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Sueños de trenes

DENIS JOHNSON

Traducción deJavier Calvo

www.megustaleerebooks.com

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A Cindy Lee, para siempre

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1 En el verano de 1917 Robert Grainier participó enel intento de matar a un jornalero chino al quehabían pillado robando, o al menos lo acusaban dehaber robado, en los almacenes de la compañíaferroviaria Spokane International, en el corredorseptentrional de Idaho.

Tres empleados del ferrocarril sujetaron bienfuerte al ladrón y lo arrastraron por el largoterraplén que llevaba al puente que se estabaconstruyendo dieciséis metros por encima del ríoMoyea. El chino emitía voluminosas ráfagas deuna rápida cantinela. Se bamboleaba y se retorcíacomo una comadreja metida en un saco, golpeandohacia atrás con el puño que le quedaba libre alhombre que lo iba arrastrando por el cuello.

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Cuando el grupo pasó frente a él, Grainier,viéndolos en apuros, fue a prestarles su ayuda y seencontró a sí mismo agarrando al culpable por unpie descalzo. El hombre que caminaba por delantede él, el señor Sears de la dirección de la SpokaneInternational, llevaba agarrado casi inútilmente alprisionero por el sobaco y era el único de todos,además del ininteligible chino, que iba hablandomientras todos se las veían y se las deseaban.

—¡Muchachos, no tengo ni puñetera idea decómo vamos a hacer esto!

¿Acaso lo tenemos que llevar hasta allí?, tuvoganas de preguntar Grainier, pero le pareció mejorguardarse el aliento para el forcejeo. A Sears se leescapó la risa, con la cara pálida de fatiga yhorror. Todos se desplomaron en el polvo, selevantaron y volvieron a caer, con el chinohablando en jerigonza y aterrándolos a los cuatrohasta el punto de que ya daba igual lo que hubierantenido en mente inicialmente, ahora sí que erahombre muerto. Ya no les quedaba más opción quetirarlo desde el puente de caballete.

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Alcanzaron al resto, una cuadrilla de una docenade hombres que estaban descansando al sol,apoyados en sus herramientas, secándose el sudory contemplando el espectáculo. Grainier aferrabaconvulsamente el pie calloso del chino,asombrándose de sí mismo, cuando el hombre quellevaba el otro pie lo soltó, se sentó jadeando en elsuelo de tierra y recibió una patada en el ojo antesde que Grainier pudiera sujetar la pierna que ahorapataleaba libre.

—Ha sido una broma. Una broma —dijo elhombre sentado en la tierra, y al aliado que teníaallí le dijo—: Venga ya, Jel Toomis, dejémoslocorrer.

—No lo puedo soltar —dijo aquel tal señorToomis—. ¡Soy el que lo tiene agarrado delcuello!

Y se rió mientras una ráfaga de confusión lecruzaba el rostro.

—¡Yo lo tengo bien cogido! —dijo Grainier,agarrando con más fuerza en sus brazos los dos

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pies del pequeño demonio—. ¡Lo tengo yo, alcabrón, y yo me encargo!

El grupo de verdugos llegó a la mitad del últimotramo de puente completado, veinte metros porencima de los rápidos, y se puso al límite de susfuerzas para tirar al chino al vacío. Pero él pudocon ellos, se dedicó a aferrarse a sus brazos ypiernas y a lloriquear en su jerigonza hasta que depronto se soltó y se agarró con un brazo a la vigaque tenía debajo. Se quitó de encima con facilidada sus captores, que de todas maneras ya se estabanintentando deshacer de él, y saltó al otro costado,suspendido sobre el abismo y descolgándose conuna mano detrás de la otra por la siluetaesquelética del tramo siguiente, pasando porencima del río. El compañero del señor Toomiscorrió hasta allí, haciendo equilibrios sobre unaviga y pisoteándole los dedos al tipo. El chino sefue descolgando de una viga a la siguiente, como sifuera un artista de circo, descendiendo por laestructura de barras entrecruzadas. Un par detrabajadores de la cuadrilla vitorearon su fuga,

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mientras que otros, aunque no tenían ni idea de porqué lo estaban persiguiendo, gritaron que habíaque detener al villano. El señor Sears se sacó dela funda que llevaba al cinto un viejo y enormerevólver de pólvora negra de cuatro balas ydisparó las cuatro, sin resultado. Para entonces elchino ya se había esfumado.

En el camino de regreso a casa después de aquelincidente, Grainier se desvió tres kilómetros hastala tienda que había en el poblado ferroviario deMeadow Creek para comprarle una botella dezarzaparrilla Hood’s a su mujer, Gladys, y a suhija pequeña, Kate. La subida por la colina y através del bosque en dirección a su cabaña lo dejóacalorado, y antes de recorrer el último kilómetrose detuvo a bañarse en el río, el Moyea, en unapoza honda que había río arriba del poblado.

Era sábado por la noche, y a modo depreparación para la velada un grupo detrabajadores ferroviarios de Meadow Creek se

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habían congregado en la poza para bañarse con laropa puesta y secarse sentados en las rocas antesde que cayera la oscuridad en el cañón. Loshombres dejaban a un lado los zapatos y las botasy se sumergían lentamente hasta los hombros,ahogando exclamaciones y salpicándose. Muchosde ellos ya daban sorbos de whisky de sus petacasmientras permanecían sentados temblando despuésde sus abluciones. Aquí y allí asomaba de lasuperficie algún brazo que agarraba con la manoun sombrero maltrecho, señal de que alguien seestaba mojando la cabeza. Grainier no reconoció anadie y se quedó solo a un lado, vigilando decerca sus botas y su botella de zarzaparrilla.

Mientras caminaba de regreso a casa bajo laoscuridad creciente, Grainier tuvo la sensación deque se iba topando con el chino por todas partes.El chino en el camino. El chino en el bosque. Elchino caminando con pasos suaves, con las manoscolgándole de unos brazos que parecían sogas. Elchino saliendo con movimientos danzarines delarroyo, como si fuera una araña.

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Le dio la Hood’s a Gladys. Ella se incorporó hastasentarse en la cama situada junto a la estufa dondeestaba convaleciente de eczema y dando de mamaral bebé. Podría haber hecho acopio de fuerzas yhaberse ocupado de la colada y de cortar laspatatas y la trucha para la cena, pero siempre que asu mujer le dolía la cabeza o se le taponaba lanariz tenían la costumbre de dejarla que setumbara con una botella o dos del dulce tónico deHood’s y se tomara un descanso de aquellastareas. A la bebé de Grainier también se la veíaafectada por el eczema. Tenía los ojos pegajososde legañas y le colgaban burbujas de mucosidadde los orificios nasales mientras mamaba yroncaba pegada al pecho de su madre. Kate teníacuatro meses y seguía siendo completamente calva.No parecía reconocer a su padre. Su ligeraenfermedad no le dolería, siempre y cuando no lederivara en tos.

Grainier se quedó de pie junto a la mesa de la

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única habitación de la cabaña, preocupado. Estabaseguro de que el chino les había lanzado unapoderosa maldición mientras ellos lo arrastraban,y que eso podía tener toda clase de consecuenciasnegativas. Aunque asombrado ahora por el frenesíde la tarde, y perplejo por su violencia y por cómoesta lo había arrastrado como una semilla alviento, el joven Grainier seguía deseando nohaberse refrenado y haber matado al chino antes deque este los maldijera.

Se sentó en el borde de la cama.—Gracias, Bob —le dijo su mujer.—¿Te gusta tu zarzaparrilla?—Sí, ya lo creo, Bob.—¿Tú crees que la pequeña Kate puede notar el

sabor en tu teta?—Pues claro que sí.

Muchas noches oían el tren de la SpokaneInternational que subía al norte, a su paso porMeadow Creek, tres kilómetros valle abajo. Esta

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noche su silbido lejano despertó a Grainier, que seencontró solo en el camastro de paja.

Gladys estaba levantada con Kate, sentada en elbanco que había junto a la estufa, desprendiendorestos fríos de avena de los costados del cazo ydejando que el bebé chupara aquellas gachas de lapunta de su dedo.

—¿Cuánto crees que sabe la niña, Gladys?¿Tanto como un cachorro, tú crees?

—Los cachorros pueden vivir solos después deque la perra los destete —dijo Gladys.

Grainier esperó a que ella le explicara quéquería decir. Le pasaba a menudo que su mujerpensaba más deprisa que él.

—Una cría de hombre no puede hacer eso —ledijo ella—, irse a vivir por su cuenta cuando lodestetan. El cachorro sabe más que el bebé hastaque el bebé aprende las palabras. Y me refiero amás que unas cuantas. Un perro criado en casatambién conoce unas cuantas palabras, tantas comoun bebé.

—¿Cuántas palabras, Gladys?

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—Pues bueno —dijo ella—, sabe cómo sedicen las cosas que sabe hacer y las que tú lemandas que haga.

—Dime algunas de esas palabras, Glad.Estaba oscuro y él quería seguir oyendo la voz

de ella.—Pues «trae el palo» y «ven» y «siéntate» y

«échate» y «revuélcate». El perro sabe cómo sedice todo lo que él sabe hacer.

En la oscuridad sintió que la mirada de su hijase volvía hacia él como la de una bestiaarrinconada. No era más que un engaño de suimaginación, pero le derramó algo frío en elespinazo. Se estremeció y se tapó con la colchahasta el cuello.

Robert Grainier ya no olvidaría aquel momentoexacto de aquella noche durante el resto de suvida.

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2 Al cabo de cuarenta y un días, Grainier estabaentre la cuadrilla de trabajadores ferroviarios quecontemplaban cómo la primera locomotorarecorría el tramo elevado de treinta y cuatrometros de vías que franqueaba el cañón de veintede profundidad, circulando por el puente quehabían construido ellos. El señor Sears se plantójunto a la máquina, de un solo motor, y levantó surevólver de cuatro balas para señalar el inicio deltrayecto. Al sonar el disparo el maquinistadestrabó el freno y se bajó de un salto de lamáquina, que los hombres jalearon con gritosmientras avanzaba muy despacio por las vías ycruzaba a la otra orilla del Moyea, donde unsegundo hombre esperaba para subirse a bordo de

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un salto y pararla antes de que se quedara sin vías.Los hombres vitorearon y gritaron con alegría.Grainier estaba triste. No sabía por qué. Éltambién vitoreó y vociferó. La estructura se iba allamar el Puente del Atajo de DieciochoKilómetros porque eliminaba una larga curva querodeaba el cañón para tomar un paso adyacente yde esa forma le ahorraba a la SpokaneInternational el tener que cuidar aquel tramo dedieciocho kilómetros de vías y traviesas.

La experiencia que había tenido Grainier con elAtajo de Dieciocho Kilómetros le dio ansias departicipar en otras empresas enormes, dondemultitudes de hombres eliminaran porcionesenteras de bosque y ensamblaran estructuras de untamaño nunca visto, armando gigantescos puentesde caballete de madera en lo alto de abismosinfranqueables, cada vez más grandes, más largosy más profundos. En 1920 se fue al noroeste deWashington para ayudar a reparar el puente del

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desfiladero de Robinson, el más grandiosoconstruido hasta el momento. Los artífices de susplanos habían conseguido salvar un espacio de 63metros de profundidad y 245 metros de ancho pormedio de un puente con unas vías férreas quesoportaban el peso de una locomotora y dosvagones plataforma cargados de troncos. Pero elpuente del desfiladero de Robinson tenía casitreinta años de antigüedad, se bamboleaba y dabaterror: nadie lo cruzaba a bordo del tren, ni elmaquinista. El guardafrenos lo recogía en la otrapunta.

Una vez hechas las reparaciones, Grainier seadentró más en el bosque con la Simpson Companyy trabajó sacando madera. Por toda la zonafuncionaba una red de breves caminos de tablones.Las vías solamente eran para transportar la maderauna vez fuera del bosque; al equipo de cuarenta ytantos tipos al que se había unido Grainier letocaba llevar los troncos por medio de tiros deseis caballos, hasta dejarlos lo bastante cerca del

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apeadero del tren como para enlazarlos con uncable.

En el apeadero había agazapada una máquinaenorme que el capitán llamaba mula, un trasto condos tambores de hierro tremendos, uno que ibasoltando cable y el otro que lo recogía; la máquinaarrastraba los troncos hasta el apeadero a la vezque mandaba el gancho hasta la eslinga de cargapara enlazar el siguiente tronco. Era un vetustocoloso de vapor a leña que palpitaba, retumbaba ychirriaba, entre vapores que rugían igual que unacatarata, y los caballos avanzaban pesadamentepor el camino de troncos en una especie desilencio, con los hocicos anulados en medio delcaos de vapor y maquinaria. Del apeadero lostroncos iban a vagones de plataforma, acontinuación cruzaban el majestuoso abismo deldesfiladero de Robinson y seguían montaña abajohasta enlazar con todos los ferrocarriles delcontinente americano.

Entretanto, Robert Grainier dejó atrás su treintay cinco cumpleaños. Echaba de menos a Gladys y

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a Kate, a su Pequeña y a su Más Pequeña, perohabía vivido treinta y dos años soltero antes deencontrar mujer, de manera que se limitó aacomodarse nuevamente en una soledad tranquila,allí, entre las píceas incontables.

Grainier trabajaba de cargador, aunque no en elapeadero, sino en el bosque, donde losaserradores operaban en parejas para derribar laspíceas, los podadores se aplicaban a limpiarlascon las hachas, los leñadores las cortaban ensecciones de seis metros de largo y por fin loscargadores las enlazaban con cables para que loscaballos se las pudieran llevar. A Grainier legustaban el trabajo, el esfuerzo, la fatiga mareantey el descanso profundo al final de la jornada. Legustaban la grandiosidad que tenían las cosas en elbosque, la sensación de estar perdido y lejos detodo y la idea de que, entre tantos árboles quemontaban la guardia, el peligro jamás lo podríaencontrar. Pero de acuerdo con uno de suscompañeros, Arn Peeples, que ya era viejo y quede joven había sido un aserrador fanfarrón, los

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árboles eran asesinos, y aunque noventa y nueve decada cien veces un buen aserrador fuera capaz decalcular correctamente cómo iba a caer el árbol, yhasta conseguir por medio de una serie de cortesmagistrales y de cuñas que una pieza de cincuentatoneladas girara en redondo colina arriba yaterrizara detrás de él con tanta precisión comouna aguja, la vez número cien podía acabar con sucara aplastada y él más tieso que la mojama, así defácil. Arn Peeples decía que una vez había visto untronco de cinco toneladas pegar un brincosobresaltado, salir volando del carro, aterrizarencima de seis caballos y matarlos a los seis. Losárboles solo te trataban como a un amigo cuando túlos dejabas en paz. En cuanto la sierra los hendía,ya tenías una guerra entre manos.

Aislada de todo lo que les pudiera causarproblemas, la cuadrilla, que a veces pasaba de loscuarenta hombres y nunca bajaba de los treinta ycinco, combatía al bosque desde el alba hasta lahora de cenar, derribando y combatiendo a laspiceas gigantes hasta tenerlas cortadas en pedazos

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de un tamaño más o menos manejable,desempeñando unas tareas, pensaba Grainier, quea veces eran comparables con las pirámides,cambiando el rostro de las laderas de lasmontañas, hablando poco, comunicándose a gritos,viviendo con esa sensación pegajosa de la resinaen las barbas, con el sudor extrayendo el polvo desu ropa interior de cuerpo entero e incrustándoseloen las arrugas del cuello y de las articulaciones, enmedio de un olor a resina tan fuerte que lesquemaba en la garganta y les escocía en los ojos, yhasta se imponía al olor de las bestias y elestiércol. Al final de la jornada los hombres de lacuadrilla se quedaban dormidos allí dondeestuvieran. Unos cuantos tenían derecho a cabañas.La mayoría se alojaban en tiendas de campaña. Setrataba en su mayoría de unas tiendas vetustas conparches enormes de arpillera; su lona procedíaoriginalmente de las tiendas de infantería de laguerra de Secesión, del bando unionista, segúncontaba Arn Peeples. Él les mostraba las manchasde sangre que había en la tela. Algunas de aquellas

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tiendas habían viajado para albergar a lacaballería americana en las campañas contra losindios, sirviendo durante más tiempo, ciertamente,que algunos de los hombres a los que habíancobijado, en opinión de Arn Peeples.

—Dejadme usar esa hacha, muchachos —legustaba decir—. Cuando me pongo a dar hachazos,podéis venir a trabajar por la mañana y todavíahabrá esquirlas volando de la noche anterior.

»Yo estoy hecho para talar en verano —decíaArn Peeples—. Los leñadores de Minnesotasiempre os estáis quejando del calor. Yo no meempiezo a templar hasta que pasamos de los treintay ocho. Una vez trabajé en un pico de las afuerasde Bisbee, Arizona, donde no estábamos a más dediecisiete o dieciocho kilómetros del sol. Eltermómetro marcaba cuarenta y siete grados, ycada grado medía dos palmos de largo. Y eso a lasombra. Y encima no había sombra.

A todos sus compañeros de tala los llamaba«leñadores de Minnesota». Pero que supieran los

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presentes, ninguno de ellos había visto Minnesotani en pintura.

Arn Peeples venía del sudoeste y afirmabahaber visto y hablado con los hermanos Earp enTombstone; describía al famoso agente de la leycomo un «loco hijo de puta». De joven habíatrabajado en las minas de Arizona y luego se habíapasado décadas aserrando por los bosques delpaís entero, hasta convertirse en el trotamundosfrágil y demacrado que era ahora, siemprecotorreando y guardando las distancias con eltrabajo duro, el hombre de más edad del bosqueentero.

Solo resultaba útil alguna que otra vez. Cuandohabía que excavar un túnel, él se encargaba detransportar la pólvora, colocar las cargas y abrirsepaso por el barranco a base de detonaciones, hastasalir por el otro lado, con los hombres limpiándolelos escombros después de cada explosión. Era untipo supersticioso y lo hacía todo exactamenteigual que lo había hecho en las Mule Mountainsdel sur de Arizona, en las minas de cobre.

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—Yo vi personalmente cómo el señor JohnJacob Warren perdía su fortuna entera. Estababorracho y dijo que podía correr más deprisa queun caballo. —Aquello podría haber sido verdad.Arn Peeples no era propenso a mentir, o por lomenos no afirmaba conocer a muchas figurasfamosas, más que a los Earp, y en cualquier caso,allí arriba nadie había oído hablar de aquel talJohn Jacob Warren—. ¡Apostó a que podía corrermás que un semental de tres años! Se quedóplantado en medio de la calle, bamboleándose, conlos ojos cruzados de lo borracho que iba,increíble, ¡el hombre más rico de Arizona!, y echóa correr con el trasero de aquel sementalmirándole todo el rato. Se apostó la mina deCopper Queen entera. ¡Y la perdió! ¡Con ese tiposí que me gustaría jugarme los cuartos a mí! Porsupuesto, ahora está más pelado que una rata y nisiquiera se puede ganar un sueldo decente.

