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1797Cinco días de julio

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Luis Cola Benítez

1797Cinco días de julio

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Colección dirigida por: Pilar PomaresDirectora de arte: Benita Domínguez

Luis Cola Benítez1797. Cinco días de julio

Primera edición en Ediciones Idea: 2005© De la edición:

Ediciones Idea, 2010© Del texto:

Luis Cola Benítez, 2005© De la imagen de la cubierta y las ilustraciones interiores:

Antonio Münzenmaier

Ediciones Idea

• San Clemente, 24, Edificio El Pilar, 38002, Santa Cruz de Tenerife. Tel.: 922 532150Fax: 922 286062• León y Castillo, 39 - 4º B35003 Las Palmas de Gran CanariaTel.: 928 373637 - 928 381827Fax: 928 382196• [email protected]• www.edicionesidea.com

Fotomecánica e impresión: PublidisaImpreso en España - Printed in SpainISBN: 84-96570-59-2Depósito legal: TF-743-2010

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño, puede serreproducida, almacenada o transmitida en manera alguna nipor medio alguno, ya sea electrónico, mecánico, óptico, de gra-bación o de fotocopia, sin permiso previo y expreso del editor.

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Luis Cola Benítez es historiador vo-cacional a quien la curiosidad porconocer nuestras raíces le convier-ten en minucioso investigador yescritor prolífico dedicado a recu-perar muchos aspectos de la histo-ria de Canarias, algunos de los cua-les destacan por su originalidad; einéditas aportaciones a la histo-riografía tradicional. Premio Perio-dístico del año 2000 de Investiga-ción Histórica «Antonio Rumeu deArmas» y II Premio de Periodismo«Mare Nostrum Resort 2004». Tie-ne publicados ocho libros y son nu-merosos sus artículos de prensa ycolaboraciones en revistas. Perte-nece a la Real Sociedad Económi-ca de Amigos el País de Tenerife yal Instituto de Estudios Canariosy es miembro fundador de la Ter-tulia «Amigos del 25 de Julio de1797». Es colaborador habitual enemisoras de TV y de radio del Ar-chipiélago y conferenciante desta-cado en temas históricos.

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Tal ha sido el éxito de esta función, que será celebérrima

en los Fastos de las Islas Canarias.(José de Monteverde,

«Relación Circunstanciada»)

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1 — Ermita de S. Telmo.

2 — Barrio de El Cabo.

3 — Desembocadura del Barranco de Santos.

4 — Parroquia de la Concepción.

5 — Convento de Santo Domingo.

6 — La Caleta.

7 — Casa de la Aduana.

8 — Castillo Pral. de S. Cristóbal.

9 — Baluarte de Sto. Domingo.

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10 — Martillo del muelle (Batería).

11 — Alameda.

12 — Playa de la Alameda.

13 — Iglesia de S. Francisco.

14 — Camino de Santa Cruz a Paso Alto y San Andrés,

hacia el Norte.

15 — Castillo de S. Pedro.

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Día 21

El fuelle de la fragua resoplaba bajo loscontinuados impulsos de su pie que, caden-ciosamente, mantenía en todo momento elritmo apropiado; ni demasiado deprisa, nipausas muy largas. La pieza de hierro, sujetapor las largas tenazas, iba adquiriendo el rojovivo preciso que blanqueaba por las puntas yaristas del metal. Pero le era difícil concen-trarse en la labor. Él, que procuraba siemprerealizar su trabajo a conciencia y dedicándoletoda la atención de que era capaz, no podíaen aquellos días dominar la mente y, sin po-der evitarlo, su pensamiento vagaba de un la-do para otro entre sombríos e inquietantespresagios que trataba de alejar enfrascándo-se en el trabajo. ¿Qué podía ocurrir si el te-

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mor que se había adueñado del puerto seconvertía en realidad?

Por naturaleza era de talante tranquilo yoptimista, por lo que en el fondo de su pen-samiento prefería creer que los alarmantescomentarios que hacían algunos carecían debase razonable. Además, siempre había vivi-do al día, sin pensar demasiado ni preocupar-se por lo que pudiera traerle un mañana que,en todo caso, siempre resultaba incierto. Losproblemas, se decía, había que resolverloscuando se presentaban, confiando en la suer-te y en el propio instinto.

El encargo era importante y hubiese pre-ferido poder realizarlo sosegadamente, re-creándose en su ejecución. Además, la obraiba a lucir en uno de los mejores lugares delpueblo y a la vista de todos, incluso de loscaballeros importantes que allí ya acudían,por lo que podía ser origen de futuros nue-vos trabajos. No se le escapaba que había si-do una gran suerte que le eligieran. Estabasatisfecho y convencido de que le sería posi-ble realizar una buena obra, sencilla, peroque de seguro llamaría la atención por superfección. Siempre había deseado poder

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hacer algo así, aunque sólo en muy contadasocasiones se le había presentado la oportu-nidad, pues no abundaba en el pueblo estetipo de encargos. Y no era que se considera-ra un artista excepcional ni mucho menos,pues era conocedor de sus propias limitacio-nes. Pero tenía la suficiente confianza en símismo como para saber que podría hacerlotan bien como cualquier otro. Verdad eraque la experiencia, la maestría en el oficio,la había alcanzado por otros caminos. Des-pués de varios años había logrado hacerseun nombre, trabajando con modestia y ho-nestidad, y era considerado en la villa comoun buen artesano en su especialidad. Perono era lo mismo hacer la llanta de un carrua-je, herrar una caballería o fabricar los herra-jes de una puerta, que hacer la verja de laAlameda del Marqués.

¡La Alameda! La gente, el pueblo, lo habíatomado a chunga cuando se conoció el pro-yecto. ¡Hacer allí un paseo..! Aquel terreno«baluto» era la mitad playa, la mitad pedregalatravesado por el barranquillo de Los Frailes,que allí desaguaba entre unos pocos taraja-les, y todo batido por el viento y la «maresía».

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Pero, antes de irse, el Marqués había de-jado trazado el recinto y nivelado el terrenoy se habían plantado dos filas de escuálidosarbolillos qua todavía luchaban por sobrevi-vir. Luego, el nuevo comandante general,sin demasiada ilusión al principio, aceptócontinuar la iniciativa de su antecesor. Des-pués, cuando observó que no solamente elpueblo llano, sino también el señorío, veíancon complacencia la idea y comenzaban afrecuentar el lugar, decidió darle un mayorimpulso. Su Excelencia le había enviado re-cado y recibió el encargo de una primeraparte de la verja. Si su trabajo resultaba satis-factorio, le encargarían también el resto. Te-nía que esmerarse, pensó, en un trabajoque podría perdurar y darle renombre. Tam-bién pensó, entonces, en el hijo que, porfin, cuando ya tanto Isabel como él casi ha-bían perdido la esperanza, venía de camino.Y continuó su trabajo con renovado ahínco.

La pieza ya estaba en el yunque y se ibamoldeando golpe a golpe entre avezados yprecisos giros de las tenazas a un lado y aotro, y trepidantes martillazos qua arrancabanvivos chisporroteos al hierro candente. Hacía

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un calor endemoniado pero, acostumbradocomo estaba a la cercanía de la fragua, casino lo notaba. El torso desnudo, brillante porel sudor, resaltaba su poderosa constitución.

De vez en cuando miraba hacia el mar porel espacio que quedaba libre entre la pared detoscos tablones y el techo del cobertizo dondetrabajaba. Había tenido que espaciar sus sali-das a pescar para poder dedicar más tiempo altrabajo de la herrería, y confiaba en que no leiba a pesar esta decisión. La pequeña barca,cubierta con hojas secas de palma, dormía va-rada a pocos metros del cobertizo sobre losguijarros de la playa. Junto a la casa, de la queel taller era una prolongación, sobre un colga-dizo de cañas se secaba el último pescado co-gido hacía ya varios días. El sol del mediodíacaía con toda su fuerza sobre un mar encalma-do y cabrilleaba en las ligeras ondas.

Volvieron los inquietantes pensamientos.Inconscientemente, mientras introducía la pie-za que acababa de trabajar en la pila de pie-dra que contenía el agua, miró hacia el hori-zonte. Ni una vela a la vista en otro día de cal-ma total. ¿Hasta cuándo duraría? ¡Bah! Seguroque nada ocurriría.

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La voz de la mujer, procedente de la casa,interrumpió el curso de sus pensamientos.

—Juan, ¿no vienes a comer?—Ya voy. En seguida entro —contestó.Salió directamente a la playa y caminó has-

ta sentir la fresca sensación del mar en lospies desnudos. Formando cuenco con las ma-nos se echó agua sobre los hombros y dejóque le corriera por el cuerpo. Se lavó cara ycuello y se echó más agua sobre la cabeza.Luego, con los brazos en jarra, volvió a fijar lavista, escudriñando el horizonte denso y des-dibujado por la calina. ¡Nada! A lo mejor noaparecen, pensó. Luego, mientras comían,hablaron de lo mismo.

—No sé cómo puedes estar hora tras horatrabajando, estando todo el pueblo en ascuascomo está —decía la mujer.

—Es mejor así. Me entretengo y procuropensar sólo en lo que hago, aunque la ver-dad es que no lo consigo del todo —recono-ció Juan.

—Sigue llegando gente de la Ciudad y delos campos —continuó ella—. Algunos da gri-ma verlos, rotos y descalzos... Todos van haciala plaza y muchos parecen asustados. Como

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sigan viniendo, no sé qué van a hacer con ellosni qué les van a dar para comer...

Juan interrumpió sus comentarios:—Y tú aquí, Isabel —la miró seriamente, co-

mo tratando de convencerla—. Y en el estadoen que estás. Deberías hacerme caso y subir aGeneto con tu hermana. Ya sabes que te espe-ra y yo... me quedaría más tranquilo si te fuerascon ella.

—No quiero volver con la misma cantinela,Juan —le replicó la mujer con decisión—. Mi

sitio está aquí y no pienso moverme. Además—añadió— verás que, al final, nada ocurre. Loúltimo que desearía es que me llegara la horay no estuvieras cerca.

—Tampoco me agrada la idea, no creas;pero menos me gusta tener que dejarte solacuando me llaman, y menos aún por las no-ches. Como tú misma estabas diciendo, haymucha gente extraña en el pueblo estos díasy mucho demonio suelto.

Se levantó y fue hasta el barrilete del agua.Llenó el pequeño cazo y bebió despacio pe-

ro con ganas.—Y, ¿qué me va a pasar a mí? —rió la mu-

jer—. Ni para que nos roben servimos. No te-

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nemos dineros ni más hacienda que la casa ylos cuatro trastos. Y yo, con esta barriga... ¿aquién voy a tentar? ¿No se ha dado cuentavuesa merced? —dijo con sorna.

Juan se le acercó por detrás y su enormemanaza le acarició el cuello. Luego, rápidapero suavemente, la deslizó hasta el vientrede la mujer, mientras le susurraba al oído:

—Para mi gusto estás preciosa así, mujer.¿No se ha percatado de ello tan fina dama?—dijo remedándola.

Isabel se levantó, apartándole de un ma-notazo.

—¡Deja las chanzas, Juan! No sé cómo pue-des mantener el humor con lo que se nospuede venir encima...

—Soy así, ya sabes... —replicó él.—Anda —dijo Isabel con afecto—, recuésta-

te un tanto y descansa mientras yo recojo loscacharros.

Le hizo caso. Apartó la burda cortina quehacía de separación entre las dos piezas queconstituían casi toda la casa, la más amplia,en la que habían comido, y la habitación dedormir. Se dejó caer en el lecho y cerró losojos con las manos cruzadas tras la cabeza,

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pero fue incapaz de conciliar el sueño. Isabeltrasteaba allí al lado, y el sonar de las olas enla cercana playa parecía indicar que el vientoestaba cambiando y que comenzaba a soplardesde el Sur.

Desde que se había establecido el serviciode rondas le habían advertido que no debíaausentarse del pueblo, y que estuviera dis-puesto a cualquier hora por si era necesariosu trabajo. Varias veces le habían llamado pa-ra reparar un eje, improvisar herrajes para lascureñas de la artillería y otros trabajos simila-res. Los avisos le llegaban lo mismo de díaque a mitad de la noche, pero ahora hacía yamás de una semana que todo parecía tranqui-lo y no le molestaban, por lo que práctica-mente no había salido de la casa y descono-cía la posible existencia de nuevas noticiassobre la situación. Como no podía dormir, de-cidió darse una vuelta por la plaza principal.Se levantó y, diciéndole a Isabel que volveríapronto, enfiló la calle de La Caleta en direc-ción al muelle y al castillo.

Según avanzaba en su camino observóque aumentaba el movimiento que había enla calle, pero sin que se advirtiera nada espe-

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cialmente alarmante: algunos milicianos queiban de un lado a otro, gentes de La Lagunao de lo interior de la isla con sus mantas alhombro, un oficial que, al paso de su montu-ra, le precedía como si fuera en un tranquilopaseo. Nada especial, en fin, para lo que erahabitual por aquellas fechas. A la derecha, enel lado de la calle más cercano al mar —elmismo en que se encontraba su casa—, lasconstrucciones dejaban entre sí espacios li-bres por los que se podía acceder a la playa,rocosa en muchos trechos. Cerca de la rom-piente recorría la línea de la costa un parape-to que cuadrillas de hombres se dedicabanen aquellos momentos a reparar y aumentar,acarreando grandes piedras y cantos rodadosque recogían por el lado de afuera de la rudi-mentaria defensa. Al pasar cerca de la bateríade la Concepción, junto a la casa de la RealAduana y de La Caleta, era mayor el movi-miento que se observaba. En unión de mili-cianos y paisanos, algunos marineros france-ses —del bergantín que los ingleses habíansacado por sorpresa del puerto hacía algúntiempo—, colaboraban en los trabajos. Al de-sembocar en la plaza de la Pila vio junto a la

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fuente algunas caras conocidas y hacia allíencaminó sus pasos.

Sentado en las gradas que rodeaban la pi-la estaba un hombre cano, más viejo queJuan, cuya blanca cabeza contrastaba con lomoreno de su rostro, curtido por el aire y elsol y como esculpido a hachazos en un pinode tea. Era Pedro Alonso, el patrón de pesca.Junto a él, rodeándole, cinco o seis hombresestaban pendientes de sus palabras que, porlo que parecía, causaban honda impresión enel improvisado auditorio.

—Repito lo que ya les he dicho —decía enaquel momento con énfasis—. Es imposibleque con el tiempo que hemos tenido y la marencalmada como está, a esa barca le hayaocurrido otra cosa. Estoy seguro.

—¿Qué pasa, patrón? ¿A qué se refiere?—se interesó Juan.

—Nada. Que «La Andoriña», que hace elviaje de La Palma, tenía que haber amaneci-do ayer en el puerto, y no ha llegado. Me te-mo que la han cogido los ingleses. No hayotra explicación posible.

—Entonces —terció uno de los presentes—eso quiere decir que los tenemos ahí «mismito».

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—Justo —corroboró el patrón—. Eso es loque trato de decirles desde hace rato. Lo mis-mo opina el capitán del puerto don CarlosAdan, con quien he hablado esta mañana.

Juan, que no salía de su asombro ante lo queescuchaba, no se resistió a intervenir de nuevo.

—Pero, patrón, ¿y no se contentarían conhacer algunas presas pequeñas, como «LaAndoriña», para retirarse luego? —preguntóingenuamente, expresando más un deseoque un convencimiento.

Pedro Alonso se había puesto en pie y se ledirigió directamente.

—Maestro Juan, no sea niño vuesa merced.¿Cree de verdad que a estas alturas no van atener noticias del cargamento de la Compañíade Filipinas? Si piensan que tienen a mano tanbuen botín, ¿cree de verdad que se van a con-tentar con atrapar algún barquito de las islas?¡Buena presa para tan poderosa escuadra! Siles cae a mano, buena será, pero... ¡contentar-se sólo con eso! Aviados iban... Alguna fanegade cal de Fuerteventura, un par de docenas depellejos de cabra y, como mucho, si acaso, al-guna barrica de vino «mariado». Y cuatro des-

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harrapados viajeros que no podrían pagar niun real por su rescate.

Tenía razón sobrada el veterano patrón.Hacía ya varios meses que un navío de gue-rra inglés, igual que ocurriera cuando fueapresado el bergantín francés, había sorpren-dido a las defensas de la plaza apoderándoseimpunemente del «Príncipe Fernando» contoda su carga, valorada, decían, en cerca demedio millón de pesos. Aún estaba en puer-to otra fragata, también como la anterior dela Compañía de Filipinas, «La Princesa», queigualmente podía constituir una apetitosapresa para el enemigo. De hecho, el coman-dante general había ordenado desembarcarsu valioso cargamento, que se trasladó a LaLaguna en previsión de un nuevo asalto. Peroesta última circunstancia probablemente laignoraba el enemigo.

Mientras continuaban comentando lo ante-rior, el patrón y Juan encaminaron sus pasoshacia el rastrillo de entrada de la fortalezaprincipal, que cerraba la plaza por el lado delmar y a cuyo costado izquierdo se iniciaba elpequeño muelle. Allí pudieron observar una

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mayor actividad. Pelotones de soldados entra-ban o salían del castillo, mientras que milicia-nos provinciales, con aire despistado, forma-ban grupos en los alrededores, hablando yriendo, con una despreocupación que deno-taba su falta de profesionalidad.

