todas son iguales

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Librod e relatos de Nerea Riesco.

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Page 1: Todas son iguales
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Page 3: Todas son iguales

Nerez RiescoTodas son iguales

Page 4: Todas son iguales

© de los textos: Nerea Riesco© de las ilustraciones: Juan Antonio Floreshttp://floresnavarroilustraciones.blogspot.comMaquetación: Martín Lucía ([email protected])Coordinador editorial: Ediciones En HuidaISBN: 978-84-941027-2-1Depósito Legal: SE 632-2013

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográ-fico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los edi-tores.

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Todas son iguales

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A Antonio Estepa y Juan Antonio Flores (mis Antonios). Por multiplicar mis alegrías y dividir mis penas.

Por ser más que amigos: mis hermanos.

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SEXO

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Perder la virginidad

—No sabía que estos servicios tuvieran unas tarifas tan elevadas —Petunia rebuscaba en el monedero mirando de vez en cuando al apuesto joven que tenía enfrente—. Debes ser muy bueno en lo tuyo, pimpollo. —Soy un profesional. —¡Siempre tan tacaña! —protestó Esmeralda—. Esto va a hacer a Marta muy feliz. El muchacho extendió la mano para recibir sus honora-rios con cara de circunstancias. —Quedará satisfecha, no se preocupen —masculló mien-tras contaba los billetes. —Tenga cuidado. Hágame un trabajo fino… mire que es virgen —le advirtió Esmeralda. —¿Virgen con setenta y cuatro años? —espetó él—. Si lo llego a saber antes hubiese exigido un precio especial. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra. No le pongo pegas a los años que tiene pero esto… ¿Está bien de salud? Que cuando me pongo… —Todos los hombres sois iguales, da lo mismo la edad, la época… os creéis poseedores de la pilastra que sostiene el plane-ta ¿eh? ¡Váyase ya, pollo! Las dos mujeres observaron sonrientes el caminar chules-co de don Juan de saldo del muchacho.

—Es curiosa la cantidad de servicios que uno puede con-tratar por internet, ¿verdad? —dijo Petunia. —Ya te digo. —¿Tú crees que se parece al de la foto? —Clavadito.

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Marta aún conservaba intacta la gracia de los quince años. Podía ejecutar un charlestón con maestría fumando en una enor-me pipa y enrollándose al cuello una boa de plumón rosado para reproducir el Lili Marleen con voz cadenciosa. Lo que más le gustaba era jugar a las cartas con sus dos amigas, Petunia y Es-meralda, y salir a pasear por las tardes con un caniche enano al que ella llamó Prozac, en honor a las pastillitas que le habían de-vuelto la alegría.

Cuando vio a ese hombretón con voz de telenovela apo-yado en el quicio de su puerta con actitud seductora no se lo pensó dos veces. Lo enganchó con su boa plumosa y, a ritmo de tango, lo arrastró hasta su lecho con ojos lascivos. Se agachó para qui-tarle los zapatos, desabrochó su camisa musitando una melodía y luego le dio un empujón que lo dejó despatarrado sobre le cama. El joven, al verla tan animada, comenzó a lanzarle piropos subi-dos de tono pero ella le suplicó que, mientras durase el acto, sim-plemente le susurrase al oído que la amaba, que siempre la había amado y que, si la dejó plantada en el altar, fue porque un inopor-tuno golpe en la cabeza antes de salir para la iglesia le bloqueó los sentidos y le hizo deambular durante lustros sin recuerdos ni rumbo fijo.

Mientras Marta perdía la virginidad, el joven que nunca había dejado de espiar su soledad asomado a la foto que durante cincuenta años había reposado en el aparador con una peliculera sonrisa de tonos sepia, se moría de celos viendo a la que fue su novia haciendo el amor con otro.

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Todo lo que sé sobre los dragones

—El dragón ha vuelto —dije entrando de golpe, jadeante y febril, en la habitación de Amanda—. Creo que esta vez viene a llevárselo todo.

No pudo contenerse y me lanzó esa frase odiosa que ella sabía que a mí me repateaba.

