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Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda y otros textos

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Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda

y otros textos

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Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda

y otros textos

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Este libelo es gratuito.

Copia, difunde y colorea.

Biblioteca Anarquista La RevoltosaAlcorcón, Marzo 2017

bibliotecalarevoltosa@gmail.comwww.bibliotecalarevoltosa.wordpress.com

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ÍNDICE

Introducción ............................................................................ 7

Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda - David Graeber.... 11

La huelga - Günther Anders ...................................................... 19

“La medialidad”: ya no “somos actuantes” sino solo colaboradores - Günther Anders ......................................................................... 23

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INTRODUCCIÓN

En estos años de paro forzoso hemos asistido a diversas huelgas que, además, de moverse en unos cauces sindicales-huelguísticos bas-tante clásicos, han hecho una defensa a ultranza de los puestos de trabajo sin cues-tionarse por qué o para qué, y presentando la conservación de dichos puestos como una gran victoria de la clase obrera.

Inmersos como estamos en la espiral de trabajo asala-riado-consumo-trabajo asala-riado... -y hasta que no seamos capaces de sustituirla por otra

cosa- no pretendemos repartir las culpas señalándonos a todos/as como culpables de que se realicen determinados trabajos. Quien más, quien menos, ha trabajado alguna vez en curros de mierda por pura supervivencia -y, de momento, nos tocará seguir haciéndolo. Esa no es la cuestión.

Sin entrar aquí a debatir qué es para cada uno/a un trabajo de mierda, el asunto que queremos poner encima de la mesa es, por un lado, si lo que producimos (es decir, el resultado del proceso en el que participamos como trabajadores/as) contribuye a una mejora -no sólo material- de las personas, si cubre alguna de sus necesidades, si se pro-duce de una manera que atente contra la ética y la racionalidad humana y contra el medio, o si solo existe como simple producto que se vende y sirve, además, para pagar las nóminas; y por otro lado, cuestionar la

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defensa ciega que se hace de los puestos de trabajo cuando surge algún conflicto laboral. En estos conflictos, el tema mencionado suele brillar por su ausencia, no estando relegado a un segundo plano sino directa-mente quedando sin plantear.

Resultaría quizás muy evidente aplicar este cuestionamiento, por ejemplo, a la producción de la coca-cola o a la industria del armamento pero debería extenderse a todo tipo de labor asalariada que podemos desempeñar hoy día. La terrible pregunta “¿es socialmente útil el trabajo que estoy realizando?” -acompañadas de otras como “¿es necesario lo que hago” o “¿qué sucedería si se dejara de hacer?”- debería rondar nuestras cabezas, a menos que (como sucede en no pocos casos) nos encontremos a gusto y plenamente identificados con nuestra situación. Únicamente a partir de estas preguntas, la defensa de los puestos de trabajo podría empezar a adquirir un tono reivindicativo y verdadera-mente radical puesto que tendría en el horizonte una finalidad más allá del mero sustento económico.

Nos consta que durante la huelga de Coca-cola ha habido personas que han preferido desertar de su puesto a continuar en él a pesar de las sentencias judiciales favorables, siendo esas personas, a nuestro juicio, las más lúcidas en todo este conflicto, ya que, han introducido una reflexión que está ausente en el discurso “oficial” mayoritario (y por ello, además, han sufrido las consecuencias de una prolongada estancia en el paro y una precaria situación económica familiar).

Se hace difícil defender determinados trabajos si no se observan desde la óptica exclusivamente monetaria de sus trabajadores/as. ¿Cómo respaldar el “trabajo” de periodistas de El Mundo o de Tele-madrid que intoxican y calumnian a diario en sus medios cuando sufren un ERE? ¿Cómo defender a los/as empleados/as de banca que trabajan para entidades que se nutren de la usura y pueden destrozar tan fácilmente la vida de una familia? ¿Debemos entender el trabajo de un funcionario/a de prisiones como el de otra persona cualquiera que siembra hortalizas para comer o produce un tornillo para un auto-

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móvil?

No nos llevemos a engaño: no existe neutralidad en los trabajos men-cionados pero tampoco en cualquiera de los que podamos realizar en la actualidad.

Por ello, y para dar pié a una reflexión crítica respecto al tema, pre-sentamos los tres textos que incluimos en esta recopilación.

El primero de ellos, es un texto publicado en el periódico Todo por hacer y que ha recibido abundante difusión a través de internet: Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda, del antropólogo David Graeber. Una de las materias que aborda es la necesidad -paradójica- del capita-lismo de crear puestos de trabajo absurdos y de la frustración que esto genera. Asismismo, el artículo tiene el acierto de introducir el debate sobre el valor social de los trabajos.

A este texto, le suceden otros dos del autor de origen judío Günther Anders. En primer lugar, trascribimos el parágrafo titulado La Huelga, extractado del texto Los muertos. Discurso sobre las tres guerras mundiales, publicado en el año 1965, en el que reflexiona mediante un ejemplo concreto lo mencionado más arriba sobre las huelgas y la defensa de los puestos de trabajo.

El segundo de los textos de Anders está sacado de la obra La obso-lescencia del hombre (Vol.I), publicado originalmente en 1956, y que, aunque referido en concreto a la ceguera respecto a la existencia de la bomba nuclear y del “apocalipsis” que conlleva, nos habla también de la conformación del sujeto como ente pasivo y colaborador a partir de la interpretación del trabajo y del producto del mismo como algo “moralmente neutro” (algo a lo que ya hace alusión también el artículo anterior).

Sirvan estos textos para abrir el debate.

