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i SUMARIO

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iSUMARIO

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Título original: Introduction à l’étude de la médecine expérimentale (1865)Autor: Claude Bernard (1813-1878)

La ilustración de la primera página, La leçon de Claude Bernard (1889),es de Léon Lhermitte (1844-1925)

© de la traducción: Assumpta Mauri Mas y José Luis Puerta López-Cózar, 2011© del prólogo, nota preliminar y notas: José Luis Puerta López-Cózar, 2011© de la presente edición: Mediscript, SL, 2011Colección Dendra Médica (www. dendramedica.es)c/. Doctor Esquerdo 16 * 28028 Madrid (España)

PROCEDENCIA DE LAS ILUSTRACIONES:Académie nationale de médecine (París): pp. i y v. Armand Colin et Cie (París): p. 1. Images from the History of Medicine (NLM): pp. xi, xxxix, 19, 27, 39, 93, 163, 225, 375, 377, 461, 476 y 545. Wikimedia Commons: pp. 25, 161, 423 y 549.Se ha puesto el mejor empeño en identifi car la procedencia de las imágenes y se han satis-fecho, cuando ha sido preciso, los oportunos derechos de reproducción. No obstante, dada la antigüedad de las mismas efectuamos un ejercicio de derechos reservados que ponemos a disposición de sus posibles derechohabientes (en caso de haberlos).

ISBN: 978-84-938518-0-4Depósito legal: M-10.531-2011

Para la composición de esta obra se han usado distintos tiposde la familia Garamond.

Maquetación e impresión: Imprenta Taravilla S.L. (Madrid)Impreso en España — Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cual-quier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. Si precisa hacer fotocopias o reproducir parcialmente esta obra contacte con CEDRO (www.cedro.org).

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CLAUDE BERNARD

Introducción al estudiode la medicina experimental

Introduction à l’étudede la médecine expérimentale

(Edición bilingüe)

�Traducción de

Assumpta Mauri Mas y José Luis Puerta López-Cózar

Edición, prólogo y notas deJosé Luis Puerta López-Cózar

�Colección

MEDISCRIPT, SL

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Claude Bernard (c. 1860)(Autor desconocido)

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viiSUMARIO

S U M A R I O

Nota preliminar ..................................................................................... xiii

Prólogo. De Hipócrates a Bernard ................................................... xvii

Agradecimientos .................................................................................... xlv José Luis Puerta (ed.)

Biografía de Claude Bernard .............................................................. 1 Paul Bert Notas del editor, p. 10

Tabla cronológica de la vida de Claude Bernard .......................... 15 José Luis Puerta (ed.)

Discurso pronunciado en los funerales de Claude Bernard ....... 19 Jean-Baptiste Dumas

Introducción al estudio de lamedicina experimental

Claude Bernard

PREFACIO ................................................................................................. 27 Notas del editor, p. 34

PRIMERA PARTE

El razonamiento experimental

Capítulo primero. La observación y la experiencia ................... 39I. Diversas defi niciones acerca de la observación y el ex-perimento, p. 41 — II. Adquirir experiencia y apoyarse en la observación no es lo mismo que realizar experimentos y

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viii SUMARIO

observaciones, p. 51 — III. El investigador. La investigación científi ca, p. 57 — IV. El observador y el experimentador. Las ciencias de observación y de experimentación, p. 61 — V. El experimento no es, en el fondo, más que una observación provocada, p. 69 — VI. En el razonamiento experimental, el experimentador no se aparta del observador, p. 73. Notas del editor, p. 84.

Capítulo segundo. La idea a priori y la duda en el razonamien-to experimental ................................................................................ 93I. Las verdades experimentales son objetivas o exteriores,p. 97 — II. La intuición o el sentimiento engendran la idea experimental, p. 105 — III. El experimentador debe dudar, evitar ideas fi jas y conservar siempre su libertad de espíritu, p. 111 — IV. Carácter independiente del método experimental, p. 121 — V. La inducción y la deducción en el razonamiento experimental, p. 127 — VI. La duda en el razonamiento expe-rimental, p. 137 — VII. El principio del criterio experimental, p. 145 — VIII. La prueba y la contraprueba, p. 149. Notas del editor, p. 154.

SEGUNDA PARTE

La experimentación en los seres vivos

Capítulo primero. Consideraciones experimentales comunes a losseres vivos y a los cuerpos inertes ............................................. 163I. La espontaneidad de los cuerpos vivos no se opone al em-pleo de la experimentación, p. 165 — II. Las manifestaciones de las propiedades de los cuerpos vivos están ligadas a la existencia de ciertos fenómenos fi sicoquímicos que regulan su aparición, p. 169 — III. Los fenómenos fi siológicos de los organismos superiores transcurren en los medios orgánicos in-ternos perfeccionados y dotados de propiedades fi sicoquímicas constantes, p. 171 — IV. El objeto de la experimentación es el mismo en el estudio de los fenómenos de los cuerpos vivos y en el estudio de los fenómenos de los cuerpos inertes, p. 177 — V. Existe un determinismo absoluto en las condiciones de existencia de los fenómenos naturales, tanto en los cuerpos vivos como en los cuerpos inertes, p. 181 — VI. Para llegar

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ixSUMARIO

al determinismo de los fenómenos en las ciencias biológicas, como en las ciencias fi sicoquímicas, es necesario reducir los fenómenos a condiciones experimentales defi nidas y tan sen-cillas como sea posible, p. 189 — VII. En los cuerpos vivos, como en los cuerpos inertes, los fenómenos tienen siempre una doble condición de existencia, p. 195 — VIII. En las ciencias biológicas, como en las ciencias fi sicoquímicas, el determinismo es posible, porque en los cuerpos vivos, como en los cuerpos inertes, la materia no puede tener ninguna espontaneidad, p. 201 — IX. El límite de nuestros conoci-mientos es el mismo en los fenómenos de los cuerpos vivos que en los fenómenos de los cuerpos inertes, p. 207 — X. En las ciencias de los cuerpos vivos, como en las de los cuerpos inertes, el experimentador no crea nada: solo sigue las leyes de la naturaleza, p. 215. Notas del editor, p. 220.

Capítulo segundo. Consideraciones experimentales específi cas delos seres vivos .................................................................................. 225I. En el organismo de los seres vivos hay que considerar un conjunto armónico de fenómenos, p. 227 — II. La práctica experimental en los seres vivos, p. 241 — III. La vivisección, p. 251 — IV. La anatomía normal y sus relaciones con la vivi-sección, p. 263 — V. La anatomía patológica y las disecciones cadavéricas, sus relaciones con la vivisección, p. 277 — VI. Diversidad de los animales sometidos a la experimentación; variabilidad de las condiciones orgánicas que se presentan al experimentador, p. 283; 1º Condiciones anatómicas operatorias, p. 287; 2º Condiciones fi sicoquímicas del medio interno, p. 289; agua, p. 289; temperatura, p. 291; aire, p. 293; presión, p. 293; composición química, p. 293; 3º Condiciones orgáni-cas, p. 295 — VII. Elección de los animales; benefi cios que pueden comportar para la medicina las experiencias realizadas en diversas especies animales, p. 299 — VIII. La comparación de los animales y la experimentación comparada, p. 307 — IX. El empleo del cálculo en el estudio de los fenómenos de los seres vivos; valores medios y estadística, p. 313 — X. El laboratorio del fi siólogo y los diversos medios necesarios para el estudio de la medicina experimental, p. 335. Notas del editor, p. 356.

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x SUMARIO

TERCERA PARTE

Aplicaciones del método experimental alestudio de los fenómenos de la vida

Capítulo primero. Ejemplos de investigación experimental fi sio-lógica .................................................................................................. 377I. Una investigación experimental tiene como punto de partida una observación, p. 379 — II. Una investigación experimental tiene como punto de partida una hipótesis o una teoría, p. 401. Notas del editor, p. 420.

Capítulo segundo. Ejemplos de crítica experimental fi siológica ... 423I. El principio del determinismo experimental no admite hechos contradictorios, p. 427 — II. El principio del de-terminismo rechaza de la ciencia los hechos indeterminados o irracionales, p. 437 — III. El principio del determinismo exige que los hechos sean determinados por comparación, p. 443 — IV. La crítica experimental solo debe regirse por los hechos y nunca por las palabras, p. 449. Notas del editor, p. 460.

Capítulo tercero. La investigación y la crítica aplicadas a lamedicina experimental .................................................................... 461I. La investigación patológica y terapéutica, p. 463 — II. La crítica experimental patológica y terapéutica, p. 469. Notas del editor, p. 474.

Capítulo cuarto. Obstáculos fi losófi cos que encuentra la medi-cina experimental ............................................................................ 477I. La falsa aplicación de la fi siología a la medicina, p. 479 — II. La ignorancia científi ca y ciertas ilusiones de la men-talidad médica constituyen obstáculos para el desarrollo de la medicina experimental, p. 489 — III. La medicina empírica y la medicina experimental no son incompatibles; al contrario, ambas deben ser inseparables, p. 497 — IV. La medicina experimental no pertenece a ninguna doctrina médica, ni a sistema fi losófi co alguno, p. 523. Notas del editor, p. 540.

BIBLIOGRAFÍA USADA EN LAS «NOTAS DEL EDITOR» ....................... 543

ÍNDICES ................................................................................................... 549

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xiNOTA PRELIMINAR

Nota preliminarPrólogo. De Hipócrates a Bernard

Agradecimientos

JOSÉ LUIS PUERTA

Galeno e Hipócrates(Frontispicio de De morbo attonito liber unus ad Hippocraticam sanguinis

in corpore humano periodum exaratus, 1677,Justus Cortnumm, c. 1624-1675)

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xiiiNOTA PRELIMINAR

Nota preliminar

Nada defi ne mejor un libro de medicina moderno que su rápida obsoles-cencia, aunque, como en cualquier otro asunto, siempre pueden encontrarse excepciones. Así, si nos tomamos la molestia de curiosear las estanterías de las pocas librerías médicas que van quedando en los alrededores de la parisina Place de l’Odéon o de la madrileña calle de la Princesa, por poner solo un par de ejemplos, difícilmente encontrará alguna edición reciente de obras publicadas por primera vez hace más de un siglo. La Introduction à l’étude de la médecine expérimentale (1865) del fi siólogo francés Claude Ber-nard pertenece a ese parvo grupo de libros excepcionales. Otro texto que forma parte de esta restringida categoría es Reglas y consejos sobre la investi-gación científi ca, que reproduce —con algunas modifi caciones— el discurso de ingreso de Ramón y Cajal en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en 1895. Ninguna de las dos obras han perdido su vigencia, pues son de obligada lectura para todos aquellos que quieran dedicarse a la investigación científi ca, sobre todo, en el campo de la biomedicina; o desean estar familiarizados con las cuestiones metodológicas a las que tienen que enfrentarse los investigadores en su trabajo en el laboratorio.