Se mantuvieron por aquellos contornos tratando de captar alguna noticia que confir-mara sus temores, pero todo eran conjeturasy nadie sabía nada cierto. Comenzaba a oscu-recer cuando Juan se despidió de Pedro Alon-so y emprendió el regreso a su casa. Por el ca-mino tomó la decisión de que, al día siguien-te, antes de enfrascarse en el trabajo de laherrería, buscaría a alguien con quien enviara Isabel a Geneto. Algún carruaje subiría a LaLaguna, o alguna carreta en la que pudieracolocarla, pues ella ya no estaba en condicio-nes de hacer tan largo camino a pie. La con-vencería y la obligaría a marchar con su her-mana. Así quedaría él más tranquilo, ya queno le estaba permitido ausentarse del puerto.Como sólo Dios sabía lo que podría durar laincertidumbre en que se encontraban, másvalía tomar precauciones, pues la reciente

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conversación con Pedro Alonso había aumen-tado su inquietud.

Aquella tarde, Isabel, una vez concluida lafaena de la casa, y mientras esperaba el re-greso de Juan, sacó del viejo arcón unas dimi-nutas piezas de ropa a medio hacer y reanu-dó la costura en el punto en que la habíadejado la tarde anterior.

Sentada cerca de la entreabierta puerta,de vez en cuando alzaba la vista hacia la ca-lle y miraba el ir y venir de las gentes que porallí transitaban.

La calle de La Caleta era normalmente delas más concurridas del puerto. Partía hacia elsur desde la plaza de la Pila, junto al castillode San Cristóbal y la caleta de Blas Díaz, a laque debía su nombre, y continuaba más omenos paralela a la línea de la costa, atrave-saba cerca de su desembocadura el barran-quillo de Cagaceite y terminaba en la plazade la Iglesia. En su comienzo estaba la Adua-na, algunos almacenes y un par de buenascasas de gente principal. Luego las construc-ciones eran más modestas y, mientras que

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por el costado de arriba mantenían una cier-ta alineación, por el lado del mar más bienseguían el sinuoso contorno de la playa, conlo que la calzada se ensanchaba o estrechabapor aquella parte de forma caprichosa. Lamisma vivienda del herrero estaba situadamás cerca de la rompiente que de la propiacalle, que se ensanchaba en su frente. Ya enla plaza de la Iglesia, antiguamente llamadala calle Ancha, las edificaciones volvían a ga-nar en prestancia y categoría.

Según decían, había sido la principal calledel puerto durante muchos años, por ser laúnica que enlazaba con el camino hacia la Ciu-dad, La Laguna, a través del puente del Cabo.Luego, cuando más de cuarenta años atrás seconstruyó el puente de Zurita en las afuerasdel pueblo, la mayor parte del tráfico hacia lointerior de la isla dejó de pasar por la calle deLa Caleta, pero continuaba siendo la principalcomunicación con el antiguo barrio de El Cabo.

Por supuesto que, Isabel, mientras cosía,no pensaba en nada de esto. En su interior,las dudas la asaltaban y la llenaban de confu-sión. Por una parte le preocupaba la seguri-dad del hijo que llevaba en el vientre y sentía

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una especie de vago remordimiento por nohaber hecho caso a Juan a su debido tiempo,pues, en el fondo, reconocía que hubiera si-do lo más sensato haber marchado a casa desu hermana. Por otro lado estaba Juan, reteni-do por las autoridades en el puerto a causade su oficio. De los contados herreros allí es-tablecidos, y a pesar de que ya no era un mo-zo, era el de menos edad y el que más cercadel centro del pueblo tenía casa y taller, porlo que habían contado con él desde que co-menzó la alarma a principios del verano.

De una cosa sí estaba segura. Ocurriera loque ocurriera, no dejaría traslucir su inquie-tud y trataría de mostrarse tranquilla y segurade sí misma, aunque no fuera ése el estadode su ánimo. La realidad era que sentía mie-do por lo que pudiera pasar. Desde que se su-po que los ingleses tenían bloqueado el puer-to de Cádiz, eran muchos los que asegurabanque muy pronto tendrían a su escuadra fren-te a la punta de Anaga.

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Día 22

Aún no había amanecido cuando Juan, me-dio adormilado en el lecho, tuvo la sensaciónde que algo había cambiado. El sonido delmar le parecía diferente, las olas rompían enla playa con mayor fuerza que en la tarde an-terior y el arrastre que producían era señal deque había resaca. El viento, casi imperceptiblehasta entonces, comenzaba a dejarse sentir.

Su somnolienta mente tomaba concienciade este cambio cuando, sobreponiéndose aestos familiares sonidos, le pareció oír el deuna campana, lejana y solitaria. Apenas habíatenido tiempo de preguntarse qué sería aque-llo cuando, de improviso, el aire del amanecerse cuajó con el repique general de todas lascampanas del pueblo. Las de San Francisco, elcastillo, la parroquia, Santo Domingo, hasta la

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de la ermita de San Telmo; todas, en un ins-tante, se sumaron a la primera en confusa al-garabía… ¡Era una alarma general! Bruscamen-te quedó sentado en la cama.

—¿Qué ocurre, Juan? —preguntó Isabelsobresaltada.

—¡Un incendio! —fue lo primero que se leocurrió—. ¡Debe haber fuego en el pueblo!¡Están tocando a rebato!

Al mismo tiempo que hablaba se oyó uncañonazo lejano, y luego otro y otro... queterminaron por sacarle de dudas y le hicieroncaer en la cuenta de lo que de verdad estabasucediendo.

—¡Son cañonazos, Isabel! ¡Los ingleses!¡Están aquí!

Se puso en pie de un salto, se enfundó loscalzones como buenamente pudo y, atrave-sando la herrería, corrió hacia la playa al mis-mo tiempo que lo hacían otros vecinos, y seoían, en la penumbra del amanecer, carrerasy gritos de alarma. Todavía brillaban algunasestrellas en el cielo pero ya había claridad ha-cia el horizonte, por donde dentro de muypoco comenzaría a asomar el sol. El ruido delos disparos parecía provenir del castillo de

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Paso Alto, al norte del puerto, y hacia aquellazona de la bahía se dirigían las miradas decuantos habían acudido a la playa. Recortán-dose sobre la oscura e inconfundible siluetade las montañas de Anaga, se distinguían va-rios navíos que a cierta distancia de la costatrataban de mantenerse fuera del alcance delas baterías. Sin embargo, dos de ellos de me-nor porte se estaban acercando a tierra. Deci-dió que ya había visto bastante y, cuando ibaa regresar a la casa, se le unió Isabel.

—¿Qué pasa, Juan?—Son ellos, los ingleses. Parece que están

atacando por Paso Alto.—¡Señor! ¿Qué va a ser de nosotros? —im-

ploró Isabel.—Nada, mujer. Una cosa es que lo inten-

ten y otra distinta es que lo consigan —afirmócon su habitual optimismo, evitando alarmar-la prematuramente—. La plaza está preparaday no creo que puedan...

Mientras regresaban a la casa le habló se-riamente:

—De todas formas, prepara tus cosas que,ahora sin excusa alguna, te vas hoy mismocon tu hermana.

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—Pero, Juan, yo no quiero... —intentó repli-car Isabel.

—Tú te callas. En cuanto encuentre a al-guien de confianza que suba a la Ciudad, teunirás al grupo. No estás en situación de cami-nar, mujer, por lo que buscaré a alguien quehaga el viaje con bestias o en algún carro.

Ya en la casa, Juan salió a la puerta. Todoel pueblo estaba en pie y parecía que se ha-bía echado a la calle en peso. Observó que,extrañamente, los cañonazos habían cesadoy preguntó a un vecino que venía de la plaza.

—¿Qué pasa, amigo?—Están frente al valle del Bufadero —le

contestó el hombre casi a gritos—. Son seis osiete navíos bien armados y un enjambre delanchas, creo yo que más de treinta, cargadasde gente para el desembarco.

—Y ¿las baterías? ¿Por qué han callado?—quiso saber.

—Están fuera del alcance de nuestra artille-ría y nada puede hacerse por el momento.

Juan no esperó más. Le dijo a Isabel quemientras los barcos no se movieran de dondeestaban, al otro extremo del pueblo, no salie-ra de la casa.

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—Voy a enterarme de lo que ocurre y trata-ré de encontrar a alguien que suba a la Ciu-dad y pueda llevarte. Espérame aquí y prepa-ra tus cosas. Coge sólo lo más imprescindible.

Cuando llegó a la plaza ya era completa-mente de día. Los alrededores del castillo es-taban llenos de gente, mezclándose los pai-sanos con los soldados y milicianos. Un nu-meroso grupo, con sus oficiales a la cabeza,partía por el camino de San Andrés hacia Pa-so Alto. Intentó pasar al muelle para teneruna mejor visión de la escuadra inglesa, perolos soldados que estaban de guardia a la en-trada le prohibieron el paso.

—¡Eh, tú! ¿Dónde crees que vas? ¡Atrás!Bajó a la playa de la Alameda, junto al mis-

mo muelle, donde ya se encontraban nume-rosas personas presenciando la escena, comosi lo que estaba ocurriendo se tratara de unespectáculo. Desde allí pudo ver tres grandesnavíos de línea y otros cuatro de diferenteporte pero menores que los primeros. Dos fra-gatas eran las que estaban situadas más cer-ca de tierra y se encontraban materialmenterodeadas de lanchas repletas de tropa, pero lepareció que los navíos tenían dificultad para

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mantener sus posiciones debido al viento ylas corrientes. Todos estaban situados másallá de Paso Alto, fuera del alcance de sus ca-ñones, circunstancia que favorecía que laslanchas se fueran acercando a tierra a soltarsu carga sin encontrar impedimento alguno.

Juan pudo distinguir cómo las pequeñasembarcaciones iban y venían entre las fraga-tas y la playa del Bufadero. A medida que de-sembarcaban, algunos grupos de soldados seperdían hacia el interior del valle, mientrasque, ya a media mañana, otros habían escala-do la montaña que separa aquel barranco delde Valleseco. Entretanto, los soldados que ha-bía visto salir del castillo de San Cristóbal y desus inmediaciones, avanzando con una rapi-dez sorprendente, habían ocupado los riscosde la Altura de Paso Alto y tomado posicionesfrente al enemigo.

Ambos contendientes, separados por elamplio barranco de Valleseco, parecía queintercambiaban disparos que llegaban ate-nuados por la lejanía, acción que se prolon-gó durante horas. Juan pensó, y con razón,que dada la gran distancia que separaba losdos promontorios aquellas descargas no

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iban a tener serias consecuencias para nin-guna de las dos partes y, a medida que trans-curría el tiempo, la situación iba adquiriendotintes de monotonía. No veía lógica explica-ción a la decisión de los ingleses de ocuparaquella altura que, lejos de favorecer suavance hacia la plaza, les dejaba aislados enuna montaña escabrosa y de terreno suma-mente accidentado y pendiente, y sin el apo-yo de sus navíos. Las dos fragatas, una vezconcluido el desembarco, se habían reunidoafuera con el resto de la escuadra. Por si estofuera poco, según se fueron acercando lashoras centrales del día, el calor se hacía no-tar de forma insoportable, por lo que las con-diciones en que debían encontrarse los asal-tantes no podían ser nada favorables comopara intentar un ataque y avanzar hacia lapoblación. Las alturas que dominaban el úni-co camino posible junto al mar, estaban yaocupadas por las fuerzas defensoras y, ade-más, si intentaban pasar por allí, tendríanque rebasar las fortalezas de Paso Alto y SanMiguel y las baterías que jalonaban la estre-cha senda que bordeaba la costa desde aque-llos valles hasta Santa Cruz.

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Cuanto más pensaba en ello menos expli-cación encontraba Juan a la estrategia quehabía seguido el enemigo, pero... ¿quién po-día adivinar cuáles eran sus verdaderas inten-ciones? En la playa, a cielo abierto, el calor re-sultaba agobiante, por lo que volvió hacia laplaza con idea de encontrar algún medio detransporte en el que sacar a Isabel del pue-blo. Seguro que, dadas las circunstancias,muchas familias tratarían de huir hacia el in-terior de la isla, por lo que pensó que no leresultaría difícil lograr su propósito. Pero la si-tuación había cambiado radicalmente desdeel amanecer de aquel día de julio.

En los alrededores del castillo, soldados,milicianos, carros con bastimentos y gentesque llegaban de los pueblos de la isla se mez-claban en confusa multitud. Buscó, pregun-tando de un lado para otro, si sabían de algúncarro que subiera a La Laguna o de alguienque dispusiera de bestias de carga, pero to-dos le informaban que los medios de trans-porte, los pocos de que se disponía, habíansido requisados por la autoridad, y aún se so-licitaban más del interior. A medida que con-tinuaba sus gestiones, primero con los cono-

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cidos, luego con gentes que jamás había vis-to, iba cayendo en la cuenta de lo difícil queestaba resultando su idea. Buscó desespera-damente y en todos los casos la respuestafue negativa y un sentimiento de angustia co-menzó a dominarle. Isabel ya estaba muyavanzada e incluso el viaje en carro o en bes-tia ya le resultaría de gran incomodidad por elmal estado en que se encontraban los cami-nos, pero, con todo, era preferible tratar dealejarla del pueblo.

Con el ánimo abatido y pensando a quiénpodría recurrir, emprendió el regreso a su ca-sa. Todo el recinto de la plaza, la Alameda, yla misma calle de La Caleta, eran un bullicio-so hervidero. En los rostros de las personascon las que se cruzaba se podía observar ex-presiones de expectación, nerviosismo y, enmuchos casos, de verdadera angustia. Tal ycomo había supuesto, muchos vecinos se en-caminaban a pie a La Laguna, principalmentemujeres, niños y aquellos ancianos que aúnpodían valerse, y formaban grupos que trata-ban de poner tierra de por medio ante la pre-sencia de los ingleses, transportando única-mente cuanto podían llevar consigo.

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Cerca ya de su casa se cruzó con un viejohombre del campo que traía cogido del ron-zal a un mulo renqueante.

—Por favor, amigo, ¿a dónde va con eseanimal?

—¿Por qué me lo pregunta? —contestó elviejo, desconfiado.

—Mi mujer está en estado muy avanzado yquiero enviarla a Geneto con su familia —leexplicó Juan—. Pídame lo que guste a cambioy le prometo que lo tendrá —aseguró sin sa-ber cómo podría cumplir su promesa si llega-ba el caso.

El viejo le miró, asustado, e intentó seguirsu camino, mientras le decía:

—No, no me es posible. Tengo que presen-tarme en la plaza a la autoridad... No puedo,no puedo...

Juan le retuvo por un brazo.—Por favor, señor —le suplicó—. Sólo será

cuestión de unas horas.El hombre le miró con pena.—Lo siento. De verdad que no puedo. Ven-

go de Acentejo, donde me cogieron con elmulo esta mañana en el pueblo. Tomaron mifiliación, ¿sabe vuesa merced?, y la del mu-

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lo... y si no me presento antes del toque deoración me enviarán a prisión, ¿sabe?

—¿Cómo es eso? —preguntó Juan—. ¿Tanseveras son las órdenes?

—Sí, lo son. Algunos que pudieron escapara tiempo huyeron al monte con sus animales.Pero a mí me cogieron de improviso esta ma-ñana. Es que soy viejo, ¿sabe? —y, reanudan-do su camino, añadió:

—Y estoy cansado...Juan siguió con la mirada la patética figu-

ra y en medio de su angustia tuvo lástimadel viejo.

A la puerta de la casa encontró a Isabel ob-servando el trajín de la calle. Le explicó lo me-jor que pudo la difícil situación que se estabacreando en el pueblo ante la presencia de losingleses, y sus fracasados intentos por encon-trar a alguien que la sacara de allí.

—Sí, algo he oído entre las vecinas —leconfirmó ella, simulando quitarle importan-cia a la cosa—. Parece que algunas personasque tienen medios están acaparando mante-nimientos y, de repente, a media mañana,las tahonas dicen que no les queda harina.¿Cómo es posible?

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—Más me preocupas tú, Isabel —y Juancambió de tema, insistiendo—. Tenías que ha-berme hecho caso desde hace tiempo.

—Pero yo prefiero estar aquí...—Pero entra en razón, mujer. Te falta menos

de un mes y ahora... no sé lo que vamos a ha-cer. Vivimos demasiado cerca del castillo y de lasdefensas y, menos mal que a los ingleses no lesha dado por bombardear la plaza, que si no...

Le contó cuanto había presenciado desde laplaya de la Alameda y su extrañeza por el pun-to elegido por el enemigo para hacer el de-sembarco. Era verdad que donde se habían ins-talado estaban por el momento a salvo de serrechazados, pero no era menos cierto que,desde aquella posición, muy difícilmente po-drían avanzar un solo paso hacia el pueblo.

—En último extremo —añadió— te acompaña-ré hasta las afueras. Te dejaré instalada en cual-quier parte... Algo habrá o alguien encontrare-mos que te dé posada. Aunque sea en una cue-va —concluyó como hablando consigo mismo.