—Te lo advertí. Te dije que los evitaras. Conseguirás que me atrapen también a mí.

Cuando conocí a Amanda yo tenía apenas cinco años y ella acababa de cumplir los dieciocho. Se había independizado para mudarse justo frente a la puerta del piso de mi madre. Trajo una maleta atiborrada de un aire neohippie sesentero que saltó al abrirla y que se propagó por todo el vecindario, pintando mar-garitas en los ascensores y colocando luces con los colores del parchís en los rellanos. Incluso yo, con tan solo cinco años, acabé bailando al ritmo de su Pick—Up anticuado en esas largas tardes que pasamos juntos, cuando ella me hacía de canguro. Aman-da en aquella época pensaba que iba a comerse el mundo, pero ahora, diez años después, dice que en realidad el mundo se la ha comido a ella, o peor aún, que mis dragones se han comido su mundo.

Pero, diga lo que diga, y pese a que el contacto conmigo la obliga a pasar mucho tiempo junto a los dragones, ellos siem-pre la han respetado. Amanda ha conseguido sortear su poder y continúa luciendo sus ojos negros repasados de KOhl, su pelo largo con raya al medio, sus faldas de cíngara, su campanilleo de pulseras y esa dulzura pueril que en los primeros instantes atrapa a los hombres pero que del mismo modo acaba, con el tiempo, por hacerles huir despavoridos. Y es que hay pocos mortales va-lientes que quieran vérselas con mujeres excepcionales. Los dra-gones son muy selectivos, eso también lo sé, y deciden muy bien a quién hostigar. A Amanda no la molestaban.

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Cuando yo era niño y sus amigos venían a casa, ella en-cendía barritas de incienso, ponía música de Jimmy Hendrich y entonces me decía:

-Vamos Carlitos, cuéntales lo que sabes sobre los dragones.

Y entonces yo les describía el tacto áspero de sus alas, el olor de su aliento ahumado, su mirada vidriosa… les hablaba de su extraño interés por adentrarse en silencio en mi habitación y despertarme en mitad de la noche, a empujones si era preciso. Entonces los amigos de Amanda reían y se admiraban de mi pe-culiar manera de expresarme con tan solo cinco años y Amanda, como si fuese mi madre, se ponía orgullosa por lo imaginativo y ocurrente que yo era y no por lo singular de mi relación con los dragones. Y es que al comienzo, Amanda no creía en ellos y sólo al cabo de un tiempo, cuando vio las pequeñas quemaduras circulares con las que dejaban marcada mi espalda, lo entendió. Desde entonces se empeñó en alejarme el mayor tiempo posible de mi casa, sobre todo cuando mamá tenía visita.

En ocasiones me quedaba a dormir con Amanda y eso me gustaba. Me deleitaba sumergirme en sus sábanas suaves y escuchar su voz de hada hasta que me dormía.

-Cuéntame de los dragones -me decía.-Tienen diferentes formas… a veces gritan, a veces ni si-

quiera entran en mi habitación… otras veces me tocan…-No dejes que lo hagan.-Es que son muy grandes.-Cuando vengan los dragones te vienes corriendo a mi

casa. La llave está debajo del felpudo. Promételo… -me decía señalándome amenazadoramente con el dedo-. ¡Pro-mé-te-lo!

-Te lo prometo.

Y así me quedaba dormido, empapado del aroma a vaini-lla de su cabello negro.

Pese a que Amanda tendía a preservarme de los contactos

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con los dragones, yo ya lo sabía todo acerca de ellos y era capaz de recitar de memoria sus distintas especies, su hábitat predilecto, costumbres alimenticias… podía distinguirlos por el sonido de sus pasos, por el olor que desprendían al entrar en mi casa, podía adivinar de dónde venían y hacia dónde se irían. He de reconocer que sentía por ellos cierta fascinación, algo que en el fondo era una atracción mutua. Yo era un imán para los dragones. Si había algún dragón en cien kilómetros a la redonda, irremediablemente se sentía atraído por mí. A veces los dragones no eran tan malos, se contentaban con dejarse acariciar por mi madre y me dejaban en paz. Yo los escuchaba hipar y murmurar desde mi habitación. Pero en otras ocasiones se ponían violentos y me atacaban, con-virtiendo algunas de mis noches en batallas de las que salía tras-quilado. Fue en una de esas ofensivas cuando perdí mi primer diente mientras me comía un bocadillo.