Es verdad que la fi siología había sido ya cultivada desde antiguo; por algo a Erasístrato de Ceos (304-250 a.C.) se le conoce como el «padre de la fi siología». Otros más cercanos, como Descartes, van Helmont, Harvey, Spallanzani o Magendie, habían formulado principios y teorías, admitido la superioridad del experimento y llevado a cabo descubrimientos experimen-tales. Pero, en palabras del Nobel Bernardo A. Houssay (1887-1971), fue Bernard el que «revolucionó completamente la fi siología y la medicina al desterrar las ideas tan arraigadas de la fuerza vital, de la causa vital y del capricho o la espontaneidad de la sustancia viva»1. Además su Introducción constituye, como señaló su compatriota Louis Pasteur (1822-1895), la

1 Houssay BA. El signifi cado de la obra de Claude Bernard. Barcelona: Historia de la Me-dicina de J. Uriach & Cía. S.A. Medicina & Historia. junio de 1972, p. 18.

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xiv NOTA PRELIMINAR

obra «más luminosa, más completa, más profunda, sobre los verdaderos principios del difícil arte de la experimentación»2.

Muy de vez en cuando, aparece un libro genial o sucede algo tan ex-traordinario que conmueve las ideas que el hombre tiene acerca del mundo y sus asuntos. Sin duda, uno de esos textos es la Introducción al estudio de la medicina experimental (al que me referiré desde ahora como la Introducción) de Claude Bernard, que nunca ha dejado de despertar —insisto en ello— el interés de todos los que quieren dedicarse a la ciencia.

Desde 1880, año en el que apareció la primera traducción3 hecha por el médico turolense Antonio Espina y Capo (1850-1930), prácticamente no se ha utilizado otra en las distintas ediciones que de la Introducción han aparecido a lo largo del tiempo en España. En Iberoamérica, como se verá enseguida, la historia ha sido otra. Hoy la única edición4 —fechada en 2005— de la Introducción que se puede conseguir en las librerías españolas incluye, además de un prólogo y unas notas redactadas por Pedro García Barreno, dicha traducción. En lo que se refi ere a las ediciones recientemen-te descatalogadas, solo se encuentra la que Círculo de Lectores5 imprimió en 1996, que también contenía la traducción de Espina y el prólogo que Pedro Laín había preparado —cincuenta años antes— para la edición6 que publicó el Consejo superior de investigaciones científi cas (CSIC), en 1947, con el sello editorial Centauro, aunque en este caso la traducción la realizó el médico Luis Alberti. Casualmente, Espasa-Calpe Argentina, ese mismo año, publicó7 una traducción resumida de la Introducción, a la que añadió otros textos relacionados con la obra y su autor. Pero, con anterioridad a éstas, hubo otra8 del médico mexicano José Joaquín Izquierdo Raudón

2 Pasteur L. Claude Bernard: Idea de la importancia de sus trabajos, de su enseñanza y de su método. Le Moniteur universel, n° 311, 7 novembre 1866, en: Bernard C. El método experimental y otras páginas fi losófi cas (prólogo, selección y traduc. de M. Granell). Buenos Aires: Espasa-Calpe Argentina, SA. 1944, p. 192.3 Bernard C. Introducción al estudio de la medicina experimental (trad. de A. Espina y Capo). Madrid: Enrique Teodoro. 1880.4 Bernard C. Introducción al estudio de la medicina experimental (prólogo y notas de P. García Barreno). Barcelona: Editorial Crítica. 2005.5 Bernard Cl. Introducción al estudio de la medicina experimental (trad. de A. Espina y Capo, prologo de P. Laín Entralgo). Barcelona: Círculo de Lectores. 1996.6 Bernard Cl. Introducción al estudio de la medicina experimental (trad. de L. Alberti, prólogo de P. Laín Entralgo). Madrid: Ed. Centauro, 1947.7 Bernard C. El método experimental y otras páginas fi losófi cas (prólogo, selección y traduc. de M. Granell). Buenos Aires: Espasa-Calpe Argentina, SA. 1944.8 Bernard C. Introducción al estudio de la medicina experimental (trad. y prólogo de J. Joaquín Izquierdo). México: Imprenta Universitaria de México. 1942.

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xvNOTA PRELIMINAR

(1893-1974), que se publicó en México en 1942; de cuyas defi ciencias ad-vierte Laín en el apartado «Literatura sobre Claudio Bernard», que redactó para la edición de Centauro (1947) antes aludida. Llama la atención que, en esta edición del CSIC, el único comentario que hace Laín en su «Nota preliminar» sobre la traducción de Alberti, realizada por encargo suyo, sea algo tan escueto como lo siguiente: «La traducción que ahora ofrezco, tercera de las castellanas [después de las de Espina e Izquierdo], ha sido hecha por el doctor Luis Alberti, a quién corresponden los méritos y las posibles defi ciencias que en ella descubra el lector». El texto de Izquierdo reapareció en Argentina9 con el sello editorial Emecé (1944) y, luego, en España (1976) de la mano de la Editorial Fontanella10 de Barcelona, a la que Emecé le cedió los derechos. Esta edición barcelonesa se acompañaba de un breve prólogo y un aparato de 167 notas, ambos redactados por el médico Jaume Pi-Sunyer i Bayo (1903-2000); las notas son una «actualiza-ción» —cuarenta años después— de las que ya había preparado para su traducción al catalán11, aparecida en Barcelona en 1935. Por último, hay que señalar que existe, al menos, otra traducción12 al español fi rmada por Nydia Lamarque, que nunca he tenido en mis manos, publicada, en 1944, por Editorial Losada en Buenos Aires. Nótese que en la década de los años cuarenta se realizaron cuatro traducciones, tres completas y una resumida.

Bona fi de, éstos son los hechos que conozco, ahora el lector adverti-do podrá colegir —a partir de ellos— las conclusiones que estime más oportunas.

Quizá la única arista que ofrece la Introducción es su redacción original. Por un lado, está escrita con un estilo rancio y recargado, propio de una época; y, por otro lado, sobre todo en las dos primeras partes de la obra, se repiten con frecuencia las mismas ideas, a tal punto que a veces se tiene la impresión de estar leyendo la misma refl exión, una y otra vez, expre-sada además con idénticas palabras. A este respecto nada puede hacer un traductor. Sin embargo, la otra difi cultad se puede remediar en parte con una traducción que, sin traicionar al original, emplee unos términos más

9 Bernard C. Introducción al estudio de la medicina experimental (trad. de J. Joaquín Iz-quierdo). Buenos Aires: Emecé Editores. 1944.10 Bernard C. Introducción al estudio de la medicina experimental. (trad. de J. Joaquín Iz-quierdo, prólogo y notas de Jaume Pi-Sunyer). Barcelona: Editorial Fontanella. 1976.11 Bernard Cl. Introducció a l’estudi de la medicina experimental (trad. y notas de Jaume Pi-Sunyer Bayo). Barcelona: Editorial Arnau de Vilanova. 1935.12 Bernard Cl. Introducción al estudio de la medicina experimental (trad. de Nydia Lamarque). Buenos Aires: Editorial Losada. 1944.

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xvi NOTA PRELIMINAR

actuales y una readacción menos enmarañada, que no ahuyente al lector desde el primer momento. Este propósito es el que ha hecho, a pesar de mis dudas iniciales, que aborde una nueva traducción, para paliar en la medida de lo posible esta carencia, y me decida además a publicar una edición bilingüe. Cierto grado de libertad en la traducción para ganar en claridad e, incluso, en amenidad, a la vez que se pone al alcance de la mano la fuente original, justifi can esta nueva edición. Y, en este caso, la palabra «nueva» está cargada de sentido, pues la traducción, sus 174 notas y el prólogo se han escrito ex profeso para la presente edición.

Distraído lector, no quiero acabar esta nota sin proponerte una «extraña» forma de leer este libro: comienza por la tercera parte; seguidamente ve al prólogo; y, después, a las partes primera y segunda de la obra. Creo que ésta es la mejor manera de entender al fi siólogo francés.

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xviiPRÓLOGO. DE HIPÓCRATES A BERNARD

Prólogo. De Hipócrates a Bernard

«Por supuesto, podría darse el caso de que el método de la física experimental para establecer leyes generales fuera el mismo que el de la astronomía... Pero éste no es el caso y no debe sorprendernos. El físico tiene plena libertad para interferir con su objeto y establecer las condiciones de experimentación a su voluntad. Esto le permite inventar métodos muy distintos —y también muy superiores— de los que disfruta el astrónomo en sus plácidas observaciones»1.

Erwin Schrödinger (1955).

El método experimental, tal como lo conocemos hoy, era ya conocido en los tiempos de Bernard. De hecho fue Galileo2 el que por primera vez hizo lo que, desde un punto de vista práctico, debe hacerse en ciencia, a saber: a) construir un instrumento que mida lo que se pretende mensurar o que mejore la capacidad de nuestros sentidos (en su caso fue un catalejo), b) llevar a cabo los oportunos experimentos u observaciones, c) verifi carlos, y, por último, d) publicar los resultados. El matemático y astrónomo italiano inauguró así una nuove scienze, rompedora con el pasado, que se caracteri-zaba por una mezcla de teorización y experimentación. Desde entonces, el conocimiento científi co dejaría de apoyarse en el magisterio de los grandes y venerados autores clásicos. Aunque, como ocurre con la mayoría de los cambios, la revolución científi ca se produjo de forma paulatina y a dis-tintos ritmos. En algunas áreas, sucedió con cierta velocidad y, en otras, con mucha más lentitud, como fue el caso de la medicina y la biología.

