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Sinopsis

Con la templanza, el virtuosismo y laperspicacia psicológica del maestrocontemporáneo que es, Cólm Tóibín, uno de losmejores escritores irlandeses de nuestros días, haconstruido una historia estremecedora sobre eldestino cuya diáfana superficie esconde un fondodonde se abisma una complejidad inagotable. Enun pequeño pueblo del sudeste de Irlanda, EllysLacey es una chica de familia humilde que, comotantos otros, no encuetra trabajo, de modo que,cuando se le ofrece un puesto en Norteamérica, noduda en aceptarlo.Poco a poco, Ellys se abre pasoen el Brooklyn de los años cincuenta y, a despechode la nostalgia y los rigores del exilio, encuentraincluso un primer amor y la promesa de una nuevavida. Inesperadamente, sin embargo, trágicasnoticas de Irlanda le obligan a regresar yenfrentarse a todo aquello de lo que ha huido.Novela sobre la fatalidad, el exilio, el amor o la

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familia, Brooklyn es una historia para siempre,dueña de un poder emocional sobrecogedor.

Colm Tóibín

Brooklyn

Traducción de

Ana Andrés Lleó

Lumen/futura

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Título original: Brooklyn

Primera edición: septiembre de 2010

© 2009, Colm Tóibín

© 2010, de la presente edición en castellano paratodo el mundo: Random House Mondadori, S. A.

Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2010, Ana Andrés Lleó, por la traducción

Printed in Spain — Impreso en España

ISBN: 978-84-264-1770-1

Depósito legal: B-28.163-2010

Compuesto en Fotocomp/4, S. A.

Impreso en Litografía SIAGSA

c/ Joaquín Vayreda, 19

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08911 Badalona

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Encuadernado en Reinbook

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PRIMERA PARTE

Sentada junto a la ventana en el salón del pisosuperior de su casa, en Friary Street, Eilis Laceyvio a su hermana Rose volver del trabajo con pasoenérgico. La observó mientras cruzaba la calle, delsol a la sombra, con el nuevo bolso de piel que sehabía comprado en las rebajas de Clery’s, enDublín. Llevaba una rebeca color crema sobre loshombros. Los palos de golf estaban en la entrada;en pocos minutos, Eilis lo sabía, alguien iría abuscarla y Rose no volvería hasta que aquellatarde de verano se hubiera apagado.

Las clases de contabilidad de Eilis casi habíanfinalizado; en el regazo tenía un manual desistemas contables y en la mesa que estaba trasella había un libro mayor en el que habíaintroducido, en las columnas de debe y haber,como parte de sus deberes, las operaciones diarias

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de una empresa de la que había anotado todos losdatos la semana anterior en la escuela deformación profesional.

En cuanto oyó abrirse la puerta principal, fue alpiso de abajo. Rose, en la entrada, sostenía suespejito de bolsillo y se observaba atentamentemientras se aplicaba pintalabios y maquillaje deojos. Después contempló su aspecto en el granespejo del recibidor y se retocó el cabello. Eilisobservó en silencio a su hermana mientras esta sehumedecía los labios y volvía a mirarse en elespejito de bolsillo antes de guardarlo.

Su madre salió de la cocina.

—Estás preciosa, Rose —dijo—. Serás la másguapa del club de golf.

—Estoy muerta de hambre —contestó Rose—,pero no tengo tiempo de comer.

—Te prepararé un té más tarde —dijo su madre—.Eilis y yo lo vamos a tomar ahora.

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Rose revolvió en su bolso y sacó el monedero. Loabrió y dejó una moneda de un chelín sobre elperchero de la entrada.

—Por si quieres ir al cine —le dijo a Eilis.

—¿Y yo qué? —preguntó su madre.

—Eilis ya te contará la historia cuando vuelva acasa —replicó Rose.

—¡Muy bonito por tu parte! —dijo su madre.

Las tres se echaron a reír. Un coche se detuvofuera y se oyó una bocina. Rose cogió los palos degolf y se fue.

Más tarde, mientras la madre lavaba la vajilla yEilis la secaba, llamaron a la puerta. Al abrir,Eilis se encontró a una chica que reconoció era deKelly’s, la tienda de comestibles que había junto ala catedral.

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—La señorita Kelly me ha enviado para darle unrecado —dijo la chica—. Quiere verla.

—¿Ah, sí? —preguntó Eilis—. ¿Y ha dicho paraqué?

—No. Tiene que ir allí esta noche.

—¿Por qué quiere verme?

—Dios mío, no lo sé, señorita. No se lo hepreguntado. ¿Quiere que vaya a preguntárselo?

—No, da igual. Pero ¿estás segura de que elrecado es para mí?

—Sí, señorita. Dice que tiene que ir a verla.

Como había decidido ir al cine otro día y estabacansada del libro mayor, Eilis se cambió de ropa,se puso una rebeca y salió de casa. RecorrióFriary Street y Rafter Street hasta llegar a MarketSquare y después subió por la cuesta en direccióna la catedral. La tienda de la señorita Kelly estaba

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cerrada, así que llamó a la puerta lateral quellevaba al piso superior, en el que Eilis sabía queresidía la propietaria. Abrió la puerta la mismajoven que había ido a su casa, y le dijo queesperara en el vestíbulo.

Eilis oyó voces y movimiento en el piso de arriba,y poco después la chica volvió y le dijo que laseñorita no tardaría en bajar.

Eilis conocía de vista a la señorita Kelly, pero sumadre no compraba en su tienda porque erademasiado cara. Creía que tampoco le caía bien,aunque no se le ocurría cuál podía ser la razón. Sedecía que la señorita Kelly vendía el mejor jamónde la ciudad y la mejor mantequilla natural, y losproductos más frescos, incluida la crema de nata,pero Eilis no recordaba haber entrado nunca en sutienda, tan solo haber mirado dentro al pasar pordelante y ver a la dueña en el mostrador.

La señorita Kelly bajó lentamente las escaleras yal llegar al vestíbulo encendió la luz.

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—Bueno —dijo, y lo repitió como si fuera unsaludo. No sonrió.

Eilis iba a decirle que habían mandado a buscarlay a preguntarle educadamente si llegaba en un buenmomento, pero al ver la forma en que la señoritaKelly la miraba de arriba abajo decidió no decirnada. La actitud de la señorita Kelly la indujo apreguntarse si alguien la había ofendido y ella lahabría confundido con aquella persona.

—Así que aquí estás —dijo la señorita Kelly.

Eilis vio varios paraguas negros apoyados en elperchero.

—He oído decir que no tienes trabajo pero sí muybuena cabeza para los números.

—¿De verdad?

—Oh, toda la ciudad, todos los que son alguien,vienen a mi tienda, y yo lo oigo todo.

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Eilis se preguntó si aquello era una referencia alhecho de que su madre compraba siempre en otratienda, pero no estaba segura. Las gruesas gafas dela señorita Kelly hacían difícil interpretar laexpresión de su rostro.

—Y estamos hasta arriba de trabajo todos losdomingos. Lógico, no hay nada más abierto. Vienegente de toda clase, buena, mala y corriente. Y,por norma, abro después de la misa de siete, ydesde que acaba la misa de nueve hasta la misa deonce esto está abarrotado, no cabe ni un alfiler enla tienda. Mary me ayuda, pero es muy lenta, en elmejor de los casos, así que estoy buscando aalguien espabilado, alguien que conozca a la gentey sea capaz de dar bien la vuelta. Pero solo losdomingos, cuidado. El resto de la semana podemosarreglárnoslas solas. Y te han recomendado. Hepedido informes sobre ti y serían siete con seis ala semana, eso podría ayudar un poco a tu madre.

La señorita Kelly hablaba, pensó Eilis, como siestuviera describiendo un desaire que le hubieran

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hecho, apretando los labios con fuerza entre frasey frase.

—Ya no tengo nada más que decir. Puedesempezar el domingo, pero ven mañana aaprenderte todos los precios y para que teenseñemos a usar la balanza y la cortadora.Tendrás que recogerte el pelo y comprarte unabuena bata de trabajo en Dan Bolger’s o en BurkeO’Leary’s.

Eilis ya estaba memorizando aquella conversaciónpara repetírsela a su madre y a Rose; deseó que sele ocurriera algo inteligente que decirle a laseñorita Kelly sin ser abiertamente maleducada.Sin embargo, se quedó en silencio.

—¿Y bien? —preguntó la señorita Kelly.

Eilis se dio cuenta de que no podía rechazar laoferta. Era mejor que nada y, de momento, no teníaotra cosa.

—Oh, sí, señorita Kelly —dijo—. Empezaré

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cuando usted quiera.

—El domingo puedes ir a misa de siete. Es lo quehacemos nosotras, y abrimos después.

—Muy bien —dijo Eilis.

—Pues entonces ven mañana. Si estoy ocupada temandaré a casa, o puedes llenar paquetes deazúcar mientras esperas. Pero si no estoy ocupada,te enseñaré cómo funciona todo.

—Gracias, señorita Kelly —dijo Eilis.

—A tu madre le complacerá que tengas algo. Y atu hermana —dijo la señorita Kelly—. He oídodecir que es muy buena jugando al golf. Y ahora vea casa como una buena chica. Tú sola encontrarásla salida.

La señorita Kelly dio media vuelta y empezó asubir despacio las escaleras. Eilis se dirigió a sucasa sabiendo que su madre se alegraría de quehubiera encontrado una forma de ganar dinero y

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que Rose pensaría que trabajar tras el mostradorde una tienda de comestibles no era lo bastantebueno para ella. Se preguntó si su hermana se lodiría directamente.

Por el camino se detuvo en casa de su mejoramiga, Nancy Byrne, y allí encontró también a unaamiga común, Annette O’Brien. En la planta bajade la casa de los Byrne solo había una habitaciónque servía de cocina, comedor y salón, y eraevidente que Nancy tenía ciertas novedades quecontar, algo que daba la impresión de que Annetteya sabía. Nancy aprovechó la llegada de Eiliscomo excusa para salir a dar un paseo y poderhablar a solas.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Eilis una vez en lacalle.

—No digas nada hasta que estemos a un kilómetrode esta casa —dijo Nancy—. Mamá sabe que hayalgo, pero no se lo pienso contar.

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Bajaron por Friary Hill, cruzaron Mill Park Roadhasta el río y luego recorrieron el paseo endirección a Ringwood.

—Salió con George Sheridan —dijo Annette.

—¿Cuándo? —preguntó Eilis.

—El domingo por la noche, en el baile delAthenaeum —dijo Nancy.

—Creía que no ibas a ir.

—Primero no y después sí.

—Bailó con él toda la noche —dijo Annette.

—No, solo los últimos cuatro bailes, y después meacompañó a casa. Pero todo el mundo lo vio. Mesorprende que no te hayas enterado.

—¿Y vas a volver a verle?

—No lo sé —suspiró Nancy—. Puede que solo lo

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vea en la calle. Ayer pasó en coche por mi lado ytocó la bocina. Si hubiera habido alguna chica másen el baile, me refiero a una de su categoría,habría bailado con ella. Pero no había ninguna.Estaba con Jim Farrell, que se limitó a quedarseallí plantado, mirándonos.

—Si su madre lo descubre, no sé qué dirá —dijoAnnette—. Es una mujer horrible. Detesto ir a esatienda cuando George no está. Mi madre me envióuna vez a comprar dos lonchas de beicon y esavieja me dijo que ella no vendía lonchas a pares.

Entonces Eilis les contó que le habían ofrecido untrabajo de dependienta los domingos en la tiendade la señorita Kelly.

—Espero que le hayas dicho lo que podía hacercon él —dijo Nancy.

—Le he dicho que aceptaba. No pierdo nada. Ysignifica que podré ir al Athenaeum con vosotras ypagar con mi dinero, y que podré evitar que se

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aprovechen de vosotras.

—No pasó nada de eso —dijo Nancy—. Fue muyamable.

—¿Vas a volver a verlo? —volvió a preguntarEilis.

—¿Me acompañarás el domingo por la noche? —le preguntó Nancy a su vez—. Puede que él nisiquiera vaya, pero Annette no puede ir, y yonecesitaré apoyo en caso de que esté y no meinvite a bailar o ni siquiera me mire.

—Quizá esté demasiado cansada después detrabajar para la señorita Kelly.

—Pero ¿irás?

—Hace siglos que no voy por allí —dijo Eilis—.Detesto a esos tipos de campo, y los de ciudad sonpeores. Van medio borrachos y solo buscanllevarte a Tan Yard Lane.

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—George no es así —dijo Nancy.

—Es demasiado engreído para acercarse siquieraa Tan Yard Lane —dijo Annette.

—Podemos preguntarle si contempla laposibilidad de vender las lonchas a pares en elfuturo —dijo Eilis.

—No le digas nada —dijo Nancy—. ¿De verdadvas a trabajar para la señorita Kelly? Ya tenemosquien corte lonchas.

Durante los dos días siguientes, la señorita Kellyrepasó con Eilis todos los productos de la tienda.Cuando Eilis le pidió una hoja de papel paraanotar las diferentes clases de té y los tamaños delos paquetes, la señorita Kelly le contestó queapuntar las cosas solo les haría perder tiempo; queera mejor memorizarlo. Los cigarrillos, lamantequilla, el té, el pan, las botellas de leche, lospaquetes de galletas, el jamón cocido y la carne en

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conserva eran, con diferencia, los productos máspopulares de los domingos, dijo, y despuésseguían las sardinas y el salmón en lata, los tarrosde mandarinas, peras y macedonia, las latas depasta de pollo y jamón, la crema para untarbocadillos y la salsa para ensalada. Le enseñócada artículo antes de decirle el precio. Cuandocreyó que Eilis se los había aprendido, pasó aotros productos, como los cartones de nata fresca,las botellas de limonada, los tomates, las lechugas,la fruta fresca y las barras de helado.

—Hay gente que viene los domingos a comprarcosas que, con perdón, debería haber compradoentre semana. No hay nada que hacer. —Laseñorita Kelly apretó los labios condesaprobación mientras enumeraba el jabón, elchampú, el papel higiénico y la pasta de dientes yle iba diciendo los precios.

Algunas personas, añadió, incluso comprabanazúcar el domingo, o sal, o pimienta, pero nomuchas. Y las había también que querían melaza,

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bicarbonato sódico o harina, pero la mayoría deesos productos se vendían el sábado.

Siempre había niños, siguió la señorita Kelly, quequerían barritas de chocolate o caramelo, obolsitas de polvos efervescentes o gominolas, yhombres que querían cigarrillos sueltos y cerillas,pero Mary se ocuparía de ellos porque no se ledaba bien recordar pedidos largos ni precios y amenudo, continuó, más que una ayuda era unestorbo cuando había mucha gente en la tienda.

—No puedo evitar que se quede mirando a lagente con cara de boba sin motivo alguno. Inclusoa algunos de los clientes habituales.

Eilis vio que la tienda estaba bien surtida. Teníamuchas clases de té, algunas de ellas muy caras, ytodas a precios más altos que en la tienda decomestibles Haye’s, en Friary Street, o L amp;N enRafter Street, o Sheridan’s en Market Square.

—Tendrás que aprender a empaquetar el azúcar y

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a envolver el pan —dijo la señorita Kelly—. Ah,esa es una de las cosas que Mary hace bien,gracias a Dios.

Durante los días que estuvo haciendo prácticas, amedida que los clientes entraban en la tienda, Eilisse dio cuenta de que la señorita Kelly mostrabadiferentes actitudes. A veces no decíaabsolutamente nada y se limitaba a apretar lasmandíbulas y a quedarse tras el mostrador,sugiriendo con su postura que desaprobaba lapresencia de aquel cliente en su tienda, y suimpaciencia por que dicho cliente se fuera. A otrosles sonreía con sequedad y los observaba consombría contención, cogiendo su dinero como siles estuviera haciendo un inmenso favor. Despuéshabía clientes a los que recibía calurosamente ypor su nombre; muchos de ellos tenían cuenta en sutienda y por lo tanto no había intercambio dedinero, pero se anotaban las cantidades en un libromayor al tiempo que ella hacía preguntas sobre lasalud, comentarios sobre el tiempo yobservaciones acerca de la calidad del jamón o

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las lonchas de beicon o las variedades de pan quehabía en el mostrador, desde el pan de hogazahasta el pan con pato o el pan de pasas.

—Intento enseñar a esta jovencita —le dijo a unaclienta a la que parecía valorar más que a losdemás, una mujer con la permanente recién hecha aquien Eilis no había visto nunca—. Intentoenseñarle y espero que tenga algo más quevoluntad, porque Mary, Dios la bendiga, tienevoluntad, pero eso no sirve, no sirve de nada.Espero que sea rápida, espabilada y fiable; perohoy en día eso no se consigue con cariño o dinero.

Eilis miró a Mary, que estaba inquieta junto a lacaja registradora, escuchando atentamente.

—Pero de todo hay en la viña del Señor —dijo laseñorita Kelly.

—Oh, tiene usted razón, señorita Kelly —dijo lamujer de la permanente mientras llenaba su bolsade redecilla con comestibles—. Y no tiene sentido

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quejarse, ¿verdad? ¿Acaso no necesitamos gentepara barrer las calles?

El sábado, con dinero prestado de su madre, Eiliscompró una bata de trabajo de color verde oscuroen Dan Bolger’s. Por la noche pidió a su madre eldespertador. Tenía que levantarse a las seis de lamañana.

Dado que Jack, el hermano que iba antes que ella,había seguido los pasos de sus dos hermanosmayores y se había ido a Birmingham, Eilis sehabía trasladado a la habitación de los chicos,dejando todo el dormitorio para Rose; su madre loordenaba y limpiaba cuidadosamente cadamañana. Como la pensión que recibía la madre erapequeña, dependían de Rose, que trabajaba en lasoficinas de Davis’ Mills; su sueldo pagaba lamayor parte de los gastos. El dinero para losextras lo mandaban los chicos desde Inglaterra.Rose iba a las rebajas a Dublín dos veces al año;cada enero volvía con un abrigo y un traje y cada

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agosto con un vestido y rebecas, faldas y blusas,que elegía porque creía que no pasarían de moda,y que después se guardaban hasta el año siguiente.La mayoría de las amigas de Rose eran ahoramujeres casadas, a menudo mujeres maduras conhijos ya crecidos, o esposas cuyos maridostrabajaban en el banco y tenían tiempo para jugaral golf las tardes de verano o en partidos dobleslos fines de semana.

A sus treinta años, pensaba Eilis, Rose estaba máselegante cada año, y, aunque había tenido variosnovios, seguía soltera; a menudo comentaba que suvida era mucho mejor que la de la mayoría de susantiguas compañeras de clase, a quienes veía porla calle empujando cochecitos de bebé. Eilisestaba orgullosa de su hermana, de lo mucho quecuidaba su aspecto y de la gran cautela que teníacon respecto a las personas con las que serelacionaba en la ciudad y en el club de golf.Sabía que Rose había intentado encontrarle trabajoen una oficina, y le pagaba los libros ahora queestaba estudiando contabilidad, pero también sabía

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que, al menos de momento, no había trabajo paranadie en Enniscorthy, por muy preparado que seestuviera.

Eilis no le dijo nada a su hermana de la oferta detrabajo de la señorita Kelly. En cambio, comocontinuaba las prácticas, memorizaba cada detallepara contárselo después a su madre, que se reía yle hacía repetir algunas anécdotas.

—Esa señorita Kelly —dijo su madre— es tanmala como su madre. Una persona que trabajó allíme comentó que esa mujer era el mismo diablo. Yantes de casarse solo era una criada en Roche’s. Yantes Kelly’s era una pensión además de unatienda, y si trabajabas para ella, o incluso si tehospedabas allí o comprabas en la tienda, era eldiablo en persona. A no ser, claro, que tuvierasmucho dinero o fueras miembro del clero.

—Solo estaré allí hasta que me salga algo mejor—dijo Eilis.

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—Es lo que le he dicho a Rose cuando se lo hecontado —replicó su madre—. No le hagas caso site dice algo.

Sin embargo, Rose no hizo comentario alguno conrespecto al trabajo de Eilis para la señorita Kelly.Lo que hizo fue regalarle una rebeca coloramarillo pálido que apenas se había puesto,insistiendo en que aquel color no le sentaba bien yque a Eilis le quedaría mejor. También le dio unpintalabios. El sábado por la noche salió hastatarde, por lo que no vio que Eilis se acostó pronto,a pesar de que Nancy y Annette iban al cine, paraestar fresca su primer domingo de trabajo en latienda de la señorita Kelly.

Eilis solo había ido una vez a misa de siete, añosatrás fue una mañana de Navidad, cuando su padrevivía y los chicos todavía estaban en casa.Recordaba que ella y su madre habían salido decasa de puntillas antes de que los demás sehubieran despertado siquiera, tras dejar losregalos bajo el árbol en el salón de arriba, y

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habían vuelto justo después de que los chicos,Rose y su padre se levantaran y empezaran a abrirlos paquetes. Recordaba la oscuridad, el frío y labelleza de la ciudad vacía. Ahora, tras salir decasa en cuanto sonó la campanada de llamada delas siete menos veinte, con su bata de trabajo enuna bolsa y el pelo recogido en una cola decaballo, recorrió las calles hasta la catedral segurade tener tiempo suficiente.

