a celebraral líder con una marchiña que culminaba con aquello de “ por él, por nuestra patria y por los hijos, por el amor que es nuestra tradición”. El tren trajo palcos y quioscos listos para armaresa romería politizada. La noticia bomba era que Ivana Kis-linger, Miss Argentina del año anterior y devenida, de la noche a la mañana, estrella cinematográfica, llegaría para co-ronar a la Reina Provincial del Trabajo. Cada departamentoprovincial debía presentar su candidata elegida y, de ser fac-tible, entre las más bellas adherentes a la causa oficial.

    —Tarea difícil —comentó irónica Ernesta en medio deun puchero de gallina.

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    Tavito, desde su silla, miraba la escena.

    —Ya lo creo —contestó la profesora—, serán todas algo...

    morochitas.—Y culonas, agregó con cinismo Víctor Hugo.

    Ernesta rió burlona mientras se servía otra pata inferior.

    Mirando con asco la garra, Gustavito preguntó a la tía Er-nesta:

    —Las gallinas, ¿tienen dientes?

    La mujer, sin oírlo, continuó su manduque. Le encantaba pelar a diente limpio la piel cocha de esos tarsos sin espolo-nes. Masticando, preguntó al hermano:

    —¿Quién es tu candidata?

    —Viene complicada la cosa. Miss Argentina es rubia y de

    ojos celestes, pero quieren una Reina del Trabajo que expresela belleza local —aclaró él.

    —¿Tienen dientes las gallinas, papá?... ¿eh? —se entro-metió el chico. Pero su padre tampoco lo oyó.

    —Y qué, ¿no hay rubias aquí? —preguntó Elena con ino-cencia. Los hermanos Ferreras-Molino rieron con sorna.

    Tavito aprovechó para dirigirse a Carmela:—Abuela, las gallinas, ¿tienen dientes?

    La matrona no pareció oírlo pues se dirigió a su nuera:

    —Las rubias naturales de esta ciudad son más desabridasque sopa de hospital, hijita . Después, claro, están las doradasa la hoja. Y es otro asunto.

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    —Y bueno, tendrá que ser morocha —resumió el dipu-tado.

    —¿No me ayudarías a elegir entre las chicas que van a mandarme las distintas Unidades? —rogó Elena a su cuñada.

    Ernesta, por primera vez, se vio en un brete. Pero colabo-rar con Elena le daba la posibilidad de conocer en persona y hasta quizás de hablar con esa rubia fina que había salido enlas tapas de las mejores revistas. ¿Qué pensaría el plenario dela “Guillermina Briano de Ares”? No, no podrían juzgarla mal.

    Después de todo, sería una especie de vocero de todas ellaspara mostrarle a Buenos Aires que allí también había algomás que la chusma mal puesta. Y sin pensarlo más, dejó demordisquear la tercera pata de gallina para aceptar el pedidode Elena.

    —Bueno, le dijo, pero nada de hacerme ir a esas... esascasas baratas de los comités.

    —“Unidades Básicas”, corrigió su hermano.

    —¿Y dónde, entonces? —preguntó Elena.

    —Aquí en la sala —dijo Ernesta con soltura.

    Carmela tronó despectiva:—Ah, no, m’hijita. ¡No con esos culos transpirados!

    —En la galería, entonces —corrigió Ernesta—. Y les po-nemos las sillas hechizas, concluyó.

    Carmela, sin contestar, se levantó de la mesa. Gustavitose quedó mirándola y luego preguntó a cualquiera:

    —Las gallinas... ¿tienen dientes...eh?... ¿tienen?

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    Fue entonces que Ernesta reparó en el niño:

    —Insolente —le dijo—, ¿no ves que los grandes estamos

    hablando... para qué interrumpís una conversación de gran-des con esa pavada de preguntas? —lo humilló con dureza.

    —Ah, bueno tía —dijo él con vocecita tranquila y de-claró—: entonces vos sos la reina.

    —¿Cómo? —preguntó ella sin entenderlo.

    —Porque sos morocha y sos culona tía —concluyó el

    chico con naturalidad.Ernesta le dio un bofetón y, exasperada, renunció a cola-

    borar con los festejos del pobrerío organizado. Mientras elchico lloraba a gritos, ella espetó a Elena y Víctor:

    —Este es el resultado de tanta blandura, de... no sé, esmejor que atiendan al chico en vez de ponerse a coronar…

    negritas. Y se fue, no sin antes patear una pesada silla de algarrobo

    que se interpuso en su camino.

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    6 ______ La lección de piano

    Superadas las crisis febriles, Tavito estaba listo para co-menzar sus lecciones de piano en lo del Tatita Cabrera, un

     viejo músico amigo de la abuela.—Este chico ha nacido con oído absoluto —afirmaba ella 

    a partir de que su nieto, a los tres años, había reconocido “El vuelo del moscardón” por Radio Nacional. Había bastadoeso para que la matrona dictaminase:

    —Oído privilegiado... absoluto, ¡como los grandes músi-

    cos!En realidad, Gustavo Adolfo tenía orejas grandes, pero

    oído, oído, lo que se entiende por oído musical, nada. Sinembargo, el empeño entusiasta de Carmela hizo que, tres ocuatro años después, el pianista retirado aceptase dar algunaslecciones a ese niño mentado como excepcional.

     Al principio el anciano, haciéndose el distraído, dejó queTavito completase su intención del jardín de infancia: tocary oler y acariciar y hasta lamer como un gato las teclas queuna vez le habían causado fiebre y terror.

    Pero después de unos minutos de aceptar el índice curiosodel chico y las lamidas a las teclas muy amarillas de su vieja pianola alemana, decidió tomar el toro por las astas. Empe-

    zaron por hacer claves de sol en un cuaderno pentagramado.Luego, Cabrera le enseñó al chico que redondas, blancas, cor-

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    cheas, semicorcheas, fusas y semifusas eran muñequitos dedistinta categoría que subían y bajaban más lentos o más rá-pidos un alambrado para producir música. Y la música, de-claró el anciano, es “el arte de combinar los sonidos demanera que formen armonía, melodía y ritmo”. El chico noentendía nada. Los signos se parecían a los negritos de los ca-ramelos Sugus. Pero miraba al viejo dibujar las formas conplumín y tinta china y reparaba en sus cejas de sauce llorón.También veía matas blancas en sus orejas y leche cuajada en

    sus ojos.Martes y jueves, a las diecisiete, el chico caminaba las cua-tro cuadras que lo separaban de la casona del anciano, con elHannon y el Beyer bajo el brazo (forrados por Elena en elmismo papel que usaba la señorita Nina).

    Llegado, se ponía en puntas de pie para alcanzar el alda-bón con el que llamaba. Lo recibían el maestro y Lila, una perra regordeta que plumereaba sus rodillas mientras donPedro lo iba aligerando de los “métodos”.

    Frente al teclado se le hacían larguísimos los minutos enque el viejo le mostraba un ejercicio para la mano derecha.Ni qué decir si se trataba de la mano izquierda. Pero Tavitono abría la boca.

    Parado al lado del maestro explicando, sus ojos se iban altaburete. Era lindo para jugar ser el volante de un FordTreinta y Ocho como el de Víctor.