Cualquiera que se asome a la historia de la ciencia, enseguida sacará la conclusión de que las reglas y normas que han hecho posible, a lo largo del tiempo, el avance del conocimiento no son fi jas. Han cambiado y, probablemente, cambiarán en el futuro. Incluso es posible que, aunque no

1 Schrödinger E. The philosophy of experiment. Il nuovo Cimento. 1955;1(1):13.2 Cf. Introducción, p. 157, nota nº 22.

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xviii PRÓLOGO. DE HIPÓCRATES A BERNARD

lo percibamos, estén cambiando ya. Y esto se debe, entre otros motivos, a que los intereses de la sociedad y los problemas a los que se enfrenta no dejan de evolucionar. Porque, como ya nos advirtió Karl Marx, la humani-dad nunca se plantea retos para los que no exista una solución. Así, cada nuevo descubrimiento o instrumento, por ejemplo, el catalejo (inventado en la primera década del siglo XVII), supone una perspectiva distinta, desde la que poder contemplar el mundo y a nosotros mismos con otros ojos, lo que a la vez genera nuevas ideas, nuevos problemas y, también, nuevas soluciones. No tenemos, por lo tanto, la seguridad absoluta de que la manera de hacer ciencia hoy sea la mejor posible. Quizá solo podamos identifi car, en cada momento histórico, maneras más o menos generalizadas de hacer frente a los interrogantes científi cos. Sin embargo, de cuando en cuando, alguien (o algo) hace que surja la duda sobre la bondad de dichas soluciones, produciéndose entonces un punto de infl exión o, siguiendo la terminología kuhniana3, un cambio de paradigma. En esto consistió preci-samente la aportación más substancial de Claude Bernard: en un momento determinado, en el que la mayoría de los fi siólogos estaban confusos, supo señalar el camino para convertir la medicina y la biología en una ciencia.

I.—Hipócrates, Aristóteles y Galeno.El yugo de los humores

Aristóteles (384-322 a.C.) ha sido, sin duda, uno de los grandes fi lósofos de todos los tiempos, un fecundo escritor, un biólogo práctico que realizó disecciones —aunque muy probablemente nunca anatomizó un cadáver humano—, el iniciador de la anatomía comparada y un estudioso de la embriología y la herencia capaz de desarrollar teorías coherentes. Durante casi dos mil años sus trabajos se han considerado la ciencia, pues su auto-ridad en este terreno no admitía discusión. Sin embargo, muchos de los conocimientos transmitidos por el Estagirita hoy los consideramos erróneos. Por ejemplo, su idea sobre la materia nos puede parecer un producto de su imaginación al enfrentarla con la teoría atómica moderna. Pero errores como éste no empequeñecen su fi gura. Todos seguimos reconociendo sus contribuciones y el alcance de su trabajo. Hoy sabemos que su afán por explicarlo todo derivó en un cuerpo doctrinal hecho a base de teorías

3 Kuhn TS. La estructura de las revoluciones científi cas (trad. e introducción de C. Solís). México: Fondo de cultura económica. 2006.

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xixPRÓLOGO. DE HIPÓCRATES A BERNARD

generales, que la mayoría de las veces carecían de la más mínima compro-bación experimental. Esta situación fue el resultado del paso de los siglos sin que ninguna otra teoría fuese capaz de sustituir las enunciadas por él. Así, lo que había comenzado siendo una explicación teórica o «lógica» terminó convirtiéndose en un verdad indubitable. O sea, sus conjeturas conquistaron la categoría de dogmas. Hoy la ciencia aristotélica es poco más que una curiosidad erudita. Aunque el fi lósofo, por otras muchas razones, sigue aún vivo entre nosotros, incluso estamos asistiendo a un renovado interés por sus escritos, en particular por su texto sobre moral, Ética a Nicómaco, que da fundamento a la llamada «ética de la virtud» y sirve de base, por ejemplo, a muchos de los posicionamientos bioéticos actuales.

La otra fi gura clave, junto con los hipocráticos y Aristóteles, en el avance del conocimiento médico en la Antigüedad clásica grecorromana fue Galeno de Pérgamo4 (c. 130-200 d.C.). De acuerdo con García Ballester5 en su extensa obra pueden identifi carse las siguientes notas: la tradición hipocrática; el pensamiento de los más famosos fi lósofos y científi cos grie-gos, sobre todo, Platón y Aristóteles; el afán por conciliar los diferentes enfoques de las escuelas médicas que le fueron contemporáneas (Galeno fue un sincrético); y sus propias contribuciones originales como clínico, farmacólogo e investigador (sobre todo en el campo anatómico).

Galeno fue, antes que nada, heredero de una tradición médica deseosa de encontrar una explicación científi ca al hecho de enfermar. Profunda-mente preocupado por dotar de una estructura y una lógica al estudio de los procesos morbosos se preguntó constantemente por la causa de las enfermedades, pues solo el que conoce ésta podía —científi camente ha-blando— considerarse un verdadero tekhníte-s y distinguirse así del empirista o del sofi sta. Esto dejó escrito el médico de Pérgamo:

«No basta con conocer la localización de la enfermedad, ni ello nos debe contentar; es preciso ir más allá, hasta la causa que produce el mal»6.

Pero ¿cómo llega Galeno a conocer la causa de las enfermedades? Por un lado, a través de la experiencia que proporcionan los sentidos (el oído, la vista o el tacto); por otro lado, como buen peripatético, ve en la

4 Cf. Introducción, p. 85, nota nº 7.5 García Ballester L. Galeno. En: Laín Entralgo P. Historia universal de la medicina. Tomo II: Antigüedad clásica. Salvat editores, SA. Barcelona. 1972, pp. 209-210.6 Claudii Galenni opera omnia. Vol. VIII. Edición de C. G. Kühn. Leipzig: Car. Cnoblochii, 1824, p. 131 (texto on-line: http://www.bium.univ-paris5.fr/debut.htm).

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xx PRÓLOGO. DE HIPÓCRATES A BERNARD

lógica o el «método lógico» aristotélico (desarrollado en los seis tratados que componen el Órganon del Estagirita) el instrumento apropiado para conferir a la medicina y a la ciencia en general rigor científi co, ya que posibilita la división en géneros y especies, el análisis y la síntesis, y la elucidación de juicios universales. Sin el ejercicio de la lógica —llegó a afi rmar Galeno— «no hay arte, ni método, y lo que hacemos es inútil»7. Con el paso del tiempo, este instrumento, al que tanto le debe el progreso del conocimiento, terminó por hipertrofi arse y derivó en lo que podríamos llamar la «medicina de sillón», es decir, la edifi cación de teorías médicas sin basamento alguno en la experiencia; malogro que perduró hasta el siglo XIX y le tocó combatir a Bernard. Recuérdese que hubo que esperar casi veinte siglos para que Francis Bacon8 publicase su Novum Organum (1620), en el que exponía una nueva lógica, un nuevo instrumento, el método baconiano, para proceder técnica y científi camente de forma distinta a la lógica aristotélica del Órganon.

Como hombre de ciencia, el sabio de Pérgamo es lo que hoy llama-ríamos un optimista extremo: no dudaba de que con su inteligencia y unos conocimientos anatómicos simples podía conocer la verdad de las estructuras anatómicas o deducir la función de un órgano. Además fue un escritor muy fecundo y gozó de un enorme prestigio en vida, entre otros motivos, por ser el médico de un emperador tan signifi cado como Marco Aurelio (121-180 d.C.). Murió, casi con toda certeza, en el 200 d.C., justo cuando comenzaba la larga decadencia del Imperio romano.

Todas estas circunstancias deben hacer que veamos en Galeno, no solo la fi gura médica más importante de la Historia de Roma, sino también a un fi lósofo seguidor de Aristóteles y al último gran sintetizador del conocimiento médico en un período que fue la antesala de lo que se co-noce como los Años oscuros («Dark ages»). Es probable que escribiese casi seiscientas obras, aunque únicamente se conservan una tercera parte de ellas. Sus textos abarcaban todas las áreas (el diagnóstico, el tratamiento, el régimen de vida, la anatomía, la fi siología y la fi losofía de la medicina) y, además, en ellos supo sistematizar la doctrina humoral de los hipocráticos e introducir la dimensión experimental en la medicina.

Los hipocráticos concebían la medicina como un arte. Mientras que Galeno se propuso —fue el primero en intentarlo— fundamentar la salud y la enfermedad sobre bases anatómico-fi siológicas. Sin embargo, acabó por

7 Claudii Galenni opera omnia, 1824. Op. cit., p. 615.8 Cf. Introducción, p. 84, nota nº 3.

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investir de tal prestigio a la medicina humoral que ésta dominó la clínica hasta bien entrado el siglo XIX. Baste recordar como ejemplo que Karl von Rokitansky (1804-1878), al que Rudolf Virchow (1821-1902) le puso el sobrenombre de «Linneo de la anatomía patológica», en cierto modo malogró la primera edición de su obra Handbuch der pathologischen Anatomie (1842-1846) por incluir en ella su doctrina sobre las «crasis» y las «estasis», de claro trasfondo humoralista9 (Garrison, 433); o que en Francia hasta 1832 todas las tesis doctorales en medicina tenían que terminar con la inclusión de algunos aforismos hipocráticos10.

Ciertamente, entre los conceptos aristotélicos que más han perdurado se encuentra su doctrina sobre la constitución de la materia. El fi lósofo mantenía, siguiendo a los presocráticos, que existían cuatro cualidades o propiedades fundamentales y opuestas en la naturaleza: lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco. Éstas se juntaban de manera binaria para formar las cuatro esencias o elementos: tierra, aire, agua y fuego. Así, por ejemplo, el fuego era la concreción de lo caliente y lo seco, la tierra de lo seco y lo frío, etc. Galeno, al igual que otros autores de la Antigüedad, aceptó esta visión estequiológica, que también incluía el concepto de humor, hasta el extremo de admitirla «porque sí», pues para él los humores constituían el cimiento sobre el que descansaban sus explicaciones o, por usar sus propias palabras, sus «demostraciones científi cas»11.

El concepto de humor es más relevante que los otros dos (cualidad y elemento), no solo por el papel esencial que va a jugar en la fi siología, la patología y la terapéutica galénicas, sino porque es el que mejor caracteriza la diferencia entre la fi siología antigua y la moderna, que paulatinamente empieza a vislumbrarse en el siglo XVII. Los humores son las sustan-cias de las que están compuestos los seres vivos y, por ende, el cuerpo humano; derivan también —como ocurría con los elementos— de la contraposición de las cualidades: la bilis amarilla era predominantemente caliente y seca, la bilis negra, seca y fría, etc. Por otro lado, el médico de Pérgamo sistematizó también una tipología del temperamentum. De acuerdo con el simplifi cador esquema canónico del galenismo tardío, había cuatro temperamentos típicos que se correspondían con el predominio de cada uno de los cuatro humores cardinales: colérico (bilis amarilla), melancólico

19 Garrison FH. An Introduction to the History of Medicine. Filadelfi a: WB Saunders Co. 1960, p. 433.10 Ackerknecht EH. Medicine at the Paris Hospital, 1794-1848. Baltimore: Johns Hopkins University Press. 1967, p. 5.11 García Ballester L. Galeno, 1973. Op. cit., pp. 235-236.