-Me ha atacado el dragón -le dije a Amanda abriendo mu-chísimo la boca y enseñándole el hueco mellado-. No me ha he-cho daño -exclamé haciéndome el machito.

-Pues vendrá más veces y con tus dientes se hará un collar -aseguró mientras me pellizcaba la nariz-. Un collar de dientes de Carlos.

-Yo quiero un collar de dientes de Amanda -murmuré.

Ella tuvo razón. El dragón no paró hasta conseguir arran-cármelos todos; aunque afortunadamente me salieron otros. Tam-bién fueron dragones los que me aporrearon en el patio el primer día de colegio. Amanda solía espantarles con el cascabeleo de sus pulseras, pero cuando ella no estaba, regresaban con fuerzas acrecentadas y me las hacían pagar todas juntas por chivato, por contarle a Amanda lo que hacían conmigo. Un cinco de enero, mientras yo coloreaba uno de los mandalas relajantes de Aman-da, un dragón alado se puso a revolotear por encima de mi cabeza y nada pudo hacer ella por asustarlo porque consiguió acercarse a mi oído y susurrarme suavemente una verdad absoluta y nece-saria para comprender los embustes de la vida. Aquella noche no dejé mis zapatos limpios en el alféizar de la ventana.

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Fue otro dragón el que me ofreció por primera vez uno de esos cilindros ardientes y humosos que me hicieron toser y toser hasta que vomité mi primera papilla… Y uno verdoso de raza nórdica fue el que me cambió la voz por una más grave.

—No debería haberte hecho eso —dijo Amanda con cara de estar visitando a un enfermo—. Aún tienes ojos de crío. No quiero que te hagas mayor.

Más tarde otro, de un pescozón, me hizo crecer pelo en la cara y uno anaranjado y sofocante fue el que provocó que me despertara en mitad de la noche con fogosos deseos de acariciar-me a escondidas, algo que me dejó extenuado, confuso y aver-gonzado. Ni siquiera se lo conté a ella.

Pero esa mañana… esa mañana no pude ignorarle… y creo que Amanda también sabía que no podía hacerlo. Abrí su puerta con la llave que estaba debajo del felpudo y entré sin lla-mar en su cuarto. Estaba preciosa con su bata de seda china con dragones bordados y su pelo suelto acariciándole el nacimiento del pecho.

—El dragón insiste. Hace mucho que lo esquivo… hace mucho que me acosa… sé lo que quiere, y tú también lo sabes ¿verdad? —le pregunté titubeando.

—Sí —murmuró Amanda, mirándome sin sorpresa. Como si me estuviera esperando.

Los dragones son unos animales imprevisibles que poco a poco van apoderándose de sus víctimas hasta que uno ya no sabe en dónde termina su propio ser y dónde comienza el dragón. Esa mañana yo había dejado de ser yo y era una especie de yo mez-clado con mi dragón. Él llevaba tiempo instigándome desde lo más recóndito de mi alma. Escuchaba a todas horas, cada minuto, cada segundo, su voz sibilina, con ese aliento cálido y sulfuroso que hacía años había aprendido a reconocer. Seguí las instruccio-nes de aquel dragón obstinado, dejando que mis manos desabro-

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charan el nudo de la bata de Amanda, que mis dedos arrastrasen el elástico de su ropa interior… dejé que el dragón me indicara por dónde debía encaminarme… y ella no intentó alejarlo con el tintineo de sus pulseras, como hacía en otras ocasiones. Dejó que también la atrapase el dragón, rendida ante su poder abrumado-ramente cálido.