    Observaba la nuca rugosa del anciano. Pero jamás pre-guntó por qué la tenía así. Recordaba, aunque no siempre,que Carmela le advertía: “Sos un principito y hay preguntas 

    que un príncipe de verdad nunca hace, así como tampoco se te ocurra pedir ir al baño en casa ajena”. Y cuando, tras el gesto

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    autorizante del maestro, tomaba su lugar en el taburete, seerguía y sentía las nalgas marcadas por los huequitos de la es-terilla. Tocaba entonces: mi sol do mimi, mi sol do mimi, la do la sol, la do la sol.

    —¡Fa no! —rugía el maestro—. Es sol, ¡sol!

     Y su uña gruesa de saurio martillaba la nota correcta.

    Después de esa tortura, venían las escalas. En ese mo-mento aparecía la Yoya, una criada del músico con agua de

    la canilla para el chico y un café para don Pedro. Gustavitosiempre se tomaba el agua como si estuviese hirviendo: era una forma de demorar su vuelta al piano.

    La clase terminaba cuando el viejo pasaba un paño por lasteclas primero y luego las cubría con una larga bufanda llena de bordados. Era el momento en que le gustaba mirar hacia una enorme puerta que abría hacia el patio y sentir el oloroso

     jazmín de lluvia que cubría parte de esa extensión de ladri-llones. Un buen día, el viejo le cortó la inspiración:

    —No mires mucho para afuera, no curiosees; esta casa fuela primera cárcel que tuvo Santa Marta. A esta hora, cuandocae la tarde, andan las ánimas de los muertos en prisión… vos no mires... no vaya a ser que algún espíritu sufriente se

    prende de vos y quiera llevarte para el otro mundo. Y Tavo, olvidando su calidad de aristócrata educado, dejó

    que la fiebre volviera a subirle de golpe y porrazo. Recordó a la Diluvina. Y salió como despedido de esa cárcel de los pen-tagramas con muñequitos de Sugus. Llegó a su casa sinaliento. La Panchita le encajó un vaso enorme de leche semitibia donde flotaba una espesa nata. Abrió la boca para to-

    mársela de un saque.

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    Luego fue y la vomitó con corcheas y semicorcheas en la maceta más bajita y ancha del jardín.

    Carmela nunca entendió porqué el chico salía pitando conla sola mención del piano o del Tatita Cabrera. Dejaron demandarlo. Como con lo del jardín de infantes. No más mú-sica los martes y jueves. De su oído absoluto ya se encargaría la vida.

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    7 _______ El rosario

    Eva Duarte de Perón acababa de entrar en la inmortali-dad. Con Carmela en Tucumán, la Panchita con gripe y 

    Elena y Víctor enloquecidos con la organización del duelonacional, Ernesta no tuvo otro remedio que llevarse al chicoa la reunión de la Liga de Damas, en casa de los Mendioroz.

    Luego de besuquear al chico con más o menos efusividad,lo mandaron a jugar con unos gatitos recién nacidos, tapadosbajo una “boina de vasco” en un rincón del gran patio.

    —Ya lo hizo —dijo María Cresta—. Se dio el gusto. Tra-bajó hasta reventar y se murió con el tiempo justo para quela pongan en altares.

    —Sí, mucho llanto, mucho luto y otro plan quinquenal,sentenció Ernesta.

    —Está… espléndida... la vi en la radiofoto de La Gaceta —comentó con la banalidad de siempre Soledad, la viuda del falso historiador—. Dicen que ella misma pidió que la embalsamen.

    —Ganas de jugar a la bella durmiente —ironizó Mora Feliú.

    —Solo que no hay príncipe que pueda despertarla, acotóLeonor Galindo.

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    Mercedes Vacarriola, mujer del alcalde, entró a los piquesy sin besos. Dejó cartera y guantes sobre una silla desocupada y largó sin preámbulos:

    —La tienen en el loquero de La Merced.

    —¿De quién habla? —preguntó una.

    —De la Cotona Otero —aclaró María Edelmira.

    —¡Ah! —dijeron todas a coro.

    Se trataba de una antigua socia de la Liga, caída en abso-luta desgracia a partir de los tiros con que había asesinado a un amante traicionero. Toda Santa Marta había sido testigode una venganza: la mujer despechada terminó liquidandoal traidor que, sin aviso ni explicaciones, la abandonó para casarse con una mocosa ingenua.

    —Está de remate —aclaró la alcaldesa—, comía raíces y 

    dormía en el suelo.Hacía tiempo que no hablaba con nadie. Un peón de la 

    finca de Aconquija le ponía panes a la puerta y los encontraba al día siguiente hechos migaja flotante en el brocal. Dicenque le dio un ataque de andar místico y la creían sanadora.

    La paisanada empezó a rezarle y a llamarla “la coloradita”.

    Todas recordaron la rojiza pelambre de la temperamentalex-socia.

    —Monseñor Hanglin —continuó Mercedes— no per-mite herejías de ningún tipo. Y la hizo encerrar.

    —Pobre muchacha, se oyó musitar a María Edelmira, la madrina de Tavito.

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    Las otras pusieron cara de pena transitoria hasta que Le-onor señaló:

    —¿No estábamos hablando de Evita?—Por favor... Leo... se dice “la Perona” —reconvino

    María Cresta, la presidenta.

    Mercedes Vacarriola, casada con un mayor de infantería retirado y al mando de la alcaldía, confesó que su presencia era de consulta. Entre los faustos del duelo nacional, la posi-

    ción de su marido, y su pertenencia a la Liga, ya no sabía cómo manejarse. Se hablaba de altares cívicos, escudos enlu-tados, procesiones de antorchas. Pedía consejo.

    —Hay que examinar esa runfla de pésames y lloriqueos—dijo Soledad Berdes.

    María Cresta de Antuñez usó su dictum:

    —Telegrama de lujo al señor Perón, condoliéndonos,claro. Somos cristianas y respetuosas de la investidura presi-dencial.

     Y dirigiéndose a Mercedes:

    —Y vos, vos Merceditas, actuarás como tu conciencia tedicte.

    —Está de Dios —sentenció la dueña de casa y agregó—:es hora de un rosario... por esa pobre infeliz de la Cotona,espectro de gente como una y víctima de su propia... —Y dudó— lujuria.

    —¿Y por “la Perona”? —preguntó Leonor.

    —¡Qué va!…al alma de esa le sobra quien le rece. Ya se

    ocuparan sus descamisados, perdé cuidado —concluyó Er-nesta.

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    El niño entró con uno de los gatitos en brazos. Era negroy como con botitas blancas. Encontró a las mujeres hincadasy a su madrina diciendo “GlorialPadre…alHijo…yalEspíri-tuSanto”. Lo puso sobre la alfombra donde estaban todas. Elpequeño felino se acercó maullando y tambaleante hasta Er-nesta. Al unísono con el “Amén” de las otras, Ernesta Ferre-ras-Molino gritó desencajada:

    —¡¡Imbécil desubicado, sacá inmediatamente de aquí a ese gato ciego de porquería !!

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    8 ______ El altar cívico

    La señorita Nina ya había dejado claro el día anterior quenadie pero nadie podía concurrir al establecimiento esa mañana 

    sin su ramito de flores.Los chicos hicieron preguntas. Ella fue definitiva.

