tierra adentro 169 - crecer entre libros

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Fotos: Cortesía Paulina Lavista

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Con motivo de la apertura del Fondo José Luis Martínez en la Biblioteca de México, Rodrigo Martínez Baracs hace un recuento de aquellos años en que aprendió a convivir con los libros de su padre, el curador de las letras mexicanas, José Luis Martínez.

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tendría tal vez que psicoanali-zarme para entender el signi-ficado de haber vivido en una casa rodeada de libros. Hasta los seis años vivimos en nues-

tra casita rentada en la calle de Euclides 10, colonia Anzures, y en esa época no vivía ro-deado de libros. Una pieza era la biblioteca, pero yo debí haber ido poco, y, ya lo conté, una vez mi padre me pegó por andar sa-cando los libros de los anaqueles inferiores. Recuerdo que mi abuela materna, húngara, que llamábamos Mutti, vio un libro para niños que me regalaron, era una versión de Gulliver en el país de los gigantes, y me dijo que Jonathan Swift era bueno. También mi padre me regalaba versiones resumidas de

Moby Dick. Enfrente de nosotros vivían Pe-hua y Max Aub, y a veces los saludábamos y llegué a entrar a su casa llena de libros, en los pasillos, la sala, el estudio y los cuartos. Pero después nos fuimos en 1960 al Perú, y en 1962 a París, donde los libros de mi padre, que se quedaron en su mayor parte en México, no eran una presencia invaso-ra. Pero sí estaba presente el gusto por los libros. En Francia mi padre leía con gran admiración la Chanson de Roland. Yo leía a Astérix le Gaulois y las historias del Petit Ni-colas, y recibía la revista Tintin.

Cuando regresamos a México y mis pa-dres compraron en 1961 la casa de la ca-lle Rousseau 53, esta vez sí, por primera vez, cobré conciencia de la omnipresencia

Hace unas semanas se abrió al público el Fondo José Luis Martínez en la Biblioteca de México José Vasconcelos. Rodrigo Martínez Baracs hace un recuento de aquellos años en que aprendió a vivir entre los libros de su padre, y a respetar y admirar la que es, sin duda, la mejor biblioteca de literatura mexicana.

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aCs de los libros en nuestra casa. Pero no fue

una conciencia que sintiera que nos indi-vidualizaba demasiado, pues durante mu-cho tiempo sentí que era lo normal. Qué más bello que un cuadro en la pared haya sido una pared forrada de libros en bellos libreros barnizados; que el verdadero ca-lor de hogar lo daba una superficie llena de libros; que sin ellos las paredes estaban desnudas. Me sorprendía un poco con las casas de algunos amigos que no tenían muchos volúmenes, pero tener la casa llena de ellos fue lo normal. Los padres de mis amigos, Alberto Davidoff y Jorge Soní, Alfonso García Ro-bles y Julio César Rubello, tenían buenas bibliotecas, y frecuentemente íbamos a casa de Alí Chumacero o de Joaquín Díez-Canedo, re-pletas de libros, así como las de mi abuelo Gabriel Makay, húngaro, y mi tío Jan Kni-zek, checo. Pero eso no hizo de mí un ser libresco, al contrario, fui en mucho un producto de lo más comercial de los años cincuenta y sesenta, y más que leer libros veía la tele y leía cómics, cus-todiado por mi nana. En París, gracias a mis padres, mi hermana y yo oíamos bue-na música: los Beatles, Georges Brassens, Jeanne Moreau, pero de regreso a México nos dejamos agarrar por lo peor de la radio y de la tele, oíamos a Creedence, pero con-fieso que también a los Monkees, y cuando mi padre escribió su estudio sobre “Nueva literatura, nueva sensibilidad” y me pidió letras de canciones de rock, le pasé algún disco de los Monkees en lugar de algo de los Beatles, los Rolling Stones o Bob Dylan. Ésta es una de mis contribuciones

más bochornosas y lamentables a la histo-ria de la historia de la literatura nacional, y la confieso aquí no sin pudor.

Mi padre nunca intentó demasiado ser mi maestro de literatura. Algo, o mucho me transmitía, pero dejó que su enseñanza fuera natural, espontánea, por el ejemplo y la sensibilidad. Recuerdo que al entrar a la adolescencia tuve por primera vez concien-cia de mi gran incultura y de sus posibles causas. Nuestro salón en el Liceo tenía una pequeña biblioteca y una amiga me con-tó frente a ella de los varios libros que ya había leído. Yo nunca había sacado, creo,

ninguno, y recuerdo que le dije: “Como en casa tene-mos tantos libros y mi padre ha leído tantos, como que no siento la necesidad de leer-los yo también”. A partir de ese momento hice un mayor esfuerzo por aprovechar los libros de la biblioteca de mi padre, pero con retraso y es-

casas luces, y hasta la fecha acarreo terri-bles lagunas culturales que procuro ocultar en lo posible. Cómo quisiera leer más, y más rápido y con mayor intensidad, para disfrutar más de la riqueza escrita que nos han legado los hombres más esclarecidos.

En los años siguientes, pues, no sólo sentí la necesidad de leer más, sino también de ir teniendo mis propios libros, pero sobre todo, de contribuir a la tarea familiar de cuidar, res-petar, acrecentar, ordenar los ejemplares de la biblioteca de mi padre, quien me enseñó a abrir los volúmenes intonsos, sin rasgar el papel, y la manera de sacar los libros dema-siado apretados de los libreros, empujando los dos libros de los lados, sin correr el riesgo de arrancarles la parte superior del lomo.

