testimonios y experiencias de promotoras indígenas del programa

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Lovera López, SaraTestimonios y experiencias de promotoras indígenas del Programa Organzación Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI) [texto] / Coord. Sara Lovera López ; participantes Dunia Rodríguez, Yoloxóchitl Casas, Leticia García. -- México : CDI, 2010.130 p. :fots.Incluye bibliografíaISBN 978-970-753-167-3

1. PROGRAMA DE ORGANIZACIÓN PRODUCTIVA PARA MUJERES INDÍGENAS – CREACIÓN, ESTRUCTURA, FUNCIONES 2. PROMOTORAS INDÍGENAS – TESTIMONIOS 3. MUJERES INDÍGENAS – DESARROLLO ECONÓMICO 4. MUJERES INDÍGENAS – PROGRAMAS Y PROYECTOS 5. MUJERES INDÍGENAS – CONDICIONES SOCIOECONÓMICAS I. . Rodríguez, Dunia, part. II. Casas, Yoloxóchitl, part. III. García, Leticia, part. IV. t.

Catalogación en la fuente: GYVA

Primera edición 2010D.R. 2010 Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas Av. México Coyoacán 343, colonia Xoco, Delegación Benito Juárez, C.P. 03330, México, D.F.

Diseño de portada: Erika Méndez DávilaFotografías: Lorenzo ArmendarizIntegración y corrección de estilo: Adriana Rangel García y Erika Méndez DávilaISBN 978-970-753-167-3

htpp://www.cdi.gob.mxSe permite su reproducción, sin fines de lucro, siempre y cuando cite la fuenteImpreso y hecho en México

Queda prohibida la reproducción parcial o total del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización del titular, en términos de Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso, de los tratados internacionales aplicables. La persona que inflija esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales.

Testimonios y experiencias de promotoras indígenas del Programa Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI)

Testimonios y experiencias de promotoras indígenas del Programa Organización Productiva

para Mujeres Indígenas (POPMI)

Coordinadora Sara Lovera López

Participantes

Dunia Rodríguez Yoloxóchitl Casas

Leticia García

Colaboración especial Luis Ernesto Gutiérrez Jiménez

Testimonios y experiencias de promotoras indígenas del Programa Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI)

DIRECTORIO

Xavier Antonio Abreu SierraDirector General

Rafael Francisco Gallegos LunaCoordinador General de Fomento

al Desarrollo Indígena

Ma. de los Ángeles Elvira QuezadaDirectora del Programa Organización Productiva

para Mujeres Indígenas

Manuel Gameros Hidalgo MonroyDirector de Comunicación Intercultural

Testimonios y experiencias de promotoras indígenas del Programa Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI)

ÍNDICE

PRESENTACIÓN INTRODUCCIÓN CAPÍTULO I Atisbar el horizonte

Mujeres indígenas en México

CAPÍTULO II El POPMI Su razón de existir Los Orígenes del Programa El POPMI en cifras

CAPÍTULO III Las promotoras indígenas con mayor antigüedad en el POPMI: ¿quiénes son?, ¿dónde se localizan? Su vida como mujeres indígenas y relatos de sus cambios personales y expectativas individuales

En el Valle Mazahua, Estado de México Josefina Ávila Sánchez

Elvira González Morales Isabel Rulfo Cruz Marina García González En la peninsula de Yucatán Leidi Araceli Kumul López Rosario Sosa Quintal Margarita Cen Caamal En el Estado de San Luis Potosí

Gabriela Martínez Lucía Félix Rodríguez

Teresa Hernández González Virginia Hernández Santiago Emilia Méndez Santiago Entre Papantla y Zongolica, Veracruz Providencia Hernández María García Luna Lina Rosario Rosas Coxcahua Edith Sánchez Maldonado Victoria Sánchez Ofelia Tepole Xalamihua

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CAPÍTULO IV El trabajo de las promotoras: experiencias relevantes en su actividad y relatos sobre sus logros, obstáculos y expectativas en el POPMI

Josefina Ávila Sánchez Elvira González Morales Isabel Rulfo Cruz

Marina García González Leidi Araceli Kumul López

Rosario Sosa Quintal Margarita Cen Caamal Gabriela Martínez Lucía Félix Rodríguez Teresa Hernández González

Virginia Hernández Santiago Emilia Méndez Santiago Edith Sánchez Maldonado Victoria Sánchez Ofelia Tepole Xalamihua

CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

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PRESENTACIÓN

Desde el primer día de mi encargo como Director General de la Comisión Nacional para el

Desarrollo de los Pueblos Indígenas, por designación del C. Presidente de la República Lic. Felipe

Calderón Hinojosa, me propuse que la Institución cumpliera con el mandato para el cual fue creada

en mayo de 2005, gracias a la fusión de la entonces Oficina de la Representación para el

Desarrollo de los Pueblos Indígenas (ORDPI) y el Instituto Nacional Indigenista (INI).

En este orden de ideas, el Artículo 2º. de la Ley de Creación de la Comisión Nacional para el

Desarrollo de los Pueblos Indígenas, prevé dentro de sus funciones, la de “Realizar investigaciones

y estudios para promover el desarrollo integral de los pueblos indígenas”; asimismo, uno de los

principios del actuar de esta Comisión, previstos en el Artículo 3 de dicha Ley, consiste en “Incluir

el enfoque de género en las políticas, programas y acciones de la Administración Pública Federal

para la promoción de la participación, respeto, equidad y oportunidades plenas para las mujeres

indígenas”.

Con beneplácito, puedo decir que el presente libro es testimonio de que ambas vertientes han sido

cabalmente cumplidas en el ejercicio cotidiano de nuestra institución pues en ella se funden

voluntad, personal y recursos de dos áreas de la Comisión distintas y a la vez complementarias:

La Unidad de Planeación y la Coordinación General de Fomento al Desarrollo Indígena. Aunado a

este equipo, la participación de los pueblos y comunidades indígenas, así como las promotoras

comunitarias, particularmente las de mayor antigüedad, han sido fundamentales para concretar

esta investigación desde los puntos de vista antropológico, social, los estudios de género y de

política pública, entre otros.

El libro “Testimonios y experiencias de promotoras indígenas del Programa Organización

Productiva para Mujeres Indígenas” permite al lector un acercamiento al trabajo comunitario

desarrollado por las mujeres, que en su labor de promotoras, han logrado un desempeño que es

digno de ser ampliamente reconocido, para ello, el primer paso, es dejar constancia de sus

vivencias, reflexiones, experiencia y propuestas, que van más allá del propósito de ser promotoras;

este libro da cuenta de los cambios y decisiones que tuvieron que enfrentar para cumplir con su

principal cometido: apoyar y asistir a las mujeres indígenas en el proceso de apropiación de sus

proyectos productivos, que implica desde su concepción y capacitación hasta el seguimiento y

evaluación de los mismos.

Esta investigación es un testimonio que permite analizar, muy de cerca, la cosmovisión de los

pueblos indígenas, con un enfoque de género, orientado a revalorar la posición de la mujer

indígena en la sociedad, reconocer sus aportaciones y considerar abiertamente su trascendencia

en la toma de decisiones en sus hogares y comunidades.

Xavier Abreu Sierra

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INTRODUCCIÓN La Dirección del Programa Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI), adscrita a la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), presenta la recopilación de los testimonios de las 18 promotoras indígenas1 que han permanecido en el Programa desde el inicio de las actividades. Esta propuesta parte de la necesidad institucional de contar con un documento que muestre la labor de las promotoras a cinco años de la implementación del POPMI, la relevancia de su trabajo con las beneficiarias del Programa —y los logros de éste—, así como el nivel de negociación con agentes externos a su comunidad, entre otros aspectos. Bajo esta premisa, la Dirección General de Investigación del Desarrollo de las Culturas de los Pueblos Indígenas (DGIDCPI), diseñó y coordinó el trabajo de recopilación y levantamiento de información con el objetivo de mostrar las experiencias y trabajos comunitarios de las promotoras. El criterio para la realización de los testimonios utilizado fue la necesidad de focalizar la observación en 18 promotoras. Se estableció la entrevista integral como la principal herramienta para la obtención de la información, por lo que se diseñó un guión que incluyó los distintos ámbitos de influencia de estas mujeres a través de su papel como promotoras. De esta manera, se integraron equipos de trabajo con personal de la DGIDCPI,2 - encargado del diseño y aplicación de las entrevistas -, con personal de los Centros Coordinadores para el Desarrollo Indígena (CCDI´s) –instancia administrativa regional de la CDI responsable del contacto y los traslados en campo– y con el grupo de consultoras3 –cuyo acompañamiento y participación permitió realizar las entrevistas–, quienes estuvieron a cargo de concebir y redactar los testimonios. Para la exposición de los 18 casos, se escogió un formato que recuperó, a través de los testimonios, la riqueza de la experiencia y la narrativa de cada una de las promotoras. Se entiende por testimonio la fuente oral que refleja la experiencia de vida de quienes narran los hechos que construyen día a día sus lazos sociales con su trabajo cotidiano en las comunidades y en los pueblos a los que pertenecen. En este caso, también permite registrar el vínculo indígena e identitario del que las mujeres participan desde la “pertenencia de sexo”, ya que se reivindica la subjetividad afirmada, inherente a su condición de género, en la que se encuentran posicionadas al interior del espacio social de sus comunidades. En este sentido, aquí el testimonio se vuelve un instrumento con el que se registra la memoria colectiva y se conoce la experiencia de las mujeres que representan un sentido de comunidad específico y diferenciado. El POPMI está dirigido específicamente a mujeres indígenas con escasa práctica organizativa y brinda apoyos para favorecer procesos productivos y mejorar su autoconsumo. Mediante la capacitación y la asistencia técnica, permite impulsar y consolidar la organización y el acceso a otras fuentes de apoyo. Así, abre espacios de reflexión respecto a las condiciones de vida de estas mujeres. Por tanto, es necesario apoyar la adquisición de herramientas, maquinaria y capital de trabajo para promover y fortalecer su capital social y humano, además de implementar procesos de organización social mediante los cuales se impulse su participación activa en la dinámica autogestiva de su propio desarrollo.Estos son los elementos que contribuyen a sentar las bases materiales que posibilitan el mejoramiento de la situación social y condiciones de vida de las beneficiarias.

1 Las promotoras pertenecen a diferentes pueblos indígenas: mazahuas del Estado de México, nahuas y tének de San Luis Potosí, nahuas y totonacos de Veracruz y mayas de Yucatán. 2 María de Lourdes Domínguez Lozano, Cecilia Salgado Viveros, Erika Poblano Sánchez, Gabriela Torres Vargas y Emmanuel Romero Calderón. 3 Dunia Rodríguez y Yoloxóchitl Casas, quienes asistieron a las entrevistas y redactaron los testimonios; Sara Lovera, experta en temas de género, junto con Leticia García, redactó la versión final de los testimonios.

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El libro se compone de cinco capítulos. El capítulo I muestra un panorama general sobre las mujeres indígenas en México; aquí, se presentan las características socioeconómicas de esta población y los procesos y problemáticas a los que se enfrentan como la discriminación, falta de oportunidades sociales y condiciones de género, así como información puntual sobre la política pública dirigida a este sector. El capítulo II presenta, de manera general, el Programa Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI): sus orígenes, sus reglas de operación, la descripción de su trayectoria y los tipos de proyectos que apoya. A partir del capítulo III se presenta a las promotoras a través de sus testimonios. En primer lugar se les muestra como mujeres: ¿quiénes son?, ¿dónde viven?, ¿a qué pueblo indígena pertenecen?, ¿cuál es su entorno geográfico? También se incluyen relatos sobre su experiencia de vida como mujeres, como madres o como líderes. En el capítulo IV continúan los testimonios, ahora como promotoras del POPMI. En este capítulo el lector encontrará las experiencias relevantes en su actividad, su visión como parte de la comunidad, sus logros y obstáculos, así como las expectativas y opiniones acerca del Programa. A manera de conclusión, el capítulo V muestra una serie de reflexiones sobre los cambios experimentados por las promotoras y mujeres indígenas a partir de la implementación del POPMI en sus localidades. Con esta publicación, se muestra el camino recorrido desde su condición de promotoras indígenas del POMI y de su comunidad; nos permite observar los cambios en la percepción social y de género, resultado de su trabajo.

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CAPÍTULO I

Atisbar el horizonte

Mujeres indígenas en México

“Ellas son más de cinco millones y en su mayoría carecen —por el hecho de ser mujeres, indígenas y pobres— de oportunidades económicas y políticas en materia de empleo, educación, servicios sociales, acceso a la justicia, y de manera importante, de acceso a la tierra y a otros recursos productivos”.

Rodolfo Stavenhagen, relator especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos y las libertades fundamentales de los indígenas, 2007.

La población indígena mexicana creció en las últimas décadas: más de 13 millones de habitantes de más de 56 etnias y 85 lenguas.4 Este hecho se cristaliza mediante los flujos migratorios que delinean nuevas dinámicas en las diversas expresiones de la composición multicultural de nuestro país. Actualmente la población indígena se localiza en 31 de las 32 entidades de la república, además de Estados Unidos - uno de los principales destinos de los migrantes -. Esto significa que los pueblos indígenas han traspasado las fronteras de los territorios históricos de sus culturas. Los números hablan así: más de 4 mil mujeres indígenas, de las cuales algunas estudian posgrados en las universidades de México y miles de ellas se desempeñan como profesoras en diversas regiones del país.5 Esta referencia encierra una visión optimista para quienes, durante décadas, buscaron “integrar” a la población originaria de México al proceso del desarrollo y cultura nacional. Es verdad que el mundo de las mujeres indígenas ha cambiado; por un lado, los estudios de género hablan de una reorganización familiar (tienen menos hijos) y, por otro, los programas institucionales, las organizaciones indígenas y la aparición de nuevos escenarios también han contribuido a cambios simbólicos o culturales para algunas de ellas (la producción artesanal ha llegado a los mercados internacionales, en algunas regiones mejoraron los caminos y se construyeron cientos de clínicas médicas y escuelas). No obstante, las mujeres indígenas viven una discriminación múltiple, suma de agravios que atentan contra prácticamente todos sus derechos humanos - que los Estados en las sociedades modernas deben garantizar -. La discriminación múltiple se explica por ser mujer, por su origen étnico, por el uso de su lengua y su situación socioeconómica, entre otras causas; además, genera las condiciones propicias para que sean víctimas de violencia. En materia de salud, la muerte materna entre mujeres de 15 a 39 años (62 muertes por cada cien mil nacidos vivos) sigue en aumento, ha sido imposible bajar los niveles de mortalidad infantil6 e incluso han resurgido enfermedades que se habían abatido para la mayoría de la población, como la tuberculosis y el paludismo. La “modernidad” y, sobre todo, las fuertes migraciones masculinas, dentro y fuera de México, han producido nuevas enfermedades. El VIH, según las cifras de la XI Conferencia Internacional del Sida, afecta al 2 por ciento de las mujeres indígenas, pero como escasean los estudios de campo, hace suponer que puede ser más alto. Además, las mujeres indígenas sufren violencia de género. Las últimas encuestas7 revelaron que los porcentajes en regiones indígenas son muy semejantes a los datos nacionales. Más del 42 por ciento de las mujeres declararon haber sido objeto de violencia física - porcentaje ligeramente mayor que en otros grupos poblacionales - y reportaron violencia sexual en cifras superiores al 10

4 Instituto Nacional de las Mujeres, Cuadros estadísticos de Género, 2006. 5 Ídem. 6 Consejo Nacional de Población, Encuesta sobre Fecundidad, 2000. 7 Encuesta Nacional sobre Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), 2003 y 2006.

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por ciento. Estas encuestas también revelaron que casi el 25 % de las mujeres de habla indígena reconocieron haber sufrido violencia económica y violencia emocional en un poco menos del 30%..8 Las cifras más recientes reconocen que las mujeres indígenas son las más pobres entre los pobres y se ha ensanchado la brecha de desigualdad entre hombres y mujeres. En 1970 el 60.9 de las mujeres indígenas carecían de toda instrucción. En 2005 la cifra había variado a 60.2 por ciento. Casi nada.9 Además, el 62.8 por ciento cocina con leña y la mortalidad materna tiene índices superiores a la media nacional. Por razones culturales y de usos y costumbres, las mujeres indígenas no gozan de derechos humanos. De hecho, en muchos años no ha habido avance alguno pues la mayoría vive en comunidades de alta marginalidad y localidades aisladas sin servicios. Rezagadas, las mujeres comparten la desigualdad con los pobres de México.10 Las políticas de desarrollo indígena con enfoque de género son todavía incipientes en México. Las diferentes instancias gubernamentales presentan información que no en todas las ocasiones está debidamente actualizada y/o desagregada por sexo, lo que aún dificulta el diseño y seguimiento de programas adecuados, limitando el impacto de la acción pública. Su contexto

Vale la pena subrayar que no se intenta visualizar a las mujeres indígenas a través de una sola dimensión, lo que interesa es resaltar lo diferente que son desde el punto de vista etnolingüístico y cultural, que muestra un panorama más amplio y diverso.11 Panorama que también permite deducir que el compartir carencias no implica que todos y todas las indígenas sean iguales. Si hablamos de educación, los datos obtenidos son reveladores: existen dos mujeres monolingües frente a un hombre en esta situación. El rezago educativo es una de las características de mayor marginalidad. Entre la población indígena, 27.3 por ciento de la población de 15 años y más no sabe leer ni escribir, mientras que el promedio nacional es de 9.5 por ciento. Sin embargo, hay importantes diferencias entre hombres y mujeres que muestran una desigualdad persistente entre géneros. El analfabetismo es de 34.5 por ciento para mujeres y de 19.6 para hombres, respectivamente. Esta diferencia de género se presenta en todos los municipios donde hay presencia indígena, aunque el porcentaje de analfabetismo es significativamente más elevado en los municipios indígenas (42.2 y 24.6 por ciento entre mujeres y hombres, respectivamente). Según los números del Instituto Nacional de las Mujeres, el porcentaje de analfabetas se reduce a menos de la mitad entre las generaciones más jóvenes de población indígena. Aunque se mantienen las desigualdades entre hombres y mujeres. Su rezago educativo se incrementa conforme avanza el nivel de escolaridad: mientras que el porcentaje de niñas que concluyó el ciclo de educación primaria es de 64.3 por ciento, el de los niños es de 68.1 por ciento; en secundaria sólo el 31.7 por ciento de las jóvenes concluyó sus estudios, frente al 35.9 por ciento de los varones. Ambos fenómenos están íntimamente relacionados con la deserción escolar de las niñas, a quienes se les niega la oportunidad de continuar sus estudios, pues las obligan a dedicarse a labores domésticas. Cuando esto sucede en la etapa de instrucción primaria, se acentúa la tendencia al analfabetismo y al monolingüismo.

8 INMUJERES, reprocesamiento con base en la Encuesta Nacional sobre Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), 2003 y 2006. 9 Luz Ma. García y Teresa Jácome, en Las Mujeres Indígenas de México: Su contexto socioeconómico, demográfico y de salud, México: INM, CEDPI, SS, 2006. 10 Clara Jusidman, “Derechos Humanos de las mujeres”, consultora Diagnóstico sobre la situación de los Derechos Humanos en México, México: Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México, 2004. 11 Luz Ma. García y Teresa Jácome, loc. cit.

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Las mujeres indígenas representan el 49.2 por ciento de toda la población indígena del país. En algunas localidades más grandes llega a ser hasta del 51.4 por ciento. En las comunidades monolingües vive el 63.2 por ciento de las mujeres indígenas, hecho que profundiza la desigualdad de género y por el que se entiende que sean la mayoría sin ninguna instrucción. La mayor parte de mujeres entre los monolingües también se mantiene en ámbitos menos rurales: 65.8 y 66.3 por ciento en municipios con presencia indígena y de población indígena dispersa, respectivamente. Menos hijos

Información oficial indica que las mujeres indígenas de entre 12 y 49 años tienen menor número de hijos que en generaciones pasadas (2.2 hijos por mujer, mientras que el promedio nacional es de 1.8 por ciento), lo que tiene que ver con la introducción de forma sistemática de métodos anticonceptivos. Esto ha marcado una nueva forma de organización familiar. Sin embargo, hay regiones donde las indígenas tienen hasta 5 hijos en promedio por mujer, como en las regiones apartadas en Chiapas y Oaxaca. Algunos pueblos indígenas inician la fecundidad en edades muy jóvenes. Tal es el caso de los indígenas de Nayarit, Chihuahua, Sinaloa, Chiapas y Guerrero que muestran poco más de 0.28 hijos por mujer entre las jóvenes de 15 a 19 años. Esta información habla de los cambios sufridos en los últimos 25 años y tiene que ver con un retraso en la edad del matrimonio. Como en la mayoría de las sociedades tradicionales, la unión o matrimonio llega a ser prácticamente universal entre la población indígena. Estas uniones se realizan en edades más o menos tempranas: 21.5 por ciento de las mujeres y 7.5 por ciento de los hombres indígenas de entre 15 y 19 años ya han dejado de ser solteras y solteros. En 1970 estos matrimonios llegaban hasta el 70 por ciento. Así, en las regiones más tradicionales, que corresponden en su mayoría a los municipios indígenas, 23.8 por ciento de las mujeres y 9.6 por ciento de los hombres indígenas ya se unió o casó alguna vez.12 Migración, trabajo y hogar

Al mirar hacia atrás, podría afirmarse que la migración fue siempre muy pareja entre hombres y mujeres. Ellas salieron siempre de sus comunidades a poblados más grandes a realizar tareas y trabajos domésticos, sobre todo a comunidades con mayor presencia no indígena. Eso ha permitido identificar que muchas mujeres indígenas hayan nacido en un lugar distinto al de sus progenitores. Las mujeres indígenas se insertan en la economía de formas muy distintas. Ellas son mayoría en lo que se denomina trabajo no remunerado porque “ayudan” tanto en las labores del campo, como en el comercio y la venta de productos agrícolas, por lo que carecen de recursos propios y no acceden a ningún tipo de capacitación para el trabajo. Por ejemplo, es frecuente que las mujeres rurales e indígenas mencionen que “ayudan” en las labores del campo y, en consecuencia, no declaran estas actividades como trabajo. Por ello, prácticamente todas las encuestas subestiman la participación femenina en la actividad económica. El censo de 2000 reporta una participación indígena femenina de 25.6 por ciento y de 70.8 por ciento entre los hombres.13 Es interesante mirar cómo se combina el trabajo con la migración. Tal vez por ello se ha encontrado que las tasas femeninas más elevadas de participación indígena se reportan en Nuevo León, Sinaloa, Distrito Federal, Aguascalientes, Baja California Sur y Jalisco, donde se realizan trabajos temporales en el campo.

12 CDI-PNUD, Sistema de Indicadores socioeconómicos, con base en INEGI (2005), II Conteo de Población y Vivienda, México, 2006. 13 Idem.

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Por otra parte, la migración y las “transformaciones de género” que ésta acarrea se han traducido, junto con otros factores, en incrementos de la jefatura femenina en hogares indígenas: 16.2 por ciento de los hogares indígenas están dirigidos por mujeres, 15.5 por ciento de hogares en municipios indígenas, 16.2 y 17.4 por ciento en municipios con presencia indígena y con población indígena dispersa.14 La población indígena vive en su mayoría (94.5 por ciento) en hogares familiares, sólo 5.2 por ciento vive en hogares unipersonales y 0.2 por ciento en hogares de corresidentes. Entre los hogares familiares, predomina la población en hogares nucleares que asciende a 65.7 por ciento del total, mientras que 27.5 por ciento forma parte de hogares ampliados.15 La pobreza, la marginalidad y la exclusión de la población indígena femenina se expresa en las condiciones de sus viviendas y en el acceso a servicios como agua y electricidad. La población indígena que habita en viviendas sin acceso a agua entubada asciende a 28.3 por ciento, mientras que el promedio nacional es de 15.8 por ciento. La carencia de este servicio básico se duplica, respecto a la media nacional, entre los indígenas que habitan en municipios indígenas ( 34.5 por ciento) y muestra las menores carencias en los municipios con presencia indígena (17.8 por ciento). La falta de acceso al servicio eléctrico también es más acentuada entre indígenas que residen en municipios indígenas (21.1 por ciento) y menores en los municipios con presencia indígena (8.1 por ciento). Las mujeres y los grupos indígenas que se encuentran principalmente en las localidades de menor tamaño de Oaxaca, Chiapas, Veracruz, Puebla y Yucatán; son las peores atendidas en términos de infraestructura, comunicaciones y servicios: 69 por ciento habita en localidades de menos de 2,500 habitantes, 19 por ciento en localidades de 2,500 a 14,999 habitantes y 11 por ciento en localidades mayores. México ocupa, con cerca de 13 millones de indígenas, el octavo lugar en el mundo entre los países con mayor cantidad de pueblos indígenas y es el segundo en América, después de Perú, con la mayor población de origen étnico. Su condición de mujeres

En muchas de las comunidades indígenas, los valores culturales y las costumbres confieren un papel marginal a las mujeres en la toma de decisiones y en el reparto de los bienes existentes. No participan en las asambleas comunitarias o lo hacen sin voto. No participan en los cargos dentro de la organización tradicional y no tienen derecho a la tenencia de la tierra, que remite a la concepción simbólica de poder y reproducción en tanto que funge como eje de la cohesión familiar, la cual es la base comunitaria. Hay testimonio de que la mujer indígena es un sujeto que ha evolucionado al igual que el resto de la sociedad para resistir y sobrevivir a los cambios. Por un lado, las mujeres indígenas se han organizado, han unido sus voces a los movimientos indígenas nacionales; hay testimonios claros de que articulan nuevos lenguajes, denuncian la opresión económica y el racismo que marca su inserción en la sociedad en numerosos espacios de la vida nacional. Estas mujeres que han ampliado sus intervenciones en la producción, a través del crédito o proyectos productivos, según Aída Hernández:

[!] también luchan al interior de sus organizaciones y comunidades por cambiar aquellos elementos de la "tradición" que las excluyen y las oprimen. Un análisis de las demandas de estas mujeres y de sus estrategias de lucha

14 Idem. 15 Idem.

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apunta hacia el surgimiento de un nuevo tipo de feminismo indígena que, aunque coincide en algunos puntos con las demandas de sectores del feminismo nacional, tiene diferencias sustanciales.16

Aída Hernández también señala que las indígenas empiezan a reconocerse como sujetos de derechos y como personas, donde “las identidades étnicas, clasistas y de género han determinado las estrategias de lucha de estas mujeres, que han optado por incorporarse a las luchas más amplias de sus pueblos, pero a la vez han creado espacios específicos de reflexión sobre sus experiencias de exclusión como mujeres y como indígenas”.17 El incremento e impulso de estas formas de articulación con demandas de género, se han manifestado de distintas maneras en foros, congresos y talleres organizados, tanto en espacios institucionales, como del propio movimiento indígena, especialmente a partir de 1994, cuestionan tanto las perspectiva esencialista que presenta a las culturas mesoamericanas como armónicas y homogéneas, como los discursos generalizadores del feminismo que enfatizan el derecho a la igualdad sin considerar la manera en que la clase y la etnicidad marcan las identidades de las mujeres indígenas. La sistematización de las experiencias de las promotoras indígenas es una muestra de los cambios que han operado como resultado de las intervenciones institucionales y de la organización indígena en numerosos pueblos y comunidades indígenas.

16 “Distintas maneras de ser mujer: ¿Ante la construcción de un nuevo feminismo indígena? La evolución del feminismo en las comunidades indígenas mexicanas”. Artículo publicado por el CIDE de Chiapas, 2007. 17 Idem.

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CAPÍTULO II El POPMI

Su razón de existir

El Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI) nace en el año 2002 de la convicción y la norma que establece la obligación de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) de garantizar a las mujeres indígenas de México su acceso a los derechos humanos fundamentales y a una vida libre de violencia para aspirar a las oportunidades donde se elimine la discriminación y la exclusión de las mujeres. La CDI es heredera del desarrollo de la política indigenista de la segunda mitad del siglo XX surgida de la vocación filosófica de la Revolución Mexicana. La política indigenista de esa época atendió a esa población a través de programas de educación, reparto de tierras y proyectos específicos de desarrollo de la comunidad, así como con la construcción de obras de infraestructura y la educación bilingüe. Resultado de un proceso de aprendizaje en la implementación de dicha política indigenista, la CDI pasó de una política de aculturación a una de respeto de la identidad cultural y de la conciencia indígena que mantienen los pueblos y las comunidades de las 62 etnias del país. A pesar de una larga historia del indigenismo por parte del Estado mexicano, la CDI reconoce los rezagos acumulados entre la población indígena que la colocan en situación de franca desventaja frente al resto de la población nacional. Al comenzar el siglo XXI los pueblos indígenas no eran reconocidos en la legislación nacional, ni gozaban de derechos específicos como tales; hasta 2001, la reforma constitucional reconoce formalmente el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas, en un marco crítico y complejo que todavía hace difícil su plena aplicación. Es en ese contexto que la condición de las mujeres indígenas en México, como hemos visto, impide su acceso a los bienes materiales y simbólicos de su comunidad, su región y de la sociedad. La filosofía que da origen al POPMI se basa en el reconocimiento de que las mujeres indígenas, en su enorme mayoría, no gozan de los medios de producción de su entorno, como la tierra, el ganado, el dinero, la propiedad rural y los productos de esas regiones de alta y notoria marginalidad, además, su condición excluida y dominada al interior de su familia y los grupos domésticos de donde depende su trabajo y su vida. Advirtió, igualmente cómo transcurren éstas mujeres, de cara al espacio público, sin posibilidades de participar y tomar decisiones en sus comunidades; enfrentan el frecuente rechazo a la sola idea de ocupar un lugar visible en la vida social, y en los espacios de gobierno o poder real. Este Programa parte de la necesidad de incidir positivamente en la situación de aproximadamente 5 millones de mujeres indígenas mexicanas, que no acceden plenamente al disfrute de sus derechos fundamentales, consignados en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y en los acuerdos y convenciones internacionales, que prevén normativa alineada a la erradicación de la discriminación, violencia, desigualdad y situación de pobreza que sufren las mujeres. El POPMI es así, una respuesta congruente con los propósitos de una nueva política indigenista que, además de reconocer las circunstancias de marginalidad femenina, tiende a eliminar la discriminación, exclusión y dominación a que son sometidas las mujeres por ser pobres e indígenas, a través de métodos participativos, con un importante componente de capacitación y asistencia técnica dirigidos a ellas.

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Los orígenes del Programa

Al comienzo del POPMI, el fondo económico y su normatividad tuvieron como instancia ejecutora la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL). En ese entonces el POPMI tenía como objetivo principal fomentar la organización productiva de las mujeres indígenas de las comunidades más pobres y alejadas del desarrollo, como un medio para impulsarlas en el marco de una política global de equidad de género que atravesara todos los ámbitos de contenido, operación y desarrollo de proyectos productivos, no sólo para mejorar la economía de las mujeres y sus familias, también para ofrecer posibilidades de desarrollo personal.18 Las acciones del POPMI se inscribían en que se conocía como Fondo Indígena (Programa para el Desarrollo de los Pueblos y Comunidades Indígenas); en ese entonces, se pensaba que su éxito sólo dependía del grado de participación de las beneficiarias del Programa, así como de su permanente capacitación en habilidades personales y productivas, lo que a su vez les aseguraría el acceso a los bienes materiales y simbólicos de su región o comunidad, desde su ser mujeres.19 Es claro que el POPMI se posicionó desde su gestación, como un programa de apoyo exclusivo para mujeres indígenas, con la característica especial de impulsarlas a que se para desarrollar proyectos productivos y hacerlos crecer en dos aspectos: el primero, a un nivel individual, a través de aprender habilidades, técnicas y sociales, que las empodere; el segundo, el nivel de organización, como grupo solidario, para salir de su condición de pobreza, exclusión, subordinación y marginalidad dentro de sus comunidades. También se inscribe en el objetivo general reducir la pobreza extrema, generar la igualdad de oportunidades para los grupos más pobres y vulnerables, apoyar el desarrollo de las capacidades de las personas en condición de pobreza y fortalecer el tejido social, fomentando la participación y el desarrollo comunitario. El POPMI se organizó con la elección de comunidades específicas, la valoración de los apoyos económicos, la flexibilidad en los requisitos para la inclusión de las mujeres beneficiarias y la elección de un grupo amplio de promotoras para impulsar y apoyar a las beneficiarias, así como conducir el desarrollo de todo el Programa, desde la gestión hasta la comercialización de los productos de cada grupo, según las condiciones asequibles en cada una de las regiones, para lograr la auto solvencia. Un componente fundamental del Programa fue dotar a los grupos de mujeres beneficiarias de capacitación continua y formación, es decir, del acompañamiento en su desarrollo. A largo plazo, el Programa pretendía que los grupos y proyectos productivos lograran desprenderse de la tutela pública y pudieran desarrollarse autónomamente, propiciando la participación activa de las mujeres, con capacidades de planeación, diseño y ejecución de los proyectos. Esa perspectiva responde a la necesidad de construir una sociedad democrática e incluyente en la que se reconozca a México como una nación pluricultural que aspira a la igualdad de oportunidades para las y los ciudadanos. El POPMI toma en cuenta la circunstancia del México del siglo XXI, al considerar las consecuencias de una economía global que se expande en el mundo, que agudizó la situación de la pobreza extrema, así como situaciones tales como la discriminación, racismo, desigualdad, injusticia social y ausencia de oportunidades de desarrollo, que padecen y viven cotidianamente los pueblos y comunidades indígenas de México. A partir de 2003, el Programa se transfirió al Instituto Nacional Indigenista (INI), que en ese mismo año se convirtió en la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI). Un año

18 Se busca empoderar a las participantes del Programa en el sentido en que lo han establecido las normas internacionales. Dar a las mujeres elementos individuales y colectivos para el aprovechamiento propio de sus capacidades, para desarrollar su vida, fortalecer su estima humana y contar con herramientas para ejercer sus derechos humanos fundamentales. 19 Lo que se conoce como perspectiva de género y transversalidad de género. Donde la planeación, operación, apoyo y desarrollo de las actividades del Programa se hagan a partir del reconocimiento de la especificidad femenina. La condición social de las mujeres, la eliminación del sexismo y el respeto al desarrollo de la mitad de la población indígena.

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después, a partir de los profundos cambios institucionales provocados por la fusión de la entonces Oficina de Representación para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (ORDPI) y la CDI, se publican las Reglas de Operación 2004, primer instrumento normativo que rige la ejecución del POPMI como programa federal. En la actualidad, el POPMI es uno de los ocho programas de desarrollo social a cargo de la CDI sujeto a reglas de operación. Está dirigido específicamente a las mujeres indígenas con escasa práctica organizativa y económica-comercial; brinda apoyos para procesos productivos e incluso de autoconsumo que les permite, mediante capacitación y asistencia técnica, impulsar y consolidar su organización y proyecto, teniendo la posibilidad de acceder en un futuro a otras fuentes de apoyo y de abrir espacios de reflexión respecto a su condición social y de autoestima.20 Lo que era al principio un programa piloto en cinco entidades federativas en 2002, hoy atiende alrededor de 2,186 grupos de mujeres indígenas, pertenecientes a las 62 etnias del país, que habitan en más de 24 estados de la república. La problemática que atiende el POPMI

El Programa busca combatir y erradicar la inequidad de género - que en el contexto rural e indígena se agrava por las condiciones de marginación, desigualdad social así como usos y costumbres - en un contexto definido, en gran parte, por componentes culturales propios de los pueblos indígenas. El POPMI está orientado a fortalecer la economía doméstica - por ser el ámbito primario que configura los roles de género -, la organización del trabajo, los mecanismos de socialización y las prácticas culturales, donde la participación de las mujeres ha sido negada por la violencia genérica, arraigada en el conjunto de ideas y prácticas de los pueblos indígenas. Partiendo de este panorama, el POPMI tiene como objetivo contribuir en la mejora de las condiciones de vida de las mujeres indígenas en situación de alta y muy alta marginación, mediante estrategias que propicien su participación en la toma de decisiones en los distintos espacios de socialización. El Programa tiene como principal actividad el impulso de proyectos productivos y toma en cuenta que el mejoramiento de las condiciones económicas de las mujeres propicie su desarrollo en otros ámbitos de la vida comunitaria. Los componentes del Programa están diseñados de tal manera que atienden criterios de equidad, género, sustentabilidad, interculturalidad y derechos. El esquema general que permite atender estos componentes, se basa en la promoción de procesos organizativos con las mujeres indígenas en donde su participación es decisiva, desde la determinación del tipo de proyecto productivo hasta la administración y aplicación de los recursos generados. Este proceso de empoderamiento contempla, entre otros, la capacitación sobre derechos indígenas con componentes de género, además de la asistencia técnica para los proyectos productivos, con la finalidad de que las mujeres se apropien de ellos y cuenten con los elementos para hacerlos sustentables. Las estrategias del Programa

La capacitación técnica es una de las estrategias del POPMI orientada a promover el potencial productivo/alimentario de traspatio que atienda las necesidades de alimentación y bienestar de las mujeres indígenas y sus familias, así como el aprovechamiento y el uso apropiado de los recursos naturales a través del impulso de la agroecología en los proyectos agrícolas y el manejo alternativo en el caso de los pecuarios. En cuanto a la definición de los proyectos, se busca que estos permitan impulsar la comercialización de los bienes que producen las mujeres indígenas y diversificar el mercado, para

20 Acuerdo de modificación a las reglas de operación publicado en el Diario oficial de la Federación el 31 de diciembre de 2009.

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lo cual se ha promovido la participación de instancias públicas y organizaciones de la sociedad civil en acciones que favorecen e impulsan los objetivos del Programa. Tales mecanismos se implementaron desde los inicios del POPMI, establecidos inicialmente en tres etapas:

• Apoyos a la producción de la subsistencia. Actividades para autoconsumo que no requieren de un proceso de comercialización complejo.

• Producción para el mercado. Organización y capacitación centradas en el desarrollo de las

capacidades económicas mediante el fortalecimiento de las actividades productivas, incorporando estrategias de rentabilidad y la atención de un mercado local.

• Producción para el desarrollo empresarial. Consiste en consolidar la organización

productiva con capacidad comercial y gerencial que permita diseñar una unidad de producción para su expansión y atender un mercado regional con actividades productivas mediante la adopción de una figura legal.