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David Graeber

SOBRE EL FENÓMENOS DE LOS TRABAJOS DE MIERDA

[Texto originalmente publicado en Strike! Magazine; traducción revisada y adaptada por la publicación Todo por Hacer]

En el año 1930, John Maynard Keynes predijo que, para finales del Siglo XX, la tecnología habría avanzado lo suficiente para que países como Gran Bretaña o EEUU hubieran conseguido una semana laboral de 15 horas. Hay muchas razones para creer que estaba en lo cierto: en términos tecnológicos, seríamos perfectamente capaces. Y sin embargo, nada más lejos de la realidad. En su lugar la tecnología ha sido empleada para inventar maneras de hacernos trabajar más a todos/as. Para alcanzar este fin ha habido que crear puestos de tra-bajo que son, a todas luces, inútiles. Gran cantidad de personas, sobre todo en Europa y Norteamérica, pasan la totalidad de su vida laboral desempeñando tareas que, en el fondo, creen bastante innecesarias. El daño moral y espiritual derivado de estas situaciones es profundo. Se trata de una cicatriz sobre nuestro alma colectiva. Sin embargo, apenas se habla sobre el tema.

¿Por qué nunca llegó a materializarse la utopía prometida por Keynes (aún esperada con impaciencia en los años 1960)? La respuesta más manida hoy en día dice que no supo predecir el incremento masivo del consumismo. Ante la elección de currar menos horas u obtener más juguetes y placeres hemos, colectivamente, optado por la segunda opción. Si bien esto daría para una bonita historia moralista, una breve reflexión nos demuestra que no se puede tratar de eso, que la respuesta no es tan sencilla. Sí, hemos sido testigo de la creación de una variedad interminable de nuevos trabajos e industrias desde la década de los años 1920, pero muy pocos tienen algo que ver con la producción y

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distribución de sushi, iPhones o zapatillas deportivas molonas.

¿Entonces cuáles son estos nuevos trabajos, exactamente? Un estudio reciente comparando la situación del empleo en EEUU entre 1910 y 2000 nos da una respuesta bastante clara (y extrapolable a los países europeos). A lo largo del siglo pasado el número de trabajadores/as empleados/as como personal de servicio doméstico, en la industria y en el sector agrícola se ha desplomado de forma dramática. Al mismo tiempo, las categorías de “profesionales, directivos, administrativos, comerciales y trabajado res de servicios varios” han triplicado sus números, creciendo “de un cuarto a tres cuartos del empleo total”. En otras palabras, los trabajos productivos, exactamente como se predijo, han sido en gran parte sustituidos por procesos automatizados (incluso si contamos a los/as trabajadores/as de la industria globalmente, inclu-yendo a las masas trabajadoras en India y China, el número de estos/as trabajadores/as sigue estando lejos de alcanzar el gran porcentaje de la población mundial que suponía antes).

Pero en lugar de permitir una reducción masiva de horas de trabajo que permitiera a la población mundial dedicarse a la consecución de sus propios proyectos, placeres, visiones e ideas, hemos visto la infla-ción no tanto del sector “servicios” como del sector administrativo, incluyendo la creación de industrias enteras como la de los servicios financieros o el telemarketing, o la expansión sin precedentes de sec-tores como el del derecho empresarial, la administración educativa y sanitaria, los recursos humanos y las relaciones públicas. Y estas cifras ni siquiera reflejan a todas aquellas personas cuyo trabajo consiste en proporcionar soporte administrativo, técnico o de seguridad para es tas industrias, o, es más, todo un sinfín de industrias secundarias (pasea-dores de perros, repartidores nocturnos de pizza), que solo existen porque todo el mundo pasa la mayoría de su tiempo trabajando en todo lo demás.

Estos son a los que yo propongo llamar trabajos de mierda. Trabajos absurdos.

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Es como si alguien estuviera por ahí inventando trabajos inútiles por el mero hecho de mantenernos a todos/as trabajando. Y aquí, pre-cisamente, radica el misterio. En el capitalismo, esto es precisamente lo que se supone que no debería pasar. Por supuesto, en los viejos e inefi-cientes Estados socialistas como la Unión Soviética, donde el empleo era considerado tanto un derecho como un deber sagrado, el sistema inventaba tantos puestos de trabajo como era necesario (esto es por lo que en los grandes almacenes soviéticos había tres dependientes/as para vender un trozo de carne). Pero, desde luego, este es el tipo de problema que la competencia generada por el libre mercado se suponía que solucionaba. De acuerdo con la teoría económica, al menos, lo último que una empresa con ánimo de lucro pretende hacer es pagar dinero a trabajadores/as a los/as que realmente no necesita emplear. Sin embargo, de alguna manera, esto ocurre.

A pesar de que las empresas pueden efectuar implacables reduc-ciones de plantilla, los despidos y las prejubilaciones invariablemente caen sobre la gente que realmente está haciendo, moviendo, reparando y manteniendo cosas; por una extraña alquimia que nadie consigue explicar, el número de burócratas asalariados en el fondo parece aumentar, y más y más empleados/as se ven a sí mismos/as, en realidad de forma no muy diferente a los/as trabajadores/as soviéticos/as, traba-jando 40 o incluso 50 horas semanales sobre el papel, pero trabajando efectivamente 15 horas, justo como predijo Keynes, ya que el resto de su tiempo lo pasan organizando y asistiendo a cursillos de motivación, actualizando sus perfiles de Facebook o descargando temporada tras temporada de series de televisión.

La respuesta, evidentemente, no es económica: es moral y política. La clase dirigente se ha dado cuenta de que una población feliz y pro-ductiva con tiempo libre es un peligro mortal (piensa en lo que comenzó a suceder cuando algo solo moderadamente parecido empezó a existir en los años 1960). Y, por otro lado, la sensación de que el trabajo es un valor moral en sí mismo, y que cualquiera que no esté dispuesto/a a someterse a algún tipo de intensa disciplina laboral durante la mayor

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parte de su tiempo no se merece nada, es extraordinariamente conve-niente para ellos/as.

