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Resumen: Este ensayo reúne varias voces de poetas mexicanos y algún prosista, más
una diégesis, que llevan el sentido de los sucesos y sentimientos ligados al 2 de octu-
bre de 1968. Tales rememoraciones perviven, introyectadas, mirando de reojo las
serias y sesudas reseñas de aquella fecha memorable. ¿Cómo empezó la matanza de
inocentes?, ¿por qué la olimpiada no ensombreció la protesta, sino que la cortó de
raíz? ¿Cuántos testimonios en verso hubo contra la política prepotente y asesina de
entonces? Ahora los grandes mexicanos reposan en hoyos; las protestas se amplían.
Los poetas levantan la voz, en quejas aisladas, por los asesinados: Tlatelolco tres
veces mártir no se olvida.
Palabras clave: literatura; poesía; movimiento estudiantil
Abstract: This essay gathers a number of voices of Mexican poets and a prose writer,
plus a diegesis, which convey the meaning of the events and feelings linked to October
2nd, 1968. Such remembrances survive introjected, glancing at the serious and brainy
reviews of such memorable date. How did the innocents’ killing begin? Why did the
Olympics not shadow the protest, but eradicated it? How many testimonies in verse
were there against the arrogant and assassin politics back then? Now great Mexicans
rest in holes; protest generalize. Poets raise their voice, in isolated moans, for the
assassinated: Tlatelolco, three times a martyr, is not forgotten
Keywords: literature; poetry; student movement
Testimonio de testimoniosde literatura mexicana de 1968
TesTimony of TesTimonies of mexican liTeraTure in 1968María Rosa Palazón-Mayoral*
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*Universidad Nacional Autónomade México, MéxicoCorreo-e: [email protected]: 18 de octubre de 2017Aprobado: 2 de agosto de 2018
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IntroduccIón
Hace mucho tiempo debí escribir mi testimonio,
una pretendida cronología sobre el 2 de octu-
bre de 1968. Hice algún intento y dejé aquel
mal recuerdo en mi otro yo; surge en situacio-
nes dolorosas, como la muerte real de mi madre
y de mi hermana.
Recientemente apareció en mis manos una
antología del tema. La comencé a leer con des-
gano; pero las luces de la memoria intelectiva–
emocional se fueron prendiendo con fragmentos
dispersos, que me aseguraron que aquella noche
de sangre y truenos que lanzaban las fuerzas
del orden, uniformadas y sin uniforme, fue un
hecho colectivo con variaciones menores según
el pequeño espacio y tiempo de su devenir.
Comencé a copiarlas, y hasta me atreví a reali-
zar insignificantes cambios: pensaba que estaba
componiendo un testimonio literario rompiendo
las fronteras, que imponían a la creación mis vie-
jos y nuevos profesores del núcleo que gravita-
ba en las cercanías de los creadores. La magia
de la imaginación me los presentaba con pelu-
ca empolvada, de caireles. Reunir palabras vie-
jas, aguzando las orejas, tenía que dar frutos. Me
entregué a este quehacer. Sin embargo, pese a mi
empeño, no tenía diégesis, las frases eran her-
mosas, poéticas, sin garra. Entonces un ángel me
dijo al oído: tú fuiste actriz, tu perspectiva puede
funcionar, da hilos que apoyen algunos de tales
decires. Dilo y deja decir porque has sido con-
movida tras un largo periodo histórico, cuando
muchos de los nombres de “líderes” o de valien-
tes que se lanzaron al ruedo han quedado inscri-
tos y empero sin referente vivo. Puse mi empeño
en dejar decir y unir las palabras de tantos con
una seudocrónica de mis vivencias, unas ciertas
e informativas; otras, hijas de mi loca fantasía
empática con la palabra de hermanos. El mensa-
je de David Huerta que usé de epígrafe resume las
líneas de esta introducción que alude a la cerca-
nía de las vivencias. Son para ti, para nosotros y
para el porvenir de una plaza donde los españo-
les mataron a los mercaderes de Tlatelolco; don-
de los ferrocarrileros vieron atropellados sus más
limpios ideales, y a Demetrio Vallejo encarcela-
do; y finalmente aplastaron a los estudiantes que
quisimos empezar democratizando la comunica-
ción en nuestra ciudad, y, antes de que cantara el
gallo, fuimos atropellados con la frente horada-
da de niños que cubrieron de rojo su plaza ritual.
