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Introducción: la sólida y antigua Scala Naturae El antropocentrismo es la suposición de que el ser humano es un ser especial dentro de la naturaleza y superior al resto de los seres vivos. En filosofía, esta idea es muy antigua y se remonta al menos a 2500 años atrás, mediante una poderosa metáfora: la Scala Naturae aristotélica. Esta versión antropocéntrica ha sido muy influyente también en teología (la escolástica de Tomás de Aquino, 1960) e, incluso, en la ciencia contemporánea, a pesar de la irrupción de la teoría de la evolución de Darwin (1859, 1872). En su versión medieval (ver Lovejoy, 1969), la pintoresca escala tenía en la parte más baja al Infierno y todos sus habitantes (el Diablo y todos los pecadores ardiendo eternamente). Más arriba, estaban los seres inertes del mundo: las rocas, el agua, etc. Subiendo un peldaño, encontrábamos los seres vivos no animados: las plantas, en todas sus formas. Un poco más arriba, se encontraban los seres animados inferiores: los animales. Más arriba, estaban los hombres (por cierto, las mujeres no aparecen en la alegoría). Por encima de los hombres estaban los ángeles, luego los arcángeles y, por último en la cima, el Padre Celestial. Es importante anotar que la idea de la escala natural no es necesariamente incompatible con la idea de la evolución. En ese sentido, es posible dividir las versiones de la escala en dos: aquellas creacionistas (más compatibles con el teocentrismo cristiano) y aquellas evolucionistas (más compatibles con el antropocentrismo filosófico y científico pre-darwiniano). Siguiendo esta última línea, fue Jean- Baptiste Lamarck el primer naturalista en desarrollar una idea filogenética de la evolución. No obstante, la evolución decimonónica de Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, basada en la selección natural (más exactamente en los mecanismos de variación y selección), cambió la escala natural por un árbol frondoso (ver Mayr, 1985). A pesar de la revolución Darwin y Wallace, el teocentrismo y el antropocentrismo sustentados en la sólida Scala Naturae siguen vigentes 150 años después. Es fácil identificar un discurso basado en la idea de la escala de la naturaleza, cuando incluye la pregunta: ¿Qué diferencia al hombre de los animales? Mientras que en el árbol darwiniano la especie humana es una más entre las ramas (distinta pero no superior), las diferentes formas de antropocentrismo han generado las siguientes clases de respuestas: • Típica respuesta teológica: los seres humanos somos seres espirituales además de seres materiales; los animales son materiales pero no son seres espirituales, pues no están hechos a imagen y semejanza de Dios (por ejemplo: la Suma Teológica: Santo Tomás de Aquino, 1960). • Típica respuesta filosófica: los seres humanos son racionales gracias a que poseen doble naturaleza: cuerpo y alma; los animales son autómatas que sólo poseen cuerpo pero no alma (Descartes, 1976). • Típica respuesta científica: los seres humanos poseen, a diferencia de los animales, lenguaje, cultura y autoconciencia. Un ejemplo paradójico es la obra de Friedrich Engels “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre” (Engels, 1996). Aunque esta obra está catalogada como un clásico del “darwinismo social”, realmente es antropocéntrica en cuanto distingue tajantemente al mono del hombre en las dimensiones mencionadas, sintetizadas en el trabajo. Como puede apreciarse, los fortines antropocéntricos han sobrevivido en la filosofía y en la ciencia. En el caso particular de la ciencia psicológica del siglo XX, el antropocentrismo se puede apreciar fácilmente en la corriente principal (mainstream) de la psicología del desarrollo cognoscitivo, liderada por Jean Piaget y Lev Vygotski (ver Shaffer, 2000). Si bien estos dos grandes de la psicología difieren en su enfoque acerca del origen del pensamiento y del lenguaje en los seres humanos (Piaget sustentado en la maduración biológica y Vygotski sustentado en la historia y la cultura), ambos estarían de acuerdo en que sus objetos de estudio, pensamiento y lenguaje, se pueden definir precisamente como aquellos procesos psicológicos superiores (con esta expresión en cursiva reaparece la escala natural), que nos distinguen de las demás especies. Con todo lo anterior, los fortines antropocéntricos desde el siglo XIX comenzaron poco a poco a reducirse, no sólo por el avance de la teoría de la evolución basada en la selección natural sino por la creciente acumulación ENSAYO ¿SON EL LENGUAJE, LA CULTURA Y LA AUTOCONCIENCIA CAPACIDADES EXCLUSIVAMENTE HUMANAS? Andrés M. Pérez-Acosta * UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA 26 Laberinto *Profesor Titular, Programa de Psicología, Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud, Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: [email protected]; http://www.infopsicologica.com/andres/datos.htm. Laberinto, 2010, Vol 10 No. 2 , 26-30