Recordó que aquella mañana de Navidad, añosatrás, casi todos los asientos de la nave central dela catedral estaban ocupados. Las mujeres con unalarga mañana en la cocina por delante queríanempezar pronto. Pero ahora casi no había nadie.Miró a su alrededor buscando a la señorita Kelly,pero no la vio hasta la comunión; entonces se diocuenta de que había estado sentada frente a ellatodo el rato. La observó mientras recorría elpasillo central con las manos juntas y la miradabaja, seguida de Mary, que llevaba una mantillanegra. Ambas debían de estar en ayunas, pensó, aligual que ella, y se preguntó cuándo desayunarían.

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Acabada la misa, Eilis decidió no esperar a laseñorita Kelly a la salida de la catedral. Estuvo unrato junto al quiosco mientras desempaquetabanlos fardos de periódicos y después esperó delantede la tienda a que llegaran. La señorita Kelly no lasaludó ni sonrió al llegar, sino que se dirigióbruscamente a la puerta lateral y les ordenó, a ellay a Mary, que esperaran fuera. Mientras la señoritaKelly abría la puerta principal de la tienda yencendía las luces, Mary fue a la parte trasera yempezó a llevar barras de pan al mostrador. Eilisobservó que era el pan del día anterior; losdomingos no llevaban pan fresco. Se quedómirando mientras la señorita Kelly desplegaba unalarga y pegajosa tira de papel atrapamoscas decolor amarillo y le decía a Mary que se subiera almostrador, la pegara al techo y retirara la vieja,que estaba repleta de moscas muertas.

—A nadie le gustan las moscas —dijo la señoritaKelly—, en especial los domingos.

Pronto entraron dos o tres personas a comprar

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cigarrillos. A pesar de que Eilis ya se había puestola bata de trabajo, la señorita Kelly ordenó a Maryque las atendiera. Cuando los clientes se fueron, laseñorita Kelly le dijo a Mary que subiera apreparar té; luego se lo llevó al quiosquero acambio de lo que Eilis supo que era un ejemplargratis del Sunday Press, que la señorita Kellydobló y puso a un lado. Eilis se dio cuenta de queni la señorita Kelly ni Mary tenían nada paracomer o beber. La señorita Kelly la hizo pasar aun cuarto trasero.

—Este pan —dijo, señalando la mesa— es el másfresco. Llegó ayer por la tarde directamente desdeStafford’s, pero solo es para los clientesespeciales. Así que no lo toques bajo ningúnconcepto. Para la mayoría de la gente, el otro panya está bien. Y no tenemos tomates. Los que hayallí no son para nadie salvo que yo déinstrucciones precisas.

Tras la misa de nueve empezaron a llegar lasprimeras personas. La gente que quería cigarrillos

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y dulces parecía saber que debía dirigirse a Mary.La señorita Kelly se quedó detrás, su atencióndividida entre Eilis y la puerta. Comprobaba todoslos precios que Eilis anotaba, la informaba de losprecios enérgicamente cuando no los recordaba,anotaba y sumaba las cifras ella misma después deque Eilis lo hubiera hecho, y no le dejaba dar lavuelta a los clientes hasta que le enseñaba a ella loque le habían dado para pagar. Al mismo tiempo,saludaba a determinados clientes llamándolos porsu nombre, los hacía pasar al mostrador e insistíaen que Eilis dejara lo que estuviera haciendo paraatenderlos.

—Oh, señora Prendergast —dijo—, la chica nuevala atenderá y Mary se lo llevará todo al coche.

—Tengo que acabar esto —contestó Eilis, a quiensolo le faltaban unos artículos para completar otropedido.

—Oh, lo hará Mary —replicó la señorita Kelly.

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En ese momento había cinco personas ante elmostrador.

—Ahora me toca a mí —exclamó un hombrecuando la señorita Kelly volvió al mostrador conmás pan.

—Estamos muy ocupadas, tendrá que esperar suturno.

—Pero ahora iba yo —dijo el hombre— y haservido antes a esa mujer.

—¿Y qué es lo que quiere?

El hombre tenía una lista de productos en la mano.

—Ahora le atenderá Eilis —dijo la señorita Kelly—, cuando haya acabado con la señora Murphy.

—También estaba antes que ella —dijo el hombre.

—Me temo que está equivocado —replicó laseñorita Kelly. Eilis, date prisa, este señor está

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esperando. Nadie dispone de todo el día, así queél es el siguiente, después de la señora Murphy.¿A cuánto has cobrado este té?

Siguió así hasta casi la una. No hubo pausas ninada para comer o beber, y Eilis tenía muchísimahambre. No habían atendido a nadie en orden. Laseñorita Kelly informó a algunos de sus clientes,incluidos dos que saludaron a Eilis confamiliaridad porque eran amigos de Rose, de quetenía unos maravillosos tomates frescos. Los pesóella misma, aparentemente impresionada porqueEilis los conociera, pero a otros clientes, sinembargo, les dijo con firmeza que aquel día notenía ni un solo tomate. Para los clientesprivilegiados sacaba abiertamente, casi conorgullo, pan tierno. Eilis se dio cuenta de que elproblema radicaba en que no había otra tienda enla ciudad tan bien surtida como la de la señoritaKelly ni que abriera en domingo. Pero tambiéntuvo la impresión de que la gente iba allí porcostumbre y que no le importaba esperar, que lesdivertía sentirse apretujados en la aglomeración.

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Aunque no tenía intención de mencionar su nuevotrabajo en la tienda de la señorita Kelly mientrascomían, a no ser que Rose sacara primero el tema,Eilis no pudo contenerse y, en cuanto se sentaron ala mesa, empezó a contar cómo le había ido lamañana.

—Una vez fui a esa tienda —dijo Rose— cuandovolvía a casa al salir de misa, y la señorita Kellyatendió a Mary Delahunt delante de mí. Me di lavuelta y me fui. Y olía a algo. No sabría decir aqué. Tiene una pequeña esclava, ¿verdad? La sacóde un convento.

—Su padre era un buen hombre —dijo la madre—, pero no tuvo la menor oportunidad porque sumadre era, como te dije, Eilis, el diablo enpersona. Oí decir que una vez que una de suscriadas se quemó, ni siquiera la dejó ir al médico.Ella puso a trabajar a Nelly en la tienda en cuantoempezó a caminar. Nunca ha visto la luz del sol,eso es lo que le pasa.

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—¿Nelly Kelly? —preguntó Rose—. ¿Ese esrealmente su nombre?

—En la escuela la llamaban de otra manera.

—¿Cómo?

—Todos la llamaban Ortigas Kelly. Las monjas nopodían impedírnoslo. Me acuerdo bien de ella; ibauno o dos cursos detrás de mí. Cuando volvía delconvento de la Misericordia siempre tenía cinco oseis chicas detrás que la seguían gritándole«Ortigas». No es de extrañar que esté tan loca.

Se hizo un silencio mientras Rose y Eilisasimilaban el comentario.

—No sé si reír o llorar —dijo Rose.

Durante la comida, Eilis descubrió que su formade imitar la voz de la señorita Kelly hacía reír a suhermana y a su madre. Se preguntó si ella sería laúnica que recordaba que Jack, su hermanopequeño, solía imitar el sermón de los domingos, a

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los comentaristas de deportes, los profesores de laescuela y muchos personajes de la ciudad, y quetambién entonces se reían. No sabía si su madre yRose se habían dado cuenta también de que era laprimera vez que se reían en aquella mesa desdeque Jack había seguido a sus hermanos aBirmingham. Le hubiera encantado decir algosobre él, pero sabía que eso entristecería mucho asu madre. Cuando llegaba una carta suya, se lapasaban en silencio. Así que siguió burlándose dela señorita Kelly, y no paró hasta que pasaron arecoger a Rose para ir a jugar al golf y su madre yella quitaron la mesa y lavaron los platos.

Aquella noche, a las nueve, Eilis fue a casa deNancy Byrne consciente de que no se habíaesmerado lo bastante en arreglarse. Se habíalavado el pelo y llevaba un vestido de verano,pero pensó que tenía un aspecto anticuado y estabaresignada a la idea de volver a casa sola si Nancybailaba más de una vez con George Sheridan. Sealegraba de que Rose no la hubiera visto antes de

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salir porque la habría obligado a peinarse mejor, aponerse algo de maquillaje y, en líneas generales,a intentar estar más elegante.

—Bien, la norma es —dijo Nancy— que nisiquiera miraremos a George Sheridan, y puedeque venga con todo su grupo del club de rugby oque ni siquiera aparezca. Los domingos por lanoche suelen ir a Courtown. Por lo tanto, nosotrasestaremos absortas en nuestra conversación. Nobailaré con nadie, por si viene y me ve. Si seacerca alguien para invitarnos a bailar, noslevantamos y vamos al aseo de señoras.

Era evidente que Nancy, ayudada por su hermana ysu madre, con quienes finalmente había compartidola noticia de que el domingo anterior había bailadocon George Sheridan, se había dedicado muy enserio a su aspecto. Había ido a la peluquería el díaanterior. Llevaba un vestido azul que Eilis solo lehabía visto una vez y ahora se estaba maquillandofrente al espejo del lavabo, mientras su madre y suhermana entraban y salían obsequiándola con

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consejos, comentarios y admiración.

Caminaron en silencio por Friary Street hastaChurch Street, después por Castle Street hasta elAthenaeum, y finalmente subieron las escaleras delsalón. A Eilis no le sorprendió que Nancyestuviera tan nerviosa. Un año antes su novio lahabía dejado de mala manera; apareció una nochecon otra chica en aquel mismo salón y pasó toda lavelada con ella, sin darse por enterado de laexistencia de Nancy, mientras ella estaba sentadamirando. Más tarde se había ido a Inglaterra yhabía vuelto una sola vez, en un viaje breve paracasarse con la chica de aquella noche. No era soloque George Sheridan fuera apuesto y tuvieracoche, sino que además dirigía un prósperonegocio en Market Square; un negocio queheredaría íntegramente a la muerte de su madre.Para Nancy, que trabajaba tras el mostrador enButtles Barley-Fed Bacon, salir con GeorgeSheridan era un sueño del que no deseabadespertar, pensó Eilis mientras ambas miraban asu alrededor simulando que no buscaban a nadie

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en particular.

Había varias parejas bailando y algunos hombresde pie junto a la puerta.

—Parece que están en una feria de ganado —dijoNancy—. Y, Dios mío, cómo detesto la gomina enel pelo.

—Si alguno de ellos se acerca, yo me levantoinmediatamente —dijo Eilis— y tú le dices quetienes que acompañarme al guardarropa.

—Deberíamos llevar gafas gruesas y tener dientesde conejo y habernos dejado el pelo grasiento —dijo Nancy.

El salón se fue llenando, pero ni rastro de GeorgeSheridan. Y aunque los hombres fueron cruzandola sala para invitar a bailar a las mujeres, nadie seacercó a Nancy ni a Eilis.

—Cogeremos fama de quedarnos comiendo pavo—dijo Nancy.

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—Podrían llamarnos algo peor —contestó Eilis.

—Oh, sí. Podrían llamarnos el autobús deCourtnacuddy —replicó Nancy.

Aun después de que dejaran de reír y tras dar unavuelta para echar un vistazo por el salón, una deellas empezaba de nuevo y hacía reír a la otra.

—Debemos de parecer locas —dijo Eilis.

Pero Nancy, a su lado, se había puesto seria derepente. Eilis miró hacia la barra en la quevendían refrescos y vio que George Sheridan, JimFarrell y un grupo de amigos suyos del club derugby habían llegado acompañados de variaschicas. El padre de Jim Farrell era el propietariode un bar en Rafter Street.

—Ya está —susurró Nancy—. Me voy a casa.

—Espera, no lo hagas —dijo Eilis—. Cuandoacabe este baile iremos al aseo y despuésdecidiremos qué hacemos.

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Esperaron y después cruzaron el salón, ahora sinbailarines; Eilis supuso que George Sheridan lashabría visto. En el servicio de señoras, le dijo aNancy que se limitarían a esperar y que saldríancuando el siguiente baile hubiera empezado. Así lohicieron y al salir Eilis echó una ojeada hacia ellugar en el que habían visto a George Sheridan ysus amigos, su mirada se cruzó con la de él.Cuando buscaban dónde sentarse, el rostro deNancy se sonrojó intensamente; era como si lasmonjas la hubieran echado de clase. Se quedaronsentadas sin hablar mientras el baile continuaba.Todo lo que a Eilis se le ocurría decir eraridículo, así que no dijo nada, pero era conscientede que ambas debían de ofrecer una triste imagen aquien las estuviera observando. Decidió que siNancy hacía la más leve sugerencia de marcharsetras aquel baile, ella accedería de inmediato. Dehecho, anhelaba estar ya fuera de allí; sabía quemás adelante encontrarían la forma de reírse deaquello.

Sin embargo, al final del baile, George cruzó el

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salón, antes de que la música empezara a sonar denuevo e invitó a Nancy a bailar. Sonrió a Eilismientras Nancy se levantaba y Eilis le devolvió lasonrisa. Empezaron a bailar; George charlabarelajado; Nancy parecía esforzarse por parecervivaz. Eilis apartó la mirada para que su amiga nose sintiera incómoda y después bajó la vista,esperando que nadie la invitara a bailar. Si alacabar el baile George le pedía a Nancy elsiguiente, pensó, sería más fácil escabullirsediscretamente y volver a casa.

Sin embargo, George y Nancy fueron hacia Eilis yle dijeron que iban a la barra a tomar unalimonada, y que a George le gustaría invitarla aella también. Eilis se levantó y cruzó el salón conellos. Jim Farrell estaba en la barra guardandositio para George. Junto a él estaban algunos desus amigos; Eilis conocía a un par de ellos por elnombre, y al resto, de vista. Cuando se estabanacercando, Jim Farrell se volvió y apoyó el codoen la barra. Miró a Nancy y a Eilis de arriba abajosin saludar ni hablar y después se apartó

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ligeramente y le dijo algo a George.

La música empezó a sonar de nuevo y algunos desus amigos salieron a la pista de baile, pero JimFarrell no se movió. Mientras alargaba a Eilis y aNancy los vasos rebosantes de limonada. Georgelas presentó formalmente a Jim Farrell, que lassaludó con un breve gesto de cabeza pero no lestendió la mano. George dio unos sorbitos a sulimonada con aire desconcertado. Le dijo algo aNancy y ella contestó. Después dio otro sorbo.Eilis se preguntó qué haría a continuación; eraevidente que a su amigo no le caían bien ni Nancyni ella, y que no tenía intención de entablarconversación. Deseó que no la hubieran invitado aacercarse a la barra. Dio un sorbo a la bebida ybajó la vista. Al levantarla, vio que Jim Farrellestaba examinando a Nancy con frialdad; después,al darse cuenta de que Eilis le estaba observando,cambió de postura y se volvió hacia ella conrostro inexpresivo. Eilis vio que llevaba una carachaqueta deportiva, camisa y corbata.

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George dejó el vaso en la barra, se dirigió aNancy y la invitó a bailar, al tiempo que hacía ungesto a Jim, como sugiriéndole que debía hacer lomismo. Nancy sonrió a George y después a Eilis ya Jim, dejó el vaso y se encaminó a la pista debaile con George. Parecía aliviada y feliz. Eilismiró a su alrededor y se dio cuenta de que ella yJim Farrell estaban solos en la barra y que nohabía espacio en el lado del salón destinado a lasseñoras. Salvo que fuera de nuevo al aseo o semarchara a casa, estaba atrapada. Durante uninstante, pareció que Jim Farrell se inclinaba parainvitarla a bailar. Como sentía que no tenía otraopción, estaba dispuesta a aceptar; no quería sermaleducada con el amigo de George. Justo cuandoiba a aceptar, Jim Farrell pareció pensarlo mejor,retrocedió y miró a su alrededor casi conarrogancia, ignorándola. No volvió a mirarla, y alterminar el baile Eilis fue a buscar a Nancy y ledijo bajito que se marchaba. Estrechó la mano aGeorge, se excusó diciendo que estaba cansada ydespués salió del salón con toda la dignidad de laque fue capaz.

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Al día siguiente, durante el té, les contó la historiaa su madre y a Rose. La noticia de que Nancyhubiera bailado dos domingos seguidos conGeorge Sheridan despertó su interés al principio,pero se animaron mucho más cuando les habló dela rudeza de Jim Farrell.

—No vuelvas a acercarte a ese Athenaeum —dijoRose.

—Vuestro padre conocía bien a su padre —dijo sumadre—. Hace años. Fueron juntos a las carrerasalgunas veces. Y de vez en cuando vuestro padreiba al bar de los Farrell. Está muy bien. Y sumadre es una mujer muy agradable, es una Duggande Glenbrien. El club de rugby lo debe de habervuelto así; será triste para sus padres tener unfanfarrón por hijo, porque es hijo único.

—Habla como un fanfarrón y tiene aspecto defanfarrón —dijo Rose.

—Bueno, sea como fuere, anoche estaba de

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malhumor —replicó Eilis—. Es lo único quepuedo decir. Supongo que pensaba que Georgedebería bailar con alguien de más categoría queNancy.

—No es excusa —contestó la madre—. NancyByrne es una de las chicas más bonitas de laciudad. George será muy afortunado si la consigue.

—Me pregunto si su madre estaría de acuerdo —dijo Rose.

—Algunos tenderos de esta ciudad —dijo lamadre—, especialmente los que compran barato yvenden caro, poseen tan solo unos metros demostrador y tienen que estar allí sentados todo eldía esperando clientes. No sé por qué se tienen entan alto concepto.

Aunque la señorita Kelly solo pagaba a Eilis seiscon siete peniques a la semana por trabajar losdomingos, enviaba a Mary a buscarla también en

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otras ocasiones: cuando quiso ir a la peluqueríasin cerrar la tienda y cuando les pidió que sacarantodas las latas de los estantes, les quitaran elpolvo y las volvieran a colocar en su sitio. En esasocasiones la señorita Kelly le pagaba dos chelinespero la tenía allí durante horas, y se quejaba deMary siempre que podía. En cada ocasión, al irse,le daba además una barra de pan, que Eilis sabíaque estaba duro, para su madre.

—Debe de pensar que estamos en la miseria —dijo su madre—. ¿Qué se supone que vamos ahacer con una barra de pan duro? Rose se pondráhecha una furia. La próxima vez que mande abuscarte, no vayas. Dile que estás ocupada.

—Pero no estoy ocupada.

—Ya aparecerá un trabajo como Dios manda.Rezo por ello todos los días.

La madre ralló el pan seco y preparó cerdorelleno. No le dijo a Rose de dónde procedía el

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pan rallado.

Un día mientras comían, Rose, que llegaba de laoficina a la una y volvía a irse a las dos menoscuarto, comentó que la tarde anterior había jugadoal golf con un sacerdote, un tal padre Flood que,años atrás, cuando era joven, había conocido a supadre hacía ya años y a su madre, cuando esta erajoven. Había venido desde América para pasar lasvacaciones, su primera visita desde que estalló laguerra.

—¿Flood? —preguntó su madre—. Había unmontón de Flood cerca de Monageer, pero norecuerdo que ninguno se hiciera sacerdote. No séqué ha sido de ellos, ahora nunca se los ve poraquí.

—Está Murphy Floods —dijo Eilis.

—No son los mismos —replicó su madre.

—En fin —dijo Rose—, que cuando me dijo que

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le gustaría hacerte una visita le invité a tomar el té,y va a venir mañana.

—Oh, Dios mío —exclamó su madre—. ¿Qué legustará tomar a un sacerdote norteamericano con elté? Tendré que comprar jamón dulce.

—La señorita Kelly tiene el mejor jamón dulce —dijo Eilis, riendo.

—Nadie le va a comprar nada a la señorita Kelly—replicó Rose—. El padre Flood comerá lo quele pongamos.

—¿Jamón dulce con tomate y lechuga irá bien? ¿Opuede que rosbif? ¿O le gustaría una fritura?

—Cualquier cosa estará bien —dijo Rose—. Conun montón de pan negro y mantequilla.

—Tomaremos el té en el comedor y sacaremos lavajilla buena. Podría comprar un poco de salmón.¿Le gustará?

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—Es un hombre muy agradable —dijo Rose—. Secomerá lo que le pongas.

El padre Flood era alto; su acento era medioirlandés, medio americano. Nada de lo que dijopudo convencer a la madre de Eilis de que leconocía o conocía a su familia. Su madre, dijo él,era una Rochford.

—No creo que la conociera —dijo la madre—. Elúnico Rochford que conocíamos era el viejoCaracuchillo.

El padre Flood la miró, solemne.

—Caracuchillo era mi tío —dijo.