Pero… no llores, dicen en las manifestaciones, “2
de Octubre no se olvida”.
La IntencIón desnuda
El 2 de octubre, punto final o, al menos, tempo-
ral, de aquella rebelión de estudiantes que nació
con esperanzas, aunque muy pronto la domi-
nación y la sangre de los vencidos se asomaba
por cada resquicio del proceso; la descendencia
con tales ejemplos sólo escucha que sus familia-
res participaron en aquel estallido duradero. Yo
nací en México en 1945 y me enganché en los
gritos y demandas de mis compañeros. Nunca
fui líder, únicamente testigo y víctima de la rebe-
lión. El dolor me impedía saber la relevancia de
mi comportamiento hasta que llegué al suelo de
un departamento. Salí en medio de una confu-
sión, dando la dirección de amistades de aque-
lla unidad.
He regresado a la pesadilla. Después de tantos
años voy en busca de un orden que no inmovilice
ni deje hundir lo que queda de mi antiguo Méxi-
co en el pantano salvaje de la corrupción caníbal
neoliberal y generalizada. Mi intención es encon-
trar claridad, por pequeña que sea, sobre un
mundo ajeno a la violencia enemiga de la liber-
tad de expresión, la justicia, de una vida comu-
nitaria que repela aquella pared sangrante de un
edificio. Nunca supe cuántos ni quiénes manda-
ron que me asesinaran ni por qué el “amargo del
Hablo de estos recuerdos inmensos porque tenía que hacerlo alguna vez, así o de otra manera.
David Huerta
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plomo / da el quién vive / a quien me ha manda-
do que me maten” (Bonifaz, 1996: 41).
El silencio aterrador de las víctimas debe
tener un final. Ahora le llegó el turno gracias a
una antología multifocal de escritores, con cuya
mayoría siento empatía. No sólo completó par-
cialmente mi perspectiva, esto es, me encuadró
en la empatía, tan repetida por los hermeneutas.
Mi fragilidad va siendo, pues, desproporciona-
da, por amnesia aparente, pero la anamnesis me
impide decir adiós a experiencias refugiadas en el
sueño y en otros lugares íntimos muy personales.
Mal exterior y de culpa desembocan en transicio-
nes emocionales; en sacos de arena se esconde el
terror que no cesa, porque no es factible que se
pierda de vista la amenaza existencial, hoy aho-
gada en el hambre. Tal vez algo se aminora y se
descarga con la palabra desgarrada y veraz, que
confiesa los sentidos y las angustias que despier-
ta una dominación enferma de poder y de feal-
dad moribunda. Los poetas y prosistas confiesan
con veracidad la rabia que odia la belleza inocen-
te de la juventud. Confesiones literarias que fun-
cionan como conjuros y como desahogos contra
la política que apergolla a todos, a los victima-
rios incluidos. También a los lectores que tomen
estas páginas y recuerden aquellos días. Es un
sacrificio de la memoria que no se irá, como bien
supieron los poetas, y ustedes aprenderán como
un golpe en el corazón, un infarto no concluido
pero que te dice: tú podrías ser un actor o actriz
de aquel horroroso no me olvides.
En medio de plomazos, las jugarretas del des-
tino me hicieron protagonizar el papel de la fuer-
te, cuando estaba transida de dolor y necesitada
de fuga. Quizá tengo vocación para el teatro:
nadie notó mi temor y temblor, pareja de reac-
ciones que unió Kierkegaard. Vivía en aquellos
momentos enfrente de la Federal de Seguridad,
yo sabía que llegaban carretas de hombres con
un pañuelo blanco en la mano y no se marcha-
ban. Hubo otros de mano enguantada (el Bata-
llón Olimpia). Yo, la fuerte, oriné y excreté negro
al día siguiente (el 3 de octubre) por descarga de
adrenalina, que se me debió agudizar cuando por
teléfono me enteré de que mi hermana y mi novio
se fueron al ojo del huracán para salvarnos; no
pudieron entrar en él gracias a que Ananké nos
perdonó a todos.