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(bilis negra), fl emático (fl ema) y sanguíneo (sangre). Esto es lo que puede decirse sobre la constitución de las cosas que están en nuestro mundo, en el mundo sublunar. Pero recordemos para completar el cuadro que por encima de la Luna, en el mundo supralunar, los cuerpos celestes se pen-saba que estaban constituidos por un quinto elemento o quintaesencia12,13.

No quisiera que el lector viese en esta descripción sobre la forma ga-lénica de interpretar la medicina un simple ejercicio de erudición. Todo lo contrario. Muchas de las ideas o conceptos que encierra el galenismo han estado y siguen estando presentes en el lenguaje cotidiano y en la manera de acercarse a la enfermedad. Una prueba de ello, si miramos hacia atrás, la encontramos incluso en los términos en que se expresa San Pedro cuando hace referencia al fi n del mundo: «los elementos se derretirán por el calor y la tierra con todo lo que hay en ella se consumirá» (Segunda carta, 3,10); y, si miramos a la actualidad, la podemos descubrir en nuestro lenguaje, donde son habituales expresiones como «naturaleza fogosa» o «carácter melancólico». Por otro lado, los líquidos corporales y sus efectos enseguida llaman la atención de cualquier persona enferma o su cuidador. La piel se vuelve roja (eritematosa) con la fi ebre y en algunos cuadros alérgicos, o fría y húmeda (sudorosa) en ciertas patologías; la orina se torna oscura o sanguínea con la deshidratación o con determinados padecimientos rena-les y hepáticos; la tos puede acompañarse de fl emas o sangre; el vómito y la diarrea pueden ser los síntomas guías de ciertas enfermedades; en algunas patologías dermatológicas, oculares y de las vías aéreas superiores se observa un exceso de secreción de agua, etc. Tomado en su conjunto, el humoralismo galénico, como ha señalado Bynum, «constituyó el marco interpretativo más convincente para médicos y legos sobre la salud y la enfermedad hasta que la medicina científi ca empezó a desterrarlo de forma paulatina durante el siglo XIX»14.

Cuando Bernard salió de la facultad de medicina muchos de los concep-tos galénicos aún seguían vigentes, sobre todo en la clínica. Y tratamientos con tan poco sustento científi co como la sangría se seguían prescribiendo con frenesí, a tal punto que la producción de sanguijuelas en los panta-nos franceses no daba abasto; situación que obligó a Francia en 1833 a

12 Laín Entralgo P. Historia de la Medicina. Barcelona: Salvat Editores, SA. 1978, pp. 104-105.13 García Ballester L. Galeno, 1973. Op. cit., pp. 235-236.14 Bynum W. The History of Medicine. A very short introduction. Oxford: Oxf Univ Pr. 2008, p. 11.

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xxiiiPRÓLOGO. DE HIPÓCRATES A BERNARD

importar cuarenta y dos millones de estos anélidos15. La base racional de semejante tratamiento descansaba en la creencia de que la infl amación o el eritema febril eran debidos a un exceso de sangre que había que eliminar. No puede sorprendernos, por lo tanto, que la edición canónica actual de los textos de Galeno en latín (Claudii Galenni Opera Omnia, Leipzig), la llevase a cabo, entre 1821 y 1830, un profesor de fi siología y patología de la Universidad de Leipzig, Carl Gottlob Kühn (1754-1840).

Los hipocráticos consideraban las excreciones —en forma de pus, vó-mitos, fl emas, etc.— que se observaban en muchas enfermedades como un producto de los mecanismos de defensa naturales, pues veían en la elimi-nación de ciertos humores del cuerpo una manifestación de la vis medicatrix naturae (véanse pp. 237 y 501). Esta idea sobre la capacidad de curación de la naturaleza se subsumió en el siglo XIX dentro del debatido concepto de «enfermedad autolimitada», de la que constituye un buen ejemplo el curso que siguen la mayoría de los cuadros virales. Incluso la tecnifi cada y poderosa medicina de hoy lo ha acogido en su seno, pues tal como en-señan —con cierto sarcasmo— muchos profesores de farmacología: «un catarro con tratamiento dura una semana y sin tratamiento siete días». Sin embargo, actuando contra los síntomas de muchos padecimientos se logra que el paciente se encuentre mejor e interprete que la desaparición de su cuadro ha sido debida a los remedios prescritos, aunque éstos no tengan efecto alguno sobre la causa de su enfermedad. Así se sigue perpetuando en la clínica una vieja y arraigada falacia: post hoc, ergo propter hoc 16, a la que Bernard le dedica algún comentario en esta Introducción (véase p. 151).

Galeno, ya se ha dicho, fue un gran ecléctico. Cuando se sentaba junto a un paciente, le resultaba de gran utilidad —por los motivos que acaban de exponerse— el humoralismo, tomado de la mejor tradición hipocrática y aristotélica, para poder explicar las enfermedades. Sin embargo, su com-plicado y atrevido sistema fi siológico no descansaba en los humores, sino en unos rudimentarios conceptos anatómicos (adquiridos mayormente en disecciones hechas en animales) y en la noción de pneuma o espíritu (spi-ritus en latín), tan querida por los estoicos. Esta concepción se aceptó de manera tan unánime, que incluso hoy día el Diccionario de la Real Academia Española (ed. 23º), en la entrada «espíritu», sigue recogiendo la defi nición de dos de los tres «espíritus galénicos».

15 Ackerknecht EH. A short History of Medicine. Baltimore: Johns Hopkins Univ Press. 1982, p. 150.16 Bynum W. The History of Medicine. Op. cit., p. 12.

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xxiv PRÓLOGO. DE HIPÓCRATES A BERNARD

La capacidad especulativa de Galeno estaba además reforzada por su visión teleológica tomada de Aristóteles; de acuerdo con ella, el gran hacedor había creado cada órgano con una fi nalidad, cuya función podía deducirse. Al médico de Pérgamo se le puede considerar un monoteísta que rompe con la tradición no teleológica de los atomistas (surgida en Grecia durante el siglo V a.C.) y, por lo tanto, con el determinismo mecanicista, criticado por Aristóteles. Esto ayuda a comprender por qué sus tratados gozaron de tanta infl uencia y durante tanto tiempo.

Su teoría fi siológica más famosa es la de la circulación de la sangre (Figura 1), que estuvo vigente hasta que William Harvey (1578-1657) la deshizo. De acuerdo con ella, una vez que los alimentos alcanzaban el es-tómago se transformaban en quilo, que a través de la vena porta llegaba al hígado, donde se convertía en sangre al mezclarse con el «espíritu natural». Una pequeña porción de esa sangre que llegaba al corazón derecho, se dirigía a los pulmones para nutrirlos; mientras que el resto, a través de unos poros existentes en el septo interventricular, pasaba al ventrículo izquierdo para mezclarse con el «espíritu vital» proveniente del aire que respiramos. Esta sangre vital, a través de las arterías aorta y carótida, llegaba al cerebro, donde era refi nada por el «espíritu animal» y, a través de los nervios, con-ducía las sensaciones y los movimientos17. Aunque sumariamente expuesto, éste era el conocimiento anatómico-fi siológico que se tenía sobre la circu-lación de la sangre a fi nales del siglo II d.C., momento en el que Galeno muere, el Imperio empieza a desquebrajarse, y el mundo y los saberes se van adentrando en los Años oscuros. Aunque el Oeste (latinizado) y el Este (políglota) del antiguo Imperio romano tuvieron sus notas distintivas, todos los médicos —a pesar de vivir en un área geográfi ca tan dispersa y en medios socioculturales tan distintos— veneraron la medicina de la Grecia clásica y se afanaron en ceñir sus teorías y sus intervenciones clínicas a los preceptos tradicionales. Lógicamente a lo largo de tan dilatado recorrido no dejaron de incorporarse nuevos conocimientos18.

En lo que a la medicina atañe, el período comprendido entre la caída de Roma (455 d.C.) y el Renacimiento, algunos autores19 lo identifi can con la «medicina de biblioteca» (véase Tabla 1) y lo distinguen de otros como: a) la «medicina de laboratorio» que surgió a mediados del siglo XIX, sobre todo en Alemania, aunque Bernard sea un genuino representante de ella,

17 Ackerknecht EH. A short History of Medicine. Op. cit., pp. 74-75.18 Bynum W. The History of Medicine. Op. cit., p. 20.19 Ackerknecht EH. A short History of Medicine. Op. cit., pp. 146 y 170.

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xxvPRÓLOGO. DE HIPÓCRATES A BERNARD

FIGURA 1.— El sistema fi siológico de Galeno descansaba, sobre todo, en tres órganos: el cerebro, el corazón y el hígado, donde se elaboraban las tres clases de «espíritus»: el ani-mal, el vital y el natural. El esquema recoge la teoría de la circulación de Galeno (tomado con modifi caciones de: Singer C. A Short History of Anatomy and Phisiology from the

Greeks to Harvey. New York: Dover Publications, Inc. 1957, p. 61).

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y contribuyó sobremanera a la consolidación de la fi siología, la patología celular y la bacteriología; b) la «medicina de hospital» que se desarrolló en la primera mitad de ese mismo siglo en los hospitales de París con Laënnec (1781-1826) a la cabeza; c) la «medicina a la cabecera del paciente», propia de los hipocráticos y de los siglos XVII y XVIII, cuyos adalides fueron Thomas Sydenham (1624-1689) y Herman Boerhaave (1668-1738); y d) la «medicina social» de la que constituye un ejemplo la «Real expedición fi lantrópica de la vacuna», que dirigió Francisco J. Balmis (1753-1819).

