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33 Resumen: Este ensayo reúne varias voces de poetas mexicanos y algún prosista, más una diégesis, que llevan el sentido de los sucesos y sentimientos ligados al 2 de octu- bre de 1968. Tales rememoraciones perviven, introyectadas, mirando de reojo las serias y sesudas reseñas de aquella fecha memorable. ¿Cómo empezó la matanza de inocentes?, ¿por qué la olimpiada no ensombreció la protesta, sino que la cortó de raíz? ¿Cuántos testimonios en verso hubo contra la política prepotente y asesina de entonces? Ahora los grandes mexicanos reposan en hoyos; las protestas se amplían. Los poetas levantan la voz, en quejas aisladas, por los asesinados: Tlatelolco tres veces mártir no se olvida. Palabras clave: literatura; poesía; movimiento estudiantil Abstract: This essay gathers a number of voices of Mexican poets and a prose writer, plus a diegesis, which convey the meaning of the events and feelings linked to October 2nd, 1968. Such remembrances survive introjected, glancing at the serious and brainy reviews of such memorable date. How did the innocents’ killing begin? Why did the Olympics not shadow the protest, but eradicated it? How many testimonies in verse were there against the arrogant and assassin politics back then? Now great Mexicans rest in holes; protest generalize. Poets raise their voice, in isolated moans, for the assassinated: Tlatelolco, three times a martyr, is not forgotten Keywords: literature; poetry; student movement Testimonio de testimonios de literatura mexicana de 1968 TESTIMONY OF TESTIMONIES OF MEXICAN LITERATURE IN 1968 María Rosa Palazón-Mayoral* LA COLMENA 99 julio-septiembre de 2018 pp. 33-42 ISSN 1405-6313 eISSN 2448-6302 *Universidad Nacional Autónoma de México, México Correo-e: [email protected] Recibido: 18 de octubre de 2017 Aprobado: 2 de agosto de 2018

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Page 1: Testimonio de testimonios de literatura mexicana de 19681968 a la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Era una tarde de sol opacado por el neblumo. Nos sentamos en las escaleras

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Resumen: Este ensayo reúne varias voces de poetas mexicanos y algún prosista, más

una diégesis, que llevan el sentido de los sucesos y sentimientos ligados al 2 de octu-

bre de 1968. Tales rememoraciones perviven, introyectadas, mirando de reojo las

serias y sesudas reseñas de aquella fecha memorable. ¿Cómo empezó la matanza de

inocentes?, ¿por qué la olimpiada no ensombreció la protesta, sino que la cortó de

raíz? ¿Cuántos testimonios en verso hubo contra la política prepotente y asesina de

entonces? Ahora los grandes mexicanos reposan en hoyos; las protestas se amplían.

Los poetas levantan la voz, en quejas aisladas, por los asesinados: Tlatelolco tres

veces mártir no se olvida.

Palabras clave: literatura; poesía; movimiento estudiantil

Abstract: This essay gathers a number of voices of Mexican poets and a prose writer,

plus a diegesis, which convey the meaning of the events and feelings linked to October

2nd, 1968. Such remembrances survive introjected, glancing at the serious and brainy

reviews of such memorable date. How did the innocents’ killing begin? Why did the

Olympics not shadow the protest, but eradicated it? How many testimonies in verse

were there against the arrogant and assassin politics back then? Now great Mexicans

rest in holes; protest generalize. Poets raise their voice, in isolated moans, for the

assassinated: Tlatelolco, three times a martyr, is not forgotten

Keywords: literature; poetry; student movement

Testimonio de testimoniosde literatura mexicana de 1968

TesTimony of TesTimonies of mexican liTeraTure in 1968María Rosa Palazón-Mayoral*

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*Universidad Nacional Autónomade México, MéxicoCorreo-e: [email protected]: 18 de octubre de 2017Aprobado: 2 de agosto de 2018

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IntroduccIón

Hace mucho tiempo debí escribir mi testimonio,

una pretendida cronología sobre el 2 de octu-

bre de 1968. Hice algún intento y dejé aquel

mal recuerdo en mi otro yo; surge en situacio-

nes dolorosas, como la muerte real de mi madre

y de mi hermana.

Recientemente apareció en mis manos una

antología del tema. La comencé a leer con des-

gano; pero las luces de la memoria intelectiva–

emocional se fueron prendiendo con fragmentos

dispersos, que me aseguraron que aquella noche

de sangre y truenos que lanzaban las fuerzas

del orden, uniformadas y sin uniforme, fue un

hecho colectivo con variaciones menores según

el pequeño espacio y tiempo de su devenir.