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Introducción: la sólida y antigua Scala Naturae

El antropocentrismo es la suposición de que el ser humano es un ser especial dentro de la naturaleza y superior al resto de los seres vivos. En filosofía, esta idea es muy antigua y se remonta al menos a 2500 años atrás, mediante una poderosa metáfora: la Scala Naturae aristotélica. Esta versión antropocéntrica ha sido muy influyente también en teología (la escolástica de Tomás de Aquino, 1960) e, incluso, en la ciencia contemporánea, a pesar de la irrupción de la teoría de la evolución de Darwin (1859, 1872).

En su versión medieval (ver Lovejoy, 1969), la pintoresca escala tenía en la parte más baja al Infierno y todos sus habitantes (el Diablo y todos los pecadores ardiendo eternamente). Más arriba, estaban los seres inertes del mundo: las rocas, el agua, etc. Subiendo un peldaño, encontrábamos los seres vivos no animados: las plantas, en todas sus formas. Un poco más arriba, se encontraban los seres animados inferiores: los animales. Más arriba, estaban los hombres (por cierto, las mujeres no aparecen en la alegoría). Por encima de los hombres estaban los ángeles, luego los arcángeles y, por último en la cima, el Padre Celestial.

Es importante anotar que la idea de la escala natural no es necesariamente incompatible con la idea de la evolución. En ese sentido, es posible dividir las versiones de la escala en dos: aquellas creacionistas (más compatibles con el teocentrismo cristiano) y aquellas evolucionistas (más compatibles con el antropocentrismo filosófico y científico pre-darwiniano). Siguiendo esta última línea, fue Jean-Baptiste Lamarck el primer naturalista en desarrollar una idea filogenética de la evolución. No obstante, la evolución decimonónica de Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, basada en la selección natural (más exactamente en los mecanismos de variación y selección), cambió la escala natural por un árbol frondoso (ver Mayr, 1985).

A pesar de la revolución Darwin y Wallace, el teocentrismo y el antropocentrismo sustentados en la sólida Scala Naturae siguen vigentes 150 años después. Es fácil identificar un discurso basado en la idea de la escala de la naturaleza,

cuando incluye la pregunta: ¿Qué diferencia al hombre de los animales? Mientras que en el árbol darwiniano la especie humana es una más entre las ramas (distinta pero no superior), las diferentes formas de antropocentrismo han generado las siguientes clases de respuestas:

• Típica respuesta teológica: los seres humanos somos seres espirituales además de seres materiales; los animales son materiales pero no son seres espirituales, pues no están hechos a imagen y semejanza de Dios (por ejemplo: la Suma Teológica: Santo Tomás de Aquino, 1960).

• Típica respuesta filosófica: los seres humanos son racionales gracias a que poseen doble naturaleza: cuerpo y alma; los animales son autómatas que sólo poseen cuerpo pero no alma (Descartes, 1976).

• Típica respuesta científica: los seres humanos poseen, a diferencia de los animales, lenguaje, cultura y autoconciencia. Un ejemplo paradójico es la obra de Friedrich Engels “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre” (Engels, 1996). Aunque esta obra está catalogada como un clásico del “darwinismo social”, realmente es antropocéntrica en cuanto distingue tajantemente al mono del hombre en las dimensiones mencionadas, sintetizadas en el trabajo.