He perdido días enteros y muchos años para
escribir algo sobre la literatura de 1968, pedacito
de historia que protagonicé con otros que se han
ido. No se fueron. Están porque ocupan un sitio
privilegiado en la imaginación, la facultad crea-
dora que opera desde los efectos, desde la histo-
ria “efectual”. Recordemos, pues, para abrir una
ventanita, aun cuando sea pequeñita, al mañana
del pasado. La finalidad (una locura, lo sé) es ela-
borar un ensayo a muchas y entrecortadas voces
que forman un holón, un entero, lo completo, una
unidad indisoluble. Deseo, he aquí la extrañeza,
inmiscuirme como testigo que actúa, escucha,
siente y rememora como otros bajo el apotegma:
yo, tú, la misma alma, de quienes un 2 de octu-
bre de 1968 se sintieron en la agonía del terror,
amenazada su vida, y, no obstante, compartieron
la fraternidad con quienes se fueron del mundo
por un ideal, la hermandad, intolerable para los
tiranos del aquí mando yo, y tú, joven que pro-
testas, eres basura desechable. Fraternidad que
hoy abandonó la indiferencia de los compulsi-
vos consumistas que, olvidando que somos una
especie social por naturaleza y cultura, y cuya
opción es la solidaridad o la muerte, vemos tan-
tos zombis que aceptan la malsana política des-
tructiva del neoliberalismo globalizado.
He escogido una antología entre muchas, qui-
zá menos citada, pero con voces que me aper-
gollan empáticamente. Estas páginas serán una
probadita sobre la fraternidad y el dominio, ilus-
trada, entre otros géneros, con poesía y prosa.
Basándome en la premisa de que la literatura
tiene un cómo, un qué expresivo y un sentido o
referencia, tan negado por la filosofía neopositi-
vista, afirmo que el escritor también es un testi-
monio fidedigno y emocionalmente provocador.
Pasé tiempo pensando cómo titular mis vivencias
mediante la intervención de poetas y narradores
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mexicanos de manera que el encabezado no fue-
ra una entrada amarillista ni cursi.
testImonIo derecho de testImonIos en su unIcIdad rIgurosa
Ignoro, a no ser por la solidaridad, por qué mi
madre decidió acompañarme el 2 de octubre de
1968 a la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco.
Era una tarde de sol opacado por el neblumo. Nos
sentamos en las escaleras donde se sucedieron
los encuentros: recordamos la manifestación que
encabezó el rector Barros Sierra, cuando bazu-
quearon la colonial puerta de la Preparatoria I.
“Hola, no sabía de ti desde la manifestación del
26 de julio, donde empezó el desmadre”, dicen
que comentó Juan Tovar (1996: 155). No nos
olvidábamos desfilando por Paseo de la Reforma,
cantando y dando gritos dirigidos a la Embajada
de Estados Unidos y al Palacio Nacional.
El sentido común me llega: tomaron, como
lo hicieron, Ciudad Universitaria mientras sona-
ban los versos de León Felipe, y peor fue la toma
del Casco de Santo Tomás: barricadas, bombas
molotov, piedras, varillas. “El apagón fue la
señal de embestida. La oscuridad, cómplice de
los asaltantes”, a cuenta de los ataques seriados
y simultáneos, resume Gonzalo Martré (1996).
Las evidencias contradecían mi absurda entrega.
Eran cálculos racionales y retumban en mis oídos
los consejos sabios de que aquel mitin iba a ser
masacrado como en fin de guerra, me explicaron
mi padre, Carlos Montemayor y Miguel Cervan-
tes, ambos compañeros de la carrera.
nosotros y Los dIsfraces
Áyax Segura, infame traidor poca cosa, llama a
los del Consejo Nacional de Huelga al balcón del
tercer piso del edificio Chihuahua, sube también
Oriana Fallaci. Cuando empieza el tiroteo vi a un
individuo con gabardina. Los militares disparan
y nos tienen en la mira. Entra la “Noche de fue-
go desmedida […] / no hay piedad […] / agua,
luz, noche tiniebla, piedra sueño” (Simpson,
1996: 56), escribe desde el condensador no cons-
ciente Máximo Simpson. Casi nadie vio a aquel
asesino. Yo, sí; en su mano llevaba un pañuelo;
era uno de la Federal de Seguridad (deambula-
ron cerca de mí porque entonces vivíamos frente
al Monumento a la Revolución). El matón empu-
ñaba el arma mientras estallaba en relámpagos
de balazos, completa Rosario Castellanos (Cas-
tellanos, 1996: 46). Medité un momento, son
unos asesinados ahora; antes éramos, en dis-
curso periodístico, “comunistas” de larga cabe-
llera: “Llévenselos —ordenó el capitán mientras
se ponía el cinturón—. Esto les enseñará a ser
patriotas y a tener más respeto a los soldados.
