temerario iv. el imperio de marfil - foruq · 2020. 11. 13. · precipitó hacia delante con el fin...

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A Francesca,tal vez siempre huyamos con los leones

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Primera Parte

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Capítulo 1

—Lance otra, maldita sea, láncelas todas, yahora mismo si es necesario —increpóLaurence sin misericordia al pobre Calloway,aun cuando este no se merecía el exabruptopara nada. El artillero disparaba las bengalas tandeprisa que se le había agrietado la pielchamuscada y renegrida de las manos y tenía encarne viva los dedos allí donde se los habíamanchado de pólvora, pues no se había detenidoa limpiárselos antes de acercar otro fósforo a lamecha.

Uno de los dragones ligeros franceses volvióa lanzarse como una flecha contra Temerario:esta vez le tajeó en el costado y cinco hombres

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se precipitaron al vacío entre gritos cuando sedesanudó una pieza del improvisado arnés; todosellos se vieron arrastrados más allá de la zonailuminada por la luz de la linterna y la negrura losdevoró de inmediato mientras se desplegaba lalarga soga de seda, hecha con una cortinarequisada, que se había rasgado, y los hilachosdel desgarrón flamearon en alas del viento. Ladesgracia provocó un gemido entre los restantessoldados prusianos que aún se aferraban comolapas al aparejo del dragón, seguido pocodespués de unos airados murmullos en alemán.

Había desaparecido hacía mucho todo indiciode gratitud que los soldados hubieran podidosentir hacia los artífices de su fuga en laasediada ciudad de Danzig tras tres días devuelo bajo una lluvia gélida, sin otra comida quela que habían logrado meterse en los bolsillos ala desesperada durante los instantes postreros, nimás descanso que una cabezadita en una franjafría y pantanosa de la costa holandesa, y ahorase sumaba a todo ello una interminable noche deacoso por parte de la patrulla nocturna francesa.

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Aquellos hombres aterrorizados eran capaces decualquier cosa en un arrebato de pánico;muchos de ellos conservaban sables y pistolas, ya bordo se arracimaban más de un centenar deprusianos frente a la dotación del dragón, unatreintena escasa de tripulantes.

Laurence escrutó los cielos con el catalejouna vez más, aguzando la vista en un intento deatisbar unas alas o una señal de respuesta.Resultaban perfectamente visibles desde lacosta en una noche tan clara. Gracias a la lentedistinguió el centelleo de puntitos luminososcorrespondientes a pequeños puertos dispersos alo largo del litoral escocés, mientras debajo, alfondo, se escuchaba el rugido in crescendo deloleaje. No había acudido en su ayuda refuerzoalguno, ni un simple dragón mensajero, a pesarde que las bengalas lanzadas debían haber sidomanifiestamente observables en todo el trayectodel camino a Edimburgo.

—Esa era la última, señor —repuso entretoses Calloway; la nube de humo gris ledesdibujó el perfil mientras la sibilante luminaria

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ascendía en el firmamento para luegodesaparecer.

El fogonazo de la pólvora se alejó por encimade sus cabezas, proyectando su luz fulgentesobre las nubes pasajeras y haciendo titilar lasescamas de dragón se mirase donde se mirase:las de Temerario eran completamente negras yel resto de colores chillones estaban velados porlas sombras grises provocadas por la refulgenteluz azul. La noche era un hervidero de alas. Unadocena de dragones de centelleantes ojosentrecerrados ladeó la cabeza para volver lavista atrás, y aún venían más, todos ellosabarrotados de hombres, y el puñado depequeños alados galos de patrulla pasaba entreellos a velocidad de vértigo.

La escena resultó visible durante un fugazinstante, luego se produjo un estallido y unestruendo atronadores y la bengala se dirigió sinrumbo fijo hacia la negrura. Laurence contóhasta diez, y luego hasta veinte, pero seguía sinhaber reacción alguna desde la costa.

El dragón francés se envalentonó y se

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aproximó una vez. El golpe de Temerario habríanoqueado al pequeño Pou-de-Ciel, pero realizóel movimiento con lentitud por temor a perder aalgún pasajero más: su minúsculo adversario leeludió con desdeñosa facilidad y se alejó volandoen círculos a la espera de la próxima ocasión.

—¿Dónde se han metido todos, Laurence? —preguntó el Celestial mientras miraba a sualrededor—. Victoriatus se encuentra enEdimburgo y al menos él debería haber venido;al fin y al cabo, nosotros le ayudamos cuandoestuvo herido. No es que yo necesite refuerzoscontra estos dragoncitos, pero parece pococonveniente quedarse a demostrarlo y pelearcuando llevamos tanta gente a bordo.

Eso era poner al mal tiempo algo más quebuena cara, no se hallaban en condiciones dedefenderse, en absoluto, y Temerario estabaechando el resto: sangraba ya por decenas depequeños cortes profundos en los costados sinque la tripulación estuviera en condiciones deaplicarle alguna venda de tan apretujados comoiban a bordo del dragón.

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—Tú solo mantente rumbo a la costa —contestó Laurence. El capitán no tenía otrarespuesta mejor, y luego, aunque lleno de dudas,agregó—: Dudo mucho que los gabachos vayana perseguirnos tierra adentro.

En la vida se le habría pasado por laimaginación que una patrulla napoleónica sehubiera aproximado tanto al litoral inglés, comotampoco que no le hubieran dado el alto. No lehacía la menor gracia la perspectiva de verseobligado a desembarcar un millar de hombresaterrados y exhaustos en medio de unbombardeo.

—Eso pretendo, pero ellos van a seguirdeteniéndose para pelear —replicó con hartazgoel Celestial y se aplicó a su quehacer.

Los ataques fulgurantes enloquecían aArkady y a su zafia banda de montaraces, queintentaban revolverse en el aire e ir a por losdragones de patrulla galos. Sus contorsioneslanzaban por los aires a más desventuradossoldados prusianos de los que podía haberabatido el enemigo. No había malicia alguna en

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esa falta de cuidado: los dragones salvajes noestaban acostumbrados al contacto con elhombre, excepto con los suspicaces guardianesde vacadas y rebaños de ovejas, y no pensabanen sus pasajeros más que como una carga fuerade lo normal. Sin embargo, con o sin maldad, losprusianos morían de igual modo. Temerario solopodía impedírselo por medio de una vigilanciaconstante, como ahora, suspendido en el airesobre la línea de vuelo, a veces engatusando yotras siseando, y en todo momento animando alos demás a continuar.

—No, no, Gherni —bramó el Celestial y seprecipitó hacia delante con el fin de propinarleun aletazo a la dragoncilla blanquiazul, que sehabía dejado caer sobre el espinazo de unestupefacto dragón galo, un Chasseur-Vocifère,un alado de apenas cuatro toneladas incapaz desoportar el peso de la montaraz, por eso seprecipitaba en picado a pesar de su frenéticobatir de alas. La dragona había hundido losdientes en el cuello del enemigo para enzarzarsea continuación en dar tirones adelante y atrás

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con ímpetu feroz y entretanto los prusianoscolgados de su arnés golpeteaban con los pieslas cabezas de los tripulantes franceses. Estoslos tenían tan cerca que era imposible abrirfuego y no abatir a un enemigo.

Temerario dejó un flanco abierto en su afánpor apartarla de ahí y el Pou-de-Ciel aprovechóla oportunidad en cuanto se le presentó. En estaocasión tuvo la osadía suficiente para probarsuerte a fondo y se precipitó contra el lomo delCelestial. Las garras impactaron tan cerca deLaurence que este vio los regueros relucientesde la sangre negra de Temerario resbalar hacialos costados cuando el dragón francés levantóvuelo otra vez. Cerró la mano en torno a laculata de su pistola con impotencia.

—Soltadme, soltadme —Iskierka se removíacon furia para zafarse de las sogas que laretenían en el lomo de Temerario. La cría deKazilik sería pronto una rival a tener muy encuenta, pero sin embargo, por ahora, había salidodel huevo hacía apenas un mes. Era demasiadojoven e inexperta como para suponer un peligro

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serio para nadie, salvo para sí misma.Habían hecho cuanto estaba a su alcance

para sujetarla: habían usado cinchas, cadenas ysermones, a los cuales había hecho oídos sordos,y aunque habían podido alimentarla con pocafrecuencia en los últimos días, en un abrir ycerrar de ojos había crecido otro metro y medio,de modo que tampoco cinchas y cadenas habíanresultado de mucha utilidad a la hora derefrenarla.

—¿Quieres estarte quieta, por amor de Dios?—le pidió Granby con desesperación mientrasproyectaba todo el peso de su cuerpo contra lascorreas con el fin de mantenerla sujeta. Allen yHarley, los jóvenes vigías apostados en laespaldilla de Temerario, debieron subir y quitarsede en medio con el fin de no llevarse alguna queotra golpada cuando Granby fue zarandeado demala manera de un sitio para otro a causa de losintentos de zafarse por parte de la Kazilik.

Laurence se soltó las hebillas, se puso en pie,apoyó los talones sobre el caballón de músculossituado en la base de la nuca del Celestial y

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cogió a Granby por el cinto del arnés cuandoIskierka le zarandeó una vez más, y logrósujetarle con firmeza, aunque los arreos decuero se tensaron tanto como las cuerdas de unviolín y quedaron tirantes y temblorosos a causade la tensión.

—¡Pero yo puedo detenerle! —insistió ella, yladeó la cabeza mientras intentaba liberarse.

Se le escaparon llamaradas de impacienciapor las comisuras de la boca cuando volvió aintentar un ataque contra el dragón enemigo,pero a pesar de las reducidas dimensiones delatacante, este la aventajaba muchas veces entamaño y tenía demasiadas tablas como paradejarse amilanar por un poquito de pirotecnia. Selimitó a burlarse y aleteó hacia atrás con el finde exponer todo su vientre cobrizo moteado,ofreciéndolo como blanco en un gesto deinsultante indiferencia.

—¡Vaya!La dragoneta se enroscó sobre sí misma con

fuerza a causa de la rabia, echando vapor portodas las picudas protuberancias de su cuerpo

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sinuoso, y luego se puso de pie sobre los cuartostraseros con un impulso violentísimo que arrancólas correas de la mano de Laurence de formatan lacerante que reaccionó involuntariamente yse llevó al pecho la mano con el dorso dolorido ylos dedos engarfiados y entumecidos. Granbysalió disparado por los aires y se quedó colgandodel collar de la dragona, inerme, mientras ellasoltaba un fino chorro de fuego blancoazafranado tan caliente que el aire de lasinmediaciones pareció consumirse hastaevaporarse. Semejaba un estandarte flameanteen el cielo de la noche.

Sin embargo, el dragón galo había tenido laastucia de situarse de espaldas al viento, quesoplaba con fuerza del Este, y ahora se limitó aplegar las alas y dejarse caer en picado; aldesaparecer su corpachón, el aire echó haciaatrás las abrasadoras llamas, que acabaron poralcanzar en el costado a Temerario, todavíaocupado en reñir a Gherni para que volviera a lalínea de vuelo. El Celestial profirió un gritoagudo de sobresalto y dio una violenta sacudida

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mientras las chispas se desparramaban sobre sulustrosa piel negra, peligrosamente cerca delarnés de transporte, hecho de seda, lino ycuerdas.

—Verfluchtes Untier! Wir werden noch alleverbrennen[1] —bramó con voz ronca uno delos oficiales prusianos al tiempo que encañonabaa Iskierka y con mano temblorosa palpaba atientas la bandolera en busca de un cartucho.

—Ya basta. Suelte esa pistola.El teniente Ferris y un par de lomeros

quitaron los seguros de los mosquetones a todaprisa y se abalanzaron contra el oficial prusianocon el fin de inmovilizarle las manos, pero parallegar hasta él debían pasar por encima de otrossoldados germanos y no lo lograrían mientrastuvieran tanto miedo a soltarse del arnés, pues latropa de infantería, rebosante de hostilidad yresentimiento, les cortaba el paso por todos losdemás sitios, sacando a relucir los codos ypropinando golpes de cadera.

Ajeno a todo eso, el teniente Riggs impartíaórdenes en la retaguardia a grito pelado:

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—¡Fuego!Su voz se oyó por encima de creciente

murmullo de los prusianos. Un puñado de fusilesdisparó sus cargas de pólvora, azufre y pimienta.El dragón galo profirió un pequeño alarido y sedio media vuelta, volando con cierta torpeza.Una bala disparada a bulto había tenido la buenafortuna de acertar en el patagio, una de laspartes con piel menos gruesa, y habíaagujereado la dura y elástica epidermis delpliegue del ala, causando un desgarrón por elcual brotó un manantial de sangre y trazó sobrelas escamas un entramado de riachuelos similara la urdimbre de una telaraña.

El respiro llegó tarde. Algunos hombres yahabían iniciado la escalada hacia el lomo deTemerario en busca de la mayor seguridadbrindada por el arnés de cuero al cual estabansujetos los aviadores gracias a los mosquetones,mas los arreos del Celestial no podían soportartanto peso, no el de todos, y si cedían algunascinchas o las hebillas se daban de sí y acababanpor abrirse, se vendría abajo todo el arnés, que

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se enredaría en torno a las alas del Celestial, yentonces todos juntos caerían a plomo en elocéano.

Laurence recargó las pistolas y las sujetó enla pretina para luego liberar el sable y ponersede pie una vez más. Había arriesgado de buengrado la vida de todos para sacar a esoshombres de una ratonera y albergaba elpropósito de verlos a todos sanos y salvos en lacosta si eso estaba en su mano, pero no iba aponer en peligro a su dragón por culpa del pavore histeria de los prusianos.

—Allen, Harley, vayan corriendo a la posiciónde los fusileros y díganle al señor Riggs que sino es posible contenerlos, habrá que cortar elarnés de transporte entero. Y ustedes,asegúrense de mantenerse bien sujetos al irhasta allí. Tal vez convendría que te quedarasaquí con ella, John —agregó cuando vio queGranby hacía ademán de acompañarle. Iskierkase había callado por una vez y su enemigo habíaabandonado el campo de batalla, pero ella seguíaenroscándose y desenroscándose, descontenta y

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malhumorada, y no dejaba de murmurar condecepción.

—Oh, sin duda, pero me encantaría ver conmis propios ojos si hay algo que yo pueda hacer—replicó Granby mientras desenfundaba elsable: había dejado de usar pistolas desde que seconvirtió en el capitán de Iskierka con el fin deno manipular pólvora en las inmediaciones de ladragoneta.

Laurence no estaba muy seguro del suelo quepisaba con Granby como para ponerse a discutir.Este había dejado de ser su subordinado en elsentido estricto del término y era el másexperimentado de los dos, y eso aun contandotodos los años que había pasado subido a lasjarcias en los barcos de la Armada. Granbyencabezó el grupo mientras cruzaban el lomo delCelestial, moviéndose con la seguridad de quiense ha entrenado para ello desde los siete años.Laurence adelantaba su traílla a cada paso quedaba y dejaba que Granby la enganchase alarnés en vez de hacerlo él, pues aquel era capazde realizar el movimiento con una sola mano y

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eso les permitía avanzar más deprisa.Ferris y los lomeros continuaban forcejeando

con el oficial prusiano en medio de una crecientemelé de hombres; de hecho, habíandesaparecido de la vista en medio del intensoagolpamiento y solo resultaban visibles loscabellos trigueños de Martin. Los soldados sehallaban al borde de un motín en toda regla. Loshombres se propinaban puñetazos y patadasunos a otros, sin pensar en otra cosa que unaescapatoria imposible. Los nudos del arnés delpasaje se estiraron, perdieron firmeza y sedieron de sí a causa de los forcejeos y las peleasentre los hombres.

Laurence se plantó junto a uno de lossoldados. El joven de rostro enrojecido por elviento y poblado mostacho con las puntashumedecidas por el sudor clavó en él susenormes ojos. Pretendía meter a tientas el brazodebajo del arnés principal a pesar de que susujeción se había dado de sí e iba a deshacersedel todo enseguida.

—¡Vuelva a su sitio! —bramó Laurence al

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tiempo que señalaba la lazada del arnés detransporte más próxima y apartaba del arnésprincipal la mano del hombre.

Entonces le zumbaron los oídos y percibió unintenso hedor a almendras podridas al tiempoque se le doblaban las rodillas. Se llevó la manoa la frente con lentitud y torpor. La teníahúmeda. Sus propias correas le mantuvieron depie, a pesar de que le apretaban en las costillasal tener que soportar todo el peso de su cuerpo.El prusiano le había golpeado con una botella, elcristal se había hecho añicos y el licor le corríalibremente mejilla abajo.

Le salvó el instinto: antepuso el brazo parafrenar el siguiente golpe y empujó el vidrio rotohacia el rostro de su agresor. El soldado farfullóalgo en alemán y soltó el frasco. La disputa seprolongó durante unos instantes más, hasta queLaurence agarró al hombre por el cinto, lelevantó y le empujó lejos del costado delCelestial. El alemán extendió los brazos sinlograr aferrarse a nada; el capitán inglés sequedó mirándole durante unos instantes antes de

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recobrar la cordura y se lanzó hacia delante conlos brazos extendidos todo lo posible para sujetaral prusiano, pero ya era tarde, este resbaló sobreel lomo y acabó llevándose un buen golpazocontra el costado del Celestial con las manosvacías.

Apenas le dolía la cabeza, peroexperimentaba una debilidad y una indisposiciónde lo más extrañas. La fuerza del viento ibacada vez a más y Temerario, tras reunir por fina su alrededor a los demás montaraces, habíareanudado su vuelo en dirección a la costa.Laurence pendió del arnés durante unosinstantes, hasta que se le pasó el malestar yrecuperó la movilidad de las manos.

Más efectivos de la infantería prusiana seabrieron paso hacia lo alto. Granby hacía loposible por contenerlos, pero le sobrepasaronpor la abrumadora fuerza del número, y eso queforcejeaban entre ellos tanto como con él. Unode los soldados involucrados en la refriega porconseguir un asidero en el arnés principal seaupó demasiado lejos de cualquier agarradero y

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se vino abajo, chocando pesadamente contra loscompañeros de debajo a los que arrastró en sucaída. Se despeñaron todos como un revoltijo deextremidades y se engancharon en las lazadassueltas del arnés de pasajeros. El amortiguado yacuoso chasquear de huesos recordaba al de unpollo asado cuando unos comensaleshambrientos le arrancaban las extremidades.

Granby, sujeto únicamente por las cinchas desu arnés, se esforzaba por volver a ponerse suaparejo. Laurence se acercó a él andando haciaatrás como los cangrejos y le ofreció su firmebrazo para que pudiera agarrarse. Al fondo solopodía distinguirse la aguachinada espumamarina, cuya blancura se recortaba contra laoscuridad del mar. Temerario volaba cada vez amenor altura conforme se acercaban a la costa.

—Ahí viene de nuevo ese maldito Pou-de-Ciel —anunció Granby con voz jadeantemientras recuperaba el equilibrio.

El dragón galo llevaba una especie de apósitosobre la herida del ala, aunque el enormevendaje blanco estaba colocado con torpeza y

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cubría bastante más superficie de la necesaria.Parecía un tanto incómodo en el aire, pero volvíacon ánimo renovado a la carga, eso estabaclaro. Seguramente, los franceses habíanadvertido la vulnerabilidad del Celestial. Si elPou-de-Ciel y su dotación habían logradoalcanzar al arnés y hacer buenos cortes, habíanllegado a la conclusión de que había un estallidode pánico entre la tropa, y la ocasión de derribarun peso pesado, y más aún uno tan valioso comoTemerario, con toda probabilidad iba a tentarleslo bastante como para correr el riesgo.

—Vamos a tener que dejar caer a lossoldados —musitó Laurence con desconsuelo.

Y dirigió la mirada hacia los lazos quesujetaban el arnés de pasajeros al de cuero, nomuy seguro de tener estómago para soportar laresponsabilidad de enviar a la muerte a uncentenar largo de hombres a escasos minutos dela salvación ni de mantener un encuentro con elgeneral Kalkreuth después de haberlo hecho:algunos de los jóvenes ayudantes del general sehallaban a bordo y hacían cuanto estaba en su

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mano para calmar a sus hombres.Los fusileros de Riggs disparaban ráfagas

breves y veloces, mas el dragón galo semantenía fuera de su alcance a la espera delmomento propicio para atacar. Entonces fuecuando la dragoneta se irguió y soltó otrallamarada. Esta vez el Celestial volaba conviento a favor, así que las llamas no se volvieroncontra él, pero todos los lomeros situados en suscuartos traseros debieron tirarse de bruces paraevitar el chorro de fuego, que, por otra parte, seconsumió demasiado deprisa como para poderalcanzar al dragón francés.

El Pou-de-Ciel se lanzó como una flecha encuanto vio distraída a la tripulación. Ladragoncilla se preparaba para soltar otrallamarada y los fusileros aún no habían logradoincorporarse.

—Por Dios —exclamó Granby, e hizoademán de ir a por ella, pero antes de lograrlo seprodujo un ruido sordo, como el de un trueno, ydebajo de ellos se abrieron muchas bocasredondas en medio de nubes de humo y los

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destellos de la pólvora. Las baterías costerasabrían fuego desde abajo. El fulgor amarillo dela llamarada de Iskierka iluminó el vuelo de unapalanqueta de 24 libras al pasar antes de acertarde lleno en el pecho al dragón galo, que cedió enla zona del impacto como si fuera simple papelmientras el proyectil le atravesaba el costillar yle dejaba sin aire, lo cual le hizo precipitarsecontra las rocas del suelo, pues habían llegado ala orilla, volaban sobre tierra, y las ovejaslanudas huían de ellos en estampida sobre lahierba alfombrada de nieve.

Los lugareños del puertecito de Dunbar sehallaban al mismo tiempo aterrados por eldescenso en su pacífica aldea de una compañíaentera de dragones y eufóricos por el éxito de sunueva batería costera, nunca puesta a pruebadesde que la emplazaron allí hacía apenas dosmeses. Media docena de dragones mensajerosrepelidos, un Pou-de-Ciel abatido, que luegoresultó ser un Grand Chevalier, y varios

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Flammes-de-Gloire muertos de formaespantosa. No se hablaba de otra cosa en lalocalidad y la milicia local recorría las callesdándose aires en medio de una satisfaccióngeneralizada.

Sin embargo, los aldeanos se sintieronbastante menos entusiasmados después de queArkady se zampase cuatro ovejas, los demásdragones salvajes cometieran varios actos derapiña no menos exagerados y el propioTemerario se apoderase de un par de vacas, dosejemplares de raza Highland, de largo pelajeazafranado, tristemente destinadas a convertirseen presas, que devoró de cabo a rabo.

—Estaban de lo más sabroso —se disculpó elCelestial, y ladeó la cabeza para escupir algunospelos.

Laurence se decantó por no escatimarlesnada en absoluto a los dragones después delarduo e interminable vuelo y en esa ocasión semostró perfectamente predispuesto a pasar poralto su habitual respeto a la propiedad privada enaras a la comodidad de los alados. Algunos

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granjeros le montaron un buen número con elpropósito de obtener un pago, pero el capitán noestaba dispuesto a sufragar de su propio bolsilloel apetito sin límite de los montaraces. ElAlmirantazgo podía rascarse el bolsillo, si notenían nada mejor que hacer que sentarse juntoal fuego y silbar mientras la batalla sedesarrollaba al otro lado de la ventana y loshombres perecían por falta de una pequeñaayuda.

—No seremos una carga para ustedes pormucho tiempo. Tanto pronto como recibamosnoticias de Edimburgo esperamos ser destinadosa los barracones de la ciudad —contestó a susprotestas sin una nota de emoción en la voz.

El mensajero salió al galope de inmediato.La gente del lugar se mostró más hospitalaria

con los prusianos, en su mayoría jóvenes derostro pálido y desencajado después desemejante vuelo. El general Kalkreuth figurabaentre esos últimos refugiados. Necesitaron unaeslinga para bajarle de lomos de Arkady. Tras labarba ocultaba un rostro blanco y

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descompuesto. El médico local pareciódubitativo, pero tras practicarle una sangría, leenvió a la granja más próxima para que entraseen calor a base de brandy y bolsas de aguacaliente.

Otros militares habían corrido peor fortuna.Los arneses desgarrados se vinieron abajo y seformó una montaña anárquica y repulsiva decadáveres que ya estaban poniéndose verdosos:unos habían sucumbido a los embates franceses;otros a causa de la asfixia, aplastados por suscompañeros en uno de los ataques de pánico, desed o de puro pavor. Esa misma tardeenterraron a sesenta y tres hombres de los milfugitivos, algunos de ellos sin identificaciónalguna, en cárcavas alargadas y poco profundascuya abertura a golpe de pico en aquel suelohelado había sido de lo más laboriosa. Lossupervivientes eran una tropa harapienta desemblantes todavía sucios, vestida con ropas yuniformes bastante mal cepillados para laceremonia a la cual asistieron en silencio.Incluso los dragones silvestres, incapaces de

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entender ni una palabra de la ceremonia,percibieron la naturaleza de la solemnidad y sesentaron respetuosamente sobre los cuartostraseros para contemplarla desde lejos.

Les llegaron órdenes de Edimburgo al cabode unas horas, pero eran tan extrañas comoincomprensibles, aun cuando empezaban de unmodo lógico: los prusianos debían quedaracuartelados en Dunbar y a los dragones, tal ycomo se esperaba, se les llamaba a la capital,pero no había invitación alguna para el generalKalkreuth ni sus oficiales, antes bien alcontrario, Laurence recibía la indicación estrictano de llevar con él a ningún oficial prusiano, y encuanto a los dragones, no se les permitía entraren ninguno de los grandes y cómodos cobertizos,ni siquiera a Temerario; en vez de eso, se leordenó dejarlos dormir en las calles, cerca delcastillo, y acudir a informar al almirante almando por la mañana.

Laurence reprimió su primera reacción einformó de los planes con la mayor amabilidadposible al mayor Seiberling, el oficial de mayor

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rango en ese momento, dando a entender lomejor que supo, y sin soltar ninguna mentiraflagrante, que el Almirantazgo tenía la intenciónde esperar a la recuperación del generalKalkreuth antes de realizar ninguna recepciónoficial.

—Ah, ¿debemos volar otra vez? —preguntóTemerario mientras se levantaba del suelohaciendo un gran esfuerzo y se dirigió haciadonde estaban los amodorrados montaracespara despertarlos a golpe de hocico, pues todosse habían quedado roque después de la comida.

Los días eran cada vez más cortos, y por elloera prácticamente de noche cuando llegaron aEdimburgo. Eso le hizo caer en la cuenta aLaurence de que solo faltaba una semana parala Navidad. No obstante, resultó fácil orientarse:las ventanas iluminadas y los muros llenos deantorchas del castillo venían a ser como un faroerigido en lo alto de una elevada roca de origenvolcánico desde donde se dominaba la granextensión destinada a cobertizo, ahora ensombras, con los estrechos edificios de la parte

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medieval de la ciudad arracimándose en torno aél.

Temerario permaneció inmóvil en el airesobre las calles apretujadas y sinuosas. Debíaevitar muchos chapiteles y tejados puntiagudossin apenas espacio entre ellos, lo cual convertíaa la ciudad en una suerte de foso lleno delanzas.

—No veo dónde voy a tomar tierra —admitióel Celestial, dubitativo—. Voy a romper algunode esos edificios, estoy seguro. ¿Por qué tienenque construir calles tan estrechas? Todo eramucho más práctico en Pekín.

—Si no puedes aterrizar sin hacerte daño, nosalejaremos otra vez y al infierno con las órdenes—respondió Laurence, cuya paciencia eramenor a cada momento.

Al final, el Celestial se las arregló paradejarse caer en la plaza de la antigua catedral,tirando solo cuatro trozos de la decoración demampostería. Los dragones silvestres tuvieronmenos dificultades al ser considerablemente máspequeños, sin embargo, andaban todos bastante

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nerviosos al haber sido alejados de los camposllenos de vacas y ovejas y recelaban de losnuevos alrededores. Arkady se inclinó, pegó unojo a una ventana abierta para espiar en elinterior de un dormitorio vacío y, en medio de ungran escepticismo, se puso a formular preguntasal Celestial cuando este le imitó.

—Ahí es donde duermen los humanos, ¿a quesí, Laurence? Es como un pabellón —repusoTemerario mientras movía la cola con sumacautela en un intento de hallar una posición máscómoda—. Y a veces ahí también venden joyasy otros objetos preciosos, pero ¿dónde estántodos?

Laurence estaba convencido de que todoshabían salido pitando. El comerciante másadinerado de la ciudad iba a pasar la noche enlas cloacas si ese era el único dormitoriodisponible en la parte nueva de la urbe, lejos y asalvo de la manada de dragones que habíainvadido sus calles.

Al final, los montaraces dieron con unacomodo razonable e incluso encontraron de su

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gusto los redondos y suaves adoquines,acostumbrados como estaban a dormir encuevas de piedra áspera.

—No me importa dormir en la calle,Laurence, en serio. El suelo está bastante secoy estoy seguro de que por la mañana esta ciudadva a ser muy interesante de ver —observóTemerario con talante consolador, inclusoaunque tenía la cabeza empotrada en un callejóny la cola en otro.

Pero el capitán se preocupaba por él. No erala clase de bienvenida que se merecían trashaberse pasado un año largo lejos de casa,después de que los hubieran mandado al otrolado del globo y vuelta. Una cosa era soportarcampamentos incómodos en campaña, dondenadie esperaba nada mejor y cualquiera se dabacon un canto en los dientes por disponer de unestablo de vacas donde dar una cabezada, y otramuy distinta acabar tirados como fardos sobrelas piedras frías e insanas de las calles, conoscuras manchas de excrementos que yaestaban allí al principio de los tiempos. Al

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menos, podrían haber concedido a los alados eluso de las tierras de granjas a las afueras de laciudad.

Y tampoco era una malicia hecha a propósito.El hecho solo lo explicaba el extendido eirreflexivo supuesto según el cual los hombresconsideraban a los dragones un problema en lotocante a su manejo y dirección si el número eraelevado, lo cual mostraba una consideración nulaa los sentimientos de los alados. Laurence sehabía visto obligado a admitir la atrocidad de tanarraigada suposición solo cuando no le quedóotro remedio ante el vívido contraste con lascondiciones observadas en China, donde losdragones eran considerados miembros de plenoderecho de la sociedad.

—Bueno, tampoco debemos sorprendernos:ya sabemos cómo son las cosas aquí, Laurence—comentó Temerario con actitud razonable—.Además, no he venido hasta aquí para estarcómodo, para eso me habría quedado en China.Debemos mejorar las condiciones de todosnuestros amigos. No, no me gustaría tener un

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pabellón propio —agregó—, pero me encantaríaser libre. Dyer, ¿tendrías la amabilidad deextraerme un cartílago de entre los dientes? Nologro sacármelo con las uñas.

Dyer despertó sobresaltado de su duermevelasobre el lomo del Celestial, recogió un piolet desu equipaje y enseguida gateó hasta las faucesabiertas de Temerario para hurgarle entre losdientes.

—Te resultaría más fácil obtener lo segundosi hubiera más hombres dispuestos a concedertelo primero —respondió Laurence—. Nopretendo inducirte a la desesperación, nodebemos caer en ella, desde luego, pero yohabía esperado encontrar algo más de respetoque a nuestra ida, y no menos, lo cual habríasupuesto una ventaja material para nuestracausa.

El Celestial no respondió hasta que Dyer huboregresado a su puesto en el lomo.

—Estoy convencido de que van aescucharnos en función de los méritos —continuó; Laurence no era lo bastante optimista

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como para compartir esa suposición—, y mástodavía cuando haya visto a Maximus y a Lily, yellos se pongan de mi lado, y tal vez inclusoExcidium, ya que él ha tomado parte en tantasbatallas e impresiona mucho, nadie puedeevitarlo. Comprenderán la sabiduría de misrazonamientos, estoy seguro. No van a ser tanbobos como Eroica y los otros —agregóTemerario con una nota de resentimiento. ElCelestial había intentado convencer a losdragones prusianos del valor de una mejoreducación y una mayor libertad, pero aquelloshabían acogido semejante idea con desdén,encariñados a la rígida disciplina militar tanto omás que sus cuidadores, y en vez de prestaratención a esas ideas las habían ridiculizado,considerándolas como un amaneramientoadquirido en China.

—Perdona la franqueza, pero me temo queno va a haber mucha diferencia aunque todoslos dragones se pongan de tu parte en cuerpo yalma —replicó Laurence—. Como grupo notenéis mucha influencia

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—Tal vez no la tengamos, pero imagino que sinos presentamos en el Parlamento, deberánescucharnos —repuso el dragón.

Sería una imagen de lo más convincente, masno iba a causar la clase de atención deseada porel Celestial. El capitán le explicó todo eso y más,y luego agregó:

—Debemos hallar mejores medios deconcitar las simpatías de quienes tienen lainfluencia para propiciar los cambios políticos.Solo lamento no poder contar con elasesoramiento de mi padre, tal y como andan lascosas entre nosotros.

—Pues yo no lo lamento para nada —espetóTemerario, echando hacia atrás la gorguera—.Estoy completamente seguro de que no iba aayudarnos y de que podemos hacerlo demaravilla sin él.

Dejando a un lado la lealtad filial, lo cual lehabía valido a Laurence una fría recepción endeterminados círculos, este no considerabaextensibles a su persona las objeciones de LordAllendale hacia el Cuerpo y reaccionaba con

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virulencia ante cualquier parecer que insinuarala menor divergencia de opinión a pesar de queellos dos nunca habían coincidido.

—Mi padre lleva media vida metido enpolítica —terció Laurence, y esa actividad secentraba en especial en el movimientoabolicionista de la esclavitud, recibido con unprofundo desdén en sus comienzos, tal y como élimaginaba que iba a ser acogido el de Temerario—. Te aseguro que su consejo sería de granayuda y tengo intención de llegar a un arreglo, sime resulta posible, lo cual nos permitiría contarcon su asesoría.

—Yo lo aceptaría en cuanto lo recibiera —murmuró el dragón, refiriéndose a la fina piezade cerámica adquirida en China por Laurencecomo regalo de reconciliación. Temerario habíallegado a considerarlo como uno de sus propiostesoros después de haberlo llevado a cuestasdurante más de ocho mil kilómetros y ahorasuspiró apesadumbrado al ver, por último, cómose alejaba junto a una breve nota de disculpa.

Pero Laurence era muy consciente de las

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dificultades que debían encarar y de loinadecuado de su persona para llevar a cabo unacausa tan vasta y compleja. Era un niño laprimera vez que había acudido a su casa elfilántropo William Wilberforce, invitado por unode los amigos metidos en política de LordAllendale, que recientemente había abrazadocon fervor el abolicionismo y el inicio de lacampaña parlamentaria para la supresión de laesclavitud. Habían transcurrido veinte años y apesar de los esfuerzos titánicos de hombres conmás aptitud, riqueza e influencia que las suyas,en esas dos décadas, algo más de un millón dealmas se habían visto raptadas en sus costasnatales y sometidas a cautiverio.

Temerario había eclosionado en enero de1805, pero a pesar de toda su inteligencia nohabía sido capaz de comprender el lento yfatigoso camino necesario para conducir a loshombres hasta una determinada posición política,por muy moral, justa e incluso necesaria queesta pudiera ser, si contrariaba de algún modosus intereses personales. Laurence le dio las

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buenas noches sin añadir ningún otro comentariodescorazonador, pero mientras cerraba lasventanas, que empezaron a golpetear enseguidaa consecuencia de la pesada respiración delCelestial, la distancia entre el cobertizo y losmuros del castillo situado al fondo del todo se leantojó más difícil de salvar que los miles dekilómetros que se habían visto obligados arecorrer para volver al hogar desde China.

A primera hora de la mañana, las calles deEdimburgo permanecían sumidas en un silencioantinatural y completamente desiertas, aexcepción hecha de los dragones, que dormíanrepantigados sobre los viejos adoquines grises.El enorme corpachón de Temerario sedesparramaba de forma poco elegante frente ala catedral manchada de humo mientras la coladescansaba en una callejuela sin apenas espaciopara que cupiera. El cielo del gélido día habíaamanecido de un azul intenso y despejado, salvoun puñado de nubes procedentes del mar

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dispuestas en bancales, y la temprana luzmatinal se insinuaba en las piedras coloreadasde rosa y naranja cuando salió Laurence.

Tharkay estaba despierto y solo él seremovió. Se hallaba sentado en cuclillas con laespalda apoyada contra la hoja de una de lasestrechas entradas a una elegante casa. Lapesada puerta permanecía abierta tras él,dejando entrever los tapices del vacío hall de laentrada. El mestizo sostenía una humeante tazade té.

—¿Puedo ofrecerle una? —preguntó—.Dudo que a los propietarios les moleste.

—No, debo irme ya —contestó Laurence, aquien un mensajero del castillo había despertadopara convocarle de inmediato a una reunión. Eraotra muestra de descortesía, máxime cuandohabía llegado a una hora tan avanzada, y paraempeorar las cosas, el muchacho había sidoincapaz de hablarle sobre las previsionestomadas para alimentar a los dragoneshambrientos. La perspectiva de la posiblereacción de los montaraces cuando despertasen

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resultaba de lo menos halagüeña.—No hay de qué preocuparse. Se las

arreglarán por sí solos, estoy seguro —comentóTharkay, adivinando el motivo de supreocupación.

No era una perspectiva alentadora así que leofreció su propia taza a modo de consolación.Laurence suspiró y la bebió de un trago,agradeciendo el calor del fuerte brebaje.Devolvió la taza a Tharkay y vaciló, pues suinterlocutor mantenía fija la mirada más allá dela plaza catedralicia con una expresión peculiary una sonrisa esquinada.

—¿Se encuentra bien? —inquirió Laurence,consciente de que su ansiedad por el bienestarde Temerario le había impedido pensar en sushombres, y el mestizo era a quien menos casohabía hecho.

—Sí, genial. Estoy casi en casa —respondióTharkay—. Ha llovido mucho desde la últimavez que estuve en Inglaterra, pero bueno, estoyfamiliarizado con el Court of Session.

Tharkay cabeceó hacia el edificio del

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Parlamento, donde tenía su sede el Court ofSession, el Tribunal Superior de Justicia, la másalta instancia civil escocesa, un célebrecementerio de esperanzas rotas, pleitos sinresolver desde la invención de la rueda ydisputas sin fin sobre tecnicismos y tierras. Enese momento no había procuradores, abogados,jueces ni litigantes, solo un montón de legajos,reliquias de antiguos acuerdos extrajudiciales,acumulados sobre el costado de Temerariocomo si fueran apósitos.

El padre de Tharkay había sido un hombre deposibles y él no tenía nada, Laurence estaba alcorriente de ambas cosas. El hijo de una mujernepalí tal vez tenía algunas desventajas a la horade litigar en los tribunales británicos y la menorirregularidad en sus reivindicaciones seríaexplotada con facilidad, supuso el aviador.

Por lo menos, miraba todo aquello sin elmenor entusiasmo para ser su hogar, si es que lotenía por tal.

—Supongo —repuso Laurence con cautela, yluego, con una oratoria un tanto torpona, pasó a

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sugerirle la posibilidad de prolongar su contratouna vez que hubieran cerrado asuntos tandelicados como el pago por los serviciosprestados hasta ese momento. El mestizo habíarecibido unos emolumentos por guiarlos desdeChina a Estambul a través de la antigua ruta dela seda, pero había reclutado a los dragonessalvajes para la causa inglesa, lo cual requeríauna recompensa superior, y a eso se referíaLaurence. Y ahora menos que nunca podíaprescindirse de sus servicios, no hasta que losmontaraces se hubieran integrado de algúnmodo en el Cuerpo Aéreo. Por ahora, el mestizoera, junto a Temerario, el único capaz depronunciar más de un puñado de palabras deuna lengua tan flexiva como la dragontina—.Me gustaría hablarlo con el almirante Lenton enDover si usted no tiene inconveniente —agregóel capitán, que no tenía la menor intención detratar un asunto tan irregular con ninguno de loscapitostes allí destacados, no después delrecibimiento dispensado hasta ese instante.

Tharkay se limitó a encogerse de hombros,

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sin comprometerse a nada.—El mensajero se está impacientando —

contestó, y señaló con un gesto de cabeza aljoven que se movía inquieto y descontento en unrincón de la plaza, a la espera de que Laurencele acompañara.

El muchacho le guió colina arriba hastaculminar el breve repecho que le dejaba en laspuertas del castillo, desde donde un infante demarina uniformado con una casaca roja le guiópor un camino que culebreaba entre los edificiosdel cuartel general: la escasa luz del alba losrevelaba vacíos y sin muestra alguna de lastípicas prisas matinales.

Las puertas estaban abiertas y él las cruzóenvarado y erguido, con la desaprobación escritaen las facciones del semblante distante y rígido.

—Señor —saludó con la vista fija en lo altode la pared, y solo después miró hacia abajo,momento en que añadió sorprendido—:¿Almirante Lenton?

El almirante despidió al guardia y las puertasse cerraron, dejándolos en aquella cámara llena

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de libros alineados que olían a papel viejo. Lamesa de Lenton estaba totalmente despejada,salvo por un mapa y un legajo de documentos.Él permaneció sentado en silencio durante unrato, al cabo del cual contestó:

—Me alegra mucho verle, pero mucho,mucho de verdad.

La apariencia de Lenton dejó atónito alcapitán. Había pasado un año desde su últimoencuentro, pero para aquel hombre parecíanhaber transcurrido diez: el pelo había encanecidodel todo, un velo empañaba la mirada de sus ojoslegañosos y la parte inferior de los carrillos lecolgaba flácida.

—Confío en que se encuentre usted bien,señor —dijo Laurence, profundamente apenado.

Ya no hacía falta preguntarse las razones deltraslado de Lenton a Edimburgo, el enclave mástranquilo. ¿Qué enfermedad podía habercausado semejantes estragos? ¿Quién le habríasustituido como comandante en Dover?

—Ya… —Lenton hizo un ademán yenmudeció; al cabo de unos instantes agregó—:

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Nadie le ha dicho nada, supongo. No, eso estábien, acordamos que no podíamos arriesgarnos aque trascendiera la noticia.

—No, señor, no he sabido nada ni nada se meha dicho —respondió Laurence, en cuyo pechovolvió a inflamarse la llama de la ira—.Nuestros aliados me preguntaban a diario sitenía noticias del Cuerpo Aéreo, hasta quehacerlo dejó de servir para algo.

Laurence había dado garantías personales alos comandantes prusianos, había prometido queel Cuerpo Aéreo no les fallaría y que lacompañía dragontina estipulada, capaz decambiar el curso de la guerra contra Napoleón,haría su aparición en aquella última campaña tandesastrosa. Él y Temerario se habían quedado aluchar en lugar de ellos cuando los aladosbritánicos no llegaron, jugándose la vida y la dela tripulación en una causa cada vez másperdida, y los dragones jamás aparecieron.

Lenton no replicó de inmediato, sino quepermaneció allí sentado, asintiendo para él.

—Sí, eso es cierto, desde luego —murmuró, y

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se puso a tabalear los dedos sobre la mesamientras miraba sin leer unos papeles, la vivaimagen de la distracción.

—Señor, apenas soy capaz de concebir quese haya prestado usted a un juego tan alevoso ycorto de miras —añadió el capitán de Temerariocon mayor acritud—. Napoleón no habría tenidoasegurada la victoria, ni mucho menos, si losprusianos hubieran recibido el refuerzoprometido de veinte dragones.

—¿Qué…? —Lenton alzó los ojos—. Oh,Laurence, esa no es la cuestión, para nada.Lamento mucho el secretismo, pero en lotocante a no enviar los dragones, a eso no puedellamársele decisión. No había dragones queenviar.

El pecho de Victoriatus subía y bajaba a unritmo suave y acompasado. Tenía dilatadas yenrojecidas las fosas nasales, cuyos bordesestaban aureolados por una gruesa costra deescamas, y manchas de espuma rosácea en la

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comisura de la boca. Mantenía cerrados los ojos,pero los entreabría al cabo de unas pocasrespiraciones, dejándolos entrever apagados porel agotamiento y mirando sin ver. Tosió de formaáspera y ahogada, lanzando al suelo un esputosanguinolento, y de nuevo se sumió en eseduermevela, el único estado en que era capaz demanejarse. Su capitán, Richard Clark, yacía enun catre junto a él: sin afeitar, cubierto por unatela de lino, mantenía una mano alzada paracubrirse los ojos y apoyaba la otra sobre la patadelantera del dragón. Ni siquiera se moviócuando se aproximaron.

Lenton tocó el brazo de Laurence al cabo deunos instantes.

—Venga, ya vale, vámonos.El veterano se dio la vuelta muy despacio y

con la ayuda de un bastón guió a Laurencecolina arriba, caminando sobre la hierba endirección al castillo. Una vez que hubieronregresado a las oficinas de Lenton, los pasillosya no parecían pacíficos, sino silenciosos ysumidos en un pesimismo irreparable.

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Laurence rechazó la oferta de un vaso devino, demasiado atontado como para pensar enun refrigerio.

—Es una especie de consumición —explicóLenton, contemplando por el cristal de laventana que daba al patio del cobertizo dondeVictoriatus y otros doce grandes alados yacíanseparados unos de otros por esos antiguosbiombos que se usan para protegerse del vientoen la playa, ramas apiladas y piedras cubiertaspor hiedra.

—¿Hasta dónde se ha propagado…? —quisosaber Laurence.

—Por todas partes —contestó el almirante—.Dover, Portsmouth, Middlesbrough, las zonas decría de Gales y Halifax, Gibraltar… Por todaspartes donde hayan ido los dragones mensajeros,por todas partes —se alejó de los ventanales yregresó a su silla—. Hemos sidomanifiestamente estúpidos: pensamos que era unresfriado, ya ve.

—Pero nosotros nos enteramos antes inclusode doblar el cabo de Buena Esperanza durante

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nuestra singladura hacia Oriente —repuso elcapitán, consternado—. ¿Tanto ha durado?

—En Halifax comenzó en septiembre de 1805—replicó Lenton—. Los cirujanos creen ahoraque fue cosa del dragón americano, aquelenorme alado amarillo; se hallaba allí, y luego losprimeros dragones en enfermar fueron quieneshabían compartido transporte con él hastaDover. Después, hubo un brote en Gales,cuando se le envío a los campos deapareamiento. Él está como una rosa, ni una tosni un estornudo, probablemente es el únicodragón de Inglaterra en esas condiciones, aexcepción de unas cuantas eclosiones quehemos mantenido aisladas en Irlanda.

—Como sabe, le hemos traído otros veinte —terció Laurence, que logró una breve treguamientras refería su informe.

—Sí, ¿y de dónde vienen? ¿De Turkestán? —repuso Lenton, dispuesto a seguir por esecamino—. ¿Comprendí bien su carta? ¿Sonsalteadores?

—Me atrevería a calificarlos como… celosos

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de su territorio —precisó el capitán—. No sonagradables, pero tampoco maliciosos, aunque loque puedan hacer para proteger a todaInglaterra… —Laurence se detuvo—. Lenton,seguramente algo ha de poder hacerse, y debehacerse.

El interpelado negó con un ligero movimientode cabeza.

—Los remedios habituales surtieron algúnefecto positivo al principio: calmaron la tos, ydemás. Aún podían volar, si bien no teníandemasiado apetito, pero los resfriados son cosasinsignificantes para ellos y duraban demasiado,al cabo de un tiempo los remedios parecieronperder todo su efecto y algunos ejemplaresempezaron a empeorar —Lenton calló duranteunos instantes y luego, haciendo de tripascorazón, agregó—: Obversaria ha muerto.

—Cielo santo —clamó Laurence—. Notengo palabras, señor… Lo siento mucho.

Era una pérdida terrible. Había volado conLenton cerca de cuarenta años y había sidodragona insignia en Dover durante la última

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década, y a pesar de ser relativamente joven, yahabía producido cuatro huevos. Era tal vez elmejor alado de toda Inglaterra, y muy pocosestaban en condiciones de disputarle siquiera eltítulo.

—Eso debió de ocurrir, déjeme recordar, enagosto —prosiguió Lenton como si no le hubieraoído—. Después de Inlacrimas y antes deMinacitus. Unos sobrellevan la enfermedadmejor que otros. Los jóvenes la sueltan antes yen los mayores persiste más, estos son los queestán muriendo antes, pero en todo caso,supongo que al final perecerán todos.

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Capítulo 2

—Lo siento, capitán —se disculpó Keynes—.Cualquier imbécil corto de entendederas escapaz de vendar una herida de bala y lo másprobable es que en mi lugar os asignen a unimbécil corto de entendederas, pero no puedoquedarme con el dragón más saludable de GranBretaña cuando los cobertizos de la cuarentenaestán llenos de animales enfermos.

—Le entiendo a la perfección, señor Keynes,y no necesita usted decir nada más —repusoLaurence—. No va a volar usted con nosotros aDover, ¿verdad?

—No. Victoriatus no va a pasar de estasemana y tengo intención de quedarme para

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asistir a la autopsia con el doctor Harrow —respondió con ese carácter práctico que tantodesconcertaba a Laurence—. Confío en queaprendamos algo acerca de la enfermedad.Algunos dragones mensajeros siguen volando.Uno me llevará a partir de ahora.

—Bueno, ojalá volvamos a vernos pronto —deseó el capitán mientras estrechaba la manodel cirujano.

—Espero que no —repuso el médico con sumordacidad habitual—. No tendré muchospacientes si eso ocurre, y por cómo va la cosaeso significaría que han muerto todos.

Laurence tenía los ánimos por los suelos, asíque sintió aquella marcha casi tanto como unabaja. En cualquier caso, lo sentía. Los cirujanosdel aire no eran ni de lejos unos zoquetes tanincompetentes como los de la Armada, y a pesarde las palabras de Keynes no albergaba miedoalguno sobre el sustituto. Sin embargo, jamás eraagradable perder a un buen hombre cuyasrarezas ya te sabes y cuyo valor y sentidocomún están probados. A Temerario no iba a

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gustarle nada.—¿No está herido ni enfermo? —insistió el

dragón.—No, pero le necesitan en otra parte —le

explicó Laurence—. Es un cirujanoexperimentado y estoy seguro de que tú no vasa negarles los servicios de Keynes a tuscompañeros, aquejados de esta enfermedad.

—Bueno, si Maximus o Lily le necesitan…—repuso el Celestial de malas pulgas y abriózanjas en el suelo con las uñas—. Pero voy averlos pronto, ¿a que sí? No pueden estar muymal, estoy seguro. Maximus es el dragón másgrande que he visto, y eso incluye a los deChina. Se va a recobrar enseguida, estoyconvencido.

—Nada de eso, amigo mío —le contradijoLaurence, lleno de inquietud, y soltó lo peor de lanoticia—: Ninguno se ha recuperado de esaenfermedad. Debes poner todo el cuidado delmundo en no merodear cerca de las zonas encuarentena.

—No lo entiendo —repuso el dragón—, si no

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se han recuperado, eso quiere decir… —Temerario dejó la frase inconclusa.

Laurence desvió la mirada. Resultabaperfectamente comprensible que el Celestial nocaptara de inmediato las implicaciones de laenfermedad, pues los dragones eran criaturasduras como piedras y la mayoría de las razasvivían más de un siglo. En buena ley, siempreque los azares de la guerra no los apartasen desu lado, era lógico que Temerario tuviera laexpectativa de convivir con Maximus y Lily mástiempo del que abarcaba la vida de un hombre.

—Pero yo tengo muchas cosas que contarles,he regresado por ellos —dijo al fin, todavía sinsalir de su asombro—, para que sepan que losdragones son capaces de leer, escribir, tenerpropiedades y hacer otras cosas además deluchar.

—Les escribiré una carta en tu nombre y asípodrás saludarlos. Saber que estás sano y asalvo les hará más felices que tu compañía —leaseguró Laurence, pero el Celestial norespondió, permaneció inmóvil y con la cabeza

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pegada al pecho—. Vamos a estar muy cerca—continuó el capitán—, así que podremosescribirles todo los días si así lo deseas… al finalde cada jornada…

—Que consistirá en patrullar sin parar, seguro—replicó Temerario con una inusual nota deamargura en la voz— y realizar más estúpidasmaniobras de formación. Ellos están enfermos yno podemos hacer nada.

Laurence bajó los ojos hasta su regazo, allídescansaba el fardo envuelto en hule con todossus papeles, y en ellos, bien lo sabía él, no iba ahallar ningún posible consuelo para Temerario,solo escuetas instrucciones de ir a Dover, dondelo más probable era que las predicciones delCelestial se cumplieran hasta el último detalle.

Nada más aterrizar acudió a las oficinas delnuevo almirante en el cuartel general de Dovery el hecho de que le dejaran pelarse de fríodurante media hora en la sala de espera resultóde lo más desalentador. Allí escuchó los gritos

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de Jane Roland, mas no fue capaz de identificarpor la voz quién contestaba a la almirante.Laurence se puso de pie en posición de firmescuando se abrió de golpe una puerta por la quesalió un hombre alto uniformado con la casacade la Marina; salía con las ropas desajustadas,las facciones desencajadas y las mejillasencendidas debajo de las pobladas patillas. Nose detuvo, pero fulminó a Laurence con lamirada antes de abandonar la estancia como unaexhalación.

—Entra, Laurence, entra —le llamó Jane, y élasí lo hizo.

La almirante se hallaba en compañía de unhombre de más edad ataviado de una formaexcéntrica cuando menos: una levita negra, unospantalones bombachos hasta las rodillas y unoszapatos con hebillas.

—Me parece que no conoces al doctorWapping —dijo Jane—. Señor, le presento alcapitán Laurence, de Temerario.

—Señor —saludó al tiempo que hacía lavenia para ocultar el desconcierto y

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desconsuelo. Supuso que si todos los dragonesse hallaban en cuarentena, poner el cobertizoentero a cargo de un médico era una decisiónmuy sensata a juicio de hombres de tierra firme,exactamente igual que lo que le ocurrió en unaocasión cuando un amigo de la familia buscó suinfluencia para, gracias a ese poco afortunadotrato social, pasar de cirujano, ni siquieracirujano naval, a jefe de un buque hospital.

—Encantado de conocerle, capitán —saludóel médico—. Debo marcharme, almirante.Lamento haber sido la causa de tandesagradable escena, le ruego que me disculpe.

—Tonterías, esos granujas de la oficina deavituallamiento son una pandilla de pícaros sinescrúpulos y estoy encantada de meterles encintura. Que tenga buen día —le despidió Jane;cuando Wapping hubo cerrado la puerta, lacapitana se volvió hacia Laurence—: Lospobres animales comen menos que un pajarito, yno contentos con eso, los muy canallas nosenvían reses enfermas y en los huesos, ¿puedescreértelo, Laurence?

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»Menuda forma de darte la bienvenida a tuvuelta, ¿eh? —Roland le tomó por los hombros yle plantó un sonoro beso en cada mejilla—.Tienes un aspecto horroroso. ¿Qué le ha pasadoa tu casaca…? ¿Te apetece un vaso de vino?—preguntó mientras servía uno para cada unosin esperar su respuesta, un comportamiento queel recién llegado interpretó como una muestra deinexpresividad causada por el agobio—. Herecibido todas tus cartas, Laurence, así que mehe hecho una idea razonable de tus andanzas.Perdona que no te haya respondido, pero meresultaba más fácil no contarte nada queexpurgarlo todo y contarte solo cosas sinimportancia.

—No, es decir, sí, por supuesto —dijo él, y sesentó con ella junto al fuego. Jane había dejadola casaca sobre un brazo de la silla y al posar losojos en la prenda Laurence pudo ver en lamanga las cuatro barras de almirante y elmagnífico alamar hecho de galón en la pechera.El rostro de su interlocutora también habíacambiado, aunque no para mejor: había perdido

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una stone[2] de peso por lo menos, calculó, yunos brotes grises habían aparecido en su pelocorto siempre tan negro.

—Bueno, lamento estar hecha un adefesio —observó, pesarosa, e impidió las disculpas deLaurence a carcajadas—. Todos estamosbastante desmejorados, Laurence, carece desentido negarlo. Ya has visto al pobre Lenton,supongo. Aguantó el tipo como un jabato las tressemanas siguientes a la muerte de su dragona,pero luego le encontramos en el suelo de susaposentos, víctima de una apoplejía. La semanasiguiente fue incapaz de hablar sin arrastrar laspalabras. Después de eso ha ido a mejor, perotodavía es una sombra de sí mismo.

—Lo lamento mucho —repuso él—. Teníapensado brindar por tu ascenso —logró decir sintartamudear, pero hasta eso le exigió unesfuerzo hercúleo.

—Gracias, querido amigo. Supongo que enotras circunstancias estaría muy orgullosa… o sino fuéramos de traspiés en traspiés. Capeamosel temporal razonablemente bien mientras nos

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las arreglamos por nuestra cuenta, pero no tantocuando debo tratar con estas criaturasdescerebradas del Almirantazgo. Lo saben,porque se les ha dicho por activa y por pasiva, yaun así, ahí están con sus sonrisitas y susarrullos, como si yo no fuera capaz de ponermea lomos de un dragón en lo que ellos tardan endesvestirse y se me quedan mirando como si lesestuviera echando una bronca injustificada porquerer montarme el numerito del besamanos.

—Les cuesta adaptarse, imagino —respondióLaurence, compadeciendo a aquellos bobos parasus adentros—. Me pregunto si tal vez elAlmirantazgo no debería… —y se mordió lalengua, aunque no a tiempo, y tuvo la sensaciónde que había pisado un terreno peliagudo ypeligroso. Resultaba imposible discrepar con lanecesidad de hacer todo lo posible por contarcon el concurso de los Largarios, tal vez la razainglesa más mortífera, y como estos alados soloaceptaban cuidadoras, era necesario dárselas.Laurence deploraba profundamente que lanecesidad obligara a mujeres de buena cuna a

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perder su legítimo sitio en la sociedad yadentrarse en un camino de dolor, pero al menoslas habían educado para ello y caso de sernecesario, se hallaban perfectamentecualificadas para desempeñar el papel de líderesde formación y transmitir las maniobras a lasalas, pero el rango de Roland no era un oficialsuperior de medio pelo, era almirante, y eso porno hablar de que estaba al frente del mayorcobertizo de toda Gran Bretaña y tal veztambién el de mayor importancia.

—No me han dado el cargo de buen grado,pero la elección era una patata caliente —lereveló Jane—. Portland no iba a venir desdeGibraltar, pues Laetificat ya no está parasoportar un viaje por mar, así que la cosaquedaba entre Sanderson y yo, y él hizo elridículo con un numerito de ir lloriqueando porlas esquinas de lo preocupado que estaba, comosi eso sirviera de algo. No sé si creerás eso deun veterano con nueve acciones conjuntas conla flota —Roland recorrió su pelo corto con losdedos y suspiró—. No importa, no me hagas

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caso, Laurence. Soy impaciente y Animosia, sudragón, se encuentra bastante mal.

—¿Y qué hay de Excidium? —se aventuró apreguntar Laurence.

—Es un pajarraco con la piel muy dura quese las sabe todas y administra bien sus fuerzas;además, tiene el sentido común de comer aunsin apetito. Puede apañárselas bastante bien unalarga temporada, y ya sabes, lleva casi un sigloen el servicio activo, muchos de su edad ya hanabandonado del todo el negocio y se han retiradoa los campos de cría —Roland esbozó unasonrisa poco entusiasta—. Venga, he sidovaliente… Ahora pasemos a cosas másagradables. Me has traído veinte dragones y porDios que voy a sacarles el máximo partido.Vamos a echarles un vistazo.

—Es de armas tomar —admitió Granby,hablando lentamente mientras los tresexaminaban la anatomía enroscada de Iskierka,cuya piel estaba salpicada por púas punzantes

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como alfileres por las cuales se escapabandébiles chorros de vapor—. Aún no la heamansado, lo siento, almirante.

La dragoncilla se había asentado por sucuenta y a su propia satisfacción, aunque no a lade los demás; había excavado con las garrasuna fosa profunda en el claro contiguo al deTemerario, y luego había procedido aacomodarla, rellenándola con una suerte deharina gris hecha con madera de fresno: habíadesenraizado una docena de árboles y, ni cortani perezosa, los había quemado dentro del pozo.Por último, había elegido piedras redondeadas ylas había caldeado antes de echarlas a ese lechode arena gris y entonces ya pudo tenderse adormir cómodamente sobre un nido templado.

El fuego y su persistente rescoldo resultabanvisibles a varios kilómetros a la redonda, inclusodesde las granjas más próximas al cobertizo, ylas primeras quejas, así como un considerablepánico, se produjeron a las pocas horas de lallegada de la dragoneta.

—Lo ha hecho bastante bien enjaezándola en

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un país extranjero y sin ganado a su disposición—comentó Jane, palmeando el lomo de laadormilada dragoneta—. Por mí, ya puedenquejarse cuanto gusten por la presencia de undragón lanzafuego, la Armada va a corear sunombre cuando se enteren de que al fin tenemosuno a nuestra disposición. Bien hecho, de verasque sí. Me alegra poder confirmarle en su rango,capitán Granby. ¿Te gustaría hacer los honores,Laurence?

La mayoría de la tripulación de Temerariohabía estado atareada en el claro de Iskierka,extinguiendo a palos el fuego de las chispas quesaltaban del pozo y amenazaban con prenderfuego a todo el cobertizo en caso de nosofocarlas. Ahora, estaban cansados y cubiertosde polvo de los pies a la cabeza, pero ninguno deellos tenía ganas de marcharse, se demorabanadrede sin necesidad de ninguna orden hastaque el teniente Ferris les chivó entre dientes elmomento de acercarse para poder ver cómoLaurence colocaba un par de barras doradas enlos hombros de Granby.

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—Caballeros —les invitó a acercarse Rolanduna vez que Laurence hubo terminado.

Los soldados lanzaron tres hurras en honor deGranby, rojo como un tomate a causa delentusiasmo, aun cuando se portó concomedimiento. Ferris y Riggs se adelantaronpara felicitarle con un apretón de manos.

—Pronto nos pondremos a buscarle unatripulación, caballeros, aunque Iskierka todavíaes muy pequeña —comentó la almirante altérmino de la ceremonia mientras se dirigían apresentarle a los dragones salvajes—. Ahora noandamos escasos de hombres, por desgracia.Aliméntela dos veces al día, a ver si dándolebien de comer logramos recobrar el tiempoperdido en lo que a crecimiento respecta ycuando despierte comenzaré con ustedes lasmaniobras a lomos de un Largario. No sé sipuede hacerse daño con su propia habilidad,como les ocurre a los lanzadores de ácido, perotampoco necesitamos averiguarlo durante losentrenamientos.

Granby asintió; al menos, no parecía

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desconcertado en presencia de Jane, y otrotanto podía decirse de Tharkay, a quien habíanconvencido para quedarse un poco más, puesera uno de los pocos con algo de mano entre losmontaraces. A su manera furtiva y secreta, casiparecía divertido después de haber lanzado unamirada inquisitiva a Laurence. Este no habíatenido ocasión de advertirle en privado acercadel encuentro, dado el interés de Roland porhacerse cargo de los dragones ipso facto. Aunasí, no mostró sorpresa alguna y se limitó ahacer una amable inclinación antes de procedera las presentaciones.

El grupo de Arkady había provocado menoscaos en sus claros respectivos que Iskierka apesar de que habían optado por derribar losárboles existentes entre los calveros ypermanecer todos agrupados. El frío aire dediciembre no les perturbaba lo más mínimo,acostumbrados como estaban a las temperaturasglaciales de la cordillera del Pamir, pero lahumedad levantaba comentarios dedesaprobación.

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En cuanto se percataron de que estaban enpresencia del mandamás del cobertizo, leexigieron de inmediato el cálculo exacto de lasvacas prometidas, una al día, oferta por la cualse habían incorporado al servicio de buen grado.

—Su posición es la siguiente: se les prometióuna vaca por día y aun cuando no se la hayancomido, el cómputo ha corrido, luego ese ganadoacumulado es suyo y, por tanto, les asiste elderecho de pedir su entrega más adelante —lesexplicó el mestizo.

La ocurrencia provocó las carcajadas deJane.

—Dígales que van a tener tanta comida comodeseen en cualquier momento y si sondemasiado desconfiados como para quedarsecontentos con eso, les haremos una cuenta: quecojan uno de esos troncos y hagan una marcacada vez que visiten el redil del ganado —contestó Roland, más feliz que ofendida porverse envuelta en semejantes negociaciones—.Pregúnteles si estarían de acuerdo con esteintercambio: dos cerdos por una vaca, o dos

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ovejas. Eso nos permitiría ofrecerles algo másde variedad.

Los dragones salvajes unieron las cabezas yempezaron a farfullar entre ellos en unacacofonía de siseos y silbidos; la conversaciónera privada solo porque nadie entendía sulenguaje. Al final, Arkady se dio la vuelta y sedeclaró dispuesto a alcanzar un acuerdo sobre elintercambio, salvo en lo tocante a las cabras,donde insistió en que deberían ser tresejemplares a cambio de una vaca, pues estosanimales les producían cierto desdén: en su lugarde origen los habían comido a menudo y por logeneral solían estar en los huesos.

Roland le hizo la venia en señal deasentimiento y él cabeceó hacia atrás con unaexpresión altamente satisfecha que acentuótodavía más ese aspecto de pirata, con el parchede color azafranado que le cubría un ojo y lesalpicaba todo el cuello.

—Son una pandilla de rufianes, de eso nocabe duda —sentenció Jane mientras abría lamarcha de regreso a sus oficinas—, ni tampoco

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su papel durante un vuelo: esas constitucionestan nervudas son perfectas para volar alrededoro encima de un peso pesado, así que estoyencantada de llenarles la panza.

—No, señor, no habrá problemas —dijo elmaestresala del cuartel general cuando se lepidieron habitaciones para Laurence y susoficiales pese a que habían salido de la nada yllegaban sin avisar.

Había espacio de sobra por una razón simple:la mayoría de los capitanes y oficiales preferíaestar junto a los dragones enfermos en losterritorios afectados por la cuarentena, dondeacampaban a pesar del frío y la lluvia. Por eso,el edificio se hallaba extremadamente vacío ysumido en un silencio ni siquiera comparable aldel lento discurrir de los días previos a Trafalgar,cuando la práctica totalidad de las formacionesse había marchado al sur como apoyo paraderrotar a las flotas francesa y española.

Todos juntos bebieron a la salud de Granby,

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pero el grupo se disgregó enseguida y Laurenceno estaba dispuesto a remolonear mucho máspor allí. Unos cuantos tenientes de rostro abatidopermanecían sentados en las sombras de unrincón sin decir palabra, un capitán entrado enaños roncaba con la cabeza apoyada sobre elbrazo de su sillón y una botella vacía en el codo.

Laurence cenó solo en sus habitaciones; lohizo junto al fuego para combatir el frío, pues lasestancias cerradas facilitaban la formación deuna corriente que pasaba de un cuarto a otro.

Alguien llamó a la puerta con los nudillos y elcapitán abrió pensando que podría tratarse deJane o alguno de sus oficiales con noticias deTemerario, pero se sorprendió al encontrarse almestizo en su umbral.

—Entre, por favor —le invitó Laurence, y yaun poco tarde añadió—: Espero que sepadisculpar el desorden.

La estancia estaba todavía revuelta, así quehabía optado por tomar prestadas las ropas dedormir de un colega descuidado que las habíaolvidado en el armario ropero. Tenían muchas

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arrugas y le quedaban un poco anchas a laaltura de cintura.

—He venido a despedirme —anuncióTharkay y negó con la cabeza cuando Laurencehizo un torpe intento de interrogarle—. No, notengo queja alguna, yo no formo parte de sucompañía y tampoco me interesa quedarme solocomo traductor. Iba a aburrirme enseguida.

—Me encantaría hablar con la almiranteRoland, tal vez haya algún encargo… —aventuró el militar, pero dejó la frase colgando alno saber qué iba a poder hacer ni qué acuerdospodían alcanzarse con el Cuerpo, ni sobre quématerias, salvo que los imaginaba menosformales que en la Armada o en el Ejército, perono deseaba prometer nada que tal vez fuerainviable.

—Ya he hablado con ella y me ha dado uno—repuso el mestizo—, aunque tal vez no deltipo a que usted se refería. Voy a volver aTurkestán en busca de más dragones salvajes aver si puedo persuadirlos de que se enrolen entérminos similares a los del grupo de Arkady.

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Laurence habría sido mucho más feliz si losmontaraces ya enrolados fueran mínimamentedisciplinados, una cualidad a duras penasalcanzable tras la marcha de Tharkay, mas nocabía efectuar objeciones por su parte.Resultaba difícil imaginar que alguien tanorgulloso como él fuera capaz de permanecer enuna posición de simple comparsa, incluso aunqueno hubiera descontento por su parte.

—Rezaré porque regrese sano y salvo —ledeseó Laurence.

Y a continuación le ofreció un vaso de oportoy una cena.

—Qué extraño compañero nos hasconseguido —le dijo Roland a la mañanasiguiente en sus oficinas—. Le habría dado supeso en oro si el Almirantazgo no hubiera puestoel grito en el cielo: veinte dragones salidos de lanada, como si los hubiera conjurado Merlín, ¿ofue cosa de San Patricio?

»Lamento privarte de la colaboración deTharkay y te pido que no me consideresdesagradecida. Estás en tu derecho a quejarte,

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ya es un milagro que hayas logrado traernos aIskierka y un huevo intacto considerando lafacilidad con que Bonaparte está campando portoda Europa, y eso por no hablar de nuestrabanda de amistosos bribones. Pero no puedorenunciar a la posibilidad de conseguir másdragones, por mezquinos y esqueléticos quesean, eso da igual mientras aguanten de pie.

En lo alto de la mesa se desplegaba el mapade Europa lleno de indicadores querepresentaban dragones. Las banderasmarcaban un trayecto desde los confinesoccidentales del antiguo territorio de Prusiahasta Rusia.

—De Jena a Varsovia en tres semanas —resumió ella mientras uno de los servidores lesescanciaba los vasos de vino—. No habría dadoun penique falso por esas noticias si no lashubieras traído tú, Laurence, y te habría enviadoal médico si luego no las hubiera confirmado laArmada.

El capitán asintió.—Tengo muchas cosas que contarte acerca

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de las tácticas aéreas de Bonaparte: las hacambiado por completo de un tiempo para acá.Las formaciones ya no sirven de nada frente aél. A los prusianos les pasó por encima en Jena,les dio una verdadera paliza. Debemos empezara idear tácticas para contrarrestar de inmediatoesos nuevos modos de batallar.

Pero ella ya estaba sacudiendo la cabeza.—¿Sabes, Laurence? Dispongo de menos de

cuarenta dragones aptos para el vuelo y salvoque Napoleón esté mal de la cabeza, y no locreo, cruzará el canal con más de un centenar.No va a necesitar ninguna táctica soberbia paraderrotarnos. Y en lo que a nosotros respecta, nohay nadie a quien enseñar algo nuevo. Nadie —el alcance de la debacle acalló a Laurence:disponían de cuarenta dragones para patrullartoda la línea costera del Canal y dar cubertura alos barcos del bloqueo—. Todo cuanto queremosen este momento es tiempo —prosiguió Jane—.Ha habido una docena de eclosiones en Irlanda,un territorio preservado de la enfermedad hastala fecha, y tenemos allí muchos huevos a punto

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de eclosionar en los próximos seis meses. Deahí van a salir muy buenos dragones a no muchotardar. Las cosas pintarían bastante mejor sinuestro amigo Bonaparte fuera tan majo deconcedernos un añito. Todo tendría otro cariz enese momento: estarían emplazadas todas lasnuevas baterías de la costa, los dragonetes yaestarían educados y los salvajes serían capacesde dar una a derechas, y eso por no mencionar aTemerario ni a nuestro nuevo dragónlanzallamas.

—¿Y nos lo va a dar?—Como se entere del lamentable estado de

nuestras fuerzas, ni un minuto —replicó Roland—, pero dejando eso a un lado… Bueno, hemossabido que tiene una nueva amiguita, unacondesa polaca de una belleza arrebatadora,según se dice, y le gustaría casarse con lahermana del zar. Le deseamos buena suerte ensu cortejo, y también que se lo tome sin prisa. Sies razonable, va a querer una noche invernalpara franquear el Canal de la Mancha y los díasempiezan a durar más…

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»Puedes estar seguro de que Napoleón se nosplanta aquí raudo como un rayo si llega a saberque estamos en cuadro… y al infierno con lasdamas. Por eso, nuestro trabajo en estosinstantes consiste en mantenerle bien sumido enla ignorancia. En un año vamos a tener algo conque trabajar, pero hasta entonces, todo cuantodebes hacer es…

—Patrullar —repitió Temerario condesesperación cuando Laurence le transmitiósus órdenes.

—Lo siento mucho, amigo, lo lamento deveras, pero al final… Nuestros amigos han sidorelevados de una serie de tareas y si de verdadqueremos ayudarles, vamos a tener queasumirlas nosotros —Temerario guardó silencioy se puso a rumiar el asunto con desconsuelo.En un intento de animarle, Laurence añadió—:Pero eso no significa que debamos renunciar atu causa, ni lo más mínimo. Voy a escribir a mimadre y a todos mis conocidos capaces de dar

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buenos consejos para saber cómo debemosproceder…

—¿Qué sentido puede tener eso cuando todosnuestros amigos están enfermos y no podemoshacer nada por ellos? Poco importa que a unode ellos no se le permita visitar Londres cuandoni siquiera es capaz de volar una hora, y aArkady le importa un bledo la libertad, soloquiere vacas. Sí, podríamos patrullar y tambiénhacer formaciones.

Echaron a volar alicaídos con una docena dedragones salvajes posicionados a su espalda,más ocupados en reñir entre ellos que en prestaratención a sus alrededores. Temerario no estabapor la labor de hacerles entrar en razón y ahoraque Tharkay se había ido, el puñado de infelicesoficiales montados a lomos de los montaracesalbergaban muy poca esperanza de ejerceralgún tipo de control sobre ellos.

El elevado número de dragones enfermosdejaba en tierra a sus tripulaciones; por esohabía disponibles muchos jóvenes suboficiales.Quienes ahora montaban en los montaraces

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habían sido elegidos por su habilidad con losidiomas. Todos los silvestres tenían demasiadosaños para aprender otra lengua con facilidad, asíque los oficiales debían aprender la de losalados. Tener que oírles intentar silbar ychasquear la lengua para farfullar las primitivassílabas del idioma durzagh se hizo pesadoenseguida y acabó por convertirse en unamolestia considerable, pero resultó precisosoportarlo, pues nadie lo hablaba con fluidez,salvo Temerario y el puñado de jóvenes oficialesque habían aprendido a chapurrearlo en el cursode su viaje a Estambul.

Laurence ya había perdido a otros integrantesde su ya reducida oficialidad: el fusilero Dunne yel ventrero Wickley habían asimilado losrudimentos suficientes de durzagh para realizarunas señas básicas comprensibles para losdragones salvajes y no eran tan jóvenes comopara dar órdenes absurdas. Habían puesto aambos a bordo de Arkady en una alta posiciónde autoridad que era pura teoría, al no existir eselazo natural generado por el primer enjaezado y,

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por descontado, el líder de los montaracesestaba más dispuesto a seguir sus caprichososimpulsos que las órdenes que ellos pudierandarle, máxime cuando el dragón ya habíaexpresado su opinión acerca de las patrullassobre el océano: eran absurdas al tratarse deuna zona sin valor por la que ningún dragónrazonable iba a interesarse. A juicio deLaurence, las probabilidades de que virarabruscamente en busca de algo más divertidoeran elevadas.

La derrota elegida por Roland para la primeraexpedición del grupo discurría junto a la líneacostera, donde había poco o ningún peligro deque se produjera una acción bélica. Ibandemasiado cerca de la tierra, pero al menos losacantilados despertaron el interés de losmontaraces, eso y el bullicio de los barcosalrededor de Portsmouth, adonde se hubierandirigido alegremente a investigar si Temerario nolos hubiera llamado al orden. Volaron cerca deSouthampton para luego dirigirse hacia el oeste,en dirección a Weymouth. Los alados se

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aburrieron del ritmo tranquilo de vuelo así quepara entretenerse empezaron a hacer todo tipode acrobacias alocadas, bajando en picadodesde tanta altura que deberían haber quedadomareados y con el estómago revuelto, cosa queno sucedía debido a su antiguo hábitat, uno delos lugares más altos de la tierra. Por esa razónrealizaban peligrosas y absurdas maniobras enbarrena que los llevaban a levantar surtidores deespuma cuando rozaban la cresta de las olasantes de remontar el vuelo. Era un tristedesperdicio de energía, aunque, bien alimentadoscomo estaban ahora, y en comparación con suanterior aspecto famélico, tenían un exceso deenergía y a Laurence no le importaba que lagastasen de una forma tan controlada mientraslos oficiales subidos aferrados a los respectivosarneses no estuvieran en desacuerdo.

—Quizá deberíamos probar a ver sipescamos algo —sugirió Temerario, volviendohacia atrás la cabeza para mirar a Laurence.

Pero entonces, de pronto, Gherni gritó porencima de ellos y el Celestial se ladeó, evitando

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a un Pêcheur-Rayé que pasó muy cerca de él.Los fusileros a lomos del alado francés abrieronfuego. Las descargas de fusilería sonaron comoel descorche simultáneo de varias botellas dechampán.

Los hombres empezaron a moverse de formaalocada cuando Ferris gritó:

—¡A sus puestos de combate!Los ventreros dejaron caer un puñado de

bombas sobre el peso medio francés, que yaempezaba a remontar mientras Temerario virabay ganaba altura. Arkady y los montaraces sellamaban unos a otros con gritos estridentes ygirando sobre sí mismos con entusiasmo antesde abalanzarse de buena gana sobre el enemigo,una patrulla de reconocimiento integrada porseis alados, o eso pudo distinguir Laurence entrelas nubes de baja altura. El Pêcheur era elmayor del grupo; el resto eran dragones ligeroso correos. Los franceses se hallaban eninferioridad numérica y de peso, y a pesar detodo se la jugaban acercándose tanto a lascostas inglesas.

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¿Era una imprudencia o se trataba de unatemeridad llevada a cabo con toda lapremeditación del mundo? El capitán deTemerario se preguntó con preocupación si nohabía trascendido la noticia de que durante elúltimo encuentro no había habido reacciónalguna desde los cobertizos.

—Voy tras ese Pêcheur. Arkady y los otrosse encargarán del resto —anunció el Celestial,volviendo la cabeza para mirar a Laurencemientras descendía en picado.

Este estimó más seguro dejar que losmontaraces se encargaran de los alados máspequeños, pues eran cualquier cosa menostímidos, y a raíz de sus juegos se habíanconvertido en consumados escaramuzadores.

—No efectuéis un ataque sostenido —voceóa través de la bocina—. Basta con echarlos dela costa cuanto antes y…

Le interrumpió el sonido hueco de las bombasal detonar debajo de ellos.

Bum. Bum.El Pêcheur-Rayé se supo claramente

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superado al no contar con el factor sorpresa,pues el Celestial era mucho más rápido y de unaclase más pesada. Él y su capitán se la habíanjugado con el ataque sorpresa y habían fallado, yparecía obvio que no estaban dispuestos aprobar suerte de nuevo. Temerario apenas habíalogrado detenerse antes de que el alado francésestuviera a punto de estamparse contra las olasy batiera las alas en retirada mientras losfusileros abrían un fuego cerrado con el fin dedespejar el repliegue.

El capitán se volvió hacia lo alto, de dondevenían las voces y gritos salvajes de losmontaraces, a los cuales apenas conseguía ver,pues los muy tunantes habían obligado a losfranceses a ganar altura, donde su mayorfacilidad para respirar aire con poco oxígenopodía concederles una ventaja.

—¿Dónde diablos está mi catalejo? —clamó,y cogió el de Allen.

Los dragones salvajes habían reducido elrifirrafe a un juego de provocación, acercándosey alejándose de los alados galos a toda

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velocidad, sin que, por ahora se viera muchapelea. Aquella táctica hubiera provocado ladesbandada de cualquier grupo en su mundo,supuso Laurence, en especial con una diferencianumérica tan notoria, pero dudaba mucho quelos disciplinados franceses se dejaran distraerasí como así y, de hecho, mientras él estabamirando, los cinco enemigos, todos salvo elpequeño Pou-de-Ciel, volaban en formacióncerrada y enseguida iban a cruzar la nube demontaraces.

Estos siguieron escenificando su bravata yalgunos de sus gritos fueron reales, ya que sedispersaron demasiado tarde para eludir el fuegode fusilería y se llevaron más de un balazo.

Temerario aleteaba para ascender; habíatomado aire y tenía los costados henchidos comola lona de las velas, aun así, no le resultaba fácilsubir tan arriba, y a esa altura iba a estar endesventaja frente a los dragones franceses, máspequeños que él.

—Llámelos enseguida y enseñe el banderínde descenso —voceó Laurence a Turner sin

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demasiada esperanza, pero los montaracesdescendieron en picado cuando este hizo lasseñales, y ninguno pareció reacio a situarse alamparo del Celestial.

Arkady profería un clamor sordo e indignadomientras empujaba ansiosamente a sulugarteniente Wringe, la dragona que habíasalido peor parada: su piel de color gris oscuroestaba veteada por arroyos de sangre aún másoscura, pues se había llevado varios balazos enel cuerpo y un golpe desafortunado en el aladerecha que le había cortado al bies, haciéndoleuna herida bastante fea entre el patagio y elcostillar. La malherida se escoraba en el airecada vez que intentaba moverla.

—Que descienda a la costa —ordenóLaurence, que apenas necesitaba la bocina parahacerse oír: los dragones estaban tan apretadosque podía dirigirse a ellos como si estuvieran enun claro y no en cielo abierto—. Haced el favorde decirles que deben mantenerse bien lejos delos fusiles. Lamento que hayan tenido unajornada tan movida… Escuchadme ahora,

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vamos a mantenernos juntos y…Sin embargo, el consejo llegaba demasiado

tarde: los franceses habían formado en uve y seles echaban encima desde lo alto. Losmontaraces siguieron la primera instrucción alpie de la letra y permanecieron todos juntos,quizá demasiado, pero luego se desbandaron porel cielo.

Los franceses también se separaron deinmediato. Ni siquiera juntos eran rival paraTemerario, a quien seguramente habíanreconocido, y volaron cerca de los montaracescomo forma de protegerse frente al ataque deun Celestial. Debió de ser una experiencia de lomás extraña para ellos. Los Pou-de-Cielformaban parte de la raza gala más liviana yahora se descubrían como una suerte de pesospesados cuando trababan batalla contra losalados salvajes, que, aun cuando tuvieran sumisma longitud y envergadura, eran másdelgados y de vientres cóncavos, un agudocontraste frente a los pechos amplios ymusculados de sus oponentes.

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Los montaraces se mostraron bastante máscautos en esta ocasión, pero también másdespiadados, enfurecidos por la herida de sucompañera y el escozor de sus propias lesiones.Empezaron a embestir como rayos y prontoaprendieron cómo amagar un ataque paraprovocar una descarga de fusilería y un instantedespués lanzar el ataque de verdad. Gherni, lamás pequeña de todos, y Lester lanzaron unasalto conjunto contra el Pou-de-Ciel al tiempoque Hertaz, el más artero de los montaraces, sele echaba encima con las garras ennegrecidaspor la sangre. El resto se enzarzó en combatessingulares en lugar de preocuparse por defendera los suyos, pero Laurence se percató enseguidadel peligro casi antes de que el Celestial gritara:

—¡Arkady!, Bnezh s’li taqom… —Temerario se detuvo en mitad de la frase paradecir—: No están escuchando, Laurence.

—Ya, y dentro de un momento van a verse enun apuro —convino el capitán. Los aladosfranceses aparentaban luchar en un uno contrauno, como los montaraces, pero en la práctica

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estaban maniobrando para acabar quedandolomo contra lomo; en realidad, solo se estabandejando arrinconar para quedar en formación yentonces abrirse paso gracias a una embestidademoledora—. ¿Puedes separarlos una vez quese hayan reunido?

—No veo cómo sin hacer daño a nuestrosamigos. Están muy cerca unos de otros yalgunos son muy pequeños —contestó elCelestial sin dejar de azotar el aire con la colamientras permanecía suspendido en el aire.

—Señor —intervino Ferris. El capitán sevolvió a mirarle—. Siempre nos dicen, comoregla general, que más vale llevarse un moratónque un balazo. Eso no les va a doler mucho eincluso si se quedan un poco atontados por algúngolpe, estamos lo bastante cerca para ayudarlesa amerizar si las cosas se torcieran más de lacuenta.

—Muy bien, gracias, señor Ferris —contestóLaurence, poniendo énfasis en la aprobación.

Se alegraba mucho de ver a Granby encompañía de Iskierka, y más desde que sabía lo

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escasos que estaban de dragones, pero leechaba muchísimo de menos, máxime cuandoquedaba expuesto a lo escaso de suadiestramiento como aviador. Ferris se habíaapresurado a aprovechar las ocasiones con unentusiasmo rayano en la heroicidad, pero soloera un tercer teniente cuando salieron deInglaterra, hacía apenas un año, y no podíaesperar a sus diecinueve primaveras imponersea su capitán con la convicción de un oficialveterano.

Temerario bajó la cabeza, respiró hondo parallenar de aire los pulmones y descendió enpicado hacia el menguante puñado de dragones.Al atravesarlo causó un efecto superior al de ungato cuando caía sobre una bandada de palomasdesprevenidas. Salieron dando volteretas amigosy enemigos por igual; los montaraces, todavíamás entusiasmados, volaron de forma caóticapor los alrededores en medio de un enormegriterío y entretanto, los alados enemigos seenderezaron y, a una orden señalizada por ellíder de formación, los Pou-de-Ciel dieron media

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vuelta y se alejaron. Huían.Los dragones salvajes no los persiguieron,

pero acudieron junto al Celestial para chincharle:o bien se quejaban por el golpazo o bien sepavoneaban de la victoria obtenida y la fuga delenemigo. Arkady llegó a insinuar que eso habíasucedido a pesar de la interferencia delCelestial, que había realizado aquel movimientoimpelido por los celos.

—Eso es totalmente falso —saltó Temerario,ultrajado—. Os habrían hecho picadillo sin mí.

Y se volvió de espaldas a ellos para luegoecharse a volar hacia tierra con la gorgueraerizada de pura indignación.

Localizaron a Wringe sentada en medio de uncampo, lamiéndose la herida del ala. Unosvellones de lana manchados de sangre sobre lahierba y un cierto olor a matanza flotando en elaire sugerían que la dragona había encontradouna forma de consolarse discretamente, peroLaurence optó por hacer la vista gorda. Deinmediato, Arkady se presentó ante ella como unhéroe y se puso a caminar de un lado para otro,

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recreando el encuentro. Hasta donde el capitánbritánico fue capaz de entender, la batallaparecía haberse prolongado durante quince díasy en ella habían participado cientos de enemigos,pero Arkady los había derrotado a todos élsolito. Temerario soltó un bufido y agitó la colacon desdén, sin embargo los demás dragonessalvajes estuvieron más que dispuestos aaplaudir esa visión revisada de la historia,aunque de vez en cuando metían baza paraintercalar la historia de sus propias hazañas,también muy heroicas.

Entretanto, Laurence había desmontado juntoa su nuevo cirujano, un escuchimizado joven delentes gruesas, muy nervioso y propenso altartamudeo, para examinar las heridas deWringe.

—¿Se recobrará lo suficiente para volar devuelta a Dover? —inquirió Laurence.

El ala herida tenía un aspecto repulsivo, o almenos la parte que era posible ver, pues ellacerraba el ala con inquietud para evitar elexamen médico, aunque, por fortuna, las

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payasadas de Arkady la distraían lo bastantecomo para que Dorset pudiera ocuparse de laextremidad.

—No —contestó el médico condespreocupación y sin sombra de su habitualtartamudez—. Necesita mantener el ala inmóvily con una cataplasma. Y debo extraerle esasbalas de inmediato, aunque no ahora. Hay unterreno habilitado para los correos a las afuerasde Weymouth, que es de donde salen todas lasrutas. Está libre de cuarentena. Debemosencontrar un modo de llevarla allí.

Soltó el ala y se volvió hacia el capitán,bizqueando con esos ojos suyos de colordeslavazado.

—Muy bien —contestó Laurence condesconcierto, pues el cambio de su porte ibamás allá de un mayor aplomo—. Señor Ferris,¿tiene a mano esos mapas?

—Sí, señor, pero, si me permite decirlo, haymás de treinta kilómetros de vuelo directo sobreel agua de aquí al cobertizo de Weymouth.

Laurence asintió y le despidió.

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—Temerario puede soportar más que eso,estoy seguro.

El peso de Wringe presentaba menosproblemas que su inquietud con la soluciónencontrada y el repentino ataque de celos porparte de Arkady, que le llevó a proponerse comosustituto de Temerario, algo bastante ilógico,pues Wringe pesaba varias toneladas más que ély no habría sido capaz de levantarla del suelo niun metro.

—Haz el favor de no portarte como una tonta—le replicó Temerario cuando la dragonaexpresó sus reservas a ser transportada—. Novoy a soltarte a menos que me muerdas. Solodebes quedarte quieta. Además, es un trayectomuy corto.

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Capítulo 3

Sin embargo, llegaron al cobertizo de Weymouthpoco antes del anochecer y bastante alterados,pues Wringe había expresado cinco o seis vecesen el transcurso del vuelo la intención de echar avolar y hacer el resto del viaje por sí misma.Además de eso, había arañado sin querer aTemerario en dos ocasiones y al removerse porculpa de la incomodidad había lanzado por losaires a dos de los lomeros que viajaban sobreella. Se salvaron solo gracias a las correasatadas de los mosquetones. Tras aterrizar,ambos echaron pie a tierra magullados ymareados por el porrazo y se alejaron de allí conla ayuda de sus compañeros, que les recetaron

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una dosis generosa de brandy en los pequeñosbarracones.

Wringe montó un alboroto de aúpa antes deque le extrajeran las balas: empezó pordeslizarse sobre los cuartos traseros cuandoDorset se aproximó cuchillo en mano e insistióen que ella se encontraba bastante bien, pero aesas alturas el Celestial se hallaba lo bastantefuera de sus casillas como para no tenerpaciencia con sus evasivas y soltó un gruñidosordo que hizo estremecer la tierra seca yapelmazada de los alrededores e indujo a laherida a tenderse dócilmente en el suelo paraser examinada a la luz de una linternasuspendida en alto.

—Bueno, ya está —anunció el cirujano trashaber extraído la tercera y última de las balas—.Ahora debe comer algo de carne y descansartoda la noche. Este terreno es demasiado duro—añadió con desaprobación mientras bajaba dela paletilla de la dragona con un cuenco dondetintineaban las tres balas ensangrentadas.

—Me da igual que este sea el suelo más duro

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de Inglaterra —intervino el agotado Celestial altiempo que inclinaba la cabeza a fin de queLaurence pudiera acariciarle el hocico mientrasle aplicaban las cataplasmas a sus heridas, porsuerte superficiales—. Solo pido que me traiganuna vaca y luego me dormiré.

Le bastaron tres formidables mordiscos paradesgarrar y zamparse una vaca entera. Echó lacabeza hacia atrás para que el último bocado lebajara con más facilidad por la garganta. Elgranjero, a quien habían convencido para quellevara a una de sus reses hasta el cobertizo,quedó paralizado y boquiabierto mientrascontemplaba la escena con una suerte demacabra fascinación, y otro tanto podía decirsede sus dos hijos, a quienes los ojos estaban apunto de salírseles de las órbitas. Laurence lepuso en la mano unas cuantas guineas de mássin que el hombre opusiera resistencia y luegolos echó de allí a todos, sabedor de que a lacausa de Temerario no le convenía que seextendieran historias recientes y escabrosasacerca del salvajismo dragontino.

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Los dragones salvajes se dispusieronalrededor de la herida Wringe a fin de protegerlade cualquier corriente de aire frío y seacomodaron uno sobre otro de la forma máscómoda posible. Los más pequeños searrastraron con cuidado hasta ponerse sobre ellomo de Temerario en cuanto este se quedódormido.

Hacía demasiado frío para dormir al raso y nohabían traído consigo las tiendas cuando salierona patrullar. Laurence tenía la intención dedejarles a sus hombres las barracas, que ya erandemasiado pequeñas como para quitarles másespacio con la división del capitán, e ir a un hotelsi lograba encontrar uno. En cualquier caso,estaba muy contento de poder enviar noticiassuyas al cobertizo de Dover para que suausencia no causara zozobra alguna. Todavía noconfiaba en ninguno de los montaraces lobastante como para enviarle solo con un puñadode oficiales tan bisoños.

Ferris se aproximó mientras Laurence hacíaaveriguaciones acerca de los escasos ocupantes

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del cobertizo.—Mi familia vive en Weymouth, señor. Estoy

seguro de que mi madre estará encantada derecibirle para pasar la noche si así lo desea —ofreció. Hacía esa oferta muy a la ligera, comoasí evidenciaba la ansiedad de su rostro, y esaera la razón por la que añadió—: Solo tendríaque avisar con un poco de antelación.

—Eso es muy amable de su parte, señorFerris. Le agradecería que no lo retrasaramucho —repuso Laurence, a quien no le pasópor alto la zozobra del joven.

Probablemente, el tercer teniente se sentíaobligado a invitarle por una cuestión de cortesía,aun cuando su familia viviera en el rincón de unaltillo y solo tuviera para compartir un mendrugode pan duro. La mayoría de su oficialidad,bueno, suya en particular y del Cuerpo engeneral, procedía de las filas de una clase socialconocida únicamente como «pobre perohonrada», y todos se inclinaban a tenerle en unaposición social superior a la que él mismopensaba. Su padre poseía una amplia propiedad,

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sin duda, pero Laurence no había pasado tresmeses seguidos en casa desde que se hizo a lamar, sin mucha pena por ninguno de los doslados, excepto, tal vez, su madre, más habituadoa encargarse de un camarote que de una casasolariega.

Aceptó la invitación con independencia de lamayor o menor simpatía que sintiera hacia Ferrisante la probable dificultad de hallar otroalojamiento y su propia fatiga, que le impulsabaa instalarse donde fuera, aunque fuese el rincónde un desván con un mendrugo de pan. Leresultó difícil no dejarse vencer por el desánimocuando quedó atrás el barullo del día. Losdragones salvajes habían tenido uncomportamiento tan malo como cabía esperar yla imposibilidad de defender el Canal de laMancha con semejante grupo resultaba obvia.Eran el polo opuesto a las estupendasformaciones de los magníficos dragonesingleses, cuyas filas ahora estaban diezmadaspor la enfermedad. Eso hizo que lamentara suausencia con mayor intensidad.

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Por tanto, envió un mensaje donde refería loocurrido e hizo llamar a un carruaje. Los estabaesperando a la puerta del cobertizo para cuandohubieron reunido sus cosas. Laurence y Ferrisdescendieron por el largo y estrecho senderoque los alejaba de los claros de los dragones.

El vehículo los llevó a las afueras del burgo deWeymouth en veinte minutos. Ferris se ibaencogiendo más y más mientras el carruajeavanzaba a una velocidad de vértigo y elsemblante cobró una palidez tan extrema queLaurence habría pensado que se había mareadopor culpa del zarandeo de no haber vistoperfectamente al oficial en medio de unvendaval en el aire y un tifón en alta mar, por locual era improbable que le trastornase elmovimiento cómodo de un asiento con muelles.El vehículo dobló una curva y se adentró por unsendero flanqueado por densos arbolados.Laurence comprendió su error cuando ralearonlos árboles y los caballos se dirigieron hacia lacasa: un vasto edificio de aires góticos másdesparramado que espacioso. Una hiedra

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centenaria cubría la piedra renegrida casi porcompleto. Todas las ventanas del edificioestaban iluminadas y proyectaban unahermosísima luz dorada sobre un arroyo artificialque serpenteaba entre el césped plantadodelante de la casa.

—Es una vista espléndida, señor Ferris —comentó el capitán mientras traqueteaban alpasar el puente—. Debe de darle mucha tristezano estar en casa más a menudo. ¿Desde cuándoreside aquí su familia?

—Desde siempre —respondió el otro,ladeando la cabeza con aire inexpresivo—. Fueun cruzado o algo así quien construyó el primeredificio, bueno, eso creo, pero no estoy seguro.

Laurence vaciló, pero al final, aregañadientes, contestó a modo de consuelo:

—Mi padre y yo hemos tenido nuestrosdesencuentros, lamento decirlo, así que no paromucho en casa.

—El mío ha muerto —repuso Ferris; solodespués cayó en la cuenta de que aquellarespuesta era demasiado brusca e hizo un

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esfuerzo inmenso para añadir—: Mi hermanoAlbert es un buen tipo, supongo, pero nosllevamos diez años, así que en realidad tampoconos conocemos demasiado.

—Ah —repuso Laurence, que dejó dehacerse el enterado para no causar másconsternación a Ferris.

Tal vez los guiaran de inmediato a sushabitaciones a fin de que no los vieran lasvisitas. Estaba tan cansado que albergaba laesperanza de recibir semejante desaire, perosucedió justo lo contrario: una docena de criadoslos esperaban en la avenida de acceso a la casacon fanales encendidos y otros dos losaguardaban con un peldaño de madera parafacilitarles la salida del carruaje y una nutridarepresentación de la servidumbre salió alexterior, a pesar del frío y de que seguramentedebían tener mucho trabajo en la casa, haciendouna ostentación del todo innecesaria.

—Espero que no se lo tome muy a pecho simi madre… —soltó el joven a la desesperada enel instante en que se detuvieron los caballos—.

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Ella no pretende…Los lacayos abrieron la puerta en ese

momento y Ferris enmudeció por un deber dediscreción.