Actualmente el Programa cuenta con diversos instrumentos normativos (reglas de operación, guía para la ejecución del POPMI y procedimiento administrativo). En ellos se establecen criterios, políticas y acciones específicas que permiten articular eficazmente el actuar diario de los diferentes participantes. Como se puede observar, a seis años de existencia institucional, el Programa ha incorporado en sus líneas estratégicas, nuevas prioridades acordes con la dinámica que presentan las beneficiarias dentro del ámbito local comunitario, que permiten desarrollar las potencialidades de cada grupo de mujeres apoyado. Población objetivo del POPMI

El Programa se enfoca en mujeres indígenas que han conformado una unidad familiar, que adquieren responsabilidades en la manutención del hogar y presentan rangos de marginación, de pobreza y pobreza extrema. Esta problemática es atendida mediante el financiamiento en dos momentos: la instalación del proyecto de organización productiva y el acompañamiento en el desarrollo del proyecto. Hitos y diferenciadores del Programa

Una de las características que aportaron valor agregado al Programa fue que el proyecto piloto estuvo diseñado para atender institucionalmente a las mujeres que no contaban con otros apoyos gubernamentales. Otra atinada decisión fue el fortalecimiento de las labores institucionales para desarrollar capacidades que beneficiaran directamente a la mujer indígena. La estrategia de capacitación con perspectiva de género, característica del POPMI, ha provocado cambios en la vida personal de las beneficiarias, reflejados en el mejoramiento de la autoestima y en el nivel de interlocución con las autoridades comunitarias. Esos avances han causado que las mujeres estén convencidas de la importancia de crear organizaciones propias. Una evaluación al Programa reveló que los grupos solidarios de mujeres indígenas que tenían incipiente nivel de organización, alto grado de marginación y escasa experiencia económica-comercial podrían vivir procesos participativos, en los que las mujeres indígenas desplegaran sus capacidades para la toma de decisiones en distintos ámbitos de interacción. A partir de 2003, las promotoras rurales se incorporaron al proceso de formación y capacitación en género. Su presencia ha sido una constante en el Programa y ahora se han convertido en un componente esencial del trabajo comunitario a favor de las mujeres beneficiarias del POPMI, apoyadas por las promotoras en labores de traducción, acompañamiento y asesoría.

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Las acciones de capacitación dirigidas al personal de las dependencias ejecutoras del POPMI, a las promotoras y las integrantes de los grupos denominados solidarios permitieron articular adecuadamente los lineamientos, metodologías y esquemas de operación del Programa y aseguraron el acompañamiento, la evaluación y el seguimiento de los proyectos de organización productiva. Aunque una definición generalizada de la estrategia descrita se ha reevaluado e interpretado en formas muy diversas por las actoras, se considera que ha sido positivamente estratégico el programa de formación y capacitación a las promotoras indígenas que, en su camino de apoyar los procesos organizativos de los grupos solidarios y los procesos de acompañamiento a los proyectos productivos, han crecido individualmente y muestran grados altos de satisfacción.21 Una característica que ha representado un diferencial considerable con otros programas federales es la implementación de un proceso denominado acompañamiento a los grupos solidarios durante la planeación, ejecución y desarrollo de los proyectos, donde se atiende la consolidación de la organización y del proyecto productivo a partir de la planeación participativa. Una estrategia determinante también distintiva fue que, a través de la planeación participativa, se posibilitó el fomento de actividades productivas, económicas, sociales y ambientales viables que benefician a las mujeres indígenas y a sus familias, considerando las condiciones de desigualdad genérica, étnica, marginación social y pobreza extrema en que vive la población indígena.22 La planeación participativa permitió fortalecer el modelo de apoyo que otorgaba el POPMI, ya que facilitó las actividades productivas acordes con las características y vocación productiva local y regional, para gestar la organización entre las mujeres indígenas productoras. Por último, el Programa tiende a promover la continuidad organizativa y económica de los proyectos, fomentando la recuperación y reinversión de los recursos al interior del grupo, en función del desarrollo y permanencia del proyecto productivo y del mismo grupo. Con este objetivo, el POPMI abrió la posibilidad de brindar apoyos subsecuentes a un mismo proyecto de organización productiva, siempre y cuando ello sea consecuencia de la consolidación de los proyectos y que el recurso complemente la reinversión del grupo solidario. Descripción de la promotora indígena

Las características del Programa y de la población objetivo han requerido capacitar a los recursos humanos institucionales para la atención a la población culturalmente diferenciada, donde se incorpore la perspectiva de género y facilite el acceso a los programas institucionales a las mujeres indígenas. Las promotoras han sido un elemento clave para el desarrollo de acciones comunitarias del Programa al fungir como enlace entre la CDI y las mujeres beneficiarias, es decir, las acompañan en el inicio, desarrollo e instalación del proyecto productivo. La promotora del POPMI debe ser indígena bilingüe, residente de la región de atención y hablante de la lengua que corresponda a la región, además debe estar interesada en formarse como promotora del Programa. Las habilidades que distinguen a las promotoras son la capacidad de gestión ante las instancias gubernamentales y las autoridades comunitarias, así como la disposición para trabajar en equipo. Estas aptitudes han sido una herramienta importante para el trabajo comunitario y para la permanencia de los grupos que atienden.

21 Al contar su vida se aprecia cómo han cambiado sus pensamientos y cómo desean seguir trabajando en el Programa. 22 Las reglas de operación para este programa se publicaron en el Diario Oficial de la Federación el 31 de diciembre de 2009.

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El POPMI hoy

Un resultado que se esperaba en los albores del POPMI, lo constituía la apropiación del Programa por parte de las delegaciones estatales de la CDI, de las promotoras y de las beneficiarias. Gracias a los diversos testimonios, los resultados obtenidos y las reflexiones colectivas vertidas en eventos de intercambio de experiencias, hoy el POPMI se encuentra acreditado de forma positiva con el apoyo y voluntad de los diversos participantes que hacen posible su ejecución: delegados estatales de la CDI, directores de Centros Coordinadores para el Desarrollo Indígena (CCDI), responsables estatales del Programa, operadores, personal de instancias ejecutoras externas, promotoras indígenas, en coordinación con el personal de la Dirección del Programa, ubicada en las oficinas centrales de la CDI, con sede en la Ciudad de México. Como parte de la constante revisión y ajustes derivados de evaluaciones emitidos por diversas instancias, así como por la implementación del Presupuesto basado en Resultados (PbR) por parte de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, el Programa cuenta, a partir de 2008, con la Matriz de Marco Lógico (MML), cuyos indicadores permiten medir el avance de las metas establecidas, detectar brechas y proponer soluciones puntuales que atiendan las áreas de oportunidad detectadas en la operación durante el año fiscal. La H. Cámara de Diputados ha asignado por tres años consecutivos (2008-2010) recursos adicionales al Programa, etiquetados como Presupuesto para Mujeres y la Igualdad de Género, lo cual ha permitido hacer frente al incremento general de precios que ha impactado en la adquisición de insumos necesarios para el desarrollo de los proyectos productivos elegidos y administrados por los grupos de mujeres indígenas beneficiarias. A fines de 2008, la Secretaría de la Función Pública eligió al POPMI como uno de los cinco programas federales participantes en el proyecto Observatorio Ciudadano, cuya finalidad es contribuir al fomento de la participación ciudadana organizada en la evaluación y seguimiento de las acciones del gobierno orientados a la transparencia, contraloría social y rendición de cuentas. Entre sus principales hallazgos destacan que dos de cada tres beneficiarias han incrementado su ingreso a partir del apoyo recibido del Programa. De igual manera, el mismo Observatorio cuantificó que dos de cada cinco beneficiarias decidió no emigrar de su localidad derivado del apoyo recibido. El 70% de las beneficiarias señala que el rechazo o discriminación ha disminuido a raíz del apoyo del Programa y el 66% de las beneficiarias incrementaron su participación en la toma de decisiones. Conviene destacar que, desde su creación, el POPMI ha sido sistemáticamente evaluado.23 En diferentes etapas y momentos, como se pudo constatar en este capítulo, ha crecido y decrecido. Sin embargo, todas las evaluaciones indican que las beneficiarias, las promotoras y muchas de las comunidades indígenas donde se desarrolla el Programa se han beneficiado considerablemente. A iniciativa de la Secretaría de la Función Pública, y como parte de las acciones gubernamentales en materia de transparencia y rendición de cuentas, el POPMI cuenta desde fines de 2008 con un micrositio de internet especializado para consulta, donde los ciudadanos, mujeres indígenas y no indígenas, y en general cualquier persona interesada en el Programa, podrá conocer información básica y actualizada de su ejecución (http://www.cdi.gob.mx/popmi). Al corte de la presente edición - noviembre 2010 -, el micrositio ha recibido más de 42 mil consultas.

23 www.cdi.gob.mx 23 www.cdi.gob.mx

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El POPMI en cifras24

Enseguida se presenta una tabla resumen sobre las principales metas y montos ejercidos en el Programa desde el año de 2003 a la fecha.

Rubro 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 /1

Presupuesto ejercido

(millones de pesos)

129.8 107.4 111.3 98.1 118.2 177.7 206.8 255

Núm. de beneficiarias

56,006 23,100 23,936 21,995 19,134 26,293 25,053 25,280

Núm. de proyectos apoyados

2,078 1,754 1,835 1,764 1,577 2,186 2,192 2,528

Núm. de Promotoras

93 142 145 201 200 207 219 244

/1 Metas estimadas. Distribución de lenguas indígenas que hablan las promotoras becarias durante el ejercicio fiscal 2010

24 Información proporcionada por la Dirección del Programa

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CAPÍTULO III Las promotoras indígenas con mayor antigüedad en el POPMI ¿quiénes son?, ¿dónde se localizan? Su vida como mujeres indígenas y relatos de sus cambios personales y expectativas individuales. En el valle Mazahua, Estado de México

Casas grises de tabicón - algunas blanqueadas con cal y otras pintadas - salpican el valle Mazahua en el Estado de México. Escenario de milpas y ovejas pardas, de perros con la piel pegada al hueso, de nubes que amanecen recostadas en la humedad de los surcos, de un sol que despierta huraño y tardes rasguñadas por fumarolas de leña.

El valle Mazahua, está situado en el centro del país, al noreste de Toluca, capital del Estado de México. Lo integran los municipios Almoloya de Juárez, Atlacomulco, Donato Guerra, Ixtlahuaca, Jiquipilco, Jocotitlán, El Oro, San Felipe del Progreso, Temascalcingo, Villa de Allende y Villa Victoria.

La población mazahua vive de la agricultura - siembra maíz y frijol - y de la ganadería a escala doméstica - cría de aves de corral, borregos y cerdos. El destino de estas actividades es el autoconsumo. Las familias obtienen recursos económicos trabajando fuera de sus comunidades, lo mismo en la cabecera municipal que en la capital del estado, en la Ciudad de México o viajando a otras entidades del país e incluso a Estados Unidos de Norteamérica, sitios donde los hombres se desempeñan como albañiles y peones, y las mujeres como empleadas domésticas. La migración, tanto la interna, como la que se dirige hacia el extranjero, principalmente la de los hombres -que en su mayoría son jefes de familia-, ha modificado la organización familiar y comunal. Hoy día las mujeres asumen la responsabilidad de sostener económicamente la casa y están a cargo de la atención total de la prole, que incluye a los hijos e hijas, suegras, abuelos y otros parientes.

La reorganización de roles y funciones, ha implicado para las mujeres, además de sus actividades tradicionales domésticas, incluir las labores del barbecho y la siembra, en sí, el cuidado de los cultivos; el pastoreo y la cría de animales; el levamiento de cercas, la construcción de caminos y hasta la gestión de las mejoras comunitarias ante las autoridades municipales. Participar en el trabajo no es algo nuevo para las mujeres.

Sin embargo, participar en el trabajo de la comunidad no es algo nuevo para las mujeres. Aunque ausentes por trabajar en alguna ciudad de México o de Estados Unidos, los hombres mantienen su voto a la hora de las decisiones importantes; en tanto, los que se quedan en los pueblos asumen los puestos de autoridad. No así las mujeres. Ellas asisten a las asambleas comunitarias pero se “llevan el encargo” de informar a los maridos, estén donde estén, para esperar su decisión.

Aun cuando en los últimos años la información sobre la condición social de las mujeres y sus derechos ha contado con mayor difusión, muchas cosas no han cambiado. Las mujeres siguen viviendo bajo la tutela del varón, presente o ausente, sin importar que cada día sean más quienes están al frente, en presencia, dirigiendo familia y comunidad.

Dice una de las promotoras del POPMI que hay familias donde todavía se preguntan si vale el esfuerzo mandar a una niña a la escuela porque “de todas formas se va a casar” y otras donde la herencia de la tierra sigue siendo prebenda masculina. A nivel comunitario, los cargos más altos a los que puede aspirar una mujer están en la sociedad de padres de familia y los centros de salud, pero no en el gobierno, porque “los hombres dudan de la capacidad de la mujer”.

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“Yo. Mi nombre es Josefina Ávila Sánchez, su servidora de usted. Ya estoy viejita”

Josefina tiene 57 años y su mayor tristeza es no haber ido a la escuela. A esa edad aprendió a leer y a escribir, luego de una larga batalla con sus manos que se negaban a trazar las letras, después de jornadas de sudor por el esfuerzo que le representaba tanto el movimiento de la muñeca al hilvanar una letra con la otra, como el proceso para entender lo que éstas decían cuando se juntaban.

Me como las letras, me como las palabras porque la verdad yo no sabía hablar en español, pues soy mazahua originaria, raíz de mis padres, de mis abuelos mazahuas. Ese es mi único falla, que yo no tengo estudio.

Josefina, doña Jose, como la conocen en la comunidad, vive en San Miguel Agua Bendita, municipio de San José del Rincón, Estado de México. Nunca conoció a su padre. Supo de su madre a la edad de 11 o 12 años, gracias a que su hermano la encontró por el rumbo de Zitácuaro, Michoacán, lugar al que ella emigró en busca de trabajo. “Así fue mi vida”: su origen, una familia a la que califica de “desintegrada”. Tiene una hija y cuatro hijos. Desde que doña Jose enfermó, su hijo más chico y su esposa viven con ella. Creció en la pobreza y en medio de “tanto sufrimiento” pero gracias a que siempre le gustó luchar, salió adelante.

Siempre me ha gustado vender. Raspaba mis magueyes, hacía pulque, vendía mi pulque. Iba caminando hasta San José del Rincón, traía por acá mi niño, en la espalda me lo cargaba, mi chiquihuite y mi hijo, ‘ora mi joven que tiene 27 años.

Raspando magueyes, vendiendo pulque con el hijo a cuestas y bajo un “techito acá en la primaria” haciendo sopes, taquitos y enchiladas para los profesores, doña Jose enfrentó la pérdida de su primer esposo quien murió durante el temblor de 1985 en la Ciudad de México, donde trabajaba como albañil. “Esa era mi preocupación”, que no faltara el maíz en la mesa para sus dos pequeños y para los tres que estaban en la escuela, ”que faltara el trigo, ni la haba, ni los frijoles, que ella misma sembraba.

Diez años después, doña Jose se unió a un nuevo esposo, “un soltero y sin compromiso” que, dice, ha respetado su trabajo, a sus hijos y su decisión de quedarse en su pueblo, porque él la quiere y lo ha demostrado. Ella así lo vive y lo subraya con una enorme sonrisa.

Con el paso del tiempo, doña Jose ha dejado de andar de aquí para allá buscando el sustento. Ahora está integrada a un proyecto de panadería del POPMI. Además, “siembro mis nopales. Ya le agarré el hilito, el modo de sembrar”. Cuenta con dos invernaderos, ganados a fuerza de trabajo, uno de los cuales es parte de los apoyos a las comunidades indígenas que aporta la CDI.

Siempre me ha gustado el negocito. No me quedo con las manos cruzadas. Crecí a mis hijos. Les digo ‘por eso están grandotes, porque gracias a Dios siempre me ha gustado tener verdura fresca para echarles su gordita’. Aunque sea poquito, no se gana mucho, pero siquiera para comer.

La mayor fortuna de doña Jose es el amor al trabajo, por el cual la gente la conoce. Prestar servicio a la comunidad la llena de ánimo. Ver que su comunidad ya está mejor que antes es su motor. Se dice preocupada porque la migración está desintegrando a las familias y está dejando a las mujeres con más responsabilidades.

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Se va el esposo por falta de fuente de trabajo, se olvidan que dejan una esposa, que dejan unos hijos, y entonces la mujer es la de toda la carga encima, porque la hace de esposo, de esposa, responsable de la escuela, de la educación para sus hijos o la enfermedad

Reconoce la violencia hacia las mujeres como un problema de la comunidad que amenaza la vida de las que transitan solas por el campo.

No vamos tan lejos, hizo ocho días el sábado, perdió vida una señorita de 17 años. La violaron y la [des]cuartizaron, y la verdad pues es una tristeza de que eso sucede, por qué, por qué ella. Sí, la mujer sufre la violencia de la violación.

El ataque que sufrió la joven, observa doña Jose, está siendo la nueva forma de agresión hacia las mujeres y supone está ligado al alcoholismo y a la falta de vigilancia en la carretera. Al abundar

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sobre el consumo de alcohol, subraya que éste se liga a la violencia intrafamiliar. Particularmente ella vivió escenarios/sucesos violentos provocados por el alcohol, los cuales le sirvieron de experiencia para rechazarlos.

Como promotora, a doña Jose le ha tocado ver muchos casos y lidiar con los esposos de las beneficiarias quienes piensan que las promotoras no tienen nada que hacer en sus casas, ni hijos ni marido. Le ha tocado presenciar golpizas a las mujeres.

La mujer era golpeada principalmente en la familia de uno. Por qué no decirlo, yo así crecí. En mi familia era que tomaban. Es muy triste, es una vida amarga, porque la verdad uno no puede comer ni un taco porque lo tratan uno muy mal, o tratan a la esposa con puras palabras pesadas en la casa.

Ganarse la confianza de las beneficiarias es otra de las vertientes por donde pasa su trabajo como promotora, luchar contra la incredulidad de las mujeres que por años han sido engañadas y utilizadas como carnada política.

Es que siempre nos dice[n] lo mismo y luego nos pide[n] nuestra documentación y se va[n] y no regresan. Pero entonces ya empieza uno a hablarle en su idioma. Les digo ‘tengan confianza, yo creo que si estamos aquí es para tener confianza en nosotras mismas y pues claro que vamos a tener que participar’.

Antes de entrar de lleno en la labor comunitaria, doña Jose se dedicaba a la casa, ahora escribe y habla en español, visita a los grupos, dialoga con las beneficiarias del POPMI en su lengua - el mazahua -, les da talleres, las motiva para que “no se sientan solas, que también le echen muchas ganas. Me da mucho ánimo visitarlas, platicar con ellas, levantar lista de asistencia, mis minutas de trabajo”. Es un trabajo que le brinda satisfacciones que comparte con su familia.

Mis hijos me dicen ‘ay, mami, es que la verdad yo a veces admiro lo que haces’, porque ahora sí ya escribo.

Saber leer y escribir, aprender, aprender más y “hasta hablar, porque yo no hablaba así”. Un tanto obligada por la trágica muerte de su primer esposo (en el terremoto que también cambió la fisonomía de la capital mexicana), y aunque siente que aún se come las letras, doña Jose saca cuentas de sus logros, acrecentados con la adquisición del idioma español.

Su primer esposo era delegado de San Miguel Agua Bendita. Ella se quedó al frente de su familia y asumió, en alguna forma, las responsabilidades del cargo de su marido. Esa circunstancia la llevó a caminar - como ella explica su labor de ir de puerta en puerta - para resolver las necesidades de su comunidad. Fue un andar que le reportó la satisfacción personal de ayudar. Gestionó una unidad de salud, logró que se abriera un camino que lleva al centro del pueblo y, así, inició su carrera como gestora comunitaria.

He aprendido mucho por las capacitaciones. Gracias a este programa, ve el techo que tengo allá, mis dos cuartitos que tengo allá, yo tenía ya formados las paredes pero no tenía la loza y ese era mi anhelo. Gracias porque haya sido promotora tuve un techo y tenemos un año [con] esta energía eléctrica. Gracias a esto también tenemos el agua.

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Elvira González Morales

Pequeños pasos hacia un gran cambio

En San Jerónimo Bonchete, municipio de San Felipe del Progreso, Estado de México, vive Elvira González Morales. Tiene 30 años de edad, terminó la preparatoria, es madre de Oliver (un niño de seis años de edad), es soltera.

Agradece a Dios la oportunidad de contar con un empleo, sin el cual habría tenido que emigrar a la capital del país para buscar, hasta encontrar, un trabajo. La falta de recursos económicos, explica Elvira, impidió que sus hermanas se quedaran a estudiar en la comunidad y emigraron al municipio de Chalco, Estado de México, a un internado que alberga a niñas indígenas de familias pobres, dirigido por monjas.

Prácticamente yo soy la única que vivo aquí con mi mamá y no me desprendí de nada, pues no tuve la oportunidad de emigrar a la Ciudad de México, pues gracias a Dios tengo un trabajo.

El trabajo de Elvira es atender ocho grupos de mujeres de entre 24 y 56 años de edad, beneficiarias del POPMI, en siete comunidades que pertenecen al municipio de San Felipe del Progreso.

Antes de ser promotora, trabajaba como secretaria en el Ayuntamiento (eso fue en el año 2001). Su integración al POPMI fue a partir de una decisión de índole económica, ya que los 600 pesos que ganaba como secretaria no le eran suficientes para todo lo que necesitaban en su casa: el ingreso de uno de sus hermanos al Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica (CONALEP) y la enfermedad de su padre, quien más tarde moriría aquejado por el cáncer. En ese entonces ella contaba con tres meses de embarazo. Su única duda era saber si la aceptarían o no en el nuevo empleo.

Elvira estuvo en el CCDI de Atlacomulco; la primera, trabajando en las oficinas - empleo que dejó para atender la enfermedad de su padre y a su familia - y luego como promotora, donde su inquietud principal era saber si podría andar de comunidad en comunidad ya que no conocía los alrededores. Esa preocupación, una vez sorteada, es una anécdota laboral. Luego de conocer los caminos y a las mujeres de otras comunidades, se ha dado cuenta de que la convivencia con la gente le es vital y “que yo me sintiera querida por ellas, es lo que me gustó”.

Conocerse primero, luego ayudar

Enfrentar los problemas de las beneficiarias del POPMI requirió que Elvira encarara los suyos primero. Sin muchas herramientas, sabía que no podía solucionar los problemas de todas hasta no entrar en un proceso personal y entender el significado de la violencia, identificarla y encontrar los caminos para asimilar, resolver, evitar que suceda y, después, compartir su aprendizaje.

La forma como lo estábamos haciendo no era correcta, porque salíamos nosotros más perjudicados. Entramos a un proceso de capacitación en cuanto a prevención de violencia. Fue muy doloroso porque recordé todo lo que yo viví. Me impacté mucho, pero fui asimilando la situación y creo que me sirvió porque sané varias cosas que yo tenía abiertas y que no permitían acercarme con las personas o con mi familia.

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Reconciliarse con ella y con su familia, le abrió otro camino: el de la confianza que las mujeres emprenden cuando Elvira se sienta a escucharlas.

Uno se da cuenta. Cuando una mujer no habla es porque hay algo ahí, pero las mujeres tienen que tomar la decisión. Lo que hago es decir ‘tú cómo te sientes, qué piensas’. A través de preguntas, las mujeres que sufren estos casos, como que van tomando conciencia y ellas mismas van encontrando sus propias respuestas sin que yo se los diga.

Aprender y crecer

Desde que Elvira se desempeña como promotora, su vida cambió. Creció en lo emocional, aprendió sobre ella y sobre las mujeres de las comunidades, con quienes comparte situaciones comunes, entre otras, el reto que representa trabajar. Brindar herramientas a las otras mujeres para que aprendan a verse, a quererse, saberse dueñas de sí mismas y aprovechar al máximo las oportunidades; despejan su horizonte.

Es muy difícil trabajar, pero me gusta porque me he fortalecido mucho. Como que tengo cierta credibilidad aquí en la comunidad, como que tengo un cierto respeto hacia las mujeres, hacia algunos hombres también. Las mujeres aprecian lo que hago, valoran lo que hago.

Confiesa que a los hombres “les cuesta, se resisten todavía a aceptarme, pero yo digo que es poco a poco”. Allanar el camino es complicado porque “siento que tienen miedo a perder ese poder”. No ceja y sabe que quizá los grandes resultados lograrán verlos y vivirlos los niños “que vienen creciendo”. Un cambio satisfactorio es la concepción que tienen los hombres de su familia, quienes han notado cómo se ha transformado.

Me dicen ‘estás creciendo, te felicito, échale ganas, tú puedes, nada más cuídate mucho en comunidad, porque no cualquiera resiste enfrentarse a grupos de mujeres’; no es tan fácil llegar y cambiar, digamos poco a poquito, su forma de pensar, y a lo mejor una parte de sus costumbres.

Algunas huellas de ese cambio las notas en su nueva actitud, es más sonriente, más sociable y más agradable; la gente “como que me tiene mucha confianza”. Elvira rompió sus barreras.

Anteriormente, no quería que se me acercaran tanto, pero después de tomar el taller, yo veía en mí un cambio, yo decía ‘hay Dios mío, soy diferente’. Entonces iba a las comunidades y los hombres como que se acercan a mí, las mujeres como que hay más confianza. Dicen que con mi risa, que con mi carisma atraigo a la gente. Como que ya se me hace más fácil poder relacionarme con las personas.

¿Crees que la forma fuerte y ruda de antes te ayudó a ser promotora?

De todas formas iba a ser promotora, porque la oportunidad que se me estaba presentando para tener un sueldo es una beca que nos apoya; pero para mí es

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un sueldo, me permite apoyar a mi hijo, a mis hermanos y si no fuera esta transformación de Elvira, de todas formas estaría ahí.

Señala que sus logros como promotora en el trabajo cotidiano se reflejan cuando mira el cambio que tienen las mujeres. Ellas adquieren mayor seguridad, hacen valer sus derechos, dicen “yo soy mujer, no permito que nadie me golpee, ni que nadie me tiene que decir lo que tengo que hacer, soy ser humano y pienso y siento”.

Elvira ha visto la gestación de los cambios entre las beneficiarias, ha notado que las mujeres ya no permiten que sus maridos las maltraten, ve que se defienden, sonríen, hablan, platican, “ése es un gran cambio”. Una transformación lenta que le impide calificar categóricamente a las mujeres como líderes, pero es un paso esperanzador, un gran logro si una mujer puede decir “buenos días y levantar la mirada, tenemos un gran cambio”. El trabajo que las mujeres desempeñan en la comunidad de manera autónoma también representa un enorme logro, porque Elvira ha aprendido a poner límites.

Narra que cuando los hombres ven que hay recursos, se deslumbran y son ellos los que quieren tomar los proyectos. Las mujeres, dice, ya participan en algunas asambleas de las comunidades, ya tienen cargos en las mesas directivas de las escuelas, ya son gestoras, ya llegan en las instituciones sin miedo y se enfrentan a cualquier situación porque han aumentado su seguridad personal. Eso es parte del poco a poquito que Elvira, como promotora, siembra.

A título personal, el haber fortalecido su seguridad, romper el hielo y lograr entablar relaciones sociales, lo mismo con su familia que con las otras mujeres de la comunidad y con las autoridades, son avances.

Cuando entré al Programa lloraba de que nadie me hablaba, tenía miedo en mi voz al hablar, temblaba de susto. He fortalecido la confianza en mí misma, he cambiado mi forma de ser, ha mejorado mi relación con las personas, soy más sencilla, soy más humana, sé expresar mis sentimientos, he tenido más conocimientos día con día. Soy otra.

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Isabel Rulfo Cruz

Antes nomás veía al grupo y decía: ¡tierra trágame!

Isabel, joven mujer que cursó la carrera técnica de cultura de belleza, está a punto de dar a luz a su segundo hijo. Se llamará Brenda, si es niña. En el momento en que se realizó la entrevista, Isabel estaba cumpliendo nueve meses de embarazo. Ricardo, su hijo mayor, tiene seis años de edad, estudia la primaria.

Isabel Rulfo Cruz tiene 29 años de edad, es soltera, “todavía vivo en unión libre”, expresa. Su pareja que trabaja en la Ciudad de México va a visitarla de vez en cuando a la casa que está en el Ejido La Virgen, del municipio de San José del Rincón, Estado de México.

Antes de participar como promotora en el POPMI trabajó durante dos años en el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), enseñando a leer y a escribir a cerca de 70 mujeres de su comunidad que formaban un grupo dedicado, también, a la elaboración de bordados.

Estaban dos personas dando la alfabetización y no les daba abasto y ellas me invitaron a atenderlas. Ahí fue donde me conoció la directora de [El CCDI] Atlacomulco y me invitó a trabajar como promotora.

Su labor de promotora, iniciada en octubre de 2003, la combinó por un año con el de alfabetizadora, porque así lo permitía el tiempo (las clases eran dos veces por semana, durante dos horas y media). Poco a poco, las funciones de promotora ocuparon sus días. Este proceso la orilló a involucrarse más con la comunidad.

No entendía mucho, la verdad. Me dieron un manual, pero muchas de las cosas que ahí decía no lo entendí. Incluso, cuando yo entro, ya se habían conformado los grupos. Pero no sabía de qué programa era, sabía que les iban a dar un proyecto de lechones y un proyecto de ovinos, hasta ahí sabía. Yo era una persona muy callada y en aquella época no me acercaba a preguntar.

Isabel cambió. La necesidad de mantener a su primer bebé la llevó a tomar la decisión de convertirse en promotora. Una madre soltera, como muchas en las comunidades que ahora conoce, tiene que resolver cómo desarrollar su vida. Antes, cuenta, las familias estaban más unidas, hoy en día prevalece la desintegración familiar provocada por la migración, principalmente. Es un escenario que empezó a configurarse hace poco más de una década.

Anteriormente había otra familia, ahorita hay personas que fallecen o hay madres solteras que no tienen pareja. Tiene como unos diez años, once años, cuando empezó a haber epidemia de desintegración, de que se van a Estados Unidos, de que hay más madres solteras. Sí, como unos 15 años que hay más migración a la Ciudad de México.

Otro factor es el alcoholismo, que afecta a los jóvenes y está modificando las costumbres comunitarias.

A lo mejor hasta hay más jóvenes que se dedican a tomar, que ya andan en banda. Recuerdo, cuando era chiquita, no era muy común ver eso. En la actualidad hay adolescentes que tienen 16 años y ya toman. Bueno es lo que

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percibo. Las costumbres han ido cambiando en los jóvenes porque se van a la Ciudad de México, se van a conocer más, pero se ha perdido mucho el respeto como sería anteriormente en la comunidad.

Costumbres y familia mudan. La migración y el alcoholismo reorientan la función de las mujeres que enfrentan por viudez o soltería la responsabilidad de “sacar adelante a sus hijos”; porque muchos hombres fallecen por cirrosis, entonces ellas atienden el campo, la siembra, la cosecha.

Las mujeres solteras, explica Isabel, son más independientes. Una mujer casada tiene que hacer lo que el marido disponga, “digamos, no las dejan salir. Todavía se ve el machismo, las mujeres en algunas ocasiones son golpeadas”. Comenta que a los hombres les afecta que algunas mujeres salgan a trabajar o tengan algún cargo, porque esas actividades están fuera de lo que las costumbres locales han enseñado el deber ser de las mujeres; se sueltan los rumores en su contra, se les cuestiona. Isabel como mujer soltera cuenta con ciertas libertades, tales como decidir el rumbo de su vida; y el destino del dinero que gana.

Me dicen ‘por lo menos trabajas, pero nosotras tenemos que estar en la casa y si el marido nos limita el gasto, ni modo’. Me dicen ‘qué bueno que sales a trabajar, estás aprendiendo, de ahí tienes un ingreso y te puedes comprar el par de zapatos que quieras, pero nosotros no’. Ahí sí se ve que a las mujeres sí les interesa trabajar.

Como madre soltera, con un bebé en brazos, Isabel recuerda haber pasado penurias económicas. Su gratificación como alfabetizadora le reportaba un ingreso de 480 pesos, cantidad que recibió en tres ocasiones, durante los dos años que conservó ese “trabajo”. Gracias a la beca del POPMI se aligeraron varias de las complicaciones por falta de dinero: “nos daban tres mil pesos en el 2003. Para mí ya era algo. Me ayudó muchísimo, no sólo en lo económico”.

Que las demás aprendan, satisfacción propia

Ganar autoconfianza y luego conquistar la de otras mujeres, que ellas aprendan a organizarse y se sientan satisfechas con los resultados de cada proyecto, Isabel lo toma como satisfacción propia, porque ve cómo han empezado de cero y comparte el orgullo que les representa criar un hato de cinco borregas. Cinco, como los dedos de cada mano que se juntan para asir, agarrarse con fuerza a ese logro y mantener la unión para multiplicarlo.

Son avances provechosos por el impacto en la comunidad y, ante todo, por lo que deja en cada una de las mujeres. De no atreverse a levantar la mirada ni siquiera a hablar, ahora hacen acuerdos, tratan con proveedores, pastorean, alimentan a los animales, los inyectan, hacen cuentas, hablan de dinero, administran, escriben actas, convocan a reuniones, gestionan nuevos proyectos, reorganizan su vida con el trabajo dentro y fuera de la casa, con la asistencia a juntas, a talleres, a las fiestas y las actividades comunales.

Isabel mira esos avances en sus congéneres y sonríe satisfecha al saber que en cada actividad está dejando algo en las mujeres de su pueblo y sabe que tan pronto tomen las riendas de su autonomía y afiancen la seguridad en sí mismas, su presencia estará de más, porque su intervención habrá dado los resultados esperados. Ellas habrán conquistado, habrán aprendido: “son lecciones colectivas porque al recoger los frutos de su aprendizaje, ya buscan nuevas cosas para conocer; descubren que pueden lograr pequeños acuerdos en grupo que servirán luego para mejorar su forma de vida”.

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El crecimiento personal, el impulso para completar su educación secundaria y luego proponerse estudiar una carrera técnica, Isabel lo apunta también a partir de los conocimientos adquiridos. En el camino como promotora aprendió tanto a relacionarse con la gente, andar por veredas, subir, bajar y esperar autobuses para ir a las comunidades, como a hacer minutas de trabajo: “no sabía qué era eso y hoy en día cuando me dicen ‘ayúdame a hacer una solicitud’ todavía sudo”. Aún le cuesta trabajo redactar las relatorías, pero padece menos a la hora de enfrentarse a los grupos. Antes “nomás veía al grupo y decía: tierra trágame”.

Aprender a valorarme como mujer, primero que nada. A lo mejor no tengo el nivel académico requerido, pero estoy haciendo un trabajo que me gusta y lo estoy sacando adelante, que se está viendo reflectado en los grupos, que ellas también están saliendo adelante y yo pueda orientarles.

Andar en la comunidad, luego de cinco años, ya es una costumbre que le impide quedarse en casa, esperando que las cosas sucedan. Salir a los caminos le ha enseñando a reconocer las dificultades de las mujeres e ir más allá de las reglas que le marca el manual de operación. Como promotora “identificas que hay una mujer que casi no habla, pero llega el momento en que se desahoga” y le cuentan problemas que sobrepasan el seguimiento de cada proyecto.

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Si me hubieras hecho la entrevista hace tres años, cuatro años, no te hubiera sostenido la mirada porque me daba mucha pena hablar. A lo mejor me falta mucho que aprender. Trabajar en los grupos me ha ayudado a aumentar mi autoestima y aprender cosas nuevas. Yo digo ‘soy diferente al 2003’.

Isabel va más allá de lo que establece el Programa, porque sabe lo que una mujer siente y quiere cuando abre su corazón y levanta la cara.

Marina García González

Organización es ponernos de acuerdo

En Pastores, municipio de Temascalcingo, Estado de México, radica Marina. Tiene 35 años de edad, es casada y vive solamente con Rubí, su hija de 11 años. Marina estudia la secundaria.

Nunca le dijeron que ser promotora incluía salir de la comunidad. Ella sólo había trabajado en casas, haciendo la limpieza, contratándose en Atlacomulco o en la Ciudad de México.

Su inicio como promotora comenzó con el miedo a sentirse perdida en el cerro. Una ocasión, relata, la dejaron por San Felipe, en Rosa del Calvario, de ahí tenía que trasladarse a atender a otro grupo a Pueblo Nuevo de los Ángeles. Aunque sólo se trataba de ir camino abajo, de pronto

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se vio en un lugar que le era totalmente desconocido. Sin saber dónde estaba, el único pensamiento que asaltó su cabeza fue arrepentirse, dejar el trabajo recién adquirido a cambio de su tranquilidad.

Caminé, caminé bastante. Sí llegué a la comunidad pero igual decía ‘si me pasa algo y solita, pues’. O sea, sí me daba miedo. Ya después me gustó porque he aprendido muchas cosas. Es muy interesante el trabajo porque el apoyar a las mujeres es bonito, pues. Yo la verdad nunca me imaginé ser promotora. No, nunca me imaginé.

Marina ha superado el miedo, pero eso no la exime de caminar largas distancias hasta llegar a sus comunidades, sorteando el riesgo latente de ser víctima de violación a manos de un chofer de taxi o que salgan a su paso algunos maleantes. Ella vivió un conato de agresión sexual y cuenta que se defendió con uñas y dientes, aun con el taxi en marcha, saltó. Corrió y corrió hasta sentirse a salvo. Otra ocasión “igual me dieron la corretiza, hice igual, me eché a correr como pude, me escapé. Si me hubieran alcanzado quién sabe qué hubiera pasado”.

Ya no tiene miedo, reitera, pero la violencia hacia las mujeres es un hecho patente en la comunidad, lo mismo que las agresiones verbales que reciben en su propia casa de parte de sus esposos, que en los ataques perpetrados cuando se ven en la necesidad de cruzar los llanos. Pese a todo, las mujeres se organizan, se reúnen, echan a andar los proyectos.

Marina usa la valentía como escudo y la imaginación para conseguir que las mujeres aprendan. “Organizarlas no es fácil”, reconoce, porque si para ella eran desconocidos los caminos, para las beneficiarias de los proyectos, el territorio de la lengua presenta valles inmensos, llenos de palabras que por primera vez escuchan.

Enlazar palabras, traducir conceptos

Si el objetivo del Programa es que las mujeres tengan mejores condiciones de vida, fortalezcan su participación, ejecuten proyectos y se organicen productivamente, el primer obstáculo es entender de qué se trata todo esto. Marina tuvo que aprenderlo para, después, hacerlo llegar a las beneficiarias. El problema era cómo: ¿en castellano o en mazahua? Marina se las ingenió. Empleó el idioma materno, sobre todo con las mujeres mayores, pero no todas empleaban las mismas palabras, aún siendo habitantes del Valle Mazahua. Se topó con derivaciones del idioma, con el uso de conceptos distintos. Marina tuvo que entender el problema y despejarlo, aunque algunas parecían no entender nada. ¿Qué pasaba?

Por ejemplo, si yo les digo organización, ellas dicen qué es eso, con qué se come. Entonces les empecé a explicar y dicen, ‘ah bueno es que no habíamos escuchado esa palabra organización’.

¿Cómo explicar la palabra, lo que significa en la vida de las mujeres y lo que puede aportarles a la vida? Es una de las tareas que ha enriquecido a Marina. Explicar es aprender.

Les digo ‘organización puede ser un conjunto de personas, puede ser que vamos a ponernos de acuerdo en lo que queremos, a dónde queremos llegar o qué queremos hacer. Entonces organización es estar de acuerdo; o si no, sabes qué, si tenemos que ir a comprar esto, nos vamos a organizar y decimos mejor ve tú y te damos para el pasaje, aunque sea para el refresco, pero tú traes las cosas. Eso es estar organizadas, saber todas qué quieren’.