Ah —añadió—y córtenles esas cabronas greñas”
(Lara, 1996: 212).
La historia da vueltas más rápidas que un tio-
vivo. Antes de gabardinas y acciones de asesinos,
los sentados frente al Chihuahua celebrábamos
porque nos encontramos en la Manifestación del
26 de junio, donde empezó el desmadre, según
Juan Tovar (1996: 155). Desfilábamos por el
Paseo de la Reforma o desde el Casco de San-
to Tomás. Se nos enchinaba el cuerpo con los
cantos libertarios y gritos de rabia dirigidos a la
maldad del dominio. Se nos enchinaba la piel al
sentir los gritos mudos de la Manifestación del
Silencio. “Nos negaron el silencio / y nos aco-
gotaron con sus voces” (Santos, 1996: 120). Ya
pasará, amor mío, no temas. Tlatelolco fue en
grande. La Plaza de las Tres Culturas estaba lle-
na, la gente se asomaba por las ventanas de los
multifamiliares (Tovar, 1996: 157).
De pronto, el enviado por la Federal de Gutié-
rrez Barrios tiroteaba; poco después los estope-
roles gruñían como animales rabiosos. Un grupo
de atrapados sin salida nos dirigimos, arrastrán-
donos, hacia los edificios 5 de Febrero y 20 de
Noviembre. Nos esperaban soldados, mimetiza-
dos con la vegetación, bajo las jardineras. Fui-
mos empujados contra la pared trasera de uno
de tales edificios, y se desató una balacera por
encima de nuestras cabezas. No recuerdo qué dije
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pero algunos amigos, tan aterrados por las balas
como yo, dicen que grité lastimosamente “¡No
maten a mi madre!”. Tienes razón, José Emilio
Pacheco: “Nuestra herencia es una red de aguje-
ros” (Pacheco, 1996: 61).
La sangre, La muerte, La oscurIdad
El agujero que menciona José Emilio Pacheco
sugiere el de nuestros cuerpos, que, en situa-
ciones de peligro, inconscientemente, lo llena-
mos de sangre; entonces brota en cada mente el
redundante símbolo del agua roja que va y vie-
ne. La palabra sangre procede del latín sanguis
que puede definirse como suave, en este caso
la muerte, por la textura de lo bello e idealis-
ta: la florescencia del copal, dice el diccionario
etimológico de sanguinem. Para la meditación
simbólica, la primera fase no consiste en comen-
zar, sino en volver a recordar desde el seno del
habla. El momento histórico del símbolo es el
olvido, y también la restauración: olvido de las
hierofanías.
En otras palabras, el símbolo tiene una estruc-
tura intencional bifronte: es un signo porque
apunta más allá de algo y vale por ese algo. No
todo signo es un símbolo porque lleva la doble
intencionalidad: la literal, que supone la victoria
del signo convencional, y sus sentidos que no se
asemejan a la cosa significada. Sobre esta inten-
cionalidad primera se erige la segunda. Enton-
ces el sentido literario apunta analógicamente a
un sentido que sólo se da en él. En el sentido
segundo, en el latente, participamos, nos asimila
a lo simbolizado sin que podamos dominar cons-
cientemente la similitud (Ricoeur, 2003: 263). La
dinámica de los símbolos es una revolución lin-
güística cuyo equívoco revela nuestras asociacio-
nes por las cuales interiorizamos un símbolo en
el otro, y asimismo uno destruye al otro. De fac-
to, en la rebelión estudiantil de 1968, quién se
preocupó por la textura; nadie creía ya que los
sangrantes ritos religiosos estaban presentes.
“Su sangre no viene cantando: es un chorro de
espinas / en el sueño, / un espasmo de soles sofo-
cados” (Krauze, 1996: 128). Brota en la mente el
Anotaciones de vida, de la serie Registros (2016). Acrílico, lápiz graso, conté y grafito sobre papel: Elena Fabela.Prohibida su reproducción en obras derivadas.
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símbolo redundante, pero lastima en el costado.