Los llevaron directamente al salón, dondeencontraron reunidos a todos los invitados, quelos esperaban; no eran muchos, pero sí muyelegantes: todas las damas vestían ropas de unestilo desconocido, el culmen de la moda para unhombre que frecuentaba la sociedad una vez alaño, y algunos de los caballeros parecían unosesnobs de mucho cuidado. Entonces Laurencecayó en la cuenta de que vestía unos pantalonesy calzaba unas hessianas[3] manchadas depolvo, pero eso tampoco debía preocuparledemasiado, y menos aún cuando vio a otroscaballeros cuyas mejores galas eran unospantalones bombachos que les llegaban a laaltura de las rodillas. Había también un par demilitares entre la concurrencia, uno de ellos eracoronel de infantes de Marina cuyo alargadosemblante consumido por el sol estaba lleno decicatrices; el rostro le sonaba lo suficiente para

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suponer que habían cenado juntos a bordo dealgún barco, y un capitán de infantería a juzgarpor la casaca roja; era un hombre alto y tristón,y tenía ojos azules.

—¡Henry, cariño! —una mujer alta se levantóde su asiento y acudió a saludarlos con ambosbrazos extendidos. Guardaba demasiadoparecido con Ferris como para llamar aequívocos. Ambos tenían la misma frentedespejada, el pelo de un rojo cobrizo, un cuellode cisne en ambos casos y el mismo gesto a lahora de erguir la cabeza—. ¡Cuánto me alegrode que hayas venido!

—Madre —repuso el joven con gestoacartonado, y se inclinó para besar la mejilla queella le ofrecía—, ¿puedo presentarte al capitánLaurence? Señor, le presento a Lady CatherineSeymour, mi madre.

—Encantada de conocerle, capitán Laurence—contestó ella mientras le ofrecía la mano.

—Mi señora —repuso el oficial, flexionandola pierna para hacerle una reverencia completa—, lamento mucho importunarle. Le ruego sepa

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disculpar que acudamos con ropas tan sucias…—Cualquier oficial de la Fuerza Aérea de Su

Majestad es bienvenido a esta casa, capitán —sentenció ella—, en cualquier momento, de día ode noche, se lo aseguro, y no necesita deninguna presentación para ser igualmentebienvenido.

Laurence no supo qué contestar a eso. Sehabía presentado de improviso, pero no sin serinvitado, a una hora avanzada, que nointempestiva, y había acudido en compañía deuno de sus hijos, por si necesitaba más garantíasa ese respecto. Si había sido invitado erabienvenido, no podía suponer que fuese de otromodo. Solucionó la papeleta con una vagafórmula de cortesía:

—Muy amable.El resto del grupo no era igual de efusivo.

Albert, el hermano mayor de Ferris y actualLord Seymour, tenía muy subidos los humos y lodejó claro desde el principio, cuando Laurenceelogió aquella casa. Aprovechó la ocasión paradejar caer que esa casa era Heytham Abbey y

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estaba en posesión de la familia desde el reinadode Carlos II. El cabeza de familia había pasadode caballero a baronet y luego a barón en unafirme escalada social, y ahí habían quedado losFerris.

—Le felicito —dijo Laurence.No desaprovechó la ocasión de sacar sus

propias consecuencias: era un aviador, y sabíamuy bien que una mala consideración pesabamás que cualquier otra cosa a los ojos delmundo. No podía dejar de preguntarse por quéhabían enviado un hijo al Cuerpo al no hallarindicios de que la propiedad estuviera gravadacon una fuerte hipoteca, lo cual hubiera sido unarazón de peso, al menos si daba crédito a lasapariencias. No habrían podido costear unnúmero tan elevado de criados de estar en laruina.

Enseguida se anunció la cena; esta supusouna sorpresa para el capitán de la Fuerza Aérea,pues había esperado poco más que algo de sopafría, convencido de que incluso eso era mucho alhaber llegado a una hora bastante avanzada.

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—Oh, ni se le pase por la imaginación. Somoscada vez más modernos y a menudo seguimos elhorario de la ciudad incluso cuando estamos enel campo —replicó en voz alta Lady Catherine—. Por lo general, tenemos muchos invitadoslondinenses y sería muy pesado para ellos cenara primera hora y dejar los platos a mitad parapedir que se los sirvieran más tarde. Ahora novamos a seguir la etiqueta. Henry va a sentarsea mi lado, pues tengo muchas ganas de que mecuentes todo lo que has hecho, cielo, y usted,capitán Laurence, se sentará con LadySeymour, por supuesto.

Laurence solo podía hacer la venia y ofrecerel brazo, aunque, sin duda alguna, Lord Seymourtenía prioridad, incluso si su madre elegía haceruna excepción lógica por su hijo. La nuera deLady Catherine miró a esta durante unosinstantes como si deseara contradecirla a gritos,o eso le pareció a Laurence, pero luego aceptóel brazo del aviador sin vacilación alguna y esteeligió hacer como que no se enteraba de nada.

—Henry es mi hijo más joven, ¿sabe? —

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explicó Lady Catherine a Laurence durante elsegundo plato. El capitán estaba sentado a laderecha de la dama—. La tradición de esta casadicta que el segundogénito ingrese en el Ejércitoy el tercerogénito entre en el Cuerpo. Ojalá esono cambie nunca —Laurence siguió la direcciónde la mirada de la anfitriona y tuvo la impresiónde que ese comentario iba dirigido a otracomensal sentada junto a él, pero Lady Seymourno se dio por aludida y siguió hablando muyformal con el compañero de su derecha, elcapitán de infantería, Richard, que resultó serhermano de Ferris—. Me alegra mucho conocera un caballero cuya familia piensa igual que yoen ese punto, capitán.

Laurence había evitado por los pelos que suairado padre le echara de casa cuando seprodujo un cambio brusco en su carreraprofesional, y le pareció deshonesto aceptarsemejante cumplido, de modo que replicó concierta torpeza:

—Le pido disculpas, señora, pero he deconfesar que nos concede usted una valía

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inmerecida. Los hijos menores de mi familiaingresan en la Iglesia, pero yo estaba enamoradodel mar y no habría aceptado otra profesión —yacto seguido tuvo que explicar toda la historia desu accidental adquisición de Temerario y elsubsiguiente traslado al Cuerpo Aéreo.

—No retiro lo dicho, incluso ahora tiene mássentido, pues tuvo usted los buenos principiospara cumplir con su deber cuando se le presentóel momento —repuso Lady Catherine confirmeza—. Me parece vergonzoso el desdénmostrado por algunas de las mejores familiashacia el Cuerpo, actitud con la que jamás voy aestar de acuerdo.

Cambiaron otra vez los platos y ella retomó sudiscurso pomposo en voz alta. Laurence sepercató de que los comensales apenas habíanprobado la comida a pesar de que esta eraexcelente y eso le hizo llegar a la conclusión deque todas aquellas afirmaciones de la dama eranuna patraña: habían cenado antes. Se puso aobservar con disimulo la siguiente vez que sellevaron el servicio y comprobó que, en efecto,

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las damas picoteaban la comida sin demasiadoentusiasmo, lo justo para fingir que se llevabanalgún bocado a la boca. Entre los hombres, elúnico en comer de verdad era el coronel Prayle.Este sorprendió a Laurence mientras le miraba yle dedicó un guiño apenas perceptible antes decontinuar devorando a la velocidad de unzampabollos, la propia de un soldado profesionalacostumbrado a alimentarse cuando tenía lacomida delante.

Si en vez de ser dos hubiera acudido de visitaun grupo numeroso a una casa sin invitados,Laurence habría esperado de un anfitriónconsiderado que les reservasen algo de cena osirvieran a los recién llegados un segundo plato,pero no aquella farsa. Era como si les molestaraservirles en sus habitaciones una comida sencillacuando el resto de los invitados ya había cenado.Aun así, no le quedaba otro remedio quepermanecer allí sentado mientras iban trayendoy llevando platos, conscientes de que supresencia no agradaba a ninguno de los allípresentes. El propio Ferris apenas comía y

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permanecía con la cabeza gacha aun siendo tantragón como podía esperarse de un chico dediecinueve años que ha pasado mucha hambreen los últimos meses. Lord Seymour ofrecióoporto y puros con una nota de cordialidad en lavoz tan enérgica como falsa en cuanto lasdamas se retiraron al salón, pero el capitán deTemerario solo aceptó el vaso más pequeño queno podía rechazar por respeto a su anfitrión. Lamayoría de ellos se había dejado caer en algúnasiento junto al fuego antes de que hubierapasado media hora y nadie puso objeción algunaa reunirse enseguida con las damas.

Nadie propuso jugar a las cartas ni oírmúsica. Las conversaciones eran tristes y sedesarrollaron en voz baja.

—¡Qué sosos estáis esta noche! —los pinchóLady Catherine con un cierto nerviosismo—. Elcapitán Laurence va a encontrar de lo másaburrida nuestra compañía. Supongo, capitán,que no visitáis mucho el condado de Dorset.

—No he tenido ese placer, señora —respondió Laurence—. Mi tío vive cerca de

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Wimbourne, pero no le visito desde hace muchosaños.

—Ah, tal vez conozcáis a la familia de laseñora Brantham.

La anfitriona indicó a una dama con un levemovimiento de cabeza y esta se despertó lo justopara contestar sin tacto alguno y con vozsoñolienta:

—Estoy segura de que no.—Es poco probable, mi señora. Mi tío se

mueve poco fuera de sus círculos políticos —contestó el invitado al cabo de una pausa—. Entodo caso, mi tiempo en el Cuerpo me haprivado del placer de una gran vida social,especialmente en estos últimos años.

—¡Pero menudas compensaciones tieneusted! —repuso Lady Catherine—. Viajar endragón debe de ser maravilloso, estoyconvencida… Va mucho más deprisa y su únicapreocupación es que le derribe una galera.

—A menos que la nave se canse del viaje yse lo coma… ¡Ja, ja, ja! —dijo el capitán Ferris,codeando a su hermano menor.

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—Menuda tontería, Richard, como si hubierapeligro de que fuera a suceder semejante cosa.Me veo obligada a pedirte que retires esecomentario. Vas a ofender a nuestro invitado.

—Nada de eso, señora —terció Laurence,desconcertado. La fuerza de su objeciónconfería a la broma un peso inmerecido, y encualquier caso, él estaba más dispuesto asobrellevarlo que a aceptar unas disculpas que leparecían excesivas y poco sinceras.

—Es usted demasiado tolerante —dijo ella—.Richard bromeaba, por supuesto, pero sesorprendería de cuántas personas dicen y creeneso en el día a día. Tener miedo a los dragoneses de apocados, estoy segura.

—Me temo que eso es consecuencia de lainfortunada situación aún persistente en nuestropaís de mantener aislados a los dragones encobertizos lejanos. Así lo convertimos en lugaresde horror.

—Vaya, ¿y qué otra cosa podemos hacer conellos? ¿Dejarlos en la plaza del pueblo? —quisosaber Lord Seymour. Encontró muy divertida su

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ocurrencia. Tenía el rostro colorado deincomodidad tras haber cumplido sus deberescomo anfitrión durante la segunda cena, actoheroico al que le estaba haciendo justicia con unsegundo vaso de oporto, por lo cual se atragantócon las risas.

—Puede verlos en las calles de todos lospueblos y ciudades de China —contestóLaurence—. Duermen en pabellones tanpróximos a las viviendas como una residencia[4]de otra en Londres.

—Cielos, yo no pegaría ojo —dijo la señoraBrantham con un estremecimiento—. Esascostumbres extranjeras son espantosas.

—La disposición me parece peculiar cuandomenos —intervino Lord Seymour, frunciendo elceño—. Mire usted cómo se comportan loscaballos. Mi cochero en el pueblo debe alejarseuna milla cuando el viento cambia de dirección ysopla desde el cobertizo porque los caballos sevuelven asustadizos.

Laurence se vio obligado a admitir que no eraese el caso: se veían pocos caballos en las

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ciudades chinas, salvo los bien adiestradoscorceles del ejército.

—No obstante, no se nota su ausencia, puedoasegurárselo. Además de carros tirados pormulas, hay dragones contratados para ser unaespecie de diligencias vivientes y los ciudadanosde alta posición usan sus servicios comomensajeros, y como pueden imaginar todo vamucho más deprisa. Bonaparte ya ha adoptadoeste sistema, al menos en sus campamentos.

—Ah, Bonaparte —repuso Seymour—. No,gracias a Dios, nosotros organizamos las cosascon un poco más de criterio. En cambio, tengoentendido que debo felicitarles. No pasa ni unmes sin que mis arrendatarios vengan a quejarsede las patrullas aéreas, asustan al ganado y aveces dejan los restos de… —Lord Seymourhizo un ademán elocuente y se saltó esa parteen atención a las damas—. Los dejan por todaspartes, pero este semestre nada de nada.Imagino que han abierto ustedes nuevas vías, yse han tomado su tiempo. Casi había decididohablar del asunto en el Parlamento.

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El capitán estaba al tanto de las razones deesa disminución de la frecuencia de las patrullas,pero no podía dar una respuesta amable a esecomentario, así que no contestó y en vez de esoprocedió a llenarse otra vez el vaso de vino.

Laurence se alejó y deambuló hasta quedarsejunto al ventanal más alejado del fuego yaprovechar la corriente de aire que se colabapor el mismo para refrescarse un poco. LadySeymour había tomado asiento cerca de allí, poralgún motivo que no acertaba a adivinar. Habíaapartado el vaso de vino y se abanicaba.Cuando el aviador hubo pasado un tiempo allí,ella hizo un esfuerzo por entablar conversacióncon él.

—De modo que tuvo usted que cambiar laArmada por el Cuerpo… Debió de ser duro,supongo que usted se embarcó cuando tenía…

—Doce años, señora —contestó el capitán.—Ah, y además usted vuelve a su casa de

vez en cuando, ¿no es cierto? Y a los doce añosno es lo mismo que irse a los siete. Nadie puedenegar esa diferencia. Estoy segura de que su

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madre jamás pensó en enviarle a la Armadacuando tenía siete años.

Laurence vaciló, consciente de que LadyCatherine y todos los demás invitados aúndespiertos estaban escuchando la conversacióncon suma atención.

—Tuve la suerte de tener asegurado uncamarote casi siempre y no volvía mucho a casa—contestó con la mayor neutralidad posible—.Estoy seguro de que, en cualquiera de los casos,ha de ser muy duro para una madre.

—¿Duro? ¡Por supuesto que es duro! —saltóLady Catherine, interrumpiendo la conversación—. ¿Y qué…? Debemos tener el coraje deenviar a nuestros hijos allí si esperamos de ellosel coraje necesario para acudir, y no esesacrificio mezquino y a regañadientes deenviarlos demasiado tarde, cuando tienendemasiados años para adaptarse a esa vida.

—Supongo que también podríamos hacerpasar hambre a nuestros niños paraacostumbrarlos a la privación —terció LadySeymour con una sonrisa irritada— y enviarlos a

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dormir a las pocilgas para que aprendieran asoportar el frío y la mugre… si nos importaranmuy poco.

Aquello acabó con lo poco que hubiera podidoavanzar aquella pequeña conversación. LadyCatherine tenía las mejillas coloradas. LordSeymour había tenido la prudencia de ponerse aroncar junto al fuego con los ojos muy cerradosy el pobre teniente Ferris había emprendido unaprudente retirada a la otra esquina de lahabitación y miraba fijamente a través del cristalde la ventana hacia los jardines envueltos por elmanto de la noche, donde no había nada que ver.

Laurence lamentó haberse metido de formatan torpe en una disputa que venía de largo y enun intento de calmar las cosas dijo:

—La Fuerza Aérea goza de una reputacióninmerecida, si se me permite decirlo. No es máspeligrosa ni más desagradable en el día a día queninguna otra rama del ejército.

»Estoy en condiciones de afirmar porexperiencia propia que nuestros marinerossoportan una tarea mucho más dura, y seguro

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que el capitán Ferris y el coronel Prayle puedendar testimonio de las privaciones de susrespectivas armas —dicho lo cual, alzó la copaen dirección a esos dos caballeros.

—Querida, querida —empezó Prayle contono jovial, viniendo en ayuda de Laurence—.Los aviadores no tienen la exclusiva de la malasuerte, nosotros también nos merecemos unaparte de vuestra compasión, y en todo caso, losaviadores están mucho mejor informados que elresto en todo momento. Usted debe saber mejorque nosotros qué se cuece ahora en Europa.¿Prepara el emperador otra invasión ahora queha hecho volverse a casa a los rusos?

—Os lo ruego por favor, no habléis de esemonstruo —pidió la señora Brantham, saliendode su silencio—. Estoy segura de no haber oídonada tan espantoso como lo que le ha hecho a lapobre reina de Prusia: ¡llevarse a París a sus doshijos!

—¡Cuánto debe de estar sufriendo la pobre!—soltó Lady Seymour, todavía muy colorada, aloír aquello—. ¿Qué madre podría soportar algo

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así? A mí se me rompería el corazón, lo sé.—Lamento saberlo —contestó Laurence a la

señora Brantham tras un incómodo silencio—.Eran unos niños muy valientes.

—Henry me ha dicho que tuvo usted el honorde conocerlos, capitán Laurence, a ellos y a sumadre, la reina, en el transcurso de vuestramisión —intervino Lady Catherine—. Estoysegura de que coincidirá conmigo en que pormucho que se le parta el corazón, ella jamás vaa pedirles que se comporten con cobardía ni quese escondan detrás de sus faldas.

Nada podía contestar a eso, salvo hacer unareverencia. Lady Seymour se puso a mirar porla ventana mientras se abanicaba conmovimientos fuertes y secos. La conversaciónse prolongó un poco más, hasta que él percibióque era posible disculparse con amabilidadalegando la necesidad de marcharse al díasiguiente a primera hora.

Le mostraron un hermoso dormitorio conpinta de haber sido acondicionado a toda prisa, ya juzgar por el peine abandonado en la jofaina

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parecía haber estado ocupado tal vez hasta esamisma tarde. El aviador movió la cabeza anteesa nueva muestra de obsequiosidad excesiva ylamentaba que hubieran cambiado de habitacióna algún invitado por su causa.

El teniente Ferris llamó con los nudillos a lapuerta antes de que hubiera transcurrido uncuarto de hora e intentó presentar sus excusassin dar una disculpa precisa, algo difícil de hacerpor otra parte.

—Ojalá ella lo viese de otra manera. En aquelmomento no quería irme, supongo, y ella nopuede olvidar que me eché a llorar, pero measustaba irme de casa, como a cualquier niño —dijo, jugueteando con la cortina y con la vistaclavada en la ventana con el fin de evitar losojos de Laurence—. Ahora no me arrepientonada en absoluto y no dejaría el Cuerpo pornada del mundo.

Enseguida le dio las buenas noches y seescabulló de nuevo, dejando a Laurence con elmal cuerpo de pensar que la gélida y manifiestahostilidad de su padre podía ser preferible a una

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bienvenida tan asfixiante y turbadora.Uno de los criados dio un golpecito en la puertapara asistir a Laurence en cuanto Ferris semarchó, pero él no tenía nada que hacer;Laurence había crecido acostumbrado aocuparse de sus cosas: ya había sacado lacasaca y había dejado preparadas las botas enun rincón, aunque estaba contento de que laslustraran.

Se las dio y volvió a acostarse, pero notranscurrió ni un cuarto de hora antes de que unclamor de ladridos procedente de las perreras yel relincho despavorido de los caballos ledespertara otra vez. El aviador se dirigió a laventana y echó un vistazo al exterior: las lucesprocedían de los establos lejanos. Entonces,escuchó a lo lejos un tenue silbido en el cielo.

—Haga el favor de traerme las botas ahoramismo y ordene al servicio permanecer dentrode la casa —exigió Laurence al criado queacudió corriendo a la llamada de su timbre.

Salió del cuarto sin terminar de arreglarse yse anudó el cuello de la camisa mientras bajaba

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las escaleras con una bengala en la mano.—Eh, ahí, despejen, despejen —clamó a grito

pelado, dirigiéndose a algunos criados reunidosen un patio abierto delante de la casa—. ¡Largode ahí! Los dragones van a necesitar espaciopara aterrizar.

Esa noticia despejó el patio en cuestión desegundos. Ferris había acudido a toda prisa consu propia bengala y un candil. Se arrodilló, laencendió y tras sisear, una luz azul subió a loscielos para estallar en las alturas. La noche eraclara y la luna apenas un fino gajo. El silbido seacercó otra vez, pero con más fuerza. Era la vozresonante de Gherni en un murmullo de alas.

—¿Es ese tu dragón, Henry? ¿Dónde ossentáis todos? —inquirió el capitán Ferrismientras bajaba las escaleras con granpreocupación.

La duda tenía mucha lógica: Gherni no llegabaal segundo piso y desde luego lo habría tenidodifícil para llevar a más de cuatro o cincohombres. Aun cuando no era posible considerarprecioso a ningún dragón, ella tenía una textura

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blanquiazul similar a la de la vajilla de lo máselegante y la oscuridad suavizaba las aristas delas garras y los dientes, dándoles unos contornosmenos amenazadores. Laurence se alegró deque otros invitados, también a medio vestir, sehubieran reunido en el porche para verla.

La dragona ladeó la cabeza al oír la preguntadel capitán y dijo algo de forma inquisitiva, perolo hizo en la lengua dragontina, ininteligible paratodos ellos, y luego se sentó sobre los cuartostraseros y profirió un penetrante grito derespuesta a algún chillido que solo ella habíaoído.

Le respondió la voz de Temerario, másaudible para todos ellos. Se posó en la ampliapradera que había detrás de la casa. Laluminosidad de las lámparas arrancaba destellosa sus miles de escalas bruñidas mientras laspalpitantes alas levantaban una nube de polvo yguijarros que golpeteó contra las paredes comosi fueran balas. El gran dragón tenía la cabezaclaramente por encima de la casa y curvó sucuello serpentino para hablar con su capitán.

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—Deprisa, Laurence, por favor —le urgió elCelestial—. Un mensajero ha venido a traer elaviso de que un Fleur-de-Nuit estabamolestando a los barcos a las afueras deBoulogne. He enviado a Arkady y a los demás adarle caza, pero no confío en que le ponganinterés sin estar yo allí.

—Desde luego que no —coincidió Laurence.Se volvió un segundo con intención de

estrechar la mano del capitán Ferris, pero no sele veía por ninguna parte, ni a él ni a nadie, salvoa Ferris el aviador y Gherni. Las puertasestaban cerradas a cal y canto y mientras sealejaban cerraron los postigos de todas lasventanas.—Bueno, para eso estamos, que nadie se llamea engaño —dijo Jane después de haber oído elinforme de Laurence en el claro de Temerario:la primera escaramuza a las afueras deWeymouth, la molestia de perseguir al Fleur-de-Nuit, y por último la nueva alarma creada por losdragones después de unas pocas horas desueño, y todo en vano, pues habían llegado a

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tiempo de ver al despuntar el alba un únicodragón mensajero francés desvanecerse sobrela línea del horizonte, hostigado por las bocasanaranjadas de las terribles baterías costerasemplazadas hacía poco en Plymouth.

—Ninguno de esos ataques era de verdad —alegó él—, ni siquiera la escaramuza, aunque laprovocaron ellos. No habrían sacado ningunaventaja ni aun cuando nos hubieran superado, nocon unos dragones tan pequeños, no si deseabanvolver a casa antes de desplomarse agotados enla costa.

De hecho, Laurence había dado permiso asus hombres para dormir durante el viaje deregreso y él mismo había echado un par decabezadas en pleno vuelo, pero eso no era nadaen comparación con la situación de Temerario,absolutamente desfondado, con las alas pegadassin fuerza a los costados.

—No. Están probando nuestras defensas, ycon mayor agresividad de lo que yo habíaprevisto. Sus sospechas son cada vez mayores—repuso Roland—. Te dieron caza en Escocia

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y no recibiste ayuda ni se encontraron con otrodragón en el aire. Los franceses no son tantontos como para pasar por alto algo así, aunquela escaramuza acabara tan mal para ellos. Eljuego habrá terminado si alguno de los pesospesados penetra en la campiña y sobrevuelaalgunos cobertizos en cuarentena. Entoncessabrán que tienen vía libre.

—¿Cómo os las habíais arreglado para que nosospecharan hasta ahora? —quiso saberLaurence—. Seguramente habían tenido quenotar la ausencia de nuestras patrullas.

—Hasta ahora nos las hemos ingeniado paracamuflar la situación haciendo volar a losenfermos en patrullas cortas los días despejados,cuando podían ser vistos desde mucha distancia—contestó Jane—. Muchos de ellos todavíaeran capaces de volar e incluso de luchar unrato, aunque ninguno podía soportar un viajelargo. Se cansan con gran facilidad y acusan elefecto del frío más de lo debido. Se quejan deque les duelen los huesos y el invierno soloempeora las cosas.

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—No me sorprende que no se encuentrenbien si están tirados sobre el suelo —intervinoTemerario, incorporándose y levantando lacabeza—. Claro que acusan el frío más de lacuenta, como yo, toma, el suelo está duro yhelado, y yo no estoy enfermo.

—Haría que fuera verano otra vez si pudiera,mi querido amigo —contestó Jane—, pero nohay ningún otro sitio donde puedan dormir.

—Deberían tener pabellones —replicó elCelestial.

—¿Pabellones? —preguntó Jane.Laurence fue a por su pequeño baúl de

marinero y sacó del mismo el grueso paqueteque habían traído con ellos desde Chinaprotegido por numerosas capas de hule y cordel.Las capas exteriores estaban casi negras, perolas interiores seguían blancas. Fuedesenvolviéndolo todo hasta llegar a la fina capade papel de arroz, donde podían verse dibujadoslos planos de un pabellón de dragones.

—Veamos si el Almirantazgo está dispuesto acorrer con ese gasto —contestó Roland

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secamente, pero permaneció con la mirada fijaen los diseños, con una actitud más pensativaque crítica—. Es un alojamiento bastante buenoy me atrevo a decir que sería mucho másagradable verlos dentro que tirados sobre elsuelo húmedo. Tengo entendido que losdragones de Loch Laggan se encuentran mejortendidos sobre los baños subterráneos y losLargarios acuartelados en minas de arena lollevan bastante mejor, aunque a ellos laexperiencia no les gusta nada de nada.

—Estoy seguro de que no tardarían enponerse mejor si tuvieran pabellones y unacomida más apetitosa. No me apetecía comercuando me resfrié hasta que los chinoscocinaron para mí —dijo Temerario.

—Eso lo secundo. Apenas si probaba bocadoantes de la comida china —confirmó Laurence—. Keynes era de la opinión de que laintensidad de las especias compensaba en partesu incapacidad para apreciar el olor y el sabor.

—Bueno, en cualquier caso, puedo despistarunas guineas por aquí y por allá para hacer la

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prueba. No hemos gastado ni la mitad de lapólvora que usamos habitualmente —dijo Jane—. Ese dinero no va a durar para siempre nivamos a alimentar a doscientos dragones concomida especiada… Tampoco tengo ni idea dedónde vamos a sacar cocineros capaces decocinar con especias, pero si somos capaces deconseguir alguna mejora, tal vez nos sonría lasuerte y seamos capaces de convencer a loslores del Almirantazgo de seguir adelante con elproyecto.

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Capítulo 4

Reclutaron para la causa a Gong Su y a susprácticamente vacías arquetas de especias. Estehizo uso y abuso de su pimienta más fuerte, locual provocó la desaprobación de losencargados del ganado, cuyo cometido pasó dealgo tan simple como arrastrar a las vacas desdelos rediles al matadero a tener que remover unoscalderos de hedor acre. El efecto fueextraordinario: no hubo que engatusar a losdragones para estimular su apetito, muchos deellos, casi soñolientos hasta hacía poco,empezaron a exigir comida con voracidadrenovada. Sin embargo, las especias no sereponían con facilidad y Gong Su sacudía la

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cabeza, descontento al ver la calidad de lasproporcionadas por los comerciantes de Dover,y aun así, el coste era astronómico.

La almirante Jane Roland invitó a Laurence acenar en sus aposentos y le soltó:

—Espero que me perdones esta mala pasada:voy a enviarte para defender nuestro caso.Ahora no me gusta nada dejar solo a Excidiumpor mucho tiempo y no puedo llevarle a Londresestornudando como estornuda. Podemosarreglárnoslas para mantener un par de patrullasen tu ausencia y eso le daría un descanso aTemerario. En cualquier caso, iba a necesitaruno. ¿Qué…? No, gracias a Dios, Barham, eltipo que te causó tantos quebraderos de cabeza,está fuera. El puesto lo ocupa Grenville, no esun mal tipo hasta donde sé. Es sui géneris… Nosabe absolutamente nada sobre dragones.

»Y en privado te dirá al oído que no deberíajugarme las estrellas del rango por laoportunidad de convencerle de algo —añadióesa misma noche unas horas después, alargandoel brazo en busca de un vaso de vino depositado

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junto a la cama para luego acomodarse otra vezsobre el brazo de Laurence. Este yacía deespaldas, respirando pesadamente con los ojosentornados y los hombros desnudos cubiertos desudor—. Cedió ante Powys en lo tocante a minombramiento, pero no aguanta ni el dirigirmeuna nota, y lo cierto es que yo he aprovechadoesa mortificación que le causo para dar mediadocena de órdenes para las que no teníaautoridad y que a él, estoy segura, le hubieragustado impugnar si le hubiera sido posiblehacerlo sin emplazarme. Tenemos muy pocasoportunidades antes de empezar si voy yo, y lacosa va a ir bastante mejor si tú apareces porallí.

Aun así, no fue ese el caso, pues al menos aJane ningún secretario de la Armada podíanegarle el acceso como le ocurrió a él con aqueltipo alto y enjuto.

—Ya, ya, tengo los números aquí delante —dijo el metomentodo oficinista—. En todo caso,

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le confirmo que hemos tomado nota de supetición de más envíos de ganado. Pero, dígame,en cuanto a los dragones, ¿se ha recobradoalguno? Eso no figura indicado en el escrito. Delos ejemplares que antes no volaban, ¿cuántos lohacen ahora? ¿Y cuánto aguantan en el aire? —Laurence se enojó; el chupatintas aquel hablabacomo si se refiriera a las mejorasexperimentadas por un barco después de unoscambios en el cordaje o en la lona de vela.

—Los cirujanos son de la opinión de queestas medidas contribuirán en gran medida adilatar el progreso de la enfermedad —contestóLaurence, dado que no podía proclamar lamejora de ningún dragón—. Solo eso ya suponeun beneficio tangible y tal vez la incorporaciónde esos pabellones permita…

El secretario sacudió la cabeza.—No puedo darle muchas esperanzas si no lo

hacen mejor que hasta la fecha. Debemosseguir emplazando baterías costeras a lo largode todo el litoral y si usted se cree que losdragones son caros, eso es porque no ha visto

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cuánto valen los cañones.—Razón de más para cuidar los dragones que

tenemos y gastar solo un poquito más enconservar las fuerzas que les quedan —contestóLaurence y fue su frustración la que hablócuando añadió—: Y sobre todo, señor, no solo esque se lo merezcan por los servicios que nos hanprestado. Son criaturas racionales, nopercherones de caballería.

—Oh, qué romántico —replicó el secretariocon tono displicente—. Muy bien capitán,lamento informarle de que su señoría seencuentra ocupado todo el día. Tenemos suinforme, puede estar seguro de que leinformaremos cuando llegue su tiempo. Tal vezpueda darle hora para la próxima semana.

Laurence se contuvo a duras penas de dar larespuesta que se merecía semejante falta derespeto y se marchó con la impresión de quehabía sido mucho peor representante de lo quehubiera sido Roland. Se marchó tan abatido queno le animó la posibilidad de ver en el patio aHoratio Nelson, recién nombrado duque,

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espléndido con el uniforme de gala y suparticular rosario de condecoraciones. Habíaestado a punto de resultar achicharrado enTrafalgar cuando un dragón lanzafuego españolsoltó una llamarada al pasar y el fuego prendióen el buque insignia. Las quemaduras fueron tangraves que habían llegado a temer por su vida.Laurence se alegró al verle tan recuperado: lalínea rosácea de la cicatriz le corría por lamandíbula y le bajaba por la garganta hastaperderse en el cuello alto de la casaca, lo cualno le impedía hacer gestos con el brazo ni hablarenérgicamente con un pequeño grupo deoficiales que no se perdían palabra.

A una distancia respetuosa se iba formandoun gentío con la intención de escuchar suspalabras, hasta el punto de que Laurence tuvoque abrirse paso a empujones mientrasmurmuraba disculpas con la voz más bajaposible. En cualquier otra ocasión él mismo sehabría quedado por allí a ver si escuchaba algo,pero no ese día; debía recorrer las calles de lacapital, cubiertas por un estiércol líquido

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endurecido al helarse que se le pegaba a lasbotas, a fin de regresar al cobertizo de Londres,donde el Celestial esperaba con ansiedad lasadversas noticias.

—Pero sin duda tiene que haber algún mediode llegar a él —saltó Temerario—. No soportola idea de que nuestros amigos empeorenteniendo un remedio sencillo al alcance de lamano.

—Deberemos maniobrar según nos lopermitan las corrientes y aprovechar esepequeño margen —contestó Laurence—. Esposible que solo por el hecho de cocer o sazonarla carne se consiga alguna mejoría. Quizás elingenio de Gong Su permita encontrar algunarespuesta más.

—Me da la sensación de que el tal Grenvilleno come carne de vaca cruda sin despellejar ysin sal todas las noches ni luego se tiende adormir al raso sobre el suelo —respondióTemerario con resentimiento—. Me gustaría quelo probase una semana a ver qué tal le iba antesde echar abajo nuestra petición.

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La cola de Temerario fustigó peligrosamentelas inmediaciones del borde del claro, donde yasolo quedaban tocones.

Laurence suponía lo mismo, en efecto, y se leocurrió que con toda probabilidad tampococenaría en su casa. Pidió a la cadete Emily quele trajera papel y pluma, y luego escribió a todaprisa varias notas. Aún no había empezado latemporada social de Londres, pero tenía muchosconocidos que probablemente ya estaban en lacapital en previsión de la apertura delParlamento, además de su familia.

—Hay muy pocas posibilidades de que logrepescarle y aún menos de que quiera escucharmesi lo consigo —avisó a Temerario, ya que noquería darle falsas esperanzas.

Tampoco él deseaba entregarse a unentusiasmo sin freno, pues, en contra de lohabitual, estaba de tan mal humor que no secreía capaz de contener su ira con facilidad yera bastante probable que se encontrase conalgún insulto irreflexivo, y eso hacía quecualquier oportunidad social tuviera más

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posibilidades de ser un castigo que un placer.Pero una hora antes de la cena recibió respuestade un viejo conocido de la sala de suboficialesde la fragata de cuarta línea HMS Leander,donde había estado destinado hacía años,informándole de que se esperaba a Grenville esamisma noche en el baile de Lady Wrightley. Esadama era amiga íntima de su madre.

Hubo un choque de carruajes tan lamentablecomo absurdo en el exterior de la gran mansión,fruto de la ciega obstinación de dos cocherosnada dispuestos a ceder el paso. El accidenteobstruyó el estrecho callejón, provocando unatasco. Laurence se alegró de haber recurrido auna anticuada silla de manos, incluso aunque lohubiera hecho solo por la enorme dificultad quesuponía conseguir un carruaje en algún puntopróximo al cobertizo. Gracias a esa soluciónlogró llegar al pie de la escalera sin mancharseel uniforme. La casaca era verde, sí, pero almenos estaba limpia, era nueva y hecha a la

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medida. La tela era impecable y los pantalonesbombacho le llegaban hasta las rodillas y lasmedias eran de una blancura impoluta. Por todoello, tenía la seguridad de no tener queavergonzarse por su apariencia.

Al poco de entregar su tarjeta fue presentadoa la anfitriona, una dama con quien el aviadorsolo había coincidido una vez en el transcurso deuna de las cenas ofrecidas por su madre.

—Dígame, ¿cómo se encuentra su madre?Imagino que ha ido al campo —dijo,ofreciéndole la mano con desgana—. LordWrightley, le presento al capitán WilliamLaurence, el hijo de Lord Allendale.

Un caballero recién llegado permanecía juntoa Lord Wrightley y no dejó de hablarle mientrasse efectuaban las presentaciones, pero al oír elnombre de Laurence se sobresaltó y se dio lavuelta para presentarse al capitán comoBroughton, del Foreign Office.

—Permítame felicitarle, capitán Laurence —dijo Broughton mientras le estrechaba la manocon gran entusiasmo—. Bueno, ahora tal vez

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debamos llamarle Alteza, je, je.—Por favor, le pido que no cuente… —se

apresuró a contestar Laurence.Pero la anfitriona, tan sorprendida como cabía

esperar, le ignoró por completo y exigió unaexplicación.

—Bueno, debe usted saberlo, señora: tieneusted en su fiesta a un príncipe de China.¡Menudo golpe de suerte, capitán, menudafortuna! Nos hemos enterado de todo a travésde Hammond. La carta llegó destrozada anuestras oficinas, pero estuvimos a punto deentrar en éxtasis y nos lo contábamos unos aotros por el simple placer de decirlo. ¡Cómo hadebido de rabiar Bonaparte!

—No tuvo nada que ver conmigo, señor, se loaseguro —replicó Laurence a la desesperada—.Todo fue mérito del señor Hammond, para mífue una simple formalidad…

Pero ya era demasiado tarde, Broughton yahabía empezado a agasajar a Lady Wrightley y aotra media docena de invitados con unarepresentación tan vívida como ficticia de la

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adopción de Laurence por el emperador chino,un hecho urdido básicamente como medio desalvar las apariencias: los chinos habían exigidoesa excusa para dar el visto bueno a queLaurence tuviera como compañero a un dragónCelestial, un privilegio reservado entre su pueblosolo a la familia imperial. El británico habíatenido la inmensa suerte de que los chinos sehubieran olvidado de él en cuanto partió sinconsiderar cómo iba a ser visto en casa el hechode la adopción.

Por si algún motivo el colorido cuento dehadas en que se había convertido aquella exóticahistoria no era un éxito por sí mismo, elaccidente del exterior había sofocado el flujonormal de invitados y eso produjo un periodo decalma en la fiesta, razón por la cual todosestuvieron dispuestos a oírlo. Así pues, elcapitán se vio convertido en objeto dedemasiada atención y la misma Lady Wrightleyni por asomo estaba dispuesta a explicar lapresencia de Laurence como un favor hecho enatención a una vieja amiga, y sí como un golpe

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de efecto.Laurence hubiera deseado marcharse de

inmediato, pero Grenville no había acudidotodavía, razón por la cual apretó los dientes ysoportó la vergüenza de ser paseado ypresentado por toda la habitación.

—No, por supuesto que no figuro en la líneasucesoria —repitió una y otra vez, y en privadopensó lo mucho que le gustaría ver la cara de loschinos al oír la sugerencia. En más de unaocasión le habían hecho sentirse un salvajeiletrado.

No tenía intención alguna de bailar, pues losciudadanos nunca tenían claro si los aviadoreseran o no respetables del todo y tampocopretendía arruinar las posibilidades de ningunamuchacha ni exponerse a la desagradableexperiencia de verse rechazado por algunacarabina, pero antes del primer baile, suanfitriona le presentó con toda la picardía a unade sus invitadas, una compañera perfectamenteelegible, y él, aunque sin salir de su asombro,tuvo que pedírselo. Debía de ser la segunda o la

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tercera temporada de la señora Lucas. Era unajoven atractiva y algo regordeta, todavía muydispuesta a dejarse deleitar por un baile y muchaconversación intrascendente y alegre.

—¡Qué bien baila usted! —le felicitó ella unavez hubieron recorrido juntos la línea de baile.

Lo hizo con bastante más sorpresa de la quecabía esperar de un comentario perfectamentelisonjero, y luego pasó a formularle un montónde preguntas sobre la corte china que él no eracapaz de responder, pues habían apartado a lasdamas de su vista. La compensó con ladescripción de algunas representacionesteatrales, pero al final se atascó un poco, y encualquier caso el espectáculo había tenido lugaren mandarín.

Ella a su vez le habló mucho de su familia enel condado Hertford, de sus muchos problemascon el arpa, lo cual le dio a Laurence la ocasiónde expresar su esperanza de oírla tocar algúndía, y de su hermana más joven, que sepresentaría en sociedad la próxima temporada,lo cual le permitió deducir que la joven tenía

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diecinueve años. De pronto comprendió que aesa edad Catherine Harcourt ya era capitana deLily y aquel año había volado en la batalla deDover. Entonces, volvió a mirar a la sonrientejovencita envuelta en muselinas con un extrañosentimiento de vacío y sorpresa, como si ella nofuera del todo real; después, desvió la mirada.Había escrito dos cartas tanto a Harcourt comoa Berkley, en su nombre y en el de Temerario,pero no había recibido respuesta hasta la fecha.Lo ignoraba todo sobre su estado y el de susdragones.

Acto seguido, el capitán soltó un par deamabilidades y la acompañó hasta donde estabasu madre. Una vez que había hecho gala enpúblico de ser un acompañante satisfactorio, seobligó a seguir el juego hasta el final, hasta quepor fin, al filo de las once, Grenville entró encompañía de un pequeño grupo de caballeros. Elaviador se aproximó a él y dijo en tono grave:

—Mañana me esperan en el cobertizo deDover, señor; de otro modo, no le molestaríaaquí.

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Aborrecía por definición todo aquello quefuera o pareciera una invasión de la intimidad, ysi muchos años antes no le hubieran presentadoa Grenville, no sabía si hubiera sacado valorpara presentarse por su cuenta.

—Laurence, sí —dijo Grenville con airedistraído; a juzgar por su aspecto, le habríagustado marcharse. No era un gran político, suhermano era primer ministro y le habíanombrado primer lord del Almirantazgo por sulealtad, no por la brillantez ni la ambición.Escuchó sin el menor entusiasmo las propuestas,cuidadosamente formuladas para poder decirlasante los asistentes interesados, que no estaban altanto de la epidemia. No habría forma deocultárselo al enemigo una vez que la noticiafuera de dominio público.

—Existen ya previsiones para lossupervivientes de más edad, y también paraenfermos y heridos, y esas atenciones no estánpensadas solo para preservarlos a ellos o a susdescendientes en condiciones de prestar unfuturo servicio, sino para animarles a

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permanecer sanos. El plan propuesto se reducea ofrecer atenciones prácticas que handemostrado ser beneficiosas; se han tomado delos chinos, a quienes todos reconocen comoprimeros del mundo en esto, en tanto en cuantoellos tienen una adecuada comprensión de lanaturaleza dragontina.

—Por supuesto, por supuesto —contestóGrenville—. La comodidad y el bienestar denuestros valientes marineros y aviadores, ytambién de nuestras buenas bestias, es siemprela primera consideración del Almirantazgo.

Y siguió con un discurso sin sentido paraalguien que hubiera estado de visita en unhospital o, como Laurence, obligado a vivir devez en cuando con las provisiones consideradasaptas para el consumo de esos valientesmarineros: carne podrida, galletas con gorgojo yun aguachirle avinagrado que pretendían hacerpasar por vino. Él mismo había soltado esediscurso para confortar a los tripulantesveteranos y a sus viudas, o para denegarpensiones a quienes pretendían conseguirlas por

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el camino de la insidia o frenar alguna que otrareclamación rayana en lo absurdo, como ocurrióen tantas ocasiones.

—En tal caso, señor, ¿puedo esperar suaprobación para nuestras medidas con relativarapidez?

Todo cuanto esperaba era una aprobaciónabierta de la cual no le fuera posible retractarsesin avergonzarse, pero Grenville era demasiadoescurridizo para caer en la trampa y evadiócualquier compromiso sin negarse abiertamente.

—Debemos considerar de forma exhaustivalos detalles de este tipo de propuestas antes dellevarlas a cabo, capitán. Debemos recabar laopinión de nuestros mejores médicos —contestó,y continuó hablando más y más de ese modo ysin hacer pausa, hasta que logró darse la vueltay hablar con otro caballero a quien conocíamientras a él le lanzaba otro mensaje: una claraautorización para retirarse. No iban a hacernada, y Laurence lo sabía perfectamente.

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Regresó derrengado al cobertizo a primera horade la mañana, cuando el alba era una tenue luzen ciernes. Temerario yacía completamentedormido: los párpados entreabiertos dejabanentrever sus ojos de pupilas rasgadas mientras lacola se movía despreocupadamente de un ladopara otro. La tripulación se había instalado enlas barracas o buscado acomodo junto a loscostados del dragón, quizá el lugar más cálidodonde dormir, si bien no el más decoroso.Laurence entró en la casita dispuesta para suuso y se dejó caer sobre la cama para quitarselos apretados zapatos de hebilla, nuevos y nadacómodos. Crispó el gesto a causa del dolor: lehabían hecho muchas rozaduras en los pies.

La mañana fue de lo más silenciosa. Su planhabía sido un fracaso y sin saber muy biencómo, todos en el cobertizo estaban al tanto delresultado negativo de su gestión a pesar de queLaurence no se lo había contado a nadie, salvo aTemerario, y de que había dado un permisogeneral la noche anterior. La dotación habíahecho uso del mismo a juzgar por los rostros

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pálidos y los ojos enrojecidos. Imperaba uncierto grado de torpor y de fatiga manifiesto, yLaurence no le quitaba la vista de encima a lasenormes ollas llenas de gachas de avenamientras las retiraban del fuego, pues estabadeseando poner fin a su ayuno.

Entre tanto, el Celestial terminó de hurgarselos dientes con una enorme tibia, el resto de sudesayuno, una tierna ternera de leche cocidacon cebolla, y la dejó en el suelo.

—Laurence, ¿aún tienes pensado construir elpabellón, incluso si el Almirantazgo no nos da losfondos?

—Así es —respondió Laurence. La mayoríade los aviadores recibían una pequeñarecompensa económica, pues el Almirantazgopagaba poco por la captura de un dragón encomparación con el apresamiento de un buque,pues resultaba más difícil poner en uso losprimeros y también requerían un gasto demantenimiento notoriamente superior, peroLaurence había acumulado un capital apreciablemientras aún era oficial de la Armada, y apenas

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si había retirado nada del mismo, pues con lapaga solía llegarle para cubrir todas susnecesidades—. Debo consultarlo con losproveedores, pero espero ser capaz deconstruirte uno si economizo un poco en losmateriales y reduzco las dimensiones.

—En tal caso —dijo el Celestial con aireresuelto y pose heroica—, he estado pensando:por favor, construyámoslo en los campossometidos a cuarentena. No me importademasiado dormir en el claro de Dover ypreferiría que Maximus y Lily estuvieran máscómodos.

Laurence se quedó atónito: la generosidad noera un rasgo habitual entre los dragones,extremadamente celosos y posesivos decualquier signo de distinción u objeto queconsiderasen de su propiedad.

—Es una idea muy noble, y si estás seguro…Temerario jugueteó con el hueso, no muy

convencido del todo, pero al final dio suaprobación.

—De todos modos —agregó—, quizá el

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Almirantazgo perciba las ventajas una vez lohayamos construido y entonces yo podríadisponer de uno más bonito. No sería muyagradable tener uno chiquitito cuando todos losdemás tienen uno mejor.

Esta perspectiva le alegró de formaconsiderable y ronzó la pata de ternera con gransatisfacción.

La tripulación revivió un tanto después dedesayunar y tomar un té muy fuerte, después delo cual todos se movieron casi a la velocidad desiempre mientras le ponían el arnés a Temerariopara regresar a Dover. Laurence dio una ordenmuy discreta a Ferris y este puso un esmeroespecial en verificar todas y cada una de lashebillas a fin de no tener que lamentar un posibledescuido. Entonces, Dyer y Emily entraron,procedentes de las puertas del cobertizo, con elcorreo procedente de Dover.

—Se acercan unos caballeros, señor —anunció el muchacho.

El Celestial levantó la cabeza del suelocuando Lord Allendale entró en el cobertizo en

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compañía de un caballero pequeño, menudo yvestido con sencillez.

Ambos visitantes se quedaron estancados enel suelo cuando alzaron la vista y vieron unaenorme cabeza que les devolvía una miradainquisitiva. Laurence agradeció sobremaneraesa pequeña demora, pues le permitió poner enorden sus pensamientos. La visita del rey lehubiera sorprendido casi lo mismo, aunque lehubiera complacido mucho más. Solo había unaposible explicación para semejante visita: algúnotro conocido de sus padres había estado en elbaile del día anterior y la noticia de la adopciónen el extranjero había llegado a oídos de suprogenitor.

Le entregó la taza de té a Emily y de tapadilloexaminó el estado de su atuendo. Dio gracias alos cielos de que la mañana fuera lo bastantefría como para no tener que renunciar alsobretodo ni al pañuelo para el cuello. Laurencecruzó el claro y estrechó la mano de su padre.

—Es un honor verle, señor. ¿Le apetece unataza de té?

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—No, ya hemos desayunado —contestó conlos ojos todavía fijos en Temerario. Necesitóhacer un esfuerzo de voluntad para desviar lamirada y presentar a su acompañante, WilliamWilberforce, uno de los principales portavocesde la causa abolicionista.

Laurence solo le había visto una vez conanterioridad, y de eso hacía mucho. Las décadastranscurridas desde entonces habían dado unaexpresión más seria al rostro del filántropo.Ahora, alzaba el rostro hacia el dragón concierta aprehensión, pero aun así había algocálido y bien dispuesto en la curvatura de suslabios y una gentileza en sus ojos queconfirmaban aquella primera impresión degenerosidad que el aviador se había llevado deaquel primer encuentro, si es que susquehaceres públicos no habían sido testamentosuficiente. Veinte años de incesante luchapolítica y vida en el malsano ambiente de lacapital le habían arruinado la salud, pero no lehabían agriado el carácter, y las intrigas delParlamento y los intereses de la Compañía

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Británica de las Indias Orientales habíansocavado su obra, mas él había perseverado, yademás de su infatigable cruzada contra laesclavitud, había sido un decidido reformistatodo ese tiempo.

No podía haber un hombre cuyo consejoLaurence desease más en aras a la próximadefensa de la causa dragontina, y de haber sidootras las circunstancias —y después de haberaproximado posturas con su padre, algo que aúnesperaba hacer—, habría buscado que se lopresentaran, sin duda. Sin embargo, la situacióninversa le resultaba incomprensible. No habíarazón alguna para que Lord Allendale trajera allía Wilberforce, a menos que este tuvieracuriosidad por ver a un dragón, pero elsemblante del caballero cuando miraba aTemerario reflejaba cualquier cosa menosentusiasmo.

—Por mi parte, estaría encantado de tomartranquilamente un té —contestó el abolicionista,y luego, tras una cierta vacilación, formuló unapregunta—: ¿Está domada esa bestia?

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—No estoy domado —precisó con granindignación Temerario, cuyo oído era lo bastanteagudo para enterarse de una conversación si nose hacía en susurros—, aunque estoy totalmenteseguro de que no voy a hacerle nada si es eso loque está preguntando. Haría mejor enpreocuparse por caer del caballo.

La irritación le indujo a golpearse un costadocon la cola, y estuvo en un tris de derribar a unpar de lomeros encargados de fijar la tienda deviaje sobre su lomo, y desmentir con actos suspropias palabras. Las visitas de Temerario, sinembargo, se hallaban demasiado distraídas porsus comentarios como para advertir ese últimopunto.

—Resulta portentoso descubrir semejanteagudeza en una criatura que hemos apartado denuestro lado hace tanto tiempo —manifestóWilberforce tras conversar con él un poco más—. Podría considerarse incluso milagroso. Peroveo que se están preparando para partir, así quete pido perdón —dijo, haciendo la venia alCelestial— y también a usted, capitán, por todo

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este trasiego tan molesto para tratar lo que nosha traído hasta aquí en busca de su ayuda.

—Hable con toda la franqueza que desee,señor —dijo Laurence, y les invitó a tomarasiento mientras se disculpaba una y otra vezpor la situación: Emily y Dyer habían sacado unpar de sillas del barracón para que pudieransentarse y a fin de que no pasaran frío lashabían colocado cerca de los rescoldos delfuego usado para calentar el desayuno, ya que lacabaña era de lo menos adecuado para recibirvisitas.

—Deseo dejar claro —empezó Wilberforce— que nadie puede mostrarse insensible a losservicios que su gracia ha rendido a este país nise le están regateando las justas recompensasque merece por los mismos, y el respeto delhombre de la calle…

—Tal vez deberías hablar mejor de la ciegaadoración que le tiene la gente de la calle —leinterrumpió Lord Allendale con un tono demayor desaprobación—, bueno, la gente delcomún y los que no son del común, porque

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resulta vergonzoso contemplar la influencia deese hombre sobre los lores, y esos tienen menosdisculpa. Cada día que no está en el mar es unnuevo desastre.

El aviador se quedó confuso durante unosinstantes, pero al final logró deducir que estabanhablando nada más y nada menos que delmismísimo Lord Nelson.

—Discúlpeme, hemos comentado tanto estosasuntos que vamos demasiado deprisa —Wilberforce se llevó una mano al mentón y seacarició el carrillo—. Según creo, ya sabe de lasdificultades que nos hemos encontrado alintentar abolir el comercio de esclavos.

—Así es —contestó Laurence.Habían tenido la victoria al alcance de la

mano en dos ocasiones. La primera vez se habíaquedado en el rifirrafe político: la Cámara de losLores había retenido una resolución ya aprobadapor la de los Comunes, so pretexto de examinardeterminadas pruebas. La segunda vez seobtuvo un cierto logro, sin duda, pero solodespués de aceptar la enmienda que cambiaba

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la expresión abolición por la de abolicióngradual, y había sido poco a poco, sin duda, tangradual y poco a poco que quince años despuésde su aprobación aún no se había visto ningúnindicio de abolición. La época del Terror enFrancia había convertido la palabra libertad enun concepto imposible y permitió que loscomerciantes de esclavos pusieran en la arenapolítica el nombre de los jacobinos y equiparasena los abolicionistas con aquellos, así que durantemuchos años no se efectuó progreso alguno.

—Pero en la última sesión estuvimos a puntode lograr una medida vital: un acta mediante lacual se prohibía la botadura de nuevos barcosesclavistas. Habíamos reunido los votosnecesarios y debía haberse aprobado, peroentonces Nelson regresó del campo. Acababade levantarse de su lecho de enfermo y eligiódirigirse al Parlamento precisamente sobre esetema, la sola fuerza de su oposición hizo que laCámara de los Lores desestimase la propuesta.

—Lamento oír eso —contestó el militar, perono le sorprendía lo más mínimo: Nelson había

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manifestado en público más de una vez cuáleseran sus ideas a ese respecto. Como otrosmuchos oficiales de la Armada, consideraba quela esclavitud era un mal necesario, algo así comoun vivero de marineros y un pilar del comercio.A su juicio, los abolicionistas eran un grupito deentusiastas y de quijotes, solo esa dominación lespermitía resistir con firmeza la crecienteamenaza de Napoleón—. Lo siento de veras —continuó Laurence—, pero no sé en qué puedoayudarles yo. No existe entre nosotros unarelación en base a la cual yo pudiera intentarconvencerle de…

—No, no, no esperamos eso —contestóWilberforce—. Se ha expresado con muchadeterminación sobre el tema, y además, muchosde sus mejores amigos y tristemente también desus acreedores poseen esclavos o mantienenalgún tipo de vínculo con el comercio de estos.Lamento decir que semejantes consideracionespuedan llevar por el mal camino al mejor y mássabio de los hombres.

A continuación, y mientras Lord Allendale se

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mostraba taciturno y reluctante, le explicaron supropósito: ofrecer a la opinión pública un rival,una alternativa a la que pudieran admirar y porla que se pudiera interesar. Poco a poco, elaviador comprendió la intención última de todosesos circunloquios; habían pensado en él paraocupar ese puesto sobre la base de su última yexótica expedición y el hecho de la adopción porla que esperaba ser censurado por parte de supadre.

—Al interés natural que va a despertar entrela gente su última aventura —prosiguióWilberforce—, une usted la autoridad de unoficial que se ha enfrentado al mismísimoNapoleón en el campo de batalla. Su voz puedecontradecir las afirmaciones de Nelson sobreque el fin de la esclavitud supondría la ruina dela nación.

—No vaya a pensar que me faltanadmiración o convicción, señor —contestóLaurence, no seguro de si lamentaba másmostrarse poco servicial con el señorWilberforce o feliz de estar obligado a rechazar

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semejante propuesta—, pero en modo algunovalgo para ese papel, y no podría aceptaraunque lo desease, soy un oficial en activo: mitiempo no me pertenece.

—Pero usted se encuentra aquí, en Londres,y es muy probable que pueda hallar ocasionesmientras esté destinado en el Canal de laMancha —hizo notar el abolicionista, y esa erauna suposición difícil de contradecir sintraicionar el secreto de la pandemia, quepermanecía oculto en el seno del Cuerpo y losmás altos oficiales del Almirantazgo—. Tal vezno sea una proposición agradable, capitán, perotodos estamos comprometidos en la obra deNuestro Señor y en esta causa concreta nopodemos tener escrúpulos a la hora de usarcualquier herramienta que Él ponga en nuestrocamino.

—Por el amor de Dios, solo tienes que asistira unas cuantas cenas, tal vez no muchas.Pórtate bien y no pongas reparos a nimiedades—espetó Lord Allendale, tabaleando el brazo desu silla con los dedos—. A nadie puede gustarle

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este autobombo, por supuesto, pero ya hastolerado indignidades mucho peores y tú solitohas dado la nota mucho más de lo que ahora sete pide, la última noche sin ir más lejos…

—No tiene por qué hablar a Laurence en esetono —interrumpió Temerario con voz glacial,dando a los dos civiles un susto de muerte, puesya se habían olvidado de mirar hacia arriba yverle escuchar toda la conversación—. Hemosvolado en nueve patrullas y hemos repelido a losfranceses en cuatro ocasiones. Estamos muycansados y la única razón de nuestra presenciaen Londres es que nuestros amigos estánenfermos y aun así les dejan pasar hambre ymorir de frío, solo porque el Almirantazgo no vaa mover un dedo para hacer que se encuentrenmás cómodos.

El dragón acabó su alocución con furia; alfondo de su garganta sonaba una reverberacióngrave y amenazante: el mecanismo del vientodivino había entrado en acción de formainstintiva y siguió sonando como un eco despuésde que él ya hubiera dejado de hablar.

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Nadie dijo nada durante unos instantes.—Tengo la impresión de que nuestros

intereses no son opuestos —dijo Wilberforcecon aire meditabundo—. Tal vez sea posiblehacer avanzar su causa con la nuestra, capitán.

Al parecer, tenían la intención de lanzar lacausa de Laurence con algún acto social, lacena con invitados a la que había hechoreferencia Lord Allendale, o tal vez incluso unbaile, pero en su lugar, el abolicionista propusootra alternativa.

—En vez de eso —explicó—, vamos aorganizar una gala benéfica cuyo propósitodeclarado va a ser recaudar fondos paradragones enfermos y heridos, veteranos deTrafalgar y de Dover… ¿Hay alguno de esosveteranos entre los enfermos?

—Los hay —contestó Laurence, lo que nodijo es que eran todos, absolutamente todos,salvo Temerario.

Wilberforce asintió.—Aún son nombres con los que conjurar

estos días oscuros en que vemos ascender la

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estrella de Bonaparte sobre Europa, pero esodará aún más énfasis a tu condición de héroe dela nación y hará de tus palabras un contrapesoexcelente a las de Nelson.

Laurence no pudo soportar verse descrito deese modo; en comparación con Nelson, quehabía capitaneado cuatro grandes acciones de laflota, destruido la Marine Impériale, establecidola primacía absoluta de Inglaterra en el mar yganado el título de duque por su valor y hazañasen combate honorable, él no era más que unoficial convertido en príncipe de un paísextranjero como subterfugio y resultado de unamaquinación política.

—Debo pedirle que no hable así, señor —dijoel capitán, haciendo un esfuerzo enorme paraevitar una respuesta realmente violenta—. Nohay comparación posible.

—Desde luego que no —espetó Temerariocon virulencia—. No doy mucho crédito a esetal Nelson si está a favor de la esclavitud. Estoyseguro de que no puede ser la mitad deencantador que Laurence, y me da igual cuántas

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batallas haya ganado. Jamás en la vida he vistoalgo tan espantoso como aquellos pobresesclavos en Cape Coast y me alegro mucho sipuede ayudarles a ellos y a nuestros amigos.

—Y eso lo dice un dragón —exclamóWilberforce con gran satisfacción mientrasLaurence se quedaba sin habla de puraconsternación—. ¿Qué hombre no va acompadecerse de esos pobres desdichadoscuando esa situación es capaz de conmover a uncorazón tan grande como este? Es más —continuó, volviéndose hacia Lord Allendale—,deberíamos reunirlos a todos en este mismo sitiodonde estamos ahora sentados. Estoyconvencido de que cuanto mayor sea laimpresión mejor será la respuesta y lo que esmás —añadió con ojos centelleantes consocarronería—, me gustaría ver al caballerocapaz de negarse a considerar ese argumento sise lo dice un dragón, sobre todo si lo tienedelante.

—¿Al aire libre…? ¿En esta época delaño…? —respondió el padre de Laurence.

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—Podría organizarse al modo chino: una cenade gala debajo de una carpa donde se ponenmesas largas y debajo de las mismas se instalanbraseros de carbón para mantener calientes alos invitados —sugirió el Celestial, metiéndosecon entusiasmo en el papel; Laurence solo eracapaz de oír con creciente desesperación cómose sellaba su destino—. Tendremos quearrancar unos cuantos árboles para hacerespacio, pero puedo encargarme de eso confacilidad, y si además colgamos paneles de seda,guardará bastante parecido con un pabellón yademás ayudará a conservar el calor.

—Qué idea tan buena —dijo Wilberforce,levantándose para examinar los bosquejostrazados por Temerario en el polvo—. Eso va adarle un sabor oriental que es exactamente loque necesitamos.

—Bueno, si esa es vuestra opinión… —tercióLord Allendale—. Todo cuanto puedo decir a sufavor es que no va a hablarse de otra cosa endías… eso si es que acuden algo más de mediadocena de fisgones para mirar curiosidades.

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—Podemos prescindir de ti por una noche devez en cuando —contestó Jane, hundiendo así laúltima esperanza de escapatoria que le quedabaa Laurence—. Nuestro servicio de informaciónno es para tirar cohetes ahora que no podemosarriesgar dragones mensajeros en funciones deespionaje, pero la Armada está en buenostérminos con los pesqueros franceses por lo delbloqueo y ellos aseguran que no hay muchomovimiento en la costa. Podrían mentir, pordescontado, pero si se estuviera fraguando algogordo de verdad, los precios de las capturas y eldel ganado para dragones se habrían puesto porlas nubes.

La doncella trajo el té y Roland le sirvió unataza al capitán.

—No te lo tomes a mal, por favor te lo pido—continuó Jane, refiriéndose a la negativa delAlmirantazgo a darle nuevos fondos—. Tal vezesa fiesta vuestra nos ayude un poco en esesentido. Powys me ha escrito para decirme que

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ha reunido algo de dinero para nosotros graciasa una colecta entre los oficiales de alto rango yaretirados. La cifra no va a ser nada del otromundo, pero creo que vamos a poder sazonarlesla comida con pimienta, al menos por ahora.

Entre tanto, montaron el pabellón piloto. Lapromesa de una comisión sustancial demostróser suficiente para tentar a un puñado de loscomerciantes más arriesgados que acudieron alcobertizo de Dover. Laurence se reunió conellos a la entrada y en compañía de un grupo detripulantes los escoltó el resto del camino hastallegar al claro de Temerario, que, en un intentode no causar sobresaltos, mantenía la gorgueracasi pegada al cuello y se encorvaba al máximopara parecer todo lo pequeño que podía parecerun dragón de dieciocho toneladas. Aun así, nopudo evitarlo y acabó tomando parte en laconversación sobre la construcción del pabellón,aún sujeta a discusión, y lo cierto es que sussugerencias fueron de lo más útiles, ya queLaurence no tenía la menor idea de cómoconvertir las unidades de medidas china a las

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inglesas.—¡Yo quiero uno! —soltó Iskierka, pues

había estado escuchando las reunionescelebradas en el claro próximo. Hizo oídossordos a las protestas de su capitán, se escurrióentre los árboles y no paró hasta llegar al clarodel Celestial, donde levantó una polvareda depavesas al sacudirse las cenizas impregnadas alcuerpo y dio un susto terrible a los pobrescomerciantes cuando le entró un hipo flamígeroy para cortarlo empezó a soltar chorros de vaporhirviendo por las protuberancias—. Yo tambiénquiero dormir en un pabellón. A mí no me gustanada este suelo tan frío.

—Bueno, pues no vas a tenerlo —contestó elCelestial—. Este es para nuestros amigosenfermos, y de todos modos no tienes capitalpara pagarlo.

—Pues entonces voy a conseguir uno —declaró—. ¿Dónde caza uno capital? ¿Quéaspecto tiene?

Temerario se frotó el perlado peto de platinocon orgullo y dijo:

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—Esto es un trozo de capital. Me lo dioLaurence. Lo consiguió por haber capturado unbarco en batalla.

—Ah, pues eso está chupado —contestó ladragoncilla—. Granby, vamos a apoderarnos deun barco y así tendré mi propio pabellón.

—Ay, Dios, no digas tonterías —la reprendióGranby, que llegó al claro del Celestial siguiendoel rastro de ramas tronchadas y setos aplastadosque había dejado a su paso; al entrar, dirigió aLaurence un atribulado saludo con la cabeza—,no puedes tener nada así, lo calcinarías en unabrir y cerrar de ojos. Un pabellón está hechode madera.

—¿Y no puede hacerse con piedra? —inquirió la dragoncilla mientras volvía la cabezahacia uno de los proveedores, que la miraba conojos abiertos como platos.

No había crecido demasiado a pesar de losmás de tres metros y medio adquiridos desdeque se habían instalado en Dover y habíaempezado a tomar una dieta más regular, y eramás sinuosa que corpulenta, al modo típico de

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los Kazilik; aun así, cuando estaba junto aTemerario parecía poco más que una serpientede jardín. Pero vista de frente tenía unaapariencia poco tranquilizadora, y además, fueracual fuera el mecanismo interno que le permitíacrear fuego, producía un gorgoteo sibilante muynítido y por los conductos de las protuberanciasemitía vaharadas blancas de aire caliente queimpresionaban mucho en medio de aquel frío.

Nadie contestó a la pregunta de Iskierka,salvo el señor Royle, el arquitecto de mayoredad:

—¿De piedra? Debo desaconsejárselo. Unaconstrucción de ladrillo sería algo mucho máspráctico —el arquitecto había contestado sinlevantar la vista de los papeles; era tan miopeque los estudiaba con una lupa de joyero pegadaa sus acuosos ojos azules y lo más probable eraque ni siquiera hubiese distinguido el perfil de ladragona—. Toda esta tontería oriental, y estetejado, ¿de verdad es lo que desean?

—No es ninguna tontería oriental —saltóTemerario—, y es muy elegante. Es el diseño

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del pabellón de mi padre y está a la última moda.—Va a necesitar un paje de escoba durante

todo el invierno para limpiar toda la nieve y nodoy ni un penique porque esas canaletasaguanten más de dos estaciones —sentencióRoyle—. Lo realmente bueno de verdad es untejado de listones, ¿no está de acuerdo, señorCutter?

El señor Cutter no tenía ninguna opinión. Semantenía con la espalda pegada a los árboles yparecía listo para echar a correr a la menorocasión, algo que no hacía debido a queLaurence había tenido la prudencia de ubicar asu tripulación de tierra en el borde del claro parafrustrar cualquier huida fruto del pánico.

—Estoy dispuesto a dejarme asesorar porusted, señor, en cuanto al mejor plan deconstrucción… y el más razonable. Temerario,nuestro clima es mucho más húmedo y debemoscortar la tela para adaptarnos a ese hecho.

—Muy bien, supongo —admitió el Celestialmientras miraba con nostalgia los tejados con laspuntas vueltas hacia arriba y la madera pintada

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de alegres colores.Entre tanto, a Iskierka se le ocurrió una idea y

empezó a maquinar la adquisición de capital.—¿Vale con que queme un barco o debo

traerlo hasta aquí? —inquirió.La dragoneta empezó su carrera de pirata

cuando a la mañana siguiente se presentó anteGranby con un pequeño bote pesquero que habíarobado del puerto de Dover durante la noche.

—Bueno, tú no dijiste nada de que debía seruna nave francesa —respondió enojada a susrecriminaciones, y se aovilló enfurruñada.

Se apresuraron a reclutar a Gherni para quelo devolviera a la noche siguiente al amparo dela oscuridad, lo cual causó, sin duda alguna, unagran sorpresa a su propietario, temporalmentedesposeído.

—Laurence, ¿crees que podríamos reunirmás dinero capturando navíos franceses? —inquirió Temerario con una irreflexión muyalarmante al parecer del aviador, que acababade tener una muestra de ese mismodesconcierto.

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—Las naves de línea francesas estánancladas en los puertos, atrapadas por elbloqueo, y nosotros no somos corsarios pararecorrer las rutas en busca de barcos enemigos—contestó Laurence—. Tu vida es demasiadovaliosa para arriesgarla en un empeño tanegoísta. Además, en cuanto empieces acomportarte de forma tan indisciplinada, Arkadyy los demás van a seguir tu ejemplo deinmediato y entonces dejarán indefensa aInglaterra, y eso por no mencionar que de esemodo le estarías dando ánimos a Iskierka.

—¿Qué voy a hacer con ella? —preguntó elagotado capitán de la dragona esa misma nochemientras tomaba un vaso de vino con Laurencey Jane en el cuartel general, en la sala dereunión de los oficiales—. Supongo que se debea tanto ir de aquí para allá cuando estaba en elcascarón y todo el lío y la agitación que havivido, pero esa excusa no va a durar parasiempre. Debo controlarla de algún modo y porahora estoy en la línea de salida, no avanzamos.No me sorprendería levantarme una mañana y

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descubrir que le ha prendido fuego a todo unpuerto porque se le haya metido en la cabezaque no hace falta apostarnos a defender unaciudad si ha ardido hasta los cimientos. Nisiquiera puedo conseguir que permanezca quietael tiempo suficiente para ponerle el arnés entero.

—No se preocupe. Mañana iré por allí y veréqué puedo hacer —contestó la almirantemientras le servía otro trago—. Todavía es muyjoven para el trabajo y la cadena de mando, perome parece necesario que canalice toda estaenergía para evitarnos tanto agobio. ¿Ha elegidoya a sus tenientes, Granby?

—Me gustaría tener a Lithgow de primero, siusted no tiene objeción, y a Harper de segundoteniente, este también puede actuar comocapitán de fusileros. No me gustaría tomardemasiados hombres aún, pues todavía nosabemos cuánto va a crecer.

—Que no quiere deshacerse de ellos después,vamos, cuando a lo mejor luego no puedenconseguir otro destino —repuso Jane conamabilidad—, pero no podemos quedarnos

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cortos con ella, no cuando es tan indisciplinada.Llévese también a Row como capitán deventreros. Es lo bastante veterano como pararetirarse si tuviera que irse y un combatientemuy bregado que no va a parpadear cuandoIskierka haga alguna de las suyas.

Granby tenía la cabeza gacha cuando asintió,por lo cual el gesto apenas resultó perceptible.

A la mañana siguiente la almirante acudió alclaro de la dragona vestida de gala, con todaslas medallas y el gran sombrero de plumas, auncuando la mayoría de los aviadores rara vez lollevaban, un sable chapado en oro y las pistolasal cinto. Granby había reunido a todos losintegrantes de su nueva tripulación y lasaludaron con gran estrépito. Iskierka se aovillóde tal manera que estuvo a punto de hacerse unnudo a causa de la excitación, y los montaraces,e incluso Temerario, se asomaron con interéspor encima de los árboles para observar laescena.

—Bueno, Iskierka, tu capitán me dice queestás preparada para el servicio —empezó

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Roland, poniéndose el sombrero debajo del brazoy mirando con severidad a la pequeña Kazilik—,pero dime, ¿qué hay de esos informes que heoído sobre ti? Me cuentan que no te importan lasórdenes. No podemos enviarte a la batalla si noeres capaz de cumplir las órdenes.

—¡Eso es una mentira bien gorda! Puedoobedecer órdenes mejor que cualquiera, lo únicoque ocurre es que nadie me da órdenes de lasbuenas. Solo me dicen que me siente, que noluche y que coma tres veces al día, y ¡ya no meapetece comer más de esas estúpidas vacas! —añadió apasionadamente.

Los montaraces no daban crédito a sus oídoscuando algunos de sus propios oficiales lestradujeron las palabras de Iskierka y soltaronmurmullos de enojo e incredulidad.

—No solo debemos seguir las órdenesagradables, sino también las aburridas —replicóJane cuando cesó la algarabía—. ¿Acasosupones que al capitán Granby le agrada estarsiempre sentado en este claro a ver si teasientas un poquito? Tal vez preferiría volver al

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servicio con Temerario y disfrutar de algunapelea.

Iskierka abrió unos ojos como platos y todaslas púas se pusieron a sisear como un horno. Encuestión de un segundo enrolló un par de vecesa Granby con gesto posesivo, el pobre estuvo apunto de acabar como un bogavante al vapor.

—¡No lo hará! Porque no lo harás, ¿a queno? —la dragoncilla apeló a él—. Te prometoluchar tan bien como Temerario, e inclusoobedeceré las órdenes estúpidas, bueno, almenos si me dan también alguna de lasagradables —se apresuró a precisar la dragona.

—Estoy seguro de que va a mejorar en elfuturo, señor —logró decir Granby entre toses ycon la empapada melena apelmazada sobre lafrente y el cuello—. Y tú no te inquietes. Yojamás te dejaría, pero ahora me estás calando—añadió lastimeramente, dirigiéndose a ella.

—Mmm —contestó Jane mientras fruncía elceño y adoptaba una pose de estarconsiderándolo—, supongo que deberemos darteuna oportunidad, ya que Granby habla por ti —

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dijo al cabo de un rato—. Aquí tiene susprimeras órdenes, capitán, si es que ella lepermite cumplirlas… y asegúrese de que estáquieta mientras le ponen el arnés.

La dragona soltó de inmediato a su capitán, seestiró y se puso a disposición de la tripulación detierra; solo estiró el cuello un poco más de lacuenta para ver el paquete lacrado con sello rojoy adornado con borlas amarillas, una formalidadobviada con frecuencia dentro del Cuerpo, encuyo interior estaban las órdenes: se les decíacon un lenguaje pomposo y rimbombante quedebían ir de patrulla hasta Guernsey y volver enuna hora.

Ponerle el arnés supuso un problema de lomás peliagudo, pues las protuberancias noseguían patrón alguno, estaban dispuestas alazar, y soltaba vapor a menudo, lo cualhumedecía continuamente la piel y hacía queesta fuera muy resbaladiza; además, elimprovisado surtido de correas y el gran númerode hebillas se enredaban con una endiabladafacilidad y nadie podía culpar del todo a la

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dragoncilla de cansarse de todo el proceso, perola promesa de acción inminente y el elevadonúmero de testigos le hizo mostrarse paciente.Al final, ella estuvo convenientementeenjaezada.

—Ya está —anunció Granby con alivio—, esbastante seguro, ahora prueba a moverte a versi está holgado o se suelta algo, preciosa.

La dragoneta se contorsionó y aleteó un tantoincómoda; luego, se dio la vuelta para examinarel arnés. Al cabo de varios minutos dedicados aesa inspiración, Temerario le chivó en voz alta:

—Se supone que debes decir «todo en susitio» si estás cómoda.

—Ah, ya veo —contestó ella, se arrellanó yanunció—. Todo en su sitio, y ahora vámonos.

De esa forma, Iskierka se enmendó un poco.Nadie iba a decir de ella que era complaciente,sin duda, y de forma invariable prolongaba laspatrullas en campo abierto un poco más de lacuenta con la esperanza de encontrar algúnenemigo más desafiante que un par de aves ouna vieja fortaleza abandonada.

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—Pero al menos va a entrenarse un poco ycomer como debe. A eso le llamo yo unavictoria, por ahora —dijo Granby—, y despuésde todo, por mucho que nos toque bregar ahoracon ella, se lo va a hacer pasar peor a losgabachos. ¿Sabes qué, Laurence? Hemoshablado con los compañeros en Castle Cornet yhan izado un trozo de vela para ella. Ha sidocapaz de incendiarla desde ochenta yardas, dosveces el alcance de un Flamme-de-Gloire, y escapaz de soltar una llamarada durante cincominutos seguidos. No comprendo cómo se lasarregla para respirar mientras lo hace.

De hecho, se las habían visto y deseado paramantenerla lejos de cualquier combate directo,ya que mientras todo eso ocurría, los francesescontinuaban el hostigamiento y elreconocimiento de la costa con una agresividadcreciente.

Jane usaba a los dragones enfermos de máspeso para las patrullas con el fin de reservar aTemerario y a los montaraces; estos se pasabanla mayor parte del día encaramados a los

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acantilados a la espera de una bengala de avisou otra señal para volar, o aguzaban los oídospara oír los cañonazos de advertencia y salirdisparados al encuentro de otra incursión.

Temerario libró otras cuatro escaramuzas enel espacio de dos semanas y se produjo otra másmientras él dormía unas horas: Arkady y unoscuantos alados de su grupo fueron enviados depatrulla a modo de prueba y a duras penasconsiguieron repeler a un Pou-de-Ciel con laosadía suficiente para rebasar las bateríascosteras de Dover, a menos de una milla dedonde se tenía una visión nítida de los camposde cuarentena.

Los montaraces volvieron muy pagados de símismos después de su apurada victoria ensolitario y la astuta almirante aprovechó laocasión para rendirles honores y le entregó a sulíder una larga cadena, algo sin apenas valoreconómico, pues estaba hecha de latón, con unafuente de mesa a modo de medalla donde habíaninscrito su nombre y la habían pulido hastadejarla reluciente. La sorpresa fue tan

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mayúscula que Arkady se quedó sin palabraspor una vez y se puso a cantar villancicos depuro gozo, e insistió en que todos y cada uno desus compañeros examinaran de cerca sucondecoración, y ni siquiera Temerario logróescapar a ese destino, lo cual hizo que se leerizase un poco la pelambrera y se retirase contoda dignidad a su propio claro para pulir su petocon más fuerza de lo habitual.

—No hay comparación posible —le explicóLaurence con la mayor prudencia del mundo—.El suyo es una chuchería para complacerle yanimarlos a todos a que se esfuercen.

—Oh, el mío es mucho más bonito, dónde vaa parar —contestó el Celestial, altanero—. Yono quiero nada tan vulgar como el latón —peroal cabo de un momento añadió por lo bajinis—:Pero el suyo es muy grande.

—Nos ha salido muy barato —le dijo Jane aldía siguiente, cuando Laurence se presentó parainformarle de que la mañana había transcurridosin incidentes: los montaraces estaban másentusiastas que nunca y bastante decepcionados

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por no encontrar más enemigos a los queexpulsar—. Progresan estupendamente, tal ycomo habíamos esperado —sin embargo, laalmirante hablaba con gran fatiga. El capitán levio la cara y le sirvió un vasito de brandy y lallevó hasta el ventanal, desde donde podía versea los montaraces, que en ese preciso momentoestaban haciendo cabriolas y locuras en el aireencima de sus claros después de haber comido—. Gracias, ahora me lo tomo —Roland cogióel vaso, pero no se lo llevó a los labios deinmediato—. Conterrenis ha muerto —anuncióella de repente—. Es el primer Largario queperdemos. Ha sido algo espantoso —se dejócaer pesadamente sobre un asiento y echó haciadelante la cabeza—. Los cirujanos me haninformado de que pilló un mal resfriado y sufrióuna hemorragia en los pulmones. No podía dejarde toser y soltaba ácido a diestro y siniestro, alfinal, comenzó a corroerle los espolones ychamuscarle las escamas. La mandíbula habíaquedado desnuda hasta el hueso —Roland hizouna pausa—. Gardenley le pegó un tiro esta

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mañana.Laurence tomó una silla y se sentó junto a

ella, sintiéndose un completo inútil para darle unpoco de consuelo. Al cabo de un rato, ella apuróel brandy, dejó el catalejo y se volvió hacia losmapas para hablar de las patrullas del díasiguiente.

El capitán se alejó del lado de Jane avergonzadopor su pánico a la fiesta que iba a celebrarse encuestión de unos pocos días y decidido a seguiradelante sin prestar atención a su sufrimiento siasí tenían al menos una oportunidad de mejorarlas condiciones de los enfermos.

Wilberforce le había dicho en su carta:

Confío en que me permita sugerirle un toqueoriental a su atuendo, cualquiera sería degran utilidad, uno pequeño, cualquiera alque se le pueda dedicar una mirada.

Me alegra informarle de que hemosconseguido contratar a algunos chinos como

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criados para esa noche a cambio de unabuena suma. Hemos ido por los puertosdonde de vez en cuando resulta posibleencontrar a algunos al servicio de gente delas Indias Orientales. No están debidamentepreparados, por supuesto, pero su únicocometido consiste en sacar y traer platos dela cocina y les hemos aleccionado aconciencia de que no muestren el menorindicio de alarma en presencia del dragón, yespero que lo hayan entendido. Sin embargo,me angustia un poco saber si habráncomprendido bien lo que les espera.Deberían darles permiso para venir pronto;vale más que pudiéramos poner a prueba sufortaleza.

Laurence no veía atisbo alguno de clemencia.Dobló la carta, envió su abrigo chino al sastrepara que lo ajustaran y le pidió permiso a Janepara marcharse unas horas antes.

Llegado el momento, los criados chinosmontaron un numerito en cuanto ellos llegaron,

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pero no se dieron a la fuga: lo dejaron todo ycorrieron a postrarse ante Temerario, searrojaron a sus pies para demostrarle el respetodebido a un Celestial como símbolo de la familiaimperial.

Los trabajadores británicos encargados de ladecoración final del cobertizo no se mostraronigual de complacidos y se marcharon todos auna, dejando tirados por tierra o a medio colgarde las ramas de los árboles los grandes panelesde seda bordada, seguramente adquiridos a unalto precio.

Wilberforce acudió consternado a recibir aLaurence, pero Temerario se puso a darinstrucciones a los criados chinos, queempezaron a trabajar con gran energía y, con elconcurso de su tripulación, el cobertizo cobró unaspecto impecable justo a tiempo de recibir a losinvitados con lámparas de latónimprovisadamente anudadas a las ramas paraimitar a las lámparas de papel y pequeñosanafes de carbón junto a las mesas cada pocosmetros.

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—Tal vez llevemos el barco a buen puerto…siempre y cuando no se ponga a nevar ahora —comentó de forma pesimista Lord Allendale, quehabía llegado muy pronto para examinar losarreglos finales—. Es una lástima que tu madreno haya podido asistir, pero el niño no ha venidotodavía y ella no quiere dejar a Elizabeth sola enel parto —explicó, refiriéndose a la esposa delhermano mayor de Laurence, a quien pronto ibaa darle su quinto hijo.

Hizo mucho frío, aunque la noche permaneciódespejada y los invitados empezaron a llegarpoquito a poco, pero todos se mantuvieron bienlejos de Temerario, cómodamente instalado ensu claro, situado en el extremo opuesto a lasgrandes mesas, y lo miraban de forma furtivacon sus anteojos de ópera. Los oficiales deLaurence permanecieron todos junto a sucapitán, envarados y aterrados; vestían susmejores casacas y pantalones, todos nuevos,pues, por suerte, Laurence había tomado laprecaución de indicarles cuáles eran los mejoressastres de Dover y había pagado de su bolsillo

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todos los arreglos que sus ropas exigían despuésde haber pasado tanto tiempo de viaje en elextranjero.

La única complacida fue Emily. Se habíacomprado su primer vestido de seda para laocasión y no parecía importarle lo más mínimoque tropezara un poco con el dobladillo. Estabaexultante con sus guantes de cabritilla y unasarta de perlas que le había prestado su madre.

—Seamos sinceros, ya es demasiado tardepara que aprenda a desenvolverse con las faldas—había comentado Jane—. No te inquietes,Laurence, te prometo que nadie va a sospechar.He hecho el tonto en público muchas veces ynadie ha pensado por ello que yo era unaaviadora, pero si vas a quedarte más tranquilo,puedes decirles que es tu sobrina.

—No puedo hacer tal cosa; mi padre estaráallí y te aseguro que es muy consciente decuántos nietos tiene —se apresuró a contestarLaurence, aunque no le dijo la conclusióninmediata que sacaría su padre: este iba asospechar que Emily era su hija natural, lo cual

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era falso, pero en privado decidió quemantendría a Emily pegada al costado deTemerario, donde iba a vérsele poco, pues no lecabía duda de que los invitados guardaríanbuena distancia del dragón, por muchapersuasión que le echara el señor Wilberforce.

Con todo, esa persuasión siguió el peor de loscaminos cuando el portavoz abolicionista dijo:

—Vamos, contemplen a esa joven: estásegura de que no hay razón para temer aldragón. Puede aceptar que le superen aviadoresentrenados, señora, pero espero que no se dejeaventajar por una chiquilla…

Mientras, Laurence, con el corazón en unpuño, observaba cómo su padre se volvía paralanzar una mirada de asombro a Emily, y eso lebastó para confirmar sus peores temores.

Lord Allendale no mostró el menor escrúpuloen acercarse e interrogar a la muchacha.

—Oh —contestó Emily con su voz de niña,absolutamente carente de la menor malicia—, elcapitán me da clase todos los días, señor, aunqueel que se encarga de las matemáticas es

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Temerario, porque al capitán no le gusta muchoel cálculo…, pero yo prefiero las clases deesgrima —añadió ella con absoluta candidez yse quedó desconcertada cuando se descubrióriendo y diciendo «querida» junto a un par dedamas de alta sociedad a las que su ejemplohabía persuadido de acercarse más a la granmesa.

—Un toque maestro, capitán —murmuróWilberforce—. ¿De dónde la ha sacado?

Pero no esperó la respuesta y abordó a lospocos caballeros que se habían atrevido aaproximarse, y al discurso de persuasión leañadía el toque de que las damas tal y cual sehabían acercado a Temerario, y ellos no podíanmostrar vacilación si ellas habían sido capacesde hacerlo.

El Celestial estaba muy interesado en todossus invitados, y en especial en las damasenjoyadas. Por puro azar, logró complacer a lamarquesa de Carstoke, una dama ya entrada enaños; se había puesto un conjunto de joyas muyvulgar con tantas esmeraldas engarzadas en oro

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que prácticamente no se le veía el escote, peroél le dijo que, en su opinión, tenía mejor aspectoque la reina de Prusia, a quien solo había vistoen ropas de viaje. Varios caballeros ledesafiaron a calcular sumas elementales; eldragón parpadeó un poco, sorprendido, y unavez les hubo dado las respuestas, les preguntó sien las fiestas se acostumbraba a practicar algúnjuego, pues entonces él, a su vez, podríaofrecerles algunos problemas matemáticos.

—Haz el favor de traerme el tablero dearena, Dyer —pidió el alado.

Cuando lo hubieron montado, esbozó con unagarra un pequeño diagrama con la intención deformularles una pregunta sobre el teorema dePitágoras; eso bastó para desconcertar a lamayoría de los caballeros asistentes, cuyosconocimientos matemáticos no iban mucho másallá de las mesas de cartas.

—Pero si es un ejercicio muy sencillito —repuso Temerario, un tanto confuso, y preguntóen voz alta a Laurence si no había sido capaz deexplicar dónde estaba la gracia del asunto hasta

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que al fin un caballero, miembro de la RoyalSociety[5], que se había acercado con lafinalidad de observar ciertos detalles anatómicosdel Celestial, fue capaz de resolver el enigma.

La creciente fascinación al fin prevaleciósobre el miedo y atrajo a más y más invitadosjunto a él cuando le oyeron dirigirse en chino alos criados orientales y conversar en un fluidofrancés con varios asistentes, y pasaba el tiemposin que se comiera a nadie ni aplastara nada.Laurence se encontró enseguida relegado comoobjeto de menor interés, una circunstancia queen otro caso le habría encantado de no serporque eso le condenaba a mantener unaconversación embarazosa con su padre, y este,sin la menor naturalidad, le preguntó quién era lamadre de Emily. Responder con evasivas a esaspreguntas le hacía parecer más culpable eincluso las respuestas más sinceras —la de queEmily era la hija natural de Jane Roland, unadama de buena familia que vivía en Dover y queél se había hecho cargo de su educación—dejaban una sensación completamente

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equivocada, por lo cual no le quedaba otraalternativa que reprender a su padre por unapregunta tan categórica.

—Es una jovencita muy bien educada paraalguien de su posición social y confío en que novaya a necesitar nada —comentó LordAllendale con sus hablares sibilinos—. Estoyseguro de que si hubiera alguna dificultad enencontrarle un acomodo respetable cuando seamayor, tu madre y yo estaríamos encantados deservir de ayuda.

Laurence hizo todo lo posible para dejar claroque esa generosa oferta no era necesaria yapeló a la mentira por omisión cuando dijo:

—Ella cuenta con amigos que van a impedirleestar en situación de penuria, señor, y por lo quetengo entendido, la madre ya ha tomado algunadisposición para su futuro.

Laurence no facilitó más detalles, pero supadre, con el sentido de propiedad satisfecho eincólume, no realizó más preguntas, por suerte,pues esas disposiciones no eran otras queprestar un servicio militar en el Cuerpo, opción

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que difícilmente iba a aprobar Lord Allendale.Solo después cayó en la cuenta de que esa

idea venía ensombrecida por la posible muertede Excidium. En tal caso, Emily no heredaríaningún dragón y, por tanto, no tendría aseguradoun puesto, pues, aunque en aquel momentohubiera un puñado de huevos de Largario enLoch Laggan, en la Fuerza Aérea había másmujeres de las necesarias para atender a lasnuevas eclosiones.

El aviador logró escabullirse, so pretexto deque había visto a Wilberforce hacerle señas paraque acudiera junto a él. El caballero no habíarequerido su presencia, pero agradeció sucompañía y le tomó del brazo y empezó apresentarle a sus muchos conocidos, casi todosa medio camino entre el interés y la curiosidad.La mayoría había venido para entretenerse y portener la experiencia de ver un dragón, o, paraser sinceros, para poder contar que lo habíanvisto. Un número sustancial de esos caballerosvestidos a la última moda venía ya con bastantescopas de más y su conversación habría acallado

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todas las demás si aquel hubiera sido un recintomás pequeño. Resultaba fácil distinguir a lasdamas y caballeros miembros del movimientoabolicionista y las causas evangélicas por suapariencia marcadamente más severa tanto enlas ropas como en el semblante. Repartieronunas octavillas, la mayoría de las cuales acabópisoteada en el suelo.

También habían acudido muchos patriotascuyo deseo e intención no era otro que unir susnombres a una cuestación en cuya cabecerafigurase la palabra Trafalgar, tal y comoWilberforce había dispuesto que se publicase enlos periódicos, y estaban poco dispuestos aandarse con nimiedades sobre los veteranos,fuesen hombres o dragones, y como el arcopolítico estaba bien representado no tardaron enestallar discusiones acaloradas, propiciadas porel entusiasmo y el licor. Wilberforce identificócomo parlamentario de Bristol a un caballerorecio de mejillas coloradas; una fervorosajovencita de rostro pálido había intentado darleun folleto y él le decía:

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—Eso es una tontería. El viaje es de lo mássaludable, pues los tratantes son los primerosinteresados en preservar sus bienes. Además,esto es lo mejor que les puede ocurrir a losmorenos, ser llevados a tierras cristianas, dondepodrán convertirse y abandonar el paganismo.

La réplica no tardó en recibir respuesta…—Ese es un excelente motivo para predicar

los Evangelios en África, señor. Así esoscristianos tendrán menos excusa para llevarse alos africanos de sus casas solo por un beneficio.

… pero no contestó la muchacha, sino uncaballero negro que había permanecidoligeramente detrás de ella y le ayudaba arepartir panfletos. Le recorría la mejilla elreborde carnoso de una cicatriz que tenía elgrosor de un látigo de cuero y en las muñecas,allí donde acababan las mangas, era posibleadvertir la huella abultada de los grilletes, dondela piel era rosácea y más pálida que el resto desu piel oscura.

El parlamentario de Bristol tal vez no tenía eldescaro suficiente que le hubiera permitido

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defender la trata de esclavos a la cara de una desus víctimas y prefirió retirarse, haciendo verque estaba ofendido porque alguien se hubieradirigido a él sin que nadie los hubiera presentado,y se hubiera marchado sin contestar, peroWilberforce se alentó y le dijo con muchamalicia:

—Señor Bathurst, permítame presentarle alreverendo Josiah Erasmus, recién llegado deJamaica.

Erasmus le hizo la venia y el parlamentariocontestó con un seco asentimiento antes defarfullar una excusa en voz demasiado bajacomo para ser inteligible y salir por pies como uncobarde.

Josiah Erasmus era un sacerdote de la IglesiaEvangélica.

—Y espero ser pronto un misionero de vueltaa mi continente de origen —añadió mientrasestrechaba la mano de Laurence. Le habíanraptado en África cuando tenía seis años y habíalogrado sobrevivir a ese viaje tan «saludable» delque hablaba el político, encadenado de pies y

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manos a sus compañeros y en un espacio tanreducido que casi no podía ni tumbarse.

—No era nada agradable estar encadenado—dijo Temerario en voz baja cuando lepresentaron al reverendo—, y al menos yo sabíaque iban a soltarme cuando amainase latormenta. De todos modos, estaba seguro depoder romperlas.

El dragón se refería a las cadenas que lehabían puesto con el fin de que estuviera seguroen cubierta durante los tres días que duró untifón, y se hizo para su propia seguridad, porsupuesto, pero no mucho después de eso habíatenido ocasión de ver de cerca el trato brutalsoportado por un grupo de esclavos en el puertoghanés de Cape Coast, y eso le había marcadode forma indeleble.

—Algo así le ocurrió a nuestro grupo; losgrilletes no son demasiado buenos, pero solo hayun sitio adonde ir: arrojarse al mar yencomendarse a la misericordia de los tiburones.No tenemos alas para volar.

El clérigo hablaba sin rencor, por lo cual tal

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vez les hubiera perdonado, y cuando Temerarioexpresó su deseo de que los negreros fueranarrojados por la borda, Erasmus negó con lacabeza.

—No hay que pagar mal con mal. El juiciosolo corresponde al Todopoderoso: mi respuestaante los crímenes de los esclavistas va a servolver junto a los míos con la palabra del Señory esperar que la práctica no pueda continuarcuando todos seamos hermanos de Cristo y deese modo se salven tanto esclavistas comoesclavos.

Temerario albergaba ciertas dudas sobreaquel discurso tan cristiano y caritativo.

—Yo no daría ni un penique por losesclavistas y Dios debería juzgarlos bastantemás deprisa —murmuró el Celestial en cuantoErasmus se hubo ido. Laurence se quedó blancoal oír aquella blasfemia, temeroso de queWilberforce la hubiera escuchado, pero, porsuerte, este tenía la atención puesta en otro sitio:en un alboroto creciente que se oía en el otroextremo del enorme claro, donde empezaba a

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congregarse el gentío.—Me preguntaba si iba a venir —dijo

Wilberforce.Horatio Nelson en persona había entrado en

el claro junto a un grupo de amigos, algunos deellos oficiales de la Armada, viejos conocidos deLaurence, y en ese momento estabapresentando sus respetos a Lord Allendale.

—No hemos dejado de invitar a nadie, pordescontado, pero no tenía ninguna esperanza deque viniera. Tal vez ha acudido porque le heinvitado en su nombre, Laurence. Voy aausentarme un rato, discúlpeme. Me alegramucho que este hombre haya venido y déglamour a nuestra fiesta, pero ha dicho enpúblico demasiadas cosas como para que meresulte fácil mantener una conversación con él.

Por su parte, Laurence se hallaba muycomplacido de que Nelson no se hubieraofendido lo más mínimo ante los comentarios ycomparaciones hechas entre ellos y se mostrómás amigable de lo que cabía esperar, y leofreció la mano.

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—William Laurence… Ha viajado muchodesde la última vez que nos encontramos. Si lamemoria no me falla, cenamos juntos a bordodel Vanguard en el 98, poco antes de lo deAbukir. ¡Cuánto tiempo ha pasado y quédeprisa!

—Desde luego, señor. Me honra que SuGracia se recuerde —contestó el aviador y enrespuesta a la mirada de ansiedad del marino sevolvió para presentarle a Temerario; estedesplegó la gorguera ante la mención de sunombre—. Confío en que darás una cálidabienvenida a Su Gracia, amigo. Ha sido muyamable por su parte aceptar ser nuestro invitadoy venir hasta aquí.

El tacto nunca había sido el fuerte delCelestial y por desgracia no estaba preparadopara mostrarse muy sutil, así que preguntó confrialdad:

—¿Qué le ha pasado a sus medallas? Estántodas desfiguradas…

El dragón lo soltó con la intención de serinsultante, pero Nelson —célebre porque al

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hecho de hablar de la gloria adquirida soloanteponía el de ganar más fama para sí— nopodía estar más complacido ante la excusa quele habían servido en bandeja para relatar labatalla y explayarse a conciencia antes aún dehaberse recuperado de las heridas, y sobre todo,hacerlo ante una audiencia que, por una vez,desconocía todos los detalles.

—Un astuto lanzafuego español nos causó unproblemilla en Trafalgar, pero luego ellos fueronpasto de las llamas —contestó, tomando asientoen una de las muchas sillas vacías dispuestasalrededor de una mesa cercana y usando losbollitos de pan para señalizar barcos.

Temerario se sintió más y más interesado, pormucho que eso le contrariase, y se acercó máspara observar las maniobras representadassobre la tela del mantel. Nelson no pestañeó,aun cuando los espectadores reunidos parapresenciar las explicaciones retrocedieron variospasos. Describió las pasadas del dragón españolcon un tenedor y dio un buen número de detallesescabrosos sobre cómo le rescataron para

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concluir mirando al dragón:—Cuánto lamento no haberos tenido allí.