Como puede apreciarse, los fortines antropocéntricos han sobrevivido en la filosofía y en la ciencia. En el caso particular de la ciencia psicológica del siglo XX, el antropocentrismo se puede apreciar fácilmente en la corriente principal (mainstream) de la psicología del desarrollo cognoscitivo, liderada por Jean Piaget y Lev Vygotski (ver Shaffer, 2000). Si bien estos dos grandes de la psicología difieren en su enfoque acerca del origen del pensamiento y del lenguaje en los seres humanos (Piaget sustentado en la maduración biológica y Vygotski sustentado en la historia y la cultura), ambos estarían de acuerdo en que sus objetos de estudio, pensamiento y lenguaje, se pueden definir precisamente como aquellos procesos psicológicos superiores (con esta expresión en cursiva reaparece la escala natural), que nos distinguen de las demás especies.

Con todo lo anterior, los fortines antropocéntricos desde el siglo XIX comenzaron poco a poco a reducirse, no sólo por el avance de la teoría de la evolución basada en la selección natural sino por la creciente acumulación

ENSAYO¿SON EL LENGUAJE, LA CULTURA Y LA AUTOCONCIENCIA CAPACIDADES

EXCLUSIVAMENTE HUMANAS?

Andrés M. Pérez-Acosta * UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

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*Profesor Titular, Programa de Psicología, Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud, Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: [email protected]; http://www.infopsicologica.com/andres/datos.htm.

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de evidencia empírica en campos como la genética, las neurociencias y las ciencias del comportamiento. En ese sentido, ha sido decisivo el aporte del Proyecto Genoma Humano (Human Genome Project)2 , el cual, entre 1990 y 2003, logró completar la secuencia de 3 mil millones de subunidades o bases de ADN de nuestra especie.

Además de intervenir sobre el origen de muchas enfermedades hereditarias, el conocimiento del genoma humano ahora permite también conocer la relación exacta con los genomas de otras especies y saber qué tanto estamos cercanos o lejanos de cualquier otro ser vivo. Un ejemplo muy interesante al respecto fue publicado recientemente en la revista Nature (Konopka y colaboradores, 12 de noviembre de 2009). En este informe, el equipo dirigido por el Dr. Daniel Geschwind (Universidad de California en Los Ángeles) informó acerca del papel del gen FOXP2 en el desarrollo del sistema nervioso central, en particular del lenguaje. Este gen, curiosamente, difiere muy poco de su homólogo en el chimpancé. Ciento cincuenta años después del Origen de las Especies, se halla por primera vez un gen que muestra, al mismo tiempo, la continuidad y la diferenciación mental entre el ser humano y el chimpancé.

Veamos a continuación algunas evidencias contemporáneas desde las ciencias del comportamiento animal (especialmente la psicología comparada y la etología) acerca de la continuidad mental entre el hombre y los animales, que han contribuido a derribar fortines antropocéntricos cada vez más altos: lenguaje, cultura y autoconciencia.

Lenguaje

El hombre ha sido definido como “un animal que habla”. El lenguaje, entendido como la forma particular de comunicación de nuestra especie, ha sido históricamente planteado como un rasgo único y distintivo con respecto a otras especies (ver Chomsky, 1972). Sin embargo, la investigación sobre las formas de comunicación en otras especies y sobre el mismo lenguaje han relativizado esta certeza en dos sentidos: 1) varios aspectos del lenguaje pueden ser entrenados en otras especies; 2) la comunicación animal no es tan simple como se creía antes. La primera relativización ha sido abordada especialmente por la psicología comparada (ver Domjan, 1999) y la segunda por la etología (ver Estrada, 1989).

A lo largo del siglo XX, se han efectuado varios intentos infructuosos de enseñar el lenguaje hablado a chimpancés (ver A. J. Premack, 1976), pero esta situación cambió radicalmente en los años sesenta con el trabajo de Allen y Beatrice Gardner, quienes ofrecieron una solución distinta:

enseñar lenguaje de signos a una chimpancé hembra llamada Washoe (Gardner & Gardner, 1969). Luego de un entrenamiento de 51 meses, Washoe no sólo aprendió a comunicar con señas más de 100 palabras sino que también las enseñó espontáneamente a otros chimpancés.