Así es como vencen los dragones…

Pude verle feliz y triunfante, sobrevolando la cama de Amanda con sus pequeñas alitas traslúcidas, inapropiadas para su majestuoso tamaño, con el collar de dientes de Carlos rodeando su cuello mientras yo rodeaba mi lengua con el collar de dientes de Amanda.

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la mujer en blanco y negro

Tenía las manos manchadas de tinta. Con dedos de uñas renegridas sujetaba firmemente la pluma de faisán con la que llevaba años escribiéndoles cuen-

tos y poemas y relatos y fábulas y sueños y lujurias… a mujeres comprometidas. Tenía los dedos manchados de tinta negra por-que los hundía en el tintero casi hasta la primera falange cuando se entusiasmaba con las palabras, y así seguía, con los ojos medio entornados y la lengua atrapada entre los labios, como un niño de párvulos, en éxtasis místico, dejando que ese fuliginoso color sin color resbalara servil por su mano, como una lengua ansiosa, inundando cada uno de los surcos de la piel. Eso le hacía expe-rimentar una lubricidad indescriptible, fanática… a veces pensó que era incluso enfermiza, porque solamente cuando usaba esas palabras voluptuosas, esas comas cadenciosas, esos puntos sus-pensivos de vértigo, sentía la plenitud más alta, la sensualidad más placentera, algo que jamás conseguía experimentar con la proximidad de la carne de una hembra. Conocía perfectamente los entresijos de ese lenguaje vedado, la sugestión de esas gra-fías absurdas que, unidas por la magia de la gramática, podían provocar en la mujer que posara sus ojos sobre ellas un burbujeo creciente en el corazón y un pellizco ronco en el bajo vientre. La que descifrase sus palabras se convertiría en su esclava perpetua, aunque durmiese por siempre al lado de otro, aunque se dejara mecer en otros brazos o saboreara otra boca. Sus letras envenena-das la atraparían sin remedio, sería suya para siempre, por el resto de sus días… no en el sentido físico, eso a él no le importaba en absoluto. Su placer era otro: su placer nacía cuando provocaba placer.

Pero a veces, de cuando en cuando, un silbido del alma le recor-daba su virilidad profunda. A veces, el animal que anidaba en él se despertaba y buscaba entre los rincones un lugar invisible don-de esconderse del resto de los mortales, donde ocultar esa parte arcaica de su ser, heredada de sus ancestros, que le calentaba las venas y golpeaba sus sienes. Cuando eso ocurría, no dejaba que

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sus damas lectoras repararan su cuerpo y la buscaba a ella, sólo a ella, silenciosa y gris, la única capaz de guardar su secreto de humanidad desaforada.

Se acercaba a la mujer en blanco y negro temeroso, con las rodillas de algodón, rodeando con la mirada el color abisal de sus cabellos ondulantes hasta que al fin se envalentonaba, zam-bulléndose en las pupilas azabaches de laguna profunda. Los ojos de aquella mujer como insondables cavernas que le consentían a esa hora de la noche, cuando había dejado de prometer amor eterno a otras mujeres con las letras. A esa hora, ella era la única. No necesitaba hablar, porque sabía que ella lo sabía. Ella, la insu-perable, la que era capaz de endurecer su sexo sólo con insinuar sus negras pestañas. Siempre allí, con gesto suplicante y lascivo. Le miraba ansiosa y de sus labios surgía un reflejo chispeante por el que se dejaba guiar hasta la orilla de su lengua, repasan-do el borde de sus dientes superiores y aspirando el aire apenas perceptible de su respiración. Entonces era irresistible y parecía implorarle que la acariciara con el borde de la pluma de faisán que él utilizaba a diario para enamorar a las vulgares mujeres en color. Y accedió, como siempre.