Estoy seguro de que no hubierais tenidoproblema alguno para repeler a esa molestacriatura.

—Eso pienso yo también —respondióTemerario con toda candidez, y volvió a mirar decerca las medallas, pero esta vez con mayoradmiración—. ¿No te va a dar unas nuevas elAlmirantazgo? Eso no es muy educado por suparte.

—Vaya, bueno, bueno, mi querida criatura, lasconsidero un símbolo de honor muy superior yno tengo intención de reclamarlas —contestóNelson—. Y ahora, Laurence, dígame sirecuerdo bien: ¿es posible que haya leído algúnartículo en la Gazette donde decía que estemismo dragón suyo había hundido un barcofrancés llamado Valérie? ¿Y en una solapasada?

—Así es, señor. Según tengo entendido, elcapitán Riley, de la Allegiance, envió la noticiael año pasado —contestó el aviador, muy

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incómodo. La noticia había minimizado elincidente bastante y, aunque se enorgullecía dela habilidad de Temerario, ese no era el tipo decosas que sus invitados civiles iban a encontrartranquilizadoras, y menos aún si llegaban aenterarse de que ahora los franceses tenían supropio Celestial y que ese mismo poderdevastador podía ser empleado contra suspropias embarcaciones.

—Sorprendente, prodigioso —repuso Nelson—. ¿Qué era? ¿Una corbeta?

—Una fragata, señor —respondió Laurencetodavía más a disgusto—, una fragata decuarenta y ocho cañones.

Hubo una pausa, rota por la intervención deTemerario.

—No puedo lamentarlo, pero me resultó muyduro a causa de los pobres marineros, aunquetampoco fue muy noble por su parte acercarse ahurtadillas de noche, cuando sus dragonespodían vernos y nosotros a ellos no.

—No cabe duda —respondió Nelson en vozalta para hacerse oír por encima de los allí

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reunidos. La respuesta del alado le habíasorprendido, pero se recuperó enseguida y losojos le centellearon con un brillo marcial—. Sinduda. Os felicito. Creo que debo tener unaconversación con el Almirantazgo, capitán,sobre vuestro actual destino. Es un desperdicio,un verdadero desperdicio. Van a oírme clamarsobre este tema, pueden estar seguros. Dígame,capitán, ¿se las podría arreglar el dragón con unnavío de línea?

Laurence no podía explicar la imposibilidad deun cambio en su actual destino sin revelar elsecreto, razón por la cual respondió de formavaga y agradeció el interés tomado por SuGracia.

—¡Qué listo! —comentó Lord Allendale contono lúgubre en la conversación mantenida conellos y Wilberforce en cuanto se hubo idoNelson, aunque no dejó de asentir y despedirsedel modo más afable para todos cuantosrecababan su atención—. Supongo que podemosconsiderar una señal de éxito el hecho de queprefiera que te destinen fuera de Inglaterra.

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—Se equivoca en eso, señor. No estoydispuesto a aceptar que se dude de la sinceridadde sus comentarios a la hora de desear que sehaga el mejor uso posible de las habilidades deTemerario —dijo Laurence con frialdad.

—Y además, es muy aburrido patrullar lacosta de un lado para otro —intervino Temerario—. Preferiría un trabajo mucho más interesante,como luchar contra dragones lanzafuego, si nose nos necesita en nuestro actual destino, perose supone que cumplimos nuestro deber —concluyó sin una pizca de tristeza, y volvió acentrar su atención en los demás invitados queahora deseaban hablar con él, igual que Nelson.La fiesta tenía el éxito asegurado.

—¿Podemos sobrevolar los campos encuarentena cuando volvamos para ver cómoqueda el pabellón, Laurence? —preguntóTemerario a la mañana siguiente cuandoestuvieron listos para regresar a Dover.

—No puede estar muy avanzado —adujo

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Laurence.No obstante, la verdadera intención del

Celestial resultaba evidente: deseaba echar unvistazo en los campos de cuarentena por si veíaa Maximus y a Lily. No habían recibidorespuesta a ninguna de las cartas enviadas porLaurence a ellos y a sus capitanes y Temerariohabía empezado a preguntar por su estado cadavez con mayor impaciencia. ¿Cómo iba areaccionar el dragón cuando viera a sus amigosconsumidos por la enfermedad, tal y comoimaginaba que estaba sucediendo? Ese era sutemor, pero tampoco se le ocurría ninguna buenarazón para desviar su atención, así que llevó aun aparte al médico y le preguntó condiscreción:

—¿Existe algún motivo para temer unainfección en el aire? ¿Correríamos algún peligrosi sobrevolamos los campos?

—No, siempre y cuando se mantenga a unadistancia prudencial de los ejemplares enfermos.Los transmisores de la infección son loshumores flemáticos, de eso no cabe duda, así

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que mientras no se ponga directamente alalcance de un estornudo o una tos… —respondió Dorset con aire ausente y sinpensarse demasiado la contestación, lo cual notranquilizó nada a Laurence.

Aun así, le sirvió de base para sonsacar aTemerario la promesa de que mantendría laaltitud de vuelo, donde tal vez no fuera posibleque un dragón se les aproximara en vuelo ni verlos estragos más duros que la enfermedad habíainfligido en sus amigos.

—Lo prometo, por supuesto —repuso elCelestial, y luego añadió de forma muy pococonvincente—: Yo solo deseo ver el pabellón;me da igual si vemos o no a otros dragones.

—Debes estar seguro, amigo, o el señorDorset no autorizará nuestra visita. Losdragones enfermos necesitan descanso y nopodemos molestarlos —le explicó Laurence,acudiendo a una estratagema ante la cualTemerario suspiró mucho, pero acabó cediendo.

En realidad, Laurence no esperaba verdragones en vuelo. Los alados enfermos rara

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vez volvían a dejar el suelo, salvo durante lasbreves patrullas de pega en que Roland seguíausándolos para mantener una ficción defortaleza ante los franceses. Había amanecidoun día nuboso y gris, y les cayó un finocalabobos procedente del Canal mientrasvolaban hacia la costa. No era probable que lespidieran montar patrullas a los dragonesenfermos con semejante jornada.

Los terrenos en cuarentena se hallaban en elinterior de la propia Dover. Sus límites quedabandelimitados por antorchas humeantes y banderasrojas clavadas en el suelo. Los dragonesdiseminados por los prados ahora casi desiertosapenas encontraban abrigo en la suaveondulación del terreno para el viento que hacíaflamear las banderas y todos se habían aovilladopara guarecerse un poco del frío y el viento.Cuando Temerario se aproximaba al territoriovedado, su capitán atisbó tres motas en el aire;estas se convirtieron enseguida en tres dragonesque volaban como posesos: dos de ellos iban enpos de un tercero, mucho más pequeño.

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—Laurence, esos de ahí son Auctoritas yCaelifera, de Dover, estoy seguro, pero noconozco a esa dragoncilla de ahí, jamás habíavisto a uno de esa especie.

—¡Maldición! Esa es una Plein-Vite —señalóFerris después de echar un vistazo con elcatalejo que le había prestado Laurence.

Los tres alados pasaban directamente porencima de los campos prohibidos a una alturadonde la dragona francesa, a pesar de los jironesde niebla, podía ver fácilmente los grandescorpachones consumidos de los animalesenfermos así como el ensangrentado suelocircundante.

Los dos dragones ingleses no habían podidomantener el ritmo y se habían dejado caer haciael suelo, literalmente agotados, mientras que lapequeña dragona había volado en bucle paraevitarlos y luego había seguido, batiendo las alascon gran vigor, hasta rebasar los límites de loscampos, dirigiéndose hacia el Canal de laMancha lo más deprisa posible.

—A por ella, Temerario —ordenó Laurence,

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y se lanzaron a la persecución. El Celestial batíasus alas descomunales una vez por cada cincode la pequeña dragona francesa, pero éldevoraba las yardas con cada aletazo.

—No tienen mucho aguante. Son una razapróxima a la empleada como dragonesmensajeros, así que los malditos son velocescomo el rayo. Han debido de traerla hasta cercade la costa en bote durante la noche para queestuviera fresca a la hora de hacer el viaje deregreso —comentó Ferris a grito pelado parahacerse oír por encima de aquel viento cortante.Laurence se limitó a asentir para nodesgañitarse antes de tiempo. Probablemente,Bonaparte había confiado en deslizar algúnalado pequeño para pasar por donde fracasabanlos de mayor tamaño.

Alzó la bocina y ordenó a voz en grito:—Rendez-vous.Fue en vano.Lanzaron una bengala para darle énfasis a la

amenaza y esta pasó por delante del morro de ladragoncilla, una señal difícil de ignorar o

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malinterpretar, pero no aminoró ni un ápice elfurioso ritmo de vuelo. La Plein-Vite solo llevabaa bordo un piloto no muy corpulento, un joven dela edad de Roland o Dyer, cuyo semblanteblanco y desencajado pudo ver el capitán inglésa través del catalejo cuando el muchacho volvióla vista atrás para ver a su enorme perseguidorde alas negras listo para atacarle.

El muchacho se volvió y dio palabras deánimo a su dragón mientras arrancaba hebillas yaccesorios del arnés; llegó incluso a descalzarsey se desembarazó también el cinto con la pistolay la espada, que destellaron brevemente a pesarde la grisura del día mientras daban vueltas en elaire, debían de ser tesoros muy preciados parael muchacho, dedujo Laurence. El ejemplo deljinete dio ánimos al alado, que hizo un esfuerzopara batir las alas con mayor velocidad yalejarse. Su ventaja radicaba en la velocidad y laescasa oposición que presentaba su cuerpofrente al viento.

—Debemos derribarla ya —concluyóLaurence en tono grave tras bajar el catalejo. El

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inglés había visto el efecto del viento divino endragones enemigos con peso de pelea y sobresoldados de tal o cual arma, mas no le gustabapensar ni deseaba presenciar el posible efectosobre un blanco tan diminuto e indefenso—.Debes detenerlos ya, Temerario. No podemosdejar que se escabullan.

—Pero Laurence, es tan pequeña… —objetóel Celestial con tristeza, volviendo la cabezahacia atrás lo justo para asegurarse de ser oído.Él seguía volando a toda velocidad con todas susfuerzas, pero no iba a alcanzarla.

—Es demasiado veloz y demasiado pequeñapara que podamos abordarla —contestóLaurence—. Ordenar el salto de abordaje seríauna sentencia de muerte para cualquier hombre.Habrá que abatirla en caso de que no se rinda.Se está distanciando, debes hacerlo ya.

Temerario se estremeció, aunque luegoinspiró aire con decisión y lo soltó, peroapuntando junto a la dragona y no directamentesobre ella. La Plein-Vite profirió un agudoalarido de alarma y aleteó hacia atrás, como si

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intentase cambiar de dirección, y al cabo de unmomento dejó de batir las alas. Temerario selanzó hacia delante y se puso sobre ella antes deplegar las alas y empujarla hacia el suelo, haciala suave y pálida arena amarilla de las playas, encuyas ondulantes dunas se dio un topetón y fuedando tumbos sin orden ni concierto mientrasTemerario, detrás de ella, se posaba en el suelo,donde hundía las garras y hacía surcos como siestuviera arando la orilla, levantando tal cantidadde tierra a su paso que acabaron envueltos enuna nube de polvo.

Se deslizaron sobre el suelo casi un centenarde yardas. Laurence no lograba ver nada y solopodía escudar el rostro con la mano a fin de queno se le metiera la arena en suspensión por laboca, pero oía sisear a Temerario con desagradoy berrear a la dragona francesa.

—Ja —exclamó triunfalmente el Celestial—.Je vous ai attrapé; il ne faut pas pleurer[6].Oh, venga, te pido perdón, lo siento mucho.

El capitán tosió con violencia mientras sesacudía la arenilla de la cara y la nariz. Los ojos

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le escocían mucho y cuando fue capaz de verpor ellos se encontró mirando casi directamentea las pupilas rasgadas de los inquietantes ojosanaranjados de un Largario.

Excidium ladeó la cabeza para estornudar, yal hacerlo, soltó sin querer una rociada de gotasde ácido que humearon durante unos instantescuando las absorbió la arena. Laurencecontempló horrorizado cómo la enorme cabezavolvía lentamente a su posición original.

—¿Qué habéis hecho? No teníais que haberentrado aquí —dijo Excidium con voz áspera ybronca.

Pudieron ver conforme se asentaba la nubede arena a media docena de Largarios. Junto aExcidium se hallaba Lily, esta sacó la cabeza dedebajo del ala que había levantado paraprotegerse. Permanecían acurrucados en losfosos de arena, ese era su lugar de reclusióndurante la cuarentena.

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Capítulo 5

No había otros dragones en la aislada praderade cuarentena, pero Sauvignon, la pequeñadragona mensajera francesa, ni siquiera tenía elconsuelo de contar con la compañía de sucapitán. Se habían llevado al pobre chicocargado de cadenas, a pesar de su buencomportamiento, mientras ella profería gritoslastimeros, refrenada de mala gana por elCelestial, cuya enorme garra negraprácticamente había clavado en el suelo a ladragona.

La Plein-Vite se aovilló sobre sí mismacuando el muchacho desapareció y solo deforma gradual se dejó persuadir por Temerario

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para comer un poco y más tarde hablar algo.—Voici un joli cochon —le dijo el Celestial,

empujando con el hocico uno de los cerdosasados recubiertos con salsa de naranja que lehabía preparado Gong Su—. Votre capitaines’inquiétera s’il apprend que vous ne mangezpas, vraiment.[7]

Al principio probó unos bocados, pero devoróla comida con renovado entusiasmo una vez queTemerario le hubo explicado que la receta era àla Chinois. La ingenua respuesta de la dragonafue que estaba comiendo comme la reineBlanche, eso y cuatro frases perdidas más lepermitieron a Laurence confirmar sin lugar adudas que Lung Tien Lien, su enemiga jurada, sehabía establecido en París y su consejo pesabamucho en el ánimo de Bonaparte.

Sauvignon adoraba a esa Celestial y noestaba dispuesta a desvelar ningún plan secreto,si es que conocía alguno, pero Laurence nonecesitaba ninguna información para saber queLien propugnaba la invasión con denuedo, si esque Napoleón necesitaba que le convencieran

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aún más, y que ella tenía los cinco sentidosfirmemente puestos en Inglaterra y nada másque en Inglaterra.

—Napoleón ha ensanchado las calles deParís para que Lien pueda pasear por toda laciudad —comentó Temerario, contrariado—, yya le ha construido un pabellón junto a supalacio. No me parece justo que aquí todo seandificultades y a ella todo le venga rodado hastalo más mínimo.

Laurence respondió con desánimo. Losgrandes asuntos le preocupaban muy poco ahoraque iba a tener que contemplar la muerte deTemerario tal y como la había sufridoVictoriatus, cuyo cuerpo se había convertido enun pellejo sanguinolento. Era una devastaciónmucho más completa de lo que podía haberurdido Lien desde el más hondo abismo demalicia.

—Seamos optimistas: únicamente ha estadocon ellos unos momentos —le había dicho Jane.

Pero solo había eso, esperanza, y Laurenceveía en su desánimo la sentencia de muerte de

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Temerario firmada y sellada. Aquel pozo dearena debía ser un nido de contagio. LosLargarios llevaban allí instalados casi todo elaño, así que sus efluvios tenían que estarenterrados en la arena exactamente igual que suácido venenoso.

Tarde comprendía por qué ninguno de suscolegas, ni Berkley ni Harcourt, habíacontestado a sus misivas. Granby vino a visitarleen una ocasión, pero no lograron intercambiarmás de cuatro palabras y todo fue de lo másforzado. Granby evitó a propósito el tema deIskierka, rebosante de salud, y Laurence nodeseaba comentar las posibilidades deTemerario, y menos aún cuando el dragón podríaoírle y compartir su propia desesperación,máxime cuando el Celestial no albergabapreocupación alguna por su suerte, seguro yconfiado de sus propias fuerzas, un consuelo queel aviador no deseaba arrebatarle hasta que elinevitable curso de la enfermedad lo hiciera porél.

—Je ne me sens pas bien[8] —anunció

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Sauvignon la mañana del cuarto día aldespertarse y luego estornudó con violencia.

Se la llevaron con los demás enfermos,dejándolos solos a la espera del primer indiciorevelador del desastre.

Jane había venido a verle todos los días conpalabras de ánimo, siempre que desease oírlas, ybrandy para cuando no pudiera soportarlo más,pero ese día de tan mal agüero vino a verle:

—Lamento mucho ir directa al grano,Laurence, pero debes perdonarme. Temerarioya ha pensado en reproducirse, ¿no?

—Reproducirse —repitió amargamente elcapitán, y desvió la mirada.

Era natural que deseasen preservar la líneade sangre de la raza de dragones más rara detodas, adquirida en medio de grandesdificultades, y ahora también en posesión delenemigo, pero para él solo era el deseo dereemplazar lo irremplazable.

—Lo sé —repuso con amabilidad, adivinandoel hilo de sus pensamientos—, pero debemosesperar que el mal se manifieste cualquier día y

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la mayoría de los dragones se muestran reaciosa la cópula una vez enferman, y nadie puedeculparlos por ello.

Ese coraje fue todo un reproche para él.Roland había sufrido mucho sin manifestarlonunca y ahora él no podía dejarse vencer porsus propios sentimientos delante de ella. En todocaso, no iba a enmascarar la verdad ni mentir,así que se vio obligado a admitir que:

—Mientras estuvimos en Pekín, Temerario seencariñó mucho con una hembra Imperial queestaba en el séquito del emperador.

—Me alegra mucho saberlo. Debo preguntarsi estaría dispuesto a un apareamiento… estamisma noche para empezar, ahora que el asuntoha quedado expuesto —contestó Jane—.Felicita no se encuentra muy mal y ha informadoa su capitán que cree que tiene un huevo dentro.Esa estupenda criatura ya nos había dado dosantes de caer enferma. Solo es un TánatorAmarillo, un medio peso, y no sería el tipo decruce elegido por ningún criador con dos dedosde frente, pero soy de la opinión de que la

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sangre de un Celestial es mejor que la de ningúnotro, y disponemos de muy pocos dragonescapaces de aguantar el esfuerzo.

El capitán le formuló la cuestión a Temerario.—Pero si no la he visto en mi vida. ¿Por qué

voy a desear aparearme con ella?—Viene a ser algo así como un matrimonio

de estado, algo concertado por las partes,supongo —respondió Laurence, no muy segurode cómo salir del apuro, pues encontraba muygrosera aquella propuesta, era como reducir aTemerario a la condición de semental de purasangre que debía montar a una yegua sin que seconsultase a ninguno de los dos y sin tenerningún encuentro previo—. Tú no tienes quehacer nada que no te apetezca —añadió depronto. No pensaba obligar a nada a Temerario,desde luego, y tampoco iba a prestarse asemejante empresa.

—No es algo que me importase hacer si aella le gustase y estoy más que harto de tirarmeaquí sentado todo el día —contestó, y luego, conmás pudor que candor, añadió—: Pero no

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comprendo por qué iba a querer ella.Jane se echó a reír cuando Laurence se

presentó ante ella con esa respuesta y se dirigióal claro para hablar con el Celestial.

—A ella le gustaría tener un huevo fecundadopor ti, Temerario.

—Ah.El dragón sacó pecho de inmediato, halagado,

y erizó la gorguera mientras inclinaba la cabezacon un grácil movimiento de cabeza.

—Entonces, no hay duda: debo complacerla—declaró.

En cuanto la almirante se hubo marchado,pidió ser lavado y que le trajeran las fundaschinas para las garras, que habían guardado porresultar impracticables para su uso habitual,pues iba a ponérselas.

—Está realmente feliz de ser útil… Meentran ganas de llorar —dijo el capitán deFelicita, Brodin, un galés pelinegro no muchosaños mayor que Laurence. Tenía un rostrocurtido que parecía hecho para ser imagen de laadustez y unas líneas marcadas donde ya había

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asentado esa severidad. Dejaron a los dosdragones a las afueras del claro de Felicita paraque dispusieran aquello a su propia convenienciay se lo estaban tomando con mucho entusiasmoa juzgar por el escándalo que montaban, y eso apesar de las dificultades inherentes a mantenerrelaciones entre dragones de tamaños tandispares—. Y no tengo motivo de queja —agregó con amargura—. Ha superado elnoventa por ciento de su vida útil en el Cuerpo ylos médicos opinan que al ritmo que avanza laenfermedad, durará otra década por lo menos.

Se escanció una generosa copa de vino y dejóla botella sobre la mesa, a media distancia entrelos dos, a la espera de tomarse un segundo ytambién un tercer trago.

No hablaron demasiado, pero pasaron lanoche bebiendo juntos, cada vez más inclinadossobre sus copas hasta que los dragones sesumieron en el silencio y los álamos temblonesdejaron de estremecerse. Laurence no llegó adormirse, pero no se le pasaba por la cabeza laidea de moverse, ni siquiera ladear la cabeza,

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aturdida por un torpor sofocante, como siestuviera bajo un manto. El tiempo y el mundose hallaban en una lejanía difusa.

Brodin le zarandeó hasta despertarle en susilla a primera hora de la mañana.

—¿Volveremos a veros por aquí esta noche?—preguntó con voz cansada mientras Laurencese ponía de pie y echaba hacia atrás la espaldapara estirar los músculos cargados.

—Es lo mejor, según lo veo yo —contestó él,y se miró con cierta sorpresa las manostemblorosas.

Luego, salió en busca de Temerario, cuyaexpresión petulante y de desvergonzadasatisfacción le habrían ruborizado, pero elaviador estaba decidido a no criticar ningúnplacer que hiciera disfrutar al dragón, dadas lascircunstancias.

—Ella ya ha tenido dos, Laurence —comentóel dragón mientras se tendía a dormir en supropio claro, soñoliento pero exultante—, y estábastante convencida de tener otro, pero nopuede decírmelo seguro, dado que es la primera

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vez que engendro.—¿Ah, sí? —Laurence se sintió un tanto

estúpido mientras lo preguntaba—. ¿Tú y Meino…? —se calló ante la naturaleza velada de lapregunta.

—Aquello no guardaba relación alguna conlos huevos —le cortó Temerario con tonodisplicente—, esto es muy distinto.

Y dicho eso, enrolló la cola en torno a símismo y se quedó dormido, dejando a Laurencede lo más perplejo; ni en sueños iba a pasárselepor la cabeza curiosear más.

Repitieron la visita esa misma tarde.Laurence contempló la botella ya preparada yoptó por no tocarla; hizo un esfuerzo porentablar convención con Brodin sobre otrascosas y le habló de las costumbres de losdragones chinos y turcos, los avatares de suviaje por mar a China, la campaña en Prusia asícomo la batalla de Jena, la cual recreó conconsiderable nivel de detalle, ya que habíaobservado toda la debacle desde lomos deTemerario.

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Sin embargo, no fue el mejor medio paraaliviar la ansiedad. Brodin echó la espalda haciaatrás cuando él hubo terminado de describir lavertiginosa ofensiva y las tropas prusianasconcentradas. Los dos aviadores se miraron yBrodin se levantó, presa del nerviosismo y paseópor la pequeña cabaña.

—Ojalá Napoleón cruce pronto el Canal yvenga mientras quedemos algunos capaces deluchar; si fuera así, yo daría algo más que unospeniques por nuestras posibilidades.

La idea de esperar una invasión era terrible, ymáxime con la expectativa no verbalizada dequerer morir durante la misma, lo cual, a juiciode Laurence, estaba peligrosamente cerca delpecado mortal y era un caso de egoísmoextremo incluso aunque no pretendiera queInglaterra quedara expuesta, y le preocupódarse cuenta de lo bien que le comprendía.

—No debemos hablar de ese modo. Ellos notemen a su propia muerte y Dios prohíbe que lesenseñemos a hacerlo o a que muestren menoscoraje del que tienen.

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—¿Acaso cree que al final no saben lo que esel miedo? —Brodin soltó una risotada corta ydesagradable—. En los últimos momentos,Obversaria apenas si reconocía a Lenton y esoque él la había sacado del cascarón con suspropias manos. La pobre solo era capaz degritar para pedir agua y descanso, no daba paramás. Puede considerarme un perro pagano si leplace, pero me gustaría que Dios, Bonaparte o elmismo diablo le dieran una muerte limpia enbatalla.

Tomó la botella y se llenó el vaso. Cuandohubo terminado, Laurence alargó la mano paratomarla.

—Los criadores prefieren que elapareamiento se prolongue dos semanas —leinformó Jane—, pero nos sentiremos muycontentos con que dure todo el tiempo que sesienta con ánimo para hacerlo.

Así que al día siguiente Laurence se levantó arastras de la cama y fue durmiendo a ratos: unpoco tras haber bebido vino en la mesa deBrodin, otro poco a primera hora de la mañana,

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y algo durante el día, mientras supervisaba losarreglos del arnés, ahora inútil, y las clases deEmily y Dyer, y así que hasta llegó la hora deirse otra vez. Repitieron el encuentro dos vecesmás, y entonces, durante el quinto día, mientrasse sentaba repantingado y reflexionaba sobre unmovimiento de la partida de ajedrez, Brodinlevantó la cabeza y le preguntó de sopetón:

—¿Aún no ha empezado a toser?

—Tal vez tenga la garganta un poco reseca —comentó Temerario con suma prudencia.

Laurence permanecía sentado con la cabezaentre las rodillas, apenas capaz de soportar elabrumador peso de la esperanza queinesperadamente descansaba sobre sushombros. Mientras, Keynes y Dorset seencaramaron sobre el lomo del Celestialtrepando como monos. Habían pegado al pechodel dragón unos conos de papel con el fin depoder escuchar sus pulmones, luego le habíanmirado los oídos y habían metido la cabeza entre

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las fauces para examinar la lengua, quepermanecía sana y sin manchas rojas.

—Me da a mí que debemos sangrarle —concluyó Keynes, volviéndose hacia su bolsónmédico.

—Pero si me encuentro a las mil maravillas—objetó el dragón, apartándose de la hoja curvadel cuchillo para el ganado—. Según lo veo yo,no hace falta forzar la intervención de lamedicina cuando se está sano. Cualquierapensaría que no tenéis otra cosa que hacer —continuó, pesaroso.

Solo fue posible llevar a cabo la operacióntras persuadirle del noble servicio que iba ahacer por los dragones enfermos, y aun así senecesitaron doce intentos, pues el alado retirabala pata en el último momento, hasta queLaurence le convenció de que no mirase, sinoque mantuviera los ojos fijos en otra direcciónhasta que estuvo lleno el cuenco sostenido porDorset.

—Ya está —anunció Keynes y aferró elcauterio listo al rojo vivo en el fuego para aplicar

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de inmediato a la brecha.Se habrían llevado el humeante cuenco de

sangre oscura sin decir ni media palabra siLaurence no hubiera echado a correr detrás deellos para exigirles un diagnóstico.

—No, no está enfermo, claro que no —contestó Keynes—. No pienso decir más por elmomento, pues tenemos trabajo que hacer.

Se marcharon, y quien se notó mareado fue elaviador, se sentía como ese condenado indultadoa la sombra misma de la horca. Dos semanas depánico y ansiedad quedaban atrás de prontopara su gran alivio, pero dejaban un efectodemoledor. Fue difícil sustraerse a la fuerza delas emociones mientras Temerario se quejaba.

—No me parece correcto dejar la heridaabierta. No sé qué bien puede sacarse de esapráctica —rezongó el dragón, acercando la narizcon tacto a la minúscula herida cauterizada, peroluego, alarmado, se volvió hacia Laurence,desmayado, y le empujó suavemente con elhocico—. ¿Laurence…? ¡Laurence! No tepreocupes, por favor. No duele tanto y mira: ya

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ha dejado de sangrar.

Jane Roland se puso a escribir documentosantes de que Keynes hubiera terminado deentregarle el informe. Solo ahora que habíadesaparecido de sus facciones el sudario gris dela pena y la fatiga podía apreciarse por completosu efecto. La resolución y la vitalidad dominabansu rostro.

—Que la cosa no se desmadre, por favor —dijo Keynes, casi enfadado. El cirujano habíavenido directamente de su lugar de trabajo,consistente en comparar muestras de sangre almicroscopio, y aún tenía sangre reseca debajode las uñas—. No hay justificación alguna paraello. Puede tratarse perfectamente de un casode fisonomía distinta o una característicaindividual. Yo solo he hablado de una simpleposibilidad digna de estudio, algo pequeño y singenerar muchas expectativas…

Las protestas del cirujano fueron inútiles, ellano le dio ni un minuto de tregua, y él la miraba

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como si le hubiera gustado quitarle la pluma.—Tonterías, un pequeño desmadre es justo lo

que necesitamos —dijo Jane sin molestarse enlevantar la vista del papel— y usted nos va a darun informe alentador para presentarlo, si leparece bien. No quiero en él ni una sola excusaa la cual pueda aferrarse el Almirantazgo.

—En este momento no me estoy dirigiendo aellos —replicó Keynes— y no me preocupa daresperanzas infundadas. Con toda probabilidad,Temerario jamás estuvo enfermo. Se debe a unaresistencia natural única de su raza y elresfriado que sufrió el año pasado fue unasimple coincidencia.

La esperanza era muy tenue en verdad.Temerario había enfermado brevementemientras se hallaba de viaje hacia China y sehabía recobrado después de pasar poco más deuna semana en Ciudad del Cabo; en esemomento no se le concedió la menorimportancia y se desvaneció como habría hechocualquier simple resfriado. Solo la actualresistencia del Celestial a la enfermedad había

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dado motivos para sospechar que tal vez aquelincidente y este eran lo mismo, pero aun cuandoKeynes estuviera en lo cierto, seguía sin haberuna cura y si la había, no iba a ser fácilencontrarla, y si se lograba, aún había quetraerla a tiempo de salvar a muchos de losenfermos.

—Y eso no lo veo posible ni en sueños —añadió el cirujano de mala manera—. Es muyprobable que no exista ningún agente curativo,ninguno. Muchos enfermos de tisis hanencontrado alivio temporal en climas máscálidos.

—Me importa un bledo que sea el agua, lacomida o el clima. Si debo enviar en barco aÁfrica hasta el último dragón de Inglaterra,puede estar seguro de que pienso hacerlo —leaseguró Jane—. Estoy muy contenta de quehaya encontrado algo como posibilidad de curapara levantar los ánimos y usted no va a hacernada en contra de eso.

Una pequeña esperanza era mucho paraquienes no tenían ninguna hasta hacía un rato y

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merecía la pena luchar por todas cuantastuvieran a su alcance.

—Odio renunciar a vosotros de nuevo,Laurence, pero Temerario y tú debéis volver amarcharos —añadió Roland mientras leentregaba las órdenes, escritas de formaapresurada y apenas legibles—; debemosconfiar en que recuerde lo mejor posible algoque le resulte adecuado al paladar, lo que seaque sirva como base para una cura. Gracias alcielo, los montaraces siguen progresando tanbien como cabía esperar y ahora que hemoscapturado a ese último espía… tal vez tengamosun poco de suerte y Bonaparte no se dé tantaprisa por enviar buenos dragones después de losmalos.

»Voy a enviar a toda tu formación —prosiguió—. Fueron los primeros en contraer laenfermedad y su urgencia es grande. Si con laayuda de Dios los traéis recuperados, podréisdefender el Canal de la Mancha mientrastratamos a los demás.

—En tal caso, quizá pueda ver de nuevo a

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Maximus y Lily —dedujo Temerario conalborozo.

No quiso esperar y salieron de inmediatohacia el claro abandonado donde había dormidoMaximus. Berkley se acercó hacia ellosenseguida caminando a grandes zancadas, cogióa Laurence por los brazos y le zarandeó:

—Por amor de Dios, dime que es verdad y noun maldito cuento de hadas.

Cuando Laurence asintió con la cabeza, elrecién llegado se volvió y se cubrió el rostro.Laurence fingió no verlo, pero el Celestial sequedó mirando fijamente a Berkley, que llorabacon el cuerpo echado hacia delante.

—Temerario, tengo la impresión de que tuarnés está un poco suelto por el lado izquierdo,¿te importaría echarle un vistazo?

—Pero si el señor Fellowes no ha trabajadoen nada más la última semana —contestó elCelestial, atento a otra cosa, y a modo de pruebaacercó el hocico, tomó una tira de arnés entrelos dientes con sumo cuidado y tiró del mismo—. No, encaja bien, no lo noto nada suelto, nada

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en absoluto y…—Venga, vamos a echarte un vistazo —le

interrumpió bruscamente Berkley tras haberrecobrado el control de sí mismo—. Has crecidocasi cuatro metros desde que te embarcastehacia China, ¿no? Y tú tienes buen aspecto,Laurence. Esperaba verte andrajoso comozíngaro.

—Y así me habrías encontrado cuando pisétierra por primera vez —contestó Laurence,apretándole la mano, sin poderle devolver elcumplido. Debía de haber perdido unos treintakilos y el cuerpo no le encajaba: la piel lecolgaba flácida sobre las mejillas.

Maximus había sufrido una transformaciónmás pavorosa: las grandes escalas doradas yrojas de su piel se hundían hasta amontonarse enpliegues alrededor de la base del cuello opermanecían tensas sobre la columna y laspaletillas, que sostenían todo su pellejo como sifueran los laterales de una tienda, y lo queLaurence supuso que debían ser los sacos deaire que se adivinaban inflamados y abultados en

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los costados consumidos. El Cobre Regio teníalos párpados casi cerrados, por lo cual los ojosapenas eran una rendija, y a duras penas lograbamantener una respiración rasposa entre lasmandíbulas entreabiertas, debajo de las cualesse acumulaba un reguero de baba. Una laminillareseca de mucosidad y efluvios le cubría lasfosas nasales.

—Se despertará enseguida y se alegrarámucho de verte —aseguró Berkley con vozáspera—, pero no me gusta que nadie leespabile cuando puede descansar un poco. Esemaldito resfriado no le deja dormir bien y nocome ni la cuarta parte de lo conveniente.

Temerario los siguió al interior del claro sinefectuar sonido alguno, agazapado, con elsinuoso cuello echado hacia atrás, como unaserpiente cautelosa, se sentó y permanecióinmóvil como una estatua mirando sin pestañeara Maximus, que seguía durmiendo con unarespiración áspera y ruidosa, mientras Laurencey Berkley conversaban en voz baja acerca delos detalles del viaje por mar.

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—Menos de tres meses para llegar hastaCiudad del Cabo a juzgar por nuestro últimoviaje y eso que para despedirnos tuvimos unabatalla en el Canal de la Mancha… Por tanto, lavelocidad no importa.

—Sin embargo, es preferible un viaje enbarco con un destino concreto que avanzar deesta manera… si acabamos todos ahogados —dijo Berkley—. Nos reunirán a todos por lamañana y por una vez este grandullón va acomer como es debido, aunque tenga que hacerdesfilar a las vacas por su garganta.

—¿Vamos a algún sitio? —inquirió Maximuscon soñolencia antes de ladear la cabeza y soltarvarias toses no muy fuertes pero sí profundas, yluego lanzó un salivazo a un pozo excavado en latierra junto a él para semejante propósito; sefrotó un ojo y después otro con la pata paralimpiarse la mucosidad y vio a Temerario quepoco a poco se alegraba y alzaba la cabeza—.Has vuelto. ¿Qué tal? ¿Era interesante China?

—Sí, sí lo era, pero siento mucho no haberestado en casa mientras todos enfermabais. Lo

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lamento muchísimo —aseguró, y humilló lacabeza con tristeza.

—Bueno, solo es un resfriado —respondióMaximus, interrumpido por otro estallido detoses, después del cual agregó como si tal cosa—: Me pondré bien enseguida, estoy seguro.Ahora solo me encuentro un poco cansado.

Cerró los ojos casi inmediatamente despuésde decir eso y volvió a sumirse en un suavesopor.

—Los Cobre Regio se están llevando la peorparte —soltó Berkley con respiración pesada,apartando la mirada cuando Temerario se hubodeslizado fuera del claro otra vez a fin de queluego pudieran echarse a volar sin molestar aMaximus—. Es culpa del maldito peso. No hayforma de conservar la musculatura si no comeny al final, un día no pueden respirar. Ya hemosperdido cuatro y Laetificat no llegará al verano amenos que encontremos esa cura vuestra.

No dijo que Maximus se iría pronto después, ola precedería. No hacía falta ni decirlo.

—Vamos a encontrarla —dijo Temerario con

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fiereza—, vamos a hacerlo, vamos a lograrlo.

—Espero que tú y tu carga estéis bien a nuestroregreso —deseó Laurence mientras estrechabala mano de Granby.

Detrás de él se había levantado un granbullicio y reinaba una enorme conmociónmientras la tripulación efectuaba lospreparativos finales. Iban a partir al día siguientedurante la marea de la tarde si el viento lopermitía y al tener que distribuir a tantosdragones y sus correspondientes tripulaciones senecesitaba tener todo bien acondicionado abordo a primera hora de la mañana.

Los cadetes Emily y Dyer estaban muyocupados doblando en el baqueteado arcónmarino las pocas prendas que habían sobrevividoa su último viaje.

—Le veo con esa botella, señor Allen, vacíelaahora mismo, ¿me ha oído? —ordenó Ferris conseveridad.

Laurence contaba con un elevado número de

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nuevos tripulantes, eran reemplazos, sustitutospara el elevado número de desdichados quehabían caído durante el año de ausencia. Jane selos había enviado a prueba y él debía dar suaprobación, mas no había mostrado demasiadointerés en conocerlos ni en su trabajo dada laansiedad de las dos últimas semanas y el arduoesfuerzo de las anteriores, y ahora, de pronto, yano tenía tiempo y debía hacer el viaje con ladotación que le habían asignado.

Lamentaba, y no poco, tener que despedirsede un hombre cuyo carácter comprendía yconocía, alguien en quien podía confiar.

—Me imagino que nos vais a encontrar atodos hechos pedazos y con toda Inglaterra enllamas —dijo Granby—, y a Arkady y a toda supandilla celebrándolo en las ruinas mientras asanunas vacas. Por otro lado, eso va a sermaravilloso.

—Dile a Arkady de mi parte que todos debenprestar el máximo interés —intervino Temerarioponiendo la cabeza encima de ellos con cuidadopara no hacer caer a los encargados del arnés

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que correteaban sobre su espalda—, y que sepaque voy a volver muy pronto, así que no se leocurra pensar que ahora lo tiene todo para él,incluso aunque tenga una medalla —concluyó,todavía de mal humor.

Continuaban la conversación mientrassaboreaban una taza de té cuando un jovenalférez reclamó la presencia de Laurence.

—Le pido disculpas, señor, pero en el cuartelgeneral hay un caballero que desea verle —dijoel muchacho, y luego, con un tono queevidenciaba su sorpresa, añadió—: Un caballeronegro.

Y por esa razón, Laurence debió despedirsede forma más repentina de la prevista y semarchó.

Acudió al salón de oficiales, donde no tuvodificultad alguna en localizar al invitado, aunqueel aviador hubo de devanarse los sesos duranteun rato antes de recordar su nombre: Erasmus,reverendo Erasmus, el misionero que le habíapresentado Wilberforce en el transcurso de lafiesta celebrada hacía un par de semanas.

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¿Había pasado tan poco tiempo?—Sea usted bienvenido, señor, pero me temo

que me pilla con todo patas arriba —dijo elmilitar mientras llamaba mediante señas a uncamarero, que aún no le había traído ningúnrefresco—. Mañana salimos hacia el puerto…¿Le apetece un vaso de vino?

—Solo una taza de té, gracias —contestóErasmus—. Ya sé todo eso, capitán, espero queme disculpe usted por abordarle en semejantemomento y sin avisar. Esta mañana meencontraba con el señor Wilberforce cuandollegó su carta de disculpa donde le informaba deque le enviaban a África. He venido a rogarleque me dé pasaje.

Laurence permaneció en silencio.Le asistía todo el derecho a invitar a subir a

bordo del dragón a un cierto número de visitas.Esta era una prerrogativa común de capitanesde barcos y de dragones, pero la situación noera tan sencilla, pues iban a viajar a bordo de laAllegiance, bajo órdenes de otro capitán, yaunque era uno de los mejores amigos de

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Laurence, y en tiempos había sido su primeroficial, debía una buena parte de su fortuna a lasextensas plantaciones de la familia en las IndiasOrientales. Se le encogió el corazón al pensarque tal vez el propio Erasmus podía habersedejado los riñones trabajando en esos mismoscampos, pues, según tenía entendido, el padre deRiley poseía algunas heredades en Jamaica.

En el espacio reducido de un viaje por marsolían plantearse enconados enfrentamientoscuando mediaban fuertes diferencias políticas,pero aun dejando a un lado toda esaincomodidad, Laurence había fallado enocasiones previas a la hora de ocultar sussentimientos hacia la esclavitud y, por desgracia,habían surgido algunos resquemores. Imponerleahora un pasajero cuya presencia podía pareceruna muda e incontestable continuación de esadiscusión tenía toda la pinta de ser un insultovelado.

—Señor —empezó Laurence con ciertalentitud—, me dijo que le habían raptado enLuanda, ¿verdad? Nosotros nos dirigimos a

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Ciudad del Cabo, mucho más al sur, no vamos aAngola, vuestro país.

—Quien suplica no puede elegir, capitán —contestó Erasmus con sencillez—, y llevo muchotiempo pidiendo un pasaje para África. Si elSeñor me ha abierto un camino que conducehasta Ciudad del Cabo, no voy a rehusarlo.

El misionero no hizo ninguna otra apelación yse limitó a sentarse expectante, mirándole a losojos desde el otro lado de la mesa.

—En tal caso, estoy a vuestro servicio,reverendo —contestó Laurence, como estabaobligado a hacer, por supuesto—, siempre ycuando estéis listo a tiempo. No podemosperdernos la marea.

—Gracias, capitán —Erasmus se levantó y leestrechó la mano con energía—. Y no tema: conla esperanza de obtener vuestro permiso, miesposa ya se ha puesto a hacer las maletas y aesta hora ya debe estar en camino con todasnuestras pertenencias mundanas, que tampocoson muchas —añadió.

—Entonces —repuso el aviador—, espero

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verle mañana por la mañana en el puerto deDover.

La Allegiance los esperaba a la luz del frío solmatutino; tenía mástiles pequeños y gruesos ylos masteleros y las vergas estaban colocadossobre cubierta, todo lo cual le confería unextraño aspecto achaparrado. Las enormescadenas de las anclas de popa y de proa sebalanceaban fuera del agua, gimiendotenuemente cuando el flujo de la marea mecía lanave. Esta había acudido a puerto unas cuatrosemanas atrás, así que, después de todo,Laurence y Temerario habían terminado porregresar a Inglaterra poco antes de lo que lohubieran hecho a bordo de la Allegiance.

—Al final, no has tenido motivo para quejartede aquellas demoras, ¿eh? Me alegro mucho deencontrarte con vida y saber que no hasacabado convertido en un esqueleto en algúnpaso del Himalaya —le saludó Riley,estrechándole la mano con entusiasmo en

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cuanto Laurence bajó del lomo de Temerario—.Y encima nos has traído una dragona capaz deexpulsar fuego. Sí, no he podido evitar oír hablarde ella. La Armada es un hervidero de rumoressobre ese tema. Creo que las naves del bloqueola vieron pasar por Guernsey y gracias a loscatalejos la vieron lanzar llamaradas sobre eseviejo montón de rocas.

»Pero bueno, me alegra mucho que volvamosa ser camaradas de a bordo —continuó—,aunque vas a estar más apretado. Ojaláhayamos hecho espacio suficiente para quetodos estéis cómodos. ¿Sois siete esta vez?

El marino hablaba con la más ferviente de lasamistades y tanta preocupación que Laurencese sintió invadido por una sensación dedeshonestidad y se vio obligado a soltar deforma brusca:

—Sí, esta vez viene la dotación al completo.Y debo decir, capitán, que vengo con unospasajeros, un misionero y su familia con destinoa Ciudad del Cabo. Apeló a mí ayer por la tarde.Es un esclavo manumitido.

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Se arrepintió de haber dicho esas palabras encuanto las hubo pronunciado. Había hecho elpropósito de llevar a cabo una presentación conmucho más tacto y fue muy consciente de quela culpabilidad le hacía sentirse tan torpe comopoco delicado. Riley se quedó mudo. En unintento de pedir disculpas, Laurence añadió:

—Lamento mucho no haberte podido avisarantes.

—Ya veo —se limitó a decir Riley de formacortante—. Puedes invitar a quien desees, porsupuesto.

No simuló ningún tipo de cortesía cuando unpoco más tarde, en el transcurso de esa mismamañana, el reverendo Erasmus subió a bordo,negándole incluso un saludo de bienvenida, locual hubiera supuesto una ofensa para losinvitados de Laurence, y mucho más siendo unhombre de Iglesia, pero fue superior a él cuandovio a la esposa del misionero sentada en el botediminuto que habían enviado a recogerlos, a ellay a dos niñas pequeñas, sin ofrecerles una sillade contramaestre colgada sobre la borda para

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izarlos y subirlos a bordo.—Señora, tranquila —le pidió, apoyándose

sobre la barandilla—. Limítese a sujetar a losniños. Los subiremos a bordo ahora mismo —luego se irguió y habló al Celestial—. Temerario,¿tendrías la bondad de levantar ese bote paraque la dama pueda subir a bordo?

—Oh, sin duda, y tendré mucho cuidado —contestó el dragón, y se inclinó por un costadode la nave, bien equilibrada gracias alcontrapeso de Maximus, situado en el otrocostado y todavía de un peso prodigioso a pesarde haber adelgazado tanto, y alargó con cuidadouna de sus enormes garras, la hundió por debajodel agua y la sacó chorreando por debajo delbote. La tripulación del bote se puso a protestara gritos y las dos niñas pequeñas se aferraron alas faldas de su madre, que no movió unmúsculo del rostro y no se permitió ni unamirada de ansiedad mientras duró toda laoperación, que fue rápida, y Temerarioenseguida dejó el bote sobre la cubierta dedragones.

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Laurence ofreció la mano a la señoraErasmus; ella la aceptó en silencio y en cuantohubo bajado del bote, alargó los brazos parasacar de allí a sus hijas, una tras otra, y luegohizo lo propio con su baúl de viaje y su bolsón.Era una mujer alta de rostro severo, constituciónrobusta, piel considerablemente más oscura quela de su esposo y el pelo oculto bajo un sencillopañuelo blanco. Advirtió a las dos pequeñasvestidas con dos inmaculados pichis blancos deque guardaran silencio y no molestaran. Ellas seapretaron con fuerza las manos.

—Roland, lleve a nuestros invitados hasta sucamarote —indicó Laurence a Emily en vozbaja con la esperanza de que la presencia de lamuchacha las tranquilizaría un poco, pues, parasu gran pesar, había llegado el momento derenunciar a cualquier intento de ocultar su sexo.El transcurso de un año había tenido susconsecuencias naturales sobre su figura,exactamente igual de bonita que la de su madre.Pronto iba a ser imposible engañar a nadie ycomo en lo sucesivo solo cabía negar lo

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evidente, únicamente restaba resignarse yesperar lo mejor. Por suerte, en este caso, noimportaba mucho lo que la familia Erasmuspudiera pensar de ella ni del Cuerpo, ya que ibana dejarlos bien lejos, en África.

—No hay razón para tener miedo —aseguróEmily a las niñas con aire despreocupado—, almenos no a los dragones, aunque en nuestroúltimo viaje por mar tuvimos algunas tormentasterrible.

Y así las dejó como habían estado antes,como una malva, y la siguieron dócilmente a sushabitaciones.

Laurence se encaró con el teniente Franks, almando de la tripulación del bote, que no habíadespegado los labios desde que le habían puestoentre los siete dragones, por mucho que estosparecieran casi dormidos.

—Temerario estará encantado de devolver elbote exactamente donde estaba, en el puerto,estoy seguro —dijo, pero sintió una punzada deculpabilidad cuando el joven farfulló sin logrararticular palabra y agregó—: Pero bueno, tal vez

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tenga usted que regresar.Franks asintió aliviado y el dragón volvió a

poner la barca en el agua.Después se dirigió a su camarote, mucho más

reducido que durante su anterior viaje, ya queahora debía compartir el espacio con otros seiscapitanes, pero le habían asignado uncompartimento orientado hacia la proa, dondetenía una ventana compartida, y eso era mejorque cualquier cabina de las que había tenido quesoportar en la Armada.

No tuvo que esperar demasiado. Riley acudióenseguida y llamó con los nudillos a la puerta,algo totalmente innecesario pues esta se hallabaabierta, y pidió por favor mantener unaconversación.

—Yo me haré cargo de eso, señor Dyer —ordenó Laurence al joven mensajero que en esemomento le estaba colocando sus pertenencias—. Tenga la bondad de ir a ver si Temerarionecesita algo y luego estudie sus lecciones.

Laurence no deseaba tener público.Riley cerró de un portazo.

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—Espero que se haya instalado a su plenasatisfacción —empezó Riley con fríaformalidad.

—Así es —Laurence no tenía intención deempezar la discusión. Si deseaba insistir sobre eltema, él también podía hacerlo.

—En tal caso, soy yo quien lamenta decir, y lolamento mucho, que he recibido un informe alcual no habría dado crédito de no haberlo vistocon mis propios ojos…

Todavía no se había puesto a pegar gritos yestaba en mitad de la frase cuando se abrió lapuerta e hizo acto de presencia CatherineHarcourt.

—Discúlpeme, por favor, pero llevo veinteminutos buscándole, capitán Riley, este barco esdemasiado grande. No voy a quejarme de ello,por supuesto, le estamos muy agradecidos por elviaje.

El capitán de la Armada farfulló unarespuesta tan amable como vaga mientras lemiraba fijamente a la coronilla. Ignoraba suverdadero sexo la primera vez que se

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encontraron, un encuentro que había duradopoco más de un día, y había sucedido la jornadaposterior a una batalla. Catherine era másesbelta que Jane y llevaba el pelo recogido haciaatrás de una manera muy cómoda gracias a sustrenzas de costumbre, pero el secreto habíadesaparecido durante su viaje previo a China yRiley había quedado muy sorprendido y lo habíacensurado.

—Y yo… espero… que estés cómoda… y tucamarote… —dijo en ese momento, tuteándola,y perdiendo el tono formal al dirigirse a ella.

—Ah, bueno, mi equipaje está almacenado.En algún momento encontraré mis cosas,supongo —dijo Harcourt con tono de eficiencia,haciéndose la tonta o totalmente ajena a latorpeza y a la tensión de Riley—. Eso no ha depreocuparle, lo importante son las cubas conarena de alquitrán, pues Lily debe apoyar lacabeza sobre una capa de la misma. Lamentomucho tener que preocuparle, pero hemos tenidouna fuga donde las guardábamos. Debemosconservarlas cerca de la cubierta de dragones

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por si ella tuviera que estornudar y tenemos quecambiársela enseguida.

El ácido de Largario era perfectamente capazde atravesar una nave, casco incluido, y hundirlaen caso de no ser visto a tiempo, y era un temadel máximo interés imaginable para el capitándel barco. Riley reaccionó con energía y olvidósu sofoco ante la preocupación práctica. Ambosacordaron depositar esas cubas en la cocina,debajo de la cubierta de dragones. Una vezdecidido esto, Catherine asintió y se loagradeció, y por último añadió:

—¿Nos acompañará usted a cenar?Esa era una familiaridad poco conveniente,

pero suya era la prerrogativa, por supuesto. Enun sentido estricto, Harcourt era la oficialsuperior de Laurence, ya que formalmenteseguía adscrito a la formación de Lily, pormucho que Temerario hubiera actuado siguiendoórdenes muy diferentes desde hacía tantotiempo que al propio Laurence le costabarecordar ese dato.

Pero todo sucedía de un modo muy informal,

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así que no pareció ofensivo cuando Rileyrespondió:

—Se lo agradezco, pero me temo que estanoche debo estar en cubierta.

Era una excusa muy amable y ella la aceptódada la sencillez de la misma y se despidió deambos con asentimiento de cabeza, dejándolos asolas otra vez.

Resultaba un tanto complicado retomar lascosas una vez que se había atemperado eseprimer impulso proporcionado por la rabia, peroellos pusieron empeño en encontrar la ocasión, ydespués de unos primeros compases más omenos moderados…

—Espero, señor, no tener que volver a ver alos tripulantes ni los botes de este barco objetode lo que, y créame que deploro llamarlo así, unaflagrante interferencia, efectuada no solo con laautorización, sino incluso con el estímulo de…

… Riley se dirigió de cabeza a una réplica porparte de Laurence:

—Y por mi parte, capitán Riley, me alegría novolver a presenciar cómo se desatienden de

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forma tan palmaria no solo los deberes decortesía generalmente reconocidos por todos,sino hasta la misma seguridad de los pasajerospor parte de la tripulación de una nave de SuMajestad. No pretendo insultar por insultar…

Pronto empezaron a decir de todo con lafinura que cabía esperar de dos hombreshabituados al mando y dar órdenes a plenopulmón, y su antigua amistad no parecióobstáculo para sacar a colación temas que ibana provocar las réplicas más airadas.

—No puede alegar usted que no habíacomprendido bien el orden de precedencia enestos casos —dijo Riley—. Esa excusa no levale. Le advertí. Conoce su deber a laperfección. Pero hala, usted puso a su animal enla cubierta de la tripulación y lo hizo adrede, sinpermiso alguno. Y podía haber solicitado unasilla si deseaba izar a alguien a bordo…

—Lo habría hecho de haber imaginado queeso era necesario, di por supuesto que esta erauna nave bien gobernada y cuando una damasubía a bordo…

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—Supongo que con lo de dama debemosreferirnos a algo un poquito diferente —seapresuró a replicar Riley con sarcasmo. Seavergonzó de inmediato y se puso colorado deltodo en cuanto se le escapó ese comentario.

Pero Laurence no estaba de ánimo paraesperar a que lo retirase y le replicó con enfado:

—Me entristece profundamente verme en laobligación de afearle razones impropias de uncaballero y otras consideraciones egoístas que lehan llevado a efectuar comentarios rayanos enlo intolerable sobre la persona y la respetabilidadde la mujer de un reverendo, y una madre, sinque además esta le haya dado razón alguna parasemejante escarnio, a menos que, tal vez, esosea una alternativa preferible al examen de lapropia conciencia…

La puerta se abrió de sopetón sin una llamadaprevia de aviso y Berkley asomó la cabeza en elcamarote. Ambos capitales enmudecieron deinmediato, unidos en una indignación antesemejante intromisión a la privacidad y a laetiqueta de un barco. Berkley hizo caso omiso a

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sus miradas fulminantes; estaba sin afeitar ytotalmente demacrado por el cansancio.Maximus había pasado muy mala noche despuésdel corto trayecto de su vuelo hasta llegar abordo y el capitán había dormido tan poco comoel dragón. No se anduvo por las ramas.

—En cubierta nos estamos enterando de todoy de un momento a otro Temerario va a ponersea levantar las planchas para meter aquí lasnarices. Por amor de Dios, atizaos bien el uno alotro en algún sitio discreto y acabad con esto deuna vez.

No tuvieron en cuenta semejante consejo,más adecuado para un par de escolares quepara dos hombres hechos y derecho, perodebían poner fin a la disputa después de eseclaro reproche. Riley pidió excusas y se marchóde inmediato.

—Me temo que a partir de ahora debo pedirteque seas tú nuestro interlocutor con el capitánRiley —le dijo Laurence a Catherine algo

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después, una vez que logró calmar su mal humortras pasear como un león enjaulado por suestrecho camarote—. Todos vamos a coincidiren que yo debería ser capaz de manejar esteasunto, lo sé, pero las aguas están tan agitadasque…

—Por supuesto, Laurence, no necesitas decirnada más —le interrumpió ella con un tonopráctico. La indiscreción de los aviadores lesacaba de quicio; había un acuerdo tácito parafacilitar la vida a bordo: se fingía no haber oídonada, ni siquiera aquello que era imposible nohaber escuchado. Apenas sabía cómo respondera la franqueza de sus compañeros—. Voy acenar con él a solas en vez de agasajarle conuna donde estemos todos, así no habrádificultades, pero estoy seguro de que seráscapaz de solucionar esto enseguida. ¿Merece lapena discutir cuando nos quedan tres meses denavegación por delante? A menos quepretendáis entretenernos a todos con loschismorreos de este asunto.

A él no le hacía la menor gracia convertirse

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en tema de conversación, pero tenía ladeprimente certeza de que sus mejoresperspectivas eran infundadas. No se habíanhecho comentarios imposibles de perdonar, perosí de olvidar, y muchos de ellos eran culpa suya,le daba mucha pena cuando se acordaba. Ensuma, aunque el honor no exigía que se evitaranel uno al otro, difícilmente iban a poder tener unarelación de camaradería como la de antaño, esonunca más. Se preguntó si él no tendría la culpaal seguir considerando a Riley como unsubordinado y si él no había abusado yademasiado de esa amistad.

Fue a sentarse junto a Temerario cuando lanave estuvo lista para levar anclas, desde dondeoyó los gritos y las instrucciones de la maniobra,tan conocidas para él, y sin embargo le parecíande lo más lejanas; no tenía sintonía alguna con lavida de a bordo, y eso le resultaba totalmenteinesperado. Era como si nunca hubiera sidomarino.

—Mira ahí, Laurence —le instó Temerario.Al sur del puerto podía verse un desigual

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puñado de dragones batiendo alas para alejarsedel cobertizo; a juzgar por la dirección de vuelodebían de dirigirse al puerto francés deCherburgo, o al menos eso supuso Laurence,pero no tenía a mano el catalejo y los aladosapenas eran una bandada de pájaros enlontananza, estaban demasiado lejos paradiscernir distintivos individuales de cada uno,pero mientras volaban, uno de ellos soltó unaexuberante llamarada, el brochazo de intensocolor amarillo anaranjado se recortó contra elcielo azul. Iskierka salía con un grupo demontaraces; por vez primera iba en una patrullade verdad, lo cual daba una medida exacta de lasituación desesperada que dejaban tras de sí.

—¿No nos marchamos demasiado pronto,Laurence? —preguntó el dragón, cada vez másimpaciente por ponerse en marcha—. Ojaláfuéramos a más velocidad. Yo estaría encantadode tirar del barco en cualquier momento —ofreció mientras se volvía para mirar a Dulcia.

La dragona se había acostado sobre el lomodel Celestial, donde permanecía sumida en un

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sueño intranquilo y tosía de forma espantosa tana menudo que ya ni se molestaba en abrir losojos.

Ella y Lily, con la cabeza metida en una grancuba de madera llena de arena, estaban todavíaen mucho mejor estado que el resto de laformación: el pobre Maximus había hecho elviaje hasta la nave en etapas cortas y muycómodas, y aun así lo había pasado fatal; lehabían asignado todo el lado opuesto de lacubierta de dragones y ya estaba durmiendo,ajeno al fortísimo bullicio circundante iniciado encuanto empezaron los preparativos para zarpar;junto a su costado yacía despatarrado Nitidus, elAzul de Pascal, cuando antes se hubierainstalado cómodamente sobre el lomo del CobreRegio. Immortalis y Messoria se acurrucaban alos costados de Lily en medio de la cubierta;cada vez tenían un color más parecido al de unlimón pálido, como la nata.

—Yo podría levantar las anclas en unperiquete. Lo haría bastante más deprisa —añadió Temerario.

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Habían levantado los masteleros y las vergasy ahora se afanaban en tirar del ancla de popa.Cuatro hombres jalaban con fuerza deldescomunal cabestrante cuádruple,imprescindible para poder levantar el ancla deproa. Los marineros de cubierta ya se habíandesnudado de cintura para arriba a pesar del fríomatinal para estar más cómodos mientras hacíanel esfuerzo. El Celestial habría podido ofrecerlesuna valiosa ayuda material, de eso no habíaduda, pero Laurence tenía la impresión de que,tal y como estaban las cosas, esta no iba a seraceptada.

—Solo debemos hacer una cosa: no estorbar.Se las arreglarán mejor y más deprisa sinnuestra ayuda.

Apoyó la palma de la mano en el costado deTemerario y desvió la mirada de una maniobraen la cual no participaban, para mirar el vastoocéano que los aguardaba.

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Segunda Parte

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Capítulo 6

—Oh, oh —dijo Temerario con tono muyextraño.

El dragón cayó de bruces y sobre el espacioabierto adyacente regurgitó unas tremendascantidades de comida.

Un hedor acre emanaba de la vomitona, unrevoltijo de color amarillento donde semezclaban restos reconocibles de hojas debanana, cuernos de cabra, cáscaras de coco ylargas láminas verdosas de algas con otrosinidentificables, como restos de huesos rotos yjirones de pelambreras.

Laurence se había apartado justo a tiempo yahora se revolvía contra los dos desventurados

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médicos que le habían administrado su últimoremedio al dragón y los increpó con ferocidad:

—¡Largo de aquí ahora mismo, Keynes! Ydesháganse de ese mejunje sin valor.

—¡No! Quedémonoslo, por favor, el brebaje yla fórmula —pidió el cirujano, sin atreverse apisar mucho, e inclinándose para olisquear eltarro que habían traído—. Un purgante puedesernos de utilidad en el futuro… si esto no es unsimple caso de empacho. ¿Te has sentido malcon anterioridad? —le preguntó Keynes aTemerario; este se quejó un poco y cerró losojos.

El Celestial se sentía muy mal y permanecíatumbado e inmóvil, aun cuando sí se habíaarrastrado un poco por el suelo para alejarse delos alimentos vomitados, un montón hediondo yhumeante incluso a pesar del intenso calorestival. Laurence se cubrió la boca y la narizcon un pañuelo e hizo señales a la tripulación detierra para que trajeran las palas, recogieran elvómito y lo enterraran cuanto antes.

—Me pregunto si esto no será efecto de las

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proteáceas —comentó Dorset con aire ausentemientras tomaba un palo e iba más allá del botepara hurgar en los restos de flores—. Meparece que hasta ahora no lo habíamos usadocomo ingrediente. La vegetación de El Cabo esúnica en el reino vegetal. Debo enviar a loschicos a por más plantas.

—Estamos muy contentos de habersatisfecho su curiosidad. Sin duda, es algo que élno había probado nunca. Quizá deberíanconsiderar ustedes su procedimiento para que novuelva a ponerse malo —le increpó Laurence, yse marchó junto al dragón antes de dejarsellevar otra vez por el mal humor y la frustración.Puso la mano sobre el hocico del Celestial, querespiraba agitado, pero aun así, este torció lagorguera en un intento de insuflarle ánimos.

»Roland, Dyer, recojan un poco de aguamarina de debajo de la dársena —ordenó elcapitán mientras tomaba una tela empapada enagua fría y le limpiaba el hocico y las fauces.

Habían llegado a Ciudad del Cabo hacía dosdías muy predispuestos a la experimentación.

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Temerario se hallaba dispuesto a olisquear odevorar lo que le ofreciera el primero quepasara por si podía tratarse de una cura, y arecordarlo, por supuesto. Hasta ahora no habíahabido éxito alguno, y Laurence estabapreparado para considerar este último episodiocomo un fracaso sin paliativos, dijeran lo quedijeran los cirujanos.

El aviador no sabía cómo negarse, pero teníala impresión de que estaban intentando hacer unpoco de curandería a la manera local, sinalbergar esperanza alguna de éxito, y tantoexperimento arriesgado ponía en peligro la saluddel dragón.

—Ya me encuentro bastante mejor —informóTemerario, pero cerró los ojos de pura fatigamientras lo decía. Se negó a comer nada másdurante el día siguiente, aun cuando si pidió algo:

—Me encantaría tomarme un té si eso nofuera mucho problema.

Gong Su utilizó la cantidad usada durante unasemana para preparar una gran tetera, peroluego, para su repugnancia, le echaron un ladrillo

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de azúcar. En todo caso, Temerario lo bebió congran satisfacción una vez se hubo enfriado ydespués se empeñó en declararse totalmenterecuperado, pero aún no tenía buen aspectocuando Emily y Dyer regresaron del mercadocon la lengua fuera, pues habían cargado todaslas compras del día en bolsas de malla y bolsosde hombro que hedían a diez metros dedistancia.

—Bueno, veamos —dijo Keynes mientrasempezaba a vaciar el contenido con el concursode Gong Su.

Habían traído muchas verduras locales ytambién una enorme fruta colgante, como unñame descomunal; el cocinero la tomó y empezóa golpearla contra el suelo sin lograr abrir ni unagrieta en la piel, así que la llevó al barco, dondeel herrero se la abrió a golpes en la forja.

—Es el fruto del árbol de las salchichas[9] —explicó Emily—, aunque tal vez no esté lobastante maduro. Hoy también hemosencontrado hua jiao en un tenderete malayo —añadió Emily, mostrando al capitán una pequeña

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cesta con semillas de pimienta roja por lascuales Temerario sentía debilidad.

—¿Y el hongo? —se extrañó Laurence.Todos se acordaban de aquel espécimen de

olor tan desagradable, lo conocían de su primeravisita, cuando sus efluvios habían dejadoprácticamente inhabitable todo el castillo.Laurence depositaba una parte de su feinstintiva de marino en los remedios que podíancalificarse como «desagradables» y en secretohabía puesto la mayor parte de sus esperanzasen eso, pero seguramente era una plantasilvestre que nadie cultivaba, algo lógico, puesnadie en sus cabales habría comido a sabiendassemejante cosa, y al parecer no era posible darcon ella a ningún precio.

—Encontramos a un chico que chapurreabaalgo de inglés. Prometimos pagarle en oro si nostraían un poco —metió baza Dyer.

Durante la estancia anterior habíanconseguido dicho hongo gracias a que se lohabían traído cinco muchachos nativos comomera curiosidad.

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—Quizá podríamos limpiar la semilla ymezclarla con otros frutos nativos —sugirióDorset mientras examinaba la hua jiao y laextendía con un dedo—. Podrían usarse enmuchos platos diferentes.

Keynes gruñó y se sacudió las manos cuandoterminó de inspeccionar al Celestial.

—Por ahora, vamos a dejar tranquilas lastripas del dragón otro día más para que salgatoda la excrecencia. Cada vez soy más de laopinión de que ha de ser el clima el que loscure… si es que sacamos algún beneficio deeste viaje, claro.

Tomó el palo usado para remover lasverduras y lo hundió varios centímetros enaquella tierra seca y apelmazada quepermanecía unida solo por la telaraña de raíceslargas y finas de una hierba corta y amarillentacuyos obstinados rizos eran la única muestra devida vegetal. Estaban a primeros de marzo, y,por tanto, se hallaban sumidos en lo máscaluroso del verano local, y el bochornoconstante convertía ese suelo duro en una piedra

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al rojo que brillaba de calor durante las horascentrales del día.

Temerario salió de su sueño reparador, abrióun ojo y muy poco convencido apuntó:

—Es agradable, pero no hace mucho máscalor que en el patio de Loch Laggan.

La sugestión distaba de ser satisfactoria,máxime cuando la cura no podía probarse hastala llegada del resto de los dragones.

Y por el momento se hallaban solos, aunqueesperaban a diario la llegada de la Allegiance.En cuanto la ciudad de El Cabo estuvo adistancia de vuelo, Laurence había hecho subir abordo de Temerario a los cirujanos, unos cuantoshombres y vituallas y volaron hacia allí paraempezar cuanto antes con la desesperadaempresa de dar con la cura.

No había sido una simple excusa, pues susórdenes eran inequívocas: «buscarla sin lamenor dilación», y la tos entrecortada y bullentede Maximus se había convertido en un acicatepara todos. Pero a fuer de ser sincero, Laurencepoco había lamentado el haberse ido, pues Riley

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y él no habían hecho las paces, en absoluto.

Laurence lo había intentado en varias ocasiones,unas de ellas a las tres semanas de viaje; sedetuvo bajo cubierta cuando se cruzaron porcasualidad y se quitó el sombrero, pero Riley selimitó a llevarse la mano al reborde del suyo ypasó de largo, aun cuando se le pusieroncolorados los mofletes. El aviador se enfadó otrasemana, lo bastante como para rechazar unaoferta para compartir una de las cabras lecherasdel barco cuando la que le proporcionaron a élse secó y hubo que darla a los dragones.

Entonces la culpa ganó otra vez y le dijo aCatherine:

—¿Qué te parece si invitamos a cenar alcapitán y a sus oficiales?

Hizo la oferta en cubierta, donde pudiera oírlecualquiera con un mínimo de curiosidad, con elpropósito de que cuando se enviara la invitaciónesta no perdiera su condición de oferta de paz,pero aunque Riley y sus oficiales acudieron, este

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se mostró muy retraído y poco comunicativodurante toda la cena, y solo contestaba cuandose dirigía a él Catherine, y no levantó los ojos delplato bajo ningún concepto. Sus oficiales no ibana hablar sin que él u otro capitán les dirigieran lapalabra, así que se convirtió en una escenainusual y silenciosa, máxime cuando losaviadores más jóvenes tuvieron que contenerseante la incómoda sensación de que sus modalesno encajaban con la formalidad de la ocasión.

A la marinería no le gustaban los dragones nilos aviadores, nunca lo habían ocultado, y ahora,con los oficiales a la greña, menos que nunca. Elmiedo azuzaba con fuerza la hostilidad entre losmarineros, incluso entre quienes habíannavegado con Laurence y Temerario en elanterior viaje a China. No era lo mismo undragón que siete, había una diferencia notable, ylos violentos ataques de tos y los estornudos queconvulsionaban a las pobres criaturas y lesconsumían las fuerzas solo los hacían mástemibles e impredecibles a los ojos de losmarineros, que apenas se atrevían a

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encaramarse al palo de trinquete por hallarseeste demasiado cerca de los alados.

Y había algo todavía peor: ninguno de losoficiales les corregía con severidad por esavacilación, una actitud llamada a dar resultadosinevitables y predecibles. El trinquete perdió losestays cerca de la costa y fue necesarioabroquelar por culpa de la lentitud con que loshombres se movían en la cubierta de dragones alapartar las lonas de foques y contrafoques. Pordesgracia, la maniobra turbó a los alados,haciéndoles toser, y por un momento la molestiaestuvo en un tris de convertirse en una tragedia.Nitidus chocó contra los cuartos traseros deTemerario y golpeó de lado a Lily en la cabeza.

La pringosa cuba con arena de alquitrán rodócon voluminosa majestad por el borde de lacubierta de dragones y acabó hundiéndose enlas aguas del océano.

—Sobre la borda, cariño, pon la cabeza sobrela borda —gritó Catherine.

Todos los miembros de la tripulación de Lilycorrieron como un solo hombre a la zona de

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cocina para reemplazar la cuba. La dragona hizoun esfuerzo ímprobo para arrastrarse haciadelante y se aferró precariamente al borde de lanave, con la cabeza sobre las olas y losmúsculos de las paletillas tensos a causa delesfuerzo que estaba haciendo para no toser,pero entre tanto, goteaba ácido por los espolonesóseos y este formaba humeantes reguerososcuros que siseaban al deslizarse sobre loscostados alquitranados de la Allegiance; lafragata navegaba de través, así que el propioviento empujaba las gotas corrosivas contra lamadera.

—¿Quieres que te aleje del barco? —lepreguntó Temerario, lleno de ansiedad, mientrasempezaba a desplegar las alas—. ¿Te subes ami lomo?

Era una maniobra peliaguda cuando habíacondiciones óptimas, es decir, sin un dragónchorreando ácido por las fauces, y esosuponiendo que Lily estuviera en condiciones desubirse encima del Celestial.

—¡Temerario! —le llamó Laurence, y en vez

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de eso, le sugirió otra opción—: Prueba a ver silogras romper la cubierta… aquí.

El dragón volvió la cabeza. Laurence tenía enmente que Temerario arrancase unas planchas,pero en vez de eso, este abrió las fauces sobreel lugar indicado y probó a dar una versiónextraña y reducida de su habitual rugido. Cuatrotablones se resquebrajaron y se abrió un boqueteen la madera y una amarra cayó justo por elhueco hacia las cabezas de los sorprendidoscocineros que, aterrados, se agacharon y sepusieron a cubierto.

El espacio no era lo bastante ancho, perotrabajaron como posesos para agrandarlo ahachazos y enseguida Temerario pudo subir unacuba directamente a través del hueco. Lilyapoyó el hocico sobre la arena y presionó sobrela misma antes de toser sin cesar durante muchotiempo y de forma lastimosa. La arena dealquitrán siseó, humeó y empezó a oler fatal porculpa de los efluvios del ácido. Por otra parte, elreborde recortado del agujero estaba lleno depuntas que amenazaban los vientres de los

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dragones y dejaban escapar todo el vapor de lacocina, que era lo que los mantenía calientes.

—¡Menuda desgracia! Como si navegáramoscon un capitán francés —soltó Laurence, y noen voz baja precisamente.

Habían venido navegando en ceñida casi todoel tiempo, y a él no se le quitaba de la cabezaque eso era demasiado peligroso para un barcotan grande y pesado, y más todavía cuandoavanzaba con una carga de tantos dragones.

Riley apareció en el alcázar en ese momentoy el sonido de su voz furibunda pidiendo unaexplicación de lo ocurrido a Owens, el oficial depuente, y dando nuevas órdenes a los marinos,se hizo oír en todo el barco, exactamente igualque la de Laurence. Riley dejó de soltarinvectivas durante unos instantes, y luego, deforma abrupta, cesó de decirlas.

El marino presentó unas disculpas formalespor el incidente con su poca labia habitual, perosolo a Catherine. La abordó al final de lajornada, cuando abandonaba la cubierta dedragones para dirigirse a su camarote, en lo que

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Laurence solo pudo imaginar como un plan paraevitar tener que hablar delante de todos losaviadores, pero a ella se le había soltado el pelode las trenzas, el humo le había dejadomanchurrones en la cara cubierta de hollín y sehabía quitado el sobretodo debajo de lamandíbula de Lily, donde la dragona se rozabacon el borde de la cuba, a fin de acolchar esecontacto. Cuando él la abordó, la capitana metiólos dedos entre el pelo y lo soltó por completoalrededor de su cara; y entonces, se le olvidó eldiscurso tan cuidadosamente preparado y solofue capaz de decir:

—Le pido perdón… Lamentoprofundamente…

Parecía muy confundido, y ella, agotada, leinterrumpió:

—Sí, sí, por supuesto… Usted procure que novuelva a ocurrir. Y mándenos a los carpinterospara que mañana hagan las reparaciones cuantoantes. Buenas noches.

Y le rozó al pasar mientras bajaba a sucamarote.

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Ella no pretendía decir nada con esa actitud,estaba cansada, eso era todo, pero podía dar laimpresión de haber sido cortante para alguienque no la conociera, por mucho que no setratara de una estratagema social para expresarofensa. Y tal vez Riley estaba avergonzado. Encualquier caso, al día siguiente todos loscarpinteros de a bordo se habían puesto atrabajar en la cubierta de dragones antes inclusode que se levantaran los aviadores y actuabansin una palabra de queja ni una muestra demiedo, y eso que sudaron lo suyo, en especialcuando los dragones se despertaron ycomenzaron a estudiar la reparación de cerca ycon interés. Al final del día no solo habíanreparado los daños, sino que además habíanconstruido una escotilla de fácil manejo quecomunicaba la cubierta con la cocina por si eranecesario volver a repetir la operación.

—Bueno, a eso le llamo yo un buen trabajo—dijo Harcourt, aunque Laurence teníaagravios pendientes por la primera negligencia, yentonces añadió—: Deberíamos darle las

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gracias.Catherine le miró con el rabillo del ojo. Él no

dijo nada y tampoco quiso hacerle cambiar deparecer. La capitana invitó a cenar a Riley otravez, pero en esta ocasión Laurence tuvo buencuidado de no presentarse al ágape.

Eso puso punto y final a cualquier esperanza desolución. El resto de la singladura transcurrió enmedio de una fría distancia entre ambos: apenashubo un breve intercambio de saludos hecho conel menor aspaviento posible cuando se cruzabanen cubierta o debajo de ella. No había nadaagradable en viajar a bordo de una nave cuandose tiene un enfrentamiento abierto y enconadocon el capitán, cuyos oficiales eran igualmentefríos si no habían servido nunca con Laurence ose mostraban muy distantes e incómodos en supresencia. Este roce constante y la frialdad de laoficialidad de la nave refrescaban a diario nosolo la pena por la disputa, sino también surencor hacia el airado Riley.

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Aquello solo trajo consigo una cosa buena:Laurence entró en contacto más estrecho conlos otros capitanes del Cuerpo y se familiarizócon sus costumbres al no tener participaciónalguna en la vida del barco. Esta vez viajabacomo aviador, no solo en teoría, sino también enla práctica, una experiencia muy diferente y sesorprendió al darse cuenta de que lo prefería. Abordo tenían poco trabajo: los alados habíanterminado de comer a mediodía y lastripulaciones limpiaban enseguida la cubierta dedragones con piedra pómez —lo hacían lo mejorposible sin obligar a los animales a moversedemasiado—; luego, le tomaban la lección a losmás jóvenes; y después tenían libertad parahacer lo que quisieran, toda la libertad que fueraposible en el atestado espacio de la cubierta dedragones y la media docena de camarotes dedebajo.

—¿Te importa si retiramos el mamparo,Laurence? —le preguntó Chenery la tercerajornada de viaje mientras Laurence se dedicabaa poner al día su correspondencia, un hábito que

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había descuidado mucho en tierra—. Nosgustaría montar una mesa para jugar a lascartas, pero estamos de lo más apretujado.

La petición era un tanto anómala, pero élaccedió, pues era muy agradable recuperar eseespacio mayor del primer viaje y escribir lacorrespondencia teniendo como ruido de fondoel cordial de las partidas y la conversación deljuego. Acabó por convertirse en una prácticaque las tripulaciones retirasen los mamparos sinpreguntar en cuanto sus capitanes se hubieranterminado de vestir y volvieran a ponerlas solopara dormir.

Hacían las comidas casi siempre juntos; en lamesa presidida por Catherine reinaba unabulliciosa atmósfera de cordial camaradería ytodos conversaban haciendo caso omiso a lasreglas de etiqueta y los oficiales subalternos sesentaban a una mesa donde siempre estabanmuy apretados en función del orden de llegada yno del rango; después subían a cubierta para elbrindis, seguido de café y cigarros en compañíade sus dragones, a los que administraban un

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posset[10] contra la tos, por el alivio quepudiera darles, aunque fuera poco, en las últimashoras de la tarde. Después de las comidas,Laurence acostumbraba a subir para leerlelibros a Temerario, a veces escritos en latín yfrancés, y el Celestial hacía funciones deintérprete para que sus compañeros loentendieran.

El aviador se hacía cargo de la singularidadque tenía Temerario entre los dragones por suerudición. Al principio apeló a su pequeñabiblioteca de novelas con el fin de que laslecturas sirvieran para todos y reservaba paraTemerario los tratados científicos ymatemáticos, que a él mismo le costabaentender. Gran parte de estos interesaba a losalados tan poco como había previsto, pero sellevó una sorpresa de aúpa mientras leía unaburrido y desquiciante tratado de geometría,pues cuando llegaron a los círculos, Messoriadijo con soñolencia:

—Sáltate eso un poco y lee más adelante. Nonecesitamos que nos demuestren algo cuando

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sabemos que es correcto.No tenían ningún tipo de dificultad con la

noción de que un curso curvo y no uno en línearecta era la distancia más corta para lanavegación, una idea que al propio Laurence lehabía costado una semana asimilar cuandoestudiaba para sus exámenes de teniente en laArmada.

A la tarde siguiente se vio interrumpido en suslecturas por una discusión: Nitidus y Dulcia seenfrentaron a Temerario por los postulados de lageometría euclidiana, pues encontraban ilógico elde las líneas paralelas.

—No estoy diciendo que sea correcto —precisó el Celestial—, pero debéis aceptarlocomo hipótesis para poder seguir, porque todo lodemás en la ciencia se basa en él.

—Pero entonces, ¿qué utilidad tiene? —saltóNitidus, lo bastante agitado como para mover lasalas y sacudir la cola contra el costado deMaximus, este farfulló un reproche, pero sinllegar a despertarse—. Si comienza así, tododebe estar equivocado.

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—No, no está equivocado, solo… no es tansencillo como los otros postulados, eso es todo—contestó Temerario.

—Está mal, por supuesto que es erróneo —gritó Nitidus con decisión.

—Considéralo un momento, Temerario —arguyó la Cobre Gris con más calma—: sicomenzaras a volar en Dover y yo al sur deLondres, y los dos avanzáramos rumbo norte enla misma latitud, ambos deberíamos acabar en elPolo Norte si no cometiéramos un error ennuestra derrota, así pues, ¿de qué sirve discutirsobre unas líneas rectas que jamás vamos aver?

—Bueno, eso último es totalmente cierto —admitió el Celestial, rascándose la frente—, peroos aseguro que el postulado cobra sentido siconsideráis los útiles cálculos y las hipótesismatemáticas a las que se llega si empiezasdándolo por bueno. Por ejemplo, el diseño de unbarco como este sobre el que estamos se hahecho a partir del quinto postulado, imagino…—una chispa de comprensión relució en los ojos

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de Nitidus; el dragón lanzó a la Allegiance unamirada cargada de dudas. Temerario prosiguió—: Pero supongo que también puede hacersesin él, o al contrario…

Los tres dragones juntaron las cabezas sobreel tablero de arena de Temerario y empezaron ainventar su propia geometría, descartandoaquellos principios incorrectos a su juicio, yterminaron convirtiendo el desarrollo teórico dela misma en un juego que los entretuvo muchomás que cualquier otra distracción en la queLaurence hubiera visto tomar parte a losdragones. Los oyentes aplaudían las nocionesparticularmente imaginativas como si fueranrepresentaciones.

El proyecto no tardó en extenderse y reclutara todos, atrapando la atención tanto de dragonescomo también de sus oficiales y Laurence se vioobligado a incorporar a los contados aviadorescon dotes caligráficas, pues los dragonesempezaban a ampliar su querida teoríageométrica más deprisa y él no daba abastopara copiar todo cuanto le dictaban los alados

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que, en parte por una curiosidad intelectual, y enparte porque les encantaba la representaciónfísica de su trabajo, insistían en tener una copiapara cada uno, y la trataban del mismo modoque Temerario con sus bienamadas joyas.

Poco después, Laurence sorprendió aCatherine diciéndole a Lily:

—Te conseguiré una edición de lujo y tambiénese libro tan bonito que os lee el capitánLaurence solo si comes un poco más todos losdías: hala, toma, dale unos bocados más a esteatuncito.

Y ese soborno tuvo éxito allí donde todos losdemás intentos habían fracasado.

—Vale, quizá un poco más —aceptó Lily; yluego, con aire heroico, añadió—: ¿Podría tenercabeceras doradas como aquel?

Laurence había disfrutado de toda aquellaconfraternización, aun cuando estaba un pocoavergonzado de encontrarse anteponiendo lo queen justicia no era sino una forma paupérrima de

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ir tirando, ya que a pesar de todo el coraje ybuen ánimo de los dragones, mejorado por elinterés del viaje por mar, los animales seguíantosiendo y sus pulmones empeoraban poco apoco, y lo que de otro modo hubiera sido uncrucero de placer continuó cubierto por unsudario sin límites: los aviadores subían acubierta todas las mañanas y ponían a trabajar asus tripulaciones en la limpieza de mucosidadesensangrentadas y otros restos que habíanquedado sobre cubierta tras una noche depenalidades y todas las noches se dormían conel acompañamiento de los estornudos y losjadeos de la cubierta superior, ya que, en elfondo, todo ese alboroto y toda esa alegría teníaun lado artificial y agotador y había en ellosmucho más deseo de evitar el miedo que deauténtico placer: era tocar la lira mientras Romaardía.

El sentimiento no era exclusivo de losaviadores. Riley podía haber dado otras razonespara no preferir tener a bordo al reverendoErasmus, ya que la Allegiance ya estaba

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abarrotada de pasajeros, la mayoría de ellos selos había impuesto el Almirantazgo, y todoshabían traído mucho equipaje. Algunos se habíanbajado en Madeira para embarcar allí en otranave con rumbo a las Antillas o a Halifax, perola mayoría se dirigía a la provincia de El Caboen condición de colonos y otros pocos seguíanrumbo a la India. Era una emigración de lo másincómoda, y aunque a Laurence no le gustabapensar mal de perfectos desconocidos, se vioforzado a concluir que la razón principal de lamisma era el miedo a la invasión.

No obstante, tenía alguna prueba para esasospecha. Los pasajeros hablaban con tristezade las pocas posibilidades de paz y pronunciabancon temor el nombre de Bonaparte cuando habíatenido ocasión de oírles hablar mientras tomabanel aire en el lado de barlovento del alcázar.Estaban separados por la cubierta de dragones,lo cual daba pocas posibilidades para lacomunicación, pero tampoco el pasaje hacíademasiados esfuerzos por mostrarse amistoso.Una de esas contadas ocasiones se produjo

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cuando comió con el reverendo Erasmus. Elclérigo no se puso a contar chismes, porsupuesto, pero formuló una pregunta reveladora:

—Capitán, en su opinión, ¿la invasión deInglaterra es un hecho seguro?

La nota de curiosidad con que habló lepermitió deducir que ese era un tema deconversación muy habitual entre los pasajeroscon quienes habitualmente comía y cenaba.

—Lo único cierto es que a Bonaparte legustaría intentarlo y que es un tirano que hace loque quiere con su ejército —respondió Laurence—, pero si es tan audaz como para probarsuerte una segunda vez después del estrepitosofracaso de la primera invasión… confío en quevolverá a ser rechazado —era una exageraciónpatriótica, pero no tenía sentido menospreciarsus posibilidades en público.

—Me alegra mucho oírselo decir —repusoErasmus, y al cabo de un momento, añadió congesto caviloso—: Esto debe ser la confirmaciónde la doctrina del pecado original, o eso creo.Todas las nobles promesas de libertad y

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fraternidad con que advino la RevoluciónFrancesa se han visto ahogadas enseguida por lasangre y el dinero. El hombre viene de lacorrupción y no puede alcanzar la gracia sololuchando por la victoria sobre las injusticias deeste mundo, también debe luchar por Dios yobedecer sus mandamientos.

Laurence se sintió un tanto incómodomientras le ofrecía al reverendo una bandeja deciruelas cocidas al horno en vez de darle larazón, lo cual le hubiera hecho sentirsedeshonesto. Era consciente de no asistir a losoficios religiosos la mayor parte del año, dejandoa un lado la misa dominical a bordo, donde elseñor Britten, el capellán del barco, les soltabaun sermón con una notable falta de inspiración ysobriedad, y a menudo él prefería ir a cubierta ysentarse junto a Temerario. Por eso, optó porinterrumpir a Erasmus y se aventuró apreguntarle:

—¿Supone usted que los dragones estánsujetos al pecado original, reverendo?

Esa pregunta le asaltaba en vez en cuando.

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Jamás habría logrado interesar al Celestial en laBiblia, y su lectura inducía al dragón aformularse una serie de preguntas blasfemas, asíque el aviador había optado por renunciarcompletamente, llevado por la sensación, untanto supersticiosa, de que aquello era invocardesastres mayores.

Erasmus lo consideró durante unos minutos yluego le dio las razones por las cuales, en suopinión, no lo estaban:

—La Biblia lo habría mencionado con todaseguridad de haber sido así, lo habría dicho sihubieran probado el fruto prohibido, además deAdán y Eva, y aunque presentan ciertassimilitudes con la serpiente, el Señor castigó a laserpiente a arrastrarse sobre su vientre; losdragones, por el contrario, son criaturas del airey no es posible considerarlas bajo la mismainterdicción —añadió convincente. Eso hizo queLaurence subiera esa tarde a cubierta con elcorazón más alegre e intentase convencer aTemerario de que comiera un poco más.

Aunque el Celestial no estaba enfermo, se

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había ido apagando y estaba decaído porafinidad con el malestar de los restantes alados,y comenzó a desdeñar la comida por un motivo:se avergonzaba de su apetito al no tenerlo suscongéneres. Laurence hizo lo posible porpersuadirle y camelarle, pero con poco éxitohasta que al final Gong Su subió a la cubierta dedragones y le habló en un mandarín de lo másflorido. El aviador entendía una de cada seispalabras, pero el Celestial le comprendió de pe apa: el cocinero chino le anunciaba su renuncia ala vista de que su comida ya no era aceptada, yse embarcó en un elaborado discurso sobre eldescrédito y una mancha a su honor, el de sumaestro, el de su familia, imposible de reparar, ypor tanto tenía ocasión de volver a su hogar a lamenor oportunidad, pues no veía otra alternativaque desaparecer de la escena de su fracaso.

—Pero cocinas muy bien, lo prometo, essolo… Ahora mismo no tengo hambre —protestó Temerario.

—Eso únicamente son buenas palabras —yluego, añadió—: La buena cocina te abre el

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apetito aunque no lo tengas…—Pero si tengo hambre… —admitió al fin el

dragón y miró con tristeza a sus compañerosdormidos; y luego, suspiró cuando Laurence leinsistió:

—No haces bien pasando hambre, amigo mío,y con eso les causas a todos un perjuicio, puesdebes estar fuerte y sano cuando lleguemos a ElCabo.

—Ya, pero me siento un tanto extraño: comeque te come cuando todos los demás han dejadode hacerlo y se ponen a dormir. Me siento comosi les estuviera buscando las vueltas, como si lesescondiera comida y ellos no lo supieran —admitió el Celestial.

Era una forma muy extraña de ver lasituación, en especial porque él jamás habíamostrado el menor reparo en comer más quesus compañeros mientras estaban despiertos nien preservar con celo sus propias comidas de laatención de los demás dragones. Sin embargo,tras esa admisión, empezaron a darle de comerdosis más pequeñas y en más veces, siempre

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mientras los otros dragones estaban despiertos,y Temerario ya no hizo gala de ese rechazoextremo, ni siquiera cuando los demás senegaban a ingerir más alimentos.

Aun así, la situación le hacía muy desdichado,como a Laurence, y empeoró cuando navegaronhacia el sur. Riley tuvo la precaución decabotear sin alejarse mucho de la costa. Nohicieron escala en Cape Coast ni en Luanda nien Benguela, puertos que, vistos de lejos,parecían de lo más apetecibles y vistosos con unmar de mástiles y velas blancas arracimadasunas junto a otras, pero tenían muy a mano unrecordatorio siempre presente de cuál era susiniestro negocio: una miríada de tiburonesinfestaban las aguas con avidez a la espera deseguir la estela de algún barco, como perrosacostumbrados al habitual trasiego deembarcaciones esclavistas entre esos puertos.

—¿Qué ciudad es esa? —le preguntó depronto la señora Erasmus; había subido a tomarel aire en compañía de sus hijas, a las que, poruna vez, había dejado solas; ambas permanecían

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en un decoroso segundo plano, al amparo de unasombrilla que sostenían entre las dos.

—Benguela —contestó Laurence,sorprendido de que le dirigiera la palabra, puesnunca había hablado con él en casi dos mesesde singladura.

Jamás había buscado la ocasión de manteneruna conversación casual y tenía por costumbremantener la cabeza gacha y hablar en voz baja,y cuando lo hacía, hablaba con un marcadoacento portugués. El aviador había sabido delabios del reverendo que su esposa se habíaganado la manumisión poco antes de casarse, yno por la indulgencia de su amo, sino por la malafortuna del rico terrateniente brasileño: este sedirigía a Francia en viaje de negocios cuando losingleses apresaron la nave donde viajaba depasajero. Ella y el resto de los esclavos fueronliberados cuando la presa atracó en Portsmouth.

La mujer se irguió cuan alta era con ambasmanos en la barandilla, a pesar de estar muyacostumbrada al cabeceo de la nave y apenasnecesitar esa sujeción; y permaneció con los

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ojos allí clavados durante mucho tiempo, inclusocuando las niñas se cansaron del paseíto yabandonaron la sombrilla y el decoro paraponerse a escalar por los cabos con Emily yDyer.

«Brasil es el punto de destino de muchosbarcos negreros que salen desde Benguela»,recordó Laurence, mas no le hizo preguntaalguna y se limitó a ofrecerle el brazo paraayudarle a bajar y también le preguntó sideseaba algún refresco. Ella rehusó las doscosas con un simple movimiento de cabeza;soltó una palabra en voz baja para llamar a sushijas al orden, estas, avergonzadas, dejaron dejugar, y su madre se las llevó al camarote.

No había más puertos esclavistas después dehaber dejado atrás Benguela, tanto por lahostilidad de los nativos a la trata como por loinhóspito de la costa, aunque el clima opresivoimperante a bordo tampoco era mucho mejor.Laurence y Temerario salían a volar confrecuencia a fin de escapar del mismo y sedirigían a la orilla, más cerca de lo que Riley iba

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a acercar la Allegiance nunca, y así podíancontemplar la costa africana, a veces, cubiertapor la vegetación; otras, un montón de rocasazafranadas diseminadas sobre un lecho dearena amarilla y algunas veces, una larga yestrecha franja anaranjada de desierto, dondesolía haber esos bancos de niebla tan temidospor los marineros. El oficial de guardia lesllamaba cada hora para sondar el lechooceánico, sus gritos eran voces lejanasamortiguadas por un sudario de bruma. De tantoen tanto lograban atisbar a algunos negros en lacosta; estos, a su vez, los observaban concautela y atención, pero la mayor parte deltiempo se trataba de una vigilancia muda,permanecían sumidos en un silencio solo rotopor el chillido de las aves.

—Laurence, seguramente desde aquí podremosllegar a Ciudad del Cabo, y mucho más deprisaque la Allegiance —opinó el Celestial un día,harto de la atmósfera reinante a bordo, cada vez

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más opresiva.Sin embargo, faltaba cerca de un mes a bordo

antes de llegar a ese puerto y el interior del paísera demasiado peligroso como para arriesgarsea un viaje excesivamente largo sobrevolando elcontinente africano, insondable, salvaje, capazde devorar partidas de hombres sin dejar rastro,tal y como había ocurrido con un dragón correoque habían visto planear sobre la línea costeraantes de desaparecer. Pero aun así, laposibilidad de borrar de un plumazo todas laspenalidades del viaje por mar y propiciar unavance más rápido de la crucial investigación,por la cual habían acudido hasta allí, hacían quela sugerencia resultase cada vez más atractiva.

Laurence se convenció de que no debíaabandonar la idea de marcharse antes una vezque estuvieran lo bastante cerca como parallegar a Ciudad del Cabo en un solo día de vuelo,aun cuando esa jornada iba a ser extenuante.Este incentivo bastó para que Temerarioempezara a alimentarse adecuadamente yrealizara aburridos vuelos en torno a la

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Allegiance con el fin de ganar fortaleza, y nadiepuso especiales objeciones a su partida.

—Si estáis absolutamente convencidos de quevais a poder llegar sanos y salvos… —respondióCatherine, mostrando solo la prevención derigor. En el fondo, todos los aviadores sinexcepción compartían el deseo urgente deponerse manos a la obra cuanto antes ahora queestaban tan cerca.

Pusieron al corriente a Riley de forma oficial.—Obre como le plazca, por supuesto —

contestó el capitán del barco sin mirar aLaurence a la cara y bajó la cabeza hacia susmapas, fingiendo hacer cálculos, una pretensiónen la que fracasó estrepitosamente. Laurenceera de sobra consciente de la incapacidad deRiley para hacer una suma sin garabatearla enun papel.

—No voy a llevarme a toda la dotación —anunció Laurence a Ferris; este pareciódesalentado, pero no protestó más de la cuenta.

Keynes y Dorset iban a viajar, por supuesto, yotro tanto podía decirse de Gong Su, pues los

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cocineros del príncipe Yongxing habíanexperimentado con verdadero entusiasmo en losproductos locales durante la primera visita a ElCabo, y esa era una de las principalesesperanzas de los cirujanos para reproducir lacura.

—¿Crees que vas a ser capaz de prepararesos ingredientes como solían hacer ellos? —lepreguntó Laurence a Gong Su.

—¡No soy un cocinero imperial! —protestó elchino, y para consternación de Laurence,procedió a explicarle que el estilo de cocina enel sur de China, de donde él procedía, eracompletamente distinto—. Haré cuanto esté enmi mano, pero los cocineros del norte suelen serbastante malos —añadió en un ataque deprovincianismo.

Roland y Dyer iban a acudir en calidad deasistentes personales suyos con el fin derecorrer los mercados en busca de productos, yademás, la constitución liviana de ambos suponíaun peso insignificante durante el viaje, y encuanto al resto, Laurence hizo subir a bordo un

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cofre con monedas de oro y poco equipaje más,como el sable, las pistolas, un par de camisaslimpias y calcetines.

—No siento nada de peso. Estoy seguro depoder volar durante días —afirmó el Celestial,cada vez más deseoso de irse.

El aviador se había obligado a mostrarseprudente durante toda una semana, así queahora se hallaban a poco más de doscientasmillas de distancia: seguía siendo una distanciadescomunal para una sola jornada de vuelo,aunque no era imposible.

—Si el tiempo aguanta hasta mañana —dijoLaurence.

No esperaba una respuesta afirmativa, peroaun así efectuó una última invitación y visitó alreverendo Erasmus.

—El capitán Berkley estaría encantado detenerles a ustedes a bordo como invitados suyos,me ha rogado que se lo diga —dijo Laurence,pero él lo había expresado con mucha máselegancia y finura que Berkley, cuyas palabrastextuales habían sido: «Sí, claro, no vamos a

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tirarles por la borda, ¿vale?», solo le faltabahaber dicho que se lo merecían—. Pero, porsupuesto, ustedes son mis invitados personales yle ofrezco venir conmigo si así lo prefieren.

—¿Qué te parece, Hannah? —dijo elmisionero, mirando a su esposa.

Ella levantó la cabeza de un pequeño textoescrito en lengua nativa cuyas frases leíamoviendo los labios pero sin articular sonidoalguno.

—No me importa —aseguró.Y lo cierto es que se encaramó al lomo del

Celestial sin señal alguna de alarma,acomodando a las niñas a su alrededor yacunándolas con firmeza para calmar su propiaansiedad.