    “Si son de mata o yuyal, que sean muchas, les sacan las hojitas, que queden solo las flores y su ale- gría. Las atan bien juntitas con un hilito negro, eso

    sí, para respetar nuestro luto. Si son clavelinas,mejor. Dalias, margaritas, yerberas, ni qué hablar.Corona de novia y jazmín de novio directamente no porque se deshojan con facilidad. Flor de du-razno puede ser. Es la época justa. Flor de cerezotambién. Flor de naranjo, excelente. Son flores de estación. Flor de pomelo no existe, Maturano, no

    sea burro. Cómo se ve que viene del cerro. Pero sí  flor de cebolla: parecen orquídeas. En realidad sonorquídeas para el pueblo. Queremos flores humildes  para su recuerdo. Humildes como lo fue ella envida.

    Tavito Ferreras sabía perfectamente cómo eran las orquí-deas “de verdad”. Para una fiesta de casamiento Carmela 

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    había hecho que Florería Amancay le trajese dos en una caja. Y apenas llegadas, zas, a la heladera: el aire seco de Santa  Marta es mortal para el cutis y las flores , decía ella siempre. Elchico sintió náuseas: estaba en ayunas como el resto de suscompañeros. Como la mayoría de esos trescientos chicos que,ramillete en mano, debían concurrir, por expresa indicaciónde la señorita regente, sin haberse atragantado de pan y café con leche para poder degustar con alegría el maravilloso chocolate que les ofrecerá la Fundación luego de la ceremonia . A la náusea 

    le siguió una transpiración fría en la frente y la presión de esa liga negra que les habían dado a todos para ponerse a mitaddel brazo izquierdo, sobre el guardapolvo. Los baldosones delpatio empezaron a dar vueltas. Giraba todo en derredor suyomientras le zumbaban los oídos. Y se hubiera dejado caer re-dondo, si no hubiese sido por la voz de la señorita Nina quelo volvió a esa mañana fresca de fines de septiembre, con el

    grito de “En marcha, Niños de la Nueva Argentina”.Tras doce cuadras interminables los trescientos alumnos

    de la Escuela Regional llegaron al lugar de la ceremonia. Era el famoso Hogar Escuela ‘17 de Octubre’, un edificio quemás parecía una casa de ladrillos, pero repetida veinte veces.Caminaron con dificultad por un sendero hecho de piedritasblancas que hacían un ruido bárbaro bajo los zapatos. De-

    moraron bastante para entrar y acomodarse en un salón lar-guísimo y muy ancho. Del techo colgaba una gigantesca lámpara votiva. En una pizarra, al costado de la entrada, seleía claramente: “El Homenaje a la Abanderada de los Humil-des hoy está a cargo de ” y, en letra de imprenta algo despareja,habían puesto el nombre de su colegio, “Escuela Regional deSanta Marta”.

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    Gustavito esperaba ver un cura. En vez, fue una señora detraje sastre negro frente a un micrófono de pie, al lado delaltar cubierto con la bandera. En frente, habían acomodadoa todo el mundo. Tras una oración declamada por la señora del trajecito, se descorrió un lienzo negro que hasta allí ocul-taba lo que algunos descontaban que sería un Cristo. Perono; se asomó sonriente la cara que todas conocían bien desdesu libro de lectura de primer grado. Un rostro agradable y una mirada serenamente bondadosa. El alumno de primero

    superior recordó intacto aquello aprendido el año anterior: ¡Evita ama a todos los niños! 

    Siguiendo la indicación del micrófono, su compañerito,el polaco Ryl Kuchar, salió de la fila. Pasó a su lado, rozandocon su delantal crujiente de almidón y subió hasta donde lollamaron. Las notas del piano y la mirada de una pianista re-gordeta dieron la entrada. El rubio abrió su garganta en un

    trino que se elevó por encima de la muchedumbre. La melo-día triste de un yaraví se adueñó de todos los oídos. Como sicantase un quechupay lastimero para anunciar que alguiense ausenta. Y Gustavito vio lo que nadie veía: cómo ese cantoera una nube que rondaba el enorme retrato de la bella muerta.

    No hubo aplausos cuando terminó. La señorita regente,antes, los había aleccionado aula por aula: no se aplaudecuando hay un duelo. Pero una multitud de ojos y pestañascreó un estruendo que ovacionaba el canto triste del pola-quito a quien, desde allí, lo apodaron ‘quechupay’.

    Seguros de sí y con los ramitos que asfixiaban entre susmanos, Tavito y el colla Moya esperaron su turno para avan-

    zar y depositarlos frente al retrato.

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    Uno por uno, todos rindieron sus flores sencillas a la me-moria de Evita, abanderada de los humildes , allí, en lo que la mujer del micrófono llamó “nuestro maravilloso altar cívico”.

     Ya en su sitio original, y mientras el homenaje se sucedía con lentitud, Gustavo Adolfo Fererras no necesitó volver a elevar sus ojos hasta la foto del afiche: evocó esa mañana delluvia en que la señorita Nina les había leído cosas de un libroescrito por Eva Perón: “Las cartas de los niños humildes tienensiempre un especial privilegio. Me gusta leerlas cuando quiero

    descansar un poco de mis compromisos en la Fundación”. Fueentonces, mientras le volvían las náuseas por el ayuno, quese preguntó quién iba a leer ahora las cartas con los pedidosde los niños pobres de la Nueva Argentina.

    Pero el nubarrón se despejó cuando desde el micrófonoles anunciaron: “ahora, chicos, pasen al comedor donde los es- pera un riquísimo chocolate con churros ”. Moya, casi en se-creto, le confió a Gustavo:

    —Che, yo prefiero mate cocido bien caliente y pan conchicharrones.

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    9 ______ Los artistas

    Elena, con la formación que tenía, sabía que una educa-ción demanda contacto con el mundo. Eso, en esa ciudad

    pequeña, lo podía dar en gran medida el poder ver buenaspelículas. Cuando Tavito se ensimismaba en la pantalla dealguno de los dos cines de Santa Marta, ella sentía al chicoentrar y salir de las historias con una facilidad y un gozo quela sorprendían. Decidió por su cuenta y bolsillo dar a su hijouna asignación para ir al cine cuantas veces quisiera. Antecierto cuestionamiento restrictivo de Carmela, Elena habló

    de la ventaja de tener al chico “cultivándose” lejos de la in-fluencia de la mediocridad de la mucama. Además, siempreestaría de regreso para la cena en familia. A Ernesta le parecióaberrante: “Darle más alas a un mocoso que ya era un agran-dado”.

    Gustavo Adolfo Ferreras, sin agrandarse, se sintió feliz. Y pudo verse todas las de amor, de drama, de que cantan y de  Abbot y Costello y de Jerrry Lewis y de Doris Day que le dieranla gana. De guerra no, de caubois tampoco, menos de que esténhablando en un escritorio.

    Un sábado, Carmela y María Edelmira lo llevaron a veruna de Lolita Torres. Hacía de una españolita llegada enbarco como polizonte y camuflada de gitanillo para subsistir

    en Buenos Aires. Pero que al final la más pobre que una laucha cantaba, se vestía de mujer de verdad, agarraba un novio y 

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    todos felices. “Es tan pura , tan inocente que ni se deja dar besos ”, elogiaba su abuela, “y cómo canta... ahí tienen otra de oído absoluto”. No fue ésta la única identidad que Tavito hallócon la estrella: podía bailar si quería con el traje de gitanilloque su madrina María Edelmira le había hecho para ir a la plaza de La Alameda en el corso de carnaval.