Comencé a copiarlas, y hasta me atreví a reali-

zar insignificantes cambios: pensaba que estaba

componiendo un testimonio literario rompiendo

las fronteras, que imponían a la creación mis vie-

jos y nuevos profesores del núcleo que gravita-

ba en las cercanías de los creadores. La magia

de la imaginación me los presentaba con pelu-

ca empolvada, de caireles. Reunir palabras vie-

jas, aguzando las orejas, tenía que dar frutos. Me

entregué a este quehacer. Sin embargo, pese a mi

empeño, no tenía diégesis, las frases eran her-

mosas, poéticas, sin garra. Entonces un ángel me

dijo al oído: tú fuiste actriz, tu perspectiva puede

funcionar, da hilos que apoyen algunos de tales

decires. Dilo y deja decir porque has sido con-

movida tras un largo periodo histórico, cuando

muchos de los nombres de “líderes” o de valien-

tes que se lanzaron al ruedo han quedado inscri-

tos y empero sin referente vivo. Puse mi empeño

en dejar decir y unir las palabras de tantos con

una seudocrónica de mis vivencias, unas ciertas

e informativas; otras, hijas de mi loca fantasía

empática con la palabra de hermanos. El mensa-

je de David Huerta que usé de epígrafe resume las

líneas de esta introducción que alude a la cerca-

nía de las vivencias. Son para ti, para nosotros y

para el porvenir de una plaza donde los españo-

les mataron a los mercaderes de Tlatelolco; don-

de los ferrocarrileros vieron atropellados sus más

limpios ideales, y a Demetrio Vallejo encarcela-

do; y finalmente aplastaron a los estudiantes que

quisimos empezar democratizando la comunica-

ción en nuestra ciudad, y, antes de que cantara el

gallo, fuimos atropellados con la frente horada-

da de niños que cubrieron de rojo su plaza ritual.

Pero… no llores, dicen en las manifestaciones, “2

de Octubre no se olvida”.

La IntencIón desnuda

El 2 de octubre, punto final o, al menos, tempo-

ral, de aquella rebelión de estudiantes que nació

con esperanzas, aunque muy pronto la domi-

nación y la sangre de los vencidos se asomaba

por cada resquicio del proceso; la descendencia

con tales ejemplos sólo escucha que sus familia-

res participaron en aquel estallido duradero. Yo

nací en México en 1945 y me enganché en los

gritos y demandas de mis compañeros. Nunca

fui líder, únicamente testigo y víctima de la rebe-

lión. El dolor me impedía saber la relevancia de

mi comportamiento hasta que llegué al suelo de

un departamento. Salí en medio de una confu-

sión, dando la dirección de amistades de aque-

lla unidad.

He regresado a la pesadilla. Después de tantos

años voy en busca de un orden que no inmovilice

ni deje hundir lo que queda de mi antiguo Méxi-

co en el pantano salvaje de la corrupción caníbal

neoliberal y generalizada. Mi intención es encon-

trar claridad, por pequeña que sea, sobre un

mundo ajeno a la violencia enemiga de la liber-

tad de expresión, la justicia, de una vida comu-

nitaria que repela aquella pared sangrante de un

edificio. Nunca supe cuántos ni quiénes manda-

ron que me asesinaran ni por qué el “amargo del

Hablo de estos recuerdos inmensos porque tenía que hacerlo alguna vez, así o de otra manera.

David Huerta

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plomo / da el quién vive / a quien me ha manda-

do que me maten” (Bonifaz, 1996: 41).

El silencio aterrador de las víctimas debe

tener un final. Ahora le llegó el turno gracias a

una antología multifocal de escritores, con cuya

mayoría siento empatía. No sólo completó par-

cialmente mi perspectiva, esto es, me encuadró

en la empatía, tan repetida por los hermeneutas.

Mi fragilidad va siendo, pues, desproporciona-

da, por amnesia aparente, pero la anamnesis me

impide decir adiós a experiencias refugiadas en el

sueño y en otros lugares íntimos muy personales.