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Antes de ser promotora, Marina era delegada y presidenta de un grupo dedicado a la cría de ovinos en un proyecto financiado por el Fondo Regional, en el que participaban 10 mujeres.

Nosotros teníamos que pagar intereses, nos prestaron seis mil pesos por beneficiaria. Entonces fue cuando me mandó llamar [la directora de la CDI] pero yo no sabía para qué. Yo creí que era para cobrar lo que debía. Le decía a mi esposo ‘a lo mejor me están mandando a llamar para pagar y de dónde vamos a sacar, pues no tenemos’.

Para Marina comenzaron las sorpresas, pues la llamada era para ofrecerle trabajo.

Nomás me dijo ‘hay este trabajo para ti, ¿lo quieres o no?’. Pero no sabía qué era, lo que iba a hacer, ni cómo se llamaba el programa. Simplemente me dijo eso y le dijo a mi esposo ‘¿no se enoja porque va a trabajar con puras mujeres?’, pero yo no sabía de qué se trataba porque no nos dijeron saben qué, van a trabajar con mujeres o así se llama el programa, o sea no, a mi no me dijeron eso.

Otra fue la aceptación de su esposo quien en ese momento le dijo sí, “que sí me daba permiso”. Las demás llegaron cuando se vio en medio de los caminos, aterrada, cuando estuvo al borde de ser atacada sexualmente, cuando descubrió su capacidad de enseñar y traducir a cuestiones prácticas los conceptos que han ayudado a las mujeres a emprender un cambio en sus vidas.

Faenas en femenino. Hombres al margen

Marina reconoce que muchas cosas han cambiado en la comunidad, la gente participa menos e incluso las autoridades locales ya no organizan trabajo comunitario porque “no baja la gente”. A partir de conflictos políticos, principalmente, “la comunidad ya no está unida”, ya no se hacen faenas sino en las escuelas —organizadas por los padres (madres) de familia— “cuando hay que limpiar”, pero otro “tipo de trabajo, pues ya no es como antes”.

Últimamente, desde la puesta en marcha del Programa Oportunidades (un programa del gobierno federal) que entre sus modalidades otorga recursos a mujeres (madres de familia) para el ingreso familiar y una mejor alimentación, los hombres participan menos dejando a las mujeres las faenas comunales.

Ahora en todas las actividades nada más las mujeres participamos. Nosotras como mujeres somos las que tenemos que sacar, aunque sea una obra. Ahí estamos haciendo la mezcla y todo eso.

Admite Marina que los hombres ven el apoyo del Programa Oportunidades como un beneficio individual y no comunitario. “Entonces, dicen, pues como son las mujeres a las que les dan oportunidades, entonces para qué vamos a la junta. Que ellas se hagan responsables”. Eso pasa en las juntas de la escuela donde son mujeres las que integran las sociedades de padres de familia, pero también son mujeres las que abren brechas, hacen mezcla, cargan cemento, hacen caminos.

La renuencia de los hombres a participar, Marina lo considera como un problema que tiene que ver con la falta de responsabilidad de los varones. “Cuando hacemos una obra es muy pesado para nosotras. Sí lo podemos hacer, pero es un trabajo pesado”. Alivianar la carga para ella tiene que

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ver con asumir compromisos. Marina considera que la obligación es de ambos. “Si los hijos los hicimos entre los dos, entonces debemos de participar los dos. Mas sin embargo no es así”.

Todos los días se generan inequidades, cuando se tratan de organizar las tareas en la comunidad, principalmente por la falta de participación: “somos las que participamos más, los hombres no, porque dicen ‘es que nosotros casi ni estamos’, entonces qué nos queda: entrarle”.

Un aporte de dicho Programa es el cambio de actitud de las mujeres.

Nos hablan de nuestra salud, de nuestros derechos. Entonces las mujeres ya están más despiertas. Por ejemplo, si yo cobro Oportunidades ya no es tan fácil que lo que me den se lo dé yo a mi esposo, sino que eso lo debo de guardar para mis hijos. Eso es lo que nos ha hecho despertar más a las mujeres.

Marina ha atravesado las brechas más diversas y está satisfecha con el camino andado.

Siento que lo que nosotras compartimos con las mujeres es muy valioso y ellas lo han sabido apreciar. Quizás algunas cosas ellas no sabían, y ahora que lo saben se nota la diferencia.

En la península de Yucatán

Leidi Aracelli Kumul López

“Mis manos pueden servir para algo” dice tajante Leidi Kumul mientras, bajo el comal, donde coloca una tras otras tortillas hechas a mano, emerge el humo azulino que la envuelve en una nube de aromas y evocaciones; “yo puedo hacer más cosas, no simplemente ser esposa o mamá”.

Su tesón la ha catapultado a ser una mujer que quiere trabajar por su pueblo, por eso dejó el trabajo doméstico y estudió tejido y repostería, y así le fueron llegando más oportunidades de participación comunal.

Leidi entierra los dedos en la masa, sopesa el puño que luego palmea hasta formar una pulcra y redonda tortilla gordita que tiende al fuego para que haga ampolla. Dos de sus tres hijos se acercan, el de 12 y el de seis años. La quieren imitar, pellizcan la bola cruda de maíz molido y aplanan entre sus palmas la pequeña pelota que depositan con miedo sobre el trasto caliente. Los mira de reojo, sonríe con la mirada que seduce hasta lograr lo que quiere.

Con esa actitud de fuerza, Leidi Kumul López, la mayor de siete hermanos, la que tuvo que dejar los estudios porque debía trabajar para aportar a la familia, decidió un día abandonar el servicio doméstico —que abunda en Mérida, a donde migran las jóvenes de las poblaciones cercanas para buscar ingresos y las obligan a ser las primeras en levantarse y dormir hasta que todos están acostados, viven con humillaciones, donde el patrón es como un marido al que se le llevan el agua para el baño, la comida, la ropa, y la esposa se convierte sólo en patrona—, trabajo en el que duró cinco años, para volver y terminar la secundaria, casarse a los 17 y tener su primer vástago a los 18. Época en la que su vida giró 90 grados al levantar la mano para proponerse como la persona que habría de ver por su pueblo y salir a buscar médico y medicinas; tiempos aquellos en los que la Hacienda de San Bernardo, su comunidad maya, no tenía transporte ni seguro social para la gente, mucha de la cual moría en el trayecto mientras intentaba salir a vuelta de rueda de bicicleta.

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Yo me arriesgué, sin pensarlo y sin pedir permiso. A lo mejor me surgió el instinto maternal. Tenía a mi hijo y me preguntaba ¿Y si se enferma? No quería vivir esa situación. Entonces dije ’yo quiero ser esa persona que están buscando’ y la gente dijo ’queremos que sea ella’.

Su esposo no fue receptivo. “¿Es que estás loca?, le inquirió, ¿cómo te metes en problemas que no son tuyos?” Y sin embargo, lo hizo. Desde ese momento y hasta ahora: 15 años acumulados de servicio comunitario, sin mayor paga que el reconocimiento de la población.

La gente le tiene confianza. Cuando van a hacer trámites con el comisario municipal o ejidal, le consultan su parecer. Aunque el logro también ha traído consigo envidias porque no todas las mujeres pueden sobresalir en su propia comunidad.

Evidentemente al principio fue difícil, sin embargo, esta situación no la detuvo y la impulsó a capacitarse.

Cuando tenía apenas a mi primer hijo, me llegó la oportunidad de ser enfermera general en una clínica, pero los celos de mi pareja ante la posibilidad de sobresalir, me hizo rendirme. Pensé entonces que no tenía la preparación para defenderme y tomar mis propias decisiones, dejé que otros decidieran por mí y fue traumático.

Y a pesar de que se mantuvo con su trabajo en la comunidad, un buen día llegó la CDI: vino un grupo para hacer un diagnóstico y acudieron a Leidi para recabar información estadística de población, sobre la salud prevaleciente en la gente de la comunidad, y al observar su grado de conocimiento, le ofrecieron que trabajara para la Comisión.

Su voz se tensa cuando recuerda que el trabajo aceptado fue motivo de episodios de celotipia por parte de su marido, al grado de que él dejó su empleo en la maquiladora para seguirla como una sombra. Cuando Leidi lo descubrió, enfrentó la circunstancia: “tú sabrás lo que vas a hacer, como padre de familia tienes responsabilidades para con tus hijos, el hecho de que yo trabaje y salga de la casa, no quiere decir que la responsabilidad la tenga yo, es de nosotros dos”. Sus palabras salieron del corazón, de su rabia y de su decisión de seguir creciendo.

Muy a pesar de la reprobación de la familia política, sobre todo, de las dudas que generaban sus salidas de la comunidad con rumbos diversos y distantes, con motivos poco claros para ellos, Leidi sintió entonces, y lo ratifica, que “estar en el Programa es un privilegio y un reto”. Cuando entró al POPMI apenas había cursado la primaria. La oportunidad, que por su experiencia se había ganado ante otras mujeres que tenían incluso estudios de licenciatura, la motivó a matricularse en la secundaria: “hay cosas que puedes hacer cuando quieres, independientemente de que alguien te limite, eso no tiene nada que ver, porque de cada una nace el salir adelante”.

Hoy, Leidi, con 33 años cumplidos, es estudiante de preparatoria y no cejará en su crecimiento, a pesar de los gritos que su marido pueda “pegar en el cielo”, a pesar de que le cuestiona el “mal uso” del magro ingreso, y sobre todo cuando arremete vencido “porque ya estás vieja”. Esta mujer cuyos ojos de almendra maya se vuelven más oblicuos cuando sus pómulos se elevan presionados por una sonrisa, comenta, para sí misma, pero sobre todo para él, para los demás “¿vieja?, será tu mamá, porque yo no, apenas estoy empezando y me voy a preparar”. Y para ello cuenta con el apoyo de su madre y su padre, aunque le previenen: “todo lo que vayas a hacer, tiene sus consecuencias”.

La joven indecisa de hace 15 años quedó atrás. Leidi es otra. Su educación saldrá de su salario: “la capacitación cuesta, y lo que me dan como compensación, lo uso para capacitarme”, además ahorra para invertir en los muebles de su casa, en ropa y en la preparación de sus hijos (el segundo estudia la secundaria y el más pequeño recién ingresó a la primaria).

Aunque ella sabe que la extrañan, Leidi ha enseñado a sus tres hijos a ser independientes. Todas las mañanas, desde hace cuatro años (cuando ingresó al POPMI), recorre el ancho y plano sendero de tierra blanca hasta llegar a la carretera. A veces a pie, otras en el servicio de bicicletas. Allí toma

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cualquier vehículo que la lleve, casi en línea recta, como todos los caminos de esta planicie yucateca, hacia la comunidad programada.

En esta región donde el sol cae a canto, sin miramientos, Leidi no ceja en su empeño por llevar el conocimiento que ella adquiere en los talleres, porque sabe lo difícil que es llevar la capacitación hasta esos lares alejados de cualquier cabecera municipal, porque ha vivido los sinsabores de la ignorancia y la dependencia, porque percibe en las otras su propia necesidad de crecer, como ella la tuvo, la tiene.

Nada la arredra. Ni el clima árido, ni los largos y solitarios caminos que perpendicularmente a la carretera la adentran en los parajes ásperos de casas de techos de palma y hamacas. Sabe cómo moverse en las comunidades porque tiene contactos. “Eso me lo enseñó mi papá: en cada pueblo hay que tener un amigo, una amiga, si no puedes llegar a dormir a tu casa, sabes dónde puedes dormir segura.”

Su perdición, le han dicho, es lo comunitario. Ella lo sabe, aunque sopesa las oportunidades y ha rechazado ofrecimientos,

Hace siete años o más, trabajé con un médico que hacía servicio social aquí en la comunidad. Por la lengua [el maya] era difícil hablar con la gente, era difícil romper con lo que no estaban acostumbrados, sobre todo, las detecciones de cáncer. Entonces el doctor me dijo que la única en la que confiaba para convencer, era en mí. Así empecé a trabajar con él. La gente tomó confianza, era como un recomendado mío y pronto se adaptaron a su manera de trabajar. Cuando tuvo que irse me prometió regresar con un buen puesto y llevarme con él. Hace poquito regresó como subdirector del DIF a nivel estatal y me ofreció un puesto. Sabe doctor, le dije, lamento decepcionarlo, hacemos buen equipo pero estar detrás de un escritorio no es para mí.

“Mi compromiso es con las mujeres del pueblo”, mujeres que atesoran su visita y esfuerzo, porque saben que poca gente se preocupa por ellas - y nadie lo hace gratis. Mujeres que la regalan con un café, un pan, un pozole -. Mujeres que al despuntar el día preparan el desayuno de la familia y los enseres del señor. Ellas que hacen costura o antojitos para vender. Mujeres que van al molino para tortear más tarde encuclilladas junto al comal - tradición que se va perdiendo por la maquiladora que ahorra tiempo y les deja un poco más para atender hijos y marido - o van a las pláticas de salud que ofrece Oportunidades. Esas mujeres que preparan almuerzos y comidas y cenas y bañan hijos y, si “hay un cachito para ellas”, ven la tele como un acto previo a soñar y recuperar fuerzas para iniciar al otro día, como todos los días.

Leidi viste pantalones de mezclilla y una blusa pulcra y blanca bordada con grandes flores de colores alegres que le adornan el cuello. Tras la cortina de humo opalino que emana del fogón donde se cuecen las tortillas, exhalación pavonada que danza al ritmo de un viento suave y envuelve sus palabras, aromatiza sus vivencias, esta mujer maya sentencia, segura de sí misma, de su futuro, de su misión, “yo tengo mi beca, estoy muy contenta con lo que tengo pero mi mayor pago es que las mujeres puedan prepararse y sobresalir”.

En la península de Yucatán

Rosario Sosa Quintal

Con ese dejo suave y cantarino tan maya, Rosario Sosa Quintal parece palpitante racimo de flores de Tecoma. Se presenta ataviada con un terno bordado de vicarias en difuminados naranjas y verdes. El jubón le llega a la cintura, y le cubre el vientre donde meciera, hace muchos años, a dos hijos (Darwin y Alfonso); el huipil blanco remata en una cenefa que es espejo del enhebrado de pétalos que enmarcan su rostro de piel acanelada por los rayos de un sol que cae a canto y tuesta a 26 grados centígrados, promedio. Por debajo se asoma coqueto y prístino el fustán de encajes finos.

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Doña Chari, como se la conoce en la confianza que ofrece su actitud de matriarca de 56 años, casó a los 20 años y se dedicó al hogar; su carácter alegre y sociable la empujó a mirar su futuro en la independencia y la preparación personal.

Hace apenas dos años se separó de su marido, una persona preparada, con estudios, que trató de implantar las costumbres aprendidas de sus padres en su naciente familia —cultura “donde la mujer es sólo para la casa, para cuidar a los hijos”. Esa forma de vida, que mantuvo durante más de 30 años, “no fue muy de acuerdo con mis pensamientos, yo quería cambiar”.

Ella ha vivido desde siempre en el municipio de Cuzamá, que en maya quiere decir lugar de la golondrina de agua, y se encuentra a 17 metros sobre el nivel del mar. Fundada en la época de la

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conquista, Cuzamá, ubicada al sureste de Mérida, capital de Yucatán, colinda al norte con Acanceh y Seyé, al sur y al este con Homún y al oeste con Tecoch.

El matrimonio de Chari, como todos al principio, fue miel sobre hojuelas: “yo no me daba cuenta de lo que pasaba a mi alrededor, porque cuando una está enamorada, la verdad es que todo es bonito”. Así pasaron los años, sin percatarse de que vivía presa de una violencia psicológica que ejercía en ella su marido y su familia. Estas situaciones ahora las sabe identificar y solucionar gracias a que “cuando una sale, aprende, te das cuenta de muchas cosas”.

Por eso decidió salir a trabajar, “porque quería superarme y ofrecerles a mis hijos un lugar mejor, que tuvieran mayores oportunidades”. Darwin, el mayor, hoy de 34 años, tenía entonces 10, Alfonso alcanzaba apenas los seis. Chari había terminado la secundaria para adultos y estudiado una carrera corta de enfermería, gracias a la que había aprendido a inyectar y a vacunar, por ello se dedicó a la medicina preventiva durante un decenio, compromiso que la obligó a caminar las comunidades, dar pláticas de salud en su propia lengua y convencer a las mujeres de atender enfermedades como el sarampión en sus vástagos o hacerse la prueba del Papanicolau para evitar el cáncer cervicouterino.

Rosario Sosa se involucró en diversos programas gubernamentales de salud y educación (estuvo en el Instituto Mexicano del Seguro Social y luego en Solidaridad). Con los ingresos que Chari comenzó a percibir, la economía del hogar mejoró. Durante años trabajó en educación inicial, hasta que el programa fue trasladado a otra comunidad. Cuando esas iniciativas gubernamentales finalizan su trabajo, las promotoras se quedan sin propuesta social. La primera vez “me sentí desesperada, la verdad es que una se acostumbra a salir, a ir a las capacitaciones, a ayudar a la gente. Me causa una gran tristeza, pero al mismo tiempo me impulsa a buscar otras alternativas”, la ventaja es que la gente de las comunidades [ya] “te tiene confianza, te busca porque estás preparada y ya sabe cómo las organizas”.

Su necesidad de obtener ingresos, pero sobre todo, su vocación por el estudio, la llevó a aprender a escribir “la maya”. Su marido, profesor de la lengua oral y escrita, bajo la condición de juntar a infantes para que aprendieran también, le enseñó a plasmar las palabras en papel. Era un momento en que la relación de pareja fluía, y fue el tiempo en que supo de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), donde conoció al director de la institución y se involucró en los diversos programas que promueve.

La independencia que ofrecía el ingreso y los ímpetus de conocimiento a los que supo darles cauce, provocaron el alejamiento de la pareja y, con el tiempo, el rompimiento del matrimonio. Ni así cejó. Esta mujer de baja estatura, de temple forjado en las llanuras de los caminos del Mayab, ojos risueños y mirada previsora, recién terminó una carrera técnica. Cuando llegó a su comunidad un programa de Educación inicial en la modalidad no escolarizada, en lengua maya, inició los estudios, pero con el apoyo de su hijo Darwin, que entonces era pasante de ingeniería, Chari aceptó la invitación del director del Centro de Estudios Superiores del Sureste para hacer esa carrera en la modalidad escolarizada. Así, los sábados “salía a las 5 de la mañana, entraba a las 8 y me pasaba todo el día en la escuela”. De esa manera terminó su instrucción en ambas modalidades, una en Cuzamá y la otra en Mérida.

Hoy día, Chari se está pagando un curso de computación, conocimiento que para ella “es muy importante porque donde vayas te piden saber manejar la computadora y yo tengo que aprender. Ya aprendí muchas cosas, ¿por qué esto no lo voy a hacer?”.

Darwin y Alfonso, ambos casados y con hijos, son hombres de bien. Ella, con una sonrisa que muestra sus dientes grandes y blancos que iluminan su rostro afable, afirma gozosa: “yo vivo sola, soy independiente, he logrado esa independencia”. Además no ha renunciado al amor. Ese sentimiento “es muy bonito, si llega, lo voy a agarrar pues también se necesita para vivir. El amor es lo más maravilloso que Dios nos dio en esta vida, y yo soy una mujer muy alegre, pero por ahora, no hay novios”, aduce sin perder la curva en sus labios carmesí.

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En la península de Yucatán

Margarita Cen Caamal

Margarita tiene la piel morena. La nariz cóncava y los ojos oblicuos y risueños delatan sus profundas raíces mayas. El dejo ondulante de un español aprendido a destiempo evidencia su lengua materna; indígena como su huipil de flores bordadas, como el gusto por adornarse con grandes pendientes de oro, como el orgullo que la llena cuando ofrece sus apellidos: Cen Caamal.

Nació en Tahdziú, que quiere decir lugar del pájaro Tziú, municipio con más de 53 kilómetros cuadrados de extensión, ubicado al sur de ese triángulo invertido que es el estado de Yucatán. Abrazado por Peto, al sur y al este, Tahdziú dista dos horas y media de Mérida, la ciudad blanca, capital de la entidad; este municipio colinda también con Yaxcabá, al norte y con Chacsinkín, al oeste.

En esa zona de llanura de barrera, de suelo rocoso bajo el que fluyen las aguas como arterias que nutren la tierra, que aflora en ojos enormes formando cenotes de tropical belleza cincelada por cedros y flamboyanes, se crió Margarita con cuatro hermanos y dos hermanas. Una familia grande

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y un padre “por momentos irresponsable” debido a su alcoholismo. Como en muchas familias donde la adicción al alcohol deviene en disfunciones y malos tratos, Margarita y sus hermanos vivieron una infancia de violencia, golpes y hasta la imposibilidad de continuar con los estudios básicos. Ella misma cuenta: “yo no tuve la oportunidad de terminar mi primaria, por lo mismo de que él toma, él nos pega, por eso yo tuve que salir de la escuela. Nomás llegué a tercer año de primaria”.

A pesar de sus estudios truncos, un agente del Instituto Nacional de Educación para Adultos (INEA) invitó a Margarita a participar como alfabetizadora de personas mayores de edad: “empecé a enseñarles cómo se escriben las cinco vocales”. En su casa “trabajaba en labores domésticas, ahí lavaba, planchaba, hacía de todo en la casa, ayudaba a mi mamá en la cocina e iba mucho a la iglesia”, un espacio de distracción y relajamiento, donde podía olvidar “el problema que tengo con mi papá, aunque al regresar a casa vuelvo a reencarnar los problemas”.

La necesidad de resolver la creciente enfermedad de su padre empujó a Margarita a acudir a un centro para buscar ayuda, donde se entrevistó con un funcionario. “Yo fui la primera de la familia que vi esa necesidad de que mi papá tiene que acudir a un centro para que le den tratamiento”. Tenía 16 años, “yo no sabía hablar español, un señor que estaba con él se lo traducía” y explicó la situación aduciendo que quería evitar que, algún día, sus hermanos “sean como mi padre”.

Hoy, su padre sufre las consecuencias de sus adicciones al alcohol y al cigarro: “está en su hamaca, ahí se quedó. Lleva como cinco años acostado, y mi mamá tiene que darle de comer. Yo contribuyo en apoyarla porque está pasando un momento difícil. A pesar de los consejos de mi madre, él nunca reaccionó; cuando se dio cuenta, ya fue demasiado tarde y no tiene cura”.

Hace apenas ocho años que Margarita se casó (a los 28 años) con un campesino que, hasta hace muy poco, se dedicaba de lleno a la milpa, a sembrar maíz y calabaza. En estas tierras agrestes que se cocinan a 26ºC en promedio durante todo el año, que en los veranos se humedece apenas con los 82 milímetros de agua pluvial que la bañan, más del 70 por ciento de la población vive de la agricultura, la ganadería, la caza o la pesca.

No tiene hijos, “decidimos en común acuerdo no tener”. Ha sido un tema muy discutido entre ellos. Margarita ha propuesto acudir a tratamientos, “porque a veces yo he tenido ese antojo y le digo ‘¿por qué no me llevas con un especialista?’, pero no, él tiene miedo, porque si le hacen la prueba al hombre y él tiene problemas y yo no... Entonces, respeto, porque es algo de la naturaleza, porque así venimos y hasta la fecha así estamos viviendo. Y sí, a veces nos sentimos felices y también hay momentos de tristeza”. A pesar de que su rostro se nubla y la sonrisa le falla, Margarita dice “estamos conformes y estamos unidos”. La buena relación que ha mantenido con él desde entonces, se sustenta, ahora, en el respeto mutuo y el apoyo: “la primaria, ya la terminé, la pude cursar cuando yo ya estaba casada con mi esposo. Él me decía ‘¿no te gustaría terminar la primaria en el INEA?’ Y sí y no. Pero sí, me aviento. Entonces entré y era la primaria abierta, así fue como concluí. Tenía, más o menos, 21 años. De niña no tuve esa oportunidad”.

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Gabriela Martínez

En esas tierras potosinas, los bordes de los caminos que nos adentran en el municipio de San Martín están todos adornados por desparpajados árboles que ostentan sus esferas de jade y oro, naranjas dulces y ácidas que son sustento de muchas familias en la región.

Abajo, en Lalaxo - que en náhuatl quiere decir naranjal - , junto al riachuelo que deviene en río en épocas de lluvia intensa, emerge la casa que levantó el abuelo de Gabriela Martínez, la misma por donde alguna vez cruzaron revolucionarios y federales, hombres a caballo que quisieron robarse a la primogénita de la familia, quien se quedó soltera para cuidar a los viejos y ahora vive con su madre, quien ocupa sus horas de ocio ovillando el algodón en burdos hilos blancos y pardos para posteriores tejidos.

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En esa casa de viejas anécdotas, hasta hace un año, Gabriela vivía junto con sus tres hijos: Azucena, de seis años, José Salvador de cuatro y Sarahí de apenas dos. Es historia reciente que haya decidido irse a vivir a la comunidad de Totopetl, una vez sorteados “varios problemitas que se presentaron desde el primer embarazo”.

De manos inquietas, ojos pizpiretos y cara de niña traviesa, Gabriela, de 25 años, saluda con sonrisa franca y andar alegre, pero firme.

Lalaxo es la comunidad que frecuentemente ve partir a sus habitantes, en busca de mejores oportunidades, a Monterrey y a otros lares. Pero, la gente no olvida y siempre regresa a sus orígenes. Tal fue el caso de su madre que hubo de migrar a la Ciudad de México y que regresó con sus tres hijos para cuidar al resto de sus hermanos. El mismo camino tomó Gabriela, la última de este trío, en algún momento de su juventud, quien hubo de recorrer, a veces a pie, en micro otras, camino de terracería, carretera vecinal y autopistas para llegar a la gran urbe.

Recién egresada de la preparatoria, esa mujer de risa abierta y cantarina de 16 años y con un horizonte lleno de aventuras, cruzó valles y montañas para emplearse en una ferretería, primero, y en una zapatería, después, en el Distrito Federal (donde vivía su hermana casada). “La primera vez, no duré mucho. Vivía en Iztapalapa, la inseguridad me daba miedo y luego luego me regresé a seguir estudiando”; tras una segunda temporada de tres meses de andar por el valle de asfalto y con primogénita en brazos, Gabriela decidió retornar en definitiva a su campiña esmeralda.

En momentos, su mirada se pierde en el azul del cielo potosino y su respiración se arrulla con el sonido líquido del río que cruza como una callejuelita transparente. Gabriela entonces nos cuenta sobre el padre de sus hijos, un chofer de 30 años y con el que ha tenido que poner en práctica lo aprendido en los múltiples talleres que ha recibido del POPMI y que ahora imparte a decenas de mujeres en otras comunidades. Oriundo de Totopetl, su marido tuvo una educación donde la mujer mantiene los roles tradicionales de género: “su mamá le hacía todo. Poquito a poquito le voy enseñando a que él se haga sus cosas, aunque me dice que no se le da la cocina”.

Gabriela sabe que atender familia y trabajar son dos compromisos que necesitan de apoyo mutuo: “ya ahorita me tiende la cama, poco a poco va aprendiendo, aunque proteste”. En el caso de la educación que Gabriela les imparte a sus hijos: “mi hijo dijo que quería aprender a bordar y su papá protestó, entonces yo le dije que el niño poco a poco aprenderá a coser y a hacerse sus cosas. Por lo menos los niños me tienen que ayudar. Poco a poco les enseño a que ayuden a su mamá, esos roles de trabajo siento que se los tengo que enseñar yo”.

A veces, confiesa, es menester recalcarle que ella tiene que trabajar, que no puede dejar de hacerlo, pues al final percibe un ingreso necesario para el bienestar de la familia. La negociación no siempre es sencilla, pero Gabriela sabe, por los talleres que ha tomado sobre género, violencia y autoestima, que conciliar en los usos y costumbres no es fácil. Tampoco lo fue tener tres embarazos y vivirlos sola: “nunca estuvimos juntos, nos veíamos, hablábamos de los niños... hasta que un día le dije que si quería que yo dejara de trabajar, no viviría con él”. Fueron años de negociaciones y pláticas, hasta que la solución llegó: “si me das chance de seguir trabajando, pues nos juntamos, ese fue el trato... él también ha tenido que entender”.

Su marido no deja de ser como los otros, como sus congéneres o sus paisanos, incluso, como sus hermanos. Es el mayor de todos y le tienen más confianza que si fuera el propio padre, según refiere Gabriela. La familia sigue el patrón de la comunidad, caracterizado por que los hombres trabajan y se alcoholizan - al parecer, una constante en la región, en el estado, en el país. Hubo ocasiones en que llegó borracho, refiere Gabriela, él es chofer y no debe manejar con estragos alcohólicos. Su salario es para la escuela de sus hijos y para el mantenimiento de su casa, tal vez por eso lo hace cada vez menos.

Sin dejar de haber vivido eventos de violencia, Gabriela le ha hecho comprender lo que significa su trabajo, le ha explicado que sus salidas son para visitar mujeres que viven situaciones semejantes en otras comunidades, que quieren invertir en sus propios proyectos y obtener ganancias que les permita mejorar su presupuesto familiar, mujeres que también necesitan aprender a negociar con sus parejas. A veces, dice ella, no entiende lo que ello implica, por eso en ocasiones la acompaña y mira otras realidades

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Lucía Félix Rodríguez

Nacer en la década de 1980, cuando los gobiernos impulsaron audazmente programas sociales, que penetraron en el México de carencias y olvidado por décadas, a través de la educación y tecnología incidieron en algunos cambios culturales que beneficiaron a muchas mujeres, entre ellas Lucy, quien tuvo la oportunidad de enfrentar su papel de indígena monolingüe con otras herramientas: el aprendizaje del español, la capacitación, acceder a otros horizontes.

Aunque la sociedad en la que nació y se crió normaba que las mujeres no requerían estudios, pues el futuro consistía en tener un marido, una familia y una casa, y donde la atención fundamental estaba centrada sólo en dos tareas: el cuidado de su progenie y la preparación de alimentos, Lucía Félix Rodríguez quien tiene como lengua materna el náhuatl, se apartó de ese patrón social, y estudió en escuelas donde aprendió el español. Apenas en 2007, se graduó como licenciada en Administración de empresas, en una escuela que dista 18 kilómetros de su comunidad.

Muchas jóvenes de Xilitla, San Luis Potosí, han roto esquemas gracias a programas como Oportunidades (antes Solidaridad y Progresa) y Visión Mundial (organización eclesial que patrocina la educación y la salud de infantes) y la instauración de programas educativos bilingües. Ella misma confiesa que si bien hoy día las jóvenes como ella tienen mayores opciones para trabajar y estudiar, no resulta sencillo, pues los costos que se pagan son altos. De entre sus compañeras de primaria, es la única con estudios superiores, y entre sus condiscípulas de preparatoria, sólo ocho han alcanzado esta meta: “me siento afortunada”.

Con 28 años de edad, Lucy es una mujer soltera, desenvuelta, segura de sí misma y el motor para que sus hermanas sigan su ejemplo de tenacidad y desarrollo. Fue la primera de seis hijas e hijos en la familia Félix y desde niña se acostumbró a trabajar: “me hacía cargo de mis hermanitos, y antes de ir a la escuela, iba por la leña y dejaba hecha la masa; a la hora del receso me venía a almorzar y lavaba el nixtamal para hacer las tortillas, y les llevaba el lunch a mis papás que estaban en el campo. No tuve niñez, todo el tiempo fue trabajo”.

Acostumbrada a proveer, cuando enfermó su padre, Lucy tuvo que migrar para obtener mayores recursos para que sus hermanos tuvieran comida y estudios. Fueron tiempos de estrecheces. Su padre, campesino productor de café, naranja y frijol, yacía interno en el hospital y el menor de los hijos apenas llegaba a los seis meses de edad, por eso en algún momento, ella adoptó también el papel de madre sustituta. Con escasos 11 años, Lucy partió con su madrina a Reynosa, Tamaulipas, para atender a una anciana enferma; a los 14 años, se trasladó a Monterrey, Nuevo León, para emplearse en el servicio doméstico, donde se mantuvo por dos años: “el trato no era de los mejores y pensé que eso no tendría que ser por siempre, que yo merecía algo mejor”, pero había que hacer el esfuerzo para enviar recursos a su casa en tanto sus hermanos pequeños crecían. Después viajó a Aguascalientes, donde trabajó como obrera en la fábrica de Levi’s.

El dinero que juntó en Reynosa, Monterrey y Aguascalientes se lo dio a su padre, quien lo invirtió en un terreno donde ahora siembran café. La producción del grano, principal actividad en estas tierras potosinas, y básica en Xilitla, un mal día mermó para caer hasta 1.50 pesos el kilo de grano, que en sus mejores momentos se podía comercializar hasta en 30 pesos. Hoy día el precio sigue deprimido, aunque se empieza a recuperar y alcanza apenas los 17 pesos por kilo. No es un cultivo sencillo, advierte Lucy. En su casa de Agua Puerca, su comunidad, en los ratos libres, todos ayudan en el campo, incluida su madre que, a sus jornadas en el hogar, suma las del huerto y la cosecha. Hay que desyerbar, “quitarles sombra y maleza” a las matas de café y naranja. Si los árboles y los arbustos se descuidan, pierden vida, por ello es menester estar al pendiente de los cultivos: “la naturaleza es lo más bello que puede existir”, dice, mientras su vista se pierde en los campos húmedos donde brillan áureos los cítricos y destellan carmesí los granos del cafeto.

Xilitla es un centro productor de café, sobre todo, y es allí donde la familia Félix comercializa buena parte de su cosecha, aunque también transforman el grano, tostándolo y moliéndolo. Otros lo empaquetan y lo envían al estado de Hidalgo, donde familiares coadyuvan en la venta. Es trabajoso, aduce esta joven promotora, pero deja un poco más de ganancia.

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En su peregrinar como migrante trabajadora del servicio doméstico y obrera, “me nació la idea de buscar otras alternativas” de desarrollo personal, por eso decide integrarse al Consejo Nacional para el Fomento Educativo (CONAFE), donde la envían a trabajar a la marginada sierra de Aquismal. El primer año de la beca se desempeñó como instructora comunitaria, el segundo como capacitadora, y el tercero y último, asistente educativa. Allí, en medio de la pobreza que muerde el espíritu, aprende, junto con las mujeres, las niñas y los niños oriundos, a valorarse como persona.

Es así que, al retirarse del CONAFE, Lucy ingresa como promotora al Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI), de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), y decide trabajar y estudiar: “entonces me decidí a estudiar, porque para tener un trabajo mejor, no hay nada como una carrera”.

El tesonero ejemplo de esta potosina, de piel brillante y cabellera azabache, cundió sobre todo en su hermana, la que en su momento le ayudó económicamente para los trámites de titulación y ahora, con su registro profesional en las manos, es ella quien sufraga los gastos educativos de la menor. Dos de sus tres hermanos prefirieron emigrar a Monterrey, donde laboran actualmente en la empresa Coca Cola. Los más pequeños aún acuden a la escuela, su hermano a la primaria y su hermana a la secundaria, pero el apoyo familiar persiste: “nos estamos ayudando entre nosotros”.

Lucy pertenece a un clan muy unido. Aunque ya no vive en la casa paterna, el contacto con sus padres es permanente, y ambos están siempre pendientes de sus necesidades. Actualmente comparte departamento con una enfermera y una maestra, y en la conjunción de sus soledades, las tres se apoyan, se cuidan y velan entre sí. El aprendizaje del apoyo mutuo y el respeto, lo obtuvo en casa. Su padre, a diferencia de otros hombres, no tiene vicios y jamás vio, ni padeció, ningún maltrato. Resalta, a su parecer, que aunque su madre y su padre eran muy jóvenes cuando se casaron (20 y 21 años, respectivamente), nunca presenció violencia ni hacia su madre ni hacia sus hermanas ni hermanos.

Lucy conoce bien la historia de las mujeres de su familia y las costumbres a las que se tuvieron que someter: “en el pasado, las mujeres se cambiaban o se compraban”. Así fue la historia de su abuela paterna, quien fue comprada por el padre del que sería su marido. Con él procrearía 10 hijos y dos hijas. La vida de la abuela no fue sencilla, pues tuvo que convivir con la primera esposa del marido, a quien el hombre trataba sólo como la mujer que apoyaba en el aseo doméstico, a pesar de tener un hijo con ella. Al fin y al cabo, “quería una para el paseo y otra para la casa. Mi abuelita era la reina”. Pronto la primera mujer dejó esa casa, pues aunque convivían bajo el mismo techo y compartían al mismo hombre, “terminó por darse cuenta de que mi abuelo no la quería”.

La situación no fue la misma en el caso de sus padres. Entonces privaba la costumbre de pedir a la novia en varias ocasiones. A su madre la pidieron ocho veces, una por mes. Es un proceso largo en el que se van acercando las familias y se negocia la mano de la muchacha, hasta que se toma la decisión de otorgarla, se agenda la fecha de la boda y se realiza el evento. En el caso de la Familia Félix, el noveno mes fue el momento oportuno para juntar a las familias.

Por fortuna, las condiciones de matrimonio para las nuevas generaciones de mujeres en Xilitla han cambiado. Hace tiempo, Lucy tuvo un novio. Entre risas y sonrojos, cuenta que prefirió deshacer el nimio compromiso, dado que él comenzó a tratar de controlar su vida, a inquirirle respecto de sus actividades y su trabajo, a desconfiar de sus horarios. Entonces le dijo: “Adiós, no quiero nada, muchas gracias”.

Joven, risueña, alegre como las mañanas húmedas que el sol acaricia con tonos centelleantes, de manos serenas y espíritu inquieto, ella está consciente de que el hombre que la quiera habrá de respetarla como mujer y trabajadora, como profesional con grandes ímpetus para desarrollarse y crecer. ¿Un noviazgo? “Por el momento, no tengo planeado”. Por eso es que Lucy, a sus 28 años, no se exaspera y confía pacientemente en que llegará el amor, y con él, el respeto a su persona, a su trabajo y a sus compromisos.

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Teresa Hernández González

“Soy la ley en la casa, la que enseña lo bueno y lo malo, la más corajuda”, dice Teresa quien se reconoce como la base de su hogar. Hija de curanderos, la novena de doce vástagos, casada con un maestro bilingüe, ella ha sabido ayudar a sus hijos a prepararse, a “encarrilarse y mirar su futuro”, por eso ahora dos de ellos, de 24 y 22 años, estudian ingeniería, y la menor, de 18 años, idiomas. El mayor, vive en Monterrey.

Y no es gratuito su énfasis en la preparación profesional de su familia, pues Teresa terminó el bachillerato y estudió cuatro semestres de contabilidad general. Hace cuatro años inició la carrera de derecho, que tuvo que abandonar por un problema de salud que amenazaba con provocarle un derrame cerebral: “me vi entre la espada y la pared, pues eran mis hijos o yo, entonces decidí suspender”.