La suave agua roja que brota dice adiós, como
vacío de un pozo sin fin ni sentido: en realidad
los chorros también son de espinas. La sangre,
símbolo que existe en su materialidad, lleva el
significado más terrible, a saber, el de una herida
peor, la de la muerte. No existe lenguaje no sim-
bólico del mal padecido, sufrido o cometido.
No resisto la tentación de repetir un párrafo,
pues coincido con Paul Ricoeur: “El símbolo da
qué pensar. Esta sentencia que tanto me cauti-
va porque dice dos cosas: el símbolo da; no plan-
teo yo el sentido, es él el que lo da; pero lo que
da es qué pensar […] La sentencia sugiere […]
que todo está ya dicho en el enigma, y que, sin
embargo, debemos comenzar y recomenzar todo
en la dimensión del pensar […] esta articulación
del pensamiento que se da a sí misma en el rei-
no de los símbolos y el pensamiento que plantea
y piensa” (Ricoeur, 2003: 262).
Yo no vi sangre en Tlatelolco, desde la guari-
da abierta en el primer piso por el ángel llamado
tía Rosa, en el suelo sentí con el tacto su textura.
Le escurría a un ferrocarrilero, afín a las causas
liberadoras, que cargaba a una señora sangran-
te; pero ésta se quedó en aquel altiplano, por-
que era imposible saltar las jardineras con otro
cuerpo. “¿De dónde he llegado? / Vallejo, Valle-
jo; / aún te dan duro con un palo, / la cárcel se ha
hundido / junto a tus costillas; / no sé adónde”,
asocia Óscar Oliva (1996: 87). La segunda rebe-
lión, la de los ferrocarrileros, brinca. En aquellas
manifestaciones cada alma se preguntaba por
qué mantenerlo enjaulado y conservar las heri-
das abiertas: “Libertad Vallejo, Díaz Ordaz, pen-
dejo”. Empero la maldad es fea y no perdona las
improntas de adolescentes.
Nuestro pliego petitorio estaba centrado en la
libertad de expresión y de movimiento, porque
somos un “pueblo aturdido con discursos diseca-
dos”: “Oh patria, fosa común”, se desahoga Juan
Bañuelos (1996: 64). Quién hubiera declarado
que donde hubo una manifestación del silencio
muchos arrastran tantas cadenas, mientras los
medios de comunicación hablan de honor, patria
y grandeza. Juan Bañuelos sigue escupiendo
solidaridad y rabia; nosotros los silenciados no
estábamos en condiciones de gritar estas pala-
bras de Jesús Arellano: “El monopolio del gobier-
no, imperialismo del / negocio feudal, se quita el
mascarón” (Arellano, 1996: 44). Los suelos van
abriendo la brecha entre clases, dijo Rulfo, y repi-
te en verso Juan Tovar en “Justicia para todos”:
“Nosotros queremos tierra, sí, pero tierras de
verdad; lo que nos están dando es puro desier-
to” (Tovar, 1996: 151). Lo económico llenaba el
silencio de nuestras ambiciones: “Los verdade-
ros agitadores son la miseria, la ignorancia y el
hambre. Los estudiantes nos estamos organizan-
do para acabar con ellos” (Del Paso, 1996: 183).
Pero antes pensamos acabar con el engaño de
una clase media y media baja que entonces vivía
en el engaño: “De alambradas, de carbones rojos,
/ de silenciadas bocas de hambre, / de semilla de
pan de pobre. Y alguien / pague por la compra,
y alguien grita / que sabe y engorda y se aban-
dera”, sintetiza con letras de oro Rubén Bonifaz
Nuño (1996: 41). Retoma sus pasos Arellano: “Y
la insana demagogia, la hierbaza lo más íntima
/ emoción del campesino, / y la conciencia enga-
tusa del obrero y pignora la bolsa del ingenuo
burgués” (Arellano, 1996: 44). “De cada frente
estudiantil que sangre / irrumpirá el fulgor de los
que nada tienen, y no serán perdidos de vista /
porque saben su edad hasta este punto / que son
los desollados / que buscan su piel bajo la luz / de
un rastro semejante, optimismos que retroceden
con botas de siete leguas. Dios […] Ah, solda-
dos, granaderos, hermanos inmundos, / si fue-
ran distintos en un país distinto / en donde la
pobreza afinada como un instrumento peligroso
/ no les hiciera doblemente abyectos”. El Senado
demanda sumisión de quienes habitan en cuevas
de arena (Bañuelos, 1996: 64 y 65).