Mal exterior y de culpa desembocan en transicio-

nes emocionales; en sacos de arena se esconde el

terror que no cesa, porque no es factible que se

pierda de vista la amenaza existencial, hoy aho-

gada en el hambre. Tal vez algo se aminora y se

descarga con la palabra desgarrada y veraz, que

confiesa los sentidos y las angustias que despier-

ta una dominación enferma de poder y de feal-

dad moribunda. Los poetas y prosistas confiesan

con veracidad la rabia que odia la belleza inocen-

te de la juventud. Confesiones literarias que fun-

cionan como conjuros y como desahogos contra

la política que apergolla a todos, a los victima-

rios incluidos. También a los lectores que tomen

estas páginas y recuerden aquellos días. Es un

sacrificio de la memoria que no se irá, como bien

supieron los poetas, y ustedes aprenderán como

un golpe en el corazón, un infarto no concluido

pero que te dice: tú podrías ser un actor o actriz

de aquel horroroso no me olvides.

En medio de plomazos, las jugarretas del des-

tino me hicieron protagonizar el papel de la fuer-

te, cuando estaba transida de dolor y necesitada

de fuga. Quizá tengo vocación para el teatro:

nadie notó mi temor y temblor, pareja de reac-

ciones que unió Kierkegaard. Vivía en aquellos

momentos enfrente de la Federal de Seguridad,

yo sabía que llegaban carretas de hombres con

un pañuelo blanco en la mano y no se marcha-

ban. Hubo otros de mano enguantada (el Bata-

llón Olimpia). Yo, la fuerte, oriné y excreté negro

al día siguiente (el 3 de octubre) por descarga de

adrenalina, que se me debió agudizar cuando por

teléfono me enteré de que mi hermana y mi novio

se fueron al ojo del huracán para salvarnos; no

pudieron entrar en él gracias a que Ananké nos

perdonó a todos.

He perdido días enteros y muchos años para

escribir algo sobre la literatura de 1968, pedacito

de historia que protagonicé con otros que se han

ido. No se fueron. Están porque ocupan un sitio

privilegiado en la imaginación, la facultad crea-

dora que opera desde los efectos, desde la histo-

ria “efectual”. Recordemos, pues, para abrir una

ventanita, aun cuando sea pequeñita, al mañana

del pasado. La finalidad (una locura, lo sé) es ela-

borar un ensayo a muchas y entrecortadas voces

que forman un holón, un entero, lo completo, una

unidad indisoluble. Deseo, he aquí la extrañeza,

inmiscuirme como testigo que actúa, escucha,

siente y rememora como otros bajo el apotegma:

yo, tú, la misma alma, de quienes un 2 de octu-

bre de 1968 se sintieron en la agonía del terror,

amenazada su vida, y, no obstante, compartieron

la fraternidad con quienes se fueron del mundo

por un ideal, la hermandad, intolerable para los

tiranos del aquí mando yo, y tú, joven que pro-

testas, eres basura desechable. Fraternidad que

hoy abandonó la indiferencia de los compulsi-

vos consumistas que, olvidando que somos una

especie social por naturaleza y cultura, y cuya

opción es la solidaridad o la muerte, vemos tan-

tos zombis que aceptan la malsana política des-

tructiva del neoliberalismo globalizado.

He escogido una antología entre muchas, qui-

zá menos citada, pero con voces que me aper-

gollan empáticamente. Estas páginas serán una

probadita sobre la fraternidad y el dominio, ilus-

trada, entre otros géneros, con poesía y prosa.

Basándome en la premisa de que la literatura

tiene un cómo, un qué expresivo y un sentido o

referencia, tan negado por la filosofía neopositi-

vista, afirmo que el escritor también es un testi-

monio fidedigno y emocionalmente provocador.

Pasé tiempo pensando cómo titular mis vivencias

mediante la intervención de poetas y narradores

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mexicanos de manera que el encabezado no fue-

ra una entrada amarillista ni cursi.

testImonIo derecho de testImonIos en su unIcIdad rIgurosa

Ignoro, a no ser por la solidaridad, por qué mi

madre decidió acompañarme el 2 de octubre de

1968 a la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco.

Era una tarde de sol opacado por el neblumo. Nos

sentamos en las escaleras donde se sucedieron

los encuentros: recordamos la manifestación que

encabezó el rector Barros Sierra, cuando bazu-

quearon la colonial puerta de la Preparatoria I.

“Hola, no sabía de ti desde la manifestación del

26 de julio, donde empezó el desmadre”, dicen

que comentó Juan Tovar (1996: 155). No nos

olvidábamos desfilando por Paseo de la Reforma,

cantando y dando gritos dirigidos a la Embajada

de Estados Unidos y al Palacio Nacional.

El sentido común me llega: tomaron, como

lo hicieron, Ciudad Universitaria mientras sona-

ban los versos de León Felipe, y peor fue la toma

del Casco de Santo Tomás: barricadas, bombas

molotov, piedras, varillas. “El apagón fue la

señal de embestida. La oscuridad, cómplice de

los asaltantes”, a cuenta de los ataques seriados

y simultáneos, resume Gonzalo Martré (1996).