—¿De verdad? —inquirió la madre. Eilis notó queestaba al borde de la risa nerviosa.

—Aunque, naturalmente, nosotros no lellamábamos así —continuó el padre Flood—. Suverdadero nombre era Seamus.

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—Bueno, era un hombre muy agradable —dijo lamadre—. Qué malos éramos al llamarle así.

Rose sirvió más té mientras Eilis salía de lahabitación discretamente; temía no poder contenerla risa si se quedaba.

Al volver, vio que le habían contado al padreFlood lo de su trabajo con la señorita Kelly, sehabía enterado de cuánto cobraba y habíaexpresado sorpresa al descubrir lo poco que era.Le preguntó por su titulación.

—En Estados Unidos —dijo— habría muchotrabajo para alguien como tú, y bien pagado.

—Eilis había pensando en ir a Inglaterra —dijo lamadre—, pero los chicos le dijeron que esperara,que no era un buen momento y que probablementesolo encontraría trabajo en una fábrica.

—En Brooklyn, donde está mi parroquia, habríatrabajo de oficina para alguien trabajador, culto yhonesto.

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—Pero está muy lejos —dijo la madre—. Es laúnica pega.

—Algunas zonas de Brooklyn —replicó el padreFlood— son como Irlanda. Están repletas deirlandeses.

El sacerdote cruzó las piernas, dio un sorbo al téde la taza de porcelana y no dijo nada durante unrato. El silencio que se hizo le dejó claro a Eilis loque pensaban los demás. Miró a su madre, quien,deliberadamente, pensó, no le devolvió la miradasino que la mantuvo fija en el suelo. Rose, quesolía ser muy hábil llevando la conversacióncuando tenían visitas, tampoco dijo una palabra.Se retorció el anillo y después la pulsera.

—Sería una gran oportunidad, sobre todo para unachica joven —dijo finalmente el padre Flood.

—Podría ser muy peligroso —dijo la madre, conla vista aún fija en el suelo.

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—No en mi parroquia —replicó el padre Flood—.Hay mucha gente encantadora. Y numerososcentros sociales, incluso más que en Irlanda.Además, hay trabajo para todo aquel que deseetrabajar.

Eilis se sintió como de niña cuando el médico ibaa casa; su madre escuchaba con tímido respeto.Era el silencio de Rose lo que le resultabanovedoso; la miró deseando que hiciera algunapregunta o comentario, pero su hermana parecíasumida en una especie de ensueño. Al observarla,pensó que nunca la había visto tan bonita. Yentonces fue consciente de que habría de recordaraquella habitación, a su hermana, esa escena, comodesde la distancia. En medio de aquel silencio sedio cuenta de que, de alguna forma, ya se habíaacordado tácitamente que Eilis iría a América.Creía que el padre Flood había sido invitado acasa porque Rose sabía que podría planearlo.

Su madre se había opuesto con tanta rotundidad aque se fuera a Inglaterra que aquel descubrimiento

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fue un shock para ella. Se preguntó si habríanestado tan dispuestas a dejar que aquellaconversación tuviera lugar si ella no hubieseaceptado el trabajo en la tienda y no hubierahablado de la humillación a la que la sometía cadasemana la señorita Kelly. Lamentó haberlescontado tantas cosas; lo había hechoprincipalmente porque aquello hacía reír a Rose ya su madre, animaba muchas de las comidas quecompartían, hacía que comer juntas volviera a sermás agradable después de la muerte de su padre yde que sus hermanos se hubieran ido. Se dio cuentade que su madre y Rose no consideraban enabsoluto divertido que trabajara para la señoritaKelly, y, cuando el padre Flood pasó de alabar suparroquia en Brooklyn a decir que creía quepodría encontrarle un trabajo adecuado allí, nopusieron ninguna objeción.

En los días que siguieron no se hizo menciónalguna a la visita del padre Flood ni a su propuestade que se marchara a Brooklyn, y fue el silencio ensí mismo lo que hizo pensar a Eilis que Rose y su

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madre ya habían hablado del tema y estaban afavor. Ella nunca se había planteado la posibilidadde irse a América. Conocía a muchas personas quese habían ido a Inglaterra y solían regresar enNavidad o en verano. Era parte de la vida de laciudad. Aunque tenía amigos que recibían regalosen dólares o ropa de América con regularidad,siempre provenían de tías y tíos, gente que habíaemigrado mucho antes de la guerra. No recordabaque ninguno de ellos hubiera vuelto a la ciudad envacaciones. Era un largo viaje a través delAtlántico, Eilis lo sabía, al menos una semana enbarco, y debía de ser caro. También tenía lasensación, aunque no sabía por qué, de que loschicos y las chicas de la ciudad que se iban aInglaterra tenían trabajos corrientes con sueldoscorrientes, y que la gente que iba a América podíahacerse rica. Intentó descubrir por qué habíallegado a creer también que la gente de la ciudadque vivía en Inglaterra añoraba Enniscorthy, peroque los que se iban a América no añoraban suhogar. Al contrario, allí se sentían felices ysatisfechos. Se preguntó si eso podía ser verdad.

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El padre Flood no volvió a visitarlas; en cambio,escribió una carta a la madre de Eilis desdeBrooklyn diciendo que, nada más llegar, habíahablado de Eilis a uno de sus parroquianos, uncomerciante de origen italiano, y que quería que laseñora Lacey supiera que pronto habría un puestovacante. No sería en una oficina, como habíaesperado, sino en la planta de ventas de losgrandes almacenes que aquel caballero poseía ydirigía. Pero, añadía, le habían asegurado que siEilis realizaba satisfactoriamente su primertrabajo, tendría muchas posibilidades de ascendery muy buenas perspectivas. Decía también quepodría facilitarle la documentación necesaria paraobtener el visto bueno de la embajada, lo que enesos momentos no era tan fácil, y que, estabaseguro, podría encontrar un alojamiento adecuadopara Eilis cerca de la parroquia, no muy lejos desu lugar de trabajo.

La madre le dio la carta a Eilis una vez la huboleído. Rose ya se había ido a trabajar. El silencio

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reinaba en la cocina.

Eilis leyó de nuevo la frase sobre la planta deventas. Imaginó que se refería a que trabajaría trasun mostrador. El padre Flood no mencionabacuánto ganaría o cómo podía conseguir el dineropara pagar el pasaje en barco. En cambio, lesugería que se pusiera en contacto con la embajadaestadounidense en Dublín y averiguara conprecisión qué documentos necesitaría, para poderprepararlos todos antes de partir. Mientras leía yreleía la carta, su madre se movía por la cocinadándole la espalda, sin decir nada. Eilis se sentó ala mesa, también sin hablar, preguntándose cuántotardaría su madre en volverse hacia ella y decirlealgo, y decidió esperar sentada, contando cadasegundo, sabiendo que su madre en realidad notenía nada que hacer. Vio que, de hecho, seentretenía con menudencias para no tener quevolverse hacia ella.

Finalmente, su madre se volvió y suspiró.

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—Ahora guarda la carta a buen recaudo —dijo—.Se la enseñaremos a Rose cuando vuelva.

En pocas semanas, Rose lo había organizado todo;incluso había entablado amistad por teléfono conalguien de la embajada estadounidense en Dublínque le envió los formularios necesarios y una listade los médicos autorizados para hacer un informemédico sobre la salud general de Eilis, y otra contodo lo que la embajada le pediría, que incluía unadetallada oferta de trabajo, para el cual Eilis debíaestar especialmente cualificada, un aval de que seharían cargo de ella en el aspecto económico a sullegada y varias cartas de referencia.

El padre Flood escribió una carta oficial avalandoa Eilis y garantizando que se ocuparía de sualojamiento y de su bienestar general y económico,y en papel con membrete llegó una carta deBartocci & Company, Fulton Street, Brooklyn,ofreciéndole un puesto de trabajo indefinido en sutienda principal, en la misma dirección, y

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mencionando sus conocimientos de contabilidad yexperiencia general. Iba firmada por Laura Fortini;la letra, observó Eilis, era clara y bonita, e inclusoel propio papel, con su pálido color azul y eldibujo en relieve de un gran edificio sobre elmembrete, parecía de más peso, más caro, másprometedor que cualquiera de los que de esamisma clase había visto antes.

Acordaron que entre sus hermanos, enBirmingham, pagarían el billete a Nueva York.Rose le daría dinero para mantenerse hasta queempezara a trabajar. Eilis se lo contó a unos pocosamigos y les rogó que no se lo dijeran a nadie,pero sabía que algunos de los colegas de trabajode Rose habían oído las llamadas a Dublín.También era consciente de que su madre no seríacapaz de guardar la noticia, por lo que pensó quedebía contárselo a la señorita Kelly antes de quese enterara por terceros. Lo mejor sería ir entresemana, pensó, cuando no había tanto trabajo.

La encontró tras el mostrador. Mary estaba subida

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a una escalera apilando paquetes de guisantesmarrowfat en los estantes superiores.

—Oh, has venido en el peor momento —dijo laseñorita Kelly—. Justo cuando creíamos quetendríamos un poco de tranquilidad. Ahora nohagas nada que distraiga a Mary. —Inclinó lacabeza en dirección a la escalera—. Se caería encuanto mirara hacia ti.

—Bueno, solo he venido a decir que me marcho aAmérica dentro de un mes, más o menos —dijo—.Voy a trabajar allí, y quería informarla comocorresponde.

La señorita Kelly salió de detrás del mostrador.

—¿De verdad? —preguntó.

—Pero vendré todos los domingos hasta que mevaya, por supuesto.

—¿Es que quieres referencias?

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—No, en absoluto. Solo he venido a avisarla.

—Bien, qué amable. Así que te veremos cuandovengas de vacaciones, si es que te dignas hablarcon nosotros.

—Vendré el domingo —dijo Eilis.

—Ah, no, no te necesitaremos. Si vas a irte, esmejor que te vayas ya.

—Pero podría venir.

—No, no puedes. La gente hablaría mucho de ti yhabría mucha distracción y, como sabes, losdomingos ya tenemos bastante trabajo.

—Esperaba poder trabajar hasta que me fuera.

—No, aquí no. Así que ahora vete. Tenemosmucho que hacer, más entregas y más cosas queapilar. Y no hay tiempo para charlas.

—Bien, muchas gracias.

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—Gracias a ti.

Mientras la señorita Kelly iba hacia el almacén dedetrás de la tienda, Eilis miró si Mary se volvíapara poder despedirse de ella. Pero como no lohizo, salió de la tienda en silencio y se fue a casa.

La señorita Kelly era la única persona que habíamencionado la posibilidad de volver envacaciones. No lo había hecho nadie más. Hastaentonces, Eilis había supuesto que viviría en laciudad toda la vida, como su madre, que conoceríaa todo el mundo, tendría los mismos amigos yvecinos, la misma rutina diaria en las mismascalles. Esperaba encontrar trabajo en la ciudad ydespués casarse, dejar el trabajo y tener hijos. Yahora se sentía como si hubiera sido elegida paraalgo y no estaba en absoluto preparada, y eso, apesar del miedo que la invadía, le provocaba unsentimiento, o más bien una serie de sentimientos,que creía debían de ser los que experimentaríacuando se acercara el día de la boda, días en losque todo el mundo la miraría con un brillo en los

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ojos mientras ella se afanaba con los preparativos,días en los que ella misma estaría en plenaebullición pero procuraría no pensar condemasiada precisión en cómo serían las semanassiguientes, por si perdía el valor.

No hubo un día en el que no ocurriera algo. Losformularios que llegaron de la embajada fueronrellenados y enviados. Eilis fue en tren a la ciudadde Wexford para hacerse lo que le pareció unarevisión superficial, ya que el médico quedóaparentemente satisfecho cuando ella le dijo quenadie de su familia había padecido tuberculosis.El padre Flood escribió dando más detalles dedónde viviría cuando llegara y lo cerca que estaríade su lugar de trabajo; llegó su pasaje para NuevaYork, en un barco que salía de Liverpool. Rose ledio dinero para ropa y le prometió que lecompraría zapatos y un conjunto de ropa interior.La casa, pensó Eilis, estaba alegre de un mododesacostumbrado, casi anormal, y en las comidasque compartían había demasiadas charlas y risas.Le recordó las semanas anteriores a la partida de

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Jack a Birmingham, cuando hacían lo que fuerapara apartar de su mente que iban a perderlo.

Un día, cuando un vecino fue a visitarlas y se sentócon ellas en la cocina a tomar el té, Eilis se diocuenta de que su madre y Rose hacían lo imposiblepor ocultar sus sentimientos. El vecino, de formano premeditada, casi para dar conversación, dijo:—La echará de menos cuando se vaya, imagino.

—Oh, será terrible cuando se vaya —dijo lamadre.

Su rostro tenía una expresión ensombrecida y tensaque Filis no había visto desde los mesesposteriores a la muerte de su padre. Entonces, enlos momentos que siguieron, el vecino se quedóvisiblemente desconcertado por el tono de voz dela madre, la expresión de la cual se ensombrecióaún más, hasta el punto de que la mujer tuvo quelevantarse y salir en silencio de la habitación.Eilis sabía que su madre iba a llorar. Sesorprendió al ver que ella, su hija, en lugar de

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seguirla al vestíbulo o al comedor, se quedaba acharlar tranquilamente con el vecino, con laesperanza de que la madre volviera pronto ypudieran continuar lo que parecía unaconversación corriente.

Ni cuando se despertaba por la noche y pensaba enello, se permitía a sí misma llegar a la conclusiónde que no quería ir. Llevó a cabo todos lospreparativos y le preocupaba tener que llevar dosmaletas de ropa sin ayuda, se aseguró de no perderel bolso de mano que Rose le había regalado y enel que llevaría el pasaporte, las direcciones deBrooklyn en las que viviría y trabajaría y ladirección del padre Flood, por si no iba arecogerla, tal como había prometido hacer. Ydinero. Y su bolsita de maquillaje. Y quizá unabrigo que podía llevar en el brazo, aunque quizáse lo pusiera, pensó, si no hacía demasiado calor.Era posible que a finales de septiembre aúnhiciera calor, le habían advertido.

Ya había hecho una maleta y repasaba mentalmente

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su contenido, esperando no tener que volver aabrirla. Una de aquellas noches, tumbada despiertaen la cama, cayó en la cuenta de que la próximavez que abriera aquella maleta lo haría en unahabitación diferente, en un país diferente, yentonces por su mente cruzó involuntariamente elpensamiento de que sería mucho más feliz si laabriera otra persona y que esa persona se quedarala ropa y los zapatos y los usara a diario. Ellapreferiría quedarse en su hogar, dormir en aquellahabitación, vivir en aquella casa, arreglárselas sinla ropa y los zapatos. Los preparativos que seestaban haciendo, todo el ajetreo y las charlas,estarían mucho mejor si fueran para otra persona,pensó, alguien como ella, alguien de su edad yestatura, que incluso tuviera su aspecto, siempre ycuando ella, la persona que ahora estaba pensando,pudiera despertarse en aquella misma cama cadamañana y hacer su vida durante el día en aquellascalles familiares y volver a la cocina de su casa,con su madre y Rose.

Aunque dejaba que tales pensamientos fluyeran sin

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cesar, se detenía cuando su mente se acercaba almiedo o al terror real, lo peor, al pensamiento deque iba a perder aquel mundo para siempre, quenunca volvería a vivir un día corriente en aquellugar corriente, que el resto de su vida sería unalucha con lo desconocido. En el piso de abajo,cuando estaban Rose y su madre, hablaba decuestiones prácticas y seguía resplandeciente.

Una tarde, cuando Rose la invitó a su habitaciónpara que eligiera algunas joyas que llevarse, cayóen la cuenta de algo nuevo que la sorprendió porsu fuerza y claridad. Rose tenía ahora treinta añosy, puesto que era evidente que su madre no podíavivir sola, no solo por la pequeña pensión de laque disponía sino también porque su vida seríademasiado solitaria sin todos ellos, su marcha, queRose había organizado con tanta precisión,significaría que su hermana no podría casarse.Tendría que quedarse con su madre, vivir como lohabía hecho hasta entonces, seguir trabajando en laoficina de Davis’, jugando al golf los fines desemana y las tardes de verano. Se dio cuenta de

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que al facilitar su marcha, Rose estabarenunciando a cualquier posibilidad real de dejaraquella casa y tener su propio hogar, su propiafamilia. Mientras se probaba algunos collares,sentada ante el tocador, vio que en el futuro, amedida que su madre fuera envejeciendo ydebilitándose, Rose tendría que estar aún máspendiente de ella, subir los empinados escalonescon bandejas de comida y limpiar y cocinarcuando su madre no pudiera hacerlo.

Mientras se probaba unos pendientes, se diocuenta también de que Rose sabía todo eso, sabíaque una de las dos se iría, y había decidido dejarque fuera Eilis quien lo hiciera. Al volverse ymirar a su hermana, quiso proponerle que seintercambiaran los papeles, que Rose, tanpreparada para la vida, siempre haciendo nuevosamigos, sería más feliz en América, mientras queella se sentiría contenta de quedarse en casa. PeroRose tenía un trabajo en la ciudad y ella no, y portanto para Rose era fácil sacrificarse, puesto queparecía que estaba haciendo otra cosa. En ese

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momento, cuando Rose le ofrecía unos broches,habría dado cualquier cosa por ser capaz dedecirle sin rodeos que no quería irse, que Rosepodía marcharse en su lugar, que ella estaríaencantada de quedarse y cuidar de su madre, queya se las arreglarían de alguna forma y que quizáencontraría otro trabajo.

Eilis se preguntó si su madre también pensaba quese iba la hermana equivocada y entendía losmotivos de Rose. Imaginó que su madre lo sabíatodo. Sabían tanto, pensó, que podían hacercualquier cosa salvo decir en voz alta lo quepensaban. De camino a su habitación, decidióhacer todo lo posible por ellas simulando en todomomento que se sentía sumamente emocionadaante la gran aventura que estaba a punto de iniciar.Si podía, les haría creer que estaba deseando ir aAmérica y dejar su casa por primera vez. Seprometió a sí misma no dejarles entrever en ningúnmomento ni en lo más mínimo cómo se sentía, yocultárselo a sí misma si era necesario, hastaencontrarse lejos.

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Ya había demasiada tristeza en la casa, pensó,quizá más, si cabe, de lo que era consciente. Haríacuanto pudiera por no añadir una ración extra. Nopodía engañar a su madre y a Rose, de eso estabasegura, pero esta le parecía una razón máspoderosa todavía para que no hubiera lágrimasantes de su partida. No había lugar para laslágrimas. Lo que debía hacer los días queprecedían a su marcha y la mañana de su partidaera sonreír, para que la recordaran sonriendo.

Rose se tomó el día libre en el trabajo y acompañóa Eilis hasta Dublín. Fueron a comer juntas al hotelGresham hasta que llegara el momento de coger eltaxi para llevarlas al barco que se dirigía aLiverpool, donde Jack se encontraría con Eilis ypasarían el día juntos antes de que iniciara sulargo viaje a Nueva York. Ese día en Dublín, Eilisfue consciente de que ir a trabajar a América noera lo mismo que limitarse a coger un barco paraInglaterra; América podía estar mucho más lejos ytener sistemas y costumbres totalmente

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desconocidos, pero tenía un glamour que casi locompensaba todo. Incluso ir a trabajar a una tiendade Brooklyn y alojarse a unas pocas manzanas deallí, todo ello organizado por un sacerdote, teníaalgo de romántico, y ella y Rose eranperfectamente conscientes de eso cuando pedían lacomida en el Gresham, tras dejar el equipaje en laestación de ferrocarril. Ir a trabajar a una tienda deBirmingham o Liverpool o Coventry o inclusoLondres era algo absolutamente gris comparadocon aquello.

Rose se había vestido elegante para la ocasión yEilis se había esforzado por tener el mejor aspectoposible. Rose, con una simple sonrisa al porterodel hotel, era al parecer capaz de conseguir queles buscara un taxi en O’Connell Street e insistieraen que ellas esperaran en el vestíbulo. Quien notuviera billete no podía pasar de determinadopunto; Rose, sin embargo, fue una excepcióngracias al revisor, que mandó buscar a un colegapara que ayudara a las señoras con el equipaje y ledijo que podía quedarse en el barco hasta que

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faltara media hora para la partida, momento en queél la localizaría, la acompañaría fuera y despuésbuscaría a alguien que cuidara de su hermanadurante el viaje a Liverpool. Ni siquiera la gentecon billete de primera clase recibía tal atención;Eilis se lo hizo notar a Rose, que sonrió concomplicidad y asintió.

—Algunas personas son amables —dijo— y si leshablas adecuadamente pueden serlo incluso más.

Ambas rieron.

—Ese será mi lema en América —dijo Eilis.