A veces Peeples colocaba una carga, le daba lavuelta a la clavija para activarla y no pasabaabsolutamente nada. Entonces se adueñaban del

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bosque una tensión y un silencio generalizados. Dealguna forma, los hombres que estaban trabajandoa un kilómetro de distancia se enteraban de que lestocaba ocuparse de una carga defectuosa, y todaslas tareas se detenían. Peeples se vaciaba losbolsillos de sus pocas posesiones de valor —unreloj de latón, un peine de hojalata y unmondadientes de plata—, lo dejaba todo sobre untocón y se adentraba en la oscuridad de su túnelsin mirar atrás. Cuando salía, volvía a darle a lasclavijas y la dinamita estallaba con un retumbarsordo, los hombres lo vitoreaban, del túnel salíadisparada una nube de polvo y a todos les caíaencima una lluvia de rocas pulverizadas.

Parecía muy claro que Arn Peeples se marcharíade este mundo en medio de una vaharada de humoy de un ruido monstruoso, y sin embargo se marchóde una forma bastante distinta, tras golpearle en lanuca una rama muerta caída de un alerce alto, unade esas ramas que se apodaban «hacedoras deviudas» precisamente por aquella clase deincidentes. El golpe le hizo perder el

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conocimiento, pero no tardó en recobrarlo ypareció que estaba bien, solo se quejaba de quenotaba el espinazo «todo lleno de nudos» y de que«me da por caminar así, torcido». A lo largo delos días siguientes tuvo una serie de mareos y sevolvió distraído y olvidadizo, se pasó el domingoentero en cama lleno de escalofríos y fiebre y ellunes por la mañana lo encontraron acostado ydifunto, tapado con las mantas hasta la barbilla ycon «tal expresión de paz —dijo el capitán— quedaban ganas de no molestarlo, solo bajarlo a unafosa bien larga y ancha, con la cama y todo». ArnPeeples siempre decía que los árboles que seguíanen pie podían ser tus amigos, pero fue de uno deaquellos árboles de donde le había bajado lamuerte.

El mejor amigo de Arn, Billy, que también eraviejo pero por lo general no hablaba, se las apañópara decir un par de cosas junto al montículo de sutumba.

—Arn Peeples no engañó a nadie en su vida —dijo—. No robó nunca, ni una piruleta cuando era

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pequeño, y llegó a bastante viejo. Supongo que ahíhay una lección para todos, para que nos portemoscomo es debido y así nos llevaremos bien. En elnombre de Jesús, amén.

—Amén —dijeron los demás.—Ojalá pudiera daros a todos el día libre —

dijo el capitán—. Pero la empresa es la empresa, yestamos en guerra.

La guerra en Europa había generado una grandemanda de madera de pícea. En realidad hacíadieciocho meses que se había firmado unarmisticio, pero el capitán estaba convencido deque los armisticios eran simples situacionestemporales hasta que se reanudaban las batallas yuno de los bandos masacraba al otro hasta no dejara nadie vivo.

Aquella noche los hombres hablaron de lasvirtudes de Arn y de sus defectos, y repasaron losdetalles de sus últimas horas. ¿Acaso lo habíanconfundido las heridas de su cerebro, o bien habíasido la fiebre que había contraído de repente? Ensu delirio había estado gritando locuras («¡Vaya

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reverendo levanta rocas!», había vociferado;«¡Que el que corre primero agarre al atracador!¡Cuidado! ¡Cuidado!»), había invocado a losespíritus de su pasado y había asegurado que lohabían visitado su hermana y el marido de suhermana, aunque los dos —y Billy dijo que él losabía a ciencia cierta— llevaban muchos añosmuertos.

Billy estaba a cargo de mantener humidificado ylubricado el motor del tambor doble y de vigilar eldesgaste de los cables. Era una tarea fácil, trabajopara viejos. El verdadero engrasador de lacuadrilla era un chaval de doce años, Harold, elhijo del capitán, que se dedicaba a caminar pordelante de los tiros de caballos con un cubo llenode grasa de mielga y a untar con ella los troncosenormes usando un trapo de arpillera, para que nodejaran de resbalar. Una mañana de miércoles,solo dos días después de que Arn Peeples semuriera y lo enterraran, el joven Harold tambiénse mareó y se desplomó mientras trabajaba, y loscaballos se espantaron y a punto estuvieron de

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volcar la carga en su intento de no pisar al chico.Al chico lo salvó de morir mutilado la presenciaafortunada de Grainier, que estaba de pie a un ladopor pura casualidad, esperando para cruzar elcamino de troncos, y lo sacó de en medio tirándolede la pernera de los pantalones. El capitán se pasóla tarde entera atendiendo a su hijo y refrescándolela frente con agua de manantial. El chaval estabafebril y deliraba, y era aquella enfermedad la quelo había hecho desplomarse delante de losenormes animales.

Aquella noche el viejo Billy también cogiófiebre y estuvo agitándose de un lado a otro en sucamastro y delirando sin parar hasta bien pasadala medianoche. Salvo por los comentarios quehabía hecho junto a la tumba de su amigo, lo másseguro era que Billy no hubiera soltado ni dospalabras durante todo el tiempo que los demásllevaban conociéndolo, y en cambio ahora no dejópegar ojo a quienes tenía más cerca, y más tardelos hombres que dormían en las partes másalejadas del campamento contarían que aquella

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noche lo habían oído en sueños, principalmentellamándose a sí mismo por su nombre:

—¿Quién es? ¿Quién vive? —llamaba—.¿Billy? ¿Billy? ¿Eres tú, Billy?

A Harold le bajó la fiebre, pero a Billy no. Elcapitán se comportaba como un hombre acosadopor fantasmas, deambulando por el campamento ymolestando a todos, cogiéndolos cada vez quepodía y palpándoles las articulaciones,levantándoles los párpados con el pulgar yabriéndoles las mandíbulas como si estuvieracomprando ganado.

—Se acabó la temporada de verano —les dijoel viernes por la noche a los hombres mientrasestaban en la cola de la cena.

Había calculado la paga de cada uno. Grainierllevaba todo el verano mandando dinero a casa ytodavía le tocaban cuatrocientos dólares.

El domingo por la noche terminaron la faena ybajaron los últimos troncos de la montaña, y seishombres más cogieron fiebre. El lunes por la

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mañana el capitán le dio a cada trabajador unabonificación de cuatro dólares y les dijo:

—Salid de aquí, muchachos.Para entonces Billy también había sobrevivido a

la fase crítica de su enfermedad. El capitán, sinembargo, decía que se temía una epidemia de gripecomo la de 1897. Aquella epidemia lo habíadejado huérfano a él y había matado en una solasemana a su familia entera de trece hermanos yhermanas. Grainier le tuvo lástima a su jefe. Elcapitán había sido un líder fuerte y justo, unhombre de mediana edad y ojos azules que teníapoco trato con nadie salvo con su hijo Harold, yque nunca había contado que había crecido sinfamilia.

Aquel fue el primer verano que Grainier pasabaen el bosque, y el del desfiladero de Robinson fueel primero de los muchos puentes ferroviarios enlos que trabajaría. Años después, muchas décadasdespués, de hecho, en 1962 o 1963, contemplaría aunos jóvenes carpinteros de metal trabajando en unpuente de caballete allí donde la Ruta 2 cruzaba la

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garganta más profunda del río Moyea, que eraigual de larga y profunda que el desfiladero deRobinson. La antigua carretera daba un largorodeo para cruzar el río por un trecho de aguaspoco profundas; la nueva cruzaba recto sobre lagarganta, a doscientos metros por encima del río.A Grainier lo maravillaron aquellos jóvenes quese quitaban los unos a los otros los cascos de obray los tiraban a la red de seguridad que había diez odoce metros más abajo, para a continuación tirarseellos también y acabar rebotando como locos en lared y luego trepando por sus sogas de vuelta a lapasarela de madera. En sus tiempos él también sehabía movido como un chimpancé por las vigas,pero ahora no podía ni subirse a un taburete altosin acabar un poco mareado. Mientras losobservaba, se le ocurrió que había vivido casiochenta años y había visto al mundo dar muchasvueltas.

Unos años antes, a mediados de la década de1950, Grainier había pagado diez centavos por veral Hombre Más Gordo del Mundo, que iba

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tumbado en un diván dentro de una caravana que lollevaba de pueblo en pueblo. Para colocar alHombre Más Gordo del Mundo en aquel divánhabían tenido que sacarle el techo a la caravana ybajarlo al interior con una grúa. Pesaba un pocomás de cuatrocientos cincuenta kilos. Allí estabarepantingado, inmenso y sudoroso, con bigote,perilla y un pendiente dorado como de pirata,desnudo salvo por unos calzones cortos dorados yrelucientes, con la carne desparramándose portodos lados, de punta a punta del diván, ydesbordándolo para colgar hacia el suelo comouna catarata paralizada, mientras que de aquellamasa enorme de cuerpo asomaban la cabeza, losbrazos y las piernas. El público hacía cola paraquedarse en la puerta abierta y asomarse alinterior. Él les decía a todos que compraran unafoto suya de un montón que había junto a la ventanaa diez centavos la unidad.

En la última parte de su larga vida, Grainier yaconfundía la cronología del pasado y estaba segurode que el día en que había visto al Hombre Más

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Gordo del Mundo —aquella misma noche— era elmismo día en que se había detenido en la calleCuatro de Troy, Montana, a cuarenta y unkilómetros al este del puente, y se había quedadomirando un vagón de tren que llevaba a aqueljoven y extraño artista rural llamado Elvis Presley.El vagón privado de Presley se había parado poralguna razón, tal vez para hacer reparaciones, enaquel pueblito diminuto que ni siquiera teníaestación propia. El famoso joven había aparecidobrevemente en una de las ventanillas y habíalevantado la mano a modo de saludo, peroGrainier había salido de la barbería de la otraacera demasiado tarde para verlo. Se lo habíantenido que contar los lugareños que había allíplantados, en pleno anochecer, desplegados a lolargo de la calle entre el retumbar grave del motorde diésel en ralentí, hablando muy bajito o bien sinhablar, contemplando el misterio y la grandeza deun muchacho tan elevado y solitario.

Grainier también había visto a un caballo de losque salían en las películas, y a un niño-lobo, y

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había volado por el aire a bordo de un biplano en1927. Había empezado la historia de su vida en untrayecto de tren que no recordaba y la terminabaplantado delante de un tren en el que iba ElvisPresley.

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3 De niño, a Grainier lo habían mandado a él solo aIdaho. No sabía exactamente desde dónde lohabían mandado, porque su prima mayor le decíauna cosa y el segundo mayor le decía otra, y él nose acordaba. El segundo mayor de sus primostambién le aseguraba que en realidad no eranprimos, mientras que la mayor le decía que sí, quelo eran; que la madre de ellos, a quien Grainierconsideraba también su propia madre, era enrealidad su tía, la hermana de su padre. Sus tresprimos se mostraban de acuerdo en que Grainierhabía llegado en tren. Pero ¿cómo había perdido asus padres originales? Nadie se lo había explicadonunca.

Cuando desembarcó en el pueblo de Fry, Idaho,

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tenía seis años; o tal vez siete, porque le parecíaque había pasado mucho tiempo desde sucumpleaños anterior y se le ocurrió que tal vez sele hubiera pasado la fecha, que de todas manerasno sabía en qué caía. De acuerdo con sus cálculos,había nacido en algún momento de 1886, o bien enUtah o bien en Canadá, y había encontrado laforma de llegar hasta su nueva familia gracias a laGreat Northern Railroad, que se había terminadode construir en 1893. Había llegado después depasar varios días a bordo del tren, con su destinoescrito en el dorso de un recibo del banco quellevaba sujeto con un imperdible a la pechera. Elprimer día de su viaje ya se había comido toda lacomida que llevaba, pero diversos cobradores deltren lo habían seguido alimentando por el camino.Toda aquella aventura le hizo olvidar cosas queacababan de suceder, y enseguida se quedó sinrecuerdos de toda la parte anterior de su vida. Suprima mayor le contaba que había venido delnordeste de Canadá, que la primera vez que lohabían visto solo hablaba francés y que le habían

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tenido que sacar el francés a azotes para hacersitio al inglés. Los otros dos primos, que eranchicos, le contaban que era un mormón de Utah. Detan pequeño no se le había ocurrido preguntarles asus tíos quién era. Y para cuando se le ocurriópreguntárselo, los dos ya llevaban mucho tiempomuertos.

Su primer recuerdo era él de pie junto a su tíoRobert Grainier sénior, tan pequeño que solo lellegaba al codo a aquel hombre con olor a humo alque se había acostumbrado enseguida a llamarPadre, los dos plantados en una calle enfangada deFry, con el río Kootenai a la vista, observandocómo deportaban del pueblo a más de un centenarde familias chinas. Al final de la calle, en el patiode vías de la Compañía Maderera Bonner, habíahombres armados con hachas, pistolas y escopetas,allí de pie sin apenas hablar, mientras aquellagente extraña se subía a tres vagones plataforma,parloteando como pájaros y cobijando a suscriaturas en el centro del grupo, lejos de losbordes de los vagones abiertos. Los hombres

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pequeños y de caras chatas iban sentados en elexterior de los tres grupos, con las rodillasrecogidas y las manos entrelazadas en torno a lasespinillas, mientras el tren se marchaba de Fry conrumbo a algún lugar por el que a Grainier no se leocurrió preguntarse hasta varias décadas mástarde, ya de adulto y después de haber estado apunto de matar a un chino; después de haberquerido matarlo. La mayoría de los chinos habíanterminado a unos cuarenta y cinco kilómetros aloeste en Montana, entre los pueblos de Troy yLibby, en un lugar situado cerca del río Kootenaique pasaría a ser conocido como la Cuenca deChina. Para cuando Grainier se puso a trabajar enlos puentes, la comunidad ya se había dispersado,solo quedaba un puñado viviendo aquí y allí en lazona y ya nadie les tenía miedo.

El río Kootenai también pasaba por Fry.Grainier tenía recuerdos fragmentarios de unasemana en que el río había desbordado susmárgenes y había inundado la parte baja delpueblo. Unas cuantas de las estructuras más

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frágiles se las había llevado el agua y se habíandesintegrado en la corriente. La inundaciónarrancó del suelo la oficina de correos y se lallevó, y Grainier recordaba que alguien lo habíalevantado en brazos, tal vez su padre, y lo habíahecho emerger por encima de las cabezas de unamultitud de gente del pueblo para que viera cómoel edificio se alejaba navegando sobre las aguas.Más tarde unos canadienses se encontraron laoficina de correos embarrancada en unos bajíos, aciento sesenta kilómetros río abajo, en laColumbia Británica.

Robert y su nueva familia vivían en el pueblo. Asolo dos puertas de distancia un hombre calvo, quesiempre vestía un peto de tela vaquera y nuncallevaba sombrero —un hombre corpulento, con lasmanos muy pequeñas y fuertes—, tenía un tallerdonde reparaba botas. A veces, cuando el hombreestaba fuera, a Robert o a alguno de sus primos lesdaba por entrar a hurtadillas en el taller y hurtaralgún que otro pegote de cera de abeja del tarroque el hombre tenía en su mesa de trabajo. El

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reparador la usaba para encerar el hilo cuandoestaba cosiendo cuero del duro, pero los niños lachupaban como si fuera caramelo.

El reparador, por su parte, mascaba tabaco,igual que muchos hombres. Un día pilló a los tresniños del vecino cuando pasaban frente a supuerta.

—Mirad —les dijo. Se inclinó hacia delante yexpectoró un salivazo de gran tamaño en un frascode cristal que tenía junto a la pata de su mesa.Levantó el recipiente del suelo y agitó los tresdedos de saliva oscura que contenía—. ¿Osapetece probar esto, niños?

Ellos no contestaron.—¡Adelante, bebéoslo! Si os apetece, ¿eh? —

les dijo.Ellos no contestaron.A continuación vertió el líquido espantoso

dentro de su tarro de cera, lo removió todo biencon el dedo, levantó el dedo en dirección a lascaras de los niños y les gritó:

—¡Coged un poco cuando queráis!

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Y se rió sin parar. Se puso a mecerse en su silla,secándose los deditos en el regazo de tela vaquera.Una ligera decepción le relució en los ojos cuandomiró a su alrededor y no encontró a nadie a quiencontarle su hazaña.

En 1899 los pueblos de Fry y Eatonville fueroncombinados bajo el nombre de Bonners Ferry. Fueen la escuela de Bonners Ferry donde Grainieraprendió a leer y a echar cuentas. Nunca fueprecisamente un académico, pero sí que aprendió adescifrar la página escrita, y eso lo ayudó amoverse por el mundo. De adolescente vivió consu prima mayor Suzanne, y con su familia cuandoella se casó, ya muertos sus padres, la tía Helen yel tío Robert Grainier.

Dejó de asistir a la escuela a los doce o treceaños y, como no tenía padres que lo agobiaran, sevolvió un holgazán. Un día que estaba pescando enel Kootenai, a un kilómetro y medio más o menosrío arriba del pueblo, se encontró con unvagabundo itinerante, o «trota», como se conocía alos de su clase, acampado de cualquier manera

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entre unos abedules que le servían de escondrijo,cuidándose una pierna herida.

—Ven aquí. Por favor, chaval —lo llamó eltrota—. Por favor… ¡por favor! Me han cortadolos tendones de la rodilla y te quiero contar unascuantas cosas.

El joven Robert recogió el sedal y dejó la cañaa un lado. Subió por la orilla y se detuvo a tresmetros de donde estaba el hombre sentado con laespalda apoyada en un árbol, las piernasextendidas y rectas, descalzo, la pierna izquierdaapoyada en un camastro hecho de ramas de hojaperenne. El hombre tenía los viejos zapatos tiradosa un lado. Llevaba barba y estaba todoembadurnado de polvo y de cachitos de bosquepegados por todo el cuerpo.