Una vez, al contemplar el crecimiento aparentemente intermi-nable de responsabilidades administrativas en los departamentos aca-démicos británicos, se me ocurrió una posible visión del infierno. El infierno como un grupo de individuos que se pasan la mayor parte de su tiempo trabajando en una tarea que no les gusta y que no se les da especialmente bien. Digamos que fueron contratados/as por ser exce-lentes ebanistas, y entonces descubren que se espera de ellos/as que pasen una gran parte del tiempo tejiendo bufandas. La tarea no es real-mente necesaria, o al menos hay un número muy limitado de bufandas que es necesario tejer. Pero, de alguna manera, todos/as se obsesionan tanto con el rencor ante la idea de que algunos/as de sus compañeros/as de trabajo podrían dedicar más tiempo a fabricar muebles, y no a cumplir su parte correspondiente de confección de bufandas, que al poco tiempo hay interminables montones inútiles de bufandas mal tejidas acumulándose por todo el taller, y es a lo único que se dedican.

Creo que esta realmente es una descripción bastante precisa de la dinámica moral de nuestra economía.

Bueno, soy consciente de que cada argumento va a encontrar obje-ciones inmediatas: “¿quién eres tú para determinar qué trabajos son realmente ‘necesarios’? De todos modos, ¿qué es necesario? Tú eres profesor de antropología, ¿qué ‘necesidad’ hay de eso?” Y a cierto nivel, esto es evidentemente cierto. No existe una medida objetiva de valor social.

No me atrevería a decirle a alguien que está convencido de que está haciendo una contribución significativa al mundo de que, realmente, no es el caso. ¿Pero qué pasa con aquellas personas que están conven-cidas de que sus trabajos no tienen sentido alguno? No hace mucho volví a contactar con un amigo del colegio al que no veía desde que

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tenía 12 años. Me sorprendió descubrir que, en este tiempo, primero se había convertido en poeta y luego en el líder de una banda de indie rock. Había oído algunas de sus canciones en la radio sin tener ni idea de que el cantante era alguien a quien conocía. Él era obviamente bri-llante, innovador, y su trabajo indudablemente había alegrado y mejo-rado la vida de gente en todo el mundo. Sin embargo, después de un par de discos sin éxito había perdido el contrato y, plagado de deudas y con una hija recién nacida, terminó, como él mismo dijo, “tomando la opción por defecto de mucha gente sin rumbo: la facultad de derecho.” Ahora es un abogado empresarial que trabaja en una destacada empresa de Nueva York. Él es el primero en admitir que su trabajo no tiene absolutamente ningún sentido, no contribuye en nada al mundo y, a su propio juicio, realmente no debería existir.

Hay muchas preguntas que uno se puede hacer aquí, empezando por, ¿qué dice esto sobre nuestra sociedad, que parece generar una demanda extremadamente limitada de poetas y músicos con talento, pero una demanda aparentemente infinita de especialistas en derecho empresarial? (Respuesta: si un 1% de la población controla la mayoría de la riqueza disponible, lo que llamamos “el mercado” refleja lo que ellos/as piensan que es útil o importante, no lo que piensa cualquier otra persona.) Pero aún más, muestra que la mayoría de la gente con estos empleos en el fondo es consciente de ello. De hecho, no estoy seguro de haber conocido a algún/a abogado/a empresarial que no pensara que su trabajo era absurdo. Lo mismo pasa con casi todas los nuevos sectores anteriormente descritos. Hay una clase entera de pro-fesionales asalariados/as que, si te encontraras con ellos/as en fiestas y admitieras que haces algo que podría ser considerado interesante (un antropólogo, por ejemplo), querrán evitar a toda costa hablar de su propio trabajo. Dales un poco de alcohol, y lanzarán diatribas sobre lo inútil y estúpido que es en realidad la labor que desempeñan.

Hay una profunda violencia psicológica en todo esto. ¿Cómo puede uno empezar a hablar de dignidad en el trabajo cuando secretamente siente que su trabajo no debería existir? ¿Cómo puede este hecho no

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crear una sensación de profunda rabia y de resentimiento? Sin embargo una peculiar genialidad de nuestra sociedad es que sus dirigentes han descubierto una forma, como en el caso de los/as tejedores/as de bufandas, de asegurarse que la rabia se dirige precisamente contra aquellos/as que realmente tienen la oportunidad de hacer un trabajo valioso. Por ejemplo: en nuestra sociedad parece haber una regla general por la cual, cuanto más evidente sea que el trabajo que uno desempeña beneficia a otra gente, menos se percibe por desempeñarlo. De nuevo, es difícil encontrar un baremo objetivo, pero una forma sen-cilla de hacerse una idea es preguntar: ¿qué pasaría si toda esta clase de gente simplemente desapareciera? Di lo que quieras sobre enfermeros/as, basureros/as o mecánicos/as, es obvio que si se esfumaran como una nube de humo los resultados serían inmediatos y catastróficos. Un mundo sin profesores/as o trabajadores/as portuarios/as pronto tendría problemas, incluso uno sin escritores/as de ciencia ficción o músicos/as de ska sería claramente un sitio inferior. No está del todo claro cómo sufriría la humanidad si todos los/as ejecutivos/as del capital privado, lobbyistas, investigadores/as de relaciones públicas, notarios, comer-ciales, técnicos de la administración o asesores legales se esfumaran de forma similar. (Muchos/as sospechan que podría mejorar notable-mente.) Sin embargo, aparte de un puñado de excepciones (cirujanos/as, etc.), la norma se cumple sorprendentemente bien.