Isabel no contestó. Mientras hablaban ha-bían entrado a la casa y la mujer se dirigió alfogón donde humeaba un caldero y le sirvióalgo de comida. Apenas pudo probarla. Fue a

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la herrería y tomó en sus manos algunas de laspiezas de la verja a medio hacer, y acabó lan-zándolas con rabia a un rincón. Su estado deánimo no le permitía dar un solo martillazo. Lepareció escuchar pasos fuera, en la playa, y elruido que hacían los callaos al ser pisados,muy cerca de la casa. Demasiado cerca, pen-só. Y reaccionó demasiado tarde. Cuando sepercató de lo que ocurría y echó a correr, yano había remedio. Sólo alcanzó a ver a unhombre que a la carrera se perdía hacia la de-sembocadura del barranquillo de Cagaceitellevando en sus manos buena parte del pesca-do que tenía puesto a secar junto a la casa.

—¡Al ladrón! —gritó impotente. Y luego, envoz baja—. ¡El muy hijoputa!

Ya era tarde. El ladrón, que en unos instan-tes había mermado considerablemente su des-pensa, había desaparecido de su vista.

—¿Qué ocurre? —preguntó Isabel saliendo,y al ver lo sucedido:

—¡Dios mío! ¡Buena nos la han hecho!Recogieron el pescado que se había salva-

do de la rapiña, mientras Juan comentaba lasituación que se estaba creando en el pueblo,de angustia y tensión, y que estaba desembo-

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cando en estos desmanes. Luego avanzó has-ta la orilla del agua y miró hacia Anaga, don-de seguía la escuadra enemiga en la mismaposición en que la había visto la última vez.¿Qué podían hacer ellos? Nada. Sólo esperarel curso de los acontecimientos. Allí estuvohasta que comenzó a oscurecer sin que en losnavíos enemigos se observara el menor mo-vimiento extraño. Se recostó sin desvestirse ydurante la noche volvió varias veces a la playapara, inútilmente, escudriñar la oscuridad.

En algunos momentos creyó oír disparosde artillería lejanos y muy espaciados, que so-naban a intervalos más o menos regulares. Entodo caso era evidente que no se trataba defuego de combate, sino más bien avisos o se-ñales de alguna posición alejada, hacia el nor-te de la plaza, de Paso Alto o de más lejos aún.

Isabel, con la angustia en el alma, yacíaacurrucada en el lecho y, mientras sentía losleves movimientos del ser que llevaba en suseno, fingía dormir. Pero aquella noche, car-gada de incertidumbres y de sombríos presa-gios, nadie durmió en Santa Cruz.

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Día 23

Los golpes sonaban con insistencia en lapuerta y fue Isabel la primera en reaccionar.

—Juan, Juan... Están llamando a la puer-ta..., ¿quién podrá ser a estas horas?

Se incorporó sorprendido y malhumoradoal comprobar que el sueño le había vencido aúltima hora de la madrugada. Volvieron a so-nar los golpes, Ahora acompañados por unavoz juvenil y apremiante.

—¡Maestro Juan! ¡Abra, maestro Juan! ¡SoyGaspar el de seña Felisa! ¡Abra de una vez,hombre!

—¡Voy, ya voy! —contestó Juan mientrasse dirigía a quitar la tranca para franquearleel paso.

Gaspar llevaba puesta una casaca de colorindefinido y portaba en sus manos un mos-

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quete viejo y oxidado, lo que no escapó a lamirada de Juan.

—¿Qué te pasa, muchacho? —le preguntóalarmado— ¿Le ocurre algo a tu madre?

—No, que yo sepa, gracias a Dios. Y de mo-mento no pasa nada grave. Es que el capitánEduardo me ordenó que viniera a avisarle quedebe incorporarse lo antes posible y presen-tarse al oficial de guardia de San Cristóbal —leinformó el muchacho, añadiendo:

—Y que no olvide llevar sus herramientasy cuanto pueda necesitar para permanecerallí en tanto dure la alarma por si fueramenester su trabajo.

—Mucho habían tardado, digo yo —comen-tó Juan en tono resignado—. Y... ¿Los ingleses?

—Pues no lo sé exactamente. Casi llevodos días sin salir del castillo, y no sé más quelo que oigo.

Gaspar era recluta de las Milicias Provincia-les y estaba agregado al Cuerpo de Artillería.Habitualmente era pescador y su madre, señaFelisa, viuda desde hacía años y con este úni-co hijo, era una de las más populares vende-doras de pescado del puerto, conocida por suhonradez y carácter amable. Ambos vivían en

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el barrio de El Cabo, cerca del hospital. El mu-chacho continuó resumiendo lo que sabía.

—Los nuestros pudieron ocupar los riscosde la Altura antes que ellos. Hasta subieroncuatro cañoncitos con todo su bagaje, que hanestado disparando durante toda la noche porsi el enemigo intentaba avanzar y cruzar porValleseco, pero creo yo que poco efecto pue-den haberle hecho por su corto alcance.

—Entonces —preguntó Juan— ¿no ha habidolucha en aquellos valles?

—Bueno, no lo sé con exactitud —continuóGaspar—. Ayer parece que algunos pocos in-gleses que bajaron al barranco en busca deagua fueron abatidos por los franceses y oídecir que mataron a dos de ellos. Pero no séqué hay de cierto. También dicen que era in-tención de los ingleses internarse hacia La La-guna por aquellos montes, pero el tenientecoronel Creagh y el teniente Siera recogierongentes de la Ciudad y les han cerrado el pa-so, por lo que no han podido moverse de suposición. Cuentan que hasta el alcalde deTaganana reunió a las gentes de aquellospagos y se unió a la tropa. Éstos son los ru-mores y lo que se dice por el castillo. Pero,

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maestro Juan, tenemos que irnos. Ya estáamaneciendo.

Así era. La claridad del nuevo día comenza-ba a hacerse notar y se advertía que en la ca-lle iba en aumento el ir y venir de personas,que no había cesado en toda la noche. Enton-ces Juan tuvo una idea, y le extrañó que no sele hubiera ocurrido antes.

—Dime una cosa, Gaspar, antes de irnos.¿Tu madre sigue en vuestra casa?

—Sí, claro, ¿dónde iba a estar? Anoche mismose acercó a la plaza a llevarme algo de comida.

—¿Tú crees que le importaría que Isabel es-tuviese con ella hasta que todo esto pase? Taly como se encuentra, nada me agrada quetenga que quedarse aquí sola.

—¡Por favor, maestro! —exclamó el mucha-cho—. Mi madre se ofendería si dudase de subuena acogida. Seguro que ahora, por la ma-ñana, vuelve por la plaza. Le diremos que la re-coja a su regreso a casa.

Isabel, que había permanecido en silenciohasta el momento, intervino entonces.

—Pero Juan, vamos a dejar la casa sola...—No importa, mujer. Tú misma dices que

no servimos ni para que nos roben.

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—Pues ya nos robaron la mitad del pescado...—Bueno, te llevas el que quedó y así no les

faltará comida. Recoge tus cosas y cierra bienlas puertas. Seguro que, si no hay nada quehacer, podré darme una escapada hasta aquíde vez en cuando.

Juan dio el asunto por decidido y metió enun saco las herramientas que creyó que podríanecesitar. Luego, se despidió de Isabel.

—Ten cuidado. Espera aquí hasta que señaFelisa pase de regreso y, si necesitas avisarme,ella misma lo hará o envíame recado con al-gún vecino. Ah.., y no te preocupes por mí.

Ya era de día cuando los dos hombres salie-ron a la calle y se dirigieron al castillo. Juan,con el saco de las herramientas a la espalda yla mandarria al hombro, volvió a mirar el mos-quete que llevaba el muchacho.

—Dime, Gaspar, ¿de verdad crees que esemontón de chatarra que llevas será capaz dedisparar sin reventarte entre las manos?

—No lo sé —contestó sonriendo el mucha-cho, y añadió—: Ni creo que lo sepa nunca,pues me lo han entregado sin pólvora ni mu-nición. Sólo me dieron una bayoneta casi tanlarga como el mosquete y que espero no tener

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que usar, entre otras cosas porque debe decorresponder a otro tipo de arma y no hay for-ma de encajarla en ésta.

—¿Y dónde tienes ese arma mortífera? —pre-guntó con sorna Juan.

—A un compañero se la dejé para que mela guardara. Otros han salido peor servidosque yo, pues hay milicianos que a falta de fu-siles les han entregado picos. Más nos valdráque los ingleses continúen alejados del pue-blo. Si intentaran un asalto por el centro... deverdad, no sé lo que podría ocurrir.

Cerca de la casa de la Aduana vieron a unhombre que llegaba corriendo en direccióncontraria a la que ellos seguían, en torno alque se arremolinó un grupo de gente. Alacercarse les pareció que todos estaban exci-tados por lo que el hombre contaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó Juan a uno deellos.

—Dice que el enemigo se ha retirado du-rante la noche. ¡Bendito sea el Señor! ¿Serácierta tan buena noticia?

En ese mismo instante, otro paisano lle-gaba corriendo desde la plaza anunciando agritos:

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—¡Se marchan! ¡Los ingleses han vuelto asus naves! ¡La escuadra se marcha!

Desde donde se encontraban, la vieja ydestartalada mole del castillo de San Cristóballes impedía la visión de la escuadra, por loque Gaspar corrió hacia la cercana playa, se-guido por Juan. Era cierto. Los navíos inglesesse reagrupaban y se alejaban cada vez másde la costa frente al Bufadero, donde se ha-bían mantenido desde el día anterior. Estabanlargando velas y parecía que se dirigían haciael sureste y, de continuar en esa dirección,pasarían frente a la plaza a considerable dis-tancia. ¿Sería posible que se retiraran sin in-sistir en su intento? ¿No se trataría de una ma-niobra de distracción para volver más tarde aatacar por otro frente?

Cuando llegaron al castillo les fue confir-mada la noticia y no se hablaba de otra cosaen todo el recinto: durante la noche el enemi-go había reembarcado todas sus tropas sinque nadie lo advirtiera.

Juan se presentó en el cuerpo de guardia,pidiendo que fuese informado el capitánEduardo de su llegada. El oficial que estabade servicio envió el recado y al poco tiempo

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se le dijo que debía permanecer allí hastanueva orden, aunque por el momento no eranecesario su trabajo. Dejó las herramientasen un almacén contiguo y, como no teníaotra cosa mejor que hacer, se dedicó a curio-sear por las plataformas del castillo.

Aunque Juan no lo sabía, aproximadamen-te por aquellas fechas cumplía dos siglos devida el castillo de San Cristóbal. A través deeste tiempo, y pese a las continuas obras y re-formas, había conservado en lo fundamentalsu estructura original, construida de silleríade piedra en su primera mitad y de mampos-tería la parte alta. Luego, por la parte de la en-trada, frente mismo a la plaza de la Pila, se lehabía añadido un patio exterior de forma máso menos triangular, a modo de pequeña pla-za de armas, y cerca de su entrada se habíaconstruido un nuevo aljibe para la recogidade agua, que se suministraba directamentede la fuente de la plaza. Por el costado nortese había edificado, adosado, un baluarte quese conocía como batería de Santo Domingo,y que formaba una especie de terraza a me-dia altura entre la propia fortaleza y la inme-diata entrada al pequeño muelle, que queda-

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ba así cubierto por su artillería. El resto de lasmodificaciones que se habían realizado en eltranscurso de los años eran interiores —aloja-mientos, capilla, almacenes—, y no habían afec-tado a su apariencia exterior.

En su camino hacia la plataforma superiorJuan pudo comprobar cómo todas las depen-dencias y galerías estaban materialmente ocu-padas por soldados, milicianos y gentes de to-da clase y condición. Entre los paisanos, unosreclutados a la fuerza y otros presentados vo-luntariamente, había muchos que deambula-ban de un lado para otro sin saber qué hacerni a dónde dirigirse, y que en aquellos mo-mentos servían más de estorbo que de ayuda.Los había echados en las galerías, sentadosen las escaleras o recostados contra los mu-ros, formando grupos y corrillos en los que cir-culaba toda clase de rumores. En la platafor-ma superior la situación era distinta. Allí casino se veía más gente que la que estaba a car-go de la artillería, y todo parecía bastante me-jor organizado. Los navíos ingleses se distin-guían desde allí alejados de la costa, ya casifrente al mismo castillo, y seguían navegandohacia el sur.

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En el tambor norte de la plataforma ungrupo de jefes y oficiales seguía con sus cata-lejos las evoluciones de la escuadra enemiga.En su centro Juan pudo distinguir al propio co-mandante general, don Antonio Gutiérrez, yno consideró oportuno permanecer en aquellugar por más tiempo. Ya iba a emprender elregreso cuando el capitán Eduardo, destacán-dose del grupo, se le dirigió directamente.

—¡Maestro Juan! —le llamó.—Dígame, capitán Eduardo —respondió el

herrero con la familiaridad de un antiguo cono-cimiento. A lo largo de los años había realiza-do muchos trabajos para el capitán y su familiay para él no era sólo un capitán de Artillería, si-no un vecino y buen cliente que siempre le ha-bía demostrado su confianza e, incluso, salvan-do las diferencias de clase, una cierta amistad.

—Ya me habían informado de su llegada—le dijo—. Procure mantenerse cerca delcuerpo de guardia para poder localizarle encaso necesario.

—Pero, capitán —replicó Juan—, parece quelos ingleses se retiran, ¿no es así?

—La verdad, es lo que parece. Pero tene-mos dudas todavía. Su Excelencia piensa que

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esta retirada puede ser una maniobra y dicetener la convicción de que no se retirarán nidesistirán de su empeño tan fácilmente.

—Entonces —quiso saber Juan— ¿no se sa-be cuánto puede durar esta alarma?

—Así es. Por eso mismo tenemos que es-tar preparados día y noche.

—Lo decía, don Antonio —añadió el herre-ro llamándole por su nombre, como lo hacíahabitualmente—, porque Isabel, mi mujer, es-tá a punto de dar a luz, y no he encontradomedio de sacarla del pueblo.

El capitán le miró pensativo durante unosinstantes antes de volver a hablarle, como ha-ciéndose cargo de la situación.

—Mire... Usted tiene fama de persona for-mal y vive cerca del castillo, por lo que no haydificultad en enviarle aviso. Si promete decír-melo cuando se ausente y regresar siempreantes del oscurecer, mientras esto dure pue-de ir a su casa por las tardes. Pero recuerdeque mientras haya alarma debe considerarsemovilizado a todos los efectos. Puede necesi-társele en cualquier momento.

—Gracias, don Antonio. Puede estar segu-ro de que no le fallaré.

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El capitán volvió a unirse al grupo de ofi-ciales, mientras Juan regresaba a las proximi-dades del cuerpo de guardia. Allí permaneciódurante un buen rato y alcanzó algo del ran-cho que se repartió al mediodía. Luego, seencontró en el patio a Gaspar, quien le con-firmó que su madre había quedado en reco-ger a Isabel y que la llevaría a su casa, noticiaque le tranquilizó.

A esa hora la escuadra inglesa había deri-vado hacia el sur y parecía que se aproxima-ba a la costa en dirección a Candelaria. Al oírestas noticias fueron muchos los que salierondel recinto del castillo y se dirigieron a las ve-cinas caleta de Blas Díaz y playa de la Adua-na, desde donde se podía ver sin impedimen-to todo aquel sector de la costa. Se produjoentonces un inusitado movimiento de tropaque, forzando la marcha, se dirigió haciaaquellos parajes en previsión de un desem-barco enemigo. Juan pensaba que esa posibi-lidad era muy remota, por considerar que elenemigo no iba a caer dos veces en el mismoerror. Desde sus barcos era seguro que los in-gleses podrían observar perfectamente loabrupto de aquellas costas, desde Candelaria

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a Barranco Hondo, cuyas empinadas laderasy acantilados cruzaba el camino hacia SantaCruz. Este camino era poco más que una malavereda con tramos extremadamente difíci-les y hasta peligrosos —como la Cuesta de lasTablas y San Isidro— para una tropa numero-sa que tratara de avanzar hacia la plaza contoda su impedimenta. De hecho podrían ver-se en peor situación, incluso, que el día ante-rior, cuando ocuparon la altura del valle delBufadero, ya que las fuerzas defensoras po-drían hostigarles y desbaratar su avance conbastante facilidad.

Cuando regresó al castillo le fue precisodarse a conocer para que le franqueasen elpaso, pues se había establecido el necesariocontrol y nadie cuya presencia no estuvieratotalmente justificada era admitido dentro desus muros. Al desorden y hasta hacinamientoexistente por la mañana le había sustituidoun ambiente más disciplinado y riguroso, co-mo no podía ser menos en el castillo princi-pal de la plaza y sede de su comandante ge-neral. Seguramente, en los primeros momen-tos de la alarma, las propias autoridades sehabían visto sorprendidas por la afluencia de

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gentes que allí habían acudido, unos a poner-se a disposición de los jefes y otros, tal vezlos más, con el solo objeto de recabar infor-mación o como simples curiosos. Los paisa-nos habían sido desalojados después de asig-nárseles destino, y toda la tropa que allí noera necesaria vivaqueaba en la plaza, la Ala-meda y sus contornos o se había remitido alos distintos acuartelamientos.

Juan pensó, según pasaban las horas, quesu estancia allí estaba resultando inútil y quesólo le estaba reportando una considerablepérdida de tiempo. De haber podido habríaaprovechado el día trabajando en la herrería.