—Mira bien a un hombre asesinado —le dijo.»Ni siquiera te voy a pedir que me traigas un

poco de agua —continuó el hombre—. Tengo tantased que me bebería el río entero, pero como mevoy a morir, no creo que me hagan falta favores.—Robert estaba paralizado. Le parecía ver una

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boca en forma de agujero que se movía en mediode un montón de hojas, trapos y pelo castañoapelmazado—. Solo tengo un par de cosas quedecir, para que no se vayan conmigo a la tumba…

»Muy bien —dijo—. Me ha cortado la parte deatrás de la rodilla un tipo al que llaman OrejudoAl. Y soy consciente de que me ha matado. Eso eslo primero. Llévale esa información a tu sheriff,hijo. William Coswell Haley, de Saint Louis,Missouri, ha sido robado, herido en la pierna yasesinado por el trota al que llaman Orejudo Al.Primero me robó mi fajo de catorce dólaresmientras yo dormía y luego me cortó los tendonesde la rodilla para que no lo pudiera perseguir. Yahora la pierna me apesta —dijo—, porque llevotanto tiempo aquí tirado que se ha empezado apodrir. Y la podredumbre se me extenderá hastaque me muera y me llegue a los ojos. Hasta que yosea un cadáver capaz de ver cosas. Capaz deseguir pensando. Y luego, sobre el cuarto día, memoriré del todo. No sé qué nos pasa entonces a laspersonas, si seguimos pensando en la tumba, o

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bien si subimos volando al cielo, o si se nos llevael Diablo. Pero esto es lo que tengo que confesar,por si acaso:

»Me llamo William Coswell Haley y tengocuarenta y dos años. Era un buen hombre contrabajo y perspectivas de futuro en Saint Louis,Missouri, hasta hace poco más de cuatro años. Porentonces mi sobrina Susan Haley ya tenía unosdoce años y, como yo estaba viviendo en casa demi hermano, empecé a meterme en la cama de ellapor las noches. Yo era incapaz de dormir, así talcual, no conseguía que el corazón me parara delatir desbocado, hasta que me levantaba de micamastro, entraba a hurtadillas en la habitación dela chica, me metía en su cama y me quedaba allícallado. Y ella no se despertaba nunca. Ni siquierauna noche en que le retiré las mantas. Otra nochele toqué la cara y ella tampoco se despertó, leagarré el pie y no se sobresaltó. Otra noche le tiréde las mantas y la vi allí como un tronco. La toqué,le levanté el camisón y le hice todo lo que quise. Ydigo todo. Pero ella no se despertó para nada.

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»Me acostumbré a hacerlo todo el tiempo.Noche tras noche. Le hacía lo que quería. Y ella nose despertaba.

»Hasta que un día llegué a casa de mi trabajo enla fábrica de velas, que era un trabajo fácil deconseguir a falta de otro. Sobre todo trabajabanallí señoras mayores, pero cogían a cualquiera.Llegué a casa y me encontré a mi cuñada, AliceHaley, sentada en el jardín en pleno día lluviosode invierno, sentada en la hierba grasienta. Tiradaallí. Berreando como un bebé.

»—¿Qué pasa, Alice?»—¡Mi marido ha molido a palos a mi hijita

Susan! ¡Mi marido la ha molido a palos! ¡A palos!»—Dios bendito, ¿le ha hecho daño? —le dije

—. ¿O solo ha herido en su pundonor?»—¿Si le ha hecho daño? ¿Si le ha hecho daño?

—me dijo entre lloros—. ¡Mi hijita está muerta!»Ni siquiera entré en casa. Dejé todas mis

posesiones dentro, fui andando a la estación deltren y me subí a un vagón de carga, y desdeentonces ya no he vuelto a estar a más de cien

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metros de un tren. He viajado por todo el país. Ypor Canadá. Y nunca me he alejado más de cienmetros de esas vías y esos travesaños.

»La pequeña Susan estaba embarazada, mecontó su madre. Y su padre le dio una paliza parasacarle de la panza a la criatura. La molió a paloshasta matarla.

El hombre agonizante se pasó unos minutos sinhablar. Respiró con dificultad, apoyó las manos enel suelo a sus costados y dio la impresión de queintentaba cambiar de postura, pero le fallaron lasfuerzas. Parecía incapaz de coger el aire suficienteen los pulmones, jadeaba y resollaba.

—Ahora sí que te pido un poco de agua. —Cerró los ojos y dejó de intentar respirar. CuandoRobert se le acercó, convencido de que el hombrehabía muerto, William Haley le habló sin abrir losojos—: Tráemela en ese zapato viejo.

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4 El chico jamás le habló a nadie de WilliamCoswell Haley. Ni al sheriff ni a su prima Suzanneni a nadie. Le llevó al tipo un poco de agua en supropia bota y luego lo dejó allí para que semuriera a solas. Fue la más cobarde y egoísta detodas las negligencias que se le pudieron atribuiren sus años de juventud. Pero tal vez el incidentelo afectara de una forma que nadie podía estimar,porque después de aquello Robert Grainier sentóla cabeza y se pasó el resto de su juventudtrabajando entre los jornaleros del pueblo,contratado por la empresa del ferrocarril o por lasfamilias de empresarios de la zona, los Eaton, losFry o los Bonner, encontrando trabajo en lascuadrillas más o menos cada vez que lo

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necesitaba, puesto que se mantenía lejos de labebida y de todo lo que fuera indecoroso y teníareputación de tipo serio.

De veinteañero trabajó en el pueblo, y de él sepodría haber dicho, aunque nunca nadie hablaba deél, que era un tipo sin demasiados intereses. Contreinta y un años seguía cortando leña, cargandocamiones y trabajando en las cuadrillas dejornaleros que reunían de vez en cuando losempresarios locales para realizar tareastemporales.

Y entonces conoció a Gladys Olding. Uno de susprimos, más tarde no recordaría a cuál de ellostenía que dar gracias, lo llevó a la iglesia de losmetodistas, y allí Grainier se la encontró, unachica menuda sentada justo al otro lado del pasilloque cantaba flojito durante los himnos, con una vozque a él no le costó ningún esfuerzo distinguir.Después del servicio los feligreses sacaron bollosy limonada, y ella se le presentó informalmente enel mismo jardín, con una sonrisa relajada, como silas chicas hicieran aquella clase de cosas a diario,

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y tal vez fuera así: Robert Grainier no lo sabíaporque él nunca se acercaba a las chicas. A Gladysse la veía muy mayor para la edad que tenía, y esque había crecido, según le explicó, en una casa enmedio de un pasto soleado, y se había pasadodemasiado tiempo bajo la luz estival. Tenía lasmanos igual de ásperas que un hombre decincuenta años.

Empezaron a verse con frecuencia, y debido a lanaturaleza de su amistad, Grainier se vio forzado abuscarla casi siempre en los servicios dominicalesde la iglesia metodista o en el grupo de oración delos miércoles por la noche. Ya en pleno verano,Grainier se la llevó un día por el camino del ríopara enseñarle la media hectárea de tierra quehabía comprado en un diminuto acantilado quedominaba el Moyea. Se lo había comprado aljoven Glenwood Fry, que quería un automóvil y lohabía conseguido a base de venderles muchasparcelas pequeñas de tierra a otros jóvenes dellugar. Grainier le contó a Gladys que teníaintención de plantar allí un huerto. El sitio más

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agradable para levantar una cabaña quedaba alfinal de un sendero que salía de un montículo sinapenas maleza, que él podía aplanar fácilmentecambiando de sitio las rocas que lo formaban. Acontinuación podía despejar una zona más grandecuando cortara los troncos para hacer la cabaña, yarrancar los tocones tampoco sería tarea urgente,porque de entrada podía ir plantando el huertoentre ellos. Un sendero de ochocientos metrosatravesaba un denso bosque y llevaba hasta unprado que había despejado hacía unos años WillisGrossling, ya difunto. La hija de Grossling le habíadicho a Grainier que podía llevar a pastar allí aunos cuantos animales, siempre y cuando no fueraun rebaño entero. Y en todo caso, él no quería másque un par de ovejas y un par de cabras. Tal vezuna vaca lechera. Grainier le explicó todo aquelloa Gladys sin explicarle por qué se lo estabaexplicando. Confiaba en que ella lo sospechara. Yle parecía que sí, porque para aquella excursión sehabía puesto el mismo vestido que solía llevar a laiglesia.

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Corría un día caluroso de junio. Habían cogidoprestado un carromato del padre de Gladys y sehabían llevado un picnic en dos cestas. Ahorafueron paseando hasta el prado de Grossling ycaminaron por él con las margaritas llegándoleshasta las rodillas. Desplegaron el mantel junto alhilo de agua de un arroyuelo estacional quediscurría sobre la hierba y se tumbaron juntos. AGrainier aquel prado le parecía hermoso. Alguiendebería pintarlo, le dijo a Gladys. Los ranúnculosse mecían bajo la brisa y a las margaritas lestemblaban los pétalos. Y sin embargo, más lejos,al otro lado del prado, parecían inmóviles.

—Ahora mismo creo que entiendo todo lo queexiste —dijo Gladys.

Grainier sabía que ella se tomaba muy en seriola iglesia y la Biblia, y supuso que tal vezestuviera hablando de algo perteneciente a aquelorden de cosas.

—Bueno, ya ves las cosas que me gustan a mí—le dijo él.

—Pues sí —dijo ella.

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—Y veo algo que me gusta muchísimo —dijo él,y la besó en los labios.

—Ay —dijo ella—. Me has aplastado la bocacontra los dientes.

—¿No te ha gustado?—No. Vuelve a hacerlo. Pero más suave.El primer beso lo hizo desplomarse por un

agujero y salir por el otro lado a un mundo dondele pareció que podría encontrar su lugar; como sihasta entonces hubiera estado forcejeando encontradirección y ahora diera media vuelta paraseguir la corriente. Se pasaron la tarde enterabesándose entre las margaritas. Él se sentía en lagloria, y más lleno de pasión de lo que se suponíaque era capaz.

Cuando el sol empezó a pegar demasiado fuerte,se pusieron debajo de un pino de Banks solitarioque había en medio del pasto de citronela, él conla espalda apoyada en la corteza del árbol y ellacon la mejilla apoyada en su hombro. Lasmargaritas blancas salpicaban el pasto con tantaabundancia que daban la impresión de ser espuma.

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Él tenía ganas de pedirle su mano allí mismo, perole daba miedo. Seguramente ella quería que él sela pidiera, o no estaría allí tumbada a su lado,respirándole sobre el brazo, con el pelo pegado asu cara, un pelo que tenía una ligera fragancia asudor y a jabón…

—¿Quieres ser mi esposa, Gladys? —lepreguntó, asombrándose a sí mismo.

—Sí, Bob, creo que sí quiero —dijo ella, ypareció contener un momento la respiración.

Luego él suspiró y los dos se rieron.

Cuando, en el verano de 1920, regresó de trabajaren el desfiladero de Robinson con cuatrocientosdólares, viajando en vagón de pasajeros hastaCoeur d’Alene, Idaho, y luego subiendo encarromato por el corredor septentrional, Grainierse encontró con que el valle del Moyea estabasiendo consumido por un incendio. Viajó por entreuna neblina cada vez más densa de humo de leñahasta Bonners Ferry y allí se encontró el pueblito

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abarrotado de vecinos de todo el valle del Moyeaque se habían quedado sin casa.

Grainier buscó a su mujer y a su hija entre losrefugiados del pueblo. Muchos de ellos no teníanmás remedio que empezar desde cero, en lamiseria absoluta. Nadie tenía noticia alguna de lafamilia de él.

Buscó entre el centenar aproximado de personasque había acampadas en el recinto ferial, entre lasexiguas posesiones mundanas que habían podidoreunir, muñecas, espejos y bridas, todo empapado.Se las habían apañado para escapar vadeando elrío, atravesando el incendio y escapando por elflanco sur. En cambio, de quienes habían huidohacia el norte y habían tratado de ir más deprisaque las llamas, no se habían vuelto a tenernoticias. Grainier preguntó a todo el mundo, peronadie sabía nada de su mujer y de su hija, y se fueponiendo cada vez más frenético a medida quepresenciaba la extraña felicidad de que hacíangala los refugiados que habían salido del incendio

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con vida, y su aparente desinterés por el destino decualquiera que quizá no lo hubiera conseguido.

El tren de la Spokane International que iba alnorte se detuvo en Bonners y se negó a moversehasta que el fuego estuviera controlado y unabuena lluvia empapara el corredor septentrional.Grainier caminó los treinta kilómetros de lacarretera del río Moyea que lo separaban de sucasa con un pañuelo atado encima de la nariz y dela boca para filtrar el humo, deteniéndose paramojarlo con frecuencia en el río y avanzando bajouna nevada plateada de ceniza. Allí no había nadaardiendo. El incendio se había iniciado en lamargen este del río, un poco al norte del pobladode Meadow Creek, había avanzado hacia el norte,había cruzado el río por una angosta gargantausando como puente las gigantescas píceas enllamas que iban cayendo y había procedido adevorar el valle entero. Meadow Creek estabadesierto. Grainier se detuvo en el apeadero deltren, bebió agua del barril que había allí y siguióavanzando a toda prisa sin descansar. Enseguida

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pasó por un bosque de estacas enormes ycalcinadas que solo unos días antes habían sidoárboles de hoja perenne. El mundo era gris,blanco, negro y acre, en él no había ni un soloanimal ni una planta vivos; ya nada ardía y sinembargo todo seguía lleno de la calidez y de lavida del fuego. Toneladas de ceniza y toneladas dehumo asfixiante: kilómetros antes de llegar a sucasa ya tuvo claro que no podía quedar nada deella, pero aun así siguió adelante, llorando por sumujer y por su hija, gritando una y otra vez:«¡Kate! ¡Gladys!». Salió del camino para echar unvistazo en la propiedad de los Andersen, que erala primera después de Meadow Creek. Alprincipio ni siquiera consiguió distinguir dóndehabía estado la cabaña. Las tierras de losAndersen se veían idénticas al resto del valle,quemadas y en silencio salvo por el susurrocolectivo de los últimos restos de la combustión.Se encontró su cocina asomando como unmontículo sobre una pila alta de cenizas, allídonde el calor había combado sus patas de hierro.

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A poca distancia se veían desperdigadas unascuantas de las piedras más grandes de la chimenea.Todo lo demás estaba enterrado en ceniza.

Cuanto más al norte caminaba, más fuerte seoían los crujidos de los troncos al partirse y elsusurro del fuego, hasta llegar a un punto en quelos árboles calcinados que lo rodeaban todavíahumeaban. Al doblar un recodo oyó el rugido delincendio y por fin lo vio, un kilómetro másadelante, como un telón rojo y negro que descendíadel cielo nocturno. Incluso a aquella distancia, elcalor lo detuvo. Se desplomó de rodillas, se sentóen medio de la ceniza caliente a través de la cualhabía estado caminando, y lloró.

Al cabo de diez días, cuando la SpokaneInternational ya volvía a funcionar, Grainier viajóa bordo de uno de sus trenes hasta Creston, en laColumbia Británica, y regresó el mismo día alatardecer, atravesando en dirección sur el valleque había sido su hogar. El incendio habíaescalado las montañas de ambos lados del valle yse había detenido en mitad del descenso de las

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laderas opuestas, según las informaciones queGrainier había escuchado con atención. Habíaarrasado el valle entero de punta a punta, comouna fogata de campamento en una zanja. RobertGrainier no olvidaría en la vida la imagen delvalle quemado bajo el crepúsculo, la más oníricaque había visto nunca despierto: los tonos pastelbrillantes de las últimas luces del día, un puñadode nubes altas y blancas, reflejando la luz diurnadel valle, y otras estriadas, grises y rosadas, lasmás bajas de las cuales rozaban las cimas de losmontes Bussard y Queen. Y por debajo de aquelcielo imponente, el valle negro, completamenteinmóvil, y el tren avanzando a través de él congran estruendo pero incapaz de despertar aquelmundo muerto.

Las noticias que llegaban a Creston eranterribles. Ningún superviviente del incendio delvalle del Moyea había aparecido por allí.

Grainier se quedó varias semanas en casa de suprimo, sintiéndose bastante mal, afectado por suconnatural pena y confuso por la situación.

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Comprendía que había perdido a su mujer y a suhijita, pero a veces cierta idea se abalanzaba sobreél, de hecho se arrojaba sobre sus pensamientoscomo un ejército irresistible: Gladys y Kate habíanconseguido huir del fuego, así que tenía quebuscarlas por todas partes, en el mundo entero,hasta que las encontrase. Las pesadillas lodespertaban todas las noches: Gladys llegaba acasa desde aquel paisaje negro, vestida conharapos cenicientos y con su hija en brazos, y, alno encontrar nada allí, se quedaba llorando enmedio de aquel yermo.

En septiembre, treinta días después delincendio, Grainier alquiló un par de caballos y uncarromato y partió por el camino del río llevandoun montón de provisiones, con la intención deinstalarse en su media hectárea y pasarse elinvierno entero esperando a que su familiaregresara. Podía dar la impresión de ser un planabsurdo, y sin embargo el experimento tuvo elefecto de hacerle recobrar el juicio. En cuanto seadentró en los escombros sintió que el dolor de su

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corazón se ennegrecía y se purificaba, como sifuera un pedazo real de materia que el fuegolimpiaba de pensamientos desquiciados yesperanzados. La capa de ceniza por la queavanzaba con el carromato era tan profunda que enalgunos lugares ocultaba el lecho de la carreteraigual que la nieve en invierno. Solo las bestiasmás rápidas y las que tenían alas podían haberescapado de la voracidad de aquel incendio.

Después de recorrer varios kilómetros de aquelyermo, sin apenas poder respirar por culpa delhedor, se rindió y regresó a vivir al pueblo.

Poco después del inicio del otoño, varioshombres de negocios de Spokane levantaron unhotel en el pequeño poblado ferroviario deMeadow Creek. Para la primavera, unas cuantasfamilias desposeídas ya habían regresado al valledel Moyea para empezar desde cero. Grainier nohabía tenido intención de volver, y sin embargo enmayo ya estaba acampado junto al río, pescandotruchas de agua dulce y recogiendo unas setas muysabrosas que los canadienses llamaban morillas y

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que brotaban en los suelos donde había habidoincendios. Tras avanzar hacia el norte durantevarios días, Grainier se encontró a un tiro depiedra de su antigua casa y subió por el barrancoque a Gladys y él les había servido para orientarsehabitualmente cuando iban o venían del río. Lemaravilló ver cuántos brotes y flores ya habíannacido de aquella muerte generalizada.

Ascendió hasta el sitio donde había estado sucabaña y no vio ni rastro ni señal alguna de suantigua vida, solo un trozo de suelo oscurorodeado de los postes negros de las píceas.Apenas quedaba rastro de la cabaña, se habíaquemado tan completamente que sus cenizas sehabían mezclado con el manto que lo cubría todo yluego las había apisonado la nieve y el deshielolas había arrastrado y disuelto.