Aún más perverso es que parece haber un amplio sentimiento de que así es como las cosas deben ser. Esta es una de las fortalezas secretas del populismo de derechas. Puedes verlo cuando los periódicos sensa-cionalistas avivan el rencor contra los/as trabajadores/as del metro por paralizar las ciudades durante los conflictos laborales: el propio hecho de que los/as trabajadores/as del metro puedan paralizar una ciudad muestra que su trabajo es realmente necesario, pero esto parece ser precisamente lo que molesta a la gente. Es incluso más evidente en los Estados Unidos, donde los republicanos han tenido un éxito notable movilizando el resentimiento contra maestros/as o trabajadores/as del automóvil (y no, significativamente, contra las administraciones edu-cativas o los gestores de la industria del automóvil, quienes realmente

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causan los problemas). Es como si les dijeran “¡pero si os dejan enseñar a niños/as! ¡O a fabricar coches! ¡Tenéis trabajos auténticos! ¿Y encima tenéis el descaro de esperar también pensiones de clase media y asis-tencia sanitaria?”

Si alguien hubiera diseñado un régimen laboral adecuado perfecta-mente para mantener el poder del capital financiero, es difícil imaginar cómo podrían haber hecho un trabajo mejor. Los/as trabajadores/as reales y productivos/as son incansablemente presionados/as y explo-tados/as. El resto está dividido entre un estrato aterrorizado de los/as universalmente denigrados/as desempleados/as y un estrato mayor a quienes se les paga básicamente por no hacer nada, en puestos dise-ñados para hacerles identificarse con las perspectivas y sensibilidades de la clase dirigente (gestores, administradores, etc.) – y particular-mente sus avatares financieros – pero, al mismo tiempo, fomentarles un resentimiento contra cualquiera cuyo trabajo tenga un claro e inne-gable valor social. Obviamente, el sistema nunca ha sido diseñado conscientemente. Surgió de casi un siglo de prueba y error. Pero es la única explicación de por qué, a pesar de nuestra capacidad tecnológica, no estamos todos/as trabajando 3-4 horas al día.

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Ilustración de John Riordan para el artículo original de David Graeber

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Günther Anders

LA HUELGA

[Texto extraído de Los muertos. Discurso sobre las tres guerras mundiales (1965)]

He aquí donde estamos con los poderes que deciden sobre nuestro destino. Es suficiente para aterrorizarnos. Pero, ¿qué es de nosotros? Nosotros, los millones de morituri, nosotros que podríamos, mañana o pasado mañana, convertirnos en víctimas, ¿somos mejores nosotros que esos poderes y que los hombres que los orquestan? Apenas.

¿Qué quiero decir? Que hemos desaprendido, por el trabajo que tenemos costumbre de ejecutar en las fábricas, los talleres y los despa-chos, a interesarnos por el efecto último de lo que contribuimos a causar.

Ahora, objetarán que ni usted ni yo tendremos la mala suerte personal de ser empleados en una fábrica donde se fabrican cabezas nucleares y otros medios de aniquilación similares. Es verdad. Pero, ¿es eso un mérito? ¿No es más bien un simple azar? ¿E incluso un azar que no garantiza nada? Por lo tanto, el lugar en el que trabajamos con otros y lo que allí hacemos, el espíritu con el que hacemos ese trabajo, son tales, es decir, tan desprovistos de interés por el efecto último que contribuimos a causar, que podríamos colaborar, sin otra forma de pro-ceso, en la producción de máquinas de aniquilación. Ése es el caso de cientos de miles de personas como nosotros, que efectivamente lo hacen, exactamente con la misma falta de reflexión y de escrúpulos que si se tratara de producir cuchillas de afeitar, o neumáticos de coche, que no se hacen la menor idea puesto que llegan incluso a dejarse con-vencer de que contribuyen a los intereses del “mundo libre”, cuando no a la libertad del mundo. Esto no me parece de veras muy honroso. Cuando pienso en el coraje con el que nuestros abuelos socialistas tra-taron de rastrear las ausencias de libertad que arruinaban su existencia y a combatir las raíces de esa falta de libertad, me aparece incluso que

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tendríamos todas las razones para sentir vergüenza ante aquellos que nos han precedido. Nada es más falso que afirmar que en nuestra época ya no tenemos el mismo deber de resistencia; no, es incluso un puro pretexto según el cual no merece la pena criticar cualquier cosa que podamos llamar “trabajo” que esté remunerado en tanto que “trabajo” y que, a la inversa, sea incuestionable aguantar cualquier cosa con tal de que se llame “trabajo” y que esté remunerado como tal. ¿Ya no tenemos deber de resistencia? Al contrario. Nuestra tarea es más vasta y más urgente de lo que nunca lo fue la de nuestros abuelos.

¿Qué quiero decir? Que no solamente estamos excluidos de la pro-piedad de los medios de producción, lo que había sido analizado por nuestros abuelos, sino también de la de los objetivos de producción; porque nosotros, como trabajadores, estamos igualmente privados de la libertad de tomar parte en la gestión dela finalidad de los productos en cuya fabricación participamos, su motivación, su elección y su uti-lización; que incluso a menudo estamos privados de saber algo de su naturaleza o simplemente de querer saber. Si eso no es una ausencia de libertad, entonces no sé lo que esa palabra implica. Cierto, la situación era la misma hace cien años: nuestros abuelos tampoco formaban parte en la gestión de lo que habían contribuido a producir. Pero si, en esa época, esa ausencia de libertad no se había vuelto decisiva es porque el número de productos cuya utilidad, así como el hecho de que mere-cieran ser producidos podía ser puesto en duda, era completamente insignificante en comparación con el de hoy. En cambio, lo que sucede hoy, es que la fabricación de productos hostiles a los seres humanos está en el corazón de muchas economías nacionales. Es un escándalo que nosotros, trabajadores, no reaccionemos a este escándalo, que nos deje indiferentes. Es escandaloso, no solamente porque mediante esa indiferencia renunciamos a nuestra propia libertad, sino también porque con ella ponemos en juego la supervivencia de la humanidad. No nos inquietemos. Mientras estemos convenientemente remune-rados por nuestra colaboración, mientras creamos estar seguros de poder continuar trabajando en condiciones seguras, cerraremos los ojos ante a, en qué y por qué trabajamos, tanto tiempo como estemos