Semejaba no haber salida, “sólo una puer-
ta enorme y abierta sobre los reinos del reino”
(Huerta, 1996: 124). La sangre del estallido tie-
ne textura de miedo. La sangre del estallido va
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obscureciendo el sol, como aquella tarde del 2 de
octubre. Anteriormente, lanzaron señales de ben-
gala que desaparecieron en la cúpula de la iglesia
colonial que un emisario de Dios nunca abrió a
las víctimas. Me comenta el ferrocarrilero: “Dios
lo tendrá en el Infierno a fuego lento”. “Sonaron
y sonaron las ametralladoras […] miles de sar-
dos a bayoneta calada. Dispare y dispare” (Tovar,
1996: 157). El fraile en un rincón mientras una
joven que corrió hacia una representación sim-
bólica del cielo pedía a gritos un médico para su
hermano muerto. Ensordecimos en aquella hora
del anonimato que borró a quienes maldecían.
Jamás he matado a ningún animal, humano o
no. Pero juro que en aquellos instantes “desde la
nuca a la / raíz –se me acabó la prudencia” (Are-
llano, 1996: 45), porque si la violencia no solu-
ciona nada, “todo es posible en la paz” (Tovar,
1996: 156), refunfuña agriamente Juan Tovar,
fastidiado por la ley de sumisión que “demanda
respeto / al docto senador a quien más tarde sus
hijos besarán la mano”, se lee en Juan Bañue-
los (1996: 65). Hoy conozco en carne propia a
mi país, completa Óscar Oliva, la “muy desleal
Ciudad de las falacias” (Martré, 1996: 250). “¡Oh
patria / fosa común / donde estamos con el medio
cuerpo adentro!” (Bañuelos, 1996: 64).
Adentro de aquella casa: “No se asomen,
por Dios”, exclama Isabel Fraire, obedezcan las
órdenes del corazón (Fraire, 1996: 78). La san-
gre anunció que se llevarían a los muertos, pero
nadie sabía adónde, añade José Carlos Becerra.
Apenas a este nivel de la tragedia estoy aterida
porque ignoro qué pasa, “qué pasa, / quién gri-
ta, quién dispara, / quién vive. Ya el silencio se
instala / como en hondo pozo moribundo / que se
abriera desde la garganta. / Y se palpa una heri-
da. Y se siente / un temblor. La plaza / es una cié-
naga, la lámpara enmudece” (Labastida, 1996:
92). La sangre es muerte y vida; es dolor y admi-
ración por la víctima; es belleza en su textura y
su miedo, temblor que no desaparece porque no
se tiene frío, sino congelamiento. También aso-
mó en la parroquia cerrada a piedra y lodo la
sangre serpentina que gime, en decir de García
Lorca.
El que juega con símbolos prospectivos de ten-
dencia democrática tiene a un enemigo vengativo
enfrente: “¿Sigue usted indignado, / Señor Presi-
dente? / Mala cosa es perder, / por unos muerti-
tos, / que ya hacen bostezar / de empacho a los
gusanos, / la paz. / Todo / es posible en la paz
(Zaid, 1996: 77). Algunos símbolos se actualizan
bajo circunstancias parecidas. Se mira una pie-
dra hueca que convertimos en símbolo de noso-
tros. No queremos morir en este instante.
Los sobrinos de la tía Rosa nos avisaron que
negáramos ser estudiantes, que nuestras creden-
ciales se guardaran en las tetas o los calzones.
La figura respetuosa de mi madre y el nombre de
amistades avecindadas en aquella unidad multi-
familiar nos aventaron fuera. Salimos por la calle
Manuel González. Donde los camiones ardían.