Encontró la estufa de leña tirada de costado, conlas patas retorcidas como las de un escarabajo. Lapuso de pie y tiró de la manilla. Los goznes serompieron y la portezuela se desprendió. Dentro

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había un pedazo de madera de abedul, apenaschamuscado.

—¡Gladys! —llamó en voz alta.Todo lo que él había amado estaba allí reducido

a cenizas, y sin embargo su mujer había tocadoaquel objeto y lo había tenido en su mano.

Hurgó en el barro apelmazado del suelo y noencontró casi nada que pudiera reconocer. Escarbópor entre la ceniza y recogió uno de los clavos quehabía usado para construir las paredes de lacabaña. Pero no pudo encontrar más.

Tampoco vio señal alguna de su Biblia. Si elSeñor ni siquiera había conseguido proteger ellibro que traía su Palabra, aquello le demostraba aGrainier que allí había habido un incendio másfuerte que Dios.

En cuanto llegara junio o julio, aquel claro delbosque estaría cubierto de hierba verde. De lascenizas ya brotaban pinos de Banks de dos palmosde altura, a docenas. Él se acordó de la pobrecillaKate y volvió a hablar consigo mismo en voz alta.

—Nunca llegó a la altura de un arbolito.

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Grainier pensó que debía de ser prácticamentela única criatura con vida de toda aquella regiónestéril. Y sin embargo, plantado en el lugar dondehabía tenido su antigua casa, oyó que los lobos delas cimas lejanas contestaban a sus palabras envoz alta, y que a su vez a estos les replicaban otroslobos, hasta que el valle entero estuvo cantando.También había pájaros, quizá no en busca decomida, pero sí posados para descansarbrevemente antes de seguir cruzando la tierraquemada.

Gladys, o bien su espíritu, andaba cerca. Loabrumó la sensación de que en aquel lugar habíaalgo perteneciente a ella y a su bebé, a las dos,esperando a que alguien lo recogiera. ¿Qué podíaser? Se le ocurrió que tal vez fueran aquellosbombones que Gladys había comprado guardadosen una caja roja y envueltos en papel blanco. Erauna idea descabellada, pero no se atrevió acuestionarla. Una vez por semana, ella y lachiquilla solían comerse un bombón por cabeza.De pronto empezó a divisar aquellos envoltorios

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tirados por todos lados. Cuando los mirabadirectamente, sin embargo, desaparecían.

Hacia el anochecer, mientras Grainier yacíatumbado junto al río y envuelto en una manta,acertó a ver algo que se movía muy deprisa por elcielo, volando a lo largo del río. Miró otra vez yvio que se trataba del bonete de su mujer Gladys,flotando por el cielo. Pasando por encima de él.

Permaneció varias semanas en aquelcampamento, esperando y deseando que le llegaranmás visiones como la del bonete y la de losbombones, tantas como quisieran llegarle, ysupuso que mientras siguiera viendo cosasimposibles en aquel lugar, y además cosas que legustaban, también podría conservar el hábito dehablar solo. Muchas veces al día se sorprendía así mismo lanzando un suspiro enorme y diciendo:«¡Circunstancias bien adversas!». Pensó que leiría bien ponerse a hacer cosas para dejar desuspirar tanto.

A veces se acordaba de Kate, de aquellachiquilla preciosa, pero no a menudo. La de su hija

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no era una historia tan triste. Apenas había estadodespierta, mucho menos viva.

Se pasó todo aquel verano alimentándose demorillas secas y de truchas frescas, cocinandoambas cosas juntas en la mantequilla quecompraba en la tienda de Meadow Creek. Al cabode un tiempo llegó al lugar una perrilla de pelorojizo. La perra se quedó con él y Grainier dejó dehablar solo porque le daba vergüenza que elanimal lo viera. Se hizo con un toldo de lona y unasoga en la tienda de Meadow Creek, y más tardese compró una cabra y se la llevó a sucampamento. La perra se mostró cautelosa y sepuso a seguir a aquella recién llegada a ciertadistancia. Grainier ató la cabra a una estaca, cercade su entoldado.

Se pasó varios días siguiendo el arroyo,metiéndose por cañadas donde el incendio nohabía sido tan implacable y recogiendo ramitas demimbrera que luego usó para tejer un canasto deunos dos metros cuadrados de base y un metro dealtura. Caminó con la perra hasta Meadow Creek y

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se compró cuatro gallinas, junto con un gallo paraque no se le alborotaran; se las llevó a casa dentrode un saco de grano y las metió en el canasto queservía de corral. De vez en cuando las dejaba salirun par de días, pero las tenía en el corral a menudopara que no le escondieran los huevos, aunquetampoco es que hubiera tantos sitios secretosdonde esconder un huevo en medio de aquelladesolación.

La perrilla de pelo rojizo se alimentaba deleche de cabra, de cabezas de pescado y —suponía Grainier— de cualquier cosa que pudieraatrapar. No era mala compañía cuando a ella leapetecía, pero tenía la costumbre de desaparecervarios días seguidos.

Como el suelo estaba demasiado desnudo parapastar, Grainier le daba de comer a la cabra elmismo pienso que a las gallinas. Aquello acabósaliéndole caro. Así pues, después de la primerahelada de septiembre sacrificó a la cabra e hizocecina con casi toda su carne.

Después de la segunda helada de la temporada,

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a lo largo de un par de semanas se dedicó aestrangular una por una todas las aves de su corraly hacer estofado con ellas, hasta que él y la perrase las hubieron comido todas, gallo incluido.Luego se marchó a Meadow Creek. No habíaplantado ningún huerto ni tampoco habíaconstruido más estructura que su entoldado.

Mientras se preparaba para marcharse, hablódel futuro con su perra.

—No soy dado a tener perro en el pueblo —ledijo al animal—. Pero me parece que eres vieja, yno creo que una perra vieja como tú puedasobrevivir al invierno sola en estas colinas.

Y le aseguró que pagaría unos centavos máspara llevarla a bordo del tren que recorría losdieciocho kilómetros que los separaban deBonners Ferry. Pero al animal no debió deparecerle bien. El día en que Grainier recogió suspertenencias para ir andando hasta el apeadero deMeadow Creek, la perrilla de pelo rojizo noapareció por ningún lado, de manera que semarchó sin ella.

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El trabajo abortado del año anterior en eldesfiladero de Robinson le había dado suficientedinero como para pasar el invierno en BonnersFerry, pero para estirarlo Grainier trabajó porveinte centavos la hora a las órdenes de un hombrellamado Williams, que tenía un contrato con laGreat Northern para venderles un millar decuerdas de leña a dos dólares con setenta y cincocentavos la unidad. Las duras jornadas de trabajoincesante lo protegían del frío, tanto a él como aotros siete hombres, a pesar de que el inviernoresultó ser el más frío que se vivía en muchosaños. El río Kootenai se congeló hasta tal puntoque un día, estando en el solar adonde loscarromatos llevaban los troncos de abedul y dealerce para ser serrados y partidos, pudieron vercómo alguien conducía un rebaño de doscientascabezas de ganado sobre el hielo, de orilla a orilladel río. Las vacas se internaron en la superficieblanca y vacía y levantaron una nube de nieve queprimero se las tragó a ellas, a continuación setragó todo lo que había al norte de la orilla y por

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fin se elevó lo bastante como para ocultar el sol yel cielo.

A finales de aquel mes de marzo Grainierregresó al emplazamiento de su antigua cabaña enel valle del Moyea, esta vez llevando consigo uncarromato entero de provisiones.

Los animales habían regresado a lo que quedabadel bosque. Mientras Grainier conducía elcarromato tirado por una yegua gruesa y lenta delcolor de la arena, vio puñados de mariposas decolor naranja elevarse de golpe de los montonesde excremento morado negruzco de oso y echar aaletear y a revolotear como si fueran hojas sinárboles. Por aquel camino enfangado circulabanmás osos que gente, a juzgar por los rastros dehuellas que iban dejando por el medio, en ambasdirecciones. Más avanzado el verano bajarían abuscar comida a las matas de arándanos que él yaveía que empezaban a brotar otra vez en lasladeras ennegrecidas de las colinas.

En su viejo campamento junto al río volvió alevantar su entoldado de lona y se dedicó a talar

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una sesentena de píceas quemadas, ninguna deellas de un diámetro mayor que su sombrero,siguiendo la teoría ampliamente aceptada de queun hombre podía manipular troncos para laconstrucción sin ayuda de nadie siempre y cuandotuvieran la misma circunferencia aproximada quesu cabeza. Valiéndose de la yegua de alquiler llevólos troncos hasta su claro, a continuación tuvo quedevolver el tiro a los establos de Bonners Ferry ycoger el tren de regreso a Meadow Creek.

Al cabo de un par de días, cuando regresó a suantigua casa —convertida ahora en su nueva casa—, Grainier vio por fin lo que hasta entonces sutrabajo le había impedido ver: que ya eraprimavera bien entrada, que hacía un tiemposoleado y hermoso y que en el valle del Moyea yase veía bastante verde sobre el fondo oscuro de latierra quemada. El terreno circundante se estabacurando. Las adelfillas y los pinos de Banks ya lellegaban a la altura del muslo. Cada vez que selevantaba brisa flotaba por el valle una neblina depolen de pino de color mostaza. Si él no arrancaba

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la nueva cosecha de brotes, el bosque reclamaríaotra vez su claro.

Construyó su cabaña de unos seis metros porseis de planta. Primero tiró cuerdas y asentó unoscimientos de piedras dentro de un foso que cubríahasta la rodilla a fin de llegar por debajo de lalínea de congelación. A continuación desbastó lostroncos y los talló para dejarlos bien alineados losunos con los otros, haciéndoles muescas yapoyándose los más altos sobre la espalda paralevantarlos hasta el lugar donde tenían que ir. Enun mes había levantado cuatro paredes de más dedos metros y medio de alto. Las ventanas y eltejado los dejó para más adelante, cuando pudieraconseguir madera del aserradero. Echó su toldo delona por encima del lado este para que no leentrara agua de la lluvia. No había hecho faltadesbastar la madera porque de aquello ya se habíaencargado el fuego. Había oído decir que lamadera de árboles muertos por el fuego era la quemás duraba, pero la cabaña apestaba. Se dedicó aquemar montones de agujas de pino de Banks en

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medio del suelo de tierra, intentando cambiar lanaturaleza del olor, y al cabo de un tiempo lepareció que lo había conseguido.

A principios de junio apareció la perra de pelorojizo, se asentó en un rincón y parió una camadade cuatro cachorros con bastante pinta de lobos.

En la tienda de Meadow Creek le comentóaquella novedad a un indio kootenai llamado Bob.Bob el Kootenai era un tipo serio que siemprehabía rechazado el alcohol y que trabajaba confrecuencia de jornalero en el pueblo, igual queGrainier, y hacía muchos años que los dos seconocían. Bob el Kootenai le dijo que era muyextraño que los cachorros de la perra le hubieransalido con pinta de lobos. Los kootenai sosteníanque en un cubil de lobos solo había una parejacapaz de producir cachorros, y que de todos loslobos machos el único que criaba era el jefe de latribu. Y que la loba que el jefe elegía para parirsus camadas era la única hembra de la manada queentraba en celo.

—Así pues —le dijo Bob—, te digo yo que tu

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perra vagabunda no puede haber parido unacamada de lobos.

Pero ¿y si se hubiera encontrado con la manadade lobos en el momento preciso en que estuvieraentrando en celo?, preguntó Grainier. ¿Acaso elrey lobo no la podría haber montado en aquelmomento, en busca de una experiencia nueva?

—Entonces quizá, quizá —dijo Bob—. Esposible. Es posible que acabes teniendo un perrohijo de lobo. Es posible que acabes teniendo tupropia manada, Robert.

Tres de los cachorros se escaparon en cuanto laperrilla los destetó, pero el cuarto, un machotorpón, se quedó, y su madre lo toleró. Grainierestaba seguro de que aquel perro era hijo de lobo,pero ni siquiera gimoteaba a modo de respuestacuando al anochecer aullaban las manadas lejanas,algunas de las cuales se oían desde las montañasSelkirk, en la Columbia Británica. Grainier tuvo lasensación de que a aquella criatura había queenseñarle su naturaleza. Una noche se le puso allado y empezó a aullar. El cachorrillo se limitó a

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quedarse allí sentado, con un par de dedos delengua rosada asomándole estúpidamente de laboca cerrada.

—No estás creciendo en la dirección que teseñala tu naturaleza, que es aullar cuando aúllanlos demás —le dijo al mestizo.

Grainier se irguió mucho y se dedicó a aullarlarga y tristemente en dirección a la cañada y aaquel río hundido y silencioso que a duras penasacertaba a ver ya, con el cielo tan oscuro… Peroel cachorro, nada de nada. Y sin embargo, a partirde aquel día, cuando Grainier oía a los lobos alanochecer, a menudo echaba la cabeza hacia atrásy aullaba con todas sus fuerzas, porque le sentababien. Le quitaba de encima algo pesado que se lesolía acumular dentro del corazón, y después decada sesión vespertina con su coro de lobos de laColumbia Británica, se sentía animado y alegre.

Intentó contarle aquella novedad a Bob elKootenai.

—¿Conque aúllas? —le dijo el indio—. Pues yaestás listo. Es la señal, según dicen: no hay lobo

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en este mundo que no pueda domesticar a unhombre.

El cachorro desapareció antes del otoño, yGrainier confió en que hubiera cruzado la fronterapara reunirse con sus hermanos en Canadá, perotenía que dar por sentado lo peor: que hubiera sidopasto de un halcón, o de los coyotes.

Muchos años más tarde, en 1930, Grainier vio aBob el Kootenai en el mismo día de su muerte.Aquel día Bob el Kootenai se emborrachó porprimera vez en su vida. Unos jornaleros de unrancho que habían venido de visita del otro ladode la frontera de la Columbia Británica habíanconseguido hacerle beber una copa preparándoleuna jarra de clara, cerveza mezclada conlimonada. Le habían dicho que se podía beberaquello sin consecuencia alguna, porque el efectodel zumo de limón anularía el de la cerveza, y Bobel Kootenai les había creído, porque EstadosUnidos ya llevaba más de una década deProhibición, y a la gente de Canadá, donde seguíasiendo legal el licor, se la consideraba experta en

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cuestiones alcohólicas. Grainier se encontró alviejo Bob sentado en un banco delante del hotel deMeadow Creek, hacia el anochecer, rodeando conlas piernas una olla de ocho litros llena de cerveza—a aquellas alturas ya no quedaba ni rastro delimonada—, y tragándola como si fuera un chuchosediento. El indio llevaba bebiendo toda la tarde,se había meado encima varias veces y habíaperdido el habla. En algún momento después deque oscureciera se alejó de allí y se las apañópara recorrer un kilómetro y medio por las víasdel tren, donde cayó inconsciente sobre lostravesaños y fue atropellado por una serie detrenes. Le pasaron por encima cuatro o cinco, hastaque a media tarde del día siguiente la multitud decuervos que se había congregado hizo que seacercara alguien a investigar. Para entonces Bob elKootenai ya estaba esparcido a lo largo de mediokilómetro por el corredor del tren. Durante losdías siguientes se pudo ver a su gente trabajandoen la tierra negra que flanqueaba las vías,localizando cualquier pedacito de carne, hueso y

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ropa que los cuervos no hubieran encontrado yrecogiéndolos en una serie de bolsas de cuerohermosamente pintadas de colores vivos, queluego debieron de quitarse en alguna parte yenterrarlas con la ceremonia de rigor.

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5 Más o menos por la época en que Grainierconsiguió cogerles el ritmo a las estaciones —losveranos en Washington, la primavera y el otoño ensu cabaña y los inviernos en una pensión deBonners Ferry—, empezó a ver que no podríaalargar mucho aquella rutina. Esto fue cuandollevaba cuatro años residiendo en la cabaña nueva.

El sueldo que ganaba los veranos le daba lobastante como para vivir el año entero, pero él noestaba hecho para ser leñador. Primero se diocuenta de lo mucho que necesitaba los inviernospara descansar y recuperarse. Después sospechóque ya no le bastaba con el invierno pararecuperarse. Los codos le crujían ruidosamente alestirar los brazos y algo se le trababa y le

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chascaba en el hombro derecho cada vez que lomovía hacia donde no debía. La mayoría de lasmañanas sentía una rigidez generalizada delcuerpo que se le iba pasando por mitades, yaunque era cierto que por las tardes trabajabacomo una máquina, ya había dejado atrás lostreinta y cinco años y se acercaba a los cuarenta, yla verdad era que el bosque ya no se le daba bien.

Al llegar el mes de abril de 1925, no hizo suviaje anual a Washington. En aquella época nofaltaba el trabajo en el pueblo para quien loquisiera. Le apetecía quedarse más cerca de casa ya tal efecto adquirió un par de yeguas y uncarromato, aunque gracias a una tristecircunstancia. El carromato había sido propiedadde los señores Pinkham, que tenían un taller en laRuta 2. Grainier había aceptado ayudar a su nietoHenry, apodado Hank, un joven enorme que aún notendría la veintena, ciertamente no mayor deveintipocos años, a cargar sacos de harina de maízen el carromato de los Pinkham. Les estabahaciendo aquel favor a raíz de haber parado un

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momento allí a comprar tornillos para el mango deuna sierra. Pero solamente llevaban dos sacoscargados cuando Hank dejó caer al suelo de tierradel cobertizo el tercero que llevaba a hombros ydijo: «Menudo mareo que tengo hoy». Se sentó enel montón de sacos, se quitó el sombrero, sedesplomó de lado y se murió.

Su abuelo salió corriendo de la casa al llamarloa gritos Grainier y fue directamente a ver al chico,diciendo:

—Oh. Oh. Oh. —Estaba boquiabierto deincomprensión—. No se ha muerto, ¿verdad?

—No lo sé, señor. No tengo ni idea. Se hasentado y se ha caído. Creo que ni siquiera hallegado a quejarse —le dijo Grainier.

—Tienes que ir a buscar ayuda —le dijo elseñor Pinkham.

—¿Y adónde voy?—Tengo que ir a buscar a mi mujer —dijo

Pinkham, mirando a Grainier con cara de terror—.Está en la casa.

Grainier se quedó con el chico muerto, pero

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evitó mirarlo todo el tiempo que pasaron los dossolos.

La vieja señora Pinkham entró en el cobertizoagitando las manos y dijo:

—¿Hank? ¿Hank? —Y se inclinó para coger lacara de su nieto entre las manos—. ¿Estás muerto?

—Está muerto, ¿verdad? —dijo su marido.—¡Está muerto! ¡Muerto!—Está muerto, Pearl.—Ya está con Dios —dijo la señora Pinkham.—Dios bendito, acoge a este chico en tu seno…—¡Esto ya se veía venir! —se lamentó la

anciana.—Tenía el corazón débil —explicó el señor

Pinkham—. Ya se le notaba. Siempre lo supimos.—Su corazón fue su destino —dijo la señora

Pinkham—. Podías mirarlo en cualquier momentoy darte cuenta de eso.