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dispuestos a vivir de la preparación del fin del mundo. Si alguno entre ustedes pudiera explicarme por qué esta ausencia de libertad sería menos nefasta y menos vergonzosa que la que nuestros abuelos han criticado y combatido y por qué nuestra tarea, oponer resistencia, sería menos vasta que la de ellos, le estaría agradecido.

Voy a hablarles de un caso extremo: en una fábrica A (no es difícil adivinar dónde se encuentra) se producían ciertas piezas de misiles nucleares. Un buen día, resultó que esos modelos de piezas estaban anticuados, que se había vuelto superfluo continuar produciéndolos. Mientras tanto las armas nucleares habían sido “mejoradas”, y se le había pasado el encargo a otra fábrica, la empresa B, que era apta para la producción de las piezas necesaria para los nuevos modelos. ¿Cómo reacción el personal ante esto? ¿Se sintieron aliviados?, ¿se sintieron dichosos por la perspectiva de ser liberados de su colaboración con el fin generalizado? Nada de eso. Al contrario, se pusieron en huelga. Temían que la conversión de la empresa hacia otra producción pudiera afectar a sus salarios. Démonos cuenta de esto: una huelga por la posibi-lidad de perder la oportunidad de contribuir a la muerte universal. Los hom-bres que durante el pasado siglo desarrollaron la huelga como arma táctica del combate de liberación, ¿qué habrían pensado de tal motivo de huelga?

Sé que las palabras de libertad de nuestros abuelos parecen repeti-tivas y aburridas a nuestros oídos. Con nuestros ciclomotores y nues-tras televisiones, nosotros, los nietos, creemos haber conquistado tam-bién nuestra libertad, e incluso una libertad mucho más amplia que a la que nuestros abuelos o padres habían aspirado o pretendido. Que lo creamos, que nos dejemos persuadir, es la prueba de que hemos renun-ciado a nuestra libertad. Porque únicamente somos efectivamente libres cuando tomamos parte en la gestión de lo que fabricamos y en lo que se transforma el mundo a causa de los productos que contribuimos a fabricar; por tanto, solamente cuando asumimos la responsabilidad, no solamente de lo que hacemos, de lo que emprendemos en la esfera privada, sino también cuando comprendemos que nuestro trabajo es un

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“hacer”, y que nuestro producto es un “emprender”, es cuando asumimos también la responsabilidad de lo que producimos. Quien afirma que su renuncia a tomar parte en la decisión no sería más que “neutralidad” sobre la cuestión, se equivoca; el que, sin posicionarse, participa en la producción de máquinas de aniquilación, de hecho se posiciona con-tribuyendo positivamente a la aniquilación. Resumiendo, el que no dice no, consiente con sus actos. Son las mejores personas las que colaboran sin reflexionar en la industria de la aniquilación, que han vendido su libertad de participar en la gestión de lo que“emprenden cuando lo fabrican”, por un plato de lentejas que se llama su “derecho a parti-cipar en el consumo”. En verdad, no es en absoluto un derecho, puesto que participar en el consumo es un deber que tenemos que cumplir para con la producción.

Una idea nos parece a nosotros, los nietos, exactamente tan utilizada como las palabras de libertad tan importantes para nuestros abuelos: es la de solidaridad internacional. En eso, otra vez nos confundimos por completo. Porque hoy es precisamente que esta idea adquiere su signi-ficación efectiva y completamente actual, ahora que la hemos llevado tan espléndidamente al punto en que todo habitante de nuestra Tierra puede ser mortalmente golpeado desde todos los puntos del Planeta. Las palabras de orden actuales deberían sonar así: “Gente en peligro de todos los países, ¡uníos!” o “No os pongáis en peligro los unos a los otros”.

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Günther Anders

“LA MEDIALIDAD”: ya no somos “actuantes”, sino solo colaboradores

[Texto extraído de La obsolescencia del hombre (1956) (sobre la ceguera ante el apocalipsis)]

No hay diferencias de opinión sobre el hecho de que el estilo de nuestro actual hacer, es decir, del trabajo, se ha transformado radical-mente. Hoy, trabajar se ha convertido hasta en restos no característicos, en un “co-laborar” organizado por la empresa y sometido a la empresa. Subrayo “la empresa”, porque el trabajo solitario jamás ha constituido la parte principal del trabajo humano. Pero hoy se trata en primer lugar no de una colaboración con otros trabajadores, sino de “funcionar con” la empresa (fuera del alcance de la vista, pero vinculante para el traba-jador), de la que los demás trabajadores forman parte del mismo modo sólo como piezas.