“Asesinos”, la policía y el ejército gritaban en
una ilusión redentora o milagro divino. Mi madre
tembló, y entre aquel amigo politécnico y yo la
levantamos por los brazos. Cabezas ocultas tras
la dentadura caballuna de Díaz Ordaz, victima-
rios caen ante la valentía suicida de los desespe-
rados. Pasa un taxi y sólo accede a llevarnos a la
casa de aquel amigo que se ofreció a ayudarme
con mi madre. Después llegamos a mi departa-
mento. El teléfono no calla. Tantos amigos desa-
parecidos. Fui buscando cuerpos en instituciones
y accesorias llenas de putrefacción, fosas llenas
de sangre y pedazos de carne, encontramos niños
balaceados. A los tres días el pueblo se apresta
jubiloso a celebrar las Olimpiadas porque el cri-
men ha sido cubierto con banderas olímpicas.
Cegada porque estaba en la guerra de un
lugar en el espacio infernal, recorrimos como vía
crucis los centros de extravíos, los hospitales, los
puestos de rescate, los departamentos de emer-
gencia, las mazmorras, las accesorias oscuras.
Se fraguó un rumor avasallante: llega el golpe de
Estado. Falacia que inmoló la paz de las borregas
familias que siguen el cencerro del guía: comer-
ciantes, banqueros, políticos “que transforman
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la mierda en esencias aromáticas”, ofensa que
vomita Jaime Sabines: “Nadie sabe el número
exacto de muertos […] / Tlatelolco será mencio-
nado en los años que vienen / […] han matado
al pueblo certeramente acribillado / por la metra-
lla del Orden y Justicia Social” (Sabines, 1996:
48 y 50); al día siguiente toda evidencia está
supuestamente borrada. Tenemos que llorar de
otra manera porque “nada consta en actas”, dice
Rosario Castellanos (1996: 47). Igual que Guiller-
mo Samperio, Neus Espresate y Emmanuel Car-
ballo, nací aquella tarde con mucho llanto. “Digo
que todo se mezcla y se penetra, las lágrimas y
la rabia, el silencio de los diarios, los gritos, los
ojos temerosos de mi madre frente a una hija que
nacía nada más y nada menos, de nuestra cuen-
ta” (Samperio, 1996: 162).
La gente bien: políticos, empresarios, banque-
ros, desea que nos refundan en la cárcel: “sobre
el cardumen de azoteas, / las banderas Olímpicas
/ puestas con especial cuidado / no ocultarán el
crimen” (Bañuelos, 1996: 72). Los periódicos, la
radio y la televisión sólo hablan de la olimpiada.
“No fue nada, un rozón” (Fraire, 1996: 79), en
todo caso, una revuelta de apátridas que “ni
merecen llamarse mexicanos” (Tovar, 1996:
146). La Olimpiada fue muy bonita a pesar del
alboroto, inmaculado, gestos seguros, todo bien.
“¡Qué Olimpiada maravillosa […] las mujeres
de rosa, los hombres de azul cielo, / desfilan los
mexicanos en la unidad gloriosa / que constru-
ye la patria de nuestros sueños”, espeta Sabines
(1996: 51).
En su lugar, el mundo se perfecciona día a
día, aunque siempre hay un garbanzo negro en
el arroz: los corredores que ganaron en el podio
alzaron el guante de las Panteras Negras. Los
amé: “no siempre se puede recordar porque / pese
a todo no se olvida”; “está escrito no sé dónde, en
qué /, pared, / que los vivos nunca dejan de amar
a los / muertos / aunque quieran olvidar” (Man-
jarrez, 1996: 97).
Todo quedó en esa plaza: “la puerta inme-
morial del sacrificio / sacerdotes que olvidaron
la pureza / y ciegamente buscan nuestro corazón
/ […] / Imposible de olvidar / imposible quedarse
En el alma, de la serie Registros del alma (2016). Acrílico, lápiz graso, conté y grafito sobre papel. Elena Fabela.Prohibida su reproducción en obras derivadas.
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muerto” (Montemayor, 1996: 110). Octubre,
mes de las lunas hermosas, vio caer asesinada
a mucha gente en “Tlatelolco, Santo Tomás, en
Zacatenco”, recuerda Bañuelos (1996: 69). Cuan-
do el sol se acabó y los soldados acabaron con
mis años, llegó el tiempo de la mordaza. “Tla-
telolco, muertos, estamos locos, ahí morimos,
otros deambulan entre iglesias paralelas donde
se escucha un grito que no calla, el gran devo-
rador de quienes hoy son una leyenda anóni-
ma” (Simpson, 1996: 59). Regresan los muertos
escondidos a esta plaza donde volaron aves y
luego un helicóptero. Los muertos escondidos en
esta plaza son “el semen vivo de la vida muerta”
(Simpson, 1996: 59) porque, escribió José Carlos
Becerra, “dios nunca muere” (1996: 59).