El éxito de los Gardner con Washoe animó a otros investigadores en psicología comparada a efectuar entrenamientos adaptados a otras especies (ver Domjan, 1999): gorilas, delfines, leones marinos e, incluso, un loro gris africano. El uso productivo del lenguaje humano de signos y de lenguajes artificiales, basado en signos completamente nuevos denominados “lexigramas” forzó a cambiar la pregunta radical de si los animales podían o no aprender el lenguaje por la pregunta de qué componentes de la capacidad lingüística podían ser adquiridos por otras especies.

El fortín antropocéntrico del lenguaje sufrió un duro golpe en los años ochenta, gracias a un chimpancé bonobo llamado Kanzi, entrenado en el ya famoso Centro de Investigación del Lenguaje de la Universidad Estatal de Georgia, Estados Unidos. Además de aprender a usar lexigramas, Kanzi sorprendió con su capacidad de comprender el lenguaje hablado en inglés, emitido por un sintetizador y escuchado mediante unos audífonos (Savage-Rumbaugh y colaboradores, 1986). Kanzi también logró reproducir instrucciones dadas con sus propias acciones (algunas veces de manera creativa e inesperada para sus entrenadores). En síntesis, como bien afirma Domjan (1999, p. 375):

“La complejidad del lenguaje de Kanzi prueba que muchas habilidades lingüísticas importantes no sólo

son atributos humanos. Luego, pues, estos resultados reivindican la opinión de Darwin de que las facultades y las habilidades humanas, al parecer únicas, no reflejan

una discontinuidad en el reino animal.”

No obstante, todos los resultados mencionados han sido logrados por animales experimentales, fuera de su entorno natural. ¿Qué sucede con las formas de comunicación animal fuera del laboratorio? La etología, rama de la biología que estudia el comportamiento animal, ha preferido los estudios en los ecosistemas propios de las especies (Thews, 1975). Con esa metodología, los etólogos que han estudiado las formas específicas de comunicación de los animales (ver Smith, 1982), incluyendo la comunicación oral de los primates, la cual presenta similitudes con varios aspectos del lenguaje humano: aspectos emocionales, cognoscitivos y culturales, es decir, el hallazgo de dialectos dentro de una misma especie (ver Estrada, 1989). Al respecto, el etólogo mexicano Alejandro

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Estrada (1989, p. 116) concluye:

“Los datos sobre la complejidad de la comunicación de los primates sugieren que los homínidos eran criaturas

que tenían un tipo de comunicación parecido al de los monos y cuya maquinaria auditivo-comunicativa

estaba más que lista para desempeñar funciones “primitivas” del habla como las que se han observado

en los primates actuales. Esa suposición considera que el habla humana tiene una historia más larga de la que se había considerado anteriormente y que tiene bases

neurológicas complejas compartidas por todos los miembros de la especie a pesar de la diversidad de sus

lenguajes”.

El descubrimiento de los dialectos dentro de las especies primates llama la atención sobre otro fortín antropocéntrico que en las últimas décadas se ha visto mermado con los estudios experimentalistas y naturalistas del comportamiento animal: la cultura.

Cultura

La palabra latina “cultura”, según nos muestra el siempre útil Diccionario de la Real Academia Española3, significa originalmente “cultivo” o “crianza”. Además, la definición más compleja que nos muestra la RAE de cultura es: “Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimiento y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”. Bajo esta definición, la cultura se ha convertido en el objeto de estudio contemporáneo de la antropología social o cultural, en oposición a la antropología biológica o física. Detrás de esta distinción disciplinar, está la oposición cultura-naturaleza, en la cual la cultura corresponde a la dimensión humana que es única, mientras que naturaleza corresponde a la dimensión humana que es compartida con otras especies.