Laurence saludó a Catherine Harcourt y sedespidió de Ferris:

—Nos veremos en Ciudad del Cabo.Luego, con gran alegría por su parte, el

dragón saltó a los aires y voló más y más sobrela limpia superficie del océano con la brisafresca soplando desde popa.

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Al alba, tras un día y una noche de arduo vuelo,llegaron a la bahía. Detrás de la ciudad se erguíaentre una nube de polvo en suspensión la doradamuralla de la meseta aplanada de la Montaña dela Mesa; el sol matinal iluminaba su pétrea carallena de estrías y las cumbres de los dos montesapostados en los flancos, como dos centinelas,Pico del Diablo y Cabeza de León, también depiedra, pero más pequeños. El bullicioso pueblose arracimaba en una franja de suelo con formade media luna al pie de la montaña y en su seno,sobre la costa, se alzaba el castillo de BuenaEsperanza. Visto desde lo alto, los murosexteriores del mismo recordaban la silueta deuna estrella en cuyo interior estaba enclavado unfortín de trazado pentagonal cuyos murosamarillos como la mantequilla refulgían al sol dela mañana cuando su cañón disparó una salva debienvenida a sotavento.

Los campos de instrucción donde Temerariose había instalado se hallaban junto al castillo, a

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solo unos cuantos largos de dragón de donde elocéano dejaba oír su voz quejumbrosa mientraschapaleaba sobre la arena de la playa; era unadistancia poco conveniente en las horas depleamar si soplaba el viento con fuerza, perotenía la contrapartida de ser un alivio muyagradable para combatir la canícula estival.Aunque el patio de armas del fortín era lobastante espacioso como para cobijar a unpuñado de dragones en tiempo de emergencia,esa solución no hubiera sido muy cómoda nipara los soldados estacionados en losbarracones del castillo ni para Temerario, peropor suerte, los terrenos habían sido objeto demejora desde la última visita que hicierondurante su viaje a China. Los dragones ya nocubrían las rutas hasta ese punto tan lejano delsur, pues estaba demasiado lejos para susfuerzas menguadas, y el Almirantazgo habíaenviado una veloz fragata por delante de laAllegiance con despachos destinados a avisar algobernador en funciones, el teniente generalGrey, tanto de la llegada de toda la formación de

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dragones como, en secreto, de su urgentemisión. Había ensanchado los terrenos para darcabida a toda la formación y luego habíalevantado una pequeña valla alrededor de losmismos.

—No temo que les vayan a molestar, perodeseo mantener a los dragones lejos dehusmeadores y fisgones que conviertan esto enuna noticia —le dijo a Laurence, refiriéndose alas protestas que los colonos habían hecho conmotivo de la llegada del grupo—. Me parece delo más oportuno que se haya adelantado usted,eso va a darles algo de tiempo para hacerse a laidea antes de vérselas con siete dragones degolpe. Por el modo en que se quejan, podríapensarse que jamás han oído hablar de ningúntipo de formación.

El propio Grey había llegado a El Cabo enenero y ejercía funciones de vicegobernadorhasta la llegada del futuro gobernador, el condede Caledon, así que ocupaba una situaciónprovisional poco práctica y carente de un ciertogrado de autoridad y estaba acuciado por

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bastantes preocupaciones, y su llegada lasaumentaba un poco más. La ocupación inglesadisgustaba a la gente de la ciudad y los colonos,que habían instalado granjas y fincas a lasafueras, ya en el campo, y en la costa, pero másal sur, despreciaban profundamente a losingleses y estaban muy resentidos con elgobierno que había interferido en suindependencia, una autonomía que ellosvaloraban mucho y que consideraban un pagojusto por el riesgo corrido al empujar la fronterahacia el agreste interior del continente.

Todos ellos contemplaban con el másprofundo de los recelos la llegada de unaformación de dragones, en especial cuando nose les permitía conocer el verdadero propósitode esa presencia. Los colonos habíandesarrollado un profundo desdén ante la idea detrabajar ellos o sus familias gracias a que lamayor parte de las tareas las realizabanesclavos adquiridos por muy poco dinero en losprimeros años de la colonia. Los siervos no sevendían fuera de la urbe, cuyos ciudadanos

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deseaban tener cuantos más esclavos mejor,siendo los preferidos malayos o los adquiridos enÁfrica occidental, pero tampoco desdeñabanimponer las miserias de la servidumbre a losnativos de la tribu khoi, quienes, si bien no eranesclavos propiamente dichos, estaban casi igualde constreñidos, y su salario no era digno de talnombre.

Esas disposiciones tuvieron una consecuencia:los colonos se vieron superados en número ypara mantener la paz de sus casas y negociosdebieron aplicar severas restricciones e imponeruna política de mano libre en lo tocante a loscastigos. Todavía persistía una grananimadversión contra el anterior gobernadorbritánico por haber abolido la tortura de losesclavos y en el extrarradio más alejado de laciudad seguía en vigor la bárbara costumbre dedejar en la horca el cadáver de los esclavosajusticiados a modo de ejemplo ilustrativo decuál era el coste de la desobediencia. Asimismo,los colonos se hallaban muy bien informados dela campaña a favor de la abolición de la

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esclavitud y la veían con indignación puesprobablemente iba a impedirles adquirir nuevossiervos. El nombre de Lord Allendale como unode los portavoces de dicha causa no lesresultaba desconocido.

—Y por si todo eso no fuera bastante, hantraído con ustedes a ese maldito misionero —añadió con hastío Grey en el transcurso de unade las conversaciones mantenidas mientras sealojaban en su residencia—. Ahora la mitad deEl Cabo piensa que se ha abolido el comercio deesclavos y la otra mitad que todos sus siervosvan a ser liberados de inmediato y se les va adar permiso para matarlos en sus propias camas,y todos están seguros de que ustedes han venidoaquí para hacer valer esos cambios. Debopedirle que me presente a ese hombre, pues hayque alertarle para que no abra la boca. Es unmilagro que aún no le hayan acuchillado encualquier calle.

Erasmus y su esposa se habían hecho cargode una pequeña sede de la London MissionarySociety, abandonada desde hacía poco a raíz de

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la muerte de su anterior inquilino, víctima delpaludismo, en una finca lejana pero biencuidada. No había escuela ni una iglesia, solouna casita muy sencilla sin otra nota de colorque un puñado de árboles consumidos dispersospor la propiedad sin orden ni concierto y unaparcela de tierra desnuda destinada a ser eljardín, donde la señora Erasmus ya se habíapuesto a trabajar en compañía de sus hijas yvarias jóvenes nativas a las que había enseñadoa plantar tomateras.

Hannah se irguió cuando Laurence y Greyhicieron acto de presencia, habló en voz baja alas jóvenes trabajadoras y acudió al encuentrode los dos hombres para llevarlos al interior deledificio, una casa construida al más puro estiloholandés: muros gruesos de ladrillo y anchasvigas de madera a la vista que sostenían untejado de paja. Puertas y ventanas estabanabiertas para dejar salir el olor a cal fresca delinterior, consistente en una única habitacióndivida en tres. Erasmus se hallaba sentado enmedio de una docena de nativos dispersos por el

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suelo; estos le enseñaban las letras del alfabetodibujadas sobre una pizarra.

El misionero se levantó para saludarles yenvió a jugar a los chicos fuera del edificio, locual provocó una riada de alegres chillidos quese dirigieron a la puerta por donde habíanentrado los visitantes y se diseminaron por lacalle. La señora Erasmus desapareció en lacocina, donde se oyó enseguida el roce típico deuna tetera y un juego de tazas.

—Han avanzado mucho para llevar aquí solotres días —comentó Grey mientras contemplabala horda de muchachos con ciertaconsternación.

—Hay una gran sed de conocimiento ytambién desean aprender los Evangelios —contestó Erasmus con una satisfaccióndisculpable—. Los padres vienen por las noches,cuando terminan de trabajar en los campos, y yahemos oficiado nuestra primera misa.

El reverendo los invitó a tomar asiento, perooptaron por permanecer de pie, pues solo habíados sillas para tres conversadores y preferían

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evitarse una distinción embarazosa.—Iré al grano —empezó el vicegobernador

—, ha habido ciertas quejas —Grey hizo unapausa y repitió—: Ciertas quejas —Erasmuspermaneció en silencio—. Debe ustedcomprender que nos hemos hecho cargo de lacolonia hace poco tiempo y los colonos son… untanto difíciles. Son dueños de sus propias granjasy fincas y, no sin cierta razón, se considerandueños de sus propios destinos. Entran en juegoalgunos sentimientos… Para abreviar —prosiguió con cierta brusquedad—, haría ustedmuy bien en aminorar su actividad. Tal vez nonecesita tener tantos alumnos, elija a tres ocuatro, los más prometedores, y deje que elresto vuelva al trabajo. Me han informado deque no es posible prescindir del trabajo de losalumnos… —añadió con voz débil.

Erasmus le escuchó sin decir nada hasta queGrey hubo terminado y luego le contestó:

—Me pongo en su lugar, no lo tiene ustedfácil. Lo lamento mucho, pero no puedo hacerlecaso.

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El militar aguardó, aunque el misionero no dijonada más, no le ofreció margen alguno para lanegociación. Grey se volvió hacia Laurence conuna cierta impotencia y luego se giró para hablarcon Erasmus:

—Voy a serle sincero, señor, no confío en quevaya a estar usted a salvo si persiste en esaactitud. No puedo garantizárselo.

—No he venido aquí a estar seguro, sino apredicar la palabra de Dios —respondió elreverendo, sonriente e inquebrantable.

Y en esto entró Hannah con la bandeja del té.—Señora, utilice su influencia, se lo ruego. Le

pido que considere la seguridad de sus hijas —ella alzó la cabeza con tal brusquedad que se lecayó el pañuelo que había llevado en el exteriorde la casa; entonces, se echó hacia atrás el pelonegro y dejó expuesta la frente, revelando unamarca grabada a fuego: las iniciales un tantoborrosas pero aún legibles de un antiguopropietario hechas sobre un tatuaje de diseñoabstracto previo.

Miró a su marido y este repuso con afabilidad:

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—Nosotros confiamos en Dios y en suvoluntad, Hannah.

Ella asintió y sin dar una respuesta directa aGrey regresó al jardín.

No había mucho más que decir, por supuesto.Cuando los dos militares estuvieron fuera, Greyle dijo a Laurence con desánimo:

—Supongo que debo apostar un hombre paraproteger esa casa.

Un viento cargado de humedad soplaba desde elsureste, envolviendo la Montaña de la Mesa enuna capa de nubes, pero amainó esa mismanoche y el vigía del castillo divisó la Allegiancedurante la tarde del día siguiente, cuya apariciónfue saludada por una salva de cañonazos. Unaatmósfera de recelo y hostilidad se habíainstalado ya en toda la ciudad, aunque lassuspicacias hubieran sido mucho más acusadasde haber llegado sin avisar a los habitantes.

Laurence observó la maniobra de atraquedesde una fresca y agradable antecámara

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situada en lo alto del castillo. La contemplaciónde la nave desde la perspectiva inversa, desdefuera, supuso una novedad que le dejósorprendido por la sobrecogedora impresión defuerza, y no solo por una cuestión de purotamaño, sino por los ojos huecos de su brutalartillería, los cañones de 32 libras, que seasomaban por las troneras con aire enojado, ypor lo que parecía una auténtica horda dedragones aovillados sobre la cubierta, auncuando no era posible precisar el número porqueyacían tan entrelazados que no era posibledistinguir con nitidez a unos de otros.

La nave se adentró lentamente en el puerto,haciendo insignificantes a todas las naves allíatracadas, y un silencio ominoso se apoderó dela ciudad cuando abrió fuego para contestar alsaludo del fortín. El retumbo atronador de loscañones resonó contra la pared de la montaña yvomitó una nube de polvo oscuro que poco apoco se asentó sobre la localidad como labruma. Laurence notó el regusto a pólvora en elpaladar. Las mujeres y los niños habían

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desaparecido de las calles para cuando laAllegiance echó anclas.

Era aterrador ver lo poco que tenían quetemer cuando Laurence bajó a la costa, dondetomó un bote y remó con el fin de acercarse aayudar en la maniobra de sacar a los dragonesde cubierta; todos ellos estaban entumecidos yacalambrados tras efectuar un largo viajeapretujados en tan poco espacio, y aun cuandohabían gozado de buen tiempo, los más de dosmeses pasados a bordo habían ido minando lasfuerzas de los alados sin cesar. El castillo sealzaba a unos pasos de la arena de la playa y loscampos se hallaban junto a él, pero ahora losagotaba incluso aquel ínfimo trayecto.

Los primeros en cruzar fueron Nitidus yDulcia, los más pequeños, a fin de concedermayor espacio de maniobra al resto. Respiraronhondo y abandonaron la cubierta sin miedo,batiendo sus cortas alas con ritmo lento ymoroso; eso les dio tan poco impulso que susvientres estuvieron a punto de rozar la baja vallade delimitación del perímetro de los campos de

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entrenamiento. Aterrizaron pesadamente en elsuelo recalentado por el sol y se desparramaronallí sin molestarse en plegar las alas. Messoria eImmortalis se pusieron de pie con tantasdificultades que Temerario, nervioso testigodesde los campos de maniobra, gritó:

—Aguardad un momento, por favor. Voy allevaros.

Y logró transportarlos sobre el lomo a ambos,haciendo caso omiso a las rozaduras ydesgarrones que le causaron con las garrasmientras se aferraban a él para no perder elequilibrio.

En cubierta, Lily rozó suavemente con elhocico a Maximus:

—Sí, sí, ve, yo estaré ahí en un segundo —aseguró el dragón con aire soñoliento sin abrirlos ojos.

Ella profirió un rugido sordo de descontento ypreocupación.

—No temas, le haremos cruzar —le aseguróCatherine persuasivamente.

Al final, Lily se dejó convencer y permitió que

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se tomaran todas las precauciones necesariaspara su propio traslado: le sujetaron el correajede un bozal en torno a la cabeza y debajo de lasfauces le dejaron una larga plancha metálicallena de más arena de alquitrán.

El capitán de la nave acudió para verlospartir. Harcourt se volvió hacia él y le tendió lamano mientras decía:

—Gracias, Tom. Confío en regresar pronto yque nos visite en tierra.

Riley le tomó de la mano con torpeza altiempo que hacía una reverencia hacia delante, yel resultado fue una mezcla de apretón demanos y venia; retrocedió enseguida, muyenvarado. Aun así, evitó mirar a Laurence entodo momento.

La aviadora plantó la bota encima de labarandilla y subió al costado de Lily, donde seató al arnés para estar sujeta cuando la dragonaextendió las grandes alas, el rasgo del quetomaba nombre la raza de los Largarios, rayadasen los bordes por estrechas barras negras yblancas, por encima de un cuerpo cuya

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coloración pasaba de un azul agrisado a unnaranja refulgente, como el color de lamermelada de varios días. Todas esastonalidades relucían al sol y cuando la dragonase estiraba cuan larga era, parecía el doble degrande. Lily se lanzó al aire y planeó con aireseñorial sin apenas batir las alas ni hacer ungran esfuerzo. Se las arreglaron para salvar ladistancia sin derramar demasiada arena ni gotasde ácido sobre las almenas del castillo ni elmuelle.

A bordo de la nave ya solo quedabaMaximus.

Su capitán le habló en voz baja y el enormeCobre Regio se puso en pie entre jadeos a causadel esfuerzo. La Allegiance se meció un pocoen las aguas. El alado dio dos pasos torpes haciael borde de la cubierta de dragones y volvió asuspirar. Los músculos de las paletillas lechasquearon cuando probó a desplegar las alas,pero luego las dejó caer sobre los costados yagachó la cabeza.

—Yo podría intentarlo —se ofreció Temerario

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desde la orilla.Era irrealizable, pues Maximus prácticamente

le doblaba el peso.—Puedo hacerlo, estoy seguro —dijo el

Cobre Regio con voz quebrada; acto seguido,agachó la cabeza, tosió un poco y lanzó por laborda otra de esas flemas verdosas.

Pero no se movió.Temerario azotó el aire con la cola varias

veces hasta que se lanzó al oleaje con airedecidido y acudió nadando hacia ellos. Se detuvoa dos patas junto al barco, apoyó las delanterassobre el borde de la cubierta y asomó la cabezapor encima para instar a Maximus:

—La orilla no está muy lejos. Salta al agua,por favor. Estoy seguro de que podremos nadarjuntos hasta la playa.

Berkley miró a Keynes, y este le dijo:—Un pequeño baño en el mar no puede

hacerle daño, o eso espero. Tal vez incluso levenga bien. El sol está en su apogeo y en estaépoca del año nos van a quedar todavía otrascuatro horas de luz para poder secarlo.

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—Bueno, pues en tal caso, al agua contigo…—concluyó Berkley con voz ronca, y palmeó elcostado de Maximus antes de dar un paso atráspara dejarle espacio.

Maximus se echó hacia delante con torpeza yprimero hundió en el océano los cuartostraseros. Los cables descomunales de lasanchas gimieron con voces agudas cuando lanave retrocedió, empujada por la fuerza de susalto. El corpachón del alado levantóondulaciones de casi tres metros que fueronalejándose de él y estuvieron a punto de hacervolcar algunos de los desprevenidos barcos másligeros que permanecían anclados en la bahía.

Maximus subía y bajaba la cabeza y lameneaba para sacudirse el agua, y de esa suerteavanzó varios impulsos hasta que se detuvo,agotado, y quedó flotando, pues así le manteníanlos sacos de aire, pero él se escoró alarmado.

—Apóyate sobre mí e iremos juntos —leurgió el Celestial y nadó junto a él hasta llegar asu costado para sujetarle.

Se acercaron a la playa poco a poco, hasta

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que el lecho oceánico acudió a su encuentro yde sopetón hicieron pie; el Cobre Regio seremovió, levantando nube de arena blanca comosi fueran columnas de humo, lo malo era que nopodía detenerse a descansar, todavía mediocubierto por el agua, y con las olas chapaleandoen sus costados.

—Se está muy bien en el agua —observó apesar del nuevo acceso de tos—. Aquí no meencuentro tan cansado.

Sin embargo, todavía debía llegar a la orilla yno era una tarea pequeña, aun cuando avanzabapor etapas fáciles y gracias al apoyo deTemerario y el flujo de la pleamar. Recorrió losúltimos doce metros arrastrándose sobre la tripa.

Le dejaron descansar al borde del mar y lellevaron los mejores trozos de la cena. Gong Suse había pasado todo el día cocinando paratentar el apetito de los dragones después de suextenuante ejercicio: vacas de la tierra, tiernas yjugosas, cubiertas con una capa de pimienta ysal, rellenas con sus propias asaduras cocidaspor separado y asadas con espetón; así

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sazonadas eran lo bastante jugosas como parasuperar los sentidos de los dragones, embotadospor la enfermedad.

Maximus comió un poco, bebió varios tragosde agua en una enorme cuba que le trajeron exprofeso para él y luego, entre toses, volvió asumirse en ese torpor lerdo. Pasó toda la nocheen la orilla, con el océano chapoteando cerca desu posición y la cola encima de las olas, sufigura recordaba a la de un bote amarrado atierra.

Aprovecharon las primeras horas de lamañana, más frescas, para salvar los metros quele separaban de los campos de instrucción,donde le instalaron en el mejor lugar de todos,junto a una zona sembrada de alcanfores, a finde que pudiera disponer tanto de sol como desombra, y estaba muy cerca del pozo, por lo cualresultaba muy fácil llevarle agua.

—Este es un buen lugar —dijo su capitán conla cabeza gacha—, un buen lugar. Va a estarmuy cómodo aquí…

Se interrumpió bruscamente y sin añadir nada

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más entró en el castillo, donde todos almorzaronjuntos y en silencio. No hablaron del asuntoporque no había nada que decir. Maximus jamásabandonaría aquella costa sin una cura; si no, lehabía traído a su tumba.

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Capítulo 7

A bordo, habían contado todos y cada uno de losdías; se habían apresurado, se habíanpreocupado, y ahora que habían llegado, solopodían hacer una cosa: sentarse a esperarmientras los cirujanos efectuaban sus fastidiososexperimentos y se negaban a opinar sobreabsolutamente nada. Compraron otros productosde la tierra, a cual más estrafalario, y se losofrecían a Temerario y de vez en cuando aalgún otro dragón enfermo, solo para efectuarotra desestimación. Esta forma de proceder noprodujo efecto útil alguno y en otradesafortunada ocasión volvió a alterar el sistemadigestivo del Celestial, así que los residuos

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orgánicos pasaron del sólido al líquido de formamuy desagradable y fue necesario abrir yexcavar otro pozo negro para él. Una densacapa de hierba y brillantes floras rosas de tallolargo cubrieron el antiguo hoyo casi deinmediato. Fue imposible desenraizar ninguna delas dos, para gran desesperación de losaviadores, pues atraían a un enjambre deavispas, celosas de su territorio.

Laurence no lo verbalizó, pero en su fuerointerno era de la opinión de que la investigaciónse hacía con poco entusiasmo y su principalrazón era mantenerlos ocupados mientrasKeynes esperaba a que el clima hiciera sutrabajo, y eso era así por mucho que Dorsetconsignara por escrito y con muy buena letra losresultados de todas las pruebas: hacía la rondatres veces al día, iba de dragón en dragón y lespreguntaba a sus oficiales con una indiferenciarayana en la crueldad cuántas veces habíatosido el paciente desde la última vez, quédolores le habían aquejado y cuánto habíacomido; la respuesta a esta pregunta final solía

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ser «no mucho».Al término de la primera semana, Dorset

terminó el enésimo interrogatorio al capitánWarren sobre el estado de Nitidus, cerró el libroy se fue a intercambiar opiniones a media vozcon Keynes y otros cirujanos.

—Supongo que los dos son unas lumbreras,pero si continúan con estas reuniones secretas yno nos dicen nada, me van a entrar ganas deaplastarles la nariz —dijo Warren, cuandoacudió a sumarse a los demás en la mesa dejuego que habían montado bajo un pabellónalzado en medio del terreno.

Las partidas de cartas solo eran una amableficción para matar el rato, jamás les prestabandemasiada atención a los naipes, y casi todosellos mantenían la vista fija en los médicosmientras se enzarzaban en intensas discusiones.

Keynes los eludió con habilidad durante dosdías más, pero al final se vio arrinconado y leobligaron por las malas a dar alguna noticia.

—Es demasiado pronto para decir nada —alegó, aunque admitió que habían apreciado una

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leve mejoría causada por el cambio declimatología hasta donde ellos eran capaces dedeterminar: los dragones habían recuperado algoel apetito y las fuerzas, y también tosían menos.

—Pues no va a ser ninguna broma traersehasta aquí abajo a toda la Fuerza Aérea —observó Little en voz baja después de la primeracelebración—. ¿Cuántos transportes tenemos entotal?

—Me parece que siete, si el Lyonesse hasalido del dique seco —contestó Laurence.Hubo una pausa y luego añadió con convicción—: Pero considero que vamos a necesitar unanave de cien cañones únicamente paradesplazar a los alados. Los transportes sondemasiado importantes para enviarlos solos pordelante —aquello no era un imposible, no deltodo, aunque la única causa para abordar tantola dificultad como el coste desorbitado deltraslado de dragones era la guerra, por supuesto—. En vez de eso podríamos llevarlos enbarcazas hasta Gibraltar. Navegarían escoltadaspor fragatas para mantener lejos a los

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franceses.La sugerencia parecía de lo más ocurrente,

pero todos ellos sabían que, aun cuando no eraimpracticable en sí misma, una operación de esaíndole era de lo más improbable, pues escapabaa las posibilidades del Cuerpo. Tal vez ellosregresaran con la formación intacta, pero iban adenegar una cura como aquella a la mitad de suscamaradas, tal vez más.

—Algo es mejor que nada —observóChenery con un tono un tanto desafiante—, ybastante más de lo que teníamos. Ni un solohombre del Cuerpo hubiera rechazado esasposibilidades si se las hubieran ofrecido.

Sin embargo, esas expectativas iban a estarrepartidas de forma muy desigual. Los Largariosy los Cobre Regio eran dragones pesados decombate y razas muy poco corrientes, por locual no iban a detenerse en gastos y dificultadespara preservarlos, pero en cuanto a los demás,los muy comunes Tánator Amarillo, losWinchester, que se reproducían con sumarapidez, los dragones de más edad, que iban a

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ponerse muy difíciles a la muerte de suscapitanes, los voladores más débiles o menoshabilidosos, a todos ellos iba a aplicárseles unabrutal política de cálculo numérico cuyaconclusión era que no merecía la pena asumir elcoste de su salvación y salía a cuenta dejarlosmorir descuidados y en la miseria, eso sí,aislados en la más recóndita de las cuarentenasque fuera posible disponer. La sombra de estacerteza eclipsaba un tanto la cauta satisfacciónde los aviadores. Sutton y Little se lo tomaronpeor, pues sus dragones pertenecían a un grupoafectado, el del Tánator Amarillo, y Messoriasuperaba los cuarenta. Aun así, ni esa culpapodía sofocar la viva esperanza que sentíantodos ellos.

Los aviadores apenas pegaron ojo esa nochey en vez de dormir anduvieron contando elnúmero de toses en aras de facilitar el dato paraque Dorset lo consignase en su libro y con unapequeña persuasión fue posible convencer aNitidus de que probara sus fuerzas. Laurence yTemerario fueron con él y Warren por si el

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pequeño Azul de Pascal se quedaba extenuadoen algún momento. Nitidus respiró por la bocaen todo momento y de vez en cuando jadeaba ytosía mientras volaba.

No fueron muy lejos. El ansia de los colonospor tierras de pastoreo y madera habíadesforestado los campos y colinas, dejando solocuatro hierbajos hasta la meseta de Montaña dela Mesa y los picos adyacentes, donde lasladeras se convertían en algo impracticable: alcaer, las rocas sueltas, grises y azafranadas, sehabían ido amontonando en terrazasescalonadas, y ahora venían a ser como piedrasde una muralla de pieles en ruinas, sostenidaspor la hierba, el musgo y la masa arcillosa delmortero. Se detuvieron a la sombra de la paredde piedra cortada a pico y descansaron sobre laalfombra de hierba. El sotobosque se llenó decorreteos cuando su presencia provocó unadesbandada de pequeñas criaturas de pelajemarrón y aspecto similar al del tejón.

—¡Qué montaña tan rara! —observó elCelestial al tiempo que agachaba la cabeza para

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mirar a uno y otro lado de la gran cima que sealzaba sobre ellos, absolutamente pelada y planacomo una hoja de sable bien nivelado.

—Sí, y también muy caliente —añadió Nitidussin que viniera mucho a cuento, pues ya estabamedio dormido.

El Azul de Pascal metió la cabeza debajo delala para echar un sueñecito. Le dejaron dormiral sol, y al poco rato, Temerario también empezóa bostezar y acabó por imitarle. Laurence yWarren se quedaron allí de pie y volvieron lavista atrás para contemplar el amplio cuenco delpuerto donde se abría al océano: a esa distancia,la Allegiance parecía un barco de juguete entrehormigas. El pulcro trazado pentagonal delcastillo semejaba el trazo hecho con una tiza decolor amarillo sobre la tierra oscura, y junto a élpodía verse a los dragones, aún arracimados enlos campos de instrucción.

Warren se quitó un guante y se enjugó elsudor de la frente con el dorso de la mano,manchándosela con descuido.

—Supongo que tú volverías a la Armada,

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¿verdad?—Si me aceptasen… —repuso Laurence.—Siempre sería posible comprar

nombramiento en caballería, supongo —dijo—.Van a hacer falta muchos soldados si Bonapartecontinúa quedándose con todo a su paso, aunqueno puede comparársele.

Permanecieron en silencio durante un buenrato, sopesando las opciones tan desagradablesque aguardaban a tantos hombres que iban aquedarse varados a la muerte de sus dragones.

—¿Qué clase de hombre es el capitán Riley,Laurence? —prosiguió Warren—. De formahabitual, quiero decir. Estoy al tanto de que losdos habéis tenido una disputa de honor.

Laurence se quedó perplejo al verseinterrogado de esa manera, pero aun así lerespondió:

—Un caballero y uno de los mejores oficialesque yo haya conocido, y no puedo decir nadacontra él como persona.

Laurence se preguntó por la causa desemejante pregunta. La Allegiance tenía

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órdenes de permanecer en puerto hasta que losdragones estuvieran de nuevo en condiciones departir. Riley había acudido a cenar al castillo conel general Grey en más de una ocasión, porsupuesto. Laurence se había ausentado, peroHarcourt y los demás capitanes acudían conmayor o menor asiduidad. «Tal vez hayan tenidouna pelea y por eso me haya hecho esapregunta», pensó Laurence, y esperó por siWarren entraba en detalles, pero su interlocutorse limitó a asentir, cambió de tema y se puso ahablar de la probabilidad de que cambiara elviento antes de regresar, por lo cual Laurenceno pudo satisfacer la curiosidad y la consultatuvo el efecto penoso de revivir elenfrentamiento, que parecía no tener final, y laconclusión de su amistad.

Mientras se preparaban para regresar, elCelestial preguntó a Laurence con su tonoconfidencial, es decir, audible a seis metros dedistancia:

—Nitidus parece estar mejor, ¿no?Laurence le contestó sin reservas que eso le

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parecía a él también y cuando regresaron a loscampos de maniobras, el Azul de Pascal devorócasi lo mismo que cuando estaba sano, y le pusoel broche de oro comiéndose dos cabras antesde quedarse dormido otra vez.

Nitidus no quiso repetir la maniobra al díasiguiente y Dulcia solo llegó a la mitad antes dedescender para descansar.

—Pero antes se zampó uno de esos bueyesentero, un añojo para ella sola —informóChenery mientras se servía un vaso de whiskyno demasiado aguado—. A eso le llamo yo unaimagen preciosa. Hacía seis meses que nocomía tanto.

Ninguno de los dragones voló al día siguiente:se sentaron poco después de que los hubieranconvencido para levantarse y alegaron excusaspara no ir.

—Hace demasiado calor —se quejó Nitidus,y pidió un poco más de agua.

—Me gustaría dormir un poco más, si no osimporta —dijo Dulcia, más quejosa.

Keynes se acercó a la dragona y le puso un

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vaso en el pecho a fin de poder oírle larespiración. Se irguió y negó con la cabeza.Ninguno de los otros alados se removió lo másmínimo en sus lugares de descanso. Cuandoexaminaron con detalle los datos recogidosdurante los días anteriores, pudieron llegar aciertas conclusiones: los dragones tosían menos,sin lugar a dudas, pero no mucho menos y estamejora, apreciada enseguida por sus ansiososcuidadores, se había compensado por el torpor yel letargo. El calor intenso provocaba que losdragones tuvieran más sueño y se mostraranpoco proclives al ejercicio ahora que habíadisminuido el interés por los nuevos alrededoresy el breve resurgir del apetito podía explicarsepor la mejor calidad de la comida disponible entierra si se la comparaba con la de las últimasjornadas de la singladura por mar.

—No me habría arrepentido, en absoluto —murmuró Sutton para sí mismo, encorvado sobrela mesa, pero lo hizo con tal violencia que todoslo oyeron sin remedio—. ¿Cómo lamentarlo ensemejantes circunstancias?

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Su angustia era tan grande como susremordimientos por todos aquellos que habíansido abandonados a su suerte y más ahora quela esperanza de una cura para Messoria habíasido la razón misma del fracaso. Little se pusoblanco como la pared y se quedó tan afligido queChenery se lo llevó a su tienda y le tuvobebiendo ron hasta que se quedó dormido.

—El ritmo de avance de la enfermedad hadescendido —aseguró Keynes al término de lasegunda semana—, que no es poco —añadió.

Pero eso era escaso consuelo para susgrandes expectativas.

Laurence se llevó lejos a Temerario y lemantuvo en la costa toda la noche paraahorrarles a sus compañeros el contraste entrela lozanía del Celestial y el estado de susdragones. El antiguo marino sentía en lo másvivo su parte de culpa y vergüenza, las veíareflejadas en el espejo de Sutton y Little. No sele pasaba por la imaginación cambiar la salud deTemerario por todo lo demás y aunque sabía quelos otros capitanes lo entendían a la perfección,

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pues ellos sentían lo mismo por sus compañeros,también él sentía de un modo instintivo, por muyirracional que pudiera parecer, que el fracasoera un castigo a su propio egoísmo.

A la mañana del día siguiente vieron velasnuevas en el puerto, eran las de la Fiona, unafragata muy marinera que había llegado durantela noche con despachos. Catherine abrió elmensaje oficial en la mesa del desayuno y leyólos nombres: Auctoritas, Prolixus, Laudabilis,Repugnatis, todos habían muerto después deAño Nuevo.

Laurence también tenía una carta, de sumadre, que rezaba así:

Todo es desconsuelo. Hemos terminado, almenos por este año, y probablemente más siel gobierno falla de nuevo. Llevaron lamoción al Parlamento: fue aprobada por laCámara Baja, pero la Cámara de los Loresvolvió a rechazarla a pesar de todo cuanto

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se había trabajado y un discursoexcepcional por parte del señor Wilberforce,cualquier hombre con un alma de verdad sehabría conmovido. La prensa al menos estácon nosotros y carga contra el atropello quesupone una jornada tan repulsiva. El Timesescribe: «Quienes emitieron un voto negativodijeron no al futuro, y tal vez algunos deellos sean capaces de dormir a pierna sueltaesta noche; el resto debe intentar buscarconsuelo, si ello resulta posible, en la certezade que la miseria y el dolor han aumentadogracias a su actuación y van a tener querendir cuentas por ello, si no en este mundo,en el venidero», solo un justo reproche…

Dobló la carta y se la guardó en el bolsillo delsobretodo. No estaba de ánimo para leer más yse sumó a sus compañeros cuando el grupoabandonó el comedor en silencio.

Los barracones del castillo eran lo bastanteespaciosos como para alojar a un grupo tannumeroso como el suyo, pero cuando prosiguió

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el avance implacable de la enfermedad, loscapitanes optaron de forma tácita porpermanecer más cerca de los desmejoradosanimales. Los restantes oficiales y lasdotaciones no deseaban quedarse atrás, así quelevantaron en los campos un pequeñocampamento de tiendas y pabellones, dondepasaban la mayor parte del día y de la noche.Los entoldados servían para detener la lluvia yaún más importante: frenar la invasión de niñosde la ciudad, que se acordaban de Temerario araíz de su visita del año anterior lo bastantecomo para perderle una parte del miedo. Ahorahabían ideado un juego consistente enencaramarse uno sobre otro para saltar la vallay luego se desafiaban a ir más allá de undeterminado límite; atravesaban los terrenoscorriendo como balas entre los dragonesdormidos para luego huir de regreso y recibir lasfelicitaciones de los suyos.

Sutton acabó con aquellas escaladas yaventuras una buena tarde cuando un chiquillopasó a la carrera y dio un manotazo contra el

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costado de Messoria y le arrancó un ruido desorpresa bastante raro. Soltó un bufido y alzó lacabeza, todavía no muy despierta; el movimientobastó para que el culpable mordiera el polvo,andando hacia atrás como los cangrejos y acuatro patas, y arrastrando el trasero, puesestaba mucho más asustado que la reciéndespertada Messoria.

Sutton abandonó la mesa de juego, tomó almuchacho por el brazo y tiró de él hasta ponerlede pie.

—Tráigame una vara, señor Alden —le pidióa su mensajero.

El aviador llevó a rastras al intruso hastaconducirle fuera de los campos y él mismo seaplicó con ganas a la hora de administrarle unbuen correctivo mientras los demás niños sedispersaban y corrían para alejarse un poco más,para luego asomarse a mirar de entre losarbustos. Al final, los alaridos del infortunadomuchacho dieron paso al llanto y al gimoteo.

—Les pido perdón, caballeros —se disculpóSutton mientras regresaba a la mesa y retomaba

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la engañosa partida de cartas.No hubo más incursiones a lo largo de ese

día.Sin embargo, a la mañana siguiente Laurence

se despertó poco antes del alba y salió delentoldado solo para toparse con una riña en losfaldones de su tienda. Dos grupitos de niños yamayores forcejeaban entre sí, repartiendopatadas a diestro y siniestro en medio de unaflorida profusión de gritos en varios idiomas. Ungrupo donde iban juntos muchachos malayos yun puñado de holandeses desaliñados seenfrentaba a una banda de khoisánidos, losnativos negros de El Cabo. Por desgracia, ladisputa despertó a los dragones y la sesiónmatinal de toses y estornudos empezó una horamás temprano. Maximus había pasado muymala noche y soltó un quejido de dolor. Suttonsalió de su tienda hecho un basilisco y Berkleyapareció dispuesto a dispersarlos a todosrepartiendo golpes con el plano de la espada si elteniente Ferris no se hubiera interpuesto en sucamino con los brazos extendidos mientras

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Emily y Dyers salían a trompicones de esapolvorienta melé.

—No lo hemos hecho a propósito —explicóRoland con la voz nasal y amortiguada, pues lajoven se apretaba la nariz con la mano paracontener la sangre—, pero es que las dosbandas han traído algunos.

Y así era, como por obra de algún diablillo,después de varias semanas de búsquedainfructuosa, los dos grupos habían encontradopor fin algunos hongos y, por mucho que fuerantodos unos pillastres, se disputaban el derechode ser los primeros en presentar aquellos hongosde enormes sombreros con un diámetro superiora los sesenta centímetros y que olía a rayosincluso en su estado natural, sin haberlococinado, como la vez anterior.

—Haga el favor de poner un poco de orden,teniente Ferris —dijo Laurence, alzando la voz—, y hágales saber que van a cobrar todos: estealboroto es absolutamente innecesario.

A pesar de los denodados intentos portransmitirles esta garantía, les llevó algún tiempo

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separar a los airados combatientes; tal vez nocomprendieran el idioma del rival, pero lasfrases más importantes que se decían unos aotros las cazaban al vuelo lo bastante bien comopara que se encendieran los ánimos; al final, fuenecesario apartar por la fuerza a quienesrepartían patadas y no dejaban de bracear. Sinembargo, de pronto dejaron de pegarse.Temerario se había despertado también y habíasacado la cabeza por encima de la valla paraolisquear con interés los sombreros de las setasabandonadas sobre la hierba mientras los gruposintentaban resolver la disputa por la fuerza.

—Ah, mmm… —dijo el Celestial, y le pegóun par de lametazos a los trozos.

Pese a sus bravuconadas de antes, ningunode los niños tuvo valor para echar a correr yquitarle los hongos de las fauces al dragón,aunque todos ellos corearon una protesta cuandoestaban a punto de verse desvalijados, lo cualsirvió para que se tranquilizaran los ánimos yaceptasen el pago consistente en dos montonesidénticos de monedas de oro, uno para cada

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banda.El contingente malayo-holandés se decantó

por mostrar su disconformidad ante ese reparto,pues el suyo era mucho más grande, ya que deun solo pie arrancaban tres píleos separados yse pusieron a compararlos con los dos hongosaportados por la banda rival, pero Sutton losacalló con una mirada elocuente.

—Traednos más y volveremos a pagaros —aseguró Laurence.

Sin embargo, eso fue origen de más miradasdescorazonadas que de esperanza, y todosobservaron el monedero del capitán inglés concierto resentimiento antes de dispersarse yponerse a discutir entre ellos sobre el reparto delbotín.

—¿Y eso es comestible? —apuntó Catherinecon una nota de incredulidad en la voz sofocada,pues protegía la boca con un pañuelo mientrasexaminaba aquellas cosas: más que hongospropiamente dichos parecían brotes asimétricosy abultados, blancos como la panza de un pez ycon manchas marrones dispersas.

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—Claro que me acuerdo de estas setas.Estaban muy ricas —aseguró el Celestial y solopermitió que Gong Su se las llevara muy aregañadientes. El cocinero obró con sumacautela: tomó dos palos muy largos para recogerlos hongos y los sostuvo todo lo lejos quepermitía el brazo estirado.

Habían sacado conclusiones de la experienciadel viaje anterior, así que instalaron la olla en elexterior en vez de prepararlo en las cocinas delcastillo. Gong Su instruyó a la dotación deTemerario para que encendieran una granfogata debajo del enorme perol de hierro,suspendido sobre unas estacas; junto al mismohabía ubicado una escalerilla para poderremoverlo desde lejos con un cazo de maderaprovisto de un asa muy larga.

—Tal vez deberías probar con granos depimienta roja —sugirió Temerario—, o quizásera pimienta verde…

Gong Su trabajaba con su reserva de especiasen un intento de reproducir la receta original, y aveces le consultaba, pero el dragón se

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disculpaba:—No me acuerdo muy bien.—Tú limítate a cocinar la cosa esa y ya está

—terció Keynes con un encogimiento dehombros—. Si hemos de confiar en que seascapaz de un truco de cocina ideado por cincococineros hace un año, ya podemos volvernos aInglaterra ahora mismo.

Se pasaron toda la mañana enfrascadoscociendo aquellas setas. Temerario permanecíainclinado sobre la olla, olisqueando el aroma conla misma actitud crítica que cualquier catador devinos y hacía algunas sugerencias, hasta que alfinal chuperreteó el borde de la olla parahacerse una idea del sabor y pronunció suveredicto sobre el éxito de la prueba:

—Si no es esto, se parece mucho, y está muybueno —agregó a un público consiste en nadie,todos se habían ido al límite del claro, asfixiadospor el hedor, y apenas le escuchaban. La pobreCatherine se había puesto terriblemente enfermay le habían entrado arcadas, por lo cual estabavomitando detrás de unos arbustos.

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Se taparon la nariz antes de llevar aquel«ponche» a Maximus; este pareció disfrutar delsabor, tanto que llegó a estirarse para meter lagarra en el caldero con el fin de volcarlo y asípoder lamer hasta los últimos restos pegados almetal. Después de una soñolencia inicial, elmejunje le puso de un excelente humor, así quese levantó, se comió todo lo que Berkley habíacomprado a los jóvenes para su cena, no porqueno previera esa mejora, sino por el deseo, y pidióaún más, pero se durmió antes de que pudieranpreparárselo.

Su capitán estaba dispuesto a despertarlepara darle de comer otra cabra con laaquiescencia de Gaiters, el cirujano de Maximus,pero Dorset se opuso con gran firmeza, pues élya le hubiera negado la primera en aras de queel proceso de la digestión no interfiriera en elefecto del ponche.

Aquello desembocó enseguida en unadiscusión tan violenta como lo permitía el hechode que debía desarrollarse en cuchicheos ysusurros, y duró hasta que intervino Keynes,

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rechazando la postura de ambos.—Dejadle dormir, pero de ahora en adelante,

después de cada dosis, vamos a darle todocuanto sea capaz de comer. Hemos deanteponer la recuperación de su peso en buscadel restablecimiento de su salud en general.Dulcia no ha adelgazado tanto, así que mañanavamos a intentarlo también con ella, pero sincomida.

—Yo lo tomé con algún que otro buey yquizás un par de antílopes —observó Temerariocon aire nostálgico mientras acercaba el hocicocon cierta tristeza al enorme perol vacío—.Había alguno especialmente rollizo, recuerdo esoen especial, bueyes gordos y el musgo, así quedebieron de ser bueyes…

En la zona se criaba una raza bovina dejoroba y los animales acumulaban grasa sobrelas paletillas en unos abultamientos extraños.

Esta única comida había sido toda laexperiencia previa de Temerario, pero Keyneshabía dividido sus escasas reservas de hongos yoptó por empezar al día siguiente. Maximus y

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Dulcia fueron alimentados durante tres díasseguidos hasta que se agotaron las existencias.

La cocción había vuelto más perezoso aTemerario, según recordaba Laurence, y esopudo aplicarse al Cobre Regio, pero no a Dulcia,que al tercer día alarmó a todos con unaconducta frenética, fruto de la ingesta repetidadel brebaje, e insistió en realizar un largo yextenuante vuelo que, con toda probabilidad, eraexcesivo para sus fuerzas y lo más seguro esque no resultase beneficioso para su salud.

—Estoy bien, estoy bien, puedo volar —chillaba, agitando las alas en el aire.

La dragona fue dando saltitos sobre las patastraseras por todo el campo de maniobras yeludió a los cirujanos que iban detrás en unintento de apaciguarla. Chenery era de pocaayuda, pues se había pasado encerrado en símismo los días transcurridos desde que sefueron al traste sus primeras esperanzas y elcapitán Little se pasaba bebido la mayor partedel día y habría estado feliz de subir a bordo dela Allegiance e irse a pesar de los funestos

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avisos que le habría hecho Keynes.Acabaron convenciendo a la dragona de no

volar gracias a la presencia tentadora de un parde corderos guisados a toda prisa por Gong Su ysazonados con semillas de pimienta local queeran del agrado de Temerario. Nadie se atrevióa sugerir esta vez que no se le permitiera comery los devoró con tanta avidez que ella, unacomensal muy delicada por lo general, roció elterreno circundante con trozos de comida yvísceras.

Temerario la observó con envidia: no solo eraque a él únicamente se le había permitidopaladear esa cocción tan grata a su paladar, sinoque tenía el estómago revuelto después de tantacatadura y aventura gastronómica, así queKeynes le había puesto una estricta dieta decarne a la brasa que ahora se le hacíademasiado sosa.

—Bueno, pero por lo menos ya hemosencontrado la cura, ¿verdad?

Dulcia se sumió en un letargo cuando huboterminado el ágape y enseguida se puso a

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roncar; se apreciaba en su respiración una ciertasibilancia, lo cual ya suponía una mejora, pues enlos últimos tiempos ya no había sido capaz derespirar por la boca.

Keynes acudió y se sentó en un tronco junto aLaurence, donde reposó y se secó el sudor delrostro enrojecido con un pañuelo mientrasrefunfuñaba, contrariado.

—Ya vale, vale de dar la nota. ¿Ninguno deustedes se ha aprendido la lección? Lospulmones no están limpios, ¡en absoluto!

El viento trajo durante la noche unos densosnubarrones, así que al despertar se encontraroncon un buen aguacero y todo el terrenoembarrado. Seguía imperando un bochornodesagradable y pegajoso, por culpa del cual lahumedad se adhería a la piel como si fuerasudor.

La Cobre Gris empeoró otra vez. Después delos alegres retozos del día anterior, estaba másbaja de ánimo y muy cansada. Y los dragones sepusieron a estornudar como no lo habían hechonunca. Incluso Temerario suspiraba y se

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estremecía mientras intentaba hurtar el cuerpoal aguacero todo lo posible y sacudirse deencima el agua de lluvia, pues se le acumulabaen los huecos de los huesos y los músculos.

—Cuánto echo de menos China —dijo contristeza mientras recogía su comida humedecida,ya que Gong Su no había sido capaz de secarpor completo el esqueleto de un antílope.

Los aviadores desayunaron dentro del castillo.—Ha de haber algo más, Laurence, y vamos

a encontrarlo —insistió Catherine Harcourtmientras le pasaba una taza de café.

Él la aceptó mecánicamente y se sentó entrelos demás. Almorzaron todos en un silencio soloroto por el trajín de cuchillos y tenedores sobrelos platos. Ninguno de los comensales pidió niofreció el salero. Chenery solía ser el alma de lafiesta y fuente de animación, pero esa mañanatenía bolsas amoratadas debajo de los ojos,como si le hubieran propinado una paliza en lacara, y Berkley ni siquiera apareció a desayunar.

Keynes hizo acto de presencia en la sala,donde entró pisando fuerte con los zapatos

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limpios de barro pero el sobretodo empapado porla lluvia y rastros de blancuzcas flemasdragontinas.

—Muy bien, debemos encontrar más cosa deesa —anunció con respiración jadeante. Losaviadores le miraron atónitos ante el tono de vozdel recién llegado, que los fulminó con la miradaantes de admitir a regañadientes—: Maximuspuede respirar otra vez.

Todos salieron corriendo por la puerta al oíraquello.

Keynes se arrepintió de haberles dado inclusoesa expectativa y aguantó impertérrito el ruegode mayor información, aun cuando podían acudiradonde el Cobre Regio reposaba la cabeza ycomprobar por sí mismos la morosa sibilanciadel dragón al respirar por las fosas nasales, yotro tanto podía decirse de Dulcia. Ambosalados tosían sin cesar, pero todos los capitanesse mostraron de acuerdo en que la tos tenía unsonido totalmente distinto: ahora parecía

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saludable y satisfactoria frente al estertorhúmedo e interminable de los pulmones, o almenos se las ingeniaron para convencerse deeso unos a otros.

Sin embargo, Dorset seguía tomando susnotas diarias implacablemente y los cirujanosprosiguieron con los demás experimentos: leofrecieron a Lily una suerte de crema hecha debananas verdes y pulpa de coco, pero esta senegó en redondo a comérsela en cuanto se tragóel primer bocado; convencieron a Messoria deque se recostase sobre un lado a fin de ponerleun montón de velas y dejar que se derritierancomo modo de calentarle la piel, sin otro efectoaparente que el de dejarle sobre la piel grandesestrías de cera. Una matrona khoisánida de peloentrecano se presentó a las puertas delcampamento arrastrando un barreño de lacolada que tenía casi su mismo tamaño, llenohasta el borde de un preparado hecho conhígado de mono. Sabía cuatro palabras deholandés, pero eso le bastó para convencerlosde que les había traído un remedio infalible para

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cualquier tipo de enfermedad. Immortalis le dioun chupetón sin entusiasmo y dejó el resto, conlo cual no les quedaba otro remedio que pagarlopor todo. Dulcia se lanzó sobre el barreño, lodejó limpio y luego se puso a buscar más.

El apetito de la Cobre Gris había aumentado apasos agigantados desde que recuperó el sentidodel gusto y cada día tosía menos, hasta el puntode que al final del quinto día casi no tosía, aexcepción de alguna que otra expectoraciónsuelta. Maximus tosía un poco más, pero hubonoticias de su mejoría hacia el final de lasemana: el estruendo de unas llamas y unosalaridos de terror los despertaron en medio de lanoche, justo a tiempo de descubrir que Maximus,con aire de culpabilidad, se esforzaba enregresar sin ser visto a los campos deentrenamiento, y esperaba conseguirlo a juzgarpor el hecho de que llevaba en las faucesensangrentadas un buey de reserva. Se lo tragócasi entero en cuanto se supo observado y luegofingió no saber de qué le hablaban, insistiendo enque solo había ido a estirar las patas y

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acomodarse mejor.Al llevar la cola a rastras, el Cobre Regio

había dejado en el suelo un inequívoco rastrosalpicado con numerosas manchas de sangreque conducía hasta un pastizal rodeado por unavalla aplastada y un establo cercano, el cual sehabía venido abajo y los propietarios estaban quetrinaban por la pérdida de un valioso tiro debueyes.

—El viento cambió de dirección —confesó alfin Maximus, una vez enfrentado a la evidencia—, y olían tan bien, y hacía tanto que no habíaprobado carne fresca cruda sin especias.

—¡Alma de cántaro! ¿Cómo has podido creerque no íbamos a darte de comer lo que ti tegusta? —le regañó Berkley sin la menormuestra de acaloramiento mientras le daba unaspalmadas de forma un tanto exagerada—.Mañana te traeremos dos bueyes.

—Y deja de darnos excusas para no comercomo es debido durante el día cuando luego tevas de noche a rondar por ahí como un leónpara llenar la tripa —añadió Keynes con algo

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más de mala leche, pues por una vez se habíaacostado a una hora prudencial después dehaberse pasado sentado casi todas las nochespara vigilar el suelo de los dragones—. ¿Por quéno se te ocurrió contárselo a alguien? No teentiendo, no me cabe en la cabeza.

—No quería despertar a Berkley, últimamenteno ha comido bien —contestó Maximus contotal sinceridad. La acusación provocó unataque de risa en su cuidador, que había perdidodos stones más de peso desde su llegada a ElCabo.

A partir de ese momento alimentaron alCobre Regio con la tradicional dieta británica deganado recién sacrificado, aunque de vez encuando le echaban un poco de sal, y comenzó aingerir alimento a un ritmo realmente apreciableque ocasionó estragos en los rebaños locales yen el bolsillo de los aviadores hasta que al finalapelaron a Temerario para que se dirigiera haciael norte de El Cabo y cazara para Maximusentre las grandes manadas de búfalos cafres,aunque, en opinión del apenado Cobre Regio, no

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eran tan sabrosos.A esas alturas, Keynes ya había dejado de

simular descontento y todo el grupo se habíaembarcado en la misión de buscar más deaquellos malditos hongos. Los pilluelos de lazona habían renunciado a la búsqueda y suregreso se diría de lo más improbable: ningunoparecía dispuesto a perder su tiempo en esabúsqueda tan azarosa por mucho dinero queestuvieran dispuestos a ofrecer Laurence y suscompañeros.

—Podemos encargarnos de ello, supongo…—sugirió Catherine, no muy convencida de suspalabras.

Laurence y Chenery formaron una partida dehombres, reclutaron a Dorset para asegurarsede la identidad del hongo y se dirigieron a loscampos menos removidos. El resto de loscapitanes no se mostraron dispuestos a alejarsede sus dragones enfermos y Berkley no estabaen condiciones de patearse media selva, pormucho que él se ofreciera a ir.

—No es necesario, viejo amigo —le dijo

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Chenery, desbordante de jovialidad, estaba másalegre que unas castañuelas, y le dio ánimos—.Vamos a arreglárnoslas, tú harías bien enquedarte a comer con tu dragón; él tiene razón:necesitas engordar un poco.

Acto seguido, procedió a vestirse del modomás estrafalario posible: se desentendió de lacasaca y se ató el lazo en torno a la cabeza paramantener el sudor lejos del rostro, y por últimose armó con un viejo sable de caballeríaencontrado en la armería del castillo. Laapariencia resultante no habría disgustado a unpirata de mala fama, pero al entrar en el claro seencontró con Laurence, que le estaba esperandotodo peripuesto con una casaca, el lazo anudadoen torno el cuello y sombrero, y Chenery le mirócon una expresión tan llena de reservas como laque el mismo Laurence, con más tacto, estabareprimiendo.

Los dragones se dirigieron hacia el norte,sobrevolaron la bahía con la Montaña de laMesa a su espalda y pasaron por encima de lacentelleante Allegiance, cruzaron los bajíos,

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similares a trozos dispersos de vidrio verde, y alllegar a la otra orilla acortaron el trayectopasando por encima del extremo de la curva dela playa de arenas doradas; entonces viraron endirección noreste, hacia el continente, hacia lamontaña de Kasteelberg, un largo y solitariocaballón montañoso que sobresalía en medio dela fértil planicie; se trataba de un afloramientoque anunciaba las cadenas montañosas situadasmás en el interior.

Chenery abrió la marcha a lomos de Dulcia,cuyas banderas flameaban exultantes al vientomientras pasaban cerca de varios asentamientosy una franja boscosa. La dragona marcó unritmo vivo y desafiante que obligó a esforzarse aTemerario para mantenerse a una distancia en laque las tripulaciones pudieran hablar entre síhasta la hora de cenar, cuando la dragona seposó a regañadientes sobre la ribera de un ríoquince kilómetros más lejos de las montañas queeran su objetivo y donde tenían intención dedetenerse.

Los hongos en cuestión parecían crecer en El

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Cabo y sobrevolaban un territorio totalmentedesconocido, todo eso hizo dudar a Laurence dela conveniencia de alejarse tanto en el interior,pero no se atrevió a decir nada al ver cómoDulcia estiraba las alas al sol y bebía grandestragos de agua en un riachuelo próximo; podíaverse cómo bajaba el agua por el cuello de ladragona hasta que esta echó la cabeza haciaatrás tan contenta que soltó un surtidor de agua.Chenery rió como un niño y apretó la mejillacontra la pata delantera de la Cobre Gris.

Entonces se oyó un fortísimo rugidoprocedente de los matorrales, no era el redobleatronador típico de los dragones, similar alsonido de un tambor y un fagot tocando juntos,sino un resoplido entrecortado muy hondo, talvez como protesta a la invasión de su territorio.Temerario plegó las alas y ladeó la cabeza paraescuchar mejor mientras preguntaba:

—¿Eso de ahí son leones? Nunca he vistoninguno.

No era de extrañar, pues los leones no teníannada que disputarles y por asombrados que

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pudieran estar no iban a ponerse nunca alalcance de un dragón.

—¿Son muy grandes? —inquirió Dulcia conansiedad. Ni ella ni Temerario parecían muyentusiasmados con la idea de dejar que sustripulaciones continuasen a pie por la cubiertavegetal a pesar de la partida de fusileros delcastillo que habían traído para protegerse—.Quizá deberíais quedaros con nosotros.

—¿Cuántos hongos hemos visto desde elaire? —repuso Chenery—. Tenéis que tomarosun buen descanso y quizá comer algo.Estaremos de vuelta en un periquete. Nos lasarreglaremos perfectamente si nos encontramoscon algún león: nos llevamos seis fusiles,querida.

—Pero… ¿y si son siete leones? —adujoDulcia.

—Entonces tendremos que usar las pistolas—le contestó Chenery alegremente; sacó lasuya de la cartuchera y la recargó delante de ladragona para tranquilizarla.

—Ni un león se nos va a poner a tiro, te lo

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prometo —le aseguró Laurence a Temerario—.Van a salir corriendo en cuanto oigan el primerdisparo y encenderemos una bengala si osnecesitamos.

—Vale, siempre que tengas cuidado —contestó el Celestial, y apoyó la cabeza sobre laspatas delanteras con desconsuelo.

El viejo sable de Chenery vino muy bien paraabrirse en la floresta, ya que, a juicio de Dorset,el lugar más probable para hallar el hongo era unsuelo húmedo y fresco, pero solo vieron unantílope en los huesos y bandadas de pájaros,todos ellos se asustaron al oír el ruido de suavance, lo cual se les antojó increíble.

El sotobosque era prácticamenteimpenetrable, pues, ocultos a traición entre unmar de hojas verdes, proliferaban en aquel losespinos, cuyas largas espinas superaban los sietecentímetros y eran puntiagudas como agujas.Estaban por todas partes, derribandoenredaderas y desgajando ramas, salvo cuando,de tanto en tanto, se tropezaban con el senderoabierto por algún gran animal, que dejaba tras él

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árboles descortezados con heridas por las quesupuraba la savia. Dorset no les dejó seguir lastrochas por mucho rato ante el temor deencontrarse con los autores de las mismas,probablemente elefantes. En cualquier caso, elcirujano albergaba serias dudas de que fueran alocalizar muchos hongos a cielo abierto.

A la hora de la cena tenían mucho calor y sehallaban extenuados; ninguno de ellos se habíalibrado de la punzada de las espinas y todostenían múltiples raspaduras y arañazos de trazosanguinolento, y estarían completamenteperdidos de no ser por las brújulas, peroporfiaron y siguieron hasta que al fin Dyer, elque menos había sufrido de todos por ser unniño delgado y tener menos corpulencia, profirióun grito de triunfo y se lanzó en plancha hacia elsuelo, donde se retorció y culebreó debajo deotro espino y al cabo de unos instantes volvió asalir sosteniendo en alto un espécimen que habíacrecido en la base de un árbol muerto.

Era bastante pequeño, tenía solo dossombreros y estaba cubierto por una capa de

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tierra apelmazada, pero dicho éxito les devolviólas fuerzas de inmediato y, tras vitorear a Dyer ycompartir un vaso de grog, se lanzaron deinmediato a la tarea de hallar más entre losmatojos.

—¿Cuánto tiempo supones que va a llevarpor cada dragón en Inglaterra? Porque si hemosde encontrar todas las setas a esta velocidad…

Le interrumpió un crujido no muy fuerte,similar al chisporroteo producido por unas gotasde agua en una sartén al rojo vivo y al otro ladode la mata se oyó una tos baja y dispéptica.

—Cuidado, con cuidado —dijo Dorset, yentre tartamudeos, repitió la palabra cuandoRiggs se acercó. Libbley, el primer teniente deChenery, extendió el brazo con la palma haciaarriba y su capitán le entregó el sable—. Tal vezsea…

Se detuvo. Libbley había separado unamaraña de moho con un sablazo y Riggsmantenía sujetas unas ramas, y al otro lado delespacio abierto los contemplaban unosrelucientes ojillos negros de aspecto porcino

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situados a ambos lados de una enorme cabezarecubierta por una correosa piel gris llena derugosidades con dos enormes cuernos alextremo del hocico, cerca de su extraño labioplano en forma de hacha que movía como unrumiante al masticar. No era muy grande encomparación con un dragón, pero sí si se lecomparaba con un buey o incluso con un búfalocafre: tenía un cuerpo compacto descomunal ylos pliegues de su piel gris le conferían laapariencia de ser un animal blindado.

—¿Es un elefante? —preguntó Riggs a mediavoz, volviendo la cabeza.

Entonces, la criatura soltó un bufido, humillóla testa para poner los cuernos por delante y seabalanzó sobre ellos a una velocidadsorprendentemente elevada para un animal desu corpulencia, aplastando todo el matorral comosi nada.

Se levantó un confuso y vibrante clamor degritos y alaridos. Laurence tuvo la entereza deespíritu justa para agarrar a Emily y Dyer por elcuello de sus respectivas camisas y tirar de ellos

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hasta ponerlos detrás de los árboles; solodespués buscó a tientas la pistola y echó manoal sable, pero ya era demasiado tarde: la bestiaya había embestido enloquecida y había seguidosu curso sin darles tiempo a disparar una solabala.

—Era un rinoceronte —le contestó Dorsetcon calma—. Son cortos de vista y tienen malaspulgas, o eso creo haber leído. ¿Puede darme ellazo de su cuello, capitán Laurence?

El interpelado le buscó con la mirada y ledescubrió muy atareado con la pierna deChenery: una gruesa rama con picos lesobresalía a la altura del muslo y por la brechamanaba sangre a borbotones. El cirujano rasgóla tela de los pantalones con un bisturí de doblefilo ideado para las delicadas membranas de lasalas de los dragones, y usó la punta con destrezapara realizar una habilidosa ligadura en lapalpitante vena. Después, pasó el lazo en tornoel muslo un buen número de veces.

Entre tanto, Laurence había dadoinstrucciones para preparar una litera con ramas

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de árboles y los sobretodos.—Es un simple rasguño —dijo Chenery,

restándole importancia—, no molestes a losdragones, por favor.

Laurence no le hizo ningún caso cuandoDorset desdijo al herido con un movimiento decabeza y lanzó una bengala azul; luego, instó aChenery:

—Ahora, tiéndete. Estoy seguro de que van avenir enseguida.

Y casi de inmediato se les vino encima lasombra de unas alas de dragón, correspondientea la forma de Temerario recortada contra el sol.El contorno era demasiado brillante para mirarlodirectamente. Los arbustos y las ramas de losárboles chasquearon y se astillaron bajo su pesocuando el dragón se posó y enseguida asomó lacabeza muy cerca de ellos olisqueando, era unatestuz de piel rojiza provista con un juego de diezmarfileños colmillos curvos en el labio superior.

En absoluto era Temerario.—Dios nos ampare —se le escapó a

Laurence mientras echaba mano a la pistola.

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La criatura era del color rojizo del lodo conmanchas dispersas de amarillo y de gris; venía atener un tamaño similar al del Celestial, eramayor de lo que jamás había imaginado ver a undragón salvaje con tanta alzada hasta la cruz yunos hombros tan grandes, y además, contabacon una doble hilera de pinchos.

—Otra, Riggs, dispare otra…El dragón siseó irritado cuando Riggs soltó

una segunda bengala y se puso a batear, pero yaera tarde para alcanzar la estela del resplandorque proyectaba una luz azul por encima de ellos.Después, volvió la cabeza en su dirección,entrecerró aquellos ojos amarillentos cargadosde violencia y enseñó las fauces.

Entonces, Dulcia apareció de entre el doselde árboles.

—Chenery, Chenery —gritó y se abalanzócontra la cabeza del dragón salvaje y se puso aarañarle como una posesa.

El otro retrocedió en un primer momento,sorprendido por la ferocidad del imprudenteataque de Dulcia, pero le devolvió un mordisco a

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una velocidad sorprendente, tanto que le atrapóel borde del ala entre los dientes y la zarandeóde un lado para otro. La Cobre Gris chilló dedolor, pero cuando él la soltó, aparentementesatisfecho de que la dragona hubiera aprendidola lección, esta se lanzó a por él como una bala yenseñando los dientes a pesar de que los hilillosde sangre negra que manaban por el patagiohabían acabado por formar una red.

Con aire confundido, el dragón rojo retrocedióunos pocos pasos lo mejor posible, teniendo encuenta la presión del cercano bosque, aplastóunos cuantos árboles con las posaderas y lesiseó otra vez. La Cobre Gris se interpuso entreellos y el montaraz con las alas extendidas enademán protector al tiempo que se encabritabasobre los cuartos traseros todo lo posible y poníalas garras por delante.

Aun así, Dulcia parecía un juguete encomparación con el corpachón de su enemigo yeste, en vez de atacarla, se sentó y se rascó elhocico con la pata delantera en actitud deconfusión y vergüenza. Laurence conocía esa

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expresión, se la había visto a Temerario paraexpresar cierto rechazo a la idea de pelearcontra un alado mucho más pequeño, conscientede la diferencia en tamaño y clase, pero a su vezlos dragones más pequeños no presentabanbatalla a los grandes, al menos por lo general, sinel apoyo de otros para hacer más nivelado elenfrentamiento. La seguridad de su capitán erael único motivo que inducía a Dulcia acomportarse de ese modo.

Entonces, Temerario proyectó sobre ellos susombra y el dragón salvaje levantó bruscamentela cabeza, erizó los pelos del lomo y se lanzó alaire para hacer frente a una nueva amenaza,siendo esta un adversario de su talla. Laurenceno podía ver muy bien los lances de eseenfrentamiento por mucho que levantara elcuello y lo intentara; ellos debían vérselas conDulcia, que, en su ansiedad por ver a Chenery yevaluar el estado de sus heridas, se había puestodemasiado cerca e interfería sin cesar.

—Ya es suficiente, subámosle a bordo —indicó Dorset, llamándola al orden con golpecitos

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en el pecho hasta que la dragona retrocedió—.Debemos ponerle en el cordaje del vientre. Hayque sujetarle como es debido.

La partida procedió a asegurar la improvisadalitera.

Entre tanto, en lo alto, el dragón salvajeatacaba y se retiraba a toda velocidad en unaespecie de medios arcos, siseando y soltando unruido seco muy similar al de una tetera puesta ahervir. El Celestial se mantuvo inmóvil en el aire,aleteó para permanecer allí suspendido comosolo eran capaces de hacer los dragones chinosy extendía al máximo la gorguera cuandohinchaba el pecho tanto como era capaz dehacerlo.

De pronto, el alado africano se alejó unadistancia equivalente a varias veces su longitudde alas y esperó en esa posición hasta queTemerario le soltó su atronador rugido: losárboles se estremecieron al sentir la fuerza delmismo y aquello dio paso a una verdadera lluviade hojas. A los hombres de debajo les cayerontodas las que habían estado atrapadas en el

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dosel, y también unos cuantos frutos con formade salchicha bastante desagradables a la vista,que impactaron muy fuerte contra el suelo,donde se quedaron bien hundidos. Hyatt, elguardiadragón de Chenery, se sobresaltó yprofirió un juramento mientras se miraba loshombros. Laurence se sacudió el polvo y elpolen de los ojos, bizqueando medio ciego.Mientras, el dragón rojo pareció tanimpresionado como cabía esperar y tras sopesarla situación durante unos instantes, salió volandohasta perderse de vista.

Subieron a Chenery a bordo en un abrir ycerrar de ojos, y acto seguido emprendieronvuelo a Ciudad del Cabo. Dulcia se pasó todo elvuelo estirando el cuello hacia abajo para vercómo aguantaba su capitán. Le bajaron al sueloen el patio de armas del castillo y le condujeronal interior del mismo a fin de que pudieraexaminarle el médico del gobernador.

Laurence se hizo cargo del único hongo quehabían conseguido tras todo un día de trabajo.Keynes lo contempló con gravedad y al final

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dijo:—Está claro, es para Nitidus; si debemos

preocuparnos por los dragones salvajes, inclusotan cerca de la ciudad, debéis contar con unpequeño dragón que os lleve a los bosques, yDulcia no va a ir muy lejos mientras Chenery seencuentre tan grave.

—Esa maldita seta crece debajo de losarbustos —repuso Laurence—. No vamos apoder localizarla a lomos de un dragón.

—Tampoco pueden ustedes permitir que lesvapuleen los rinocerontes ni les coman losdragones —espetó Keynes—. Una cura cuyoprecio de adquisición consiste en perder másdragones de los que sana no nos sirve, capitán.

Y se marchó dando zancadas con la muestrapara entregársela a Gong Su y que este lapreparase.

Warren tragó saliva cuando escuchó ladecisión de Keynes y lo manifestó, pero con unavoz apenas audible:

—Lily debe tenerla.—No vamos a discutir con los cirujanos,

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Micah —intervino Catherine con determinación—. El señor Keynes debe tomar ese tipo dedecisiones.

—Tal vez podamos experimentar cómoalargar la dosis una vez que dispongamos demás ejemplares, pero en este momentonecesitamos disponer de una fuerza de dragonespara conseguir más hongos y no confío en quetan poca dosis vaya a hacer efecto a unadragona tan grande como Lily. Durante laspróximas semanas Maximus solo va a estar encondiciones de hacer unos vuelos cortos ycómodos.

—Le comprendo perfectamente, señorKeynes. No hablemos más de este tema —contestó Harcourt, zanjando el asunto.

Administraron el ponche a Nitidus y Lilycontinuó tosiendo de forma patética. Su capitanapermaneció sentada junto a ella toda la noche,acariciándole el hocico y haciendo caso omiso algrave peligro de verse alcanzada por lassalpicaduras de ácido.

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Capítulo 8

—Inverosímil, totalmente inverosímil —contestóDorset con severidad cuando Catherine,desesperada, sugirió dos semanas después quetal vez ya habían consumido todos los hongosexistentes.

A pesar de su inclinación a seguir tosiendocuando ya no tenía ganas, Nitidus se recobrómás deprisa aún que Dulcia, pues se habíaquejado como el que más, pero había sufridobastante menos que la mayoría de los dragones.

—He vuelto a notar la cabeza un poco espesaesta mañana —comentó, tan quejica comosiempre; cuando no era eso, le ardía la gargantao le dolían los hombros.

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—Era de esperar —le explicó Keynes pocoantes de que acabara la semana cuando le habíaadministrado la cura—. Te has pasado meses ymeses tendido sin ejercitarte de forma adecuada—el cirujano se volvió hacia Warren y le espetó—: Harías bien en llevarle a dar una vueltamañana, y ya basta de quejas.

Y se alejó de allí pisando fuerte.Con tan alentadoras palabras renovaron

enseguida la búsqueda interrumpida por elaccidente de Chenery, pero, eso sí, redujeron elradio de acción a las inmediaciones de El Cabo,y lo cierto fue que no se encontraron a ningúndragón tras dos semanas largas de batida, ytampoco hallaron ninguna seta. Ladesesperación los indujo a llevar otrasvariedades de hongos no muy diferentes enapariencia, pero dos de ellos resultaron serletales de necesidad para los peludos roedoreslocales que Dorset utilizaba como cobayas.

Keynes palpó los cuerpecillos aovillados delos roedores y sacudió con la cabeza.

—Nada de correr riesgos. Ya tuvisteis una

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suerte inmensa la primera vez no envenenando aTemerario con la seta de marras.

—Y entonces, ¿qué diablos hacemos? —inquirió Catherine—. Si no hay más para…

—Lo habrá —respondió Dorset conseguridad.

Y por su parte, Laurence acudió todos losdías al mercado, donde hacía su ronda yobligaba a todos los comerciantes y tenderos amirar un dibujo del hongo abocetado a lápiz ytinta. Esa insistencia acabó por tener surecompensa: los mercaderes habían acabado deél hasta las narices y uno de los vendedoreskhoisánidos, capaz de contar hasta diez en inglésy en holandés, lo único necesario para vendersus productos, le arrastró hasta las puertas delreverendo Erasmus y le pidió ayuda para ponerfreno a ese incesante acoso.

—Desea hacerle saber a usted que el hongono crece aquí, en El Cabo, si es que le heentendido bien —le explicó Erasmus—, peroque el pueblo xhosa…

El mercader le interrumpió al oír aquello y,

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lleno de impaciencia, repitió un nombre bastantediferente incorporando una serie de extrañoschasquidos consonánticos que al principio lerecordó algunos de los del durzagh, muy difícilesde reproducir para la lengua del hombre.

—Como se llame —dijo Erasmus tras otrointento de repetir correctamente el nombre encuestión—, se refiere a una tribu que vive juntoa la costa y tienen bastante trato con el interior.Tal vez ellos sepan dónde puede haber más.

El aviador se puso a ampliar esta información;sin embargo, no tardó en descubrir que elcontacto con esas tribus iba a serextremadamente difícil, pues los miembros delas tribus que habían morado cerca de El Cabose habían ido retirando más y más de losasentamientos holandeses después de la últimaoleada de ataques europeos —no sinprovocación, cierto es—, unos ocho años atrás,y ahora habían sellado una difícil tregua con loscolonos, rota a menudo, y solo era posible tratarcon ellos en la mismísima frontera.

—Han firmado un tratado tras otro por darse

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el gusto de robarnos el ganado: perdemos resesuna o dos veces al mes —le explicó el señorRietz. Él y Laurence se comunicaban en unalemán balbuceado por ambas partes.

Rietz era uno de los mandamases deSwellendam, una de las más antiguas villas de ElCabo, y aun así, más próxima al continente quecualesquiera otras que los colonos hubieranlevantado después. Se hallaba al abrigo de unacadena montañosa y eso impedía las incursionesde los montaraces. Los viñedos y las tierras delabranza se arracimaban en torno a las pulcras ycompactas casas de paredes encaladas. Lasúnicas en extenderse eran las tierras de lasgranjas fuertemente fortificadas.

Los colonizadores se mostraban muyprecavidos con respecto a los dragones salvajesque a menudo venían de las montañas, y habíanconstruido en el centro un pequeño fuerteprovisto con dos cañones de seis libras con el finde hacerles frente, y también se mostraban muyresentidos con sus vecinos de color, de quienesRietz dijo:

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—Los cafres son todos unos granujas, másallá del nombre pagano que les apetezcaponerles y los prevengo contra posibles tratoscon ellos. Son salvajes y lo más probable es quevayan a asesinarlos mientras duermen si eso losbeneficia.

La presencia del Celestial en las afueras de lavilla suponía una coacción silenciosa pero eficazgracias a la cual el hombre habló largo ytendido; sin embargo, Rietz consideró que habíadicho bastante y se negó a ser de más ayuda, asíque se sentó en silencio y esperó a que el inglésse rindiera y le dejara volver a sus cuentas.

Cuando se reunió con Temerario, el dragón lehabló con verdadera admiración.

—Tienen unas vacas fantásticas, Laurence.No puedes echarles la culpa a los montaracespor llevárselas, cuando ellos no saben hacer otracosa y las vacas están ahí, en el corral,provocando, sin hacer nada. Oye, ¿cómo vamosa encontrar a esos xhosa sin la ayuda de loscolonos? Tal vez podríamos volar para buscarlosdesde el cielo, ¿no?

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La sugerencia les garantizaba no verles elpelo a las gentes de las tribus; estas debíandesconfiar mucho de los alados, pues tanto elloscomo los colonos podían sufrir los ataques de losdragones.

El general Grey soltó un bufido cuando elaviador volvió a Ciudad del Cabo en busca deuna alternativa e informó de la reacción deRietz.

—Ya, e imagino que si se topara usted conalgún miembro del pueblo xhosa formularíaexactamente las mismas quejas, pero a lainversa. Siempre están robándose ganado unos aotros y solo están de acuerdo en una cosa,supongo: en quejarse de que los dragonessalvajes son peores. Mal asunto —añadió—, esun mal asunto, porque esos colonos desean condesesperación más praderías y no puedentenerlas, y no les queda otra alternativa queestar a la greña con las tribus por la tierra que alos montaraces no les importa dejarles.

—¿Y no hay modo de detener a losdragones? —se interesó Laurence.

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Precisamente él no sabía cómo manejar a losmontaraces; en Inglaterra los habían instado amantenerse en los campos de cría mediante elsistema de proporcionarles presas fáciles deforma regular.

—No, ese sistema no funcionaría aquí: haydemasiada caza salvaje —explicó Grey—. Encualquier caso, no iban a dejar en paz a losasentamientos y de eso hemos tenido suficientesejemplos que lo atestiguan. Todos los años unoscuantos jóvenes alocados organizan unacampaña en el interior, una campaña que jamássirve para nada —el vicegobernador se encogióde hombros—. No vuelve a saberse nada deesos aventureros y, por supuesto, se echan lasculpas al gobierno por su inacción, pero ningunode ellos entiende el coste y la dificultad de laempresa. No podría comprometerme a controlarun territorio más amplio sin contar al menos conuna formación de seis dragones y doscompañías de artillería de campaña.

Laurence asintió. Era muy poco probable queel Almirantazgo le enviase semejantes refuerzos

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en aquel instante o, ya puestos a pensarlo, en unfuturo inmediato. Si se dejaba aparte losestragos de la epidemia, que había dejado encuadro a la Fuerza Aérea, cualquier fuerzasignificativa iba a ser destinada a la guerracontra Francia, por supuesto.

Esa misma noche, Laurence informó a lacapitana Harcourt con tono grave de su fracaso.

—Vamos a tener que arreglárnoslas comomejor podamos —repuso Catherine—. Seguroque el reverendo Erasmus puede ayudarnos; escapaz de hablar con los nativos y tal vez esemercader sepa dónde podemos encontrarlos.

Con tal propósito, Laurence y Berkley sedirigieron a la misión, ya muy transformadadesde la última visita del primero: el lote detierra se había convertido en un precioso huertolleno de tomates y pimientos. Unas cuantasmuchachas khoisánidas de discretas enaguasnegras trabajaban en los surcos, atando lastomateras a unas estacas mientras que otrogrupo se dedicaba a coser diligentemente bajoun amplio árbol de mimosa. La señora Erasmus

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y otra misionera, una mujer blanca, se turnabanpara leerles una Biblia ya traducida a su idioma.

La casa estaba atestada de estudiantes quese afanaban en escribir sobre trozos de pizarra,pues el papel era demasiado valioso paraemplearlo en un ejercicio. Erasmus acudió ypaseó con ellos en el exterior, pues dentro deledificio no había espacio para hablar. Losaviadores le expusieron el caso.

—Estoy en deuda con usted por habernosfacilitado el pasaje hasta aquí —le explicó aLaurence—, no lo he olvidado, créame, capitán,y nada me alegraría más que serle de utilidad,pero existen muchas menos similitudes entre lalengua khoisánida y la xhosa que entre el alemány el francés, y yo ni siquiera hablo con fluidez laprimera. Hannah lo hace un poco mejor, y losdos recordamos algo de nuestras respectivaslenguas nativas, pero eso sería de poca utilidad:nos raptaron de tribus situadas mucho más alnorte.

—Aun así, tiene usted más posibilidades quenosotros de darle a la sinhueso con ellos —

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espetó Berkley—. No puede ser tan difícilhacerles entender algo sencillo a esta gente:tenemos un cacho de la seta esa, basta conlevantarla delante de sus narices, mostrársela ydecirles lo que queremos.

—Esa gente son vecinos de los khoisánidosasí que seguramente habrá alguien entre ellosque chapurree un poco su lengua, y eso abriríaun poco las posibilidades de comunicarnos, ¿no?Podemos probar, solo —añadió—, inténtelo: unfracaso no va a dejarnos peor de lo que yaestamos.

Erasmus se detuvo ante la puerta del jardín,desde donde observó a su esposa mientras leíalos Evangelios a las jóvenes, y entonces, en vozbaja, comentó en tono pensativo:

—No he oído de nadie que haya llevado lapalabra de Dios a los pueblos xhosa.

A pesar de tener prohibida la expansión hacia elinterior del continente, los colonos habían idoavanzando poco a poco por la costa oriental de

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Ciudad del Cabo. El río Tsitsikamma, a unas dosjornadas largas de vuelo, había devenido en unasuerte de frontera entre los territorios deholandeses y xhosa, aunque el únicoasentamiento cercano a la misma era el de labahía de Plettenberg, y si los guerreros xhosamerodeaban entre la maleza cinco pasos másallá de los límites de las aldeas más alejadas,como se imaginaban muchos de los colonos,ninguno estaba dispuesto a ir a averiguarlo, perolo cierto era que los nativos se habían vistoexpulsados al otro lado del río en el curso delúltimo enfrentamiento y puesta en el mapa erauna línea conveniente, así que el caudal habíadado nombre a los tratados.

Temerario voló ceñido a la línea de la costa,una extraña y hermosa sucesión de acantiladosbajos y curvos poblados de una frondosavegetación verde y en algunos lugares seextendían a sus pies líquenes de colores rojo ycrema y grandes rocas marrones, y playas dearena dorada, algunas de ellas plagadas depingüinos chaparrudos demasiado pequeños para

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alarmarse al verles pasar en lo alto: ellos no eranpresa propicia para los dragones. Al final delsegundo día cruzaron la laguna de Knysna,cobijada detrás de su angosta desembocaduraen el océano por unos montículos de arenisca, ya última hora de la tarde llegaron a orillas delTsitsikamma, los límites verdosos de su cauceserpenteaban hacia el interior del continente.

Por la mañana, antes de cruzar el río,anudaron dos sábanas blancas a unos palosbastante largos a modo de banderas de treguacon el fin de evitar cualquier provocación y lasfijaron a ambos flancos de Temerario; después,se adentraron en territorio xhosa, cuyo suelosobrevolaron con precaución hasta aterrizar enun claro lo bastante espacioso y visible con elpropósito de permitirles ver a Temerario desdelejos, y dividido por un arroyuelo de aguasrápidas: no era un obstáculo insalvable, perovenía a ser una frontera destinada aproporcionar alguna tranquilidad a alguien queestuviera al otro lado.

Laurence había llevado consigo una pequeña

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pero sustancial suma de guineas de oro así comouna amplia variedad de objetos usadoscomúnmente en el regateo de la zona con laesperanza de poder tentar a los nativos, y sobretodo, del más importante: varios collares hechoscon conchas de cauri unidas por hilos de seda;en algunas partes del continente llegaban ausarse como moneda en circulación y la nociónde su valor se hallaba muy extendida.Temerario, por una vez, no quedó nadaimpresionado: las conchas no eran de brillantescolores ni relucientes ni iridiscentes y, por tanto,no despertaban ese instinto suyo de urraca; mirócon bastante más interés una fina cadena deperlas con la que Catherine había contribuido ala causa.

La dotación extendió tan variopinta colecciónsobre una amplia cobija cerca de la orilla delarroyuelo con el fin de que fuera fácilmentevisible para un observador desde la otra, puesesperaban obtener alguna respuesta de estemodo. Temerario se agazapó cuanto pudo y sedispusieron a esperar. Habían armado un buen

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escándalo durante el viaje para asegurarse deser vistos, pero la región era muy amplia, solopara alcanzar el río habían necesitado dos díasde vuelo; por ello, Laurence no era optimista.

Pasaron allí toda la noche sin conseguirrespuesta alguna y otro tanto ocurrió a lo largodel día siguiente, salvo que Temerario se fue decaza y regresó con cuatro antílopes. Montaronun espetón para asarlos, con no demasiado éxito,pues Gong Su se había quedado en elcampamento para preparar la comida de losdragones aún enfermos, y el joven Allen,destinado a darle vueltas al asador, se despistó,con tan mala suerte que estaban todos un tantochamuscados por un lado y demasiado pocohechos por el otro. Temerario echó hacia atrásla gorguera en señal de desaprobación; eldragón estaba desarrollando un paladarexcesivamente fino, un hábito de lo másdesafortunado para un soldado.

El tercer día transcurrió tan tórrido ysofocante como los anteriores y los hombresempezaron a aplatanarse poco a poco, en

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silencio. Emily y Dyer se pusieron a garabatearen sus pizarras sin el menor entusiasmo yLaurence hacía acopio de voluntad de tanto encuanto para levantarse y pasear de un lado paraotro a fin de no dormirse. Temerario no tuvotantos escrúpulos: abrió la boca para dar un granbostezo, acomodó la cabeza y se echó a roncar.

Una hora después del mediodía tomaron unacomida consistente en pan con mantequilla y unpoco de grog, pero nadie quiso nada más acausa del calor, ni siquiera después de la malacena de la jornada anterior. El sol inició de malagana su camino hacia el horizonte y la tarde fuedesgranando las horas.

—¿Se encuentra usted cómoda, señora? —preguntó Laurence a la señora Erasmusmientras le traía otra copa de grog.

Los tripulantes le habían levantado unpequeño pabellón con las tiendas de viaje, a finde que ella pudiera permanecer siempre acubierto de las miradas. Sus hijas pequeñashabían quedado en el castillo, a cargo de unadoncella. Hannah ladeó la cabeza y aceptó la

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copa, parecía poco preocupada por su propiacomodidad, como de costumbre, una cualidadimprescindible, seguro, para ser la esposa de unmisionero, destinada a ir de aquí para allá portodo el orbe. Aun así, el militar se sintió muypoco civilizado por haberla sometido a lainclemencia de un día tan caluroso para luegosacar tan poco provecho. La esposa delreverendo no se quejaba, por supuesto, perotampoco había disfrutado cuando la acomodarona bordo del dragón. Sin embargo, se le daba muybien ocultar todos sus temores e incomodidades;de hecho, lucía un vestido negro de cuello altocon mangas hasta la muñeca a pesar de quecaía un sol de justicia tan intenso que atravesabael cuero de la tienda.

—Lamento haber abusado de ustedes —sedisculpó—. Si mañana no hemos tenido algunanoticia, creo que vamos a vernos obligados aconsiderar esta intentona como un fracaso.

—Rezaré para que tengamos un desenlacemás feliz —contestó ella lacónicamente con vozgrave y firme, y agachó la cabeza.

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El feliz concierto de mosquitos prosiguió a lacaída de la noche, aunque ninguno de ellos seacercó al Celestial; las moscas fueron menosjuiciosas. La oscuridad volvía cada vez másimprecisa la silueta de los árboles cuandoTemerario despertó sobresaltado y anunció:

—Alguien viene por ahí, Laurence.Entonces se escuchó un susurro entre la

hierba de la orilla opuesta.Un hombre menudo emergió a la media luz de

la otra orilla: era calvo e iba completamentedesnudo, a excepción hecha de un pequeñomanto con el cual se cubría el cuerpo de formademasiado desinhibida como para considerarque lo hacía por modestia. Apoyaba sobre unhombro una azagaya de hoja estrecha y unmango similar al de una pala y sobre el otro unantílope en los huesos. No cruzó el cauce niapartó los ojos de Temerario, se limitó a estirarel cuello para ver mejor los objetos dispuestossobre la manta, pero quedó claro que no iba a irmás allá.

—Reverendo, si pudiera acompañarme… —

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dijo Laurence, y se marchó seguido por Ferris,que iba detrás de él como un perro sin que nadiese lo hubiera pedido.

Laurence se detuvo al llegar a la cobija y alzóel más elaborado de los collares hecho conconchas de cauri; la pieza elegida constaba deseis o siete tiras donde se alternaban las oscurasy las luminosas intercaladas con cuentas de oro.

Vadearon el regato en un punto pocoprofundo, donde las aguas apenas si les cubríanparte de las botas. El capitán inglés llevó lamano a la culata de la pistola con disimulo al verla lanza del nativo, sabedor de que iban a servulnerables mientras subían la orilla, pero elcazador se limitó a retirarse hacia los bosquescuando salieron del cauce; su figura recortadacontra la maleza resultaba prácticamenteimposible de distinguir y desde esa posiciónpodía desaparecer entre las sombras con granfacilidad. Laurence supuso que el derecho aestar alarmado le correspondía a ese hombre,aunque solo fuera por lo nutrido de la partida,con Temerario en la retaguardia, sentado a la

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manera de los felinos sobre los cuartos traserosy contemplando la escena con ansiedad.

—Señor, déjeme, por favor —pidió Ferris convoz tan lastimera que Laurence le entregó elcollar.

El joven puso el abalorio sobre las palmas delas manos y se lo ofreció sin acercarse. Laoferta tentó de forma manifiesta al nativo, quevaciló, y entonces, con vacilación, les tendió elantílope con aire levemente avergonzado, comosi no pensara que se tratara de un intercambiodel todo equitativo.

Ferris negó con la cabeza y luego se envaróal apreciar un susurro detrás del cazador, perosolo era un niño pequeño de no más de seis osiete años que había separado las hojas de lamaleza a fin de poder ver con unos enormesojos llenos de curiosidad. El nativo se volvió y leincrepó duramente, pero su voz fue perdiendoseveridad a medida que avanzaba la reprimenda.Laurence comprendió al vuelo la situación: elnativo menudo no era raquítico, él mismo tansolo era un muchacho que tendría un puñado de

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años más que su compañero escondido.El niño se desvaneció de inmediato: las ramas

se cerraron delante de su cara. El joven sevolvió hacia Ferris con una cautelosa mirada dedesafío y apretó la azagaya lo bastante fuertecomo para que los nudillos de la manoadquirieran una pálida tonalidad rosa.

—Por favor, dígale, si puede, que no tenemosintención de hacerle daño —le pidió Laurence aErasmus en voz baja.

No le sorprendía demasiado que se hubieranarrastrado hasta allí, asumiendo un gran riesgo,mientras otros miembros de su clan habíanpreferido salir corriendo. El cazador estabaesquelético y el rostro del niño había perdidotodas las redondeces de la infancia.

Erasmus asintió y se adelantó para probarsuerte con unas cuantas palabras en habladialectal, pero sin éxito, de modo que apeló a lacomunicación más simple: se señaló en el pechoy dijo su nombre. El muchacho le facilitó el suyoy se presentó como Demane. Ese primerintercambio sirvió al menos para facilitarle un

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poco las cosas, pues el cazador no iba a salircorriendo y permitió que Ferris se acercase unpoco más y le enseñase la primera muestra dehongo.

Demane soltó una exclamación y retrocedió,asqueado, y no sin motivo: la seta olía mal de porsí, pero su confinamiento en una bolsa de cuerodurante el calor del día no le había mejorado elaroma. El nativo se echó a reír, celebrando supropia reacción, pero puso un rostro carente deexpresión cuando ellos le señalaron el hongo yluego le ofrecieron el collar, y no lo cambió pormucho que alargara la mano para tocar lasconchas con expresión pensativa, frotándolasentre el pulgar y el índice.

—Supongo que no le entra en la mollera quealguien quiera hacer un trueque por la cosaesta… —comentó Ferris en voz baja, pero lobastante fuerte para que lo oyeran todos,mientras alejaba el rostro lo máximo posible.

—Hannah —llamó el misionero.Laurence se sobresaltó, pues no se había

dado cuenta de que la señora Erasmus se había

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unido a ellos, había acudido caminando descalzay con las faldas recogidas. Demane se envaróun poco, soltó las conchas y se alejó de ella,pues la dama tenía una cierta severidad demaestra de escuela. Ella se dirigió a él en vozbaja, despacio y con claridad; luego, tomó elmusgo de mano de Ferris, lo sostuvo en alto yrealizó una serie de gestos autoritarios cuandoDemane hizo una mueca, pero al final, conbastante repelús, el cazador cogió el hongo.Entonces, Hannah le sujetó la muñeca y le llevóel brazo para que entregara el hongo a Ferris yeste, a cambio del hongo, le entregó el valiosocollar. La mímica facilitó mucho la compresióndel negocio.

Una vocecilla dijo algo desde los arbustos yDemane le acalló antes de entablarconversación con la señora Erasmus, con quienhabló largo y tendido con una charla llena desonidos chasqueantes que Laurence no lograbaimaginar cómo podían producirse, y menos asemejante velocidad. Ella puso rostro deconcentración extrema mientras intentaba

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seguirle. Demane tomó la seta y se acuclilló alpie de un árbol para hacer su representación:alzó la seta y la tiró contra el suelo.

—¡No, no! —gritó Ferris, al tiempo quesaltaba a tiempo de evitar que la preciosamuestra fuera pisoteada por el pie desnudo delnativo.

Demane observó esa reacción con absolutodesconcierto e hizo un comentario.

—Dice que el ganado enferma si la come —tradujo la señora Erasmus.

El gesto había sido bastante elocuente: aquelhongo era considerado una molestia y loarrancaban en cuanto lo veían, y eso podríaexplicar su escasez, lo cual no le sorprendía lomás mínimo si la ganadería era el medio de vidade casi todas las tribus, pero Laurence quedóabrumado al saberlo. ¿De dónde iban a sacar lasingentes cantidades necesarias para la cura sierradicar los hongos era una práctica instituidadurante generaciones entre los ganaderos? Alfin y al cabo, para ellos no pasaban de ser malashierbas.

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La señora Erasmus continuó conversando conel muchacho y se ayudó de la mímica: tomó laseta y la acarició para demostrarle que teníavalor para ellos.

—Capitán, ¿podría algún miembro de sutripulación traerme una olla? —pidió.

Cuando se la hubieron llevado, Hannah metiódentro el hongo e imitó el movimiento deremover agua. Demane miró a Laurence y aFerris con expresión de incredulidad, perodespués se encogió de hombros de forma muyexpresiva y señaló al cielo, y con un ampliomovimiento del brazo, llevó la mano de unextremo a otro del horizonte.

—Mañana —tradujo la esposa del misionero.El muchacho señaló el suelo donde estaban

todos.Laurence no le quitaba los ojos de encima.—¿Él se considera capaz de traernos algo?

—preguntó a la esposa del reverendo.Pero Hannah no pudo transmitir ni la pregunta

ni la respuesta, y al cabo de unos momentostuvo que negar con la cabeza.

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—En fin, esperemos lo mejor. Dígale si puedeque vamos a regresar.

Y a la noche siguiente, a la misma hora, losmuchachos salieron de entre los arbustos otravez, solo que en esta ocasión el más joven iba altrote detrás de Demane, completamentedesnudo, y acompañado de un perrito pulgoso,un mestizo de pelambrera moteada de amarillo ymarrón.

El chucho se plantó por su cuenta en la orillaopuesta y se puso a ladrar a Temerario, y seguíay seguía soltando unos ladridos penetrantesmientras el chico de mayor edad intentabahacerse oír por encima de esos ladridos paranegociar el precio de sus servicios.

Laurence le miró sin entenderle del todo.Demane tomó el hongo, lo sostuvo en alto antela nariz del can y se arrodilló para taparle losojos. El muchacho más joven vino corriendo, selo llevó y lo enterró bien hondo en la hierba,después volvió junto al perro. Demane soltó alanimal y le dio una orden con voz seca, pero elchucho se puso a ladrarle enloquecido a

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Temerario, ignorando las instrucciones de suamo hasta que este, visiblemente avergonzado,echó mano a un palo y le pegó en los cuartostraseros, le siseó y le hizo oler el saco de cuerodonde habían traído la seta. Al final, aunque aregañadientes, el can se marchó y peinó toda lallanura hasta encontrar el hongo para volver altrote con él en la boca y dejarlo a los pies deLaurence; luego, empezó a mover el rabo conentusiasmo.

Lo más probable era que Demane los hubieratomado por estúpidos o al menos por muy ricos,y por ello, le hizo ascos a los abalorios y dijoquerer cobrar en reses, que, evidentemente,eran la principal fuente de riqueza entre losxhosa. Abrió la ronda de negociaciones con unapetición inicial de doce cabezas.

—Dígale que le daremos una por cadasemana de servicio —contestó Laurence—. Sinos conduce hasta una buena reserva dehongos, podríamos estudiar la posibilidad de

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mejorar el trato. En cualquier otro caso, nosotrosles traeremos de vuelta a este sitio a los dos yaquí les haremos entrega de su paga.

Demane inclinó la cabeza y aceptó lareducida oferta al tiempo que hacía unconsiderable esfuerzo por mantener la calma,pero el niño, que respondía al nombre de Sipho,había puesto unos ojos como platos, y el modoen que tironeaba la mano de Demane le hizosospechar a Laurence que había hecho unnegocio horroroso para los estándares de laregión.

Temerario erizó la gorguera cuando leacercaron el inquieto perro.

—Es muy ruidoso —juzgó condesaprobación.

El perro debió de ladrar una respuesta tanpoco educada como el comentario a juzgar porel tono; luego, intentó zafarse de la sujeción desu amo y huir corriendo, pero Demane no sentíaansiedad alguna. Antes de aquello, la señoraErasmus le había persuadido para que seacercara un poco más y alargara la mano para

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acariciar la pata derecha del Celestial ymostrarle de ese modo que no había peligro. Talvez no fue la mejor idea para insuflar ánimo, yaque eso atrajo la atención del cazador hacia lasdescomunales garras del dragón.

Sipho estaba más interesado que alarmado,pero Demane le empujó para que permanecieradetrás de él, protegido por su cuerpo, usó el otrobrazo para estrechar contra el pecho al perro ynegó con la cabeza mientras expresaba sunegativa a aproximarse más.

Temerario ladeó la cabeza y dijo:—Qué sonido tan interesante —luego repitió

una palabra, imitando ese sonido chasqueantecon más éxito que todos los demás, pero todavíamal pronunciada. Sipho, situado detrás deDemane, se echó a reír y le repitió el términootra vez, y al cabo de unas cuantas veces, eldragón fue capaz de reproducirlo—: Ya lo tengo.

Los chasquidos consonánticos del dragónsonaban algo extraños, pues venían de algúnpunto interior de su garganta y eran más gravesque los de los muchachos, pero con esa ayuda

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fueron haciéndose a la idea de que iban asubirlos a bordo.