Pasó aquella caricia aterciopelada por la comisura de sus la-bios, por la curva de su barbilla y descendió por su cuello… indeci-so, notando las encías frías y los dientes flojos, sin saber hacia cuál de sus dos voluptuosos pechos le dedicaría su atención en primer lugar. Recorrió sus pezones oscuros con la pluma y en un instante, se endurecieron cambiando de aspecto, haciendo estallar las ansias de él mientras su sexo se apretaba más contra el pantalón. Descen-dió por las curvas de su cintura, por sus caderas grisáceas de diosa matriarcal de la fecundidad, cercó el triángulo negro y boscoso que estaba bajo su vientre notando la ansiedad de ella, la veía en sus ojos umbrosos, en sus labios brillantes, en su piel enervada. Co-menzó arrastrar la pluma entre sus piernas cerradas, hasta que ella no pudo resistir y comenzó a abrirse como las flores al comienzo del día. Y él aprovechó para acercar su cara, aspirando su aroma húmedo, sabiendo que el negro de ella mancharía sus labios, pero

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a esas alturas eso ya no le importaba. Así, tan cerca, podía percibir la inflexión descendente de

la juntura del sexo y asomarse al abismo de su catarata oscura. Si se hubiera dejado llevar habría terminado allí mismo, sobre ella, pero contuvo su ansia. Aún alcanzaba a dominarlo, alargar el instante, hacerla disfrutar. Detalló con la yema de su dedo índice el ligero vello negro que escondía el secreto y la dama termi-nó de ceder el terreno dejando a la luz la carne delicada. Siguió arrastrando la pluma muy despacio, mientras la mujer en blanco y negro se retorcía con sacudidas convulsas que dejaban reverbe-raciones grises a su alrededor. Arqueaba su espalda suplicándole que no parase y él se sentía morir un poco; una muerte peligrosa-mente dulce y apacible… una muerte pequeña. Deseó que ella se inflamase porque sabía que cuando lo hiciera podría abandonarse y alcanzaría el placer más absoluto. Siempre era así.

Una oleada negra surgió de entre las piernas de la mujer en blanco y negro humedeciendo la pluma de faisán, manchando aún más sus dedos de tinta. Siempre, era así. Ella le hacía gozar más que ninguna otra, más que cualquier mujer en color… aun-que también fuese una mujer dibujada.

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adicción juvenil

Siempre me gustaron los chicos jóvenes. Bueno, en realidad tendría que matizar más esa afirmación. Cuando tenía quin-ce años me gustaban mayores, me gustaban los chicos de

veinte. Cuando tuve veinte me gustaban los chicos de mi edad. Cuando tuve veinticinco me gustaban los de veinte y ahora que tengo treinta me siguen gustando los chicos de veinte. Y lo cierto es que hasta el momento esta predilección inocente no me había preocupado ni había repercutido negativamente en mi vida. De hecho cuando conquistaba a un tierno jovencito, me sentía más viva que nunca. No he tenido problemas porque me conservo bastante bien y no es difícil que la gente piense que tengo menos de veinticuatro años. Además, por mi trabajo en la universidad, me paso los días rodeada de muchachos encantados de coquetear con alguien que tenga la valorada “más experiencia”.

En una ocasión, estuve dos meses saliendo con un estu-diante de intercambios de la Guayana Francesa. En él se reunían todos los deseos ocultos que pudiera tener una mujer. Se trataba de un bello mulato con piel de color canela, bien dotado para los jugueteos nocturnos y con un dulce y cálido acento francés heredado de la colonia y aderezado por el clima tropical en el que se había criado. Fueron dos meses de auténtico lujo amatorio que colocaron el listón muy alto a los futuros amantes que qui-sieran pasar por mi alcoba. El día que se marchó, pensé que no conseguiría arrancármelo del corazón, pero a la semana apareció Marcelo, un argentino llegado de plena pampa, que consiguió en-dulzarme el verano entre voseos y charlas pseudo—intelectuales que intercalábamos con los cigarrillos y los toqueteos.

Mis padres estaban ciertamente preocupados por mi cu-rrículum amoroso y se preguntaban en qué momento su niña iba a conocer al príncipe azul que la llevaría al altar, la convertiría en madre de familia y por consecución a ellos en entrañables abue-los. Por si no tuviera bastante con su presión impenitente, yo era la única de mis amigas que quedaba soltera, sin compromiso y

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sin hijos, lo que en el fondo me dejaba con un desagradable sabor de boca por no hablar de las pocas deducciones fiscales que mi estado civil me ocasionaba.