Estos pensamientos casi se volvieron con-vicción cuando supo que los navíos inglesesse alejaban hacia el sureste y se perdían devista en el mar. Esta retirada del enemigo ter-minó de convencerle de que, al menos por elmomento, allí nada hacía, por lo que buscó alcapitán Eduardo para hacerle saber su inten-ción de marchar a su casa, tal y como habíanhablado por la mañana. Pero por el oficial deguardia supo que el capitán había salido a pri-mera hora de la tarde al frente de una sec-ción de tropa —cuando se observó la primera

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maniobra de la escuadra hacia el sur—, a ins-peccionar la costa de Puerto Caballos y aúnno había regresado. Por lo que sabía, se trata-ba de ver sobre el terreno la posibilidad deemplazar por allí alguna artillería. Estimó quecumplía con informar al oficial de su salida, yasí lo hizo.

En la casa todo parecía en orden. En el ca-mino hasta allí comprobó que no era la suyala única que estaba cerrada, y que muchosvecinos cercanos a la marina habían desaloja-do sus viviendas para ir a buscar refugio enlugares más seguros en previsión de un ata-que por el centro. También se encontró conrondas que vigilaban las calles con la misiónde ayudar a los vecinos en caso necesario, so-focar posibles incendios o evitar el pillaje. Lasviviendas abandonadas por sus dueños, jun-to a tanto forastero en el puerto, no eran unacombinación muy tranquilizadora. De nuevose acercó a la playa para otear el horizonte, yle fue necesario forzarse mucho para alcan-zar a ver algunos buques de la escuadra. Só-lo pudo distinguir un par de ellos que supusoserían los más rezagados. El resto se habíaperdido en la lejanía.

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Como la tarde comenzaba a declinar, an-dando rápidamente sobre las piedras y ca-llaos de la marea se dirigió al barrio de El Ca-bo. Entró, por la calle de las Carnicerías,cruzó el barranco de Santos y siguió por elcamino de La Laguna hasta la casa de señaFelisa. Las dos mujeres se encontraban sinnovedad y, por la forzosa ausencia de Gas-par, Isabel no había tenido problema de es-pacio para instalarse.

—¿Tienes que volver al castillo? —quiso sa-ber Isabel.

—Sí. Y antes de que oscurezca, por lo queya casi debo marcharme.

—Pero si acabas de llegar —intervino señaFelisa—. ¿No dicen que se han ido los ingleses?

—Eso nadie lo sabe aún —contestó Juan—.En todo caso, aunque fuera cierto que no vana volver, seguro que la alarma durará todavíabastante tiempo.

—Y ¿la casa? —preguntó Isabel.—Por allí he pasado y todo está en orden.

No tienes por qué preocuparte. Hasta hayrondas vigilando las calles. ¿Te trajiste todolo necesario? ¿Necesitas algo más?

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—Bueno, si como dices esto va a durar y túvas a continuar fuera, tal vez necesite traermeropa y alguna otra cosa. Yo misma puedo ir.

—No será necesario. Si todo sigue en cal-ma mañana trataré de venir más temprano yyo mismo lo haré. Si entretanto ocurriera al-guna novedad, seña Felisa, ¿me enviará reca-do con alguien?

—Seguro, Juan —le tranquilizó la mujer—.Pero puedes estar tranquilo, hombre. Si loque temes es que le llegue la hora a Isabel,creo que ese trance todavía tardará. De todasmaneras, yo misma he atendido a más deuna y, por si fuera poco, estamos cerca delhospital. No faltaría ayuda.

—Así es, Juan —confirmó Isabel tranquili-zándole—. Yo estoy bien. Algo pesada y unpoco asustada, pero bien.

Era casi de noche cuando Juan regresó alcastillo.

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La noche del 23 al 24

Se establecieron vigías en todos los pun-tos de la fortaleza que miraban al mar y, aun-que la noche estaba en aparente calma, aho-ra que el enemigo se había alejado parecíaflotar en el aire una mayor tensión y, en losrostros, incluso en los de los oficiales, se re-flejaba un estado de ansiedad que no se ha-bía hecho patente hasta entonces. A crear es-ta atmósfera contribuía, sin duda, la orden deguardar silencio y de no prender más lucesque las estrictamente imprescindibles, ysiempre que no pudieran ser observadas des-de el exterior. Reinaba, por tanto, una casi ab-soluta oscuridad en todo el recinto. Las susu-rrantes voces de la tropa y las órdenes en to-no bajo y apremiante de los oficiales eranaquella noche superadas por el sonido de las

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cercanas olas, que en circunstancias norma-les pasaba inadvertido.

Iban a ser largas, muy largas, las horas si-guientes. Juan, contagiado del ambiente, y co-mo otros muchos, maldijo la oscuridad que to-do lo envolvía con un velo de incertidumbre yde tensa espera. Al fin, como nada podía ha-cer ni obligación alguna tenía que cumplir quele ayudara a acortar el tiempo, buscó un rincónen el almacén, cerca del cuerpo de guardia,para pasar la noche de la mejor forma posible.Se recostó sobre una pacas de paja dispuestoa dejar transcurrir las horas en espera de queel sueño le invadiera, dejando vagar la mente.

«¡Si no volvieran!», pensó. Después del fra-caso del desembarco del día anterior, ¿porqué tenían que intentarlo de nuevo? La es-cuadra se había alejado tanto aquella tarde,hasta perderse de vista en la oscuridad delcrepúsculo, que tal vez se había dirigido a Ca-naria. O, por el contrario, ¿quién podía sabersi en aquel mismo instante no estaba de nue-vo acercándose al puerto, protegidos los na-víos por las sombras de la noche? Pero, noobstante... la prontitud con la que se habíaocupado el risco de la Altura y se les había

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cortado el paso hacia el interior por las mon-tañas, ¿no habría bastado para demostrar alos invasores que la plaza estaba vigilante ypreparada para rechazar un asalto?

Lo peor de todo era el estado de Isabel. Sesentía culpable por no haberse impuesto ensu momento y no haberla obligado a marcharcon su hermana. Ella, con su empecinamien-to de no querer alejarse, y él, que se había to-mado las cosas con más calma de la debida,pensando en lo más íntimo que la posibilidadde un ataque era mucho más remota de loque se decía.

Calculó que llevaba allí más de dos horasy, a pesar de lo poco que había dormido la no-che anterior, se encontraba totalmente desve-lado. En la fortaleza, no obstante la oscuridady lo avanzado de la hora, la actividad no habíacesado. Desde la plataforma alta le llegaba elsonido de continuos pasos y el ruido delarrastre de pesadas cargas. En el contiguocuerpo de guardia tampoco había parado laentrada y salida de personas. Hacía calor, ydecidió salir al patio de la entrada a estirar laspiernas. La noche era serena y la luz de las es-trellas contorneaba el recinto, en el que se

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notaba una ligera brisa que no llegaba a re-frescar el aire. En torno a sus armas montadasen pabellón, grupos de soldados o milicianossentados en el suelo dormitaban o hablabanen voz baja. Juan se acercó a uno de aquellosgrupos en el que se encontraba Gaspar.

—Maestro Juan —le preguntó el muchachoal verle—, ¿sabe algo de las mujeres?

—Sí. He estado en tu casa esta misma tar-de. Allí siguen las dos, algo asustadas perosin novedad.

—Me preocupa que estén solas —comentóGaspar como expresando en voz alta un pen-samiento.

—A mí también me preocupa, pero ¿quépodemos hacer? Pienso que están mejor lasdos juntas que cada una de ellas por su lado.

—Me he enterado —añadió Gaspar— quehan enviado a la playa del barranco y a El Ca-bo al batallón de Infantería y las partidas deLa Habana y Cuba, lo que me hace pensarque tal vez los jefes esperen un ataque poraquella parte. Dios quiera que no lleguen aencontrarse en el centro de una refriega...

Juan calló por unos instantes preocupadopor lo que Gaspar le decía. Todo era posible y

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no podía descartar que el muchacho tuvierarazón, pero ¿qué podían hacer ellos?

—Es imposible saber lo que puede ocurrir,Gaspar. De todas formas... yo tengo la impre-sión de que si los ingleses vuelven a atacar tra-tarán de rendir antes que nada este castillo deSan Cristóbal. Si lo lograran, la plaza estaría to-mada. Esto me hace pensar que lo más fuertede la lucha se daría por estos alrededores y nopor el barranco ni por El Cabo.

La conversación había transcurrido en vozbaja y un tanto aparte del grupo de soldados,y en este punto fue interrumpida por un sar-gento que, acercándose, se dirigió a Juan.

—¿No es vuestra merced maestro Juan elherrero?

—El mismo soy, señor sargento, ¿me conoce?—Sólo de verle en el pueblo. Debo decirle

que llevan buscándole un buen rato. Mejor seráque pregunte en el cuerpo de guardia, pues pa-rece que hace falta su trabajo en alguna parte.

—Gracias por avisarme —le dijo Juan.Se despidió de Gaspar y fue directamente

en busca del oficial al cuerpo de guardia.—Coja sus herramientas —le informaron—, y

preséntese al teniente Grandy, que está al

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mando de la batería de Santo Domingo. Él ledirá lo que tiene que hacer.

Al teniente don Francisco Grandy lo cono-cía de vista. Era de las Milicias Provinciales deArtillería y tenía fama de buen militar, respon-sable y cumplidor, aunque de carácter severo.

Soltero, taciturno y solitario, era personade pocas palabras y de aspecto no muy salu-dable. Lo que se dice un hombre gris. Sin em-bargo, en el pueblo se hablaba de su vastacultura —era «muy leído», se decía—, lo quecontrastaba con la idea que comúnmente setenía de un militar, a quien generalmente seconsideraba más afín a las ciencias y artesprácticas que a las letras. Su padre, don Anas-tasio Grandy, era un conocido mercader esta-blecido en la población desde hacía muchosaños, cuyo negocio consistía principalmenteen el comercio de artículos de bronce y cris-tal, y que también solía traer libros. Esto hacíaque su tienda fuera frecuentada por caballe-ros, tanto del mismo puerto como de la Ciu-dad, que allí acudían a conocer o adquirir lasnovedades literarias que don Anastasio reci-bía de España y de Europa. Su hijo don Fran-cisco tenía así fácil acceso a las fuentes de

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ilustración que aquellos libros representabany concurría habitualmente a las pequeñas ter-tulias que en la tienda de su padre tenían lu-gar, de manera especial después de la llega-da de los buques procedentes de Cádiz, Mar-sella o Génova.

Juan preguntó por el teniente a los solda-dos que guarnecían el acceso al baluarte,quienes le indicaron que se estaban realizan-do trabajos en el parapeto y que por allí le en-contraría. Al llegar a la plataforma en la quese situaba la batería, lo primero que le sor-prendió fue la gran actividad que allí conti-nuaba a pesar de la oscuridad y de lo avanza-do de la hora. Junto a los cañones, que apun-taban hacia el muelle y la bahía, se adivinabael trajín de los artilleros que todo lo disponíanante la eventualidad de un ataque. Ya esta-ban dispuestos los proyectiles, la pólvora, lasmechas, los atacadores, y ahora la tropa esta-ba acarreando gran número de cubos deagua que lo mismo podían servir para enfriarlos cañones que para beber los hombres. A laizquierda de la plataforma, en la parte quecaía justo sobre la entrada del muelle —el«boquete», como habitualmente se le llama-

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ba—, un grupo de hombres estaba con susherramientas derruyendo parte del parapeto.Junto a ellos, dirigiendo el trabajo, se encon-traba el teniente Grandy.

—Señor teniente, ¿me necesita vuesamerced?

—¿Es usted el herrero? En buena hora lle-ga, maestro. ¿Dónde se había metido?

—En el castillo he estado todo el tiempo.He venido tan pronto como me avisaron.

—Acompáñeme —le dijo secamente el te-niente—. Necesito de su consejo y de su ofi-cio. Veo que ha traído sus herramientas. Bien.

Se detuvo junto a un cañón que se encon-traba desplazado hacia la derecha, como aunos seis pasos de donde estaban trabajandolos hombres.

—He logrado licencia de Su Excelencia pa-ra abrir una nueva tronera en dirección a laplaya de la Alameda, que está totalmente des-guarnecida. Todas las piezas apuntan hacia labahía y al frente —explicó el teniente—, perola playa queda fuera del fuego de la artillería.¿Ve esta pieza de a dieciséis? Es la que vamosa emplazar allí, pero por la altura del baluartey la cercanía de la zona que pretendo cubrir

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desde aquí, es preciso bajar el ángulo de tiromás de lo normal. De no hacerlo, sus dispa-ros pasarían por encima y hasta es posibleque batieran el fuerte de San Pedro, al otroextremo de la playa. ¿Se le ocurre alguna so-lución rápida para modificar la cureña?

Antes de contestar, Juan estudió la situa-ción con detenimiento.

—Es un buen cañón —comentó—. Y la cure-ña es sólida y fuerte. Parece muy bien hecha.

—Sí que lo es —corroboró el teniente, yañadió—: Está fundido en Sevilla y lo llaman«Tigre».

Juan no pudo menos que sonreír, mientrasdecía:

—¡Qué ocurrencia! ¡Un tigre de bronce!Con la ayuda del propio teniente bajó al

máximo el ángulo de tiro, pero era evidenteque sería preciso inclinar más aún la boca delcañón para que sus disparos tuvieran el efec-to deseado.

—¿Qué clase de carga piensa emplear?—preguntó.

—Metralla. Sólo metralla. Será lo más efec-tivo en el caso de un desembarco, dada lacercanía del campo de tiro.

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—Bueno. Creo que con bajar la boca cosade una cuarta sería suficiente. Parte de esa al-tura podría ganarse dando a la tronera un pe-queño desnivel hacia afuera, pero ello dificul-taría el retroceso de la pieza para su recargaentre disparo y disparo.

—Ya he pensado en eso —dijo el tenien-te—. En el emplazamiento será muy poco,por no decir nada, lo que pueda ganarse. Lasolución tiene que estar en la cureña. Poreso le he llamado.

—Tiene razón, señor teniente. Mientrasterminan de abrir la tronera iré al almacén deSan Cristóbal. Algo encontraré que nos puedaservir para una solución rápida como la quedesea vuesa merced.

Volvió al castillo y expuso al oficial de guar-dia lo que pretendía, logrando que un solda-do, a pesar de la prohibición existente, leacompañara al almacén portando una luz. Re-buscando en un rincón atestado de materialesde desecho encontró el viejo eje de una pe-queña pieza de campaña o de un carrillo paramuniciones, en cuyos extremos estaban dospequeñas pero sólidas ruedas de hierro. Si lo-graba desmontar las ruedas delanteras de la

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cureña del «Tigre» y sustituirlas por estas demenor diámetro, el problema estaría resuelto.Con su hallazgo al hombro volvió a SantoDomingo, donde la tronera ya estaba casi ter-minada y los hombres retiraban los escom-bros hacia un rincón para dejar despejado elnuevo emplazamiento. Pidió al teniente quele asignara un ayudante y puso manos a laobra. Mientras trabajaba inspeccionaron el lu-gar algunos jefes, entre los que vio al capitánEduardo que acompañaba al castellano donJosé de Monteverde, personaje poderoso einfluyente al que el teniente informó de lamarcha del trabajo que se estaba realizandoy del que ya parecía tener noticia.

A pesar de la oscuridad reinante, pues alaire libre sí que estaba totalmente vedado en-cender luz alguna, en poco más de una hora eltrabajo estaba terminado y los soldados proce-dieron a emplazar la pieza en la nueva tronera.

—Ha hecho un buen trabajo, maestro —ledijo Grandy.—Gracias, señor. Si ya no me necesita me iréa tratar de descansar un rato.—Bien. Pero ya le habrán dicho que no de-be salir del castillo y deje dicho en el cuerpo

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de guardia dónde se encuentra en cada mo-mento. Su trabajo puede volver a precisarse.

—¿Cree usted que los ingleses se habránmarchado?

—Pienso que no. Y ojalá me equivoque. Miopinión es que no se marcharán tan fácilmen-te y que en cualquier momento podemos te-nerlos aquí de nuevo.

Juan regresó al castillo y volvió a su inten-to de descabezar un sueño en el almacéncuando calculó que faltarían dos o tres horaspara el amanecer. Volvió a pensar en Isabel.Él allí, poco menos que preso, y ella... ¿cómoestaría? Era de esperar que bien y sin nove-dad, se tranquilizó a sí mismo. De no ser así,seguro que seña Felisa hubiera encontrado lamanera de enviarle recado. ¿Cuánto iba a du-rar aquella situación? Ocurriera lo que ocu-rriera deseaba con toda su alma que el de-senlace fuera rápido. Al día siguiente trataríade volver al barrio de El Cabo.

Con estos pensamientos se quedó dormi-do y, cuando le despertaron las voces de lossoldados en el vecino cuerpo de guardia, yaera de día y tuvo la certeza de que algo alar-mante ocurría.

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Día 24

Preguntó al primero que encontró:—¿Qué pasa? ¿Han vuelto los ingleses? —Sí, ahí enfrente les tenemos. Pero toda-

vía están lejos.Su primer impulso fue subir a la platafor-

ma, pero inmediatamente pensó que allí esta-rían todos los jefes observando al enemigo, yno se equivocaba. Sin poder dominar la curio-sidad y como no le ataba la disciplina a ningúnpuesto fijo, se encaminó al fuerte de SantoDomingo. Si alguien trataba de interceptarleel paso diría que iba a revisar el trabajo hechola noche anterior. Pero nadie le detuvo. Allí da-ba la impresión de que nadie se había movidode su sitio. Aquel punto de observación sóloera mejorado por la mayor altura del castillo,cuya mole ocultaba la visión hacia la derecha,

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pero todo el litoral de Anaga, desde CuevaBermeja, Bufadero, Valleseco, Tahodio, Almei-da, hasta la inmediata playa de la Alameda, semostraba en amplio semicírculo a su izquier-da, en el que se destacaban las grises siluetasde los fuertes de Paso Alto, San Miguel y elmás cercano de San Pedro. Al frente, al mismopie de la muralla del baluarte, el pequeño es-pigón del muelle, que remataba la batería delmartillo en su extremo más avanzado, se ase-mejaba a un gran dedo, romo y negro, que se-ñalaba hacia los barcos enemigos.