Gracias a Tharkay, Laurence había aprendidoel arte de transportar animales a bordo de undragón en el este, donde los drogaban con opioantes de subirlos, mas, por desgracia, ellos nocontaban con ninguna droga en aquel momentoy tenían poco ánimo para ponerse aexperimentar, así que subieron al quejumbrosocan por la fuerza y lo ataron al arnés. El animalsiguió removiéndose y forcejeando para zafarsede la improvisada extensión del arnés, y llegó ahacer varios intentos frustrados de saltar hastaque Temerario despegó; entonces, tras unoscuantos ladridos de entusiasmo, se sentó sobrelos cuartos traseros jugueteando con la lenguapor toda su boca abierta y moviendo el rabo deun lado para otro con energía; estaba encantado,bastante más complacido que su infeliz amo, quese aferraba al arnés y a Sipho, aunque ambosiban bien sujetos gracias a sendos mosquetones.

—¡Menudo circo has montado! —exclamóBerkley cuando aterrizaron en el claro y bajaron

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al perro, y soltó una risotada.Laurence consideró las carcajadas fuera de

lugar.En cuanto el perro se vio en el suelo, salió

corriendo y atravesó los campos deadiestramiento para acudir chillando junto a losdragones. Estos, por su parte, sentían ciertointerés hasta que el chucho empezó a mostrarsemás curioso de la cuenta y cuando se puso aolfatear el delicado hocico de Dulcia, esta lesiseó airada. El perro soltó un gañido y se batióen retirada al dudoso abrigo que suponía elcostado del Celestial, que miró hacia el suelocon irritación e intentó alejarle con el hocico, sinéxito.

—Haz el favor de cuidar a ese bicho. Notengo ni idea de cómo podríamos conseguir otroo entrenarlo —le pidió Laurence.

Y solo entonces Temerario permitió al canaovillarse junto a él, a regañadientes, eso sí.

Chenery acudió renqueante para cenar con ellos

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en los campos de entrenamiento con el fin detranquilizar a Dulcia en lo tocante a su mejoría, ypara sus adentros se juraba que estaba harto detanto reposo en la cama, así que disfrutaron delrosbif con gran optimismo y las botellascircularon libremente por la mesa, tal vezcircularon en demasía, pues poco después depasar a los cigarros, Catherine dijo:

—Maldita sea.Se puso en pie y echó a correr hacia uno de

los linderos del claro, donde vomitó.No era la primera vez que se la veía

indispuesta en los últimos tiempos, pero en estaocasión la cosa era bastante más intensa. Todostuvieron la amabilidad de mirar a otro lado. Sereunió con ellos junto al fuego poco después,aunque lo hizo con expresión consternada.Warren le ofreció un poco más de vino, pero ellanegó con la cabeza. Se enjuagó la boca con unpoco de agua y soltó un salivazo. Después, losmiró a todos y dijo jadeante:

—Bien, caballeros, lamento ser poco delicada,pero si voy a estar indispuesta durante todo el

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viaje, más vale que lo sepan. Me temo que heengordado y voy a seguir haciéndolo…

Laurence tardó en darse cuenta de que laestaba mirando boquiabierto, una expresión deintolerable descortesía. Cerró la boca deinmediato y se quedó inmóvil mientras luchabacontra la tentación de mirar a los otros cincocapitanes sentados junto a las llamas yaprovechar su luz para estudiarlos como posiblescandidatos.

Berkley y Sutton eran unos diez añosmayores que él y siempre había pensado que surelación con Catherine era de tío a sobrina másque cualquier otra cosa. Warren también teníamás años y su firmeza encajaba más con elcarácter nervioso de Nitidus, y eso hacía difícilimaginarle en el papel de amante, aun bajo laspresentes circunstancias.

Chenery era un hombre de menos edad ymuy jovial, no conocía el sentido del decoro ytenía un cierto atractivo, más por sus sonrisas ysu encanto tosco que su aspecto, pues tenía elrostro alargado, el pecho estrecho, la piel cetrina

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y los pelos de punta, el cabello parecía un trigal.Era el candidato más probable por supersonalidad, aun cuando Little, el capitán deImmortalis, tenía una edad similar y era el másapuesto de todos a pesar de aquella desmedidanariz suya; tenía unos ojos azul cobalto y llevabael pelo ondulado, quizás un poco más largo de lacuenta, a la manera de los poetas, peroLaurence sospechaba que esto último se debíamás a la falta de atención que a una vanidaddeliberada; además, Little era un hombre dehábitos muy frugales y poco dado a los lujos.

Luego estaba Hobbes, el primer teniente deHarcourt, por supuesto, un joven apasionadosolo un año menor que ella, pero a Laurence lecostaba creer que Catherine se hubiera liadocon un subordinado, exponiéndose a arrostrartodas las dificultades y resentimientos que, almenos según los casos similares que él habíaconocido en la Armada, una relación así solíagenerar en la vida de a bordo, además de estarprohibidas, por supuesto.

No, debía ser uno de ellos, y no pudo evitar

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mirarlos con el rabillo del ojo. Sutton y Littlehabían reaccionado con expresiones desorpresa, en mayor o menor grado. Leevaluaban con la mirada como posible candidato,pues si bien Laurence se preguntaba quién erael padre, y no lograba ocultarlo, ellosmanifestaban esa curiosidad de forma másabierta.

Laurence era plenamente consciente de queél no podía hacer objeción alguna, pues habíacometido una indiscreción semejante, sin nisiquiera entrar a considerar lo que diría o haríaen caso de verse en un brete tal. No era capazde imaginar la reacción de su padre, ni aun la desu madre, en caso de presentarse con esapareja: una mujer algo mayor que él, con unahija ilegítima, que no era miembro de una familiade abolengo y había sacrificado su credibilidaden aras al servicio en el Cuerpo. Aun así, sehubiera casado, pues cualquier otra cosa habríaequivalido a un insulto hacia quien merecía de élel respeto propio de una dama y una camaradade armas, así como exponerla a ella y al niño a

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la censura de toda la sociedad. Por consiguiente,él se había expuesto voluntariamente a unasituación tan azarosa y ahora no tenía derecho areclamar si le tocaba sufrir una parte de esedolor en una de las personas de otra relacióncomo la suya.

Solo el culpable conocía la verdad, porsupuesto, y mientras no confesara, Laurence ylos demás capitanes iban a tener que conteneresa curiosidad que los carcomía, por mucho queno fuera agradable ni tuviera remedio.

—Bueno, pues ya es mala suerte —dijoBerkley, dejando el tenedor—. ¿Quién es elpadre?

—¿Eh…? Es Tom, quiero decir, el capitánRiley —contestó con soltura Catherine;entonces, uno de sus jóvenes mensajeros le trajouna taza de té—. Gracias, Tooke.

Laurence se puso colorado por todos.

Pasó la noche en vela; en el exterior le tocósoportar los ladridos incesantes del perro y

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dentro de la tienda reinaba toda la confusión quecabía imaginar. Laurence dudaba si hablar o nocon Riley y sobre qué bases.

Se sentía responsable por el honor deCatherine y el del niño, algo completamenteirracional en las presentes circunstancias,máxime cuando ella no mostraba preocupaciónalguna, y aunque le importara un pimiento labuena opinión de la sociedad o de suscompañeros en el Cuerpo, Laurence tenía muypresente que Riley no iba a poder mostrar esemismo desdén a ojos del mundo. Al final delviaje había actuado como si estuviera bajocoacción, un indicio inequívoco de suculpabilidad. Él no aprobaba la idea de mujeresoficiales y Laurence estaba convencido de queno se había apeado de esa opinión ni por unmomento, ni siquiera tras aquel affaire, pero locierto era que él había aprovechado esacircunstancia cuando se le había presentado yno había vacilado en entrar en un terreno dondela consecuencia era la ruina de una dama, unacto egoísta cuando no depravado, y merecedor

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del mayor de los reproches. Sin embargo,Laurence no tenía ninguna posición quedefender y cualquier intento por su parte soloagravaría aún más el escándalo, y además, encualquier caso, los aviadores tenían prohibidoslos duelos.

Para complicar aún más las cosas, teníamotivos sobrados para hablar con Riley einformarle de la existencia de ese niño, pues a lomejor no estaba al tanto. A Jane Roland no lepreocupaba nada la filiación ilegítima de su hijaEmily; había visto muy poco al padre después dela concepción y tampoco parecía pensar que éltuviese mucho que ver con la niña. Catherinecompartía esa misma falta de sensibilidad, esoresultaba evidente. Laurence no se habíadetenido a considerar la dureza de todo aquello,pero ahora se ponía en el lugar de Riley y encierto modo pensaba que se merecía todas lasdificultades de semejante situación y tambiénque alguien le abriera los ojos para poder verlas.

Se levantó agotado y hecho un mar de dudas,así que se lanzó sin demasiado entusiasmo en su

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primer intento de salir con el perro en busca delos hongos. El chucho no esperó a que losubieran a bordo del Celestial cuando los vio atodos preparados: se encaramó de un salto allomo de Temerario y se instaló todo ufano en labase del cuello, justo donde solía sentarseLaurence, y desde allí se puso a ladrarles atodos, instándolos a terminar con lospreparativos.

—¿No puede volar con Nitidus? —quisosaber el Celestial, contrariado, mientras volvía elcuello hacia atrás para soltarle un siseoimperioso, pero el perro ya le había tomadoconfianza y se limitó a mover el rabo.

—No, no, yo no quiero llevarlo. Tú eres másgrande y a ti no va a pesarte nada.

Temerario recogió la gorguera, pegándola alcuello, y expresó su contrariedad por lo bajinis.

Cruzaron otra vez las montañas ydescendieron nada más rebasar las posicionesde vanguardia, donde apenas habíaasentamientos; aterrizaron en una ladera en laque un corrimiento de tierras había dejado al

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descubierto una rampa de piedra, lo cual ofrecíaa los dragones una inmejorable oportunidad dedescender en lo más hondo del sotobosque.Nitidus consiguió meterse entre los árboles,aprovechando que uno de los más grandes habíacaído, pero el Celestial tuvo que arreglárselaspara poder posarse en un campo de aterrizajemás pequeño e invadido por las malas hierbas.Las espinas de acacia eran largas y lo bastantefinas como para colarse entre las escamas deldragón y llegar hasta la carne de debajo, por locual Temerario se estremeció varias veces antesde poder hacer pie con seguridad. Entonces dejóbajar a su tripulación para que despejaran elespacio y montaran las tiendas una vez más.

El perro se convirtió en un incordio mientraslevantaban el campamento, pues optó porjuguetear y sobresaltar a los faisanes de plumajerojiblanco, que le rehuyeron sobresaltados,balanceando la cabeza sin cesar, y siguió asíhasta que de pronto se quedó inmóvil y no movióni un músculo de su cuerpo flaco y larguirucho.El teniente Riggs apoyó el rifle en el hombro, se

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preparó para disparar y esperó, todos los demásse quedaron helados, pues aún no se habíaborrado la impresión causada por el rinoceronte,pero cuando mayor era la tensión, salió de entrelos árboles una manada de babuinos. Eraimposible pasar por alto al mayor de todos: unejemplar de pelaje grisáceo, rostro de malaspulgas y un trasero de reluciente color escarlataque sobresalía de entre la pelambrera. Se sentósobre los cuartos traseros y los contempló atodos con una cierta dosis de cinismo. Luego, elgrupo se alejó con despreocupación; únicamentelos más pequeños, todavía aferrados al pelaje desus madres, ladearon las cabezas paracontemplarlos con curiosidad mientras ibandistanciándose.

Solo había unos pocos árboles grandes, y lodemás era un denso matorral de color amarillo yaltura superior a la estatura de un hombrenormal; llenaba hasta el último hueco que lepermitían los matorrales verdes. Eso traía unproblema: las copas de los árboles finos apenaseran un manojo de ramas con forma de nube, y

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apenas proporcionaban alivio frente al rigor delsol. Hacía un bochorno insoportable, laatmósfera era pesada y estaba cargada de polvoen suspensión, briznas de hierba y hojas secas.Bandadas de avecillas canturreaban mientrasiban de una rama a otra. El perro los guió sindestino aparente por un camino zigzagueante através de una broza impenetrable; habría sidomás fácil atravesar en línea recta la maraña dearbustos y la vegetación reseca, a fuerza demucho trabajo, eso sí.

Demane dedicaba al chucho gritos y algunaque otra invectiva, pero el animal marcaba ladirección sin titubeos. Él y su hermano leseguían de cerca, más deprisa de lo que eracapaz el resto, y a veces se adelantaban tantoque llegaban a desaparecer de la vista, yentonces hacían oír con impaciencia sus vocesclaras para orientarlos. Por fin, a media tarde,Laurence salió trastabillando de detrás de unarbusto y se encontró a Sipho con el pechohenchido de orgullo: sostenía en alto uno de loshongos para que pudieran estudiarlo.

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—Eso está mucho mejor, pero a este ritmovamos a necesitar una semana para conseguir losuficiente… y solo para el resto de la formación—calculó Warren esa noche mientras ofrecía aLaurence un vaso de oporto a la entrada de sutienda.

El tocón de un árbol y una roca aplanadahacían las funciones de asiento formal.

El can había encontrado otros tres hongosdurante el camino de regreso al campamento,todos ellos pequeños, y lo bastante escondidoscomo para que no los hubieran localizado sin suconcurso, pero no iban a tener mucho paraadministrarlo a los animales.

—Sí, una semana por lo menos —convinoLaurence con fatiga.

Le dolían los muslos, pues no estabahabituado a semejantes caminatas, así que estirólas piernas hacia el calor del fuego, una hoguerahecha con ramitas verdes, razón por la cualhumeaba, pero el bailoteo de las llamas tenía unacualidad hipnótica de lo más agradable.

Temerario y Nitidus hicieron buen uso de su

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inactividad para mejorar las condiciones delcampamento: derribaron tierra de la ladera a finde nivelar el suelo y desenraizaron variosárboles y bastantes arbustos para que hubieramás espacio. Temerario había tirado la punzanteacacia ladera abajo con ánimo vengativo, dondepodía vérsele ahora protagonizando una imagenchocante: la de la acacia recostada entre lascopas de dos árboles con un gran terrón detierra reseca alrededor de sus raíces, ahora aldescubierto.

Los dragones también habían logradoprocurarse un par de antílopes para la cena delgrupo, o al menos lo hicieron con esa intención,pero las horas habían transcurrido muy despacio,y se encontraron sin nada mejor que hacer quezamparse ellos solos la caza, y cuando losencontraron al final del día, estaban lamiendo loshuesos y con las manos vacías.

—Lo lamento mucho —aseguró Temerario,disculpándose—, pero habéis tardadodemasiado…

Por fortuna, Demane les enseñó un truco

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para cazar faisanes, muy abundantes por esazona, unos hombres avanzaban hacia ellos y leshacían huir hacia donde esperaban otrosprovistos con una red. Los ensartaron con unespigón, los asaron y los sirvieron con un pocode galleta de la Armada para acompañar lacena, muy agradable, aun cuando las aves notenían demasiadas carnes; era obvio que sealimentaban solo de bayas y semillas de hierbasde los alrededores.

Los dragones se aovillaron en cada extremodel campamento: su protección bastaría paraespantar todos los peligros nocturnos; lastripulaciones se dispusieron a dormir en lechosde matorrales aplastados usando los sobretodoscomo almohadas sin orden ni concierto, salvo unpuñado de aviadores entregados a jugar a lascartas y a los dados en las esquinas más lejanas;de vez en cuando soltaban gritos de triunfo odesesperación. Los dos nativos habían comidocomo lobos y ahora, sentados en el suelo a lospies de la señora Erasmus, ofrecían un aspectomás lozano. La mujer del reverendo los había

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persuadido para que se pusieran unos holgadospantalones de lona cosidos por las muchachasde la misión. Su marido era muy metódico a lahora de enseñarles estampas con imágenes unapor una con el fin de que las identificaran en supropio lenguaje; él los recompensaba con dulcesmientras ella consignaba por escrito lasrespuestas en el cuaderno de notas de la misión.

Warren tomó una rama larga y removió elfuego con aire ausente. Laurence estimó que sehallaban lo bastante aislados como para poderhablar con discreción, y él tomó la palabra paraafrontar con torpeza el tema de Harcourt.

—No, no tenía la menor idea de lo del niño —contestó Warren, que no se mostró turbado porla pregunta, pero abordó el tema con pesimismo—. Es un mal negocio, vaya que sí. Dios noquiera que Catherine tenga un mal parto. Esacadete tuya es la única chica que tenemos poraquí, y no está preparada ni por asomo parahacer de capitán ni aunque Lily la aceptase, y sieso llegara a producirse, me gustaría saber quéharíamos entonces con Excidium, las cosas no

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están como para que la almirante Roland vaya aalumbrar ahora otra hija, no con Bonaparte alotro lado del Canal de la Mancha, dispuesto alanzarnos el guante y cruzar de un momento aotro.

»Así que espero que tú, maldita sea, hayastomado precauciones. Pero bueno, estoy segurode que Roland sabe lo que se hace —añadió sinesperar respuesta a ese comentario, del mismomodo que él jamás le hubiera contestado a algode lo que no deseaba hablar.

No obstante, ese comentario le sirvió paracaer en la cuenta del significado de ciertoscuriosos hábitos de Jane en los que él jamás sehabía entrometido, como una consultasistemática del calendario.

—Oh, por favor, no te equivoques conmigo —continuó Warren, malinterpretando el semblanteinmóvil de Laurence—. Lo mío no es criticarpor criticar, ni mucho menos, los accidentes y losdespistes ocurren, y bien sabe Dios queHarcourt ha tenido mil excusas para tener undespiste. Hemos pasado unos últimos meses

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espantosos, y ahora me pregunto, ¿qué diablosva a ser de ella? Media paga le permitiría sacarel estómago de penas, pero el dinero no va aconvertirla en una mujer respetable. Por eso tepregunté acerca de ese marinero el otro día, mepreguntaba si sería posible que se casaran encaso de que muriera Lily.

—¿Ella no tiene familia? —quiso saberLaurence.

—No le queda ninguna, ninguna digna demención. Catherine es hija del viejo JackHarcourt, era teniente del Cuerpo a bordo deFluitare. Cortó cinchas en el 2, pero al menosmurió sabiendo que habían destinado a la hija aun Largario —le informó Warren—. Su madreera una joven que vivía cerca del camino dePlymouth, junto al cobertizo de esa ciudad.Estiró la pata cuando Catherine apenas teníaedad para gatear y no contaba con familia quese hiciera cargo de ella. Así es como acabó enla Fuerza Aérea.

—En tal caso, en las presentescircunstancias, sé que esto es totalmente

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oficioso, ¿vale?, pero, si no tiene a nadie más,¿no deberíamos hablar con Riley? —Laurenceañadió con cierto embarazo—: Hablarle del niño,quiero decir.

—Vaya… ¿Y qué tiene que ver él en todoeso? —replicó Warren—. Si es una niña, así loquiera el Todopoderoso, el Cuerpo va anecesitarla; puede hacerse marino en caso deser un chico, supongo, pero ¿qué importa eso?Saberlo solo va a hacerle daño, va a ser ungolpe duro… Mira, el hijo de un capitán delCuerpo tiene casi asegurado un dragón a pocosméritos personales que haga.

—A eso es a lo que voy —terció Laurence,perplejo ante el hecho de no ser entendido enuna cosa tan concreta—. No hay razón paraque ese niño deba ser un bastardo. Podríancasarse fácilmente ahora mismo.

—Oh, oh —exclamó Warren cuando empezóa darse cuenta de por dónde iba su compañero.Pareció confuso—. Pues no, Laurence, no leencuentro mucha lógica, y tú deberías dartecuenta. Si Catherine estuviera varada en tierra,

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sin su dragona, el asunto podía discutirse, perogracias a Dios ya no hay que pensar en eso, nien eso ni en nada parecido —e indicó con elmentón la caja fuertemente sujeta dondedescansaban los frutos de un día de trabajo. Aldía siguiente por la mañana iban a llevarla aCiudad del Cabo. Lily sería la siguientereceptora—. Ella iba a ser una esposa muy fácilde llevar, ya lo creo, tendría órdenes que cumpliry una dragona de la que ocuparse. Me atreveríaa asegurar que no iban a verse mucho el uno alotro, un año de cada seis, él estaría destinado aun confín del mundo y ella al otro. ¡Ja!

Laurence quedó poco satisfecho al descubrirla sencillez y naturalidad con que se reían de suparecer, pero sobre todo por la incómodasensación de que existía una causa racional parauna respuesta tan desdeñosa, y al final tuvo queacostarse sin haber tomado una decisión.

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Capítulo 9

—Tal vez sea usted tan amable de explicarnosqué alternativa prefiere, señor Keynes —dijoHarcourt, haciéndose oír por encima de lasvoces de los demás—, para sugerírsela al señorDorset.

Habían mejorado un poco la tasa derendimiento gracias a la experiencia y Nitidushabía llevado a diario los hongos halladosdurante la jornada, de modo que a su regreso seencontraron en tratamientos a Lily, Messoria eImmortalis, así como un montoncito pútrido dehongos sin usar. Dos los habían conservado enaceite, otros dos en el espíritu del vino obtenidotras la destilación y los otros dos restantes los

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habían envuelto en papel y en hule; ahora todospermanecían bien guardados junto con la recetade la cura. Iban a enviarlo todo a Inglaterra abordo de la Fiona, a la que habían hechoesperar por enviar su informe, pero la navedebía irse con la marea.

Sin embargo, no había sentimiento alguno detriunfo en la cena, solo una satisfacciónsilenciosa. El resultado de toda su campaña derastreo iba a proporcionar a lo sumo materiaprima para sanar a tres dragones, seis si loscirujanos del cobertizo de Dover se arriesgabana reducir la dosis, o los empleaban sobre losanimales más pequeños, y eso suponiendo quefuncionasen los tres métodos de preservaciónelegidos. Dorset habría querido hacer un secado,pero no había hongos suficientes para llevar acabo este último experimento.

—Bueno, no vamos a hacerlo mucho mejor, amenos que contratemos una partida de hombresy sabuesos, y os quedaré muy agradecido sisabéis decirme de dónde los sacamos —opinóWarren, y alzó una botella de whisky en una

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mano mientras con la otra se llevaba un vaso alos labios y apuraba su contenido, con el fin depoder rellenarlo de inmediato—. Nemachaen esun animalillo muy listo —continuó, refiriéndoseal perro; los jóvenes alféreces le habían dadoese nombre en honor al león, pues ese momentolos azares de su educación los habían llevado ala lectura de los clásicos—, pero logramosencontrar uno o dos hongos tras pasarnos todoun día peinando ese maldito bosque, ynecesitamos decenas…

—Debemos tener más cazadores —apuntóLaurence.

Y sin embargo, el peligro real era perder losque ya tenían. La semana acordada conDemane había transcurrido y este y su hermanodaban muestras de desear ser devueltos a sualdea natal con su recompensa.

Laurence sintió unas incómodas punzadas deculpa al haberse negado a entender de inmediatolas señales de los muchachos, a quienes habíaacercado al corral próximo al castillo, dondehabía separado una vaca para ellos: una vaca

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lechera muy mansa con un ternero de seismeses pastando junto a ella. Demane se habíadeslizado entre las tablas de la valla para entrary tocarla con cautela y prevención, pero quedóencantado. Entonces, miró a la novilla y luego sevolvió hacia Laurence con una pregunta escritaen el semblante, el militar inglés asintió paradejarle claro que sí, que también iba aentregárselo. Demane salió de allí sin rechistar,aquella especie de soborno le había valido paraacallar todas las protestas. Laurence se alejócon la sensación de haberse comportado comoun pelele y un desesperado. Se había hecho a laidea de que los hermanos eran huérfanos, o almenos estaban muy desatendidos, y en el fondodeseaba que no tuvieran familia para que estano se hubiera angustiado.

—El proceso es demasiado lento —concluyóDorset con mucha decisión a pesar de sutartamudeo—, demasiado lento, no llega ni a lamitad. Solo vamos a ayudar a erradicar del todoel hongo con semejante búsqueda. El organismoen cuestión ha sido objeto de una eliminación

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sistemática. No cabe esperar que encontremosmuchos más en las inmediaciones de Ciudad delCabo. ¿Quién sabe los años que llevan losganaderos arrancando la seta? Debemos ir máslejos, mucho más, allí donde haya podido creceren cantidades apreciables.

—No deja de ser una especulación en base ala cual pretende usted recomendar laconsecución de unas expectativasdescabelladas. ¿Qué distancia va a satisfacerle,señor Dorset? Me atrevería a decir que elcontinente se ha dedicado a la ganadería en unmomento u otro de la historia. Los dragonesacaban de recobrarse de la enfermedad, y¿pretende adentrarse en territorio salvaje yarriesgar la formación sin más base que esaconjetura? Me parece el culmen de la estupidez.

La discusión fue a mayores y se acaloró cadavez más hasta generalizarse a cuantos estabansentados en la mesa. El tartamudeo de Dorsetfue a más, por lo cual resultaba casi imposiblecomprenderle, y tanto Gaiters como Waley, loscirujanos de Maximus y Lily respectivamente, se

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aliaron con Keynes para atacarle hasta queCatherine los hizo callar a todos antes delevantarse y apoyar las manos en el mantel.

—No pretendo inmiscuirme en sus asuntos —terció ella con voz más baja—, pero no hemosvenido aquí para hallar una cura solo paranosotros. Les he leído los despachos, hemostenido nueve bajas más desde marzo, e irán amás, y en un momento en que no podemosprescindir de ninguno de esos dragones —Catherine miró a Keynes fijamente mientras lepreguntaba—: ¿Hay alguna esperanza si nosadentramos en el continente?

El cirujano permaneció en silencio,contrariado, y bajó los ojos antes de admitir quesí, que lejos de allí habría más posibilidades deconseguir más hongos.

La capitana Harcourt asintió con la cabeza yconcluyó:

—En tal caso, asumiremos el riesgo, ypodemos alegrarnos de que nuestros dragonesse encuentren lo bastante bien como para podercorrerlo también.

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No era cuestión de enviar a Maximus todavía,pues hacía muy poco que había reanudado susintentos de volar: aleteaba mucho, tanto comomovía las garras, levantando una nube de polvo,para terminar, por lo general, desplomándosesobre el suelo, exhausto; no lograba realizar esesprint necesario para lanzarse al vuelo, pero unavez estaba en el aire era capaz de mantenerseen lo alto durante algún tiempo. Keynes sacudíala cabeza y le palpaba la panza.

—Estás recuperando peso de formaprogresiva. ¿Haces los ejercicios? —inquirióKeynes. El Cobre Regio aseguró que sí conenergía—. Bueno, pues si no consigues volar,tendremos que hacerte sitio para que puedasandar.

Maximus empezó a completar un circuitoalrededor de la ciudad varias veces al día, puesno había otro espacio despejado lo bastanteamplio como para que él cupiera, ya que nopodía subir por las laderas de las montañas sin

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provocar avalanchas.Esa solución no satisfizo a nadie, pues

resultaba ridículo tener a un dragón del tamañode una fragata deambulando como un perritofaldero. Además, Maximus se quejó de ladureza del suelo y de los guijarros, que se lemetían entre las garras.

—No me di cuenta en un principio —admitióel Cobre Regio, compungido, mientras loscadetes de Berkley se afanaban con ganchoslimpiacascos, cuchillos y tenacillas para sacarlosde debajo de las duras callosidades ocultas en labase de las garras—, no me percaté hasta quela cosa se desmandó, y luego resultadesagradable hasta decir basta.

—Y en vez de eso, ¿por qué no pruebas anadar? —dijo Temerario—. El agua en estazona es muy agradable y a lo mejor cazas unaballena.

La sugerencia alegró a Maximus tanto comoindignó a los pescadores, en especial a lospropietarios de las lanchas de mayor calado, queacudieron a protestar todos a una.

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—Me desagrada que estén ustedes aquífuera. ¿No preferirían venir conmigo y decirlesustedes mismos lo que no les gusta? —los invitóBerkley.

Maximus continuó con sus excursiones en pazy casi todos los días se le podía ver chapotearcerca del puerto. Por desgracia, ballenas, focasy delfines se percataron de eso y se quitaron deen medio, para la enorme decepción del alado, aquien no le gustaban demasiado ni el atún ni lostiburones; estos últimos se chocabandirectamente contra sus extremidades, unaconfusión producida por los restos de sangre ode carne levantados durante su última revisión.En una ocasión arrojó a tierra uno de ellos paraenseñarlo: era un monstruo de cinco metros ymedio, un peso próximo a las dos toneladas y unrostro afilado lleno de dientes. El dragón sacó altiburón limpiamente del agua y lo lanzó hacia loscampos de entrenamiento de delante; laagitación del escualo llegó al paroxismo cuandocayó encima de Dyer, dos alféreces y un infantedel Cuerpo, y se puso a lanzar dentelladas y

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coletazos al aire, antes de que Dulcia lograrainmovilizarlo contra el suelo con las garras de laspatas delanteras.

Messoria e Immortalis eran dragones másañosos y se encontraban a sus anchas tendidosal sol en los campos de adiestramiento,dormitando después de sus cortos vuelos diariosde ejercicio, pero Lily, en cuanto dejó de toser,desplegó una sobreactividad similar a la quehabía dominado a Dulcia, y al tener tantavitalidad, enseguida insistió en realizar másactividades, pero si iba volando hasta un lugar,luego pretendía ir un poco más lejos, donde unatos o un estornudo jamás podría rociar con ácidoa nadie. Keynes hizo caso omiso de losademanes furtivos y las indicaciones mediantegestos de prácticamente todos los oficiales quepretendían condicionarle, él la examinó y ladeclaró cien por cien apta para el vuelo.

—Más que apta, me atrevería a decir —insistió el cirujano—. Esa inquietud es muy poconormal y debe sacársela de encima cuantoantes.

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—Pero poco a poco —observó Laurence,dando voz a la renuencia que experimentabantodos los capitanes en privado, quienescomenzaron a sugerir todos a una vuelos sobreel océano, ir y volver junto a la línea costera, ensuma, un ejercicio suave.

Catherine se enojó, como lo demostró labanda de color rosáceo claro que le salió en lafrente.

—Confío en que nadie vaya a quejarse. Odiolos lamentos.

Y a continuación insistió en unirse a la partidade búsqueda junto a Dulcia y Chenery, quien,por otra parte, se declaró completamenterestablecido, aunque la Cobre Gris condicionó sucooperación a que él volara envuelto en unapesada capa y con un calzado de abrigo.

—Después de todo, esto tampoco nos va avenir mal. Podemos formar varios grupos y asíabarcar más territorio. No necesitamos tanto alperro si partimos de la idea de que no buscamosunidades de la seta, sino grandes superficies.

Aun así, Laurence apeló a Erasmus y a su

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esposa para que le ayudaran a persuadir a losdos hermanos y jugueteó con el collar de caurientre los dedos como sugerencia preliminar deun nuevo soborno antes de abrir laconversación. Sin embargo, Demane se negó deplano y entonó una aguda queja.

—No le seduce la idea de ir tan lejos, capitán—le explicó la esposa del misionero—. Según él,esa región pertenece a los dragones, quevendrán y se nos comerán.

—Tenga la amabilidad de explicarle que nohay motivo para que los dragones salvajes seenfaden con nosotros, pues vamos a estar muypoco tiempo, el justo para coger más hongos, ynuestros propios dragones nos protegerán encaso de que surgiera alguna dificultad —concluyó Laurence, señalando con un ademán lamagnífica estampa de los alados ingleses, yarecobrados.

Desde su recuperación, incluso los ejemplaresde más edad, que no habían adquirido el hábitode bañarse en el océano, se dejaban quitar elarnés cerca de la orilla para que sus

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tripulaciones los frotaran y les echaran aguahasta que les brillaban las escamas, y entretanto, la tripulación de tierra frotaba y limpiabael cuero hasta dejarlo fino, flexible y limpio comolos chorros del oro. El sol arrancaba destelloscegadores a las hebillas.

También habían rastrillado los propios camposde entrenamiento y cegado los pozos negrosahora que había pocas mucosidades y erancapaces de librarse de ellas con cierta facilidad.Todo se hallaba dispuesto para que un almiranteviniera de inspección, salvo los restos de un parde cabras cuyos huesos roían distraídamenteDulcia y Nitidus. Solo Maximus parecía aún algodesmejorado, pero en ese preciso momentocabeceaba en el agua, donde, muy cerca de allí,se daba un pequeño baño. Los costados aúnchupados le mantenían a flote y la restante luzde crepúsculo rielaba sobre las ondulaciones delmar y oscurecía los tonos rojizos y anaranjados.En cambio, el resto de los dragones tenía ojosrelucientes, casi atigrados, una vez pasado lopeor de la enfermedad y ahora todos los apetitos

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recuperados eran salvajes.Lograron arrancar una respuesta afirmativa

de Demane o al menos acabaron agotadosintentando convencerle a través de la intérprete.

—Hay otra buena razón para que nosvayamos todos —apuntó Chenery—. Grey esun buen tipo y no nos ha dicho nadaabiertamente, pero la gente de la ciudad la haarmado bastante gorda y no solo por lo de teneraquí dragones: aseguran que les estamosrobando el fuego del hogar, como quien dice.Escasea la caza y nadie puede permitirse comercarne de vaca, porque la demanda generada porlos dragones ha disparado los precios. Haremosmuy bien en perdernos tierra adentro, donde novamos a fastidiar a nadie, e ir bandeando pornuestra cuenta.

El asunto quedó zanjado: Maximus sequedaría para continuar su recuperación junto aMessoria e Immortalis, que le acompañarían denoche y cazarían para él. Temerario y Lily iríanhasta donde los llevara un día de intenso vuelo,Nitidus y Dulcia irían con ellos para transportar

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sus adquisiciones, tal vez un día sí y otro no, ypara regresar con mensajes.

Empaquetaron lo necesario y con las primerasluces del alba se fueron de forma un tantoatropellada, como solía ser habitual en elCuerpo. Al poco de levantar vuelo, el capitán deTemerario vio cómo cabeceaba la Fiona enmedio del oleaje; en su cubierta reinaba unagran actividad a la espera de lo que les deparaseel nuevo día. La Allegiance oscilaba entre lasolas todavía más alejada, iba a tocarle cambiarde guardia enseguida, pero por el momento todoestaba en calma. Riley no había pisado tierra yLaurence no le había escrito. Dejó de mirar endirección a la nave y se volvió hacia lasmontañas, desechando el asunto por elmomento, mas con la vaga sensación de estardejándolo en manos del destino. Quizá no habríanecesidad de decir nada con ocasión de suregreso si volvían cargados de setas; entonces,deberían volver a casa y no iban a poderesconderse siempre. El capitán se preguntó sipara ese momento no se notaría ya el vientre

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más lleno de Catherine.Lily impuso un ritmo bastante rápido; se

levantó viento de barlovento cuando Temerariodejó atrás la bahía de la Mesa. Salvo unos pocosbancos de nubes pegados a las laderas, eltiempo era claro y sin viento, ideal para un buenvuelo, y suponía un alivio extraordinario volver ahacerlo en grupo: Lily iba en vanguardia conTemerario cubriéndole la retaguardia y Nitidus yDulcia en las alas, por eso, las sombrasproyectadas sobre el suelo por el grupo dedragones recordaban las puntas de un diamanteque centelleaba entre las hojas del gran viñedodispuesto en cuidadas líneas de vides de coloresrojo y cobrizo, ahora que había pasado el primeresplendor otoñal.

Cincuenta kilómetros al noroeste de la bahíapasaron junto a la turgencia del afloramientorocoso donde se erguía Paarl, el últimoasentamiento europeo en esa dirección. Losingleses no se detuvieron, siguieron hacia lasmontañas cada vez más altas. Al salvar lospasos de montaña tuvieron ocasión de ver unas

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cuantas granjas aisladas sujetas a los pliegues delas laderas montañosas y habitadas por hombresintrépidos; los campos tenían un coloramarronado, pero era imposible ver las casas sinla ayuda del catalejo, ocultas como estabanentre las forestas y con los tejados pintados deverde y marrón.

Se detuvieron poco después del mediodía parahacer aguada en otro valle situado entremontañas y aprovecharon para comentar elrumbo que debían seguir. No habían visto uncampo cultivado en la última media hora deviaje.

—Sigamos un par de horas más y entoncesnos detendremos en el primer lugar que parezcapropicio para efectuar la búsqueda —dijoHarcourt—. No será posible que el perro huelalas setas desde el aire, ¿verdad? Lo digo porquela cosa esa apesta.

—Ni el lebrel mejor entrenado del mundopodría rastrear al zorro desde el lomo de uncaballo, y mucho menos desde el aire —contestó Laurence.

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Pero Nemachaen se puso a ladrar fuera de sípoco después de reemprender el vuelo y llegó alextremo de forcejear con el mosquetón paraliberarse, haciendo caso omiso al peligro.Fellowes se había ido haciendo cargo del perro,pues desaprobaba la irregular disciplina deDemane, y conocía el terreno, ya que su padrehabía sido montero de lebreles en Escocia. Lehabía dado al pobre chucho un trozo de carnepor cada hongo descubierto y ahora el animalilloiba detrás del rastro más débil con el mayor delos entusiasmos.

El perro se zafó de las cinchas en cuantoTemerario se posó en el suelo, resbaló junto aldragón y luego salió disparado hastadesvanecerse entre las altas hierbas en un lugardonde la ladera subía de forma empinada.Habían llegado a un valle muy cálido quedescansaba en una hondonada situada entre lasmontañas y la vegetación conservaba un verdormuy intenso a pesar de lo avanzado de laestación. Por todas partes se veían árbolesfrutales dispuestos en hileras muy uniformes.

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—Caramba, ¡pero si yo también puedo olerlo!—anunció Temerario de forma inesperada.

Laurence abandonó su posición a bordo delCelestial y se deslizó por el arnés hasta llegar alsuelo, donde dejó de sorprenderle el ataquesufrido por el can, pues un hedor penetranteimpregnaba la atmósfera, parecía un miasmasuspendido en el aire. Aún no era posible ver aNemachaen, pero podían escuchar el ecoapagado de sus ladridos.

—Señor —le llamó Ferris.Laurence se acercó a su oficial, que

permanecía con la rodilla hincada en la tierra, yal llegar junto a él vio una abertura oculta por unmatorral, una fisura entre la tierra y la caliza. Elperro permaneció en silencio durante unosinstantes, pero luego subió como pudo y salió delagujero, regresando junto a los ingleses con unhongo descomunal en la boca. Era tan grandeque el tercer sombrero colgaba entre las patasdel perro y le hacía tropezar.

Lo movió un rato, pero al final se hartó, lolanzó al aire y lo dejó caer. Los aviadores

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ingleses se acercaron a la oquedad, de unaaltura próxima al metro y medio, donde el hedorera de una intensidad sorprendente. Laurencealargó el brazo para retirar la masa deenredaderas y musgo que colgaba delante de laentrada como si fuera una cortina, en compañíade Ferris pasó al interior, donde le lloraron losojos por culpa de la tea humeante que el tenientehabía improvisado con harapos, pelos y unarama, y los dos juntos descendieron a lacaverna, en cuyo extremo opuesto debía dehaber un hueco de ventilación que venía afuncionar como el tiro de una chimenea. Ferrismiró a su capitán con creciente incredulidad yuna expresión casi jubilosa conforme los ojos sele acostumbraban a la penumbra. El suelo de lagruta parecía ser una sucesión de pequeñosmontículos, así que se arrodilló para tocarlo:descubrió que el suelo estaba completamentecubierto de hongos.

—No hay un minuto que perder —apremió

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Laurence—. Si te apresuras, la Fiona aún nohabrá zarpado; y si se ha hecho a la mar, hayque hacerla regresar. No puede haber llegadomuy lejos, no ha tenido tiempo material paradoblar la bahía de Paternóster.

Todas las dotaciones trabajaban hasta laextenuación y habían pasado tanto por aquelherbazal que habían acabado por aplanarlo. Lasredes inferiores de Temerario y de Lily sehallaban desplegadas sobre el suelo, junto atodas las bolsas y arcones que habían vaciadocon el fin de llenarlos con montones y montonesde setas. El hongo tan buscado compartía lacaverna con una especie más pequeña de colorcrema claro y otra de mayor tamaño y colornegro, pero los recolectores no discriminaron yarramblaron con todo. El proceso de selecciónpodía esperar. Nitidus y Dulcia estaban a puntode desvanecerse en lontananza llevando a loslomos más y más sacos, lo cual confería a susilueta recortada contra el cielo una aparienciacuriosamente bulbosa.

Laurence guardaba en las alforjas de

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Temerario un mapa de la costa, lo sacó ydescribió la ruta más probable que debía dehaber seguido la Fiona.

—Vuela tan raudo como puedas y vuelve conmás hombres, y si están en condiciones de volar,tráete también a Messoria e Immortalis, y hablacon Sutton, dile que pida al gobernador todos lossoldados de los que pueda prescindir, y a serposible que no se quejen mucho por lo de volar.

—Siempre puede emborracharlos si lo creeoportuno —comentó Chenery sin mirarle. Elcapitán estaba sentado junto a la red y llevaba lacuenta del número de hongos arrojados a lamisma, iba diciendo el número al tiempo que seayudaba de los dedos para la suma—. Aunqueestén como cubas, nos valen mientras seancapaces de ir y venir cuando estén aquí.

—Y traed también barriles —añadió lacapitana, alzando la vista del tocón donde estabasentada con un trapo empapado en agua fríasobre la frente. Harcourt había intentado ayudaren la recolección de setas, pero el hedor sehabía apoderado de ella y, tras una segunda

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ronda de arcadas cuya escucha les había puestoel corazón en un puño, Laurence había logradoconvencerle de que saliera de la gruta y sesentara fuera—. Es decir, si Keynes piensa quelos hongos van a conservarse mejor aquí, yaceite, y espíritu de vino ya destilado.

—Pero a mí no me gusta dejaros aquí —protestó Temerario con obstinación—. ¿Y quéocurriría si volviera ese gran dragón salvaje? ¿Ysi aparece otro? O leones, estoy seguro dehaber oído leones no muy lejos de aquí.

Solo se habían oído los gritos de los monosaullando en las copas de los árboles a bastantedistancia y los trinos de los pájaros.

—Vamos a estar a salvo tanto de dragonescomo de leones —le tranquilizó Laurence—.Tenemos más de una docena de fusiles y nosbasta con dar un paso para meternos en esacaverna, desde ahí podemos mantenerlos a rayapara siempre. Por esa entrada no cabe unelefante, y mucho menos un dragón, y ningunode ellos va a ser capaz de echarnos el guante.

—Pero Laurence —repuso Temerario en voz

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baja para hablar de forma confidencial, o almenos él se hizo la ilusión de que era así, puesincluso bajó la cabeza—, me ha dicho Lily queHarcourt lleva un huevo. Ella debería venir, esosin duda, y estoy seguro de que no lo hará si túte niegas.

—Vaya, menudo abogaducho estás hecho, ysupongo que esto os lo habéis cocinado entre losdos, ¿eh? —replicó Laurence, escandalizadoante el cálculo deliberado de su petición.

Temerario tuvo la gracia de pareceravergonzado, pero no fue el caso de Lily, quedejó de lado cualquier subterfugio y se dirigió aCatherine con voz aduladora:

—Por favor, ven, por favor.—Por el amor de Dios, ya basta de melindres

—saltó Harcourt—. De todos modos, voy aestar mucho mejor aquí sentada a la sombra quesufriendo zarandeos en el aire, y te cargo con unpeso de forma estúpida, pues mi ausencia va apermitir que traigas un par de hombres a lavuelta. Nadie va a gobernarte. Vuela lo másdeprisa posible —y añadió—: Cuanto antes te

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vayas, antes volverás.La red estaba todo lo llena que resultaba

posible sin apreturas que pudieran estropear loshongos, así que Temerario y Lily se fueron al fin,sin dejar de formular quejas lastimeras.

—Ya van cerca de quinientos —anuncióChenery con aire triunfal, y levantó la vista delas setas—, y la mayoría de ellos son grandes,muy gordos, lo bastante para tratar a la mitaddel parque de dragones… si aguantan el viaje.

—Vamos a darles su maldito rebaño devacas, dígaselo —ordenó Laurence a Ferris. Serefería a Demane y a Sipho, quienes se habíantomado un descanso y yacían tendidos a la bocade la cueva; ponían hojas alargadas de hierbaentre los pulgares y soplaban, provocando unsilbido penetrante, y no prestaban la menoratención a los esfuerzos del reverendo Erasmuspor leerles un instructivo tratado para niños, eltexto era su primer intento de traducción a suidioma. Su esposa había acudido a ayudar en larecogida.

—Sí, señor —contestó el teniente con voz

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sofocada y casi sin aliento mientras se secaba elsudor de la frente con la manga.

—Vamos a necesitar cantidades mayores quelas requeridas cuando están frescos —avisóDorset, uniéndose a ellos—. Va a perderse algode potencia durante el viaje, pero es posiblecompensar con una dosis concentrada. Tenga labondad de detener ya la recogida, porque a esteritmo no va a quedar nadie para el transporte.

El ritmo frenético del principio habíadisminuido ahora que había pasado el primerefecto del entusiasmo y la urgencia de cargar alos dragones, y muchos hombres estaban pálidosy parecían mareados; algunos vomitaban en lahierba.

Habían aprovechado la lona de las tiendaspara confeccionar sacos de setas y desde luegono iban a dormir en la caverna, así quedespejaron el terreno circundante, cortando losespinos a golpes de sable y hacha, pero notodos; dejaron intactos unos cuantos en círculopara que formasen una suerte de valla punzantey enmarañada alrededor del claro con el fin de

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impedir el paso de los animales más pequeños;entre tanto, varios grupos se dedicaron arecoger madera seca para encender un buenfuego.

—Vamos a organizar las guardias, señorFerris —anunció el capitán de Temerario—.Trabajaremos por turnos en cuanto hayamosdescansado todos. Me gustaría ver mayoreficiencia en el trabajo.

Un cuarto de hora dentro de aquel húmedoespacio subterráneo, sin más luminosidad que laluz nívea que se filtraba por la estrecha grietadel fondo, podía llegar a hacerse eterno, máximecuando los propios hongos estaban cubiertos poruna maloliente sustancia grasienta de granparecido a las heces húmedas y el hedor de laatmósfera había ido a peor, pues al ya existentese añadía la pestilencia de sus propios vómitos.El piso de la tierra donde ya se habían llevadolos hongos era esponjoso y un tanto extraño, casiapelmazado, pero ya no parecía unaacumulación de excrementos.

—Capitán —le llamó el cirujano; este no

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llevaba ni un solo hongo y esperó a queLaurence hubo depositado su brazada en losrecién colocados separadores. Entonces, Dorsetle mostró un trozo de estiércol apelmazado conhierba de forma cuadrada con los bordesdesportillados. El suelo de la cueva estabarevestido por esa sustancia. Laurence le mirófijamente con absoluta perplejidad, incapaz desaber qué pretendía decirle—. Es mierda deelefante —concluyó Dorset, tras desmenuzar eltrozo—, y también de dragón.

—Alas, dos puntos al noroeste —anuncióEmily Roland con voz aguda antes de queLaurence hubiera comprendido del todo elsignificado de esas palabras.

Nada más oír la voz de alarma, elcampamento se convirtió en un caos dondetodos huían a la desbandada en dirección a lacueva. Laurence buscó con la mirada alreverendo Erasmus y a los niños, pero antes deque él pudiera guiarlos hacia la cueva, Demanelanzó una mirada fugaz al dragón que seaproximaba, tomó a su hermano del brazo, lo

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levantó del suelo y se dirigió audazmente haciala maraña de la maleza. El perro salió disparadotras ellos, volvió a ladrar un par de veces, cadavez más lejos, pero luego los ladridos seconvirtieron en un lloriqueo sofocado.

Laurence se hizo cargo de la situación; pusolas manos ahuecadas alrededor de la boca amodo de bocina para hacerse oír sobre eltumulto:

—Dejen los hongos y cojan las armas.Luego, recogió sus pistolas y el sable, ayudó a

acarrear otras armas y dio la mano a la señoraErasmus para ayudarle a bajar a la cueva, encuya boca ya se habían apostado buena parte delos fusileros; el resto no tardó en apretujarsejunto a sus compañeros. Sin querer ni darsecuenta, todos se empujaban unos a otros paraestar lo más cerca posible de la entrada y, por lotanto, del aire fresco, hasta que el dragón hizotemblar la tierra cuando se posó con un ruidosordo y, sin más preámbulos, lanzó el hocicocontra la apertura.

El color rojo oscuro y los peculiares colmillos

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de marfil del hocico no dejaban lugar a dudas:era el mismo montaraz de la vez anterior.Percibieron antes su achicharrante alientonauseoso que el rugido furibundo, y no era deextrañar: olía a queroseno con un ligero resto deputrefacción, fruto de sus anteriores comidas.

—Aguanten, soldados —gritó Riggs en laentrada—. No disparen, aguarden a…

El dragón se acercó y abrió las fauces delantede ellos, momento elegido por los fusileros paradisparar una descarga cerrada sobre la carneblanda del interior de la boca.

El montaraz soltó un alarido y retrocedió paraluego ponerse a escarbar: enganchó las garrasen los bordes del agujero, lo bastante grandecomo para que pudiera meterlas, y se puso atirar. Se soltaron algunos guijarros y piedras y alos refugiados en el interior de la cueva empezóa lloverles tierra del techo. Laurence miró a sualrededor para ver cómo estaba Hannah; esta seabrazaba en silencio, un tanto envarada y conlos hombros rígidos, y se apoyaba contra lapared de la caverna para no caerse cuando la

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tierra se convulsionaba bajo los movimientos deldragón.

Los fusileros tosían mientras cargaban lasarmas a toda prisa, pero el montaraz ya habíaaprendido la lección y no volvió a ofrecersecomo blanco, sino que logró girar las garrashasta fijarse en las paredes de la fisura, y encuanto hizo asidero, lanzó hacia atrás todo supeso hasta que la cámara se estremeció y laroca se agrietó en medio de gran estrépito.

Laurence desenfundó el sable y se adelantóde un salto para primero tajear las garras yluego lanzar una puntada tras otra, pues lasescamas eran capaces de soportar los golpesdados con el filo, pero no los de la punta. Junto aél, en la oscuridad, estaban Warren y el tenienteFerris. En el exterior, el alado volvió a rugir confuerza antes de remover las patas y estirar laszarpas, gracias a lo cual consiguió golpearlos aciegas, derribándolos como si fueran mosquitos.El capitán de Temerario tuvo suerte: la pulidasuperficie ósea de una garra solo le rasgó lacasaca a la altura del vientre, pero, eso sí, se

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llevó un buen porrazo al caer sobre el suelo de lagruta, cerca de donde se hundieron las zarpas ycuando el dragón retiró las patas delanteras,estas, manchadas por la sustancia fecal, fuerondejando una larga mancha verdosa.

Warren tomó a Laurence por el brazo y leayudó a levantarse; luego, se alejaron juntos dela entrada. El humo de la pólvora era amargo yacre, y se mezclaba con el olor dulzón a podridoque emanaba de los hongos. El lugar habíaempezado a oler a matanza de tal manera queLaurence apenas podía respirar. Entre tanto, oíala respiración agitada y jadeante de lasdotaciones, justo igual que en las cubiertasinferiores de un barco cuando fuera rugía lagalerna.

El montaraz no reanudó el ataque deinmediato, por lo cual tuvieron que asomarsecautamente otra vez para echar un vistazo. Sehabía instalado a las afueras del claro, pero, pordesgracia, se había alejado lo suficiente para noestar al alcance de sus fusiles. No apartaba dela fisura esos ojos suyos de un amarillo verdoso

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cargados de malevolencia mientras se lamía lasgarras allí donde había recibido los sablazos yhacía muecas con la boca, echaba hacia atráslos labios para mostrar una hilera de dientespunzante y luego volvía a relajarlos. De vez encuando escupía algún salivazo sanguinolento,pero no había sufrido daños de verdad. Alsaberse observado, alzó la cabeza y, airado, soltóotro bramido atronador.

El artillero Calloway avanzó acuclillado hastallegar junto a Laurence y le hizo una sugerencia.

—Señor, podríamos meter pólvora negra enuna botella y darle un buen susto… O quizámejor probar con fogonazos de pólvora. Tengoaquí el saco y…

—No vamos a asustar a esa bella damiselacon un petardazo ni con un fogonazo, no pormucho tiempo —intervino Chenery, segúnechaba hacia atrás el cuello con el fin de poderver a su enemigo—. ¡Dios de mi vida! Pesaunas quince toneladas si no me equivoco mucho.¡Un montaraz de quince toneladas!

—Yo diría que anda más cerca de las veinte,

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ya es mala suerte —dijo Warren.—Más valdrá que conserve intacta la reserva

de pólvora, señor Calloway —le dijo Laurence asu artillero—. Ahora solo conseguiríamosasustarle durante unos minutos. Debemosesperar al regreso de nuestros dragones.Guardaremos nuestro fuego paraproporcionarles apoyo entonces.

—Ay, Dios mío. Los primeros en regresar vana ser Dulcia o Nitidus… —observó Warren.

La frase flotó en el aire inconclusa, mas nohacía falta añadir nada más: los dragones demenor tamaño iban a ponerse frenéticos, sinduda, e iban a salir derrotados ante aquel rival.

—No. Van a venir cargados, ¿lo recuerdan?—intervino Harcourt—. El peso los obligará a irmás despacio, van a retrasarse. Ahora bien,lucharán cuando lleguen aquí.

—¡Por favor! No adelantemosacontecimiento ni nos agobiemos así, se lo ruego—los interrumpió Chenery—. Ese grandullón deahí no está entrenado. Cuatro dragones delCuerpo se sobran para ponerle las peras al

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cuarto, incluso aunque no vinieran Messoria eImmortalis. Solo debemos esperar aquí quietoshasta que lleguen.

—¡Capitán! —gritó Dorset, y se acercó algrupo dando trompicones—. Présteme atención,por favor… El suelo… de… la… caverna.

—Sí, ya —contestó Laurence, recordando laprimera muestra de excremento que el cirujanole había enseñado, consistía en excremento deelefante y dragón, algo extraño si se considerabaque estaban en un sitio donde ninguno de los dosanimales podría haber entrado—. ¿Haencontrado usted otra entrada en alguna partedesde donde pueden atacarnos?

—El excremento es… abono. Lo hanextendido… a propósito —añadió al ver laperplejidad de los capitanes—. Estos… los hanplantado aquí.

—¿Qué…? ¿Quiere decir usted que alguiencultiva estas cosas? —saltó Chenery—. ¿Quédiablos iba a hacer alguien cuerdo consemejante pestilencia?

—¿Y dice usted que había mierda de dragón,

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señor Dorset? —preguntó Laurence.Y en ese momento se proyectó una sombra

sobre la entrada de la cueva, y eso atrajo suatención hacia el exterior, donde se habíanposado otros dos dragones: eran criaturas máspequeñas, pero iban muy acicaladas y llevabanarneses de cuerdas. Una docena de guerrerosprovistos de lanzas saltaron de los costados.

Los recién llegados tuvieron la precaución demantenerse fuera del alcance de sus fusilesmientras conversaban entre ellos. Al cabo de unbuen rato, uno de los guerreros se acercócautamente a la entrada y les dijo algo a gritopelado.

Laurence miró al reverendo, pero este meneóla cabeza, explicando así que no había entendidonada, y se volvió hacia su esposa, que manteníala mirada fija en el acceso. Hannah se cubría laboca y la nariz con un pañuelo para combatir lapestilencia del lugar, pero lo retiró un segundo yse inclinó hacia delante para dar una respuesta

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con voz entrecortada.—Nos ordenan salir, o eso me ha parecido.—Oh, claro que sí —ironizó Chenery

mientras se frotaba la frente con la manga, puesse le había metido algo de polvo en los ojos—.Eso es lo que más les gustaría de todo, pues yapuede ir diciéndoles que se vayan a…

—Caballeros —se apresuró a interrumpirleLaurence, antes de que su compañero soltara unexabrupto en presencia de señoras, cosa queChenery parecía haber olvidado—, después detodo, resulta que esos dragones no sonmontaraces, los han enjaezado en su momento,es evidente, y si hemos entrado sin autorizaciónen los campos cultivados de esos hombres,hemos cometido un error y debemos enmendarlosi está en nuestra mano.

—¡Qué mala pata! —exclamó la capitana, yse mostró de acuerdo con Laurence—: Al fin yal cabo, deberíamos estar encantados de poderpagar por esas malditas cosas. Señora —continuó, dirigiéndose ahora a la señora Erasmus—, ¿sería usted tan amable de salir y hablar con

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ellos? Entenderíamos que no deseara hacerlo,por descontado.

Warren cogió a Catherine de la manga.—Un momento —terció en voz baja y con

ademán cauteloso—. Hagamos memoria: jamásse ha oído hablar de nadie que haya vuelto deuna expedición al interior del continente. Losmensajeros se han perdido y las expediciones, ysolo Dios sabe cuántos asentamientos de los queno hemos oído ni hablar han acabado destruidosal norte de El Cabo, pero… si los dragones noson salvajes, esos hombres son responsables,brutalmente responsables de todo eso. No tienenuna reputación como para confiar en ellos, quese diga.

La señora Erasmus miró a su esposo y este ledijo:

—Si no llegamos a una conciliación con esagente, lo más probable es que tenga lugar unabatalla en cuanto regresen nuestros dragones, yaque estos van a atacar, temiendo por nuestraseguridad. Nuestro deber cristiano es propiciarla paz en caso de ser esta posible.

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Ella se limitó a asentir.—Iré —anunció en voz baja.—Creo que yo soy el oficial superior cuando

los dragones no están presentes, caballeros —declaró Warren.

La proclama era de lo más engañosa, pues elorden de prelación en la Fuerza Aérea veníamarcado por el del dragón, y en cualquier caso,el rango venía a significar poco, salvo en el casodel contraalmirante. Laurence encontraba elsistema del Cuerpo un tanto confuso, cuando nodirectamente caótico, pues venía de la Armada,donde imperaba un rígido respeto al escalafón,pero resultaba una concesión pragmática a larealidad: los alados tenían sus propias jerarquíasy a la hora de entablar combate pesaban mássobre la obediencia instintiva de los demásdragones veinte años como cuidador de unCobre Regio que treinta años de experiencia alomos de un Winchester.

—Ahorrémonos las tonterías, por favor —saltó Harcourt, impaciente.

El primer teniente de la capitana, Hobbes, la

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interrumpió para decir:—Esto huele fatal. Ninguno de ustedes puede

ir, señores, y deberían saberlo —agregó con unligero tono de reproche—. Con su permiso, yomismo y el teniente Ferris escoltaremos alreverendo y a su señora, y si todo sale a pedirde boca, traeremos aquí abajo a uno de esostipos para que hable con ustedes.

Aquel arreglo no resultaba del agrado deLaurence, ni lo más mínimo, pero mantenía a lacapitana fuera del peligro, y por eso no dijonada; otros capitanes, en cambio, parecíansentirse culpables por algo y no discutieron, sinoque se retiraron para despejar la entrada. Losfusileros cubrieron todo el terreno despejadodesde ambos lados antes de que la señoraErasmus pusiera las manos delante de la boca amodo de bocina y gritara un aviso. Soloentonces salieron Hobbes y Ferris, uno detrásdel otro, y anduvieron con cautela, con la bocade las pistolas hacia abajo y los sables colgandosueltos del cinto.

Los desconocidos dieron un paso atrás antes

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de mostrarse. Empuñaban las lanzas sin ánimohostil, con las puntas hacia el suelo, pero lasaferraban de un modo en que era fácil cambiarel agarre sobre el astil y lanzarlas.

Todos ellos eran de elevada estatura, tenían lacabeza prácticamente rapada y unapigmentación de piel muy acusada: la tez era tannegra que casi parecía un destello azulinoproyectado por el sol. Vestían un simpletaparrabos de asombroso color púrpurafestoneado con lo que parecía hilo de oro ycalzaban unas sandalias encordonadas hastamedio muslo y abiertas por ambos lados del pie.

No hicieron ademán alguno de atacar. Elreverendo dio la mano a su esposa y la ayudó asubir cuando Hobbes se volvió y le hizo señales.Los desconocidos se reunieron con los tenientesy la señora Erasmus comenzó a hablar despacioy con claridad. Hannah se había llevado unaseta de la caverna y la sostuvo en alto a la vistade todos. El dragón se agachó de pronto haciaella y le habló. La esposa del misionero alzó losojos y le miró fijamente, sorprendida, sí, pero no

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asustada, y habló con el alado. Este giró lacabeza atrás de inmediato y profirió un graznidodiscordante, no era un rugido ni un bramido;Laurence jamás había oído salir un sonidosemejante de la garganta de un dragón.

Uno de los negros alargó la mano, atrapó a lamujer por el brazo y tiró de ella mientras con laotra empujó su frente hacia atrás hasta que sucuello adoptó una postura muy forzada eincómoda, y luego le apartó el pelo delsemblante hasta dejar a la vista la cicatriz y eltatuaje borrado de la frente.

Erasmus se lanzó hacia delante y Hobbes hizolo mismo por su lado, y la tomaron entre los dos.El hombre la soltó sin oponer resistencia, perodio un paso hacia Erasmus, a quien habló en vozbaja y muy deprisa sin dejar de señalar a suesposa. Esta se habría venido abajo entretemblores de no haber sido por el teniente, quela recogió y la sujetó.

El reverendo extendió los brazos con ánimoconciliador y no dejó de hablar en todomomento, pero entre tanto, con sumo cuidado,

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iba interponiendo el cuerpo entre su esposa yaquel hombre; este no le comprendía, eso eraevidente, por lo cual movió la cabeza y probóotra vez en la lengua de los khoisánidos, perotampoco le comprendió, y entonces, de forma untanto titubeante, hizo otro intento.

—Lunda —dijo mientras se daba unosgolpecitos en el pecho con el dedo.

El dragón bufó y el hombre, sin mediar nuevoaviso, tomó la lanza y la hundió en el cuerpo deErasmus, haciendo un movimiento tan impecablecomo terrible.

Hobbes abrió fuego y el hombre se desplomó,como el reverendo, que cayó de rodillas con unaleve expresión de sorpresa nada más, auncuando tenía la mano en el astil de la lanzaclavada a la altura del esternón. Hannah profirióun agudo grito de terror y él ladeó ligeramente lacabeza hacia ella e intentó ofrecerle las manos.La lanza se desprendió con flojedad del cuerpopoco antes de que el misionero se desmoronasesobre el suelo.

Ferris arrastró más que empujó a la señora

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Erasmus de vuelta a la cueva. El dragón rojo selanzó tras ellos y Hobbes pereció en medio deun surtidor de sangre, literalmente rastrillado porlas garras del montaraz. Ferris empujó a la damaal interior de la caverna, donde los brazos de losaviadores le esperaban tendidos, mientras elalado profería un chillido horrísono y salvaje y selanzaba de nuevo hacia la entrada, donde sepuso a escarbar como un poseso con las garras,logrando sacudir toda la colina hueca.

Laurence aferró a Ferris por el brazo cuandoeste cayó de espaldas a causa del impacto.Hilillos de sangre le corrían por la camisa y elrostro. Harcourt y Warren habían recogido a laseñora Erasmus.

—Encienda un pequeño fuego, señor Riggs—ordenó a voz en grito Laurence para hacerseoír por encima del barullo reinante en el exterior—. Haga el favor de darnos un par de esasbengalas suyas, señor Calloway.

El dragón recibió de lleno una descarga defusilería y una bengala azul en toda la cabeza, yal menos, eso le hizo retroceder por un instante.

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Los dragones más pequeños se acercaronenseguida a la brecha e hicieron un granesfuerzo por apartar de ahí a su congénere demayor tamaño, le hablaron con sus vocesestridentes y al final acabaron convenciéndolepara que los acompañara. Luego, se tumbó en elextremo más lejano del claro, con los costadossubiendo y bajando al ritmo de su agitadarespiración.

—¿Qué hora es, señor Turner? —preguntóLaurence al oficial de señales entre toses, puesno se disipaba el humo de la bengala.

—Lo siento, señor, pero ha habido un rato enque se me ha pasado darle la vuelta al reloj —admitió el alférez con tristeza—, pero son lascuatro pasadas, más de la guardia de la tarde.

Temerario y Lily se habían marchado despuésde la una; debían invertir cuatro horas en el viajede ida y otras tantas en el de vuelta, pero antesde emprender el regreso tenían mucho trabajopendiente en Ciudad del Cabo.

—Debemos turnarnos para montar guardias eintentar dormir un poco —aconsejó Laurence a

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Harcourt y Warren en voz baja. Dorset se habíahecho cargo de la señora Erasmus y la habíallevado a lo más hondo de la gruta—. Podemoscontenerlos en la fisura, o eso creo, perodebemos permanecer vigilantes.

—Señor, le pido perdón, señor —dijo EmilyRoland—, pero el señor Dorset me dice que leinforme de que entra humo en la gruta por laparte de atrás.

En el techo del fondo, fuera del alcance de losasediados, había un respiradero angosto.Laurence se encaramó a los amplios hombrosdel señor Pratt, desde donde pudo ver a travésdel fino zarcillo de humo negro el fulgoranaranjado del fuego que habían encendido loshombres en el exterior. Se bajó de un salto y fueapartando a todos de su camino. Fellowes yLarring, el jefe de la tripulación de tierra de Lily,habían reunido a sus hombres con el propósitode bloquear la brecha con cuero del arnés,camisas y casacas, pero no lo estabanconsiguiendo y el tiempo jugaba en su contra,pues el aire de la gruta era casi irrespirable y la

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temperatura en aumento no hacía más queempeorar el hedor natural.

—Así no vamos a resistir mucho —concluyóCatherine con voz ronca pero firme cuandoLaurence hubo regresado a la parte delantera dela cueva—. Creo que más vale hacer una salidamientras aún podamos. Probemos a ver, y luegolos despistaremos en el bosque.

En el exterior, los dragones habían cogido losmatorrales llenos de espinas usados por losingleses como valla defensiva del campamento ylos habían apilado alrededor de la boca de lacueva en montones de más altura que unhombre. Los alados se habían situadocuidadosamente detrás de esta barrera, alamparo de las descargas de fusilería, parabloquear toda posible vía de escape. Habíapocas esperanzas de lograr pasar por allí, perotampoco se les presentaba mejor alternativa.

—Mi tripulación es la más numerosa ytenemos ocho fusiles —dijo Laurence—. Esperoque todos estéis de acuerdo en que deberíamosser nosotros quienes marchásemos delante y

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vosotros nos seguís. Señor Dorset, tal vezdebería usted tener la bondad de esperarnosaquí con la señora Erasmus hasta que hayamosdespejado un poco el camino. Estoy seguro deque el señor Pratt va a ayudarle —agregó.

La orden de emergencia fue dada a todaprisa. Todos estuvieron de acuerdo en concertarun punto de encuentro en los bosques y localcularon brújula en mano. Laurence se llevó lamano al cuello para asegurarse de que llevababien atado el lazo y se encogió de hombros unpar de veces para ajustar bien la prenda y quelos galones dorados le quedaran en su sitio. Pordesgracia, había perdido el sombrero.

—Warren, Chenery, Harcourt, a vuestroservicio —saludó mientras iba estrechándoleslas manos. Ferris y Riggs se acuclillaban junto ala entrada, ya preparados. Él también tenía laspistolas cargadas—. Caballeros —se despidió.

Luego, desenfundó el sable y cruzó la entradade la caverna mientras detrás de él se oían losvítores.

—Dios salve al rey George.

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Capítulo 10

Laurence dio un traspié cuando unas manostiraron de él y le arrastraron hasta ponerle depie, pero las piernas no le respondían y se ledoblaron cuando le dieron un empujón a resultasdel cual cayó en el suelo cuan largo era junto alos demás prisioneros, rudamente sujetos a unaparejo muy similar a la malla que ellos usabanen la zona ventral de los dragones, aun cuando atenor de la bastedad de la cuerda y el diseño, sehizo pensando más en sujetar equipaje que enllevar pasajeros. Jalaron el aparejo al queestaban sujetos con cuatro grandes tirones, y losdejaron suspendidos en el aire a la altura delvientre del dragón; las extremidades colgaron

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metidas un poco al azar en los huecos de unextremo de la red mientras en el otro seapretujaban los cuerpos. El aparejo estaba sueltoy oscilaba dando grandes sacudidas al menorcambio de dirección, de altura o del viento.

No pusieron guardia alguno para vigilarlos nininguna otra restricción, pero, sin embargo, losinmovilizaron a conciencia, y no tuvooportunidad de conversar ni de cambiar deposición. Le había tocado estar abajo en elcordaje, con el rostro clavado en las cuerdasásperas y rasposas que de vez en cuando ledespellejaban la piel, pero estaba satisfecho dellugar que le había tocado en suerte, a pesar delos grandes bamboleos de la malla y de los hilosde sangre que le caían encima, pues disponía deaire en abundancia.

Dyer estaba empotrado contra su costado.Laurence rodeó al muchacho con el brazo parasujetarle, pues el aparejo del dragón era algoirregular y las cuerdas se movían tanto quefácilmente podía deslizarse y matarse.

Los heridos estaban allí con todos los demás.

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Laurence tenía clavado en el brazo el mentón deun guardiadragón de Chenery, y el jovenpresentaba graves heridas causadas por garrasde dragón; por la comisura del labio ibaescapándosele un hilo de sangre que leempapaba la tela de la camisa. El infortunadomurió en algún momento de la noche y poco apoco, mientras devoraban los kilómetros, elcuerpo se puso rígido por efecto del rígor mortis.

El capitán no era capaz de distinguir a nadiede entre quienes tenía a su alrededor, solo lapresión anónima de una bota al final de laespalda o una rodilla apretujada contra la suya, aresultas de lo cual la pierna se le había dobladohacia atrás.

Había logrado vislumbrar fugazmente a laseñora Erasmus en la tremebunda confusión desu captura, cuando les arrojaron las redes desdelos árboles. La llevaban a rastras, sí, pero estabaviva. El destino de Catherine pesaba en suánimo sobremanera y aunque no le gustabapensar en ello, poco más podía hacer.

Sus captores no hicieron alto alguno, así que

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durmió, o al menos se sumió en un estado másdistante del mundo que la vigilia, a pesar de lasráfagas de viento que le azotaban el rostro,mecido por el balanceo del aparejo, no muydiferente del movimiento gemebundo de unbarco anclado en un agitado mar de través.Poco después del alba, el dragón desplegó almáximo las alas para poder planear con el vientomientras descendía, igual que los pájaros, y seposó en medio de grandes sacudidas. Dio variosbrincos sobre el suelo con los cuartos traserosantes de apoyarse sobre las cuatro patas.

Soltaron el aparejo de forma ruda y los fueroncogiendo a tientas con enorme rapidez. Suscaptores se libraron de los cadáveres y azuzarona los vivos con golpes propinados con la conterade la lanza. Laurence no fue capaz delevantarse cuando tuvo toda la libertad delmundo para hacerlo, pues al recobrar lacirculación sintió las piernas acalambradasconsumidas por el fuego, pero alzó la cabeza ytuvo ocasión de ver a Catherine a poca distanciade allí, tendida sobre la espalda. La mejilla no

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embadurnada por la sangre estaba blanca, ytenía los ojos cerrados. Su casaca presentabados grandes rasgaduras cerca del brazo, pero sela había abotonado. Seguía llevando los cabellosrecogidos en una trenza, mas no había indicioalguno de que la hubieran identificado comomujer.

No hubo tiempo para nada más. Leshumedecieron el rostro con un poco de agua,acondicionaron el aparejo del alado y volvieron asubirlo y ajustarlo con enérgicos y velocestirones. Y reemprendieron el viaje. Elmovimiento resultó peor a la luz del día: ahoraiban menos cargados y se balanceaban de másante el menor cambio de dirección o la mínimaráfaga de aire. Se endurecía mucho el estómagoen el Cuerpo, pero aun así, una bilis de olor acrebajaba chorreando a través de la melé decuerpos. Laurence respiró por la boca todo loposible y giró el rostro hacia las cuerdas cuandole llegó el turno de vomitar.

No volvió a conciliar el sueño ni el viaje seinterrumpió hasta el anochecer, cuando

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acompañaron al sol en su descenso. Al menos,en esta ocasión los sacaron del aparejo de unoen uno o en parejas y los ataron de pies ymanos, formando una cadena humana. Lossujetaron a un par de árboles situados enextremos opuestos del claro y les dieron debeber: pasaron a su alrededor con bolsas decuero en alto que chorreaban agua fresca ydeliciosa. Por desgracia, el chorro de agua seacabó demasiado pronto para sus entreabiertasbocas sedientas. Laurence no tragó deinmediato el último trago, lo aguantó en la bocacuanto pudo para aliviar las molestias de lalengua reseca.

Se inclinó hacia delante y miró a uno y otrolado de la línea de presos: no vio a Warren;Harcourt alzó la mirada al saberse observada yasintió de forma casi imperceptible; Ferris yRiggs parecían hallarse tan bien como cabíaesperar en aquellas circunstancias; EmilyRoland se encontraba atada en la misma puntaque ellos, con la cabeza apoyada sobre el mismoárbol donde la habían ensogado. Chenery estaba

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atado junto a él por un lado y junto a Dyer por elotro; reclinaba la cabeza sobre el hombro en ungesto algo forzado, mantenía la bocaentreabierta de pura fatiga, un inmenso moratónle cruzaba toda la cara y cerraba la mano entorno al muslo, como si le doliera la antiguaherida.

El capitán de Temerario fue tomandoconciencia de que habían acampado junto a lasorillas de un río al oír el suave y morosogorgoteo del agua a su espalda, aun cuando nopodía darse la vuelta para mirarla. Aquelloconstituía un tormento, pues todos se morían desed. Descansaban sobre la hierba apelmazadade un claro y si volvía los ojos hacia un ladopodía ver una construcción en forma de piletapara hacer fogatas a la intemperie y una cercacircular de grandes piedras protegiendo unterreno llano. Aquello debía de ser uncampamento de caza usado con ciertaregularidad. Los hombres montaban guardia,caminando por los límites y cortando las ramasde la vegetación que invadía el claro.

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El enorme dragón rojo cobrizo se instaló alotro lado de la hoguera y cerró los ojos alquedarse dormido, pero los otros dos máspequeños —uno marrón oscuro y el otro verdemoteado, ambos con el gris claro del vientresobredorado con una suerte de iridiscencia—echaron a volar y sus siluetas se fundieron conel cielo cada vez más oscuro hastadesvanecerse en lo alto.

Una cigüeñuela cangrejera de patas largasgrises atravesó el claro en busca de comida,picoteaba semillas del suelo y emitía un gorjeosimilar al sonido de una campanilla golpeada porun martillo.

Los dragones regresaron al cabo de un ratocon los cuerpos flácidos de unos antílopes;depositaron con mucho respeto dos de ellos anteel gran dragón rojo, que, tras desgarrarlos, losdevoró con apetito, guardaron un tercero paraellos y entregaron el último a los hombres,quienes lo descuartizaron enseguida y echaronlos trozos en un enorme caldero puesto a herviren el fuego.

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Sus captores cenaron en silencio: secongregaron junto a uno de los lados de lahoguera y comieron con los dedos de unoscuencos. Cuando uno de ellos se levantó y sedirigió a la olla que hervía en el fuego paraservirse más comida, Laurence consiguiódistinguir a la señora Erasmus junto al fuego,pero en el otro flanco, junto al dragón. Estabasentada con una escudilla entre las manos y seechaba hacia delante cuando comía con calma ya un ritmo constante. Ya no llevaba horquillas niotras sujeciones, así que el pelo suelto adoptabauna silueta con forma de campana cuando lecaía sobre la cara. Tenía rasgado el vestido,pero el rostro era completamente inexpresivo.

En cuanto terminaron el ágape, losapresadores se acercaron a los ingleses concuencos llenos con las sobras de su cena, unasuerte de gachas de grano cocidas en un caldode carne. No había quedado mucha pitanza paralos prisioneros y estos sufrieron la humillación detener que hundir la boca en el cuenco y hozarcomo los cerdos en un abrevadero. Al terminar,

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los restos caldosos les goteaban de losmentones.

Laurence cerró los ojos y comió, y cuando vioa Dyer dejar algo de caldo en el tazón lecensuró:

—Debe comérselo todo cuando sea posible,no sabemos cuándo van a darnos de comer otravez.

—Sí, señor —repuso el aludido—, pero esque ahora van a volvernos a subir a bordo yestoy seguro de voy a potarlo todo, señor.

—Aun así.El capitán de Temerario agradeció en su

fuero interno que aquellos hombres no partierande forma inmediata, o eso parecía. En vez deeso, extendieron unas mantas sobre el suelo yluego sacaron de entre sus pertenencias unpaquete bastante grande. Lo depositaron sobrelas mantas y deshicieron las envolturas.Laurence reconoció el cadáver al primer golpede vista: era el del hombre abatido por Hobbes,el que había asesinado al reverendo Erasmus.

Tendieron el cuerpo con gran ceremonia y

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trajeron agua del riachuelo para lavarle antes devolver a cubrirle, esta vez con la piel del antíloperecién cazado. La lanza ensangrentadapermanecía junto a él, tal vez como trofeo. Unode los guerreros trajo un tambor y otrosrecogieron palos secos del terreno osimplemente se pusieron a batir palmas o llevarel ritmo dando pisadas en el suelo. Se pusierontodos a entonar un cántico que parecía ungemido único e interminable, pues uno empezabacuando el otro hacía una pausa para respirar.

Siguieron cantando; era completamente denoche cuando Chenery abrió los ojos y miró aLaurence con el rabillo del ojo.

—Según tus cálculos, ¿hemos ido muy lejos?—Hemos volado a buen ritmo un día y una

noche rumbo norte, noreste, o eso creo —respondió Laurence en voz baja—. No podríadecir más. ¿A qué velocidad crees que vuelaese grandullón?

Chenery estudió al dragón rojo y sacudió lacabeza.

—La envergadura de las alas es igual a su

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longitud y no es demasiado obeso, así quesupongo que debe de ir a unos trece nudos porhora si no quiere dejar atrás a los dragonesligeros. Ponga usted catorce.

—Entonces, hemos hecho más decuatrocientos cincuenta kilómetros —concluyóLaurence con el corazón en un puño. No habíandejado rastro alguno en cuatrocientos cincuentakilómetros. No había razón para tener miedo siTemerario y los otros podían darles alcance, node esa chusma, pero podían desaparecer en lavastedad del continente con la misma facilidadcon que se habían encontrado muertos o presos,y, por tanto, pasar prisioneros el resto de susvidas.

De hecho, ya habían desechadoprácticamente todas sus esperanzas de regresara Ciudad del Cabo por tierra, incluso obviando laenorme probabilidad de ser perseguidos. Ahorabien, si se encaminaban hacia el oeste, evitabana los nativos belicosos, y se las arreglaban paraencontrar suficiente agua y comida paramantener un mes de marcha, al menos podrían

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llegar a la costa. Y entonces, ¿qué? Tal vezpodrían ingeniárselas para construir una piraguao una canoa o algo por el estilo; no seconsideraba a la altura de Cook o de Bligh, perose sentía capaz de navegar hasta llegar a buenpuerto y, si lograba capear las tormentas y evitarlas corrientes peligrosas, podría regresar conayuda para los supervivientes. Habíademasiadas condicionales en aquella hipótesis ytodas ellas de lo más extremo, y seguro que ibana más conforme más lejos llegaran, y entretanto, Temerario iba a acudir al interior delÁfrica en su rescate, buscándolos aterrado yexponiéndose a toda clase de peligros.

Laurence forcejeó con las cuerdas, pero loshilos eran resistentes y de buena calidad, y loshabían torcido bien hasta formar un cuerpo. Ahíhabía poco que rascar.

—Señor, creo que aún llevo encima la navaja—ofreció Dyer al verle.

Los nativos estaban poniendo fin a laceremonia y los dragones pequeños se habíanpuesto a excavar una fosa para el entierro. El

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filo de la navaja era romo y las cuerdas,correosas. Laurence necesitó de un buen ratopara lograr liberar un brazo, pues el sudor de lamano había hecho muy resbaladizo el mango demadera y sentía calambres en los dedosengarfiados en torno al mismo cuando intentabagirarlo para aplicar el filo a sus ataduras.

Por último, tuvo éxito y entregó el cuchillo aChenery mientras con el brazo libre se afanabaen deshacer los nudos que había entre él y Dyer.

—En silencio, señor Allen —le instóLaurence, volviéndose al otro lado. El alférezestaba dando tirones para zafarse de los nudosque le sujetaban a uno de los guardiadragonesde Catherine.

El túmulo estaba levantado y sus captores sehabían dormido y ellos todavía no habíanterminado de soltarse los unos a los otros. Unhipopótamo bullanguero gritaba de vez encuando en medio de la oscuridad, a vecessonaba muy cerca y uno de los dragones, aúnsoñoliento, alzaba la cabeza y permanecía a laescucha antes de soltar un gruñido concluyente

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que silenciaba todos los ruidos de la noche a sualrededor.

Ahora actuaron con mayor premura y lospresos liberados se arriesgaron a arrastrarsedesde sus posiciones para liberar a otros.Laurence trabajó en equipo con la capitana,cuyos dedos finos deshacían el peor de losnudos en un abrir y cerrar de ojos. Nada másliberar a Peck, uno de los tripulantes deHarcourt, el último de los presos, Laurence lesusurró:

—Haga el favor de conducir a los otros a losbosques, y no me esperen una vez que lleguenallí. Debo intentar liberar a la señora Erasmus.

Ella asintió y le entregó a él la navaja cuyofilo estaba demasiado embotado para ser deutilidad en una pelea, pero al menos era unapoyo moral. Uno tras otro fueron deslizándoseen silencio hacia la floresta, lejos delcampamento, a excepción de Ferris, que seagachó junto a Laurence.

—¿Y los fusiles? —preguntó con un hilo devoz.

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Laurence negó con la cabeza. Por desgracia,los captores habían hecho un atadijo con ellos ylos habían metido con el resto del equipaje, yahora yacían junto a la cabeza de uno de losdragones que roncaban. No había forma derecuperarlos.

Era una experiencia poco agradable tener quepasar junto a hombres dormidos, tendidosexhaustos y despatarrados sobre el suelodespués de la catarsis del rito fúnebre. Hasta elruido más ínfimo resultaba magnificado e inclusolos chasquidos de la hoguera parecían truenos.Se le doblaron las rodillas y se le combaban laspiernas de pura flojera, a veces llegó a rozar elsuelo, motivo por el cual acabó apoyando lasmanos y caminando a cuatro patas.

La señora Erasmus dormía separada de loshombres, al otro lado del fuego, muy cerca dedonde descansaba la cabeza el dragón rojo; estecurvaba ligeramente las dos patas delanterasalrededor de Hannah. La viuda parecía muypequeña aovillada y con los brazos debajo de lacabeza. El militar inglés se alegró de ver que no

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estaba herida, se acercó con cuidado y le tapó laboca con una mano. Ella reaccionó tan derepente que estuvo a punto de soltarse, el blancode los ojos se movió mirando a su alrededor,pero su temblor cesó de inmediato en cuanto levio. Ella asintió y el aviador retiró la mano de laboca y se la ofreció para ayudarle a levantarse.

Se alejaron despacio y rodearon con sigilo lagran garra cuyas afiladas puntas negrascentelleaban a la luz roja de la hoguera. Larespiración del dragón era regular y profunda.Las fosas nasales se ensanchaban a esa mismacadencia, dejando ver alguna pincelada rosa delinterior.

Se hallaban a diez pasos de distancia.Once.El párpado oscuro se entreabrió y el ojo

amarillo hizo acto de aparición. El dragón los vio,se incorporó y bramó.

—¡Váyase! —gritó Laurence y empujó a laseñora Erasmus hacia Ferris, pues las piernas nole respondían y, por tanto, le era imposible ir muydeprisa. Uno de los nativos se despertó de un

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salto y se le echó encima, cogiéndole por lasrodillas y haciéndole caer al suelo. Forcejearon abrazo partido entre el polvo y las pavesas cercadel fuego. Laurence peleaba con denuedo paralograr un único objetivo: cubrir la fuga.

Fue una brega de movimientos torpes, propiade borrachos, donde los dos sangraban yestaban sudando la gota gorda; ambos estabanextenuados y la debilidad del británico despuésde la batalla y el viaje quedaba compensada porla confusión de su oponente, recién despertadode un sueño profundo. Laurence rodó sobre laespalda y se las arregló para rodear el cuello desu oponente con el brazo, entonces aplicó todosu peso sobre la presa para mantener al hombresujeto y todavía fue capaz de hacer probar lasuela de su bota a otro que estaba echandomano a la lanza.

Ferris había llevado a la esposa del reverendohacia la floresta, de donde salieron una docenade aviadores dispuestos a acudir en ayuda de lamujer y de Laurence.

—¡Lethabo! —gritó el dragón.

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Fuera cual fuera el significado de esa palabra,Hannah se detuvo y miró a su alrededor. Entretanto, el gran alado se lanzó a por el teniente.

La mujer protestó a voz en grito y corrióhacia atrás, hasta la posición donde Ferris sehabía lanzado al suelo en un movimiento hecho ala desesperada con el fin de evitar al dragón.Hannah se interpuso entre los dos y alzó unamano. La garra detuvo su descenso y se apoyóde nuevo delante de ella.

Los captores aprendieron de su error: esta vezlos ataron junto a la fogata y apostaron uncentinela. Los dos dragones pequeños les habíanhecho volver al campamento con una facilidadinsultante y una eficiencia nacida de la práctica.Si en el proceso habían provocado la estampidade una pequeña manada de antílopes, tampocoles había importado, y habían aprovechado laocasión para consolarse por las molestias conuna cena de madrugada. Solo echaron en falta aKettering, uno de los fusileros de Harcourt, y a

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los encargados del arnés Peck y Bailes, peroestos dos últimos regresaron al campo con pasovacilante y se entregaron a primera hora de lamañana. Dieron la noticia de que un hipopótamohabía matado a Kettering cuando intentabavadear un río. La expresión conmocionada desus expresiones arrancó de raíz todo deseo desaber algo más.

—Ese era mi nombre —informó la señoraErasmus mientras sujetaba con fuerza una tazade oscuro té rojo—. Lethabo. Yo me llamaba asíde niña.

No le habían consentido acudir a hablar conlos prisioneros ingleses, pero, tras mucha súplicapor su parte, habían accedido a traerle aLaurence, maniatado de pies y manos, y no lequitaban el ojo de encima ninguno de loslanceros que montaban guardia, poco dispuestosa permitir que se acercara. El propio dragón rojohabía agachado la cabeza para escuchar laconversación con toda atención y mantenía fijoen el oficial inglés ese malevolente ojo suyo todoel tiempo.

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—Entonces, ¿estos hombres son de su tribunativa? —inquirió el aviador.

—¿Ellos? No. Pertenecen a una tribuemparentada con la mía o aliados suyos, noestoy muy segura de eso, porque ellos meentienden cuando les hablo, pero —Hannah hizouna pausa y luego añadió—: yo… no termino deentenderlos del todo bien. Kefentse —dice sermi tatarabuelo.

Laurence se quedó desconcertado y supusoque ella le había entendido mal o se habíaequivocado al traducir.

—No, no —precisó la viuda—, hay muchaspalabras que recuerdo mal, pero me raptaronjunto a otros muchos y algunos fuimos vendidosen el mismo lote. Llamábamos «abuelo» a losmás mayores por una cuestión de respeto.Imagino que se refiere a eso.

—¿Conoce la lengua lo suficiente como paraexplicarle que no pretendíamos hacer ningúndaño? —preguntó Laurence—. Nosotros solobuscábamos los hongos…

Hannah hizo un intento balbuceante de

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contárselo, mas el dragón bufó con desdén antesde que ella hubiera terminado de hablar. Luego,hizo ademán de colocar una garra entre los doshumanos y fulminó al aviador con la mirada,como si le hubiera insultado gravemente y sedirigió a los hombres, que le pusieron de rodillasde inmediato y le arrastraron otra vez hasta lalínea de prisioneros.

—Bueno, esto pinta bastante mal —evaluóChenery después de que hubieran atado otra veza Laurence—. Me atrevería a decir que ella haintentado persuadirle de algo cuando ha habladocon él, y en fin… Mientras, al menos no parecentener intención de matarnos, o eso espero yo,pues en otro caso ya lo habrían hecho y sehabrían ahorrado la molestia de vigilarnos.

Sin embargo, no estaba claro el motivo por elcual les habían respetado la vida. No habíanintentado interrogarlos y el asombro deLaurence era cada vez mayor conforme el viajeiba más allá de los límites razonables atribuibles

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al territorio de una pequeña tribu, aun cuandoesta tuviese dragones. Durante un tiempoespeculó con la posibilidad de que viajabandando rodeos para despistar a sus posiblesperseguidores, pero la posición del sol durante eldía y la Cruz del Sur durante la noche le dejaronclaro que se desviaban: siempre ibannornoroeste, y solo abandonaban ese rumbopara hacer aguadas o para pernoctar en sitiosmás cómodos.

Al rayar el alba del día siguiente hicieron unalto a orillas de un río de gran caudal cuyasaguas discurrían casi naranjas como efecto desu lecho lodoso. Habitaban en los alrededoresunos hipopótamos de lo más ruidosos y cuandolos dragones se les echaron encima se lanzaronal río y lo atravesaron a una velocidadsorprendente, sumergiéndose entre las oleadascon el propósito de evitar a los perseguidores.Los alados africanos porfiaron hasta aislar a unode ellos y arrinconarle desde dos lados con el finde empujarle a un claro, donde lo mataron.

Para ese momento, sus captores confiaban en

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ellos lo suficiente como para desatar a varios delos tripulantes y ordenar que los ayudaran en lastareas pesadas, y así, encargaron ir a por agua aDyer y Tooke, el joven cadete de Catherine; losdos iban y venían con un balde llenado en laorilla, lo cual daba cierta grima, pues había uncolosal cocodrilo dormido en la orilla opuesta ysu gran ojo gris estaba abierto, fijo en ellos. Lacarne del reptil suponía una gran tentación paralos dragones, pero aun así, este no mostró elmenor indicio de miedo.

Los alados alargaron las patas delanteraspara usarlas como almohadas sobre las queapoyar la cabeza y se tendieron a dormitar alsol; de vez en cuando movían las colas conpereza para repeler a las nubes de mosquitos.La señora Erasmus se puso a hablarle al oído aKefentse, pero el dragón la dejó con la palabraen la boca, se alzó sobre los cuartos traseros, yse puso a hacerle preguntas con aireinquisitorial. Ella se estremeció y retrocedió,moviendo la cabeza, negándose a contestar. Elalado terminó por dejarla ir y volvió la mirada al

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sur. Sentado como la esfinge, su imagenrecordaba la de un escudo de armas: un dragónaculado sobre un fondo de gules. Después,volvió a tenderse muy despacio y habló aHannah una vez más antes de cerrar los ojos deforma harto significativa.

La viuda acudió junto a ellos.—Bueno —dijo Chenery—, parece

innecesario preguntar qué opina sobre lo dedejarla marchar.

—No —respondió ella con un hilo de vozpara no enardecer a los dragones de nuevo—, ylas cosas han empeorado. Le hablé de mis hijasa Kefentse y ahora solo desea volver también apor ellas.

Laurence se avergonzó de sentir un hilo deesperanza en una situación que de otro modolevantaría una enorme ansiedad, pero un intentode esa naturaleza revelaría al resto de laformación la identidad de sus captores.

—Le aseguro, señora, que cualquierexigencia por parte de esta chusma será acogidacon la mayor de las burlas. Confío plenamente

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en que los otros capitanes y el vicegobernadorGrey se harán cargo de sus hijas como si fueranlas suyas.

—Usted no lo entiende, capitán. Tengo laimpresión de que Kefentse estaría dispuesto alanzar un ataque contra la colonia paraapoderarse de ellas, pues cree que allí puedehaber más niños robados entre los esclavos.

—Estoy seguro de que les deseamos muchasuerte si pretenden intentarlo —ironizó Chenery—. No se preocupe por sus hijas; incluso siestos tipos tienen en casa unas cuantas bellezascomo este abuelito suyo, entrar en el castillo nova a ser pan comido. Hay emplazados cañonesde 24 libras, y eso por no hablar de los cañonesde pimienta, y una guarnición completa. Supongoque no va a apetecerle venir a Inglaterra connosotros, ¿verdad? Le ha tomado a usted tantocariño que estoy convencido de que podríaconvencerle —añadió en un arrebato deoptimismo.

No obstante, pronto quedó claro queKefentse, con independencia de lo que

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pretendiera designándose como bisabuelo deHannah, se consideraba a sí mismo como unascendiente, incluso aunque ahora ella creyerarecordar la eclosión del dragón.

—No me acuerdo bien, aunque estoy casisegura de ello —les explicó—. Yo era muyjoven, pero casi todos los días había festines yregalos, y después le recuerdo a menudo en laaldea.

Laurence consideró que eso explicaba sufalta de miedo a los dragones. Los negreros lahabían cogido a los nueve años, edad suficientepara haber perdido el temor atávico a los alados.

Kefentse la recordaba siendo una niña y esono le predisponía favorablemente a la hora deobedecerla, y es más, cada vez que ellaintercedía en favor de los cautivos paraconseguir su libertad, él pensaba que la teníanengañada o actuaba así por miedo o coacción, yesa idea le sacaba de quicio más y más.

—No se arriesgue a intentar persuadirle otravez, se lo ruego. Debemos estar muyagradecidos por esta protección que nos brinda

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en atención a usted —arguyó el capitán deTemerario—. Yo me abstendría de realizarnuevos intentos que solo pueden servir para quereconsiderase sus sentimientos.

—Él jamás haría nada que me perjudicase —replicó con una extraña certidumbre, tal vezhabía recobrado parte de la confianza de laniñez.

Volaron varias horas más tras desayunar unhipopótamo asado y solo tomaron tierra pocoantes del crepúsculo, junto a lo que parecía seruna minúscula villa granjera. Descendieron enun claro lleno de niños enzarzados en sus juegos,que gritaron gozosos al verlos llegar y secongregaron enseguida alrededor de losdragones, hablando con ellos sin el menor atisbode miedo, aunque miraban con ciertonerviosismo a los prisioneros. Un frondoso árbolde mimosa se alzaba en el extremo opuesto delclaro, sus ramas proporcionaban una sombramuy agradable y debajo de ellas había unapequeña cabaña un tanto extraña: no tenía partedelantera y estaba varios metros por encima del

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suelo. En su interior descansaba un huevo dedragón de sustancial tamaño alrededor del cualse sentaba a moler grano un grupo de mujeresprovistas de mortero y maja de piedra.Apartaron el instrumental y palmearon el huevode dragón, dando la impresión de que lehablaban, antes de levantarse y acudir a saludara los visitantes en cuanto estos bajaron del lomode los dos más pequeños, y también para fisgara sus anchas.

Acudieron varios hombres procedentes de laaldea para saludar a los dragones y estrechar lasmanos de los cuidadores. Uno de los lugareñosse acercó a un árbol de cuyas ramas pendía unenorme colmillo de elefante minuciosamentetallado, lo tomó y sopló por el mismo, dandovarios toques de sonido retumbante y profundo.Poco después se posó en el claro otro dragón,un medio peso de unas diez toneladas, provistode dos juegos de incisivos que sobresalían delmaxilar por encima y por debajo y con un colorvariado: un tono oscuro y discreto de verde conmotas amarillas y puntos rojos dispersos sobre el

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pecho y las paletillas.Los niños se mostraron menos retraídos aún

con el recién llegado y se arracimaron en tornoa sus patas, se le subieron a la cola y le dierontirones de las alas, un trato que el alado soportósin pestañear mientras conversaba con losdragones visitantes.

Los cuatro alados se sentaron en torno alhuevo de dragón en compañía de los cuidadoresy los hombres de la aldea. También se sentó conellos una anciana cuyo atavío marcaba ladiferencia: lucía una falda de pieles de animal yuna sarta de cuentas largas como los entrenudosde los juncos, abultados collares hechos congarras de animales y también abalorios decolores. Las demás mujeres trajeron la cena:una humeante olla de gachas cocidas en leche yno en caldo, verduras frescas cocinadas con ajoy carne en salazón, un poco dura pero conmucho sabor gracias al uso de vinagre yespecias.

Trajeron cuencos de comida a los prisionerosy les desataron las manos para que, por una vez,

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pudieran comer por sí mismos. Sus captores semostraban menos precavidos al tener unacompañía tan nutrida a su alrededor.

La señora Erasmus aprovechó el barullo de lacelebración para reunirse con ellos una vez más.Había podido escabullirse de la compañía deKefentse porque le habían asignado el lugar dehonor, junto al huevo de dragón, y le habíanofrecido una gran vaca, y parecían dispuestos aretrasar todo el festejo nocturno hasta que éldiera buena cuenta de la res. En todo caso, lamujer solo se puso en pie cuando retiraron losrestos del festejo y echaron tierra limpia sobre elsuelo circundante para empapar y ocultar lasangre del festín. La anciana, la única féminavestida, se acercó hasta el huevo de dragón y sepuso a cantar y dar palmadas.

La audiencia hizo suyo el ritmo con palmas ytambores y unió su voz a la de ella en losestribillos, aunque cada verso era diferente,desprovisto de una rima o un diseño queLaurence pudiera apreciar.

—Le está hablando… Se dirige al huevo —

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les explicó la señora Erasmus, con la vista fijaen el suelo, la mirada perdida, absorta en cadauna de las palabras—. Le habla al huevo de suvida, le dice que él fue uno de los fundadores dela aldea, los trajo a una tierra buena y seguramás allá del desierto, donde los secuestradoresno podían llegar. Fue un gran cazador y mató alleón con sus propias manos cuando este podíahaber aniquilado al ganado. Echan de menos susabiduría en el consejo, por eso debe darse prisaen salir y volver con ellos, pues tal es sudeber…

Laurence se quedó mirando fijamente,anonadado. La vieja sacerdotisa concluyó susversos y empezó a llevar de uno en uno aalgunos hombres de la villa para quepermanecieran de pie delante del huevo yrecitaran con la ayuda y asistencia de la mujer.

