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Índice.

1 - Ultimo día.

2 - Saliva.

3 - Los cuatro de acuerdo.

4 - El gordo Jimmy y los inmortales.

5 - Alambrado.

6 – Pico.

Último día

Hace suficiente calor para que los dos estemos en ropa interior sin ánimos de tocarnos, sentados de tal modo que lo único que roza la silla es la nuca y el final de la cintura.

Puedo enumerar de este momento seis azules; el dedo que te reventaste con la puerta del auto, la pecherita del perro sin pelo que nos regalaron, el manto de la virgen de la estampita que tenemos atrás de la puerta pegada a la botellita de agua bendita como un misil, los dos tercios del escudo de boca que nunca tendrías que haberte tatuado, los mantelitos para el desayuno, y de algún modo extraño nosotros, irradiados por la luz del televisor que nos hace parecer dos extraterrestres con insuficiencia muscular para sentarse erguidos o comunicarse con palabras.

En el programa, una tarotista hace ir y venir, de atrás para adelante, de a montoncitos, y a una velocidad implacable, las cartas de un mazo de naipes de espalda romboide bordó y negro. Mientras lo hace jamás saca de encima la vista que permanece imperturbable en los ojos de la anfitriona; una mujer operada tanto como se puede, encerrada en un vestido tubo, lampiña hasta en los brazos, auspiciada por la más definitiva de las depilaciones.

“hazme una pregunta” –suelta a la par del mazo que da contra la mesa redonda del estudio y genera un ruido seco. Al terminar la frase, la comisura del labio de la mujer se desliza en una sonrisa extraña.

La conductora luego de promocionar unas toallitas nocturnas, piensa entrecerrando los ojos unos segundos y dice ante la audiencia expectante: “¿cuándo termina el mundo?”.

Admito que su cuestionamiento no era justamente lo que esperaba. Por la expresión en su cara, tampoco la tarotista, fallando en su profesión, vio venir esa pregunta.

“muy bien” –dice. Mezcla una vez más, muestra el interior de las anchas mangas de su vestido a la cámara para confirmar la ausencia de fraude, y saca, exactamente de la mitad, una carta.

Con los ojos fijos en su mano, pálida sin poder siquiera levantar la vista, dice lento y en voz muy baja: “mañana”.

La anfitriona ríe nerviosa creyendo haber entendido mal, creyendo que lo que dijo la tarotista fue “mariana”, por lo que nuevamente responde, esta vez ,con los ojos fijos a la cámara y sin titubear, aportándole a la escena todo el dramatismo que requiere: “mañana”.

El silencio toma por completo todo el estudio. En mi casa, la respiración del perro y el reloj a pila marcan un tiempo que parece cada vez más lento. La conductora, a quien creía con la capacidad de una única expresión facial, de pronto muestra desconcierto. Despidiendo a la invitada con una licuadora y un all inclusive en costa rica que ofrece el programa como agradecimiento, mira a la cámara y balbucea la letra de todos los días: “hasta la próxima”.

Ninguno de nosotros dos cree realmente en este montaje televisivo pero de algún modo, la escena modifica nuestro comportamiento el resto de la noche. Apagamos la tele y nos quedamos un rato a oscuras encimados sobre la mesa sin hablar.

Inevitablemente pienso, en qué pasa si esta es, realmente, la última noche del mundo. Si somos unos pocos o todos vimos hoy este programa y sabemos, que este plato es nuestra última comida, este estornudo, este llanto, este sexo, este grito, esto todo; cada segundo restante de la vista sobre las cosas, la saliva acumulada en la boca, la resequedad de los ojos, la transpiración en la entrepierna y la nuca, esta canción y este golpe. ¿Con que intensidad haríamos las cosas? ¿qué ímpetu pondríamos en la última cena?¿con que destreza lavaríamos los últimos platos, sostendríamos el ultimo abrazo? ¿con que perfección daríamos el último beso?¿ cómo la escena mejor paga de la historia del cine o como el primero de los besos que en la memoria permanece torpe y emocionado?¿ suave y breve, desenfrenado y con lengua?¿ a quién?¿ queriéndole expresar qué cosa?¿ Diríamos finalmente lo nunca dicho?¿ dejaríamos de buscar las inexistentes palabras justas para escupirlo?