Consciente de que a las mujeres se les educa exclusivamente para el matrimonio y el cuidado de los hijos, Teresa se esmeró en los estudios y “fui la única que sobresalí. Salía en los bailables, me daban un resumen y me grababa las cosas. Me gustaba leer y estudiar”. A los ocho años obtuvo una beca para estudiar primeros auxilios, a pesar de la negativa de su madre, uno de sus hermanos le prestó dinero y salió de Tecoxcatlán, municipio de Coxcatlán, en San Luis Potosí, para cumplir su propósito.

Teresa fue una niña muy apegada a su padre, quien atendió todos los partos de su mujer y vio nacer a cada uno de sus 12 hijos: “me acuerdo que yo era la consentida de mi papá, si no me llevaba, me ponía a llorar. Nos íbamos a Tamazunchale, me enseñaba a cortar café, me compraba camaroncitos y paseaba con él”.

Y a pesar de que la costumbre sigue siendo “esa venta de matrimonios arreglados”, el caso de Teresa fue distinto. Cuando fue a presentar a su novio “tenía miedo”, pero encontró respeto por parte de su familia: “primero vinieron a hablar con mis padres, y mi papá dijo a mi esposo Yo quiero que cuide a mi hija, yo no quiero que me traigas regalos, si ya se escogieron para pareja, que sean muy felices”. Su padre había cambiado.

Cumplidos 18 años, Teresa se casó. Su marido, maestro bilingüe, tenía 21 años. No todo en el matrimonio “fue color de rosa. Al año y medio él se fue con otra señora y mi suegra me decía que por ser hombre, él podía hacer ese tipo de cosas”. Fue una época difícil, “no tenía ni un vaso de leche para mis hijos, no me daba gasto, todo se lo daba a su mamá”. Los insultos recibidos mermaron su autoestima (llegó a pesar 35 kilos), y la intromisión permanente de su suegra en su cotidianidad la obligaron a abandonar la casa de los padres políticos: “yo ya estaba acabada”. Así, deprimida y fastidiada, Teresa regresó al hogar paterno. Bajo su protección, sus padres desoyeron las injurias de los suegros: “dijeron que me había escapado y que era una floja”; y hablaron seriamente con el profesor: “aunque esté bajo un árbol, pero que sea feliz, le dijeron, y le dieron un plazo de 15 días para que me pusiera casa o que mejor se olvidara de mí”.

El hombre volvió por ella, la instaló en una casa propia, pero la relación no mejoró. Él regresó derrotado ante el abandono de la mujer por la que había dejado a su familia: “le dije que todos tenemos defectos y que no tenía nada que reprocharle”. Las condiciones cambiaron, Teresa había cambiado. Los años de menosprecio, humillaciones y carencias los superó trabajando para sacar a sus hijos adelante.

Cambió mi forma de ver las cosas, tuve capacitación sobre autoestima y valores, eso me ayudó y me dejó ver un poco más allá de lo que soy y puedo ser capaz con mi vida. Cuando él me quería gritar, pues yo le decía que pensara, que podíamos platicarlo en calma. Le dije que yo sentía, que tenía sentimientos, y así, poco a poco lo fui educando; y después, cambió todo. Ya dejó de tomar, de ser mujeriego, era más comprensivo con mis hijos. Antes no era capaz de levantar una camisa que deja tirada (sic), ahora ya empieza a lavar su ropa, ya sabe cocinar, y luego, si ve

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que tengo trastes, pues me ayuda a lavarlos; si estoy trabajando, pues me dice ‘oye, ven a cenar’. Ahora me ofrece de cenar, cuando no lo hacía antes.

Iniciaba la era de los años 90 cuando Teresa se integró a la organización Demitan, A.C., fundada por Margarita Viñas, ex presidenta municipal. En ella militó por 11 años y se dedicó a promover temas de salud, así como a recibir cursos de profesionalización de organizaciones no gubernamentales.

Su profundo conocimiento de las lenguas tének y náhuatl, así como de la herbolaria —por provenir de una familia de curanderos— le facilitó a Teresa acercarse a las familias de otras comunidades.

Mis abuelos ya murieron, eran curanderos. Tengo una tía que empezó a curar a los tres años; lo hacía soñando. Ella enviaba remedios a las personas enfermas y me decía de las yerbas que tenía que tomar cuando estaba espantada. Sé poquito de herbolaria. Cuando estuve en el proyecto indígena fui a ver a una señora que estaba en parto. Antes tenían que bajar a los enfermos en una silla y a ella no la pudieron levantar porque el bebé no podía nacer, cuando fui a verla, la bebé ya tenía una mano de fuera. Recordé lo que aprendí y pedí a la familia que hirviera agua, me consiguiera unos nopales y le dí dos cucharadas de aceite. La empecé a sobar con aceite y copal para tratar de acomodar al bebé, eso lo vi en mi casa, era incómodo, vencí el miedo y movimos a la señora, de espaldas, y cuando sentí que el bebé ya estaba en la pelvis... Pues en media hora de haber hecho eso... Para mí es un logro. Que pude ayudar.

Le pidieron ser madrina de la bebé, pero no pudo cumplir porque la cambiaron de municipio. Después “me invitaron a participar en un programa que se llamó Proyecto indígena educativo. Estuvimos un mes en Veracruz, hicimos composiciones de hojas para editar un libro, me tocó participar ahí, hicimos un libro en lengua náhuatl”, para el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), donde participó durante siete años.

Ayudaba a las señoras para enseñarles a leer, luego me encontré con personas que eran monolingües que no sabían leer ni escribir, gracias al programa habían alcanzado a terminar su secundaria, y algunos son figuras que participan dentro de ese programa como profesores de alfabetización. Eso fue para mí un logro de dar y sembrar un poquito esa semilla.

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Virginia Hernández Santiago

Virginia tiene 27 años y estudió hasta preparatoria. Nació en Kueochod, en el municipio de San Antonio, en San Luis Potosí. Aunque en la región es común saber que las mujeres se casan jóvenes a través de matrimonios arreglados, para ella la soltería no ha sido un problema ni es mal visto en su comunidad.

Es la cuarta de cinco hijos que tuvo el matrimonio Hernández Santiago, donde su padre, agricultor de naranja y maíz, domina, como ella, la lengua tének. Ello no ha sido obstáculo para que todos cuenten con estudios de nivel medio superior o estén ya en la universidad, como su hermano, el menor, que cursa la carrera de abogacía, dos de sus tres hermanas se dedicaron a la rama de la docencia.

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Impulsada por sus padres para proseguir con sus estudios, Virginia cuenta con el beneplácito de ellos para realizar el trabajo de promotora del Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI), de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).

Siendo la menor de las tres hijas, Virginia se dedicó un buen tiempo a cuidar de sus sobrinos. Vivía con su hermana y no contaba con un trabajo fuera del hogar. Pero pronto vio la oportunidad de contar con ingresos propios, además de poder viajar por las comunidades potosinas.

Aun cuando entre sus objetivos está el de casarse y formar un hogar, Virginia y su novio, que trabaja en una empresa, han decidido esperar: “ahorita que voy y vengo a mi trabajo, me ha ayudado para que diga que no me quiero casar, quiero superarme, echarle ganas a mi trabajo”. En la búsqueda de su independencia, ella ha optado por rentar un departamento en el mismo edificio donde habita su hermana.

Lo que aprende en los cursos sobre derechos de las mujeres y equidad que ha tomado como parte de la capacitación que ofrece el POPMI, Virginia lo transmite en su casa. Su madre “está muy contenta, le platico de lo que nos dan en los cursos, que ya no debemos dejarnos como antes, cambiar”, darles a las hijas e hijos “el mismo trato, que no hay que discriminar”, e incluso sugiere que “a los niños los dejen jugar también con muñecas”.

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Emilia Méndez Santiago

Apoyar y que me apoyen

Originaria de Tancanhuitz, San Luis Potosí, Emilia Méndez Santiago es hablante de náhuatl y con su trabajo como promotora del POPMI aprendió tének. Es la tercera de siete hermanos: “tengo más hermanas que hermanos; nada más tengo un hermano, es el más chico”. Emilia tiene 32 años de edad y dos hijos, una niña de 2 años y un joven de 17.

Su ingreso como promotora del POPMI inició en 2003, primero en Tancanhuitz donde, derivado de que en la región existen dos lenguas indígenas distintas, “acomodaron a dos promotoras”, una para atender a las hablantes de náhuatl y otra para las hablantes de tének. Un par de años más tarde Emilia creyó perder el trabajo, porque cada municipio requería sólo una promotora que dominara, primordialmente, el tének, lengua mayoritaria en la zona.

“Ni modo, yo me salgo si no sirvo como promotora”, pensó Emilia, sin embargo se entusiasmó al enterarse de otra oportunidad en Tamuil, una comunidad a tres horas de camino desde su casa, lo que le implicaría un gasto mayor.

Me quería dar de baja. Dije ‘hasta aquí, dejo todo y busco otro trabajo’. Pero no. Me dijeron que estaban viendo otro municipio más cercano, que era el municipio de Tanlaja. Me quedé ahí, es un poquito más cerca, es a una hora de mi comunidad y también para el transporte me era más fácil.

Las facilidades que le brinda el trabajo, a diferencia de otros donde tendría que dedicar todo su tiempo es una de las razones por las que Emilia continúa participando en el POPMI, pese a considerar que la beca que recibe es muy poca. Como promotora tiene tiempo para acudir a las comunidades, cumplir con sus responsabilidades, dedicarse a su familia y a ella.

Desde su incorporación al POPMI, Emilia ha trabajado en tres municipios: Tancanhuitz, Tanlaja y Huejona. Un cuarto sería Tamuil, pero no lo cuenta, por el miedo que le provocó, acaso por la distancia que tenía que recorrer; por lo que sea, su memoria no da marcha atrás cuando se trata de ese municipio.

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En Tacanhuitz, Emilia estudió la primaria y la secundaria. En su comunidad colaboró con el CONAFE. Ese trabajo, que afirma haber disfrutado, le gustó porque le permitía “apoyar a otras personas”. Más tarde Emilia estudió en el CEBETIS (Centro de Bachillerato Tecnológico Industrial y de Servicios), donde egresó con la especialidad de Secretaria ejecutiva. En ese tiempo tuvo a su primer hijo. El muchacho tiene hoy 17 años de edad.

Hablar con desconocidas

Emilia aprendió a andar en las comunidades gracias a su colaboración en el CONAFE, por tanto “la idea esa de apoyar” se acopló a sus inquietudes y le hizo dejar el trabajo como empleada “de la tienda de ropa y ya me integré desde el 2003” a la CDI.

Como educadora del CONAFE atendía entre cinco y 35 personas mestizas, “gentes de bajos recursos, o sea, son olvidados también”. Hizo trabajo con niños y se enseñó a coordinar reuniones.

Allí también aprendí con las señoras, porque tenía que informar cómo iban sus hijos o qué era lo que se iba a hacer o alguna actividad con ellas. Ahí empecé a hablar con personas, a enfrentarme a personas desconocidas.

Interactuar con otras personas era algo nuevo para Emilia, pero le gustó. Hablar con la gente, sentirse útil con los demás y con ella misma, fueron sus hallazgos. “Apoyar y que me apoyen” fue la norma que descubrió para seguir estudiando.

Hija de un jornalero y un ama de casa, sabía que los pocos recursos familiares no serían suficientes para concretar su deseo de estudiar. “A veces no había nada, nada”, recuerda, y vio en la beca que le ofrecía el CONAFE una solución exigua, pero útil. Ir a la universidad es algo que “no se pudo, ya ni modo”. Ser maestra y enseñar es una vocación para ella, no la ejerce con niños como antes, pero en cierta medida, sus actividades de promotora alimentan esa inquietud.

Cuando Emilia sale a las comunidades, su hermana y su mamá la ayudan cuidando a los hijos, sólo así ella puede “estar en este trabajo”. Con el sueldo de su esposo, que se emplea de jornalero o albañil, y la beca del POPMI, sacan adelante a la familia.

Aún no lleva muchos años viviendo en pareja, pero ha acumulado experiencias que luego son lecciones que le permiten identificar los problemas que enfrentan las beneficiarias del POPMI y compartir soluciones.

Hay casos que se asimilan. Y pues ya les comento yo más o menos cómo resuelvo la situación, cómo se puede resolver, que le intenten y a veces sí les funcionan.

Lo importante es apoyar a las mujeres a encontrar salida a sus problemas, orientarlas, sin forzarlas a adoptar lo que Emilia sugiere, porque “ni modo de meternos a la fuerza”. Más bien se deben presentar las opciones porque “la decisión está en ellas”.

A partir de estos diálogos con las beneficiarias, refiere que el principal problema que ha detectado es la falta de comunicación con sus respectivas parejas, debido a que comúnmente las mujeres se cierran, se guardan sus problemas, o porque si los hablan con sus maridos, temen el rechazo o incluso, en sus palabras “que las retachen”, es decir, llevarlas de regreso a la casa de sus padres. La violencia intrafamiliar también es una situación frecuente, que incluso ha obstaculizado la instalación de los grupos, pues los señores creen que en las reuniones van a manipular a las mujeres, pues piensan que su única ocupación es “servir en la casa” y no “andar en otro lado”.

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Emilia narra el caso de una comunidad donde los hombres la corrieron y la amenazaron de muerte si no se iba. El proyecto de panadería que se instalaría en esa comunidad entusiasmó a las señoras, pero ya no quisieron enfrentarse al problema que podría representar continuar con la idea y ser agredidas por los hombres en franco desacuerdo. El grupo mermó. El señor que amenazó a Emilia juró entonces matar a la esposa, aunque dicen que la agredía constantemente a golpes. Fue una situación difícil, pero que sorteó con el apoyo de una compañera del DIF que convocó a una reunión general con la presencia de un psicólogo para resolver la situación. La panadería se esfumó, pero se opera un grupo de borregos, que al ser de responsabilidad individual, se puede llevar a cabo.

Entre Papantla y Zongolica, Veracruz

Llueve. Cuatro meses del año son lluvia; tres, huracanes; doce, humedad. El paisaje es fértil. Penachos verdes en un bosque de nubes. Cascos redondos cargados de fruta, naranjas agrias junto a desperdigas cañas de dulce; caobas, cedros, laureles, jonotes, palos tintos y mulatos combinando sus troncos brillantes con las matas de plátano; de distintas tonalidades, juegan a ser filigrana, custodios deteniendo el camino angosto, serpiente resbaladiza, amenazante.

En la sierra llueve. Las hierbas trepan, reptan.

Las casas asoman entre la maleza y la bruma.

En Papantla las tejas, en Zongolica los techos de zinc, detienen el cielo, marcan la frontera del abismo. Llueve.

Los caminos son una “s” prolongada en el paso silencioso de las mujeres que avanzan envueltas en capas de plástico; los caminos recogen sus huellas silentes por descalzas o tocadas tal vez por el peso liviano de unos zapatos de plástico calados. Pies pequeños huecograbados en fango. Es la Sierra Madre Oriental de México. Náhuatl o Totonaca, las historias se cuentan en lengua indígena, aquel que distingue, margina y discrimina, aquel que niega y condiciona, ese donde las mujeres comienzan a pronunciarse.

Entre Papantla y Zongolica, Veracruz

Providencia Hernández

Abriendo caminos para servir a la comunidad

Providencia Hernández es originaria de Coxquihui, Veracruz, una comunidad por la que ha trabajado desde hace 25 años. Con sus vecinas logró que su pueblo contara con agua. Con ellas se internó en los montes y se enfrentó a las autoridades que les impedían seguir adelante. El objetivo final: tener agua para lavar y dejar de cargar hasta el arroyo la batea con ropa. Fueron tres años de ir y venir al monte bajando tubos. “Si usted ahorita me ve llorar, es de gusto, porque lo logramos”, dice Providencia. Doña Provi, como la conocen, una mujer de 51 años de edad, soltera, con un hijo de seis años. Con el índice apunta al horizonte azul-verde, distante. Desde un allá ubicado en lo que nombra “fondo del cerro”, 25 mujeres jalaron los tubos “bien pesados”, aunque luego se les unieron varios hombres, ellas igual subían para llevarles comida y seguir arrastrando los tubos desechados por la industria petrolera mexicana, abandonados allá en lo escarpado de la Sierra de Papantla.

Lo teníamos que lograr, traer el agua por necesidad. Fue del año 1982 a 1985. Tenemos más de 20 años con el agua, gracias al trabajo de 25 personas, la mayoría mujeres, ya luego se unieron más hombres. La gente que nos veía caminando nos daba dinero. Nosotras lo que hacíamos con ese dinero era comprar tortilla para darle de comer a los señores.

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La fisonomía de Coxquihui ha cambiado. El pueblo creció. “Antes éramos muy pobres, todos hemos sido muy pobres”, confirma Providencia al tiempo de hacer un viaje visual por las paredes de su casa, antes “de tarros, luego de tablitas, ahora de tabique, pero así era antes, ahorita ya más o menos se han hecho cambios”.

Antes de formar parte del grupo que consiguió el agua, doña Provi, ya servía a su pueblo, en la clínica, poniendo vacunas. Y nunca ha parado su labor comunitaria. Entre 1990 y 1995, fue presidenta de los productores de café y pimienta, luego fue tesorera de esa misma organización, en cuyo comité trabajó al lado de varias mujeres con las que se consiguió el agua.

Solteras y madres. Esposas por voluntad paterna

En Coxquihui hay mujeres que se casan, el matrimonio es la fórmula tradicional de unión y conformación de las familias. En las comunidades indígenas, a las mujeres se les permite tener novio, pero son los padres quienes sellan el matrimonio, sobre todo para cumplir los compromisos contraídos con la familia del novio. Las mujeres mestizas, en cambio, sí deciden con quién casarse.

En algunos lugares sí hay una comunicación más estable, unen sus vidas en el matrimonio, pero ellas por sí solas no pueden decidir con quién van a vivir o con quién harán su vida, eso depende de los papás.

La regla a seguir es el matrimonio e incluso la unión libre, por eso una mujer que es madre soltera recibe el rechazo de la comunidad, aunque esa condición está creciendo como consecuencia de la migración femenina. Hay mujeres que se van y “son engañadas o violadas” y quedan embarazadas. Muchas madres solteras, explica Providencia, viven en la casa de los padres, pero eso no quita que sean mal vistas porque “nosotros las mujeres no debemos tener un hijo fuera del matrimonio”.

Providencia confiesa ser objeto de burlas, no por tener un hijo sin estar casada, sino porque decidió adoptar a Andrés, un niño que, junto con sus hermanos, quedó huérfano. Ella supo de los niños e hizo los trámites en el DIF y hace dos años Andrés y Providencia forman una familia. La gente es irónica al preguntar cómo puede criar a un niño que no es su hijo: “aunque tengo 51 años de edad no sé cómo encaminar un hijo, pero siento que yo sabré cómo sacarlo adelante”. Providencia entiende de terrenos abruptos y tareas difíciles, ahí encuentra su seguridad, que se afianza cuando el pequeño vuelve de la escuela, cuando lo mira bebiéndose los libros y los textos en totonaco que son sus preferidos, cuando él hace cuentas o regresa de los mandados, airoso, como habiendo logrado una conquista, cuando Andrés le grita: “¡mamá!”, desde las ramas altas de un árbol de pimienta. Con amplias muecas de felicidad, Andrés y Providencia, llenan sus mejillas.

Mujeres tristes de Coxquihui

Las mujeres de hoy ya deciden con quién van a juntarse, pero la vida de una mujer casada es triste, muy triste según percibe Providencia, porque son casadas y golpeadas. Sin ir más lejos, cuenta que desde la casa vecina llega un rumor. Se trata de una mujer joven, de 37 años de edad, casada con un maestro. Él “la saca afuera, le pega”. Ella “está muy enferma”, es una mujer maltratada. Todo mundo lo sabe y todo mundo lo calla. Es un rumor que acaso duele más porque está agazapado en el silencio.

Las autoridades han intentado combatir la violencia a través de pláticas y asesorías a las mujeres, donde les inculcan no dejarse maltratar y denunciar, pero ellas no lo hacen: “desgraciadamente no podemos obligar a que denuncien, no sé por qué, será que las tienen amenazadas o que los

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quieren mucho”. Será el amor o el temor, o los límites que les presenta el mundo, un horizonte cerrado pues “nomás tienen hasta cuarto o quinto año, y no saben a dónde irán”. En tanto los hombres, imposible reunirlos, “ellos se molestan y dicen que venimos a mal encaminar a sus esposas”.

Considera doña Provi que la violencia hacia las mujeres es uno de los problemas principales que enfrenta en su trabajo como promotora. A veces los maridos regañan a las mujeres por acudir a las reuniones o por donar una madera, ya sea para la granja de los borregos, o para la tiendita. “El señor se molesta”. Su mayor deseo es que un día los esposos entiendan que el POPMI les va a ayudar y que ella como promotora tiene derecho a trabajar.

Donde no hay mella al valor masculino es en los recursos que las mujeres reciben como parte del Programa Oportunidades “que es donde ellas se apoyan para sus hijos y alimentación”. El dinero que reciben, ellos se los quitan para emborracharse, un vicio de aguardiente que consume los fines de semana de aquellos más obligados con las responsabilidades de la familia, “pero algunos les vale y le entran toda la semana”.

En Coxquihui, los hombres cultivan maíz para autoconsumo, así como pimienta y café, dos productos afectados por los altos precios del mercado y las plagas. Antes, la comunidad recibía buenos dividendos por el café, sin embargo, los precios mundiales del grano cayeron, afectando a los productores; la pimienta está siendo golpeada por plagas y no se puede aprovechar. Cuenta Providencia que “cuando los esposos no tienen para sacar adelante a su familia, venden su maíz”, lo que les genera una entrada de entre 50 y 80 pesos por día, ingreso al que se suma para los gastos familiares, la aportación de las mujeres por su trabajo lavando ropa ajena. Pero cuando la situación económica de las familias se torna alarmante, los hombres se van a la Ciudad de México o a Estados Unidos de Norteamérica y “mandan algo de dinero, pero si no consiguió trabajo en la ciudad, la mujer tiene que trabajar”.

La participación comunitaria de las mujeres las ha llevado a ocupar puestos de presidentas y síndicas, a participar en “reuniones de salud, de escuelas, en programas del POPMI y otros como Sedesol. Ellas participan ahí”. Con voz y voto en público, silenciadas en casa.

Sirvo a un amo

Desde su juventud, Providencia participa sirviendo a su comunidad, trabajando en su casa y en el campo. A ella le gustó sembrar, cosechar y vender su maíz, y ocuparlo para la comida de todos los días.

Sólo una temporada ha dejado el servicio comunitario. En 1995, salió de la sociedad de productores de pimienta y café; para dedicarse a cuidar a su madre que quedó paralítica, afectada por cáncer en los huesos y postrada en la cama por nueve años, hasta que falleció. Siendo hija única, tuvo que dejar todo para quedarse en casa asistiendo a su madre. “Ya cuando ella murió, el 13 de mayo de 2004, a los ocho días me avisan que fuera a la CDI, querían hablar conmigo”. Desde entonces Providencia es promotora del POPMI. “Pues, como decimos, sólo sirvo a un amo. Me dedico a ser promotora”.

Ya me dijeron que si yo quería ser promotora, y bueno pues les dije que lo pensaría, por la muerte de mi mamá, no sabía para dónde jalar, la verdad. La gente iba a pensar que iba a tomar la calle para salirme, y luego pensé que si no iba me iba a quedar solita. Y en ese momento decidí, dije que sí.

Providencia es una mujer conocida en la comunidad y en la CDI (antes Instituto Nacional Indigenista); tenía antecedentes por ser integrante del grupo Arco Iris, el grupo de productores de café y pimienta, del cual fue presidenta y tesorera. Luego de una evaluación que consistía en “una relatoría de nuestra trayectoria en la comunidad”, Providencia empezó las actividades como promotora: “fue en 2004”. En ese año recibió la capacitación para saber “cómo levantar un

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diagnóstico, cómo difundir el Programa, cómo llevárselo a los grupos de señoras, que [la beneficiaria] fuera mujer sola, viuda o que tuvieran una posición económica, que fuera para gente pobre”.

Reglas que son costumbre

Desde su ingreso al POPMI, Providencia ha seguido los lineamientos establecidos por el programa. Señala que a la comunidad han llegado varios programas, pero las personas que viven en el centro son siempre las más beneficiadas, no así las que están lejos, que deberían recibir recursos.

Estamos acostumbrados a que cuando llegan los programas los que más tienen son los que acaparan todo siempre, y los que menos tienen no les llega nada. Dicen las mujeres: ‘algunas vivimos hasta un cerro, del otro lado del arroyo, entonces nada más los que viven en la comunidad se quedan con todo’.

También está la confusión al creer que “recurso” es siempre y solamente dinero, pero cuando las mujeres “van viendo bien las cosas” y se dan cuenta que tienen que producir, hay desánimo y deserción.

Si usted va ahorita verá a las señoras felices, luego regresa y todas están serias, se empiezan a dar cuenta que no les gustó, que no les parece. Yo a veces no lo entiendo, creo que hay conflicto entre ellas y no lo quieren decir.

La deserción puede ser resultado de comentarios negativos, la intromisión de partidos políticos o de historias del pasado, en que hubo personas que se quedaban con los recursos. Doña Provi ha tratado de limpiar esos antecedentes y conciliar; sugiere hacer un reglamento para que cada integrante “sepa que tiene un proyecto colectivo”, que entiendan y “no se anden apuntado” para luego dejarlo. A más de eso, ella considera que las reglas de operación del POPMI están bien, se cumplen y los recursos llegan a su destino: “a las más pobres, las más necesitadas, que son gente indígena, yo lo apruebo. Está bien”.

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20 días al mes

Providencia atiende 178 beneficiarias, de entre 20 y 46 años de edad, en 10 grupos de ocho comunidades. Actualmente da seguimiento a grupos formados en 2006 y 2007; los primeros “ya los vamos dejando solitos”, pues empezaron a coordinarse sin la dirección del POPMI y el apoyo de su promotora. Los grupos que atiende trabajan borregos y pollos de engorda, aves de postura, una tienda de abarrotes y una rosticería.

A las beneficiarias les ha enseñado a cotizar, evaluar su capital y repartir utilidades, también las acompaña a las compras, aunque “algunas por sí solas se encaminan, pero lo básico, lo general, como sea va saliendo con nuestra ayuda”. También les enseña a conocer sobre equidad de género, autoestima, derechos de la mujer y violencia intrafamiliar.

Dos veces por mes visita a los grupos, esta actividad le ocupa buena parte del día alrededor de 20 días del mes. Hay comunidades que le quedan a dos horas de camino. Luego de alistar a Andrés para la escuela, Providencia agarra camino, llega a la comunidad y trabaja entre dos y tres horas con los grupos. Regresa a casa, a eso de las ocho de la noche para comer y ayudar a su hijo con la tarea.

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En los recorridos se le va parte de su sueldo. Revela que recibe mil pesos para pasajes y dos mil pesos como beca, pero “las dos horas en camión, ida y vuelta, son 100 pesos. Lo que nos dan en transporte no alcanza. A veces tengo que agarrar de mi salario”.

No obstante, doña Provi no encuentra motivos para renunciar a su trabajo, acaso lo haría por enfermedad “pero nada más, de ahí en fuera, pues no. Si sigo bien, pues adelante”.

La beca que le otorga la CDI le ha ayudado con sus compromisos. Recuerda que los 10 años de la enfermedad de su madre le dejaron muchas deudas que fue saldando poco a poco.

Providencia estudió hasta la secundaria, reconoce que como promotora del POPMI ha recibido cursos de capacitación valiosos para su formación y “en lo particular no lo podría uno solventar, es muy satisfactorio pero que también cuesta, el dinero no me alcanza para una preparación así”.

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Seguir sirviendo

Seguir trabajando para las mujeres en las comunidades es el futuro que desea doña Provi, “cuando no tengamos trabajo del POPMI, pues tendremos granjitas de puerco, de borregos” porque tanto ella como las beneficiarias “ya aprendimos”.

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María García Luna

Conquistando la independencia

María es originaria de la comunidad José María Morelos, municipio de Coxquihui, Veracruz. Tiene 24 años, es soltera y cuenta con la licenciatura en Pedagogía. Es soltera, vive con sus padres, no tiene hijos. Es hablante de totonaco.

En su familia, María es la novena de 10 hermanos, cinco han estudiado (de los cuales cuatro tienen licenciatura). Tuvo interés en estudiar y eso la llena de orgullo, a diferencia de la mayor parte de las mujeres que “no tienen ese interés de superarse” y se quedan en la comunidad.

María salió por necesidad. Trabajó para comprarse calzado y ropa. Estuvo en Poza Rica, “trabajando como esclava”. Hacía la limpieza de una casa. Luego sus padres la inscribieron en la escuela.

Ellos me mandaron a la escuela como ellos pudieron. Cursé secundaria con dos mudas de ropa, el bachillerato igual. Yo me motivé por seguir adelante, pensé que nadie me ayudaría, tuve esa necesidad y más que nada pues al ver que los padres no pueden, pues tuve que salir a trabajar y estudiar.

Contrariamente a lo que viven las mujeres de su tierra, María consiguió hacer una carrera profesional que cursó en la Universidad Pedagógica Nacional, con la especialidad en Educación preescolar y primaria. Alcanzar esa parte de su formación académica requirió de empeño. Se empleó como capacitadora en el CONAFE (Consejo Nacional de Fomento Educativo), donde dio clases y con la beca que recibía de 850 pesos mensuales, empezó su licenciatura. De sus compañeras de infancia sólo dos continuaron estudios, las otras se fueron a la Ciudad de México a trabajar, otras “sólo están en su casa, no buscaron formas de seguir estudiando”.

María recibió el apoyo para estudiar, pero al principio le costó trabajo hacer entender a su papá sobre sus deseos de salir adelante. Los hombres de su comunidad, como su padre, argumentan que una mujer “no va a poder sólo por el caso de ser mujer”. Él creía que “nada más iba a echar a perder el dinero, luego me decía que no podría seguir adelante en nada”.

Relata que las mujeres padecen discriminación, pero advierte que esto se da más en la ciudad, a donde las que migran en busca de empleo son apartadas por ser indígenas “y no les dan trabajo”. Por otro lado, en las comunidades, los padres no las dejan salir ni hacer nada, por temor a que se embaracen y ya no puedan salir adelante. Una madre soltera queda en abandono. Hay familias que no las apoyan, las dejan solas, “a su suerte” teniendo que buscar cómo alimentar a sus hijos. La comunidad no ayuda en esos casos, expone María.

Antes era más triste

En un núcleo familiar típico de Coxquihui, viven en un mismo hogar desde los abuelos hasta los nietos. Los hombres son los encargados del sustento y las mujeres hacen el trabajo de la casa y no pueden salir, sólo pueden dedicarse al hogar; “está duro que una mujer casada haga lo que quiere”, los maridos están al tanto de todo lo que hacen y siempre las acompañan a donde quiera

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que van, en cambio una soltera “tiene más libertad”. Son cosas que no se pueden cambiar, le dicen sus hermanas, a quienes insiste en no dejarse someter por sus esposos, ni permitir que las golpeen, como su padre lo hizo con su mamá.

Las mujeres saben que la violencia es un delito que los hombres pagan en la cárcel, pero a veces no lo denuncian, ni la comunidad se mete, porque si el marido queda preso, cuado es liberado a la mujer “le va peor”. Antes, recuerda María, todo era más triste.

En una familia no tenían ni qué comer. Hasta en mi caso tenía que ayudar a mi mamá a vender lo que había. Con ese dinero podíamos medio comer. A veces aquí hacíamos intercambio de producto. Ahorita como sea las personas viven mejor con los recursos que les van llegando. Ellos se visten mejor que antes por los programas que da el gobierno en Oportunidades.

Las familias han cambiado, ahora son más pequeñas porque las mujeres se cuidan más y el número de hijos ha bajado. Antes las mujeres tenían hasta 15 hijos, hoy reciben pláticas y en “la clínica, la doctora les insiste más para que se operen”.

El Programa Oportunidades ha ayudado a las familias, pero la situación económica no es buena. Expone María que las mujeres salen a vender tamales para lograr unos centavos y junto con sus hijos ahora están interviniendo en la recolección de pimienta; los niños se trepan a las altas ramas de los árboles y las mamás abajo cachan las bayas, trabajo que les genera 1 peso por cada kilo recolectado. Si la mamá con los hijos, cortan 20 o 30 kilos, esa es su ganancia del día.

En la región también se cultiva café, pero las faenas son por temporadas, entonces la gente, los hombres desde los 18 años, se van a la Ciudad de México o a Estados Unidos a buscar trabajo. María se queja porque no buscan otra alternativa de empleo, como ella que sacó adelante la licenciatura con la beca que le pagaba el Conafe, “pero no se quieren arriesgar caminando”.

Al margen

Lo que identifica a las beneficiarias es el desempleo, la falta de dinero, ser indígenas, vivir marginadas y no hablar español. María es promotora del POPMI desde 2004. Su conocimiento del trabajo en grupo, de la lengua totonaca y la disposición para salir, facilitaron su ingreso al Programa. Actualmente atiende 98 mujeres de entre 20 y 57 años de edad, en ocho comunidades donde trabajan los proyectos de tienda de abarrotes, engorda de borregos, cerdos, pavos y pollos.

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Ella entró de lleno al POPMI por su interés en seguir estudiando y la beca en este nuevo proyecto era mayor. Desde su ingreso cumple con su responsabilidad: hacer difusión, levantar el diagnóstico de las comunidades potencialmente destinatarias de los recursos, visitar a los grupos, acompañar a las beneficiarias con los proveedores para la compra de productos y hacer talleres. María se ha sentido apoyada por el operador del POPMI y, salvo un líder comunitario que se mete para reprobar su trabajo cuando ella está dando el taller de derechos de la mujer, la relación con la gente de las comunidades y las autoridades la ha llevado sin contratiempos.

María nota que los talleres están abriendo una nueva visión de sí mismas: “ellas ya expresan lo que creen y lo que sienten, cómo se llevan con su familia”. No obstante, también ha tenido que enfrentar a los esposos para que dejen trabajar a las mujeres, para explicarles que el Programa es un trabajo colectivo, donde un grupo recibe un recurso y lo tiene que trabajar y administrar.

Recuerda el caso de un señor que se metió tanto que los conflictos generados por su intervención crearon divisiones y desacuerdos, causando la desintegración del grupo. Pero hay quienes sí entienden lo que significa el trabajo colectivo y ayudan a las mujeres, por ejemplo, a construir un chiquero: “se nota desde un principio cuando tienen el apoyo del esposo”.

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Atención ambulante

María no tiene el acoso de un marido que vigile sus pasos ni la presión de volver a casa para atender a los hijos, por ello para optimizar la beca o sueldo que recibe del POPMI, opta por quedarse en las comunidades. Algunas de las integrantes del grupo le dan hospedaje y la invitan a comer. María vuelve a la casa paterna al cuarto día.

Las comunidades son lejanas y, en todas, la presencia de la promotora es necesaria. Ha pasado que se ve obligada a cancelar visitas, pero eso ocurre en tiempo de lluvia, cuando los caminos se hacen menos accesibles. Para llegar a una comunidad, María invierte al menos 3 horas en camión y 100 pesos en pasaje por cada visita. El arribo a algunas comunidades le implica hacer trasbordo de camión y un par de horas a pie.

Como promotora, María se siente satisfecha, aunque considera que la beca debería ser mayor, por el pago de los transportes. Observa los logros de su trabajo en los cambios que manifiestan las mujeres beneficiarias, y uno de sus principales motivos de orgullo es mantener la comunicación con la gente del grupo, promover la confianza en las mujeres para que los proyectos no fracasen. El POPMI está logrando que las mujeres trabajen y se sientan importantes.

Ya saben cómo soy

Independiente, así se define María. Su familia la felicita, la comunidad la respeta. Su padre “se da cuenta que soy una hija madura”, ella siente que la respeta, al igual que su madre de la que recibe su apoyo.

Me han entendido más, ya saben que me cuido, que no soy parrandera. No les pido dinero, es parte pues de la beca que me daban, pues con eso empecé y ahora soy independiente.

Entre Papantla y Zongolica, Veracruz

Lina Rosario Rosas Coxcahua

Aprender, una herencia sin condiciones

Lina Rosario es originaria de Atlahuilco, Veracruz. Tiene tres hijos consanguíneos, el mayor murió en un accidente a la edad de 18 años en 2008; sus hijas, Rosaura, de 15 años, estudia desde hace tres años en un internado en Chalco, Estado de México, y Elsa, de 12 años, es estudiante en Atlahuilco. Aurelio, de 18 años, es su hijo adoptivo, emigró al norte del país para trabajar en el campo.

Lina tiene 37 años, estudió secundaria, es hablante de náhuatl, creció con sus abuelos, su madre trabaja como empleada doméstica en la ciudad de Orizaba y cada 15 días subía a Atlahuilco para llevarles dinero. Actualmente vive en unión libre con su segunda pareja, con quien está levantando “una casita” en un “cachito de terreno” que le dieron sus abuelos, un espacio donde está comenzando una nueva etapa con su pareja y sus hijas.

Antes de incorporarse al POPMI trabajaba “haciendo tortillas y limpieza”, participó un año como promotora del Programa Oportunidades —donde su responsabilidad era convocar a la comunidad a las reuniones y rendir informe de los avances del grupo beneficiado—, también colaboró con el INEGI y con el Instituto Veracruzano de Educación de Adultos. Cuando la invitaron a pertenecer al POPMI, Lina andaba metida en la instalación de tanques de agua, un proyecto que promovió el Fondo Regional, a través del cual tenían trabajo y agua.

Luego de presentar y aprobar los exámenes para calificar como promotora, le entusiasmó la idea de salir a las comunidades, y sobre todo trabajar con mujeres porque con ellas iba a aprender más el náhuatl. Inquieta por su lengua, le motivó el hecho de estar en contacto con otras variantes del

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náhuatl practicadas por las mujeres con las que trabajaría. Esa oportunidad le significaba volver a otros años, a mediados de los años 80, cuando trabajó en el Instituto Veracruzano de Educación de Adultos enseñando a las mujeres a leer y escribir, ahí aprendió más del náhuatl “gracias a ellas”.

Más que hablante, Lina es amante del náhuatl. Llena su voz de emociones cuando recuerda que desde niña le ha gustado leer mucho y fue así como poco a poco aprendió un nuevo idioma, el español. Lina no duda cuando reconoce que su mayor placer “es hablar náhuatl”, traducir cualquier cosa, escuchar y hablar con las mujeres para seguir aprendiendo sobre su idioma.

Antes de entrar al POPMI, ella vivía sola con sus niñas, el padre había abandonado la casa. Relata que una vez separada del padre de sus hijos, ya “no nos reconciliamos”. Él se enojó, “la gente le dijo cosas de mí, que, como yo trabajo, pues, ando con muchos” (veterinarios e ingenieros de la CDI, con quienes visita las comunidades). Con su ex pareja libra un pleito, ya de seis años, que ha pasado, primero por una denuncia contra ella y luego por intentos de desalojo, que se han detenido por estar las niñas de por medio y a quienes tratan de asegurarles un techo; “ahorita no sé qué es lo que proceda, no sé cómo vamos a quedar, no sé qué pasará”.