—Le dicen que son sus hijos —aclaró laseñora Erasmus— y que echan mucho demenos el sonido de su voz —uno de loslugareños acudió llevando en brazos a un niñoenvuelto en telas para que palmeara el huevo

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con la manita—. Ese de ahí es su nieto, nacidodespués de su muerte. Solo es una supersticiónpagana, por supuesto —añadió la señoraErasmus, pero lo dijo con inquietud.

Los dragones unieron sus voces a laceremonia. El alado local se dirigió al huevo entodo momento como «su viejo amigo» cuyoretorno era largamente esperado; los dragonesmás pequeños le hablaron desde el extremo másalejado y sobre placeres frecuentes como lacaza, echar a volar y ver la prosperidad de losdescendientes. Kefentse no dijo nada hasta quela sacerdotisa le reprendió por su silencio y lepersuadió para que se dirigiera al huevo.

El dragón rojo más que animarle le dio unaviso, pues le habló del dolor de fallar en elcumplimiento de su deber, de regresar a la aldeay no ver más que las columnas de humo de lashogueras a punto de extinguirse, encontrarse lascasas vacías, los niños tendidos en el suelo,inmóviles y sin responder a sus llamadas, lashienas rondar a escondidas entre los rebaños…

—Él buscó y buscó hasta llegar a la costa, y

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al borde del océano supo… supo que no iba aencontrarnos —concluyó la señora Erasmus.

Kefentse bajó la cabeza y gimió por lo bajini.De súbito, ella se levantó y cruzó el claro parallegar hasta él y apoyó las manos sobre suhocico inclinado.

A la mañana siguiente, se tomaron con ciertapachorra los preparativos de la partida, pues alfinal de la celebración tanto hombres comodragones habían accedido a beber un poco decerveza que los había dejado a todos para elarrastre. El pequeño dragón verde bostezabatanto que parecía que se le había desencajado lamandíbula.

Los lugareños trajeron al claro canastos demimbre tan grandes que se necesitaban doshombres para llevarlos y un gran surtido dealimentos: pequeñas judías amarillas moteadasde negro ya secas, granos rojizos de sorgo,pequeñas cebollas de color rojo púrpura conpinceladas amarillentas y tiras de olorosa carne

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seca.Los hombres del grupo examinaron el tributo

y asintieron; luego, cubrieron las cestas contapaderas de cestería y las aseguraron con hilosde fina cuerda acalabrotada hechos con lacorteza de los árboles. Acto seguido las subieronde dos en dos a los cuellos de los dragones máspequeños, que agacharon la cabeza pararecibirlas.

Pese a todo el barullo, no dejó de habercentinelas en todo momento y lugar, incluso enlos perímetros de la aldea. Los más jóvenesllevaban un artilugio parecido al cencerro listopara hacerlo sonar en cualquier momento. Esoera una consecuencia de la rapacidad delcomercio de esclavos, que había agotado elvivero natural que eran los prisioneros de guerrade los diferentes reinos de la costa, razón por lacual los proveedores nativos de esclavos habíanempezado a raptar y saquear otros territorios sinla menor excusa, con el único propósito dedisponer de más género. Los ataques llegabanmás y más lejos cada año y era obvio que ese

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hecho hacía que los lugareños comenzaran amostrarse cautos.

La aldea no se hallaba en condiciones deofrecer una resistencia prolongada, pues sutrazado no ofrecía líneas defendibles; no pasabade ser un grupito de preciosas casitas bajashechas de barro y piedra con tejado de paja.Todas tenían un perímetro circular y dejaban alraso la cuarta parte de la circunferencia comoforma de dar a la casa respiradero y salida dehumos. Ofrecían poco abrigo contra un grupo demerodeadores interesados en hacer cautivos ydegollar.

No había ninguna riqueza que proteger en eselugar, salvo un pequeño rebaño de vacas ycabras que pastaban perezosas más allá de loslímites de la aldea bajo la vigilancia de unpuñado de niños mayores, unos campos delaboreo adecuados para la subsistencia y pocomás. Varias mujeres y algún anciano llevabanpequeñas baratijas de oro y marfil, y vestíanropas de brillantes colores. Nada de eso habríadespertado la codicia de un ladrón normal, pero

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había algo que sí lo hacía: los propios habitantes,gente saludable, pacífica y bien alimentada,gente que ahora debía sobrellevar el peso de unacarga nueva e inquietante: la de la precaución.

—Aquí todavía no se han llevado a nadie —les explicó la señora Erasmus—, pero hanraptado a tres niños a un día de vuelo de laaldea. Uno logró esconderse cerca y seescabulló a tiempo de dar el aviso… y losancestros, o sea, los dragones, los capturaron —la viuda hizo una pausa y añadió con una calmadesconcertante—: Ese fue el motivo por el quelos esclavistas mataron a toda mi familia, o esocreo. A unos y otros no podían venderlos por serdemasiado viejos o demasiado jóvenes, y losasesinaron para que no pudieran indicarle aKefentse dónde habíamos ido.

Hannah se puso en pie y se adelantó paracontemplar la aldea mientras continuaba lacarga de los fardos. Los niños más pequeñosjugaban con las abuelas, las demás mujerescantaban al tiempo que trabajaban juntas parahacer harina con el sorgo. Llamaba la atención

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con aquel vestido hasta el cuello, rasgado ycubierto de polvo, en comparación con todasaquellas prendas tan coloridas como impúdicas.El dragón rojo levantó la cabeza para vigilarlacon ansiedad y una atención rayana en los celos.

—El grandullón debe de haberse trastornadobastante —le confió Chenery en voz baja—, escomo si su capitán y toda su tripulación hubieranmuerto en un instante —sacudió la cabeza—.Esto es un maldito atolladero y no te confundas,Laurence, Kefentse no va a dejarla marcharjamás.

—Quizá pueda encontrar una oportunidadpara escaparse —repuso Laurence con tonolúgubre.

Se reprochaba amargamente haber metido enaquel lío al reverendo Erasmus y a su esposa.

Volaron durante otro día y su respectiva nochesin detenerse más que a hacer escalas parabeber. Laurence estaba sobrecogido por la vastaextensión de suelo duro y desértico que se

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extendía a sus pies, una sucesión de dunasrojizas y matorrales y montones de sal blancacompletamente desprovista de vida.Mantuvieron rumbo al noreste, adentrándosemás y más en el continente; cada vez se hallabamás lejos de la costa y llegó un momento en quese desvanecieron las minúsculas esperanzas defuga o de rescate.

Por último, dejaron atrás las tierras yermas yel desierto dio paso a un escenario de árbolesverdes y un suelo azafranado cubierto por unafrondosa vegetación.

A última hora de la mañana las tripas deldragón tronaron con más fuerza que su rugidode saludo, y desde una posición adelantada lecontestaron varias voces de forma inmediata, yde sopetón, se encontraron con una visiónsorprendente: una manada de elefantesavanzaba despacio por la sabana, destrozando asu paso ramas bajas y arbustos, bajo lasupervisión de treinta hombres y dos dragonesque deambulaban cómodamente a unos pocosmetros de la retaguardia de la manada.

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Los pastores avanzaban provistos de largospalos con cencerros resonantes, con dichamedida se pretendía evitar que la manada dieramedia vuelta. Algo más lejos, a unoscuatrocientos metros, unas mujeres estaban muyocupadas extendiendo enormes excrementos decolor rojizo y plantando arbustos, y cantabanrítmicamente mientras lo hacían.

Bajaron a los prisioneros y les dieron debeber. Laurence estuvo a punto de no prestaratención a los pellejos de agua con agujeros detanto mirar a las criaturas más gordas, grandes yperezosas de las que había oído hablar. Habíavisitado la India en dos ocasiones en sus tiemposde oficial de la Armada y en una ocasión habíavisto a un viejo elefante de unas seis toneladasde peso llevando a un potentado nativo; laimagen se le había quedado grabada en la retina.El más corpulento de los allí presentes debíadejar al elefante indio en la mitad y rivalizabacon Nitidus o Dulcia en tamaño. Iban provistosde unos grandes colmillos de marfil punzantescomo lanzas que sobresalían un metro. Otra de

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aquellas behemoth[11] apoyó la cabeza sobreun árbol de tamaño respetable, empujó mientraslanzaba un barrito implacable y lo tumbó sobre elsuelo en medio de un gran estrépito. El elefantequedó complacido con su éxito y se movióperezosamente en torno al mismo para elegir asu gusto los brotes más tiernos de la copa.

Los pastores a lomos de los dragonesentablaron una breve conversación con loshombres de Kefentse y luego echaron a volar atoda prisa hasta apartar del cuerpo principal delrebaño varias bestias: ejemplares viejos a juzgarpor la longitud de los colmillos y sin crías a sucargo.

Kefentse y los otros dragones se les echaronencima con gran habilidad: les bastó un solozarpazo de sus garras penetrantes para matar alas criaturas sin darles tiempo a proferir un gritoque hubiera turbado al resto.

Los alados se dieron un festín con verdaderagula y luego murmuraron satisfechos tal y comoharía un caballero conforme con una cena de suagrado. Las hienas salieron de entre la hierba

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para hacerse cargo de los restos ensangrentadosy se pasaron riendo toda la noche.

Durante los dos días siguientes apenas pasóuna hora sin que vieran a otros dragones con losque intercambiaban saludos a lo lejos. En elsuelo atisbaban fugazmente algunas aldeas y devez en cuando también algunas fortificacionesde ladrillo y roca, hasta que a lo lejoscolumbraron una gran columna de humo en elcielo, como si un gran incendio consumiera todala masa vegetal, y un fino y sinuoso hilo de plataen la tierra.

La señora Erasmus les había revelado elnombre de su destino:

—Mosi-oa-Tunya.Y su significado:—Humo que truena.Oyeron un retumbo sordo e incesante poco

después de que Kefentse virase hacia elpenacho de humo.

La angosta línea centelleante del suelo acabóconvirtiéndose en un río colosal cuyo anchísimocaudal descendía despacio y dividido en varios

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brazos más pequeños, aunque todos ellosdejaban atrás rocas e islotes cubiertos de hierbae iban hacia una estrecha grieta en la tierra cuyoaspecto recordaba al de una cáscara de huevorota por el centro, y al llegar a dicha fractura, elrío entraba en ebullición y se precipitaba al vacíoen una caída como Laurence ni siquiera habíasido capaz de concebir. La efervescencia deagua pulverizada en suspensión era tal queocultaba del todo el pie de la cascada.

Kefentse se lanzó a toda velocidad sobreestas estrechas gargantas en las cuales apenasparecía haber espacio suficiente para poderpasar. El dragón atravesó las primeras nubes deagua vaporizada, y esta se acumuló enseguidaen los pliegues rugosos de su piel y brilló como sihubiera varios pequeños arco iris. Sujeto por lascuerdas del aparejo, Laurence se secó el aguadel rostro y la barba de una semana y se dioalguna que otra manotada para sacudirse elagua de los ojos, pero se puso a bizquearenseguida cuando atravesaron un cañón cadavez más espacioso.

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Las laderas inferiores eran muy frondosas,una maraña verde esmeralda de vegetacióntropical subía por las paredes hasta llegar a lamitad de las mismas, donde terminaba de pronto,pues pasaban a ser lisas y estar cortadas a picohasta alcanzar a lo alto, donde se extendía lameseta de basalto desde la cual caían las aguasdel río. Las paredes parecían jaspeadas ycentelleaban solo cuando estaban junto a algunade las muchas bocas de cuevas, enormes, porcierto. Laurence no tardó en comprender que,en realidad, lo que veía no eran grutas, sinoarcos de entrada tallados en piedra, accesos aatrios abovedados que se perdían en lo profundode la montaña. Las paredes de la garganta nocentelleaban como mármol pulido, eran demármol pulido, o un material igual de bueno: unapiedra centelleante y lisa con incrustacionessignificativas de marfil y oro hechas según unpatrón de ensueño.

Las fachadas mostraban un buen número detallas y esculturas dispuestas alrededor de losaccesos; estaban coloreadas con colores vívidos

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y suntuosos, y superaban en tamaño a las deWestminster o San Pablo, las únicas medidas dereferencia y comparación que tenía Laurence,por insuficientes que fueran. Entre las arcadashabía tramos de escaleras con barandillasexcavadas en la roca y desgastadas por efectodel agua, y esto le permitió hacer un cálculo: lamás grande tendría aproximadamente la alturade cinco residencias nobiliarias medidas desdelos cimientos a lo alto del tejado.

Kefentse volaba ahora a muy poca velocidada fin de evitar una colisión pues la gargantaestaba llena de dragones yendo de un lado paraotro entre los pabellones, unos transportabancestos o fardos; otros llevaban pasajeros en ellomo; y también los había dormidos en salientestallados en la piedra con las colas colgandodesde las entradas. En los atrios o en lasescaleras, hablaban o trabajaban hombres ymujeres ataviados con pieles de animales o telasde colores esplendorosos y deslumbrantes, comoel índigo, el rojo o el amarillo oscuro, quecontrastaban con el tono cobrizo de su piel;

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muchos de los cuales llevaban además colgadasal cuello elaboradas cadenas de oro. El suaverunrún de toda esa mezcolanza de sonidos yconversaciones quedaba oculto por la vozincesante del agua.

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Capítulo 11

Kefentse los depositó rudamente dentro de unade las pequeñas grutas excavadas en la paredde la garganta. No cabía en el interior, así que selimitó a permanecer suspendido encima de lacaverna mientras desanudaban el aparejo. Todosfueron dando tumbos hasta acabar amontonadosen el suelo en un amasijo de miembros, auncuando seguían estando atados. El dragón sealejó de inmediato, llevándose con él a ladesdichada señora Erasmus, y les dejó a ellos latarea de desatarse a pesar de no contar conningún filo o reborde sobre el cual frotar laslianas, pues la caverna tenía unas paredes

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completamente lisas. Los cadetes Dyer, Rolandy Tooke tenían las manos más menudas yacabaron por zafarse de las ataduras y ayudarona desatarse a los demás.

Los treinta miembros de las cuatrotripulaciones permanecían juntos, no estabanhacinados ni podían calificar las circunstanciasde su encierro con el adjetivo de cruel: no habíanescatimado paja seca para suavizar los rigoresde un suelo de roca duro y la cámara semantenía fresca y agradable a pesar delbochorno imperante en el exterior.

En la parte posterior de la cámara habíantallado en la piedra una suerte de excusado;debía de estar conectado a un sistema deevacuación de aguas fecales situado en algúnpunto debajo de donde estaban, pero la aberturaera mínima y la habían practicado en roca sólida:no había forma de escapar por allí. También allídetrás había un pequeño estanque cuyas aguasse renovaban continuamente gracias a un canalgoteante. El agua llegaba hasta la cintura y unnadador podía dar varias brazadas. No iban a

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morir de sed, eso desde luego.Resultaba una prisión poco común al no haber

guardias ni barrotes en la puerta, pero era taninexpugnable como una fortaleza. No había ni unsolo escalón tallado en la piedra que condujera asu caverna, no había nada, salvo la descomunalgarganta de debajo. Por otro lado, la escala detodo el conjunto, incluyendo las nervadurastalladas del altísimo techo abovedado, eradescomunal, hacía de aquel recinto uncompartimento cómodo para un dragón de pesoligero, que se sentiría a gusto en aquel entornoespacioso y aireado, pero en ellos surtía elefecto de hacerles sentir más liliputienses queniños cómodamente instalados en una casa degigantes, máxime cuando las dotaciones habíanmenguado de forma drástica y sustancial.

Dorset estaba vivo. Tenía un considerablemoratón en una de las mejillas y de vez encuando se apretaba un costado con la mano,como si tuviera alguna costilla rota o le costaserespirar.

—El señor Pratt ha muerto, capitán. Estoy

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completamente seguro de eso, lo siento. Intentóponerse delante de la señora Erasmus paraprotegerla y la bestia esa le abrió en canal.

Se trataba de una pérdida dolorosa, pues elflemático armero tenía una fuerza tan inmensacomo sus aptitudes.

No existía forma de tener certeza sobre latotalidad de sus bajas. Hobbes había muerto a lavista de todos y Laurence había visto muerto aHyatt, el guardiadragón de Chenery, y elteniente de este, Libbley, creía haber visto elcadáver de Waley, pero aquella primera nochehabían tenido una docena de desaparecidos.Ignoraban su destino: unos estaban demasiadoenfermos y mareados para ser reconocidos contan poca luz, algunos habían quedado tendidosen el campo de batalla, pero otros estabandesaparecidos sin más, y ellos esperaban quehubieran aprovechado la confusión generalizadapara escabullirse y al menos poder dar algunadébil pista. No había nadie que pudiera dar razóndel destino de Micah Warren.

—A Dios le pido que Sutton tenga el sentido

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común de volver directamente a El Cabo —declaró Harcourt—. Nadie va a imaginarse quenos han traído tan lejos. Van a dejarse la pielpara no localizar ni un solo rastro. Debemosencontrar la forma de hacerles llegar algunanoticia por lo menos. Nuestros captores sabíanalgo de armas de fuego, ¿os habéis dadocuenta? Tienen que comerciar con alguien, hade haber mercaderes tentados de venir aquí,esta gente tiene tanto marfil que no sabe quéhacer con él… o no construirían la cara exteriorde las paredes con ese material.

Se aventuraron con suma prudencia al bordede la boca de la cueva para echar otra mirada alas gargantas. La primera impresión deesplendor e inmensidad perduró, pero quizá nocon la misma intensidad. La fachada de suprisión se hallaba lejos de las cascadas y cercadel confín de la zona habitada de las gargantas,y era de simple roca aunque había sido pulidahasta quedar tan lisa que un mono no habríalogrado trepar por ella.

Chenery se tumbó sobre el saliente y se estiró

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hacia abajo todo lo posible para frotar lasuperficie con la mano. Se incorporódescorazonado.

—No hay ni un asidero para los dedos. Novamos a ir a ninguna parte como no nos crezcanalas.

—Entonces, más nos valdrá descansarmientras podamos —zanjó el asunto la capitanacon tono práctico—. Y ahora, caballeros, seantan amables de darse la vuelta. Voy a darme unbaño.

Se despertaron a primera hora de la mañana, yno por ser objeto de alguna visita, pues nadieacudió a verlos, sino por culpa de un ruidohorrísono que fácilmente podía compararse conel de un enjambre de abejas en permanenteestado de agitación. El sol aún no se habíafiltrado en las curvas de los sinuosos cañones,aunque en lo alto, el cielo había adquirido ya esetono azul intenso tan propio de la media mañanay una fina bruma seguía suspendida junto a la

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boca de la caverna.Un par de dragones se dedicaron a realizar un

peculiar ejercicio en medio de la garganta:volaban de un lado para otro y se turnaban a lahora de tirar de lo que tenía pinta de ser un cabogrueso enrollado alrededor de un eje metálicociclópeo que giraba sin cesar. El otro extremodel eje se hallaba hundido en las profundidadesde una cueva solo ahuecada en parte. Elzumbido penetrante provenía de esa caverna, ytambién de ella salían ráfagas de polvo y piedracaliza espolvoreada, moteando la piel de losalados hasta el punto de que parecían irrecubiertos con una gruesa tela ocre. De vez encuando, los dos ladeaban la cabeza yestornudaban con tremenda fuerza sin perder elritmo en ningún momento.

Un gran chasquido anunció un avance deltaladro y de la pared salieron sueltos guijarros ygrandes cascajos que se precipitaron por la bocade la cueva hasta caer sobre un enorme sacoestirado en un armazón, allí dispuesto pararecoger los cascotes. Los dragones encargados

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de la perforadora hicieron una pausa en sutrabajo y retiraron su herramienta. Uno de ellosse encaramó a lo alto de la garganta, en unazona sin pulir, y aguantó el mecanismo ensuspensión; entre tanto, el otro se encaramó alsaliente y se puso a sacar guijos, cascajos ydemás piedras diseminadas por allí. Un tercerdragón más pequeño huroneó por la garganta ydescendió en cuanto la operación huboterminado para llevarse el saco cargado y dejarque ellos pudieran retomar la tarea.

Trabajaron con denuedo a lo largo de toda lamañana y a mediodía abandonaron susquehaceres, amontonaron el material de trabajodentro de la caverna, incluido el enorme taladro,y fueron recogiendo hombres conforme ibanganando altura. Los trabajadores no llevabanningún tipo de arnés, pero saltaban con totalindiferencia y se subían a los lomos, las alas olas patas, aferrándose a las muchas cuerdas osimplemente se sentaban y esperaban serllevados lejos de la garganta, hacia la zona máshabitada.

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Seguía sin acudir nadie. Conservaban en losbolsillos algo de galleta y unos cuantos frutossecos, pero en total no había ni para quecomiera un hombre. Presionaron a Catherinepara que los comiera y aunque al principio senegó con desdén, Dorset insistió y lo planteócomo un simple asunto médico.

Los hombres no regresaron, pero una partidade dragones hizo acto de presencia. Los vieronsobrevolar el lado opuesto de la garganta. Cadauno llevaba una gran carga de madera y ladejaron caer sobre una hoguera no menosgrande. Uno de ellos agachó la cabeza y soplóuna llamita para encender la hoguera. Tal vez nofuese un gran chorro de fuego, y de hecho no loera, pero nadie iba a increparle por eso.

—Es una lástima —dijo Chenery, quitándoleimportancia.

Se apenaron mucho más cuando aparecieronotros dos congéneres y trajeron lo que, a juzgarpor su aspecto, eran pedazos de tres o cuatroelefantes; venían ya troceados y ensartados enlargos espetones de hierro con el fin de poder

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asarlos. El viento soplaba en su dirección,trayendo todo el olor a las cuevas. Laurencetuvo que enjuagarse los labios un par de vecescon el pañuelo, pero ni siquiera al fondo de lacaverna había refugio contra el tormento de unolor tan delicioso. Resultó descorazonador vercómo los dragones, una vez terminó de hacersela carne, lanzaron los trozos churruscados ypartidos a la densa selva que cubría el suelo delfondo. Los desanimó aún más oír los gruñidos yrugidos de satisfacción que la comida levantóentre la espesura, donde debía de haber leones otal vez perros salvajes: un nuevo obstáculo antecualquier intento de fuga.

Transcurrieron unas dos horas más por elreloj de arena que Turner había logrado salvartras el desastre de la captura y empezó aoscurecer. Los dragones se acercaron a muchasde las sencillas bocas de cueva próximas conaparejos llenos de hombres y los dejaban caeren ellas exactamente igual que había ocurridocon los aviadores.

Los dragones tenían una suerte de truco

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consistente en apoyar las patas traseras sobrelos lados de la cueva y fijar las delanteras enunos resaltes tallados encima de la aberturamientras los jinetes desenganchaban el aparejo;de ese modo, no tenían que meterse en ningunade aquellas cavernas más pequeñas. La soluciónguardaba una cierta similitud con los pasajerosde dragones que Laurence había visto en China,salvo por un desprecio absoluto hacia lacomodidad de los pasajeros en las redes.

Cuando terminaron todas esas entregas, undragoncito descendió hacia donde estaban elloscon muchas cestas colgadas en el lomo. Sedetuvo en todas y cada una de las entradas delas cuevas, dejando unos cuantos fardos en cadauna hasta que, por fin, llegó a la suya. Había unúnico hombre sobre su lomo. Su cometidoconsistía en evaluar el número de cautivos ydesatar algunas cestas, en su caso fueron tres,antes de echar a volar de nuevo.

Cada una contenía una fría y densa masa degachas de sorgo cocinada con leche. Llenaba elestómago aunque no fuera gran cosa y la

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cantidad fuese menos de lo deseable.—Una cesta por cada diez hombres. En esa

cueva grande de ahí debe de haber unoscincuenta presos —concluyó Harcourt trasefectuar un recuento de cuevas—. Deben detener unos mil hombres diseminados por aquí.

—Una verdadera Newgate[12], pero menoshúmeda, lo cual es de agradecer —apuntóChenery—. ¿Supones que tienen intención devendernos? Sería una solución estupenda siconseguimos que nos envíen a El Cabo y no aun puerto francés. Si a ellos no les viniera mal…

—Quizá vayan a comérsenos —sugirió Dyercon aire pensativo. Su voz aflautada sonó conabsoluta claridad en toda la cueva y aunque todoel mundo tenía la atención fija en la cena, sequedaron todos quietos.

—Ese es un pensamiento de lo más morboso,señor Dyer —repuso Laurence, desconcertado—. No quiero oír más especulaciones de esanaturaleza.

—Señor, sí, señor —contestó el cadete consorpresa, pero se centró de inmediato en la

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comida sin ningún signo especial deconsternación. En cambio, otros jóvenesalféreces se pusieron verdes y necesitaron másde un minuto antes de que el apetito voraz seimpusiera a sus escrúpulos del momento.

El sol proyectaba una marca de luz en la paredde enfrente y dicha línea iba subiendo con elcorrer de las horas hasta que desapareció en loalto. La oscuridad llegaba pronto a la estrechagarganta. Se tendieron a dormir a falta de nadamejor que hacer a pesar de que el sol todavíabrillaba en el cielo azul.

Tras pasar una noche incómoda en aquellaoscuridad, a la mañana siguiente el terriblezumbido del taladro quedó amortiguado derepente.

—Señor, señor —le llamó al oído Dyer convoz entrecortada.

Kefentse estaba ahí. Había metido la cabezatodo lo posible en la cueva, y con eso habíaimpedido el paso tanto de la luz como del ruido.

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La señora Erasmus le acompañaba, aun cuandoresultaba difícil reconocerla ataviada con ropasnativas y tan cargada de adornos como sihubiera peligro de que saliera volando:pendientes, ajorcas con forma de serpientesenroscadas en las muñecas y los antebrazos, ungran collar hecho con piezas de oro, marfil, jadeverde oscuro y rubí, cuyo valor rondaría lascincuenta mil libras por lo menos, y unaesmeralda del tamaño de un huevo fijada conhilo de oro a su gran turbante de seda.

Habían visto muchas mujeres nativas desde laboca de la cueva, la mayoría de las vecesmientras acarreaban agua y ponían ropa atender sobre las escaleras. Vestían una falda decuero que les llegaba hasta la rodilla e iban conlos pechos al aire, más que suficiente paracentrar el interés de los jóvenes oficiales. Talvez la ropa fuera diferente o ella había logradoconvencerlos para que le dieran otras prendasmás púdicas, pues lucía una larga falda desencillo algodón blanco y encima de esta unablusa de brillantes colores elaborada con mucho

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detalle a la altura de los hombros.Requirió una mano que la ayudara a bajar del

lomo de Kefentse.—Me habrían hecho ponerme más cosas si

eso no me hubiera impedido andar. Es propiedadde la tribu —explicó al ver las miradas fijas ensu apariencia. Se trataba de una evasiva, y laincomodidad de su expresión lo confirmaba.Tras un momento de pausa, añadió en voz baja—: Lo siento. Kefentse ha venido para llevar anuestro líder a presencia del rey.

Harcourt empalideció, pero se recompusoenseguida.

—Yo soy la oficial superior, señora. Puedenllevarme.

—Antes puede irse al diablo el dragoncito ese—saltó Chenery—. Laurence, ¿lo echamos asuertes tú y yo?

Chenery echó mano a una ramita de junco, lapartió en dos y las puso una en cada mano: eraniguales a la vista, pero una más corta que la otraen la parte oculta por la mano.

Al menos fue bastante más cómodo verse

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transportado en la zarpa del dragón, y no comoantes, en el aparejo. Laurence tenía la sensaciónde presentarse ante el rey de forma decorosa,pues la inactividad y el calor solo le habíandejado una cosa: tiempo, y gracias a eseestanque tan conveniente, había dispuesto deagua para humedecer la casaca lo mejor posible,lavar los pantalones y la camisa de lino. No ibaafeitado, pero no podía hacer nada a eserespecto.

El rugido de la cascada aumentó a ritmoconstante, al igual que la frondosidad de la junglasituada debajo hasta que doblaron por fin unacurva de la garganta muy próxima a lascataratas, donde se extendía un gran atrio conuna anchura tres veces superior a la de las otrasentradas, y, de hecho, el acceso contaba conpilastras de sujeción. Kefentse se lanzó haciaabajo, se metió dentro e hizo una paradalanzándolo de manera poco ceremoniosa, alhundir las garras en el suelo húmedo, dondedepositó con mucho más cuidado a la señoraErasmus.

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Laurence ya se había preparado para algunaindignidad de ese tipo, así que se puso en pie sinirritarse demasiado, y una nueva preocupaciónse llevó todo posible enfado: habían instaladohacía poco, o eso parecía, una improvisada mesade trabajo junto al muro derecho de la cámara,al lado del cual descansaban los riflesarrebatados a los aviadores y entre sesenta ysetenta mosquetes más dispuestos sobre esterasde junco en diferentes estadios de montaje yreparación, y lo que era peor, cañones de seislibras. Un reducido grupo de hombres trabajabacon las armas; apartaron un mosquete y en vozbaja pero áspera formularon preguntas a unhombre sentado con desánimo en un escabelpuesto delante de la colección. Estaba deespaldas al capitán inglés, por lo que este veíaperfectamente la espalda cubierta deverdugones ensangrentados sobre los que searracimaban un montón de moscas.

Un joven alto supervisaba el trabajo con granatención, pero cuando se posó Kefentsedesatendió su quehacer y se acercó hacia ellos.

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Una sombra de pesar parecía cubrirle el rostroalargado, pero esa impresión la causaba elángulo de los pómulos, como los de un sabueso,y no una emoción real. La nariz parecíaesculpida y tenía una boca grande rodeada poruna barba negra bien recortada. Contaba conuna pequeña escolta de guerreros de pechodescubierto, ataviados con unas faldas cortas decuero y armados con azagayas de mango corto.Él se distinguía de los demás por la capa de pielde leopardo y un grueso collar de oro con flecoshechos con garras de algún gran felino. Era unhombre hercúleo y muy perspicaz a juzgar por lamirada.

Laurence le hizo objeto de una reverencia,pero el joven le ignoró y miró al lado opuesto delgran hall cuando entró procedente de unacámara contigua una gran criatura de pieldorada y broncínea con la parte inferior de lasalas revestidas de púrpura, el color de la realeza.Venía tan preparada para la batalla como uncruzado: pesadas placas de hierro le cubrían lospuntos vulnerables del pecho y protegía el

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vientre con una fina malla; asimismo, unasfundas metálicas le cubrían las púas de lacolumna y las garras, aun cuando las últimaspresentaban pequeñas manchas de sangre. Laseñora Erasmus le puso en antecedentes: eseera el rey Mokhachane y su hijo mayorMoshueshue.

¿Rey o reina? Laurence estaba hecho un lío.Se hallaba a una distancia de medio cuerpo y elsoberano se parecía bastante a una hembrasentada en el suelo como una esfinge con la colaenrollada alrededor de los flancos. Mokhachaneclavó sus fríos ojos ambarinos en Laurence.

Trajeron un trono de madera y lo situaronjunto a la dragona, para que el jovenMoshueshue tomase asiento. Varias mujeresmayores se situaron detrás y se sentaron enescabeles de madera, lo cual las identificabacomo esposas del rey.

Kefentse humilló la cabeza en señal derespeto y comenzó a hablar. Estaba dando suversión de la captura y el viaje, era obvio. Laseñora Erasmus mostró un enorme coraje al

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atreverse a discutir algunos puntos en defensade los aviadores al tiempo que intentaba hacercomprender a Laurence la naturaleza de lasacusaciones formuladas contra ellos. El hechode haber robado medicinas cultivadas para usode los súbditos del rey era la menor de todas.Los acusaban de haber invadido el territorio encompañía de sus ancestros, pues Kefentse teníapor tales a los dragones ingleses, y estaban enconnivencia con los enemigos de la tribu pararaptar niños, y una de las pruebas de estaacusación era que viajaban en compañía de unhombre de Lunda, y eran todos unos notoriosesclavistas.

La señora Erasmus se calló durante unosinstantes y luego aclaró con voz quebrada:

—Se refiere a mi marido.No continuó traduciendo de inmediato. Se

llevó un pliegue del vestido al rostro y Kefentsese agachó ansiosamente para mirarla y dijo algocon voz melodiosa, y siseó al inglés cuando estele ofreció el brazo para que se apoyara.

—Nos llevamos la medicina movidos solo por

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la necesidad, pues nuestros dragones estabanenfermos, e ignorando en todo momento queesos hongos estaban cultivados —alegó elbritánico, sin saber muy bien cómo defenderse.

Habían llevado dragones hasta allí y era unoficial en acto de servicio, eso no podía negarlo.Todo aquel montaje parecía preparado parahacer una reivindicación territorial. Tantobritánicos como holandeses iban a llevarse unasorpresa mayúscula al saber que hasta la llegadade la formación de dragones su colonia nomerecía atención alguna y si la invadían era demanera fortuita.

Y él tampoco tenía modo de justificar lapráctica de la esclavitud ni de negar que estaexistía entre el hombre blanco, aun cuando síaprovechó para rebatir algunas acusacionesformuladas contra ellos.

—No, por Dios, por supuesto que no nos loscomemos.

Pero no podía hacer mucho más.El terrible incidente del Zong, cuyo capitán

arrojó a más de cien esclavos por la borda para

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ahorrar dinero, eligió tan inoportuno momentopara venirle a la mente, y su país le hizo sentirtanta vergüenza y culpa que le salieron coloretesen las mejillas, y ese sonrojo hizo pensar a susinterlocutores que les mentía, si es que no lopensaban ya de antes.

Laurence solo podía repetir que él no eraesclavista, pero tampoco le sorprendió descubrirque esta alegación no causaba demasiado efectoen ellos, ni siquiera después de que la señoraErasmus les hubiera hablado de la completainocencia de su esposo. La censura ante laesclavitud superaba en mucho a la valoración deconductas personales. No levantó compasión nila enfermedad dragontina que los habíaempujado a buscar el remedio. Laurencepercibió que les importaba tan poco comomerecía la causa, ya que ellos no distinguíanentre los británicos y sus dragones, y todos losintentos del militar por explicárselo soloconseguían hacerles enfadar más.

Mokhachane se volvió y en respuesta a unaseña hecha con el rabo, los guardias condujeron

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al aviador al fondo de la estancia, donde estabaesa mesa baja de gran tamaño, pues aunque nole llegaba a la rodilla, tenía casi cuatro metros delongitud y un espacio hueco con una hondura deunos treinta centímetros, algo así como unavitrina, en cuyo interior descansaba una extrañaescultura con la forma del continente africano.Aquello era un mapa, ocupaba la mesa unenorme mapa donde los relieves más gruesosrepresentaban las altas mesetas; las dunasestaban hechas con polvo de oro, las montañascon bronce, los bosques con esquirlas de jade ylos ríos con plata. Y con gran desánimo sepercató de un plumón blanco usado pararepresentar las cataratas: estaban casi a mediocamino entre la punta del continente, donde sehallaba Ciudad del Cabo, y la aguda prominenciadel Cuerno de África. Ni en sus peorespesadillas había imaginado que los habíanllevado tan al interior.

No le permitieron examinar esa parte durantemucho tiempo y en vez de eso le llevaron al otroextremo del mapa, ampliado recientemente a

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juzgar por la madera más oscura y porquemuchas secciones solo estaban dibujadas concera. Al principio, no acertó a adivinar de qué setrataba, pero poco a poco, guiándose por laposición relativa, cayó en la cuenta de que elóvalo de agua situado sobre África debía ser elMediterráneo. Entonces comprendió que aquellopretendía representar a Europa. Los contornosde España, Portugal e Italia estabandesfigurados y todo el continente en sí se hallabaapretujado. La propia Inglaterra no era sino unosbultitos blancos en la esquina superior. Larepresentación en relieve de los Alpes y losPirineos era correcta a grandes rasgos, pero elRin y el Volga serpenteaban de un modo extrañoy tenían una longitud inferior a la que él estabaacostumbrado a ver en los mapas.

—Le piden que lo dibuje correctamente —letradujo la señora Erasmus.

Uno de los hombres del príncipe le tendió unestilete. El aviador se lo devolvió. El hombrerepitió las instrucciones en su propia lengua deforma muy exagerada, como si Laurence fuese

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un niño corto de entendederas y de nuevointentó que cogiera el estilete.

—Le pido perdón, pero no voy a hacerlo —insistió el oficial, quitándose de encima la mano.

El hombre habló a voz en grito y de pronto lecruzó la cara. Laurence apretó los labios y nodijo nada a pesar de que el corazón le latíadesbocado a causa de la furia. La señoraErasmus se volvió y habló con urgencia aKefentse, pero este negó con la cabeza.

—Me han hecho prisionero en lo que deboconsiderar un acto de guerra. En semejantescondiciones, debo negarme a responder todo tipode preguntas —explicó Laurence.

Moshueshue meneó la cabeza mientras el reydragón bajaba la suya y fulminaba con la miradaal aviador desde tan cerca que este pudoapreciar que lo que había tomado por colmillosen Kefentse eran una especie de joyas: unosanillos de marfil ribeteados de oro fijados en ellabio superior como si fueran aretes. La dragonaabrió la boca: le soltó un chorro de aire calientey le enseñó los dientes, pero Laurence estaba

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demasiado acostumbrado a Temerario comopara que eso le asustara lo más mínimo.Mokhachane echaba chispas por los ojos cuandoechó hacia atrás la cabeza.

El rey habló con frialdad y la viuda delreverendo tradujo:

—Fuiste apresado en nuestro territorio comoladrón y como esclavista, vas a responder… o leazotarán, capitán —añadió ella.

—Ni la brutalidad ni otras malas prácticasvan a alterar mi determinación —respondió elaviador—. Y le pido perdón si se ve ustedforzada a presenciarlo, señora.

Esta respuesta solo sirvió para provocarlamás. Moshueshue apoyó una mano en la patadel rey y le habló en susurros, pero el pelaje dela dragona se erizó de impaciencia y sedesentendió de él para continuar hablando.Soltaba un ruido sordo que la señora Erasmussolo era capaz de entender y traducir en parte.

—¿Tú nos hablas de malas prácticas?,invasor, secuestrador… Vas a contestar u osdaremos caza y romperemos todos los huevos

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de vuestros ancestros —concluyó, e hizoresonar su cola contra su propio lomo antes deimpartir órdenes.

Kefentse extendió una pata de delante paraque subiera la señora Erasmus, esta dirigió aLaurence una mirada de preocupación antes deque se la llevaran a toda prisa. A él le habríaencantado pensar que se trataba de una medidainnecesaria, pero enseguida le sujetaron por losbrazos y le rasgaron la casaca y la camisa paradejar al descubierto el centro de la espada;luego, le obligaron a arrodillarse con los jironestodavía colgando de los hombros.

Fijó la mirada más allá del arco de la entrada,desde donde se advertía uno de los máshermosos panoramas que había contemplado enla vida: más allá de las cataratas, el sol nacienteaún flotaba bajo en el cielo y refulgía pequeño ydesdibujado tras los jirones de la neblina. Losblancos chorros de agua pulverizada rugían sincesar más allá del borde, las ramas de losárboles, entrelazadas unas con otras, seestiraban en busca del líquido elemento desde

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las paredes del cañón donde habían echadoraíces y una gasa de color parecía insinuar unarcoíris que se negaba a dejarse ver, pero seguíaallí, en el filo de lo visible. Los hombros ledolieron cuando empezaron a azotarle.

Había visto a hombres capaces de encajardoce latigazos sin proferir ni una sola queja,muchas veces los habían azotado por ordensuya. Casi todos eran marineros rasos y si elloshabían aguantado, él también. Se lo recordabadespués de cada azote, pero, sin embargo,cuando la cuenta llegó a diez, el argumentoperdió solidez y lo pasó fatal para soportar elcastigo en silencio, algo que hizo de un modomás instintivo y animal, pues el dolor no cesabaentre un latigazo y otro, solo iba y venía. Depronto, el flagelador hizo un mal movimiento ygolpeó al hombre que sujetaba el brazo derechode Laurence. A juzgar por cómo chasqueó,debía de haberle dado en la mano. El tipomaldijo de buena gana al verdugo. El látigo nodesgarraba la piel, pero los verdugonesestallaron al cabo de un tiempo, y la sangre le

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corrió por las costillas.El aviador permanecía consciente cuando otro

dragón le llevó de vuelta a la caverna, pero sehallaba en otra realidad, con la garganta encarne viva e incapaz de articular palabra.Laurence lo agradeció, o debería haberlo hecho,pues de lo contrario hubiera vuelto a gritarcuando le pusieron las manos encima y ledepositaron en el suelo boca abajo, inclusoaunque no le tocaran la espalda desgarrada. Ledolía hasta el último nervio. No logró conciliar elsueño y se sumió en un torpor intelectual que lenublaba el pensamiento hasta dejarle al bordedel colapso.

Le humedecieron los labios con agua yDorset le ordenó beber con voz tajante. Elhábito de la obediencia le llevó a hacer elesfuerzo. Luego, volvió a sumirse en aquelsopor, consumido por un calor sofocante. Lepareció que le dieron de beber en un par deocasiones más antes de amodorrarse de nuevo.Soñó que se le llenaba la boca de sangre saladay se puso a jadear hasta que acabó

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despertándose a medias, justo a tiempo de ver aDorset queriendo administrarle un caldo frío através de un improvisado embudo. Se durmióuna vez más y erró entre los sueños de la fiebre.

—Laurence, Laurence —le llamó Temerario,cuya voz apagada se abrió paso entre la niebla.

Ferris empezó a sisearle al oído:—Despierte, capitán, debe despertarse, él le

cree muerto, señor.Había tal carga de miedo en la voz del

teniente que Laurence intentó hablar paraconsolarle un poco, aunque los labios se negabana articular bien las sílabas, pero el sueño leatrapó de nuevo en medio de un terrible rugido.

Le pareció que temblaba la tierra.Y después todo se sumió en la confortable

negrura de la inconsciencia.

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Capítulo 12

Su siguiente noción del mundo fue el semblantede Emily Roland con una copa de agua clara enlas manos. Dorset permanecía arrodillado al ladode Laurence y le tomó de la cintura paraayudarle a incorporarse. El aviador se lasarregló para rodear el cristal con los dedos yllevárselo hasta los labios; bebió un poco yderramó otro poco. Tomó conciencia de estardesnudo de cintura para arriba y hallarsetumbado boca abajo en un fino camastro de pajacubierta por varias camisas. Además, tenía unhambre de lobo.

Le tendieron de lado para facilitarle la tareade comer.

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—Poquito a poquito —le instó el médico,dándole pequeños sorbos de gachas frías, unotras otro.

—¿Y Temerario? —quiso saber de pronto,soslayando el involuntario y desesperado ataquede glotonería, preguntándose si habría o nosoñado.

El herido no podía mover los brazos conlibertad por culpa de las postillas de la espalda,pues saltaban si se estiraba demasiado hacia unlado y volvía a sangrar.

Dorset no le contestó de inmediato.—¿Está aquí? —insistió el capitán con

severidad.—Laurence —le habló Harcourt,

arrodillándose junto a él—, Laurence, haz elfavor de no angustiarte. Has estado enfermouna semana. Él estuvo aquí, pero me temo queellos le han obligado a huir. Te aseguro queTemerario se encuentra bastante bien.

—Suficiente por ahora. Debe dormir —exigióel cirujano.

Y por mucha voluntad de que hiciera acopio,

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no fue capaz de resistirse a la orden de Dorset;de hecho, ya se estaba amodorrando otra vez.

Cuando despertó de nuevo la luz del díabrillaba en el exterior de la cueva casi vacía, aexcepción de Dyer, Tooke y Roland. Esta leexplicó la razón:

—Se han llevado a los demás a trabajar enlos campos, señor.

Le dieron un poco de agua y luego, ante suinsistencia, pero no de buena gana, accedieron asu petición de ayudarle a caminar. Se apoyó enlos hombros de los cadetes para poder avanzarcon paso titubeante hasta el borde de la cueva yasí poder mirar al exterior.

El lienzo del otro lado de la gargantapresentaba grietas y manchas oscuras de sangrede dragón, que parecían llamas anaranjadassobre las paredes estriadas.

—La sangre no es de Temerario, señor, o nomucha —se apresuró a aclarar Emily, alzandolos ojos hacia su capitán.

La joven no estaba en condiciones de decirlenada más: ni cómo había sido capaz de

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localizarlos, ni si estaba solo, ni cómo seencontraba. No había habido tiempo para teneruna conversación. El Celestial había pasadodesapercibido durante unos minutos entre elbarullo debido al elevado número de dragonesque volaban a todas horas en las gargantas, peroera demasiado grande y de color muy señerocomo para no llamar la atención y habían dadola voz de alarma en cuanto metió la cabeza en lagruta para verlos.

Temerario había llegado tan lejos solo porquelos captores de Laurence no habían anticipadoque una incursión de dragones llegara hasta elcorazón de su fortaleza, pero ahora había unguardia apostado encima de su celda. Si hacíacaso omiso al dolor de cuello cuando levantabala cabeza y miraba directamente hacia arriba,podía ver su cola colgando desde lo alto de laangostura.

—Eso significa que Temerario los haesquivado —aseguró Chenery aquella tardecuando regresaron los demás a última hora deldía, en un intento de mostrarse reconfortante—.

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Normal, si les da sopas con honda a medioCuerpo. Estoy seguro de que va a darlesesquinazo, Laurence.

A Laurence le gustaría creerlo más de lo quelo hacía. Habían transcurrido tres días desde elcese de su delirio y si Temerario había sidocapaz de hacerlo una vez, estaba convencido deque iba a protagonizar otro intento a pesar detoda oposición.

A la mañana siguiente, Laurence noacompañó a los demás. Los ingleses trabajabancon el resto de los prisioneros de guerra en loscampos de elefante, extendiendo excrementos,para gran satisfacción de las jóvenes sobre lasque habitualmente recaía tan ingrata tarea.

—Tonterías, me avergonzaría si no fueracapaz de arreglármelas con esto cuando todasesas chiquillas pueden hacerlo —dijo Catherinecuando le ofrecieron dispensarla de acudir—.La mayoría de ellas son capaces de sacar mástarea que yo y no es que yo me haya criadoescondiendo el hombro. Además, soy muyfuerte y me encuentro mucho mejor que antes.

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Sin embargo, tú, Laurence, has estado muygrave y vas a escuchar al doctor Dorset, así quevas a tumbarte y quedarte en la cama cuandovengan a buscarnos.

La capitana se mostró muy firme, tanto comoel médico, pero había transcurrido poco más deuna hora cuando otro dragón vino en busca deLaurence. El jinete se puso a hacer señas y darórdenes en tono perentorio. Dyer y Rolandestaban dispuestos a llevar a su capitán al fondode la cueva, pero iba a ser un esfuerzo inútil: eldragón era una criatura esmirriada, no muchomayor que un mensajero, y podía llegar hastadentro con suma facilidad. Laurence seincorporó a duras penas y en aras de ladecencia se puso una de las camisas sudadas ymanchadas de sangre con que habían hecho sucamastro, aun no siendo una prenda con la queestuviera presentable.

Le llevaron de vuelta al gran salón del trono,mas el rey no estaba allí, solo los trabajadores defundición, cuya tarea supervisaba muy de cercael príncipe Moshueshue. Los herreros se

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afanaban en la fabricación de cartuchos con laayuda de otro dragón, encargado de mantenervivo el fuego de la forja, lanzando pequeñasllamaradas de forma regular con el fin deconservar encendidos los carbones a unatemperatura adecuada para lograr poner elmetal al rojo vivo. De algún modo se las habíaningeniado para adquirir varios moldes de bala yahora tenían todavía más mosquetes apiladossobre el suelo; en las culatas de los mismostenían huellas de dedos marcadas con sangre.En la estancia reinaba un calor sofocante apesar de que dos dragones manejaban con granenergía grandes abanicos para mover el aire. Elpríncipe parecía satisfecho.

Moshueshue volvió a llevarle hasta el mapa,donde ya se habían aplicado algunas mejoras yen el oeste habían realizado una incorporacióndel todo nueva: habían añadido una distanciaimprecisa para poder poner el Atlántico y luegohabían dibujado de forma aproximada loscontornos del continente americano. Vioespecialmente resaltada la posición del populoso

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puerto de Río y las islas de las Antillas estabansituadas al norte un poco al azar. Laurence sealegró al apreciar que no contaban con ningunade las precisiones necesarias para hacer posiblela navegación. No obstante, estaba muy lejos desentir aquella complacencia de los primerosmomentos de su captura con la que habíasubestimado a sus captores como una amenazapara la colonia. Allí había demasiados dragones.

También habían hecho venir a la viuda delmisionero y Laurence se preparó para uninterrogatorio más a fondo, pero el príncipe norepitió las exigencias del rey ni su violencia. Suscriados sirvieron al inglés una bebida muy dulce,una mezcla de fruta exprimida, agua y leche decoco. Las preguntas de Moshueshue versaronsobre cosas generales y el comercio entendidoen un sentido muy amplio. El joven mostró alaviador un rollo de tela, era algodón estampadoprocedente de las fábricas de tejido deInglaterra, de eso no cabía duda alguna, yalgunas botellas de whisky peleón y barato ajuzgar por el olor, también de manufactura

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extranjera.—Tú vendes estas cosas a los lunda. ¿Y eso

también? —preguntó el príncipe, señalando losmosquetes con un ademán.

—Acaban de librar una guerra contra ellos —se apresuró a aclarar la señora Erasmus,añadiendo una explicación de su cosecha al hilode la traducción. Habían ganado una batalla ados días de vuelo de las cataratas—. Alnoroeste, tengo entendido —añadió.

Acto seguido, pidió permiso a Moshueshuepara mostrarle el territorio en el gran mapa delcontinente. Señaló un punto ubicado al noroeste,y todavía en el interior, pero a una distanciasorprendentemente corta de los puertos deLuanda y Benguela.

—Señor, no había oído hablar de los lundahasta hace dos semanas —respondió Laurence—. Deben de obtener esta clase de bienes delos mercaderes portugueses, en la costa.

—¿Y vosotros? ¿Solo queréis cautivos oaceptáis otras cosas en el trueque? Bienes comolas medicinas que robasteis o…

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A una señal del gobernante, una de lasmujeres trajo un cofre repleto de joyas de unamunificencia tan rayana en lo absurdo quehubieran dejado boquiabierto al mismísimo nizamde Hyderabad, pues las esmeraldas pulidasestaban jaspeadas como los mármoles condiamantes, y el cofre mismo era de oro y plata.Otra trajo un jarrón muy alto hecho con telametálica, a veces los alambres del trenzadoestaban unidos por cuentas en un intrincadodiseño sin figuras zoomórficas niantropomórficas. Una tercera acudió con unamáscara casi tan grande como ella, tallada enmadera oscura con incrustaciones de marfil yjoyas.

Laurence se preguntó si todo aquello nollevaría implícito algún otro tipo de persuasión oestímulo.

—Un comerciante estaría muyfavorablemente predispuesto a cualquiera deestos trueques, señor, de eso estoy convencido,pero yo no lo soy. Nosotros estaríamoscontentos, de veras que sí, de poder pagaros a

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cambio de las medicinas en el tipo de bien queprefiráis.

El príncipe asintió y se llevaron el tesoro.—¿En… cañones? —Moshueshue utilizó la

palabra inglesa y su pronunciación fueaceptablemente correcta—. ¿Y los botes con losque cruzáis el océano?

—Son muy valorados por la enorme dificultadde su construcción, señor, y os servirían de muypoco sin unos hombres capaces de comprendersu mecánica, pero tal vez podrían encontrarse aalgunos marineros dispuestos a serviros y esearreglo sería factible si hubiera paz entrenuestros países.

Laurence pensó que en buena ley nosobrepasaba ningún límite con esta oferta, ydebía hacerla, máxime cuando en la diplomaciauno debía efectuar estos intentos, y tenía lacorazonada de que no iba a ser mal recibida. Elpríncipe no había disimulado sus intenciones. Noera de extrañar que él más que el rey hubieracorrido a abrazar las ventajas del armamentomoderno, que en la escala de un mosquete,

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resultaban más fáciles de comprender por loshombres que por dragones, y tuviera interés entener acceso a esas armas.

Moshueshue apoyó la mano sobre la mesa delmapa y la miró con aire pensativo antes dehablar.

—Tú no te dedicas a este negocio, dices, perootros de tu tribu sí lo hacen. ¿Puedo saberquiénes son y dónde puedo encontrarlos?

—Lamento decirle, señor, que haydemasiados hombres dedicados a la trata deesclavos como para que yo me sepa susnombres o sus señas —contestó Laurence contorpeza.

Deseó con toda el alma poder decirle sinmentir que acababan de prohibirlo, pero en vezde eso, solo pudo añadir que confiaba en queiban a abolirlo muy pronto. Moshueshue acogióesa afirmación con mucha más satisfacción dela que había esperado.

—Nosotros nos encargaremos de prohibirlo—aseguró el príncipe con un tono de voz de laque había excluido cualquier nota de amenaza, y

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eso era lo más ominoso de todo—, pero eso nova a satisfacer a los ancestros —Moshueshuehizo una pausa—. Sois cautivos de Kefentse yél desea cambiaros por más gente de su tribu.¿Podéis arreglar un trueque de esa naturaleza?Lethabo asegura que no.

—Les he explicado que no va a ser posibleencontrar a la mayoría —añadió la señoraErasmus en voz baja—. Ocurrió hace casiveinte años.

—Tal vez una investigación permitiríalocalizar a los supervivientes —repusoLaurence, lleno de dudas—. Debería haberrecibos y justificantes de venta e imagino quealgunos deberían seguir en las mismas fincas ycon los mismos dueños a los que los vendieronpor primera vez, ¿no lo cree usted?

—Entré a trabajar en una casa cuando mevendieron, pero en esos campos nadie vivíamucho. Sobrevivían unos pocos años, diez a losumo. Apenas había esclavos viejos.

La mujer habló como si eso fuera irrevocabley él no quiso discutírselo, pero tuvo la impresión

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de que Hannah tampoco traducía sus propiaspalabras, probablemente para protegerle a él dela rabia que podían suscitar entre aquellasgentes. Aun así, dijo lo suficiente paraconvencer a Moshueshue de la imposibilidad deesa opción. El joven meneó la cabeza.

—Sin embargo, estaríamos encantados depagar nuestro rescate —ofreció el aviador—.Bastaría con establecer contacto con nuestroscompañeros en El Cabo y luego nosotrosllevaríamos vuestro mensaje a Inglaterra paraestablecer relaciones pacíficas. Me gustaría darmi palabra a título personal de que cualquiercosa que pudiera hacerse para devolverle sugente a Kefentse…

—No —le atajó el príncipe—, nada puedohacer en este tema ahora mismo, ahora, no. Losancestros están muy alterados. Kefentse no esel único expoliado y quienes han perdido niñosestán muy enfadados. Mi padre era colérico dehombre, pero de dragón es iracundo. Tal vezmás adelante.

Moshueshue no añadió nada más después de

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esas palabras, pero dio órdenes a los dragonesque le asistían y uno de ellos cogió al capitán yse lo llevó sin darle ocasión de decir ni pío.

El dragón no voló de regreso al presidio de lacueva, sino que giró hacia las cascadas, se elevóhasta salir de la garganta y ponerse al nivel de lameseta basáltica sobre la que fluía el gran río. Elalado había formado una especie de canasta conlas garras sobre la cual viajaba Laurencemientras iban junto a las orillas del río y pasabanpor encima de otro gran rebaño de elefantes,aun cuando volaban demasiado deprisa parasaber si alguno de sus compatriotas figurabaentre los trabajadores que iban detrás paraaprovechar el excremento como fertilizante. Sealejaron lo bastante como para que el sonido dela cascada disminuyera, pese a que la fina nubede agua pulverizada permanecía visible enperpetua suspensión como marca indeleble de sulocalización. A sus pies no había camino alguno,pero el aviador empezó a descubrir mojones depiedras apiladas dentro de círculos sinvegetación a intervalos regulares que tal vez

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servían como señales indicadoras. Viajaron otrosdiez minutos antes de que el dragón posara laspatas traseras en un vasto anfiteatro.

Según su propia experiencia, no era posiblecompararlo con nada, salvo el Coliseo de Roma.Estaba construido enteramente con bloques depiedra tan bien ensamblados que no senecesitaba mortero para mantenerlos unidos. Elrecinto exterior tenía una forma ovalada conunas pocas entradas en la base y estabaformado por grandes losas de piedrasuperpuestas una sobre otra, como Stonehengey los otros viejos círculos de piedra enInglaterra. Se erguía en medio de un pradorebosante de hierba, en calma, tal y como cabíaesperar de unas ruinas antiguas sin usoaparente. Solo había unos nimios indicios de quelos hombres habían cruzado a pie esos accesos,la mayoría procedentes del río, donde había unasestacas clavadas en el suelo y un puñado debotes amarrados a ellas.

Sobrevolaron los muros y pasaron al interior,donde no se veía indicio alguno de desuso. Los

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constructores habían seguido el mismo métodode mortero seco para levantar una serie deterrazas techadas y niveladas con más losas depiedra extendidas sobre el suelo y dispuestas deforma irregular. Las escaleras dividían losasientos en secciones en lugar de hacerlo engradas. Los grupos de palcos estaban destinadospara uso humano y en ellos era posible verbancadas y escabeles de madera, algunos deellos bellamente labrados, y alrededor de losmismos había grandes butacas destinadas a losdragones. Los niveles más altos se hallaban untanto más simplificados, venían a ser tarimas acielo abierto cuyas secciones estabandelimitadas con cuerdas nada más. En el centrode todo esto había un vergel ovalado sinedificación alguna, salvo tres grandesplataformas de piedra, y en una de ellas había unprisionero con la cabeza gacha.

Temerario.El dragón dejó a Laurence a unos cuantos

metros con la poca delicadeza habitual, y laespalda se le resintió bastante. Temerario soltó

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un grito ahogado, sofocado. Era un sonidoextraño: profundo y contenido. Le habíanamordazado con un horripilante bozal de hierrosujeto a la cabeza con muchas correas gruesasde cuero que no le permitían abrir demasiado lasmandíbulas, no lo suficiente para rugir. Leretenía en esa posición un grueso collar dehierro en lo alto del cuello sujeto con tresenormes sogas que, según pudo ver, estabanhechas de hilo trenzado y cuerda, y que a su vezestaban sujetas a tres grandes anillos fijados alsuelo, equidistantes unos de otros, de forma quesi Temerario se acercaba para aflojar uno deellos, los otros le ahogasen.

—Laurence, Laurence —exclamó elCelestial, y ladeó la cabeza hacia él todo cuantole dejaban las cuerdas.

El aviador habría corrido hacia el cautivo sindudarlo, pero el dragón que le había traído hastaallí plantó una pataza entre ellos. No se lepermitía aproximarse.

—No te hagas daño, amigo mío. Meencuentro perfectamente —le aseguró a voz en

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grito y se irguió un poco para parecer másentero, pues le agobiaba que se hiciera daño almoverse, no fuera a clavársele el collar en lacarne, donde ya había indicios de que habíaempezado a hundirse—. Espero que no estésmuy incómodo, ¿eh?

—Bah, no es nada —replicó Temerariojadeante a causa de la argolla clavada en elcuello, pero sus palabras dejaban traslucir unagran angustia—, nada ahora que vuelvo a verte.Es solo que no puedo moverme mucho y nadieviene a hablar conmigo, así que no sabía nada.Ignoraba si estabas bien o te habían herido, y laúltima vez que te vi te comportaste de modo untanto extraño.

El dragón retrocedió un paso, despacio y concuidado, se sentó, todavía resollando, y sacudióla cabeza todo lo que se lo permitían lascadenas, que resonaron como los tirantes de lacaballería de un carruaje.

—¿Seguro que estás bien? No tienes muybuen aspecto.

—Lo estoy… Me alegro mucho, mucho, de

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verte —dijo Laurence con tono formal, auncuando estaba haciendo de tripas corazón paramantenerse de pie—, aunque déjame decirteque me sorprende. Estábamos seguros de quenunca nos encontrarían.

—Eso dijo Sutton —convino el Celestial envoz baja, muy enojado—. Nos auguró queíbamos a vagar por toda África para luego tenerque regresar a Ciudad del Cabo, pero yo lecontesté que eso era una sandez, porque aunqueera difícil encontraros en el interior delcontinente, aún lo era más si regresábamos aCiudad del Cabo, así que les pedimosindicaciones…

—¿Indicaciones? —replicó Laurence,perplejo.

Habían consultado a algunos dragones localesque al vivir tan al sur no eran tan suspicaces conel tema de las razias de los negreros y semostraron dispuestos a no comportarse conhostilidad.

—Al menos no después de que leshubiéramos hecho unos regalos, en especial

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unas vacas estupendas que, lamento decírtelo,Laurence, cogimos sin permiso, de las tierras deun colono. Supongo que podemos pagarlas anuestro regreso —añadió Temerario, como siningún obstáculo se interpusiera desde lascataratas hasta Ciudad del Cabo—. Hacerlesentender lo que deseábamos resultó un pocomás difícil, sobre todo al principio, pero algunosde ellos entendían la lengua de los xhosa, yDemane y Sipho me enseñaron algo, y heaprendido un poco la de los dragones africanosal tener trato con ellos, no es muy difícil, yexisten muchas semejanzas con el durzagh.

—Pero… perdóname, y no es que quieraparecer desagradecido —repuso Laurence—,¿y los hongos? ¿Y qué hay de la cura? ¿Quedaalguno?

—Ya habíamos subido a bordo de la Fionatodos los que llevábamos encima y si con eso nobastaba, Messoria e Immortalis podían llevar elresto sin que les hiciésemos falta —concluyó eldragón, desafiante—, así que Sutton no teníaningún derecho a quejarse si nos queríamos ir…

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Y de todos modos, al infierno con las órdenes.Laurence no discutió con él, pues no deseaba

aumentar la angustia de Temerario y encualquier caso, la recompensa a suinsubordinación era que se había salido con lasuya. Sin duda, no iba a mostrarse receptivo aoír ninguna crítica sobre ese tema. Era la clasede aventura vertiginosa y alocada coronada porel éxito o el fracaso, sin término medio, suponíaLaurence. La velocidad y el descaro respondíana su propia ética.

—En tal caso, ¿dónde están Lily y Dulcia?—Ocultas ahí fuera, en las planicies —

respondió Temerario—. Los tres estuvimos deacuerdo en que primero debía intentarlo yo,porque soy lo bastante grande para llevaros atodos, y además, si algo se torcía, siemprequedaban ellas —agitó la cola con unsentimiento donde se mezclaban irritación eincomodidad—. En ese momento, parecía tenermucho sentido, pero no comprendí que algo iba asalir mal de verdad y no estaría en condicionesde planear nada —añadió de forma lastimera—.

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No sé qué se proponen hacer ahora, aunquealgo se les ocurrirá.

Pero lo dijo de un modo que evidenciaba quelo dudaba mucho. Y también Laurence.

Una oleada de dragones había acudido alanfiteatro mientras conversaban, acarreandograndes cestos de mimbre o llevando sobre ellomo a hombres, mujeres e incluso niños, y todosiban instalándose en los estrados. Era un grupomucho más grande de lo que Laurence habíasospechado. La gente se ubicaba en los sitiossiguiendo una jerarquía de riqueza: los ocupantesde las filas inferiores vestían prendas de mayorcalidad, exhibiendo pieles y joyas en una ampliamuestra de chabacanería.

Los dragones tenían una gran variedad deformas y tamaños, pero a la hora de sentarse noparecía haber un criterio, al menos no por razas,pero, tal vez, sí una tendencia hacia un colorsimilar o a unos diseños parecidos en lasmarcas. En todo caso, había una constante: laforma en que agachaban la cabeza para mirar aLaurence y Temerario desde todos los ángulos.

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Temerario desplegó la gorguera todo cuanto lepermitían las fatigosas correas.

—No tienen por qué mirarme todos de esamanera —masculló—, me parecen unoscobardes por tenerme así encadenado.

A continuación entraron dragones con másarmas que ornamentos y trajeron consigosoldados. Muchos de ellos llevaban manchas desangre en el equipamiento; no es que hubierasigno alguno de desaliño, sino que no habíanquitado esas señales por orgullo, seenorgullecían de esa sangre recién vertida en labatalla a la que había hecho referencia la señoraErasmus. Ocuparon sus puestos sobre el suelo,formando líneas uniformes al sentarse. Entretanto, los criados empezaron a cubrir con pielesde león y leopardo la gran tarima central y eltrono de madera. Hicieron acto de presencia lostambores y Laurence agradeció de corazón suredoble ensordecedor, pues todos los ojosdejaron de estar clavados en ellos para fijarse enla novedad: el rey y el príncipe habían llegado.

Los soldados golpearon los escudos con las

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lanzas de mango corto y los dragones soltaronsu propio saludo, consistente en una batahola desonidos que se sucedían por oleadas, mientras larealeza se sentaba en la tarima central. Una vezque hubieron ocupado los puestos de honor, undragón pequeño con una suerte de collar depieles alrededor del cuello se colocó junto alestrado y se puso de pie sobre los cuartostraseros antes de aclararse la garganta. Elgentío enmudeció con celeridad sorprendente yabsoluta, hasta el punto de que su siguienterespiración resultó perfectamente audible.Entonces, se lanzó a algo situado a mediocamino entre la canción y el relato, estabacanturreando, sí, pero no tenía más ritmo que elsuave golpeteo del tambor que le marcaba lostiempos.

Temerario ladeó la cabeza e intentó sacarla,pero el dragón de guardia les dirigió una miradahorrorizada y eso le hizo desistir, avergonzado,sin haber pronunciado ni una sola palabra. Elcántico finalizó con el día y caía el crepúsculocuando volvió a estallar una ovación cerrada.

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Entre tanto encendieron antorchas para iluminarlos alrededores de la tarima. Por lo que elCelestial había sido capaz de colegir, aquellohabía sido una suerte de panegírico del rey y susancestros, y más en general de las numerosastribus congregadas, cuya lista había sido recitadacompletamente de memoria, lo cual tenía sumérito pues comprendía siete generaciones.

De ese modo se concluyó la apertura de laceremonia y se procedió enseguida a dar paso auna sucesión de discursos y soflamas, saludadascon rugidos de aprobación y el atronadorgolpeteo de los escudos con las lanzas.Laurence sentía el corazón en un puño ante losposibles propósitos de aquella aglomeración.

—Eso es mentira —gritó Temerario conindignación una de aquellas veces cuando logróentender un par de frases.

Un dragón negro y gris lleno decondecoraciones, un peso medio emperifolladocon una gruesa collera hecha con piel de tigre yribeteada con hilo de oro, se acercó hasta ellos yse situó delante del Celestial, a quien señaló de

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forma harto significativa.—¿Para qué iba a querer yo a tu tripulación?

Ya tengo la mía.Él y Laurence figuraban en la mayor parte de

esas exhortaciones como evidencia material yprueba fehaciente de la existencia de laamenaza y de su magnitud, eso era obvio.

Otro dragón muy viejo acudió arrastrando losespolones por el suelo. Tenía unos ojos con esetono típico de los enfermos de cataratas. Ibaprecedido por una pequeña escolta de hombresde semblante severo. El palco del alado quedóvacío cuando él lo abandonó. No tenía familia.Nadie habló mientras el dragón subía hasta laplataforma a duras penas y se incorporó una vezen ella. Alzó su cabeza temblorosa antes dehablar. Su discurso fue un lamento quebradizopronunciado con voz débil, pero silenció al gentíoallí congregado e hizo que las madres atrajeran asus hijos junto a ellas y los dragones curvaranlas colas alrededor de los miembros de su tribucon ansiedad. Uno de los escoltas rompió allorar en silencio y se cubrió el semblante con la

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mano. Sus compañeros tuvieron la cortesía defingir que no se daban cuenta.

Una vez que hubo concluido y regresado muydespacio a su sitio, varios soldados seadelantaron para lanzar sus arengas. Subió a lapalestra un hombre de pecho fornido, un generalimpaciente que se quitó la piel de leopardodrapeada mientras iba de un lado para otro contal ímpetu que se le perló la piel de gotas desudor, centelleantes a la luz de las antorchas,arguyendo con voz poderosa a fin de llegar a lasgradas situadas en lo alto, a las que dirigíagestos a menudo, golpeando un puño en la palmade la mano, y señalando de vez en cuando aTemerario. Su discurso recogió algo más queaplausos, logró el beneplácito y la aceptación delpúblico, que asintió sombrío. Les estabaavisando de que vendrían muchos más dragonessi no actuaban ahora mismo.

La larga y deprimente noche fuetranscurriendo poco a poco. Las madres yalgunos dragones se llevaban a los niñosconforme se sumían en un sueño inducido por la

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fatiga. Los restantes oradores hablaban desdehileras más alejadas y ahora que había máshuecos entre el respetable, las voces sonabanmás ásperas. Laurence estaba tan exhausto quedejó de sentir miedo. Además, contra ellos solohabían utilizado palabras. Aún no les habíanlapidado ni les habían hecho objeto de ningunaviolencia. No obstante, la espalda le dolía, lepicaba y le consumía, minándole las fuerzasincluso para notar el pánico. No resultaba nadafácil permanecer allí de pie mientras era objetode befa, incluso aun cuando era incapaz decomprender la mayor parte de las acusacionesde que eran objeto. Se conformaba con estar lomás erguido posible y mantener la vista fija enlas gradas del fondo. Pero miraba sin ver, estabacon la mente puesta en otra cosa, por eso no sepercató al primer golpe de vista de que Dulciase hallaba encaramada en los asientos del fondo,arriba del todo, ahora vacíos. Fue necesario ungesto suyo con el ala para que advirtiese supresencia.

La Cobre Gris era lo bastante pequeña y su

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coloración verde moteada lo bastante comúncomo para pasar por uno del grupo, cuyaatención estaba fija en los oradores. La dragonase incorporó cuando vio que había atraído laatención del aviador y sostuvo en alto con laspatas delanteras una especie de rasgado pliegogris. Laurence no tenía ni idea de qué podía ser,pero entonces se lo imaginó: era un trozo de pielde elefante con tres agujeros hechosminuciosamente. Dulcia utilizaba el lenguaje delas banderas de señales. «Mañana», ese eratodo el mensaje. El capitán la miró y asintió unavez que lo hubo comprendido, entonces, ladragona volvió a desvanecerse en la oscuridad.

—Vaya, espero que vengan y me liberenprimero —murmuró Temerario, fastidiado por laperspectiva de ser rescatado en una operaciónde la que no sabía nada—. Hay demasiadosdragones. Espero que no cometan algunaimprudencia.

—Eso espero yo también —dijo Harcourt, presa

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de la ansiedad, cuando Laurence les dio lanoticia, pues al término de la ceremonia, letrajeron de vuelta a la cueva de su encierro,ridiculizado a conciencia y bien cubierto deescupitajos.

La capitana anduvo hasta la boca de la cuevapara mirar al centinela, pero, por desgracia, eldragón seguía ahí, despatarrado sobre el rebordey con la cabeza colgada hacia abajo. Lostambores sonaban a lo lejos en una celebraciónque prometía durar hasta bien entrada lamadrugada.

Los británicos solo podían hacer unospreparativos muy generales para la fuga, puesdesconocían los detalles. Bebieron todo loposible y se lavaron, pero se aplicaron a esastareas con más energía de la necesaria.

—¡Caray, se mueve otra vez! —exclamóHarcourt mientras se apretaba los mechoneshúmedos para escurrírselos. Se llevó la mano alfinal de la espalda y se la frotó. El embarazo sehabía empezado a hacer notar de la forma másinoportuna. Ahora, debía llevar los pantalones

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desabrochados y se los sujetaba con un trozo decuerda de corteza; se dejaba la blusa suelta porencima para ocultar dicho acomodo—. Que seauna niña, por favor. Nunca, nunca volveré a sertan descuidada.

Por suerte, durmieron a pierna suelta y hastatarde. Los albañiles no reanudaron el trabajo aldía siguiente. Tal vez les habían dado un día libreo quizá no se habían despertado al alba. Ningúndragón vino tampoco a llevárselos a los campos,y eso era bueno, pero tenía un lado malo,ninguno vino a darles de comer, así que iban atener que intentar la fuga con el estómago vacío.A lo largo de todo el día hubo un elevadonúmero de dragones volando de un lado paraotro en las gargantas, aunque el tránsito decayóal atardecer, cuando las mujeres regresaroncantando a las cavernas con las cestas de ropalimpia apoyadas en la cabeza.

El rescate iba a producirse durante la noche,o eso esperaban todos, pues era lo más racional,pero no tenían ninguna certidumbre, así que eldía estuvo lleno de una tensión y una ansiedad

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crecientes, y la urgencia siempre los impulsaba amirar por la boca de la cueva, una mala prácticaque solo podía levantar sospechas. La llegadadel crepúsculo creó entre ellos una atenciónenfebrecida; todos contenían el aliento y nadiedecía nada hasta que poco después de hacersede noche se oyó un ruido semejante al flamearlas velas por influjo del viento, y eso solo unacosa podía causarlo: las enormes alas de Lily alo lejos en el silencio del cielo.

Todos esperaban que el sonido se aproximaramás y ver la cabeza de la dragona de unmomento a otro, pero Lily no se acercó. Solo seescuchó un estornudo, y luego otro, y despuésun tercero. Aquella sucesión de estornudosterminaron en una tos quejosa, y después de eso,las alas se alejaron. Laurence miró a Harcourtlleno de perplejidad, pero esta se había acercadoal borde de la salida y ahora les hacía señales aél y a Chenery para que acudieran. Se oía unsuave chisporroteo, como el del beicon en unasartén demasiado caliente, y de pronto entró unagudo olor a vinagre. Unas gotas de ácido

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burbujeaban en la entrada de la cueva, haciendounos pequeños agujeros.

—Mirad —instó Catherine en voz bajamientras señalaba hacia la pared del precipiciodonde se levantaban unos hilos de humo apenasvisibles—. Lily nos ha hecho asideros para lasmanos.

—Bueno, me atrevo a decir que nos lasarreglaremos para descender, pero ¿quéharemos una vez abajo? —quiso saber Chenery,mucho más optimista que Laurence.

Y había una buena razón: mientras todos losdemás estaban habituados a subir y bajar comosi nada desde hacía veinte años, él había tenidoque aprender alpinismo en Loch Laggan conCeleritas, y había progresado lo suficiente comopara encaramarse al lomo de un dragón sinmucho desdoro por su parte, pero recordaba laexperiencia con poco entusiasmo, siempreestaba apretujado, debía mover primero un pie yluego una mano, y se había sentido como unescarabajo al reptar, pero al menos en losentrenamientos contaban con mosquetones por

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si se caían.—Si logramos salir de la garganta y alejarnos

de las cataratas, seguro que cruzamos lasfronteras de su territorio —afirmó Catherine—.Luego, los dragones van a tener queencontrarnos a partir de ahí, supongo.

La espera se convirtió en una verdaderaagonía. No podían empezar a bajar hasta que elácido no hubiera horadado la piedra. Solo elestropeado reloj de arena y la Cruz del Surgirando en el firmamento podían darles unanoción real del paso del tiempo. Laurence mirópor dos veces a Turner para asegurarse de queno se le había pasado darle la vuelta cuando sehubiera acabado la arena, solo para descubrirque el bulbo superior estaba casi lleno todavía.Entonces, hizo acopio de voluntad para no mirar,así que cerró los ojos y se cruzó de brazos deforma que dejó las manos pegadas a loscostados a fin de mantenerlas tibias, pues era laprimera semana de junio y la noche se habíavuelto inesperadamente fría.

—Las nueve, señor —anunció por fin Turner

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en voz baja.El siseo del ácido había cesado. Metieron una

ramita en uno de los agujeros creados por Lilyjunto a la entrada y así pudieron calcular laprofundidad: medía más de cincuentacentímetros. Además, el palito estaba casiintacto, salvo en la punta, donde humeaba unpoco.

El cadete Dyer asomó la cabeza para echarun rápido vistazo al dragón de guardia, situadoencima de ellos.

—No ha movido el rabo, señor —informó conun hilo de voz.

—Bueno, creo que voy a poder hacerlo —anunció Catherine mientras tanteaba alrededorcon la mano envuelta en un trapo—. SeñorFerris, vaya usted primero. Caballeros, seacabaron las conversaciones. Ni voces nisusurros.

El teniente se había atado las botas por loscordones y se los había echado al cuello paraque no le estorbaran. Recogió unos puñados depaja del suelo de la caverna y se los metió en la

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cintura para aminorar el efecto abrasivo del rocecon la piedra, luego, apoyó la cabeza sobre elborde y se fue dejando resbalar con cautela.Miró hacia arriba y asintió antes de pasar unapierna al otro lado y enseguida se desvaneció.Laurence se arriesgó a echar un rápido vistazopor encima del filo. Ferris ya solo era un borrónoscuro sobre la superficie de la pared cincometros por debajo de su posición, y se movíacon la flexibilidad característica de la juventud.

No hubo señales con la mano ni voces desdeel fondo, pero todos aguzaron los oídos. Turnermantuvo el reloj delante de él. Transcurrieronquince minutos, y después veinte, sin que seoyera el estrépito de algún desastre. Entonces,Libbley, el primer teniente de Chenery, se dirigióal borde y se descolgó de modo parecido. Y trasél marcharon los alféreces y losguardiadragones aún más deprisa; salían dos otres cada vez, pues Lily había esparcido ácido aconciencia y había asideros en abundancia a loancho de la pared.

A continuación Chenery se marchó y poco

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después Catherine hizo lo propio en compañía desu guardiadragón Drew. La mayoría de losjóvenes aviadores ya se habían ido.

—Yo bajaré con usted y guiaré sus pasos,señor —le aseguró en voz baja Ezekiah Martin,que había oscurecido su brillante pelo amarillocon tierra y agua a fin de pasar másdesapercibido—. Páseme sus botas.

Laurence asintió en silencio y se las entregó.Martin las ató y se las echó al cuello con lassuyas.

Martin puso la mano en el tobillo de Laurencepara guiarle al primer asidero, estrecho comotodos; era un tosco hueco raspado en la rocapulida donde solo cabían las puntas de los dedos.Se movió a la derecha: apoyó el pie mientrascon una mano buscaba a tientas un asiderodebajo del reborde de la cueva, pero no podíaver la pared, porque su propio cuerpo bloqueabala tenue luz de las estrellas, con lo cual soloquedaba confiar en el sentido del tacto. Lapiedra estaba fría al roce con su mejilla y a sujuicio el eco de su respiración sonaba demasiado

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fuerte, y además tenía ese timbre extraño yamplificado característico de cuando uno estábajo el agua. Cegado y ensordecido, se apretócontra la piedra todo lo posible.

Hubo un momento terrible cuando Ezekiah letocó el tobillo de nuevo y aguardó a que lolevantara del asidero. Laurence pensó que noiba a ser capaz de hacerlo. Deseaba efectuar elmovimiento, mas no sucedía nada, pero entoncesrespiró hondo y al final movió el pie. Martin lollevó con suavidad hacia abajo, a pesar de locual las puntas de los pies rasparon la roca,hasta el siguiente asidero.

Luego fue el segundo pie, y la otra mano, y elpie, y la mano, y así sin cesar de formamecánica. Fue más fácil continuar una vez quese hubo puesto en movimiento siempre y cuandono se permitiera quedarse quieto en unaposición. Lentamente se le empezó a formar undolor entre los hombros y en los muslos. Lasyemas de los dedos le ardían un poco conformeavanzaba. El sudor ácido le humedecía la piel yle caía sobre los ojos, pero él no confiaba lo

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suficiente en su habilidad para agarrarse comopara intentar secárselo, así que no sirvió de nadael trapo que se había sujetado al cinto.

Bailes, encargado del arnés de Dulcia, estabacasi a su altura. Era un hombre corpulento quese tomaba la bajada con precaución, pues lostripulantes de tierra no solían participar en elcombate y, por tanto, tenían menos práctica enla escalada. De pronto, el tipo profirió un gruñidohondo de lo más extraño y se le soltó una mano.Laurence vio el semblante boquiabierto delhombre mientras profería por lo bajinis unalarido reprimido. Se aferraba al asidero comoun loco, pero la mano se le consumía, y elcapitán pudo ver el destello blanco de loshuesos, descarnados a la altura de las yemas.Bailes perdió el asidero y se precipitó hacia elsuelo. Durante unos instantes fue posible ver susdientes apretados como gesto para no gritar apesar del dolor.

Las ramas se rompieron debajo de ellos.Martin había vuelto a poner la mano en el tobillode su capitán para guiarle, pero no la movió y se

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echó a temblar. Laurence no intentó levantar lavista, se limitó a aguantar pegado a la pared yrespirar lo más suavemente posible. No habríanada que hacer si perdían los nervios y losdetectaban, el dragón de guardia los barrería deallí con un simple zarpazo.

Al final, reanudaron la marcha, otra vez haciaabajo. Laurence captó en la superficie el brillode una piedra traslúcida: el ácido de Lily sehabía acumulado allí, pero no había consumido loque podía ser una veta de cuarzo. Eso explicabael accidente.

Un dragón pasó como exhalación por lasinmediaciones no mucho después y se perdió enla noche. Volaba muy por encima de suscabezas y Laurence solo sintió su avance por labofetada de viento y el sonido de su aleteo. Losdedos helados y en carne viva se le estabanentumeciendo cuando empezó a localizar brotesde hierba al tantear la pared y poco despuésencontró una ladera, aun casi cortada a pico;enseguida pisó con el talón las raíces de unárbol. Ya prácticamente habían bajado del todo:

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pisaban tierra y les golpeaban las ramas de losarbustos. Martin le palmeó el tobillo, así que sedieron la vuelta y se dejaron resbalar sobre eltrasero hasta que fue posible ponerse las botas yseguir a pie. Por debajo de su posición podíaoírse el correteo del agua. La jungla era unamaraña de hojas de palmera y enredaderas detacto áspero que colgaban en medio del camino.Olía a agua fresca en movimiento, a tierrafresca, a plantas humedecidas por el rocío. Notardaron en tener las camisas empapadas y lacarne de gallina a causa del frío, pero avanzaronpor un mundo completamente diferente alpolvoriento universo marrón y ocre que seextendía en lo alto de la catarata.

Todos se habían mostrado conformes en noesperar a nadie por mucho tiempo. La opciónelegida era seguir adelante en pequeños grupos,ya que si los atrapaban durante la primera fasede la huida, siempre podría escapar alguno.Winston, uno de los encargados del arnés deTemerario, le esperaba un poco más adelante;permanecía en cuclillas, aunque se levantaba de

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vez en cuando para estirar las piernas; ahíestaba también el joven Allen, nervioso, ybostezando junto a él su amigo, el alférezHarley. Los cinco continuaron juntos, siguiendoel curso de la pared. La tierra era suave y lavegetación más llena de vida y más dúctil; eramucho más fácil avanzar por allí que a través dela maleza seca, si bien de vez en cuandoaparecía alguna rama que les hacía caer.

Allen tropezaba de continuo, pues el últimoestirón le había dejado un tanto larguirucho ytorpón con esas alargadas patitas de potro quese le habían quedado. No pudieron evitar haceralgo de ruido, como tampoco siempre lesresultaba posible atajar, así que de tanto en tantose veían obligados a tirar de las enredaderaspara llevarlas a un lado y tener suficienteespacio para pasar entre ellas, lo cual provocabano pocos crujidos por parte de las ramas de lasque colgaban.

—Oh, oh —Harley se quedó de piedra yespiró muy bajo.

Los fugitivos miraron y volvieron a mirar esos

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ojos verdes de felino. Contemplaron al leopardotan fijamente como este a ellos, y nadie semovió hasta que el depredador ladeó la cabeza yse perdió entre el follaje de la selva, solitario ydesinteresado.

El quinteto reanudó la caminata a paso másvivo, siguieron todavía el cauce hasta que lavegetación frondosa empezó a ralear y dio pasoa un punto donde el curso del río se dividía endos cauces que tomaban direcciones separadas,pero logró ver a Lily y Temerario, ocultos entrela vegetación de ese último trecho de selva, queesperaban allí con ansiedad, sentados con unapata en cada lado de la orilla y riñendo un poco.

—¿Y qué habría ocurrido si hubieras fallado?—murmuraba el Celestial, un poco desconsoladoy algo más crítico mientras alargaba el cuellopara echar un vistazo en la selva—. Podríashaber dado en la entrada de la cueva o a alguiende nuestras tripulaciones.

Lily le miró con sus ojos de color naranja,abochornada.

—No necesito estar cerca para darle a una

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pared —replicó con ánimo de acabar cuantoantes con aquella conversación.

Entonces se inclinó entusiasmada haciadelante y Harcourt apareció en su ángulo devisión, descendiendo a trompicones por unahúmeda ladera.

—Catherine, Catherine, ¿estás bien? ¿Estábien el huevo?

—Olvídate del huevo —dijo la capitanamientras apoyaba la cabeza contra el hocico deLily—. Solo ha sido una molestia, pero mealegro mucho de verte. ¡Qué lista eres!

—Sí —repuso la dragona con satisfacción—.Y en verdad ha sido mucho más fácil de lo quepensaba. No había nadie que pudiera reparar enmí, salvo el dragón de la colina, y estabadormido.

Temerario olvidó todas sus quejas y tambiénhocicó a Laurence con agradecimiento. Para suenorme disgusto, aún llevaba el grueso collar delcuello, y del mismo colgaban unos cuantoscables, renegridos y quebradizos en losextremos, allí donde el ácido de Lily había

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debilitado el metal lo suficiente como para queentre los dos pudieran romperlo.

—No podemos irnos sin la señora Erasmus—le dijo Laurence en voz baja.

Pero en ese momento Dulcia se posó entreellos con la mujer sobre su lomo, aferrada a suarnés.

Volaron rumbo a Ciudad del Cabo con cautela,pero sin perder un minuto. La rica campiña lesproveyó de recursos con generosidad.Temerario, letal y velocísimo, cayó sobre unamanada de elefantes y abatió a varios. Losdragones encargados de su pastoreo, máspequeños, le cubrieron de insultos, pero no seatrevieron a seguirle cuando él les hizodescender con su rugido. Lily recuperó la mejorversión de sí misma cuando pasaron cerca deuna aldea y un peso pesado les salió al paso,dando gritos de desafío. La dragona lanzó unsalivazo de ácido con su precisión de siempre yacertó a una rama de un baobab de enorme y

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desplegado ramaje, la rama se partió y cayósobre el lomo del dragón, que saltó y se lo pensódos veces antes de darles caza. Al mirar haciaatrás, pudieron verle empujar con el hocico larama, cuyo tamaño era casi el de un árbol, parasacarla del claro de la aldea.

Los aviadores usaron hierbas para tejercordajes improvisados con los que atar lasextremidades al arnés y así sujetarse, por esocada vez que se detenían para proveerse deagua, avanzaban con paso vacilante, saltaban yse masajeaban los muslos para combatir el picorexperimentado cuando recobraban lacirculación. Sobrevolaron el desierto de rocasamarillentas y arenas azafranadas sin efectuarpausa alguna. Los animalillos sacaban la cabezapor los agujeros del suelo, espoleados por lacuriosidad y la esperanza de que lloviera,confundiendo la sombra de los dragones con elpaso de las nubes. Temerario se había hechocargo de toda la tripulación de Dulcia, salvo delpropio Chenery, y también de la de Lily, y de esemodo los tres podían ir tan deprisa como cabía

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imaginar, y así, el sexto día de vuelo, en la horaprevia al alba, llegaron a las montañas de laestrecha provincia costera de los colonos yvieron las llamaradas de fuego allí dondetronaban los cañones de El Cabo.

Las finas columnas de humo recortadascontra la Montaña de la Mesa se volvieronnegras cuando ellos pasaron en dirección a labahía para entrar en la ciudad. Había incendiosen todas partes. Las naves salían del puerto aremo, pues tenían el viento en contra, iban a ladesesperada, y si les resultaba posible, searriesgaban a navegar de bolina[13]. Lasbaterías del castillo abrían fuego sin cesar y loscañones de la Allegiance soltaban fragorosasandanadas que lanzaban al aire vaharadas depólvora gris y esta flotaba hasta cubrir lacubierta.

Maximus luchaba en el cielo por encima de lanave. Aún estaba más delgado de la cuenta,pero los dragones enemigos le tenían respeto yle guardaban las distancias y, por supuesto, huíande sus cargas. Messoria e Immortalis le

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flanqueaban. Nitidus aprovechaba la coberturade los tres para hostigar al enemigo en retiradacon su velocidad fulgurante.

Hasta ahora, habían preservado el barco, perola posición era insostenible y su único interés eraaguantar todo lo posible para dar tiempo a salir alas naves del puerto, atestado de botesbamboleantes que hacían todo lo posible porponerse al amparo de la Allegiance.

Berkley les hizo señales desde el lomo deMaximus en cuanto se acercaron: «Aguantamosbien, salvad a la dotación», así que pasaroncomo una exhalación y se dirigieron a la costa,donde el castillo soportaba un asalto cerrado porparte de un nutrido cuerpo de lancerosacuclillados y parapetados tras grandes escudosde hierro y cuero de buey. Muchos asaltantesyacían muertos en las inmediaciones,terriblemente destrozados por botes de metrallay las descargas de fusilería. También habíabastantes cuerpos en el foso. El adversariohabía fracasado en su intento de tomar lamuralla al asalto, pero los supervivientes habían

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logrado llegar a los escombros de las casaspróximas al emplazamiento del cañón, y ahí, alabrigo de las balas, aguardaban pacientemente aque se abriera una brecha en el muro.

Despanzurrado sobre los campos deentrenamiento yacía el cuerpo sin vida de undragón de colores castaño y amarillo, abatidopor una bala rasa. Tenía los ojos turbios y lamitad de las tripas en el suelo a resultas delimpacto, que le había abierto un verdaderoboquete en el costado; podían verse jironesensangrentados de su cuerpo en cien metros a laredonda.

Sobrevolaban el castillo unos treinta dragonesmás, pero ahora efectuaban sus pasadas amucha altura, desde donde, a falta de bombas,dejaban caer sacos de estrechas hojastriangulares planas y muy afiladas en los bordes,capaces de hundirse en la propia roca. CuandoTemerario se posó en el patio, Laurence pudoverlas clavadas en el suelo, era como si lohubieran sembrado de púas. En las almenashabía muchos soldados muertos.

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El rey Mokhachane se hallaba lejos delalcance de las balas, en las faldas de la Montañade la Mesa, desde donde lo observaba todo conaire sombrío y de vez en cuando movía las alascon ansia, cada vez que resultaban alcanzadosun hombre o un dragón. Ella era una dragona depoca edad y todos los instintos le empujaban alanzarse al campo de batalla. Laurence pudo versoldados a su lado y otros yendo y viniendo conórdenes para el grupo de asalto apostado antelos muros del castillo, mas no pudo apreciar si elpríncipe estaba a su lado.

La ciudad propiamente dicha había salidoincólume, pues el único objetivo del ataqueparecía ser el castillo, aun cuando las callesestaban abandonadas y ahora podían verse porlos rincones grandes piedras redondas conmanchas de sangre que habían dejado a su pasomuchos ladrillos aplastados y rojos debajo de lacapa de pintura amarilla. La mayoría de laguarnición se hallaba en los muros, sudando lagota gorda mientras cargaban y disparaban sincesar, y una muchedumbre de colonos, hombres,

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mujeres y niños, se apiñaba al abrigo de losbarracones, a la espera de que volvieran losbotes.

La señora Erasmus se soltó del lomo deTemerario en cuanto se posaron en el suelo y sebajó sin apenas poner una mano en el arnés. Elgeneral Grey, que venía corriendo a saludar a losrecién llegados, la miró asombrado cuando lamujer pasó a su lado sin decir ni una palabra.

—Ha ido a por sus hijas —le explicóLaurence mientras descendía de su puesto—.Debo sacarle de aquí enseguida, señor. LaAllegiance no podrá defender el puerto muchomás.

—Pero ¿quién diablos es esa mujer? —quisosaber Grey. Entonces, Laurence comprendióque el vicegobernador no era capaz deidentificarla vestida con sus ropas nativas—. Ymalditos sean estos salvajes, sí. No podemosalcanzar a ninguno de esos bichos, ni con loscañones de pimienta. Vuelan demasiado alto. Sila plaza no cae al asalto, no tardarán en derribarlos muros. Este sitio no se pensó para contener

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a tres compañías de dragones. ¿De dónde hansalido todos?

Pero se volvió sin dar ocasión de responderley se puso a dar órdenes a sus ayudantes paraorganizar el repliegue, una retirada formal yordenada, donde los artilleros inutilizaban loscañones antes de marcharse, aunque solo unospocos cada vez, y arrojaban al foso los barrilesde pólvora.

Por suerte, el señor Fellowes ya había ido conel resto de la tripulación de tierra a la herrería apor el equipo de combate. Acudieron deprisacon todos los mosquetones disponibles.

—No podemos manejar la coraza si él noviene y la levanta, señor —anunció, jadeante,mientras sus hombres se ponían a ajustaralgunas cinchas de los aparejos de Lily y delCelestial. Dulcia había vuelto al cielo y susfusileros, ahora armados con fusiles de pimienta,abrían fuego a discreción para manteneragachado al enemigo al menos un poco más.

—Dejen el equipo —ordenó Laurence.Necesitaban más la velocidad que la

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protección de una coraza, máxime cuando losasediadores de ahí fuera no disponían decañones.

Temerario se agachó para que el primergrupo de soldados pudiera subirse a su aparejo.Los hombres acudían dando tumbos, guiados porsus oficiales, muchos de ellos estaban pálidos ysudaban a causa del miedo, otros parecíanconfundidos por el ruido y el humo. Ahora,Laurence se arrepentía amargamente de nohaberle pedido al señor Fellowes a su vuelta deOriente llevar más arneses de seda chinos, pueseso les habría permitido llevar a más gente de laprevista para una retirada. El número de viajerospara un peso pesado estaba estipulado entreinta, pero si hubiera habido un equipoadecuado, Temerario estaba en condiciones dellevar a más de doscientas personas en una solacarrera.

En vez de eso, lograron apretujarse de malamanera unos cincuenta hombres, y todoscruzaban los dedos para que el arnés aguantaseun vuelo tan corto.

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—Vamos a… —empezó a decir Laurence,cuya intención era garantizarles que teníaintención de regresar a por el resto, pero Dulciaprofirió un grito de aviso.

El Celestial saltó justo a tiempo.Tres alados enemigos habían usado una malla

de soga gruesa para transportar una piedrabulbosa del tamaño de un elefante hasta dejarlacaer sobre la delicada bovedilla del campanario,que se vino abajo en medio de un resonanterepique; luego, el proyectil rodó hastaprecipitarse contra el corto corredor de laentrada, aplastando mortero y ladrillo a su paso.El rastrillo gimió al combarse, y luego seprecipitó hacia el suelo.

Temerario voló raudo hacia la Allegiance ydejó a los hombres en la cubierta de dragones, ytan pronto como le fue posible regresó a lacosta. Los lanceros empezaban a atravesar elestrecho pasaje obstruido con cascotes y selanzaban a la carga una y otra vez, arrostrandoel cerrado fuego de fusilería congregado allí porGrey. Se disgregaron en grandes grupos y

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fueron rodeando los emplazamientos todavíadefendidos hasta lanzarse sobre ellos y matar alos defensores con golpes secos y rápidos delanza, cuyas hojas quedaron humedecidas yentintadas con sangre. Los cañones fueronsilenciados uno tras otro y los dragonescomenzaron a sobrevolar la zona como cuervos,a la espera de que sofocaran el último y asípoder descender.

Temerario se encaramó a lo alto de un tejadoy derribó a una docena de asaltantes con unsimple revés de la pata. Soltó un gruñido.

—Los cañones, Temerario —le indicóLaurence a voz en grito—. Aplasta los cañonesque han capturado…

Los atacantes se habían apoderado de trescañones antes de que los inutilizaran losdefensores y ahora intentaban disparar elprimero de ellos contra el patio, donde podíanalcanzar a Lily y a Temerario; este se limitó aplantar una de las patas delanteras en losedificios y lanzó el cañón y a seis hombres alotro lado de las castigadas almenas de ladrillo.

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La pieza salió volando por los aires y se hundióen las aguas del foso, los guerreros,impertérritos, se dejaron caer y luego subieron ala superficie y se pusieron a nadar.

Lily se posó detrás de ellos para llevarse amás fugitivos y soltó un gargajo de ácido: elsegundo cañón comenzó a sisear y humear; eltubo se desplomó sobre el suelo, pues lasgualderas y las cureñas sobre las que seapoyaba eran de madera, y esta se disolvía másdeprisa que el metal, y empezó a rodarlibremente como un bolo letífero, pues ibaderribando hombres y extendiendo por todaspartes el ácido, cuyas salpicaduras empezaron asisear sobre la tierra y el ladrillo.

De pronto, la tierra se estremeció bajo suspies con tal violencia que el Celestial dio untraspié y se vio obligado a apoyarse con lascuatro patas en el patio. Habían lanzado desdelo alto otra descomunal piedra y esta habíadestrozado una sección del muro exterior, en elextremo más alejado del patio, uno que, además,no estaba defendido. Una nueva oleada de

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asaltantes surgió de entre los restos de lamuralla desmoronada y se fue a por losdefensores, pero los hombres de Grey no eran lobastante rápidos como para darse la vuelta ysalirles al paso. Los lanceros cargaron contra losexiguos defensores de la entrada al castillo. Losfusileros acomodados en el lomo de Temerariomantuvieron un fuego granizado contra laavalancha de lanceros hasta que estosirrumpieron como una riada entre las filasinglesas y se enzarzaron en combate contra lossoldados, que se defendían a bayonetazo limpio.A partir de ese momento se hizo un silencioextraño y los gemidos de los heridos y losmoribundos así como el tenue gruñido de loshombres jadeando y forcejeando solo se vieroninterrumpidos por algún disparo ocasional demosquete o de pistola.