La cultura tiene tres características que, a la larga, han minado su propia esencia de fortín antropocéntrico: 1) está basada en comportamientos aprendidos (es decir, no heredados); 2) esos comportamientos son modelados por otros miembros de la especie (es decir, se aprenden por observación); y 3) esos comportamientos adquiridos se transmiten por generaciones dentro de grupos específicos (tradiciones). Precisamente cada una de estas tres características se han evidenciado en muchos estudios de campo y de laboratorio con otras especies, a lo largo del siglo XX (ver Nieto y Cabrera, 1994).

En primer lugar, la capacidad de aprendizaje de los animales, desde los invertebrados hasta los primates, ha alimentado a una disciplina ya centenaria que es la

psicología básica del aprendizaje (ver Domjan, 1999), que es el legado de dos grandes pioneros: el fisiólogo ruso Ivan Pavlov y el psicólogo norteamericano Edward Thorndike (Mackintosh, 1994). Desde finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, se ha acumulado una gran cantidad de evidencia empírica sobre la capacidad de casi todos los animales de cambiar su conocimiento y su comportamiento en función de la experiencia. Los capítulos 12, 13 y 14 de “Psicología comparada: evolución y desarrollo del comportamiento” (Papini, 2009) ilustran suficientemente todo este legado, subrayando el carácter evolutivo, filogenético y ontogenético, del aprendizaje.

Entre las formas de aprendizaje mostradas por los animales se encuentra también el aprendizaje por observación o modelamiento (Nieto y Cabrera, 1994). Lo anterior quiere decir que el aprendizaje animal no sólo se da por experiencia directa de cada individuo sino a partir de la experiencia de otros individuos. Esta conclusión ha sido lograda con metodologías experimentales propias de la psicología comparada (Mineka & Cook, 1988) y con metodologías naturalistas propias de la etología y la sociobiología (Lefebvre, 1986). Entre las especies que muestran aprendizaje por observación encontramos monos Rhesus (modelando miedo a las serpientes: Mineka & Cook, 1988) y palomas (modelando una forma especial de consecución de alimento: Palameta & Lefebvre, 1985).

Pero la cultura no requiere únicamente que unos individuos aprendan de otros. Es fundamental que esas conductas se transmitan de generación en generación, es decir, que se formen tradiciones dentro de grupos sub-específicos. La evidencia proporcionada por la etología y la psicología comparada al respecto ya es vieja y variada: desde los pájaros de un sector de Londres que aprendieron a obtener crema de los frascos de leche repartidos en las mañanas a lo largo de una década (Fisher & Hinde, 1949), pasando por los macacos de la isla japonesa Koshima que transmitieron al menos en dos generaciones la costumbre de lavar papas antes de comérselas (Kawai, 1965) hasta palomas que aprendieron experimentalmente a romper un tapón de hule que tapaba un tubo invertido con comida (Nieto y colaboradores, 1987).

Toda esta evidencia ha llevado a la construcción de nuevas definiciones de cultura, opuestas a la tradición antropocéntrica de las ciencias sociales. La más popular es aquella evolucionista basada en el concepto de meme diseñado por el etólogo británico Richard Dawkins (1976). Los memes son los análogos culturales de los genes, es decir, son las unidades básicas de transmisión de información cultural, que van de un cerebro a otro, y que, al igual que los genes, se autoreplican y se someten a presiones selectivas. A Dawkins se le unió el filósofo

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español Jesús Mosterín (1993), quien redefinió la cultura como información transmitida por aprendizaje social entre animales de la misma especie. Aunque la tradición evolucionista en ciencias sociales no es la dominante, la cultura hace mucho tiempo dejó de ser un fortín antropocéntrico intacto.