Se sienten muy hombres

En las comunidades que Lina visita, las actitudes machistas son pan de cada día, formas asumidas como costumbres que aplastan a las mujeres, les impiden expresarse. A estos obstáculos se suma el elevado analfabetismo femenino que las margina aún más.

Yo lo entiendo así: digamos que los hombres se sienten muy hombres, no dejan que la mujer hable. A algunas las golpean, he visto las marcas. Si el marido acude a las reuniones, ellas tienen que estar calladitas. Si van personas que hablan español, ellas menos hablan.

Dado que la mayoría de las mujeres no saben leer ni escribir, se ven limitadas a quedarse en la comunidad, no salen a la ciudad y “no saben alzar la voz, les da pena”. La opresión que viven las mujeres repercute en las actividades del POPMI, las citas se retrasan, las reuniones se acortan. La promotora tiene que optimizar cada minuto, medir el tiempo.

El alcoholismo es otro de los factores que incrementan la violencia hacia las mujeres en el interior de los hogares. Sucede que luego de una reunión entre hombres que han estado tomado alcohol, al llegar a la casa, si no son atendidos inmediatamente, comienza el maltrato, “se enojan, les pegan”. Combatir el alcoholismo sería una de las soluciones para acabar con la violencia intrafamiliar; otra es que los talleres de equidad de género y los que son sobre los derechos de los indígenas, se impartan a los hombres, porque ellos tienen que saber “cuáles son las prerrogativas [de ambos]”.

Se han presentado casos en los que las mujeres cargan con los hijos abandonando el hogar donde han vivido violencia. Se van a otros municipios, no a las ciudades “pues no hablan español y empiezan a trabajar en la casa”. Envueltas por las costumbres, las mujeres callan. Aquellas que llegan a comentar lo sucedido o que dejan la casa conyugal, “la mamá la regresa y le dice que es tú marido”. Poco a poco, comenta Lina, se van reconciliando, “pero siempre con el miedo que vuelva a pasar lo mismo”.

La herencia a la tierra también está restringida para las mujeres, es un derecho escrito pero no ejercido. Las viudas pueden tener documentos de tierra, pero la pertenencia es para el “xocoyote”, el hijo menor, que tiene que ser hombre. Violencia y marginación son costumbre en las comunidades, ahí donde sólo vale la voz de los hombres.

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Todavía existe aquí que el hombre vale más. Es el que tiene derecho a la libertad, y la mujer no la dejan ni estudiar, dicen que es para la casa nada más. Luego los papás dicen que para qué pagar dinero si la mujer se va a ir con el primero que se le ponga enfrente, creen que el dinero para las mujeres se va a la basura.

Las mujeres de 30 años en adelante no saben leer ni escribir ni hablar español, para ellas sí es un problema porque se lamentan a la hora de firmar papeles, de comprender: “ellas no pueden, porque no saben escribir”. Que las mujeres no hablen español las pone al margen, si no saludan o no responden es “porque no entienden”, eso las limita a relacionarse sólo con quienes hablan náhuatl o “se dejan llevar, nada más”.

Las más jóvenes “como sea van aprendiendo”, pero la idea de que la escuela es para los hombres está muy arraigada. A los hijos de las mujeres jóvenes, comenta Lina, ya les hablan de igualdad de género, “les decimos que si la niña está lavando, pues que el niño también lo haga”. Las mujeres participan sin cuestionamiento en la preparación de la tierra para siembra de maíz y en los preparativos de las fiestas comunales. Ellas también crían animales y “cuando se necesita un dinero, eso se vende”.

Culturas migrando

Hay comunidades donde las costumbres se están modificando por la intervención de las religiones, algunas de las cuales tienen como mandato la prohibición de beber alcohol. En esos lugares “los hombres dejan de tomar, incluso dejan de golpear a la mujer, pero no dejan que ellas decidan por sí mismas, casi siempre deben de pedir permiso”.

También migración está influyendo en los cambios culturales, y no para bien, según detecta Lina. Por temporadas llega un camión. Giran volantes donde anuncian la oportunidad de trabajar en el norte, “les ponen el precio de todo lo que van a ganar”, el tipo de trabajo a realizar, el día y la hora en que saldrá el viaje. Principalmente son jóvenes los que acuden a ese llamado.

El hijo mayor de Lina es uno de los tantos que se han subido al camión. “Dice que corta chiles y cosecha, trabaja en el campo. Ahorita dice que está bien, que ahí anda, así muchos se van para el norte”. Aurelio es hijo adoptivo, Lina lo empezó a criar desde que el niño tenía dos años, le dio “primaria y la secundaria, la prepa no la quiso seguir”, un día le dijo que se iba a trabajar y se fue a Sonora. Las muchachas también se van aunque se les dificulta más colocarse en un trabajo “porque no saben inglés. Entonces entran a contar empaques de pollo, a lavar platos”.

Lina ha observado que los muchachos ya no respetan los usos y costumbres, su lenguaje es diferente y las formas de convivencia tradicionales están desapareciendo, como la autoridad ancestral de los viejos, en cambio se están viendo otras cosas, como la siembra de plantas de marihuana. Lina dice que ha visto que esa planta a veces la huelen o la fuman, pero no tiene idea de todo lo demás que hagan con ella.

Ahorita los muchachos se pasan pateando piedras, ya no toman en cuenta a quien va al lado, eso nos ha afectado mucho en la generación actual, andan con pantalones pata de elefante, con los pelos parados, ya no se respeta.

Eso pasa en los municipios altos, aquellos que están en plena Sierra de Zongolica.

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Andar tras loma

Llegar a las comunidades que Lina atiende como promotora del POPMI es complicado. A veces los traslados son de hasta tres horas caminando. Hay comunidades donde le ocupa más tiempo el traslado que el dedicado a las señoras, pero sin importar las condiciones del clima, con sol o lluvia, o si tiene que salir de su casa a las 9 de la mañana para llegar al grupo a las 2 o 3 de la tarde, Lina ahí está.

El traslado es muy pesado de comunidad a comunidad, quisiera acostarme llegando a mi casa, pero no me gusta la tortilla de máquina y me pongo a hacer mis tortillas.

Lina tiene que caminar porque hay comunidades internadas en la sierra a las que no se puede acceder de otra manera. Si acaso “hay unas combis, pero no llegan a la comunidad, donde voy es tras loma, es muy difícil”. Caminar por horas y tener que regresar exhausta a casa no le representa mayor complicación. Lina cumple con su trabajo, pero en el camino hay riesgos que invaden su tranquilidad.

Luego me dicen que tenga cuidado porque ahí andan los "cholos", que son los jóvenes que han regresado del extranjero y andan haciendo cosas, luego violan o matan mujeres. Nos da miedo andar solas. Ya nos conocen como las promotoras, pero hay gente que no nos quiere. Luego buscamos veredas, pero también nos pueden salir animales y debemos tener cuidado.

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La interacción con las autoridades municipales, antes hurañas al trabajo del POPMI, le ha permitido ganar credibilidad y confianza. Dice Lina que casi siempre alguien del ayuntamiento la acompaña a sus recorridos. Del CCDI, el contacto más cercano es con el operador del POPMI, quien va a visitarla a su municipio.

Pequeña beca y el mar inmenso

Lina atiende las comunidades de Tepenacaxtla, Lomajtipa, Zacapa y Tehuipango, donde las beneficiarias del POPMI trabajan proyectos de engorda de ovinos, una de granja de pollos y “hay en planes una tienda de abarrotes”.

Tiene cuatro grupos integrados por mujeres de entre 15 años y 70 años de edad. Son más de 45 mujeres las que atiende.

Nosotros no metemos a personas que no tengan familia, lo que hacemos es seleccionar al grupo que sean madres de familia, que estén juntadas. No es necesario que tengan marido. Tenemos un grupo de pura madre soltera, ahí son 12 madres solteras.

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La responsabilidad de una promotora es grande y aprender a distribuir el trabajo entre las beneficiarias relajó en Lina sus altos niveles de angustia. Cuenta que cuando comenzó su participación en el POPMI en el 2004, creía que todo lo tenía que hacer ella, no sabía delegar, sentía miedo y le faltaba fuerza “para decirle a una mujer lo que era el trabajo”. Eso le provocó depresión y ganas de abandonar la misión.

Lina ponía en la balanza el grado de angustia provocado por sus responsabilidades, el ingreso que recibía como promotora, y la cuenta no le salía. Gastaba más de 50 pesos en comida, sumado a los pasajes. Lina llegó a pensar que no podría. Luego consideraba que ahí en los lugares donde la gente ya la conocía podía ahorrarse el gasto en alimentos pues le ofrecían “un taco”, también pensaba que lo mejor era irse a Orizaba a buscar trabajo y punto. Pero “aquí sigo, como que ya lo entendí, poco a poquito se van dando cuenta que no es tan fácil como dicen, y ya me voy sintiendo más relajada”.

Lina aprendió a tomar acuerdos, a distribuir el trabajo, a organizarse, así como a identificar a aquellas mujeres con más facilidad para comunicarse y asumir compromisos. Con la beca del POPMI Lina está contenta, pero confiesa que no le alcanza.

He querido mejorar mi hogar, mi estufa, pero nunca puedo lograrlo es muy poco. Mi niña luego se me enferma, tengo que pagar medicamento y pues no puedo. Quisiera un horno de microondas para calentar mis tortillas pero nunca puedo comprarlo. Todo está caro. Para tener algo que necesite, pues no lo puedo tener, en los viajes se me va más dinero.

No obstante, se siente satisfecha de contar con lo que tiene, su trabajo que aprecia mucho y lo que éste le ha dejado, como haber conocido el mar, “es inmenso” y sabe que muchas de las personas con las que trata “jamás lo conocerá”, aún siendo de Veracruz, el estado con la costa más extensa del Golfo de México.

Me gusta decir lo que he obtenido, lo que he visto como promotora. He visto los cambios que he pasado. Ya no soy tan callada, ya perdí miedo, ya siento que puedo pedir apoyo de cualquier institución, pues siento que he cambiado mi vida mucho.

Uno de sus deseos pendientes es viajar con su familia. “Quisiera salir de vacaciones, pero no lo hemos podido hacer”

Hijas de reflexión

Lo que más aprecian las beneficiarias son las capacitaciones porque les están dejando aprendizajes. Ya saben castrar, vacunar y matar cerdos. Las mujeres han aprendido a organizarse y tener un fondo de ahorro que les ayudará si se pierde el proyecto.

Desde que entré en 2004 eso ha mantenido a las mujeres. Se van asociando, se dan cuenta de lo que falta, proponen poner una casita o un localito, y lo que se sume, pues, se va sacando para todas. Ellas aprenden a invertir para comprar su mercancía, tienen buena comunicación y están bien organizadas.

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Las mujeres saben lo que es tener un ahorro y han aprendido a generar su dinero, a moverlo, están aprendiendo que su trabajo es productivo. Si tienen un cerdo o un borrego, lo crían y lo venden, luego compran otro. Aprendieron a vender, a invertir y también a diversificar los negocios. Un grupo desarrolló con el POPMI un proyecto de cocina, de la cual surgió una más, y se formó otro grupo.

Apoyar a las mujeres, que aprendan a valorarse y disfrutar el hoy son consejos que Lina les da. Las motiva para que usen el dinero que se ganan y compren cosas para ellas.

Les he platicado de mí, les digo de todo lo que me ha venido sucediendo. Me gusta tener hijos de reflexión, que tenemos que vivir con armonía, con respeto. Eso es lo que me gusta, que ellas cambien en su vida.

En el terreno personal, Lina ha aprendido a vacunar, castrar y medicar a los animales; también a guisar el cerdo en carnitas. El conocimiento es su ganancia, una herencia para toda la vida.

Hacer valer sus derechos como mujer y encontrar la comprensión de su pareja, apuntalan su trayectoria, la animan a no dejarse vencer ni perder el rumbo, cuando a veces, agobiada por la carga de trabajo, piensa en abandonarlo todo y en subirse al camión que lleva a sus paisanos a Sonora.

Lina sigue adelante, aunque llegando a casa, después de andar por horas, la espere un montón de ropa para planchar. Ella echa sus tortillas al comal y se prepara para amanecer como siempre, a las seis de la mañana, para subir a la sierra donde la espera la polifonía náhuatl de las mujeres.

Entre Papantla y Zongolica, Veracruz

Edith Sánchez Maldonado

Ella trabajaba en Orizaba. Cuando volvió, su padre le dijo que el señor Jimeno quería casarse con ella y que, a pesar de los 20 años de diferencia, se la iba a llevar. Quería seguir trabajando pero, como era menor de edad, obedeció. Su madre no objetó, tenía que estar de acuerdo. A ella no le quedó más que irse.

La historia de esta jovencita no es ajena para Edith, que a sus 44 años evoca su primer baile, cuando tenía 13, donde su abuela decidió cuál sería su futuro. Así es la vida de muchas jóvenes, casi niñas, en la sierra veracruzana. Con el paso del tiempo y la aparición de programas públicos como las becas de Oportunidades, que apoyan la educación y la salud, o los de promoción para el desarrollo, como el Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI), las mujeres han ido ganando en conocimiento.

Con apenas seis años de edad, Edith y sus tres hermanos menores quedaron a cargo de la abuela. Sus padres se habían separado y la madre hubo de dejarlos para irse, sin retorno, a trabajar al pueblo. Primero estuvieron al cuidado de una señora que “nos hacía tortillas y frijoles para comer”, y les lavaba la ropa de vez en cuando. Después la abuela los acogió y fue ella quien sentenció: “en la vida hay que tener un novio, y ese será tu marido”. Así fue. A los 13 años, Edith asistió a un baile. Allí la conoció Agustín, que entonces tenía 31, “y no sé cómo pasó, pero mi abuela me dijo ‘con ese te casas’, y yo obedecí”.

Edith dio a luz a su primer hijo antes de cumplir los 15 años. Lo tuvo en el hospital de la zona. Fueron años difíciles, sus responsabilidades múltiples y sus actividades siempre dentro del hogar: levantarse temprano, hacer el desayuno, trabajar en la milpa, en la cosecha del café con el hijo cargado en el rebozo, a la espalda; abonar la tierra, limpiarla, sembrarla, hacer tamales, cuidar las gallinas, vender algunas para los estudios del pequeño. Ocho años después llegó el segundo hijo. No hubo más. Fue un parto complicado y los médicos de la clínica la orientaron para evitar más embarazos de alto riesgo.

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Su historia, su pasado infantil pesó en su ánimo: “ya estoy casada y me tengo que aguantar ahora, por mis hijos, para que tengan dónde vivir”. Así sobrellevó los malos tratos provocados por un marido alcohólico, violento, celoso, enfermo. Un hombre que la mantuvo a base de herir su autoestima, que la devaluaba como persona: “yo pasé por eso, por pensar que no valía nada y me lo tomaba a pecho, fue muy difícil”. Ahora, ella ha cambiado.

Aun cuando no tuvo el apoyo de Oportunidades, como muchas mujeres que en la actualidad perciben una beca económica o reciben los beneficios de programas de orientación para la salud, como los que se ofrecen en los hospitales de zona donde orientan a las derechohabientes en materia de salud reproductiva, Edith hizo acopio de imaginación y maña: vendió tamales, gallinas, bolsas y hasta bordados, todo con el propósito de que Agustín, hijo, tuviera estudios; cuando llegó el segundo hijo y éste tenía la edad para estudiar la preparatoria, los beneficios públicos alcanzaron a su comunidad.

En una zona donde el jornalero, jefe de familia, gana como máximo 70 pesos diarios y es responsable de la manutención de cinco o seis criaturas, la economía es un tema cotidiano, de preocupación diaria, sobre todo para las esposas de los campesinos —en general, dedicados al cultivo del café—, que son las que necesitan administrar los magros ingresos para dar de comer a la progenie.

A Edith se la llevaron a vivir lejos de su familia de sangre, a una casa de tablones y piso de tierra, donde cocina sobre leña que ahuma el sabor del agua hervida y da un toque de tizne a las tortillas que, diligente, extiende sobre el comal de barro. No obstante la distancia, Edith se mantiene en el mismo municipio: Zongolica, cuya cabecera está asentada en el fondo de un cazo de montañas y regada por los ríos Altotolco, Moyoatempa y Santiago, todos tributarios del Tonto, uno de los principales afluentes del Papaloapan.

La pequeña ciudad es como un grano de café en el asiento de un tazón, a la que se accede tras remontar la sierra más escabrosa de Veracruz, cuyas alturas superan los dos mil metros sobre el nivel del mar, y bajar por entre su enmarañada cabellera de helechos silvestres que le dan un aspecto de verdor en movimiento perenne.

Rodeada de palos mulatos, guarumbos y cedros, Zongolica añade a su belleza campirana la majestuosidad de estos árboles de grandes envergaduras, que alcanzan hasta los 50 metros de altura, de troncos delgados como sílfides, altos y espigados como brazos que se elevan al cielo. Con una temperatura promedio de 17.4ºC, que caracteriza su clima templado-húmedo-extremoso, este municipio cuenta con una amplia población de habla náhuatl, representada por 79.22 por ciento del total (39 mil 156 habitantes), según el II Conteo de Población y Vivienda del INEGI 2005.

Sorteando no sólo los vahos etílicos de un esposo que pronto se despreocupó de su tierra, de sus matas de café y maíz, también las maledicencias de la gente que la tildó de ser “una loca que subía y bajaba” por entre las montañas, Edith mostró carácter y sacó fuerza suficiente para demostrar a propios y extraños “lo que puedo hacer”.

“La mera verdad es que la primera vez se me hizo muy difícil enfrentarme al camino, a irme sola y llegar a una comunidad yo sola”, pero con el apoyo del POPMI, Edith ha superado vicisitudes diversas, incluso cuando hace un año “me torcí el pie en la vereda y pensé: Dios mío, ha llegado mi fin. Pero me fui arrastrando hasta que llegué a la carretera y allí me levantó un coche y dos señores me llevaron a Zongolica, a la casa de mi abuelita”.

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Entre Papantla y Zongolica, Veracruz

Victoria Sánchez

Zongolica quiere decir “lugar de cabelleras enmarañadas” y la maleza de hojas perennes, verdes y brillantes que abrigan a las montañas que lo circundan tienen el aspecto de largas melenas despeinadas por el viento, humedecidas por el vaho que produce ese sol veracruzano que sólo se puede evitar bajo los guarumbos, espigados árboles que alcanzan los 20 metros de altura y ofrecen refugio bajo sus grandes hojas en forma de mano extendida.

Llegar a casa de Victoria, en Zacatal el Grande, implica escarpar la montaña a tumbo de muelles y brincos de baches durante casi una hora. Al final de la carretera de terracería, hay que descender una empinada ladera para detenerse allí, donde ella aguarda sonriente y presurosa con una charola de grandes vasos de agua que sabe a leña.

De lunes a viernes Victoria vive en la cabecera municipal, los fines de semana sube hasta el terruño, a las orillas de Zongolica, donde habitan su madre, su padre y una hermana, soltera como ella. La intrincada ubicación de la casa paterna evitó que Vicky, como se la conoce, ingresara a la primaria a los seis años: “a los nueve hice la primaria, la escuela estaba muy lejos, por eso no me dejaron entrar más chica. Llegué hasta cuarto y me brinqué a sexto”.

La negativa de sus padres para que viajara hasta Fortín para cursar la secundaria, la obligó a esperar tres años, mientras su hermano alcanzaba el grado, y juntos prosiguieran los estudios. Cuando quiso hacer la preparatoria, sus hermanos decidieron no continuar con la educación media y Vicky hubo de truncar sus ímpetus. “De chiquita mi sueño era ser maestra” y por eso al salir de la secundaria pretendía proseguir sus estudios, pero “mis papás no me dejaron, a veces no hay confianza, piensan que no vamos a hacer lo que uno se propone”, y es que “a veces dicen que todos somos iguales”, afirmación que provenía de su madre y que le molestaba cuando la comparaba con su hermana, que “se fue chica y pensaban que a mí me iba a pasar lo mismo, aunque les decía que no”, no le creyeron.

Pero Vicky ejerció la docencia sin ser maestra: fue catequista desde los 13 años, y allí le surgió la inquietud de “emprender algo por mí misma”. Si bien su lengua materna es el náhuatl, ella daba sus clases de catecismo en español, pero “luego empezamos a traducir en náhuatl, ahora, en la parroquia de Zongolica, la catequesis fue en puro náhuatl”.

Mi mamá, la mayoría me hablaba en náhuatl, el 80 por ciento habla náhuatl, el 15 por ciento me habla en español. Todos los jóvenes que crecieron conmigo, pues hablamos náhuatl, de esa forma, hasta ahora, lo mantengo. La mayor gente de mi comunidad me habla en náhuatl, pocos muchachos me hablan en español.

Cuenta que el proceso de enseñanza de la lengua fue lento, pero la intención era evitar que se perdiera la tradición del idioma, “los niños tienen que aprender la lengua, para que no se pierda”.

Con el paso del tiempo, Vicky invitó a padres y madres para que fueran testigos del avance de sus menores: “si el niño tiene interés, aprende, porque quieren saber la lengua, los niños van escuchando y van desarrollando la mente”. Las primeras albricias las recibió de los padres.

Son 35 niños capacitados en náhuatl y ya aprendieron. Hasta los padres me felicitan, no entienden luego cómo es que aprendieron, ellos nunca pensaron que serían capaces hasta que ven cómo avanzaron sus hijos, y les da alegría a los padres porque la lengua sigue, perdura. Cuando vi eso, me sentí satisfecha.

Vicky recuerda que en esos ayeres había 12 traductores y que difundir la idea de enseñar la lengua nativa les permitió enlazarse con otras comunidades; “la mayoría de la gente adulta

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hablaba náhuatl, poco a poco fuimos traspasando la enseñanza, eso era la comunicación”, afirma ella que, por 10 años, se mantuvo en la iglesia dando catecismo. Se que se retiró porque “el padre me quería controlar”.

Al salir de la escuela secundaria, Vicky se incorporó al Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), donde fue asesora y aprendió a bordar y tejer, porque quería “independizarme de mis papás, desde chica quería estar libre”, por eso aprendió a hacer esas manualidades que pronto empezó a vender.

Ella es la tercera de cinco hijos; el único hombre “era el más consentido, con un poco más de libertad”, mientras que la vigilancia sobre las mujeres era acuciosa.

Era un poco difícil estar con mis papás, pero ellos son así, así los enseñaron, así los criaron. Yo siento que si voy con mis papás, me cortan la palabra, como que me cierro. Yo solita, pues me siento más libre, soy solita, nadie me dice nada y como sea le echo ganas a todo. He disfrutado mucho mi soltería.

Con la firme convicción de que tendrá una vida luenga, porque “cuando nací traía una identificación en la cara, una como telita, y mi abuelita dijo que voy a tener paz, que voy a gozar de muchas cosas, que mi vida sería larga”, Vicky decidió vivirla plenamente.

En algún momento cruzó por su mente “irme de religiosa, pero me lo pensé porque no supe si no quería casarme o tener hijos, entonces mejor me arrepentí”. A sus 36 años, Vicky se siente tranquila y satisfecha, y ha rechazado el matrimonio porque su objetivo es seguir estudiando, además de que tampoco está de acuerdo en “quedarme a cuidar sólo hijos y estar en casa”, como le dijeron sus padres.

Hoy está más convencida que nunca, muchas mujeres de su comunidad llegan a confiarle que “si fueran solteras, no estarían sufriendo”, y es que Vicky aprendió también que ella es dueña de sus decisiones, “la última palabra, la tengo yo”.

En Zacatal el Grande, la costumbre es que las mujeres se casen a temprana edad y lleguen al matrimonio sin estudios, “ellas no saben nada, siempre se quedaron encerradas”; y la violencia en los hogares es un elemento común, “los maridos les pegan a ellas, a los niños, ellos desconfían todo el tiempo y ellas están amenazadas con ponerles demandas y hasta con matarlas”, y bajo esas conminaciones, las mujeres “se quedan calladas, están más que acostumbradas a la violencia”.

Haber tomado el camino de la libertad con responsabilidad, le ofreció a Vicky la oportunidad de servir a su comunidad. Primero colaboró en la caja solidaria, de allí “me invitaron de ser tesorera del agua, ahí trabajé cuatro años”, para luego aceptar el cargo de tesorera, en el que ya acumula nueve años de trabajo.

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Entre Papantla y Zongolica, Veracruz

Ofelia Tepole Xalamihua

Menuda como la flor del cafeto que emerge desparpajada en medio de las lágrimas glaucas que madurarán en grano de café marrón, Ofelia Tepole Xalamihua, oriunda de esta región de las altas montañas veracruzanas, se presenta con una amplia sonrisa que le mantiene el rostro iluminado.

Subir a su morada implica andar por caminos de terracería a brincos de muelles y rechinidos de carrocería quejumbrosa, perderse en las laderas cubiertas por altos y delgados árboles de corteza escamosa y rojiza, troncos que se yerguen hasta fundirse con el cielo azul o que se hunden en las profundidades del abismo, palos mulatos que crecen hasta los 30 metros y cuya madera se usa lo mismo para construir viviendas que palillos de dientes, para producir huacales o abatelenguas; pulpa que deviene en papel, de resina que pega loza o vidrio, o que se usa como purgante o diurético.

Hace 25 años, Ofelia no imaginó que viviría en una casa propia con piso de cemento y paredes de ladrillo, que tendría una tienda de abarrotes y que a sus 42 años sería abuela de una niña que gusta de cepillarle el pelo y peinarla a la moda; que habría de vivir aislamiento y encierro por celotipia, pero que su coraje por salir adelante le valdría lo suficiente para hoy gozar de un matrimonio feliz, con un hombre más comprensivo y hogareño: “no presumo, pero me siento ahí, y el señor calienta las tortillas y las trae a la mesa”.

En aquellos ayeres, cuando tenía 15 años y cursaba primero de secundaria, no sospechaba siquiera que en la boda de uno de sus hermanos conocería al hombre del que se enamoraría a primera vista “como siempre sucede, o ¿no?”. Valentín, a sus 21 años, trabajaba en su rancho y era campesino. Lo sigue siendo. Hoy, padre de una abogada y un adolescente que ofrece su reino y los estudios a cambio de un volante de camión de ruta. Valentín sigue sembrando la tierra, no ha perdido el gusto por cosechar café, eje del duro trabajo cotidiano. El cortejo, rememora Ofelia, duró dos años: largas caminatas de la escuela a la casa, pláticas discretas entrecortadas por miradas furtivas: que de dónde vienes, que quiénes son tus padres, que no tengo novia, y ese rodar de piedritas de río que bullen en lo profundo del estómago hasta la siguiente cita.

Primero, la escuela: “tú sigues estudiando”, le dijo. Después, se juntaron bajo la promesa de que ella seguiría con su educación. Ofelia no pudo continuar por falta de transporte para cubrir la distancia hasta el colegio. “Si hubiera habido escuela acá, yo me habría puesto valiente y habría ido”, pero no fueron sus tiempos. Y había que ponerse valiente porque su marido se volvió celoso: “una vez sacó la pistola y me dio un tiro, así, asustándome. No me iba a matar, pero sí me asustó”. Fue la época en que Ofelia no bajaba sola a Zongolica, “¿que me saludara la gente?, no, yo calladita, así; tenía muchos conocidos, pero no me podían saludar, yo no les daba la cara, mejor me volteaba, para no estar discutiendo con él, mejor no conocía a nadie”.

Pero a Valentín le gusta el campo y la política, así que un día llegó a ser agente municipal, “él atendía grupos, eso vino a mejorar todo, porque tuvo que enfrentarse a casos de violencia hacia las mujeres y tenía que actuar como autoridad, resolver esos casos. Tenía que darle lugar o la razón a quien la tuviera, y siempre quedó del lado de las mujeres”.

Valentín fue un hombre distinto, a pesar de sus agobiantes celos. No sólo esperó a que Ofelia terminara la educación media, sino que se negó a tener más de dos hijos: “mi esposo no me quería ver embarazada, no permitió que tuviera más de dos hijos, ya era suficiente con la niña y el niño, que me operara”, le sentenció.

Aunque el cambio de actitud también estuvo acompañado por el trabajo comunitario que Ofelia empezó a desempeñar desde los 18 años, cuando con su hija de año y medio, en brazos, hubo de adentrarse en los procesos burocráticos de las instancias de salud.

“Por la necesidad de las vacunas para mi hija, estuve en contacto con los médicos”, iba cada ocho días y ellos la animaron para que se involucrara como promotora social del IMSS; después incursionó en el Comité de Salud, haciendo visitas a las viviendas para vigilar la higiene, los índices de basura o las necesidades de agua de las comunidades.

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Un compromiso trajo el otro, así fue como se enroló como asistente rural de salud, para reforzar el trabajo del Comité, donde daba seguimiento a las vacunas de niñas y niños o al de aquellas personas que requerían de largos tratamientos, como enfermos de hipertensión o tuberculosis.

Sin desatender su hogar, Ofelia acudió a cursos y talleres donde aprendió a inyectar. Hasta que llegó Progresa (hoy, Oportunidades), donde la invitaron a participar en educación inicial, dejó el trabajo de la asistencia.

Fue la época en que “me visitaban muchas gentes, entonces les daba de comer mole y me preguntaban: ¿lo haces y no lo vendes?, así empecé”, hasta que llegó a vender pasta de mole por kilo. A instancias de su cuñada, se inició en la venta de joyería de plata y oro, y por las ventas conoció a Edith Sánchez Maldonado, promotora del Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI) de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).

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CAPÍTULO IV El trabajo de las promotoras: experiencias relevantes en su actividad promotora y relatos, obstáculos y expectativas en el POPMI Josefina Ávila Sánchez En la encrucijada

Ver los índices de pobreza en que vive su comunidad, alienta en Josefina Ávila Sánchez, doña Jose, como le dicen, el ánimo de participar, de trabajar para mejorarla.

Al iniciar su gestión como promotora del POPMI, le fue útil el conocimiento de su pueblo, así como importantes resultaron aquellos inicios cuando, ante la muerte de las mujeres por aborto o a la hora del parto, se dio a la tarea de tocar puertas y lograr la instalación de la unidad de salud.

La experiencia de trabajar por el beneficio las mujeres indígenas le ha reportado grandes satisfacciones y beneficios: cuenta con una vivienda mejor, tiene mayores conocimientos y nuevas herramientas para enfrentar y contribuir a la resolución de los problemas que observa en su comunidad.

La violencia que ejercen los esposos cuando las mujeres tienen actividades fuera de casa es una de las dificultades que enfrenta como promotora.

Narra que, con los talleres, las beneficiarias han aprendido “a hablar”. Destaca el significado de ese aprendizaje porque sabe lo que representa para las mujeres salir del ámbito donde tradicionalmente se las ha ubicado.

Se fue con lágrimas y viene con lágrimas

Una ocasión, cuando doña Jose impartía un taller de equidad de género, cuenta que llegó el esposo de una participante y cuestionó la cantidad de tiempo dedicada a esa actividad: “¿Por qué tanto tiempo?”. El hombre arremetió contra la esposa, la golpeó hasta causarle heridas en la cara y tumbarle los dientes.

“Cuando vamos a dar nuestros talleres” se toma la precaución de no tardarse mucho, “de darlo lo más rapidito que se pueda” y prever las reacciones de los maridos que en todo momento dudan de lo que se dice en las reuniones y enjuician el honor de las promotoras a quienes consideran como mujeres desocupadas, que no tienen qué hacer en su casa, no tiene marido, no tiene hijos. Ellos siempre dudan, por eso no es tan fácil que las mujeres participen en los grupos y dificulta la instalación de los proyectos.

Cita el caso de la tesorera de un proyecto en San Miguel, a la que su marido “ya no permitió que viniera a sus capacitaciones, a sus talleres; su esposo le dijo que ya no, que ella iba a estar en su casa, que iba a atender a los hijos”. La tesorera renunció “de su propio puño y letra, con tristeza porque la verdad la estimábamos, y ella estaba muy contenta”. Desde Los Ángeles, California, en Estados Unidos, el marido de la tesorera le prohibió seguir en el proyecto. Doña Jose cuenta que la tesorera obedeció y ahora cose “vestidos de bailable” porque el esposo no le manda dinero. “Ahora nos abraza, se fue con lágrimas y ahora viene con lágrimas”.

La negación de las capacidades de las mujeres y las restricciones de parte de sus parejas son la constante que enfrenta como promotora.

Yo te busqué para la casa, has lo que tienes que hacer en tu casa, no estar por allá distrayéndote, platicando o comadreando, así les dicen. Entonces a veces la mujer nomás se siente responsable en la casa, no se siente, ahora sí, que tenga una

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seguridad, que puede ser lo de ella, puede hacer su trabajo ella; nomás los hijos, la casa, el marido.

Los talleres están aportando una nueva visión de la vida y de la condición de las mujeres en la comunidad, así como el conocimiento de sus derechos.

Tocante a lo de los talleres de violencia, hay muchas mujeres que les hemos motivado la forma de decirle que también se enseñen a defender y a dialogar con su esposo, a veces a base de cariñitos, de platicar con el esposo y no todo con puras palabras pesadas, puras groserías. Es más, ahorita que se ha hablado de los derechos de la mujer, ellas se sienten contentas que ya tenemos derecho hasta a una herencia, que nos puede heredar nuestros padres; en cambio cuando nosotros, no.

Son comunes los prejuicios, donde las familias aún se preguntan si conviene apostar por una mujer, “dar estudio a ella, y se va a casar y se va a ir, va a tener hijos, de su casa no va a salir”.

Crecer como mujer en un ámbito donde su valía está confinada es andar cuesta arriba. Tomar la palabra, levantar la mano, darse tiempo, eso es para las mujeres la apuesta personal que contraviene las formas aprendidas.

“Las señoras ya tienen su higiene personal, ya se peinan, ya se cambian, pues ella no podía cambiar o bañarse, y cuando podían hacerlo era sólo para las fiestas patronales, para adorar un santo”, explica doña Jose. Resulta paradójico que mientras las costumbres de este tipo son injustas, y díficiles de cambiar, muchas de sus “compañeras mujeres indígenas mazahua”, como ella las nombra, afirman que es una fortuna contar con el esposo. La pareja representa alguien que la “invita al campo”, con quien trabaja y comparte fortuna, porque “hay muchas que se quedan solas con cuatro, seis u ocho hijos”, y “la mujer se preocupa, cría sus pollos, sus guajolotes, pero a veces es un poco difícil”.

Doña Jose advierte que pese a todo, las mujeres de su comunidad ya viven distinto. A ella le tocaron otras cosas. Ha notado que aprender a hablar conduce al diálogo que ayuda a modelar la convivencia entre los hombres y las mujeres.

Me he dado cuenta como promotora [que] algunos maridos ya apoyan a la esposa, pero no todos. Nos ha tocado a la vacuna con los borregos, hay marido que se mete y más rápido avanzamos, porque hay borregos grandes y muy fuertes. Hay maridos que sí participan, ayudan a barrer, a dar de comer sus borregos y dicen las señoras y cómo le hiciste, pues la verdad fui dialogando, platicando. Ah, pues qué cambio.

Autosuficiencia o falta de dinero

En 2003, cuando doña Jose inició su trabajo como promotora del POPMI, tenía 17 grupos. En los años 2007 y 2008 sólo atendió cuatro, en San José del Rincón, Estado de México. Las mujeres empezaron a “caminar solitas” por ello “ya no se les puede apoyar más”, ésa es una de las razones; otra, supone doña Jose, es que “ya no hubo mucho dinero para apoyar más grupos”. Se abrieron otros proyectos, “pero la CDI debió haber financiado a los grupos”. Con todo y la duda, doña Jose destaca que “son buenos apoyos”, que las mujeres “tienen sus buenos borregos”.

Cada uno de sus grupos cuenta con 17 beneficiarias que van desde los 29 años hasta los 70: tenemos señoras de 60 y somos más responsables las (a)buelitas de 70 años, porque son las que salen, se dedican más mejor a sus borregos y responsables de sus ahorros.

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Faltan las botas, sobra la lengua

La beca que recibe como promotora le ayuda a “sobresalir adelante”, ante todo en el pago de algunos medicamentos y otros gastos relacionados con la salud. Es una “pequeña beca” que le ha “ayudado muchísimo” y se siente agradecida porque la tomaron en cuenta para asumir la responsabilidad de ser promotora, un trabajo que inició con la dificultad que representaba llegar a las comunidades que no conocía, brincando de “monte a monte”, esquivando perros, “hasta le decíamos a la delegada que nos comprara botas”.

Las mujeres aprenden y crecen, acepta. Sin embargo, las Reglas de Operación de apoyo a las comunidades tienen un lado flaco: la castellanización.

Cómo le voy a explica[r]. Este programa es más para las mujeres indígenas, los que hablan su dialecto, su habla, sea otomí, mazahua.

Expone que cuando las mujeres dejan de hablar su lengua, aún sin haber superado los niveles de pobreza, dejan de ser sujetas de apoyo: “ya no entramos”.

Doña Jose advierte que desde las escuelas hay cierta negación hacia la cultura mazahua, se deja de usar el vestido tradicional a cambio de uniformes. Recuerda que su papá le decía “cuidado que vas a estar hablando mazahua, vas a aprender lo que tu maestro va a decir en español”. El resultado: “somos abuelos, papas o tíos mazahuas, pero ya no hablamos, y sí es cierto señorita, eso es la verdad”.

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Elvira González Morales

Voluntad para cambiar es lo primero

En siete comunidades, Elvira atiende a ocho grupos, integrados por mujeres de entre 24 y 56 años de edad. Los grupos compuestos con 10 o 13 beneficiarias, trabajan la cría de ovinos y pollos, además de proyectos alternativos de artesanías de algodón, bordado y costura.

Como promotora Elvira se encarga lo mismo de difundir el POPMI en las comunidades, que de brindar capacitación o acompañamiento y de supervisar cada proyecto, pero la labor inicial y acaso la más complicada para Elvira es hacer labor de convencimiento para que las posibles beneficiarias acepten ser parte de los proyectos. Es una actividad incesante que le ocupa de mañana a tarde, al menos cinco días de la semana. El sábado y domingo son los días en que puede atender otras actividades, en su casa o con su familia. El tiempo es corto y le impide tomar parte de las decisiones que tienen que ver con la comunidad o al menos con la escuela donde estudia su hijo, ya que “las asambleas comunitarias para dichas decisiones son entre semana, los días que ella trabaja”.

Dice Elvira que en general las mujeres no asumen cargos de autoridad, porque las huellas de la discriminación son profundas. Una mujer tiene oportunidad de asistir sólo a cierto tipo de asambleas y tomar nota de los asuntos, comunicárselos al esposo que trabaja fuera de la comunidad o del país y luego informar la decisión que él haya tomado; en los asuntos ejidales, las mujeres deben contar con una carta poder del marido o el visto bueno del hijo mayor.

Cuando son cargos fuertes, por ejemplo, de delegados, no aceptan a las mujeres, hacen planillas de puros hombres. La mujer no es aceptada, supuestamente, dicen que la mujer no puede con esa responsabilidad.