Una gran confusión imperó en el patio dearmas, donde no estaban claras las líneas deretirada ni la de batalla, y por eso los hombrescorrían en todas las direcciones: unas vecesintentaban rehuir la batalla, otras pretendían

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trabar combate en un escenario atestado debueyes, caballos, vacas y ovejas, todos muyasustados y mugiendo sin cesar. Los habíantraído al castillo con la expectativa de que elasedio durase más, y los habían encerrado en unsegundo patio más cercado, pero habíanconseguido liberarse, enloquecidos por elestruendo de la lucha y el paso incesante dedragones por encima de sus cabezas. Ahoracruzaban el campo de batalla a toda velocidad ysin dirección fija. Una bandada de gallinas sedesperdigó entre los combatientes, cacareandohasta que aquellos acabaron partiéndoles elcuello o las patas en el transcurso de susforcejeos, salvo unas pocas que lograronsalvarse al encontrar, por azar, una salida a loscampos de entrenamiento.

Laurence se llevó una gran sorpresa al verentre el gentío a Demane. El muchachoaferraba con auténtica desesperación la novillaque él le había prometido, pero esta mugía confuerza y cargaba contra su frágil figura,empujándole hacia la melé de combatientes.

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Sipho se hallaba en la arcada de comunicaciónentre los dos patios de la fortaleza, con el rostrocrispado por el terror, mordiéndose el puñito sinsaber qué hacer, y luego, con repentina decisión,salió corriendo detrás de su hermano; este,mientras tanto, había alargado la mano en buscadel ronzal del animal y tiraba del mismo.

Dos soldados estaban cosiendo a bayonetazosa un enemigo muerto cuando la novilla pasóarrastrándole. Uno de ellos se irguió y se limpióla sangre de la boca con una mano.

—Maldito ladronzuelo —gritó con vozentrecortada—, no puedes esperar a queseamos unos fiambres, ¿eh?

Demane lo vio, soltó la vaca, se lanzó enplancha y cubrió a su hermano con el cuerpojusto cuando la bayoneta iba a por ellos. Nohubo tiempo de formular ninguna queja. El cursode la batalla llevó a los soldados en otradirección y dejó a los dos cuerpecillosacurrucados en el suelo, cubiertos de sangre.

—Señor Martin —dijo Laurence en voz muybaja.

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Martin asintió y palmeó el hombro de Harley.Juntos se soltaron del arnés y se lanzaron comobalas al campo de batalla. Tomaron a los doschicos y los llevaron hasta el aparejo para quelos subieran. Demane estaba desmadejadomientras que Sipho, todavía embadurnado con lasangre de su hermano, sollozaba suavementesobre el hombro de Harley.

Un puñado de lanceros había logrado llegarhasta los colonos congregados en los barraconesy ahora estaba llevándose a cabo una matanzaterrible y caótica: a veces, los atacantesseparaban en masa a mujeres y niños, losinmovilizaban contra las paredes y los quitabande en medio, por decirlo de alguna manera, y sinel menor reparo luego continuaban acumulandomuertos a sus pies. Los colonos a su vezecharon mano a mosquetes y rifles y empezarona disparar a todo lo que se movía, sin reparar enque fueran amigos o enemigos.

Los marinos acudieron con los botes vacíosen busca de más pasajeros, pero, viendo aquello,vacilaron a la hora de seguir, a pesar de las

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furibundas palabrotas del timonel, cuyasblasfemias flotaron sobre las olas hasta serperceptibles desde tierra.

—Señor Ferris —gritó Laurence—, señorRiggs, hagan el favor de despejar ese espacio deahí.

Y él mismo se deslizó al suelo para ocupar elpuesto del teniente Ferris y hacerse cargo delembarque de los soldados fugitivos. Alguien lehizo entrega de una pistola y una cartuchera,todavía pringosas por la sangre del cuerpo al quese las habían quitado. Laurence se puso lasegunda por encima del hombro y se apresuró arasgar el papel de cartucho con los dientes. Unlancero acudió a la carrera y le encimó.Laurence desenfundó el sable y aprestó lapistola cargada, mas no tuvo ocasión de apretarel gatillo. Temerario se percató de la amenaza ychilló su nombre poco antes de acuchillar alhombre con las zarpas, aun cuando con esemovimiento hizo caer a tres soldados queintentaban sujetarse a su arnés.

Laurence apretó los dientes y optó por

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ocultarse detrás de las filas cerradas de sutripulación de tierra. Entregó la pistola al señorFellowes para acelerar la subida a bordo dehombres ahora desesperados, pues losapremiaban por todos los lados, en el aparejo,ahora demasiado estirado.

Lily no podía transportar a tanta gente, asíque despegó antes, se alejó un poco y cubrió deácido al torrente de hombres que atravesaban elmuro en ruinas, llenando el espacio vacío dehumo y cuerpos que se retorcían aun después demuertos, pero ella debía dirigirse al barco y lossupervivientes empezaron a derribar los murospara echar más escombros sobre los restos deácido.

—Hemos embarcado a todos los colonos,señor, creo… —dijo Ferris, jadeando mientrasregresaba. Llevaba una mano pegada al cinto yun corte profundo de color guinda brillante lecorría por todo el brazo—. A los que quedan,quiero decir.

Laurence y los suyos habían despejado elpatio y Temerario había causado una carnicería

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para cubrir a quienes aún usaban los cañones,pese a que solo quedaba un puñado de artillerosen activo, pero su fuego, aunque irregular, aúnmantenía lejos a los dragones enemigos.

Los botes de la Allegiance se alejaban de lacosta a toda velocidad, pues los marineros seestaban dejando la piel en los remos y remabancomo posesos. Las barracas estaban cubiertasde sangre y los cadáveres de blancos y negrossubían y bajaban en una espuma rosácea alritmo marcado por el chapaleo de las olas sobrela arena.

—Suba a bordo al general, señor Turner —ordenó Laurence—, y haga el favor de señalizar«retirada total».

El capitán se volvió y ofreció la mano a laseñora Erasmus para ayudarla a subir a bordo.Ferris la escoltaba por detrás y sus hijas seguíanaferradas a las faldas de su madre, pero suspichis estaban manchados de tierra y conmarcas de hollín.

—No, capitán, gracias —rehusó ella. Él no lacomprendió en un principio y se preguntó si no

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habría resultado herida o no había entendido quelos botes se habían marchado, pero la viudanegó con la cabeza—. Kefentse está de camino.Le dije que iba a encontrar a mis hijas y leesperaría aquí, en el castillo, esa es la razón deque me dejara ir.

Él la miró fijamente, anonadado.—Kefentse no puede perseguirnos, señora,

no tan lejos, no más allá de la costa. Si acasoteme ser capturada otra vez…

—No —repitió ella con sencillez—. Nosquedamos, no tema por nosotras —añadió—:Los guerreros no van a hacernos daño, sería undeshonor manchar sus lanzas con la sangre deuna mujer y, de todos modos, estoy segura deque Kefentse llegará aquí enseguida.

La Allegiance ya estaba levando anclas y suscañones soltaban una andanada tras otra conrenovados bríos para despejar los cielos antes dehacerse a la mar. En tierra, los últimos artillerosde las almenas habían abandonado sus puestosen las piezas y corrían como posesos haciaTemerario o hacia los últimos botes, aún a la

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espera, para escapar de una muerte segura.—Debemos irnos, Laurence —dijo el

Celestial en voz baja pero resonante al tiempoque giraba la cabeza de un lado para otro. Teníala gorguera completamente extendida e incluso apesar de estar en el suelo, tomaba oxígeno abocanadas, dilatando el pecho en cada hondarespiración—. Lily no puede contenerlos a todosella sola. Debo acudir en su ayuda.

La Largario era toda su protección frente alos dragones enemigos; estos se mostraban muycautos tras ver los efectos de su ácido a cortoalcance, pero la estaban rodeando y en cuestiónde unos momentos la harían aterrizar o alejarsede ahí, de forma que podrían caer todos juntossobre Temerario mientras se quedaban en tierra,donde era vulnerable.

Un torrente de nuevos lanceros irrumpió en elpatio a través de los terrenos conquistados. Semantenían fuera del alcance del Celestial, porsupuesto, pero se extendían a lo largo del muromás lejano formando un semicírculo alrededorde Temerario y aunque uno a uno no suponían

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peligro alguno para él, si cargaban todos a la vezcon las azagayas podrían obligarle a levantar elvuelo y, muy astutamente, con esa previsión, losdragones enemigos maniobraban alrededor deLily para perfilarse en posturas adecuadas y amás baja altura, listos para recibirle con lasgarras. No había tiempo para convencerla de locontrario y, de todos modos, cuando la miraba ala cara tampoco tenía claro que persuadirlafuese a ser tarea fácil.

—Señora, su marido…—Mi esposo ha muerto —replicó ella con

aire tajante—, y mis hijas crecerán aquí comohijas orgullosas de los tsuana y no comopordioseros en Inglaterra.

No pudo replicar a eso. Ella era una viuda ysolo debía velar por sus intereses. Él no teníaderecho a imponerle nada. Miró a las pequeñaspegadas a las faldas de su madre, estudió susrostros demacrados y chupados, estabandemasiado cansadas como para tener miedo pormás tiempo.

—Hemos acabado, señor —anunció Ferris a

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la altura de su hombro, mirándolos con ansiedad.Ella dirigió al silencioso capitán un

asentimiento de despedida y se inclinó paraaupar a la pequeña a su regazo mientras pasabaun brazo por encima del hombro de la mayor.Las llevó en busca del abrigo que proporcionabael porche cubierto de la residencia delgobernador, que se alzaba extrañamente intactaen medio de los restos sangrientos de la batalla,y con cuidado se fue abriendo camino entre loscadáveres desmadejados que abarrotaban loscurvos escalones.

—Muy bien —aceptó Laurence, se dio lavuelta y subió a bordo de Temerario.

No había tiempo para más. El Celestial seencabritó sobre las patas traseras y mientrasdespegaba del suelo soltó un rugido parahacerse hueco. Los alados africanos sedispersaron alarmados ante el viento divino. Losmás próximos chillaron de dolor mientras caían;entre tanto, Dulcia y Lily se unieron a él paradescribir juntos una curva que iba a llevarloshacia la Allegiance, cuyas velas solo eran ya

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una amplia mancha de lona blanca recortada enel océano, pues la nave había abandonado elpuerto y se adentraba en el Atlántico.

En el patio, los dragones habían empezado aposarse en las ruinas para apoderarse delganado que corría libre. La señora Erasmuspermanecía de pie, muy erguida, en lo alto de lasescaleras, estrechaba a las niñas pequeñas entrelos brazos y las tres miraban hacia lo alto, puesKefentse ya volaba sobre las aguas en direccióna ellas y las llamaba a gritos con voz jubilosa.

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Tercera Parte

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Capítulo 13

—¿Me permite que le moleste un momento? —preguntó Riley con cierta torpeza.

No podía llamar con los nudillos a la puertaporque no la había. Vivía a bordo un grannúmero de mujeres, refugiadas todas ellas, yhabían desmontado los camarotes y retirado lasmamparas para contribuir a su comodidad, ya depor sí escasa. Ahora, una simple lona de velarasgada separaba la litera de Laurence de la deChenery.

—¿Puede acompañarme a la cubierta dedragones?

Laurence y él habían hablado conanterioridad, por descontado, pues resultaba

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inevitable que todos los oficiales unieran fuerzasen aquellas primeras horas de locura paraimponer sentido común a siete dragones, niñoslloriqueantes, hombres heridos, cientos depasajeros incómodos y toda la confusiónimaginable en una nave de dimensiones tresveces mayor a las de un navío de línea que, sincomerlo ni beberlo, se había topado con unvendaval de frente, y encima teniendo asotavento una costa en la que le estabaesperando el enemigo, y una cubierta llena deunas grandes piedras con forma de herradurausadas por el enemigo a modo de misiles.

En medio de todo aquel caos, había visto aRiley buscar con la mirada entre los reciénllegados y respirar visiblemente aliviado cuandovio a la capitana Harcourt dar órdenes a sutripulación, pero cuando tuvo ocasión deobservarla unas cuantas veces, su aspecto desosiego pasó a reflejar primero perplejidad yluego recelo. Por último, subió a la cubierta dedragones con la excusa de cambiar de posicióna los alados, pues iba a llevar la nave un poco

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más a popa y de ese modo pudo ver mejor aCatherine. Laurence se había dado cuenta deque ese era su objetivo cuando la petición deRiley consistió en poner a Maximus en elextremo de la cubierta con Lily justo detrás yTemerario estirado junto a la barandilla de babor,lo cual, de haberse llevado a cabo, habríaterminado con la mitad de los dragones en elagua y la nave dando vueltas.

—De buen grado —contestó Laurence en elpresente.

Subieron en silencio, lo cual era necesario encierta medida pues el aviador debía seguir alcapitán del barco en fila de a uno por losestrechos callejones de la nave, cuyo espaciointerior se había visto muy reducido, y subir porunas escalerillas. Los atestados pasajeros teníanlibertad para pasear por el alcázar y la usabanpara estirar las piernas y disfrutar de algo de luz,en cambio, la cubierta de dragones era el sitio demayor privacidad de toda la nave, siempre ycuando a uno no le importara ser escuchado porla concurrencia interesada de los dragones.

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No obstante, por el momento, era un sitio degran inactividad, pues Temerario, Lily y Dulciaestaban extenuados después de un vuelo a ladesesperada durante tantas jornadas y así comodel alboroto de su accidentado final. Maximushacía vibrar el estay con la resonancia de susprofundos y sonoros ronquidos. Les venía muybien que estuvieran lo bastante cansados comopara dormir sin comer, en tanto que no teníanmuchas provisiones y la cosa iba a seguir asímientras no hicieran escala en algún puerto parareaprovisionarse. Al despertarse, los dragonesiban a tener que pescar para comer.

—Quizá deberíamos hacer aguada enBenguela, me temo —anunció Riley con ciertainseguridad mientras paseaban junto a labarandilla—. Lamento mucho que eso puedaocasionarle algún trastorno, aunque estoyconsiderando si no deberíamos probar suerte enSanta Elena.

Santa Elena no era un puerto esclavista, perose hallaba bastante alejado de su rumbo.Laurence se mostró muy perceptivo a las

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disculpas implícitas en esta oferta.—No me parece lo más recomendable —

contestó de inmediato—. Los vientossubtropicales del este podrían desviarnosfácilmente y a lo mejor acabábamos en Río, y nodebemos demorarnos, pues aunque tanto la curacomo la noticia de la pérdida de El Cabo nospreceden, sigue siendo urgente que nuestraescuadra regrese a Inglaterra.

A su vez, Riley se mostró muy agradecido porese gesto y siguieron paseando juntos porcubierta con mucha más comodidad.

—No podemos perder un instante, porsupuesto, y yo, por mi parte, tengo razones paradesear estar en casa otra vez e iremos todo lodeprisa que se pueda, o eso pensaba yo hastaque me di cuenta de que ella iba a obstinarse, asíque, Laurence, te ruego que me perdones porhablar con franqueza —le tuteó—, estaréencantado de tener viento de proa toda latravesía si eso significa que no podemos llegarantes de que ella se haya casado conmigo.

Los demás aviadores ya habían empezado a

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referirse al comportamiento quijotesco de Rileyen términos poco caritativos. Chenery fuebastante lejos al decir: «Habría que hacer algo sino deja de poner a la pobre Harcourt en unaposición tan embarazosa, pero ¿cómo sigueinsistiendo?». Laurence había mostrado bastantemás compasión ante la petición del marino. Lesorprendía la reacción de la capitana, habíarechazado la propuesta matrimonial como siquemase cuando le estaba sirviendo en bandejala elección normal. A la fuerza se acordó deldifunto reverendo Erasmus, pues seguramente élhubiera podido aportar esa calidez gentil y eseconsejo convincente a favor del matrimonio. Elseñor Britten, capellán de Riley por designacióndel Almirantazgo, no sería capaz de sostener unargumento moral ante nadie, si es quepermanecía sobrio el tiempo suficiente paraexponerlo, claro.

—Al menos está ordenado sacerdote —tercióRiley—, así que no habría dificultad alguna, todosería legal, pero Catherine no va a hacer caso,aunque, en buena ley, ella no va a poder decir

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que esto ocurre porque soy un sinvergüenza alno intentar hablar antes, no es como si… yo nofui quien… —Riley se apresuró a no desvelarmás intimidades y en vez de eso continuó máslastimeramente y admitió—: No sabía cómoempezar, Laurence. ¿No habrá alguien de sufamilia capaz de convencerla?

—No, está completamente sola en el mundo—admitió Laurence—, pero Tom, debes saberuna cosa: ella no puede abandonar el Cuerpo, nopodemos prescindir de los servicios de Lily.

—Vale, si no hay nadie más para hacersecargo de la bestia… —dijo Riley aregañadientes. Laurence no se molestó enintentar desengañarle. El marino siguió—: Peroeso no importa. No soy tan monigote como paraabandonarla. Y el gobernador ha tenido laamabilidad de decirme que la señora Greyestaría encantada de protegerla, una oferta másgenerosa de lo que cabría esperar, yseguramente le facilitaría mucho las cosas, unavez de vuelta en Inglaterra. Están muy bienrelacionados en los mejores círculos, pero, por

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supuesto, no hasta que estemos casados. Y ellano atiende a razones.

—A lo mejor teme la desaprobación de tufamilia —repuso Laurence, más para ofrecerlealgo de consuelo que por convicción. Estabaconvencido de que Catherine no había perdido niun segundo pensando en los sentimientos de lafamilia de Riley, ni lo haría tampoco si decidíacasarse.

—Yo ya le he prometido que harán todo comoes debido, y lo harán —replicó Riley—. Nopretendo decir con eso que esta sea la clase deenlace que mis padres hubieran buscado paramí, pero dispongo de mi capital y al menospuedo casarme sin verme obligado a soportarninguna acusación de imprudencia. A mi padreva a darle igual, a menos que sea niño, pues enlos últimos cuatro años la esposa de mi hermanosolo le ha dado niñas, con todo lo que esoimplica —concluyó, casi a punto de levantar losbrazos.

—Pero todo eso es una tontería, Laurence —dijo Catherine, igualmente desesperada cuando

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él la abordó—. Espera de mí que renuncie alservicio.

—Creo haberle convencido de que eso esimposible y él se pliega a esa realidad, aunqueno le hace mucha gracia, pero —agregó él—también tú debes hacerte cargo de lasimplicaciones y la importancia material delentailment.

—Pues no las veo, la verdad —replicó ella—.¿Guarda relación con la herencia de su padre?¿Qué tiene eso que ver conmigo o con el niño?¿Acaso no tiene un hermano mayor casado ycon hijos?

Laurence la miró, no estaba lo bastanteversado en derecho sucesorio ni en lasrestricciones de transferibilidad como paracomprenderlas enseguida, pero las pensó y seapresuró a explicarle que la sucesión erapatrilineal y el patrimonio hereditario de losRiley, por tanto, iba de varón en varón, y comoel hermano de Riley solo tenía hijas, si ellaalumbraba un niño, el patrimonio pasaría del tíoal sobrino.

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—Si rehúsas, le estás negando al niño supatrimonio, que, según tengo entendido, essustancial, y todo por una relación a distanciaque solo afecta a las sobrinas de Riley.

—Es una forma estúpida de llevar las cosas,pero eso sí lo veo, y supongo que sería undestino muy severo para el niño crecer sabiendotodo lo que podía haber sido, pero yo espero queno sea niño, sino niña, y entonces, ¿de qué leservimos ella o yo? ¡Oh, demonios! Supongo quesiempre puede divorciarse de mí. Vale, muy bien—y añadió con decisión—: Pero si nace unaniña, será una Harcourt.

La ceremonia de boda se pospuso unos díasante el deseo de obtener algunas cosasnecesarias para hacer un buen banquete.

El 15 de junio, mientras se acercaban aBenguela, pasaron junto a un par de barcosdestartalados y aparejos tan descuidados quehubieran avergonzado incluso a una nave pirata.Los tomaron por otros refugiados de Ciudad del

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Cabo que habían optado por dirigirse a SantaElena. La Allegiance no les ofreció laposibilidad de ponerse al pairo, ya que, despuésde todo, no tenían reservas de comida ni de aguapara compartir, y en cualquier caso, laspequeñas naves huyeron de ellos, como sitemieran una exigencia de provisiones otripulantes, y no sin motivo.

—Ahora mismo cerraría un acuerdo y daríacomida a cambio de diez marinos cualificados—aseguró Riley, y no bromeaba, mientras losobservaba arfar en el horizonte.

No mencionó cuál sería su oferta por un buenbidón de agua clara. Los dragones ya se habíanpuesto a lamer el rocío de las velas por lamañana y el resto ya andaba con mediasraciones.

Primero atisbaron en lontananza las columnasde humo saliendo de entre los rescoldos aúnhumeantes de la ciudad, reducida a un montónde madera húmeda apilada en hoguerasdescomunales; luego, cuando se acercaron alpuerto, se encontraron esquivando los cascos de

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las naves volcadas que el oleaje había devuelto ala playa. Quedaban a la vista poco más querecias quillas y genoles amadrinados a lasvarengas; parecían costillares pelados deleviatanes varados que se hubieran lanzado a laplaya para morir. Las fortificaciones de lacolonia holandesa habían quedado reducidas aescombros.

No había señal alguna de vida. Los artillerosabrieron las portillas de los cañones y losdragones estaban alerta a la menor señal depeligro antes de enviar a la costa los botes llenosde toneles de agua. Regresaron todavía másdeprisa a pesar de ir más cargados. El oficialresponsable de la tarea, el teniente Wells, entróa informar al camarote del capitán con ciertodesasosiego.

—Me atrevería a decir que ha ocurrido hacemás de una semana, señor. Hay comida podridaen algunas de las casas y todo cuanto queda enla fortaleza está completamente frío.Encontramos una enorme fosa común en elcampo situado detrás de la fortaleza. Los

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muertos debían de rondar el millar.—Esto no puede ser obra de la misma banda

que se lanzó contra Ciudad del Cabo —aventuróRiley cuando hubo terminado—. No puedeserlo. ¿Podrían los dragones haber volado hastaaquí tan deprisa?

—¿Dos mil kilómetros largos en menos deuna semana? No, no si al final del trayectotienen intención de luchar. Me parece muyimprobable —evaluó Harcourt mientras tomabamedidas en el mapa desde su silla, pues Riley selas había arreglado para darle el gran camarotede popa durante el viaje de regreso—. De todosmodos, tampoco necesitan meterse esa paliza.En las cataratas había dragones suficientes paraformar otro ejército de las mismas dimensiones,u otros diez, ya puestos.

—Bueno, lamento parecer un pájaro de malagüero —sentenció Chenery—, pero no veo niuna puñetera razón por la que no deberían ir apor Luanda, ahora que se han puesto a ello.

Otro día más de singladura los acercó losuficiente como para que los dragones pudieran

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volar al segundo puerto. Dulcia y Nitidusdespegaron batiendo las alas enérgicamentepara regresar al cabo de ocho horas,encontrando a la Allegiance en la oscuridadgracias a las luces colocadas en lo alto de losmástiles.

—Lo han quemado todo hasta los cimientos—informó Chenery, mientras volvía a poner lacopa de grog para que se la rellenaran de nuevo—. No se ve un alma y han emponzoñado todoslos pozos con mierda de dragón, y disculpad milenguaje.

Poco a poco empezaron a calibrar laverdadera magnitud del desastre: habían perdidono solo Ciudad del Cabo, sino también dos de losmayores puertos de África. El enemigo habríanecesitado apoderarse de todo el territoriocircundante si su propósito hubiera sidoconseguir el control de los puertos, pero su únicodeseo era devastarlos, y para arrasar una plazano hacía falta ninguna labor previa de desgaste.Los dragones podían sobrevolar con facilidadcualquier defensa o llevar tropas a cualquier sitio

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al no tener enfrente a una fuerza aérea paraplantarles cara. Resultaba fácil ir directamenteal objetivo y llevar con ellos infantería ligera, yentonces gastaban toda su energía contra laindefensa ciudad que había incurrido en su ira.

—Los cañones han desaparecido —agregóWarren en voz baja—, y también la munición.Encontramos vacíos los cajones donde la habíanconservado. Se habrán llevado también lapólvora, supongo, pues no hemos visto que sehayan dejado nada atrás.

Las humaredas de los incendios y ladevastación jalonaron su viaje de regreso junto ala costa, precedidas por los heraldos deldesastre: barcos de velámenes destrozados yrenegridos por las llamas que navegaban demala manera en busca de un puerto seguro. LaAllegiance no hizo intento de atracar en ningúnotro puerto y optó por enviar a los dragones envuelos cortos con el fin de aprovisionarse deagua fresca, y así, tras dos semanas denavegación de cabotaje, llegaron a Cape Coast.Riley se consideraba en la obligación moral de

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hacer al menos un recuento de bajas en elpuerto británico, aun cuando todos albergaban laesperanza de encontrar algunos supervivientes,ya que las fortificaciones eran más antiguas yamplias que las de los demás puertos.

El castillo destinado a cuartel general delpuerto estaba hecho de piedra y permanecíaintacto en su práctica totalidad, salvo por eltejado requemado y lleno de agujeros. Todos loscañones emplazados hacia el mar, que habíanresultado inútiles para defender la plaza, habíandesaparecido, así como también los montones debalas rasas guardados en el patio de armas. LaAllegiance se hallaba sujeta a las vicisitudes delviento y la corriente, y, por tanto, no podíamantener el ritmo regular de los dragones, razónpor la cual se movía más despacio que la ola deatacantes. Habían pasado tres semanas desde elasalto a Ciudad del Cabo.

Mientras el capitán del barco organizaba a latripulación para realizar el terrible trabajo deexhumar las fosas y contar los muertos,Laurence y los otros capitanes se dividieron las

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boscosas lomas situadas al norte y alrededor delpueblo devastado con la esperanza de asegurarcaza suficiente para todos, pues necesitabancarne fresca con desesperación: las provisionesde tocino del barco habían menguadorápidamente y los dragones siempre teníanhambre. De entre todos ellos, solo Temerarioestaba satisfecho con la pesca, pero incluso élhabía expresado el deseo de comer otra cosa.

—Solo por variar, estaría bien un antílopetierno —había dicho—, aunque lo mejor de todosería un elefante. Están riquísimos.

Pero llegado el momento debió conformarsecon un par de escuchimizados búfalos depelambrera roja para satisfacer su apetitomientras los fusiles abatían media docena másde ejemplares, tantos como el Celestial podíallevar entre las garras con comodidad.

—Estaban un poquillo correosos —comentóTemerario con aire pensativo mientras semondaba los dientes con los cuernos de suspresas, lo cual hacía un ruido molesto—, peromuy sabrosos. Quizá Gong Su pueda asarlos con

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algún fruto seco.Entonces, erizó la gorguera y anunció:—Me parece que viene alguien.—Por amor de Dios, ¿son ustedes hombres

blancos?El tenue grito venía del bosque, y enseguida

entraron en el claro dando traspiés un puñado dehombres sucios y exhaustos. Recibieron conlastimeras muestras de agradecimiento suscantimploras de grog y brandy.

—Apenas podíamos dar crédito a nuestrosoídos cuando escuchamos los fusiles —dijo sujefe, un tal George Case de Liverpool, quien,junto a su compañero David Miles y un puñadode ayudantes, no había logrado escapar a tiempodel desastre.

—Nos hemos ocultado en el bosque desdeque descendieron los monstruos —explicó Miles—. Se apoderaron de todos los barcos que noescaparon lo bastante deprisa y los quemaron olos hundieron antes de irse otra vez. Nosotrosestábamos aquí fuera y apenas nos quedabanbalas. Empezábamos a desesperar. Suponíamos

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que iban a morir todos de hambre si pasaba otrasemana más.

Laurence no le entendió hasta que Miles losllevó a un improvisado redil oculto en losbosques, donde quedaba una última hilera deunos doscientos esclavos.

—Comprados y pagados al contado. Un díamás y los hubiéramos subido a bordo —comentóMiles, y escupió al suelo con asco, intentandotomárselo con flema.

Un famélico y desnutrido esclavo con loslabios agrietados ladeó la cabeza hacia el interiorde su aprisionamiento e hizo una muda peticiónde agua con la mano. El olor a mugre echabapara atrás. Antes de ser vencidos por la flojera,los esclavos había intentado excavar una fosadentro del cercado para hacer allí susnecesidades, pero estaban engrilletados unos aotros por los tobillos, y eran incapaces demoverse mucho. Un arroyo discurría no muylejos de allí, a cuatrocientos metros, antes dedesembocar en el mar. Case y sus hombres noparecían sedientos ni demasiado hambrientos, de

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hecho, había restos de antílope en el espetón aseis metros escasos del cercado.

—Si aceptarais el pago a crédito de nuestropasaje, lo haríamos efectivo en Madeira —ofreció Case, y luego, dándoselas de generoso,añadió—: siempre podríais comprárnoslosdirectamente. Os haríamos un buen precio, deeso podéis estar seguros.

Laurence hizo de tripas corazón paracontestar, pues le habría encantado noquear aaquel tipo. Temerario no tenía esa clase demiramientos y sin decir ni una palabra se limitó aarrancar la puerta con las patas de delante ytirarla al suelo, jadeando de pura rabia.

—Señor Blythe —ordenó el capitán en tonograve—, haga el favor de quitar las cadenas aesos hombres.

—Sí, señor —contestó el aludido, y fue a porsus herramientas.

Los esclavistas se quedaron boquiabiertos.—Pero ¡Dios de mi vida! ¿Qué va a hacer

usted? —inquirió Miles.Entre tanto, Case gritaba histérico,

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asegurando que le pondrían un pleito, e insistióen que iban a demandarle. Al final, Laurence secansó y se encaró con ellos.

—¿Debo dejarles aquí para que discutan elasunto con estos caballeros? —sugirió fríamentey en voz baja.

Esa posibilidad les hizo cerrar la boca deinmediato.

La liberación fue un proceso largo y muydesagradable. Los esclavos estabanencadenados unos a otros con grillos de aceroen los pies y en grupos de cuatro con grilletes enel cuello. Unos pocos tenían cepos de maderaen los tobillos, por lo cual les resultabaprácticamente imposible incluso ponerse de pie.

Temerario intentó hablar con los esclavosconforme Blythe los liberaba, mas losdesgraciados hablaban muchas lenguasdiferentes y se encogían de miedo cuando eldragón bajaba la cabeza. No pertenecían aninguna tribu de los tsuana, sino a alguna tribulocal que no mantenía el mismo tipo de relacióncon los dragones.

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—Denles la carne —le dijo Laurence aFellowes en voz baja, e hizo un gesto que nonecesitó de traducción alguna.

Los más fuertes de entre los antiguoscautivos empezaron a avivar los fuegos decocina y sostuvieron a los más débiles para quepudieran roer la galleta que Emily Roland yDyer estaban distribuyendo entre ellos con laayuda de Sipho. Muchos esclavos optaron porhuir de inmediato a pesar de su manifiestadebilidad y antes de haber puesto la carne en elespetón, casi la mitad de ellos se habíadesvanecido en la selva para emprender elcamino de vuelta a casa lo mejor posible,suponía Laurence. No había forma de saber lolejos que estaban los sitios de donde los habíantraído ni en qué dirección.

Temerario se envaró bastante cuando losesclavistas subieron a bordo, pero como nocesaron de murmurar en ningún momento,chasqueó los dientes delante de ellos y losincrepó de forma amenazante.

—Hablad otra vez así de Laurence y os

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dejaré aquí abandonados. Deberíaisavergonzaros de vosotros mismos y si no tenéissuficiente sentido común para eso, al menospodríais quedaros calladitos.

La tripulación también los miró con notoriadesaprobación.

—Cabrones desagradecidos —murmuró Bellmientras les acondicionaba unas improvisadascinchas de cuero.

Laurence se alegró de deshacerse de ellos encubierta y verlos desaparecer entre los demáspasajeros de la Allegiance. Los demásdragones habían regresado con mejor suerte desus cacerías y Maximus depositó con airetriunfal un par de elefantes pequeños, de loscuales él ya se había zampado tres, y aseguróque tenían un sabor excelente. Temerario soltóun pequeño suspiro, pero los destinaron deinmediato a la boda, aunque el festejo debía sernecesariamente discreto debido a todas aquellascircunstancias, pero tampoco podía demorarsemucho más, pues la novia debía ser capaz decaminar por la cubierta de un barco

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bamboleante.Tal vez todo anduviera algo revuelto, pero

Chenery, con esa sutil forma suya de saltarse ala torera los buenos modales, se había aseguradode la sobriedad del oficiante: la noche anterior ala ceremonia tomó a Britten por la oreja y learrastró sin miramientos hasta la cubierta dedragones, donde dio instrucciones a Dulcia deque no le dejara mover ni un músculo. Y así fuecomo a la mañana siguiente el sacerdote estuvocompletamente sobrio. Los cadetes de Harcourtle trajeron una camisa limpia y el desayuno a lacubierta, y también le cepillaron la ropa allímismo, de modo que el capellán no tuvo ocasiónde escabullirse para tonificarse con unos buenostragos que le devolvieran a la insensibilidad.

Surgió otro imprevisto: a la novia no se lehabía ocurrido que iba a necesitar un vestido y alnovio no se le había pasado por la imaginaciónque a ella se le iba a olvidar algo así, lo ciertofue que, a resultas de todo eso, ella tuvo quecasarse con los pantalones y el sobretodo delaviador, dando a la ceremonia un aspecto

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bastante extraño. La señora Grey y otrasrespetables matronas de Ciudad del Caboasistentes al enlace se pusieron coloradas. Elpropio Britten parecía encontrarse muy confusosin el confortable velo de torpor que le producíael licor, y se trabucó en tres de cada cuatropalabras al leer sus frases. Para rematar lascosas, cuando invitó a los allí presentes aexpresar posibles objeciones, Lily, a pesar de lasmúltiples conversaciones tranquilizadoras sobreel tema que había tenido con su cuidadora,asomó la cabeza por encima del borde de lacubierta de dragones, para alarma de losinvitados, y preguntó:

—¿Y yo no puedo decir nada?—¡No, no puedes! —contestó Catherine.Lily profirió un suspiro de contrariedad y

volvió los ojos de un vivo color naranja hacia elnovio, a quien advirtió:

—En tal caso, muy bien, pero te prevengo:como trates mal a Catherine pienso arrojarte alocéano.

Quizá no era la entrada más propicia a su

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nuevo estado de casados, pero eso sí, la carnede elefante estaba realmente deliciosa.

El vigía vio la luz del faro de Lizard Point el 10de agosto, cuando por fin navegaban en aguasdel Canal de la Mancha. Vista por el través dela amura de babor, Inglaterra era una masaoscura, pero entonces vio unas cuantas lucesque pasaban junto a ellos hacia el este. No erannaves del bloqueo. Riley ordenó apagar suspropias luces de posición y navegar rumbosureste mientras se ponía a estudiar con cuidadolas cartas de navegación. A la mañana siguienteexperimentaron un sentimiento encontrado dealegría y pena, pues si bien la mañana los habíaconducido directamente a la popa del convoy deocho naves —seis naves mercantes y unaescolta de dos fragatas, cuyo destino era, sinlugar a dudas, Le Havre—, no era menos ciertoque había sus buenas sesenta millas de distanciay cuanto avistaron a la Allegiance seapresuraron a largar más trapo y enseguida

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empezaron a cobrar más ventaja.Laurence se acodó en la barandilla junto a

Riley y observó cómo se alejaban con airemeditabundo. No habían lavado ni lijado la navecomo estaba establecido, y del fondo emanabaun olor hediondo, pero en cualquier caso, auncuando eso los retrasara, la Allegiance noalcanzaría los ocho nudos en su mejor condición,mientras que la fragata que protegía laretaguardia del convoy navegaba a once.

La gorguera del Celestial vibró cuando estese incorporó para observar las naves en fuga.

—Estoy seguro de que podemos alcanzarlos,naturalmente que podemos, al menos por latarde.

—Han sacado las arrastraderas —informóRiley al mirar por el catalejo.

La fragata aparentemente lenta imprimiómucha más velocidad, pues, como era evidente,había aguardado solo hasta que las navesescoltadas hubieran avanzado.

—No con este viento, Temerario —le explicóLaurence—. O mejor dicho, tú podrías, pero los

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demás no. Y no tenemos equipo de combatepara ti. En todo caso, tampoco podríamosretener esas naves. Verás, no íbamos a verlasdurante la noche desde la Allegiance y huiríansin que nos diéramos cuenta al amparo de laoscuridad, pues no tenemos gente para poner enellas una tripulación de barco apresado.

Temerario suspiró y apoyó la cabeza sobre laspatas otra vez. Riley plegó el catalejo confuerza.

—Rumbo nornoroeste, señor Wells, haga elfavor.

—Sí, señor —respondió Wells con tristeza.Pero entonces, de pronto, la fragata

destacada en posición de vanguardia cambió elrumbo y viró de forma acusada hacia el sur;además, a través del catalejo podía verse unafrenética actividad de marineros en los aparejos.El convoy estaba virando, como si ahora tuvieraintención de ir al puerto normando de Granville,junto a las islas Jersey, y eso le parecía correrun riesgo bastante tonto. Laurence no lograbaimaginar la razón de semejante maniobra, a

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menos, claro está, que hubieran avistado algunanave del bloqueo. De hecho, le maravillaba quehasta ahora no hubieran visto ninguna, a menosque una galerna hubiera obligado a refugiarse atodas las naves.

La Allegiance tenía ahora la ventaja denavegar para interceptarles el paso en lugar deir directamente a su rebufo.

—Podemos ir tras ellos un poco más —anunció con calma estudiada, y aproó la navehacia el convoy, ante la manifiesta pero noverbalizada satisfacción de la tripulación.

Necesitaban rapidez. Bastaba con que la otranave, la que aún no habían visto, fuese lobastante veloz para conseguirlo. Una simplefragata podría ser suficiente, y, dadas lacercanía y la presencia de la Allegiance, demayor potencia, siempre que la Allegianceestuviera en el horizonte con actitud de combate,esa otra nave tendría que compartir con ellos larecompensa por cualquier presa.

Habían escrutado el océano una y otra vezcon los catalejos, embargados por una gran

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ansiedad, hasta que Nitidus, encargado de volara intervalos, se posó y anunció sin aliento:

—No se trata de un barco. Son dragones.Hicieron todo lo posible por verlos, pero los

alados que se aproximaban permanecían entrelas nubes casi todo el tiempo. Solo había unacosa segura: volaban a gran velocidad y elconvoy volvió a cambiar de dirección antes deque hubiera transcurrido una hora. Ahora, lasnaves en fuga solo pretendían encomendarse ala protección de algunas baterías francesasemplazadas en la costa, y para ello estabandispuestas a arriesgarse a navegar con el vientosoplando por popa y la costa a sotavento.

La Allegiance había acortado la distancia atreinta millas.

—¿Ahora ya podemos ir? —quiso saberTemerario, mirando a su alrededor.

Todos los dragones estaban muy atentos, pormucho que se agazaparan sobre la cubierta porrazones de visibilidad, mantenían la cabezaerguida al final de sus cuellos y seguíanintensamente los lances de la persecución.

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Laurence plegó el catalejo y se volvió paraimpartir órdenes.

—Señor Ferris, embarque a la tripulación devuelo —Emily extendió las manos para recogerel largavistas y llevárselo. Laurence bajó losojos, la miró y dijo—: Cuando lo haya guardado,Roland, confío en que usted y Dyer puedan serlede ayuda al teniente Ferris con los vigías.

—Sí, señor —respondió ella, reprimiendo unchillido de alegría, y se marchó corriendo paraguardar el catalejo.

Calloway les dio a la muchacha y a Dyersendas pistolas, y Fellowes les entregó unmosquetón para que se enganchasen al arnésantes de que los dos subieran a bordo condificultad.

—No veo por qué he de ir el último —sequejó Maximus con cierta petulancia mientraslas tripulaciones de Lily y Temerario subían abordo a la rebatiña. Dulcia y Nitidus ya estabanvolando, Messoria e Immortalis se hallabanpreparados para ser los siguientes.

—Porque eres un grandullón de lo más torpe

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y no hay espacio para colocarte el aparejo hastaque la cubierta no esté despejada —le explicóBerkley—, así que siéntate. Todos debendespegar antes.

—Dejad algo de lucha para cuando yo llegue—les gritó Maximus.

Pero el estruendo de su vuelo apagó elprofundo bramido del Cobre Regio.

Temerario estaba forzando sus límites ydejaba atrás a los otros, aunque, por una vez,Laurence no tenía intención de refrenarle, pues,al fin y al cabo, tenían muy cerca el barco deapoyo, así que no había razón paradesaprovechar su velocidad. En realidad, solonecesitaban hostigar al convoy lo suficientecomo para retrasarlo un poco con el fin últimode hacer avanzar la persecución que deberíaacabar, sin duda, consiguiendo que el enemigoarriase el pabellón.

Temerario acababa de dar alcance al grupode naves cuando una súbita erupción similar auna llamarada disipó las nubes acumuladasencima de la fragata e Iskierka se lanzó en

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picado tras ese destello ocre sobrenatural. Se leengancharon en las espinas jirones de humo yniebla. La dragona soltó un arco flamígerohumeante sobre la proa del barco. Arkady y susmontaraces se lanzaron en avalancha detrás deella, dando alaridos como una manada de gatos.Pasaron junto al convoy, volando de un lado paraotro, soltando risas y gritos, golpeando aquí yallá, mostrándose al alcance de los cañones delas embarcaciones, pero lo que parecía unatemeridad en realidad no lo era, porque iban tandeprisa que la oportunidad de abatirlos con unabala solo podía obedecer a la más absoluta delas casualidades y tenían tanta fuerza en las alasque dejaron todos los mástiles temblando.

—Caramba —exclamó el Celestial, lleno dedudas, cuando pasaron a su lado raudos comobalas, e hizo una pausa, manteniéndose inmóvilen el aire, para contemplar aquello.

Entre tanto, Iskierka volaba en espiral sobrela fragata, mientras le ordenaba rendirse, porquesi no lo hacían, iba a reducir el barco y a latripulación a cenizas, y para darle énfasis a la

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amenaza, soltó otro borbotón de llamas queimpactó directamente en el agua y levantó unasibilante y descomunal columna de vapor.

La nave arrió el pabellón enseguida y el restodel convoy la imitó poco después. DondeLaurence había anticipado problemas por faltade tripulaciones de barco apresado, no huboninguno. Los dragones salvajes actuaron deforma tan práctica como eficiente a la hora deguiar a sus presas, obrando como perrospastores con un rebaño de oveja. Chasqueabanlas mandíbulas delante de los timoneles ygolpeaban en las amuras para animarlos a ponerrumbo a Inglaterra. Los montaraces másmenudos, como era el caso de Gherni y Lester,se posaban directamente sobre los barcosenemigos, dando un susto de muerte a lospobres marineros.

—Todo esto es de su propia invención —informó Granby a regañadientes mientrasestrechaba la mano de Laurence en la proa dela Allegiance, después de que las navesestuvieran agrupadas y hubieran reanudado la

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singladura con rumbo a Dover—. Se negaba aver por qué la Armada se quedaba con todas laspresas. Me temo que ha sobornado a todos esosmalditos montaraces. Estoy convencido de que,en secreto, los tiene a todos patrullando el Canalde la Mancha sin informar a los demás y cuandole vienen con el cuento de que han avistado auno, ella finge que se le acaba de meter en lacabeza ir en tal o en cual dirección. Losmontaraces son tan buenos como cualquiertripulación de barco apresado. Pones uno abordo y los marineros son complacientes comodoncellas.

El resto de los montaraces seguían volando enlas alturas, donde cantaban animando en supropia lengua y hacían bufonadas de purasatisfacción. Iskierka sin embargo se hizo sitioentre la formación, y en especial se hizo con unhueco junto a la amura de estribor, el lugarpredilecto de Temerario para echar algún queotro sueñecito. La dragona había crecido, y noprecisamente poco. En el intervalo de los mesesen que no la habían visto, había completado todo

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su desarrollo. Ahora era extremadamente largay bastante ancha. Los pesados anillos de sucuerpo serpentino eran, al menos, tan largoscomo los de Temerario, a cuyo costado secolocó sin preocuparse de lo que tuviera en sucamino de la forma menos oportuna.

—Aquí no hay suficiente espacio para ti —lesoltó el Celestial con poca amabilidad, mientrasse quitaba de encima el anillo que le habíapuesto sobre la espalda y retiraba la pata de otroque la dragona había deslizado junto a él—. Noveo por qué no puedes volar de vuelta a Dover.

—Vuela tú si quieres —replicó ella, agitandola punta de la cola con aire desdeñoso—. Yo hevolado toda la mañana y, de todos modos, voy aquedarme con mis trofeos. Mira cuántos hay —añadió ella, exultante.

—Son de todos —le recordó Temerario.—Tal y como está estipulado, supongo que

tendré que compartirlos contigo —aceptó conaire condescendiente—, pero tú no hiciste nada,salvo llegar tarde y mirar.

Temerario se dio cuenta de que eso era cierto

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y lo aceptó en vez de discutírselo, y agachó lacabeza para amustiarse en silencio, peroIskierka le golpeó con el hocico, pues le apetecíaechar más leña al fuego.

—Mira mi capitán, va como un pincel —añadió.

El comentario avergonzó mucho al capitánGranby, pues de tan fino que iba, resultaba casiridículo: llevaba botones dorados y laempuñadura del sable era de oro, rematado conun absurdo gran diamante en el pomo, visible pormucho que el oficial intentara ocultarlo todo loposible con la mano.

—Cada vez que atrapa una pieza montaría unnumerito como ese durante días si yo la dejara—murmuró Granby, colorado hasta las orejas.

—¿Cuántas ha apresado? —inquirióLaurence, con cierta desconfianza.

—Cinco desde que empezó esto en serio.Algunas veces han sido convoyes como este —contestó Granby—. Se le rinden en cuanto lessuelta una llamarada. La verdad es que noofrecen mucha resistencia. Ah, por cierto…

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Imagino que no lo sabes: no hemos podidomantener el bloqueo.

Laurence y el Celestial prorrumpieron enexclamaciones de alarma al oír aquello.

—¡Son esas malditas patrullas francesas! Nosé cómo, pero juraría que tienen en la costa ciendragones más de los que debería haber allí.Hasta la fecha, no hemos logrado efectuar uncálculo aproximado. Esperan a quedesaparezcamos para ir a por los barcos delbloqueo, y les lanzan de todo. No tenemossuficientes dragones para proteger a nuestrosbarcos todo el tiempo, por eso la Armada les haordenado permanecer juntos, pues así tienenpotencia de fuego suficiente para repelerlos.Vuestro regreso es una noticia estupenda.

—Cinco presas —rezongó Temerario en vozbaja.

Y su humor no mejoró ni un ápice cuandollegaron a Dover, donde Iskierka había hechoconstruir un gran pabellón de piedra renegridaen lo alto de un promontorio desde el cual sedominaban los acantilados. Debía de hacer un

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calor estival en el interior del mismo a causa delas emanaciones de sus púas. No obstante,Temerario se sintió ultrajado, en especialdespués de que ella, muy ufana, se colocara enel umbral para que sus anillos de intenso colorrojo y violeta resaltaran en contraste con el tonooscuro de la piedra, y le informase de queestaba invitado a dormir allí si se sentíaincómodo en su claro.

El dragón se pilló un enfado considerable ycontestó con frialdad:

—No, gracias.Y se retiró a su propio claro sin tener siquiera

el consuelo habitual de frotarse el peto, así quemetió la cabeza debajo del ala y permaneció deesa guisa, enfurruñado.

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Capítulo 14

HORRENDA MATANZA EN EL CABO¡Miles de víctimas! ¡Cape Coast devastado!

Luanda y Benguela, reducidos a cenizas

Va a ser necesario un plazo mayor hasta poderdisponer de datos completos y fidedignos, peroestos confirmarán tanto los peores temores defamiliares y acreedores de todos los puntos deInglaterra, como la magnitud del desastre, queimplica, por desgracia, la ruina de algunos denuestros más egregios ciudadanos, pues esto hasupuesto la destrucción de sus intereses. Todo loanterior nos sume en el duelo sin saber a cienciacierta cuál ha sido el destino de nuestros

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valientes aventureros y nuestros noblesmisioneros. A pesar de las disputas territorialesasociadas a la actual guerra con Francia, queúltimamente nos ha convertido en enemigos,debemos enviar nuestras más sentidascondolencias al otro lado del Canal de laMancha a las familias que hoy guardan luto enel reino de Holanda, pues en algunos casos hanperdido a todos sus familiares próximos, hastahace poco colonos en Ciudad del Cabo. Todaslas voces muestran una repulsa unánime ycondenan un ataque tan horrendo comoinjustificado, al no mediar provocación alguna,por parte de una horda de bestias salvajes yviolentas azuzadas por los nativos de las tribus,resentidos ante los progresos significativos de lahonesta tarea cristiana de evangelización…

Laurence dobló el periódico de Bristol y lo lanzójunto a la cafetera. Al caer, quedó boca arriba lacaricatura de una criatura abotargada y con loscolmillos salientes manchados de sangre. Laviñeta estaba presidida por un rótulo: «África».

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Habían pretendido dibujar un dragón, era obvio,y a varios nativos desnudos caracterizados conunos rostros negros dominados por unas sonrisasrijosas. Los salvajes amenazaban con lanzas aun grupito de mujeres y niños, empujándoloshacia las fauces abiertas del dragón. Lasdesdichadas víctimas alzaban las manos en señalde oración y decían «No tenéis misericordia» enun gran bocadillo salido de las bocas de todosellos.

—Debo ir a ver a Jane —anunció—. Preveoque van a enviarnos a Londres esta mismatarde. Espero que no estés cansado.

Temerario aún jugueteaba con el últimonovillo, no muy seguro de si lo quería o no.Después de las raciones escasas de a bordo, sehabía zampado tres de muy buena gana.

—No me importa ir —dijo el Celestial—, peroquizá podríamos salir un poquito antes y vernuestro pabellón. Ahora ya no puede haberrazón para no pasar cerca de los campos encuarentena, ¿verdad?

Otros navíos más veloces habían llegado

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antes y los aviadores iban a dejar pasar lo mejorsi no eran los primeros en dar noticia de todo eldesastre. Antes de que ellos desembarcaran,nadie en Inglaterra tenía la menor idea acercade la identidad del misterioso e implacableenemigo que había barrido la costa africana deforma tan meticulosa y aplastante. Harcourt,Laurence y Chenery habían redactado susrespectivos despachos en cuyas líneas habíandescrito sus experiencias y los habían entregadoa una fragata con la que se habían cruzado enSierra Leona y otra en Madeira, pero al final,estas solo les habían precedido en unos pocosdías. En cualquier caso, los despachos formales,incluso los de mayor detalle y extensión, escritoscon el sosiego de haber pasado un mes en altamar, no estaban pensados para satisfacer losapremiantes requerimientos de informaciónhechos por el gobierno a fin de poder hacerseuna idea global de la magnitud del desastre.

Al menos Jane no les hizo perder el tiempocontando una historia que ya sabía.

—Estoy segura de que vais a tener bastante

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con sus señorías —dijo—. Vais a venir los dos, ytambién Chenery, aunque puedo pedir que tedispensen, Harcourt, dadas las circunstancias…

—No, señor —contestó la capitana, colorada—. No deseo recibir ningún trato especial.

—Pues muy bien, pero yo tengo intención deaceptar todos los tratos especiales que nos seaposible, y a manos llenas además —repuso Jane—. Al menos así, a lo mejor conseguimos quenos den sillas, y lo espero de veras, porquetienes muy mala cara.

Jane había mejorado mucho desde la últimavez que Laurence la vio, pero lucía algunashebras plateadas y canosas en la melena. Noobstante, no tenía las mejillas tan chupadas y senotaban tanto los cuidados recibidos como elretorno a los vuelos, pues el viento le habíadevuelto un color muy saludable a las mejillas,aunque le había agrietado los labios. Laalmirante observó a Catherine con gestopensativo. La joven siempre tenía la tezrequemada por el sol y rojiza como una langosta,pero ahora estaba pálida y se advertían ojeras

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debajo de sus ojos.—¿Aún tienes náuseas?—No muy a menudo —contestó Harcourt sin

excesiva franqueza. Laurence y el resto delgrupo la habían visto salir a cubierta conregularidad para vomitar por encima de la borda—. Estoy segura de que voy a estar mejor ahoraque no estamos en el mar.

—A los siete meses yo me encontraba tanbien como no he vuelto a estar en mi vida —recordó Jane, negando la cabeza en señal dedesaprobación—. No has ganado el pesosuficiente. Este es un combate como otrocualquiera en la vida, Harcourt, y debemos estarseguros de que estás en buenas condicionespara librarlo.

—Tom desea que me vea un médico deLondres —comentó Catherine.

—Tonterías —arguyó Jane—. Lo que túnecesitas es una comadrona prudente. La míaaún está por aquí, en Dover. Voy a buscarte sudirección. Yo quedé realmente satisfecha conella, lo aseguro. Fue una jornada de veintinueve

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horas.—Vaya —dijo Catherine.—Dime, ¿sientes…? —empezó Roland.Laurence saltó de la silla como impulsado por

un resorte y concentró todo su interés en elmapa del Canal de la Mancha desplegado sobrela mesa de Jane, haciendo ímprobos esfuerzospara no oír el resto de la parrafada.

El mapa no era tan angustioso al primer golpede vista, aunque tal vez eso era un indicio defalta de sensibilidad por su parte, porquerepresentaba unas circunstancias tandesafortunadas como cabía imaginar. Toda lacosta gala estaba repleta de banderines azules,representativos de compañías de hombres, yblancos, indicativo de dragones individuales.Había cincuenta mil hombres acantonados entorno a Brest y otros tantos en Cherburgo; enCalais se reunía la mitad de esa cifra. Habíaunos doscientos dragones dispersos entre esosgrandes núcleos de fuerzas.

—¿Son exactas esas cifras? —quiso saberLaurence cuando ellas terminaron la

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conversación y se unieron a él en la mesa.—No, y es una pena. Napoleón tiene aún más

dragones… Esas solo son las estimacionesoficiales. Powys insiste en que no puedealimentar a tantos animales, no si están todoscongregados, y menos cuando le hemosbloqueado los puertos, pero yo sé que están ahí,maldita sea. Dispongo de demasiados informesde nuestros espías: hay más dragones de lo queellos son capaces de ver a la vez y la Armadame asegura que no huelen el pescado, que ni selo ofrecen, así que han tenido que ponerse apescar ellos mismos, y el precio de la carne estápor las nubes. Nuestros propios pescaderosdeben acudir a remo para venderles suscapturas.

»Pero debemos estar agradecidos. Si lasituación no fuera tan desesperada, estoy segurade que os tendrían un mes en Whitehallrespondiendo a preguntas sobre este espinosoasunto en África. Tal y como está la cosa, serécapaz de sacaros de ahí tras un par de días desuplicio.

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Catherine se marchó y Laurence se quedó.La almirante le escanció otra vez el vaso devino.

—A ti también te vendría bien un mesecito enla costa, mírate cómo vienes —observó Jane—.Has tenido que pasarlo realmente mal, por loque veo. ¿Te quedas a cenar?

—No puedo, lo siento. Temerario desea ir aLondres mientras todavía hay luz.

Laurence pensó que tal vez se estabadisculpando él mismo, pues en realidad,albergaba el deseo de quedarse a hablar con ellay al mismo tiempo no sabía lo que quería decir, yno le apetecía permanecer allí de pie, como unpasmarote. Ella le sacó del embrollo, diciendo:

—Por cierto, te estoy muy agradecida por larecomendación de Emily. La he enviado aPowys del Mando Aéreo para que los confirmea ella y Dyer como alféreces; en principio, noveo problemas, el ascenso debería ser pancomido. Supongo que no tienes el nombre deningún chico en mente para sustituirlos.

—Pues sí —contestó Laurence, armándose

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de valor—, si te parece bien, los que traje deÁfrica.

Demane se había pasado delirando lassemanas posteriores a la retirada de Ciudad delCabo. El costado donde había recibido elbayonetazo se había hinchado debajo de lacostra como si bajo la piel hubiera una vejigainflamada. Sipho estaba demasiado afligidoincluso para hablar; se había negado aabandonar el lecho del enfermo y solo salía enbusca de agua y de gachas, con las que,cucharada a cucharada, alimentaba a suhermano. La costa sur del continente sedeslizaba a toda prisa por estribor, llevándosecualquier tipo de esperanza de que losmuchachos pudieran regresar a sus hogaresmucho antes de que el cirujano de a bordo sepresentase ante Laurence para informarle deque el chico iba a recuperarse.

—Es mérito suyo, señor —le habíacontestado Laurence mientras se preguntabaqué iba a hacer ahora con ellos. Para aquelentonces, la Allegiance había visto en qué

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estado había quedado Benguela, y la opción deregresar ni se planteaba.

—Nada de eso —había replicado el señorRaclef—. Una herida como esa en los órganosvitales es mortal de necesidad, o tendría queserlo. Solo cabía hacer una cosa: que se sintieracómodo.

Y se alejó farfullando, vagamente ofendidoporque se hubieran atrevido a cuestionar sudiagnóstico.

El paciente persistió en su desafío e hizo valerla resistencia propia de la juventud. Habíaperdido más de diez kilos durante suconvalecencia, pero los recuperó enseguida, eincluso uno más por añadidura. Demaneabandonó la enfermería antes de que hubierancruzado el Ecuador y los dos hermanos fueroninstalados en los camarotes de pasajeros, en unminúsculo compartimento sin cortinas con elespacio justo para colgar un pequeño coy. Laprecaución del hermano mayor hizo que nodurmieran los dos al mismo tiempo, sino quemontaran guardias por turnos.

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No obraba sin justificación, pues la multitudde refugiados de El Cabo venía con los ánimosmuy alterados y echaba chispas siempre queveía a los muchachos, a quienes comorepresentantes de los cafres culpaban de ladestrucción de sus hogares. Resultó tarea inútilexplicar a los colonos que Demane y Sipho erande una nación completamente diferente a la quehabía lanzado el ataque. El alojamiento de losdos hermanos entre ellos suscitaba una granindignación, en especial entre un ancianotendero y un peón de granja cuyos respectivosdominios se habían reducido en dieciochocentímetros por su culpa.

A eso le siguieron, como era de prever, unascuantas escaramuzas bajo cubierta con los hijosde los colonos, pero aquello terminó en un abriry cerrar de ojos; por mucho que Demaneestuviera aún convaleciente, se hizo evidenteque un muchacho cuya subsistencia habíadependido años y años de su habilidad comocazador y que se había visto obligado a lucharcontra hienas y leones por su comida no era un

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rival conveniente para muchachos sin otraexperiencia que las riñas en el patio del colegio.Entonces, recurrieron a los pequeños tormentospropios de niños más pequeños, comopellizcarles o darles codazos de tapadillo, odejarles junto al coy maliciosas trampas untadasde grasa o de excremento, y apelaron también aun uso ingenioso de los gorgojos. La tercera vezque Laurence encontró a los muchachosdurmiendo en la cubierta de dragones,acurrucados junto al costado de Temerario, noles ordenó regresar a su pequeñocompartimento.

Temerario se familiarizó pronto con la soledadde los chicos y como era el único capaz dechapurrear un poco su lengua, no tardó enespantar los fantasmas de los muchachos y másaún, dado que evitaban a sus atormentadoresestando junto al dragón. Al poco ya erancapaces de subirse a su lomo en sus juegos conla misma agilidad que cualquiera de los jóvenesoficiales, y gracias a la tutela del Celestial,empezaron a adquirir un uso razonable del

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inglés, así que algo después de que abandonaranCape Coast, Demane estuvo en condiciones deencararse con Laurence y preguntar:

—¿Ahora somos tus esclavos?El muchacho hablaba con voz firme, pero la

fuerza con que agarraba la barandilla delatabasu nerviosismo. El aviador se le quedó mirandofijamente sin salir de su asombro.

—No dejaré que vendas a Sipho sin mí —añadió Demane con actitud desafiante, pero conuna nota de desesperación en la voz donde seevidenciaba que el africano comprendía que notenía mucho poder para evitar que su hermano yél corrieran semejante destino.

—No —dijo el aviador de inmediato, a pesarde que era un golpe terrible descubrir que leconsideraban un esclavista—. Desde luego queno, sois… —no fue capaz de seguir, pues laincómoda posición de los muchachos carecía denombre y al final, se vio obligado a concluir sinconvicción—: No sois esclavos, en absoluto.Tenéis mi palabra de que nadie os va a separar.

Esas palabras no parecieron causar mucho

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consuelo a Demane.—Por supuesto que no sois esclavos —dijo

Temerario en tono displicente para causar mejorsensación—, sois miembros de mi tripulación.

Esa asunción nacía de esa posesividadinstintiva del dragón, que, sin alterarse lo másmínimo, los hacía suyos a pesar de que unarreglo como ese rayaba lo imposible, pero aunasí, tuvo la virtud de obligarle a ver la realidad:no veía otra solución, porque no la había, paradarles la respetabilidad que se habían ganadoante su propia tribu por los servicios realizados.

Nadie iba a esperar de ellos unos modalescaballerosos ni por nacimiento ni por educacióny Laurence albergaba la convicción de que sibien Sipho era un niño dócil y bien predispuesto,Demane tenía un carácter demasiadoindependiente y probablemente reaccionaría conobstinación, cuando no con beligerancia, cuandoalguien desease cambiar sus modales, pero esadificultad no tenía la magnitud suficiente comopara que él se quitase de en medio. Él se loshabía llevado de su hogar, los había alejado de

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los posibles parientes, y les había privado detoda la posición que pudieran tener. Si al finaltodo había sucedido de modo que le resultabaimposible devolverles a donde pertenecían, nopodía eludir su responsabilidad cuando sepresentasen las dificultades. Él había contribuidovoluntariamente a ello para obtener un beneficiomaterial para el Cuerpo y la culminación de sumisión.

—Los capitanes pueden elegir a quienesdeseen, por supuesto, siempre ha sido así —contestó Roland—, pero esta decisión va a traercola, no te lo voy a ocultar. Puedes tener laseguridad de que en cuanto se publiquen losascensos de Dyer y de Emily en la Gazette, vana venir a verme docenas de familias. En estemomento tenemos más chicos entrenando queplazas para ellos, y a sus ojos tú te habrásganado la reputación de un buen maestro deescuela, incluso aunque no les guste ver a susretoños a bordo de un peso pesado comoTemerario. Pero militar en tu dragón es uncamino seguro para conseguir la tenencia si los

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muchachos no cortan la cincha y se caen antes,claro.

—Seguramente debo otorgar prioridad aquienes lo han dado todo a nuestro servicio, yTemerario ya los considera de su propiatripulación.

—Sí, ya, aunque los críticos van a acusarte dehabértelos quedado para tu servicio personal, o,en el mejor de los casos, como tripulación detierra —le advirtió ella—. Pero al infierno contodos ellos. Vas a tener a los muchachos, y sialguien se pone a cacarear con su alta cuna,siempre puedes declararles príncipes en su paísde origen sin miedo a que alguien puedademostrar que eso es falso. De todos modos —añadió—, yo voy a consignar sus nombres en loslibros sin hacer ruido y a ver si hay suerte y lacosa pasa desapercibida. ¿Me dejas asignar untercer hombre? Las dimensiones de Temerariote lo permiten.

El capitán accedió, por supuesto, y ellaasintió.

—Perfecto —asintió Jane—. Voy a enviarte

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al nieto más joven del almirante Gordon. De esemodo se convertirá en tu mejor abogado en vezde tu enemigo más crítico. Nadie tiene mástiempo para escribir cartas y armar follón que unalmirante retirado, si lo sabré yo.

Laurence se reunió con los hermanos despuésde esa conversación y les comunicó que habíansido admitidos. Sipho estaba muy predispuesto aquedar complacido con la noticia, pero suhermano se mostró algo más receloso.

—Entonces, ¿nuestro trabajo consiste enllevar mensajes e ir a bordo del dragón? —inquirió Demane, no muy convencido.

—Y en hacer otros recados —añadióLaurence.

—¿Qué son recados?El aviador no sabía muy bien cómo

explicárselo, y Temerario no ayudó mucho areducir las suspicacias cuando soltó:

—Son todos los trabajos aburridos que no leapetece hacer a nadie.

—¿Cuándo voy a tener tiempo para cazar?—inquirió el muchacho.

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—No espero de ti que lo hagas —contestó elaviador, a quien la pregunta le pilló con laguardia baja, y solo después de un pequeñointercambio de miradas llegó a la conclusión deque el muchacho no había comprendido aún queiban a alimentarle y a vestirle, por cuenta deLaurence, claro está, ya que ellos no tenían unafamilia que los apadrinase y los cadetes norecibían paga alguna—. No iréis a pensar que osvamos a dejar morir de hambre, ¿no? ¿Quéhabéis estado comiendo hasta ahora?

—Ratas —contestó Demane sucintamente.Los guardiamarinas del barco se habían quejadode la inusual escasez de ese manjar que eran lasratas de agua dulce. Ahora, con retraso,Laurence conocía el motivo—, pero ahoraestamos en tierra otra vez y ayer por la nochepude coger dos de esas criaturas pequeñas —explicó, y con un ademán dibujó unas orejaslargas.

—¿Conejos? ¿En los terrenos del castillo? —aventuró Laurence, haciendo una deducciónlógica: no iba a haber muchos más en las

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inmediaciones, no con el olor a dragón tan fuerte—. No vuelvas a hacerlo o te atraparán y teacusarán de caza furtiva.

No tenía la seguridad de haber convencido aDemane, pero al menos se apuntó una victoriaen su fuero interno y durante un tiempo puso aambos bajo la supervisión de Roland y Dyer afin de que les dieran indicaciones sobre cómohacer sus tareas.

El vuelo a los campos de cuarentena era corto yel pabellón causaba un buen efecto en un valletan protegido, sacrificaba perspectiva a cambiode gozar de una buena barrera contra el viento.No estaba vacío: dormían en él dos ejemplaresexhaustos y agotados de Tánator Amarillo,ambos tosían de vez en cuando, y un pequeño ydesmadejado Abadejo Gris, no era Volly, sinoCeloxia, y junto a ella se encontraba el capitánMeeks.

—Volly está en la ruta de Gibraltar, creo —dijo Meeks, y luego añadió con cierta amargura

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—: Bueno, si no ha sufrido otro colapso. No esmi intención criticarte, Laurence, Dios sabe quehabéis hecho lo que habéis podido y más, peroen el Almirantazgo parecen creer que esto estáchupado y nos quieren a todos recorriendo denuevo las viejas rutas. Ya. Hemos ido y vuelto aHalifax, haciendo escala en Groenlandia y en untransporte anclado a cincuenta grados latitudNorte, y claro, se había formado agua en lasamuras. Está tosiendo otra vez, pues claro que sí—y palmeó el hocico de la dragoncilla, que tosiólastimeramente.

Al menos el suelo era muy cómodo y cálido,las losas cuadradas de piedra estaban a buenatemperatura gracias al fuego de leña, y si bienhumeaba un poco más de la cuenta, laestructura abierta era una excelente salida dehumos. Se trataba de una construcción sencilla ypráctica, sin florituras ni adornos, y Temerariopodría haber dormido allí sin ningún problema,aun cuando si se consideraba desde su escala, elinterior no merecía el calificativo de espacioso.El dragón lo contempló con creciente decepción,

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y no estaba de ánimo para demorarse allí muchotiempo: la tripulación ni siquiera tuvo laoportunidad de desmontar antes de que elCelestial manifestara su deseo de marcharse,dejando el pabellón detrás de ellos, y avanzó conla gorguera caída.

Para consolarle, Laurence insistió en losmuchos dragones enfermos allí cobijados,incluso en lo más duro del verano.

—Jane me ha contado que en ocasiones,durante el invierno, tan frío y húmedo, ha llegadoa albergar hasta diez dragones a un tiempo. Loscirujanos están convencidos de que ha salvadouna docena de vidas.

—Bueno, me alegra que haya servido paraalgo —se limitó a murmurar Temerariodesairadamente. Esos logros obtenidos en suausencia y después de tantos meses no lesatisfacían lo suficiente—. Esa colina es muyfea, y esa otra también. No me gustan —sentenció, dispuesto a mostrarse disgustadoincluso con el paisaje, y eso resultaba anómalo,pues por lo general solía mostrarse

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entusiasmado por lo que fuese que se saliera delo normal, y estudiaba con verdadera alegríacosas que a Laurence no le despertaban interésalguno.

Las colinas eran extrañas; tenían un trazadoirregular y estaban completamente recubiertasde hierba, pero eran extrañas y atraían lasmiradas de los aviadores mientras lassobrevolaban.

—Oh —dijo de pronto Emily desde su puestode vigía adelantado, y alargó el cuello porencima de la paletilla de Temerario para mirarhacia el suelo, y luego se apresuró a cerrar laboca, repentinamente avergonzada ante laincorrección de haber hablado sin tener ningúnaviso que dar.

Temerario aminoró el ritmo de su aleteo.—Oh —dijo el dragón.No eran colinas, sino túmulos levantados allí

donde los dragones habían exhalado el últimosuspiro. El valle estaba lleno. Aquí y allá podíanverse un cuerno o un colmillo, y de vez encuando, en aquellos puntos donde el viento se

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había llevado la tierra, desnudando lo de debajo,el níveo y curvo hueso de una mandíbula. Nadiedijo nada. Laurence vio a Allen agacharse ycrispar las manos sobre los mosquetones, dondese enganchaban al arnés. Continuaron volandoen silencio por encima de la verde frescura delos prados abandonados. La sombra deTemerario fluía y se ondulaba sobre las espinasy las oquedades de los muertos.

Continuaban callados cuando Temerario se posóen el cobertizo de Londres y durante el procesode descarga del equipaje. Los hombres apilaronlos paquetes al borde del claro y fueron a porotros y los encargados del arnés se hicieroncargo de la parte inferior del aparejo sin suhabitual cháchara llena de bromas. Wilson yPorter se fueron juntos en silencio.

—Señor Ferris —llamó Laurence, alzando lavoz a propósito para que todos le oyeran—, déusted permiso a todos hasta la comida demañana en cuanto las cosas estén

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razonablemente en orden. Eso excluye losdeberes urgentes, claro.

—Sí, señor —contestó el primer teniente,intentando sonar con el mismo tono.

No iba a llevarles mucho tiempo realizar lastareas, pero la tripulación hizo el trabajo algomás deprisa. Laurence confiaba en que unanoche de farra facilitaría mucho que loshombres se liberaran de esa sensación deopresión.

El aviador se situó junto a la cabeza delCelestial y apoyó la mano en el hocico paraconfortarle.

—Me alegra que haya servido para algo —repitió Temerario en voz baja y se hundió unpoco más sobre el suelo.

—Venga, vamos, voy a buscarte algo decenar —dijo Laurence—. Come algo y luego, site apetece, te leeré un poco.

El Celestial no halló mucho consuelo en lafilosofía, ni tan siquiera en las matemáticas, yanduvo picoteando la comida hasta que, depronto, alzó la cabeza y la protegió con la pata

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delantera inmediatamente antes de que Vollyentrara dando tumbos en el claro, levantando asu paso una tremenda polvareda.

—¡Temer! —exclamó Volly muy feliz, le dioun suave topetazo en el costado, y luego mirócon nostalgia la vaca de Temerario.

—Fuera de ahí —le reprendió Jamesmientras bajaba de su posición—. No hace ni uncuarto de hora que has cenado, mientrasesperaba los correos de Hyde Park. Y te haszampado una buena oveja, además. ¿Cómoestás, Laurence? Razonablemente moreno, porlo que veo. Esto es para ti, si me haces el favor.

Laurence aceptó de buen grado el paquete decartas para su tripulación, cogió la primera detodas, enviada a su atención, y lo entregó alprimer teniente para que las repartiera.

—Señor Ferris… Gracias, James. Espero queestéis bien los dos.

Volly no tenía tan mal aspecto como elinforme de Meeks le había hecho temer, aunquepresentaba algunas pequeñas cicatrices en lasfosas nasales y tenía la voz un tanto rasposa, lo

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cual no le impidió ponerse a divagar en su charlacon Temerario, a quien le enumeró las ovejas ycabras devoradas en los últimos días y le narrósu éxito a la hora de fertilizar un huevo antes dela reciente hecatombe.

—Caramba, eso es estupendo —dijoTemerario—. ¿Y para cuándo la eclosión?

—En noviembre —contestó Volly con granalegría.

—Eso es lo que él dice —intervino James—,aunque los cirujanos no tienen la menor idea,pues el huevo aún no se ha endurecido ynoviembre tal vez sea un poquito pronto, peroestas criaturas a veces parecen saberlo, así quebueno, están esperando un chico para esasfechas…

A continuación iban a la India.—Mañana o tal vez al día siguiente, siempre y

cuando el tiempo se mantenga bueno —explicóel capitán James sin darle importancia.

Temerario ladeó la cabeza.—¿Crees que podrías llevar una carta mía,

capitán? A China.

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El interpelado se rascó la cabeza al oírsemejante petición. El Celestial era único entrelos dragones británicos en lo tocante a escribircartas, al menos hasta donde Laurence sabía,máxime cuando no muchos aviadores semanejaban con soltura en ese tema.

—Puedo llevarla hasta Bombay —contestó—, e imagino que algún mercader va a seguirrumbo a China, pero no irán más allá de Cantón.

—Estoy seguro de que el gobernador chino sehará cargo de su entrega si la carta llega a susmanos —respondió Temerario con unaconfianza más que justificable. Lo más probableera que el gobernador lo considerase una ordenimperial.

—Pero no deberíamos demorarte con correopersonal, ¿no? —dijo Laurence con una punzadade culpabilidad. James parecía tomarse un pocoa la ligera sus fechas de entrega.

—Oh, no te preocupes —contestó James—.Aún no me gusta el sonido de su respiración, ycomo los del Almirantazgo no están dispuestos apreocuparse por eso, pues yo tampoco en lo

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tocante a su calendario. Me demoraré unoscuantos días en el puerto, así podrá engordar unpoco y dormir bien.

James palmeó el costado del dragón y luegole llevó a otro claro, el pequeño Abadejo Gris lesiguió, pisándole los talones como un perroentusiasta, aunque el can en cuestión tenía eltamaño de un elefante medio.

La carta era de su madre, pero venía en papeltimbrado, un pequeño pero significativo detallede significado inequívoco: el envío contaba conla aprobación de su padre. La misiva respondíaa su último mensaje:

Tus noticias desde África nos han dejadoestupefactos. En muchos aspectos exceden atodo lo que aparece en los periódicos y rezopor el solaz y la dicha de las almas cristianasatrapadas en esa atrocidad, pero nopodemos silenciar del todo un cierto agrado,aun aborreciendo una violencia tan horrible,porque el precio de los pecados no siemprevaya a pagarse el día del juicio final y

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quienes tuercen la voluntad de Dios puedantener la certeza de que van a purgar suspecados incluso en esta vida terrenal. LordAllendale lo considera un juicio por elfracaso de la moción. Tu informe le hagustado mucho y se pregunta si tal vez laabolición de la esclavitud podría aplacar alos tsuana (no sé si lo he escritocorrectamente). Albergamos la esperanza deque este periodo de obligada necesidad paratan diabólico comercio sirva para lograr unacondición más humana para los pobresdesdichados que aún sufren bajo el yugo.

La carta concluía de manera más desacertada:

Me he tomado la libertad de adjuntar unachuchería con la carta. Me apeteciócomprármela, pero luego no iba aponérmela, y como tu padre me hacomentado que te habías tomado interés enla educación de una joven dama, te la envíopor si te parece adecuada.

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La baratija en cuestión era una fina sarta degranates engarzados en oro. Su madre habíacriado tres hijos, pero solo tenía una nieta, unaniña de cinco años, y ahora cinco nietos, y lehabía escrito ese párrafo final para que leyeraentre líneas.

—Es muy bonito —alabó Temerario,mirándolo desde arriba con ojos codiciosos, apesar de que no le habría cabido alrededor deuna de sus garras.

—Sí —coincidió Laurence con tristeza, e hizovenir a Emily para hacerle entrega del collar.

—Te lo envía mi madre.—Es muy amable de su parte —convino la

joven Roland, complacida aunque un tantoperpleja, y lo bastante feliz con el regalo comopara olvidar su extrañeza y disfrutar delobsequio. Lo sostuvo en las manos y lo admiró,entonces, tras pensarlo un segundo, preguntócon indecisión—: ¿Debo escribirle?

—Tal vez sea mejor que yo le dé las graciasde tu parte en mi próxima carta.

Lo más probable es que a su madre no le

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disgustara recibir esa carta, pero eso propiciaríael malentendido y solo iba a servir para que supadre lo mirase todo con desaprobación yanalizase hasta el último detalle pensando en queeran gestos dirigidos a conseguir elreconocimiento formal, y no parte de su sentidode la responsabilidad hacia una niña ilegítima.Además, tampoco había una forma fácil deexplicarles que esa preocupación carecía detodo fundamento.

Se sentó a contestarle a su madre con tristezae inquietud, ya que en la misiva de respuestadebía evitar echar más leña al fuego de laconfusión y no podía caer en la grosería deomitir los hechos desnudos: había recibido elregalo, lo había entregado y la destinataria lohabía agradecido, todo lo cual solo revelaba unacosa: había visto a Emily recientemente y ajuzgar por la velocidad de la contestación, daríala sensación de que la veía con asiduidad.

También se preguntaba cómo explicaría lasituación a Jane. Albergaba la vaga sospecha deque la idea iba a hacerle gracia e iba a opinar

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que no había nada que debiera tomarsedemasiado en serio. Pero llegado a este puntoempezó a fallarle el pulso y al final dejó deescribir, enfrascado en sus pensamientos, yaque, por supuesto, era la madre de una hijanacida fuera del matrimonio, no era una mujerrespetable y el deber de secreto del Cuerpo noera el único motivo por el que no le habíahablado de Jane abierta y francamente a sumadre.

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Capítulo 15

—¿Quieres casarte conmigo, Jane? —preguntóLaurence.

—Vaya, pues no, cielo, ya sabes… Sería unlío darte órdenes si hubiera hecho voto deobediencia. No iba a resultar muy cómodo, peroes estupendo que me lo hayas ofrecido —añadiómientras se levantaba y le besaba con ganasantes de ponerse el sobretodo.

El capitán no pudo decir nada más, puesalguien llamó tímidamente a la puerta. Uno delos mensajeros de Roland venía a decirle que elcarruaje los esperaba a las puertas del cobertizoy que debían salir ya por fuerza.

—Cómo voy a alegrarme de estar otra vez en

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Dover. ¡Menudo humedal! —comentó Jane,limpiándose la frente con una manga nada mássalir de la barraca.

La posición de Londres añadía a lasatracciones de un calor sofocante y una granhumedad en el aire, la pestilencia incomparablede toda ciudad y los hedores entremezclados delos corrales con el acre de los pequeñoscobertizos, que en aquel momento eranmuladares llenos hasta los topes de excrementosde dragón.

Laurence efectuó un par de comentariosgenerales sobre el calor y le ofreció su pañuelode forma mecánica. No sabía a ciencia ciertacómo sentirse. Pedírselo había sido más unimpulso profundo que una decisión consciente,pues él no pretendía hablar, aún no, y no de esamanera, eso por descontado. Había elegido unmomento casi absurdo para formular la cuestión,era casi como si deseara ser rechazado, pero nose sentía aliviado, ni mucho menos, para nada.

—Supongo que van a tenernos hasta la horade comer —comentó Roland, refiriéndose a los

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lores del Almirantazgo.Esa era una opinión muy optimista en opinión

de Laurence; a su juicio, era muy probable quelos hubieran tenido allí varios días de no serporque Bonaparte estaba dispuesto a invadir laisla en cualquier momento.

—Debo ir a echar un vistazo a Excidiumantes de irnos. No ha comido nada de nada laúltima noche, nada, y debo despertarle a ver sihoy lo hace mejor.

—No hace falta que me regañes —murmuróel Largario sin abrir los ojos—. Tengo muchahambre.

Pero apenas fue capaz de salir delaletargamiento ni para responder a la caricia desu capitana.

Excidium fue uno de los primeros en recibir elpreparado del hongo enviado desde Ciudad delCabo a bordo de una fragata, por supuesto, masaún no se hallaba ni mucho menos recuperadode su ordalía, pues, en su caso, la enfermedadestaba muy avanzada cuando llegó la cura y soloen las últimas semanas habían estimado seguro

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para él abandonar los pozos de arena que habíansido su hogar durante más de un año. Sinembargo, el dragón se había empeñado en llevara Jane hasta Londres en vez de dejar queTemerario los llevase a ella y a Laurence, yahora estaba pagando el precio de su orgullo conun estado de postración. Habían llegado la tardeanterior y desde entonces solo había hecho unacosa: dormir.

—Bueno, pues entonces intenta comer unpoco mientras estoy aquí, solo para mitranquilidad —insistió Jane, y se echó atrás parano mancharse los pantalones ni su mejorsobretodo con las manchas de sangre que iban allover por allí, pues el pastor del cobertizo trajouna oveja a toda prisa y la sacrificó y la troceóallí mismo, delante de las fauces de Excidium,que fue comiendo los trozos conforme se losiban lanzando a la boca.

Laurence aprovechó la oportunidad paraescaparse un segundo y visitar el claro vecino,donde, a pesar de lo temprano de la hora,Temerario estaba muy atareado escribiendo una

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carta en dos mesas de arena. El alado trabajabaen un compendio sobre la enfermedad y sutratamiento con la intención de enviárselo a sumadre en China con el señor Hammond comosu apoderado, obraba así con la intención deevitar que algún día pudiera darse un rebrote dela enfermedad.

—Tal y como está ahí escrito, ese lóng tienemás pinta de ser un chi[14] —dijo el señorHammond, mirando por encima del hombro eltrabajo de sus secretarios: Emily y Dyer.

Los dos estaban bastante descontentos, puesse habían dado cuenta de que el exaltado rangode alférez no los relevaba de la obligación dehacer los deberes. Demane y Sipho acudían conellos, pero al menos ellos no tenían la desventajade tener que aprenderse el alfabeto chino.

«Debí habérselo pedido el otro día, una vezzanjamos el destino de los chicos», se le ocurrióde pronto a Laurence. Habían estado juntos apuerta cerrada y sin interrupciones durantecerca de una hora, y además, en cualquier caso,ese hubiera sido un momento mucho más

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oportuno para hablar, pues en el recinto de laoficina se eliminaba cualquier escrúpulo a tratarcualquier cosa. O podían haber hablado ayer porla noche cuando dejaron durmiendo a losdragones y se retiraron juntos al barracón, omejor todavía, debía haber esperado unascuantas semanas hasta que se hubiera pasadoun poco el primer revuelo levantado por sullegada. Quedaba muy claro, visto todo enperspectiva, que lo mejor que podía haber hechoera aplazar el tema hasta que no lo tuviera deltodo decidido.

El rechazo de Jane había sido demasiadorápido y había tenido un tono demasiado prácticocomo para darle ánimos para intentarlo en unfuturo, y en una situación normal lo habríaconsiderado punto final a su relación, pero habíarespondido muy vivaracha, demasiado parasentirse ofendido, o para insistir desde una líneade argumentación moralizante. Aun así, eraconsciente de su desánimo e insatisfacción.Había jugado un papel decisivo en la decisión decasarse adoptada por Catherine, donde había

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oficiado como abogado a favor del matrimonio, yahora había hecho lo mismo en su caso, pero sinsaber siquiera dónde tenía puesto el corazón osus convicciones.

El Celestial concluyó la línea en la mesa dearena y levantó la pata para permitir a Emilycambiarla por la otra mesa. Miró a Laurencepor el rabillo del ojo.

—¿Te vas? ¿Vendrás muy tarde? —inquirió.—Sí —contestó Laurence. Temerario agachó

la cabeza y le miró con aire indagador. Elaviador le palmeó el hocico—. No importa, noes nada, te lo contaré más tarde.

—A lo mejor no deberías ir —sugirióTemerario.

—Mi asistencia no puede cuestionarse —repuso el capitán—. Roland, tal vez esta tardedebería ir a sentarse un rato con Excidium. Aver si le convence usted de que coma algo más,haga el favor.

—Sí, señor, ¿puedo llevarme a los niños? —Emily se consideraba mayor a sus doce años yllamaba «niños» a Sipho y Demane, este ladeó la

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cabeza con indignación al oír la palabra—.Ahora he de enseñarles a escribir por las tardes—añadió, dándose aires de importancia.

Laurence se horrorizó, anticipando elresultado de aquellas lecciones, pues lacaligrafía de Emily era espantosa y muchos desus textos parecían un hilo enredado.

—Muy bien, siempre que no les necesiteTemerario —repuso Laurence, abandonándolosa su destino.

—No, casi hemos terminado, y entoncesDyer puede quedarse a leerme —terció elCelestial—. Laurence, ¿crees que tenemossuficientes reservas de hongo como para quepueda enviar una muestra con mi carta?

—Espero que sí. Dorset me ha dicho que hanconseguido encontrar el modo de cultivarlos enunas cuevas de Escocia, así que no van aguardar el sobrante para atender necesidadesfuturas.

El landó era viejo y no muy cómodo, pues se

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había embolsado mucho calor al ir cerrado ytraqueteaba de forma horrorosa por las calles,ninguna de las cuales era demasiado buena alestar tan cerca del cobertizo. Dentro delcarruaje cubierto iban un Chenery tan sudorosocomo silencioso, él, que no se callaba ni debajodel agua; Harcourt, extremadamente pálida, auncuando ella tenía una excusa de lo más prosaicapara justificarlo, y a medio camino pidió con vozahogada que detuvieran el vehículo para quepudiera detenerse a vomitar en las calles.

—Vaya, ya me siento mejor —dijo ella alentrar, y se recostó sobre el respaldo.

Harcourt parecía un poco temblorosa cuandobajó del landó, pero rehusó el brazo de Laurencepara realizar el corto trayecto que atravesaba elpatio y conducía hasta las oficinas.

—¿Qué tal si tomas un vaso de vino antes deentrar? —le sugirió Laurence en voz baja.

—No —Catherine movió la cabeza—.Prefiero tomarme un chorrito de brandy.

Y se humedeció los labios con un frasquitoque llevaba encima.

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El primer lord del Almirantazgo y otroscomisionados los recibieron en el salón de actos.El gobierno había vuelto a cambiar durante suestancia en África, probablemente por el asuntoa la Emancipación católica[15], supusoLaurence, y los tories habían vuelto al poder unavez más, por eso, era Lord Mulgrave quienpresidía la mesa ese día. Era un hombre decarrillos hinchados, expresión seria y algoestirado. Los tories no pensaban mucho en elCuerpo bajo ninguna circunstancia.

Sin embargo, Horatio Nelson también sehallaba en la sala y decidió desafiar la atmósferaallí imperante: se levantó en cuanto ellosentraron y permaneció de pie hasta que,avergonzados, varios de los caballeros sentadosa la mesa se removieron en sus sillas y acabaronincorporándose también. Entonces, Nelson seacercó a Laurence, le estrechó la mano y delmodo más elegante posible, le pidió serpresentado.

—Estoy realmente admirado —declaró,dirigiéndose a Catherine, a quien le hizo una

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reverencia—, y leer su informe ha sido para míuna lección de humildad, capitana Harcourt. Mehe acostumbrado a tener una excelente opiniónde mí mismo —añadió con una sonrisa— y megustan los elogios. Soy el primero en admitirlo.Sin embargo, su coraje es un ejemplo muysuperior a cualquier comportamiento que, hastadonde me alcanza la memoria, yo haya podidotener en toda una vida de servicio, y ahora lehacemos estar de pie, y seguro debe querer algode beber.

—Oh, no, nada, nada —contestó Catherine, aquien se le encendió tanto el rostro que se lepusieron coloradas hasta las pecas—. Gracias,señor, pero no ha sido nada, se lo aseguro, no esnada que otro no hubiera hecho, ni que miscompañeros capitanes no hicieran también —añadió, rechazando los elogios y el refrigerio almismo tiempo.

Lord Mulgrave no parecía demasiadosatisfecho de que le hubieran usurpado elprivilegio de tomar la palabra en primer lugar.Había que ofrecer una silla a la dama y a todos

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los demás porque no quedaba otro remedio. Elroce de los pies sobre el suelo siguió a laafirmación del presidente mientras los aviadoresse alineaban muy apretados en una fila junto a lamesa; los almirantes seguían mirándolos defrente, pero, de algún modo, ya no tenía ese airede corte marcial ante la cual los testigosprestaban su testimonio de pie.

Primero tuvieron que soportar una tediosarecapitulación de hechos y luego laconcordancia de datos. Así, por ejemplo,Chenery había cifrado la duración del vuelodesde su apresamiento hasta la llegada a lascataratas en diez días, Laurence había dado otrodato, doce días, y Catherine, otro distinto, once.Esa disimilitud consumió más de una hora yexigió que los secretarios rebuscaran en losarchivos hasta traer varios mapas, pero ningunode ellos coincidía con precisión en la escala delinterior del continente.

—Señor, sería mejor que recurriéramos a losdragones para este tipo de hechos —concluyóLaurence cuando levantó la cabeza del cuarto

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mapa. Solo habían sido capaces de coincidir demanera concluyente en que había un desierto enalgún punto no determinado de África, situado amenos de nueve días de vuelo—. Doy fe de queTemerario es de sobra capaz de evaluar lasdistancias en vuelo y, dado que no nos siguierondirectamente durante nuestra huida, al menosestoy bastante seguro de que él es capaz deindicarnos dónde estaban las fronteras de esedesierto que cruzamos y del mayor de los ríos.

—Ya —repuso Mulgrave de un modo pocohalagüeño, y pasó la hoja del informe que teníadelante de él—. Dejémoslo por ahora yvayamos al asunto de la insubordinación. Creohaber comprendido correctamente que las tresbestias desobedecieron la orden del capitánSutton de regresar a Ciudad del Cabo.

—Llámelo insubordinación si le place —repuso Roland—. Ya me parece magnífico quese quedaran a escuchar los tres en vez delanzarse a la selva de inmediato cuando habíanraptado a sus capitanes. Eso es una disciplinaadmirable, se lo aseguro, y más de lo que yo

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habría esperado en esas circunstancias.—En tal caso me gustaría saber de qué otro

modo se le puede llamar al desacato de unaorden directa —intervino Lord Palmerstondesde una silla del fondo.

—Oh, vamos... —Jane amagó un gesto deimpaciencia con la mano, pero no llegó a hacerlo—. Solo hay un medio para convencer a undragón de veinte toneladas para que haga algo:la persuasión, si lo sabré yo. Y si ellos novalorasen tanto a sus capitanes como paraobedecerlos, no aceptarían ninguna orden. Esoes así y no sirve de nada quejarse. Sería lomismo que decir de un barco que se insubordinaporque no ha avanzado cuando no sopla elviento. Mandas tanto en el primero como en elsegundo.

Laurence clavó la vista en la mesa. Él habíavisto dragones en China comportarse conperfecta disciplina sin tener capitán ni cuidadorde ningún tipo, y por tanto sabía que esa defensatenía grietas. Él mismo no conocía otro nombremás preciso que el de insubordinación y no

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estaba dispuesto a desestimarlo a la ligera, y enel fondo, sugerir que los dragones no sabíanhacerlo mejor le parecía más insultante que otracosa. No le cabía duda alguna de que Temerariosabía cuál era su deber, estaba seguro de eso. ElCelestial había desobedecido deliberadamentelas órdenes de Sutton porque no le gustabaseguirlas, así de simple. Lo más probable es quehubiera considerado esa desobedienciajustificada y natural, algo que no era preciso niexplicar, e incluso le habría sorprendido quealguien hubiera esperado de él otra cosa, pero éljamás había negado su responsabilidad.

Laurence estimó poco prudente sacar untema tan espinoso ante una audiencia hostil ycon ello inducirlos tal vez a exigir un castigoirracional, máxime cuando incluso él se sentíapredispuesto a contradecir a Jane en esaposición. Permaneció en silencio mientras teníalugar un breve debate dialéctico sobre el tema yquedó sin resolver cuando Jane dijo:

—Estoy dispuesta a echarles una buenabronca al respecto si ustedes lo desean o

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presentarles ante una corte marcial si es que esoles parece sensato, y preferiría aprovecharahora el tiempo que tenemos.

—En lo que a mí respecta —empezó Nelson—, ninguno de los aquí presentes va asorprenderse si digo que la victoria es la mejorde las justificaciones y contestarla conreproches me parece repulsivo. El éxito de laexpedición demuestra su mérito.

—Un éxito memorable, sin duda —arguyó elalmirante Gambier aceradamente—, un éxitocuyo saldo no es una colonia perdida, sino enruinas, y la confirmación visual de la destrucciónde todos los puertos a lo largo de la costaafricana. Es un logro de lo más meritorio.

—Nadie puede esperar que una compañía desiete dragones defienda todo el continenteafricano contra una horda de varios centenares,bajo ninguna circunstancia, y haríamos bien enmostrarnos agradecidos por la informaciónconseguida gracias a la exitosa fuga de nuestrosoficiales.

Gambier no contradijo a Jane abiertamente,

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pero bufó y retomó la indagación sobre otrapequeña discrepancia en los informes. Suspropósitos y los de Lord Palmerston fuerondesvelándose poco a poco conforme discurría lasesión e iban mostrándose sus respectivas líneasde interrogatorio: pretendían levantar sobre losaviadores la sospecha de que habían provocadodeliberadamente la invasión mientras eranprisioneros y, por consiguiente, se habíanconchabado entre ellos para ocultar el acto. Noestuvo claro cómo iban a unir ambos hechos nitampoco los posibles motivos hasta que por finGambier añadió con tono irónico:

—Y por supuesto, luego está el comercio deesclavos que cuestionan con tanta virulencia,aunque, como todo el mundo sabe, es unapráctica instituida por los nativos del continentedesde tiempos inmemoriales, mucho antes de lallegada de los europeos a sus costas, o tal vezdebería decir que lo que cuestionan no es elcomercio, sino a quien lo practica. Tengoentendido, capitán Laurence, que usted tieneopiniones bien formadas sobre el tema. Espero

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que no encuentre el comentario fuera de lugar.—No, señor, en absoluto —se limitó a decir

Laurence, y no añadió comentario alguno. Noiba a dignificar la insinuación con una defensa.

—¿No hay nada más apremiante para quedebamos malgastar el tiempo de todos nosotrosespecular con la posibilidad de que un nutridogrupo de oficiales haya dispuesto las cosas paraser capturados y que muera una docena debuenos hombres con el fin de poder ir a unanación extranjera donde nadie habla una palabrade inglés y allí ser lo bastante ofensivos comopara hacerles convocar una asamblea, reunirdoce escuadrones de dragones y lanzar unasalto inmediato? —preguntó Jane—. Ysupongo, además, que encima deberían sercapaces de montar algo así de la noche a lamañana… Solo Dios sabe las enormesdificultades que hay a la hora de proporcionarsoporte logístico a un centenar de dragones.

Prosiguieron hurgando en minucias de formaagotadora, pero el interrogatorio acabóhoscamente al cabo de otra hora, cuando no

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logró forzar ninguna confesión. No existíanrazones objetivas para un consejo de guerra,dado que no se había perdido ningún dragón, y silo que buscaban los lores del Almirantazgo eraun juicio por la pérdida de El Cabo, iban a tenerque procesar al general Grey, y no había unclima favorable para semejante investigaciónjudicial.

A los lores no les quedó otro remedio quesentirse profundamente insatisfechos y a losaviadores les tocó permanecer sentados yescuchar sus quejas.

Se propusieron varias medidas para recuperarlos puertos, todas ellas sin el menor viso deéxito, y Jane se vio obligada a recordar a loslores, ocultando a duras penas su desesperación,la sucesión de fracasos con que se habíansaldado todos los intentos de establecer coloniascon el fin de organizar hostilidades aéreas: la deEspaña, en el Nuevo Mundo; la completadestrucción de la colonia de Roanoke; losdesastres de Mysore en la India.

—Para tomar El Cabo y asegurar el castillo,

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si es que no lo han demolido, se necesitaría elnúmero de barcos suficiente para lanzar veintetoneladas de metal y seis escuadras dedragones, y cuando eso se haya hecho, deberíandejar dos escuadras allí, además de cañones deprimera calidad, y me resulta difícil calcularcuántos soldados harían falta, y también habríaque idear un modo de avituallarlos todos losmeses, siempre y cuando al enemigo no se leocurriera la brillante idea de atacar las naves deaprovisionamiento más al norte.

Dejó de haber propuestas.—Milores, ya conocen ustedes las cifras de la

almirante Roland y no veo posibilidad alguna derebatirlas —dijo Nelson—, aunque no soy tanpesimista sobre nuestras posibilidades de teneréxito allí donde nuestros intentos del siglo pasadosalieron mal, pero aunque sea muy difícil reunirla mitad de la fuerza propuesta, y no siendoposible que ese movimiento pase desapercibido,tampoco puede transportarse desde ningúnpuerto civilizado a una provincia de África sin elconocimiento de la Armada ni, por supuesto, su

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colaboración en la materia. Eso puedogarantizarlo.

»Si no estamos en condiciones dereconquistar El Cabo ni de establecer ningunaposición firme en la costa del continenteafricano, tal vez debamos contentarnos conlograr que tampoco lo haga ninguna otra nación.Francia no puede aspirar a ello, desde luego. Novoy a negar que Napoleón puede conquistar ellugar que le plazca del mundo entre Calais yPekín mientras pueda ir a pie, pero si pone unpie en el mar, está a nuestra merced.

»E iré más lejos, ya lo creo. Hemos sufridouna terrible pérdida en vidas y propiedades porculpa de este bárbaro ataque no provocado, yeso nos ha causado un dolor que no pretendopasar por alto, pero, como una cuestión de puraestrategia, me declaro muy feliz de permutartodas las ventajas de poseer El Cabo a cambiode no necesitar defender esa posición. En estosmismos salones hemos hablado antes de ahora,caballeros, del enorme gasto y la dificultad demejorar las fortificaciones y las patrullas de la

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vasta línea costera contra la incursión francesa,ese desembolso y ese esfuerzo van a tener quehacerlo ahora nuestros enemigos.