Allí estaban, todavía a considerable distan-cia, dando bordadas e intentando ganar elbarlovento para aproximarse a la bahía. Erantres grandes navíos, tres fragatas, un cúter yotra embarcación más pequeña que proba-blemente era una obusera. En total ocho bu-ques que debían sumar más de trescientoscañones. Los estuvo observando durante unbuen rato y era evidente que trataban de en-filar hacia la plaza. Los soldados que ocupa-ban la batería, agrupados en torno a las pie-zas, hacían comentarios sobre la escuadra ycalculaban el tiempo que tardaría en ponersea tiro. Uno de ellos, decía:

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—Con el tiempo contrario que tienen, to-davía tardarán bastante. Podrán estar aquí aprimeras horas de la tarde, siempre que nocambie el viento.

Juan iba a decir algo, cuando una voz so-nó a sus espaldas:

—Maestro Juan, usted no debería estaraquí arriba.

Era el teniente Grandy, quien añadió:—En la plataforma sólo quiero ver a los ser-

vidores de las piezas y al personal auxiliar im-prescindible. Debe mantenerse abajo y a cu-bierto, que ya se le avisará si se le necesita.

—Perdóneme vuesa merced, señor teniente.Mi intención era ver a la luz del día si el trabajode anoche había sido de su satisfacción, pero laverdad es que ha podido más la curiosidad.

—Bien —dijo Grandy en tono más amiga-ble—. Ya que está aquí le diré que sí y quepienso que acertó en su trabajo. De todas for-mas, puede acercarse a verlo por sí mismo.

El cañón situado en la nueva troneraapuntaba hacia la inmediata playa de la Ala-meda, de tal forma que su línea de tiro debíapasar sobre el «boquete» y barrer con su me-tralla una amplia zona, justo donde morían

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las olas. La apariencia de aquella pieza, vistaahora de cerca, era extraña y un tanto ridículadespués del trabajo realizado por el herrero.En comparación con los otros cañones de labatería éste aparecía con la boca baja y la par-te de atrás levantada, precisamente lo contra-rio a lo que era normal. A Juan le recordó unfelino agazapado, a punto de saltar sobre supresa. «Un tigre», pensó. Ahora sí que le veníabien el nombre.

En aquel momento se produjo un revueloentre los que allí se encontraban, que dabanvoces de aviso señalando hacia Anaga. Enaquella dirección, tras las montañas del extre-mo norte de la isla, un nuevo navío de granporte hacía su aparición y trataba de aproxi-marse a la escuadra, lo que logró al poco tiem-po. Ahora eran nueve los que la componían, ysu fuerza se veía así aumentada en no menosde cincuenta bocas de fuego.

—¡Dios nos ampare! —exclamó un milicianocon claras muestras de nerviosismo.

—Nos amparará —le replicó tajantemente elteniente Grandy. Y, alzando un tanto la voz pa-ra que todos pudieran oírle, añadió:

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—Que nadie lo dude. Estamos preparadospara repeler el ataque y con la ayuda de Dios lolograremos. Nos asiste la razón, porque nues-tra intención es defender nuestras vidas y lasde los nuestros y salvaguardar nuestras hacien-das. No puede haber ni una sola indecisióncuando se trata de defender a la Nación y alRey nuestro señor. Muchos de vosotros me co-nocéis y sabéis que jamás os he engañado, porlo que quiero pensar que cuento con vuestraconfianza. Pero esa misma confianza, multipli-cada por mil, es la que yo tengo en vosotros,porque sé, estoy seguro, que todos, cada uno,sabrá cumplir con su deber cuando llegue elmomento. Es todo lo que os pido —concluyó.

La pequeña arenga, pronunciada con ento-nación firme y sentida, había causado el efec-to deseado entre los hombres, que habían se-guido en tensión las palabras del tenienteGrandy. Los comentarios alarmantes y nervio-sos cesaron entre los artilleros, que parecieronganar seguridad en sí mismos.

A Juan le pareció, incluso, que la figura grisy poco gallarda del teniente se había estiliza-do y agrandado mientras hablaba. No sabía

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bien cuál podía ser la razón, pero a pesar desu hosca presencia y la evidente sequedadde su carácter, comenzaba a caerle bien elteniente Grandy.

—Señor teniente —le dijo—, si en algopuedo serle útil, puede contar conmigo. Noestoy acostumbrado a permanecer ocioso yme desespero por tener que estar con losbrazos cruzados.

—Gracias, maestro. No dude que, si esnecesario, requeriré su ayuda. Cuando em-piece la «función» todos los brazos me temoque serán pocos. En realidad, me faltanhombres para cubrir el correcto servicio dela batería, hasta el punto de que, probable-mente, yo mismo tendré que actuar comoun artillero más. Ahora, mejor será que bajey espere los acontecimientos. Por el momen-to, no puede hacerse otra cosa.

A última hora de la tarde la escuadra alcan-zó la misma posición en que se había situadodos días antes, al abrigo de la cordillera deAnaga y en el centro de la rada de Santa Cruz,donde había largado anclas. Desde tierra seobservaba cómo los buques principales se in-tercambiaban señales y que algunas lanchas

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se dirigían al navío insignia, el «Theseo», se-guramente a recabar instrucciones y concre-tar el plan del ataque.

Con las últimas luces del día se vio cómouna de las fragatas y la obusera se acercabana tierra, frente al castillo de Paso Alto, igualque lo hicieran en el primer ataque. Aunqueresultara extraño, todo parecía indicar que losingleses pretendían repetir el asalto por el mis-mo lugar que lo habían hecho la primera vez.

Poco después, la obusera, acercándoseaún más a la costa, abrió fuego contra el fuer-te de Paso Alto y la Altura que domina susespaldas —que continuaba ocupada por hom-bres del Batallón, rozadores y algunos arti-lleros—, fuego al que inmediatamente res-pondió el fuerte con el de sus baterías. El in-tercambio de disparos se prolongó durantebastante tiempo y continuó hasta después deanochecido.

En el castillo principal de San Cristóbal, senotaba la tensión en el ambiente. Sólo PasoAlto podía responder al bombardeo a que es-taba sometido, mientras que el resto de lasfortalezas y baterías que guarnecían la plazatenían forzosamente que contentarse con ser

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meros espectadores de aquella acción. Los ofi-ciales iban de un lado a otro impartiendo ór-denes y dando las últimas instrucciones, al ha-berse corrido la voz por todo el recinto del cas-tillo de que aquel bombardeo era sólo unamaniobra de distracción y que el ataque seríapor el centro de la línea defensiva. En realidad,este rumor tenía por base los comentarios he-chos por algunos jefes en el sentido de que elgeneral no se fiaba de las apariencias y habíadado expresas órdenes para que todo el mun-do permaneciera alerta y en su puesto, comosi el asalto del enemigo fuera inminente.

Los artilleros permanecían junto a sus pie-zas, como si se tratara de una revista, mien-tras que sus jefes escudriñaban la oscuridad,que ya era total, intentando adivinar los movi-mientos de la escuadra y las intenciones últi-mas que animaban al enemigo. Como la no-che anterior, los hombres hablaban en vozbaja y cuando, de pronto, cesaron los dispa-ros de los cañones en la zona de Paso Alto, latensión reinante aumentó y hubo unos minu-tos durante los que el silencio fue absoluto.

Después de buscar a Gaspar durante másde una hora, Juan desistió de intentar encon-

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trarle. No le vio en las dependencias del casti-llo a las que podía tener acceso, ni en el patiode la entrada, de lo que dedujo que estaríaasignado a una de las baterías de la plataformasuperior. De todas formas, estaba casi segurode que el muchacho no habría tenido ocasiónde salir y de ver a su madre, por lo que al igualque la noche anterior, tendría que contentarsecon confiar en que las mujeres, especialmenteIsabel, se encontraran bien.

Entre la tropa concentrada en el patio elambiente era algo más relajado. Aquelloshombres, vestidos y equipados de las formasmás diversas —algunos no disponían de másarmas que un garrote—, constituían una espe-cie de fuerza de choque que, en caso necesa-rio, acudiría allí donde hiciera más falta, en de-fensa del propio castillo o del inmediato mue-lle. Juan deambuló entre los grupos, observán-doles y pensando que, si los acontecimientosno tomaban un giro inesperado, para muchosde ellos las horas siguientes podrían marcarsus vidas de forma decisiva o suponer, para al-gunos, un fatal desenlace.

La obligada espera la entretenían en muydiversas formas, pero parecía ser de general

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aceptación una especie de juego dialécticoconsistente en tratar de adivinar el número desoldados atacantes que la escuadra podríadesembarcar. Se oían cifras para todos los gus-tos, desde quinientos hasta diez mil hombres.No faltaba, pensó Juan, sino que se cruzaranapuestas. Al vuelo le llegó una conversaciónque llamó su atención.

—Y, ¿cómo sabes tú que no es un hereje? To-dos ellos lo son —decía un soldado veterano.

—No, todos no. Este no lo es. Lleva al cue-llo una cadena con una cruz —le contestabaun joven miliciano.

—Dicen que se echó al mar desde una de lasfragatas y que ganó la playa a nado —intervinootro—. Le cogieron al atardecer por Valleseco.

Pero el veterano volvía a la carga, insistiendo:—Es imposible. Si es inglés, tiene que ser he-

reje —sentenció con absoluto convencimiento.—Puede que no —volvió a hablar el más jo-

ven—. Aquello son islas, como aquí, y en unaspueden tener sus modos y costumbres dife-rentes a las otras.

Juan sacó la conclusión de que hablaban deun desertor inglés que habían cogido a prime-

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ras horas de la noche, posiblemente algún ma-rinero. No pudo menos que intervenir.

—Y, ¿dónde le tienen ahora?El muchacho le miró con curiosidad antes

de contestar:—Le trajeron aquí, al castillo. He oído decir

que le están interrogando.—¿Qué harán con él? —intervino otro.—Nada. ¿Qué van a hacerle? Si es desertor,

hasta puede que se quede a vivir aquí.—¡Lo que nos faltaba! —rezongó el veterano

entre las sonrisas de sus compañeros—. ¡Unhereje más entre nosotros!

Sin duda se refería al amplio número de ex-tranjeros radicados en la sla, a los que, por loque se deducía de sus palabras, el viejo solda-do medía por un único rasero. Juan encontrócuriosa esta manera de pensar. La mayor par-te de la colonia extranjera establecida en elpuerto, con contadas excepciones, estaba ple-namente integrada en el pueblo y en su socie-dad. Al menos eso le parecía a él, y nunca sele había ocurrido considerar herejes a suscomponentes, a pesar de que, como era natu-ral, no todos eran católicos.

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Juan sabía que a todos los habitantes delpuerto les esperaba una noche más de vigi-lia. Pasaba el tiempo y, una vez cesado el pri-mer cañoneo de la obusera con Paso Alto, lanoche volvía a ser silenciosa. Un silencio lle-no de incertidumbre, en el que la forzosa es-pera de los defensores no estaba exenta denerviosa ansiedad, que se reflejaba en lasconversaciones y actitudes de los hombres,por mucho que trataran de disimularlo.

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La noche del 24 al 25

Al herrero se le hacía la situación insopor-table. Al cabo del tiempo, cansado de darvueltas de un lado a otro, empezó a sentir ensu interior una especie de incontrolada rebel-día por lo que estaba ocurriendo, y germina-ba en él la idea de que, a pesar de lo avanza-do de la noche, nada le impedía salir de SanCristóbal para acercarse a casa de seña Felisa.Si se daba prisa, antes de una hora podría es-tar de regreso y era casi seguro que nadie leecharía de menos.

Sin pensar en las consecuencias que su ac-to podía acarrearle, ya estaba decidido a reali-zar la escapada, contraviniendo las instruccio-nes recibidas tanto del capitán Eduardo comodel teniente Grandy, cuando se encontró con

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un miliciano cuyo grupo venía de las playas deValleseco. Por él supo que, una vez cesado elinútil cañoneo a Paso Alto en el que los defen-sores no habían sufrido baja alguna, la obuse-ra se había retirado hasta quedar fuera de tirode las baterías de tierra, pero que no se obser-vaba en el resto de la escuadra movimientoque hiciera presagiar un asalto por aquellos pa-rajes. Más bien al contrario, por lo que podíaadivinarse en la oscuridad, parecía que los na-víos estaban disponiéndose en línea frente a laplaza, desde allí hasta el centro del pueblo.

Esta noticia, si era cierta, confirmaba que elasalto podía ser inminente y que tendría lugarde manera frontal. En aquel momento vio queel coronel Estranio, jefe de la Artillería, mar-chaba con un ayudante en dirección al muelle,probablemente a inspeccionar aquellas posi-ciones y la batería de su martillo. Todo esto lehizo desistir de su salida.

Al poco rato marchó en la misma direcciónel propio comandante general don AntonioGutiérrez, rodeado de un pequeño séquito, alque acompañó hasta el rastrillo exterior el ca-pitán Eduardo. A Juan le picó la curiosidad yquiso saber el motivo de aquella salida a hora

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tan intempestiva, por lo que se hizo el encon-tradizo con el capitán cuando éste regresabaal interior de la fortaleza.

—Buenas noches, don Antonio.—Buenas las tenga, maestro. Ya me infor-

mó el teniente Grandy de su trabajo en el ba-luarte de Santo Domingo.

—¿Qué ocurre, don Antonio? He visto salira Su Excelencia y me ha extrañado que lo hi-ciera en esta hora.

—No pasa nada. El general, que ha queridoinspeccionar personalmente las posicionesdel muelle y la Alameda. Eso es todo.

—¿Piensa vuesa merced que nos atacaránesta noche?

—Es imposible saberlo —contestó el mili-tar—. Pero hay mucho silencio en la escuadray con esta oscuridad no se sabe lo que pue-dan estar tramando. ¿Cómo sigue su mujer?

—Supongo que bien. La verdad es que nohe podido verla en todo el día. Tengo la sen-sación de estar preso en el castillo.

—Todos lo estamos en estos momentos.Yo tampoco sé nada de los míos desde hacedías —dijo el capitán. Y añadió—: No debe-mos desesperar. Lo que está en juego repre-

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senta mucho más que los intereses de cual-quiera de nosotros.

Mientras el capitán Eduardo desaparecíahacia el interior del castillo, Juan buscó un rin-cón del patio donde sentarse. En medio de laoscuridad, las últimas palabras del militar con-tinuaron resonando en su mente mientrasque su espíritu se rebelaba contra lo que élcreía que podían significar. No, no y mil vecesno, se repetía. Lo que estaba en juego era laseguridad de las familias, de las haciendas,del trabajo de cada uno. A él que no le habla-ran de grandes cosas, de grandes ideales, nide historias que no entendía ni le importa-ban. Cuando aquella tarde, en la plataformade Santo Domingo, escuchó las palabras delteniente Grandy, era cierto que algo se habíamovido en su interior, y que las había encon-trado justas y oportunas. Pero ahora pensabaque había sido más por el tono empleadoque por lo que para él significaban. Al recor-darlas después de las horas transcurridas, se-guía admirando la entereza que pareció de-mostrar el teniente y el efecto que había cau-sado en sus hombres, pero nada más. Natu-ralmente que sabía que existían un Rey y una

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Nación. Pero al primero sólo se le invocaba pa-ra servirle, hacer levas o recaudar impuestos, yse lo imaginaba como algo muy lejano y difu-so. En cuanto a la segunda, jamás nadie le ha-bía hablado de ella y sólo entendía de su tra-bajo, su pesca, su mujer, su casa y, ahora, dela ilusión de un hijo. ¿Sería todo esto lo quesostenía a los hombres en las situaciones ex-tremas? Podía ser... Pero también había visto aotros huir hacia La Laguna en los días prece-dentes. ¿Era eso cobardía o simple prudencia?¿Qué hubiera hecho él de haber podido tomaruna determinación libremente? No lo sabía...Tendría que verse en idéntica situación que losotros para saberlo. De todas formas, él era unhombre pacífico, incapaz de buscar enfrenta-mientos, pero que no viniera nadie a quitarlelo suyo, lo poco que tenía, pues era capaz, en-tonces, de hacerle frente a cualquiera. Todavíasentía resquemor y rabia por lo del robo delpescado... ¡Si hubiera podido cogerle se iba aenterar el ladrón de quién era Juan el herrero!

Sentado en el suelo con las piernas dobla-das, la espalda contra el muro, los antebrazosdescansando sobre las rodillas, el cansancio yla falta de sueño le fueron venciendo hasta

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quedar dormido. No supo el tiempo que per-maneció así. Cuando sonó el primer cañona-zo y se despertó sobresaltado, tuvo la sensa-ción de que habían transcurrido horas, perolos mismos acontecimientos le demostraronque sólo habían pasado pocos minutos.

De inmediato, el castillo se estremecióen una vibrante actividad y todo eran carre-ras, voces, órdenes. La fragata de la Compa-ñía de Filipinas, fondeada en la bahía, fue laprimera que dio la alarma al percatarse loscomponentes del retén de guardia que laocupaba de que un enjambre de lanchas re-pletas de enemigos se dirigían, bogando enel más absoluto silencio y con los remos fo-rrados con lonas y trapos, hacia el mismomuelle de Santa Cruz.