Esto es una trivialidad, pero lo que es válido de nuestro trabajo también vale –y este hecho, no es menos trivial, pero tampoco menos importante- de nuestro “actuar” o, digamos mejor, también de nuestro “hacer”, pues el término “actuar” y la afirmación de somos “agentes” ha adquirido a nuestros oídos (cosa que hay que tomar en serio como una referencia) el carácter de una exageración. Exceptuando unos pocos sectores, nuestro actual “hacer” se convierte en un colaborar con-formista, pues tiene lugar en el marco de empresas organizadas, fuera del alcance de nuestra vista, pero vinculantes para nosotros. El intento de sopesar en qué relación se dosifican los componentes de “activo” o “pasivo” en este o aquel “colaborar”, de delimitar dónde acaba el ser obligado a hacer y empieza el hacer por sí mismo, resultaría tan estéril como el de descomponer un trabajo de servicio, que se realiza con-forme al ritmo de la máquina, en sus componentes activos y sólo reac-tivos. La distinción se ha convertido en algo secundario, la existencia

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actual del hombre no es, la mayoría de veces ni sólo “mover” ni sólo “ser movido”, ni sólo actuar ni sólo ser accionado; más bien es “activa y pasivamente neutral”. Daremos a este estilo de nuestra existencia el nombre de medial.

Esta “medialidad” impera por todas partes. No sólo, por ejemplo, en los países que obligan violentamente al conformismo, sino también en los que lo imponen con suavidad. Naturalmente, de manera más clara en los totalitarios. Por eso he elegido como ejemplo de la “media-lidad” una conducta típicamente totalitaria.

En los procesos en que se juzgaban “crímenes contra la humanidad” siempre se podía volver a experimentar que los acusados se sentían ofendidos, espantados, a veces incluso escandalizados porque eran interpelados como “personas”, es decir, se los responsabilizaba de la brutalidad infligida a quienes ellos habían ultrajado y por el asesinato de aquellos a quienes ellos habían asesinado. Sería absolutamente erróneo considerar a estos acusados simplemente como ejemplares casuales de seres deshumanizados o insensibles. Si eran incapaces de sentir remordimiento, vergüenza o cualquier tipo de reacción moral, no fue porque “a pesar de todo” habían colaborado, sino casi siempre porque sólo habían colaborado; pero a veces porque habían colaborado, es decir, porque para ellos “ser moral” coincidía por sí mismo con la absoluta “medialidad” y, por eso (en cuanto “habiendo colaborado”) tenían buena conciencia. Lo que en su “impenitente insensibilidad” pensaban, lo habrían podido expresar así: “¡Si al menos hubiéramos sabido lo que pretendéis de nosotros! En aquel tiempo estábamos en regla ( o si queréis ‘eramos morales’). En definitiva, nosotros no podemos hacer nada respecto al hecho de que la empresa, con la que entonces colaboramos con satisfacción, haya sido sustituida por otra. Hoy es ‘moral’ colaborar aquí; y entonces era ‘moral’ colaborar allí”.

Por espantosos que hayan sido los crímenes posibilitados por esta actitud, quien los mire asombrado como fragmentos erráticos de nuestra época se cierra a su comprensión, pues esos crímenes, aislados,

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no tienen ninguna realidad, en todo caso ninguna realidad compren-sible.

De hecho, esos crímenes sólo se pueden entender, si se ven en su contexto específico, es decir, si se hace la pregunta sobre qué tipo de acciones representan, según qué modelo de actividad funcionan. Y la respuesta es que sus autores, al menos muchos de ellos, en las situa-ciones en que cometieron esos crímenes, en principio no se habían comportado de manera diferente de como estaban acostumbrados a hacerlo en su empresa de trabajo, que los había marcado.

Claro que esto resulta chocante. Y, presumiblemente, resulta inevi-table que la afirmación se malinterprete. Al fin y al cabo, no hay nin-guna empresa (en todo caso, ninguna de las que se dicen “fábricas” o “despachos”) en que se enseñe el asesinato de masas o la tortura. A lo que se refiere es, naturalmente, a algo diferente, mucho más trivial: el hecho cotidiano, pero sólo raras veces examinado hasta sus últimas consecuencias, de que (sin que uno pueda ser responsabilizado en per-sona o sin que de ahí se sigan consecuencias habitualmente horribles o inmediatamente visibles) el principio “medial” conformista, el colaborar, “activa y pasivamente neutral”, impera en toda empresa; y el hecho de que ese modo de actividad esté reconocido como naturalmente válido en todas partes, sea Detroit, Wuppertal o Estalingrado. Pues es propio de una empresa media, al menos de la gran empresa actualmente deci-siva (y cualesquiera que sean sus finalidades), reivindicar un carácter vinculante; y propio del trabajador es “mover siendo movido” con los demás, permanecer excluido del conocimiento de las finalidades de la empresa, a cuya consecución contribuye, porque en eso consiste su única razón de ser; no ser nunca (formulado en analogía con el pro-blema fundamental del marxismo) “propietario” del conocimiento de las finalidades de la producción, por las que no tiene ningún interés. Si es así, o sea, si no sabe, no necesita saber o no ha de saber la fina-lidad, evidentemente no necesita tener ninguna conciencia. Más bien, el “actuar”, analizado o dictaminado por la conciencia individual, queda suspendido y sustituido por la concienzuda exactitud (escrupulosidad)

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del “activa y pasivamente neutral mover-con”; y si en la empresa hay “buena conciencia”, sólo es como paradójica satisfacción por la total interrupción de la propia conciencia o, incluso, como orgullo por haberlo conseguido. El trabajador de fábrica o el empleado de des-pacho que rehusara seguir colaborando en la maquinaria de la empresa con el razonamiento de que el producto de la empresa contradice su propia conciencia individual, o una ley moral universal, o de que su utilización es inmoral (o al menos es posible su uso inmoral), en el mejor de los casos sería considerado un loco y rápidamente se dejarían sentir las consecuencias de su inusual comportamiento.