Ensimismada en todo esto, sin darme cuenta que ya no está sentado en frente mío, me toca el hombro para avisarme que entra a bañarse. Ahora la pregunta que más me resuena en la cabeza es; ¿estará pensando lo mismo? Es decir, ¿creerá también que esta es, la última noche de su vida?

Mientras escucho el ruido de las perillas de la ducha girando y el agua empezando a caer, inamovible en la mesa casi sin poder enviarle una reacción a mi cuerpo, lo veo todo:

Los azules son más de seis, nunca cambiamos las cortinas de la mesada que odiaba desde el momento en que nos la regalaron, el perro también es un regalo que al principio odie pero que hoy quiero, la enredadera creció este último año y bajo su sombra encontré el mejor lugar para la lectura. Nunca dejé de caminar en zigzag pisando solo los azulejos blancos del piso, me anoté para estudiar un idioma, uno más, él está a una materia de los gritos, huevos y harina, los domingos siempre uno de los dos pone la almohada en el lugar de los pies y charlamos riéndonos de las papadas debajo de la pera, del cambio de perspectiva, y molestando al otro con los pies en la cara hasta finalmente abrazarnos las piernas con fuerza y levantarnos al desayuno casi almuerzo.

Ahora desesperada, como si intentara guardar de todo eso, un cumulo de imágenes en un puñado que rebalsaba de mis manos cayendo al piso como polvo, entro al baño a buscarlo.

Sale de ducharse y el pelo todavía mojado se le desliza por el canal semi profundo que tiene entre los párpados y el pómulo, formando un minúsculo badén semejante a una lágrima.

Me acerco a milímetros de su cara, le sostengo la cabeza desde la nuca con las manos firmes, tomo con la boca ese resto de agua, ese milagro breve que puedo arrebatar para mi antes que el calor lo seque.

Afuera, una chicharra canta monocorde, una canción final.

Saliva

Camino desde mi casa unas cuadras sin sentido para tomar aire, hasta que finalmente me dirijo a la parada del colectivo.

Los postes de luz aledaños forrados de “abogados de primer consulta gratuita” e insinuaciones en rojo y blanco con demasiados signos de admiración, me incitan a terminar el secundario de la misma manera en que lo deje, rápido, de noche.

Por el costado, unas adolescentes pasan agarradas de los brazos. Hay algo en esa unión de cadena que ocupa la vereda tan efímero e imperceptible que ni uno de sus eslabones lo sospecha en sus intocables quince años.

Delante mío, un culo lindo pero no tanto me recuerda con que facilidad desarrollé con los años, cierta arquitectura en mi obsesión por las cosas siempre insuficientes. La sombra del semáforo impuesta por el sol en dirección a una feria americana y el olor proveniente de ella me lleva a contra voluntad a cerrar los ojos.

Es la misma oscuridad de la habitación donde mis viejos, mareados por el olor a naftalina de una cama heredada se convirtieron sin saberlo, en hermanos.

No puedo evitar sentir que es muy de noche y al abrir los ojos veo mi habitación de adolescente. Estoy acostado en mi colchón de espuma, ese que en cinco años torció mi columna para siempre. Las chinches que sostuvieron recuerdos en la pared hoy dejan entrever pequeños espacios que forman constelaciones de estrellas apagadas.

Siento que es hora de levantarme, y que me levanto justo en ese día, el del paseo por Uribelarrea.

Mi padre quería tener un domingo diferente y nos levantó a todos muy temprano para poder estar al mediodía y almorzar. Caminamos cinco o seis cuadras de tierra con casas hechas de lo mismo y árboles inclinados todos hacia el mismo lado, pintados hasta la cintura con el blanco de los cordones de vereda. Al doblar en una esquina, llegamos a la capilla del pueblo donde tanto mi madre como mi padre habían tomado su primera comunión, se habían casado y habían velado a mis abuelos. Quedaron en silencio delante de la urna de las cenizas, un silencio que duro muchísimo. Se acercaron caminando ceremoniosamente hasta el altar y en los pies clavados del niño Jesús de madera hicieron la señal de la cruz.