Las evidencias contradecían mi absurda entrega.

Eran cálculos racionales y retumban en mis oídos

los consejos sabios de que aquel mitin iba a ser

masacrado como en fin de guerra, me explicaron

mi padre, Carlos Montemayor y Miguel Cervan-

tes, ambos compañeros de la carrera.

nosotros y Los dIsfraces

Áyax Segura, infame traidor poca cosa, llama a

los del Consejo Nacional de Huelga al balcón del

tercer piso del edificio Chihuahua, sube también

Oriana Fallaci. Cuando empieza el tiroteo vi a un

individuo con gabardina. Los militares disparan

y nos tienen en la mira. Entra la “Noche de fue-

go desmedida […] / no hay piedad […] / agua,

luz, noche tiniebla, piedra sueño” (Simpson,

1996: 56), escribe desde el condensador no cons-

ciente Máximo Simpson. Casi nadie vio a aquel

asesino. Yo, sí; en su mano llevaba un pañuelo;

era uno de la Federal de Seguridad (deambula-

ron cerca de mí porque entonces vivíamos frente

al Monumento a la Revolución). El matón empu-

ñaba el arma mientras estallaba en relámpagos

de balazos, completa Rosario Castellanos (Cas-

tellanos, 1996: 46). Medité un momento, son

unos asesinados ahora; antes éramos, en dis-

curso periodístico, “comunistas” de larga cabe-

llera: “Llévenselos —ordenó el capitán mientras

se ponía el cinturón—. Esto les enseñará a ser

patriotas y a tener más respeto a los soldados.

Ah —añadió—y córtenles esas cabronas greñas”

(Lara, 1996: 212).

La historia da vueltas más rápidas que un tio-

vivo. Antes de gabardinas y acciones de asesinos,

los sentados frente al Chihuahua celebrábamos

porque nos encontramos en la Manifestación del

26 de junio, donde empezó el desmadre, según

Juan Tovar (1996: 155). Desfilábamos por el

Paseo de la Reforma o desde el Casco de San-

to Tomás. Se nos enchinaba el cuerpo con los

cantos libertarios y gritos de rabia dirigidos a la

maldad del dominio. Se nos enchinaba la piel al

sentir los gritos mudos de la Manifestación del

Silencio. “Nos negaron el silencio / y nos aco-

gotaron con sus voces” (Santos, 1996: 120). Ya

pasará, amor mío, no temas. Tlatelolco fue en

grande. La Plaza de las Tres Culturas estaba lle-

na, la gente se asomaba por las ventanas de los

multifamiliares (Tovar, 1996: 157).

De pronto, el enviado por la Federal de Gutié-

rrez Barrios tiroteaba; poco después los estope-

roles gruñían como animales rabiosos. Un grupo

de atrapados sin salida nos dirigimos, arrastrán-

donos, hacia los edificios 5 de Febrero y 20 de

Noviembre. Nos esperaban soldados, mimetiza-

dos con la vegetación, bajo las jardineras. Fui-

mos empujados contra la pared trasera de uno

de tales edificios, y se desató una balacera por

encima de nuestras cabezas. No recuerdo qué dije

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pero algunos amigos, tan aterrados por las balas

como yo, dicen que grité lastimosamente “¡No

maten a mi madre!”. Tienes razón, José Emilio

Pacheco: “Nuestra herencia es una red de aguje-

ros” (Pacheco, 1996: 61).

La sangre, La muerte, La oscurIdad

El agujero que menciona José Emilio Pacheco

sugiere el de nuestros cuerpos, que, en situa-

ciones de peligro, inconscientemente, lo llena-

mos de sangre; entonces brota en cada mente el

redundante símbolo del agua roja que va y vie-

ne. La palabra sangre procede del latín sanguis

que puede definirse como suave, en este caso

la muerte, por la textura de lo bello e idealis-

ta: la florescencia del copal, dice el diccionario

etimológico de sanguinem. Para la meditación

simbólica, la primera fase no consiste en comen-

zar, sino en volver a recordar desde el seno del

habla. El momento histórico del símbolo es el

olvido, y también la restauración: olvido de las

hierofanías.