Laurence no tenía la menor intención deponerse a discutir con él, pero al principio lecostó comprender por qué el Almirantazgo habíallegado a temer una incursión de semejantescaracterísticas. Los franceses jamás habíandemostrado la menor ambición por apoderarsede Ciudad del Cabo, que, si bien era un puertovalioso, resultaba absolutamente innecesariopara sus intereses en tanto en cuanto retuvieranel control de Île de France, lejos de la costaafricana y una nuez muy difícil de partir. Franciaya tenía cuanto necesitaba para defender susposesiones no continentales.

El presidente frunció la nariz, mas no efectuócomentario alguno.

—Almirante Roland —dijo al fin, y aregañadientes, como si le costase pronunciar elcargo—, ¿tendría la amabilidad de describirnosla fuerza actual de nuestras defensas en elCanal de la Mancha?

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—He emplazado ochenta y tres dragones deFalmouth a Middlesbrough como fuerza delucha, y podrían salir a volar veinte más en casode necesidad, diecisiete de ellos son pesospesados y hay tres Largarios, y contamostambién con el concurso del Kazilik y elCelestial. Disponemos de otros catorce en LochLaggan: están recién salidos del cascarón, peroya tienen edad suficiente para volar y losestamos entrenando. Hay más alados junto a lacosta del Mar del Norte, por supuesto; apenastendríamos capacidad para alimentarlos si laacción durase más de un día, pero en unmomento dado podríamos contar con ellos.

—¿Cuál es su estimación acerca de nuestrasposibilidades si Bonaparte hiciera otro intento deinvadir la isla por medio de zepelines como losusados en la batalla de Dover? —preguntóNelson.

—Podría aterrizar en suelo inglés si no leimportara perder la mitad de los efectivos en elocéano, señor, pero yo no se lo recomendaría.La milicia podría prenderles fuego en cuanto nos

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hubieran rebasado. La respuesta es no, pedí unaño, y aunque no ha pasado entero, la cura lo hacompensado todo, y tenemos de vuelta entrenosotros a Lily y a Temerario. Los dragones nopueden venir por aire.

—Ah, sí, la cura —dijo Nelson—. Confío enque esté a salvo. ¿No podrían robarla? Me haparecido oír hablar de un incidente…

—Le ruego que no inculpe a ese pobremuchacho —contestó Jane—. Tiene catorceaños y su Winchester estaba muy grave.Lamento decir que ha habido algunos rumoresde lo más deplorable según los cualesandábamos cortos de existencias y no iba ahaber bastante para todos. Eso se debe a quecomenzamos un poco despacio para determinarlo grandes o pequeñas que debían ser las dosisantes de empezar a administrárselas. No secausó ningún daño y el culpable confesóinmediatamente cuando reuní a todos loscapitanes. Después de eso, pusimos un guardiaante la reserva con el fin de evitar futurastentaciones, y nadie ha metido las narices por

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allí.—Pero ¿y si se produjera otro intento? —

insistió Nelson—. ¿No podría aumentarse laguardia y llevar la reserva a algún sitiofortificado?

—Queda muy poco que robar, si alguien lopretendiera, después de haber alimentado hastael último de los dragones de Inglaterra y lascolonias —contestó Roland—, a menos que loscaballeros de la Royal Society se las hayanarreglado para convencer a alguien de quearranquen las raíces en Loch Laggan, y encuanto a eso, si a alguien le apetece probarsuerte y robarlas de su sitio, en medio delcobertizo…, bueno, le invitamos a intentarlo.

—Excelente, así pues, caballeros —dijoNelson, volviéndose hacia los demáscomisionados—, pueden ver que, comoresultado de todos estos hechos, deplorables ensí mismos, podemos contar con la relativaseguridad de tener la cura bajo control, al menoshasta donde somos capaces de saber.

—Le pido disculpas, pero ¿existe alguna

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razón para creer que la enfermedad se haextendido al continente? ¿Están enfermos losdragones franceses?

—Eso esperamos —repuso Nelson—, peroaún nos falta la confirmación sobre el terreno.¿Recuerdan el correo espía que capturamos?Hace dos días enviamos a la Plein-Vite devuelta a casa. Esperamos la noticia de que hacontagiado la enfermedad de un momento aotro.

—Es el único arcoíris que hemos tenidodespués de estas malditas tormentas —observóGambier, y el comentario levantó unasentimiento general—. Será un pequeñoconsuelo verle la cara al pequeño cabo corsocuando sus propios dragones estén escupiendosangre.

—Señor —logró decir el capitán deTemerario mientras a su lado el semblante deCatherine cobraba una palidez cadavérica acausa del espanto y ocultaba la boca con eldorso de la mano—. Señor, debo protestarcontra… este… —Laurence no pudo seguir, le

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faltaba el aire, se ahogaba al recordar alpequeño Sauvignon, que había hecho compañíaa Temerario durante aquella semana horrible,cuando todo parecía perdido, y él temía que sudragón empezara a escupir sangre de unmomento a otro.

—Debí imaginármelo, maldita sea. Por esoenviaron a la criatura a Eastbourne, supongo, yno a alguno de los otros campos de cuarentena.Allí, en la costa sur, un lugar perfecto desde elque extender la enfermedad. ¿Qué va a ser lopróximo? ¿Meteremos en su puerto una navecon peste? Díganmelo, por favor. O tal vezenvenenaremos sus convoyes de grano…¡Menuda panda de peleles!

Mulgrave se retrepó sobre el sillón, indignado,y le soltó a Roland:

—Esto es inadmisible, señora.—Esto es lo que pasa cuando una… —

empezó Gambier.—Maldita sea, Gambier, salga de detrás de

esa mesa y dígamelo a la cara —replicó Jane,echando mano al sable.

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La habitación se llenó enseguida de gritos ydesprecios, hasta el punto de que los guardias dela puerta asomaron tímidamente la cabeza.

—No pueden estar haciendo esto de verdad.Su Gracia —apeló Laurence a Nelson—, ustedha conocido a Temerario, ha hablado con él. Soncriaturas pensantes, no puede verlo de otromodo, no son carne de matadero…

—Menuda blandenguería femenina… —censuró Palmerston.

—Es el enemigo —replicó Nelson a gritopelado para hacerse oír por encima de laalgarabía—, y debemos aprovechar laoportunidad que se nos ha presentado de nivelarla desigualdad entre nuestras fuerzas aéreas ylas suyas…

Habían llevado todo aquello de tapadillo, locual demostraba bien a las claras que los loreshabían previsto oposición y habían optado porevitarla, pero tampoco estaban dispuestos asoportar una filípica después de hacerlo y habíanalcanzado los límites de la tolerancia cuandoJane empezó a hablar con la voz un poco más

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alta.—Bonaparte va a suponer lo ocurrido en

cuanto vea enfermar a sus dragones y entoncesno va a esperar, va a cruzar el Canalinmediatamente, mientras aún puede, y es lo quehará si no es tonto de remate, y entoncesustedes me harán ir con la lengua fuera hastaDover para que con dos Largarios y nuestroCelestial defienda todo el maldito Canal de laMancha, tan accesible para él como RottenRow[16].

Mulgrave se levantó e indicó mediante señasa los guardias que abrieran las puertas.

—En tal caso, no debemos demorarla ni unsegundo —sentenció y antes de que la almiranteRoland volviera a hablar, añadió con bastantemás frialdad—: Puede retirarse, señora.

Y le tendió las órdenes formales para ladefensa del Canal de la Mancha. Jane arrugólos papeles en el puño mientras salía hecha unbasilisco.

Catherine se apoyó pesadamente en el brazode Chenery antes de salir, blanca como la pared,

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pero con los labios rojos de tanto mordérselos.Nelson siguió a Laurence y le puso una mano enel brazo antes de que pudiera ir detrás de suscompañeros y le habló largo y tendido de unaexpedición proyectada con rumbo a Copenhaguepara atrapar a la flota danesa, aunque el aviadorno fue capaz de seguir el hilo de todo lo quedecía.

—Me alegraría contar con usted, capitán, ycon Temerario, si puede usted, y si la defensadel Canal puede pasar sin su concurso duranteuna semana.

Laurence le miró fijamente, sintiéndoseestúpido y triste, perplejo ante la desenvoltura yla labia de Nelson. Había conocido a Temerario,había hablado con él, no podía alegar ignorancia.Tal vez no había sido el ideólogo ni el instigadorde aquel experimento, pero tampoco se habíaopuesto a él, y su oposición podría haberlo sidotodo, seguramente lo habría sido.

—Usted está como nuevo después de unlargo viaje, pero yo estoy muy cansado de tantointerrogatorio —dijo Nelson con mayor altivez

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—. Me ha parecido una pérdida de tiempodesde el principio. Volveremos a hablar mañana,iré por la mañana al cobertizo, antes de quedeba usted regresar.

Laurence se tocó el ala del sombrero. Nohabía nada que él pudiera decir.

Salió del edificio y se adentró en las callejas,tan alterado y descompuesto que era incapaz dever nada. Se llevó un susto mayúsculo cuando ledieron un codazo y se encontró mirando a unhombre pequeño vestido con ropas gastadas. Laexpresión de Laurence debía dar algún indicioserio de su agitación interior, pues esbozó unaancha sonrisa apaciguadora que dejó aldescubierto una boca llena de dientesamarillentos antes de entregarle un legajo depapeles y se inclinó para marcharse actoseguido sin decir ni una palabra.

Laurence lo desdobló mecánicamente y leyó:era una demanda por daños que ascendía alimporte de diez mil trescientas libras, el valor dedoscientos seis esclavos valorados a cincuentalibras cada uno.

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Temerario dormía iluminado por la luz veteadadel crepúsculo. Laurence no le despertó y sesentó frente al dragón en un asiento de rocatoscamente tallado al abrigo de los pinos einclinó la cabeza hacia delante en silencio.Jugueteó entre los dedos con un pulcro rollo depapel de arroz que Dyer le había entregadohacía un rato. Llevaba un sello rojo de tinta. Nose permitiría el envío de la carta por las elevadasposibilidades de que fuera interceptada, suponíaél, o que pudiera encontrar el camino hasta lasgarras de alguien como Lien, si es que todavíaconservaba algunos aliados en la corte china.

El claro estaba desierto, pues la dotaciónseguía de permiso. El martillo de Blythe aúnresonaba sin parar en la pequeña forja situadadetrás de los árboles, donde el armerogolpeteaba las hebillas del arnés de Temerario.El repiqueteo era un débil sonido metálico muysimilar al de uno de esos pájaros africanos quetrinaban junto al río. De pronto, el aviador sintió

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que el polvo en suspensión del claro se leespesaba en las fosas nasales y le recordabavívidamente el olor a cobre de la sangre, el olora polvo, el hedor a vómito. Sintió una fuerterozadura en el rostro similar a una cuerdaapretada con fuerza sobre la piel y se frotó lamejilla con la mano como si pudiera encontrarallí una marca, aunque ya no quedaba ningunahuella, salvo, tal vez, una cierta dureza, unaimpresión de la malla del dragón africano sobrela piel.

Jane se unió a él al cabo de un rato. Se quitóel lujoso sobretodo y el lazo del cuello, queocultaba manchas de sangre de la blusa. Sesentó en el banco y se inclinó hacia delante conaires hombrunos, apoyando los codos en lasrodillas. Aún llevaba el pelo recogido haciaatrás, pero las hebras más finas ya lecaracoleaban sobre el rostro.

—¿Puedo pedirte un día de permiso? —preguntó Laurence al final—. Debo ver a misabogados en la City. No puede llevarme mucho,soy consciente de ello.

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—Un día —contestó ella mientras se frotabalas manos con aire ausente, a pesar de que nohacía nada de frío, incluso cuando el sol seocultaba ya tras los barracones—. Ni un minutomás.

—Los franceses van a mantener a la dragonaen cuarentena, ¿verdad? —preguntó Laurencecon un hilo de voz—. El capitán vio nuestroscampos de cuarentena y debe de habercomprendido que está enferma nada más verla.Jamás expondría al contagio a otros dragones.

—No temas, lo han planeado todo aconciencia —repuso Jane—. La dragona havisto partir al chico en bote y le han dicho que elmuchacho era enviado al cobertizo situado a lasafueras de París, donde tiene su centro elservicio imperial de mensajería. Me atrevería adecir que la dragona voló directamente entre suspropias filas. Uf, qué asunto tan nauseabundo.La enfermedad está muy extendida a estashoras, estoy segura. Los correos salen cadacuarto de hora y entran casi con la mismafrecuencia.

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—Jane, los correos de Napoleón van a Viena,a Rusia y a España, y atraviesan toda Prusia.Los dragones prusianos están afincados en loscampos de cría franceses, los prusianos, losaliados a quienes abandonamos en su hora demáxima necesidad… Acuden incluso aEstambul… ¿Adónde no va a extenderse laenfermedad desde el Bósforo?

—Sí, muy astutos —concedió ella, esbozandouna sonrisa apergaminada y rígida en lascomisuras de los labios—, la estrategia esirrebatible. Nadie puede ponerle objeción alguna.Un solo golpe maestro nos lleva de ser la fuerzaaérea más débil de Europa a la más fuerte.

—Mediante el asesinato. No tiene otronombre, asesinato al por mayor —precisóLaurence.

Tampoco existía razón alguna para queaquella pandemia devastadora terminase enEuropa. En su mente, el aviador vio cómovolvían a desplegarse todos los mapas sobre losque había trabajado en el último medio año deviaje desde China hasta Inglaterra. No

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necesitaba de su presencia física para verlos. Elsinuoso curso de su viaje ahora se convertía enun sendero por el cual regresaba la muerte.Estrategia, una estrategia que conduciría a lavictoria. La infantería y la caballería chinasdifícilmente podrían soportar el castigo de laartillería británica si las legiones imperialesresultaban diezmadas. Los reinos de losdiferentes rincones de la India caerían bajo sucontrol. Japón recibiría una buena humillación.Tal vez podrían entregarle otro dragón enfermoa los incas, y entonces por fin se abrirían a loseuropeos las fabulosas ciudades de oro.

—En los libros de historia encontrarán unnombre mucho más rimbombante, de eso estoyconvencida —dijo Jane—. Ya sabes, solo sondragones. No deberíamos darle la mismaimportancia que si estuviéramos hablando deprenderle fuego a una docena de barcos en elpuerto, algo de lo que nos alegraríamos bastante.

Laurence agachó la cabeza.—Así es como deben librarse las guerras.—No, así es como se ganan —le rectificó

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ella, fatigada. Luego, apoyó las manos en lasrodillas, y se impulsó hasta ponerse de pie—. Nopuedo quedarme. Me voy ahora mismo haciaDover en un dragón mensajero. He convencidoa Excidium de que me deje irme. Mañana por lanoche voy a necesitarte.

Ella colocó la mano sobre el hombro deLaurence durante un momento y se fue.

Él no se movió durante un buen rato, ycuando por fin alzó la cabeza, Temerario estabadespierto y le miraba con sus ojos de pupilasrasgadas convertidos en un débil destello en laoscuridad.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Temerarioen voz baja.

Y el aviador se lo contó, también en voz baja.

Atinadamente, el Celestial no se enfadó, sinoque escuchó con más atención que rabia y sefue agazapando.

—¿Qué vamos a hacer? —se limitó apreguntar cuando Laurence hubo terminado.

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Laurence manoteó de forma vaga sincomprenderle, pues había previsto otro tipo derespuesta, algo más intenso que aquello.

—Vamos a ir a Dover —contestó al fin.Temerario echó hacia atrás la cabeza y tras

un momento de extraña inmovilidad, dijo:—No, no me refiero a eso, para nada.Se hizo el silencio.—No hay nada que hacer. Ni protestar. Ya la

han enviado a Francia —respondió Laurence alfinal, sintiendo la lengua espesa e inútil—. Seespera la invasión de un momento a otro, así quevamos a montar guardia en el Canal de laMancha.

—No —le interrumpió Temerario a voz engrito. Su voz reverberó con gran fuerza y losárboles circundantes se estremecieron—. No —repitió—. Vamos a llevarles la cura. ¿Cómopodemos hacerlo? Podemos regresar a África sies preciso.

—Estás hablando de traición —le advirtióLaurence, pero lo hacía sin tener sensación deque fuera así, le invadía una extraña calma. Las

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palabras no pasaban de ser un recitado lejano.—Muy bien —convino Temerario—, si soy

un animal y se me puede envenenar como a unarata molesta, no puedo esperar, y no voy ahacerlo, que alguien se preocupe, pero nopuedes decirme que me quede cruzado debrazos.

—¡Es traición! —insistió Laurence.Temerario enmudeció y se limitó a mirarle.—Es traición —repitió el exhausto aviador en

voz baja—. No es desobediencia niinsubordinación. No se puede… No existe otronombre aplicable a esto. El gobierno no es de mipartido y mi rey está enfermo y loco, pero aunasí, sigo siendo su súbdito. Tú no has hechoningún juramento, pero yo sí —Laurence hizo unalto—. He empeñado mi palabra.

Volvieron a guardar silencio cuando se alzó unclamor entre los árboles: algunos miembros de latripulación de tierra regresaban de su día depermiso con el alboroto de quien lleva algunacopa de más. Mientras entraban en losbarracones, escucharon algún jirón de la canción

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entonada a voz en grito.

Qué bien dotadaestaba esa fulana…

Y luego unas carcajadas.Después, las luces de los faroles

desaparecieron.—En tal caso, debo ir solo —concluyó el

dragón desconsolado en voz tan baja que, poruna vez, resultó realmente difícil entender laspalabras—: Iré solo.

—No —dijo Laurence.Y dio un paso adelante para poner la mano

sobre el costado de Temerario.

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Capítulo 16

Le escribió a Roland la más sencilla de lascartas, pues ninguna disculpa podría bastar y noiba a insultarla pidiéndole comprensión, y porúltimo añadió:

… y quiero dejar constancia de que enningún caso he dado a conocer mispensamientos ni he recibido ayuda de misoficiales, mi tripulación u hombre alguno; yno mereciendo ni solicitando excusa algunapor mi parte, suplico efusivamente que se mehaga a mí único responsable de toda laculpa relacionada con estas mis acciones yno recaiga sobre aquellos que, en ocasiones

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similares, serían merecedores de unaculpabilidad involuntaria; mi resolución hatomado forma escasos minutos antes de quela tinta de mi pluma se posara sobre estacarta, y será llevada a cabo en cuanto lacierre.

Habiendo perdido ya toda esperanza deentereza, no insistiré más abusando de lapaciencia de la que temo haberme yaaprovechado. Y solo le pido que me crea apesar de las actuales circunstancias,

Su seguro servidor, etc.

La dobló dos veces, la selló con especialcuidado, y la depositó sobre el catreperfectamente hecho, con la dirección haciaarriba; y dejó su calderilla, andando entre unahilera de hombres que roncaban para salir otravez al exterior.

—Puede irse, señor Portis —dijo al oficial deguardia, que estaba dando cabezadas al filo delamanecer—. Me llevaré a Temerario a dar unavuelta; no volveremos a tener un vuelo tan

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tranquilo en mucho tiempo.—Muy bien, señor —contestó Portis, con los

ojos inyectados en sangre y apenas conteniendoun bostezo, y no necesitaba que le convencierande irse. No estaba borracho, pero volvió albarracón con paso vacilante y desgarbado.

Aún no eran las nueve. Iban a echarlos demenos en una hora, dos a lo sumo, según calculóLaurence; se liberó de los escrúpulos de prohibira Ferris que abriera la carta, dirigida a Jane,hasta que empezó a sufrir un alto grado deansiedad, que le duraría otra hora, pero despuésla persecución prometía ser furiosa. Había unoscinco mensajeros en la espesura durmiendo porahora; y más en el Parlamento, algunos de losmás veloces de toda Gran Bretaña. No solotenían que dejarlos atrás en dirección a LochLaggan, sino también en dirección a la costa:cada batería de las orillas desde Dover aEdimburgo se levantarían para bloquearles elpaso.

Temerario le estaba esperando con lagorguera extendida, nervioso, aun cuando se

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agazapaba un poco para disimularlo. Puso aLaurence en su cuello y levantó el vuelorápidamente, dejando Londres a lo lejos, unacolección de lámparas y faroles y el humoamargo de diez mil chimeneas mientras las lucesde los barcos se deslizaban con suavidad por lasaguas del Támesis. No había más sonido que elapagado susurro de las ráfagas de viento.Laurence cerró los ojos hasta que seacostumbraron a la incipiente luminosidad,después consultó su brújula para indicarle aTemerario la dirección: seiscientos cincuentakilómetros al norte, dirección noroeste, hacia laoscuridad.

Resultaba extraño volver a estar solo en ellomo de Temerario, únicamente por el placer devolar. La ronda ordinaria de obligaciones no selo permitía muy a menudo. Aliviado por laligereza del peso de Laurence y del arnés tandesnudo, el Celestial se estiró y le condujo a loalto, hasta el límite donde el aire se volvía fino;unas nubes pálidas pasaron por debajo de ellossobre un fondo oscuro, y el viento silbaba con

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fuerza a su espalda, a esa altura hacía fríoincluso a mediados de agosto. El aviador sesubió el sobretodo de cuero y se lo puso máscómodo: metió las manos debajo de los brazos.Temerario iba muy rápido; aleteaba con brío lasalas, ahuecadas para tomar más aire, y cuandoLaurence miró por encima del hombro vio elmundo borroso bajo ellos.

El capitán dirigió la vista hacia occidente: enlontananza se insinuaba un brillo fantasmagóricoque iluminaba la curvatura de la tierra, como, siel sol intentara salir escupiendo humo: adivinóque era Manchester, y sus molinos, así quehabían avanzado unos doscientos cincuentakilómetros en menos de siete horas. Temerarioiba a una velocidad de entre veinte y veinticinconudos por hora, calculó.

Poco después del alba, el Celestial aminoró elritmo, se posó en la orilla de un pequeño lago sindecir una palabra, metió buena parte de lacabeza en el agua y se puso a beber con tantaavidez que el cuello se convulsionaba mientraslos tragos le bajaban por la garganta. Se detuvo,

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suspiró, y bebió un poco más.—No, no estoy cansado, bueno, no mucho,

solo estaba muy sediento —aseguró el alado convoz pastosa, volviendo la cabeza hacia atrás. Apesar de sus valientes palabras se agitócompletamente, y parpadeó para quedesapareciera su expresión aturdida antes depreguntar, en un tono más normal—: ¿Te bajo unmomento?

—No, estoy muy bien —repuso Laurence. Sehabía metido en el bolsillo el frasco de grog y unpoco de galleta, pero no la había probado. No leapetecía nada. Tenía un nudo en el estómago yera incapaz de ingerir algo—. Lo estás haciendomuy bien, querido amigo.

—Sí, lo sé —añadió Temerario conamabilidad—. No hay nada más placentero quevolar los dos solos deprisa y con buen tiempo.Nada me gustaría tanto —añadió, mirando a sualrededor con pena—. No me gusta que estéstriste, Laurence.

Al oficial le habría gustado reconfortarle, masno podía. Tal vez habían pasado por encima de

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la orilla de Nottingham durante la noche, y, en talcaso, habrían sobrevolado su casa, bueno, lacasa de Lord Allendale. Le acarició las escamasdel cuello antes de decir con un hilo de voz:

—Debemos irnos, de día se nos vedemasiado.

Temerario se puso un tanto mustio y norespondió, pero despegó hacia lo alto de nuevo.

Llegaron a Loch Laggan a la hora de la cena,después de otras siete horas de vuelo.Temerario no se anduvo con miramientos y selanzó en picado sin avisar a los campos dealimentación, donde no esperó a ningún pastor ycayó sobre dos vacas, a las que sacó del redildemasiado deprisa como para que pudieranmugir, pues el descenso había sido vertiginosoincluso para ellas. Veloz como el rayo, las llevó aun saliente desde el cual podían verse todos losvuelos de entrenamiento y procedió azampárselas una tras otra casi sin masticar.Después soltó un suspiro de alivio y un eructo de

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satisfacción, el típico de cuando estaba lleno.Luego, empezó a lamerse las garras con muchadelicadeza antes de soltar un respingo deculpabilidad: alguien los observaba.

Celeritas permanecía tumbado de cara alpálido sol vespertino con los ojos entrecerrados.Allí, recostado sobre el borde, tenía un aspectoavejentado como no le habían visto durante eltiempo de su adiestramiento. Parecía haberpasado un siglo, y sin embargo, solo habíantranscurrido tres años, pero las marcas de colorjade habían perdido su lustre como ropa lavadaen agua demasiado caliente y el amarillo sehabía oscurecido hasta alcanzar un tonobroncíneo.

—Has crecido un poco, por lo que veo —comentó, y tosió de forma un tanto abrupta.

—Sí, ahora mido lo mismo que Maximus —repuso Temerario—. Bueno, él me saca muypoco. En cualquier caso, soy un Celestial —agregó con petulancia.

La anterior amenaza de invasión, la de 1805,era tan fuerte que Laurence y Temerario habían

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abandonado el entrenamiento con Celeritas sinsaber en aquel momento cuál era la verdaderaraza de Temerario ni su particular habilidad conel viento divino. Le consideraban un Imperial,una raza de lo más valiosa, pero no tanextremadamente rara.

—Eso he oído —repuso Celeritas—. ¿Quéhacéis aquí?

—Esto, bueno… —empezó Temerario.Laurence se deslizó sobre el lomo del

Celestial y se adelantó.—Le pido perdón, señor. Venimos desde

Londres a por algunos musgos de muestra.¿Puedo preguntarle dónde se guardan?

Los dos habían llegado a la conclusión de queuna carga frontal era la mejor posibilidad deéxito, incluso aunque ahora Temerario parecíaarredrado.

Celeritas bufó.—Están cuidando esas cosas como si fueran

huevos. Las tenéis en el piso de abajo, en losbaños. Encontraréis en su despacho al capitánWexler, creo, ahora es el comandante de la

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plaza.El veterano dragón se volvió hacia Temerario

y le dedicó una mirada inquisitiva, este seacuclilló. A Laurence no le gustaba nada dejarlesolo en semejante trance. Su antiguo maestroiba a desplegar una curiosidad tan amistosacomo desprevenida y el Celestial se veríaobligado a soportar todo el dolor de mentirle a lacara, pero no quedaba tiempo para hacerlo deotra manera. Celeritas empezaría a preguntarsede un momento a otro por qué no venían contripulación y ni el más redomado de losembusteros podría ocultar una traición tanflagrante por mucho rato.

Resultaba extraño recorrer de nuevo aquelloscorredores. Se le antojaban más familiares queajenos. Aún podía oír por los rincones la alegreverborrea de las mesas de los comedorescomunes cuyo sonido incesante y caótico eracomo el de una catarata lejana: acogedor y aunasí inaccesible. Ya se sentía excluido. No habíacriados en los vestíbulos, a excepción de unmuchacho que corría con una pila de servilletas

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y que no se molestó en mirarle dos veces,probablemente estaban demasiado ocupados conla cena.

Laurence no se presentó ante el capitánWexler. Su excusa no iba a soportar la falta deórdenes o de una explicación que se tuviera enpie, así que fue directamente a la estrecha yhúmeda escalera que conducía a los servicios.En el vestidor se desprendió del sobretodo y lasbotas, dejó ambas cosas en una estantería, aligual que su sable. Se dejó puestos lospantalones y la camisa. Anduvo tan deprisa queapenas vio a ninguna de las pocas figurassoñolientas y bostezantes, pero tampoco erafácil distinguir rostro alguno entre las nubes devapor. Nadie le habló hasta que prácticamentehubo llegado a la puerta del fondo, donde un tipocon el rostro cubierto por una toalla la levantó yse dirigió a él.

—Perdone —dijo.—¿Sí? —repuso Laurence, envarándose. No

le conocía. Tal vez era uno de los tenientesveteranos o uno de los capitanes más jóvenes.

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Lucía un bigote poblado que goteaba agua porlas puntas.

—Si va a entrar, por favor, sea buen chico ycierre enseguida —pidió el hombre, y volvió acubrirse el rostro.

Laurence no le comprendió hasta que abrió lapuerta de acceso a la gran sala de baño delfondo y se vio abrumado por el denso hedor ahongo entremezclado con el cáustico olor aexcremento de dragón. Se apresuró a cerrar lapuerta y cubrirse el rostro con la mano. A partirde ahí respiró profundamente solo por la boca.La estancia se hallaba casi desierta. Al fondodel todo, seguros detrás de una verja de hierroforjado, relucían acuosos en sus nichos loshuevos de dragón, perlados por gotas dehumedad, y debajo de ellos, en grandes tiestosllenos de oscura tierra fértil moteada conexcremento rojizo de dragón como fertilizante,los musgos sobresalían como botones redondos.

Había apostados dos infantes de marina, depoca antigüedad en el servicio, sin duda.Parecían muy desdichados a juzgar por su

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aspecto y sus mofletes estaban tan coloradosque casi rivalizaban con el rojo de sus casacas.Estaban empapados en sudor a juzgar por elhecho de que el pantalón blanco del uniformeestaba lleno de rayas y manchas, pues la casacase estaba destiñendo. Miraron al recién llegadocasi con esperanza, como si al menos fuera unadistracción. Laurence se acercó a ellos, lossaludó con un asentimiento y les dijo:

—Vengo de Dover a por más hongos. Haganel favor de traerme hasta aquí uno de los tiestos.

Los guardias se miraron entre ellos,dubitativos.

—Se supone que no debemos hacerlo, señor—se aventuró a contestar el de mayor edad—,a menos que nos lo diga el comandante enpersona.

—En tal caso, les ruego que me disculpen porla irregularidad, pero mis órdenes no decíannada de eso. Vaya a confirmar mis órdenes, porfavor. Si les parece bien, esperaré aquí —le dijoal soldado más joven.

No hizo falta que se lo dijera dos veces: el

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muchacho cazó al vuelo la ocasión de salir deallí, para indignación de su compañero de másedad, a quien no le dijo nada, pues era él quientenía la llave colgando del cinto, así queLaurence no podía permitir que se ausentara.

Laurence esperó a que la puerta se abriera,esperó a que uno de ellos se fuera, esperó atener a su adversario de espaldas, y cuandovolvió a cerrarse con un golpe similar a unrepique de campana, asestó un porrazo fortísimoal infante debajo de la oreja mientras el hombretodavía estaba mirando a su compañero concara de pocos amigos.

El hombre cayó sobre una rodilla y se volvió,boquiabierto y sorprendido. Laurence le asestóotro golpe, tan duro que él vio las estrellas detanto como le dolían los nudillos y el guardiatenía manchas de sangre en el pómulo y lamandíbula. El soldado se desplomó como unsaco de patatas y se quedó inmóvil. Laurence searrodilló para verificar que respiraba, auncuando lo hacía de forma agitada. Luego,procedió a maniatarle las manos antes de

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quitarle las llaves.Observó a su alrededor los tiestos. Los había

de varios tamaños, aunque casi todos erangrandes e inmanejables. Algunos de ellos erantoneles de madera partidos en dos y llenos detierra. Laurence eligió el más pequeño y loocultó en los pliegues de su toalla, que ya estabacaliente y empapada de tanta humedad comoreinaba en los baños. Se dirigió a la puerta delfondo e hizo todo el circuito a la inversa parallegar por fin al vestidor, todavía desierto, peroiba pasando la hora de la cena y los hombresabandonaban la mesa cuando les parecíaoportuno, así que cabía esperar una interrupciónen cualquier momento, y más pronto todavía si eljoven guardia se mostraba más proclive acumplir su deber con diligencia en vez detomárselo con calma e informaba a sucomandante. Laurence se calzó las botas y sevistió el sobretodo de cualquier manera, encimade sus cosas mojadas, y subió la escaleras conel tiesto puesto en equilibrio sobre el hombromientras con la otra mano se aferraba a la

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barandilla. No pensaba cometer ningunaimprudencia a la hora de llevar a cabo estecometido, no iba a fallar. Salió al vestíbulo y sedirigió ipso facto detrás de una esquina paraalisar un poco sus ropas. Si no ofrecía unaimagen manifiestamente desaliñada, no sería unespectáculo que atrajera la atención de todo elmundo, o al menos, eso esperaba, a pesar, eso sí,de llevar al hombro tan extraña carga. La telade lino no sofocaba del todo el hedor, quequedaba flotando en el aire.

El jaleo del comedor había disminuidonotablemente. Oía voces más cerca, en lospasillos, y vio pasar a un par de criadoscargados con los platos sucios. Se asomó paramirar a otro corredor que se cruzaba con el suyoa tiempo de ver a un par de guardiadragonesque corrían de una puerta a otra, jugando ygritando felices como niños, pero un instantedespués escuchó unos pasos a la carrera, elimpacto seco de las botas contra las baldosas ylos nuevos gritos tenían un cariz del tododiferente.

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Abandonó todo intento de circunspección ycorrió torpemente con el tiesto, moviéndolo deun lado para otro, hasta que apareció de prontoen la cornisa. Celeritas le miró con una sombrade perplejidad y duda en sus oscuros ojosverdes.

—Perdóname, por favor. Todo esto es unacortina de humo —le soltó Temerario de sopetón—. Vamos a entregárselo a los franceses paraque no mueran todos los dragones de ese país.Diles que Laurence no quería hacerlo, enabsoluto, pero yo le insistí mucho.

Lo confesó todo de forma atropellada, sinhacer pausa alguna para respirar ni darle lamenor inflexión a las frases. Luego, tomó aLaurence entre sus garras y se lanzó al cielomomentos antes de que llegaran corriendo a porellos cinco hombres mientras las campanasrepicaban enloquecidas. Temerario estabaponiendo a Laurence sobre su cuello cuandoencendieron la almenara y los dragones salieronde los campos circundantes al castillo como elhumo.

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—¿Vas seguro? ¿Te has abrochado ya? —bramó el Celestial.

—Vuela, sigue adelante ahora mismo —lecontestó el aviador, también a voz en grito,mientras sujetaba las cinchas del arnés en tornoal tiesto en vez de atarse él.

Temerario salió disparado, volando a todovolar, pues detrás de ellos se estaba montandouna enconada persecución. Laurence se volvió,mas no vio ningún dragón conocido: en cabezaiba un Caza Alado de aspecto larguirucho yunos cuantos Winchester, poco idóneos para unacoso, pero tal vez podrían interferir su vuelo lojusto para que otros los alcanzaran.

—Laurence, debo subir más. ¿Vas lo bastanteabrigado?

El aviador estaba helado y con la piel degallina tras el vuelo de todo el día, a pesar deque aún calentaba el sol.

—Sí —contestó, y se arrebujó en susobretodo.

Un banco de nubes rodeaba la parte media delas montañas. Temerario se lanzó hacia ellas. La

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humedad de la niebla se aferró a ellos, losimpregnó, y no tardaron en formarse gruesasgotas en las hebillas y en el cuero aceitado delarnés, y en las escamas relucientes deTemerario. Los dragones perseguidores sellamaron unos a otros con rugidos y se lanzarontras él. El velo de la niebla los envolvía en susextraños repliegues y los convertía en lejanassombras oscuras, así que el Celestial sedescubrió ganando altura sin dirección precisaen medio de un extraño fondo informe, seguidopor las imágenes espectrales de sus buscadores.

Al salir de la niebla se encontró con la paredde una imponente montaña blanca recortadacontra el azul del cielo y Temerario rugió cuandoestuvo encima, lo cual supuso un verdaderogolpazo contra la apelmazada pared de hielo ynieve. El aviador se aferró al arnés cuandoTemerario se puso a remontar la pared cortadaa pico y voló casi en vertical a más y más altura.Los hostigadores salieron de entre las nubes solopara tener que retroceder ante el retumbo de laavalancha que se les venía encima como la

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suma de todas las nevadas de una semanaconcretada en un solo latido. Todos losWinchester chillaron alarmados y sedesperdigaron como una bandada de gorriones.

—Al sur, rumbo al sur —indicó Laurence,llamando a Temerario, y le señaló el caminocuando llegaron a la cima y la dejaron atrás,distanciando definitivamente a susperseguidores.

No obstante, el capitán podía ver el relumbrede las almenaras a lo largo de toda la línea de lacosta. Por lo general, estaban ideadas paraalertar de una invasión procedente de ladirección opuesta, del este, del continente.Estarían alerta todos los dragones de todos loscobertizos, aun sin saber con exactitud lanaturaleza de la alarma e intentarían interceptarsu vuelo, claro. No había dirección que no loscondujera a las inmediaciones de algún cobertizoy les cortarían el paso en cuanto los vieran, yacabarían siendo atrapados entre dos fuerzas.Por eso, su única esperanza consistía en dar unrodeo e ir por la costa del Mar del Norte, que

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estaba mucho menos protegida, y acortar porEdimburgo, pero aun así, debían intentar cruzarel mar desde el punto más próximo a Europa,pues Temerario se hallaba muy cansado.

Pronto se haría de noche. En tres horas seacogerían a la seguridad brindada por lanegrura. Tres horas. Laurence se enjugó elrostro con la manga y se acurrucó en suposición.

Temerario se posó seis horas después. Su ritmohabía ido decayendo poco a poco, el lento yacompasado movimiento de sus alas seasemejaba al avance de un reloj que se habíaquedado sin cuerda, pero el dragón siguió hastaque Laurence miraba a uno y otro lado sin vertitilar ni una sola luz, ni el fuego de un pastor niuna antorcha hasta donde alcanzaba la vista.

—Desciende, amigo mío —dijo al fin—,debes descansar un poco.

Pensaba que seguían en Escocia, o tal vez enNorthumberland, pero no estaba seguro. Se

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hallaban muy al sur de Edimburgo y de Glasgow,eso sí lo sabía, en algún lugar de un valle pocoprofundo. Escuchaba el correteo de unacorriente de agua en algún lugar no muy lejanode allí, pero los dos estaban demasiado cansadoscomo para ir en su busca. Sintió un hambrevoraz de forma repentina: devoró toda la galletade sus bolsillos y apuró hasta el último trago degrog. Luego, se acomodó junto a la curva delcuello de Temerario, extendido de cualquiermanera lejos del cuerpo y de las alasdesplegadas, pues el dragón se había dormido taly como se había posado.

Laurence se desvistió y depositó las prendasempapadas junto al costado del Celestial con elfin de que el calor natural del cuerpo del dragónpudiera secarlas; luego, se envolvió con su capay se tendió a dormir. Soplaba un viento heladoprocedente de las montañas, y era lo bastantefrío como para que estuviera con la carne degallina. A Temerario le hicieron ruido las tripas yse removió. A lo lejos se oyó un susurro y elchacoloteo de unos cascos: algún animal corría

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despavorido, pero el dragón no se despertó.Laurence no supo nada más hasta el día

siguiente. Al abrir los ojos vio las faucesensangrentadas de Temerario devorando unciervo y tenía otro sobre el suelo. Tragó elprimer ejemplar y miró a Laurence con ciertaansiedad.

—Crudo está bastante rico también y puedocortártelo en trocitos, aunque tal vez puedasusar el sable, ¿no? —sugirió el dragón.

—No. Comételo todo, por favor, a mí no meespera un trabajo tan agotador como a ti —repuso Laurence, que se levantó para lavarse lacara en un hilito de agua, cuyo curso discurría adiez pasos escasos de donde se habíandesplomado la noche anterior.

Luego, el aviador fue en busca de su ropa.Temerario había hecho lo posible pordesplegarlas con las garras sobre una rocacaldeada por el sol. En todo caso, ya no estabanexcesivamente húmedas, pero sí bastantecastigadas. Al menos los rasgones no mostrabandemasiado siempre que llevara puesto el largo

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sobretodo.Laurence bosquejó en el suelo el contorno de

las costas del Mar del Norte y Europa despuésde que Temerario terminase el desayuno.

—No podemos arriesgarnos a ir mucho másal sur de York —le informó Laurence—. Elcampo está muy poblado en cuanto pasamos lasmontañas. Nos verán de inmediato durante eldía y tal vez también por la noche. Debemosseguir volando sobre las montañas hasta llegarcerca de Scarborough, en Yorkshire, pasar porencima de la localidad durante la noche y luegodirigirnos hacia Holanda, nuestro objetivo final alotro lado del mar. La campiña allí se encuentralo bastante despoblada como para que nosupongamos una amenaza inmediata, o esoespero. Y luego, basta con seguir la línea de lacosta hasta llegar a Francia, donde solo cabeesperar que no nos peguen un tiro sin dejarnosdecir ni una palabra.

Enarboló la camisa hecha jirones en lo alto de un

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palo a modo de bandera blanca para dejar clarosu ánimo de parlamentar y la agitó con fuerzadesde su posición en el cuello de Temerariocuando entraron en Dunquerque. La alarma sehabía desatado a sus pies, en el puerto, entre losbarcos franceses cuando los marineros vieronaparecer a Temerario, lo cual demostraba que lafama del Celestial por el hundimiento de laValérie había llegado hasta tan lejos, yempezaron a cañonearle sin cesar, por muchoque fuera un intento inútil, pues se hallabademasiado alto como para que pudieranalcanzarle.

Los dragones franceses formaron una nube y,con gran determinación, lanzaron una furiosacarga. Muchos de ellos ya estaban tosiendo y lamayoría no estaba de humor para grandesconversaciones hasta que tuvieron que arrostrarel rugido de Temerario, y eso los dejódesconcertados. Entonces, el Celestialaprovechó la ocasión para proclamar a voz engrito:

—Ârret! Je ne vous ai pas attaqué; il faut

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que vous m’écouter: nous sommes venus porvous apporter du médicament.[17]

Consiguieron sembrar una duda en el primergrupo, que se puso a dar vueltas a su alrededor,pero sin solución de continuidad apareció otrodesde el cobertizo, bramando gritos de desafío.La confusión aumentó más y más entre ambosgrupos. Los capitanes hablaban unos con otros através de las bocinas hasta que al final seimpuso el uso de banderas y fueron escoltadoshasta el suelo por una guardia de honor de lomás recelosa y nutrida: seis dragones a cadalado y otros tantos en vanguardia y retaguardia.

Una vez que se hubieron posado en unaamplia y agradable pradera, se armó un granrevuelo lleno de idas y venidas por todas partes.No había miedo, pero sí preocupación y tanto losdragones como sus oficiales hablaban enmurmullos, presas de la ansiedad.

Laurence desató el tiesto y soltó losmosquetones que le sujetaban al arnés, paracuando terminó los soldados ya searremolinaban a ambos costados de Temerario,

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y le encañonaron cuando se puso de pie. Unjoven teniente entornó los ojos y les habló en uninglés cargado de acento francés.

—Rendíos.—Ya lo hemos hecho —contestó el capitán

de Temerario con hartazgo, y extendió losbrazos, ofreciéndole el tiesto de madera. Eljoven le miró sin salir de su asombro y luegoarrugó la nariz—. Son la cura para la tos, para lagrippe des dragonnes —insistió, señalando auno de los dragones estremecido por la tos.

Tomaron el tiesto con un enorme recelo, perolo aceptaron, no como el tesoro inestimable queera en realidad, pero sí al menos con ciertogrado de respeto. En cualquier caso, lo perdió devista y de ese modo quedó también más allá desu preocupación, y una vez hubo cumplido sumisión, se apoderó de él una gran flojera, ydescendió a tientas, con más torpeza aún de loque solía ser habitual cuando se soltaba lascinchas del arnés. Se deslizó por el aparejo ybajó de un salto cuando le faltaba poco más deun metro para llegar al suelo.

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—Laurence —chilló el Celestial con urgenciay se inclinó hacia él, pues otro oficial francés sehabía adelantado, había aferrado a Laurence porel brazo, y había tirado de él antes de ponerle enel cuello la boca de una pistola, fría y de tactogrumoso por culpa de los granos de la pólvora.

—Estoy bien —dijo Laurence, conteniendouna tos a duras penas. No deseaba sacar lapistola—. Estoy bien, Temerario, no esnecesario que…

No le permitieron decir nada más. Unsinnúmero de manos le agarró por todas partes ylos oficiales se congregaron en torno a él comocuando se asegura un nudo para conducirle demalas maneras por el prado hacia la tensa yexpectante línea de dragones franceses como aun prisionero. Temerario profirió un gritoinarticulado de protesta cuando se lo llevaron arastras.

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Capítulo 17

Laurence pasó la noche en una incómoda yaislada celda situada en las entrañas delcobertizo; el calabozo era caluroso, bochornosoy no tenía ni un mísero respiradero, pues por elestrecho ventanuco con barrotes que miraba alos campos de entrenamiento solo entraba polvo.Le dieron un poco de gachas con aguachirle,otro poco de agua y otro poco de paja sobre laque dormir en el suelo, pero no mostraron esemínimo interés gracias al cual habría podidocomprar unas cuantas cosas que le hubierahecho la situación más llevadera, y eso que teníaalgo de dinero en los bolsillos.

No le robaron, pero ignoraron por completo

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sus intentos de soborno para obtener un pocomás de comida. La fría sospecha delresentimiento brillaba en los ojos de suscaptores, cuyos comentarios pronunciados entredientes parecían hechos para que los entendieraa pesar de su limitado francés. El británicosospechaba que la noticia había corrido entreellos y estaban al tanto de la naturaleza y lavirulencia de la enfermedad, y los ánimos eranpoco proclives a la indulgencia. Los guardiaseran todos ellos aviadores viejos, en su mayoríaantiguos miembros de la dotación de tierra, ungrupo de lisiados mancos o con patas de palo; supuesto de carcelero debía de ser una sinecura,como el puesto de cocinero a bordo de losbarcos ingleses, aunque Laurence no lograbarecordar a ninguno que hubiera rechazado unsoborno por una taza de sus brebajes, ni auncuando hubiera sido el mismísimo diablo.

Aun así, no se lo tomó de forma personal. Nohubo margen para ello. Abandonó el intento y sedejó caer sobre el sucio jergón, donde searrebujó con el sobretodo y durmió un sueño

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profundo y sin pesadillas hasta que le despertó elestruendo de los carceleros a la hora deentregarle el aguachirle del desayuno, observó elcuadrado de luz dibujado en el suelo por el solque entraba a chorros por el ventanuco,limpiamente dividido por la sombra de losbarrotes, y luego cerró los párpados otra vez, sinmolestarse en ponerse de pie e ir a por eldesayuno.

Por la tarde, le aferraron con rudeza y lellevaron a otra sala, donde se enfrentó a unaserie de oficiales de alto grado con semblanteavinagrado, todos ellos dispuestos junto a unalarga mesa. Le interrogaron con ciertabrusquedad sobre la naturaleza de los musgos, laenfermedad y su propósito al traer la cura, si esque era la cura. Laurence se vio obligado a darexplicaciones una y otra vez, y a hablar másdeprisa cuando se ralentizaba con su francésmal trabucado, pues se perdía y se equivocabacuando conversaba a mayor velocidad y ellos sele echaban encima a la mínima discordancia y lezarandeaban como a un monigote hasta sacarle

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las pocas fuerzas que le quedaban.Esa primera ronda solo fue el comienzo, pues

luego se consideraron con derecho a sospecharde él como instrumento de algún truco y nocomo el que actuaba para evitarlo. A él se lehizo muy difícil soportarlo. Entonces empezarona formularle otro tipo de preguntas relacionadascon la posición de los barcos en el Canal de laMancha y las fuerzas del cobertizo de Dover. Alprincipio no respondió nada, pero luego se leescaparon algunas cosas por culpa de la fatiga ypor el hábito de replicar a todo, antes deencerrarse en un mutismo absoluto.

—Podríamos ahorcarle por espía —dijo unode los oficiales fríamente cuando Laurence senegó a hablar—. Ha venido sin bandera niuniforme.

—Hice la bandera blanca con mi camisa,pero si a usted no le gusta, sea tan amable deconseguirme otra —contestó el capitán inglés,preguntándose si su siguiente oferta iba a serazotarle—. Y lo de la horca, prefiero sercolgado por espía inglés que por uno francés.

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Las gachas frías le estaban esperando cuandole devolvieron a la celda, y esa fue su cena, latomó mecánicamente y se fue a mirar por laventana, aun cuando no había nada que ver. Notenía miedo, solo estaba exhausto.

Los interrogatorios se prolongaron duranteuna semana, pero se fueron dulcificando demanera gradual y sus captores pasaron de lasospecha a la prevención y de esta a unaespecie de gratitud teñida de asombro, enespecial conforme avanzaban las pruebas quehacían con los hongos. Los oficiales francesesno sabían cómo tomarse los actos de Laurenceni siquiera cuando se hubieron convencido deque la cura era en realidad de lo más efectivacontra la gripe de los dragones. Entonces,volvieron a preguntarle una y otra vez, y cuandoel inglés les repetía que solo había venido a traerla cura y salvar la vida a los dragones, lepreguntaban:

—Sí, pero ¿por qué?Le tenían por un quijote cuando no era capaz

de darles una respuesta mejor, y eso no podía

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rebatírselo. Lo cierto es que sus carceleros seablandaron lo suficiente como para podercomprar pan blanco y cocido de ave. Al final dela semana le pusieron grilletes en los tobillosantes de permitirle salir al exterior para ver aTemerario, instalado en el cobertizo conforme aun estatus donde se demostraba un respeto a ladeferencia merecida por el Celestial. Estabavigilado por un Petit Chevalier de corpulenciasimilar a la suya que no dejaba de moquear porla nariz. El contenido de un tiesto pequeño no ibaa servir para curar a todos los infectados, porsupuesto, y aunque el cultivo del ejemplar demuestra había sido encargado a varios bretonesespecializados en el cultivo de setas, muchosdragones aún tendrían que sufrir varios mesesantes de que se generalizara la cura. Lapandemia podía extenderse más allá de lospaíses ya afectados, Inglaterra y Francia, dondeya se disponía de una cura. Y en buena lógicacada uno la entregaría a sus aliados, y la codiciade los encargados de cuidar del hongo losextendería aún más.

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—Me encuentro perfectamente —le informóTemerario—. Tienen una carne de vacaestupenda y hasta cocinan para mí, ¿lo sabías?Los dragones de este país están más quedispuestos a probar comida cocinada, y Validius,aquí presente —prosiguió, señalando con elhocico al Petit Chevalier, que le devolvió el gestocon un estornudo—, tenía idea de que eraposible cocinar la carne al vino. Jamás se mehabía pasado por la cabeza que fuera tanagradable, ya que siempre lo estáis bebiendo,pero ahí lo he hecho y sí, su sabor es muyagradable.

Laurence se preguntó cuántas botellas habíantenido que emplear para satisfacer el apetito dedos enormes dragones. Tal vez serían las de unamala añada, pensó el aviador, y confiaba en quelos alados no se hubieran hecho a la idea debeber los licores no adulterados para la cocina.

—Me alegra que te hayan instalado con tantacomodidad —dijo, y no efectuó queja algunasobre su alojamiento.

—Sí, y a ellos les gustaría adjudicarme cinco

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huevos, todos de dragones muy grandes —añadió Temerario, muy pagado de sí mismo—, yuno de ellos de un lanzafuego, aunque les dijeque no podía hacerlo —concluyó con pesar—,ya que, por supuesto, ellos les enseñaríanfrancés a los dragonetes y les harían atacar anuestros amigos en Inglaterra. Les sorprendiómucho mi negativa.

Esa era una de las muchas cosas que letocaba afrontar. Lo peor de todo era que podíantomarle por un renegado con todas las de la ley;de hecho, había despertado una gran curiosidadque no se ofreciera a pasarse de bando, a ser untraidor. Se alegraba de ver a Temerariocontento, y además de corazón, pero él regresóa su celda aún más desanimado, consciente deque Temerario iba a ser allí tan feliz como enInglaterra, tal vez incluso más.

—Si puedo pagarlo, le agradecería que me dierauna camisa y unos pantalones nuevos —contestó Laurence—. No deseo nada más.

—Insisto en que me permita solucionar lo de

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su ropa —repuso De Guignes—, y veremos quépuedo hacer para alojarle mejor. Me avergüenzaque haya sufrido semejante vejación, Monsieur—agregó, y se volvió para dirigir una mirada porencima del hombro a los carceleros queescuchaban y miraban desde la puerta.

—Es usted muy amable, señor —repusoLaurence, haciéndole la venia con unasentimiento de cabeza—, pero no tengo quejaalguna respecto al trato recibido, y agradezcomucho el honor que me hace usted al venirdesde tan lejos —agregó en voz baja.

Se habían conocido en circunstancias muydiferentes, en un banquete celebrado en China,donde De Guignes encabezaba la legaciónnapoleónica y Laurence la del rey. Era unenemigo político, pero resultaba imposibletenerle inquina. Sin saberlo, Laurence ya sehabía granjeado el afecto del caballero algúntiempo después, ya que se tomó ciertasmolestias para preservar la vida de su sobrino,hecho prisionero en un intento fallido deabordaje. Por todo ello, el encuentro había sido

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de lo más cordial en el terreno de lo personal.La presencia del diplomático era una muestra

de acusada amabilidad: el aviador se sabía uncautivo de escasa importancia y menor rango,excepto como garante del buen comportamientode Temerario. La embajada inglesa habíafracasado, pero no así la francesa, que se habíaapuntado el tanto de atraer a Lien hasta la causanapoleónica y traerla con él de vuelta a Francia.Según tenía entendido Laurence, De Guigneshabía sido ascendido por tal motivo a algúndepartamento importante en el serviciodiplomático. Era algo honorífico, con más pesonominal que efectivo, desde luego, pero elfrancés mostraba ahora todos los signos deprosperidad y posición, con los dedos llenos deanillos preciosos y la elegancia ejemplificada ensu chaqueta de seda y lino.

—Todo es poco para corregir lo que hasufrido aquí. No he venido solo por iniciativapropia, sino para asegurarle en nombre de SuMajestad que pronto va a percibir la gratitud deFrancia, que tan merecidamente se ha ganado.

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Laurence se mantuvo en silencio. Hubierapreferido permanecer encerrado en su celda,malcomido y vestido con harapos antes queverse recompensado por aquellas acciones, peroel destino de Temerario le selló los labios, puesen Francia había al menos alguien que lejos dealbergar sentimientos de gratitud hacia elCelestial, tenía todos los motivos para odiarle ydesearle lo peor: la propia Lien, que, segúndecían los rumores, gozaba de la confianza deNapoleón y muy gustosamente vería sufrir aTemerario los tormentos de los malditos.Laurence no pensaba desdeñar la protecciónque pudiera ofrecerle la gratitud imperial.

Y esta surtió efecto inmediato, eso fue cierto:le llevaron a otros aposentos en cuanto DeGuignes salió por la puerta y de una celda pasóa unas hermosas cámaras en el piso de arriba,eran sencillas en apariencia, pero tenían algunoselementos de comodidad: una plácida vista delpuerto, donde un bosque de mástiles se mecíacon alegría. Por la mañana se materializaron lachaqueta y la camisa de lino y lana cosidos con

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hilo de seda; le trajeron además calcetineslimpios de lino y por la tarde le enviaron unlujosísimo sobretodo de cuero negro confaldones largos hasta las botas y unos botonesde oro tan puro que muchos ya no eran nicirculares para reemplazar al suyo, manchado ydesgastado.

Temerario admiró los resultados de tantocambio cuando los dos se reunieron para sutraslado a París, y, salvo una queja motivada porel hecho de que no le permitieran llevar aLaurence, se mostró perfectamente satisfechocon el cambio de aires. Eso sí, fulminó con lamirada a la pequeña y temblorosa Pou-de-Cielque le servía de transporte, como si sospechasede ella que planeaba llevarse a Laurence paralos más nefarios propósitos, pero la precauciónhabría sido prudente incluso si Laurence hubieraquedado libre bajo palabra de no fugarse, ya queel Celestial era capaz de imprimir al vuelo unavelocidad imposible de igualar para el resto desu escolta, aun cuando, eso sí, los hubieranpuesto en apuros. Temerario los aventajó en

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todo momento, salvo en los inicios y en losfinales del vuelo, y a menudo tuvo que volversobre sus pasos y hablar con Laurence a voz engrito para hacerse oír, pues la distancia eragrande. La mayoría de los restantes dragonesmostraba ya los primeros síntomas de laenfermedad y llegó prácticamente exhaustacuando surgió ante ellos el río Sena.

Laurence no había estado en París desde elúltimo periodo de paz, en 1801, jamás la habíacontemplado a vista de dragón, pero a pesar deestar tan poco familiarizado con la capital, no sele pasó por alto la transformación a semejanteescala. Una ancha avenida, la mitad de la cualestaba cubierta simplemente por tierra, cruzabael corazón de la ciudad y se abría paso por lafuerza entre los viejos callejones medievales. Seextendía desde las Tullerías hasta la Bastilla yseguía el trazado de la avenida de los CamposElíseos, a la cual dejaba reducida a la categoríade agradable paseo campestre, pues la nuevaavenida tenía una anchura que podía ser la mitadque la enorme plaza de Pekín, situada delante de

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la Ciudad Prohibida, y muchísimo más larga. Losdragones sobrevolaban por encima de ella,dejando sobre el trazado de la vía grandesmontones de losas.

Estaban erigiendo un arco del triunfo a escalamonumental en la plaza de l’Étoile, aun cuandoen aquel momento era en gran parte todavía unprototipo de madera, y nuevos terraplenes en laorilla del Sena, y ya de forma más prosaica,habían practicado zanjas de gran hondura en elsuelo, donde habían construido nuevas cloacascon adoquines unidos con argamasa. Unasucesión de mataderos se alzaba en las afuerasde la ciudad, se reclinaban sobre una murallarecién levantada, con una espaciosa plazaabierta en el medio, donde asaban en espetonesun elevado número de vacas. Un dragón allísentado comía una sin prisa, la sostenía sobre elespetón como si fuera una espiga.

Justo debajo de ellos se extendía el jardín delas Tullerías, recientemente agrandado: habíaganado casi cuatrocientos metros hacia el nortedesde la ribera del Sena, devorando el contorno

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de la plaza Vendôme; y dominando la orilla delrío, en el lado derecho de palacio, se alzaba ungran pabellón de roca y mármol, un edificio deestilo romano, pero a una escala diferente, y enel patio cubierto de hierba acondicionado junto aél descansaba adormecida a la sombra la fina yblanca silueta serpentina de Lien. Se ladistinguía con facilidad de los demás dragonesubicados a su alrededor, sí, pero a una distanciarespetuosa.

Los hicieron descender en uno de esosjardines, no donde dormía la dragona, sino enotra plaza ubicada delante de palacio, con unimprovisado pabellón de madera y lona de velalevantado apresuradamente en su honor.Laurence apenas tuvo tiempo de ver acomodadoa Temerario antes de que De Guignes le tomaradel brazo y le invitara a entrar con una sonrisa,pero por mucha sonrisa que hubiera, le sujetabacon firmeza y los guardias aferraban losmosquetes con fuerza. Era huésped de honor yprisionero al mismo tiempo.

Le condujeron a unas estancias dignas de un

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príncipe. Si le hubieran vendado los ojos, habríapodido estar andando a ciegas durante cincominutos sin darse con una pared, pero al aviadordicha escala descomunal le resultó más molestaque lujosa, pues estaba acostumbrado a espaciosmuy reducidos. Se le antojaba una molestia elpaseo que debía darse para ir del vestidor alorinal y la cama, suave en exceso y rodeada decolgaduras con el fin de mantener el calor,resultaba agobiante. Cuando se encontró allísolo, debajo del alto techo lleno de pinturasmurales, se sintió un actor interpretando unaobra de tercera del que se mofaba todo elpúblico.

En un rincón había una mesa de escritoriodonde tomó asiento por ponerse en algún sitio,más que nada, y levantó la tapa, donde hallóvarias cuartillas, buenas plumas y tinta, al abrirel bote descubrió que era reciente y estaba enbuen estado. La cerró. Estaba en la obligaciónde redactar seis cartas, pero jamás iba aescribirlas.

Se hacía de noche en el exterior y desde su

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ventana podía ver el pabellón de la ribera,iluminado por una miríada de linternas decolores. Los trabajadores se habían marchado.Ahora, Lien se hallaba en lo alto de la escalinatacon las alas plegadas a la espalda, contemplandoel reflejo de las luces en el agua. Era una siluetamás que una figura. La dragona volvió lacabeza. Laurence siguió la dirección de sumirada y vio a un hombre que se dirigía haciaella por un amplio sendero y luego ascendíahasta entrar en su pabellón. El caminante ibaescoltado. Las linternas iluminaron los uniformesrojos de los guardias, que se quedaron al pie delas escaleras mientras él ascendía los escalones.

De Guignes acudió a la mañana siguientedespués del desayuno, prodigando amabilidad ybuenos sentimientos con fuerzas renovadas.Juntos fueron a ver a Temerario con lacompañía de una escolta no muy nutrida. Eldragón estaba despierto y movía la cola de unlado para otro en un estado próximo a la

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indignación.—Lien me ha enviado una invitación —se

quejó en cuanto Laurence se hubo sentado—.No sé qué se propone, pero no voy a ir a hablarcon ella, eso desde luego.

La invitación consistía en un texto decaracteres chinos hermosamente escritos sobreun rollo de papel atado con una borla de grana yoro. No era muy largo, se limitaba a requerir lapresencia de Lung Tien Xiang en el pabellón delos Siete Pilares para tomar el té en apaciblereposo a mediodía.

—No veo nada manifiestamente falso en elmanuscrito. Tal vez ella lo considere un gesto dereconciliación —sugirió el aviador, aun cuandono creía que hubiera muchas posibilidades.

—No, ni por asomo —afirmó el Celestial conaire sombrío—. Estoy seguro de que si voy, el téva a ser horroroso, al menos el mío, y voy atener que beberlo para no parecer maleducado,o se pondrá a hacer comentarios inofensivos enapariencia, hasta que me vaya y me ponga adarle vueltas y vueltas, o volverá a intentar

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matarte mientras yo no estoy ahí. Tú no vas a ira ninguna parte sin un guardia y si alguienintentase algo, solo tienes que gritar muy, muyfuerte para que yo te oiga —añadió—. Estoyseguro de ser capaz de tirar una pared de esepalacio si fuera necesario para llegar junto a ti.

De Guignes compuso una de sus habitualescaras inexpresivas al oír aquello, pero enseguidarecobró el aplomo y dijo:

—Le aseguro con todo mi corazón que nohay en toda Francia nadie tan sensible convuestra generosidad. Madame Lien ha sido unode los primeros en recibir la cura que nos habéisentregado.

—Vaya —repuso el Celestial, contrariado.—Y os da la bienvenida con los brazos

abiertos, como toda la nación —continuó DeGuignes valientemente.

—Memeces. No me creo nada —respondióTemerario—. De todos modos, ella no me gustaincluso si es eso lo que pretende, así que puedeguardarse sus invitaciones y su té, y también supabellón —añadió en voz baja, retorciendo la

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cola con envidia.El francés tosió y no hizo ningún otro intento

por convencerle, se limitó a decir:—Presentaré las pertinentes disculpas en tal

caso. De todos modos, los dos vais a estarbastante ocupados con los preparativos del actode mañana por la mañana: Su Majestad deseaconoceros y expresaros la gratitud de toda lanación. Desea haceros saber que le entristeceríamucho que las formalidades de la guerrasalieran a relucir en una audiencia de estascaracterísticas, y el emperador, por su parte, osrecibe como hermanos, no como prisioneros —añadió con una mirada elocuente, llena de tactoy significado: se insinuaba que no tenían por quéser prisioneros siempre y cuando ellos así loeligieran.

Todo ese discurso tan medido y la afabilidadde sus modales tenían una aparienciamarcadamente interesada que, para hacerjusticia a la humanidad de ese hombre, leconfería un aire displicente. Habría bastado unsimple asentimiento de cabeza para aceptar. Sin

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embargo, Laurence ladeó la suya para ocultaruna expresión de desagrado. En cambio,Temerario sí intervino:

—Si no le gusta que seamos prisioneros, ysiendo como es el emperador, siempre puededejarnos marchar. No vamos a luchar contranuestros propios amigos en Inglaterra si es eso alo que te refieres.

El diplomático esbozó una sonrisa sin lamenor muestra de haberse ofendido.

—Su Majestad jamás os invitaría a ningúnhecho deshonroso.

El sentimiento era muy noble, pero el aviadorestaba dispuesto a confiar en Napoleón tantocomo en los lores del Almirantazgo, o sea, nada.De Guignes se levantó con garbo y dijo:

—Debo atender otras obligaciones, esperoque sepáis disculparme. Cuando hayáisterminado la conversación, el sargento Lasalle ysus hombres le escoltarán a sus aposentos paracomer, capitán.

El diplomático se quitó de en medio de formaestratégica para permitirles sopesar sus vagas

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sugerencias en soledad.Ninguno de los dos dijo nada durante un

tiempo. Temerario rasguñó el suelo con lasgarras.

—No podemos quedarnos incluso aunque noluchemos, ¿verdad? —preguntó el dragón conun hilo de voz, con vergüenza—. Se me haocurrido que podríamos volver a China, peroentonces tendríamos que dejar las cosas enEuropa como están. Estoy seguro de que podréprotegerte de Lien y tal vez podría echar unamano en la construcción de ese camino. O quizápodría escribir libros. Este lugar parece muyagradable. Puedo ir andando por los jardines opor los caminos y encontrarme con gente.

Laurence fijó la vista en las manos, donde notenía una respuesta a sus cuitas. No deseabaapenar ni hacer sufrir a Temerario, pero élconocía su destino desde el mismo instante enque se embarcó en aquella aventura, así que alfinal, en voz baja, le dijo:

—Amigo mío, confío en que te quedes y elijasuna profesión de tu agrado, o que Bonaparte te

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expida un salvoconducto para que puedasregresar a China si así lo prefieres, pero yo debovolver a Inglaterra.

—Pero… —Temerario se calló y luegoañadió con inseguridad—: Te colgarán.

—Sí —admitió Laurence.—No te llevaré ni les dejaré llevarte —

contestó el dragón—. Laurence…—He cometido un acto de alta traición y no

voy a añadir la cobardía a ese crimen y nopienso permitir que me protejas de susconsecuencias —el aviador miró hacia otro lado,pues resultaba doloroso ver a Temerario, calladoy tembloroso—. No me arrepiento de lo quehemos hecho —continuó en voz baja—. Nohabría llevado a cabo semejante acto si noestuviera dispuesto a morir por ello, pero notengo intención alguna de vivir como un traidor.

El Celestial se estremeció y se echó haciaatrás, quedándose apoyado sobre los cuartostraseros mientras miraba sin ver los jardines,inmóvil, y al cabo de mucho rato concluyó:

—Nos acusarán de movernos solo por el

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interés si nos quedamos. Dirán que vendimos lacura a cambio de una recompensa o de una vidaacomodada aquí o en China, o tal vez queéramos unos cobardes y pensábamos queNapoleón iba a ganar la guerra, así que optamospor no luchar. Ellos jamás admitirán que seequivocaron y que sacrificamos nuestra felicidadpara reparar un desmán que, para empezar,nunca debió haberse cometido.

Laurence no había desarrollado ni articuladotanto una decisión muy instintiva, no necesitabahacerlo para saber que debía hacerlo. A él, porsu parte, le daba igual lo que pensaran de suactuación y así lo dijo.

—Ya sé lo que van a pensar de esto y estoyconvencido de que nada de cuanto hagamos vaa alterar su forma de pensar y sentir. Si noshubiera importado algo, no nos hubiéramos ido.No me propongo regresar para llevar a cabo ungesto político, sino porque debo hacerlo si quedaalgo de honor para preservar después de un actode semejante índole.

—Bueno, a mí el honor me importa un

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pimiento, pero me preocupan las vidas denuestros amigos y esos lores deberíanavergonzarse de sus actos, aunque supongo quenunca lo harán, pero otros sí podrían hacerlo sino les dieran una excusa tan conveniente paradesestimarlo todo —inclinó la cabeza—. Muybien, vamos a decir que no. Siempre podemosescaparnos y regresar por nuestra cuenta siBonaparte no nos libera.

—No, eso es un despropósito, amigo mío —repuso el capitán, retrocediendo—. Haríasmucho mejor en regresar a China. Van amandarte a los campos de cría.

—Ya lo creo que voy contigo, desde luego.¿No habrás pensado que iba a escaparme y túno después de lo que has hecho por mí? —Temerario desdeñó la idea—. No, si pretendenmatarte, tendrán que matarme a mí también.Soy tan culpable o más que tú, y no pienso dejarque te maten mientras siga con vida, y si no lesagrada la idea de ejecutarme, me plantarédelante del Parlamento hasta que les hagacambiar de idea.

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Anduvieron juntos a través de los jardines hastallegar al gran pabellón. El capitán inglésmarchaba entre una compañía de guardiasimperiales, estaban espléndidos con sus altoschacós negros y casacas azules, aun cuandoesos atavíos les hacían sudar mucho. Lien sehallaba en la ribera, observando con airebenevolente el ajetreo del tráfico del río Sena,que discurría ante ella, pero volvió la cabezacuando ellos hicieron acto de presencia y lossaludó con una amable inclinación. El Celestialse envaró y profirió un ruido sordo.

Ella desaprobó los modales de Temerarionegando con un gesto.

—No tienes por qué menear la cabeza —leincrepó el dragón—. No tengo interés en fingirque somos amigos. Lo que ocurre es que yo nosoy ningún embustero, y punto…

—No hay amistad entre nosotros, y los dos losabemos, así pues ¿cómo puede haber embustesentre nosotros y quienes son de nuestra

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confianza? No se llaman a engaño ninguno delos que tienen derecho a saberlo, salvo aquellosque han optado por hacer oídos sordos, peroahora, con esos modales tuyos de paleto, todosdeben darse por enterados y les haces sentirseincómodos.

Temerario siguió murmurando mientras seacercaba todo lo posible a los guardias, cada vezmás nerviosos, en un intento de aproximarse aLaurence. Le trajeron una gran taza de té, laolisqueó con aire desconfiado y al final larechazó. El aviador no rechazó el vaso concubitos de hielo. Una suave brisa refrescantevenía del río y la exuberante vegetación delparque. El vasto espacio revestido de mármolera agradable. En algún recóndito esconditecorría un hilo de agua sobre la piedra, pero el díaera muy caluroso incluso a pesar de que aún lamañana no había avanzado mucho.

Alguien dio una voz de aviso para que secuadraran los soldados y entonces Bonapartevino por el camino, seguido de guardias ysecretarios, uno de los cuales escribía con

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frenesí, redactando una carta al dictado a pesarde que iba andando al mismo tiempo. Elemperador añadió las palabras de despedidamientras todos subían por las escaleras.Entonces, Napoleón se giró, atravesó dos filasde guardias que se quitaban como podían de sucamino y tomó a Laurence por los hombrosantes de besarle en ambas mejillas.

—Majestad —dijo Laurence con un hilo devoz.

Laurence había visto a Bonaparte una vezcon anterioridad, eso sí, de forma fugaz y desdeun escondrijo, mientras estudiaba desde un altoel campo de batalla de Jena. En aquella ocasiónle habían impresionado la intensidad y la casicruel anticipación de su expresión, la miradalejana de halcón que se tensaba antes de saltar.No había menos intensidad en ese momento,aunque tal vez estaba algo más suavizada. Elemperador parecía más corpulento y su rostromás redondeado que en aquella cima de Jena.

—Venga, camine conmigo —los invitóBonaparte, y le tomó del brazo para conducirle

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junto al río, donde no tuvo que caminar, se limitóa quedarse de pie y dejar que el emperadoranduviese arriba y abajo, haciendo gestos, conuna energía inagotable—. ¿Qué piensa de misobras en París? —inquirió, haciendo un ademánhacia la visible nube de dragones que trabajabaen el nuevo camino—. Pocos hombres hantenido la oportunidad de ver mis diseños comousted, desde el aire.

—Es una tarea extraordinaria, Majestad —dijo Laurence, y lamentó ser tan sincero. Era laclase de tarea que, en su opinión, y pordesgracia, solo podían acometer los tiranos, y lacaracterística de todas las empresas deNapoleón era aplastar la tradición con unaespecie de avance hacia ninguna parte. Lehabría gustado encontrar los cambiosdesagradables o poco razonados—. Le dan máscarácter a la ciudad.

Napoleón asintió, satisfecho con esecomentario.

—Solo es un espejo para ayudar a expandir elcarácter nacional, que es mi objetivo. No voy a

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permitir que los hombres teman a los dragones.Si es cobardía, resulta deshonroso; si essuperstición, de mal gusto, y no hay objecionesracionales. Solo es un hábito y los hábitos debeny pueden romperse. ¿Debería ser Pekín superiora París? Voy a tener la ciudad más hermosa delmundo, tanto de hombres como de dragones.

—Es una noble ambición —dijo Laurence envoz baja.

—Pero no está de acuerdo con ella —saltóBonaparte. Laurence se encogió ante lorepentino de aquel ataque verbal, pues casi erapalpable—. Y no va a quedarse para verlaterminada a pesar de que tiene prueba sobradade las medidas pérfidas y deshonrosas de esegobierno de oligarcas, no puede ser de otramanera cuando el dinero se convierte en lafuerza motora del estado. Debe haber algúnpoder moral por encima, alguna ambición, unameta que no sean solo la riqueza y la seguridad.

Laurence valoraba demasiado poco el sistemade Bonaparte, que consumía la vida y la libertadde los hombres en aras a un insaciable apetito

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de gloria y poder, pero no intentó discutir: habríasido realmente duro poner en orden cualquierargumento después de semejante monólogo quea su interlocutor no le importaba seguir a faltade una oposición o una respuesta. Luego, divagólargo y tendido sobre principios económicos yfilosóficos, la estupidez estéril de los gobiernosreligiosos, y entró con todo lujo de detalles enaspectos filosóficos que iban más allá de sucomprensión sobre las diferencias entre eldespotismo de la monarquía borbónica y supropio estado imperial: los soberanos habían sidotiranos y parásitos que detentaban el poder através de la superstición para satisfacer susapetitos personales, pero sin mérito alguno,mientras que él era el defensor de la Repúblicay el servidor de la nación.

Laurence solo podía aguantar como unapiedrecita en medio de la avalancha y esperar alfin de la tormenta.

—Majestad, soy un soldado, no un estadista—se limitó a decir—, y tampoco soy de granerudición, pero amo a mi país. He venido porque

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era mi deber como hombre y como cristiano,igual que ahora mi deber es regresar.

Bonaparte le contempló unos instantes ycrispó el rostro, disgustado, y bajó los ojos, perosu mirada revoloteó enseguida por todas partes.Entonces se acercó y tomó a Laurence por elbrazo con ánimo persuasivo.

—Se equivoca usted con respecto a su deber.Va a desperdiciar su vida. Puede decir que sí,pues es solo suya, pero no es solo suya. Tieneusted un dragón joven consagrado a losintereses de su aviador y que le ha dado todo suamor y su confianza. ¿Acaso puede un hombreno corresponder a semejante amigo y tan granconsejero libre de todo rastro de envidia oegoísmo? Eso le ha hecho a usted como es.Piense cómo sería su vida sin ese golpe defortuna que puso el corazón de ese dragón a sucargo.

Seguiría en el mar casi seguro, o tal vezhabría vuelto a casa, donde tendría una pequeñafinca y tal vez estuviera casado y a lo mejorhubiera tenido ya su primer hijo. Edith Woolvey,

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Galman de soltera, había dado a luz hacía cuatromeses. Y en lo tocante a su carrera militar, lomás probable era que en ese momento estuvieradestinado al bloqueo y navegase entre Brest yCalais, haciendo alguna tarea necesaria yrutinaria. Habría llevado una vida próspera yhonesta, aun cuando sin ninguna posibilidad dehacer nada glorioso, una existencia dondeestaría tan lejos de la traición como de la luna.Él nunca había pedido ni esperado nada más.

Tuvo la visión de esa vida alternativa casi alalcance de los dedos, era una imagen idílica,mítica, suavizada por la cómoda ceguera de lainocencia. Podía arrepentirse, se arrepentíaahora mismo, salvo que en esa vida no habíaespacio en el jardín para una casa donde undragón pudiera dormir al sol.

—Usted no padece la enfermedad de laambición —dijo Bonaparte—, así que muchomejor. Déjeme concederle un retiro honorable.No voy a insultarle ofreciéndole una fortuna,solo lo necesario para mantenerse a usted y alos suyos: una casa en el campo, una manada de

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vacas. No va a pedírsele nada que no quiera dar—la mano se engarfió con más fuerza a subrazo cuando Laurence quiso alejarse—.¿Tendrá la conciencia más limpia cuando sudragón haya sufrido cautiverio? Un cautiveriolargo he de decir —añadió con dureza—, porqueno van a revelarle el momento de su ejecución.

Laurence soltó un respingo, y a través de losdedos de Bonaparte clavados en su carne sintióesa verdad como una brecha en sus líneas.

—¿Acaso piensa que vacilarán a la hora defalsificar su firma en cartas que no ha escrito?No, y usted lo sabe, y en cualquier caso, lasleerán en voz alta nada más. Bastarán unaspocas palabras. «Estoy bien», «me acuerdo deti», «espero que seas obediente». Le tendránprisionero mejor que con barrotes de hierro.Esperará y alimentará la esperanza durantemuchos años, pasando hambre y frío, siendodescuidado mucho después de que le hayancolgado a usted. ¿Puede estar satisfecho desentenciar a semejante condena al dragón?

El aviador sabía que el origen de todo aquello

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era una preocupación interesada: si Bonaparteno podía contar con la colaboración deTemerario, ni siquiera para la fertilización de loshuevos, estaría contento de privar de suconcurso a los británicos, y probablemente teníala esperanza de persuadirles de hacer más cosascon el tiempo. Ese conocimiento frío eimpersonal no daba comodidad alguna aLaurence. No le importaba demasiado el posibleinterés del emperador, pero lo cierto era quemuy probablemente tuviera razón.

—Señor, me gustaría que usted pudierapersuadirle para que se quedara —aseguró convoz desacompasada—. Yo debo volver.

Necesitó de un gran acto de voluntad parapronunciar esas palabras, le salieron como siestuviera sufriendo una constricción por parte deuna boa, como quien ha corrido cuesta arribamucho, mucho rato, desde la conversación conTemerario en el claro, desde que los dos dejaronLondres atrás. Pero la montaña había quedado asu espalda. Había llegado a la cima ypermanecía en ella, tomando aire. No había

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nada más que hacer o decir. Su respuestaestaba tomada. Miró a Temerario, que leesperaba hecho un manojo de nervios dentro delpabellón abierto. Pensó que podía intentar lafuga y tratar de volver a Inglaterra, donde leesperaba la cárcel. Tampoco habría muchadiferencia si moría en el intento.

Bonaparte leyó esa determinación en sumirada, se alejó y se puso a pasear de un ladopara otro con el gesto crispado hasta que al finalse volvió:

—Dios me impida torcer una resolución comola suya, capitán. Su elección es la de Régulo, yyo le honro por ello. Será libre, debe ser libre, yaún más: un destacamento de mi vieja guardia leescoltará hasta Calais. La formación deAccendare velará por usted mientras cruza elCanal de la Mancha bajo bandera de tregua ytodo el mundo sabrá que al menos Franciareconoce a un hombre de honor.

El cobertizo de Calais estaba atestado: no era

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fácil poner orden a catorce dragones y la propiaAccendare se inclinaba a hablar con brusquedady se mostraba difícil, irritable y cansada de tantotoser. Laurence permaneció de espaldas a esecaos y solo deseó irse y haber acabado contodo, pero con desánimo. Estaba harto de lahueca ceremonia, las águilas, las banderas, lashebillas pulidas, el azul de las guerreras nuevasde los uniformes franceses. Soplaba vientofavorable para navegar hacia Inglaterra. Losesperaban al otro lado del mar, pues ambospaíses habían intercambiado mensajes paraacordar la negociación. Acudirían a buscarlecon dragones y cadenas. Tal vez hastaestuvieran Jane, o Granby, o tal vez solo hubieradesconocidos que no supieran nada de su delito.A esas alturas, su familia estaría enterada contodo lujo de detalles.

De Guignes recogió el mapa de África de lamesa y lo enrolló. Laurence le había mostrado elvalle donde habían encontrado el suministro dehongos. Los franceses tenían lo que él les habíadado. Los hongos estaban creciendo, pero

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Bonaparte no deseaba esperar o arriesgarse aque saliera mal la cosecha, supuso Laurence.Tenía intención de enviar a por ellos unaexpedición de inmediato, y de hecho ya seestaban preparando en el puerto dos fragatas delínea elegantes y Laurence tenía entendido queesperaban otras tres procedentes de LaRochelle con la esperanza de que al menos unafuera capaz de eludir el bloqueo y llegase a sudestino, donde debía adquirir una cantidadsustancial mediante la negociación o el hurto.Laurence solo esperaba que no los hicieranprisioneros a todos, pero aunque así fuera,suponía que tampoco importaba demasiado. Lacura estaba comprobada e iba a extenderse. Nomorirían más dragones. Eso, al menos, era unapequeña satisfacción, aunque fuera anodina einsustancial.

El aviador había temido un último intento desoborno o seducción, pero De Guignes nisiquiera le pidió que hablara. El diplomáticomostró mucho tacto: trajo una polvorienta botellade brandy y le sirvió un vaso con generosidad.

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—Por la esperanza de paz entre nuestrospueblos —propuso.

Laurence se humedeció los labios por seramable, pero dejó sin probar la fría colación.

Salió en busca de Temerario en cuanto clareóel alba. Este no se había visto mezclado con elclamor general. Se sentaba aparte, agazapado,en cuclillas, mirando al otro lado del mar.Laurence se inclinó junto a él y cerró los ojos.Los latidos de su corazón se oían con la fuerzade la marea en una concha.

—Quédate, te lo pido —dijo Laurence—. Asíno vas a servirme ni a mí ni a tu causa. Seinterpretará como un caso de lealtad ciega.

—Si me quedo, dirán que te desvié delcamino contra tu voluntad —respondióTemerario al cabo de unos instantes—. ¿Fueasí?

—Nunca, por amor de Dios —respondió elaviador, envarándose, ofendido de que lo hubierasugerido siquiera. Demasiado tarde comprendióque el dragón le había llevado hasta la línea desalida.

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—Napoleón me dijo que si yo me quedaba, túsiempre podrías decirles eso si te venía bien,pero yo le contesté que tú nunca harías algo así,de modo que no servía de nada quedarme, asíque deja de intentar convencerme. Nunca voy aquedarme aquí mientras intentan ahorcarte.

Laurence agachó la cabeza y sintió que erajusto. Él no pensaba que Temerario debieraquedarse aunque deseaba que lo hiciera y fuerafeliz.

—Tienes que prometerme que no vas aquedarte para siempre en los campos de cría —le aleccionó en voz baja—. No te quedes allímás allá de Año Nuevo a menos que me dejenvisitarte en persona.

Estaba convencido de que le ejecutarían el díade San Miguel.

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Fragmento de El reino tsuana, una brevehistoria en tres volúmenes

De Sipho Tsuluka DlaminiLondres, 1838, Chapman & Hall, Ltd.

La obra es una historia del reino tsuanadesde los orígenes hasta el momento actual,así como un estudio geográfico completo desu territorio, haciendo especial énfasis enMosi oa Tunya, la capital. Incluye varioscomentarios de interés acerca de lastradiciones autóctonas.

El proceso gradual de consolidación de lostsuana y los sotho trajo consigo una laxaconfederación de reinos tribales fundados en un

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principio, si ha de hacerse caso a loshistoriadores tribales, a lo largo de toda la franjameridional del continente en las postrimerías delprimer milenio merced a una migracióngeneralizada y espontánea hacia el sur. Nosomos capaces de cuantificar la fuerza de estedesplazamiento ni tampoco la causa; tal vez semovieran en busca de tierras de caza o denuevos territorios espoleados por el aumentopoblacional tanto de hombres como de dragones.

Se cree que la cría y explotación de rebañosde elefantes debió de dar sus primeros pasospoco antes de que llegara a su término esteéxodo, cuando las necesidades acuciantes delhambre ya no podían satisfacerse mediante unmayor desarrollo de las posibilidades de unaexistencia nómada. Un estudio del arteelaborado en marfil revela el éxito de la críaelefantina: se consiguieron ejemplares másdóciles que las reses bovinas y de tamaño muysuperior a los paquidermos salvajes. En lacapital se conserva una serie de colmillos dondepuede comprobarse como los de cada

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generación criada en cautividad son mayoresque los de la anterior. Fueron tallados conextremada minuciosidad antes de ofrendarlos alrey durante una ceremonia que, en aquelentonces, era muy larga.

(…)Estas tribus se hallaban unidas únicamente

por lejanos vínculos de sangre, lenguasdialectales inteligibles para todos ellos, algunascostumbres comunes y ciertas observanciasreligiosas, la más notable de las cuales era, porsupuesto, la práctica del renacimiento en undragón, impulsada, en primer lugar, por lanecesidad de conseguir una colaboración másestrecha con los alados para atender lasnecesidades de las manadas de elefantes, queexigían un trabajo muy superior al que era capazde organizar una sola tribu. (…) [La] demandacreciente de oro y marfil propició una mayorcentralización a partir del siglo XVII, que se hizonotar en el interior del continente varias décadasantes de la aparición del esclavismo. Lademanda de esclavos alcanzó un extremo tan

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álgido que las tribus esclavistas más agresivasse aventuraron a realizar razias en el territoriodragontino. La centralización también se vioespoleada por otros factores, como el rápidodesarrollo de la minería aurífera desde mediadosdel siglo XVIII, una empresa que, según indicanlas autoridades tsuanas, es más productiva si selleva a cabo con el concurso simultáneo de diezdragones que si la explotación recae sobrecualquier tribu en exclusiva, y la importanciacreciente del comercio del marfil. A comienzosde siglo enviaban a la costa cerca de sesenta millibras de marfil al año, sin levantar por ellosospecha alguna entre los comercianteseuropeos, que se llevaban los dientes deelefantes obtenidos gracias a los dragones queimpedían todo acceso del hombre blanco alinterior del continente y no a pesar de ellos.

Acerca de Mosi oa Tunya

Todos cuantos han contemplado las cataratas de

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Mosi oa Tunya las enaltecen, y con toda justicia,pero eso no quita para que sean un asentamientode lo más inconveniente para los hombres ensolitario, cuya capacidad para moverse entreaquellas gargantas es muy limitada. En suestado natural, las cataratas tampoco ofrecíanun buen refugio a los dragones salvajes.

El lugar era admirado y visitado de formaocasional, tanto para solazarse en sucontemplación como por motivos religiosos, peroestaba deshabitado y permanecía virgen cuandolos primeros grupos de sothos y tsuanas seafincaron en la región e hicieron de las cataratasuna suerte de centro ceremonial y un factor decentralización de las tribus más fuerte. (…) Eldeseo de los dragones ancestros por disponer decobijos más confortables dio el impulsonecesario para llevar a cabo los primerosintentos de horadar cuevas, cuyos restos aúnpueden verse en las cascadas, en las cámarasmás toscas y también las más sacrosantastalladas en la parte inferior de las paredes depiedra. Su perforación ayudó a desarrollar la

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técnica empleada más tarde para la explotaciónde las minas de oro.

La práctica del renacimiento dragontinorequiere aquí un mayor ahondamiento en aras aaclarar todo lo dicho en la prensa británica a raízde los informes de misioneros bienintencionadosque, llevados de su fervor religioso, están muydispuestos a considerar todo eso como unasimple superstición pagana que debe erradicarsetan pronto como sea posible en favor de laCristiandad… No van a encontrar a ningúntsuana que crea que los hombres se reencarnanen la forma expuesta por los hindúes o budistas,por ejemplo, y si alguien propusiera dejar unhuevo de dragón solo en la selva, secundando laocurrencia del señor Dennis, «para demostrar alos paganos lo extravagante de su costumbre»,con el fin de probar que el fruto de esa eclosiónno recordaba nada de una vida anterior, ningúnmiembro de ninguna tribu iba a discutir que esoera un resultado natural, pero lo hubieraconsiderado un caso flagrante de malaadministración y de irreligiosidad, saldado con la

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pérdida de un huevo de dragón y la afrenta alespíritu del ancestro difunto.

Todos ellos entienden a la perfección que eldragón salvaje de la selva tiene tan poco dehumano renacido como una vaca y noconsideran esa apreciación contraria a suscreencias. La cuidadosa tarea de persuasión y elritual son necesarios para, además de conferirunos cuidados adecuados, inducir a un espírituancestral a adoptar otra vez una forma material.El dogma de fe consiste en creer firmementeque el dragón es el humano renacido una vezque eso se ha conseguido. Esta creencia resultamucho más difícil de erradicar, ya que laprofesan no solo los hombres, sino también losdragones, y tiene una importancia prácticacapital en la vida de la tribu.

Los dragones ancestros sirven de inmediatocomo fuerza de trabajo y ofrecen poder militarreal, y se convierten también en los depositariosde las leyendas y la historia de la tribu, lo cualcompensa la falta de la palabra escrita. Y lo quees más, cada tribu va a considerar con sumo

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cuidado el destino de los huevos de los dragonesancestros, que son una propiedad comunal de latribu y pueden usarse tanto para lareencarnación de alguno de sus antepasados,siempre y cuando sea digno de tal honor, o loque es más habitual, para la venta a otra tribumás necesitada. Existe una intrincada red decomunicaciones que informa de la existencia dehuevos disponibles a quienes los necesitan. Estared propicia la unión de tribus que, abandonadasen su aislamiento, se distanciarían más y más delresto. Por otra parte, no se hace caso omiso alas líneas de sangre dragontinas, como cabríaesperarse de quien se imagina una creencia alpie de la letra y de forma simplista. Y por otra,este intercambio de huevo se utiliza paraestablecer una suerte de lejano vínculo parentalentre la tribu receptora y la donante, guardandoun gran parecido con los matrimonios de estado,pues fortalecen mucho posibles vínculosulteriores…

Mokhachane I (h), jefe sotho, controlaba un

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territorio relativamente pequeño, pero con unaexcelente posición geográfica, pues lindaba conlos confines de los territorios de las tribus sotho-tsuana y los de los xhosa en el sur. De ese modotuvo cumplida noticia del crecimiento de losestablecimientos holandeses en la provincia deEl Cabo y mantenía el contacto con losatribulados reinos Monomotapa de la costaoriental africana, constructores del antiguoZimbabue.

A finales del siglo pasado, el rey estrechó losvínculos con este núcleo de poder a instanciasde su hijo Moshueshue I (h), lo cual vino ademostrar la enorme sapiencia que este tuvodesde joven, motivo por el cual su nombre seconvirtió enseguida en sinónimo deconocimiento. Estas excelentes relacionescobraron una importancia decisiva a la muertede Mokhachane I (h) en el transcurso de unaincursión acaecida en 1798, momento en queMoshueshue I (h) estuvo en condiciones denegociar la adquisición de un gran huevo de loslinajes reales monomotapas para el renacimiento

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de su padre. El estado Monomotapa se hallaba apunto de resquebrajarse bajo el empuje de losbuscadores de oro portugueses instalados a lolargo de la costa oriental, razón por la cualnecesitaban el oro y los refuerzos militares queMoshueshue I (h) podía proporcionarles graciasa sus ventajosos vínculos con los territoriosmeridionales de los tsuana.

Mokhachane I (d) impuso fácilmente sudominio a los dragones ancestros de todas lastribus próximas en el transcurso de lasexpediciones organizadas por Moshueshue, yentre todos no tardaron en poder tener minastanto de oro como de metales preciosos en unaregión antaño inexplorada. El prestigio y lasriquezas cada vez mayores le permitieronadquirir una primacía en base a la cual pudoreclamar en 1804 tanto el asiento central deMosi oa Tunya como el título de rey.

En aquel entonces, los esclavistas llevabanvarios años adentrándose en territorio tsuana,donde causaron grandes estragos. Estas raziastuvieron un peso decisivo en la decisión

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adoptada por muchos pequeños reinos deaceptar formalmente un gobierno central con laesperanza de poder presentar un frente unido atodas aquellas razias y así poder repeler aaquellos atacantes. Moshueshue no dejó demencionarlo en sus peticiones de fidelidad aotros reyes tribales que, en otro caso, se habríanresistido aunque solo fuera por orgullo. La tomade Ciudad del Cabo y los ataques lanzados en1807 contra la costa de los esclavos[18]confirmaron tanto de facto como de iure elgobierno de Mokhachane I, y los propios tsuanadatan la fundación de su reino en ese mismoaño.

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Agradecimientos

Entre otras muchas obras, el estudio denumerosas fuentes originales llevado a cabo porel historiador Basil Davidson en AfricanCivilization Revisited: From Antiquity toModern Times, destaca como un recurso devalor incalculable, al igual de la Historiageneral de África de la UNESCO, pues ambossacan a la luz la historia del continente negromás allá de los lindes de la colonización.También he contraído una deuda enorme con losguías de safari de Ker & Downey en el delta delOkovango, en Botsuana, por compartir toda supericia y tolerar mi riada de preguntas, y enespecial, deseo dar las gracias a nuestro brillantedirector de campamento de Okuti, PaulMoloseng.

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De todos los libros de la saga, El imperio demarfil ha sido en muchos sentidos, y condiferencia, el más difícil de escribir. Me veoobligada a agradecer de todo corazón a loslectores de mis borradores el trabajo heroicobajo presión, pues apenas les daba un fin desemana para comentar una versión provisional yya me había lanzado a las revisiones. Son: HollyBenton, Sara Booth, Alison Feeney, ShelleyMitchell, Georgina Paterson, Meredith Rosser,L. Salom, Kellie Takenaka y Rebecca Tushnet.También estoy en deuda con Betsy Mitchell,Emma Coode y Jane Johnson, mis maravillosaseditoras, y con mi agente, Cynthia Manson.

Y siempre, siempre, todo mi amor y miagradecimiento al primero y al mejor de mislectores, Charles, y también el más amado.

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Notas

[1] «¡Bestia del demonio!, todavía vas aquemarnos a todos», en alemán. (N. del T.)[2] El stone («piedra» en español) equivale a6,35 kilos; se usó en la Inglaterra imperial comounidad de masa y para pesar los artículosagrícolas, aunque perdió validez oficial en 1985.(N. del T.)[3] Bota masculina de cuero hasta la rodillaadornada con borlas. (N. del T.)[4] «Town-house» en el original. Deriva en«house in town» (casa de la ciudad) y describelas residencias de pares y aristócratas usadaspara desplazarse desde el campo, donde vivíancasi todo el año, a la capital para asistir alParlamento y a los actos de la temporada social.Estas mansiones solían estar muy cerca unas de

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otras. (N. del T.)[5] Real Sociedad de Londres para el avance dela Ciencia Natural, la sociedad científica másantigua del Reino Unido. (N. del T.)[6] «Te he cogido. No te eches a llorar». (N. delT.)[7] «He aquí un bonito cerdo. Tu capitán va apreocuparse si no comes, de verdad». (N. delT.)[8] «No me encuentro bien». (N. del T.)[9] La kigelia africana recibe este nombre por laforma de sus frutos. (N. del T.)[10] También llamada poshete o poshotte.Bebida británica de origen medieval que consisteen huevo, leche caliente y otros ingredientes,como cerveza o vino y especias. De ahí procedeel ponche de huevo para Navidad. (N. del T.)[11] Plural de la voz bíblica b'hemah; significa«bestia». A menudo se le identifica con elelefante. (N. del T.)[12] Prisión londinense. (N. del T.)[13] Navegar en el menor ángulo posible queeste forma con la proa. (N. del T.)

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[14] «Dragón», / «Aire, aliento», (N. delT.)[15] Proceso destinado a reducir lasrestricciones impuestas a los católicosdependientes de la Corona. (N. del T.)[16] Famoso sendero situado al sur de HydePark, frecuentado por la clase alta para montara caballo. (N. del T.)[17] «¡Deteneos! No os he atacado; debéisescucharme: hemos venido a traeros elmedicamento.» (N. del T.)[18] Zona del golfo de Guinea donde las tribusdel interior llevaban a los esclavos para servendidos en los mercados. (N. del T.)

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Biografía

Naomi Novik es una ávida lectora de literaturafantástica. Estudió literatura inglesa en laUniversidad de Brown, y realizó estudios deposgrado en la Universidad de Columbia.Participó en el diseño y el desarrollo del juego deordenador Neverwinter Nights: Shadow ofUndrentide. Después se dio cuenta de queprefería escribir a programar. Vive en NuevaYork con su marido y seis ordenadores.

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Título original: Empire of IvoryPublicado de acuerdo con Ballantine Books, unsello de Random House Publishing Group,división de Random House, Inc, New YorkTodos los derechos reservados.© 2007, Naomi Novik© De la cubierta: Craig Howell, CheebaProductions Studio(www.cheebaproductions.com)© De la traducción: 2011, José Miguel Pallarés© De esta edición:2011, Santillana Ediciones Generales, S. L.Torrelaguna, 60. 28043 MadridTeléfono 91 744 90 60Telefax 91 744 92 24www.librosalfaguarajuvenil.com ISBN ebook: 978-84-204-1054-8Conversión ebook: Javier Barbado

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Ecuadorwww.librosalfaguarajuvenil.com/ecAvda. Eloy Alfaro, N 33-347 y Avda. 6 deDiciembre

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QuitoTel. (593 2) 244 66 56Fax (593 2) 244 87 91

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Santiago de SurcoLima 33Tel. (51 1) 313 40 00Fax (51 1) 313 40 01

Puerto Ricowww.librosalfaguarajuvenil.com/mxAvda. Roosevelt, 1506Guaynabo 00968Tel. (1 787) 781 98 00Fax (1 787) 783 12 62

República Dominicanawww.librosalfaguarajuvenil.com/doJuan Sánchez Ramírez, 9GazcueSanto Domingo R.D.Tel. (1809) 682 13 82Fax (1809) 689 10 22

Uruguaywww.librosalfaguarajuvenil.com/uyJuan Manuel Blanes 1132

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