Espere a que voltearan nuevamente en dirección a donde me encontraba. Abrí la tapa de la urna, la mire, los miré, y deje caer mi saliva. Dentro de esa urna descansaba un pueblo muerto,

todas las familias de las 6 manzanas que tenía el lugar. Sentí una absurda sensación de poder, dejando caer desde arriba y con intencional lentitud, mi baba, tan espesa y exclusivamente mía. Me encargué de hacerlo lento para que mis padres pudieran registrar cada segundo de ese hecho.

Mi madre corrió hacia mi no como intentando detenerme, porque ya no había caso, sino como tomando impulso para lo que quería hacer. Recibí un cachetazo que tuvo toda la intención de ser un puño cerrado que se acobardó.

Lloré mucho y la piel me quedó vibrando como las vías manoseadas por el último tren. Solo yo supe que lloraba de emoción, porque solo de ese modo logré que mi madre me sostenga la mirada y me toque. Y aunque me es imposible no tener presente a diario que soy, una equivocación de sus 20 años con la que mantiene una ajena relación de intimidad, ese día no tuvo más opción que tocarme.

Al caer el sol volvimos, y como todos los domingos, después de mirar la televisión sumidos en un profundo silencio, mi padre subió cansado las escaleras, se encerró en el baño a masturbarse antes de dormir, y lloró en silencio cuando sin querer, rozó el culo de mi madre a mitad de la noche y le pidió disculpas por eso.

Ya en el colectivo con los ojos bien abiertos, sentado en el asiento de delante de todo, rezo para que en esta tarde las embarazadas, los discapacitados y los viejos estén refugiados en sus casas, ajenos a este espacio que no quiero ceder, que me permite mirar mientras cae la noche, como si fuera desde lo alto, las luces de la ciudad brillando juntas, y pensar lo hermoso que se ve, y por sobre todo lo insuficiente que es, ya que toda esa acumulación no es más que otro motivo por el que en mi bolsillo incómodo, esperan agazapadas algunas pastillas.

Los cuatro de acuerdo.

Un día mi amigo Juan tomó la comunión.

En realidad la agarró. En catequesis nos habían explicado que uno podía ponerle la mano al cura o la boca abierta. Y ahí estaba el dilema. El pensaba que al abrir la boca así, la lengua podría resbalar hacia adelante y parecer que uno burlaba al Padre, o cura. Decirle Padre también le generaba un dilema, por el hecho de tener a su papá, a su papá dos (el novio de la madre), y a este padre, el de vestido y soga a la cintura. Entonces, cura.

A su vez, poner una mano delante y otra atrás parecía una actitud de desconfianza. Yo estaba seguro de todos modos de que él preferiría agarrar la hostia con sus propias manos. Y así fue. También era opcional tomar un trago de vino o la sangre de Cristo, aunque eran la misma cosa.

El colorado Matías faltó la clase en la que explicaron que eso era simplemente vino, que lo de la sangre era una metáfora. También falto a la clase de lengua en la que explicaron que era una metáfora, por lo que, como no podía ser de otro modo, cuando el cura dijo delante de él levantando el cáliz, “esta es la sangre de Cristo” y le dio para que tome, solo tuvo un segundo para pensar, en que eso era sangre y que encima debería estar vieja si había sido de Cristo, y automáticamente la vomitó, junto con un montón de chizitos mal digeridos, del cumpleaños de Lucia Guerrero que habíamos tenido el día anterior.

La ceremonia duró más de lo que todos esperaban. Yo estaba sentado en el banco con Juan y el colorado, también estaba Lucas, el que nunca hablaba pero siempre nos seguía.

Con los cancioneros habíamos hecho unos increíbles aviones de combate.

También de manera increíble, a los cuatro nos quedó, como decía mi mama en reiteradas ocasiones, “por obra y gracia del espíritu santo”, un avión que en las alas tenía las manos de Jesús, el Jesús crucificado medio traslucido que tenía el cancionero. Pensamos que quizás había sido un milagro, pero también habíamos faltado (esa vez los cuatro) a la clase en la que explicaron que era un milagro, por haber contraído una fiebre altísima, fruto de una prematura guerra de agua en los primeros días de agosto.