II.—Ver por los propios ojos.El conocimiento es poder

La llegada del Renacimiento y la invención de la imprenta de tipos mó-viles en Europa (hacia 1450) popularizó la cultura e inauguró una etapa en la que los libros empezaron a estar disponibles para sectores cada vez más amplios de la población. Las consecuencias en términos cualitativos y cuantitativos fueron espectaculares. Antes de la imprenta, las bibliotecas más grandes no superaban los seiscientos ejemplares y se calcula que en Europa había en total unos cien mil libros. A comienzos del siglo XVI, la cifra rondaba ya los nueve millones20. Por otro lado, la toma de Cons-tantinopla por los turcos en 1453 hizo que muchos estudiosos y eruditos se trasladasen a Europa como refugiados, lo que infl uyó enormemente en el desarrollo del llamado humanismo, o la vuelta al conocimiento y a la ciencia de la Antigüedad clásica, y en la labor de depuración de los errores existentes en los textos clásicos traducidos del árabe. La actividad fi lológica e interpretativa que se inició, unida a la enorme cantidad de libros médicos que se tradujeron y editaron, sirvió para encumbrar aún más la autoridad de Hipócrates, Aristóteles y Galeno. Como ha señalado Boorstin, se llego a tal extremo que:

«Jacobus Sylvius [1478-1555], el más destacado profesor de anatomía de la facultad de medicina de París, enseñaba en sus clases que Galeno nunca se equivocaba. Su estudio de la medicina consistía, por lo tanto, en averiguar qué quería decir Galeno exactamente; para él, la ‘anatomía’ era una rama de la fi lología clásica... [y] los debates médicos llegaron a parecerse a las discusiones de los teólogos»21.

20 Johnson P. The Renaissance: A Short History. New York: Modern Library Chronicles. 2002, pp. 20-21.21 Boorstin DJ. Los descubridores. Barcelona: Crítica. 2000, p. 341.

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xxviii PRÓLOGO. DE HIPÓCRATES A BERNARD

A los humanistas del Renacimiento, época que hay que ver como la primera fase de lo que llamamos «modernidad», les tocó la tarea de comen-zar a desmontar las elucubraciones sobre la ciencia y la medicina de los hipocráticos, de Aristóteles y de Galeno, que habían estado encumbradas como verdades incuestionables durante casi dos mil años, y sustituirlas por nuevas teorías apoyadas en hechos verifi cables experimentalmente. Desde entonces, se fue haciendo cada vez más difícil sostener o crear teorías que no estuvieran respaldadas por hechos contrastables por terceros.

En el Renacimiento empieza, pues, a fraguarse una «fi losofía ex-perimental», cuyo lema bien pudo haber sido: Ver por uno mismo. En la fi gura de Andrés Vesalio (1514-1564) podemos reconocer al primer gran innovador; en el sentido de que, en vez de creer a pie juntillas a las autoridades del pasado, dio el paso de asomarse directamente a la naturaleza, al cuerpo humano, siguiendo el principio de la autopsia, que signifi ca «ver por los propios ojos». De esta manera, la observación se convierte en la piedra de toque que acredita cualquier teoría o afi rmación. Su obra De fabrica, publicada en 1543, es considerada el primer hito de la ciencia moderna y de la medicina científi ca. Vesalio estudió la anatomía comparando lo que decían las autoridades del pasado con lo que veía en las disecciones que realizaba personalmente, por lo que pudo decir con mucha más autoridad que Galeno: «Ésta es la estructura del cuerpo humano». Y añadir también con más motivos: «Si no me creen, vayan al cadáver y compruébenlo...».

Acaso la paradoja más importante a la que tuvieron que enfrentarse los hombres de aquel entonces fue la derivada, por un lado, de resucitar la tradición y, por otro lado, de seguir esa voz interior que les llamaba a conocer las cosas por sí mismos o vivir su propia experiencia, experientia en latín; término nuclear del nuevo espíritu moderno, que indujo al hombre a sentirse capaz de avanzar indefi nidamente en el gobierno técnico del mundo y de su propia vida. «Knowledge is power», diría Bacon. Inevitablemente, esta novedosa ideología propició un cambio en la situación social del saber y, al cabo, en la concepción del mundo. Veámoslo.

III.—La nuove scienze

El centro de la vida intelectual del Medievo, como sabemos, fueron las nacientes universidades. Pero la degradación a la que habían llegado por el corsé que les imponía el pensamiento escolástico —o el galenismo, en lo que a la medicina atañe— hizo que la avanzadilla del conoci-

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xxixPRÓLOGO. DE HIPÓCRATES A BERNARD

miento moderno estuviera capitaneada por tres nuevos protagonistas: el investigador o polímata solitario, la academia y la revista científica. Cada uno a su modo, solitarios fueron Colón descubriendo el Nuevo Mundo; Vesalio investigando la morfología del cuerpo humano; Erasmo de Rótterdam (1466-1536) y Juan Luis Vives (1492-1540) alumbrando un nuevo humanismo; Nicolás Copérnico rompiendo la idea existente acerca del Universo; Miguel Servet (1511-1553) describiendo, bajo una falsa personalidad, la circulación menor; Descartes y Bacon, padres de la filosofía moderna, rompiendo con el Órganon aristotélico o Paracel-so (1493-1541), conocido también como el «Lutero de la medicina», quemando delante de sus alumnos de la Universidad de Basilea las obras clásicas de la medicina para enseñarles que esas fuentes esta-ban agotadas. Junto a la universidad nace la academia, institución que congrega a aquellos que experimentan, que investigan, y en la que los más instruidos se reúnen no para enseñar a los que están aprendiendo, como sucede en la universidad, sino para intercambiar conocimientos y experiencias entre sí. Surgen así la Academia de matemáticas de Ma-drid (1582), de parvo recorrido científico, la Accademia dei Lincei o Academia Linceana (1603), la Royal Society (1660) y la Académie des Sciences (1666). Y del intento de buscar un instrumento más ágil que el libro y más abierto a terceros que la correspondencia personal nacen las primeras revistas: el Journal des sçavans en enero de 1665 y las Philo-sophical Transactions en mayo de ese año. Por su parte, las publicaciones periódicas médicas se estrenaron con esta revista: Miscellanea curiosa me-dico-physica Academiae Naturae Curiosorum sive Ephemeridum medico-physicarum Germanicarum curiosarum (1670), que surgió de la «academia» científica más vieja de Alemania, Academiae Naturae Curiosorum, fundada en 1652 en la ciudad bávara de Schweinfurt. En España no apareció el primer periódico médico hasta 1736 bajo el título de Varias dissertacio-nes medicas, theoretico-practicas, anatomico-chirurgicas y chymico-pharmaceuticas, enunciadas y publicamente defendidas en la Real Sociedad de Sevilla.

Por necesidad, la universidad tuvo que empezar a cambiar su forma de enseñar. Así, la lección glosadora, de la que tan amargamente se quejaba Vesalio, hecha a base de las enseñanzas de las grandes autoridades, se fue sustituyendo por una lección más personal en la que el profesor comentaba sus propios hallazgos. Por otro lado, las lenguas vernáculas van desplazando al latín en la función de difundir la ciencia, a lo que también contribuyó decididamente el desarrollo de la imprenta. No obstante, hubo que espe-rar hasta el siglo XVIII para que diferentes personalidades comenzaran la labor de sacar a la universidad de su letargo, tan acusado entre los siglos

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XV y XVII; en Cambridge tuvo que haber un Newton, en Leiden un Boerhaave, en Gotinga un Victor Albrecht von Haller (1708-1777) y en Padua un Giovanni Battista Morgagni (1682-1771)22,23.

Ciertamente, la historia de la ciencia de los siglos XVI-XVIII está plagada de ejemplos de nuevos descubrimientos en el campo de las ma-temáticas, la física, la química, la biología y la medicina. El dominio de la física y, luego, el de la química se fue llenando de teorías inéditas hasta entones, que fueron mayoritariamente aceptadas. Sin embargo, la medicina, aunque progresaba rápidamente en el conocimiento anatómico y botánico, y de manera más lenta en el fi siológico, no daba con la forma de trasladar tales avances al lecho del paciente, no era posible levantar nuevas teorías clínicas con las que sustituir las viejas. Por eso vemos a Sydenham, co-nocido también como el «Hipócrates inglés», a mediados del siglo XVII aconsejando a sus discípulos que arrinconasen los libros de anatomía o botánica y dedicasen sus energías a estar junto al paciente, ya que éste era el único lugar donde, en su opinión, se podía aprender medicina. Estas quejas sobre la falta de recursos clínicos y, sobre todo, terapéuticos no eran infrecuentes. Esto dejó escrito van Helmont en su Ortus Medicinae:

«El arte de curar fue una mera impostura introducida por los griegos... A día de hoy, las escuelas médicas apenas conocen otros remedios que la sangría y los laxantes; todo su esfuerzo está centrado en las sangrías, las evacuacio-nes, los baños, la cauterización y la sudación. Así, presumen de curar todos los padecimientos de la carne debilitando el cuerpo y su vigor, a la par que corrompen la sangre»24.

Otro aspecto de la difi cultad para aplicar los nuevos descubrimientos anatomofi siológicos a la clínica en el siglo XVII nos lo brinda la descripción del sistema circulatorio hecha por Harvey25. Éste, que era un anatomista formado en Padua, publicó una monografía sobre la circulación de la sangre (De motu cordis), pero le dio un enfoque tan original, tan distinto a lo que era habitual hasta entonces, que convirtió su descripción en un tratado de anatomía animata, esto es, en un texto fi siológico. La forma de presentar

22 Laín Entralgo P. Historia de la Medicina. 1978, Op. cit., pp. 246-247.23 López Piñero JM. La historia en la medicina. Madrid: La Esfera de los Libros, SL. 2002, pp. 356-357.24 Hall AR. The Scientifi c Revolution, 1500-1800: The Formation of the Modern Scientifi c Attitude. Londres: Longmans, Green & Co., Ltd. 1962, pp. 314-315.25 Cf. Introducción, p. 360, nota nº 20.

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sus hallazgos —¡acompañados de datos cuantitativos y experimentales!— resultó extremadamente extraña a lo que hoy llamaríamos la comunidad anatómica. Muchos de sus colegas no fueron capaces de entender su descripción, aunque curiosamente su trabajo tenía una clara orientación mecánica, pues ésta era la que imperaba en la ciencia europea de entonces por el arrollador auge de la nuove scienze. Lastimosamente, las dos grandes aplicaciones clínicas de su descubrimiento: la perfusión de sustancias y la transfusión de sangre, después de varios intentos aislados y fallidos, tuvieron que posponerse, respectivamente, hasta los siglos XIX y XX.

IV.—De la anatomia inanimataa la anatomia animata

En el desarrollo de la fi siología como disciplina autónoma en el sentido que hoy la entendemos —la ciencia biológica que estudia las funciones de los seres vivos—, el siglo XVIII fue decisivo, pues los fi siólogos de esta época —Stephen Hales (1677-1761), Lazzaro Spallanzani (1729-1799), von Haller, Luigi Galvani (1737-1798), Felice Fontana (1730-1805), Jose-ph Priestley (1733-1804), Julien Jean Offray de La Mettrie (1709-1751), Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794), Théophile de Bordeu (1722-1776), Caspar Friedrich Wolff (1734-1793), François Boissier de Sauvages de la Croix (1706-1777)— contribuyeron, cada cual según su saber hacer y sus posibilidades, al desarrollo de tres aspectos distintos y, a la vez, complemen-tarios sobre esta «nueva» disciplina, a saber: el terminológico y conceptual, el doctrinal y el metodológico26. Veámoslo.