En otras palabras, el símbolo tiene una estruc-

tura intencional bifronte: es un signo porque

apunta más allá de algo y vale por ese algo. No

todo signo es un símbolo porque lleva la doble

intencionalidad: la literal, que supone la victoria

del signo convencional, y sus sentidos que no se

asemejan a la cosa significada. Sobre esta inten-

cionalidad primera se erige la segunda. Enton-

ces el sentido literario apunta analógicamente a

un sentido que sólo se da en él. En el sentido

segundo, en el latente, participamos, nos asimila

a lo simbolizado sin que podamos dominar cons-

cientemente la similitud (Ricoeur, 2003: 263). La

dinámica de los símbolos es una revolución lin-

güística cuyo equívoco revela nuestras asociacio-

nes por las cuales interiorizamos un símbolo en

el otro, y asimismo uno destruye al otro. De fac-

to, en la rebelión estudiantil de 1968, quién se

preocupó por la textura; nadie creía ya que los

sangrantes ritos religiosos estaban presentes.

“Su sangre no viene cantando: es un chorro de

espinas / en el sueño, / un espasmo de soles sofo-

cados” (Krauze, 1996: 128). Brota en la mente el

Anotaciones de vida, de la serie Registros (2016). Acrílico, lápiz graso, conté y grafito sobre papel: Elena Fabela.Prohibida su reproducción en obras derivadas.

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símbolo redundante, pero lastima en el costado.

La suave agua roja que brota dice adiós, como

vacío de un pozo sin fin ni sentido: en realidad

los chorros también son de espinas. La sangre,

símbolo que existe en su materialidad, lleva el

significado más terrible, a saber, el de una herida

peor, la de la muerte. No existe lenguaje no sim-

bólico del mal padecido, sufrido o cometido.

No resisto la tentación de repetir un párrafo,

pues coincido con Paul Ricoeur: “El símbolo da

qué pensar. Esta sentencia que tanto me cauti-

va porque dice dos cosas: el símbolo da; no plan-

teo yo el sentido, es él el que lo da; pero lo que

da es qué pensar […] La sentencia sugiere […]

que todo está ya dicho en el enigma, y que, sin

embargo, debemos comenzar y recomenzar todo

en la dimensión del pensar […] esta articulación

del pensamiento que se da a sí misma en el rei-

no de los símbolos y el pensamiento que plantea

y piensa” (Ricoeur, 2003: 262).

Yo no vi sangre en Tlatelolco, desde la guari-

da abierta en el primer piso por el ángel llamado

tía Rosa, en el suelo sentí con el tacto su textura.

Le escurría a un ferrocarrilero, afín a las causas

liberadoras, que cargaba a una señora sangran-

te; pero ésta se quedó en aquel altiplano, por-

que era imposible saltar las jardineras con otro

cuerpo. “¿De dónde he llegado? / Vallejo, Valle-

jo; / aún te dan duro con un palo, / la cárcel se ha

hundido / junto a tus costillas; / no sé adónde”,

asocia Óscar Oliva (1996: 87). La segunda rebe-

lión, la de los ferrocarrileros, brinca. En aquellas

manifestaciones cada alma se preguntaba por

qué mantenerlo enjaulado y conservar las heri-

das abiertas: “Libertad Vallejo, Díaz Ordaz, pen-

dejo”. Empero la maldad es fea y no perdona las

improntas de adolescentes.

Nuestro pliego petitorio estaba centrado en la

libertad de expresión y de movimiento, porque

somos un “pueblo aturdido con discursos diseca-

dos”: “Oh patria, fosa común”, se desahoga Juan

Bañuelos (1996: 64). Quién hubiera declarado

que donde hubo una manifestación del silencio

muchos arrastran tantas cadenas, mientras los

medios de comunicación hablan de honor, patria

y grandeza. Juan Bañuelos sigue escupiendo

solidaridad y rabia; nosotros los silenciados no

estábamos en condiciones de gritar estas pala-

bras de Jesús Arellano: “El monopolio del gobier-

no, imperialismo del / negocio feudal, se quita el

mascarón” (Arellano, 1996: 44). Los suelos van

abriendo la brecha entre clases, dijo Rulfo, y repi-

te en verso Juan Tovar en “Justicia para todos”:

“Nosotros queremos tierra, sí, pero tierras de

verdad; lo que nos están dando es puro desier-

to” (Tovar, 1996: 151). Lo económico llenaba el

silencio de nuestras ambiciones: “Los verdade-

ros agitadores son la miseria, la ignorancia y el

hambre. Los estudiantes nos estamos organizan-

do para acabar con ellos” (Del Paso, 1996: 183).