Esos aviones tenían que ser lanzados al aire en una ocasión especial. Estando todos de acuerdo, los habíamos guardado entre el borde del pantalón de vestir y la camisa para que nadie los viera.

Meses después, lejos de sentirnos más buenos (como habían predicho que nos sentiríamos post comunión ciertas compañeras de curso) nos encontrábamos en el baldío de la esquina que teníamos en común, planeando el ansiado lanzamiento.

La ocasión sería en la Kermese de Reyes, estratégicamente después de navidad, porque ninguno quería quedarse sin regalos.

Luego de haber robado de la casa parroquial, cien cancioneros, el plan era lanzar desde los árboles que bordeaban la iglesia, una lluvia de aviones de combate de Jesús que cayeran sobre la gente.

Estando nuevamente los cuatro de acuerdo, o eso creíamos de Lucas que aunque nunca opinaba siempre nos seguía, quedamos en ir ese día cada uno por su cuenta para no generar sospechas, y trepar a cada árbol en distintos tiempos para que nadie nos viera.

Al sonar la chicharra de la Kermese que daba comienzo a las postas de juegos, haríamos sobrevolar sobre el patio de la parroquia y sobre las cabezas de todos los que estaban ahí, nuestros fabulosos aviones de guerra.

Ese día, mi mamá me puso mi mejor ropa, y también las madres de los chicos, entendiendo todas, como un acuerdo tácito y en común nunca antes conversado, que eso implicaba un pantalón de corderoy, una camisa de jean, y los mocasines de la marca que tienen el indio de perfil en la caja. Peinados raya y pelo a la derecha, oliendo los cuatro a la inconfundible fragancia del perfume “Pibes”, entre el humo enceguecedor de la parrilla llena de chorizos de la kermese, chocamos las cinco y nos separamos para tomar posiciones.

Primero fue Juan el que trepo el paraíso. Con una destreza admirable, debo decir. Yo mientras tanto me paseaba por ahí, mirando el simil techo de guirnaldas y luces de colores que colgaba por encima de mi cabeza. Los juegos eran los de siempre; el aro en la botella, la cola al burro, los clásicos fideítos. Pero nosotros nos habíamos asegurado de que esa kermese iba a ser distinta a todas las anteriores, y a todas las que siguieran.

Cuando había escuchado finalmente el inconfundible chiflido del colorado, que ya estaba trepado a su respectivo paraíso, corrí a subirme al mío.

Como Lucas no hablaba, habíamos acordado que directamente, al escuchar el sonido que anunciara el comienzo de los juegos, daríamos inicio a nuestro ataque aéreo.

Cuando ya teníamos las piernas casi acalambradas por la posición y los nervios, sonó con fuerza la chicharra.

Endemoniados de felicidad, comenzamos a lanzar como locos los aviones sobre la gente, que miraba hacia arriba asustada sin poder entender de dónde venían.

Los tres nos reíamos a carcajadas, (suponíamos que también lo hacía Lucas pero su árbol había quedado lejos de los nuestros), hasta que escuchamos un ruido muy fuerte contra el suelo que cortó inmediatamente el estado de éxtasis en el que nos encontrábamos.

Bajamos de los árboles y corrimos hacia donde estaba toda la gente amontonada en silencio, con la vista fija en el suelo, hasta que se escuchó el grito de una mujer que desencadenó el espanto en toda la multitud. Cuando logramos pasar entre todos, pudimos verlo.

Lucas había fabricado por su cuenta con los afiches de la librería familiar, un avión de su tamaño, que había pegado a su ropa con cinta de papel, todo decorado con manos de Jesús recortadas de los veinticinco cancioneros que le habían correspondido en la repartija. Tenía escrito en el pecho con fibra la palabra “milagro”, sobre su camisa de jean de vestir bien.

Unido para siempre a su dispositivo de guerra, se había tirado desde el campanario de la iglesia hacia la red de luces sin haber logrado planear siquiera un segundo.

Su madre, arrodillada sobre la sangre que enmarcaba su cuerpo de once años, lo sacudía de los hombros esperando una palabra, la primera.