     Al día siguiente pidió a su madre que lo llevara a ver la misma película.

     Y el lunes se fue solo y la vio por tercera vez. Esa noche-cita, caminando de vuelta a su casa, canturreaba todas lascanciones de la película que había disfrutado tres días segui-dos. Y se reía mucho cuando evocaba a ese detective gordoque fumaba habanos y usaba el latiguillo “Ya lo dije yo.

    Saporiti... ¡¡nunca se equivoca!!”.

    María Edelmira, muy amiga de Carmela, y socia de la 

    Liga, no había tenido hijos. Casada con un vendedor de som-breros cuando la moda dictaba cabeza descubierta, su eco-nomía matrimonial había tocado fondo. Del primitivoesplendor les quedaba una casa colonial con antiguallas depatrimonio. En la sala, además del piano de media cola, losquinqués de opalina y los sillones de caoba con medallón demuaré carmesí, había un estrado de mampostería cubiertode almohadones. Cuando los sábados le llevaban a Gustavode visita, su madrina, después de almuerzo, quitaba los al-mohadones. Se sentaba al piano y animaba al chico para que,desde ese escenario, le cantase esas canciones de Lolita Torres.Se divertían como locos: ella con su aporreo y él con su vo-cecita desafinada pasaban felices siestas enteras. Ese mismoaño Tavito vio —con y sin acompañantes— varias películasde Lolita y las volvía a ver cada vez que podía. Su repertorio

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    de la cantante era completo: no tenía oído, pero sí memoria.Se sabía todas y así, cada sábado, su madrina y él gozaban deun espectáculo auto-generado.

    Un día María Edelmira le dio a Gustavo un abanico para que hiciese lo que la estrella en sus canciones. El chico lo ma-nejó como si nacido para ello. El paso siguiente fue anudarlea la cintura ese mantón de Manila que adornaba el Steinway.De allí en más, Gustavo Adolfo era una perfecta españolita meneándose y bailando, cantando y abanicándose. Y tal fue

    el revuelo y la cándida felicidad de ambos “artistas” que unsábado invitaron a tía Ernesta para sorprenderla, después delalmuerzo, con la gracia innata de su sobrino.

    Cuando Gustavo se montó sobre el estrado, con los labiospintados y en bata de cola, Ernesta pegó un salto.

    —¡¿Qué es ésto?! —le gritó indignada a María Edel-

    mira—. ¡¡ Qué es esta mariconada!! ¡¡Vos estás loca!! Y dirigiéndose al chico, le ordenó:

    —¡¡¡Bajá de allí enseguida y andá a sacarte esos trapos de“mariquita barrepatios”!!!

    Tavito estaba más encarnado que el rouge y los voladosde la nueva bata de cola que su madrina le había hecho con

    tanto amor. Bajó del estrado y corrió hasta el baño para sa-carse todo. Y mientras trataba de quitarse el esmalte corintode los labios, llorando a mares, vio en el espejo la cara regor-deta del detective que, sonriendo, declaraba:

    —“Ya lo dije yo: una reina morocha y culona. Saporiti...nunca se equivoca”.

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    10 ______ La germinación

    —Cuando la mina ya es grande, se le abre el poroto —dijo el gordo Delgado—. Y entonces ya está lista para que la 

    preñen y tenga hijos.Tavito no entendió qué relación había entre el experi-

    mento de la germinación, tema obligado de las últimas se-manas, y que una mujer tuviese hijos.

     A los nueve años el niño Ferreras, indigno hijo de una profesora de ciencias naturales, jamás se había inquietado de-

    masiado por el origen de los bebés. Le bastaba haber oídocien veces que, tras carta de solicitud de los futuros padres,la cigüeña parisina se encargaba de hacer el resto. Alguna vezpreguntó si la cigüeña era una sola o se trataba de un co-mando. Y, además, ¿por qué nadie las veía? La repuesta se la acercó tía Ernesta, que estaba a mano:

    —Son muchísimas. Con eso y todo, a veces no dan

    abasto. Es por eso que muchas cartas de pedido quedan sincontestar. Y nadie las ve: dejan los chicos a escondidas, en la  ventana de los sanatorios, por si los padres encuentran queel bebé es feo o no les gusta del todo. En realidad, una vezque mandaste la carta, tenés que recibir lo que te traigan. En-gordás mucho, para que la gente ya se dé cuenta que estás“de encargue” y te felicite. Y a los nueve meses te internás en

    una clínica para que te traigan el pedido en un lugar muy limpio.

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     Agregó, también de su cosecha, que a los negritos pobresno los traen las cigüeñas sino las chuñas. Y si un chico nacecon labio leporino, jorobado, pata bola o algún otro defectofísico es porque la cigüeña o la chuña lo tiraron de golpe y en la casa equivocada.

    Elena jamás había opuesto nada cientificista a la ilumina-dora versión de la tía. No por el niño, sino por evitarse roceso diferencias con la malaspulgas de su cuñada.

     Así que cuando el gordo Delgado dijo lo que dijo, y resu-mió toda su versión de la sexualidad en la palabra “poroto”,Gustavito quedó perplejo y profundamente sorprendido.¿Por qué le habían mentido? ¿Cómo es que mamá había abo-nado la historia de Ernesta cada vez que decía que tal o cualseñora “estaba de encargue”?  Ahora sabía la verdad gracias alcompañero Delgado: en la cama grande la pinchulina parada del hombre entra en el poroto de la mujer para “preñarla”, es decir, enchufarle una semilla en la monocotiledónea que después  germina en la panza y explota meses más tarde en un zapalloque la madre tiene que ir a la clínica para que los médicos se losaquen por el culo y lo partan en dos porque adentro está el bebé”. Ya le había parecido raro siempre que las cigüeñas hicierantodo ese laburo sin cobrar un peso.

     A partir de ese día, cuando Gustavo Adolfo iba al bañopara hacer pis, estudiaba la caída de su propia orina. Tenía la esperanza de ver alguna semilla saliendo de su pito.

    Cuando el sencillo experimento escolar llegó a su fin, cada alumno de tercero llevó su frasco con los porotos germinadosentre papel secante y luciendo orgullosas radículas y algunosbrotes. Gustavo cayó con su frasco sin nada de lo esperado:a pesar de las indicaciones y críticas de su madre, él había 

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    puesto contra el vidrio seis o siete semillas de anco. Y cuandola maestra anunció que el paso siguiente era un terrario, elchico se preguntó cuándo podría él hacer entrar sus semillasde zapallo en esos porotos que se abrían.

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    11 ______La niña negra 

    —“Toda vestida de blanco, almidonada y compuesta, en su féretro de pino reposa la niña negra ” —se angustió la pequeña 

    declamadora.Era la comunión de Nita, una vecina de cuadra de los Fe-

    rreras-Molino, y Tavito había ido a regañadientes porque leaburrían el trinaranjus, los sandwiches de miga, las tortas conpalomitas de yeso y las niñas vestidas de novia. Él prefería la granadina, los buñuelitos de arroz, el budín de pan y, secre-tamente, los vestidos de bailaora. Pero dentro del tedio que

    le producía esa festichola de chicos transpirados, corriendo y frenando ante la mesa para llevarse uno de jamón y queso ode lechuga y huevo duro, todo cambió cuando la madre dela neo-comulgante sugirió:

    —A ver, chicos, quién quiere mostrar sus habilidades.