A primera hora de la mañana, cuando el barcollegó al puerto, un mozo irlandés la ayudó con elequipaje. Cuando Eilis le dijo que el barco haciaAmérica no salía hasta al cabo de unas horas, él lerecomendó llevar las maletas enseguida a una naveen la que trabajaba un amigo suyo, cerca de dondeatracaban los transatlánticos; si le daba su nombreal hombre de la oficina, podría librarse del

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equipaje durante el día. Eilis se vio dándole lasgracias en un tono que podría haber usado Rose,un tono cálido y personal pero también ligeramentedistante aunque no tímido, un tono que habríautilizado una mujer plenamente segura de símisma. Era algo que no podría haber hecho en suciudad ni en ningún lugar en el que alguien de sufamilia o de sus amigos hubieran podido verla.

En cuanto bajó del barco vio a Jack. No sabía sidebía abrazarlo o no. No se habían abrazadonunca. Cuando su hermano extendió la mano parasaludarla, ella se detuvo y volvió a mirarlo.Parecía sentirse incómodo hasta que sonrió. Eilisse acercó como para abrazarlo.

—Ya vale —dijo Jack, apartándola suavemente—.La gente va a pensar...

—¿Qué?

—Es fantástico verte —dijo él. Se habíasonrojado—. Realmente fantástico.

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Cogió las maletas de las manos del guarda y lellamó «colega» al darle las gracias. Por uninstante, mientras se volvía, Eilis intentó abrazarlootra vez, pero él la detuvo.

—Ya basta —dijo—. Rose me ha enviado unalista de instrucciones que incluye una que dice«nada de besos y abrazos». —Rió.

Caminaron a lo largo del ajetreado muellemientras los barcos cargaban y descargaban. Jackya había visto atracar el transatlántico en el queviajaría Eilis y, tras dejar las maletas en la navecomo estaba dispuesto, fueron a inspeccionarlo. Sealzaba en solitario, enorme y mucho másimponente, blanco y limpio que los cargueros quehabía a su alrededor.

—Esto te va a llevar a América —dijo Jack—. Escuestión de tiempo y paciencia.

—¿Tiempo y paciencia?

—Con tiempo y paciencia, hasta un caracol llega a

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América. ¿No lo habías oído nunca?

—Oh, no seas tonto —dijo ella, sonriéndole ydándole un codazo.

—Papá siempre lo decía —dijo Jack.

—Cuando yo no estaba en la habitación —replicóella.

—Con tiempo y paciencia, hasta un caracol llega aAmérica —repitió él.

El día era agradable; caminaron en silencio desdelos muelles hasta el centro de la ciudad, Eilisdeseando estar de vuelta en su dormitorio oincluso en el barco, cruzando el Atlántico. Comono tenía que embarcar hasta las cinco de la tarde,se preguntó qué harían para pasar el día. En cuantoencontraron una cafetería, Jack le preguntó si teníahambre.

—Un bollo —dijo ella— y quizá una taza de té.

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—Pues a disfrutar de tu última taza de té —dijoJack.

—¿No toman té en América? —preguntó Eilis.

—¿Estás de broma? En América se comen a losniños. Y hablan con la boca llena.

Eilis observó que, al acercarse el camarero, suhermano pedía una mesa casi en tono de disculpa.Se sentaron junto a la ventana.

—Rose ha dicho que tenías que cenar bien, por sila comida del barco no te gustaba.

Después de pedir, Eilis echó un vistazo a lacafetería.

—¿Cómo son?

—¿Quiénes?

—Los ingleses.

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—Están bien, son buenas personas —contestó Jack—. Si haces tu trabajo, lo aprecian. A la mayoríade ellos es lo único que les importa. A veces tegritan un poco por la calle, pero solo los sábadospor la noche. No tienes que hacerles caso.

—¿Qué gritan?

—Nada apropiado para los oídos de una buenachica que se va a América.

—¡Dímelo!

—No pienso decírtelo.

—¿Palabrotas?

—Sí, pero aprendes a no hacerles caso, y tenemosnuestros propios bares, así que cualquier cosa quepueda pasar es solo de camino a casa. La norma esno responder a los gritos, fingir que no ocurrenada.

—¿Y en el trabajo?

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—No, en el trabajo es diferente. Es un almacén derecambios. Traen coches viejos y maquinaria rotade todo el país. Nosotros lo desmontamos todo ylo vendemos por partes, hasta los tornillos y lachatarra.

—¿Qué haces exactamente? Me lo puedes contartodo. —Eilis miró a su hermano y sonrió.

—Estoy a cargo del inventario. En cuantodesguazan un coche, hago una lista de todas laspiezas; en los vehículos viejos hay algunas que sonmuy escasas. Sé dónde se guarda cada una de ellasy si se venden. He ideado un sistema para que todopueda localizarse fácilmente. Solo tengo unproblema.

—¿Cuál?

—Que la mayoría de la gente que trabaja en laempresa cree que puede quedarse y llevarse a casacualquier recambio que necesiten sus amigos.

—¿Y qué haces para evitarlo?

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—He convencido al jefe de que a las personas quetrabajaban para nosotros debíamos dejarles amitad de precio todo lo que necesiten realmente, yeso significa que lo tenemos todo un poco máscontrolado, pero siguen llevándose cosas. Si estoya cargo del inventario es porque me recomendó unamigo del jefe. Yo no robo recambios. No es quesea honesto. Es que sé que me cogerían y por esono me arriesgo.

Jack parecía inocente y serio al hablar, pensóEilis, pero también nervioso, como si se sintieraexpuesto y le preocupara lo que ella pensara de ély de la vida que llevaba ahora. A ella no se leocurría nada para que se comportara de un modomás normal, más como era él mismo. Lo único quese le ocurría eran más preguntas.

—¿Ves mucho a Pat y a Martin?

—Pareces la presentadora de un concurso.

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—Vuestras cartas son fantásticas, pero nunca dicenlo que queremos saber.

—No hay mucho que contar. Martin viajademasiado, aun así es posible que se quededefinitivamente en el trabajo que tiene. Pero lossábados por la noche quedamos los tres. Primeroel bar y después el salón de baile. El sábado porla noche nos adecentamos y nos arreglamos. Esuna lástima que no vengas a Birmingham, lossábados por la noche provocarías una estampida.

—Qué mal suena.

—Es una juerga. Te divertirías. Hay más hombresque mujeres.

Pasearon por el centro de la ciudad, lentamente sefueron relajando, incluso se rieron mientrascharlaban. Eilis se dio cuenta de que a veceshablaban como adultos responsables —él lecontaba historias del trabajo y sobre los fines de

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semana— y después, de pronto, volvían a ser unosniños o unos jovencitos y se burlaban el uno delotro o hacían bromas. Le resultaba extraño queRose o su madre no pudieran aparecer encualquier momento y decirles que se estuvieranquietos y, en ese mismo instante, se dio cuenta deque estaban en una gran ciudad y no debíanresponder ante nadie ni tenían nada que hacer hastalas cinco de la tarde, momento en que ella tendríaque recoger el equipaje y entregar el billete en lapuerta de embarque.

—¿Te has planteado alguna vez volver a casa? —le preguntó Eilis a su hermano mientras paseabansin rumbo por el centro, antes de ir a comer a unrestaurante.

—Ah, allí no hay nada para mí —dijo él—. Losprimeros meses no conseguía adaptarme y estabadesesperado por volver. Habría hecho cualquiercosa por volver a casa. Pero ahora ya me heacostumbrado, y me gusta tener un salario eindependencia. Me gusta eso de que en el trabajo

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el jefe no me haga preguntas, ni el que tenía en miantiguo puesto me preguntó nada; los dos mecontrataron solo por mi forma de trabajar. Nuncame molestan y, si les sugieres algo, una maneramejor de hacer las cosas, escuchan.

—¿Y cómo son las inglesas? —preguntó Eilis.

—Hay una muy simpática —replicó Jack—. Nopuedo hablar por las demás. —Empezó asonrojarse.

—¿Cómo se llama?

—No pienso decirte nada más.

—No se lo diré a mamá.

—Ya he oído eso antes. Ya te he dicho bastante.

—Espero que los sábados por la noche no lalleves a un antro de mala muerte.

—Baila bien. No le importa. Y no es un antro de

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mala muerte.

—¿Y Pat y Martin también tienen novia?

—A Martin siempre lo dejan plantado.

—¿Y la novia de Pat también es inglesa?

—Estás intentando ver qué sacas. No me extrañaque me dijeran que quedara contigo.

—¿También es inglesa?

—Es de Mullingar.

—Si no me dices el nombre de tu novia, se locontaré a todo el mundo.

—¿Contarles qué?

—Que la llevas a un antro de mala muerte lossábados por la noche.

—No pienso decirte nada más. Eres peor que

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Rose.

—Probablemente tiene uno de esos finos nombresingleses. Dios, espera a que mamá se entere. Suhijo favorito.

—No le digas una sola palabra.

Era difícil bajar las maletas por las estrechasescaleras del barco y en el pasillo tuvo quecaminar de lado mientras seguía las señales quellevaban a su camarote. Eilis sabía que el barcoiba completo y que tendría que compartirlo conotra persona.

La habitación era minúscula y no tenía ventanas, nisiquiera un respiradero; solo había una litera y unapuerta que daba a un diminuto cuarto de baño que,como le habían dicho, también era para elcamarote que estaba al otro lado. En un cartelponía que los pasajeros debían quitar el pestillode la otra puerta cuando no usaran el servicio para

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que los pasajeros de la habitación contiguapudieran acceder a él.

Eilis puso una de las maletas en el portaequipajesy la otra contra la pared. Se preguntó si debíacambiarse de ropa, o qué debía hacer hasta quesirvieran la cena a los pasajeros de tercera claseuna vez zarpara el barco. Rose le había dado doslibros, pero vio que la luz era demasiado débilpara leer. Se tumbó en la litera y puso las manosbajo la cabeza, contenta de que la primera partedel viaje hubiera acabado y aún quedara unasemana por delante sin nada que hacer. ¡Si el restofuera así de fácil!

Jack había dicho algo que se le había quedadograbado, porque no era propio de él ser tanvehemente respecto a nada. Que dijera que alprincipio habría hecho cualquier cosa por volver acasa era extraño. No había comentado nada sobreello en sus cartas. Se le ocurrió que quizá no lehabía dicho a nadie, ni siquiera a sus hermanos,cómo se sentía, y pensó en la soledad que debió de

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haber experimentado. Quizá, pensó, los treshermanos habían pasado por lo mismo y seayudaban mutuamente cuando notaban que a uno deellos le embargaba la añoranza. Se dio cuenta deque si le ocurría a ella, estaría sola, así que anhelóestar preparada para todo lo que le pudiera ocurriro todo lo que pudiera sentir cuando llegara aBrooklyn.

De repente la puerta se abrió y entró una mujertirando de un gran baúl. Ignoró a Eilis, que selevantó inmediatamente y le preguntó si necesitabaayuda. La mujer arrastró el baúl hasta la litera eintentó cerrar la puerta tras ella, pero no habíabastante espacio.

—Esto es un infierno —dijo con acento inglésmientras intentaba colocar el baúl sobre uncostado. Cuando lo consiguió, se quedó en pie enel espacio que quedaba entre las literas y la paredque había junto a Eilis. Apenas había sitio para lasdos mujeres. Eilis observó que el baúl casibloqueaba la puerta—. Tú estás en la litera

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superior. El número uno significa litera inferior yeso es lo que pone en mi billete —dijo la mujer—.Así que cámbiate de sitio. Me llamo Georgina.

En lugar de examinar su billete, Eilis se presentó.

—Esta habitación es pequeñísima —dijo Georgina—. Aquí no cabe ni una aguja, imagínate unalfiletero.

Eilis tuvo que contener una carcajada y deseó queRose estuviera allí para poder decirle que estaba aun paso de preguntarle a Georgina si iba hastaNueva York o tenía previsto bajarse en otro lugar.

—Necesito un pitillo, pero aquí abajo no dejanfumar —dijo Georgina.

Eilis subió por la escalerilla hasta la literasuperior.

—Nunca más —dijo Georgina—. Nunca más.

Eilis no se pudo contener.

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—¿Nunca más un baúl tan grande o nunca más ir aAmérica?

—Nunca más en tercera clase. Nunca más un baúl.Nunca más volver a Liverpool. Simplemente,nunca más. ¿Contesta eso a tu pregunta?

—Pero ¿te gusta la litera inferior?

—Sí, me gusta. Bueno, tú eres irlandesa, así quevente a fumar un cigarrillo conmigo.

—Lo siento, no fumo.

—Es una suerte para mí. Nada de malos hábitos.

Georgina salió lentamente de la habitaciónrodeando el baúl.

Más tarde, cuando el motor del barco, que parecíaestar considerablemente cerca de su camarote,empezó a rugir con estruendo y el largo pitido deuna sirena comenzó a sonar a intervalos regulares,Georgina volvió al camarote a coger su abrigo;

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tras peinarse en el lavabo, invitó a Eilis a subir acubierta y ver las luces de Liverpool mientraszarpaban.

—Puede que conozcamos a alguien que nos caigabien —dijo— y nos invite al salón de primeraclase.

Eilis cogió el abrigo y la bufanda y la siguió,rodeando con dificultad el baúl. No entendía cómoGeorgina había logrado bajarlo por las escaleras.Hasta que estuvieron en cubierta, bajo la débil luzdel atardecer, no pudo ver bien a la mujer con laque compartía camarote. Georgina, pensó, debíade tener entre treinta y cuarenta años, aunque talvez era mayor. Tenía el cabello rubio brillante ysu corte de pelo era como el de las estrellas decine. Se movía con seguridad y, cuando encendióun cigarrillo y le dio una calada, la forma en quefrunció los labios y entrecerró los ojos y dejóescapar el humo por la nariz hizo que parecierasumamente elegante y dueña de sí misma.

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—Míralos —dijo, señalando a un grupo depersonas que estaba al otro lado de la barreratambién contemplando la ciudad, cada vez máspequeña—. Son los pasajeros de primera clase.Tienen las mejores vistas. Pero sé cómo colarme.Ven conmigo.

—Estoy bien aquí —contestó Eilis—. Además,dentro de un minuto no habrá nada que ver.

Georgina se volvió, la miró y se encogió dehombros.

—Como quieras. Pero por lo que parece y por loque he oído, va a ser una mala noche, una de laspeores. El sobrecargo que me ha bajado el baúl hadicho que iba a ser una noche espantosa.

Oscureció muy pronto y el viento se hizo másintenso en cubierta. Eilis buscó el comedor detercera clase y se sentó sola mientras un únicocamarero preparaba las mesas a su alrededor y sepercataba finalmente de que estaba allí; sin

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siquiera mostrarle un menú, le sirvió el primero,un plato con sopa de rabo de buey, seguido de loque ella imaginó que era cordero hervido consalsa de carne, patatas y guisantes. Mientras comíamiró a su alrededor, pero no vio rastro deGeorgina, y le sorprendió el número de mesasvacías. Se preguntó si la mayoría de los camaroteseran de primera y segunda clase, y si los pasajerosde tercera eran tan solo el pequeño grupo depersonas que estaban en ese momento en elcomedor o que había visto en cubierta. Eso lepareció poco probable, y se preguntó dóndeestarían los demás y cómo iban a comer.

Cuando el camarero le llevó la gelatina y lasnatillas, ya no quedaba nadie en el comedor.Puesto que no había otro restaurante en terceraclase, imaginó que Georgina debía de habersecolado en primera o segunda, aunque no creía queeso fuera fácil. En cualquier caso, y dado que entercera no había ni salón ni bar, no podía hacerotra cosa que ir al camarote y acostarse. Estabacansada y esperaba poder dormir.

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Ya en el camarote, al ir a lavarse los dientes y lacara antes de meterse en la cama, descubrió quelos ocupantes del camarote del otro lado habíancerrado la puerta con pestillo; imaginó que debíande estar utilizando el lavabo, y se quedó esperandoa que terminaran y descorrieran el pestillo. Aguzóel oído pero no oyó nada salvo el motor, quepensó que era lo bastante fuerte para sofocarcualquier otro ruido. Al cabo de un rato salió alpasillo e intentó escuchar junto a la puerta delcamarote contiguo, pero no oyó nada. Se preguntósi aquella gente se habría ido a dormir y se quedóesperando fuera, con la esperanza de que Georginavolviera. Georgina, pensó, sabría qué hacer, igualque Rose o su madre, o desde luego la señoritaKelly, cuyo rostro cruzó su mente un breveinstante. Pero ella no tenía ni idea de qué hacer.

Al cabo de un rato llamó suavemente a la puerta.Al no recibir respuesta, golpeó con los nudilloscon fuerza por si no la habían oído. Tampoco huborespuesta. Dado que el barco iba completo y nohabía nadie en el comedor, que a esas horas seguro

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que ya estaba cerrado, supuso que todos lospasajeros debían de estar en los camarotes;algunos seguramente ya dormían. En medio de supreocupación y agitación, se dio cuenta de que nosolo necesitaba lavarse los dientes y la cara sinotambién vaciar la vejiga y los intestinos, y hacerlorápido, casi con urgencia. Volvió a su habitación eintentó abrir de nuevo la puerta del lavabo, peroseguía cerrada con pestillo.

Salió al pasillo y se dirigió al comedor, sentíacada vez mayor urgencia, pero no encontró ningúnretrete. Subió los dos tramos de escaleras quellevaban a cubierta y se encontró con que habíancerrado la puerta con llave. Recorrió un buennúmero de pasillos para ver si al final de algunode ellos había un lavabo o un retrete, pero nohabía nada salvo el sonido de los motores y elmovimiento del barco, que empezó a embestir confuerza hacia delante y la obligó a sujetarse alpasamanos cuidadosamente al bajar las escaleraspara no perder el equilibrio.

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Ya no podía más y no creía que pudiera aguantarmucho tiempo sin encontrar un lavabo. Hacía unmomento había observado que en los dos extremosde su pasillo había un cuartito con un cubo yalgunas fregonas y cepillos. Se dio cuenta de que,puesto que no se había encontrado con nadie, consuerte nadie la vería entrar al cuartito de laderecha. Se alegró al ver que en el cubo había unpoco de agua. Actuó con rapidez, intentadoaliviarse lo más rápido posible y manteniéndoseen el interior del habitáculo para que, aun en elcaso de que hubiera alguien por el pasillo, solo laviera si pasaba por delante de ella. Despuésutilizó una bayeta suave para limpiarse y se dirigióde puntillas a su camarote, esperando queGeorgina volviera y supiera cómo despertar a losvecinos y hacerles abrir la puerta del lavabo. Sepercató de que no podría quejarse a lasautoridades del barco por si estas la relacionabancon lo que, estaba segura, descubrirían en el cuboa la mañana siguiente.

Entró en el camarote, se puso el camisón y apagó

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la luz antes de subir a la litera. Se durmióenseguida. No sabía cuánto rato había dormido,pero al despertarse estaba empapada en sudor.Comprendió enseguida lo que iba mal. Estaba apunto de vomitar. A oscuras, casi se cayó de lalitera y no pudo evitar devolver parte de la cenamientras intentaba mantener el equilibrio yencontrar el interruptor para encender la luz almismo tiempo.

Después de encontrarlo rodeó el baúl de Georgina,fue hacia la puerta y, en cuanto salió al pasillo,vomitó copiosamente. Se arrodilló; era la únicaforma de mantener el equilibrio, ya que el barco sebalanceaba demasiado. Se dio cuenta de que teníaque echar hasta la primera papilla cuanto antes,antes de que la viera alguno de los pasajeros o lasautoridades del barco, pero cada vez que selevantaba pensando que ya había acabado, lasnáuseas volvían. Mientras regresaba a sucamarote, deseosa de taparse con las mantas en lalitera superior y esperando que nadie descubrieraque había sido ella la causante de aquel estropicio,

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las náuseas volvieron con más intensidad aún,obligándola a ponerse a gatas y a vomitar unespeso líquido con un repugnante sabor que la hizotemblar de asco al levantar la cabeza.

El movimiento del barco adquirió un ritmoviolento que sustituyó la sensación de ser lanzadohacia delante y después empujado hacia atrás quehabía sentido al despertarse. Ahora parecíanavanzar con enorme dificultad, casi comogolpeando algo duro y poderoso que intentabaimpedir su avance. Un ruido, como si el enormetransatlántico rechinara, parecía a veces más fuerteque el sonido de los propios motores. Pero cuandovolvió a su camarote y se reclinó contra la puertadel lavabo oyó otro ruido, tenue hasta que apoyó laoreja contra la puerta, y entonces inconfundible, dealguien vomitando. Prestó atención: oía lasarcadas. Golpeó la puerta, enfadada al entenderpor qué habían corrido el pestillo. Los ocupantesdel camarote de al lado debían de saber lo duraque iba a ser la noche y que necesitarían utilizar elretrete constantemente. El ruido del vómito llegaba

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a intervalos y no había signos de que la puerta quedaba a su camarote fuera a abrirse.