El gordo Jimmy y los inmortales

El chileno nunca sabía muy bien que hacer con la bocha. Siempre amagaba esos pases berretas que parecían acercarse a algo pero en fin, terminaban con mucha suerte en la nada o en el pie de alguno del equipo contrario.

Hubo dos domingos en ese abril lluvioso que suspendimos por que la cancha parecía la laguna de lobos, entre la altura del agua, los pastos como matorrales y unos pájaros que en la puta vida habíamos visto en el potrero.

Los dos domingos que restaron de ese mes, fue cuando dejamos de ver el culo de la mujer de tito en la tribuna encuadrillándose con el alambrado, por lo que pasó con el negro Adrián.

Todos lo sabíamos, y los que creían que no, en el fondo también.

Jugábamos con la camiseta clásica, con los apodos de cada uno, el nombre del equipo “los inmortales” y unos botines que si hablaran pedirían por favor. Pero si algo nos destacaba como equipo, era lo poco equipo que éramos y la buena dupla que eran aquellos dos.

Eran como hermanos. A cada buen pase o gol uno le gritaba al otro “ que bien andás hoy toro!” a lo que el otro siempre respondía devolviendo otras rosas como “debe ser por ese pase que me hiciste tigre”, siempre apodándose con nombres de animales bien viriles y respetados. Todo triunfo entre ellos iba siempre acompañado de un buen apretón de culo y por que no, si la ocasión lo ameritaba, un manotazo en la pija para nada homosexual pero con la precisión y rudeza que solo acarrea el cariño entre dos compañeros de batalla.

Los domingos que le precedieron, en la cancha no se rozaban ni por error. Los pases los armaban siempre arriba cerca del arco para no tener historia en el medio, y con el viejo o patricio que meses antes no sabían ni los colores de la bocha.

Hubo un domingo en el que la tensión se sentía hasta en los pies, todos nos arrastrábamos con poco ímpetu y flexionando las rodillas lo menos posible, en el aire flotaba algo espeso pero aunque se que todos lo pensábamos, nadie emitía ni una sola palabra. En un momento, dimos terminado el partido por empate o por cansancio, y fue ahí cuando el gordo Jimmy, el arquero, llamo la atención de tito con un chiflido ensordecedor. Cuando se dio vuelta y lo miró, el gordo tenia los cortos semi bajos y fingía empotrarse con ganas uno de los postes del arco, gimiendo y riendo al mismo tiempo, mientras que el resto del equipo contrario, coreaba al son de un popular ritmo de cancha el nombre de la mujer de tito, Karina.

Se quedo completamente inmóvil. Lo único que todos vieron fueron, sus ojos. Parecía como muerto. Hasta el gordo esperaba un intento de trompada que por diferencia de tamaño no le dejaría más que una marca de 3 días, pero no. Se dio vuelta, miro de reojo al negro adrián quien en ningún momento levanto la vista de sus botines, agarro el bolso cerró la puerta de alambre y se fue.

La semana que siguió a este hecho, volvieron esas fuertes lluvias de abril pero ya pisando mayo. Volvimos todos a la cancha dos semanas después, un domingo nublado pero sin ánimos

de tormenta. Durante esos días, no mantuvimos contacto entre nosotros, o por lo menos no la mayoría.

Estábamos todos sentados en las gradas, acomodándonos las vendas, cuando de lejos me pareció ver que del centro de la cancha, donde el charco era mas profundo por la inclinación del terreno, asomaba algo. Me acerqué con algunos de los muchachos y por la inmovilidad y silencio de los que estábamos alrededor, el resto empezó a gritar que carajo estaba pasando.

Y ahí estábamos todos, callados, alrededor del cuerpo del gordo. El agua dejaba al descubierto la panza y la cara, que todavía tenía los ojos abiertos. Algunos apretaron los párpados, Juancito vomitó de la impresión y el resto lloramos sin decir nada, mojando un poco más el estómago con el emblema “los inmortales”.

Todos pensamos inevitablemente en el tito.

Pero él estaba ahí, llorando a la par nuestra, agarrado acariciando la mano del negro adrián, mientras pensaba que hacer con sus hijos solo, todos los fines de semana.