Al oírse la alarma, todos los fuertes y bate-rías de la línea, desde Paso Alto hasta la bate-ría de San Telmo, abrieron un fuego vivísimoy continuado. Hubo unos momentos de des-concierto entre la tropa que llenaba el patio,pero rápidamente sus oficiales y sargentospusieron orden y formaron a las unidades,que quedaron dispuestas para acudir allí don-de fuera preciso.

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En medio del estruendo y del resplandor delos fogonazos, las órdenes que se daban a gri-tos y el aire que se había cargado de humo yolor a pólvora, Juan, a quien nadie hacía caso,fue incapaz de dominar la curiosidad que sen-tía. Sin pensarlo dos veces cruzó el patio y su-bió a la plataforma, situándose en el lado nor-te, en la parte que daba sobre el baluarte deSanto Domingo. Era aquel un ángulo muertoen el que, por no haber allí emplazada artilleríani ser lugar de paso, quedaba a trasmano y co-mo olvidado por cuantos ocupaban el recinto.

El espectáculo que desde allí se le ofrecíaera sobrecogedor. Un cúter se acercaba al mue-lle precedido y rodeado por una multitud delanchas de desembarco cargadas de hombres,armas y pertrechos, mientras que toda la artille-ría de la plaza disparaba continuamente inten-tando repeler o, al menos, frenar el asalto.

El silencio que hasta unos instantes anteshabía observado el enemigo fue roto encuanto comenzó a ser alcanzado por las des-cargas de las baterías y castillos, y se podíaescuchar su griterío entre el retumbar de loscañonazos, al mismo tiempo que desde losnavíos y desde las propias lanchas, contesta-

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ba con todas las armas a su alcance al fuegoque le hacía la plaza.

La primera oleada de lanchas ya estaba ba-jo el radio de acción de los disparos, y al res-plandor de los fogonazos se veían cuerposque caían al mar en trágicos saltos. Algunaslanchas, alcanzadas por impactos directos ypor la metralla, zozobraban arrastrando consi-go su carga humana a las profundidades. Alcomienzo del asalto todo parecía indicar queel ataque se dirigía directamente al muelle y alcastillo de San Cristóbal, pero en la confusióncreada por el activo y acertado fuego de la ar-tillería y a impulso de las corrientes, la forma-ción enemiga comenzó a dispersarse y mu-chas lanchas derivaron a la derecha del mue-lle, hacia el sector sur de la plaza. No obstan-te, algunas lograron acercarse peligrosamentea las escaleras del desembarcadero, despuésde haber eludido el fuego de las baterías.Otras, no acertando en la oscuridad con esteacceso a tierra, el mismo oleaje hizo que con-tinuaran a lo largo del espigón en dirección ala playa de la izquierda, frente a la Alameda.

Una vez superados los primeros instantesde desconcierto producidos por el inopinado

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ataque, pareció que los defensores lograbanorganizarse. Tanto en el castillo como en San-to Domingo, los tramos del parapeto quequedaban libres entre las piezas de artilleríaestaban ocupados por tropa que hacía un nu-trido fuego de fusilería sobre las lanchas máspróximas, mientras que grupos de hombres,de los que hasta entonces habían permaneci-do concentrados en el patio, se dirigían a to-do correr al muelle para reforzar la defensaen las escaleras del desembarcadero.

Con el ánimo sobrecogido por la tremen-da escena que se desarrollaba ante sus ojos,Juan continuaba como petrificado observán-dolo todo, sin reparar en lo expuesto que es-taba en aquella posición a recibir algún im-pacto de bala. Lo que estaba presenciandole resultaba tan increíble que nada ni nadiele hubiera separado de aquel lugar. El esce-nario que se extendía ante él quedaba ilumi-nado casi continuamente por los fogonazosde las armas, mientras que, por el contrario,se daban momentos en que el humo de lasdescargas velaba la visión en algunos pun-tos. Entre estos celajes de claroscuro, le pa-reció que se luchaba cuerpo a cuerpo en el

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mismo muelle, cerca de las escaleras, y en labatería del martillo.

Entonces percibió que se formaba un re-vuelo junto al «boquete» de la entrada, don-de se oyeron voces de «¡paso a Su Excelen-cia!», mientras que un pequeño grupo de per-sonas se arremolinaba en torno al general.Por lo visto, don Antonio Gutiérrez se habíavisto sorprendido por el ataque durante su vi-sita de inspección a las posiciones avanzadasdel muelle, y trataban ahora de conducirle asalvo al castillo. Pero en aquellos instantes laatención de Juan fue reclamada por otrosacontecimientos que, a su izquierda, tambiénculminaban en trágica acción. Varias lanchasenemigas habían alcanzado la playa hasta va-rar en sus arenas. Desde la Alameda y las ca-sas próximas, así como desde el contiguofuerte de Santo Domingo, se les trataba derepeler con una densa cortina de fuego. Losatacantes intentaban desembarcar, y el herre-ro vio con satisfacción cómo el cañón empla-zado la noche anterior en la nueva troneraentraba en acción con enorme eficacia, dis-parado por el propio teniente Grandy, a quienayudaban sólo un par de hombres.

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Una de aquellas lanchas, en la que deste-llaba el reflejo de los sables y entorchados deun grupo de oficiales británicos, fue alcanza-da de lleno por la metralla de aquel «Tigre»,que estaba haciendo honor a la agresividadde su nombre por la continuidad y eficacia desus descargas. La confusión que se creó nosólo entre los ocupantes de la lancha enemi-ga, sino también entre los tripulantes de otrasque la rodeaban, fue indescriptible. Varioscuerpos quedaron tendidos sobre la arena,mientras que otros se desplomaron dentro delas mismas embarcaciones que los habíantransportado hasta allí, algunas de las cualesquedaron destrozadas por el fuego recibido.Los atacantes, en medio de un gran descon-cierto, volvieron a poner a flote la primeralancha, mientras que otros, al ver las suyasdestrozadas, intentaban reembarcar apode-rándose de dos barquitas de pesca que porallí estaban varadas. Pero al hacerlo a cuerpodescubierto fueron más los que cayeron al-canzados por los disparos de los defensoresque los que lograron su propósito. Para Juanera evidente que alguien de suma importan-cia debía ir en aquella primera lancha, cuan-

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do tantos hombres se jugaron la vida para vol-ver a ponerla a flote y cubrir su retirada. Al fin,renunciando a su intento, también el resto delas embarcaciones trataba de regresar a susnavíos, para lo que, remando desesperada-mente junto a la obra del muelle, intentabanescapar al fuego de las baterías.

Ante la avalancha de acontecimientos, con-tagiado por el ambiente de lucha que le rodea-ba, no pudo resistir más la forzosa inactividad.Sin pensarlo demasiado abandonó su privilegia-do punto de observación, y corrió al baluarte deSanto Domingo con la intención de ponerse adisposición del teniente Grandy. Cuando allí lle-gó el cañón que tan certeramente había barri-do la playa de enemigos estaba ya inactivo, y elteniente se encontraba en la parte más avanza-da del parapeto, desde donde dirigía el fuegosobre las lanchas que se retiraban.

Pero entonces ocurrió algo que, aunque su-mamente favorable para los defensores de laplaza, dejó paralizados a muchos de ellos. Elcúter que tras las lanchas de desembarco tra-taba también de acercarse a tierra cargado dehombres y bastimentos, y que había sufrido yavarios impactos en su obra muerta, resultó al-

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canzado en aquel instante bajo la línea deflotación. Rápidamente comenzó a hundirseen medio de la bahía y, por encima de los gri-tos de alborozo de los artilleros que sobreaquel blanco de mayor tamaño habían con-centrado sus disparos, se impuso el desespe-rado clamor de angustia y de terror de loshombres que transportaba el barco. La esce-na era en verdad dantesca. Iluminada por losincendios, la nave escoró a estribor de formaostensible. Luego, alzando la proa, comenzóa hundir la popa en el mar, rápidamente, enveloz agonía. En su cubierta se apelotonabanlos hombres que, empujándose desesperada-mente, trataban de ganar las amuras para sal-tar al agua. Pero no fueron muchos los que lolograron. Con un terrible crujido y entre unenorme remolino de las olas, en pocos se-gundos, trescientos o cuatrocientos hombres—nunca se sabría exactamente—, fueron arras-trados al abismo.

Entretanto, en el muelle, el enemigo habíasido también desalojado y había muchos muer-tos y heridos. Al poco rato comenzaron a llegaral castillo grupos de prisioneros conducidos poralgunos oficiales y soldados. Casi había cesa-

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do el fuego de las baterías más alejadas, pe-ro en el sector central de la línea, y en el mis-mo muelle, continuaba el intercambio de dis-paros de fusil y mosquetería con grupos deenemigos que habían quedado aislados des-pués del frustrado ataque.

Fascinado por los trágicos acontecimien-tos, Juan había perdido la noción del tiempo.Los nervios, la falta de sueño acumulada, elcansancio, todo junto, se le vino encima degolpe y desistió de ir al encuentro del tenien-te Grandy. Lo más probable era que le recrimi-nara su permanencia en aquel lugar duranteel ataque, por lo que decidió volver al patiodel castillo. Era posible que allí pudiera ente-rarse de cómo iban las cosas en otros lugaresdel pueblo, especialmente en el barrio de ElCabo. Calculó que serían cerca de las cuatrode la madrugada.

Unas dos horas antes, cuando en el barriode El Cabo se habían oído los primeros dispa-ros, tanto Felisa como Isabel se despertaronsobresaltadas.

—¡Dios mío! ¡Ahí están de nuevo! —excla-mó la mujer del herrero.

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—Sí, deben ser ellos otra vez —corroboró Fe-lisa—. Y los cañonazos suenan más cerca quenunca. ¿Por dónde estarán atacando ahora?

Se vistió rápidamente, y añadió:—Sigue acostada, Isabel, y espérame aquí.

Yo voy a salir a la calle a enterarme de lo queocurre.

—¡No me deje sola, Felisa! ¡Tengo miedo!—casi gritó Isabel, que no podía dominar susnervios.

La pescadora se acercó al lecho, tratandode calmarla.

—No te preocupes. No te va a ocurrir nada—le decía mientras la arropaba como si se tra-tara de una niña—. Ya oigo gente en la calle.Sólo saldré a la puerta a preguntar a alguienqué es lo que está pasando. No tardaré mucho.

Isabel no quedó muy convencida, nervio-sa y asustada como estaba. Además de los ca-ñones, hacia la playa del barranco comenza-ron a escucharse descargas de fusilería, loque indicaba que por allí también se estabaluchando. Tal vez los ingleses habían desem-barcado por la desembocadura del barrancode Santos. «¡Señor!», se decía, «¿Qué será deJuan? ¡Que no le ocurra nada, Señor!»

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Seña Felisa tardaba en volver y ella era in-capaz de dominar su angustia. Presa de unextraño temblor, apartó las ropas y se incor-poró; comenzó a vestirse. Pensó que sería lomás prudente por si tenían que salir de im-proviso. Y no estaba equivocada.

Cuando Felisa regresó, Isabel observó quela calma de que anteriormente había hechogala la vendedora de pescado, había desapa-recido. Ahora la preocupación se reflejaba ensu rostro, pero también una decidida actitud.

—Todas las baterías están disparando, inclu-so la de San Telmo. Por eso se oyen tan cercalos cañonazos. Parece que algunos ingleseshan desembarcado por las carnicerías y por elbarranco. La partida de La Habana y el Bata-llón están tratando de detenerles allí, pero di-cen que son muchos... Más de quinientos.

—¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotras?¿Qué podemos hacer, Felisa?

Fuera se escuchaban gritos y carreras. To-do el mundo se echaba a la calle y seña Feli-sa se asomó de nuevo a la puerta.

—¿Qué pasa ahora? ¿Vienen hacia aquí?—preguntó.

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—No —le contestó una voz desde la calle—.Pero parece que los nuestros han tenido queretirarse y los ingleses han entrado por el ba-rranquillo en varios grupos. Unos se dirigen ala parte alta de la plaza de la Pila y otros haciael convento de Santo Domingo.

—Entonces —quiso saber la mujer—, ¿pode-mos quedar aislados a este lado si nos cortanel paso hacia el centro?

—Sí, bien podría suceder así. Aunque aho-ra el paso por las carnicerías y La Caleta haquedado despejado al internarse el enemigoen el pueblo.

Felisa agradeció la información al vecino yvolvió junto a Isabel. No cabía duda de queera una mujer de ánimo fuerte y decidido.

—Veo que has terminado de vestirte, y meparece bien —le dijo—. Mira, ya has escucha-do cuál es nuestra situación y cómo están lascosas en el pueblo. Para mayor angustia, na-da sabemos de tu marido ni de mi hijo. Perono debemos perder la calma, Isabel. Aun-que... ¡te veo muy pálida!

—No me encuentro nada bien. Estoymareada...

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—Pues anímate. No queda más remedio...Te prepararé una tisana mientras terminas dearreglar tus cosas.

Al poco rato volvió con una taza humean-te en sus manos, que ofreció a Isabel.

—Creo que lo mejor que podemos hacer,ahora que dicen que el camino por abajo es-tá despejado, es ir a tu casa. Si desembarcanmás ingleses por el barranco podemos que-dar aisladas aquí y, si toman el pueblo, lo mis-mo dará un lugar que otro. Allí, al menos, es-taremos más cerca de nuestros hombres.¿Crees que podrás caminar hasta allí?

—Creo que sí, Felisa. Al menos tengo queintentarlo. Y... gracias. No sé qué hubiera sidode mí sin su compañía y ayuda. ¡Tengo tantomiedo por lo que llevo dentro!

—Bueno, no es momento de lloriqueos—dijo la otra con firmeza y tratando de infun-dirle ánimos—. Ya verás como todo sale bien.

Felisa, con una cesta en la que metió laspocas provisiones de que disponían, e Isabel,con el hatillo de su ropa, emprendieron el ca-mino. No iban solas. Algunas gentes del ba-rrio y de Los Llanos seguían el mismo caminohacia el centro del pueblo. Casi todo el grupo

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era de mujeres; los varones eran o demasia-do jóvenes o demasiado mayores para luchar,no obstante lo cual, algunos de estos últimosllevaban en sus manos garrotes y azadas a fal-ta de mejores armas. En conjunto, no pasa-ban de la docena. Ya estaba amaneciendo y,una vez habituada la vista a la tenue claridad,se podía andar sin demasiadas dificultades apesar de las irregularidades que en algunostramos presentaba la calzada.

El grupo estaba cruzando el barranco deSantos, cuando unos chicos llegaron corrien-do desde la parte del mar.

—¡Ingleses! —decían en voz baja y asusta-da—. ¡Hay ingleses allá abajo!

—¿Dónde? —preguntó Felisa.—En la playa. Están cuidando las barcas en

que han llegado todos —aclaró el mayor delos muchachos.

—¿Cuántos son? ¿Los habéis visto?—Sí, son dos —volvió a decir el chiquillo—.

Estoy seguro. La mujer no lo dudó un solo instante.—¡Vamos allá! —exclamó decidida, diri-

giéndose a los demás y alzándose como es-pontánea cabecilla del grupo—. Debemos

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cogerles y destruir las lanchas para que nopuedan volver a ser utilizadas. ¡Vamos! ¡Va-mos todos!

De pronto, Felisa se detuvo y miró a Isa-bel, indecisa.

—Tú sigue, Isabel —le dijo con firmeza—.Lleva la cesta, que es poco peso y no te cansa-rá. Ya estás cerca de tu casa. Ve y espérame allí.

Y, antes de que pudiera replicarle, corrióhacia la inmediata playa seguida de los de-más. Los que no disponían de palos iban re-cogiendo piedras del suelo mientras anda-ban. Isabel quedó asombrada por la decidi-da actitud de Felisa. «¡Qué mujer!», pensó.Por unos instantes estuvo a punto de supli-car que no la dejaran sola, pero inmediata-mente se arrepintió de tal idea, ante la va-liente actitud que había demostrado su ami-ga. Sólo una mujer vieja y andrajosa, se ha-bía quedado junto a ella. Miró a Isabel unosinstantes en silencio y comenzó a andar endirección a la calle de La Caleta. Se oían dis-paros hacia la parte alta del pueblo, proba-blemente por los alrededores del conventode Santo Domingo tal como habían dichoantes. La vieja se alejaba con paso trabajoso,

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por lo que Isabel, ante el temor de quedarsesola junto al barranco, la siguió a distancia,aliviada al comprobar que la mujer seguía sumismo camino. Ya era casi de día cuando es-taba llegando a su casa y, al enfilar la calle,le extrañó no ver a la vieja. «¿Dónde se ha-brá metido?», pensó.

Iba a coger de nuevo la cesta, que habíasoltado en el suelo para mejor abrir la puerta,cuando sintió que la empujaban violenta-mente por la espalda y cayó de bruces haciadentro. Apenas tuvo reflejos suficientes paratratar de protegerse el vientre con las manos.La cesta desapareció entre un revuelo de ha-rapos que se alejaron velozmente y, si Isabelhubiera podido mirar, habría visto que la quele había parecido vieja y achacosa, desapare-cía a la carrera con su botín en una mano,mientras que con la otra se recogía las faldaspara mejor huir.