    La idea le pareció maravillosa y toda la letra de “La Niña 

    de la Ventera” se le vino a la cabeza para cantar y bailarla frente a los invitados de Nita. Había logrado borrar de cuajolos gritos amonestadores de la tía Ernesta. Él podía cantar y bailar como le daba la gana por que ya era grande, tenía nueve, para los diez.

     Amelia, la madre de la chica, fue haciendo una fila con

    los deseosos de participar del “chou”, palabra que Tavito oyó

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    por vez primera. El escenario sería esa galería cuya breve es-calinata bajaba hacia el patio del festejo.

    Empezó una niñita con vestido de plumetí y vocecita delo mismo, que, manos en jarra, recitó la clásica “Tengo una canastita llena de ananás... no me la machuquen porque’s para  papá... con esta cinturita... con este cinturón, doy la media vuelta y bailo el pericón”. Todos aplaudieron y a Tavito le pa-reció una burrada. ¿Quién baila el pericón hoy-en-día?

     Vino a continuación el hijo de la señora de Sawed, una compañera de Elena en la unidad básica. Era un mofletudocanchero porque decía que había nacido en Mendoza y queallá todo era mejor. El gordinflón, con las manos en el bolsillode su pantalón azul, miró a todos y con la misma cara de des-precio que ponía cuando hablaba de Santa Marta, hinchó elpescuezo como un sapo y después eructó una, dos, tres, cua-tro, cinco veces seguidas. Todos rieron, pero la señora Aurelia,saliendo de su sorpresa, le dijo si eso eran modales y si en sucasa también hacía lo mismo delante de los padres. El gordoforzó otro eructo que le salió más fuerte y muy orondo agregóque los árabes lo hacen cuando la comida estuvo buena. Ahílos chicos volvieron a aplaudir y Aurelia debió resignarse.Luego llegó el turno de Sarita Sampetri, hija del constructor,

    y con esa voz ronca que tenía, electrizó a su audiencia con:

    “Toda vestida de blanco, almidonada y com- puesta, en la puerta de su casa estaba la niña negra... todos los niños jugaban, mas no jugabancon ella...” 

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     Y Gustavo no pudo sino conmoverse por el destino de esa pobre negrita que, aunque bien vestida, era ignorada por losniños del barrio solo por tener otro color. Cuando Sarita llegóa “en su féretro de pino reposa la niña negra”, él tuvo que llo-rar un poquitito. Le daba mucha, mucha pena.

     Al término del romance, fue uno de los que más aplaudió. Y casi de inmediato vino su turno. Subió la escalinata, miróa todos esos chicos que apenas conocía y, con las manos enlira, tal como hacía Lolita, largó desafinado:

    —Ay qué tendrá la Niña de la Ventera que ni en los labiostiene color...

    El gordinflón de los Sawed no lo dejó seguir. Gritó:

    —Ay, Maripepa... te faltan el vestido… ¡¡¡y las castañuelas !!!

    Gustavo se frenó, lleno de odio por ese hijodeputa men-

    docino igual a la morocha culona de la tía Ernesta. Bajó la escalinata a las zancadas y se puso a llorar abrazándose al re-gazo de una señora comedida que le pareció su mamá.

    La madre de Nita dio por finalizada la muestra artística y sacó tironeando de un brazo al hijo grosero de la turca. Se-guramente para darle una filípica. Cuando Gustavo se calmó,Sarita vino y le dijo:

    —No te hagás problema con ese gordo grasa peronacho.Te invito el sábado a mi casa: estamos ensayando. Vamos a dar una función para toda la cuadra. Por supuesto que vamosa cobrar entrada. Así que preparate algo, porque me encantócomo bailás y cantás y, hasta ahora, no teníamos ningúnhombre en el “chou”.

    Gustavo aceptó feliz.

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    II

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    12 ______ La rata 

    La señora Eusebia es una emperatriz, pensó.

    Cuando él pasaba camino a sus lecciones de catecismo, la 

    mujer añosa solía estar sentada, frente al balcón bajo de susala, en una mecedora vienesa.

    Media cuadra antes Gustavo ya podía ver cómo la proa seasomaba y ocultaba consecuente con el lento hamacarse deesa hermosa anciana. Su abuela Carmela le había dicho quela señora era tan importante que tenía sus iniciales grabadas

    en los vidrios de las ventanas y en los cubiertos de plata y hasta en la tapa de la sopera. Y que de Buenos Aires habían venido para filmar una película en su casa, que en el patiotenía la palmera más alta de toda Santa Marta.

    Los domingos, cerca de las tres de la tarde, Tavito pisaba esa vereda de lajas de la media cuadra que ocupaba la casona.Tal como su abuela le había enseñado, en el momento en que

    pasaba frente al bamboleo de la matrona, él decía:—Buenas tardes señora Eusebia.

    Ella, con una pantalla de cartón en su mano derecha, sindejar de abanicarse, contestaba:

    —Adiós m’hijito, Dios me lo bendiga y saludos para Car-mela y sus padres.

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     A él le encantaba esa especie de ceremonia propia que leofrecía lo único entretenido de las tediosas idas a la clase decatecismo de la Niña Farías.

    Su amistad con Sarita se estrechó cuando se encontraronen el atrio de San Serapio. Ella iba a su clase de “perseverancia cristiana” con la señorita Valle para recibir, unos meses mástarde, la “confirmación en la fe” que, según les habían dicho,era una bofetada que te daba el señor Obispo, pero con la mano enguantada. Ese chirlo servía para sacarte del cuerpo a 

    ese demonio horrendo que aparecía en unos grabados muy antiguos que la plomiza catequista les había mostrado el pri-mer domingo.

    De inmediato charlaron sobre los ensayos para el show que la chica estaba montando con sus amigas y que, justa-mente, tenían lugar en la casa de ésta, después de las leccionesen el templo. A Gustavo le venía “de periquete”, como decía su abuela. Nada más aburrido que las tardes de domingo,con esos partidos de fútbol narrados a los gritos desde cada  ventana de Santa Marta. Era como si la ciudad entera setransformase en un cuadrado de césped donde veintidós pa-teadores y un soplador de pito, corriendo y sudando la gota gorda, pasaran por la garganta histérica y monótona de los

    narradores deportivos.Quedó fijado que, a partir del otro domingo, Tavito tenía 

    cita en casa de la sensible recitadora de “La Niña Negra”.

     Al salir de sus respectivas lecciones, que en realidad sedaban dentro de la misma iglesia, con los de “doctrina” cerca del altar y los de “perseverancia” en los bancos de atrás, loschicos volvieron a encontrarse. Sarita y Gustavo coincidieron

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    en el aburrimiento soporífero que les causaba ir a esas sesio-nes.

    Fue entonces que la declamadora le sugirió al bailaor porqué el domingo siguiente no se iban a ver la matiné gratuita de los niños que, en el cine Ideal, empezaba una hora antesde la actividad en el templo. Podían ver un capítulo de LosTambores de Fumanchú y otro maravilloso de Flash Gordon. Y si se les hacía tarde, no importaba: se harían la rata. ¿Quiéniba a enterarse por una vez que no aparecieran? Después ten-

    drían el ensayo. A él le pareció un plan maravilloso.