Alambrado

Imaginemos un día como cualquier otro en la vida del turco. Está en 1975 con las piernas teñidas de barro hasta la rodilla, parado en la banquina de una ruta que de ambos lados no tiene mucho más que tierra y alambre, delimitando en un país en el que no quedó tampoco mucho más que eso. Le tiemblan las rodillas atrás de un pantalón de trabajo y tiene la mirada allá, donde nunca dejo de tenerla.

Nos conocimos de chicos y la mirada y las rodillas le temblaron siempre. Cuestión que con los nervios no tenía nada que ver, tampoco con un problema médico.

Lo acompaña un perro por la derecha, petizo negro y de cola corta, a la izquierda y al fondo una vaca, extensión verde horizontal, fina línea dibujada, extensión horizontal azul celeste y todo lo que esta por arriba que ignoro. Balbucea tímidamente con la boca unas palabras como practicando algo que espera decir. Retrocede sobre las palabras las piensa y se las traga, pero siempre vuelve sobre el mismo discurso.

Paso a buscarlo a eso de las 6 de la tarde, bañada la escena en el oro inconfundible del horario, tomo una foto mental y paro el motor de la chata. Fuimos somos y seremos diferentes más allá de las similitudes. La misma edad, el mismo primario, el primer beso con la misma chica dos años más grande.

Mi madre y su madre, inseparables amigas que siempre tuvieron flores lindas que tirarse frente a frente y cosas oscuras que decir en la ausencia de la otra. Vivíamos a dos cuadras de distancia, dos cuadras en L sobre la misma vereda. Los árboles de esa vereda echaban una pelusa que me generaba mucha alergia y estaban pintados de mano de la municipalidad, de blanco, solo hasta la cintura.

Mario estuvo casado una vez. Ni más ni menos que con Mónica, la rubiecita que de chica fue coronada como la más linda del barrio y en igual importancia la más veloz. Muchos, por no decir todos, tuvimos el gusto de conocerla. Fueron novios de adolescentes y a los 22 él, apurado por la genética familiar que le avecinaba en tormenta una pronta calvicie y una pérdida total del físico que ya en ese entonces no constaba de privilegiado, le pidió de rodillas casate conmigo.

La ceremonia y la fiesta fueron en el patio de la casa de la tía Miriam, la hermana de la madre del turco. Todo a tono de rosa y blanco incluyendo el novio, esperaban en un altar de madera a la flamante novia. Fui elegido padrino de esta unión. Y Fui elegido para ir a buscar a la habitación donde se preparaba a la novia, a quien tenía que acompañar al altar.

Golpee la puerta y entré. Estaba de espaldas, tenía el pelo recogido y la habitación estaba ocupada por miles de ramos de flores con entusiastas dedicatorias y regalos. Tenía el vestido puesto y solo le faltaban abrochar los últimos cinco botones de la espalda. Me pidió que lo hiciera. Abroche el de más abajo y por alguna razón tuve que frenar. Ella dejó deslizar las tiras de ambos hombros y el vestido le cayó hasta la cintura. Se dio vuelta llorando, y nos besamos. Nos besamos con furia y la levante contra el mueble de espejo en el que se había maquillado y

había dejado lo azul lo nuevo y lo prestado. La levante de las piernas y la cogí como lo había hecho esa vez, hacía cuatro años antes de que se pusiera a salir con el turco, en el baño de la sociedad de fomento, el día que juntaron fondos para terminar la canchita.

Su primera vez había sido mi primera vez, y si esta tenía que ser la última no podía ser de otra forma.

Terminamos, ella se subió la bombacha y se abrochó el vestido sola. Nunca pensé en verdad que necesitara mi ayuda, Mónica nunca había querido la ayuda de nadie. Se acomodó el maquillaje, yo me subí el cierre del pantalón y la acompañe al altar mientras sonaba la canción que habían bailado juntos por primera vez, tocada por el abuelo del turco que era un reconocido bandoneonista del pueblo. La familia lloraba de emoción, el turco creo que lloraba por lo mismo, ella lloraba de hija de puta y yo que era lo mismo, no lloraba.