—Sí —asintió el señor Pinkham.—Era muy dulce y bueno —dijo la señora

Pinkham—. Y apenas un niño. ¡Apenas un niño!Se puso de pie con furia, salió dando zancadas

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del cobertizo, caminó hasta el arcén de la carretera—la Ruta 2— y se detuvo allí.

Grainier había visto a gente muerta, pero nuncahabía visto morir a nadie. No sabía ni qué hacer niqué decir. Tenía la sensación de que deberíamarcharse y también de que no debería.

Allí plantado a la sombra de su casa, el señorPinkham le pidió un favor a Grainier, mientras sumujer esperaba en el jardín bajo una extrañamezcla de nubes y luz del sol, con cara de asombroy, al menos de lejos, joven como una niña ytambién muy hermosa, o eso le pareció a Grainier.

—¿Se lo puedes llevar a Helmer? —Helmer eraquien estaba a cargo del cementerio y a menudotambién preparaba los cadáveres para serenterrados, con la ayuda de Smithson, el barbero—. Vamos a poner al pobre Hank en el carromato.Lo ponemos en el carromato y tú lo llevas hastaallí, ¿de acuerdo? Así yo puedo atender a suabuela. Se le ha ido la cabeza.

Los dos juntos subieron como pudieron elpesado corpachón a bordo del carromato,

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recurriendo después de mucho forcejeo a usar dostablones largos. Los apoyaron inclinados sobre laplataforma del carromato e hicieron rodar elcuerpo para arriba y para dentro, para arriba ypara dentro, hasta tenerlo echado en el carro.«Oh… oh… oh… oh…», iba exclamando elabuelo con cada empujón que le daban. En cuantoa Grainier, llevaba varios años sin tocar a otrapersona, e incluso dejando de lado lo extraño de lasituación, la experiencia en sí ya le pareció dignade ser comentada y recordada. Arreó a la parejade viejas yeguas de Pinkham y estas se llevaron elcadáver del joven Hank Pinkham al cementerio deHelmer.

Tras hacerse cargo del muerto, Helmer tambiénle pidió un favor a Grainier.

—Si me entregas un ataúd en la cárcel de Troy,me recoges un carro de leña en el aserradero deMain y se la llevas a Leona, te pagaré los dosencargos por separado. Dos por el precio de uno.O, mejor dicho —dijo—, un trabajo por el preciode dos, así se tendría que decir, ¿verdad, amigo?

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—No me interesa —le dijo Grainier.—Te daré tres centavos por kilómetro.—Tendría que pasar por casa de Pinkham y

negociar una tarifa con ellos. Para ver algúnbeneficio tendría que cobrar quince centavos elkilómetro.

—Muy bien, pues. Diez centavos y hay trato.—Necesitaría un poco más.—Seis dólares en total.—Necesito papel y lápiz. No sé echar cuentas

sin papel y lápiz.El pequeño sepulturero le trajo lo que

necesitaba, y entre los dos decidieron que seisdólares y medio sería un precio justo.

Grainier se pasó el resto del otoño y hasta untrecho del invierno alquilándoles el tiro y elcarromato a los Pinkham, atendiendo a las yeguasen el establo de sus propietarios y haciendo lasveces de transportista. La mayoría de sus encargoslo llevaban de este a oeste por la Ruta 2,recorriendo las pequeñas comunidades que notenían acceso fácil al ferrocarril.

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Algunos de los encargos lo llevaban por el valledel Kootenai, y viajar por la margen de aquel ríosiempre evocaba en su mente la imagen de WilliamCoswell Haley, el trota moribundo. En vez dedisiparse, los remordimientos de Grainier por nohaberlo ayudado se habían acentuado mucho con elpaso de los años. A veces también se acordaba deljornalero chino al que había estado a punto deayudar a matar. El recuerdo casi le paraba elcorazón. Estaba seguro de que el chino se habíavengado invocando una maldición que habíacalcinado a Kate y a Gladys. Le parecía a todasluces un castigo demasiado grande.

Pero el transporte de carga era un trabajo mejorque ninguno que hubiera desempeñado, era laentrada a una especie de espectáculo, a unentretenimiento consistente en las excentricidadesy empeños de sus vecinos. Grainier se lo pasabaen grande. Firmó un contrato con los Pinkham paracomprarles las yeguas y el carromato a plazos portrescientos dólares.

Para cuando tomó aquella decisión, la región ya

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había visto casi dos palmos de nieve, pero aun asíél siguió dedicándose al transporte un par desemanas más. En el llano no parecía un inviernoparticularmente duro, pero las colinas estabancompletamente heladas, y uno de los últimosencargos de Grainier fue subir por el camino delrío Yaak hasta la cantina que había en la aldea deleñadores de Sylvanite, justo debajo de las colinasen las que un buscador de oro solitario se habíavolado a sí mismo por los aires en su chozamientras intentaba descongelar dinamita con sufogón. Ahora el tipo estaba acostado sobre labarra de la cantina, vivo y coleando, dando sorbosde whisky gratis y elogiando a su perro. Habíasido su perro el que lo había salvado yendo abuscar ayuda. El animal se había pasado medio díaincordiando tanto a la gente de la cantina que porfin uno de los parroquianos lo había atado, lohabía llevado a rastras hasta su casa y allí se habíaencontrado a su dueño todo lleno de heridas ydivagando por culpa de la congelación, en mediode los restos de la choza.

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Se contaban muchas historias asombrosas deperros en el corredor septentrional y a lo largo delrío Kootenai, historias de rescates, gestas yhazañas de inteligencia supercanina y deraciocinio casi humano. En su último trabajo deaquel año, Grainier aceptó transportar desdeMeadow Creek hasta Bonners a un hombre al quele había pegado un tiro su perro.

Grainier conocía de vista al hombre tiroteadopor su perro, un prospector de la SpokaneInternational que iba y venía a menudo por la zona,un tal Peterson, originario de Virginia. El jefe y loscamaradas de Peterson podrían haberlo metido enel tren que iba hasta el pueblo a la mañanasiguiente si se hubieran esperado, pero teníanmiedo de que se les muriera antes, así queGrainier lo llevó en carromato por el valle delMoyea, envuelto en una manta y medio sentadoencima de varios sacos de virutas de madera amodo de relleno solo para que estuviera cómodo.

—¿Le parece a usted que necesita algo? —lepreguntó Grainier al partir.

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A Grainier le pareció que Peterson se habíaquedado dormido. O algo peor. Pero al cabo de unmomento la víctima contestó:

—No. Estoy perfecto.A principios de mes se había producido un largo

deshielo. La nieve de las roderas se habíaderretido. En el bosque ya asomaba la tierradesnuda. Pero ahora volvía a helar y Grainierconfió en no terminar entregando un cadávermuerto de congelación.

Durante los primeros kilómetros no hablómucho con su pasajero, porque Peterson tenía elcráneo abollado y había perdido un ojo en algúnpercance de infancia, y daba grima mirarlo.

Grainier hizo acopio de valor para echar unvistazo en dirección al hombre, solo paraasegurarse de que seguía vivo. A medida que elsol abandonaba el valle, el ojo perdido dePeterson, y después su cara entera, se volvieroninvisibles. Si se moría ahora, seguramenteGrainier no se enteraría hasta que llegaran a la luzde las farolas de gas que flanqueaban la casa del

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médico. Después de avanzar durante casi una horasin conversar, escuchando únicamente el chirridodel carromato y los ruidos del río cercano y loscascos de las yeguas, se hizo oscuro.

A Grainier no le gustaron las sombras, lassiluetas larguiruchas de los abedules ni las nubesque tapaban la media luna amarilla. Todo parecíadiseñado para asustar al niño que llevaba dentro.

—Señor, ¿está usted muerto? —le preguntó aPeterson.

—¿Quién, yo? Qué va. Vivo.—Ah, me estaba preguntando… ¿Cree usted que

va a llegar?—¿Quiere usted decir si me voy a morir?—Sí, señor —dijo Grainier.—Pues no. Esta noche no me muero.—Me alegro.—Más me alegro yo, creo.A Grainier le dio la sensación de que ya habían

charlado lo bastante como para sacar un tema quele producía curiosidad.

—La señora Stout, la mujer de su jefe, cuenta

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que le ha disparado a usted su perro.—Bueno, es una mujer muy honesta. Que yo

sepa, por lo menos.—Sí, yo tengo exactamente la misma impresión

de ella —dijo Grainier—, y cuenta que le hadisparado a usted su perro.

Peterson guardó un momento de silencio. Acontinuación tosió y dijo:

—¿Nota usted que el aire se ha calentado unpoquito? ¿Como si el calor de la semana pasadahubiera dado media vuelta y se estuvieraplanteando volver?

—No me lo parece —dijo Grainier—. Solo senota el calor que queda del día, como siempreantes de que uno deja atrás este risco.

Siguieron avanzando mientras salía la luna.—Pero a lo que íbamos —dijo Grainier.Peterson no contestó. Tal vez no lo hubiera oído.—¿Es verdad que su perro le ha disparado?—Pues sí. Mi propio perro me ha disparado con

mi arma. ¡Ay! —dijo Peterson, cambiandosuavemente de postura—. ¿Podría conducir a las

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yeguas un poco más despacio por estos baches,amigo?

—No hay problema —dijo Grainier—. Perodebe usted recibir atención médica, o podríapasarle cualquier cosa.

—Pues nada. Eche usted a correr como si estofuera el Pony Express, venga.

—No entiendo cómo puede un perro disparar unarma.

—Pues lo ha hecho.—¿Ha usado un rifle?—Un cañón no era. Una pistola tampoco. Era un

rifle.—Pues me parece muy misterioso, señor

Peterson. ¿Cómo ha sucedido?—Ha sido en defensa propia.Grainier esperó. Pasó un minuto entero, pero

Peterson guardaba silencio.—Se acabó —dijo Grainier, bastante agitado—.

Paro a las yeguas aquí y puede usted continuar apie, si tiene intención de seguir dándome largas.Lo estoy llevando al pueblo con un agujero en el

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cuerpo, y solo le pregunto cómo le ha disparado superro, y usted tiene que comportarse como uninmigrante idiota que no sabe la respuesta.

—¡Muy bien! —dijo Peterson entre risas, y se leescapó un gemido de tanto que le dolía—. Miperro me ha disparado en defensa propia. Yo iba adispararle primero a él, por lo que me habíacontado el indio Bob el Kootenai, pero se escapóde la cuerda. Yo lo tenía atado, para lo queestábamos a punto de hacer. —Peterson tosió yguardó silencio unos segundos—. ¡No estoy dandolargas! Solo estoy intentando sobreponerme unpoco al dolor.

—Muy bien. Pero ¿por qué tenía usted atado aBob el Kootenai, y qué tiene que ver Bob elKootenai con todo esto?

—¡No a Bob el Kootenai! A quien tenía atadoera al perro. Bob el Kootenai no estaba para nadaen esta situación que estoy contando. Había estadoantes.

—Yo me refiero al perro.—Yo también estoy hablando del perro. Es a él

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a quien tenía atado. Es él quien se ha escapado dela cuerda, y luego no he conseguido acercarme otravez a él. El bicho se dedicaba a dar un paso atráscada vez que yo me acercaba un paso a él. Se hadado cuenta de que tenía planeado matarlo, por loque me había dicho de él Bob el Kootenai. Eseperro sabe cosas (por culpa de lo que le pasó, esoes lo que me contó Bob el Kootenai), de prontoese animal sabe cosas. Así que he agarrado el riflepor el cañón y le he intentado arrear al chucho conla culata, a ver si paraba de faltarme al respeto yde pronto ¡pum! Me he visto sentado en el suelo enun abrir y cerrar de ojos. Luego me he vistotumbado y he visto el cielo alejarse de mí haciadonde no debía. ¡Señor Grainier, me he llevado undisparo! ¡Aquí mismo! —Peterson se señaló lasvendas que le rodeaban el pecho y el hombroizquierdo—. ¡Y ha sido mi perro!

Peterson continuó:—Y estoy convencido de que si me ha

disparado es porque estuvo confabulándose conesa chica-lobo. Que no sé si es humana. No tengo

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ni idea. Se la podría denominar criatura, si es quealguna vez fue creada. Pero es que hay criaturas eneste mundo que no ha creado Dios.

—¿Confabulándose?—Sí, una noche del verano pasado dejé a ese

perro en casa porque no paraba de ladrar ni unmomento. Quería tenerlo a mi alcance paraarrearle bien fuerte con un palo como me volvieraa irritar una vez más. Pero a la mañana siguiente sesubió por la pared y salió por la ventana, como sifuera un oso trepando por un árbol. Y empezó a irde un lado a otro por el porche. Y luego empezó air de un lado a otro por el jardín, de un lado a otro,hasta que se largó y se metió en el bosque, yentonces me pasé trece días sin verlo. Vale. Vale…Poco después Bob el Kootenai pasó por mi casa.¿Lo conoces? En realidad se llama «Lince no sécuántos», «Lince se comió una montaña» o algunode esos nombres memos que tienen los indios. Aveces quiere pedir algo de dinero, o un pellizco derapé, o un vaso de agua, así que un par de vecespor estación se pasa por casa. Y me contó, ya te

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imaginas el qué. Me contó que habían visto por ahía la chica-lobo. Yo le enseñé a mi perro y le contéque se había pasado fuera trece días y que habíavuelto medio salvaje y casi sin reconocerme. Boblo miró a la cara, acercándosele mucho, así, y medijo: «A este perro lo tiene usted que matar, queme caiga muerto si no tengo razón. Veo la imagende esa chica en el negro de los ojos de este perro.Este perro ha estado con los lobos, señor Peterson.Sí, más le vale pegarle un tiro a este perro antes deque llegue la luna llena, o hará venir a su casa aesa chica-lobo, y usted será pasto de los lobos, yella se beberá su sangre como si fuera whisky». ¿Yle parece a usted que yo tuve miedo? Pues sí quelo tuve. «Ella se emborrachará con su sangre ycorrerá por los caminos hablando con la voz deusted, señor Peterson», me dijo el indio. «Yhablando con su voz irá a las ventanas de todo elmundo a quien usted ha hecho una jugarreta y lescontará lo que usted les ha hecho.» Yo ya habíaoído hablar de la chica. A esa chica-lobo la vieronhace muchos años, liderando a una manada. El

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primo de Stout vino de visita desde Seattle lasnavidades pasadas y la vio, y dijo que tenía unpegote de sangre colgando entre las piernas.

—¿Un pegote de sangre? —preguntó Grainier,aterrado hasta la médula.

—No me pregunte usted qué era. Un pegote desangre, dijo. Pero Bob el Kootenai dijo que habíaquien creía que era la placenta o alguna parte deuna cría de lobo arrancada de su útero. Ya sabesque ellos creen en Jesucristo.

—¿Qué? ¿Quiénes?—Los kootenai. Creen en Jesucristo, en los

ángeles, los demonios y en criaturas que no hacreado Dios, como los medio lobos. Creen en todolo que oyen que sea raro o tenga brujería oreligión. Los kootenai se refieren a los animalescomo si fueran gente. «Un hombre-coyote», «unhombre-oso», así los llaman.

Grainier contempló la carretera a oscuras quetenían delante, temeroso de ver a la chica-lobo.

—Dios mío —dijo—. No sé de dónde voy a

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sacar la fuerza para seguir cogiendo este caminode noche.

—¿Y qué cree usted? Yo ya no puedo dormir lanoche entera —dijo Peterson.

—Supongo que Dios me dará la fuerza quenecesito.

Peterson soltó un resoplido burlón.—Esa chica-lobo es una criatura que no ha

creado Dios. La engendraron los lobos y unhombre con deseos antinaturales. ¿Alguna vez sejuntó usted con los amigos y se cepilló a una vaca?

—¿Qué?—De chico, ¿nunca se subió a un tocón y le hizo

el amor a una vaca? En mi pueblo lo hacían todos.Por allí no es antinatural.

—¿Me está usted diciendo que se puede hacerun bebé con una vaca o con una loba? ¿Usted o yo?¿Una persona?

A Peterson le salió una voz impregnada demiedo y de pasión.

—Lo que estoy diciendo es que se hace oscuro,sale la luna llena y aparecen criaturas que no ha

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creado Dios. —Soltó un ruido estrangulado—.¡Dios! Cómo me duele el agujero cuando toso.Pero me alegro de no tener que intentar dormirtoda la noche, esperando a que vengan a por mí lachica-lobo y su manada.

—Pero ¿ha hecho usted lo que le dijo el indio?¿Le ha pegado un tiro a su perro?

—¡No! Me lo ha pegado él a mí.—Oh —dijo Grainier.La confusión y el miedo le habían hecho

olvidarse de aquella parte de la historia. Siguióobservando los bosques que se extendían a loslados del camino, pero aquella noche no semanifestó ningún engendro de unionesantinaturales.

El rumor siguió circulando una temporada. Elsheriff había examinado a los pocos testigos queaseguraban haber visto a la criatura y habíadictaminado que eran hombres sinceros y sobrios.A juzgar por sus crónicas, el sheriff estimó que setrataba de una hembra. La gente tenía miedo de quepariera a más cachorros híbridos, a más gente-

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lobo, a más monstruos, que lógicamente acabaríandespertando la lujuria del Diablo en persona ydesencadenarían sobre la región toda clase deinfluencias malignas. Los kootenai, que se sabíaque se entregaban a toda clase de prácticassupersticiosas y paganas, caerían completamentebajo el influjo de Satanás. Como la cosa siguieraasí, lo único que purgaría aquel valle sería elfuego y la sangre…

Pero aquello no eran más que especulacionesmaliciosas de mentes ociosas, y en cuanto llegó latemporada de elecciones, los demonios conestandarte de plata y el robo de tierras delferrocarril ocuparon toda la atención de la gente, ylos misterios de las colinas que rodeaban el valledel Moyea quedaron momentáneamente olvidados.

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6 Menos de cuatro años después de casarse, y yaviudo, Grainier estaba viviendo en su entoldado ala orilla del río, justo debajo del lugar dondehabía tenido su casa. Dejaba una fogata encendidahasta tan avanzada la noche como podía y amenudo no dormía hasta el amanecer. Tenía miedode sus sueños. Al principio soñaba con Gladys yKate. Después solo con Gladys. Por fin, despuésde un par de meses viviendo en medio de aquelsilencio y aquella soledad, ya únicamente soñabacon su fogata, con atenderla igual que la habíaatendido justo antes de irse a dormir —con lasilueta de su mano y el palo chamuscado de pinoque usaba como atizador—, y por la mañana lesorprendía encontrarla convertida en ceniza gris y

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puntas requemadas, puesto que se había pasado lanoche entera viéndola arder en sueños.