Desde el punto de vista terminológico y conceptual, la anatomía se es-cindiría en dos: la anatomia inanimata o descripción morfológica del cadáver y la anatomia animata 27 o descripción de las causas del funcionamiento de las diversas estructuras que muestra la anatomía del cadáver. Lógicamente, esta distinción terminológica y conceptual es hechura del nuevo punto de vista doctrinal que comenzó a fraguarse con el Renacimiento, merced al cual se inició la separación entre lo que es forma y lo que es función; concibiéndose ésta como el resultado de aplicar una fuerza del tipo que sea sobre la parte anatómica en funcionamiento. De esta manera, el que-

26 Laín Entralgo P, Albarracín A, Gracia D. Fisiología de la Ilustración; en: Laín Entralgo P (dir). Historia Universal de la Medicina. Barcelona: Salvat Editores, SA. 1973, vol. 5, pp. 45-46.27 Cf. Introducción, p. 363, nota nº 28.

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hacer del fi siólogo de entonces consistió en contestar científi camente a dos cuestiones básicas: ¿cuál era la naturaleza de esa fuerza? y ¿qué procesos orgánicos la ponían en marcha?

En lo que atañe a la primera de estas dos cuestiones, conocer la natu-raleza de la fuerza que pone en marcha el movimiento vital, los fi siólogos del siglo XVIII van a dar distintas respuestas. Guiados por una fi nalidad didáctica, podríamos clasifi carlos, con las salvedades oportunas, en cuatro grupos. Primero, el formado por fi guras como Hales o Daniel Bernoulli (1700-1782), seguidores de la iatromecánica del siglo XVII, para los que esa fuerza tenía una naturaleza mecánica o termodinámica y, consecuente-mente, basaron el estudio de los fenómenos de los seres vivos en modelos matemáticos y físicos. Cabría aquí señalar el subgrupo formado por los seguidores del «mecanicismo extremo» o exageradamente materialista de La Mettrie y del barón de Holbach (Paul Henri Dietrich, 1723-1789), a los que se refi ere Bernard (pp. 179 y 525); éstos —en oposición al dua-lismo de Descartes28— atribuyeron a la materia (res extensa) las cualidades de la res cogitans. Segundo, el constituido por aquellos que, atraídos por los fenómenos generados por las máquinas electrostáticas en la primera mitad del siglo XVIII, quisieron ver en la electricidad la naturaleza de la fuerza determinante del funcionamiento corporal. Los representantes más conocidos de este grupo son el médico italiano Luigi Galvani (1737-1798) con su obra De viribus electricitatis in motu musculari commentarius («Comentario sobre las fuerzas de la electricidad en el movimiento muscular», 1791) y, su seguidor, Alessandro Volta (1745-1827). Como es sabido, algunos investiga-dores del fenómeno eléctrico elaborarían —a fi nales del siglo XVIII— la doctrina del «magnetismo animal» o mesmerismo. Tercero, el integrado por el conjunto de fi siólogos —llamados iatroquímicos— que, sabedores de que la química estaba alcanzando su mayoría de edad, supieron aprovechar esta circunstancia y centrar sus investigaciones en las áreas de la fi siología más próximas a la química. Ahí están, por ejemplo, los estudios sobre los gases y la respiración de Joseph Black (1728-1799), Carl Wilhelm Scheele (1742-1786), Priestley y Lavoisier. Incluso en este grupo cabría la fi gura de Spallanzani, uno de los investigadores más notables de todos los tiempos, quien demostró que la digestión no era un proceso de putrefacción ni estrictamente mecánico, sino que dependía, sobre todo, de la acción de los jugos digestivos sobre los nutrientes. Al cuarto y último grupo pertenecerían los cultores de la corriente que se conoce como vitalismo y que resultó

28 Cf. Introducción, p. 154, nota nº 2.

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en gran medida de la crisis que, durante la Ilustración, experimentaron la iatromecánica y la iatroquímica. De acuerdo con Ackerknecht:

«En su conjunto, ambos movimientos, la iatromecánica y la iatroquímica, comparten el haber sido un fracaso. No obstante, su historia es interesan-te por cuanto nos demuestra el peligro de trasladar prematuramente datos científi cos básicos a la clínica; a la vez que evidencia la tremenda cantidad de datos básicos, useless knowledge, que se necesita para que dicha traslación resulte fructífera. También ilustra la necesidad urgente que tienen siempre los científi cos de contar con un marco teórico que ponga orden al caos que va originando la acumulación de datos en bruto»29.

Pero si ampliamos nuestro horizonte, veremos en la génesis del vitalismo algo más: el resultado de buscar una vía intermedia entre el mecanicismo (físico o químico) y el animismo que fuese capaz de dar razón —porque ambos sistemas eran insatisfactorios— de los fenómenos fi siológicos y patológicos e, incluso, de la propia existencia de la vida. Como el vitalismo no admitía que los fenómenos vitales pudiesen explicarse recurriendo al anima ni a cualquier otro factor ajeno al organismo, se propuso explicar la singularidad de la vida —en todos sus aspectos— mediante una «fuerza» o cualidad intrínseca que creían que existía en la materia orgánica. En esta concepción coincidieron dos visiones históricas diferentes, aunque en parte relacionadas. La primera de ellas había asimilado algunos aspectos del paracelsismo a través de las ideas animistas de Georg Ernst Stahl (1660-1734) recogidas en su Theoria medica vera (1707); dichas ideas eran el resultado de integrar una nueva interpretación de la obra de van Helmont, ciertas nociones tomadas del médico inglés Thomas Willis (1621-1675) y el replanteamiento de algunos elementos de las doctrinas médicas tradi-cionales. El animismo de Stahl terminaría integrándose en el vitalismo de Théophile de Bordeu (1722-1776), Paul Joseph Barthez (1734-1806), Marie François Xavier Bichat (1771-1802) y Eugène Bouchut (1818–1891), grupo conocido como las «cuatro B»30. La segunda visión estaba dominada, sobre todo, por la teoría de la irritabilidad, una cualidad especial de los tejidos animales, que tuvo su fundamento en el concepto de irritabilitas de Haller,

29 Ackerknecht EH. A short History of Medicine. Op. cit., p. 121.30 Garrison FH. An Introduction to the History of Medicine. Op. cit., p. 313.31 López Piñero JM. La historia en la medicina. Op. cit., pp. 352-353.32 Laín Entralgo P, Albarracín A, Gracia D. Fisiología de la Ilustración. Op. cit.,pp. 45-46.

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como fuerza peculiar e insita de la materia viva; noción que estaba infl uida por el paracelsismo del iatroquímico inglés Francis Glisson (1597-1677), quien acuñó el término «irritabilidad»31,32.

No se puede fi nalizar esta sucinta exposición sobre las escuelas fi sioló-gicas sin hacer dos aclaraciones. Primera, no todos los fi siólogos de la Ilus-tración fueron miembros estrictos de los grupos que hemos detallado, entre otros motivos, porque algunos conforme fue evolucionando su actividad científi ca, se aproximaron o separaron de los distintos sistemas como fue el caso de Sauvages. Éste había sido un seguidor de la iatromecánica —sobre todo de la de Baglivi— y la abandonó por completo en su obra Motuum vitalium causa (1741); con ella anunció su conversión al ani mismo de Stahl, haciéndolo el fundamento de su actividad científi ca posterior. Segunda, Montpellier fue uno de los grandes centros del vitalismo médico europeo y, desde luego, el más destacado de Francia. Allí descollaron dos fi guras: Bordeu y Barthez. Aquel en su principal obra, Recherches anatomiques sur les dífférentes positions des glandes et sur leur action (1752), defendió la intervención de una propiedad vital específi ca en la materia orgá nica, que constituyó la base a su doctrina vitalista. En la obra que acabamos de señalar puede leerse: «La vida general, que es la suma de todas esas vidas particulares, consiste en un fl ujo de movimiento reglado y determinado... La vida o la salud individual que cada ser humano disfruta se aleja o aproxima a la salud perfecta de acuerdo con la acción más o menos enérgica de ciertos órganos». Nótese la similitud de esta enunciación con la archiconocida afi rmación de Bichat: «La vida es el conjunto de las funciones que resisten a la muerte», recogida en la primera página de sus Recherches physiologiques sur la vie et la mort (1802). Pero el vitalismo de Montpellier brilló especialmente con los trabajos de Barthez, que sirvieron para estrechar los lazos con la escuela anatomoclínica de París, ciudad en la que residió temporadas y con la que siempre estuvo relacionado. Su obra doctrinal más representativa fue Nouveaux éléments de la science de l’homme (1778-1808), donde desarrolló el núcleo de su teoría que descansaba en la existencia de un principe vital:

«Llamo principio vital del ser humano a la causa que produce todos los fenó-menos de la vida en su cuerpo. Prefi ero el término de principio vital (al que se refi rió por primera vez Aristóteles en De generatione animalium, L, II, c3), porque expresa una idea menos limitada que el de impetus faciens, sensibilidad, irritabi-lidad o que otros; utilizados para designar la causa de las funciones vitales»33.

33 Barthez PJ. Nouveau éléments de la science de l’homme. Montpellier: J. Martel. 1778, 2 Vols., T. I, pp. 1-2 (texto on-line: http://books.google.es/).

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Este principe vital (al que también hace referencia Bernard, p. 179) constituía la fuente de las propiedades biológicas del organismo (contrac-tilidad, sensibilidad, etc.) y su diversidad determinaba la exis tencia de los «temperamentos», en el sentido de tipos constitucionales. El origen de las enfermedades sería debido a los desequilibrios experimentados por éstos. Es manifi esta en la concepción vitalista la infl uencia humoralista, cuyo rastro puede seguirse, en opinión de López Piñero, al que hemos seguido en estos últimos párrafos, hasta el siglo XX34. Por otro lado, no se olvide que en Alemania durante la primera mitad del siglo XIX el vitalismo se subsumiría en el movimiento fi losófi co y mé dico conocido como la Na-turphilosophie del Romanticismo germánico.