AutoconcienciaLa conciencia es uno de los problemas más espinosos en

el mundo de la psicología y de la ciencia en general (Rozo y Pérez-Acosta, 2010). El reto de la conciencia comienza con su ambigüedad conceptual (ver Díaz, 2007). El psicólogo Thomas Natsoulas (1983) detectó al menos seis sentidos distintos del término conciencia: 1) el social; 2) el personal; 3) el percatarse; 4) la autoconciencia; 5) la totalidad de la experiencia; 6) el estado de alerta o vigilia. De todos estos sentidos, el de autoconciencia (self-awareness), o conocimiento de sí mismo, es el que nos interesa como uno de los fortines antropocéntricos que han sido retados en las últimas décadas (ver Pérez-Acosta y colaboradores, 2001).

Una buena parte de la comunidad filosófica científica contemporánea asume que la autoconciencia es una capacidad que se restringe a los seres humanos o, siendo generosos, al hombre y a los grandes monos antropomorfos (González-Castán, 1999). No parece haber ya discusión en cuanto a la capacidad animal de “conciencia directa” o conocimiento del mundo que rodea al individuo, cuyo estudio inauguró el campo de la cognición animal (ver Mackintosh, 1994). Pero la autoconciencia, en el sentido cognoscitivo del término, sigue siendo hoy uno de los últimos fortines antropocéntricos.

Si bien la psicología comparada de la conciencia tiene en George Romanes, discípulo de Darwin, a un temprano pionero en el siglo XIX (ver Papini, 2009), la evidencia de continuidad mental recogida por Romanes (1882) fue fundamentalmente anecdótica. Un siglo después, la psicología comparada de la autoconciencia se reactivó gracias a la metodología y al refinamiento metodológico (Burghardt, 1985). Un buen ejemplo de finales del siglo XX es el estudio experimental de la “metamemoria” (conocimiento sobre lo que se recuerda y lo que no se recuerda: Inman & Shettleworth, 1999). En un interesante estudio sobre este “automonitoreo de memoria”, Smith, Shields, Allendoerfer y Washburn (1998) demostraron que por igual monos y estudiantes de pregrado evitan de manera selectiva tareas de reconocimiento serial que son más difíciles que otras, cuando se les daba la oportunidad de escoger entre varias claves asociadas a cada una de las tareas.

Además de las diversas demostraciones de autoconciencia animal de las últimas décadas (Pérez-Acosta y colaboradores, 2001; Díaz, 2007), se ha reportado en las últimas décadas evidencia de una capacidad más

compleja aún: la teoría de la mente (atribución de creencias y deseos en otros individuos: Rivière, 1991). Hace tres décadas, Woodruff y Premack (1979) reportaron teoría de la mente en chimpancés, en particular engaño intencional, precisamente aquellos mismos sujetos que demostraron capacidades de comunicación con características lingüísticas. También hay indicios de teoría de la mente en grandes simios como los gorilas y orangutanes (Rivière, 1991).

Los resultados empíricos de estos estudios son, al parecer, incontestables. Pero el problema conceptual de la autoconciencia sigue sin resolverse (Díaz, 2007). ¿Qué es lo que están mostrando los animales? Actualmente en psicología hay dos tipos de respuestas: las cognitivas (Gallup, 1985) y las conductuales (Dymond y Barnes, 1997). Las primeras tienden a explicar la conciencia en términos de procesos o capacidades internas del individuo que le permiten autoconocerse (como el self, la metamemoria, la teoría de la mente, etc.). Las segundas, menos populares pero más parsimoniosas (Benjumea Rodríguez y Pérez-Acosta, 2004), enfatizan más la idea de que la autoconciencia se trata de un producto conductual de una forma especial de control de estímulos internos (autodiscriminación condicional: Dymond y Barnes, 1997; Pérez-Acosta y colaboradores, 2001).

Aunque los hallazgos sobre autoconciencia animal tienen sus detractores dentro de la misma comunidad de la psicología comparada (Heyes, 1993), la importante acumulación de estudios empíricos controlados en diferentes especies vertebradas, a su vez conscientes de la importancia de superar interpretaciones antropomórficas y de respetar el canon de parsimonia de Morgan (Díaz, 2007; Papini, 2009), están dejado huecos en el muro antropocéntrico más alto: el de la autoconciencia.

Referencias

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