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Explica que la comunidad sí permite “que algunas mujeres tengan un cargo dentro de la escuela o en la clínica”, pero no en las delegaciones o comisarías, porque “dudan de la capacidad”.

Su trabajo como promotora enfrenta el arraigo de esas costumbres donde las mujeres están al margen, donde simplemente participan, “nada más dan su punto de vista” pero “no pueden votar”, ni asumir “cargos fuertes”; enfrenta la herencia a la aceptación de las cosas que otros ya decidieron “y pues nosotras decimos sí”.

Convencer a las mujeres de los beneficios de un proyecto es una labor de sensibilización y de toma de conciencia, enseñarles que serán ellas las dueñas y administradoras de un recurso, significa vencer la barrera de las costumbres, “porque no es tan fácil que un grupo de personas cambie”.

En las herencias que limitan la participación de las mujeres y endurecen la barrera, figuran además las acciones gubernamentales, rasgos discriminatorios que se dejaron ver en el otorgamiento de apoyos, que antaño sólo se destinaban a los hombres. Cuando Elvira era niña, recuerda que a la hora de dar apoyos, el gobierno ponía por delante a los hombres, porque la mujer “supuestamente no estaba apta para manejarlos”.

Las cosas, afortunadamente, han cambiado, “a lo mejor el gobierno ya viene simplificado sus formas de a quién va a dirigir esos programas, por ejemplo, de Oportunidades, programa POPMI y otros programas para las mujeres”, dice.

Más piedras en el camino

La discriminación a las mujeres alcanza los linderos del derecho a la tierra y a la educación que, en la práctica, son prebenda masculina en muchas familias que consideran que, como una mujer se casará, es inútil mandarla a la escuela; y cuando de repartición de tierras se trata, sólo se piensa en los hijos.

Cuando es viuda, la mujer toma la decisión. Cuando vive el esposo y la esposa se conciencian para ver qué tanto le dan al mayor, al menor. Pero hay familias que dicen: mi hijo es varón, mi hijo es el que se tiene que quedar con la tierra.

Elvira destaca que en su familia el caso fue distinto, porque su padre dispuso, antes de morir, que las tierras se repartieran en partes iguales entre hombres y mujeres, tratando de asegurar a las hijas, porque “no sabemos el día de mañana si se vayan a casar, no sabemos cómo será su vida matrimonial, qué tal si no les va bien”.

En el escarpado terreno de la discriminación a las mujeres, está la descalificación entre las mismas mujeres. Admite Elvira que cuando un hombre apoya a una mujer, otras lo ven como una osadía femenina. Piensan que la participación de los hombres en las tareas domésticas, cuando por ejemplo “ayudan a sus esposas a cargar el bebé, las llevan a lavar”, están rompiendo con las costumbres y la mujer está asumiendo un mando que, por tradición, no le corresponde. “Dicen ‘mira ya lo hizo pendejo, aquí ya manda la mujer’, o sea como que ven mal que el hombre se involucre a las actividades de la mujer”.

Si las mujeres tomaran “otro tipo de conciencia”, las cosas serían distintas, pero “en lugar de apoyarnos, entre nosotras nos echamos tierrita. Decimos es que los hombres son malos, es que los hombres son esto y entonces uno se pone a pensar qué has hecho tú. Es muy complicado la verdad”.

Reconoce que cambiar es un proceso lento donde la influencia principal está en el valor que una mujer se da a sí misma. Aun cuando una que otra ya participa en reuniones, toma la palabra, dice lo que piensa y lo que siente; aun cuando les lleguen a ofrecer proyectos e infinidad de pláticas “si las mujeres no tienen voluntad de cambio, la voluntad de quererse ayudar, aunque uno esté ahí, no se va a poder”.

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Dinero, tiempo y contactos

Detalla que antes de echar a andar un proyecto, lo prioritario es la selección de las comunidades, corroborar que sean hablantes de lengua indígena, al menos en un 29%, que se trate de una comunidad no mayor a 10 mil habitantes, que las beneficiarias no tengan experiencia en el trabajo organizativo y no sean deudoras.

Considera que los recursos para cada proyecto deberían ser más elevados. Los 100 mil pesos que se otorgan es poco dinero porque no alcanza para impulsar el proyecto y “les toca re bien poquito a las integrantes”. Además, las reglas de operación del POPMI necesitan ser más incluyentes, abrirse a las personas que cuentan con antecedentes de trabajo en la comunidad, “que se han esmerado”, y considerar que una persona no deja de ser pobre cuando ya consiguió levantar una casa de loza.

Es una limitante porque nosotros no sabemos qué contestarle a las personas, aunque les expliquemos que son reglas de operación, que tenemos que basarnos a ellas: “sí pero yo también soy pobre”. Entonces que el programa sea abierto, que sea para todas las mujeres que desean participar, porque todos viven en extrema pobreza y todos son pobres.

El POPMI es un programa diferente a los que se han puesto en marcha en la comunidad; éste cuenta con un seguimiento, las mujeres adquieren conocimientos que les permitirá continuar trabajando, si ellas lo deciden. Otros sólo otorgan el recurso y “adiós, no saben si las mujeres se reúnen. Regresan al año, si es que regresan, si es que se acuerdan”. No obstante, el POPMI debería contar con dos elementos más: ampliarse en el tiempo y facilitar a las beneficiarias los contactos con otras instituciones.

El contacto con otras dependencias es otra de las peticiones que se desprende de los propios resultados del POPMI. Una vez que las mujeres han aprendido a trabajar organizadamente, la CDI, sugiere, podría entregarles un diploma que respalde la experiencia y los años trabajados, y vincularlas con otros programas que trabajan con mujeres para seguir ascendiendo.

Cuando se dé el cierre del programa, les den como un certificado en donde ellos comprueben, donde ellos presenten ante una institución que ha trabajado un cierto periodo con el grupo y que han tenido ciertas experiencias en cuanto a ese proyecto.

Caminando o en bici, pero sin armas

Llegar a las comunidades rurales es como lanzar una moneda al aire, de la que puede resultar contar con la suerte o no de que haya transporte e interceptar el camión a tiempo, de lo contrario “a caminar, a caminar y a caminar”. Lo importante es llegar, no dejar plantados a los grupos, porque las mujeres tienen actividades familiares que dejan para acudir a las reuniones y en caso de que éstas se tengan que cancelar, es necesario avisar con uno o dos días de anticipación.

Un día la dejó el camión, se montó en la bicicleta, cortó camino por el cerro y llegó, 15 minutos tarde, con la cara raspada. Los toros la corretearon, perdió el control de la bicicleta y cayó. Como promotora atraviesa los cerros en medio del aguacero, escapa de los toros, de los perros y las víboras.

No, si uno como promotora… bueno yo no lo veo como algo muy complicado porque ya voy a cumplir seis años, no. Me gusta mi trabajo, sí es pesado, pero me gusta.

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Su labor como promotora impacta la vida de las mujeres. Ellas cambian para sí mismas, en la relación con sus familias y en la visión de su comunidad, porque aprenden a gestionar, toman iniciativas. Solas, narra Elvira, las mujeres de uno de sus grupos que no contaban con luz eléctrica gestionaron con las autoridades y ya tienen ese servicio.

Cree que el trabajo de un grupo puede reflejarse en el resto de las personas, porque “si ellas quieren se puede lograr, entonces dirán ok, si ellas pudieron por qué nosotros no podemos, ya vieron cómo le hicieron y cómo están, entonces yo digo que sí se podría”.

Entre las propuestas de Elvira, además del aumento de los recursos a los proyectos y el pago a tiempo de la beca que ella recibe como promotora, está la de contar con un gafete que las identifique como promotoras, porque “a lo mejor sí somos promotoras”, pero “vamos a las comunidades sin armas”.

Isabel Rulfo Cruz

Platicas bonito, pero no me interesa

Isabel trabaja con 10 grupos en nueve comunidades. El número de localidades y proyectos puede variar, dependiendo del diagnóstico, distancias y del funcionamiento que vaya teniendo cada grupo. Hay algunos que se les da de baja “es dependiendo cómo trabajen” o porque el clima echó por tierra los avances y hay que volver a invertir en otra idea, o por la falta de comercialización y capacitación, o porque el proyecto acabó su ciclo.

Subraya Isabel que son pocos los grupos que no se interesan en trabajar pero, a veces, cuando el proyecto se cae, las mujeres no tienen los suficientes recursos para volver a levantarlo, porque apenas les alcanza para el gasto de la casa.

Hay comunidades donde las mujeres tienen ganas y decisión, pero otras donde “llegas y las invitas y no”. Pese a observar, en el diagnóstico, que se trata de casas humildes donde las mujeres viven mal, hay quien le dice no interesarse por el programa: “tú me estás platicando muy bonito, pero no me interesa, te dicen”. No tienen ganas de trabajar, de salir adelante.

Esa falta de participación obedece, en cierta medida, a la falta de iniciativa propia pero también a las restricciones que las mujeres tienen de sus parejas. Muchas no lo dicen, pero las actitudes expresan lo que puede estar sucediendo al interior de sus hogares. Isabel ha aprendido a reconocer que el silencio o la ausencia de alguna de las integrantes está relacionado con los celos del esposo o con la intervención de la suegra.

En la falta de participación también aparecen las brumas que enturbian las actividades de la promotora, que si “somos unas mujeres que no tenemos nada que hacer en la casa”, que si de “aquí a la tomada”. Insistir en que las reuniones son para aprender cosas nuevas, que son para aprender a convivir y a poner en marcha un proyecto que les ayudará en su economía es lo cotidiano, así como conciliar con los esposos, a quienes invita para que certifiquen qué es lo que hacen la mujeres.

No estamos platicando mal de ellos, nomás se está trabajando de manera organizativa y que ellas también tienen sus derechos. Es hacer entender al marido. En mis pláticas, en ocasiones ha llegado hasta el delegado. [En] La última plática que di estuvieron cinco hombres. No es común ver hombres ahí.

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Detectada la violencia, combatirla

La violencia a las mujeres es un problema detectado en las comunidades que atiende Isabel, atacarlo sentaría mejores bases para la promoción e instalación de los proyectos. Una iniciativa fue dar “un pequeño tallercito de violencia intrafamiliar” (hace un año y medio), “entonces nos han cuestionado por parte de la directora”. Pero luego seguirá uno de sexualidad para que las mujeres aprendan “a amar su cuerpo” y conozcan sobre métodos anticonceptivos.

El taller de violencia ayudó a las mujeres a reconocer que existen diferentes tipos de maltrato y que ninguno es normal. Aprendieron que limitarlas o descalificarlas son formas de violencia y no sólo la expresada con golpes que les “dejen el ojo morado”.

Atender el tema de la violencia no forma parte de las líneas a seguir por la promotora, sin embargo en su tema que recurrentemente sale a relucir en el diálogo con las beneficiarias. Orientar a las mujeres, “a lo mejor escucharla nada más” es una actividad que Isabel se siente comprometida a realizar; sabe que las mujeres tienen que ejercer sus derechos, y les dice que: “no tienes que ser maltratada, porque al final de cuentas, tú no eres propiedad de tu esposo”.

Con la suerte a favor

Destaca, ante todo, que hay “mujeres luchonas y hay mujeres que no les gusta trabajar; eso también se ve en los grupos”. Pueden empezar con cinco borregos y no los logran, por falta de cuidado, aunque algunas aducen mala suerte, cuando lo que pasa es que “no los saben cuidar”.

Los resultados de un proyecto están en la dedicación que le pongan, la participación de la promotora queda orientada a coordinar, supervisar y alentar; al final son las beneficiarias las que ponen manos a la obra. “Si yo como mujer tengo ganas de trabajar salgo adelante con los proyectos, pero en los grupos hay una o dos que le llega la flojera y la que tiene menos ingresos es la que tiene menos borregos o menos lechones o pollos”.

Esa falta de empuje se refleja en el resto de las actividades de la comunidad, cuando una mujer no acude a las juntas de la escuela o manda a los niños mal comidos. Entonces, “sí afecta en la participación de la comunidad”.

Hay casos donde las mujeres, curiosas, se acercan a preguntar. Narra el caso de tres señoras que vivían con la suegra. Se les dio un proyecto de ovinos, los fueron criando. Isabel trabajó un año con ellas, “vi la iniciativa, que tenían ganas de trabajar, que ellas lograron hacer un cuartito, que no lo hicieron de loza, lo hicieron de lámina pero son las ganas que ellas tienen de trabajar”.

Identificar la disposición de las mujeres, notar que no se vencen tan fácilmente es parte de las habilidades que ha desarrollado a partir del trabajo como promotora. La firmeza para alentarlas es también su labor.

Ellas siguen adelante y de que necesitan algo para la casa, ahí agarran. Les dices tú estás viendo que te está ayudando algo ese pequeño proyecto, que a lo mejor no se van a hacer ricas pero de ahí es algo que van valorando.

La beca, aunque sea poca

Quedarse en casa luego de cinco años de andar en las comunidades es una imagen que ya no encaja en la vida de Isabel. Se ha encariñado con los grupos, ama su trabajo, se ha acostumbrado y ha desarrollado habilidades: observar, detectar cualidades en las mujeres, conciliar con los maridos, proponer y dar talleres, escuchar, orientar. Todas son tareas que realiza con denuedo, aunque la beca sea poca. Para Isabel la satisfacción está en el éxito de los grupos.

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Estoy más acostumbrada a andar en comunidad, si me quedo aquí digo ‘estoy aburrida’. Quiero estar con las mujeres, viendo los proyectos, identificar los problemas que tienen. Vas a las comunidades y sabes que han tenido buena producción de huevo, han tenido buena producción de ovinos, entonces a ti te da tanto gusto como promotora.

Mantener los grupos unidos y acudir para dar seguimiento a los proyectos son tareas que se cumplen, con todo y las dificultades que representa el transporte y el tiempo consumido en los traslados, en zonas de difícil acceso "en ocasiones hay que empezar desde las seis de la mañana, caminar entre 7 y 10 kilómetros para internarse en las comunidades, pagar hasta 170 pesos por un taxi para que la lleve a su destino, reduciendo así el ingreso que percibe. Resalta que hay que aprender como promotora a organizar las actividades de la casa con las del trabajo de campo; se deben tener presente llegar a tiempo para alcanzar el camión, si éste pasa, si los caminos no están enlodados, o bien, arriesgándose en ocasiones a pedir aventón a los camiones del gas, de refrescos o los de cerveza, y hasta al panadero.

Me arriesgo como promotora, tenemos que salir a campo y hay comunidades de que tienes que entrar al monte. Ahorita hay personas que se dedican a asaltar, entonces es el temor de andar en comunidad, aparte los perros y las víboras y las lluvias que hay que tener cuidado.

Cuando las reglas cambian...

Las Reglas de Operación del POPMI van cambiando, en ocasiones sólo textos breves, o de mayor extensión e impacto, tales como la reducción del porcentaje de hablantes de lengua original, con lo cual se modifica el universo de beneficiarias (de 29% bajó a 22%, anota Isabel). Algunos cambios están lejos de la realidad de las comunidades, en cuanto a cobertura, hay regiones que reclaman apoyo y ya no están contempladas como zonas indígenas. La base del diagnóstico, reitera Isabel, son los datos del INEGI, pero están sesgados porque las personas hablantes de lengua indígena, a la hora de los censos, la niegan, “les da pena decir” y por tanto los datos oficiales no lo registran.

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Otro sesgo es contar con una casa de loza. Que si bien las familias las consiguieron absteniéndose de comprar ropa e incluso alimentos, la sola observación las deja fuera de los apoyos.

Te dicen ‘¿por qué, si somos gente humilde?’ Es que no cumplen con las reglas de operación, dicen que tienen que ser de alta marginación, que se necesita casa humilde, pero es la observación que ellas hacen y nosotras como promotoras.

Marina García González

Vencer la inercia

El número de grupos beneficiados por el POPMI se distribuye en partes iguales entre las cinco promotoras que trabajan la zona mazahua del Estado de México. Los grupos pueden cambiar cada año, según va surgiendo el trabajo y dependiendo del tiempo que “tenemos atendiéndolas, porque si ya tienes tres, cuatro años, si ha habido grupos que durante este lapso ya no están bien organizativamente pues entonces se les da de baja y se retoman nuevos”, puntualiza Marina García González, quien tiene a su cargo siete comunidades donde trabaja con 73 beneficiarias de entre 20 y 50 años de edad.

Para que un grupo funcione se necesita la presencia de un líder, una mujer que maneje el grupo. Sin embargo hay obstáculos que impiden la puesta en marcha de los proyectos, entre ellos están las diferencias políticas, los problemas personales que surgen al interior del grupo y la influencia de los hombres. Cuando ellos están en una reunión en lugar de ayudar a las mujeres les “meten malas ideas” o no dejan que las mujeres participen y se empeñan en hacer valer sólo sus opiniones por encima de lo que digan ellas.

Varias veces he tenido que correr a los hombres. ¿Por qué?, porque yo les he dicho ‘ustedes saben, desde un principio, que el programa era exclusivamente para mujeres; saben qué, pues está muy bien su opinión pero en este caso yo trabajo con mujeres, les pido de favor que se retiren porque pues no, así no podemos trabajar’.

Los hombres se van, pero no siempre de buena gana ni solos, sino que se llevan a la mujer y “a lo mejor hasta les pegan”, como en el caso de una señora que el marido la sacó y al llegar “a su casa la violó a su esposa”. Mujeres que se van y no siempre regresan. Situaciones así fracturan el trabajo.

Jalando y empujando

Marina se la pasa jalando gente, empezando un grupo, otro, y volviéndolo a integrar. Así, la organización no se presenta fácil. Vencer la inercia de las mujeres es otro de los retos para ella. Hay quienes no “son participativas” otras que “le ponen interés”, hay puntuales e impuntuales, están las que acuden a la cita con dos horas de retraso, están aquellas a las que tiene que ir a buscar a su casa.

Marina espera, va de puerta en puerta, platica, motiva, se hace preguntas, inventa nuevas formas para que las beneficiarias comprendan el valor de los proyectos además del significado de las palabras. Les habla en su lengua, resignifica palabras, intenta paso a paso darse a entender, avanzar, formar un grupo, mantenerlo, volverlo a integrar, hacer su trabajo.

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Quizás al principio sí demuestran interés, pero hay personas que teniendo el proyecto ya instalado, luego a veces se deshacen ya no hay interés. ¿Por qué?, porque muchas de las veces habemos personas que nomás nos interesa el recurso o las cosas, pero nomás lo obtenemos y ahí nos vemos, entonces es lo que pasa con los grupos.

Borregas para todas

Muchas de las mujeres no saben leer ni escribir, y cuando hay que hacer operaciones aritméticas, Marina les enseña el cómo y el cuánto, aunque las beneficiarias le propongan que sea ella quien lleve a cabo ese trabajo. Marina se las ingenia para que aprendan a distribuir, por ejemplo, 90 borregas entre 12, o multiplicar 10 billetes de 200 por 1 o por los que sean.

Sabes qué, hazle así, cuéntalo así y luego de ahí tú le sumas, lo que te dé allí es lo que tienes de dinero. Entonces yo así les ayudo a contar y ya le digo pues sí, sí está completo, guárdelo, así les voy enseñando. Luego les hago broma: a ver, 8 por 5. Así les hago broma para ver qué hacen o qué dicen, ‘no pero es que no sabemos’.

Les enseña el manejo del dinero, a partir de 1 más 1, para internarse en el curso contabilidad básica, mediante el cual aprenden a llevar un registro de entradas y salidas, para que vean en el papel si sobró o faltó dinero y tengan un registro de las compras que se requieren para el proyecto. Detalles que marca el llamado “anexo técnico”, lineamientos que establece la institución y que ella debe “bajar” para que las mujeres lo entiendan y sepan llevar las cuentas. Cuando da la clase, Marina hace un símil con la lista de los útiles escolares que mandan las escuelas para los niños. Así les explica, así le entienden.

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Las mujeres aprenden, pero una de las necesidades que debería atender el POPMI con las beneficiarias o la comunidad es “apoyarnos con una escuela o no sé, así para los adultos, lo que es el INEA”.

Esfuerzos fuera de regla

Marina expresa que las Reglas de Operación indican que las comunidades a beneficiar deben cumplir con requisitos que están fuera de la realidad. En 2003 el reglamento era apoyar a las viviendas “dizque más necesitadas”, pero si las familias tenían casa de teja o adobe, quedaban fuera del apoyo, cuando en realidad es que las personas descartadas por el programa se esforzaron en mejorar, en conseguir lo que tienen, lo mismo saliendo a vender que trabajando en Estados Unidos “para buscar el bienestar”.

El hecho de que se viva “muy pobre” puede ser respuesta de la falta de participación. En su constante lucha contra la inercia, Marina se ha topado con casos donde la gente no está interesada en sobresalir y “nomás se dedican a tomar”. Hay personas que están acostumbradas a recibir sin dar nada a cambio, ni siquiera un poco de tiempo, que es lo único que les pide el POPMI, disposición.

Empero, Marina considera que el apoyo debería otorgarse a la gente que realmente esté comprometida con el deseo de salir adelante. En las comunidades, en el tiempo que se levanta el diagnóstico, pidió la opinión de los delegados para que le ayudaran a detectar a las personas que colaboran y se organizan en un trabajo comunitario, y descubrió que siempre son las mismas.

Los resultados de los apoyos federales otorgados por el POPMI y el Programa Oportunidades, dice, se notan en el crecimiento de las mujeres, que ahora se juntan para lograr beneficios comunes, como la construcción de un depósito de agua.

La CDI ha contribuido a mejorar las condiciones de vida de las mujeres, y podría ampliar su ámbito de intervención, para que contaran con más herramientas para su desarrollo, a través de la impartición de talleres de género y sexualidad, y de métodos anticonceptivos.

Beca exigua, débil apoyo

En una ocasión, Marina estuvo al borde de una violación sexual y, en otra, escapó corriendo de unos maleantes. En pleno campo, sin conocer aún veredas, caminos ni atajos, se echó a andar, salvándose. Cuando ocurrió el primer ataque, lo comentó en la coordinación de la CDI mas no denunció. La segunda ocasión prefirió guardarse los detalles por temor a no ser tomada en cuenta y no pasar por “chismosa”. Lo que sí hizo varias veces fue pedir el apoyo de un transporte para acudir a las reuniones de trabajo y para supervisar los proyectos. La respuesta fue mandarla con un chofer o con el médico, así Marina se sentía protegida, pero no todo el tiempo estaba disponible el vehículo.

Detalla que el dinero de la beca que recibe como promotora, además de ser su sueldo, también lo usa para pagar el camión o un taxi, “a veces nos tenemos que gastar todo en pasajes y a nosotras no nos queda nada”, porque un servicio particular de taxi cuesta entre 15 y 70 pesos que tiene que gastar debido a que hay comunidades a las que no llega otro transporte.

Tengo que hacerle así, pues de otra manera, pues no, es que por ejemplo ahí donde la ejecutora, pues a veces ellos van, me dejan en la comunidad, pero ya de regreso arréglatelas, o sea tengo que regresar caminando.

Andar sola “sí es muy riesgoso”, revela. En pláticas con otras promotoras, destacan las mismas carencias: el reducido monto de la beca y los riesgos, perros que salen a su encuentro, víboras en

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el camino y el miedo a ser atacadas sexualmente. Los riesgos son inminentes y el apoyo de la institución es insuficiente.

Marina no se siente particularmente apoyada por la institución para la que trabaja, aún cuando le dicen que forma parte de un equipo.

No yo siento que no. Supuestamente somos un equipo, mas sin embargo, si fuéramos, pues bueno, si van a la comunidad o yo las acompaño, pero no. Me acuerdo, cuando estuvo la directora Xóchitl Gálvez, cuando estuvimos en Cuernavaca, Morelos, [expusimos] todo lo que estábamos pasando, lo único que nos dijo ‘para los perros les vamos a regalar unas botas y un bastón de !ay cómo dijo! eléctrico’.

En tiempos recientes también han comentado los riesgos, pero no han tenido respuesta, “siento que no, de parte de la institución no hay tanto apoyo”.

Leidi Aracelli Kamul López

Primero fue el interés por llevar salud a su comunidad, el beneplácito de saberse útil, y luego, la invitación a concursar para integrarse a un programa específico para mujeres: “un día pensé en trabajar para esa institución, "pasaba y decía" algún día voy a ocupar un lugar allí, voy a trabajar allí”. Y el día llegó cuando el director le informó que había sido aceptada: “pero, ¿cómo?, si no tengo estudios como las otras muchachas. No, "me dijo", pero tienes experiencia. De ahí me vinieron esos ánimos de estudiar”.

Leidi Araceli Kamul López es, desde hace cuatro años, una de las 18 promotoras con mayor antigüedad en el Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI), de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).

Como todas en el país, Leidi promueve en su tierra natal, Yucatán, los beneficios del financiamiento para proyectos productivos organizados por y para mujeres de escasos recursos. Aquí donde, como ella dice, los apoyos no llegan y la gente se ve en serias necesidades; en esta zona de llanura, de pisos rocosos y escarpados, de calores que cocinan en el verano mientras las aguas inundan los subsuelos; donde cada vez menos se dedican al cultivo de la tierra porque las lluvias son escasas y si se logra sembrar una hectárea de maíz, a veces se pierde.

Kopomá, municipio donde las mujeres son multíparas y tienen hasta doce hijos sin posibilidad de recuperar el cuerpo, de espaciar los embarazos. En contraste, la Hacienda de San Bernardo, la localidad de mayor importancia ubicada en el centro-oeste del estado, es habitada por 420 mil personas que integran 115 familias monoparentales con dos o tres hijos, y tan solo unas 10 extensas, porque comparten espacio con nueras o abuelos.

Leidi tiene la radiografía clara: los maridos trabajan la tierra, las y los jóvenes estudian (quienes no obstante, migran por mejores oportunidades). Ellas, las solteras, convertidas en el único ingreso familiar, se insertan en el trabajo doméstico cuya oferta es amplia en Mérida, la capital, o en Bachoco, la procesadora de pollo instalada en Chocholá donde, sobre todo los hombres, encuentran opciones como capataces u obreros.

Por eso Leidi cree en el POPMI, pues está convencida de que ayuda a la superación de las mujeres y evita la migración, la separación de las familias. Si bien es cierto que para algunas mujeres organizarse en un proyecto implica dobles jornadas de trabajo, lo es también que las hace sentirse útiles, que obtienen un ingreso y demuestran que su decisión es beneficiosa para la familia: “cuando iniciamos este trabajo, los esposos decían que nos reuníamos para perder el tiempo y que no íbamos a ganar nada. Con hechos ellas han demostrado lo contrario y hasta los esposos contribuyen, ayudan y eso permite que las mujeres se involucren un poco más”.

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Este año, Leidi coordina 17 grupos en cuatro comunidades de este municipio. Son organizaciones que agrupan de 10 a 15 mujeres. Es responsable de dar seguimiento al trabajo productivo y la capacitación de 160 mujeres.

Mayas de piel de cobre, lisa y brillante como castaña decembrina, mujeres que han probado la libertad y la convivencia con sus congéneres, que han hablado sobre la depresión causada por el encierro al que obliga la vida exclusivamente doméstica, jóvenes y viejas que se cuentan sus cuitas como pares, que se atreven a reconocer sus dolores de cabeza, el malhumor, enfermedades que hoy han exorcizado “porque estando con un grupo, en un proyecto, ya se sienten útiles y que hacen algo que les sirve a ellas”.

De huipiles sencillos y delicados, bordados de flores multicolores que ribetean el corte cuadrado al cuello y el borde del faldón, que cae sobre el fustán de finos recamados que cubren sus rodillas, las mujeres de Kopomá determinan el objetivo de su proyecto; hay de servicios y agropecuarios, hace poco se apoyó uno de borregos, hay panaderías y papelerías, y en San Rafael se financió una granja de cerdos. Existe un grupo que cría pavos para engorda y tiene el incentivo adicional de estar pensado en ayudar a la nutrición de las y los niños de la comunidad.

En cada ciclo productivo, cuenta Leidi, se organiza un almuerzo que incluye comida y postre, y las mujeres han buscado involucrar a otras instituciones, como el DIF y recientemente, Un Kilo de Ayuda. En la comunidad han dado de qué hablar pues jamás un programa o un grupo de mujeres se había preocupado por contribuir en ese aspecto.

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Este proyecto tuvo el apoyo de los ejidatarios, quienes cedieron el terreno donde echarlo a andar, condición sine qua non para el financiamiento; cooperación indispensable dada su condición de mujeres sin derecho a la tierra; ayuda que ellas retribuyen con los almuerzos comunitarios en favor de la propia comunidad infantil.

La condición de ser mujeres ha obligado a romper esquemas. Hay esposos que amedrentan con el abandono o la violencia física, pero ellas juntas encuentran la fuerza y, en el trabajo conjunto, la certeza de que solas pueden salir avante. Sólo cuando demuestran que hay beneficio económico, ellos aceptan que sus mujeres acudan a los cursos que se ofrecen, incluso, muchos de ellos, fuera de sus comunidades.

Leidi tiene sus propias estrategias. Se vincula con el Comisariado Ejidal, promotoras de salud o vocales de Oportunidades para abordar una comunidad y, si es necesario, con síndicos o presidentes municipales. El objetivo es llevar la información del POPMI. A la gente le inspira confianza porque habla la misma lengua, porque viene de otra comunidad y no de la capital. Porque habla claro y sin tapujos.

Perspicacia que le ha dado la oportunidad de llevar apoyo técnico y capacitación, incluso de amigos cuando el oficial falla. Habilidad que ha desarrollado para ayudar a que la comercialización de los productos traspase las barreras de la localidad y se oferte en otras comunidades, dando pie a un mayor mercado de venta. Ahora está en busca de una figura legal para el grupo del proyecto de pavos, los carteles colocados en otras comunidades han devenido en pedidos de kilos de carne.

Destreza que Leidi aplica incluso a los grupos más antiguos, los que ya no visita con la frecuencia del recién organizado, a los que vuelve de manera espaciada y que le demandan su presencia con mayor asiduidad. Mujeres que reclaman: “ya nos olvidaste, estás trabajando más con ellas que con nosotras”. Socias a las que responde con su voz templada: “yo trabajé con ustedes, les enseñé, les mostré qué hacer y aprendieron. Hay que darles oportunidad a otras. Quizá el programa termine un día, pero tengan por seguro que lo que aprendieron no se los va a quitar nadie”.

Sagacidad que le ha permitido resolver desde la alfabetización de mujeres que hoy saben “aunque sea con garabatos” estampar su firma, hasta conciliar intereses políticos, ejidales y comunales en favor de los proyectos y de las socias, incluso, defender a las mujeres de los abusos de las autoridades, como el de aquella que le confesó las malas intenciones del comisario ante su petición de tierra, al que enfrentó amenazándolo con levantarle a la gente si volvía a molestarla y que, por supuesto, desistió de su pretensión: “muchas mujeres por temor, ceden, porque saben las consecuencias de su condición de mujer, de la manipulación y el maltrato. Pero no por eso hay que rendirse”.

Leidi acomoda la vista en los pochotes que sostienen el techo de palmas que cubren el comedor al aire libre, y deja deambular la mirada por el sendero cubierto de hiedras desparpajadas. “No sé qué me falta en mi casa que sigo saliendo. Tal vez no me pagan por todo lo que hago, pero no quiero quedarme como estoy y tampoco quiero que las mujeres de la comunidad se queden así”.

Rosario Sosa Quintal

Doña Chari es promotora fundadora del Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI) de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.

Separada de su pareja tras un matrimonio de 34 años, ávida estudiante de la salud y la educación, pero sobre todo comprometida con el trabajo por y con mujeres, no le fue difícil tomar la decisión de proseguir su carrera formando y orientando grupos femeninos para la productividad y el desarrollo personal y familiar.

Si bien la posibilidad de un ingreso económico es fundamental para su manutención, Chari complementa sus percepciones con otras alternativas, pero no deja de ofrecer la capacitación que ella ha tomado en programas como Oportunidades, o que ofrece el POPMI a su personal de promoción.

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Yo no me doy por vencida, como mujer y como promotora siempre busco algo para tener un dinero extra, me vuelvo ahorrativa, trato de economizar y mis hijos, que ya están trabajando, también me empiezan a ayudar económicamente; y cuando vives en una comunidad, las cosas no son caras, todo es barato. Afortunadamente tuve la idea de comprarme una casita, ahora tengo un techo dónde dormir que poco a poco he ido mejorando.

Chari coordina y vigila el trabajo de 15 grupos en igual número de comunidades, cuya suma alcanza en su conjunto más de 340 mujeres organizadas en proyectos productivos.

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A diferencia de otros grupos que se desenvuelven en un ambiente de machismo y atraso, doña Chari se sabe ejemplo de tenacidad y desarrollo para las mujeres de Chuncanán, porque la ven trabajar, la han visto acarreando a los hijos, porque toma sus propias decisiones, porque si bien es una mujer madura, se le ve joven, “me siento joven”, y porque en la soledad de su nueva vida, está más acompañada que nunca, toda vez que las mujeres se sienten en confianza para visitarla cuando alguna dolencia las invade.

Se trata de mujeres cuyas edades oscilan entre los 25 y 75 años, algunas hasta con ocho hijos; las más jóvenes tienen menos porque conocen más sobre salud reproductiva y métodos anticonceptivos; son mujeres trabajadoras porque en la comunidad, a falta de trabajo para los hombres, y siendo una pequeña zona turística de cenotes, ellas se trasladan hasta la ciudad para emplearse en el trabajo doméstico. Algunos maridos, aprovechando la afluencia de visitantes ofrecen servicios de traslado en truks, carromatos de cuatro ruedas jalados por caballos, aunque los más, se emplean en la albañilería o como mozos en las casas de la ciudad.

En esta comunidad, Chari vigila el proyecto de cría de pollos: “les dimos apoyo para los gallineros y los alimentos, cuando crecieron los animalitos ellas mismas decidieron que los cocinarían para ofrecerlos como comida al turismo que se acerca hasta los cenotes”.

Iniciaron sus actividades con unas mesitas en la calle, hacían sopa, ensalada y asaban los pollos. El proyecto creció y para darle continuidad promovieron la construcción de una palapa, se compró una estufa industrial, y en un tercer momento, se construyeron un par de baños ecológicos. Todo fue poco a poco, siempre buscando cuidar los recursos naturales, evitando la contaminación.

Al momento de hacer los balances, es viable contabilizar las buenas utilidades que ellas se reparten e invierten en la educación de sus hijos, así como en el transporte para que vayan a la escuela, que está en el pueblo y a donde pueden llegar sólo si salen de la comunidad en triciclo, truk o caminando porque los vehículos no tienen acceso hasta allá.

Pero hay comunidades con muchas menos ventajas que Chuncanán, porque se encuentran más alejadas de las cabeceras municipales y para ir hasta ellas es necesario emplear incluso seis horas en varios vehículos; porque no se habla español y la pobreza duele.

Tal es el caso de Memelac, donde Chari acaba de iniciar con talleres de capacitación. Allí, dice, la alimentación infantil es muy deficiente, hay desnutrición, las mujeres no han salido nunca de su comunidad, no cuentan con ninguna comodidad en sus casas como podría ser el piso firme o la televisión, no hay trabajo, los maridos se van a Cancún a emplearse como ayudantes de albañil y ellas se quedan solas. Cuando ellos vuelven, cada 15 días o una vez al mes, el dinero lo gastan en cervezas, dejando nuevamente en la nada a sus familias. Ellas son muy ahorrativas, cuidan los pesos y hasta el jabón con el que lavan la ropa.

En Memelac las mujeres siembran calabaza, chile y frijol para el consumo familiar, además con la entrada del POPMI están trabajando un proyecto de carnicería de cerdos y pollos. Recientemente inauguraron el local que ya tiene mesas, báscula y hasta un molino de carne; tras matar al cerdo hacen manteca, morcilla y venden la carne.También existen otros proyectos que implican embutidos como jamón, longaniza y chorizo, jarabe de horchata, servicio de comidas, y hasta uno de bateas yucatecas elaboradas de cemento, un poco más pequeñas que las normales, y se utilizan para lavar.

Gran parte de lo que producen los grupos es para el autoconsumo, pero siempre queda una buena cantidad para la comercialización, actividad que buscan en las ciudades cercanas y cabeceras municipales. Doña Chari acompaña este trabajo, las ayuda a hacer los enlaces comerciales y orienta a las mujeres para que los servicios que ofrecen y los enseres que hacen sean adquiridos a través de pequeños supermercados o en albergues. También ayuda a solucionar problemas como el transporte, el que muchas veces ha de sufragarse a través de la contratación de fletes, a no ser que las buenas relaciones que Chari mantiene con las autoridades municipales resulten en el préstamo de vehículos.

Rosario Sosa es una mujer de piernas fuertes, de corazón alegre y cuyo compromiso social es más profundo que las aguas que corren por debajo del subsuelo de su natal Yucatán. El entusiasmo

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que imprime en cada grupo que inicia, en cada proyecto que crece, en cada meta que cumple se percibe en el brillo de sus ojos cuando los refiere, los detalla, los revive.

Ella es una promotora exitosa que ha sabido transmitir no sólo los beneficios de un cuidado permanente en la salud de las mujeres y sus familias, sino que ha ayudado a lograr una organización y un trabajo de equipo fructífero en beneficio de las comunidades: “ninguno de los grupos que inicié en 2004, a pesar de que ya no reciben financiamiento, se ha desorganizado, siguen trabajando y produciendo”; su empeño en el mejoramiento de la economía familiar e individual arroja resultados positivos: “he fomentado la cultura del ahorro, ahora ellas cuentan con su propia cajita de ahorro” lo que las ayuda para el desarrollo de sus hijas e hijos.

Cada vez más mujeres quieren ser como Chari, por eso superan sus temores de analfabetismo o de ser monolingües, para lo que ella se presta como intérprete, y entonces las mujeres acuden a los talleres, salen de sus comunidades y participan.

Doña Chari imbuye en sus congéneres su filosofía: “la mujer puede lograr lo que realmente quiere en esta vida, trabajando, tratando de salir adelante”. Ella misma se define inquieta pero tenaz en su superación. Eso lo perciben en las comunidades. Eso demuestra, y su trabajo habla por ella.

Margarita Cen Caamal

Nació en Tahdziú, Yucatán. Finalizó sus estudios de primaria en el INEA a los 21 años de edad, pero no fue, sino hasta que ingresó como promotora del Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI), de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), cuando aprendió a hablar español.

Su ingreso a este programa se debió a que ya era conocida por su arrojo y desenvoltura. De adolescente, preocupada por la salud de su padre alcohólico, no dudó en acercarse a un centro de salud para demandar atención y ayuda; la actitud de la joven impresionó a los funcionarios que la atendieron: “Margarita, ¿cómo a pesar de la edad que tú tienes "era yo chica", piensas de esa manera, diferente a otras mujeres?, [ellas] no tienen esa habilidad o esa decisión de manifestar el problema que viven al interior de la familia”, recuerda la promotora.