Pero antes pensamos acabar con el engaño de

una clase media y media baja que entonces vivía

en el engaño: “De alambradas, de carbones rojos,

/ de silenciadas bocas de hambre, / de semilla de

pan de pobre. Y alguien / pague por la compra,

y alguien grita / que sabe y engorda y se aban-

dera”, sintetiza con letras de oro Rubén Bonifaz

Nuño (1996: 41). Retoma sus pasos Arellano: “Y

la insana demagogia, la hierbaza lo más íntima

/ emoción del campesino, / y la conciencia enga-

tusa del obrero y pignora la bolsa del ingenuo

burgués” (Arellano, 1996: 44). “De cada frente

estudiantil que sangre / irrumpirá el fulgor de los

que nada tienen, y no serán perdidos de vista /

porque saben su edad hasta este punto / que son

los desollados / que buscan su piel bajo la luz / de

un rastro semejante, optimismos que retroceden

con botas de siete leguas. Dios […] Ah, solda-

dos, granaderos, hermanos inmundos, / si fue-

ran distintos en un país distinto / en donde la

pobreza afinada como un instrumento peligroso

/ no les hiciera doblemente abyectos”. El Senado

demanda sumisión de quienes habitan en cuevas

de arena (Bañuelos, 1996: 64 y 65).

Semejaba no haber salida, “sólo una puer-

ta enorme y abierta sobre los reinos del reino”

(Huerta, 1996: 124). La sangre del estallido tie-

ne textura de miedo. La sangre del estallido va

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obscureciendo el sol, como aquella tarde del 2 de

octubre. Anteriormente, lanzaron señales de ben-

gala que desaparecieron en la cúpula de la iglesia

colonial que un emisario de Dios nunca abrió a

las víctimas. Me comenta el ferrocarrilero: “Dios

lo tendrá en el Infierno a fuego lento”. “Sonaron

y sonaron las ametralladoras […] miles de sar-

dos a bayoneta calada. Dispare y dispare” (Tovar,

1996: 157). El fraile en un rincón mientras una

joven que corrió hacia una representación sim-

bólica del cielo pedía a gritos un médico para su

hermano muerto. Ensordecimos en aquella hora

del anonimato que borró a quienes maldecían.

Jamás he matado a ningún animal, humano o

no. Pero juro que en aquellos instantes “desde la

nuca a la / raíz –se me acabó la prudencia” (Are-

llano, 1996: 45), porque si la violencia no solu-

ciona nada, “todo es posible en la paz” (Tovar,

1996: 156), refunfuña agriamente Juan Tovar,

fastidiado por la ley de sumisión que “demanda

respeto / al docto senador a quien más tarde sus

hijos besarán la mano”, se lee en Juan Bañue-

los (1996: 65). Hoy conozco en carne propia a

mi país, completa Óscar Oliva, la “muy desleal

Ciudad de las falacias” (Martré, 1996: 250). “¡Oh

patria / fosa común / donde estamos con el medio

cuerpo adentro!” (Bañuelos, 1996: 64).

Adentro de aquella casa: “No se asomen,

por Dios”, exclama Isabel Fraire, obedezcan las

órdenes del corazón (Fraire, 1996: 78). La san-

gre anunció que se llevarían a los muertos, pero

nadie sabía adónde, añade José Carlos Becerra.

Apenas a este nivel de la tragedia estoy aterida

porque ignoro qué pasa, “qué pasa, / quién gri-

ta, quién dispara, / quién vive. Ya el silencio se

instala / como en hondo pozo moribundo / que se

abriera desde la garganta. / Y se palpa una heri-

da. Y se siente / un temblor. La plaza / es una cié-

naga, la lámpara enmudece” (Labastida, 1996:

92). La sangre es muerte y vida; es dolor y admi-

ración por la víctima; es belleza en su textura y

su miedo, temblor que no desaparece porque no

se tiene frío, sino congelamiento. También aso-

mó en la parroquia cerrada a piedra y lodo la

sangre serpentina que gime, en decir de García

Lorca.

El que juega con símbolos prospectivos de ten-

dencia democrática tiene a un enemigo vengativo

enfrente: “¿Sigue usted indignado, / Señor Presi-

dente? / Mala cosa es perder, / por unos muerti-

tos, / que ya hacen bostezar / de empacho a los

gusanos, / la paz. / Todo / es posible en la paz

(Zaid, 1996: 77). Algunos símbolos se actualizan

bajo circunstancias parecidas. Se mira una pie-

dra hueca que convertimos en símbolo de noso-

tros. No queremos morir en este instante.

Los sobrinos de la tía Rosa nos avisaron que

negáramos ser estudiantes, que nuestras creden-

ciales se guardaran en las tetas o los calzones.