La cuLpa
Pero escucha, tirano, la sangre enraíza “y cre-
ce como un árbol en el tiempo”, la “sangre en
el cemento, en las paredes” (Sabines, 1996: 49).
Todo invadido por la sangre que no se olvida,
ni el grito, ni las masacres, retroceden los siglos
hasta abarcar los pechos abiertos a punto de
obsidiana. Le llaman la Plaza de las Tres Cultu-
ras: la prehispánica con su mercado, la colonial
con su escuela y templo, y la moderna. Menti-
ra, son tres matanzas, los miedos que descompo-
nen la atmósfera, dice Evodio Escalante (1996:
113); “engulle el basamento de los templos, / las
inscripciones, / la urna de dos esqueletos que se
abrazan / en su lecho polvoso, / bajo el cristal
secan las flores ofrenda”, escribe en su tono dul-
ce-amargo Elsa Cross (1996: 106).
Aquel golpe seco fue también la mancha, el
pecado, la culpa: “Ah yo nací en la guerra florida,
/ yo soy mexicano. / Sufro, mi corazón se llena
de pena; / veo la desolación que se cierne sobre
el templo / cuando todos los escudos se abrasan
en llamas” (Pacheco, 1996: 89). Nuestra heren-
cia son muros de adobe con una red de aguje-
ros, remata Pacheco (1996: 89): “Esto es lo que
ha hecho el Dador de la Vida. / Allí en Tlatelolco”.
José Revueltas asocia los hechos con una
lectura de dos páginas del profeta Ezequiel, de
alguien con manos de madera, como las de José
y de Jesús, ambos carpinteros; son profetas del
tiempo, porque en ese principio fue la madera,
que exasperaba el cataclismo que iba a venir
tarde o temprano. No avanzaba en espera de la
matanza de inocentes. Nadie escuchaba su cla-
mor desconsolado, se negaron a darles el socorro
que pedían porque estaban obligados a no creer
ni saber. “Nadie tampoco se dolió de la matanza
de los inocentes” (Revueltas, 1996: 142).
Bien pensó Juan Rejano: a los que sufren
heridas abiertas, el poeta sólo puede dejarles una
palabra: amor, sublimación que se arrellana en
una utopía que nunca olvida a sus muertos. Se
suma a la pena de un doble nuestro por ansias,
luchas, heridas abiertas. “Ahora tú estás sufrien-
do, las heridas abiertas, y yo / te dejo aquí lo úni-
co que tengo: mi palabra. / Mi palabra que en una
puede cifrarse: amor” (Rejano, 1996: 36).
Es mi palabra, tuya, suya. Léela bien y pon-
la en la herida abierta, que se cura con la dul-
zura de la justicia, con un beso, con nosotros y
otros con las manos juntas. No ha pasado tanto
en el tiempo histórico. Quizá ahora sí desplace-
mos a los policías, a los militares, y dejemos que
se desbarranque el rencor que arropa a la justicia
y, arropándola, la ahoga.
referencIas
Arellano, Jesús (1996), “Mordaza”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 44-45.
Bañuelos, Juan (1996), “No consta en actas”, en Marco An-tonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 62-65.
Becerra, José Carlos (1996), “El espejo de piedra”, en Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (Comps.), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, UNAM, pp. 80-82.
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María rosa Palazón Mayoral. Licenciada en Letras Españolas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México. Maestra y doctora en Filosofía por la misma universidad. Investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas; profe-sora de Filosofía de la Historia y del Seminario de Estética del posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM). Intereses académicos: literatura mexicana y latinoamericana, filosofía de la Historia, estética y hermenéutica. Coordinadora de las Obras de José Joaquín Fernández de Lizardi. Autora de: “¿Analogía entre estética y política? Génesis simbiótica” (Interpretatio, IIFL, UNAM, 2017); “Globalización, identidad y utopía comunita-ria” (Mente Humanística, Universidad Autónoma de Chiriquí, Panamá, 2017); “Música y poesía. Hermanas y enemigas” (La seducción del texto, Gerardo Ramírez Vidal y Erika Lindig (eds.), México, IIFL, UNAM, 2018). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel 3.