Al cabo de otros tres años, estaba viviendo ensu segunda cabaña, en el mismo sitio exactamentedonde había estado la primera. Ahora dormía bienpor las noches, y a menudo soñaba con trenes, ysobre todo con un tren en concreto: él iba a bordo;podía oler el humo de carbón; un mundo enteropasaba por las ventanillas. A continuación se veíaa sí mismo de pie en aquel mundo mientras seapagaba el ruido del tren. La frágil familiaridad deaquellas escenas le sugería que procedían de suinfancia. A veces se despertaba oyendo cómo elruido del tren de la Spokane International sedisipaba por el valle y se daba cuenta de que habíaestado oyendo aquella locomotora mientrassoñaba.

Uno de aquellos sueños lo despertó una nochede diciembre del segundo invierno que pasaba enla cabaña nueva. El tren siguió su camino hacia elnorte hasta que él dejó de oírlo. Volver a ser niñoen aquel otro mundo lo había aterrado tanto que no

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consiguió dormirse otra vez. Examinó losrecovecos de la cabaña a oscuras. A aquellasalturas ya le había puesto un tejado como eradebido, le había abierto ventanas, la habíaequipado con dos bancos, una mesa y una estufa debarril. Él y la perra de color rojizo seguíandurmiendo en un camastro en el suelo, pero enlíneas generales ya había construido una casa queno tenía nada que envidiar a la que había tenidocon Gladys y Kate. Tal vez fuera su noción de estehecho la que ahora, en la oscuridad posterior a supesadilla, provocó que lo visitara el espíritu deGladys. Antes de que el espíritu se manifestara,Grainier se pasó muchos minutos sintiéndolo ir yvenir por la casa. Captaba su presencia de formatan inconfundible como habría sentido la presenciade alguien que le tapara la luz de una ventana, pormucho que tuviera los ojos cerrados.

Le puso la mano encima a la perrilla que teníatumbada al lado. La perra no ladró ni gruñó, peroél notó que se le erizaba el pelo del lomo y que seiba poniendo tensa a medida que la aparición

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empezaba a manifestarse de forma visible en lahabitación, al principio solo en forma de luztemblorosa, como el resplandor de una velamacilenta, y luego con figura de mujer. La figurareverberó y su luz se estremeció. A su alrededortemblaban las sombras. Y por fin se convirtió enGladys —inconfundiblemente—, una Gladystemblorosa y falsa, como la figura de una película.

Gladys no habló, pero sí que le transmitió loque sentía: dolor por su hija, a la que noencontraba. Sin su bebé no podía irse a dormir conJesucristo ni descansar en el regazo de Abraham.Su hija no había pasado al mundo de los espíritus,sino que seguía allí, en el mundo de los vivos, unacriatura sola en el bosque en llamas. Es que elbosque ya no está en llamas, le dijo él. PeroGladys no lo oía. Estaba volviendo a vivir susúltimos momentos ante los ojos de su marido: elbosque estaba en llamas y ella solo tenía unmomento para recoger un puñado de cosas y a subebé y salir corriendo de la cabaña, con elincendio humeando colina abajo. De todas las

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cosas que llevaba encima, cada vez había menosque le parecieran importantes, de manera que fuetirando ropa y objetos de valor a medida que elcalor la empujaba hacia el río. Al llegar al bordedel risco ya solo llevaba su Biblia y su caja rojade bombones, las dos sujetas con el codo contra elcuerpo, y al bebé abrazado contra el pecho conambas manos. Se agachó y dejó en el suelo losbombones y el grueso libro mientras se ataba a laniña por dentro del delantal, para volver arecogerlos al cabo de un momento. Comonecesitaba una mano para mantener el equilibriosobre las rocas del risco mientras descendía, tiróla Biblia en lugar de los bombones. Aqueldesvelamiento de su indiferencia hacia Dios, elPadre de Todas las Cosas, fue su perdición. A seismetros del agua pisó una piedra suelta y al cabo deuna fracción de segundo ya se había roto laespalda contra las rocas de más abajo. Dejó desentir y de poder mover las piernas. Lo único quepudo hacer fue deshacer el nudo que tenía atadosobre el corpiño para que la criatura pudiera salir

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gateando y se pusiera a salvo, aunque fuera deforma momentánea, en la orilla. El agua acarició aGladys hasta que, a base de aquellos mismosmovimientos suaves, o eso pareció, consiguiómoverla del sitio y se la llevó, y así fue como seahogó. La criatura se dedicó a recoger uno por unolos bombones desperdigados por los remansos dela corriente y entre las rocas. Píceas de veinticincometros que se elevaban sobre las aguas sequemaron hasta la raíz y se desplomaron sobre lagarganta, con los ramos de agujas verdesinflamados y dejando rastros de humo queparecían guirnaldas de fuegos artificiales, y lascopas en llamas susurrando al impactar contra elrío. Gladys se alejó flotando de todo aquello, yano bajo el agua sino suspendida en lo alto,contemplando todo lo que había en el mundo. Elmusgo de las tejas de su casa se arrugó y empezó ahumear un poco. Los troncos de las paredes setensaron y crepitaron como cartuchos de calibregrande al dispararse. En la mesa de la cocina unarevista se arrugó, se oscureció, prendió fuego, se

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elevó trazando una espiral y se alejó volandopágina a página, ardiendo y describiendo círculos.La única ventana de cristal de la cabaña se hizoañicos, las cortinas empezaron a ennegrecerse porlas costuras y se derritió la cera de los frascos detomates, de alubias y de cerezas del Canadá quehabía en el estante de encima del fregaderohumeante de la cocina. De pronto todas laslámparas de la cabaña se encendieron. En la mesaestalló un salero de tapa metálica y finalmente laestructura entera se inflamó como si fuera elfósforo de una cerilla.

Gladys había visto todo aquello, y así se lo hizosaber ahora. La muerte le había arrebatado sufuturo y la vida le había arrebatado a su hija. Katehabía escapado del incendio.

¿Escapado? Grainier no entendía aquellanoticia. ¿Acaso alguna familia de las que vivíanrío abajo había rescatado a su bebé?

—Pero no entiendo cómo la podrían haberrescatado sin que se enterara nadie. Un hallazgotan extraño y afortunado habría hecho las delicias

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de la prensa, igual que la historia de lo que le pasóa Moisés hizo las delicias de la Biblia.

Estaba hablando en voz alta. Pero ¿dónde sehabía metido Gladys? Él ya no sentía su presencia.La cabaña estaba a oscuras. La perra ya notemblaba.

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7 Después de aquello Grainier vivió en la cabañatambién en invierno. La mayoría de los años, porenero, cuando más alta era la capa de nieve, elvalle parecía paralizado en un silencio perpetuo,aunque la realidad era que a menudo se llenaba delretumbar de los trenes y de los coros lejanos delobos y del farfullar enloquecido y más próximode los coyotes. También de los aullidos deGrainier, que había adoptado igual que otra gentepractica un deporte.

El espíritu de su difunta mujer no se le volvió aaparecer nunca más. A veces soñaba con ella, ytambién con las poderosas llamas que se la habíanllevado. A menudo se despertaba en medio deaquel sueño estruendoso para encontrarse a sí

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mismo rodeado del retumbar del tren de laSpokane International que subía de noche por elvalle.

Pero no era un simple soltero excéntrico quevivía en el bosque y aullaba junto con los lobos.Gracias a sus propias luces, Grainier había hechoalgo en la vida. Tenía una empresa de transporte.

Se alegraba de no haberse casado otra vez.Seguramente no le habría resultado fácil encontrarmujer, aunque tal vez alguna viuda kootenai sehabría mostrado dispuesta. El hecho de haberadquirido media hectárea de tierra y una casa se lodebía a Gladys. Si se había sentido capaz deasumir las responsabilidades que conllevaban untiro de caballos y un carromato, era porque Gladysse había quedado en su corazón y en suspensamientos.

En invierno albergaba a las yeguas en el pueblo,dos ancianas bestias de carga que compartíanforma y situación con él, pero hábiles con elcarromato, y con fuerza de sobra. A fin de pagarseel tiro de caballos trabajó un último verano en los

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bosques de Washington, y se alegró mucho de quefuera el último. A principios de la temporada unarama silvestre le había desencajado la mandíbula,y nadie se la había vuelto a encajar correctamentepor el lado izquierdo. Ahora le dolía masticar lacomida, lo cual acabó siendo un factor crucial enlo flaco que ya era de por sí. Le habían quedadolas articulaciones hechas polvo. Si estiraba elbrazo hacia atrás según cómo, el hombro derechose le quedaba trabado y más muerto que una puertade sótano, hasta que alguien se lo destrababaapoyándole un pie en las costillas y dándole untirón del brazo.

—Hay que tirar bien fuerte —le explicaba él aquien fuera que lo estuviera ayudando, cerrandolos ojos y adentrándose en las tinieblas deltormento óseo—. Más todavía, más fuerte, hay quetirar muchísimo, más, más, hay que tirar…

Hasta que la enorme articulación se destrababacon un ruido a medio camino entre un chasquido yel ruido de tragar saliva. La rodilla derecha leempezó a bailar cada vez más de lado a lado;

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empezó a ser peligroso confiarle llevar una cargaa medias.

—Estoy demasiado descoyuntado para aceptarpaga —le dijo un día a su jefe.

Y dejó de trabajar, limitándose a partir deentonces a desmontar viejas barracas detrabajadores y a reciclar las mejores maderas queencontraba. Tras finalizar aquella tarea se volviópara Bonners Ferry. Su vida de leñador habíaterminado.

Cogió el tren de la Great Northern hastaSpokane. Con casi quinientos dólares en elbolsillo, más que suficientes para pagar su tiro decaballos y el carromato, se registró en unahabitación del hotel Riverside y fue a visitar laferia del condado, una distracción que no le durómás que media hora, porque la primera decisiónque tomó nada más llegar a la feria resultó sererrónea.

En mitad de un campo, dos hombres de Albertahabían aparcado una avioneta y estaban ofreciendoa la gente la posibilidad de dar una vuelta por el

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cielo, a cuatro dólares el pasajero; un preciobastante alto, y que no muchos aceptaron. PeroGrainier tenía que intentarlo. El joven piloto —que era un chaval, debía de tener veinte años comomucho, un chaval rubio que llevaba un sobretodomarrón con botones metálicos en la parte delantera— le dio unas gafas protectoras para que se laspusiera y lo animó a que subiera a bordo.

—Suba, suba. Ponga el trasero en algún lado —le dijo el chaval.

Grainier se sentó en un banco que había detrásdel asiento del piloto. No estaba ni a dos metrosdel suelo y ya le parecía que estaba muy alto. Lasdos alas que había a cada lado parecían fabricadasde un material tremendamente frágil. ¿Cómovolaba aquel aparato, si las alas permanecíanquietas? Pues generando su propia ventisca,obviamente, removiendo el aire con la hélice, queahora el otro tipo de Alberta, el adusto padre delchico, hizo girar con las manos para que arrancaraa dar vueltas.

Grainier solo fue consciente de sentir un

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asombro enorme antes de encontrarse en lasalturas, aunque su estómago estaba en otra parte. Yno llegó a reunirse con él. Bajó la vista paracontemplar la feria, como si la estuviera viendodesde una nube. La superficie de la tierra giró delado y él perdió toda noción de lo que era arriba ylo que era abajo. El aparato se enderezó e inicióuna subida lenta y traqueteante, trazando una curvaascendente como si fuera un carromato rodeandouna montaña. Salvo por el nudo que se le habíahecho en la tripa, Grainier tuvo la impresión deque podría acostumbrarse a aquello. En aquelmomento el piloto se giró para mirarlo, con pintade mapache por culpa del gorro y las gafasprotectoras, se puso a gritarle y a enseñarle losdientes y por fin volvió a mirar al frente. Laavioneta empezó a bajar en picado como si fueraun halcón, cada vez más abruptamente, con elmotor casi en silencio, y Grainier notó que losórganos le presionaban contra el espinazo. Vio unanoche de verano con su mujer y su hija mientrasbebían zarzaparrilla Hood’s en su diminuta

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cabaña, luego vio otra cabaña que jamás habíarecordado antes, los lugares de su infancia oculta,un gigantesco campo de trigo dorado, el calorreverberando sobre una carretera, unos brazos quelo rodeaban y una voz de mujer que canturreaba, ytodos los misterios de aquella vida recibieronrespuesta. A continuación el mundo presente sevolvió a materializar ante sus ojos mientras elmotor rugía y la avioneta repuntaba, trazaba uncírculo en torno a la feria y regresaba al suelo,aterrizando tan de golpe que a Grainier estuvo apunto de salírsele la garganta por la boca.

El joven piloto lo ayudó a bajarse del aparato.Grainier pasó por encima de la baranda y bajódeslizándose por el cuerpo del fuselaje. Intentórecuperar el equilibrio apoyando una mano en elala, pero tampoco el ala estaba muy estable.

—¿Qué diantres me estaba usted gritando? —dijo.

—Le estaba diciendo: «¡Bajamos en barrena!».Grainier le estrechó la mano al tipo, le dijo

«Muchas gracias» y se marchó del campo.

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Se pasó la tarde sentado en el enorme porchedelantero del hotel Riverside, hasta que encontróuna excusa para regresar al norte. Y esa excusa nofue otra que Eddie Sauer, a quien conocía desdeque ambos eran niños en Bonners Ferry; Eddieacababa de perder todo el salario del verano enlocales libidinosos y ahora le contó que habíadecidido volver a casa andando a modo deexpiación.

—Me asaltó una puta —dijo Eddie.—¡Te asaltó! ¡Yo pensaba que eso quería decir

que te mató!—No, no quiere decir que me matara ni nada

parecido. No estoy muerto. Aunque me gustaríaestarlo.

A Grainier le parecía que Eddie y él debían detener la misma edad, pero la vida disipada lehabía puesto unos cuantos años de más a Eddie.Tenía las patillas blancas y los labios arrugadossobre unas encías que seguramente ya casi nodebían de tener dientes. Grainier pagó el pasaje deambos y juntos cogieron el tren hasta Meadow

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Creek, donde Eddie intentaría encontrar trabajo enalguna cuadrilla de jornaleros.

Después de un mes de poner vías y travesañoscon una cuadrilla de Meadow Creek, Eddie leofreció a Grainier veinticinco dólares por ayudaren la mudanza de Claire Thompson, a quien se lehabía muerto el marido el verano anterior, desdeNoxon, Montana, hasta Sandpoint, Idaho. Claire nopagaría nada. No resultaba difícil deducir lamotivación que tenía Eddie para ayudar a la viuda,aunque él no la declarara.

—Iremos por la Ruta 200 —le dijo a Grainier,como si hubiera alguna otra.

Grainier cogió sus yeguas y su carromato. Eddietenía el Ford Modelo T del marido de su hermana.Su cuñado le había sacado el asiento trasero paradejar una plataforma de carga que se tenía quellenar con cautela para no volcar el vehículoentero. Grainier se reunió con Eddie a primerahora de la mañana en Troy, Montana, y puso rumboal este por el camino de Bull Lake, que losllevaría en dirección sur hasta Noxon. Grainier iba

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casi un kilómetro por delante porque a suscaballos no les gustaba el automóvil y tampocoparecía que les cayera bien Eddie.

Un alemán bajito llamado Heinz tenía unagasolinera para automóviles en la colina que habíaal este de Troy, pero tampoco a él le caía bienEddie, y se negó a venderle gasolina. Grainier nofue consciente de aquel problema hasta que Eddiese le vino encima con el motor rugiendo yhaciendo sonar estrepitosamente la bocina, y apunto estuvo de hacer entrar en estampida a lasyeguas.

—Escucha, estas mozas han visto toda clase deescándalos —le dijo a Eddie después de quepararan en el arcén del camino polvoriento yGrainier caminara hasta el Ford—. Estánacostumbradas a todo, pero no les gustan lasbocinas. No hagas resonar ese chisme cerca de misyeguas.

—Vas a tener que volver atrás con el carromatoy comprar dos o tres bidones de gasolina —dijo

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Eddie—. Ese viejo teutón cabeza cuadrada nisiquiera me habla.

—¿Qué le has hecho?—¡Yo no le he hecho nada! ¡Lo juro!

Simplemente el tipo elige a unas cuantas personasa quienes odiar y a mí me ha tocado estar en lalista.

El viejo también tenía un Ford T aparcadodelante de su negocio. Le había levantado lacubierta del motor y estaba medio hundido en susentrañas, o eso le pareció a Grainier, que nuncahabía tenido mucha relación con aquellasmáquinas explosivas. Grainier le preguntó:

—¿De verdad sabe usted cómo funciona esemotor por dentro?

—Lo sé todo —espetó Heinz, echando humocasi como si él también fuera un automóvil, yañadió—: ¡Soy Dios!

Grainier intentó pensar en una respuesta.Parecía imposible seguir aquella conversación porningún lado.

—Entonces debe de saber usted también lo que

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estoy a punto de decirle.—Quiere usted gasolina para su amigo. Ese tipo

es el Diablo. ¿Cree usted que yo le venderíagasolina al Diablo?

—Soy yo quien se la compra. Necesitarécincuenta litros, y los bidones para llevarla.

—Pues ya me puede ir dando cinco dólares.—No pienso hacerlo.—Es usted un buen hombre —dijo el alemán.

Era bastante bajito. Arrastró hasta allí un cajónbajo para ponerse de pie sobre él y así podermirar a Grainier a los ojos—. Muy bien. Cuatrodólares.

—No te pierdes nada por que te odie ese tipo—le dijo Grainier a Eddie después de parar elcarro junto al Ford, con la gasolina dentro de treslatas de combustible del ejército de color verdeoliva.

—Me odia porque su hija hacía de puta en labarbería de Troy —le contó Eddie—, y yo era unode sus clientes más felices. Ahora lleva una vida

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respetable en Seattle —añadió—. ¿Por qué supadre me guarda rencor, entonces?