Se sintió con fuerzas suficientes para mirar haciael lugar del camarote en el que había vomitado. Sepuso los zapatos y un abrigo sobre el camisón,salió al pasillo y se dirigió al cuartito de laizquierda, donde encontró una bayeta, un cubo y uncepillo. Tuvo cuidado de mirar dónde pisaba ytambién de no perder el equilibrio. Se preguntó simuchos de los pasajeros de tercera clase sabíancómo iba a ser aquella noche y por eso se habíanmantenido alejados del comedor, de la cubierta yde los pasillos, y habían decidido encerrarse ensus camarotes, donde pensaban quedarse hasta quehubiera pasado lo peor. No sabía si aquellosucedía a menudo en los transatlánticos que ibande Liverpool a Nueva York, pero, como entoncesrecordó que Georgina había dicho que iba a seruna noche terrible, supuso que era peor que decostumbre. Imaginó que estaban cerca de la costa,en algún punto del sur de Irlanda, pero no podíaasegurarlo.

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Se llevó la bayeta y el cepillo al camarote, con laesperanza de quitar el olor rociando un poco delperfume que Rose le había dado sobre las partesdel suelo y las mantas en las que había vomitado.Pero la fregona solo parecía empeorar las cosas yel cepillo no servía de nada. Decidió devolverlosal lugar donde los había encontrado. De repente,cuando dejaba las cosas en el cuartito, volvió asentir náuseas y no pudo evitar vomitar otra vez enel pasillo. Apenas le quedaba algo que vomitar,tan solo una bilis amarga que dejó en su boca unsabor que la hizo gritar mientras golpeaba lapuerta del camarote contiguo al suyo y le dabapatadas con fuerza. Pero nadie abrió la puerta,mientras el barco parecía estremecerse y lanzarsehacia delante, y después estremecerse de nuevo.

Eilis no tenía ni idea de a cuántos metros bajo elmar estaba, solo sabía que su camarote seencontraba en las profundidades de la barriga delbarco. Cuando empezó a tener arcadas otra vez, sedio cuenta de que jamás sería capaz de decirle anadie lo enferma que se había sentido. Recordó a

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su madre de pie ante la puerta, diciendo adiós conla mano mientras el coche partía hacia la estacióncon ella y Rose en el interior; la expresión de surostro tensa y preocupada, y solo logró esbozaruna sonrisa cuando el coche giraba por Friary Hill.Lo que le estaba ocurriendo, quería creer Eilis, eraalgo que su madre nunca habría imaginado. Si elmovimiento hubiera sido más suave, solo unbalanceo adelante y atrás, quizá se habríaconvencido a sí misma de que era un sueño, o deque no iba a durar mucho, pero cada momento eraabsolutamente real, totalmente sólido y formabaparte de su estado de vigilia, como lo eran elrepugnante sabor de su boca y el chirrido de losmotores y el calor, que parecía aumentar a medidaque transcurría la noche. Y en medio de todo esotuvo la sensación de que había hecho algo mal, deque, de alguna forma, era culpa suya que Georginase hubiera ido a otra parte y que sus vecinoshubiesen cerrado con pestillo la puerta del lavabo,que era culpa suya haber vomitado en el camarotey no haber conseguido limpiar aquel desastre.

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Ahora respiraba por la nariz, concentrándose,esforzándose al máximo para no volver a tenerarcadas, y reunió toda la fuerza de voluntad que lequedaba para subir la escalerilla hasta la litera dearriba y permanecer tumbada en la oscuridadimaginando que el barco avanzaba, a pesar de queel sonido del temblor se volvía más feroz amedida que el transatlántico parecía golpear olascada vez más fuertes. Durante unos instantesimaginó que ella era el mar, empujando con durezapara resistirse al peso y la fuerza del barco. Cayóen un sueño ligero y tranquilo.

La despertó una suave mano en la frente. Supoexactamente dónde estaba cuando abrió los ojos.

—¡Oh, pobrecilla! —dijo Georgina.

—No han querido abrir la puerta del lavabo —replicó Eilis, forzando la voz para que le salieratan débil como le fuera posible.

—¡Esos bastardos! —dijo Georgina—. Algunos lo

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hacen siempre; el primero que llega la cierra conel pestillo. Ahora verás cómo lo soluciono.

Eilis se incorporó y bajó despacio la escalerilla.El olor a vómito era espantoso. Georgina habíasacado de su bolso una lima de uñas y estabamanipulando la puerta del servicio. No le costómucho abrirla. Eilis la siguió al interior delservicio, donde los pasajeros del otro camarotehabían dejado sus artículos de aseo.

—Ahora tenemos que bloquear su puerta porqueesta noche aún va a ser peor —dijo Georgina.

Eilis vio que el cerrojo era una simple barrita demetal que podía levantarse fácilmente con una limade uñas.

—Solo hay una solución —dijo Georgina—. Simeto mi baúl en el servicio no podremos cerrar lapuerta y tendremos que sentarnos de lado en elváter, pero ellos no tendrán forma de entrar. Pobrechiquilla.

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Georgina volvió a mirarla con simpatía. Ibamaquillada y parecía que los estragos de la nocheno habían hecho mella en ella.

—¿Qué has cenado? —le preguntó, mientrasempezaba a arrastrar el baúl al servicio.

—Creo que era cordero.

—Y guisantes, un montón de guisantes. ¿Y cómo tesientes?

—Jamás me he sentido peor. ¿He dejado el pasillohecho un desastre?

—Sí, pero todo el barco está hecho un desastre.Incluso la primera clase está hecha un desastre.Empezarán a limpiar por allí, pasarán horas hastaque lleguen aquí abajo. ¿Por qué has cenado tanto?

—No lo sé.

—¿No se lo has oído decir cuando estábamosembarcando? Es la peor tormenta en años.

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Siempre es malo, especialmente aquí abajo, peroesta tormenta es terrible. Bebe agua, nada más,nada de sólidos. Hará maravillas con tu figura.

—Siento lo del olor.

—Ya vendrán y lo limpiarán todo. Sacaremos elbaúl cuando los oigamos venir y lo volveremos aponer en cuanto se vayan. Me han visto en primeraclase y me han advertido de que si no me quedoaquí abajo hasta que atraquemos, me arrestarán alotro lado. Así que me temo que vas a tenercompañía. Y querida, cuando vomite, sabrás loque es vomitar. Es lo único que va a haber duranteel próximo día más o menos, vómitos, muchosvómitos. Y después me han dicho que entraremosen aguas tranquilas.

—Me encuentro fatal —dijo Eilis.

—Se llama mareo, cariño, y hace que te pongasverde.

—¿Tengo muy mal aspecto?

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—Oh, sí, como todos los que estamos en el barco.

Mientras hablaba, llamaron con fuerza desde elotro camarote. Georgina entró en el servicio.

—¡Jodeos! —gritó—. ¿Podéis oírme? ¡Bien! ¡Puesjodeos!

Eilis estaba de pie tras ella, en camisón y con lospies descalzos. Se estaba riendo.

—Ahora tengo que usar yo el retrete —dijo—.Espero que no te importe.

Avanzado el día llegó personal con cubos de aguacon desinfectante y fregaron el suelo de lospasillos y las habitaciones. Quitaron las sábanas ylas mantas que se habían manchado y pusieronunas limpias, y toallas recién lavadas. Georgina,que había estado vigilando para verlos llegar,metió el baúl en el camarote. Cuando los vecinos,dos ancianas damas norteamericanas a quienes

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Eilis veía ahora por primera vez, se quejaron a laslimpiadoras de que habían bloqueado el servicio,estas se encogieron de hombros y siguierontrabajando. En cuanto se fueron, Georgina y Eilisvolvieron a colocar el baúl en el servicio antes deque sus vecinas tuvieran oportunidad de bloquearla puerta desde el otro lado. Cuando estasllamaron a la puerta del servicio y del camarote,Eilis y Georgina se rieron.

—Han perdido su oportunidad. ¡Así aprenderán!—dijo Georgina.

Fue al comedor y volvió con dos jarras de agua.

—Solo hay un camarero —dijo—, así que puedescoger lo que quieras. Esta es tu ración para estanoche. No comas nada y bebe mucho, esa es laclave. No evitará que te encuentres mal, pero noserá tan fuerte.

—Da la sensación de que empujen el barco haciaatrás sin parar —dijo Eilis.

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—Aquí abajo siempre da esa impresión —contestó Georgina—. No te muevas y reserva lasfuerzas, vomita a gusto cuando lo necesites, ymañana estarás como nueva.

—Hablas como si hubieras viajado en este barcoun millón de veces.

—Y así es —contestó Georgina—. Voy a casa unavez al año a ver a mi madre. Es mucho sufrimientopara una semana. Cuando ya me he recuperado,tengo que irme. Pero me encanta verlos a todos.No vamos para jóvenes, ninguno de nosotros, asíque es agradable pasar una semana juntos.

Tras otra noche de constantes vómitos, Eilis estabaexhausta; el barco parecía martillear el agua. Perodespués el mar se calmó. Georgina, que sepaseaba por el pasillo con regularidad, seencontró a las mujeres del camarote contiguo yacordó con ellas que nadie obstaculizaría el usodel retrete, sino que intentarían compartirlo en

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armonía, ahora que la tormenta había pasado. Sacóel baúl de él y advirtió a Eilis, que reconoció tenerhambre, que no comiera nada por muy hambrientaque estuviera y que bebiera mucha agua, y queprocurara no dormir durante el día por muchasganas que tuviera. Si podía dormir una nocheentera, dijo Georgina, se encontraría mucho mejor.

Eilis no podía creer que tuviera que pasar cuatronoches más en aquel espacio tan reducido, conaquel aire viciado y tan poca luz. Tan solo cuandoiba al aseo a lavarse sentía que por unos momentosmitigaba la vaga y persistente sensación denáuseas mezclada con un hambre terrible, y laclaustrofobia, que parecía hacerse más intensacuando Georgina la dejaba sola en el camarote.

Como en casa de su madre solo tenían bañera,nunca se había duchado, y tardó un rato endescubrir cómo conseguir la temperatura correctasin cerrar el agua del todo. Mientras se enjabonabay lavaba el pelo, se preguntó si sería agua de marcaliente y, de no ser así, cómo podía el barco

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cargar tanta agua limpia. Quizá en tanques, pensó,o quizá era agua de lluvia. Fuera como fuese, estarbajo la ducha le proporcionó alivio por primeravez desde que el barco había salido de Liverpool.

La noche anterior al desembarco, Eilis fue alcomedor con Georgina, que le dijo que tenía unaspecto lamentable y que si no tenía cuidado laharían quedarse en la isla de Eilis y la pondrían encuarentena o, como mínimo, tendría que sometersea una revisión médica. De vuelta en el camarote,Eilis le enseñó a Georgina su pasaporte y suspapeles para demostrarle que no tendríaproblemas para entrar en Estados Unidos. Le contóque iría a recibirla el padre Flood. Georgina ledijo que le sorprendía que tuviera un permiso detrabajo indefinido y no temporal. No creía que enesos momentos fuera fácil conseguir esedocumento, ni siquiera con la ayuda de unsacerdote. Obligó a Eilis a abrir la maleta yenseñarle qué ropa tenía con el fin de elegir unconjunto apropiado para desembarcar y asegurarse

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de que no se ponía algo demasiado arrugado.

—Nada elegante —dijo—. No queremos queparezcas una tarta.

Eligió un vestido blanco con un dibujo de floresrojas que le había regalado Rose, una rebecasencilla y un echarpe liso. Miró los tres pares dezapatos que Eilis tenía y eligió los más sencillos,insistiendo en que había que lustrarlos.

—Lleva el abrigo en el brazo y mira como sisupieras adónde vas, y no te vuelvas a lavar elpelo, con el agua del barco se te ha quedado comouna madeja de acero. Vas a tener que cepillártelounas cuantas horas para darle forma.

Por la mañana, tras disponer que llevaran su baúla cubierta, Georgina empezó a maquillarse yaconsejó a Eilis que se alisara más el pelo, ahoraque ya había acabado con el cepillado, para quepudiera hacerse un moño.

—No parezcas demasiado inocente —dijo—.

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Cuando te ponga un poco de perfilador de ojos,colorete y rímel, no se atreverán a pararte. Tumaleta es un desastre, pero no podemos hacer nadaal respecto.

—¿Qué tiene de malo?

—Es demasiado irlandesa, y ellos paran a losirlandeses.

—¿De verdad?

—Intenta no parecer tan asustada.

—Tengo hambre.

—Todos tenemos hambre. Pero, querida, no tienesque parecer hambrienta. Haz ver que estás llena.

—Y casi nunca llevo maquillaje.

—Bueno, estás a punto de entrar en la tierra de loslibres y los valientes. No sé cómo has conseguidoese sello de tu pasaporte. Ese sacerdote debe de

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conocer a alguien. La única razón por la quepodrían pararte es que piensen que tienestuberculosis, así que no tosas bajo ningunacircunstancia, o si creen que tienes una extrañaenfermedad de los ojos que no recuerdo cómo sellama. De modo que mantén los ojos abiertos. Aveces solo te paran para mirar los papeles.

Georgina pidió a Eilis que se sentara en la literainferior, volviera la cara hacia la luz y cerrara losojos. Durante veinte minutos estuvo trabajandodespacio, aplicando una fina capa de maquillaje ydespués colorete, perfilador y rímel. Le cardó elpelo. Cuando acabó, la mandó al lavabo con unpintalabios y le dijo que se pusiera un poco consuavidad, cerciorándose de que no sepintarrajeaba toda la cara. Cuando Eilis se miró alespejo se quedó sorprendida. Parecía mayor y casiguapa, pensó. Se dijo que le encantaría sabersemaquillar bien, tal como sabían hacer Rose yGeorgina. Sería mucho más fácil, imaginó, salircon gente que no conocía o que quizá no volvería aver si siempre tuviera aquel aspecto. La haría

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sentirse menos nerviosa en un sentido, pensó, peroquizá más en otro, porque sabía que la gente lamiraría y podría sacar una imagen equivocada deella si en Brooklyn se vistiera así todos los días.

SEGUNDA PARTE

Eilis se despertó en plena la noche, tiró la manta alsuelo e intentó volver a dormirse cubierta solo conuna sábana, pero seguía haciendo demasiado calor.Estaba bañada en sudor. Le habían dicho queprobablemente esa era la última semana de calor;pronto bajarían las temperaturas y necesitaríamantas, pero de momento el tiempo seguíabochornoso y húmedo, y todo el mundo caminabadespacio por la calle y con aspecto cansado.

Su habitación estaba en la parte trasera de la casay el cuarto de baño al final del pasillo. Las tablas

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del suelo crujían y la puerta, pensaba, estaba hechade un material ligero y las cañerías hacían ruido,por lo que oía a las demás huéspedes cuando ibanal lavabo por la noche o si volvían tarde los finesde semana. No le importaba que la despertaransiempre y cuando todavía fuera de noche y pudieraarrebujarse en la cama sabiendo que le quedabatiempo para dormitar. Entonces podía apartar desu mente todo pensamiento relacionado con el díaque tenía por delante. Pero si se despertabacuando ya había amanecido, sabía que solo lequedaban una hora o dos, como mucho, antes deque sonara la alarma del reloj y empezara lajornada.

La señora Kehoe, la propietaria de la casa, era deWexford, y le encantaba hablarle de su ciudad, delas excursiones de los domingos a Curracloe yRosslare Strand, o de los partidos de hurling, delas tiendas de la calle principal de Wexford, o delas personas que recordaba. Al principio Eilissupuso que la señora Kehoe era viuda y le habíapreguntado por el señor Kehoe y su ciudad natal,

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pero se encontró ante una triste sonrisa cuando ellale contestó que era de Kilmore Quay, sin añadirmás. Más adelante, al comentárselo al padreFlood, este le había dicho que era mejor no hablarmucho del señor Kehoe, que se había ido al Oestecon todo el dinero y había dejado a su mujer condeudas, la casa en Clinton Street y ningún ingreso.Por eso, dijo el padre Flood, la señora Kehoealquilaba habitaciones en su casa y tenía cincochicas más como huéspedes, aparte de Eilis.

La señora Kehoe disponía de una sala de estar, undormitorio y un cuarto de baño propios en laplanta baja. También tenía teléfono, pero, le dejóclaro a Eilis, no cogía mensajes para ninguna delas huéspedes bajo ninguna circunstancia. Habíados chicas instaladas en el sótano y cuatro en lospisos superiores; unas y otras podían utilizar lagran cocina que había en la planta baja, donde laseñora Kehoe les servía la cena cada noche.Podían hacerse té y café cuando quisieran, le dijo,siempre y cuando usaran sus propios tazas yplatos, que después tenían que lavar, secar y

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guardar ellas mismas.

Los domingos la señora Kehoe tenía por norma noaparecer, y les correspondía a las chicas cocinar ydejarlo todo limpio. Iba a misa a primera hora, ledijo a Eilis, y por la tarde iban unas amigas suyasa jugar a una anticuada y seria partida de póquer.Para la señora Kehoe la partida de póquer,comentó Eilis en una de sus cartas a casa, parecíaun deber dominical de otro tipo, que solo llevaba acabo porque era una norma.

Cada noche, antes de empezar la cena, se poníanen pie solemnemente, unían las manos y la señoraKehoe bendecía la mesa. Cuando estaban sentadaspara cenar, no le gustaba que las chicas hablaranentre ellas o lo hicieran sobre temas que ella noconocía, y no alentaba los comentarios sobrenovios. Lo que le interesaba era sobre todo la ropay los zapatos, dónde podía comprarlos, a quéprecio y en qué época del año. Los cambios en lamoda y las nuevas tendencias eran su tema deconversación cotidiano, a pesar de que ella misma,

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como comentaba con frecuencia, era demasiadomayor para algunos de los colores y estilosnuevos. Sin embargo, advirtió Eilis, la señoraKehoe vestía de modo impecable y reparaba encada uno de los artículos que llevaban susinquilinas. También le encantaba hablar delcuidado de la piel y de sus diferentes tipos yproblemas. Iba a la peluquería una vez a lasemana, el sábado; siempre pedía que la atendierala misma peluquera y se pasaba varias horas conella para que su cabello estuviera perfecto duranteel resto de la semana.

En la planta de Eilis, en la habitación de enfrente,se alojaba la señorita McAdam, de Belfast, quetrabajaba de secretaria y tenía muy poco que decirsobre moda cuando estaban a la mesa, salvo que eltema de conversación fuera la subida de precios.Era muy estirada, escribió Eilis en una carta a sucasa, y como favor especial le había pedido queno dejara sus artículos de aseo esparcidos por ellavabo, como hacían las demás. Las chicas quevivían en el piso superior eran más jóvenes que la

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señorita McAdam, contó en su carta, y era habitualque la señora Kehoe y la señorita McAdamtuvieran que reprenderlas. Una de ellas, PattyMcGuire, había nacido al norte de Nueva York, lecontó a Eilis, y ahora trabajaba, al igual que ella,en uno de los grandes almacenes de Brooklyn. Leencantaban los hombres, observó Eilis. La mejoramiga de Patty vivía en el sótano; se llamabaDiana Montini, pero su madre era irlandesa y teníael cabello pelirrojo. Al igual que Patty, hablabacon acento americano.

Diana se quejaba constantemente de la comida quepreparaba la señora Kehoe e insistía en que erademasiado irlandesa. Los viernes y sábados por lanoche Patty y ella se pasaban horas arreglándose eiban a algún espectáculo, al cine o a bailar, acualquier sitio donde hubiera hombres, como habíaapuntado la señorita McAdam con acritud.Siempre había problemas entre Patty y SheilaHeffernan, que compartían con ella el pisosuperior, a causa del ruido durante la noche.Sheila, que también era mayor que Patty y Diana,

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procedía de Skerries y trabajaba de secretaria.Cuando la señora Kehoe le contó a Eilis el motivodel conflicto entre Sheila y Patty, la señoritaMcAdam, que estaba en la habitación, lainterrumpió para decir que ella no veía ningunadiferencia entre ambas, ni en el desorden quedejaban, ni en la costumbre de utilizar su jabón ysu champú, e incluso su pasta de dientes, cuandoera tan tonta que se los dejaba en el cuarto debaño.

Se quejaba a todas horas, tanto a Patty y a Sheila,como a la señora Kehoe, del ruido que hacían suszapatos en las escaleras y en el piso superior.

En el sótano, con Diana, vivía la señorita Keegan,de Galway, que apenas hablaba a no ser que laconversación versara sobre Fianna Fáil y Valera,o sobre el sistema político estadounidense, cosaque rara vez sucedía, ya que la señora Kehoe, dijo,sentía auténtica aversión por cualquier tipo dediscusión política.

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Los dos primeros fines de semana Patty y Diana lepreguntaron a Eilis si quería salir con ellas, peroesta, que aún no había cobrado, prefirió quedarseen la cocina hasta la hora de acostarse, incluso elsábado por la noche. El segundo domingo fue apasear sola por la tarde, ya que la semana anteriorhabía cometido el error de salir con la señoritaMcAdam, que no tenía nada bueno que decir denadie y había arrugado la nariz con desaprobacióncada vez que se cruzaban con alguien que ellacreía italiano o judío.