Tardé poco en irme del pueblo, casi tan poco como tarde en casarme y divorciarme y tener un pibe en otra ciudad. Es varón dijo la partera. Mi mujer lloraba como el día en que se dio cuenta del atraso, y puedo asegurar que ninguna de esas lagrimas anidaban en su interior un sentimiento de felicidad. Yo tampoco lloré, aunque la mano de Fermín agarrándome el dedo si me estremeció de una manera que nunca mas volví a sentir. Lo veo los fines de semana a él, a ella desde la puerta cuando lo despide para que pase tres días conmigo.

Este fin de semana lo tomé para visitar el pueblo. Quedé en encontrarme con el turco en la ruta, en un campo inhabitado que se mantiene del mismo modo hace 20 años, cuando nos juntábamos a fumar ahí con el pie apoyado en el alambrado que inútilmente lo cercaba y soñábamos en voz alta cosas grandes para nosotros.

Escucho el ultimo acorde de bad times good times del cassette de Zeppelin que nos habíamos comprado ambos en la feria de garage del ñata, hace también unos cuantos veranos atrás.

Nos saludamos como si veinte años hubiesen durado lo que un cassette de oferta, nos prendemos un pucho y apoyamos la misma pierna en el mismo pedazo de alambre y miramos allá, en el filo entre el campo y el cielo donde nunca dejaron de estar nuestros grandes sueños, a los que siempre miramos sin cruzar el alambrado.

Pico

En el 2000, dos días después de recibir el nuevo milenio, con mis papás y mis hermanos fuimos a Brasil en el renó 12 celeste, más azul que blanco, que mi papá había comprado a medias con mi tío con el que todo lo tenían a medias.

Habíamos tardado dos días en llegar. Paramos la primer noche a dormir en la casa de una señora que tenía muchísimas habitaciones con una luz roja en el pasillo y una verde en las piezas, y camas por todos lados. A la mañana muy temprano, cuando nos despertamos para seguir, la mujer nos sirvió té en unas tazas bajas y abrió una lata de galletitas con forma de animales de la selva que tiré adentro del té para comprobar si nadaban pero solo se hincharon. Después de un par de horas, apareció el mar, que en nada se parecía al mar de los otros veranos. Era azul, tan azul como los ojos del chico de quince años que nos llevó a la casa que alquilaba su mamá. Creo que me enamoré de él unos días de esos veinte. Fueron las vacaciones más increíbles que habíamos tenido, y eso que yo contraje un virus que me dejo en cama con la fiebre más alta que alcancé en mi vida durante 10 días de los 20 que nos fuimos.

Al año siguiente mi papá empezó a tener menos trabajo, más menos que trabajo, y empezamos a comer un montón de fideos. Fideos con manteca, con crema, fideos con tuco de caja. Antes en la semana no comíamos mucha pasta porque para eso estaban los domingos en lo de los abuelos.

En el 2001 volvimos a la playa de acá. Invitados por mis abuelos, los de los domingos. Habían alquilado una casa con camas de más, como la de la señora de las galletitas de animales.

Justo antes de irnos, unos días antes, los reyes magos que eran mis papás y yo ya lo sabía pero me hice la que no, igual que con el ratón de los dientes y papa Noel, nos trajeron un cachorro. Con mis hermanos queríamos desesperadamente uno. Y llegó. Y como era muy chiquito, tuvimos que pedirle a los vecinos de al lado, que también son un poco parientes, extrañamente lejanos, que lo cuidaran porque nos íbamos tres días a la playa.

La casita estaba sobre otra, y sobre la nuestra también, otra. Para ir a lo de los vecinos de abajo teníamos una rampa que llevaba a un patiecito. Y para los de arriba confieso que nunca encontré la escalera. Apenas llegamos dejamos los bolsos, corrimos a ponernos protector solar, y una malla azul increíble que mi mama me había comprado el año anterior, de un azul intermedio entre el del renó 12 y los ojos del hijo de la mujer que nos alquiló. Agarramos balde, palita, moldes con forma de caracoles y autos y salimos a la puerta. A la par, los vecinos de abajo hicieron lo mismo, subiendo a su auto. Ahí fue cuando vi que tenían dos hijos, y que la nena estaba en silla de ruedas. Eso me llamó mucho la atención. Pensaba que solo la gente grande podía estar en silla de ruedas.