Acamparon para pasar la noche en el bosqueque había al norte de Noxon. Grainier se quedódurmiendo hasta tarde, cómodamente estirado ensu carromato vacío, hasta que Eddie lo despertócon los chillidos de la bocina de su Ford T. Eddievenía de bañarse en el manantial. Iba sin sombreropor primera vez desde que Grainier lo conocía.Tenía el pelo despeinado y mayormente canoso,con algo de rubio. Se había afeitado y se habíaaplicado emplasto en varios cortes. No llevabacuello en la camisa, pero sí que se había puestouna corbata roja y blanca que le colgaba casi hastala entrepierna. Llevaba la misma camisa viejacomprada en el mercadillo del sábado o en laliquidación de la iglesia luterana, pero se habíasacado brillo a las feas botas de trabajo y llevabaunos pantalones negros y limpios tan almidonadosque parecían afectar a su modo de andar. Aquellaatención repentina a un terreno tan abandonadoconstituía un trastorno del orden natural, casi como

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si el mismísimo Todopoderoso hubiera recibido ungolpe en la cabeza, y Eddie era consciente de ello.Hacía gala de una histeria fría y contenida.

—Terrence Naples le ha hecho un pase a laviuda —le contó a Grainier, en posición de firmespor culpa de los pantalones almidonados yhablando de forma extraña para no deshacerse losemplastos que tenía en las heridas de la cara—.Pero yo le he dicho al viejo Terrence que esaseñora es para mí, o si no me voy a dedicar amolerlo vivo a mamporros veinticuatro horas aldía. Como lo oyes, le he tenido que amenazar. Perono estoy yendo de farol. Lo atizaré hasta que lerevienten las entrañas. Soy demasiado horrorosopara las jóvenes, y ella es mi única candidata. Amenos que me haga con una moza kootenai oemigre a Spokane, o bien me arrastre hastaWallace. —Wallace, Idaho, era famoso por susburdeles y sus putas, algunas de las cuales sepodían llevar a vivir con uno a casa cuando seretiraban del oficio—. Y a la vieja Claire laconocí yo primero, antes que Terrence —dijo—.

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Sí, de adolescente tuve una breve y lamentableetapa religiosa y estuve dando las clases decatequesis para los niños, y ella era una deaquellos niños. O bueno, me lo parece. Creo quela recuerdo allí.

Grainier había conocido a Claire Thompsoncuando era Claire Shook, que iba unos cuantosaños por detrás de él en la escuela de BonnersFerry. De jovencita había sido muy elegante, y suaspecto no se había resentido en absoluto de unoscuantos kilos de más ni del pelo canoso. Clairehabía hecho de enfermera en Europa durante laGran Guerra. Se había casado bastante mayor yhabía enviudado al cabo de pocos años. Ahora seacababa de vender la casa y quería alquilar otra enSandpoint, junto a la carretera que recorría dearriba abajo todo el corredor septentrional deIdaho.

El pueblo de Noxon estaba en la margen sur delrío Clark Fork, y la casa de la viuda en la norte, demanera que no tuvieron ocasión ni de parar unmomento en la tienda para comprar un refresco,

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sino que aparcaron en el jardín de Claire, vaciaronla casa y cargaron en el carromato tantas de susposesiones terrenales como los caballos pudieranarrastrar, principalmente pesados baúles cerradoscon llave, herramientas y utensilios de cocina; elresto lo amontonaron a bordo del Ford T,levantando un montón tan alto que apenas se podíatocar la cúspide con una azada, y en lo alto deltodo iban dos colchones, dos niños y un perrito.Para cuando Grainier los vio, los niños ya estabandemasiado por encima de él como para distinguirsu edad o sexo. El trabajo se hizo deprisa. Amediodía Claire les dio té helado y bocadillos devenado con queso, y a la una en punto ya estabanen la carretera. La viuda iba sentada al frente, allado de Eddie y entrelazando el brazo con él, conla cabeza cubierta por un pañuelo blanco y unvestido negro que debía de haber comprado hacíaun año para el luto, riendo y conversando mientrassu acompañante intentaba conducir el coche conuna sola mano. Aunque Grainier les había dadobastante ventaja, no paraba de alcanzarlos en la

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cúspide de cada cuesta, cada vez que el automóvilforzaba la máquina al máximo y se ponía a hervir yEddie le tenía que dar agua de unos bidones decuatro litros que los niños —los dos chicos,parecía— iban a llenar al río. La caravanaavanzaba con suficiente lentitud como para que elcachorrillo de los niños pudiera saltar de suposición elevada en lo alto del cargamento paraperseguir ardillas y meter el hocico en susmadrigueras y a continuación trepar por elterraplén de la carretera hasta un punto alto yvolver a saltar entre los niños, que iban sentadossin sitio ni para mover los brazos, con los piescolgando por delante y agarrados a las cuerdas quetenían a los lados.

Al cabo de unas horas pararon en casa de unvecino para recoger un artículo más, una escopetade cañón doble que el marido de Claire Thompsonhabía dejado como garantía de un préstamo. Alparecer, Thompson no había devuelto el préstamo,pero por deferencia a su muerte la mujer delvecino había convencido a su marido de que

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devolviera aquella escopeta del calibre 12. Detodo esto Grainier se enteró después de hacerparar a las yeguas a un lado del camino, donde lasbestias tuvieron ocasión de mordisquear la hierbay beber del cajón de canalización del vecino.

Aunque Grainier estaba muy cerca de ellos,Eddie eligió aquel momento para sincerarse con laviuda. Ella estaba sentada a su lado en elautomóvil, sacudiéndose el polvo gris del pañuelode la cabeza y limpiándose la cara.

—Quería decirle… —empezó Eddie, perodebió de tener la sensación de que aquel principiono servía.

Abrió la portezuela bastante de golpe, salió contorpeza, tan nervioso como si el automóvil seestuviera hundiendo en una ciénaga, y fuecorriendo al lado del pasajero para plantarse antela viuda.

—El difunto señor Thompson era buen tipo —ledijo. Se pasó un momento tenso cogiendo fuelle ypor fin continuó—: El difunto señor Thompson erabuen tipo. Sí.

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—¿Sí? —dijo Claire.—Sí. Todos los que lo conocieron me cuentan

que era un tipo excelente y también un… tipo de lomás excelente, se podría decir. Eso cuentan.Quienes lo conocieron.

—¿Y lo conoció usted, señor Sauer?—Pues la verdad es que no. No. Me hizo una

jugarreta una vez… Pero era buen tipo, le estabadiciendo.

—¿Una jugarreta, señor Sauer?—Sí, pasó con el carromato por encima de la

cabra que yo tenía atada a una estaca y le rompióel cuello. Era un hijo de puta que prefería robar atrabajar, ¿verdad? Pero ¡bueno, a lo que iba!¿Quiere usted casarse?

—¿Casarme con quién?Eddie no consiguió componer una respuesta.

Mientras lo intentaba, Claire abrió la portezuela ylo apartó de un empujón para salir. Le dio laespalda y se quedó allí plantada, mirandopensativamente las yeguas de Grainier.

Eddie se acercó a Grainier y le dijo:

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—¿Con quién se cree que le estoy diciendo?¡Conmigo, narices!

Grainier solo pudo encogerse de hombros,reírse y negar con la cabeza.

Eddie se detuvo a un metro por detrás de laviuda y habló dirigiéndose a su espalda:

—¡Cuando le he dicho lo de casarse, y usted meha preguntado con quién, yo me refería a casarseconmigo!

Ella se dio la vuelta, cogió a Eddie del brazo ylo llevó de vuelta al Ford.

—Creo que no —le dijo—. No es usted mi tipo.Y ya no pareció enfadada.Cuando reanudaron el viaje, ella iba sentada

junto a Grainier en su carromato. Grainier estabaincómodo porque no quería estar demasiado cercade la nariz de una mujer sensible como ClaireShook, ahora Claire Thompson: su ropa apestaba.Quería disculparse por ello, pero no fue capaz. Laviuda guardaba silencio. Él se sintió obligado aconversar.

—Pues bueno —dijo.

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—Pues bueno ¿qué?—Pues bueno —dijo—. Ya conoce usted a

Eddie.—No, no conozco a Eddie —dijo ella.—Supongo que no —dijo él.—En la civilización, las viudas no pueden

elegir con quién se casan. Hay demasiadas sinmarido. Pero aquí en la frontera estamos muycotizadas. Podemos elegir a quien queramos,aunque no es ninguna ganga. El problema es quelos hombres envejecen muy pronto. ¿Va usted acasarse otra vez?

—No —dijo él.—No. No quiere usted tener más trabajo del que

ya tiene, ¿verdad?—Pues no.—Bueno pues, no se volverá usted a casar

nunca.—Ya estuve casado —dijo él, sintiendo casi la

obligación de defenderse—, y estoy más quesatisfecho con lo que me ha quedado. —Ciertamente tenía la sensación de estar

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defendiéndose. Pero ¿por qué tenía que hacerlo?¿Por qué venía aquella mujer blandiendo ante él eltema del matrimonio como si fuera un palo?—. Sianda usted buscando marido —le dijo—, no se meocurre equivocación más grande que acercarse amí.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo ella.Mostrarse de acuerdo no pareció ponerlaespecialmente contenta ni triste—. Solo quería versi la impresión que tiene usted de sí mismocoincidía con la que tengo yo, Robert.

—Pues bueno.—Dios necesita al ermitaño del bosque tanto

como necesita al hombre del púlpito. ¿No lo hapensado usted nunca?

—Yo no me considero un ermitaño —replicóGrainier, pero cuando concluía la jornada, se pusoa preguntarse a sí mismo: ¿Acaso soy un ermitaño?¿Acaso ser ermitaño es esto?

Eddie se hizo amigo de una mujer kootenai quellevaba el pelo recogido como una vampiresa depelícula y los labios pintados de rojo de cualquier

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manera. La primera vez que Grainier los vio juntosno pudo calcularle la edad a la mujer, pero tenía lapiel marrón y arrugada. De alguna parte habíasacado unas gafas de cristales hexagonales ytintados de un azul tan intenso que no se le veíanlos ojos, y no estaba nada claro que pudiera vernada de nada, salvo en los lugares más luminosos.Debía de ser fácil tratar con ella porque nohablaba nunca. Sin embargo, cada vez que Eddiese ponía a hablar, ella no cesaba de murmurar parasí misma, suspirar y gruñir, y hasta silbar por lobajo y desafinando. De haber sido blanca, Grainierla habría considerado loca.

—Lo más seguro es que ni siquiera hable inglés—dijo en voz alta, y se dio cuenta de que no habíanadie presente.

Estaba completamente solo en su cabaña delbosque, hablando solo y sobresaltado por supropia voz. Hasta su perra se había largado aalguna parte y no había vuelto a pasar la noche conél. Se quedó mirando cómo el fuego parpadeaba en

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las ranuras de la estufa y el telón movedizo deoscuridad total que lo rodeaba.

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8 Hasta en sus últimos años, cuando la artritis y elreumatismo hacían que las tareas cotidianas mássencillas le resultaran a veces casi imposibles y unpar de semanas de invierno en la cabaña habríanbastado para acabar con él, Grainier seguíapasando todos los veranos y otoños en surecóndito hogar.

A aquellas alturas ya no lo inquietaba darsecuenta de que el valle no acabaría recuperandogradualmente su estado anterior al gran incendio.Aunque las señales de la destrucción seguíanborrándose, ahora era un lugar muy cambiado,poblado por plantas distintas y por consiguientepor animales distintos. Las hermosas píceas habíandesaparecido. Ahora había casi exclusivamente

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pinos de Banks, que solían crecer desaliñados yraquíticos. Cada vez oía menos a los lobos y cadavez los oía más lejos. Los coyotes empezaron aabundar y los conejos a escasear más y más. Habíalargos tramos del río Moyea afectados por el fuegoque se habían quedado sin truchas.

Tal vez un par de personas se preguntaran qué lollevaba de vuelta a aquel lugar perdido, peroGrainier nunca se molestó en contarlo. La verdadera que había hecho el juramento de quedarse, y lohabía hecho como resultado de algo asombrosoque había sucedido diez años después de que sequemara la región.

Sucedió durante los dos o tres días posteriores aque Bob el Kootenai muriera bajo las ruedas de untren, mientras su tribu seguía recorriendo las víasen busca de sus pedacitos. Durante aquellos tres ocuatro fríos anocheceres, el tren de la GreatNorthern se dedicó a emitir largas salvas con elsilbato, que resonaban desde el cruce de MeadowCreek hasta bien lejos al norte, y a cruzar la zonamuy despacio, siguiendo órdenes de la dirección,

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que quería darle a la tribu kootenai la oportunidadde recoger lo que pudieran de su hermano sincausar más trastorno.

Corría mediados de noviembre, pero todavía nohabía nevado. La luna salía alrededor de lamedianoche y se quedaba suspendida por encimadel monte Queen hasta las diez de la mañana. Losdías eran breves y luminosos y las nochesdespejadas y frías. Y sin embargo, las nochesestaban llenas de una histeria escandalosa.

Aquellas noches, el silbato ponía en pie deguerra primero a los coyotes y después a loslobos. Su compañera, la perra de pelo rojizo,también estaba allí fuera: Grainier llevaba días sinverla. Por fin, la noche en que llegó la luna llenadio la impresión de que el coro era más numerosoque nunca. Más enloquecido. Y más lastimero.

Los lobos y coyotes se pasaron la noche enteraaullando sin descanso, centenares de ellos a juzgarpor el ruido, más de los que Grainier había oídonunca, y también parecía haber entre ellos otrascriaturas, búhos, águilas —él no sabía exactamente

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qué—, hasta el último animal provisto de voz delos picos y las montañas que dominaban el valledel Moyea, como si nada pudiera tranquilizar aninguna bestia de Dios. Grainier no se atrevía adormir, le daba la impresión de que aquello eraalguna clase de enorme anuncio, tal vez lasalarmas del fin del mundo.

Echó leña a la estufa y se plantó a medio vestiren la puerta de la cabaña para contemplar el cielo.Era una noche sin nubes, y reinaba una luna blancay ardiente que borraba las estrellas y convertía lasmontañas en siluetas grises. Parecía haber unamanada aullando muy cerca, que además se ibaacercando más, quizá ladrando mientras corrían. Yde repente las bestias invadieron el claro y susalrededores, una multitud de siluetas y sombras,vociferando, y varias pasaron rozándolo, tocandosu cuerpo plantado en la puerta, y él llegó a oírcómo sus pezuñas almohadilladas batían el suelode tierra. Antes de que su mente pudiera decir«Tengo el jardín lleno de lobos», ya se habían

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marchado. Todos salvo una. Todos salvo la chica-lobo.

Grainier tuvo la sensación de que se iba adesmayar. Se agarró a la jamba de la puerta parano desplomarse. La criatura estaba inmóvil yparecía herida. Su figura general le comunicó aGrainier que se trataba de una persona,concretamente de una niña. Estaba tumbada decostado y jadeando, una criatura claramentehumana, con la estructura delicada de una niñapero con los brazos y piernas encogidos, o eso lepareció a él ahora que por fin pudo concentrarseen aquella forma oscura bajo la luz de la luna. Concada movimiento de sus pulmones le salía unsilbido, un quejido como de cachorro asustado.

Grainier se giró temblorosamente y fue a lamesa en busca de… no sabía qué. No teníaescopeta en la casa. Tal vez un palo para golpear aaquella cosa en la cabeza. Buscó a tientas entre eldesorden de la mesa hasta encontrar las cerillas,encendió un quinqué y encontró el arma quebuscaba. A continuación volvió a salir con su ropa

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interior de cuerpo entero, descalzo, levantando elfanal por encima de la cabeza y sosteniendo elgarrote con el brazo extendido hacia delante,atribulado y nervioso por su propia sombra, tanenorme que llenaba el claro entero a su espalda.La hierba muerta se había cubierto de escarcha,que ahora le chirriaba bajo los pies. Si no fuerapor aquel ruido habría tenido la impresión de quese había quedado sordo, de tan completo que erael silencio circundante. Todos los ruidos de lanoche se habían interrumpido. El valle enteroparecía reflejar el shock de Grainier. Solo oía suspropios pasos y los lamentos jadeantes de lachica-lobo.

Los gimoteos de ella se detuvieron alacercársele él, con mucha cautela para no aterrarlani a ella ni a sí mismo. La chica-lobo esperó, llenade terror animal y completamente inmóvil, sinmover nada más que los ojos, siguiendo con lavista todos los movimientos de él pero sin mirarloa los ojos, con la nubecilla de vapor de su alientoflotándole frente a los orificios nasales.

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Los ojos de la chica emitieron un destello verdebajo la luz del fanal, igual que los de un lobo.Tenía cara de lobo pero sin pelo.

—¿Kate? —le dijo él—. ¿Eres tú?Pero estaba claro que lo era.No había nada en ella que se lo indicara.

Simplemente lo sabía. Era su hija.Ella permaneció petrificada mientras Grainier

se le acercaba todavía más. Él confiaba en que semanifestara alguna clase de reconocimiento que ledemostrara que la chica era Kate. Pero los ojos deella se limitaron a mirar llenos de terror, como losde un lobo. Aun así, era Kate, pero ya no lo era.Ya-no-Kate estaba tumbada de costado, con lapierna izquierda arqueada, con el hueso partido yensangrentado asomando por debajo de la rodilla;una pobre niña agotada de gatear sobre tres patas yde haber arrastrado la pierna hecha trizas. Enocasiones Grainier se había preguntado por el pelode la pequeña Kate, por cómo habría sido su pelode haber sobrevivido. Pero ella se lo había

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arrancado prácticamente todo. Solo le crecía aquíy allá.

Él se acercó hasta poder tocarla. Ya-no-Kategruñó, ladró y hasta lanzó alguna dentellada a supadre mientras este se inclinaba sobre ella, acontinuación se le pusieron los ojos vidriosos y seapagó hasta tal punto que Grainier pensó que habíafallecido al acercársele. Pero estaba viva, ymirándolo.

—Kate. Kate. ¿Qué te ha pasado?Dejó el fanal y el garrote en el suelo, le pasó los

brazos por debajo y la levantó. La respiración deella era rápida, débil y poco profunda. La chica legimoteó una vez al oído y dio una dentellada alaire, pero no presentó más resistencia. Él se dio lavuelta llevándola en brazos y puso rumbo a lacabaña, alejándose ahora de la luz del quinqué yadentrándose así en su propia sombra monstruosa,que ahora envolvía su casa y se iba encogiendomágicamente al acercarse él. Una vez dentro, ladejó sobre el camastro que tenía en el suelo.

—Voy a buscar la lámpara —le dijo.

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Cuando volvió a entrar en la cabaña, su hijaseguía allí. Él dejó la lámpara en la mesa, dondepudiera ver lo que estaba haciendo, y preparó lascosas para entablillar la pierna rota con palos,cortando la parte superior de su ropa interior decuerpo entero por la cintura, sacándosela por lacabeza y haciendo tiras con ella. Nada másagarrarle a la criatura el tobillo con una mano yponerle la otra en el muslo para estirar, ella soltóun suspiro terrible y la respiración se le ralentizó.Se había desmayado. Él le puso la pierna todo lorecta que pudo y, suponiendo que ahora podíatomarse las cosas con calma, talló un trozo demadera para que abrazara la espinilla. Acercó unbanco al camastro y se sentó, apoyándose el pie deella sobre la rodilla mientras le aplicaba latablilla y la ataba.