El dolor fue insoportable. Su cabeza habíachocado contra el suelo y sangraba por lafrente, pero no era esta herida la que le hacíagritar de dolor. Llorando de rabia y aturdidapor el golpe, trató de incorporarse.

¡Señor, el niño...! —exclamó—. ¡Mi hijo!

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Casi a rastras llegó al dormitorio y a duraspenas logró alzarse hasta el lecho, dondequedó desmadejada, sujetándose el vientrecon las manos y gimiendo de dolor.

—¡Dios mío! ¡Ayúdame! —gritó.En aquel momento volvieron a sonar los

cañones de las defensas de la plaza. El ene-migo volvía al asalto.

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Amanecer del 25

Entre la tropa que se encontraba en el pa-tio del castillo la situación se presentaba con-fusa y contradictoria. Mientras que, al haber-se evitado el asalto, algunos consideraban loocurrido como una victoria, otros, los más,desconfiaban del posible éxito alcanzado ymás bien pensaban que el desembarco, y portanto el ataque enemigo, no había hechomás que empezar. Por otra parte, se sabía,aunque no se conocían detalles, que gruposde ingleses habían logrado desembarcar porvarios puntos al sur del muelle, pero no se te-nían noticias ni de su número ni de sus inten-ciones, así como tampoco de las fuerzas pro-pias que defendían aquella zona.

Un artillero, sucio y con el rostro ennegre-cido por la pólvora y el humo, interceptó elpaso a Juan.

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—Maestro Juan, ¿dónde ha estado?Al herrero le costó trabajo reconocer el

rostro de Gaspar bajo aquella especie demáscara negra, en la que lo blanco de losojos resaltaba en la oscuridad.

—¡Gaspar! ¿Eres tú? ¿Cómo estás, muchacho?—Bien, bien. Me han tenido arriba, sirvien-

do una de las piezas que dan directamentesobre el muelle. Ahora ha subido otro grupoa relevarnos y nos han dado una hora de des-canso. ¿Y usted?

—Vengo de Santo Domingo. Desde allí, ydesde aquí arriba, lo he visto todo. ¡Todo!

—Ha sido terrible, ¿verdad? Pensé que nopodríamos forzarles a retirarse del muelle yhasta creo que llegaron a ocupar la bateríadel martillo. La verdad es que en mi vida hepasado tanto miedo —concluyó el muchachosin poder contener una risa nerviosa y toda-vía presa de las emociones vividas.

—Sí, sí. ¡Dios mío! ¡Qué noche! Pero, ¡escu-cha!, todavía se oyen disparos en el pueblo.¿Qué podrá ser?

—Dicen que hay grupos de ingleses suel-tos. Muchas lanchas han volcado o llegaron a

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tierra por el lado de la escollera y por La Cale-ta —dijo Gaspar.

AI patio iban siendo conducidos algunosprisioneros, sueltos o en grupos, que eran in-ternados en los sótanos del castillo. Tambiénllegaban heridos, tanto de los defensores co-mo del enemigo, algunos en situación lamen-table, lo que hablaba bien a las claras de la du-reza de la lucha en el muelle y sus alrededores.

En tanto que observaban aquellas escenasen silencio, se continuaba escuchando disparosen otros sectores del pueblo, aunque resultabaimposible determinar su procedencia exacta.

—¿Los oye, maestro? Por alguna parte hayingleses. Sólo pido que no hayan llegado alas cercanías del hospital —dijo Gaspar.

—¡Por Dios! Ni tan siquiera lo pienses... Nopueden haber llegado tan lejos. Seguro que,como tú mismo decías antes, sólo se trata dealgún grupo suelto.

Cuando el muchacho se despidió para vol-ver a su puesto, Juan quedó profundamentepreocupado. ¿Y si lo que había insinuado Gas-par fuera cierto? ¿Y si los ingleses habían lle-gado al barrio de El Cabo o habían desembar-

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cado también por aquella parte de la línea?Era evidente que los disparos ya no prove-nían del muelle. Sonaban lejanos y dispersos,pero resultaba imposible situarlos en una zo-na determinada del pueblo.

En aquel momento llegó corriendo al ras-trillo de la entrada un hombre con visiblesmuestras de excitación.

—¡Están ahí! —gritaba—. ¡Los ingleses estánahí mismo!

—¿Dónde? ¿Dónde están ahora? —pregun-taban varios.

—Ahí cerca, junto a la casa de la Aduana,en la esquina de La Caleta —decía el hombresumamente nervioso—. Son muchos. Se hanreagrupado y vienen hacia aquí... Seguro quenos atacan...

La noticia corrió como un tornado. Inme-diatamente formó una compañía de Miliciasal mando de su capitán y Juan fue empujadohasta un rincón más allá del aljibe. Desde allípresenció cómo los milicianos salían al exte-rior del rastrillo y formaban en dos filas miran-do hacia la Aduana, la primera en posición derodilla en tierra y la segunda de pie. Mientrasel oficial daba las voces de mando, el enemi-

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go comenzó a disparar hacia ellos, pero casial mismo tiempo los milicianos contestaroncon una cerrada descarga de fusilería, a laque siguieron dos más. Hubo gritos y carreras,y a Juan le pareció que se producía algún des-concierto, como si se rompiera la formaciónde la compañía. Pero no era así, según supodespués. En realidad, la formación que se ha-bía dispersado había sido la enemiga que,agrupada al principio de la calle de La Caleta,constituyó un fácil blanco para los milicianos yse vio forzada a retroceder. Un grupo de mili-cianos fue destacado hasta aquel lugar, en-contrando a un oficial inglés muerto y a variossoldados heridos.

Un soldado llegó corriendo hasta él.—¿Maestro Juan el herrero?—Sí, yo soy —contestó.—Preséntese inmediatamente al condesta-

ble Troncos. Le necesitan urgentemente —leinformó el soldado.

—Y ¿dónde encuentro al condestable?—Venga conmigo. Está en el cuerpo de

guardia.Juan siguió al soldado. El segundo condes-

table Manuel Troncos era un hombre de corta

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estatura, achaparrado, pero de fuerte constitu-ción física. Se notaba que era un hombre duroy habituado a la intemperie.

—¿Dónde tiene sus herramientas, maestro?—Aquí cerca, en el almacén —le contestó

Juan.—Pues recójalas rápidamente. Hay que des-

clavar la batería del muelle.—¿La batería del muelle? —preguntó sor-

prendido el herrero—. ¡Pero si todavía puedehaber ingleses por allí!

—¡Bah! Puede que quede alguno suelto,que esté perdido de su gente. No se preocupe.Si nos encontramos alguno, yo me encargaréde él. ¡Déjelo de mi cuenta! Pero —le apre-mió—, dése prisa, ¡vamos!

Juan recogió las herramientas y le siguió conel susto en el cuerpo. Por el camino intentó co-nocer del condestable más detalles sobre loocurrido en lo más avanzado del muelle.

—Entonces —preguntó—, ¿es cierto que lle-garon a ocupar la batería?

—Sí, lo es. Y hasta tuvieron tiempo de clavarlaantes de que se lograra desalojarles —aclaró—.Ahora el teniente Grandy ha recibido la orden dehacerse cargo de aquella posición y volver a po-

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ner en servicio su artillería. Allí nos está esperan-do. Fue él quien me envió a buscarle.

Al salir al exterior del castillo, Juan cayó enla cuenta de que no se oían disparos y que,inexplicablemente, todo estaba sumido en unextraño silencio. Cruzaron el «boquete» y seinternaron en la explanada del pequeño mue-lle en dirección a su martillo. Al pasar junto alas escaleras del desembarcadero el espectá-culo que se ofrecía a su vista era horrible. Gru-pos de hombres limpiaban la zona despuésde la cruenta lucha que allí se había desarro-llado. Ya los heridos habían sido evacuados,pero quedaban los muertos, cuyos cuerposestaban siendo transportados junto a la mura-lla de la escollera. El suelo aparecía cubiertode despojos, restos de armas, cascos de me-tralla, sables, gorros, trozos de lanzas. En al-gunos lugares la sangre formaba charcos so-bre el pavimento, dejando ver claramente loterrible que había sido la lucha cuerpo a cuer-po en aquel sector del pequeño muelle.

El espectáculo no mejoró en las cercaníasde la batería, en donde la oscuridad, el vientoy las salpicaduras de las olas al romper contrala escollera del extremo del espigón, hacían

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más inhóspito y tétrico aquel puesto avanza-do. Allí encontraron al teniente Grandy conun puñado de hombres. Estaba descubierto,las manos y cara manchadas por la pólvora, lacasaca desabrochada, y no portaba más armaque el sable a la cintura.

—¡Vaya! ¡En buena hora llega, maestro! Pón-gase a trabajar inmediatamente. Hay que des-clavar estos cañones con toda rapidez. Puedenvolver a hacer falta en cualquier momento.

Juan examinó las piezas y llegó a la con-clusión de que los ingleses habían trabajadoa conciencia a pesar de que, sin duda, mien-tras allí estuvieron no habrían dejado de reci-bir la fuerza de las descargas y la metralla.

—Esto llevará un buen rato, señor tenien-te —comentó mientras empuñaba las herra-mientas.

—Yo mismo le ayudaré si es preciso. Nopuedo distraer a ningún hombre de los pocosde que dispongo.

Así era. En cuanto llegó con el herrero, elsegundo condestable se había hecho cargode la pequeña dotación de la batería que, ba-jo sus órdenes, procedía a transportar proyec-tiles, cargas de pólvora y cuanto era necesa-

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rio para volver a ponerla en servicio. El empla-zamiento, de reciente construcción, no dispo-nía de parapetos ni de troneras, por lo que labatería estaba instalada a barbeta, esto es, co-mo si estuviera en campo abierto. Esta disposi-ción aumentaba las posibilidades de manio-brabilidad de las piezas, pero también el ries-go para sus servidores al quedar a cuerpo des-cubierto bajo el fuego enemigo.

Juan trabajaba acompañado por el teniente,que no cesaba de apremiarle:

—Vamos, maestro. Hay que darse prisa. Veaque dentro de muy poco comenzará a amanecer.

—No es culpa mía que el sol no se retrase,señor teniente —dijo Juan con su sorna habi-tual—. Pero es que estos demonios han hechobien su trabajo.

Logró sacar los clavos de todas las piezasmenos de una, que lo tenía tan bien fijado ensu oído que no parecía sino que formaba untodo con la recámara. Por fin, después de unbuen rato y con gran esfuerzo, toda la bateríaquedó en disposición de tiro.

La claridad del nuevo día iba en aumento yya se podía distinguir a lo lejos las oscuras si-luetas de los barcos de la escuadra enemiga.

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—Parece una pesadilla —comentó Juan—,¿Quién nos iba a decir hace sólo unos díasque nos veríamos envueltos en tales trances?¿Dónde está la tranquilidad que siempre he-mos tenido?

—Es cierto —dijo el teniente—. Nadie lo hu-biera supuesto.

Volvían a oírse disparos lejanos hacia elpueblo.

—Sin embargo —continuó—, aún hay ene-migos dentro.

Un hombre del campo con su manta alhombro y que llevaba por arma una rozadera,llegó en aquel instante a la carrera y se diri-gió a ellos.

—¡Señor teniente! Me envían desde el cas-tillo —dijo con la respiración entrecortada.

—¿Quién lo hace? —quiso saber Grandy.—No lo sé... No le conozco. Creo que un

capitán.—Pero, ¡explíquese de una vez! ¿Para qué le

han enviado? —le gritó el teniente, molesto.—¡Déjeme coger resuello, hombre! ¡No me

atosigue vuesa merced! Allí quieren que sepaque los ingleses, o parte de ellos han entrado

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en el convento de Santo Domingo... y que es-tán allí parapetados.

—¿Es posible? —exclamó Juan.—No le interrumpa, maestro. ¡Déjele ha-

blar! —le cortó el oficial.—Sí... eso es —continuó el hombre, ya

más sosegado—. Allí se han metido y estánhaciendo señales a sus barcos desde elcampanario.

El condestable, que se había acercado alver llegar al hombre a la carrera, fue el quehabló entonces:

—Seguramente estarán pidiendo refuerzos...—Seguro —asintió Grandy—. Si es así hay

que estar alerta. Que todos los hombres esténpreparados y en sus puestos, condestable.

—Ya lo están, señor. Pero hay varios que ja-más han disparado con una pieza.

—Colóqueles junto a algún veterano y tra-te de explicarles lo que tendrán que hacer encaso necesario. Nos falta gente, pero estoyseguro que estos dos amigos —dijo refirién-dose al herrero y al hombre que había llega-do con el mensaje— se quedarán como volun-tarios a ayudarnos.

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El otro no contestó, pero Juan inició una tími-da protesta:

—Pero, señor teniente, yo no sé...—No se preocupe —le interrumpió Gran-

dy—. Se quedará a mi lado y sólo tiene quehacer lo que le ordene. Verá cómo nos enten-deremos. Desde este instante considérese unartillero más.

La oscuridad se disipaba por momentos ylas primeras luces del amanecer ya anuncia-ban la próxima salida del sol. En el horizonte,sobre el mar, comenzaba a formarse unafranja rojiza.

Juan estaba desesperado, pues ahora síera verdad que no podría moverse de allí. Ensilencio, con rabia contenida, maldecía susuerte, a los ingleses, al teniente Grandy, a to-da la artillería del mundo... Se sentía cansa-do, agotado y una enorme desesperanza co-menzó a invadirle, mientras sentía lástima desí mismo, de Isabel, del hijo que esperaban yque ahora hasta dudaba si llegaría a ver algúndía... ¿Hasta cuándo duraría aquella pesadilla?

El crispado grito de un miliciano cortó enseco sus negros pensamientos.

—¡Vienen! ¡Ahí vienen!

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Los primeros rayos del sol iluminaban ya elhorizonte. De la escuadra enemiga, quese distinguía ahora perfectamente, dos fra-gatas adelantaban su posición hacia tierrarodeadas de un grupo de lanchas, quince entotal, que enfilaban directamente hacia don-de ellos se encontraban. Aunque estabanfuera del alcance de las baterías, un primercañonazo disparado a sus espaldas desdeSan Cristóbal estremeció el aire. El proyectilsilbó siniestramente sobre las cabezas delos hombres que mandaba Grandy y levantóun surtidor de agua por delante de las lan-chas atacantes. Lejos de arredrarse, parecióque sus ocupantes remaban con mayoresbríos, intentando acercarse a tierra lo másrápidamente posible.

El teniente distribuyó a sus hombres, ha-ciéndose cargo, junto con Juan y un veterano,de la pieza que ocupaba el centro de la batería.

—¡Todos preparados! —gritó—. ¡Que nadieprenda la mecha hasta que yo lo ordene!

Los cañones ya estaban cargados. Los hom-bres tensos y en silencio, mientras el enemi-go continuaba acercándose. Grandy daba lasúltimas instrucciones.

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—¡Rectifiquen la posición de las piezas!¡Procuren apuntar al centro de la flotilla y nose preocupen si alguna lancha se adelanta!

San Cristóbal, San Pedro y las demás bate-rías del centro de la línea defensiva, ya ha-bían entrado en acción, haciendo con sus dis-paros una cortina de fuego a la que ya esta-ban llegando las primeras lanchas. Juan mira-ba al teniente pensando que estaba demoran-do en exceso la orden de disparar, pero, sinduda, Grandy sabía lo que hacía. Bajo la luzdel nuevo día ya se distinguía perfectamentea los atacantes, que prácticamente atestabanlas pequeñas embarcaciones de desembarco,que se aproximaban con rapidez. Entre el es-trépito de los cañonazos y el zumbido de losproyectiles, comenzaba a escucharse el lejanogriterío de los asaltantes que, al mismo tiem-po que trataban de animarse entre sí, intenta-ban dar mayores bríos a los remeros con susvoces y exclamaciones de aliento.

—¡Todos preparados para abrir fuego a dis-creción! —gritó Grandy—. ¡Ahora! ¡Fuego!

La primera descarga de la batería retumbóen el aire de aquella mañana de julio comoun impresionante tronar que ensordeció a los

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mismos hombres que la habían provocado,mientras que una nube de espeso humo en-volvía la punta del muelle por unos instantes.Al ser ésta la artillería más avanzada de la lí-nea sus bombas cayeron en el centro de laflotilla provocando una gran confusión, queaumentó considerablemente con la segundaandanada, ya más escalonada. La formaciónenemiga se rompía y las lanchas comenzabana dispersarse aunque sin detener su avance.

Mientras Juan y el veterano artillero recar-gaban el cañón, Grandy daba órdenes y ani-maba a sus hombres bajo el fuego de la fusi-lería inglesa que, desde las lanchas, tratabande oponer alguna resistencia a las fuerzas detierra. La tercera andanada ya resultó total-mente desordenada, pues cada pieza hacíafuego tan pronto como quedaba cargada porsus servidores. Fue entonces cuando el se-gundo cañón de la derecha logró un impac-to directo en una de las lanchas, que se hun-dió rápidamente. Luego fue un disparo des-de San Cristóbal el que tuvo el mismo acier-to y, poco después, la pieza que disparaba elmismo Grandy hizo volar por los aires unatercera lancha. La confusión de los asaltantes

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fue tremenda, mientras que en el muelle loshombres saltaban de alegría con cada impac-to y redoblaban sus esfuerzos.