     Así fue que, el día indicado, Gustavo partió con la debida antelación para encontrarse en la cola con su amiga. Lograronentrar luego de algunos forcejeos y gritos y se sentaron dondepudieron. Llovían papelitos de Sugus y algunas escupidas

    desde el gallinero. Las pulgas se ensañaron con sus piernasdescubiertas: ambos no habían podido ponerse líquido repe-lente, que todo el mundo usaba antes de ir a cualquier fun-ción de cine o teatro. Se rascaban a cuatro manos. Peroestaban felices con la aventura.

    Tavito se asombró con las uñas larguísimas del malvadoFumanchú y le encantó esa trampa que se abría en el pisopara dejar caer a los incautos en los brazos de un espantosopulpo. Después del intervalo, sin poder levantarse porque leshubieran quitado el asiento, Gustavo Adolfo Ferreras descu-brió la existencia de ese héroe que paseaba su belleza hercúlea entre cohetes y galaxias asombrosas. Se quedó en su retina ese Flash forzudo, rubio y casi mudo que rescataba princesas venusinas y destruía enemigos odiosos. Su estómago sentía 

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    como un dolor ante lo que no podía poner en palabras Sarita le preguntó:

    —¿No es un bombón? Y él, por primera vez, como si descorchase para él solo

    una botella de sidra, contestó:

    —Sí, es… divino.

    Esta confesión mutua selló, definitivamente, la confianza que los uniría.

    Nunca fueron al templo. Pasaron directamente del cine alensayo.

    En la semana, Carmela llamó al chico hasta su dormitorioy le largó:

    —¿Por qué no fuiste a tu clase de doctrina?

    El chico se quedó sin contestar.—De aquí saliste para ir a lo de la señorita Farías y des-

    pués a lo de la hija de Sampetri. Me querés decir dónde cornoestabas a la hora de tu lección, por favor.

    Siguió sin decir palabra. Prefería el silencio que mentir a su abuela.

    —Mirá, yo sé que no fuiste porque la señora Eusebia diceque en ningún momento te vio pasar.

    —Es que pasé más temprano.

    —No puede ser. Eusebia se pone en el balcón bajo apenastermina su almuerzo... Lo que veo, Tavito, y me duelemucho, es que vos estás traicionando la confianza de todos.

    Pero vos sabrás.

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     Ya no dijo más nada ni intentó otra explicación. Salió dellugar cariacontecido, pero sin revelar su ida al matiné. La bo-tella de sidra estaba sin su corcho.

    La tía Ernesta era la reina más morocha y más culona. La señora Eusebia era la emperatriz de las alcahuetas de mierda.

     Y mientras masticaba la aristocracia maldita de sus odiosse preguntó cuál era la verdadera distancia entre Mercurio y la Tierra y cómo se podía hacer para vivir dentro de una pe-lícula de Lolita Torres.

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    13 ______ La boca de lobo

    Cuatro cuadras de las antiguas son algo más de cuatro-cientos metros más o menos lineales, pero a lo largo de tan

    ínfima distancia puede florecer un universo listo para poblarla memoria por el resto de una vida.

    Gustavito iba y venía por ellas varias veces a la semana.Y más le gustaba hacer ese camino, en la noche de su pueblo:la oscuridad era apenas desvirtuada en faroles envueltos porlos enloquecidos bichos de la luz. Su frecuencia cinéfila lohacía recorrer de vuelta a su casa esas veredas de laja, impues-

    tas por algún alcalde con intereses en la cantera. La visión era escasa, llena de sombras proyectadas por la arboleda. Solía apretar el paso y llegaba con el tiempo justo de lavarse lasmanos y sentarse a la mesa con papá y mamá.

     Acababan de mudarse al chalé del Banco Hipotecario, a pocos metros de la casa grande de Carmela (que les había do-

    nado el terreno). Así que, con el cambio, muchas cosas ha-bían dejado de ser solo para dar lugar a otras rutinas. Elena,feliz por haberse librado de una convivencia impuesta, orga-nizaba todo con más esmero y la ayuda de la Panchita. Confrecuencia ella y el chico, cansados de esperar, cenaban solos:el diputado no aparecía. O llegaba cuando habían comido elpostre. O cuando, sentados a la radio del novísimo combi-

    nado, escuchaban abrazados los horripilantes cuentos de La Tercera Oreja, que transmitía una radio chilena. En cambio,

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    cuando Víctor Hugo llegaba a horario, la mesa florecía enrisas y querés más y servite un poquito y el vino no es para los chicos y bueno un chorrito pero con soda y queso rallado a mí y todo está riquísimo aunque la Panchita mete mucha sal .

    Se habían acabado esos monólogos de Carmela o esos diá-logos entre ella y Ernesta o aquello desde distintas bocas deagarrá bien los cubiertos que parecés un carrero, con la mano nose come, no te metas tanto pan que después se te va el hambre,tanto queso le vas a poner a la sopa, no hagas esa cara que el pes-

    cado no es para vos, ésta es una conversación de grandes, pedí  permiso antes de levantarte, los platos de sopa se inclinan hacia atrás, limpiate antes de tomar, no tragues así que parecés hijo de sirvienta.

     A lo largo de su calle, Gustavo Adolfo, retornando de la  peliculería —nombre que había inventado de chico y que se-guía usando para sí— caminaba adivinando formas y escu-chando conversaciones que salían como globitos de revista desde ventanas o pasillos de entrada. No apuraba el paso. Loralentaba a propósito para oír el final o un poco más de una discusión con puteadas y hasta para espiar qué sucedía den-tro. “Bocas de lobo” las llamaba Ernesta.

    “Aquí, cada zaguán es una boca de lobo, te asomás y no

    sabés qué puede pasarte”. Y él tenía su boca de lobo favorita:un ventanón con rejas siempre abierto a una sala en penum-bras. A pesar de las dos hojas abiertas a la calle, nunca había nadie. La luz de la calle apenas dejaba ver el contorno de ani-males embalsamados. Solo en una ocasión todo ese zoológicoestuvo con luces prendidas y algo de gente. Y él, entre los bí-pedos parlantes, como decía Elena, pudo ver un flamenco

    rosa, un suri, una garza bataraza, una chuña y hasta un tatúcarreta. Del techo colgaban pájaros con alas abiertas y el más

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    grande, una abutarda, perdía entre sus patas el algodón de surelleno. El piso estaba cubierto de pieles de puma.

    Después de esa única escena iluminada, Tavito readivi-naba sus formas y hasta descubrió otra: la enorme cabeza deun chancho del monte con sus espantosos colmillos y sinojos. Luego de muchos regresos de la peliculería, Tavito es-cuchó gritos desde adentro de la casona. Eran en un idioma que no se parecía a nada de lo que escuchaba en el cine. Y asíuna, dos, tres veces.

    Quería ver quién los profería, pero no tenía suerte. Metrosantes de su boca de lobo empezaba a dar pasitos cortos y len-tos y paraba la oreja. Hasta que una noche de diciembre,donde el calor hacía que la respiración fuese un resoplido,Gustavo vio la figura enjuta y alta de un hombre desnudo.Se paseaba entre los bicharracos y discutía a los gritos conalgún contrincante imaginario.