—No he venido a América para oír hablar italianoen la calle o ver a gente con sombreros ridículos,gracias —dijo.

En otra carta, Eilis describió el sistema que teníanen casa de la señora Kehoe para lavar la ropa. Laseñora Kehoe no tenía muchas normas, les contó asu madre y a Rose, pero estas incluían no llevarvisitas, no dejar cubiertos, platos o tazas por lacasa y no lavar ninguna pieza de ropa dentro deella. Una vez a la semana, el lunes, una mujer

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italiana y su hija, que vivían en una calle cercana,iban a recoger la colada. Cada huésped tenía unabolsa, a la que debía adjuntar una lista con sucontenido; se la devolvían el miércoles con lacolada limpia y el importe anotado abajo, quepagaba la señora Kehoe y reembolsaba de cadahuésped al volver del trabajo. Las huéspedes seencontraban la ropa limpia colgada en el armario odoblada en los cajones. Y también sábanas limpiasen la cama y toallas recién lavadas. La mujeritaliana, escribió Eilis, planchaba muy bien yalmidonaba los vestidos y las blusas, cosa que leencantaba.

Tras dormitar un rato, se despertó. Miró eldespertador: eran las ocho menos veinte. Si selevantaba enseguida, pensó, llegaría al cuarto debaño antes que Patty y Sheila; sabía que a esashoras la señorita McAdam ya se habría ido atrabajar. Cruzó rápidamente la puerta y eldescansillo con su neceser. Se ponía gorro deducha porque no quería estropearse el peinado;

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cuando se lo lavaba con el agua de la casa se lerizaba, como le había ocurrido en el barco, ydespués necesitaba horas para peinárselo. Cuandocobrara, pensó, iría a la peluquería y pediría quese lo cortaran un poco para que fuera másmanejable.

Ya abajo, se alegró de estar sola en la cocina. Notenía ganas de hablar, de modo que no se sentó, asípodría irse inmediatamente en caso de que llegaraalguien. Se preparó té y tostadas. Todavía no habíaencontrado en ningún sitio pan que le gustara, eincluso el té y la leche tenían un sabor extraño.Tampoco le gustaba la mantequilla, que sabía casia grasa. Un día, volviendo del trabajo, había vistoa una mujer que vendía mermelada en un puesto.La mujer no hablaba inglés; Eilis no creía quefuera italiana y no se imaginaba de dóndeprocedía, pero la mujer le había sonreído mientrasmiraba los diferentes tarros de mermelada. Habíaelegido y pagado uno, creyendo que estabacomprando mermelada de grosella, pero alprobarlo en casa de la señora Kehoe no supo

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reconocer el sabor. No estaba segura de qué era,pero le gustaba porque disimulaba el sabor del pany la mantequilla, de la misma manera que las trescucharillas de azúcar conseguían disimular elsabor del té y la leche.

Había gastado algo del dinero de Rose en zapatos.Los primeros que se había comprado parecíancómodos, pero al cabo de unos días habíanempezado a apretarle un poco. Los segundos eranplanos y sencillos, pero se ajustabanperfectamente; los llevaba en el bolso y se loscambiaba al llegar al trabajo.

Detestaba que Patty y Diana le prestaran tantaatención. Era la chica nueva, y la más joven, y nodejaban de darle consejos ni de hacer críticas ocomentarios. Eilis se preguntaba cuánto duraríaaquello e intentaba hacerles saber lo poco queapreciaba su interés sonriendo vagamente cuandole hablaban o, en algunas ocasiones, sobre todopor las mañanas, mirándolas con gesto ausente,como si no entendiera una sola palabra de lo que

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le decían.

Tras desayunar y lavar la taza, el platillo y elplato, y haciendo caso omiso de Patty, queacababa de llegar, Eilis salió silenciosamente dela casa, con tiempo de sobra para llegar al trabajo.Aquella era su tercera semana y, aunque habíaescrito varias veces a su madre y a Rose y una veza sus hermanos en Birmingham, aún no habíarecibido ninguna carta de ellos. Al cruzar la callese dio cuenta de que cuando llegara a casa, a lasseis y media, habrían pasado infinidad de cosasque podría contarles; cada momento parecíaproporcionar una nueva perspectiva o una nuevasensación, o un retazo de información. Hasta esemomento el trabajo no le había resultado aburrido,las horas pasaban con bastante rapidez.

Era más tarde, cuando volvía a casa y se tendía enla cama después de cenar, cuando el día queacababa de pasar le parecía uno de los más largosde su vida, mientras lo repasaba momento amomento. Incluso los detalles más insignificantes

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permanecían en su memoria. Cuando intentabapensar en otra cosa o dejar la mente en blanco, losacontecimientos del día volvían rápidamente aella. Por cada día que pasaba, pensó, necesitabaotro día entero para reflexionar sobre lo que habíaocurrido y almacenarlo aparte, extraerlo de suinterior para que no la mantuviera en vela por lanoche o llenara sus sueños con imágenes de lo querealmente había sucedido y otras que no teníanrelación con nada conocido, pero que estabanrepletas de ráfagas de colores o multitudes degente, todo ello frenético y rápido.

Le gustaba el aire de la mañana y la quietud deaquellas pocas calles residenciales, calles quesolo tenían tiendas en las esquinas, en las quevivía gente, donde había tres o cuatro pisos encada casa y donde, de camino al trabajo, secruzaba con mujeres que acompañaban a sus hijosa la escuela. Sin embargo, mientras caminaba,sabía que iba acercándose al mundo real, en el quehabía calles más anchas y con más tráfico. Cuandollegaba a Atlantic Avenue, Brooklyn empezaba a

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parecerle un lugar extraño, con tantos espaciosvacíos entre edificios y tantas construcciones enruinas. Y súbitamente, cuando llegaba a FultonStreet, había tanta gente apiñada para cruzar lacalle, y en grupos tan compactos, que la primeramañana pensó que había una pelea o un herido y sehabían acercado para verlo. La mayoría de lasmañanas retrocedía y esperaba un minuto o dos aque la gente se dispersara.

En Bartocci’s tenía que fichar, algo muy fácil, ydespués bajar a su taquilla, en el vestuario demujeres, y ponerse el uniforme azul que debíanllevar las chicas de la planta de ventas. Casi todaslas mañanas llegaba antes que la mayoría de suscompañeras. Algunas a menudo no aparecían hastael último minuto. Eilis sabía que la señoritaFortini, la supervisora, lo desaprobaba. En suprimer día, el padre Flood la había acompañado ala oficina central, donde se había entrevistado conElisabetta Bartocci, la hija del dueño; Eilis pensóque era la mujer mejor vestida que había vistonunca. Escribió a su madre y a Rose hablándoles

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del llameante traje rojo y la inmaculada blusa, loszapatos rojos de tacón alto, el cabello, perfecto yde un brillante color negro. El carmín de labiosera de un rojo vivo y sus ojos los más negros queEilis había visto jamás.

—Brooklyn cambia día a día —dijo la señoritaBartocci, mientras el padre Flood asentía—. Llegagente nueva y pueden ser judíos, irlandeses,polacos e incluso de color. Nuestros viejosclientes se están trasladando a Long Island ynosotros no podemos seguirles, de manera quenecesitamos clientes nuevos todas las semanas.Tratamos a todo el mundo igual. Para nosotros sonbienvenidas todas y cada una de las personas queentran en este establecimiento. Todos tienen dineroque gastar. Mantenemos los precios bajos y losbuenos modales. Si a la gente le gusta el sitio,vuelve. Tratarás a cada cliente como a un nuevoamigo. ¿De acuerdo?

Eilis asintió.

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—Les brindarás una amplia sonrisa irlandesa.

Mientras la señorita Bartocci iba a buscar a lasupervisora, el padre Flood le dijo a Eilis queechara un vistazo a la gente que trabajaba en laoficina.

—Muchos de ellos empezaron como tú, en laplanta de ventas. Fueron a clases nocturnas yestudiaron, y ahora están en las oficinas. Algunosde ellos son contables de verdad, con título.

—Me gustaría estudiar contabilidad —dijo Eilis—. Ya he hecho un curso básico.

—Aquí será distinto, tienen sistemas diferentes —dijo el padre Flood—. Pero averiguaré si por aquícerca hay algún sitio donde den cursos y tenganplazas libres. Y aunque no dispongan de plazaslibres, veremos si podemos conseguir que abranuna. Pero es mejor que no se lo mencionemos a laseñorita Bartocci y que, en lo que a ella respecta,de momento te concentres en el trabajo que tienes.

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Eilis asintió. La señorita Bartocci volvióenseguida con la señorita Fortini, que contestabacon un «sí» a todo lo que aquella decía sin apenasabrir los labios al hablar. De vez en cuandolanzaba una rápida mirada a su alrededor ydespués, como si hubiera hecho algo mal, volvía afijar la vista inmediatamente en el rostro de laseñorita Bartocci.

—La señorita Fortini te enseñará a utilizar elsistema de caja, que es bastante fácil una vez loconoces. Y si tienes algún problema, ve a ellaprimero, incluso por la cuestión más insignificante.La única forma de que los clientes estén contentoses que el personal también lo esté. Trabajarás denueve a seis, de lunes a sábado, y tendrás cuarentay cinco minutos para comer y medio día libre a lasemana. Y animamos a nuestro personal a ir aclases nocturnas...

—Estábamos hablando de eso precisamente ahora—la interrumpió el padre Flood.

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—Si quieres asistir a clases nocturnas, nosotrospagaremos parte de la matrícula. No toda, cuidado.Y si quieres comprar algo en nuestra tienda, se lodices a la señorita Fortini, hacemos descuento enla mayoría de los artículos.

La señorita Fortini le preguntó a Eilis si estabalista para empezar. El padre Flood se marchó y laseñorita Bartocci volvió a su mesa y se puso aabrir el correo enérgicamente. Cuando la señoritaFortini llevó a Eilis a la planta de ventas y leenseñó el sistema de caja, ella no quiso decirleque en Bolger’s de Rafter Street, en Irlanda,utilizaban exactamente el mismo sistema, queconsistía en poner el dinero y la factura en unenvase de metal que recorría la tienda mediante unsistema de tubos hasta llegar a la oficina de caja,donde la factura se marcaba como pagada, semetía de nuevo en el envase con la vuelta y seenviaba de regreso. Eilis dejó que la señoritaFortini se lo explicara cuidadosamente, como si nohubiera visto nunca nada igual.

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La señorita Fortini avisó a la oficina de caja deque iba a enviar unas cuantas facturas simuladascon cinco dólares cada una. Enseñó a Eilis cómorellenarla, anotando arriba su propio nombre y lafecha, abajo el artículo comprado con la cantidada la izquierda y el precio a la derecha. Tambiéntenía que apuntar al dorso de la factura, dijo laseñorita Fortini, la cantidad de dinero queenviaba, solo para que no hubiera malentendidos.La mayoría de los clientes tendrían que esperar lavuelta, dijo la señorita Fortini. Casi nadie tenía elimporte exacto y la mayoría de los artículos, encualquier caso, costaban equis dólares y noventa ynueve céntimos o una cantidad de céntimos que noera redonda. Si un cliente compraba más de unartículo, le advirtió la señorita Fortini, tendría quehacer ella misma las sumas, pero la oficina de cajasiempre las revisaba.

—Si no cometes errores, lo notarán y les caerásbien —añadió.

Eilis observó cómo la señorita Fortini hacía

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diversas facturas por ella, las enviaba y esperabaque volvieran. Después rellenó ella misma unascuantas, la primera por un solo artículo, la segundapor varios artículos iguales y la tercera por unacomplicada mezcla de artículos. La señoritaFortini estuvo observando mientras hacía lassumas.

—Es mejor ir despacio, así no cometerás errores.

Eilis no le dijo que ella nunca cometía errorescuando sumaba si no que fue despacio, como lehabía advertido, asegurándose de que las cifraseran correctas.

A Eilis le sorprendían varios de los artículos deropa que se vendían. Algunos sujetadores teníanlas copas más puntiagudas que había visto en suvida y la faja alta, que parecía que tuviera huesosde plástico en medio, era nueva para ella. Loprimero que vendió se llamaba corsé, y decidióque, cuando conociera lo suficiente a las demáshuéspedes de la señora Kehoe, le pediría a alguna

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de ellas que le hablara de los artículos de lenceríade las mujeres norteamericanas.

El trabajo era fácil. A la señorita Fortini solo leinteresaban la puntualidad y la pulcritud y estarsegura de que se le comunicaba inmediatamente lamás leve queja o duda. No era difícil localizarla,descubrió Eilis, porque siempre estabaobservando, y si parecía que tenías la más levedificultad con un cliente o no sonreías, se dabacuenta enseguida y se dirigía hacia ti señalándote,solo se detenía si te veía ocupada y amable.

Pronto encontró Eilis un lugar donde comer rápidosentada en la barra de modo que le quedaranveinte minutos para explorar las tiendas que habíacerca de Fulton Street. Diana, Patty y la señoraKehoe le habían dicho que la mejor tienda de ropacerca de Bartocci’s era Loehmann’s, en BedfordAvenue. A la hora de comer la planta baja deLoehmann’s estaba más concurrida que Bartocci’s,y la ropa parecía más barata; pero al subir alprimer piso, Eilis pensó en Rose, porque era la

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planta más bonita que había visto nunca, parecíamás bien un palacio que una tienda, había pocagente comprando y dependientas elegantementevestidas. Tenía que calcular los precios en libraspara hacerse una idea: todo parecía barato. Hacíaun esfuerzo por recordar cómo eran algunosvestidos y cuánto valían para mandarle unadetallada descripción a Rose, pero se apresurabamucho, ya que no quería llegar tarde a Bartocci’s.Hasta entonces no había tenido problemas con laseñorita Fortini y no quería tenerlos cuandollevaba tan poco tiempo trabajando para ella.

Una mañana, a las tres semanas de trabajo,entrando ya en la cuarta, en cuanto llegó al otrolado de Fulton Street y vio los escaparates deBartocci’s supo que algo extraño ocurría. Estabancubiertos de enormes carteles que rezaban:FABULOSAS REBAJAS EN NAILON. No sabíaque tenían previsto poner rebajas, suponía que nolo harían hasta enero. En el vestuario se encontrócon la señorita Fortini, a quien expresó susorpresa.

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—El señor Bartocci siempre lo mantiene ensecreto. Supervisa personalmente todo el trabajopor la noche. La planta entera es nailon, todonailon, y la mayor parte de las piezas están a mitadde precio. Tú también puedes comprar cuatroartículos. Y aquí tienes una bolsa para guardar eldinero, porque solo se acepta el importe exacto.Hemos puesto precios redondos, de modo que hoyno hay facturas. Y habrá mucha seguridad. Searmará el mayor alboroto que hayas visto en tuvida, porque incluso las medias de nailon están amitad de precio. No habrá pausa para comer, osdaremos bocadillos y refrescos gratis aquí abajo,pero no vengas por ellos más de dos veces. Yoestaré vigilando. Necesitamos que todo el mundotrabaje.

Media hora antes de abrir ya había cola paraentrar. La mayoría de las mujeres querían medias;cogían tres o cuatro pares en su camino hacia elfondo de la tienda, donde había conjuntos dejerséis de nailon en todos los colores y la mayoríade las tallas, todos al menos a la mitad de su

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precio habitual. El trabajo de las dependientas eraseguir a la multitud con bolsas de Bartocci’s enuna mano y la bolsa del dinero en la otra. Todoslos clientes parecían saber que no se daría cambio.

La señorita Fortini y dos empleados de lasoficinas vigilaban las puertas, que habían tenidoque cerrarse a las diez debido a la oleada degente. Los que normalmente trabajaban en eldepartamento de caja llevaban un uniformeespecial y también estaban en la planta de ventas.Algunos de ellos estaban en la calle, controlabanque hubiera orden en la cola. La tienda, pensóEilis, era el lugar más agitado y ajetreado quehabía visto jamás. La señorita Bartocci caminabaentre la multitud cogiendo las bolsas de dinero yvaciándolas en la enorme bolsa de lona quellevaba.

La mañana fue un auténtico frenesí; Eilis no tuvo niun segundo de tranquilidad. Todo el mundohablaba en voz alta y en ciertos momentos recordó,como en un destello, una tarde de octubre

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caminando con su madre por el paseo deEnniscorthy, el río Slaney helado y repleto, el olorde hojas ardiendo en algún lugar cercano y la luzdel día apagándose lenta y suavemente. Aquellaimagen no dejó de aparecérsele mientras llenabala bolsa con billetes y monedas, y mujeres de todotipo se le acercaban para preguntarle dónde podíanencontrar determinadas prendas de ropa o sipodían cambiar lo que habían comprado por otroartículo, o simplemente para adquirir lo quellevaban en las manos.

La señorita Fortini no era especialmente alta y aunasí era capaz de supervisarlo todo, respondía atodas las preguntas, recogía las prendas que secaían al suelo, doblaba y apilaba artículos conesmero. La mañana había pasado muy rápida, peroen el transcurso de la tarde Eilis se descubriómirando el reloj y se percató de que miraba lahora cada cinco minutos al tiempo que atendía a loque se le antojaban centenares de clientes y lasexistencias de nailon disminuían poco a poco,hasta el punto de que la señorita Fortini le dijo que

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podía coger lo que necesitara para ella, solocuatro artículos, y se los llevara abajo. Ya lospagaría después.

Eilis escogió unas medias de nailon para ella,otras que creía que le quedaría bien a la señoraKehoe, unas más para su madre y otras para Rose.Tras llevarlas abajo y guardarlas en su taquilla, sesentó con una de las dependientas y bebió unrefresco; después abrió otro y le dio unos sorbitoshasta que pensó que la señorita Fortini notaría suausencia. Al volver arriba descubrió que solo eranlas tres de la tarde y que unos hombres, bajo lasupervisión del señor Bartocci, reponían, casilanzaban en los aparadores, algunos de losartículos de nailon que estaban acabándose. Mástarde, mientras cenaba en casa de la señora Kehoe,descubrió que Patty y Sheila se habían enterado delas rebajas y habían ido corriendo aprovechandola pausa para comer, habían entrado a toda prisa,comprado algunos artículos y salido igualmente atoda prisa, por lo que no habían tenido tiempo debuscarla entre la multitud para saludarla.

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La señora Kehoe pareció complacida con lasmedias y se ofreció a pagarlas, pero Eilis le dijoque eran un regalo. Aquella noche, durante la cena,hablaron de las fabulosas rebajas de nailon deBartocci’s, siempre sin previo aviso, y sequedaron asombradas cuando Eilis les dijo que nisiquiera ella, que trabajaba allí, tenía la menoridea de que iba a haber rebajas.

—Bueno, si alguna vez oyes algo, aunque solo seaun rumor —dijo Diana—, avísanos a todas. Susmedias de nailon son las mejores, no se les hacencarreras con tanta facilidad como a otras. Enalgunas tiendas venden artículos de muy malacalidad.

—Ya está bien —dijo la señora Kehoe—. Estoysegura de que todas las tiendas hacen lo quepueden.

Con toda aquella excitación y el parloteo sobre lasrebajas de nailon, hasta después de cenar Eilis nose dio cuenta de que había tres cartas para ella.

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Cada día, en cuanto volvía del trabajo, revisaba lamesilla de la cocina en la que la señora Kehoedejaba el correo. No podía creerse que aquellanoche se hubiera olvidado de hacerlo. Se tomó unataza de té con las demás, sosteniendonerviosamente las cartas en la mano y sintiendoque su corazón latía más deprisa cuando pensabaen ellas, deseaba ir a su habitación, abrirlas y leerlas noticias que llegaban de casa.

Supo por la letra que las cartas eran de su madre,de Rose y de Jack. Decidió leer primero la de sumadre y dejar la de Rose para el final. La carta desu madre era corta y no contaba nada nuevo, soloera una lista de las personas que habíanpreguntado por ella y detalles sobre dónde ycuándo se había encontrado con ellas. La carta deJack era muy similar, pero con alusiones a lo queella le había contado de la travesía, y que apenashabía mencionado en las cartas a su madre y Rose.La letra de Rose era muy bonita y clara, como decostumbre. Le hablaba del golf y del trabajo, de lotranquila y aburrida que estaba la ciudad y lo

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afortunada que era Eilis de vivir en la gran urbe.En la posdata le decía que quizá alguna vez leapeteciera escribirle aparte sobre cuestionesprivadas o temas que podían preocuparexcesivamente a su madre. Le proponía queutilizara la dirección del trabajo para tales cartas.

Las cartas decían poco; apenas contenían nadapersonal ni que reflejara la voz de quien lasescribía. Aun así, mientras las releía una y otravez, olvidó por unos instantes dónde se encontrabae imaginó a su madre en la cocina cogiendo subloc de cartas Basildon Bond y los sobres, ydisponiéndose a escribir una carta correcta y sintachaduras. Rose, en cambio, pensó, debía dehaberla escrito en el comedor en el papel de cartaque se había llevado del trabajo, y había utilizadoun sobre blanco más largo y elegante que el de sumadre. Imaginó que Rose, al acabar, había dejadosu carta en la mesa del vestíbulo y que por lamañana su madre había ido con ambas cartas acorreos, puesto que tenía que comprar sellosespeciales para América. No podía imaginar

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dónde habría escrito Jack su carta, que era másbreve que las otras dos, su tono era casi tímido,como si no quisiera decir demasiado por escrito.