Mientras trabajar, en cuanto tal, se considera “moral” en todas las circunstancias, en el acto del trabajar la finalidad y el resultado del trabajo -esto es uno de los rasgos más funestos de nuestro tiempo- son considerados como “moralmente neutrales”; da igual en qué se tra-baje, el producto del trabajo está “más allá del bien y del mal”. Cualquier otra descripción no nihilista sería mero encubrimiento de la realidad. Pero en ningún caso -y esto representa seguramente el culmen de la fatalidad-, el trabajo mismo en ningún caso “huele”. La idea de que el producto en el que se trabaja, aunque sea el más reprochable, puede infectar al trabajo no es tomada en consideración psicológicamente ni siquiera como posibilidad. En términos morales, producto y fabrica-ción del producto están separados; el estatus moral del producto (por ejemplo del gas tóxico o de la bomba de hidrógeno) no echa ninguna sombra sobre el estatus moral de quien, trabajando, participa en su producción. Da igual que sepa o no lo que hace: para lo que hace no necesita conciencia.1 Como se ha dicho: esa ausencia de conciencia impera ya en la empresa.

La empres es, pues, el lugar en que se produce el tipo de hombre “medial y sin conciencia”; el lugar de nacimiento del conformista. El hombre allí marcado sólo necesita ser transferido a otras tareas, a otra “empresa” para, de repente, sin transformarse esencialmente, actuar de manera monstruosa, llenarnos de espanto; y la suspensión de su conciencia, que antes ya era un hecho consumado, adquiere el aspecto

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de una pura falta de conciencia, a la vez que la suspensión de su res-ponsabilidad el de la pura locura moral. Mientras no miremos de frente ese hecho, o sea, no reconozcamos que la empresa actual es la forja y el estilo de trabajo el modelo de la asimilación, seremos incapaces de entender la figura del contemporáneo conformista; es decir, incapaces de comprender lo que les ocurría a esos hombres “impenitentes insen-sibles”, que en los citados procesos se negaban a arrepentirse o a res-ponsabilizarse de sus crímenes “en que habían colaborado”.

No se me malinterprete. Nada más lejos del autor que, en este caso, comprende para perdonar; nada más lejos de mí, pues, gracias a una pura casualidad, no fui víctima (a diferencia de mis semejantes) de esos hombres. Lo que el autor quiere mostrar es, más bien, que los crí-menes, dado que estaban fundados en la “medialidad” del actual estilo de trabajo, están estrechamente ligados a la esencia de la época actual; de ahí que fueran incomparablemente más terribles y funestos de lo que se vio entonces, cuando se intentaba entenderlos (por ejemplo en las explicaciones de la “culpa colectiva”); más terribles y funestos cuanto ha sobrevivido su condición previa, o sea, el actual estilo de tra-bajo, porque este existe hoy como ayer y por todas partes, y porque ni siquiera conocemos qué dirección tomar para poder buscar un posible remedio, pues no somos capaces de imaginar un estilo de producción, o sea, un estilo de trabajo, que nos aparte del actualmente imperante.2

1. El colaborador, cuya alma está inquieta por su colaboración, es un fenómeno nuevo, una figura que no se había dado antes en la producción de la bomba atómica. No puede desarrollarse ese tipo de un día para otro. El caso Op-penheimer pone de manifiesto que (en especial en tiempos de conformismo extremo) el hombre atormentado por escrúpulos padece escrúpulos incluso por el hecho de tener escrúpulos, porque estos le parecen moralmente dudo-sos, en cuanto sentimientos no asimilados. Pero, este fenómeno del escrúpulo es también hoy la excepción. Axioma básico es y sigue siendo, ante todo, no oler; es decir, el axioma de que ningún trabajo será desacreditado moral-mente por lo que elabora. Y este axioma es funesto no sólo porque otorga al crimen más terrible el aire más ingenuo, sino porque representa el más puro nihilismo: si la mayor parte del hacer humano -y trabajar constituye la mayor parte- de antemano está fuera del juicio moral, eso desemboca en el imperio efectivo del nihilismo.

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Por eso consideramos también un autoengaño ver en los crímenes “acontecimientos en cierto modo erráticos”, que una vez -pero sólo una única vez- se han extraviado en el espacio de nuestra historia y nada permite presumir que se repitan. Al contrario, como la “medialidad” y el conformismo imperan en un espacio más amplio que nunca antes, no es posible saber qué debería impedir la repetición de lo horroroso y por qué un Eróstrato, al que un buen día se le ocurriera organizar un “genocidio” o algo parecido, debería tener alguna razón para poner en duda, siquiera por un momento, la leal colaboración de sus con-temporáneos. Podrá dormir en paz. Ellos no lo dejarán en la estacada, sino que estarán en su puesto motorizados como un enjambre. Como trabajadores, los contemporáneos están instruidos para colaborar como tal. Y esa concienzuda exactitud, que se han agenciado en vez de su conciencia (obligados por la época a agenciársela), equivale a una pro-mesa: la promesa de no ver ante sí el resultado de la actividad en la que participar; si se ven en el trance de verlo ante sí, de no comprenderlo; si se ven en el trance de comprenderlo, de no retenerlo, de olvidarlo; en resumen: la promesa de no saber lo que hacen.

Con esto se ha descrito el carácter terrible del actual dilema moral. Por una parte, esperamos del hombre actual un colaborador absoluto, y colaborar como condición de su trabajo en general o, al menos, como virtud laboral; por otra, quisiéramos reclamarle (y pensamos que, en realidad, el mundo tendría que ser de tal manera que se le pudiera reclamar) que en la “esfera fuera del mundo de la empresa” se compor-tara como “él mismo”, o sea, “no medialmente”, es decir, moralmente. Y esto es una situación imposible. Imposible por dos razones.