La tenacidad por ver a su padre recuperado no tuvo frutos, pues se le diagnosticó una enfermedad terminal; sin embargo su carácter audaz y de preocupación por el bienestar ajeno se ha acrisolado.

Yo he visto otras necesidades a gran escala, mayormente las comunidades donde trabajamos hay niños que sufren desnutrición, si el POPMI contribuyera, o las mujeres vieran que el POPMI puede ayudar a mejorar la alimentación..., porque de lo que les toca a ellas es insuficiente para cubrir esa parte, no es lo adecuado o es insuficiente para ellas. Hemos visto, en los diagnósticos, que hay varias necesidades y el programa nada más puede cubrir uno, entonces el resto, si la autoridad no hace nada y las mujeres no tienen ese acceso, queda el problema estancado.

Así fue como la conocieron, “a lo mejor fue eso lo que lo motivó y lo acordó”. Para cuando fue invitada a concursar por una beca en el POPMI, Margarita ya estaba casada.

Primero fueron a ver a mi mamá y les dijo que yo ya me casé y averiguaron a dónde me llevaron y ahí van, me buscan, así fue como tuve esa oportunidad de estar en el Programa. Cuando me casé, mi esposo me llevó a vivir a un ranchito, era a cuatro kilómetros de Tahdziú. Un día, recuerdo, yo soy una de las mujeres muy inquietas en la vida y pido a Diosito que me ayude, por lo menos que me dé trabajo, y Dios escuchó una de mis súplicas y me fui a criar pavos, cochinos, a vender para que yo

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pueda salir con mi pareja, y una vez me visitaron los señores de la CDI, allá en el ranchito, me acuerdo que tenía una falda y una blusa, así yo me vestía porque no tengo para un huipil como éste, tan elegante, que cuesta carísimo; ahí me visitaron y me preguntaron si no me gustaría participar, de hecho en un taller, porque nos van hacer entrevistas, que un cuestionario y debía decir sí o no. Y será que yo pueda o no, yo no tengo la primaria, no puedo, sé que no tengo la capacidad de hacerlo y me dijo el señor que vino, ‘señora anímese, es una oportunidad que tiene, esto le va a permitir crecer, le va a permitir aprender, va a lograr ser una mujer diferente a esta que estamos viendo’, y dije sí.

Su marido fue renuente, “no te voy a dejar "le dijo", la primera razón es que vas a salir, vas a ir allá y quién va a hacer la comida”, pero Margarita no se detuvo, no se detiene. Camina las horas necesarias para llegar a las comunidades. Ya sea dentro del propio municipio de Tahdziú, en Chacsinkin, Yaxcabá, Tenquenkay o Yascoplil. Paga gasolina y pasajes a pesar de los magros recursos de la beca del POPMI: “hay comunidades que dura una hora, media hora, o si me voy en bicicleta es más rápido, y si está la época de lluvia, son obstáculos que no nos permiten realizar nuestro trabajo”.

Ante las adversidades, Margarita se crece. La cuota de grupos de mujeres que atiende se ha mantenido. Actualmente vigila los proyectos de ocho grupos, cada uno con 14 y hasta 16 integrantes. Son 91 beneficiarias las que cada semana la esperan: “soy la primera de que me dan más grupos, aparte hay grupos que me piden apoyo para hacer tal cosa y yo no he sido mujer cerrada de decirles no. Las apoyo en lo que sea, cualquier cosa que ellas necesiten de la comunidad, aunque no sea el grupo que me ha dado POPMI, igual les sirvo en lo que yo pueda”.

Esta mujer de piel tostada por el sol y piernas fuertes, robustas como troncos de cedro maduro, no sólo terminó la primaria y realizó un diplomado en Chiapas, sino que aprendió a hablar español, “ahorita lo estoy machacando bien, como se dice, de dos años”, y, para evitar habladurías malsanas en su comunidad y mantener su relación matrimonial en paz, involucró a su marido “porque vi esa necesidad que tengo como mujer de ser protegida al trabajo que voy a desarrollar, fue mi necesidad de protegerme, de cuidarme. Además está mal visto que la mujer trabaje y el hombre esté en la casa, incluso para mí fue como evitar ciertos conflictos que puede haber en mi pareja, que él vea dónde ando, cómo lo hago, qué realizo y que hasta la fecha me ha resuelto”.

Pero lo que más enorgullece a Margarita es su trabajo con las mujeres:

Las mismas mujeres que tienen ese problema que yo tuve, a lo mejor peor, a lo mejor ellas no pasaron lo que yo pasé o lo que estoy sufriendo de casada, pero sí ha sido un logro conocerlas, compartir, como dicen, nuestras alegrías, nuestras tristezas, ver cómo lo solucionamos junto con ellas. Para mí, ese fue un logro tan grande como abrir los ojos y ver que no soy la única que tiene problemas, no soy la única que tiene necesidades como mujer o como mujer sola.

Con una amplia sonrisa que ilumina sus dientes blancos, Margarita, con la frente en alto y cuya postura derecha hace recordar una espiga de maíz, anuncia la graduación para promotoras, en noviembre, acto en el que “nos están reconociendo con un papel de que sí tenemos esa capacidad de realizar ese trabajo con los grupos”. Y no es para menos el orgullo, pues ella sabe, ha vivido la invisibilidad del trabajo femenino.

Desde hace más o menos 10 años, las mujeres no son tomadas en cuenta, los proyectos siempre llegan a los hombres, ellos siempre tienen la oportunidad y siempre, hasta la fecha, han tenido que a ellos les llegan recursos. A mí, cuando me invitaron a este programa, es un sueño que yo tuve, que un día yo logre ver, o

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logramos demostrar que somos mujeres y que por el hecho de ser mujeres sí tenemos esas capacidades de desarrollar, de trabajar, de demostrar de que sí somos capaces de varias cosas, demostrarle la valentía y de que sí podemos luchar para que nuestros hijos o la familia viva mejor; es importante tener algo, poder darle estudio a la familia, que a veces no se puede porque no se tiene ningún recurso económico, no tienen, como dicen, rascar para tener.

Los proyectos que Margarita ha impulsado en cuatro años de servicio como promotora del POPMI son variados (de panadería, cría porcina, tiendas de abasto, entre otros). No ha sido un trabajo fácil, pues la mayoría no sabe leer ni habla español, “son mujeres que hablan maya, viven en casas de palma, son pobres”, pero se trata precisamente de las que ella escoge porque “requieren tener un proyecto para sobrevivir, son humildes, sencillas, pobres hasta de espíritu”, son mujeres que se dedican a labores del hogar (lavar, planchar y al cuidado de las y los hijos).

A pesar de que “se me hace difícil hablar el español”, Margarita se expresa contundente:

A nosotras, las mujeres, siempre nos han tratado así, no sólo de recursos económicos, sino de la manera en cómo nos tratan, porque si esa no sabe leer, ¿cómo va a ser posible que le den un proyecto, le den dinero para que lo administre? Así son tratadas las mujeres y ahorita han demostrado que sí son capaces de administrar recursos, que son capaces de desarrollar un buen proyecto, de que se capaciten para que aprendan cosas nuevas.

Pero no todo es miel sobre hojuelas. Si acuden a las pláticas de orientación, son fácil presa de la maledicencia: “ah, si te llevan a tu esposa "le dicen al señor" vaya a saber qué le están diciendo, qué le está mal orientando la promotora”. Y los conflictos con los esposos afloran, hay desde las mujeres que declinan la invitación “porque tengo miedo de que me regañen” o porque vislumbran trabajo extra: “tengo que ir a reuniones y aparte de la carga que me van a dar, tengo la carga que me espera en la casa”, hasta aquellas que prefieren renunciar al proyecto antes de seguir los “consejos” de sus maridos: “¿por qué no agarras tu parte y nos lo gastamos”.

Las dificultades para promover el POPMI y organizar a las futuras beneficiarias en grupos de trabajo no quedan en los conflictos matrimoniales. Margarita visita primero al comisario ejidal o al presidente municipal para informarle sobre el trabajo que realizarán en la comunidad.

[Cuando] ya nos conocen, no nos ven diferentes, pero cuando vamos lejos, nos ven diferente, ‘vaya a saber qué nos trae’ o ‘no puede ser que una mujer me facilite un proyecto’, lo he oído hasta en mi propio pueblo que lo digan: ‘Margarita, que no sabe leer, que no fue a la primaria, ¿que nos pueda facilitar un proyecto?’, pero ya con el tiempo, ya cumpliendo con ellas, nos vemos como simples amigas, cuando una se asocia, convive con ellas se siente como parte de la familia, ya te ven como una persona humilde que está para apoyar a ellas.

Y las negociaciones con las autoridades no son siempre fáciles, pues la donación de terrenos para la construcción de las tiendas, corrales o chiqueros ha de ser puesta a consideración ante una asamblea, “un espacio donde mayormente participan los hombres” y en el que las mujeres no pueden tomar la palabra, “ante la ley, no tenemos acceso a la tierra, de hecho, las mujeres ejidatarios (sic) que les dieron ese poder fue después que se murió el marido, [entonces] ella sí tiene acceso a la palabra”.

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La carencia de ese derecho es un problema grande, afirma Margarita, pues si quieren tener un proyecto “tenemos que pedir una asamblea, y si tuviéramos ese acceso, conseguiríamos libertad, tendríamos un terreno para hacer un proyecto en la comunidad, un proyecto más amplio”.

Pero Margarita ha encontrado la forma de generar confianza en las familias. Su esposo la acompaña: “recuerdo cuando estábamos haciendo el diagnóstico, utilicé a mi esposo para mostrarles a las mujeres de que hay una posibilidad de involucrar al hombre en mi vida o en el trabajo que yo hago, a compartir”.

Convencerlo tampoco le fue sencillo. Primero hubo de disipar sus propios prejuicios: “al principio sentí vergüenza, van a decir que mi marido es celoso, que yo lo mando, pero yo en ningún momento le he dicho no te acerques, no voy contigo; yo, donde hago la reunión, él está ahí, dando su vuelta y cuando lo necesito, le llamo”. Y luego, le picó la cresta: “¿te gustaría que te enteraras por otros de que Margarita fue violada por hombres cuando salía de un trabajo? No, sería una vergüenza, entonces, ¿te gustaría acompañarme con los grupos? Tardó en darme la respuesta y me dijo tienes razón”.

Así se involucró y hasta aquellas comunidades donde no llegan los camiones, él la llevaba en bicicleta, porque Margarita insistió un día: “a las cabeceras municipales llegan proyectos a las mujeres, y a las que viven lejos de las cabeceras no les llega nada”. Así empezaron a visitar pueblos donde no hay carreteras, en comisarías donde habitan entre 50 y 100 personas, poblados a los que se llega tras caminar nueve kilómetros o más.

Margarita visita con asiduidad a sus grupos, tres, cuatro y hasta seis veces por mes, todo depende del momento o la problemática que se presente en el proyecto. Pero además, es auxiliar de salud, por eso orienta a las mujeres respecto de vacunación y cartillas e higiene; y es sensible a otras quejas, ‘mi esposo me está pegando’, llegan a confesarle, y ella se apresta a orientar porque está capacitada para ello, y aunque “no podríamos decir que tengo la gama de información en todos los términos, lo básico sí que lo tengo” y por eso ayuda a esas mujeres que viven situaciones claras de violencia, “nos acercamos, a veces me dicen ‘¿qué hago?, mi marido toma mucho, llega, pega’, le decimos que debe mantener la calma, que no se ponga agresiva con esos hombres, tratar de comprenderlos, decirles ‘sabes que esto no me gustó, tampoco que pegues a tu hijo’, cuando regresan a la normalidad, cuando no son borrachos, platicar con ellos”.

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Tal parece que a Margarita no se le cierra el mundo, ni siquiera el de la tecnología y la modernidad, aunque carecer de una computadora es la “dificultad más grande”, pues los informes mensuales que ha de presentar ante el POPMI, no los puede elaborar con la disciplina que ella quiere imprimirle: “a veces voy a la CDI y están ocupadas las máquinas y no tengo acceso, y a veces tengo que atrasar hasta 15 días para que yo pueda entregar mi informe”, por eso ha optado por acudir de noche, “ahora soy más práctica”, aunque “me lleva un poco de tiempo hacer mi informe mensual”.

Margarita ha cambiado. Se lo dijeron cuando la fueron a buscar al ranchito donde vive. Hoy, ella es una mujer distinta, segura de sí misma, consciente de sus derechos y de su realidad, luchadora y emprendedora.

He pensado ‘el día de mañana si nos dicen se acabó la beca, van a tener la certificación, yo he pensado no tener mi papel guardado, seguiré trabajando o buscaré trabajo en una dependencia semejante a la CDI’, esa es mi visión. Yo tengo que seguir trabajando, tengo que fortalecer mis conocimientos, yo no tengo esa visión de decir ‘ya se acabó POPMI, me quedo en la casa’, no, yo sé que tengo que seguir trabajando, no sé dónde, pero seguir con las mujeres, ese es mi sueño grande y lo tengo que hacer realidad.

Gabriela Martínez

Habla náhuatl, lo mismo que las más de 180 mujeres organizadas en 10 grupos dispersos en nueve comunidades potosinas. Todos los días ella deja a sus hijos en la escuela y a la más pequeña con su madre o su suegra y, para visitar los proyectos, emprende el recorrido de 20 minutos a pie por estas laderas que sudan listones de agua por entre las paredes de las montañas.

A diferencia de su marido, que habla la lengua pero que ahora le da pena, quien prefiere el inglés que aprendió cuando se fue “del otro lado”, ella lo aprende todos los días conversando con su tía y con las mujeres de los proyectos que apoya el Programa. Aunque ya no son muchas, “los grupos que están allá arriba hablan español”, ya no todo es náhuatl, refiere.

Por algunos familiares, Gabriela se enteró del POPMI. Su conocimiento de la lengua indígena, de la zona y un incipiente trabajo de organización de grupos fueron las cartas que le valieron para concursar por el puesto. Aunque a ella le animó la posibilidad de no tener que migrar y dejar sola a su familia, de permanecer en su tierra.

Una primera entrevista con el coordinador [del CCDI], el impulso de un grupo de mujeres, la certeza de regresar diario a dormir en casa... y luego, las capacitaciones, los talleres, las pláticas... fueron los principales motivos para presentarse a la siguiente semana del llamado.

Como promotora de proyectos productivos para mujeres, Gabriela ha tenido que lidiar con autoridades y maridos, con la idiosincrasia y la cultura tradicional que, las más de las veces, pone en riesgo el éxito de la empresa social.

La falta de comunicación entre las socias y el miedo a defender sus derechos la ha obligado a poner en práctica lo aprendido en los talleres de capacitación: la negociación, la solución de conflictos, el empoderamiento de las mujeres. A partir de pláticas, Gabriela incentiva a la modificación de actitudes en los grupos que tiene a su cargo, ayuda al orden y promueve la conciliación, convence que el beneficio es para todas en tanto todas trabajen hacia el mismo objetivo.

Conformados por mujeres desde muy jóvenes, hasta aquellas que rebasan los 60 años, como promotora del POPMI, Gabriela enfrenta múltiples dificultades en la cohesión de sus grupos. Muchas socias ocultan al marido la decisión tomada y el compromiso con la organización, cuando ha sido el caso y el hombre, enterado del compromiso de su mujer, acude para informar que su esposa no seguirá participando, Gabriela habla con él, se apoya en el resto de las mujeres y, las más de las veces, “se ablanda el hombre”.

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Las razones que ellos esgrimen son casi siempre las mismas: si ocupan su tiempo en otras labores, ellas desatenderán sus casas, a la familia o no habrá quién les lleve el almuerzo al campo. Pero es trabajo de la promotora mostrar lo que se puede lograr con estos proyectos productivos: “este año estamos en un proyecto de vacas que producen leche y se les está dando apoyo para hacer queso; está la tienda de continuidad que colinda con Veracruz, que le va muy bien; tenemos una carnicería aquí cerca y se está poniendo una panadería”.

Las estrellas de San José es un grupo que lleva una tienda. Están bien organizadas, aunque el apoyo fue poco (como 50 mil pesos), pero están saliendo adelante y se llevan bien. Si alguna enferma, se apoyan, acomodan sus tiempos para ir y venir y atender la tienda. En ese grupo se ve la comprensión y la organización”, quizá por eso es uno de los proyectos que más la entusiasman.

Gabriela visita por lo menos una vez al mes a cada grupo, aunque cada año se le asignan nuevas comunidades, a fin de ampliar el horizonte de atención. Muchas peticiones llegan solas, pues las mujeres se pasan la voz y acuden al POPMI. En otras, ella acude a la Dirección de Asuntos Indígenas del municipio y solicita el apoyo para entrar a la comunidad, donde al final organiza a las mujeres que deciden involucrarse con algún proyecto productivo.

Como promotora del POPMI en Lalaxo, Gabriela ha de informar el monto de sus gastos de pasajes y la razón de sus viajes, comunicación que establece a través del correo electrónico, “ahí estamos en contacto, hablamos con el director por Internet”, lo que le permite ahorrar en recursos, “benditos correos, salen más baratos que estar llamando por teléfono”.

El seguimiento de los proyectos y los informes mensuales, se suman a su responsabilidad de dar talleres de sexualidad o salud reproductiva, de género o violencia contra las mujeres, para los que ha de investigar y documentarse, estudiarlos y preparar sus materiales para aplicarlo. Quizá por eso Gabriela siente la necesidad de otra persona que la apoye, “tengo que organizarme solita, tal vez por eso luego me tardo”.

En todos los casos, Gabriela busca además la capacitación necesaria para que las mujeres aprendan a manejar el producto o los animales, el alimento, la administración, la higiene, incluso la venta, ya sea en sus propias comunidades o fuera de ellas.

Testimonios y experiencias de promotoras indígenas del Programa Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI)

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No siempre es fácil, además de la negociación familiar y el aprendizaje para trabajar en grupo, se suma lo alejado y a veces el intrincado acceso a la comunidad.

En ocasiones las dificultades están en la disposición que tienen las autoridades locales para llegar a acuerdos que beneficien los proyectos, como podría ser la cesión del terreno para instalar el proyecto, promesas que luego no son cumplidas o se diluyen en el tiempo y los trámites.

Gabriela medita antes de responder con sinceridad: “esta actitud es porque son para las mujeres. A veces "dice" algunos hombres preguntan si sus mujeres están en el proyecto, y se muestran interesados, pero si no, no les importa”. Y aunque hay comunidades donde las mujeres son autoridad, además de que en tiempos electorales ellas ejercen su derecho civil y ciudadano; en lo que respecta a la vida comunal, son los hombres los que deciden sobre los recursos o el dinero, “como son los herederos, pues pesa más lo que decidan”.

Esta presión social que viven las mujeres se incrementa por la discriminación y la carencia de recursos. Aunque con programas como Oportunidades, las familias pueden percibir un recurso mínimo a través de las becas para apoyar la salud y la educación de las y los hijos, lo cierto es que las jóvenes migran cada vez con más frecuencia, “las que se fueron, se fueron, y ya no regresan”. Las que se quedan son las mujeres mayores, ellas salen a vender cubetas, pan, enchiladas; van y vienen, sin desatender sus obligaciones familiares.

Aunque el alcoholismo en la región es alto, y los hombres cuando beben “se sienten muy machitos”, la violencia intrafamiliar ha ido decreciendo: “con las pláticas "dice Gabriela" las mujeres ya no se dejan tanto. Han habido casos en los que ellas directamente hablan a la policía y los encierran en el municipio hasta que se les baja la borrachera, [porque en ese estado] es cuando las golpean, en sus cinco sentidos casi no hacen eso, saben que no pueden hacerlo”.

Ser promotora del POPMI le ha brindado satisfacciones a Gabriela, vivir experiencias que nunca hubiera tenido en otro trabajo, platicar y conocer la realidad de otras mujeres, “me siento a gusto porque ellas van viendo que somos iguales, me tienen confianza, se siente bien que te escuchen, desahogarse con ellas y ellas conmigo”.

En el POPMI, dice, “me han enseñado a valorarme, cosas por las que una pasa, esta vida no es fácil. [...] En todos los casos se aprenden cosas nuevas, trabajar con una y otra promoción de gobierno. [...] Antes tenía miedo, pero lo he ido venciendo. Sólo casarme y tener hijos, pues no, yo quiero más cosas, aprender, seguir buscando otras formas de salir adelante, porque ya no me quiero quedar aquí”.

Lucía Félix Rodríguez

Nació en Agua Puerca, comunidad del municipio de Xilitla, en San Luis Potosí. Bilingüe desde muy pequeña, ingresó en 2005 al POPMI por invitación de un funcionario de la CDI, conocido de su padre. Junto con otras 19 mujeres de la región, realizó los exámenes y las entrevistas de rigor, y en un lapso de tres meses, ya estaba trabajando.

En tres años de trabajo, Lucy ha logrado la coordinación de 46 grupos en igual número de comunidades en San Luis Potosí, algunas con alto grado de dificultad en el acceso, debido a que la zona es montañosa y el clima de una humedad tal, que hay temporadas enteras en que es casi posible caminar sobre las nubes que descienden para beber de la tierra que alberga el café y la naranja, principales productos de esta región.

El transporte se suma a los inconvenientes a sortear. Hay comunidades que distan seis horas a pie o dos en auto. Los vehículos tienen horarios de entrada y salida a las comunidades, por lo que la promotora ha de coordinarse para ingresar o salir, y evitar así caminar por horas por senderos en ocasiones poco seguros.

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Si bien es cierto que en algunas comunidades el nivel de inseguridad es alto, Lucy previene cualquier problema avisando con antelación la fecha y hora de su visita. La gente de Hidalgo y El Sabino, cuenta la promotora, no lleva buena relación, “se ven como enemigos”, así que “cuando voy a Tlalel, una comunidad de la zona, aviso para que me vayan a esperar al camino”, información que también transmite a sus superiores en Xilitla para que sepan de su paradero. Sin embargo, ello no impide que viva los riesgos: “hace como dos meses, en una comunidad que está a una hora de aquí, me persiguió una camioneta con vidrios polarizados. Nunca vi quién era. Me dio miedo. No había vereda por la cual escabullirme, así que escalé entre el monte y huí”.

Las circunstancias de riesgo para realizar el trabajo de promoción del POPMI no se centran solamente en la inseguridad, otros factores como las distintas religiones que se profesan en una sola comunidad, el machismo, el alcoholismo y el maltrato pueden representar causas que inciden negativamente en la organización de los equipos y los proyectos. Pero “también depende mucho de una”, afirma Lucy.

En general, la promotora no aborda los temas religiosos, aunque en las comunidades es frecuente encontrarse con seguidores de La Piedra Angular, La Luz del Mundo, peregrinos, nazarenos, protestantes y católicos. En ocasiones, refiere, hay familias que quieren bendecir el proyecto, es el momento en que “intervengo para que la mayoría esté de acuerdo. Si quieren un sacerdote, que venga, y si quieren un pastor, también”, pero siempre está alerta y busca las palabras más adecuadas para evitar confrontaciones de fe.

Por lo que respecta al alcoholismo, Lucy ha sido testigo de las consecuencias que enfrentan las mujeres: la violencia en la familia, como principal efecto negativo, que implica, sobre todo, la renuencia a participar e incluso los celos y la prohibición por parte del marido a que ellas trabajen en proyectos donde ellos no están incluidos. Cuando en ocasiones ellas se atreven a participar, a espaldas de sus esposos, la puntualidad en las reuniones deviene en otro problema a enfrentar.

Pero Lucy no se arredra y entonces involucra a los señores. Si bien el POPMI es un programa orientado exclusivamente a las mujeres, la xilitleca se flexibiliza e invita a los hombres a trabajar en los proyectos. En los equipos que ella coordina, los maridos de las socias aportan sus conocimientos de albañilería para levantar las tiendas, o ayudan con el alimento de los animales y sus cuidados, además de que intervienen con las autoridades ejidales para que el terreno solicitado pueda ser otorgado. De esta forma ellos se sienten partícipes y la pequeña empresa fluye de manera más acorde.

En esta región de altos niveles de migración, las mujeres han tenido la posibilidad de participar en las reuniones ejidales y hasta de ocupar cargos dentro de la comunidad. Por tradición, las mujeres no tienen derecho a la tierra. Las que llegan a tenerlo es porque el abuelo o el padre les hereda la parcela, e incluso, aunque menos frecuente, porque con sus propios ingresos adquieren sus terrenos. Aunque las más, participan y actúan en sustitución del marido. Hay los que se van a Dallas, Houston o Florida, y se ausentan hasta por tres años; y los que deciden buscar trabajo en Monterrey, Guadalajara o México, y regresan al cabo de dos o tres meses. Esos son los momentos en que las mujeres tienen “permiso” de estar en estos espacios, dar su opinión e incluso, debido a su liderazgo y actividad, ocupar cargos de autoridad como comisarias o jueces.

Lucy está satisfecha con su trabajo. Con más de mil beneficiarias en sus 46 grupos, ha logrado impulsar tiendas de abarrotes, panaderías, papelerías, carnicerías, sastrerías, empresas todas que ofrecen apoyo a los presupuestos familiares. De todas las actividades económicas que ha organizado, la que más le gusta es la tienda de abarrotes, “porque no sólo ofrece productos de la canasta básica, sino que incluye productos diversos como calzado y servicio de fotocopiado”.

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La permanente comunicación que mantiene con las autoridades, le ha permitido salir avante con sus proyectos. Incluso, dado que cuenta con cinco comunidades que hablan tenek, ella se apoya con los maestros bilingües de la zona para impulsar el trabajo.

En materia de capacitación, Lucy ofrece temas como equidad y autoestima, pero los que más le solicitan son los de fortalecimiento organizativo, pues con esas enseñanzas, las mujeres beneficiarias han logrado hacer crecer sus proyectos y mantenerse con un excelente trabajo de equipo.

Lucy se siente privilegiada. Trabajar para el POPMI y con las mujeres es uno de sus mayores logros. Ella, que hubo de caminar por horas para ir a la escuela, que trabajó fuera de su comunidad, en ciudades a veces inhóspitas, que fue constante para concluir una carrera universitaria, ahora se vive como una mujer satisfecha y con muchos objetivos aún por cumplir como promotora y profesional.

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Teresa Hernández González

Nació en Tecoxcatlán, San Luis Potosí. Tiene 45 años y es madre de tres hombres y una mujer. Heredera de la lengua tenek y de la sabiduría de una familia que sabe curar con la magia de las hierbas. Orillada por la necesidad de sacar adelante a su progenie, se involucró pronto en la promoción de la salud y la educación en comunidades indígenas.

Por ser trilingüe "pues domina también el náhuatl, además del español" en 2002 trabajó en un proyecto piloto del Instituto de la Mujer como traductora indígena en municipios como Coxcatlán, Aquismón y San Antonio.

La invitación para ingresar a las filas de promotoras del Programa de Organización para Mujeres Indígenas (POPMI) de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) le llegó pronto debido a su amplio conocimiento de la región, producto de las diversas actividades realizadas con las mujeres en el rescate de cultura y dando talleres.

Eso me aventaja mucho porque puedo tener comunicación con las mujeres, me puse a dar talleres con mis ideas e iniciativas propias, hasta la fecha, esto me ha servido para mi trabajo y en lo personal, porque he conocido mis valores, he conocido mis derechos, hasta donde yo debo quererme y que si soy gorda pues me voy a aceptar tal como soy.

Comparar su vida, su situación con la de otras mujeres y ofrecerles una nueva realidad a través de los talleres sobre género, equidad y violencia intrafamiliar empujó a Teresa a pertenecer a este programa.

Sus estudios superan el bachillerato; en el POPMI ha tenido la oportunidad de prepararse como mujer. Teresa no es ajena a la realidad que aqueja a sus paisanas: “hace poco me encontré con una compañera de la primaria y le pregunté qué hacía la mayoría. Me dijo que se habían quedado cuidando hijos o casadas”. Tal como sus hermanos: “tres se casaron en la comunidad, y lo que siempre pasa es que se llenaron de hijos y ahí se quedaron”.

Pero el ejemplo que dio a sus hijos "siempre les he dicho que las cosas se logran con esfuerzo", lo lleva a las beneficiarias de los proyectos productivos del POPMI.

Nunca es tarde para aprender, porque si uno se lo propone nunca será tarde, para mejorar en nivel de conocimiento, pues no hay edades, es cuestión que lo permitamos y nos demos ese chance, no siempre es la casa, el marido o los hijos.

Cuando se incorporó al POPMI, Teresa vio allí la oportunidad para seguir desarrollándose como persona: “vi la forma de estar en una organización que te permite conocer a otra gente, viajar, capacitarte”. Aunque, como en su matrimonio, tampoco fue “color de rosa”, pues la decisión de salir a trabajar a otras comunidades siempre conlleva una marca social: “nos empiezan a marcar, dicen ‘ahí va la callejera’, nos dicen que ‘vamos a putear’, esa palabra utilizan, te baja la autoestima, pero nadie va a venir a darme dinero para darles de comer a mis hijos”.

Si bien las mujeres más jóvenes ya tienen otra forma de ver las cosas y tras la participación en los talleres son capaces de tener una mejor comunicación con sus parejas, lo cierto es que en el caso de las mujeres mayores se les dificulta más este aspecto. “En un grupo de 15 beneficiarias, a lo mejor nueve cambian”, aduce Teresa, y es necesario platicar con los hombres para que “les hagamos entender que podemos decidir con ellos y que entiendan que no queremos tener hijos”, solamente.

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Pese a las pláticas, las mujeres tenemos miedo a dar ese paso, porque si denuncian ¿quién les va a dar dinero?, piensan que ellas solas no podrán alimentar a los hijos. Y yo les digo que no deben de permitir eso, porque esa cadena no se va a terminar, no somos propiedad de nadie, tenemos derecho a defendernos, si no controlamos esto, pues para que disminuya, tenemos que empezar por nosotras. Para tener una vida feliz deben de apoyarse unos a otros. A los jóvenes les digo que si tienen una pareja deben de ayudar a la mujer, salir de la rutina de trabajo, con las mujeres estar, eso les digo yo.

Hace algunos años, relata Teresa, una mujer que participó en varios talleres pudo enfrentar que era sujeto de violencia por parte de su pareja. Lo denunció ante las autoridades. No tuvo miedo. Pero no es el común de los comportamientos. Para las autoridades “es algo natural, esto lo hacen quienes son líderes”, aunque también hay mujeres que son violentadas y no denuncian porque “las trajeron de otro estado, no sabe ni defenderse y si denuncia, la corren por no ser de la comunidad”.

Teresa se siente orgullosa de su trabajo. Recientemente, en Veracruz, se le otorgó el primer premio como promotora estrella; es un reconocimiento a su labor realizada con sus grupos, en el impulso a la participación de las mujeres para la creación de proyectos de producción.

Actualmente trabaja en 10 comunidades y es responsable de 22 grupos en total, aunque comparte el trabajo con otra promotora; con 150 beneficiarias que van de los 18 a los 50 años, donde las más comprometidas son las mayores, “las que no saben leer ni escribir”.

Ha logrado organizar proyectos de tienda de abarrotes, papelerías, panaderías, de engorda de puercos y costura, aunque el acuícola es el que más le entusiasma debido a que el pescado se puede vender crudo o cocido, “para salir de la rutina”, pero también porque “ellas tienen habilidades e iniciativa, llevan su caja de ahorro, su reinversión y su reparto de ganancias”.

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Teresa visita de dos a tres veces por mes a sus grupos. Invierte luengas horas de tránsito, tantas como tres o cuatro, ya sea a pie o en vehículo. El alto índice de migración en la zona ha provocado que, al retorno de los oriundos, estos muchachos regresen acompañados por otras personas que son las que ponen en peligro a la población nativa, pues se convierten en asaltantes, “entonces lo que hago es que para ir a Tapan, Las Mesas o Calmecai, pago viaje, y cuando mi esposo tiene espacio, le digo que me lleve”.

Teresa sortea las dificultades. Cuando ingresó como promotora, no sabía redactar, pero ya aprendió; no sabía escribir a máquina, “ahora ya sé hacerlo”; después vino la tecnología “y tenía pavor a la computadora, y ahorita nos motivaron a aprender y ya aprendí a capturar diagnósticos, talleres, uso mi correo, sé hacer cartas exclusivas, imprimir, ya domino más”.

Ella se siente “feliz, satisfecha conmigo misma, me siento orgullosa por los hijos que formé y como los eduqué, y el fruto que está resultando”. Su ingreso como promotora al POPMI le ha permitido abrirse paso, a ver de manera diferente la vida; hacer un diplomado “que para mí es como un título, es un ejemplo para las mujeres, y les digo eso, que yo ya estuve como ellas, que poco a poco he caminado” y que “el fruto está ahí, en mis hijos”.

Este programa me permitió formar a mi familia, a formarme yo, como persona, y el incentivo para mí, es mucho. Si yo sólo estuviera en casa pues no percibiría mucho, para mí es mucho todo lo que he recibido. Por eso agradezco al Programa, que nació para las mujeres; no había un programa pensado en las mujeres, ojalá que las dependencias sigan participando en esto, y que nos den indicaciones para seguir.

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Virginia Hernández Santiago

Un día laboral, como cualquier otro, en la vida de Virginia Hernández Santiago, oriunda de Kueochod, San Antonio, en San Luis Potosí, inicia a las siete de la mañana, cuando sale a visitar a sus grupos. Son dos o tres diarios y el tiempo le alcanza para regresar a buena hora y dedicar algunos momentos a compartir con la familia.

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Cuando recibió la invitación para concursar por una beca como promotora, Virginia tuvo a su favor el hecho de que conocía las comunidades de su región y domina la lengua tenek. Inició haciendo promoción del POPMI en cinco comunidades, pero a la fecha está encargada de la vigilancia y seguimiento de 27 grupos en igual número de comunidades que distan entre 40 minutos y tres horas de distancia.

La mayoría de los grupos están integrados por 10 mujeres cada uno, con rangos de edad que fluctúan entre los 18 y los 50 años, aproximadamente. La integración no siempre es sencilla, pues la renuencia de los esposos se evidencia en la prohibición para que las mujeres participen, sin mencionar los efectos negativos del alcoholismo entre la población masculina y de la envidia entre las beneficiarias.

El impedimento para que conformen parte de un proyecto no deviene sólo de los maridos, sino también de los hermanos o los padres. En alguna ocasión, una mujer “llegó llorando al grupo, me dijo que su hermano no la dejaba participar como socia del proyecto, ella quería y el hermano se molestaba”, pero Virginia le sugirió que platicara con él o que si ella estaba de acuerdo “nosotras podíamos ir y buscar la forma de hablar con él”, pero después de un tiempo, ella se presentó, comentó que había tenido una charla con su hermano y la situación volvió a la normalidad.

Esas situaciones son comunes porque los esposos aducen que “ellas tienen que cuidar la casa; que si trabajan, descuidan sus deberes”; se quejan de que no serán atendidos e insisten en que “si ellos laboran, las mujeres se deben quedar en el hogar”; Virginia suele resolver estos conflictos ofreciendo los talleres sobre violencia en la pareja, para los que ella incluso ha solicitado asesoría del propio DIF, dado que se trata de un tema delicado para el que no se siente totalmente preparada.

Aun así, la promotora ha sorteado las posibles reticencias involucrando desde un principio a las parejas de las beneficiarias: “cuando hago la reunión les platico lo que hacemos y cómo se tienen que organizar. Ellas preguntan si van a necesitar el apoyo de los hombres. Y ellos se involucran en el trabajo pesado; donde ellas no pueden participar, entran ellos”.

Y es que, como en toda zona rural, las mujeres tienen responsabilidades no sólo en la casa, sino en la parcela también. En esas tierras donde se cultiva maíz, naranja y caña, ellas ayudan en la cosecha y llevan diariamente el almuerzo al esposo, entre otras actividades tales como la venta.

La característica de que las mujeres no tienen derecho sobre la tierra, las pone en desventaja, y las convierte en sujetos pasivos, sin voz ni voto, aunque los cambios están surgiendo, pues ya empiezan a participar en las reuniones ejidales. Fundamentalmente se debe a la alta migración que existe. Los hombres salen por dos o tres meses a los campos de cosecha de temporal para el corte del chile o tomate; o simplemente se van a Monterrey, Guadalajara o la propia capital, San Luis Potosí, para incorporarse al mercado de trabajo, dado que en las comunidades no hay forma de obtener ingresos.

Respecto de los nimios cambios de participación de las mujeres en la comunidad, Virginia afirma que se deben, sobre todo, a que ellas “ya se dieron cuenta de que podemos decidir y tenemos capacidad de voz y voto”, y eso ha sido por las pláticas que lleva el POPMI en las que han participado.

Sin embargo las beneficiarias han logrado levantar diversos proyectos: panaderías, papelerías, cría de borregos y cerdos. Tuvo uno de pollos, pero la dificultad de comercializar el producto hizo que las mujeres se retiraran del equipo y, por consecuencia, que el trabajo fracasara.

De las tiendas de abarrotes, que a la fecha tiene entre 10 y 12 proyectos, Virginia afirma que son las de más éxito debido a que tienen posibilidades de venta durante todo el año, a diferencia de las papelerías, que sólo tienen demanda en épocas escolares.

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Incluso, Virginia explicó que como resultado de los diversos talleres que se les han dado, las mujeres empiezan a tener una participación distinta en sus comunidades. Y es que “cuando las organizamos, les decimos que ellas pueden participar, que hablen con sus familias” o les compartan sus experiencias, “que nosotras estábamos como ellas, que no salíamos”.

De hecho, la primera vez que en el POPMI le informaron que debía platicar con gente de una comunidad y Virginia se paró frente a un grupo de 120 personas, “sentí miedo, nunca había estado así, temía que no me hicieran caso o me dijeran que estaba loca. Antes no salía, sólo estaba con mi familia, mis hermanos, era muy callada”. Pero superó sus indecisiones: “cuando hice la reunión y me di cuenta que sí podía, aprendí”.

Y el ejemplo de superación lo ha difundido, y se ha ido expandiendo: “Rosita, la secretaria del grupo, que tenía un cargo de auxiliar, había sido juez de su comunidad; y otras también ostentan cargos en la escuela”, algunas son promotoras de SUPERA y hasta ofrecen pláticas y orientación a otras mujeres y familias: “ellas se comienzan a organizar”.

El trabajo en la comunidad no lo realiza completamente sola. Además de ella, existe una promotora municipal y el director de asuntos indígenas, que trabaja también en la presidencia municipal “en todos los municipios es así, el director es el que nos coordina a todos”. Aunque ella cumple con mayores responsabilidades, pues deben entregar informes y llenar formatos, elaborar sus materiales de trabajo y acudir a dar los talleres a las comunidades. “Yo no sabía nada de computación”, pero todos los documentos deben estar elaborados en computadora, “entonces venía con miedo a picarle a la computadora, pero ya aprendimos”.

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Si bien es cierto que la beca es poca cuando hay que enfrentar los gastos de transporte, pues “hay comunidades pegadas al municipio, como Tanquián, que nos cobran hasta 400 pesos nada más de ida”, Virginia transborda, camina, sube y llega a sus grupos para ofrecerles una oportunidad de desarrollo a esas mujeres que “ya participan, van a cursos y ya no son como antes”.