Se tumbó en la cama, con las cartas junto a ella. Sedio cuenta de que durante las últimas semanas nohabía pensado realmente en su casa. La imagen dela ciudad había acudido a su mente como endestellos, como en la tarde de las rebajas, y porsupuesto había pensado en su madre y en Rose,pero su vida en Enniscorthy, la vida que habíaperdido y nunca recuperaría, la mantenía alejadade su mente. Cada día volvía a aquella pequeñahabitación en aquella casa repleta de sonidos yrepasaba todas las novedades que se habíanproducido. Ahora todo aquello no parecía nadacomparado con la imagen que tenía de su hogar, desu propia habitación, la casa en Friary Street, loque comía allí, la ropa que llevaba, lo tranquiloque era todo.

Todo volvió a ella como una terrible carga y, porun instante, sintió que iba a llorar. Era como si un

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dolor en el pecho quisiera que las lágrimascorrieran por sus mejillas a pesar del enormeesfuerzo que hacía por contenerlas. No cedió anteello, fuera lo que fuese. Siguió pensando,intentando averiguar qué causaba aquel nuevosentimiento que era como abatimiento, lo mismoque había sentido al morir su padre y ver cerrar elataúd, el sentimiento de que su padre no volvería aver el mundo nunca más y que ella no volvería ahablar con él.

Allí no era nadie. No se trataba tan solo de que notuviera amigos ni familia, sino más bien de que eraun fantasma en aquella habitación, en las callesque recorría de camino al trabajo, en la planta deventas. Nada significaba nada. Las habitaciones dela casa de Friary Street le pertenecían, pensó;cuando caminaba por ellas estaba realmente allí.En el pueblo, cuando iba a la tienda o a la escuelade formación profesional, el aire, la luz, el suelo,todo era sólido y formaba parte de ella, auncuando no se encontrara con nadie conocido. Nadaaquí era parte de ella. Todo era falso, vacío,

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pensó. Cerró los ojos e intentó concentrarse, comohabía hecho innumerables veces en su vida, enalgo que le hiciera ilusión, pero no había nada.Nada en absoluto. Ni siquiera el domingo. Nadasalvo, quizá, dormir, y ni siquiera estaba segura deque le apeteciera hacerlo. En cualquier caso,todavía no podía dormir porque aún no eran lasnueve. No podía hacer nada. Era como si lahubieran dejado encerrada.

Por la mañana, no estaba tan segura de haberdormido como de haber tenido una serie devívidos sueños, que dejó que flotaran para no tenerque abrir los ojos y ver la habitación. Uno de lossueños era sobre el juzgado que había en la cimade Friary Hill, en Enniscorthy. Recordó el terrorde los vecinos el día que se reunía el tribunal, nopor los casos de robo, embriaguez o alteración delorden público que habían salido en los periódicos,sino porque a veces el tribunal ordenaba que aalgunos chicos se les pusiera bajo tutela, fueraninternados en orfanatos, instituciones deaprendizaje o casas de acogida porque dejaban de

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ir a clase, o causaban problemas, o porque habíadificultades con sus padres. En ocasiones podíanverse inconsolables madres gritando, chillando alas puertas del juzgado porque se llevaban a sushijos. Pero en su sueño no había mujeres gritando,tan solo un grupo de niños silenciosos, Eilis entreellos, en una cola, conscientes de que pronto se losllevarían por orden del juez.

Lo que le resultaba extraño ahora que estabadespierta era que parecía estar deseando que se lallevaran, y que eso no le producía temor. Lo quetemía, en cambio, era ver a su madre frente aljuzgado. En su sueño encontraba una forma deevitar esa escena. La sacaban de la cola, se lallevaban por una puerta lateral y después partía enun largo viaje en coche que duró hasta que sedespertó.

Eilis se levantó y fue al servicio sin hacer ruido;decidió desayunar en uno de los bares de FultonStreet, como había visto hacer a otras personas decamino al trabajo. Una vez vestida y lista, salió de

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la casa de puntillas. No quería encontrarse connadie. Solo eran las siete y media. Se sentaría enalgún sitio durante una hora, pensó, se tomaría uncafé y un bocadillo e iría a trabajar pronto.

A medida que iba caminando, empezó a temer eldía. Después, sentada en la barra de una cafeteríamirando el menú, volvieron a su mente retazos deun sueño que al despertarse solo recordaba enparte. Estaba volando, como en un globo, sobre unmar en calma en un plácido día. Abajo veía losacantilados de Cush Gap y la blanda arena deBallyconnigar. El viento la empujaba haciaBlackwater, después hacia Ballagh, luegoMonageer y Finalmente Vinegar Hill yEnniscorthy. Estaba tan inmersa en el recuerdo deaquel sueño que el camarero le preguntó si seencontraba bien.

—Estoy bien —dijo ella.

—Parece usted triste —replicó él.

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Eilis negó con la cabeza, intentó sonreír y pidió uncafé y un bocadillo.

—Anímese —dijo él en voz más alta—. Vamos,anímese. No ocurrirá. Regálenos una sonrisa.

Algunos de los clientes que estaban en la barra lamiraron. Eilis supo que no podría contener laslágrimas. Sin esperar lo que había pedido, saliócorriendo de la cafetería antes de que alguienpudiera decirle algo más.

Durante el día tuvo la impresión de que la señoritaFortini la observaba más de lo habitual, y eso lahizo plenamente consciente de su aspecto cuandono estaba atendiendo a un cliente. Intentó mirarhacia la puerta, las ventanas delanteras y la calle,intentó parecer ocupada, pero se dio cuenta deque, si no se contenía, entraría fácilmente en unaespecie de trance, pensando una y otra vez en lasmismas cosas, en todo lo que había perdido, ypreguntándose cómo podría afrontar la cena encasa con las demás y la larga noche sola en una

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habitación que nada tenía que ver con ella.Entonces se percató de que la señorita Fortini lamiraba desde el otro lado de la tienda e intentó denuevo parecer alegre y solícita con los clientes,como si fuera un día como cualquier otro.

La cena no resultó tan difícil como habíaimaginado, ya que tanto Patty como Diana sehabían comprado unos zapatos nuevos y la señoraKehoe, antes de dar su plena aprobación, queríaver con qué traje o vestido se los pondrían y quécomplementos llevarían. Antes y después de lacena, la cocina se convirtió en una especie depasarela de modas, las señoritas McAdam yKeegan contenían su aprobación cada vez quePatty o Diana entraban en la habitación con loszapatos puestos y un conjunto y bolso diferentes.

Después de ver los zapatos de Diana con elvestido supuestamente a juego, la señora Kehoe noestaba segura de que fueran lo bastante elegantes.

—No son ni carne ni pescado —dijo—. No

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puedes ponértelos en el trabajo ni quedaríanelegantes para salir de noche. No entiendo por quélos has comprado, a no ser que estuvieran derebajas.

Diana se mostró cariacontecida al reconocer queno estaban de rebajas.

—Oh, entonces —dijo la señora Kehoe— lo únicoque puedo decir es que espero que conserves lafactura.

—Bueno, a mí me gustan bastante —dijo laseñorita McAdam.

—A mí también —añadió Sheila Heffernan.

—Pero ¿cuándo te los pondrías? —preguntó laseñora Kehoe.

—Simplemente, a mí me gustan —dijo la señoritaMcAdam, encogiéndose de hombros.

Eilis se escabulló en silencio, contenta de que

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nadie hubiera notado que no había dicho palabraen toda la cena. Se preguntó si podía salir a lacalle, hacer algo para no tener que enfrentarse alsepulcro de su habitación y todos los pensamientosque acudirían a su mente cuando estuviera tendidaen la cama, y los sueños que tendría cuando sedurmiera. Se quedó de pie en el vestíbulo ydespués se volvió hacia las escaleras, conscientede que también temía el exterior y de que, aunqueno hubiera sido así, tampoco tenía idea de adondeir a esas horas de la noche. Detestaba aquellacasa, pensó, sus olores, sus ruidos, sus colores. Alsubir las escaleras, ya estaba llorando. Sabía quemientras las demás estuvieran abajo, en la cocina,hablando sobre sus fondos de armario, podríallorar tan alto como quisiera sin que la oyeran.

Aquella fue la peor noche de su vida. Solo cuandoamaneció recordó algo que Jack le había dicho enLiverpool, antes de embarcar, un momento queahora le parecía que había ocurrido años atrás.Jack había dicho que al principio había sido duroestar lejos, pero no había ido más allá, y ella no le

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había preguntado cómo había sido realmente. Suforma de ser era tan cálida y jovial, tan parecida ala de su padre, que nunca se habría quejado. Eilisse planteó la posibilidad de escribirle ypreguntarle si él también se había sentido así,como si lo hubieran encerrado y estuvieraatrapado en un lugar en el que no había nada. Eracomo el infierno, pensó, porque no podía verle elfinal ni el de los sentimientos que traía consigo,pero era un tormento extraño, estaba todo en sumente, era como cuando llega la noche y sabes quejamás volverás a ver nada a la luz del día. Eilis nosabía qué iba a hacer. Lo que sí sabía era que Jackestaba demasiado lejos para ayudarla.

Ninguno de ellos podía ayudarla. Los habíaperdido a todos. No lo sabrían; no escribiríahablando de aquello en una carta. Y eso le hizocomprender que ahora nunca la conocerían. Quizá,pensó, ninguno de ellos había llegado a conocerlanunca, porque de no haber sido así, habríanpensado en lo que significaría esa experienciapara ella.

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Permaneció tendida en la cama mientras amanecía;no creía que pudiera soportar una noche más comoaquella. Durante unos instantes se resignósilenciosamente a la idea de que nada iba acambiar, pero no sabía qué consecuencias tendríani qué forma adquirirían. Una vez más, se levantótemprano, salió de la casa sin hacer ruido ycaminó por las calles durante una hora antes detomar una taza de café. Notó el frío en el aire porprimera vez; le pareció que el tiempo habíacambiado. Pero ahora apenas le importaba eltiempo que hacía. Encontró una cafetería en la quepodía sentarse de espaldas a la gente, de modo quenadie haría comentarios sobre la expresión de surostro.

Cuando se hubo tomado el café y el bollo yconsiguió llamar la atención de la camarera parapagar la cuenta, vio que apenas tenía tiempo dellegar al trabajo. Si no se daba prisa, llegaría tardepor primera vez. Había una multitud de gente enlas calles y le costaba abrirse camino. En unmomento dado se preguntó si la gente no le estaría

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entorpeciendo el paso deliberadamente. Lossemáforos tardaban una eternidad en cambiar. Alllegar a Fulton Street, fue aún peor; era como siuna horda estuviera saliendo de un partido defútbol. Incluso caminar a paso normal resultabadifícil. Llegó a Bartocci’s justo un minuto antes dela hora. No sabía cómo podría pasar todo el día enla tienda intentado mostrarse atenta y servicial. Encuanto subió a la planta con su uniforme de trabajose cruzó con la mirada de la señorita Fortini, queparecía desaprobadora, pero un cliente desvió suatención. Atendido el cliente, Eilis procuró novolver a mirar a la señorita Fortini. Le dio laespalda mientras pudo.

—No tienes buen aspecto —dijo la señoritaFortini cuando se acercó a ella.

Eilis sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¿Por qué no vas abajo y te tomas un vaso deagua? Yo iré enseguida —dijo la señorita Fortini.Su voz era amable, pero no sonreía.

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Eilis asintió. Cayó en la cuenta de que aún no lehabían pagado; todavía vivía del dinero que lehabía dado Rose. En caso de que la despidieran,no sabía si le pagarían. De no hacerlo, se quedaríasin dinero en poco tiempo. Sería difícil, pensó,encontrar otro trabajo, y aunque lo encontraratendrían que pagarle al final de la primera semana,porque de lo contrario no podría abonarle elalquiler a la señora Kehoe.

Una vez abajo, fue al lavabo y se lavó la cara. Secontempló en el espejo durante unos instantes y searregló el pelo. Después esperó a la señoritaFortini en la habitación del personal.

—Ahora tienes que decirme qué te pasa —dijo laseñorita Fortini mientras entraba en la habitación ycerraba la puerta tras ella—. Veo que hay algo queno va bien y pronto se darán cuenta los clientes ytendremos problemas.

Eilis negó con la cabeza.

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—No sé qué me pasa.

—¿Estás en ese momento del mes? —preguntó laseñorita Fortini.

Eilis volvió a negar con la cabeza.

—Eilis. —La señorita Fortini pronunció sunombre de forma extraña, poniendo demasiadoénfasis en la segunda sílaba—. ¿Por qué estásdisgustada? —Se quedó frente a ella, esperando—. ¿Quieres que llame a la señorita Bartocci? —preguntó.

—No.

—¿Entonces?

—No sé qué me pasa.

—¿Estás triste?

—Sí.

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—¿Constantemente?

—Sí.

—¿Desearías estar con tu familia, en casa?

—Sí.

—¿Tienes familia aquí?

—No.

—¿A nadie?

—A nadie.

—¿Cuándo has empezado a sentirte triste? Lasemana pasada estabas contenta.

—He recibido algunas cartas.

—¿Malas noticias?

—No, no.

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—¿Solo las cartas? ¿Habías salido de Irlandaalguna vez?

—No.

—¿Lejos de tu padre y tu madre?

—Mi padre murió.

—¿Y tu madre?

—Nunca he estado lejos de ella.

La señorita Fortini la miró, pero no sonrió.

—Tendré que hablar con la señorita Bartocci y elsacerdote con el que viniste.

—No, por favor.

—No te causarán problemas. Pero no puedestrabajar aquí si estás triste. Y es comprensible quelo estés si es la primera vez que te alejas de tumadre. Pero esta tristeza no durará eternamente,

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así que haremos lo que podamos por ti.

La señorita Fortini le dijo que se sentara, le sirvióotro vaso de agua y salió de la habitación.Mientras esperaba, Eilis tuvo claro que no iban adespedirla. Se sintió casi orgullosa de cómo habíamanejado a la señorita Fortini, dejando que lehiciera todas las preguntas y contando poco, losuficiente para no parecer hosca o desagradecida.Se sintió casi fuerte mientras reflexionaba sobre loque acababa de ocurrir y decidió que, entraraquien entrase en ese momento en la habitación,aunque fuera el propio señor Bartocci, sería capazde suscitar su simpatía. No era como si noocurriera nada malo; su pesar, fuera cual fuese,seguía ahí. Pero no podía decirles que la tienda ylos clientes le daban pavor y que detestaba la casade la señora Kehoe y que nadie podía hacer nadapor ella. Aun así, tendría que conservar su trabajo.Creía que había logrado mucho y eso le daba unasensación de satisfacción que parecía fundirse consu tristeza, o flotar sobre su superficie, haciéndoleolvidar, al menos de momento, lo peor.

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Al cabo de un rato la señorita Fortini volvió conun bocadillo de una cafetería cercana a Bartocci’s.Le dijo que había hablado con la señorita Bartocciy le había asegurado que era un problema sencillo,que no había ocurrido antes y que seguramente novolvería a ocurrir. Pero la señorita Bartocci habíatratado del tema con su padre, que era un buenamigo del padre Flood, y él había telefoneado alsacerdote y dejado un mensaje a su casera.

—El señor Bartocci ha dicho que te quedes aquíabajo hasta que hable con el padre Flood y me hapedido que te trajera un bocadillo. Eres una chicaafortunada. A veces se muestra amable la primeravez. Pero yo no volvería a contrariarlo. Nadiecontraría dos veces al señor Bartocci.

—Yo no le he contrariado —dijo Eilis, tranquila.

—Oh, sí, lo has hecho, querida. Apareciendo enese estado en el trabajo y con esa expresión en lacara. Oh, has contrariado al señor Bartocci, y esalgo que no olvidará.

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En el transcurso del día algunas vendedoras de laplanta bajaron a ver a Eilis y la observaba concuriosidad, algunas le preguntaban si estaba bien,otras simulaban que iban a buscar algo a sutaquilla. Allí sentada, Eilis pensó que, a no ser quequisiera perder el trabajo, tendría que tomar ladecisión de librarse de lo que la alteraba.

La señorita Fortini no volvió a aparecer, perohacia las cuatro el padre Flood abrió la puerta.

—Me han dicho que tienes problemas —dijo.

Eilis intentó sonreír.

—Es culpa mía —dijo él—. Me decían que te ibamuy bien, y la señora Kehoe afirma que eres lachica más encantadora de todas, así que pensé queno querrías que fisgoneara.

—Estaba bien hasta que recibí las cartas de casa—dijo Eilis.

—¿Sabes lo que te pasa? —le preguntó el padre

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Flood.

—¿Qué quiere decir?

—Eso tiene un nombre.

—¿Qué es lo que tiene un nombre? —Eilis pensóque iba a mencionar una dolencia femenina eíntima.

—Sientes nostalgia, eso es todo. Todo el mundo lasiente. Pero pasará. A algunos se les pasa antesque a otros. No hay nada más duro que eso. Y loque hay que hacer es tener a alguien con quienhablar y mantenerse ocupado.

—Estoy ocupada.

—Eilis, espero que no te importe si te matriculo enunas clases nocturnas. ¿Recuerdas que hablamosde contabilidad y gestión contable? Serían dos otres noches a la semana, pero te mantendríanocupada y podrías conseguir un buen título.

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—¿No está ya muy entrado el curso paramatricularse? Unas chicas dijeron que había quehacer la solicitud en primavera.

—Brooklyn es un lugar curioso —dijo el padreFlood—. Siempre y cuando la persona encargadano sea noruega, y en una escuela profesional eso espoco probable, puedo mover los hilos en lamayoría de los sitios. Los judíos son los mejores,les encanta hacer favores. Da gracias a Dios deque los judíos crean en el poder de la sotana.Primero probaremos en la mejor escuelapreparatoria de Brooklyn, o sea, el BrooklynCollege. Me encanta romper las normas. Así queahora me acercaré hasta allí, y Franco dice que tevayas a casa, pero mañana por la mañana venpuntual y con una gran sonrisa. Más tarde mepasaré por casa de mamá Kehoe.

Eilis casi se rió en voz alta cuando el padre Flooddijo mamá Kehoe. Su acento había sido, porprimera vez, puro Enniscorthy. Comprendió queFranco era el señor Bartocci, y le llamó la

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atención la familiaridad con que se había referidoa él. En cuanto el padre Flood se fue, Eilis cogiósu abrigo y se escabulló de la tienda condiscreción. Estaba segura de que la señoritaFortini la había visto pasar, pero no se volvió;caminó rápidamente por Fulton Street y despuéshacia casa de la señora Kehoe.

Cuando abrió con su llave, se encontró a la señoraKehoe esperándola.

—Ahora ve a la sala de estar —dijo la señoraKehoe—. Voy a hacer té para las dos.

La sala de estar, que daba a la parte delantera dela casa, era sorprendentemente bonita, conalfombras antiguas, muebles sólidos y de aspectocómodo, y algunos cuadros oscuros en marcosdorados. La puerta doble daba a un dormitorio y,como una de las hojas estaba abierta, Eilis pudover que estaba decorado con el mismo estilosólido y lujoso. Contempló la antigua mesa decomedor redonda e imaginó que era allí donde se

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jugaban las partidas de póquer los domingos por lanoche. A su madre, pensó, le encantaría aquellahabitación. Vio un viejo gramófono y una radio enuna esquina, y observó que las borlas del tapete yde las cortinas hacían juego. Empezó a tomar notade todos los detalles, pensando, por primera vezen muchos días, cómo podría incluirlos en la cartaa su madre y a Rose. Escribiría en cuanto fuera asu habitación después de cenar, pensó, y no diríanada sobre cómo había pasado los dos últimosdías. Intentaría dejarlos atrás. No importaba lo quesoñara, no importaba lo mal que se sintiera, sabíaque no tenía otra opción que apartar lospensamientos tristes de su mente rápidamente.Tendría que seguir con su trabajo durante el día eirse a dormir por la noche. Sería como cubrir lamesa con un mantel o correr las cortinas de unaventana; puede que el pesar disminuyera a medidaque pasara el tiempo, como Jack había dado aentender, como el padre Flood había dicho. Fueracomo fuese, eso era lo que tenía que hacer. Laseñora Kehoe apareció con las tazas para el tédispuestas en una bandeja, Eilis apretó los puños

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mostrando su determinación de volver a empezar.

Después de la cena llegó el padre Flood y Eilisfue llamada de nuevo a las habitaciones privadasde la señora Kehoe. El padre Flood, sonriendo, sedirigió hacia la chimenea en cuanto Eilis entró,como si quisiera calentarse las manos, a pesar deque no había fuego. Se frotó las manos y se volvióhacia ella.