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ALgunos LiBRos eRAn Míos, peRo

Mi pAdRe Los consideRABA suyos, coMo

Los Peanuts, de cHARLie BRown

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Mi descubrimiento de la ciudad de Méxi-co en el Juárez-Loreto, otros camiones y largas caminatas, me llevó a conocerla a partir de sus librerías de viejo, y lleva-ba a mi padre cuando descubría alguna. Algunos libros eran míos, pero mi padre los consideraba suyos, como los Peanuts, de Charlie Brown. Los Petits Nicolas, de Sempé y Goscinny, y Le Pétomane sí fue-ron míos míos. O a propósito de mis afi-ciones mi padre me regalaba ejemplares que se volvían series, como la de las par-tituras de música clásica de la benemérita editorial neoyorkina Dover: tal vez el me-jor regalo de mi vida fue cuando mi padre me trajo de la librería Dalis en la Zona Rosa las partituras de la música para te-

clado de Bach, los cuartetos de Beetho-ven y las sinfonías de Brahms.

Cuando las colecciones crecían y des-bordaban los libreros, los nuevos libreros pasaban a recibir libros de varias coleccio-nes, la disposición de los libros o el derecho de tal o cual para estar allí eran objeto de vivas discusiones. No recuerdo si ya conté que en sus últimos años le sugerí que un tomo enorme con las memorias de un ex presidente no tenía derecho a estar en el nuevo librero del fondo del invernadero, en lugar de Manuel Gamio, y que había que ponerlo en el garaje (donde se guardaban series de documentos oficiales o libros me-nores); mi padre se enojó y creo que por primera vez por poco me dice una grosería.

Fondo José Luis Martínez en la Biblioteca de México José Vasconcelos.

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Supongo que tenía conciencia de que “lo que hoy es noticia mañana es historia”. La biblioteca de nuestro padre se había con-vertido en un culto familiar.

Las BiBLioteCas MexiCanas Para MéxiCoEn el caso particular de la biblioteca de mi padre me parece muy importante que haya permanecido en México porque es una gran colección, una de más de sesenta mil volúmenes, en su mayor parte dedicados a todos los aspectos de la vida de México (li-

teratura, historia, cultura, arte, ciencia, eco-nomía, humor, política) y todo lo que un mexicano culto debe conocer para entender el mundo en el que vive y disfrutarlo. En México, como Fondo José Luis Martínez de la Biblioteca de México José Vasconce-los, en la Ciudadela, es donde va a encontrar la mayor cantidad posible de lectores idea-les, que la puedan aprovechar plenamente. Esto vale hasta por las lenguas de los libros de la colección, en su mayor parte en espa-ñol, pero también con muchos textos en sus versiones originales en francés o inglés, y

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Vista de la habitación de Rodrigo Martínez Baracs.

La Biblioteca en la casa de Rosseau 53.

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algunos pocos en otras lenguas como latín, griego, alemán, italiano, portugués, lenguas amerindias, entre otras.

Es imposible saber qué efectos va a te-ner el establecimiento del Fondo José Luis Martínez en la Biblioteca de México José Vasconcelos sobre los estudios literarios y culturales. Es tan bajo el nivel de lectura en nuestro país, que bien podría suceder que muy poca gente venga a aprovecharlo. Oja-lá no sea así. Lo importante, como lo re-calcó Gabriel Zaid, es el carácter delibera-do de la biblioteca de mi padre: es posible que haya bibliotecas públicas que tengan más libros que mi padre, y que sobre varios temas ten-gan más. Pero lo importan-te es que los libros que José Luis Martínez fue juntando siempre fueron discrimina-dos por su importancia, por su calidad, por su belleza, por su carácter documental. Nunca, aun en los casos de los muchos libros que llega-ban automáticamente a la casa, sobre todo predominaba la importancia de los libros y las series a las que pertenecía. Por ejemplo, aunque mi padre durante un tiempo com-pró la revista Playboy, que yo manoseaba febrilmente de adolescente, nunca formó una colección con ella, y me llamó la aten-ción ver en casa de un amigo mío mirar en la biblioteca de su padre que él tenía sus Playboy encuadernados.

HaCia eL soPorte digitaLMe parece que vale la pena replicar electróni-camente solamente lo mejor de la biblioteca de mi padre, lo cual ya de por sí es mucho. Muchas series de libros y revistas, sobre todo

las de literatura mexicana de los siglo xix y xx, y los de cultura y arte, son únicos e irrepe-tibles. Hay muchas otras cosas importantes, pero antes hay que hacer una investigación sobre si esas series, no propiamente únicas, están siendo reproducidas en otra parte.

Por cierto, hay que tener en cuenta la diferencia entre las ediciones digitales y las revistas o libros verdaderos. Para tomar un ejemplo, el formato de una revista como Letras Libres en Internet es totalmente di-ferente del formato de esa revista en papel, y además variando según la edición mexi-cana y la española. De modo que en este

caso sí valdría la pena hacer una reproducción digital de alguna de las colecciones en papel de Letras Libres.

Para el momento en el que vivimos, me parece muy im-portante que existan copias digitales de todos los libros que se han producido y que se seguirán produciendo en el planeta. Este gran fondo

bibliográfico universal debe de ser de ac-ceso irrestricto y gratuito, no se puede pri-vatizar, y debe ser gratuito o con un precio bajo, tan sólo necesario para garantizar la continuación del trabajo de digitalización. El gran peligro, que advirtió Darnton es la privatización de un bien, la cultura, que debe ser absolutamente común, de todos, como el aire, el agua y la vida. Otro gran peligro es que la digitalización pretenda suplantar los originales. Es muy impor-tante que existan varias bibliotecas que conserven, cuiden y den acceso a los libros y revistas de papel originales, para evitar el peligro de que se pierda el referente origi-nal de las ediciones digitales.

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eL gRAn peLigRo es LA pRiVAtizAción de un Bien, LA

cuLtuRA deBe seR de todos, coMo eL AiRe, eL AguA

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