Uno de sus grandes logros como promotora del POPMI es que las comunidades del municipio de San Antonio ya cuentan con proyectos propios. Faltan, dice Virginia, los barrios pequeños que “no pueden entrar porque tienen poquitos habitantes”.

Virginia quiere seguir estudiando, cursar la carrera de derecho y ser autoridad en su comunidad o en el municipio. Por ahora, ella se siente más preparada que antes, “tengo trabajo, hicimos un diplomado de certificación, y llegar hasta ahí fue importante, ha habido un cambio en mí”.

Y ella está conciente de que sin el apoyo de su familia y de la CDI “que me han apoyado en todo”, no habría sido posible nada; “yo sé que somos miles y necesitamos salir adelante, tal vez eso hace que tenga muchas ganas de trabajar, eso me impulsa a seguir adelante”.

Emilia Méndez Santiago

El aprendizaje

En 2003, Emilia empezó trabajando con cinco grupos. Ahora atiende 11.

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Ha ayudado a las beneficiarias a elaborar cotizaciones, gestionar con proveedores. Les ha enseñado a detectar prioridades de compra, que ellas sepan orientar sus decisiones, sobre todo a la hora de definir el tipo de proyecto que pueden trabajar, para encontrar las ventajas y desventajas.

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Los grupos, explica Emilia, han levantado proyectos diversos, desde tiendas, papelerías, molinos, hasta panaderías, cría de borregos, pollos, y está en planes una farmacia.

Ellas mismas ven la necesidad dentro de la comunidad y se va agarrando de ahí. Por ejemplo, la farmacia. Para ellas era muy importante eso, porque viven muy retirado de la cabecera y tienen la clínica o centro de salud, pero no cuentan con los medicamentos. Ahí lo urgente es la farmacia.

Emilia explica: “el tipo de proyecto es una decisión de las beneficiarias, no una imposición de la CDI. En cada comunidad se detecta la rentabilidad, si ésta la dan los borregos, pues se echa andar el proyecto de borregos, si lo es la panadería, ése se hace”. También admite que los proyectos más exitosos “son las papelerías, tiendas y panaderías”.

Por ejemplo, un grupo de 10 socias, recibe cada tres meses alrededor de 1,300 pesos. El proyecto es una panadería.

Los proyectos impulsados por el POPMI, continua Emilia, “Sí están ayudando a resolver algunas de las necesidades de las mujeres y también son beneficio para la comunidad, lo mismo si se trata de una tienda o una panadería. Los vecinos cuentan con esos negocios en su propia comunidad y ya no hay necesidad de trasladarse a la cabecera municipal; las mujeres dueñas del proyecto ven mejoras en su casa, producen y ganan dinero”.

Sí les sale, es lo que le digo. Hay grupos donde depende mucho de ellas. Si le ponen empeño en el trabajo pues le sacan más, ya si no, si se ponen flojas, pues les toca menos.

El empeño de las mujeres influye en el seguimiento de los proyectos, porque no todo se resume en el otorgamiento del dinero para echarlos a andar, ni sólo en el compromiso de la promotora, depende también de la constancia de las beneficiarias y de cómo ellas logran resolver conflictos en la comunidad, de los acuerdos que vayan tomando con las autoridades locales, entre otros.

Atrapada en el vado

El principal problema para Emilia en su trabajo como promotora del POPMI es el transporte y el tiempo que le toma llegar a las comunidades. Si Emilia ha cambiado los municipios que atiende es por la lejanía, por lo complejo que resulta llegar para estar puntual con los grupos. Su elección será siempre aquel municipio que no le represente problemas de acceso.

¿Cómo le hago? Me tengo que levantar más temprano. Hay casos donde tengo que trasbordar tres o cuatro carros para llegar a la comunidad.

Eso sumado a que en tiempo de lluvias aumenta el tiempo de recorrido y, con ello, el riesgo de quedarse atrapada en el vado.

Sí es de pensar: o me voy o me quedo, porque si me voy, si viene el agua, se llena el vado de la corriente de agua y pues ya uno no pasa y un lugar para tener donde quedarse pues no, no tengo yo donde quedarme.

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Las cosas cambian

Desde su ingreso al POPMI las cosas han cambiado para Emilia, ha tenido acercamiento a personas desconocidas, como ella dice, también se ha descubierto como orientadora y gestora. Ha aprendido sus derechos y se ha valorado como mujer, temas que obtiene de las capacitaciones para llevarlas luego a su casa con su familia, donde las pone en práctica porque sólo así, dice, “es como puede transmitirlas a las beneficiarias”.

Emilia ha elaborado su propio método de aprendizaje y enseñanza, donde primero recibe, lo comparte en su grupo más próximo que es la familia, para luego llevarlo a la comunidad con las señoras. Porque “si yo no lo llevo a la práctica, cómo lo voy a decir al grupo”.

En su método, llevar primero a la práctica significa actuar con la familla:

Tengo una niña, tengo un niño, y pues a veces yo sí platico con mi hijo que es más grande y ya me entiende. Por ejemplo, si algún día llegara a formar su familia, pues que escuche a sus hijos, a su mujer, pues ahora sí para que sea una pareja entendida.

A su hijo le habla del respeto hacia las mujeres y también para él mismo, y de los derechos que tiene una mujer. Con su esposo habla y se escuchan, trata de llevar una relación de pareja basada en el entendimiento y la comunicación.

La relación con sus padres y hermanas también ha cambiado a partir de los talleres que recibe en el POPMI, pues ahora puede platicar con ellos y de lo que siente por ellos, “antes pues no había chance”. Un cambio recíproco, pues ellos también le comparten sus sentimientos.

Nos faltó eso, lo de la comunicación y pues ya ahorita ya mi papá y mi mamá nos escuchan cuando algo tenemos y también ellos nos dicen cuando nosotros vamos mal, nos dicen también, ahora sí entre todos y también con mi familia.

A su método de aprender, practicar y luego enseñar, le sigue el compartir con las beneficiarias, quienes también han cambiado, sí a partir de las capacitaciones, pero fundamentalmente Emilia nota un cambio en la sociedad, donde las jóvenes de hoy ya no viven lo que le tocó vivir a su mamá. Hay un cambio de costumbres, de formas de ser y actuar. Narra que a su mamá la casaron jovencita, y que esa era la costumbre, casar a las mujeres a los 15 o 16 años.

En la actualidad las mujeres ya hablan, tienen más libertad; incluso los muchachos dicen lo que sienten, lo que hacen. La relación familiar se abrió a tal grado que también es posible hablar de enfermedades y del número de hijos que se quiere tener. Es una apertura que Emilia siente provechosa aunque todavía hay mujeres que se mantienen al margen, sobre todo en las decisiones sobre su maternidad y el uso de métodos anticonceptivos. Una apertura donde las mujeres ejercen el derecho de elegir al hombre que desean como novio y al que escogen como marido.

Al margen también en algunas comunidades donde “las mujeres son manipuladas por los hombres” sobre todo en esos lugares que “están en los cerros o en lo plano pero están retirados, y son hablantes de tenek ciento por ciento”. En esos sitios es donde Emilia siente que las mujeres aún no viven las ventajas de la apertura y “tienen miedo de los esposos”. Son lugares donde el alcoholismo es más pronunciado.

Los señores se ponen muy borrachos, muy alcohólicos y es donde así las señoras las golpean, y pues no las dejan ni salir. Ora sí que allí se sigue la

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costumbre de que si se casan es para estar en la casa y con el señor, y sufrir lo que el señor disponga.

Emilia está convencida de que los cambios que se han dado en las comunidades apuntan más hacia lo bueno que a lo negativo.

O sea que cambio sí ha habido, también donde toman el palacio, hay lugares donde se toma el palacio municipal donde les entregan el recurso. Pero sí, sí ha habido cambios con este Programa, hay agradables y hay malos, pero más agradables que malos.

Asuntos desagradables como lidiar con los funcionarios municipales que tratan de poner a las señoras en contra de la CDI, situación que ha salvado luego de negociar en un lado y otro, con un ingeniero y otro, pero considera que las cosas serían más llevaderas si el Programa lo coordinara una mujer en la oficina regional.

Pese a todo Emilia optaría por quedarse en el POPMI, porque en este trabajo ha logrado crecer y aprender.

Digo, si me dan la oportunidad de seguir pues le sigo, ya si me dicen que no, pues me saldría muy satisfecha. Llevo muchos aprendizajes muy bonitos y conocer también muchos lugares y, más que nada, conocer a la gente, cómo trabaja y todo eso.

La experiencia de las otras mujeres es también parte de su equipaje. Aprender de ellas es además un trabajo muy bonito, que necesita mucha dedicación, interés, vocación de servir y entrega a los grupos, porque de dejarlos abandonados está segura de que se irían para abajo. Ser promotora es un trabajo bonito aunque, reitera, la mayor parte del pago se le va en pasajes.

Edith Sánchez Maldonado

Tener el náhuatl como lengua materna le ha permitido a Edith abrirse camino en la vida. Tras haberse acercado a diversas oficinas gubernamentales para vender sus artículos artesanales, entre ellas la delegación de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas en Zongolica, fue invitada a participar en el POPMI, un programa orientado principalmente a promover el desarrollo de proyectos productivos de mujeres indígenas, monolingües o bilingües.

Al principio era un poco difícil, yo no estaba acostumbrada a salir, sí andaba vendiendo, pero acá mismo, o sea salir, conocer otros lugar, le voy a ser sincera, como en tres ocasiones lloré, caminaba por la vereda, iba sola, me sentía muy triste pero ya después no.

Actualmente su trabajo se desarrolla en 14 comunidades distintas, asentadas en los municipios de Tequila, Reyes, Zongolica y Mitla. En la mayoría, refiere la promotora, las mujeres hablan náhuatl al igual que ella, lo que le facilita a ella que pueda acercarse con la información que ofrece a través de talleres sobre equidad, género, violencia intrafamiliar, autoestima, salud y organización, para que conformen sus equipos y puedan llevar a cabo los proyectos productivos.

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En estas comunidades donde las mujeres tienen cuatro o cinco hijos “seguiditos”, una de las prioridades es promover la salud: “mi prima se fue a una comunidad donde los niños tenían fiebre y estaban asustaditos, bien pobres, ni siquiera les daban agüita, ni alimentos, ni nada, pero es que como tienen muchos, no les hacen caso”.

Más allá de la promoción de financiamiento para los proyectos, Edith se acerca a las mujeres para infundirles confianza en sí mismas: “ellas escuchan cuáles son sus derechos, los valores de la mujer. Tuve un caso de una señora que tenía problemas y decía Yo no hago nada, no valgo nada; pero le dije que nunca pensara eso Tú vales mucho, haces demasiado, yo también pasé por eso de pensar que no valía nada”.

Hay muchas mujeres que tienen dificultades con sus maridos, la mayoría de ellos no acepta que sus esposas entren a los proyectos, “se ponen celosos, piensan que ellas se van a ir con otro”. En Reyes “tengo un problema de esos”. Una señora fue a lavar a los cerdos y el esposo la acusó de verse con otro hombre. Promovió una reunión donde se aclaró la situación, pero “el hombre ya no la perdonó, se fue, el hombre se lo tomó a pecho”.

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Gracias a los talleres, relata la promotora, no sólo ella aprendió respecto de la autoestima y a revalorarse como persona para salir adelante, también esas mujeres, esposas de campesinos y jornaleros, confiando en ellas mismas y en su capacidad de trabajo conjunto.

Tengo mi grupo, pero hay señoras que quieren renunciar, que luego no quieren trabajar, claro, quieren regresar a su casa y hay que darles motivación, poniéndoles mi ejemplo, aunque luego dicen que “eso les quita tiempo”, ponen muchos pretextos y tiempo sí hay, sólo necesitan ganas de trabajar. Les digo que yo me levanto diario a las 5 de la mañana, tengo que dejar hecho de comer, tengo que dejar hechos todos mis quehaceres antes de salir y ustedes pueden hacer lo mismo, y el día que les toquen sus actividades, un día antes hagan sus actividades y les da tiempo. Hay señoras que ponen muchos pretextos, pero motivándolas, las que quieren siguen, y las que no, ahí se quedan. Las que les gusta trabajar, siguen.

A pesar de los miedos y pruritos, las beneficiarias están trabajando diversos proyectos: cría y engorda de ovinos y de porcinos, gallinas ponedoras, pollos de engorda y hasta un taller de bordado y tejido. La mayor dificultad se presenta en el momento de la comercialización, pues el financiamiento se invierte en el alimento "que ha subido mucho de precio, dice Edith" y en el cuidado de los animales, incluidos corrales y chiqueros; sin embargo, al momento de venderlos, los precios que encuentran en el mercado son muy bajos, además de que hay un claro menosprecio al producto que ofrecen las mujeres, frente al que llevan los hombres para la venta.

Dicen que los marranos no son de calidad. A veces, las mujeres tienen que ponerse listas porque las engañan en el peso, no les dan el peso exacto. Por ejemplo, en el grupo de Reyes, al que le dieron los marranos, tenían confianza en el comprador porque veía que salían de buena calidad, pero un día les dijo que cuatro marranos no engordaron y ahí se quedaron y se pelearon con el señor. Lo que pasó fue que el comprador les dijo que iba a pagar a cierto tiempo y resulta que no les pagó, les quedó a deber como seis mil pesos y nunca les pagó y, pobrecitas señoras, yo me pongo en su lugar y ellas hicieron un gran esfuerzo y ahí perdieron.

Aun así, Edith no se arredra. Invierte en camiones, gasolina y coches para salir de su comunidad muy temprano, rayando las siete de la mañana. Muchas veces camina por horas, dos, tres, hasta cuatro para llegar a las zonas donde coordina los proyectos, la mayoría, porque la beca no alcanza para pagar todos los pasajes.

Tras luengas horas de viaje, Edith ilumina su rostro con una sonrisa e invierte el resto de su jornada en platicar con las beneficiarias para que le sigan imprimiendo esfuerzo a la microempresa, orientar los proyectos y coordinar los trabajos.

Edith abre puertas, negocia con las autoridades comunales, ejidales y municipales para que el producto de las mujeres tenga cauce en la comercialización. Busca, afanosa, el apoyo para trasladar los cerdos o los pollos a las plazas donde se pueden vender, o para transportar el alimento que las beneficiarias adquieren, aunque en muchas ocasiones a ellas les corresponde pagar la gasolina, recurso del que con frecuencia, carecen.

Hasta esas comunidades donde, a pesar de la violencia familiar que pueda provocar el alcoholismo masculino, las mujeres en extrema pobreza unidas en matrimonio, le apuestan al POPMI para obtener algunos recursos que les permitan un ingreso en beneficio de sus cinco o seis hijos, y donde comúnmente los hombres migran, abandonándolas con su progenie o porque se enrolan en el corte de caña o café, Edith acude, decidida a “ser una pequeña guía para ellas”.

Edith, que transita por caminos de tierra y penetra por las empinadas laderas en busca de la vereda que la lleva a sus comunidades [y a las beneficiarias], que percibe hasta con tres meses de

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retraso su exigua beca que la ayuda a mantenerse porque “yo no cuento con alguien que me apoye”, dado que Agustín ya no siembra ni cosecha, sólo bebe y duerme; está cierta de que ser promotora del POPMI es una actividad que vale mucho la pena, porque “se conocen otros lugares, se conoce a otras mujeres y porque también de ellas se aprende”.

Victoria Sánchez

Nació un 4 de julio de 1965 en Zacatal el Grande, Zongolica, Veracruz. “Donde yo nací es un terreno fértil”, afirma, y la gente le arguye que por eso ella se desarrolló mejor, pero está consciente de que su fortaleza está en su ímpetu emprendedor, en su carácter intrépido y en su espíritu de libertad. Sabe bien que las mujeres con las que trabaja también son fuertes y lo demuestran con cambios.

Las mujeres ya son otras, al principio no sabían nada, hablábamos del puro proyecto. Ahora ya los hombres no vienen como antes, el apoyo del cambio se ha mostrado gracias al proyecto, a las pláticas. Anteriormente las mujeres no sabían de las pláticas de Oportunidades, ahora es obligado que el marido quede con los hijos en lo que ellas vienen al Programa, ya hay una comunicación, un acuerdo entre ellos, yo noto que ellas han cambiado, en la forma de compartir las cosas con sus esposos; no todo, pero por lo menos un poquito sí ha mejorado.

Su ingreso al POPMI deviene de su trabajo en las comunidades. Le hicieron la invitación después de que organizó 19 grupos de mujeres que solicitaron recursos para realizar algunos proyectos. En la CDI le dijeron que podía seguir trabajando en las comunidades, que se presentara a concursar en el Programa: “nos hicieron un examen que es hablar náhuatl y lo pasamos”. Actualmente atiende a ocho grupos en diversas comunidades.

Y es precisamente el idioma lo que permite a las promotoras indígenas del POPMI penetrar en las comunidades e identificarse con las mujeres: “una va y les explica como ellas quieren, poco a poco nos entendemos, ese es un enlace con ellas y se sienten mucho mejor. Ya logramos más la comunicación y la confianza”.

Para Vicky, la comunicación con ellas es sustancial, y lograr entender sus propios códigos de interacción la ha dejado satisfecha. “Cada comunidad se enfoca diferente” y acude al ejemplo: “llegando a Tequila, la forma de saludar es distinta, hay otro saludo”, cada sitio tiene sus costumbres y maneras de comunicarse, “todo va cambiando, uno tiene que saber cómo lo habla la gente, y yo me siento bien de saber eso”.

Cuando las beneficiarias potenciales del POPMI entienden las implicaciones de los proyectos, se adaptan mucho mejor, “ellas lo entienden porque les hablo en náhuatl, les explico lo que haremos, cómo realizarlo, uno les habla, les da solución, la respuesta” y entonces aparecen las muestras de confianza en la promotora, lo que se denota en la preferencia de seguir trabajando con ella: “ahora ya no me quieren cambiar, quieren seguir conmigo siempre”.

Vicky sabe que a las mujeres de su tierra les hace falta información sobre sus derechos. Por eso, entre otros compromisos, ella les ofrece talleres sobre salud, equidad, género, violencia y organización de los equipos. Las beneficiarias “necesitan que una les hable para que ellas se vayan soltando, vayan viendo cómo se organizan y pueden cambiar sus vidas”.

Esos eventos de extrema violencia, resultado de matrimonios con mujeres adolescentes que se quedaron en la ignorancia y viven amedrentadas, se siguen dando y resulta “difícil tener comunicación con ellas, por eso tenemos que ir cambiándolas”, enseñarles que sus hijas e hijos deben estudiar, “mandarlos a la escuela y no sacarlos de cuarto o quinto año, ayudarlos a que sigan adelante y sean algo en la vida”.

La responsabilidad de reforzar con talleres el cambio de actitudes ha tenido algunos resultados, dice Vicky, pues se advierte en las formas en que las mujeres se relacionan con sus esposos e hijos. A pesar de los detractores de los diversos programas gubernamentales que ofrecen beneficios económicos a las familias (como Oportunidades del que, se dice, hace dependiente a la gente y genera hombres holgazanes), la dinámica establecida obliga a la promotora a dar seguimiento puntual a sus grupos y así evitar que las mujeres abandonen sus becas y apoyos o se desintegren sus equipos, como le ha sucedido en alguna ocasión.

En mi comunidad las apoyo, vemos cómo se capacita y se prepara todo, hasta los niños, que sean responsables y puntuales. Desde el POPMI les enseño lo que son sus derechos, sobre el homicidio y la violencia. Ahora ya saben todo eso. Antes no sabían de programas ni a dónde ir

Vicky organiza su tiempo para cumplir con su tarea, su trabajo, su compromiso: “hoy muelo la tortilla, pasado mañana me voy a ver mi ropa, tengo que programarme bien”; así puede contar con mejores opciones para ir a las pláticas, hablar con las mujeres: “se llama distribuir el tiempo del día, no dejo las cosas para mañana”, y de esa forma, la promotora es ejemplo de “cómo deben de organizarse”.

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Además, la promotora ha llevado a varias beneficiarias a talleres fuera de sus comunidades: “es una responsabilidad grande, es como llevar a un grupo de niños, no saben o no conocen la ciudad. Si salgo con ellas tengo que estar vigilando, no discrimino a nadie y ellas saben que pueden venir con nosotras para ayudarlas en todo. Hasta conocemos el mar de cerca, hasta lo vivimos dentro de nosotras”.

Vicky asegura que el hecho de invitar a sus beneficiarias a las reuniones que se realizan fuera de las comunidades, los municipios e incluso del estado, les ha permitido confluir con otras mujeres que “son como nosotras, pobres, que viven lo mismo en otros estados”. Es así como ellas “van viendo cómo otras mujeres pueden salir adelante, entonces ellas ya se comunican, no tienen miedo, les da confianza y participan”.

De los ocho grupos que actualmente vigila y da seguimiento, algunos ya han recibido apoyo en años anteriores; se trata de proyectos de cría de cerdos, borregos y pollos de engorda, de elaboración de artesanías de lana, también hay proyectos hortícolas dedicados al hongo y al jitomate, así como una purificadora de agua, tiendas comunitarias y panaderías.

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Vicky no está conforme con aquellos proyectos que no generan ingresos para las mujeres. Los que más trabajo cuestan son los de cerdos y borregos, pues en ocasiones no se adaptan a la región, el kilo de carne es de bajo precio de venta en el mercado y lo que se recupera apenas alcanza para reinvertir en el alimento, recursos que a veces han de complementar las beneficiarias, por lo que salen perdiendo.

Por eso la promotora piensa en la necesidad de incrementar el recurso que el POPMI ofrece a los proyectos, para que “todo sea más rentable y siquiera las mujeres se queden con algo”. El proyecto de invernadero de hongos, pone como ejemplo, requiere hasta cinco meses para levantar la producción, “si tuviéramos dos locales, pues podríamos avanzar mucho más” y atender al mercado que demanda el producto.

Si bien es cierto que la beca que perciben las promotoras no es suficiente para cubrir sus gastos de transportación, pues las más de las ocasiones ellas invierten de su propio presupuesto para el pago de camiones o gasolina para las camionetas que las transportan hasta las comunidades más alejadas, Vicky no claudica en su misión de llevar la palabra del POPMI y los talleres de capacitación hasta esos rincones alejados.

Ahora, con la certificación que obtendrán en breve, ella siente haber aprendido, estar mejor preparada y contar con más instrumentos para seguir ofreciendo a las mujeres indígenas las herramientas necesarias para que su vida sea mejor.

Ofelia Tepole Xalamihua

El espíritu aventurero y curioso de Ofelia la llevaron no sólo a salir de su casa en busca de conocimiento, sino a tratar con la gente y preocuparse por su bienestar. Como promotora de la salud, primero, o con la venta de productos, esta mujer menudita, de larga trenza caoba que cae franca por su espalda, de frente amplia y manos que danzan al compás de su conversación, se acercó al POPMI para solicitar recursos y poner un taller de tejido y bordado. “Yo quiero algo para mis mujeres "dijo serena y firme", quiero enseñarles a tejer, y entonces me dieron 600 pesos para comprar material: ganchos y estambre”, y tuvo su grupo de 12 mujeres.

Junto con el recurso, vinieron los talleres de capacitación y, con ellos, la vinculación con los funcionarios del POPMI, quienes la invitaron a participar como promotora.

Y sí, “ni lerda ni perezosa”, como le dijo su hija, sin avisarle a Valentín, Ofelia firmó decidida a iniciar una nueva etapa de trabajo comunitario que le permitiría “conocer a más mujeres, que es lo que yo siempre he deseado, aprender más y transmitirles lo que yo sé”, labor que hasta la fecha le absorbe el tiempo y la llena de satisfacciones.

Uno de los mejores impactos de su actual compromiso en su familia ha sido tomar talleres sobre sus derechos, equidad, autoestima y violencia, cursos de capacitación que ofrece la CDI para que posteriormente los replique a los grupos que atiende, pero que Ofelia ha utilizado para su propio provecho.

El cambio de actitudes de Valentín y la transformación de su matrimonio en una relación con más equidad ha sido producto de esos talleres: “yo siempre le explicaba sobre mi trabajo, no ha pasado día en que no platiquemos sobre lo que aprendo; incluso lo he invitado a los eventos y ha participado en algunos”.

Pero la realidad de Ofelia no es la del resto de las mujeres en Zongolica. Por falta de preparación y estudios o, en el caso de los hombres, porque migran hacia Estados Unidos donde frecuentemente adquieren hábitos como el alcoholismo o las drogadicción, la vida en pareja libre de violencia es muy poco común; aunque hay casos, los menos, de esposos que impulsan el crecimiento de sus compañeras y hasta los que se quedan en casa a cuidar y alimentar a los hijos, mientras la mujer acude a un taller.

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Ofelia trabaja con ocho grupos de aproximadamente 14 mujeres cada uno, con edades que oscilan entre los 18 y los 65 años, equipos instalados en igual número de comunidades dispersas en varios municipios de esta región de altas montañas: Mixtla, Tequila, Texhuacan, Los Reyes, por mencionar los que se extienden hacia el oeste de Zongolica.

En su mayoría son mujeres casadas, y por esa condición es posible que ingresen a los grupos mujeres menores de edad, porque en estas zonas de altos índices de pobreza y pocas oportunidades de educación, las mujeres forman familia a edades tempranas: “hay casos de personas de 16 años que ya tienen familia, entonces se les da la oportunidad de que puedan participar.”

Se trata de proyectos disímbolos: panaderías, cría de puercos o bovinos, gallinas ponedoras, tiendas de abarrotes; pero siempre empresas con las que las mujeres están convencidas para comprometerse y trabajar.

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Al inicio del programa, relata esta promotora fundadora del POPMI, visitaban las comunidades en pareja pues los sitios estaban alejados, “había que caminar por horas, ascender subidas tremendas y trabajar”. Hoy ya no tiene miedo de caminar sola, pero hubo de conquistar confianza y ganarse el respeto de gente que llegó a mostrarse esquiva o agresiva, “siempre voy platicando, saludando, en su lengua "el náhuatl", y eso les fue gustando”.

La aceptación de la comunidad vino de la mano del cumplimiento. “Antes, [los gobiernos] venían y prometían, levantaban mucha papelería y no les llegaba nada”. Con el POPMI “les hablamos en su lengua y cumplimos, trabajamos en equipo y les enseñamos a que en grupo se puede sacar mejor provecho de las actividades”.

Los señores se involucraron y ayudaron a sus esposas, cuenta Ofelia; el POPMI les dio el recurso y los materiales, pero ellos levantaron los corralitos y ofrecieron los terrenos.

Las mujeres del campo tienden a estar alertas con los programas gubernamentales que les provean de un ingreso, aunque mínimo. Son madres de familia cuyo presupuesto familiar se ve mermado en los hogares por el impacto de los altos índices de alcoholismo de las regiones: “los maridos se gastan el dinero en las cantinas, allí se acaban lo poco que ganan. Los sábados se quedan con los amigos a tomar, y cuando llega el domingo de plaza, no hay para la comida, el vestido o el calzado de los hijos”.

No obstante, en ocasiones deviene contraproducente el ingreso extra. Cuando los señores se enteran de estas entradas económicas, exigen dinero a sus mujeres para sus copas, y si lo niegan, las maltratan. Por ello, Ofelia insiste en los cursos y talleres donde se les habla de sus derechos, de que pierdan el miedo y denuncien, pues el apoyo es para el bienestar de las familias, no para fomentar el alcoholismo.

Ofelia descansa las manos sobre la mesa. Baja la mirada hasta el fondo de la taza que ofrece los restos de un café humeante y aromático, como el de altura que se produce aquí, en Zongolica. Conforme su rostro se ilumina palmo a palmo con su sonrisa, aspira profundo y sentencia: “yo no tuve apoyo de programas como estos, siempre vi sola por mis hijos; ahora, mi hija, tampoco lo tendrá, se lo he dicho: tú ya tienes una profesión y esto es para mujeres que carecen de todo”.

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CONCLUSIONES

Los estudios acerca de las mujeres indígenas están cumpliendo 30 años. El trabajo pionero fue el que realizó Lourdes Arizpe sobre las mujeres mazahuas en la Ciudad de México en el primer lustro de los años setenta. Ella afirma que lo más valioso de estos estudios es poder aprehender de la experiencia vivida, en un entorno de exclusión, marginación, pobreza y abandono, que las mujeres indígenas aportan a los estudios de la mujer.25 Se diría que la primera hipótesis de las etnólogas ha sido el temor a encontrar una contradicción tremenda: la melancolía y la riqueza cultural de los pueblos originarios donde, sin embargo, las mujeres viven todo un mundo aparte o viven sin historia propia. Ello dificultó a los indigenistas en su pretensión de identificar líneas definidas de interpretación sobre la vida concreta de las mujeres. Se les vio como adicionales o accesorias, en una o varias culturas que las invisibilizaron durante años y también en los estudios de caso. A cada pueblo correspondía una realidad. Ninguna realidad es eso, una verdadera realidad. Otro aspecto fue que los estudios ponían a la antropóloga frente a la mujer indígena y su vida. La indígena contaba, la antropóloga interpretaba. En Testimonios y Experiencias de las Promotoras Indígenas del Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI) la metodología fue exactamente al contrario. Un grupo de oidoras y escribanas lo que hizo fue escuchar e indagar, con un cuestionario razonado, sobre lo que la experiencia de las 18 promotoras nos puede decir de su trabajo, sus dificultades y su proceso individual de adaptación al Programa. Las anécdotas, teñidas de sentimientos, sus acciones envueltas en la piel, sus triunfos o adelantos, como hilos de urdimbre de sus vasos sanguíneos, les han generado una decidida y razonada decisión de permanecer por más de cinco años en este Programa. Otra vez, la experiencia es el hilo conductor y no la interpelación de frente; es lo que se ha hecho en esta indagación multicultural de un pequeño grupo de promotoras indígenas de la República Mexicana. La sistematización y la interpretación, jaloneada tres décadas después, se hace imposible. No obstante, se reconoce que en la sociedad indígena mexicana ha habido cambios trascendentes que han impactado toda su vida en formas relacionales y en acciones atraídas, no imaginadas, particularmente, en el caso de las promotoras, en las relaciones de género, entre hombres y mujeres, tanto en lo individual como en lo colectivo. Ello ha impactado en diversas familias, uniparentales y pluriparentales, y en la colectividad. Según se puede leer en los testimonios, es evidente que las promotoras han adquirido un orgullo particular derivado de un ingreso propio; una mezcla de liderazgo tradicional occidental "como el de los caciques o líderes varones comunes" con un proceso de poderío26 femenino que, como dice claramente una de ellas, al ir con las otras mujeres indígenas a promover los programas productivos, encuentra que ha podido “infundirles confianza”. De sus enriquecedoras experiencias, podemos establecer algunos parámetros comunes:

• Su vida dio un fuerte giro. Se han ubicado frente a una experiencia que las ha sacado de su antigua vida cotidiana, de su casa. Las promotoras del POPMI han tenido que recorrer laderas y caminos, encontrarse consigo mismas mientras toman un transporte o se enfrentan a un llano solitario. Revolucionaron su entorno, y a decir de la mayoría de ellas, traspasaron el punto de no retorno: una vez que viven la experiencia de apoyar a mujeres

25 Antes de las conferencias mundiales de la Mujer y de la aparición en las universidades de los estudios de género, el rescate de las realidades femeninas, eran estudios de la mujer. 26 Categoría feminista creada por la doctora en antropología, Marcela Lagarde.

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indígenas de sus mismos pueblos y comunidades, díficilmente lo dejarán de hacer, puesto que se ha convertido en una actividad gratificante, distinta.

• El encuentro colectivo y la identidad. La interacción social con otras mujeres de su

comunidad para realizar proyectos juntas, para conocer y definir el programa productivo que mejor acomode a su realidad, y para algo fundamental, por genérico y transformador, hablar entre ellas, conocerse, compartir sus biografías y sus inquietudes. Han probado que más allá de las costumbres y tradiciones, pueden verse como espejos de múltiples reflejos, como personas íntegras. Hacen gestiones, se enfrentan a sus maridos y a sus vecinos, a las autoridades y a sus socias. Es decir, esta vivencia dentro del POPMI les ha dado una nueva identidad. Ser promotora es distinto a ser beneficiaria de una beca para sus hijos (como Oportunidades), donde ellas administran pero no tienen el poder de decisión, ni es un asunto claramente colectivo. Ellas ahora se saben como parte de un colectivo. Su identidad ha sido trastocada en positivo. Se llama, como decíamos, de empoderamiento y autogestión, distinto al poder tradicional.

• La teoría de género es básica. Las promotoras han podido identificar con sus propias

palabras, y reconocer la existencia de un malestar colectivo: la discriminación, la dominación y la violencia.

Gabriela o de doña Jose, mirando hacia abajo, queriendo no rasgarse los ojos de lágrimas, han dicho que es injusta la violencia y que eso lo han aprendido, igual que el reconocimiento de espejos, en los lugares donde están juntas: en la asamblea, en el taller y en sus encuentros diversos y variados del proceso productivo.

• Independencia. Tal vez un rasgo común agregado a los tres que se han mencionado, sea

que el ingreso económico que reciben "nunca suficiente" les ha infundido seguridad y esperanza, aunque las cosas no hayan cambiado de fondo, y a que ese ingreso frecuentemente sea base de una economía por la que tienen que luchar a diario en otros frentes tradicionales, como la elaboración de artesanías, la comercialización local o en gestiones con las autoridades de su entorno. Se trata de enganches profundos que ha cambiado su vida, pero que también, según se lee en sus relatos, en sus historias, les ha dado una cosa central para que las mujeres puedan “empoderarse”.27

La pobreza en las regiones agrestes donde se desarrollan y viven las 18 promotoras rurales aquí retratadas ha sido, después de 30 años, impactada por la globalización económica y el fenómeno de la migración. Los pueblos añejos, aislados, desarticulados han tocado el mundo de la modernidad. Existen múltiples estudios de caso. No obstante, ninguno de ellos ha tocado, a través de la narración de la experiencia, la sutileza del entorno donde ésta se va desarrollando de viva voz, no sobre su pueblo y su historia, la de las promotoras, sino la experiencia de vida desde su propia elaboración, como su lengua vehículo de su pensamiento. Las experiencias narradas nos han dado un panorama, múltiple, desde distintas realidades geográficas, pero unidas por un proceso que es lento, pero que contribuye a la transformación humana. No resuelve la vida económica, ni crece la productividad o se desarrolla una nueva en los pueblos, pero se instaló ya en estas mujeres una nueva forma de vida que podrá dar muchos frutos en el futuro.

27 Término anglo referido a adquirir herramientas para enfrentar la vida: puede ser una experiencia, una ilustración, un conocimiento o un intercambio.

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El trabajo o la responsabilidad Cada una de las 18 promotoras indígenas, con diferentes expresiones y explicaciones, desde su cosmovisión y experiencia, ha podido definir qué les ha pasado desde dentro. Cómo han ido reelaborando un horizonte que parecía, en tiempos de la antropología de observación, distante. Hoy pueden sentarse a platicar frente al fogón y definir por sí mismas cómo es que han hecho lo que reconocen como un trabajo, como una obligación, como un desempeño que les significa a sí mismas y les significa a las otras, las de su entorno, sus compañeras, con vidas y procesos semejantes, pero a la vez diferentes. Las visitadoras, periodistas, han conseguido retratos elocuentes de esas experiencias. Se han fundido lenta y plenamente entre ellas. Cuentan las entrevistadoras, oidoras de historias que conocer la zona, recorrerla y estar ahí, fue un factor fundamental para dar cuenta de los testimonios y proporcionar una mirada rápida pero precisa de un cambio. Todo fue preguntas. No había una hipótesis definida. Se trataba en este recorrido de establecer algunas respuestas a si el Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas tenía un significado. Y lo tiene. ¿Qué podemos concluir? El Programa de Organización Productiva para Mujeres Indígenas (POPMI), les ha dado nuevos motivos de vida. Se trata de un proceso que tiene que ver más con una comunidad de prácticas y vivencias que trascienden a las fronteras de la propia etnicidad, a la esfera de lo bio-social o a antiguas pertenencias orgánicas en las que la vida y cultura (la invención de la vida) se entrelazan en intrincados y brumosos tejidos. El éxito del Programa está situado ahí. Explorar su permanencia, o su crecimiento, en tiempos de grave crisis del campo -dos millones de hombres y mujeres ha emigrado en los últimos cinco años-, de crisis alimentaria y ambiental, hará que en los sitios de mayor marginalidad donde se desarrolla el POPMI, pueda mantenerse la esperanza y la vida. Testimonios y Experiencias de las Promotoras Indígenas también aporta elementos para estudios precisos, antropológicos, de género y sociológicos ulteriores:

! Se podrán analizar las unidades familiares donde viven las mujeres indígenas en cuanto a su tamaño, ciclo de desarrollo y relaciones de parentesco a su interior, en procesos de cambio genérico.

! Diferenciar y redefinir su trabajo doméstico y productivo, en función de las características

de cada proceso productivo (los programas específicos: pecuarios, textiles, cerámica).

! Se podrá distinguir, en el contexto parcial, o de comunidad, en qué unidad (agricultura de subsistencia, para el mercado y/o capitalista) se encuentra inmersa cada una de las mujeres que participan en el POPMI.

Los testimonios y las experiencias apenas nos dan una mirada muy rápida sobre la disponibilidad limitada que tienen como medios de producción, pero significan un retrato hablado, muy elocuente, de una estrategia de reproducción, de producción y sobrevivencia en dos planos: el de la vida comunitaria y el de la forma como se pueden transformar las relaciones de género.

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Mientras tanto con Testimonios y Experiencias, hemos logrado un aporte sustantivo a los estudios de género y alterado los enfoques de corte biologicista que asumen una “naturalización” de la división de trabajo por sexo. También, los relatos derriban la corta idea de que las mujeres no participan, y por tanto están condenadas a la marginalidad, el oprobio y la exclusión.

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BIBLIOGRAFÍA • Arizpe, Lourdes, Indígenas en la Ciudad de México: el caso de las marías, México, SEP-

Sepsetentas, 1975.

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• García, Luz María y Teresa Jácome, Las mujeres indígenas de México: Su contexto socioeconómico, demográfico y de salud. INM, CEDPI, SS, Octubre, 2006.

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• Indicadores con perspectiva de Género para los Pueblos Indígenas, documento. CDI/Inmujeres, 2006.

• Indicadores con perspectiva de género para los pueblos indígenas.

• Judisman, Clara, consultora en Desarrollo Social y coautora del Diagnóstico sobre la situación de los derechos humanos en México. Ed. Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México, 2004.

• POPMI, página web de la CDI. www.cdi.gob.mx/popmi

• Programa Organización Productiva para Mujeres Indígenas.

• Sistema Integral Para Mujeres : Biblioteca de la CDI.

• Reglas de operación del POPMI

• Términos de Referencia sobre el informe Testimonios y Experiencias de Promotoras Indígenas del POPMI: Unidad de Planeación y Consulta, Dirección General de Investigación del Desarrollo y las Culturas de los Pueblos Indígenas.