La formación del enemigo quedó definiti-vamente rota y detenido su avance. Desde laslanchas, muchas de las cuales habían queda-do a la deriva, los soldados trataban de prestarauxilio a sus compañeros caídos al mar, peroel grupo más compacto de embarcacionesquedaba ahora bajo el fuego de las bateríasde la plaza, lo que dificultaba sus maniobras.Pronto empezaron todas a retroceder, empren-diendo el regreso hacia la escuadra.

El refuerzo que los ingleses habían tratadode enviar a sus compañeros atrincherados enel convento de Santo Domingo, había sido re-chazado en menos de media hora.

La alegría de los defensores fue indescripti-ble. Juan y el otro artillero, su improvisadocompañero, se fundieron en un abrazo. Algu-nos lanzaban sus gorros al aire entre gritos dejúbilo y Grandy felicitaba a todos, sin que estu-viera seguro de que le escucharan dada la al-garabía de sus hombres.

—¡Se retiran! ¡Vuelven a sus barcos! —gritabantodos emocionadamente—. ¡Victoria! ¡Victoria!

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La mayor parte de los cañones de la plazahabía enmudecido por quedar ya las fuerzasinvasoras fuera de su alcance, pero desde labatería del muelle aún se hicieron algunasdescargas que, levantando los últimos surtido-res de agua, zaranderaron las lanchas más re-zagadas del grupo que desesperadamente re-maban hacía sus navíos.

—¡Alto el fuego! —ordenó Grandy.—¡Se llevan lo suyo, señor teniente! —ex-

clamó Juan—. Huyen como gatos escalda-dos... No creo que les queden ganas de vol-ver a intentarlo.

—Sí.., así es. Y aquí se han portado todoscomo unos valientes. Les recomendaré a missuperiores para que, si lo estiman, sean pre-miados como se merecen.

—Yo no quiero nada, señor. Más bien... sivuesa merced desea de verdad recompensar-me, déme su licencia y déjeme un par de ho-ras para marchar a mi casa. Mi mujer se en-cuentra en estado muy avanzado y no tengonoticias de ella. Será el mejor premio quepueda darme.

—Bien. Marche en buena hora... pero espe-ro verle más tarde.

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—Gracias, señor teniente —dijo Juan gozo-so y, sin poder contenerse, partió a la carre-ra como un chiquillo al que dan vacacionesinesperadas.

Habían sido muchas las emociones vividasy, mientras corría, la alegría del primer instanteiba siendo sustituida por una extraña sensaciónmenos placentera. Era como un nudo en la gar-ganta que no sabía si lo producía la emoción oun oscuro presagio, resultado de las tensas ho-ras vividas y de su angustiosa situación familiar.Por fin, cuando creía que había rebasado mo-mentos que nunca, ni en sueños, pensó quepodría llegar a vivir y de los que sin embargohabía sido protagonista forzoso, podía volver asu casa, junto a su mujer, a su trabajo. A todoaquello que constituía su vida y su mundo.

Cuando Isabel comenzó a oír de nuevo losdisparos de la artillería, en medio de los terri-bles dolores que sufría, creyó llegada su últi-ma hora. Anegada de sudor y presa de inso-portables convulsiones, los dolores aumenta-ban por momentos en intensidad y frecuen-cia. En su desesperación, llamaba indistinta-mente por Juan y por Felisa, como si éstos pu-

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dieran oírla, y después de cada convulsiónquedaba semidesvanecida, hasta que la des-pertaba un nuevo estremecimiento.

De pronto sonaron fuertes golpes que pro-venían de la herrería y que, en un primer mo-mento, le hicieron abrigar esperanzas.

—¡Dios bendito! ¿Será Juan? —exclamó.Pero, inmediatamente, aterrorizada, cayó

en la cuenta de que tal cosa era imposible,puesto que los golpes se repitieron en lapuerta que comunicaba la herrería con la ca-sa, y oyó cómo crujía la madera y saltaba elfechillo que la aseguraba por dentro. A puntode la histeria, escuchó pasos de alguien quearrastraba, jadeante, una carga pesada.

Intentó incorporarse en el lecho, pero lefue imposible y, en el mismo momento enque otra lacerante punzada la hacía gemir denuevo, irrumpió en la estancia un soldado in-glés de enorme corpulencia y cara de niño,que llevaba un fusil en bandolera. Duranteunos segundos fijó en ella su fría mirada y lehabló en su lengua con acento que parecíaamenazador. Isabel se desmayó.

El inglés inspeccionó la habitación, miróbajo el lecho y abrió bruscamente la vieja caja

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de tea donde se guardaba la ropa. Luego,arrastró hasta la habitación el cuerpo de unviejo compañero bastante mayor que él, de bi-gote y cabellos grises, que sangraba abundan-temente por la herida que tenía en un muslo.Ambos chorreaban agua del mar. Probable-mente eran supervivientes de alguna de laslanchas estrelladas contra las rocas de la playa.

Mientras hablaban en voz baja, lanzabandesconfiadas miradas a la mujer que, postra-da en el lecho, gemía semiconsciente, ajenaa todo lo que no fuera los dolorosos momen-tos que estaba viviendo. El joven soldado ras-gó una sábana y colocó un torniquete en lapierna herida de su compañero, que perma-necía sentado en el suelo con la espalda apo-yada contra el lecho. Luego tomó el fusil ycomprobó que estaba inutilizado al estar lapólvora tan mojada como ellos mismos.

Salió de la estancia, regresando al puntocon el cazo del agua, que ofreció al herido. In-tercambiaron algunas frases y, dando una pal-mada en el hombro al veterano soldado enson de despedida, partió hacia la calle enarbo-lando el arma por el cañón a guisa de maza.

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Nada de esto pudo observar Isabel, querecobró luego el sentido y continuó gimiendoen su desesperada agonía. El viejo soldado lamiró compasivamente y, a pesar de su heriday de la pérdida de sangre, alzándose sobre larodilla sana le acercó el cazo con agua a loslabios, hablándole con suavidad.

En un nuevo espasmo, un grito desgarra-dor salió de la garganta de la mujer:

—¡Señor! ¡El niño! ¡Mi hijo!

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Día 25

La mayor parte de los ingleses ocupantesde las tres lanchas hundidas habían perecidofrente al muelle de Santa Cruz. Sólo algunospocos fueron recogidos por sus compañeroso lograron nadar hasta la costa y llegar a tie-rra, agotados, por el lado sur del espigón. Allí,sobre la misma escollera, grupos de milicia-nos ayudaban a algunos a trepar por las ro-cas, y quedaban prisioneros de inmediato.Heridos, magullados o medio ahogados, seentregaban sin ofrecer la menor resistencia.

Pero nada de esto detuvo a Juan. Recorrióa la carrera todo el largo del muelle, cruzó el«boquete» y pasó frente al rastrillo de la forta-leza, sin detenerse, hasta embocar la calle deLa Caleta. A la izquierda, en las defensas dela playa, se agolpaban milicianos, soldados y

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paisanos, pero la calle estaba desierta y apa-recía silenciosa. Indeciso, aminoró el paso,recordando que había enemigos dispersospor el pueblo y que, no sabía en dónde, encualquier momento podía tropezar con ellos.Caminó pegado a las casas de la derecha, conprecaución y todos sus sentidos alerta.

Antes de llegar al callejón en que terminabala calle de La Curva, le pareció escuchar un li-gero ruido que de allí provenía. Se detuvo enseco, afinando el oído. Nada. Esperó todavíaunos instantes. No se escuchaba el menor so-nido, por lo que pensó que debía ser su imagi-nación la que le jugaba una mala pasada. Elcansancio, la falta de sueño, los nervios, tantashoras en tensión... Era lógico que hasta creyeraoír sonidos inexistentes. Casi iba ya a reanudarel camino cuando volvió a escuchar el mismoruido de antes, como un leve roce o el suavecrujir de algún objeto de cuero o de madera.

No había duda: alguien estaba en el calle-jón de la derecha y era evidente que sabía desu presencia y que trataba de ocultarse sigilo-samente. Con la espalda pegada a la pared ymoviéndose de costado, muy despacio, casiconteniendo la respiración, comenzó a avan-

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zar hacia la esquina, primero un pie, luego elotro... Ya estaba a menos de media vara del án-gulo que formaba la pared. Volvió a detenerse,expectante, tratando de volver a escucharaquel ruido que había llamado su atención ins-tantes antes. Nada. El callejón parecía desierto.Un ligero desplazamiento más de su piernaderecha y podría confirmarlo con la mirada. Es-taba sudando. Al mismo tiempo que iniciabael último movimiento de avance, algo le vinoa la mente de improviso. Si había alguien aga-zapado allí, tendría que ser enemigo. Él llega-ba desde el castillo y, desde aquella dirección,ningún defensor esperaría que se acercase uninglés. La conclusión era evidente.

Al deslizar la espalda por la pared, un agu-zado saliente se trabó en su camisa, y produ-jo un leve desgarro. Asustado, saltó hacia elcentro de la calle, en el mismo momento queun fusil blandido por el cañón por unos po-derosos brazos se estrellaba con brutal fuer-za contra el muro, en el lugar exacto en queel instante anterior se encontraba su cabeza.El inglés lanzó un grito de rabia al verse bur-lado y, con una agilidad increíble en un hom-bre de su corpulencia, se le abalanzó y des-

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cargó un tremendo mazazo que Juan sólo pu-do evitar en parte, recibiendo toda la fuerzadel golpe en un hombro. Lacerado por el do-lor, cayó en tierra y, por puro instinto de con-servación, rodó sobre sí mismo hacia el calle-jón intentando alejarse de su agresor, mien-tras la culata del arma se estrellaba contra laspiedras de la calle a pocos centímetros de sucabeza, haciendo saltar chispas del metal yastillando la madera. Antes de que el ingléstuviera tiempo de reaccionar, Juan, desde elsuelo, agarró el arma y tiró de ella con todassus fuerzas, al tiempo que lanzaba sus piescontra las piernas del soldado, que cayó alsuelo aparatosamente.

Todavía intentó el inglés incorporarse, pe-ro ahora era Juan el que blandía en sus ma-nos la improvisada maza que estrelló contralas costillas de su oponente. No cabía dudade que el inglés era un luchador nato. Se re-volvió en el suelo con intención de atarcarlede nuevo, por lo que el herrero, echándoseencima con todo el peso de su cuerpo, tratóde inmovilizarle presionándole el cuello conel mosquete sujeto con ambas manos cercade los extremos.

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—¡Quieto, demonio! —le gritó como si el otropudiera entenderle—. ¡Se rinde o le aplasto!

Por primera vez reparó en las facciones desu oponente y observó con estupor que, apesar del fornido corpachón, era extremada-mente joven, apenas un muchacho, y que lle-vaba las ropas totalmente mojadas. Pero pare-cía indomable. Medio ahogado como estabapor la presión del arma, lanzó un salivazo a lacara del herrero y, elevando en desesperadoesfuerzo una rodilla, le propinó un tremendogolpe bajo. Juan gritó de dolor y, enfurecido,aumentó la presión sobre el fusil. El ingléslanzó un ahogado gemido y, girando los de-sorbitados ojos, quedó inmóvil. Le miró conasombro. Era imposible que le hubiera parti-do el cuello. Todo lo más se habría desvane-cido por falta de aire, pensó. Pero al retirar elarma un chorro de sangre brotó incontenible.Un grueso y afilado trozo de madera de la as-tillada culata le había atravesado el cuello.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Le he matado!Intentó reanimarle palmeándole las meji-

llas repetidamente. El soldado quiso balbuciralgo entre los ahogos producidos por la san-gre que también manaba de su boca, con

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desesperación, continuó girando los ojos porunos instantes más, y expiró. A pesar de sucorpachón de gigante, casi era un niño, im-berbe aún, de ojos azules y rubios cabellos.

—¡Inglés! ¡Inglés! —le gritaba Juan—. ¡Mís-ter! ¡Yo no quería llegar a esto! ¿Por qué no sequedó en su tierra vuesa merced? ¿Qué se lehabía perdido tan lejos de su casa? Pero... ¡sino es más que un niño!

Pero el joven soldado ya no se movió más.Se incorporó trabajosamente, pues el golpeque había recibido en el hombro le producíaun enorme dolor y la sangre le corría por elbrazo y la espalda. Por última vez miró elcuerpo vencido y, con paso vacilante reanudósu camino, repitiendo maquinalmente:

—¡Dios mío! ¡Yo no quería..! ¡No quería..!No se acordó entonces de todos los que

había visto caer en la madrugada precedente,ni se le ocurrió pensar que alguno de los dis-paros efectuados con su colaboración desdela batería del muelle, pudo matar, no a uno,sino a varios enemigos de una sola vez. Loque acababa de suceder resultaba trágica-mente distinto. El contacto físico, la luchacuerpo a cuerpo, la rabia que había sentido al

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verse atacado, el dolor producido por los gol-pes... todas estas circunstancias le habían ce-gado e, inconscientemente, sólo había pen-sado en sobrevivir... hasta llegar a matar consus propias manos.

Con el alma abatida, dando tumbos, conti-nuó hacia el barrio de El Cabo, calle de La Ca-leta adelante. En el lamentable estado en quese encontraba, ya no prestaba atención a loque pudiera suceder a su alrededor y, con lamirada fija en el suelo, creía ver que entre laspiedras del arroyo manaba la sangre del jo-ven inglés, que continuaba fijando en él ladesesperada mirada de sus inocentes ojosazules. Hasta se olvidó del dolor del hombro,que sentía adormecido como si aquella partede su cuerpo fuera de corcho.

La calle seguía desierta a aquellas prime-ras horas de la mañana. ¿Dónde estaba lagente del pueblo? Estarían en las defensas, oluchando en las inmediaciones del conventode Santo Domingo. Pero el caso era que nose veía un alma ni parecía haber nadie en elinterior de las casas, todas cerradas, con lospostigos bajos y silenciosos. Algo más re-puesto continuó su camino y, al llegar a la al-

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tura de su casa, apenas le dirigió una mirada,pensando sólo en llegar cuanto antes a sudestino. Pero algo observó de pasada que lehizo volver sobre sus pasos para mirar conmás detenimiento. La puerta, que lógicamen-te debería permanecer cerrada, aparecía en-treabierta. Alguien la había forzado, pensó,posiblemente para robar. Le parecía increíble,tratándose, como así era, de la vivienda másmodesta de toda la calle.

Empujó la puerta con precaución y avanzóun paso. La estancia estaba en penumbra,por lo que tuvo que esperar a que sus ojos seacostumbraran al cambio de luz. Pronto com-prendió que allí había ocurrido algo. Al con-trario de lo que había pensado en un princi-pio, la puerta no estaba forzada, y la trancapermanecía apoyada contra la pared tal comosolían dejarla cuando la cerraban desde afue-ra. Sin embargo, la puerta que comunicabacon la herrería sí estaba rota y su fechillo sal-tado. Quienquiera que hubiese entrado lohabía hecho, por tanto, desde la playa. Ma-quinalmente cogió la tranca y se asomó a laherrería, y su temor se vio confirmado al ob-servar que un par de tablas de la pared que

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daba a la playa aparecían arrancadas. De res-to no parecía haber demasiado desorden enla casa: la alacena abierta, la mesa un pocodesplazada de su lugar habitual y el barriletedel agua en el suelo. Eso era todo.

Se agachó para recoger el recipiente queaún contenía algo de líquido, aunque granparte se había derramado en el suelo. Al ha-cerlo, unas manchas oscuras llamaron suatención. Pasó sobre ellas los dedos mojadosy notó una sensación pegajosa: ¡Sangre! ¡Erangotas de sangre! En el mismo instante en quela evidencia de que allí había ocurrido algomás de lo que en principio le había parecidose abría paso en su atormentado cerebro, al-go así como un gemido le llegó de la habita-ción contigua.

Se incorporó como una centella y, enarbo-lando con ambas manos la tranca de tea, en-tró en el dormitorio. Creyó morir al ver el cua-dro que se ofrecía ante sus ojos. Tendido enel suelo, inmóvil, un veterano soldado inglésde grandes y grises mostachos, yacía junto ala cama en medio de un gran charco de san-gre, con una especie de torniquete en unmuslo. Sobre el lecho, entre un gran revoltijo

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de ropas, estaba Isabel, sudorosa y suma-mente pálida.

—¡Juan! —gimió la mujer con débil voz.—¡Dios mío! —gritó el herrero fuera de sí—.

¡Isabel! ¡Qué te han hecho!Y, ciego de furor, alzando el madero que

llevaba en las manos, iba a descargarlo sobrela cabeza del inglés caído.

—¡No! ¡No, Juan! ¡No lo hagas! —imploróIsabel, tratando de detenerle—. Me ha ayuda-do... y está herido... —y añadió—: creo que seha desmayado...

Juan dejó caer la improvisada arma y co-rrió junto a la mujer.

—¡Isabel! ¿Qué te han hecho? ¿Estás heri-da? ¿Qué quieres decir con eso de que te haayudado?

—¡Mira, mira, Juan! —decía la mujer con losojos anegados de lágrimas.

El diminuto y amoratado rostro de un reciénnacido asomaba entre el revoltijo de ropas.

—¡Es tu hijo, Juan! ¡Nuestro hijo!

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Día 21 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .13Día 22 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .31Día 23 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .45La noche del 23 al 24 . . . . . . . . . . . . . . . . .63Día 24 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .75La noche del 24 al 25 . . . . . . . . . . . . . . . . .87Amanecer del 25 . . . . . . . . . . . . . . . . . . .109Día 25 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .131

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