    El chico se detuvo asombrado para seguir al punto. Cu-rioso, cruzó la calle, retrocedió y volvió a pasar, aunque porla vereda opuesta. El hombre cesó en su griterío y se acercóal ventanón. Estaba totalmente desnudo, con pelo largo y una barba oscura. Una corbata, a modo de vincha, le ceñía la frente. Gustavo se quedó paralizado y llevó las manos a su

    panza endurecida.El personaje, de pie sobre el umbral, llevó las suyas sobre

    su miembro erecto. Tomándolo, hizo un gesto de desafío queel niño no pudo interpretar sino con el miedo que lo obligóa esfumarse. Corrió y corrió y corrió. Cuando llegó a su casa fue derechito al baño y lloró sentado en el inodoro. No podía contárselo a mamá. Ni a la Panchita. Ni a papá. Le hubierandicho que eso le pasaba por curioso.

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    En lo de su abuela, oyó a Ernesta comentar cómo habíantenido que forzar la puerta para llevarse al loquero de La Mer-ced a ese médico que suponían enloquecido a partir de la des-aparición de su mujer. Aficionado a la taxidermia y a la soledad, desde su jubilación había vivido en ese zoológico sin vida. Cansado el vecindario de que el lunático se asomara encueros para hacer gestos puercos a los pasantes, la policía tuvoque proceder. Solo que, cuando removieron la cama matri-monial, hallaron el cadáver embalsamado de la esposa des-

    aparecida. Se armó un escándalo que comentó todo elpueblo. Y Ernesta deslizó la palabra “necrofilia”.

    Desde entonces, Gustavo pasaba de noche por el venta-nón cerrado, con una oscura nostalgia. Extrañaba los perfilesde esos bichos y, especialmente, la sensación de belleza delsexo enastado que el loco le había ofrecido. Su “boca de lobo”se había acabado para siempre.

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    14 ______ La profesora de inglés

    —El francés pasó de moda, dictaminó Carmela—. Si unoquiere que este chico sea alguien el día de mañana, bueno

    sería que aprenda inglés.Elena dio la razón a su suegra, recordando cuánto disfru-

    taba de sus lessons en la Cultural Británica de su ciudad natal.Pero Santa Marta no contaba con academias a tales fines. Sítenía los añejos prejuicios de las que, como Ernesta, asevera-ban que el inglés es “la lengua de los piratas y de esos corridos de Buenos Aires con ollas de aceite hirviendo”.

    La respuesta a las intenciones de la abuela de Tavito llegócomo por encargo en la persona de ‘Meri Dominic’. Oficial-mente María Dominga Feligan, profesora de Filosofía y Pe-dagogía, altísima, longilínea, casi escuálida, clavículasmarcadas bajo sus blusas de seda color tiza. Pelo rizado y muy corto le daba perfil de camafeo. Sobrina del obispo, monse-

    ñor Diosmediante Hanglin, había llegado a la provincia nor-teña designada para dirigir un Consejo de Educación reciéncreado. Su apellido subrayaba el impecable manejo delidioma que, por cierto, venía de esos irlandeses afincados enalguna colonia del oeste porteño llena de gente voluntariosa, vacas tamberas, trigales crujientes y prados tan verdes comolos de Erin.

    La comarca no veía con buenos ojos que una mujer de esenivel viviese sola. Tampoco había alquileres en oferta: un de-

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    creto peronista había congelado los precios pactados y eter-nizado los contratos de locación. Los propietarios pagabanlos impuestos.

     A Carmela se le ocurrió ofrecerle un cuarto. Solucionaría el deambular de la irlandesa . El caserón, en realidad, estaba semivacío: el chalé del Hipotecario ya alojaba a Víctor y lossuyos, Panchita incluida. Espacio había de sobra. Ernesta,consultada, estuvo en un todo de acuerdo: tener una sobrina de obispo y funcionaria de carrera —ya que su puesto no era 

    político— le daba lustre entre sus pares y daría envidia a unascuantas.

     Así fue como María Dominga fue a parar al caserón delas Ferreras.

    Cuando Tavo la vio por primera vez en el comedor de suabuela tuvo que mirar hacia arriba. ¡Era tan alta!

    —How d’you do, my lad? , dijo ella.—¿Qué ?

    —  Acabo de saludarte en inglés. Te dije: “Mucho gusto,caballerito”.

    Él pasó su índice por el costado lustroso de la mesa grandey volvió a preguntar

    — : ¿Para qué?

    — Bueno, porque soy educada. Además tu abuela me dijoque te gustan mucho las películas... ¿puede ser?

    — Sí, mucho.

    —  Y... ¿te gustaría la idea de no tener que leer los carteli-tos?

    Le pareció maravillosa. Él leía rápido, pero a veces dejaba de mirar detalles para entender lo que estaban conversando.

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    — ¿Vos leés? — preguntó.

    — No — dijo ella, prometedora —, entiendo todo lo que

    dicen sin tener que leer nada.Gustavo demoró cualquier comentario. Acababa de co-

    nocer a alguien que hablaba como… Flash Gordon.

    —¿No me enseñás? —lanzó de pronto.

    Ella tocó su nariz con un índice larguísimo de uñas es-maltadas.

    —Vamos a tener que preguntárselo a tu papá.

    —No está nunca en casa. Pero mi mamá seguro dice quesí porque quiere que yo esté ocupado cuando sale a dar clasey ahora que no voy más a música.

    —¡Ah! —dijo la profesora mientras sacaba un cigarrillo.Lo encendió, aspiró y lanzó una nube resoplada. Tavito sequedó boquiabierto. Nunca había visto a una mujer fu-mando, salvo en el cine, claro.

    —¿Es rico fumar?

    —¿A vos te gustaría fumar?

    Enrojeció. La miró perplejo. No podía creerlo. Leyó “Gal-

     veston” en el paquetito con el que ella jugaba.—Creo que sí.

    —Bueno, tomá, dale una pitada —Y le ofreció su cigarri-llo.

    El chico sorbió profundamente con los labios apenas ro-zando el cilindro. El ahogo se resolvió en unas cuantas toses,

    algo de mareo y la sonrisa más que graciosa. Estaba exultante.Felicísimo. Mañana podría contarlo en la escuela.

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    María Dominga le dijo entonces, con otra sonrisa másamplia y afectuosa:

    —Seguro que cuando seas grande no te va a gustar este vicio tonto.

    Pero él no la oyó. Se veía dándose dique en el colegio. Es-taba fascinado con esa mujer altísima. Estaba absolutamentedeslumbrado por esa Meri Dominic Feligan. Lo resolvió enese instante: hablaría como ella, no tendría que leer en el cine,se casaría con Flash Gordon o Sarita Sampetri y fumaría toda la vida cigarrillos marca Galveston.

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    15 ______ El ensayo

    Sarita lo hizo pasar y ya estaban Gladys, Cristina, Tota y Matilde. A esta última él la conocía: era hija de Odilia, una 

    profesora amiga de su mamá. Las chicas eran todas compa-ñeras de grado y de doctrina cristiana. En un acto escolar ha-bían revelado al mundo sus dotes y, luego del chocolate delas monjas, decidieron reunirse para un festival casero.