La figura respetuosa de mi madre y el nombre de

amistades avecindadas en aquella unidad multi-

familiar nos aventaron fuera. Salimos por la calle

Manuel González. Donde los camiones ardían.

“Asesinos”, la policía y el ejército gritaban en

una ilusión redentora o milagro divino. Mi madre

tembló, y entre aquel amigo politécnico y yo la

levantamos por los brazos. Cabezas ocultas tras

la dentadura caballuna de Díaz Ordaz, victima-

rios caen ante la valentía suicida de los desespe-

rados. Pasa un taxi y sólo accede a llevarnos a la

casa de aquel amigo que se ofreció a ayudarme

con mi madre. Después llegamos a mi departa-

mento. El teléfono no calla. Tantos amigos desa-

parecidos. Fui buscando cuerpos en instituciones

y accesorias llenas de putrefacción, fosas llenas

de sangre y pedazos de carne, encontramos niños

balaceados. A los tres días el pueblo se apresta

jubiloso a celebrar las Olimpiadas porque el cri-

men ha sido cubierto con banderas olímpicas.

Cegada porque estaba en la guerra de un

lugar en el espacio infernal, recorrimos como vía

crucis los centros de extravíos, los hospitales, los

puestos de rescate, los departamentos de emer-

gencia, las mazmorras, las accesorias oscuras.

Se fraguó un rumor avasallante: llega el golpe de

Estado. Falacia que inmoló la paz de las borregas

familias que siguen el cencerro del guía: comer-

ciantes, banqueros, políticos “que transforman

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la mierda en esencias aromáticas”, ofensa que

vomita Jaime Sabines: “Nadie sabe el número

exacto de muertos […] / Tlatelolco será mencio-

nado en los años que vienen / […] han matado

al pueblo certeramente acribillado / por la metra-

lla del Orden y Justicia Social” (Sabines, 1996:

48 y 50); al día siguiente toda evidencia está

supuestamente borrada. Tenemos que llorar de

otra manera porque “nada consta en actas”, dice

Rosario Castellanos (1996: 47). Igual que Guiller-

mo Samperio, Neus Espresate y Emmanuel Car-

ballo, nací aquella tarde con mucho llanto. “Digo

que todo se mezcla y se penetra, las lágrimas y

la rabia, el silencio de los diarios, los gritos, los

ojos temerosos de mi madre frente a una hija que

nacía nada más y nada menos, de nuestra cuen-

ta” (Samperio, 1996: 162).

La gente bien: políticos, empresarios, banque-

ros, desea que nos refundan en la cárcel: “sobre

el cardumen de azoteas, / las banderas Olímpicas

/ puestas con especial cuidado / no ocultarán el

crimen” (Bañuelos, 1996: 72). Los periódicos, la

radio y la televisión sólo hablan de la olimpiada.

“No fue nada, un rozón” (Fraire, 1996: 79), en

todo caso, una revuelta de apátridas que “ni

merecen llamarse mexicanos” (Tovar, 1996:

146). La Olimpiada fue muy bonita a pesar del

alboroto, inmaculado, gestos seguros, todo bien.

“¡Qué Olimpiada maravillosa […] las mujeres

de rosa, los hombres de azul cielo, / desfilan los

mexicanos en la unidad gloriosa / que constru-

ye la patria de nuestros sueños”, espeta Sabines

(1996: 51).

En su lugar, el mundo se perfecciona día a

día, aunque siempre hay un garbanzo negro en

el arroz: los corredores que ganaron en el podio

alzaron el guante de las Panteras Negras. Los

amé: “no siempre se puede recordar porque / pese

a todo no se olvida”; “está escrito no sé dónde, en

qué /, pared, / que los vivos nunca dejan de amar

a los / muertos / aunque quieran olvidar” (Man-

jarrez, 1996: 97).

Todo quedó en esa plaza: “la puerta inme-

morial del sacrificio / sacerdotes que olvidaron

la pureza / y ciegamente buscan nuestro corazón

/ […] / Imposible de olvidar / imposible quedarse

En el alma, de la serie Registros del alma (2016). Acrílico, lápiz graso, conté y grafito sobre papel. Elena Fabela.Prohibida su reproducción en obras derivadas.