—No soy médico —le dijo—. Solo soy lapersona que está aquí.

Abrió la ventana del otro lado de la habitaciónpara que ella tuviera aire.

La chica se quedó allí durmiendo, medio muerta

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de agotamiento. Grainier se la quedó mirandomucho rato. Era igual de correosa que un viejo.Tenía las manos todas agarrotadas, con unasmuñecas que por fuera eran muñones callosos, yunos pies deformes, tan duros y rugosos comonudos de madera. ¿Qué había en su cara queresultaba tan lobuno, tan animal, hasta cuandodormía? Él no lo sabía. Simplemente su caraparecía no tener vida dentro cuando los ojosestaban cerrados. Como si la criatura no tuvieramás pensamientos que aquello que veía.

Él empujó el banco contra la pared, se reclinóhacia atrás y se quedó adormilado. Un tren quepasó por el valle no lo despertó, sino que se limitóa entrar en su sueño. Más tarde, cerca del alba, unruido mucho más tenue lo sacó de su letargo. Lachica-lobo se había despertado. Y se estabamarchando.

Salió de un salto por la ventana.Él se quedó en la ventana, mirándola bajo el

resplandor del amanecer, gateando y deteniéndosepara retorcerse de lado y tratar de darles

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dentelladas a las ataduras que llevaba en la pierna,igual que haría cualquier perro o lobo. Iba bastantedespacio y seguía el sendero que llevaba al río. Élquiso seguir su rastro y traerla de vuelta, peronunca lo hizo.

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9 Durante el verano caluroso y sin lluvias de 1935,Grainier experimentó una breve temporada delujuria sensual más intensa que ninguna quehubiera experimentado de joven.

En mitad de agosto pareció que la sequía de lasúltimas seis semanas estaba a punto deinterrumpirse; se amasaron nubarrones de tormentasobre todo el corredor septentrional y retuvieronel calor bajo su vientre mientras la atmósfera sehumedecía y se preparaba; pero siguió sin llover.Grainier se sentía hecho de plomo, pesado y sinvalor. Y solo. Ya hacía años que su perrilla depelo rojizo no estaba con él; había envejecido y sehabía enfermado y se había internado en el bosquepara morir sola, y él nunca la había reemplazado.

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Un domingo fue andando hasta Meadow Creek y sesubió al tren que llevaba a Bonners Ferry. Lospasajeros del vagón bamboleante habían dejadoabiertas las ventanillas, y todo aquel que tenía lasuerte de estar sentado junto a una de ellas iba conla cara pegada a la brisa cargada de humedad. Losdiversos pasajeros que se bajaron en Bonners sedispersaron sin decir palabra, como prisionerosapaleados. Grainier se dirigió al recinto de la feriadel condado, donde unas cuantas personas poníansus tenderetes los domingos y donde tal vezpudiera encontrar un perro.

En la calle Dos, la congregación metodistaestaba cantando. No había más sonido en todo elpueblo de Bonners. Grainier seguía yendo a laiglesia muy esporádicamente, cuando le coincidíacon un viaje al pueblo. Las veces que iba, la gentele hablaba con amabilidad y lo recordaba de laépoca en que había asistido de forma casi regularcon Gladys, pero por lo general él siempre searrepentía de ir. En la iglesia lloraba muy amenudo. Viviendo en el Moyea, con tantas

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pequeñas tareas para distraerse, se olvidaba deque era un hombre triste. Pero en cuantoarrancaban los himnos, se acordaba otra vez.

En la feria habló con un par de mujereskootenai, una india de mediana edad y unamuchacha a la que le faltaba poco para ser adulta.Iban vestidas para causar impresión, doshechiceras mestizas con vestidos de ante azul conflecos y cintas para el pelo de las que colgabanplumas de cuervo, halcón y águila. Tenían unacamada de cachorros muy lobunos en un saco depienso y un lince en una jaula de mimbre. Estabansacando a los cachorros uno por uno paraexhibirlos. Un hombre se estaba alejando de ellasy diciéndoles:

—Ese perro hijo de lobo nunca se harácristiano.

—¿Por qué es azul esa cosa? —les preguntóGrainier.

—¿Qué cosa?—Esa jaula donde tenéis a ese viejo lince.A una de ellas, la muchacha, se le veía bastante

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sangre blanca, y hasta pecas y el pelo de colorpajizo. Cuando Grainier miró a aquellas dosmujeres, las constantes vitales se le cargaron deansia y de miedo.

—No es más que pintura vieja para que nomordisquee la jaula. Al viejo lince le da asco —dijo la muchacha.

El animal tenía unas pezuñas enormes con matasde pelo que parecían plumas, como si llevara elmismo estilo de botas que sus captoras. La mujermayor puso la pierna de tal forma que Grainier lepudiera ver la pantorrilla. Y se la rascó, dejandounas raspaduras largas y blancas sobre la piel.

La imagen le ofuscó tanto la mente a Grainierque antes de darse cuenta ya se había alejadotrescientos metros de la feria, sin cachorro ni nada,y sin poder ver, durante largos minutos, nada queno fueran aquellas marcas blancas en la pieloscura de la mujer. Era consciente de que acababade sucederle algo malo por dentro.

Como si sus vagos pensamientos lascivoshubieran hecho estallar el suelo bajo sus pies y lo

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hubieran arrojado a un foso de locura sexualuniversal, de pronto se dio cuenta de que el teatroRex de la calle Mayor también había enloquecido.El escaparate delantero consistía en un largocartel, impreso por el periódico local, que emitíalujuria a voz en grito:

Pase único jueves 22 de agosto

La película más atrevida del año«Pecados de amor»

¡Nunca se ha visto nada parecido!

Vean: un parto naturalUn aborto

Una transfusión de sangreUna operación de cesárea real

Si se desmayan con facilidad, ¡no entren!En todos los pases hay enfermeras tituladas

En el escenario: modelos en directo, entre ellas

La señorita GalvestonGanadora del famoso concurso de hermosura

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De Galveston, Texas

Prohibida la entrada a menores de 16 años

Sesión matinalSolo señoras

Sesión nocturna

Solo hombres

En personaEl profesor Howard Young

Dinámico conferenciante sobre sexoRevelará datos atrevidos

La verdad sobre el amor

Información sin tapujos sobre pecados secretos¡Nada de andarse con rodeos!

Grainier leyó varias veces el anuncio. Se le hizo

un nudo en la garganta y las entrañas le empezarona palpitar y a propagarle por los brazos y piernas

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un tembleque que, aunque ligero, lo convenció deque estaba provocando que la avenida entera sebamboleara como un bote de remo. Se preguntó sihabría perdido el juicio y si debería empezar avisitar a un alienista.

¡Hermosura!Avanzó a tientas hasta el andén cercano del

ferrocarril, a través de una desorientadora brumade deseo. Pecados de amor vendría al pueblo eljueves 22 de agosto. Junto a las puertascomunicantes del vagón de pasajeros que lo estaballevando fuera del pueblo, colgaba un calendarioque le indicaba que ese día era domingo, 11 deagosto.

En su casa del bosque lo estuvieron acosandolos demonios más inmundos de su naturaleza. Laseñorita Galveston se dedicó a visitarlo en sueños.Se despertaba tocándose. No tenía calendario peroiba marcando con el bajo vientre el paso deltiempo que faltaba hasta el jueves 22 de agosto.De día se bañaba casi cada hora en el río helado,

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pero las noches lo volvían a llevar una y otra vezhasta Galveston.

La nube oscura que había en el cielo delnoroeste, bullendo como si fuera un océanoinvertido, tapaba el sol, la luna y las estrellas.Hacía demasiado calor y humedad para dormirdentro de la cabaña. Se montó un camastro en eljardín y empezó a pasar las noches acostado en él,desnudo en medio de una oscuridad sin paliativos.

Después de muchas noches así, la nube sedispersó sin lluvia, el cielo se despejó y el solsalió por la mañana del 22 de agosto. Grainier sedespertó cubierto de rocío en el jardín, calado defrío hasta el tuétano del hueso; sin embargo, encuanto recordó qué día acababa de empezar, se leinflamó el tuétano como si fuera gelatina dequeroseno, y se ruborizó con tanta intensidad quele afloraron lágrimas a los ojos y le empezó amoquear la nariz. Se puso a andar de inmediato endirección al camino, pero enseguida dio mediavuelta para ponerse a pasear frenéticamente por suparcela de tierra. No tenía agallas para presentarse

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aquel día en el pueblo, ni siquiera para coger elcamino que llevaba al pueblo y dejarse ver así,derritiéndose de lujuria por la Reina de Galvestony deseoso de respirar su atmósfera, de inhalar susvapores de sexo, pecado y hermosura. ¡Aquello lomataría! ¡Lo mataría ver el espectáculo y lomataría que lo vieran! En aquel teatro a oscuraslleno de voces sin cuerpo que daban informaciónsin tapujos de los pecados secretos, él se moriría,se vería arrastrado al Infierno y torturadoeternamente en sus partes íntimas ante el repulsivoy apestoso Presidente de toda la Hermosura. Y asíse quedó: desnudo meciéndose de pie en el jardín.

Sus deseos debían de estar completamente fuerade lo natural; era el típico hombre capaz deaparearse con una bestia, o incluso —tal como lohabía oído describir hacía mucho tiempo— decepillarse a una vaca.

Tras doblar el recodo que llevaba detrás de sucasa, se desplomó boca abajo y agarró la hierbaparduzca. Perdió todo contacto con el mundo y nolo recuperó hasta que el sol bañó la casa y el calor

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le empezó a dar picores en el pelo. Se le ocurrióque tal vez un paseo le calmaría la sangre, demanera que echó a andar hacia el camino y luegopor este hasta Placer Creek, a varios kilómetros dedistancia, sin parar ni una vez. Subió hasta la cimadel Deer Ridge, bajó por la ladera opuesta yvolvió a subir hasta la cuenca del Canuck, se pasóhoras enteras de caminata sin pausa, pensandoúnicamente: ¡Hermosura! ¡Hermosura! Lahermosura será mi perdición, terminarézampándomela igual que un perro se zampa uncadáver, revolcándome en ella igual que un perro,terminaré todo pringado y apestando a hermosura.¡Oh, cómo puede Galveston permitir unaexhibición de todo eso! ¡Cómo puede Galvestoncoger a una ramera de la hermosura y coronarlareina!

Al ponerse el sol, dejó de avanzar. Estaba depie sobre un acantilado. Había encontrado elcamino de vuelta hasta una especie de ruedonatural que rodeaba una masa de agua llamadalago Spruce, y ahora bajó la vista para ver el lago

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a docenas de metros más abajo, con la superficieplana igual de lisa y negra que la obsidiana,circundada de un anillo doble de árboles perennesy de sus reflejos. Más allá vio las Rocosascanadienses todavía iluminadas por el sol ycoronadas de nieve, a un centenar de kilómetros dedistancia, como si la tierra se encontrara todavíaen plena creación y las montañas estuvieranextrayendo su sustancia de las nubes. Grainiernunca había visto un paisaje tan grandioso. Losbosques que llenaban su vida estaban tandensamente poblados y eran tan altos que por logeneral le impedían ver lo lejos que abarcaba elmundo, pero ahora mismo le pareció claro quehabía las suficientes montañas como para que atodo el mundo le tocara la suya. La maldición lohabía abandonado, y la infección de lujuria lohabía abandonado para asentarse en uno deaquellos valles lejanos.

Avanzó con cuidado por entre las rocas delrisco, llegó al lago ya en plena oscuridad y se echóa dormir allí, encogido bajo una manta que se

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había fabricado con ramas de píceas, sobre unlecho de píceas, agotado y cómodo. Aquella nochese perdió la exhibición de hermosura del Rex, yjamás supo si se había librado del desastre o sitenía que lamentar la pérdida.

Después de aquello Grainier se pasó dos semanasen casa, a continuación regresó al pueblo y se hizocon un perro, un macho de gran tamaño de los quese usaban en el lejano norte para tirar de lostrineos, y que se convertiría en su amigo durantemuchos años.

Grainier vivió más de ochenta años, hasta bienentrada la década de 1960. Durante su vida viajóen dirección oeste hasta quedarse a sietekilómetros del Pacífico, aunque jamás llegó a verel océano, y en dirección este hasta la poblaciónde Libby, que ya estaba a sesenta kilómetrosdentro de Montana. Tuvo una única amante —sumujer, Gladys—, fue propietario de mediahectárea de tierra, dos yeguas y un carromato.

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Jamás se emborrachó. Jamás adquirió un arma defuego ni habló por teléfono. Viajó habitualmente entren, muchas veces en automóvil y una vez enavioneta. Durante la última década de su vida viola televisión siempre que iba por el pueblo. Jamásaveriguó quiénes eran sus padres y no dejó ningúnheredero.

Casi todo el mundo de la región conocía aRobert Grainier, pero al fallecer mientras dormía,en algún momento de noviembre de 1968, se quedómuerto en su cabaña durante el resto del otoño, ytodo el invierno, y nadie lo echó en falta paranada. Un par de excursionistas hallaron su cadáveren la primavera. Al día siguiente los dosregresaron con un médico, que extendió elcertificado de defunción y, turnándose con una palaque encontraron apoyada en la cabaña, los trescavaron un hoyo en el jardín, que es donde yaceRobert Grainier.

El día en que compró el perro de trineo en

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Bonners Ferry, Grainier se quedó a pasar la nocheen casa del doctor Sims, el veterinario, cuya mujeralquilaba habitaciones. El doctor había conseguidoentradas para ir a ver el espectáculo que se estabarepresentando por entonces en el teatro Rex, unademostración de los talentos de Theodore elCaballo Prodigioso, gracias a que le habíapracticado un reconocimiento en calidad deveterinario a su estrella, es decir, a Theodore, elcaballo. Theodore tenía sangre en las heces, segúnel vaquero al que pertenecía. Era mala señal.

—Más le vale a usted coger esta entrada e ir amaravillarse de sus talentos ahora —le dijo elveterinario a Grainier, insistiendo a su inquilinopara que le aceptara una de las entradas—, porquedentro de medio año no me sorprenderá nada verloconvertido en comida para perros y reducido amucílago.

Grainier se sentó aquella noche en la oscuridaddel teatro Rex, en medio de un público compuestode gente muy parecida a él: su gente, la genteencallecida de las montañas del noroeste, la

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mayoría bastante más impresionados por elatuendo resplandeciente del propietario deTheodore y por su lazo mágico que por el propioTheodore, que les enseñó que sabía sumar y restargolpeando el suelo del escenario con sus cascos eincorporarse sobre los cuartos traseros y girarsobre sí mismo y hacer otras cosas que cualquierade ellos habría podido adiestrar a un caballo paraque hiciera.

Aquella velada de 1935, el espectáculo delcaballo prodigioso incluía a un niño-lobo. Llevabapuesta una máscara de pelo y un traje que parecíade pelo pero que en realidad era de otra cosa.Bajo el resplandor de la luz eléctrica, plateada yazul, el niño-lobo retozaba y brincaba por elescenario de tal forma que los espectadores noestaban seguros de si se suponía que tenían quereírse de él.

Ya estaban listos para reírse a fin de demostrarque no los habían engañado. Habían visto y sehabían reído de cosas como el Niño Imán y elNiño Pollo y el Profesor de Tonterías, y de

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malabaristas que se dejaban caer en la cabezabolos que en realidad no estaban hechos demadera. Les habían dado su dinero a predicadoresque les habían elevado el ánimo y habíanbautizado a veintenas de ellos y después se habíanrevolcado borrachos en la aldea kootenai y habíanfornicado con las indias. Aquella noche,enfrentados al espectáculo de aquel monstruofalso, al principio se mostraron callados. Luegouna pareja hizo un par de comentarios que sonabana preguntas, un hombre se puso a graznar como unganso en la oscuridad, y por fin la gente sepermitió burlarse del niño-lobo.

Pero luego se callaron todos a la vez, y bastantede repente, cuando el niño se detuvo en el centrodel escenario, con los brazos extendidos, se quedórígido y se echó a temblar con una serie demovimientos interiores tremendos. Ninguno de lospresentes había visto nunca a nadie quedarse tanquieto y sin embargo tan extrañamente móvil. Echóla cabeza hacia atrás hasta que el cuero cabelludole tocó el espinazo, así de atrás, a continuación

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abrió la garganta y por el auditorio se elevó unsonido parecido al de un viento que viniera detodas direcciones, grave y aterrador, retumbandodesde la tierra que había debajo del suelo delteatro, y el ruido se convirtió en un bramido queabsorbió la audición misma, y se fundió en una vozque penetró en los senos y finalmente en las mentesmismas de quienes lo oían, elevándose más y más,volviéndose más y más espantoso y hermoso, elideal originario de todos los sonidos que algunavez habían existido, el sonido de la sirena deniebla y de la sirena de navío, del silbato solitariode la locomotora, de los cantantes de ópera y de lamúsica de flautas y del gemido constante de lasgaitas. Y de pronto todo se volvió negro. Y aquellaépoca desapareció para siempre.

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Denis Johnson nació en Múnich, pero se crió enTokio, Manila y Washington. Apenas habla con losmedios y vive recluido en Idaho con su familia.Desde la publicación de sus primeras obras seconvirtió en un autor de culto en Estados Unidos.Ha recibido la beca Lanna Fellowship y elWhiting Writer’s Award, entre otros muchosgalardones. En 2007 le fue concedido el NationalBook Award por su novela Árbol de Humo(Literatura Random House, 2008). También esautor de Hijo de Jesús, El nombre del mundo y lanovela negra Que nadie se mueva, las trespublicadas en esta editorial. Acaba de entregar elmanuscrito de su última novela, The LaughingMonsters, de próxima publicación en este sello.

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Título original: Train Dreams. A novella Edición en formato digital: enero de 2015 © 2002, Denis JohnsonPublicado por acuerdo con Farrar, Straus and Giroux, LLC,Nueva York© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona© 2015, Javier Calvo Perales, por la traducción Diseño de portada: Penguin Random House GrupoEditorialIlustración de portada: © Jamie Heiden Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección delcopyright. El copyright estimula la creatividad, defiende ladiversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve lalibre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por compraruna edición autorizada de este libro y por respetar las leyes delcopyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obrapor ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a losautores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros paratodos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos

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Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algúnfragmento de esta obra. ISBN: 978-84-397-2976-1 Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P. www.megustaleer.com

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