Contestemos ahora a la segunda de las dos cuestiones planteadas unos párrafos más arriba: ¿qué procesos orgánicos ponía en marcha esa fuerza productora del movimiento orgánico? Tres fueron las respuestas que tuvo. Todas continuadoras de las que ya habían surgido en el siglo XVII: la me-canicista, la quimicista y la resultante de una combinación de ambas. Para la primera, el movimiento orgánico sería siempre un sistema mecánico en el que, como en el caso de la circulación sanguínea, habría que conocer el proceso impulsor, la velocidad y la presión del líquido, el rozamiento y las propiedades físicas de las paredes de los tubos a cuyo través circula el líquido hemático. Para la segunda, en cambio, los procesos orgánicos serían —como en el caso de la respiración— intercambios y transformaciones gaseosas de orden químico (las investigaciones en este campo acabarían con la «teoría del fl ogisto» difundida por Stahl y dominante durante el siglo XVIII). Y para la tercera, una combinación de esas dos concepciones, como en el caso de la digestión de los alimentos, al que ya nos hemos referido, donde están presentes los procesos mecánicos y químicos35.

Pero, como ya se ha dicho, en el siglo XVII surge el experimento, una nueva forma de intervenir en los procesos naturales, de interrogar acti-vamente a la naturaleza y de operar sobre sus fuerzas y sus fenómenos. Necesariamente, al igual que ocurrió con otras disciplinas, la nuova scienza transformó el punto de vista metodológico de la fi siología, que es el tercer aspecto que me había propuesto analizar.

34 López Piñero JM. La historia en la medicina. Op. cit., pp. 356-357.35 Laín Entralgo P, Albarracín A, Gracia D. Fisiología de la Ilustración. Op. cit., p. 46.

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V.—Diversas consideracionessobre el experimento

Vesalio, Colombo, Harvey y, luego, otros muchos médicos del siglo XVII practicaron experimentos en animales, lo que hizo que la «conciencia metódica» de todos ellos cambiara a lo largo del tiempo. Por un lado, la voluntad de experimentar se acompañó de la invención de nuevos instru-mentos científi cos que cumplieron tres funciones: aumentar las capacidades naturales de los sentidos, como ocurrió con el telescopio o el microscopio, y, por ende, ensanchar las fronteras de la ciencia; posibilitar la experi-mentación en condiciones artifi ciales, por ejemplo, usando una bomba de vacío; y registrar cambios cuantitativos como permitía el empleo de un barómetro o un termómetro36. Por otro lado, los métodos básicos con que el investigador moderno se va acercando a la realidad para descubrirla científi camente son: la observación directa, como la que William Beaumont (1785-1853) realizó sobre el proceso de la digestión en la cavidad gástrica o la que llevó a Marcello Malpigi (1628-1694) al descubrimiento de los capilares vasculares; la mensuración, como la efectuada por Hales cuando introdujo un tubo de vidrio en la arteria de un caballo para medir la tensión arterial, y la experimentación. Sobre está gravitó verdaderamente la revolución del método científi co que se había usado desde la Grecia Clásica y que, a partir del siglo XVI, se fue perfeccionando. Laín y cols.37 han identifi cado tres tipos principales de desarrollos modernos de esa «conciencia metódica». Vamos a describirlas.

Primero, el experimento inventivo (o perturbador en la terminología bernar-diana, p. 253), en el experimentador somete, por ejemplo, el cuerpo de un animal a distintas manipulaciones «para ver qué pasa», anota lo que observa como hechos científi cos y los interpreta a la luz de la doctrina fi siológica que profese. Así investigaron Vesalio y Colombo la inervación del cuello. Segundo, el experimento comprobatorio o resolutivo, que es el que realizó Pascal al medir la presión barométrica, en la base del campanario de la iglesia de Saint-Jacques-de-la-Boucheriey y en su punto más alto, porque tenía la idea preconcebida de que aquella variaba según la altura; con esta clase de experimentos el científi co «resuelve» una idea sobre la

36 Arabatzis T. Experiment, en: Psillos S, Curd M (eds.). The Routledge Companion to Phi-losophy of Science. Nueva York: Routledge Philosophy Companions. 2008, p. 159.37 Laín Entralgo P, Albarracín A, Gracia D. Fisiología de la Ilustración. Op. cit., p. 46.

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realidad concebida por él de antemano. Ese carácter tuvieron también los conocidos experimentos de Harvey sobre la función de las válvulas venosas en el retorno de la sangre al corazón derecho. Y, tercero, el experimento analítico (o bernardiano), en el que el experimentador provoca artifi cialmen-te un fenómeno y lo describe tal como se le presenta; así procedieron Haller, Spallanzani y François Magendie (1783-1855). Sin embargo, sería Bernard quien se convertiría en el indiscutible maestro y teórico de este tipo de experimentación, pues, además de tener una inigualable habilidad manual38, supo dar un importante paso más, al analizar de forma experi-mental los distintos momentos que componen ese fenómeno y su causa determinante o «ley».

Como cualquier otra novedad, la nueva ciencia experimental tuvo también sus críticos, que pusieron de manifi esto dos difi cultades básicas. Primera, los fenómenos provocados artifi cialmente, a diferencia de los que suceden de manera espontánea en la naturaleza, no son accesibles a todos. Y, segunda, al operar con instrumentos sobre los fenómenos cabe sospechar que lo que se revelaba no es la propia naturaleza sino una distorsión de ella. A la postre, lo que cuestionaban era la autenticidad de los resultados que se obtenían a través de la experimentación; polémica que hubo que zanjar en el siglo XVII para que la experimentación se pudiera aceptar —como nuevo fundamento de la fi losofía de la naturaleza— en el Siglo de las Luces. Así, los fi lósofos experimentales del Barroco respondieron a ambas objeciones con dos contra objeciones. Primera, hicieron ver que el fenómeno producido experimentalmente podía repetirse a voluntad y, por lo tanto, no era rehén de las circunstancias irrepetibles en las que se desarrolla una experiencia única. Segundo, insistieron en la conveniencia de realizar los experimentos sin secretismos y presentar su desarrollo y los resultados observados en informes meticulosamente redactados, de suerte que terceras personas pudieran juzgar por sí mismas y, así, convencerse o no de la validez de cada experimento concreto39. A este respecto es muy ilustrativa la pequeña historia que relata Bernard (pp. 431 y ss.) sobre la interpretación de los resultados de un experimento dirigido a estudiar la sensibilidad de las raíces anteriores de la médula, y cuyos protagonistas fueron Magendie y François A. Longet (1811-1871).

38 Rodríguez de Romo AC, Borgstein J. Claudio Bernard y la emulsión de la grasa (o la Bella durmiente 150 años después). Gac Med Mex. 2000 Jul-Aug;136(4):379-386.39 Arabatzis T. Experiment Op. cit., p. 160.

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VI.—La emancipación de la fi siología,el París posrevolucionario y lasconsecuencias del «clinicismo»

Si miramos retrospectivamente, desde la perspectiva que nos ocupa, a los primeros decenios del siglo XIX en Europa, enseguida veremos que desta-can sobre todo dos hechos. Primero, el ambiente fi siológico estaba domi-nado casi exclusivamente por el vitalismo: en Francia por el proveniente de Montpellier con sus importantes ramifi caciones en París; en Inglaterra por el infl ujo de John Hunter (1728-1793), aunque la investigación empírica no se vio tan paralizada como en otros países, y en Alemania por su singular vitalismo, la Naturphilosophie. Segundo, el estudio de la fi siología —como es lógico— estaba infl uido por los fenómenos culturales, sociales, econó-micos y de otra índole. Conviene repasarlos —siquiera brevemente— para entender en qué contexto social y, sobre todo, científi co se desarrolló el trabajo científi co de Bernard.

La revolución médica vivida en los hospitales de París durante la pri-mera mitad del siglo XIX fue hija de la Revolución de 1789, que estuvo precedida de un movimiento fi losófi co de amplio alcance: la «fi losofía de la observación», que a su vez engendró la Médecine d’observation. Su efecto fue duradero y pudo verse refl ejado en muchas actitudes fi losófi cas, médicas y epistemológicas aun en las postrimerías de la escuela parisina. Jean-Martin Charcot (1825-1893) solía decir a sus discípulos: Je ne suis qu’un visuel 40.

El fi lósofo y mentor más conspicuo de esta revolución médica fue Pierre Jean Georges Cabanis (1757-1808). Aunque hoy el nombre de este médico y fi lósofo ha caído casi en el olvido, su ascendente no quedó circunscrito al mundo de la medicina, pues alcanzó a escritores y pensadores como el conde de Saint-Simon (1760-1825), Auguste Comte (1798-1857), Gustave Flaubert (1821-1880) o Stendhal (1783-1842). Cabanis fue un sensualista y un destacado miembro de un grupo de fi lósofos de fi nales del siglo XVIII conocidos como los idéologues (ideólogos), entre los que sobresalieron: Des-tutt de Tracy (1754-1836), diputado por la nobleza en los Estados Generales y fundador de la Société des idéologues en 1795; el fi lósofo y orientalista Cons-tantin François Chassebœuf (1757-1820), conde de Volney, y el historiador y escritor Dominique Joseph Garat (1749-1833). Todos los pensadores adscritos a esta corriente fi losófi ca desarrollaron en sus distintos ámbitos—arte, literatura, medicina, política, etc.— el sensualismo propuesto por

40 Laín Entralgo P. El médico y el enfermo. Madrid: Editorial Triacastela. 2003, p. 135.

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Pierre Jean Georges Cabanis (1757-1808)(Dibujo de A. Tardieu)

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Etienne Bonnot de Condillac (1715-1780), epígono del empirista inglés John Locke (1632-1704). Éste, como otros miembros de la escuela em-pirista inglesa, sostenía una postura epistemológica según la cual nuestro conocimiento procede en último término de la experiencia de los sentidos. Con-secuente, Cabanis daba una gran importancia a las impresiones recogidas a través de ellos, y veía en Hipócrates al médico más grande de todos los tiempos y al primer sensualista, pues había liberado a la profesión de los fi lósofos e inventado el verdadero «método de la observación». Muchos médicos —a lo largo de varías décadas— aceptaron con mayor o menor grado de entusiasmo este punto de vista. Así, Pierre Charles Alexandre Louis (1787-1872), introductor de la estadística moderna en la medicina, y otros médicos coetáneos tuvieron como lema: Ars medica tota in obser-vationibus («la medicina es toda observación»)41. Incluso en los texto de Ramón y Cajal se puede rescatar esta refl exión: «No basta examinar; hay que contemplar. Impregnemos de emoción y simpatía las cosas observa-das; hagámoslas nuestras, tanto por el corazón como por la inteligencia. Sólo así nos entregarán su secreto»42. Después de Hipócrates, Stahl fue el médico más apreciado por Cabanis, pues había expulsado de la medicina a la física y a la química. Esta desconfi anza hacia las llamadas «ciencias auxiliares» de la medicina (a las que hoy denominamos biofísica, bioquímica y bioestadística) dio pábulo a la creencia de que las causas —en el sentido más amplio del término— nunca se llegarían a conocer en medicina, pero muchos médicos tampoco veían la necesidad de conocerlas. El estudio de la naturaleza quedó así reducido a los hechos y no a las causas.