De vez en cuando, me asaltaban sueños en los que me veía a mí misma con un bebé mamando de mi pecho sin que este pensamiento fuera de ningún modo lascivo o erótico. Así que de-cidí sentar la cabeza y celebrar en una noche de locura mi despe-dida de la caza juvenil acompañada por un estudiante neohippie con el pelo a lo rastafari y aspecto de estar en equilibrio con el resto del universo.

Prometí que a partir de ese momento sentaría la cabeza y buscaría un novio formal, de mi edad o de edad superior. Así es como empecé a salir con Juan, una maravilla de abogado con mucho futuro y ningún pasado sentimental porque había estado toda la vida estudiando y preparándose para el estupendo pues-to que ahora ocupaba. Era extraordinario, atento, generoso, me amaba con locura... era todo lo que una madre podría desear para su hija. Me convertí en una mujer de mi edad y en el fondo yo misma me regocijaba con las cenas a la luz de la velas, los paseos románticos por el parque y la monogamia tenaz. Me creí enamo-rada y regenerada de mi vicio inconfesable hasta que me presentó oficialmente a su familia y lo conocí.

Carlos era el hermano pequeño de Juan. Moreno, de pelo largo, ojos de cachorro, poseedor de un extraordinario sentido del humor y de una inteligencia chispeante que hizo las delicias de mi estancia en aquella casa a lo largo de toda la comida. Tuve que hacer un auténtico sacrificio para no coquetear con él, pasar mi mano por debajo de la mesa hacia su silla o intentar buscar un encuentro casual en algún rincón de la casa. Por si fuera poco, estudiaba en la facultad en donde yo doy las clases y me pidió consejo sobre algunos libros y materias.

Prometo que intenté deshacerme de su imagen al llegar a casa pero no pude. Así que mientras me desvestía, eran sus ma-

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nos las que rebuscaban entre la ropa y encontraban lugares que su hermano no había alcanzado jamás. Pese a todo, seguí en mis trece y evité todo contacto con mi futuro cuñado —porque a esas alturas ya habíamos fijado la fecha de la boda—.

Pero todo lo que uno intente luchar contra el destino es inútil si él ya tenía otros planes para amargarte la vida, así que, cuando ya casi había conseguido dominar a la fiera que llevo den-tro, aparece Carlitos llamando a mi puerta con una pizza bajo el brazo y un libro de poemas de Benedetti que yo le había reco-mendado en una de nuestras charlas literarias.

Es difícil resistirse cuando sabes de sobra que la persona que te alborota las hormonas también la desea a una. A pesar de ello intenté pensar que se trataba de una visita de cortesía reali-zada por un familiar... pero... ¡Carlos coqueteaba conmigo! Co-menzó a hablar tan bajo que apenas podía escuchar lo que decía y tenía que acercar demasiado mi oreja a su boca. Tocaba mis manos de manera casual y me susurró al oído lo mucho que le gustaba mi perfume. ¿Qué podía hacer?... es una criatura tan ado-rable, dan ganas de abrazarlo y lamerlo de arriba abajo, pero no podía... no podía. Tenía que vencer esa adicción diabólica que sólo tendría como consecuencia la pérdida de mi maravillosa re-lación. Así que le dije que era muy tarde y que tenía que irse. Vi como se marchaba con un nudo en la garganta, como si una mano invisible me apretara, sintiendo cómo de mi interior surgía un calor extraño que no desaparecía con duchas frías ni con el paso de los días. La cercanía de Carlos me provocaba insomnio y él lo detectaba. Me miraba mientras esbozaba una media sonrisa de complicidad y hablaba de las chicas que había conocido ese día sabiendo que el monstruo de los celos se instalaba en mi interior.