    Engracia, la madre de Sarita, era andaluza y con ánimosde bailaora, claro está que cercenados por su adicción a la fri-tanga y los pestiños. Había echado más culo que una bata de

    cola, así que veía en su hija resurgir a aquella artista jovenahogada en sus propios rollos. No solo estaba contenta sinoansiosa por ver cómo esos chicos harían sus primeros pasossobre un tablado. Con ese propósito hizo que el desyuyadorde su jardín armase un escenario con cajones de cerveza pues-tos al revés y forrados con los restos de una alfombra vieja.

    El combinado Odeón estaba en la galería, pegado al im-provisado proscenio. Y sobre el mueble musical, una parva de discos de pasta incluía toda Lolita Torres, otra que Tavoconocía menos —Imperio Argentina— y una voz masculina que con gorgoritos lloraba “ojos verdes... verdes como la alba-haca... verdes como el trigo verde... y el verde, verde limón”.

    Sarita se lo hizo escuchar. Él quedó fascinado.

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    —Miguel de Molina, asintió Engracia. Tiene un gracejo...una apostura... una elegancia, una vena que... vamos, es ma-ravilloso. Yo le llamo “el manco” porque mueve esas manosque paqué hablar.

     Y se fue hasta la cocina en busca de trinaranjus para todos.

    Sarita resopló ante la intervención de su madre. La artista era ella y también la directora. Tenía en la mano una hoja decuaderno escrita. Dijo a todos:

    —Este es el programa. Abren Tota y Mirta: tocan elhimno nacional con el peine con papel de seda.

    —¿Hay que cantar el himno? —preguntó Gustavo mo-lesto.

    —No hay chou sin himno. Mamá dice que en España secanta al final.

    Pero aquí, como en el colegio, se hace al principio. Des-pués... eh... siguen Cristina y Matilde. Cristina va de dama antigua, con el vestido de comunión. Y Matilde sale de hom-bre, con los bigotes pintados con corcho. Bailan “ElCuando”.

    Matilde puso cara de disgusto que se evidenció en la du-reza que puso en sus ojos celestes para mirar a la mandona de Sarita.

    —¿Y si bailo yo?

    —Sos muy enano para Cristina. Además ya se lo sabenporque lo tuvieron que hacer en cuarto grado.

    —¿Y yo qué hago? —demandó Gustavo, ansioso.

    —Podés hacer La Niña de Fuego o una de Miguel de Mo-lina.

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    —¿Y qué me pongo?

    —Mamá te va prestar una blusa a lunares y su sombrero

    calañés.Engracia retornó con el jugo y su sombrero puesto. Dejó

    las bebidas sobre una mesa y colocó el calañés en la cabeza del chico. Le tapaba hasta la nariz. Todas rieron. La bailaora obesa prometió rellenárselo con algodones para el día de la función.

    Él escuchó sin decir mucho. Le gustaba más lo de la Niña de Fuego. En un relámpago vio la censura de Ernesta en casa de su madrina. Había pasado hace mucho, pero todavía sen-tía vergüenza al recordarlo.

    —Mejor hago de ese... Miguel de Molina —dijo él, pen-sándolo mejor.

    —Puedes hacer aquello de “Dame arroz, Catalina”, cha- val.

    —No la conozco.

    —Ya, ya... te prestaré el disco y que lo escuches en tu casa. Así te aprendes la letra, que es muy pero que muy fácil, sim-plificó la andaluza.

    Sarita retomó la palabra:—Yo voy al final. Con música del Príncipe Kalender, apa-

    rezco en una túnica de gasa rosa. Vos Gustavo, con capa deseda negra que te la ponés encima de la otra ropa que tengasdel baile, con sombrero y todo, entrás y me besás la mano y me dejás una rosa y desaparecés. Yo, sin mirar a nadie, digo:

    Prodigio, qué es ésto... mis manos florecen...

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    rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen... mi amante besóme las manos... y en ellas... ah, prodigio... flo-recieron rosas como estrellas...

     Y Sarita se extendió hasta el final de aquel poema de Juana de Ibarbourou “que no puede no traer lágrimas en los tres versos finales”, según dictaminaba Engracia.

     A Gustavo le pareció sublime. Engracia quiso ver en ella 

    a Shirley Temple. Mirta, Tota y Cristina aplaudieron a rabiar.Matilde dijo que le estaba doliendo mucho el estómago, queseguro era el trinaranjus y se fue rapidísimo. En realidad es-taba ofendida. Todos iban a lucirse. Y ella, que pensó queharía su número de tapdance ensayado todo el verano, tendría que vestirse de hombre y, encima, afearse la cara con corchoquemado.

    El ensayo fue, en realidad, solo la lectura de un bando deórdenes.

    Sarita, después de todo, ponía la casa, el escenario, el com-binado, los discos, buena parte del vestuario y la asesoría desu mamá. Quien no estuviese de acuerdo, podía proponercambios. Pero Matildita se había ido y el resto parecía carecer

    de iniciativa.—¿Y si también hago de adivino? —sugirió Gustavo.

    —¿Cómo? ¿Con qué?

    —Me traigo mi juego de “Chan, el Mago que Contesta”.Les repartimos a todos papelitos con preguntas que ya estánen el juego. Ellos leen y yo pongo a Chan que indique la res-

    puesta con su varita.

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    —Tendría que ser después del himno, antes de mi nú-mero, dejó en claro Cristina.

    —No, dijo Sarita. Eso del mago es una pavada. Y la quedirige el espectáculo soy yo —subrayó.

    Gustavo se quedó en silencio. Acababa de eliminar a Sarita para su candidatura al matrimonio. Pero claro, le quedaba Flash Gordon.

    Días después anunció su “desvinculación de la compañía”.

    No participaría del show: tenía muchos deberes de la escuela y de “inglés particular” con la señorita Mary Dominic.

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    16 _____ La cocina 

    —¡Qué parecido está este chico a su padre! —expresó la panadera logroñesa a la orgullosa abuela—. Recuerdo a Víc-

    tor de pequeñín, Carmela, cuando usté le traía con aquel tra- jecillo de marinero. Qué bonito se veía, qué majo, oy, peroque vamos, este niño es idéntico, mire usté... eh... que debuen vino, se hará tan buen vinagre.

    Carmela sacó el dinero para pagar por las facturas y dospolvorones para el chico.

    —La fatura vale, pero los mantecados, qué va... son ob-sequio para este primor de niño que tenéis, eh... un sol, ver-dad, ¡¡¡un sol!!... y saludos al diputado, Carmela, que nos llena de orgullo, eh... que nos tiene esponjaos, eh...

     A Gustavo Adolfo se le antojó otra vez que lo de “dipu-tado” era mala palabra. Demasiado parecida a una de las quetenía prohibido decir y que escuchaba con frecuencia de su

    padre y su tía. Nunca en boca de su madre quien, además,desde que se habían mudado y escuchaban juntos “La tercera oreja”, jamás lo retaba, aunque sí le previno y le aseguró quelos niños que hablaban con malas palabras recibían un en- juague público de jabón, mostaza, picante y limón. ¿Y qué  pasaba con estos grandes? , había empezado a preguntarse. ¿Por qué nadie les da su merecido si hablan como no se debe?  Y en-

    tonces quería ser grande para poder hacer de todo sin recibirreprimendas ni castigo.

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    Él no decía malas palabras. Tampoco quería tomar la lechehirviendo: le daba asco la capita de nata. Cuando se le cru-zaba en la campanilla comenzaba con las ar