1. Porque en el momento en que se llega ahí, ya no se da una “esfera fuera del mundo de la empresa”; es decir, porque siempre se cuida que las tareas decisivas, que se le exigen al hombre actual, se presenten bajo la forma de tareas de empresa, incluso para que, en cuanto asesino,

2. La automatización es, por el contrario, la sustitución definitiva de la concien-cia mediante la concienzuda exactitud de la función mecánica.

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no “actúe”, sino que lleve a cabo un trabajo: el funcionario en el campo de exterminio no ha “actuado”, sino que, por atroz que suene, ha trabajado. Y como la finalidad y el resultado de su trabajo no le importan nada; como su trabajo en cuanto trabajo siempre es “moralmente neutral”, ha realizado algo “moralmente neutral”.

2. Y porque al hombre (al hombre común) se le reclama que encarne dos tipos de existencia absolutamente diferentes: que trabajando se comporte como “conformista” y, en cambio, “actuando” como no-conformista; es decir, que lleve y soporte una vida esquizofrénica, una vida que no esté dominada por un “desnivel”, que jamás se nivelará, entre dos tipos de acción contradictorias. Y eso, la esquizofrenia como postulado, sería en verdad algo tan monstruoso, que en comparación con ella, todas las exigencias que las morales, incluidas las más exi-gentes, han impuesto hasta hoy a los hombres quedarían reducidas a amables sugerencias.

Decíamos que la “promesa secreta” del hombre “medial” es “no ver, por tanto, no saber lo que haces”, es decir, no tener a la vista el eidos o telos inherente al hacer, en suma: permanecer ciego respecto a la finalidad (en analogía con la expresión que hemos utilizado antes: ciegos respecto al apocalipsis).

La expresión “promesa” es naturalmente una mera metáfora, pues presupone una libertad que no le corresponde en absoluto al hombre “medial”. Si utilizamos la metáfora, fue para mostrar que no debe saber lo que hace; que su no saber es deseable por interés de la empresa. Que tuviera necesidad de saber sería una falsa suposición. De hecho, al menos en el acto del trabajar mismo, la visión del telos, que es sin más “pre-visto” ( o tal vez al telos del mismo: el uso), sería completamente inútil, incluso dificultaría su trabajo. Por lo general, le resulta comple-tamente extraña la idea de divisar el eidos; y muy a menudo, no puede hacer otra cosa, porque en la realización de su trabajo, (en serie) ha de ir siempre jugando con fragmentos que van apareciendo y desapare-ciendo sin cesar; porque nunca ocurre que su trabajo encuentre su final

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en un producto terminado; porque más bien siempre “cesa sólo exter-namente”, a saber, cuando la sirena suena en su juego de repetición.

Ahora bien, con esto se ha puesto de manifiesto una transforma-ción radical del hombre. Desde los diálogos platónicos hasta el análisis de Heidegger del “carácter de haber sido echado” el hacer y actuar humanos fueron descritos como consecuencia de un eidos realizar en la acción. Este eidos, de lo que hay que hacer (o de lo que hay que conse-guir actuando) ha quedado “desmontado” en el hacer “medial”: la acti-vidad se presenta sin eidos. Y cuando Artistóteles dividió el ser activo humano en dos clases: las actividades que persiguen un telos (como cocinar) y las que no van más allá de sí mismas, o sea, llevan en sí mismas su telos (como pasear), el desmontaje de la finalidad y del eidos que lleva a cabo el actual trabajo y, análogamente, el actual hacer han invalidado la distinción, pues el trabajo ante la máquina o el asimilado colaborar se refieren tan poco a una finalidad o dependen tan poco de una finalidad como el pasear.

¿Qué indica esta descripción del hombre “medial” para nuestro tema en particular, para la pregunta por las raíces de la ceguera res-pecto al apocalipsis? ¿En qué medida es la “existencia medial” una de esas raíces?

[...]

1. Como el hombre “medial” es “activa y pasivamente neutral”, in actu del trabajar es indolente, a pesar del inmenso papel que desempeña para él trabajar. Es decir: cuenta con “seguir adelante” a toda prisa, con un seguir adelante del que no necesita responsabilizarse.

2. Como sus actividades jamás pueden concluir en un verdadero telos, que él se haya buscado, sino, siempre con interrupciones, que resultan casuales respecto a su mismo hacer, no tiene ninguna verda-dera relación con el futuro. Mientras el que en verdad actúa y planifica

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proyecta mediante su acción un espacio temporal, o sea, constituye un futuro, el hacer del “hombre medial” va marcando el paso en el mismo sitio, sin avanzar. El hecho de que se garantice su futuro mediante su trabajo no contradice lo dicho, pues el mismo trabajo consiste en la obs-tinada repetición de los mismos pasos de siempre. Propiamente, pues, el hombre vive “sin tiempo” -your future is staken car of- y, por tanto, sin el horizonte, en que únicamente podría emerger el final del futuro, o sea, la posible catástrofe. Es decir: es incapaz de concebir la idea del grave peligro del futuro, porque no conoce ningún futuro.

3. Como está habituado a una actividad en que sobra tener buena conciencia, más aún, es no es deseada, ese hombre es “sin conciencia”. Con la mejor (buena) conciencia. Por eso, le resultan extraños los escrú-pulos por la “condición” de su trabajar; más extraño aún por cuanto considera su propio trabajo “incontaminable” a priori.

4. Como duda tan poco de que todo producto resulta “moral-mente neutral”, la afirmación de que haya un producto absolutamente inmoral, o siquiera uno para cuya elaboración se haya instalado todo un mundo de producción sui generis, de manera necesaria le produce la impresión de una necedad.

[...]

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