Cuando nos bajamos en la playa, ellos tiraron su lona muy cerca. Acercaron a la nena con la silla, la bajaron, y ella quedó sentada en la arena dibujando con el dedo. El hermano vino corriendo directo a nosotros. Nos saludó y nos invitó a jugar al agua. Tenía mi edad y la hermana, la de mi hermano Juan, el más grande.

Yo me enamoré de él apenas saltamos la primer ola. No que me hubiese olvidado del chico del verano anterior, pero Brasil quedaba a dos días de mi casa y ya no tenía plata para volver. Él tenía una malla cuadrille que se parecía mucho a unas que hacia mi papá. Cuando salimos del agua fuimos a jugar con su hermana y nos convertimos en mejores amigas de Valeria del mar.

A la tarde noche nosotros volvimos antes que ellos porque mi hermano al mediodía había ido a buscar algo al auto, y cuando volvió se puso las llaves en el bolsillo, se olvidó, y se tiró de cabeza al mar. Y mi papá tenía que llamar a que nos manden una copia, y tenía muchas ganas de tener a mi hermano lejos de la vista. Yo me bañé para sacarme la arena que siempre me quedaba pegada principalmente en los talones por insistir con el juego del pie de milanesa, y le pedí a mi mamá que me hiciera la trenza cocida, la que mejor le salía y la que mejor me quedaba. Bajé a buscar a mi amiga la de la silla de ruedas, y la pasee por el patio mientras charlábamos. Ella me contó al oído que su hermano le había dicho, que quería decirme algo en secreto. Cuando volví con ella, entro a su pieza, y el hermano salió y caminamos callados hasta la vereda de la casa. Nos sentamos en el cordón, y me dijo al oído que quería ser mi novio, pero que al otro día a la mañana se iban. Me miré fijo las rodillas porque me daba muchísima vergüenza mirarlo a los ojos. Le pregunté primero, donde vivían, porque si era a menos de dos días de mi casa, capaz podíamos seguir siendo novios en Burzaco, y su hermana también podía seguir siendo mi amiga y no solo de Valeria del mar. Ahí fue cuando dijo el nombre de esa provincia que había marcado hacia poco en un mapa político en el colegio, y que había tenido que volver a hacer justamente por confundirme dónde ponerle la H.

Vivimos en Ushuaia, me dijo. Y Brasil quedaba prácticamente pegado a Buenos Aires, por lo que llegar allá, que estaba en la punta en la que el país se ponía finito y frío, tenía que llevarme al menos cuatro días, y no estaba segura de que me fueran a dejar ir. Me puse un poco triste pero me pareció que de todas maneras podíamos ser novios hasta que se subieran al auto al otro día.

A la mañana siguiente atrás de un árbol nos dimos un pico. Yo pensé que se decía beso pero había escuchado a una chica más grande en el colegio decirle pico. También lo hice mirándome las rodillas por vergüenza. Caminé llevando conmigo un rato más con su hermana, y aunque ella me charlaba yo no podía pensar mucho en lo que me contaba, porque ahora tenía un novio que vivía en Ushuaia.

Los despedimos en la vereda, y al rato nosotros también cargamos las cosas en el auto por que ya había llegado la llave y podíamos volver. Antes de irnos, la vecina prima amiga de mi mamá llamo llorando, diciendo que unos de sus siberianos (porque criaban perros de esa raza) había entrado a la casa cuando ellos no estaban y se había, literalmente comido, a nuestro cachorro. Esa misma perra, Yana, la blanca de ojos azules, se había comido también a otros dos conejos nuestros, a manchita, y unos meses después a manchita 2 en honor y por el parecido, al otro manchita.

Yo me puse a llorar y lloré todo el viaje de vuelta. Porque las cosas me duraban poco, un perro de cinco días, mi primer novio de unas horas, y porque el pelo de Yana me recordaba a la arena de Brasil y sus ojos al color del agua, y no entendía como dos cosas que se parecían tanto podían ser tan distintas.

Luciana Fernández.

Burzaco, Diciembre del 2015.