Faltaban dos días para mi boda, cuando Carlos me besó precipitadamente en la cocina de su casa. Fue algo casual y for-tuito, nada premeditado. Me estaba contando una historia que ha-bía leído en un libro sobre Camelot cuando, de pronto, en medio de una frase me besó en la boca con el sigilo de un gato montés

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y continuó con la conversación hablando del Rey Arturo y toda su pandilla como si nada hubiera pasado. De hecho, aún ahora, no estoy segura de que ocurriera de verdad o si fue mi frenético y fértil cerebro el que lo ha imaginado.

La boda se celebró a bombo y platillo como uno de los grandes eventos sociales de la clase alta de mi retrógrada ciudad. Yo llevaba un traje elegido por mi madre, que simulaba a Sisí en sus mejores tiempos imperiales. Juan lucía un precioso chaqué de Valentino y su pelo estaba tan estirado por la gomina que no podía dejar de sonreír. Carlos observó la ceremonia con un rictus extraño mientras meneaba a la cabeza en señal de desaprobación. Mi corazón casi salta del pecho cuando el sacerdote preguntó a los concurrentes si había alguien que tuviera algo que decir en contra de la celebración del matrimonio. Afortunadamente, nadie levantó su mano y nos declararon oficialmente marido y mujer.

El banquete fue opíparo y elegante según el cronista del diario de moda, aunque a mí me pareció cursi y empingorotado, por lo que decidí largarme disimuladamente llevándome una bo-tella de cava al lavabo de señoras para celebrar conmigo misma mi despedida de soltera y mi saludo de recién casada. No fue mi intención el hacerme ver por Carlos, pero el caso es que me siguió hasta allí y entre el “déjame que soy una mujer casada”, el “me vuelves loco desde el primer momento”, el “pero, ¡qué haces!, para ya de tocarme”, la obstinación que puso en arrancarme las medias y la poca insistencia que yo le ponía a mis determinaciones, él con-siguió tumbar todos los obstáculos que, a modo de volantes, punti-llas y bordados, intentaban que yo fuera fiel a mi recién estrenado marido al menos el primer día de matrimonio. Llegó un punto en que sus dedos alcanzaron el lugar en el que la vuelta atrás no existe y creo que si en ese momento me hubieran preguntado quién era yo, hubiera respondido que Madame Bovary.

Así que, con el fragor de la lucha amorosa, no oímos como el señor Bovary entraba en el lavabo después de haber es-tado buscándome infructuosamente por toda la fiesta. La escena

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no pudo ser más patética: Carlos estaba perdido entre los volantes de mi traje de novia en un sitio indeterminado entre mi ombligo y mis rodillas, yo con la botella en la mano y el ánimo perdido en las inmensidades del delirio y Juan con su imborrable sonrisa víctima de la poderosa gomina.

Llegar a una determinación teniendo en cuenta esas cir-cunstancias es bastante complicado. Expliqué a mi marido como pude, la increíble atracción que sentía hacia los veinteañeros y le pedí disculpas asegurándole que se trataba de un caso crónico de difícil solución médica. Para Juan todo aquello era un con-tratiempo muy desagradable. Estábamos en plena celebración de una boda sonada y no estaba dispuesto a decir a los invitados que se fueran y pedirle al cura que nos descasara. Sus padres esta-ban felices con nuestro enlace y ya teníamos pagado el viaje de novios y el chalecito en la sierra, así que decidió perdonarnos y aceptar que el matrimonio tiene sus más y sus menos, que hay que aceptar a cada persona como es, que en este caso yo era una mujer estupenda con múltiples virtudes y que no iba a dejar que una menudencia como era el deseo desaforado que yo sentía por su hermano Carlitos deshiciera un matrimonio que a todas luces era la unión perfecta.

Ahora vivo muy feliz. Juan es un marido ejemplar, con-siderado, trabajador, detallista y sobre todo comprensivo. Por eso deja que un par de veces a la semana Carlos haga de mí una mujer dichosa. Como bien dice él, prefiere que sea un jovencito conocido que uno por conocer. Entre tanto, supongo que espera que Carlos llegue pronto a la edad de veinticinco o que le salgan canas, barriguita o patas de gallo y que, de esa manera, a mí se me pase la fiebre por él.

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