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muerto” (Montemayor, 1996: 110). Octubre,

mes de las lunas hermosas, vio caer asesinada

a mucha gente en “Tlatelolco, Santo Tomás, en

Zacatenco”, recuerda Bañuelos (1996: 69). Cuan-

do el sol se acabó y los soldados acabaron con

mis años, llegó el tiempo de la mordaza. “Tla-

telolco, muertos, estamos locos, ahí morimos,

otros deambulan entre iglesias paralelas donde

se escucha un grito que no calla, el gran devo-

rador de quienes hoy son una leyenda anóni-

ma” (Simpson, 1996: 59). Regresan los muertos

escondidos a esta plaza donde volaron aves y

luego un helicóptero. Los muertos escondidos en

esta plaza son “el semen vivo de la vida muerta”

(Simpson, 1996: 59) porque, escribió José Carlos

Becerra, “dios nunca muere” (1996: 59).

La cuLpa

Pero escucha, tirano, la sangre enraíza “y cre-

ce como un árbol en el tiempo”, la “sangre en

el cemento, en las paredes” (Sabines, 1996: 49).

Todo invadido por la sangre que no se olvida,

ni el grito, ni las masacres, retroceden los siglos

hasta abarcar los pechos abiertos a punto de

obsidiana. Le llaman la Plaza de las Tres Cultu-

ras: la prehispánica con su mercado, la colonial

con su escuela y templo, y la moderna. Menti-

ra, son tres matanzas, los miedos que descompo-

nen la atmósfera, dice Evodio Escalante (1996:

113); “engulle el basamento de los templos, / las

inscripciones, / la urna de dos esqueletos que se

abrazan / en su lecho polvoso, / bajo el cristal

secan las flores ofrenda”, escribe en su tono dul-

ce-amargo Elsa Cross (1996: 106).

Aquel golpe seco fue también la mancha, el

pecado, la culpa: “Ah yo nací en la guerra florida,

/ yo soy mexicano. / Sufro, mi corazón se llena

de pena; / veo la desolación que se cierne sobre

el templo / cuando todos los escudos se abrasan

en llamas” (Pacheco, 1996: 89). Nuestra heren-

cia son muros de adobe con una red de aguje-

ros, remata Pacheco (1996: 89): “Esto es lo que

ha hecho el Dador de la Vida. / Allí en Tlatelolco”.

José Revueltas asocia los hechos con una

lectura de dos páginas del profeta Ezequiel, de

alguien con manos de madera, como las de José

y de Jesús, ambos carpinteros; son profetas del

tiempo, porque en ese principio fue la madera,

que exasperaba el cataclismo que iba a venir

tarde o temprano. No avanzaba en espera de la

matanza de inocentes. Nadie escuchaba su cla-

mor desconsolado, se negaron a darles el socorro

que pedían porque estaban obligados a no creer

ni saber. “Nadie tampoco se dolió de la matanza

de los inocentes” (Revueltas, 1996: 142).

Bien pensó Juan Rejano: a los que sufren

heridas abiertas, el poeta sólo puede dejarles una

palabra: amor, sublimación que se arrellana en

una utopía que nunca olvida a sus muertos. Se

suma a la pena de un doble nuestro por ansias,

luchas, heridas abiertas. “Ahora tú estás sufrien-

do, las heridas abiertas, y yo / te dejo aquí lo úni-

co que tengo: mi palabra. / Mi palabra que en una

puede cifrarse: amor” (Rejano, 1996: 36).

Es mi palabra, tuya, suya. Léela bien y pon-

la en la herida abierta, que se cura con la dul-

zura de la justicia, con un beso, con nosotros y

otros con las manos juntas. No ha pasado tanto

en el tiempo histórico. Quizá ahora sí desplace-

mos a los policías, a los militares, y dejemos que

se desbarranque el rencor que arropa a la justicia

y, arropándola, la ahoga.

referencIas

Arellano, Jesús (1996), “Mordaza”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 44-45.

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María rosa Palazón Mayoral. Licenciada en Letras Españolas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México. Maestra y doctora en Filosofía por la misma universidad. Investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas; profe-sora de Filosofía de la Historia y del Seminario de Estética del posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM). Intereses académicos: literatura mexicana y latinoamericana, filosofía de la Historia, estética y hermenéutica. Coordinadora de las Obras de José Joaquín Fernández de Lizardi. Autora de: “¿Analogía entre estética y política? Génesis simbiótica” (Interpretatio, IIFL, UNAM, 2017); “Globalización, identidad y utopía comunita-ria” (Mente Humanística, Universidad Autónoma de Chiriquí, Panamá, 2017); “Música y poesía. Hermanas y enemigas” (La seducción del texto, Gerardo Ramírez Vidal y Erika Lindig (eds.), México, IIFL, UNAM, 2018). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel 3.