De esta manera se instaló, por un lado, el «escepticismo» del que se queja Bernard y del que su maestro, Magendie43, era un claro representante. «No es necesario ser escéptico, es necesario creer en la ciencia, es decir, en el determinismo», dejaría escrito aquel (p. 111). Y, por otro lado, se dio la circunstancia de que algunos personajes con tanto predicamento como Bichat y Laënnec no admitían el empleo en la medicina de las ciencias auxiliares y se declaraban, por ejemplo, contrarias al uso del microscopio (las ideas antimicroscópicas se pueden rastrear hasta Locke y Sydenham44,45).

41 Massey RU. Pierre Louis and his numerical method. Conn Med. 1989, 53(10):613.42 Ramón y Cajal S. Reglas y consejos sobre la investigación científi ca. Los tónicos de la voluntad. 13ª ed. Madrid: Ed. Espasa Calpe, SA. Colección Austral (A-232); 1995, p. 124.43 Cf. Introducción, p. 20, nota nº 4.44 Wolfe DE. Sydenham and Locke on the limits of anatomy. Bull Hist Med. 1961 May-Jun;35:193-220.45 Sánchez González MA. Las ideas antianatómicas y antimicroscópicas de Thomas Sydenham. Asclepio. 1988:40(1):223-263.

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Es evidente que para el empleo de recursos instrumentales en biología, cuando menos, hay que tener el convencimiento de que los procesos vi-tales suceden de acuerdo con las leyes naturales y que, consecuentemente, la física y la química pueden dar razón cabal de su magnitud y sucesión.

Pero para Cabanis, hijo del Siglo de las Luces, el objetivo principal de la ciencia no era el descubrimiento, como lo había sido durante el Barroco, sino la adecuada clasifi cación y ordenación del saber existente, el enciclopedismo, el levantamiento de un sistema. En su obra Du degré de certitude de la medicine (1797) escribió lo siguiente: «Sí, me atrevo a predecir que con el verdadero espíritu de la observación, el espíritu fi losófi co de la medicina rebrotará... Y se podrán reunir los fragmentos dispersos [de la ciencia] para constituir un sistema simple y fértil como las leyes de la naturaleza». Y en su Coup d’œil sur les révolutions et la réforme de la médecine (1804) puede leerse: «No se precisan nuevos remedios, solo necesitamos un buen método para usarlos»46. La idea que tenía Bernard sobre la utilidad de los sistemas y de las ciencias auxiliares era muy distinta a la que tenía Cabanis y lo dejó meridianamente claro en el prefacio de su Introducción:

«Aunque [la medicina] se ha visto surcada y agitada por todo tipo de siste-mas, cuya fragilidad ha hecho que desaparezcan repetidamente, no por ello ha dejado de realizar investigaciones, de adquirir nociones y de reunir materiales preciosos que más tarde encontrarán un lugar y un signifi cado en la medicina científi ca. En la actualidad, merced al considerable desarrollo de las ciencias fi sicoquímicas y a la poderosa ayuda que prestan, el estudio de los fenómenos de la vida —tanto en estado normal como en estado patológico— ha hecho progresos sorprendentes, que se ven multiplicados todos los días» (p. 29).

Además de lo expuesto en los párrafos precedentes, cuya información proviene del primer capítulo de la obra de Ackerknecht, Medicine at the Paris hospital 1974-1848 47, todavía hay que añadir algunas notas más que defi nen a la medicina francesa de la primera mitad del siglo XIX y que sirvieron de freno al desarrollo de la fi siología; a saber: el apoyo institucional que recibió la práctica clínica y quirúrgica por la necesidad que había de pre-parar médicos y cirujanos, pues tenían que atender a los heridos en las campañas napoleónicas; la carga que supuso para los fi siólogos simultanear la clínica y el laboratorio, pues apenas si existían puestos de profesor para esta disciplina; la idea de que con la anatomía comparada —desarrollada

46 Ackerknecht EH. Medicine at the Paris Hospital. Op. cit., p. 6.47 Ackerknecht EH. Medicine at the Paris Hospital. Op. cit., pp. 3-12.

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por Cuvier y sus seguidores— se podía llegar directamente a comprender la fi nalidad de los órganos48; la infl uencia del positivismo en los fi siólogos franceses que reforzó el vitalismo y el empleo del método comparado; y, por último, la insufi ciente dotación de los laboratorios de Francia frente a los institutos de fi siología alemanes, que empezaron a inaugurarse a partir de 183049; de este último aspecto se queja Bernard en su Introducción:

«Hoy día en toda Alemania existen laboratorios a los que se les da el nombre de institutos fi siológicos, admirablemente dotados y organizados para el estudio experimental de los fenómenos de la vida» (p. 351).

En efecto, como puede comprobarse en la Tabla 2, Alemania fue el país que más contribuyó a los descubrimientos fi siológicos a lo largo del siglo XIX, y durante ciertos períodos, por ejemplo, de 1860 a 1880, casi tuvo el monopolio. Este país —con la creación de cátedras en las universidades y de institutos de fi siología— fue el primero y el que más rápidamente institucionalizo la investigación en fi siología.

VII.—Conclusión

En los años treinta del siglo XIX, sobre todo en Alemania, se tuvo con-ciencia de que la fi siología, a la sombra de la anatomía e infl uida por las distintas formas de vitalismo, escepticismo, sensualismo y escolástica, se había quedado defi nitivamente a la zaga de la física y la química. En estos dominios muchos de sus descubrimientos e invenciones habían supuesto un enorme bienestar para amplios sectores de la población y, además, se explotaban con una estimable rentabilidad económica. Sin embargo, en Francia la vieja mentalidad fi siológica se mantuvo viva largo tiempo, re-chazando la cuantifi cación y la utilización de aparatos en esta disciplina, y sojuzgada por el vitalismo y el sensualismo. No puede extrañar que, como resultado de la Médecine d’observation, investigadores tan sobresalientes como Bernard, Pasteur, Magendie, Jean Pierre Flourens (1794-1867), Paul Bert (1833-1886), Charles-Édouard Brown-Séquard (1817-1894) y Guillaume Benjamin Amand Duchenne (1806-1875) nunca lograran una plaza de profesor en una escuela o facultad médica francesa. Y es que la Médecine

48 Cf. Introducción, p. 84, nota nº 5.49 Rothschuh KE. La fi siología, en: Laín Entralgo P (dir). Historia Universal de la Medicina. Barcelona: Salvat Editores, SA. 1973, vol. 6, p. 74.

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Alemania Francia GB EEUU Otros Desconocido

1800-04 4 2 6 - 2 21805-09 1 3 2 - 2 -1810-14 3 7 2 - - -1815-19 9 8 4 - 1 -1820-24 9 10 2 1 3 -1825-29 20 7 4 - - 11830-34 21 6 5 - 5 21835-39 25 10 4 - 3 11840-44 38 16 7 - 1 11845-49 53 6 6 - 3 11850-54 52 11 5 - 3 41855-59 74 26 3 - 3 -1860-64 82 15 - - 10 -1865-69 89 1 2 7 1 -1870-74 76 9 2 1 5 -1875-79 79 5 9 1 8 31880-84 49 5 10 1 15 31885-89 39 5 13 - 13 31890-94 65 7 15 3 16 41895-99 54 5 18 6 15 71900-04 78 2 14 11 18 41905-09 59 5 28 5 11 11910-14 66 6 24 9 9 41915-19 20 1 9 14 4 -1920-24 47 2 13 24 8 2

TABLA 2Número de contribuciones originales a la fi siología en varios países

(Tomado de: Zloczower A. Career opportunities and the growth of scientifi c discovery in nineteenth century Germany, with special reference to physiology. New York: Arno Press, 1981. p. 7.)

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d’observation jugó un papel tan crucial e impetuoso en el nacimiento de la nueva clínica parisina, que acabó tiñendo todo de un «clinicismo» tan miope que ahogo el progreso de otras facetas de la medicina francesa50.

En este ambiente se desarrolló la carrera científi ca de Claude Bernard, que no fue ni un vitalista ni un materialista, sino un investigador conven-cido de que las hipótesis había que comprobarlas mediante experimentos, que el determinismo de los fenómenos (físicos y biológicos) era el cedazo con el que se puede distinguir lo que es ciencia de aquello otro que no lo es, que los fenómenos de los seres vivos —por ser mucho más comple-jos— hace más difícil su determinación y que, dicha complejidad, en gran medida es debida a lo que él llamó su «medio interno» (milieu intérieur).

Con la nueva orientación, que a la larga hizo que se impusiera la ex-perimentación, la fi siología terminó por erigirse en la piedra angular de la investigación médica, de suerte que la «medicina de laboratorio» acabó con la hegemonía de la «medicina de hospital». En palabras de Bernard:

«La base científi ca de la medicina experimental es la fi siología... Las enfer-medades no son en el fondo más que fenómenos fi siológicos en condiciones nuevas que hay que determinar» (p. 483).

A principios del siglo XIX, Bichat había visto la vida como «el con-junto de las funciones que resisten a la muerte». Sesenta años más tarde, Bernard dejaría escrito en su Introducción esta refl exión:

«La vida tiene su esencia primitiva en la fuerza del desarrollo orgánico, fuerza que constituía la naturaleza medicatriz de Hipócrates y el archeus faber de Hel-mont. Independientemente de cómo se conciba la naturaleza de esa fuerza; ésta se manifestará siempre de manera concomitante y paralela a las condi-ciones fi sicoquímicas propias de los fenómenos vitales. A través del estudio de las particularidades fi sicoquímicas, el médico entenderá las individualidades como casos especiales contenidos en la ley general. Así, encontrará —como en todas partes— una generalización armónica de la variedad en la unidad» (pp. 237-239).

Madrid, enero de 2011(www.joseluispuerta.es)

50 Ackerknecht EH. Medicine at the Paris Hospital. Op. cit., p. 12.