—Ahora les dejaré a los dos solos —dijo laseñora Kehoe—. Si me necesitan, estoy en lacocina.

—No hay que subestimar el poder de la SantaIglesia Apostólica y Romana —dijo el padreFlood—. La primera persona con quien me heencontrado ha sido una amable secretaria italiana ycatólica que me ha dicho qué cursos estabancompletos y qué cursos estaban realmentecompletos, y lo más importante de todo, me hadicho lo que no debía pedir. Le he contado toda lahistoria. He logrado que se deshiciera en lágrimas.

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—Me alegro de que le parezca divertido —dijoEilis.

—Oh, anímate. Te he matriculado en las clasesnocturnas de contabilidad e introducción a lagestión contable. Les he hablado de lo brillanteque eres. La primera chica irlandesa matriculadaallí. Está lleno de judíos y de rusos y de esosnoruegos de los que te he hablado, y les gustaríatener más italianos, pero están demasiadoocupados haciendo dinero. El hombre judío quedirige el centro parecía que no hubiera visto unsacerdote en su vida. Al verme, se cuadró como siestuviéramos en el ejército. Brooklyn College,solo lo mejor. He pagado la matrícula del primersemestre. Las clases son los lunes, los martes y losmiércoles, de siete a diez, y los jueves, de siete anueve. Si asistes dos años y pasas todos losexámenes, no habrá oficina en Nueva York que terechace.

—¿Tendré tiempo? —preguntó Eilis.

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—Por supuesto. Y empiezas el próximo lunes. Teconseguiré los libros. Aquí tengo la lista. Puedesdedicar el tiempo libre a estudiar.

A Eilis le pareció extraño su buen humor; eracomo si representara un papel. Intentó sonreír.

—¿Está seguro de que esto es correcto?

—Está hecho.

—¿Le ha pedido Rose que lo hiciera? ¿Por eso lohace?

—Lo hago por el Señor —replicó él.

—Dígame de verdad por qué lo hace.

El padre Flood la miró atentamente y guardósilencio unos instantes. Ella le devolvió, tranquila,la mirada, dejando claro que quería una respuesta.

—Me pareció increíble que una chica como tú notuviera un buen trabajo en Irlanda. Cuando tu

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hermana mencionó que estabas sin trabajo, le dijeque te ayudaría a venir aquí. Eso es todo. Ynecesitamos chicas irlandesas en Brooklyn.

—¿Valdría cualquier chica irlandesa? —preguntóEilis.

—No seas arisca. Me has preguntado por qué lohago.

—Le estoy muy agradecida —dijo Eilis. Habíautilizado un tono de voz que había oído a sumadre, muy seco y formal. Sabía que el padreFlood no podría decir si pensaba realmente lo quedecía.

—Serás una gran gestora —dijo él—. Peroprimero, contable. Y no más lágrimas. ¿Tratohecho?

—No más lágrimas —dijo Eilis con suavidad.

Cuando Eilis volvió del trabajo la tarde siguiente,

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el padre Flood le había dejado un montón delibros así como un libro mayor, cuadernos ybolígrafos. También había acordado con la señoraKehoe que los tres primeros días de la semanapodría llevarse comida preparada, sin costeadicional.

—Solo será jamón o una loncha de lengua con unpoco de ensalada y pan moreno. Tendrás quetomar el té por el camino, en algún sitio —dijo laseñora Kehoe—. Y le he dicho al padre Floodque, dado que ya tendré mi recompensa en el cielo,lo he resuelto todo tan bien, gracias, que él medebe un favor y quisiera que me lo devolviera aquíen la tierra. Y a no mucho tardar. Sabes que ya erahora de que alguien le hablara claro.

—El padre Flood es muy amable —dijo Eilis.

—Es amable con quien también lo es —contestó laseñora Kehoe—. Pero detesto los sacerdotes quese frotan las manos y sonríen. Los sacerdotesitalianos lo hacen mucho, y no me gusta. Quisiera

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que fuera más digno. Eso es todo lo que tengo quedecir del padre Flood.

Algunos libros eran fáciles. Uno o dos parecíantan básicos que Eilis se preguntó si servirían en laescuela. Pero el primer capítulo que leyó del librode derecho mercantil era completamente nuevopara ella y no veía qué relación podía tener con lacontabilidad. Lo encontró difícil, con muchasreferencias a sentencias de tribunales. Deseó queno fuera una parte importante del curso.

Poco a poco se adaptó al horario del BrooklynCollege, las sesiones de tres horas con pausas dediez minutos, la extraña forma en la que seexplicaba todo desde los principios más básicos,incluyendo el sencillo acto de anotar en un libromayor corriente todo el dinero que entraba en unacuenta y todo el dinero que salía, y la fecha y elnombre de la persona que hacía el ingreso, elreintegro o el cheque. Aquello era fácil, al igualque los tipos de cuentas que se podían tener en un

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banco y las diversas clases de tipos de interés.Pero en lo referente a las cuentas anuales, elsistema era diferente al que ella había aprendido eincluía muchos más factores y muchos más datoscomplejos, como los impuestos municipales,estatales y federales.

Le hubiera gustado poder diferenciar a los judíosde los italianos. Algunos judíos llevaban kipás yhabía bastantes con gafas, más que italianos. Peromuchos estudiantes eran de piel morena y ojoscastaños y en su mayoría jóvenes de aspecto serioy diligente. Había pocas mujeres en su clase yningún irlandés, ni siquiera un inglés. Todosparecían conocerse e iban en grupo, pero eraneducados con ella y procuraban dejarle sitio yhacían que se sintiera cómoda, aunque ninguno seofreció a acompañarla a casa. Nadie le preguntónada sobre ella ni se sentó más de una vez a sulado. Las clases tenían muchos más alumnos quelas de su escuela en Irlanda, y Eilis se preguntó siesa era la razón por la que los profesores iban tandespacio.

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El profesor de derecho, que daba clase losmiércoles después de la pausa, era sin duda judío;Eilis creía que Rosenblum era un apellido judío,pero, además, el profesor hacía bromas sobre suorigen y hablaba con un acento extranjero que Eilisimaginó que no era italiano. Hablaba congrandilocuencia y les pedía constantemente queimaginaran que eran los presidentes de una grancorporación, mayor que la de Henry Ford, que erademandada por otra corporación o por el gobiernofederal. Después les señalaba casos reales en losque se exponían los puntos que él habíacomentado. Conocía los nombres de los abogadosque presentaban los casos y su historial, el talantede los jueces que emitían sentencia y los futurosjueces de los tribunales de apelación.

Eilis entendía sin dificultad el acento del señorRosenblum y le podía seguir incluso cuandocometía errores gramaticales o sintácticos outilizaba palabras incorrectas. Al igual que losdemás estudiantes, tomaba apuntes mientras élhablaba, pero en los libros de derecho mercantil

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básico casi nunca encontraba los casos que élhabía comentado. Cuando escribía a casa sobre elBrooklyn College, intentaba explicar a su madre ya Rose algunos de los chistes que contaba el señorRosenblum, en los que siempre aparecían unpolaco y un italiano; era más fácil describir elambiente que creaba, las ganas que tenían losestudiantes de que llegara el miércoles tras lapausa, y lo fáciles y emocionantes que hacía queparecieran los litigios del sector mercantil. Pero lepreocupaban las preguntas del examen que pondríael señor Rosenblum. Un día, después de clase, selo preguntó a uno de sus compañeros, un joven congafas y cabello rizado, de aspecto simpáticoaunque formal.

—Quizá lo mejor sea preguntarle qué libro utiliza—le dijo el joven, que por un momento parecíapreocupado.

—No creo que utilice ningún libro —replicó Eilis.

—¿Eres inglesa?

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—No, irlandesa.

—Oh, irlandesa —dijo él, asintiendo y sonriendo—. Bueno, nos vemos la semana que viene. Quizápodamos preguntárselo entonces.

La temperatura fue bajando y algunas mañanas,cuando soplaba el viento, hacía un frío glacial.Eilis se había leído el libro de derecho dos vecesy había tomado apuntes; también se habíacomprado otro libro que había recomendado elseñor Rosenblum y que tenía en su mesilla denoche, junto al despertador, que sonaba cadamañana a las siete y cincuenta y cinco, justocuando Sheila Heffernan empezaba a ducharse enel cuarto de baño que había al otro lado deldescansillo. Lo que más le gustaba de EstadosUnidos, pensaba esas mañanas, era que allí teníanencendida la calefacción toda la noche. Se locontó a su madre y a Rose, y a Jack y los chicos.El ambiente es cálido, les dijo, incluso lasmañanas de invierno, y al salir de la cama no

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temías que se te congelaran los pies al ponerlos enel suelo. Y si te despertabas en plena noche y elviento soplaba en el exterior, podías arrebujartefeliz en la cama caliente. Su madre le contestópreguntándose cómo podía permitirse la señoraKehoe tener encendida la calefacción toda lanoche, y Eilis le contestó que no solo lo hacía laseñora Kehoe, que no era extravagante enabsoluto, sino todo el mundo, que en EstadosUnidos todos tenían la calefacción encendida todala noche.

Cuando Eilis empezó a comprar los regalos deNavidad para su madre y Rose, para Jack, Pat yMartin, averiguó con cuánto margen tenía queenviarlos para que llegaran a tiempo y tambiénhizo cábalas sobre cómo sería el día de Navidaden la cocina de la señora Kehoe; se preguntó sitodas las huéspedes intercambiarían regalos. Afinales de noviembre recibió una carta formal delpadre Flood preguntándole si el día de Navidad,como favor personal, podría trabajar en el local dela parroquia sirviendo comidas a personas que no

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tenían otro lugar adonde ir. Sabía, decía él, quesería un gran sacrificio para Eilis.

Ella le escribió a vuelta de correo haciéndolesaber que, si no tenía que trabajar, estaría a sudisposición durante todo el período navideño,incluido el día de Navidad, en cualquier momentoque la necesitara. Le dijo a la señora Kehoe queno celebraría la Navidad en casa porque lopasaría trabajando para el padre Flood.

—Bueno, me gustaría que llevaras contigo aalgunas de las otras chicas —dijo la señora Kehoe—. No voy a nombrar a nadie ni nada de eso, peroes el único día del año en el que me gusta tener unpoco de tranquilidad. De hecho, puede que acabepresentándome ante ti y el padre Flood comoalguien necesitado de ayuda. Solo por tener unpoco de tranquilidad.

—Estoy segura de que sería bienvenida, señoraKehoe —dijo Eilis. Entonces, al darse cuenta delo ofensivo que podía sonar aquel comentario,

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añadió enseguida, mientras la señora Kehoe lamiraba fijamente—: Pero, por supuesto, lanecesitarán aquí. Y es agradable pasar la Navidaden casa.

—A decir verdad, la temo —replicó la señoraKehoe—. Y si no fuera por mis conviccionesreligiosas, la ignoraría, como hacen los judíos. Enalgunas zonas de Brooklyn podría ser cualquierdía de la semana. Siempre he creído que esa es larazón por la que hace un frío lacerante el día deNavidad, para recordártelo. Te echaremos demenos durante la comida. Tenía ganas de quehubiera alguien con cara de Wexford.

Un día, al cruzar State Street de camino al trabajo,Eilis vio a un hombre que vendía relojes. Llegabaantes de la hora, así que tenía tiempo de mirar supuesto. No entendía nada de relojes, pero leparecieron muy baratos. Llevaba suficiente dineroen el bolso para comprar uno para cada hermano.Aun cuando ya tuvieran —y sabía que Martinllevaba el de su padre— les resultarían útiles si

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los viejos se rompían o había que repararlos, yeran de Estados Unidos, lo que podía tener suimportancia en Birmingham; además, sería fácilempaquetarlos y saldría barato enviarlos. Duranteun descanso para comer, en Loehmanns vio unasbonitas rebecas de angora que costaban más de loque tenía pensado gastar, pero al día siguientevolvió y compró una para su madre y otra paraRose, las envolvió junto a las medias de nailonque había adquirido en las rebajas y se las envió aIrlanda.

Poco a poco empezaron a aparecer adornosnavideños en las tiendas y calles de Brooklyn. Unviernes por la noche, tras la cena, cuando laseñora Kehoe salió de la cocina, la señoritaMcAdam se preguntó cuándo pondría su casera losadornos.

—El año pasado esperó al último minuto y eso lequitó toda la gracia —dijo.

Patty y Diana iban a estar cerca de Central Park,

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dijeron, con la hermana de Patty y sus hijos, ytendrían unas verdaderas navidades, con regalos yvisitas a Santa Claus. La señorita Keegan dijo queno eran navidades de verdad si no estaba en casa,en Irlanda, y que ella estaría triste todo el día y notenía sentido pretender que no iba a ser así.

—¿Sabéis qué? —intervino Sheila Heffernan—.El pavo americano no sabe a nada, hasta el quetomamos el día de Acción de Gracias sabía aserrín. No fue culpa de la señora Kehoe, es así entodo Estados Unidos.

—¿En todo Estados Unidos? —preguntó Diana—.¿En todas partes? —Ella y Patty se echaron a reír.

—Sea como fuere, será todo muy tranquilo —dijoSheila con intención, mirando en su dirección—.No habrá tanta charla insustancial.

—Oh, yo no estaría tan segura —dijo Patty—.Puede que bajemos por la chimenea para llenarteel calcetín cuando menos te lo esperes, Sheila.

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Patty y Diana rieron de nuevo.

Eilis no les dijo lo que iba a hacer en Navidad;pero a la semana siguiente, durante un desayuno,quedó claro que la señora Kehoe se lo habíacontado.

—Oh, Dios mío —dijo Sheila—, recogen acualquier viejo de la calle. Nunca se sabe lo quepueden tener.

—Me han contado cómo es —dijo la señoritaKeegan—. Les ponen sombreros ridículos a losindigentes y les dan botellas de cerveza.

—Eres una santa, Eilis —dijo Patty—. Una santaviviente.

En el trabajo, la señorita Fortini le preguntó si lasemana antes de Navidad podría quedarse hastatarde y Eilis no tuvo inconveniente, puesto que laescuela había cerrado dos semanas porvacaciones. También accedió a trabajar hasta elúltimo minuto el día de Nochebuena, ya que

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algunas chicas de la planta querían salir antes paracoger el tren o el autobús y desplazarse al lugardonde vivían sus familias.

El día de Nochebuena fue directamente deBartocci’s a la sala parroquial, tal como habíanquedado, para que le dieran las instrucciones parael día siguiente. Había un camión aparcado fueradel que estaban descargando unas mesas largas ybancos, y llevándolos adentro. Antes de la misahabía oído que el padre Flood pedía a unasmujeres manteles prestados, que les devolveríapasadas las navidades y al acabar el sermón habíapedido a la gente que donara cubiertos, vasos,tazas y platos. También había dejado claro que eldía de Navidad la sala parroquial estaría abiertadesde las once de la mañana hasta las nueve de lanoche y que todo aquel que entrara, cualquiera quefuera su credo o país de origen, sería bienvenidoen nombre del Señor; también aquellos que nonecesitaran comida ni bebida podían pasarse porallí a cualquier hora para sumarse a la alegría deldía, aunque no, añadió, entre las doce y media y

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las tres, por favor, ya que en ese momento seserviría la comida de Navidad. Anunció,asimismo, que, a partir de mediados de enero, losviernes por la noche organizaría un baile en la salaparroquial, con música en vivo pero sin bebidasalcohólicas, para aumentar los fondos de laparroquia, y que le gustaría que todo el mundohiciera correr la voz.

Eilis hubo de abrirse paso entre los hombres quecolocaban las mesas y los bancos en filasordenadas y las mujeres que colgaban los adornosde Navidad en el techo, para ver al padre Flood.

—¿Podrías contar los cubiertos de plata para estarseguros de que habrá suficiente? —dijo—. De noser así, tendremos que salir a buscar más por todoslos caminos de Dios.

—¿A cuánta gente espera?

—El año pasado vinieron doscientos. Cruzan lospuentes, algunos vienen de Queens y Long Island.

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—¿Y todos son irlandeses?

—Sí, son los que quedaron después de construirtúneles, puentes y autopistas. A algunos solo losveo una vez al año. Dios sabe de qué viven.

—¿Por qué no vuelven a su tierra?

—Algunos llevan aquí cincuenta años y hanperdido el contacto con todo el mundo —dijo elpadre Flood—. Un año conseguí las direccionesde origen de algunos de ellos, los que pensaba quenecesitaban más ayuda, y escribí por ellos aIrlanda. En la mayoría de los casos no huborespuesta, pero recibí una desagradable carta de lacuñada de un pobre diablo diciendo que la granja,o la propiedad, o lo que fuese, no le pertenecía, yque ni se le pasara por la cabeza poner un pie enella; que lo haría trizas en la misma entrada. Lorecuerdo bien. Eso es lo que dijo.

Eilis fue a la misa del gallo con la señora Kehoe y

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la señorita Keegan, y de camino a casa descubrióque la señora Kehoe era una de las parroquianasque iba a hacer pavo asado con patatas y jamóncocido para el padre Flood, con quien habíaquedado que mandaría a buscarlo todo a las doce.

—Es como en la guerra —dijo la señora Kehoe—.Como alimentar al ejército. Tiene que ir todocomo un reloj. He comprado un pavo, el másgrande que había, lo dejaré seis horas en el hornoy trincharé un poco para nosotros antes de dárselo.La señorita McAdam, la señorita Heffernan y laseñorita Keegan, aquí presente, y yo mismacomeremos aquí en cuanto hayamos entregado elpavo. Y si sobra algo, lo guardaremos para ti,Eilis.

Hacia las nueve de la mañana Eilis ya estaba en laparroquia pelando verduras en la gran cocina de laparte trasera. Había otras mujeres allí a las quejamás había visto, todas mayores que ella, algunascon un ligero acento americano, pero todas deorigen irlandés. La mayoría de ellas solo

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ayudarían un rato, le dijeron, porque tenían que ira sus casas a dar de comer a sus familias.Enseguida le quedó claro que había dos mujeres almando. Cuando llegó el padre Flood, les presentóa Eilis.

—Son las señoritas Murphy de Arklow —dijo—.Aunque no se lo tendremos en cuenta —añadió.

Las dos señoritas Murphy rieron. Eran altas, deaspecto jovial y rondaban los cincuenta años.

—Nosotras tres —dijo una de ellas— nosquedaremos todo el día. Las demás ayudantes irányendo y viniendo.

—Somos las que no tenemos familia —dijo la otraseñorita Murphy, sonriendo.

—Les daremos de comer en turnos de veinte —dijo su hermana.

—Cada una de nosotras preparará sesenta y cincocomidas, puede que incluso más, en tres turnos. Yo

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estaré en la cocina del padre Flood y vosotras dosen la parroquia. En cuanto llegue un pavo, ocuando estén listos los que preparemos nosotrasarriba, el padre Flood se hará cargo de ellos y deljamón y los trinchará. Este horno es solo paramantener la comida caliente. Durante una hora lagente nos traerá pavos, jamón y patatas asadas, yde lo que se trata es de tener la verdura hecha ycaliente y lista para servirla.

—Mejor sería decir pasable y lista —lainterrumpió la otra señorita Murphy.

—Pero tenemos mucha sopa y cerveza a sudisposición mientras esperan. Son todos muyamables.

—No les molesta esperar, y si les molesta no lodicen.

—¿Son todos hombres? —preguntó Eilis.

—Vienen algunas parejas porque ella esdemasiado mayor para cocinar o porque están muy

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solos, o por lo que sea, pero el resto son hombres—dijo la señorita Murphy—. Y les encanta lacompañía y la comida irlandesa, ya sabes, elrelleno como debe ser, las patatas asadas y lascoles de Bruselas bien hervidas.

Sonrió a Eilis, negó con la cabeza y suspiró.

En cuanto acabó la misa de diez, empezó a entrarla gente. El padre Flood había dispuesto una de lasmesas con vasos y botellas de limonada y dulcespara los niños. Obligaba a todo el mundo,incluidas las mujeres bien peinadas, a ponersesombreros de papel. Por eso entre la multitudapenas se distinguía a los hombres que ibanllegando para pasar el día de Navidad en la salaparroquial. Solo más tarde, hacia el mediodía,cuando las visitas empezaron a irse, quedó claroquiénes eran, algunos estaban sentados solos conuna botella de cerveza, otros en corrillo, y muchosobstinadamente callados con sus gorras puestas enlugar de los sombreros de papel.

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Las señoritas Murphy estaban ansiosas por que loshombres que habían llegado primero se sentaran auna o dos de las largas mesas y formaran un grupolo suficientemente numeroso para servirlesenseguida la sopa y así poder lavar los platos yutilizarlos para el siguiente grupo. Cuando Eilis,siguiendo instrucciones, salió para animar a loshombres a sentarse a la mesa que estaba más cercade la cocina, vio entrar a un hombre alto yligeramente cargado de espaldas; llevaba la gorracalada hasta los ojos, un viejo abrigo marrón y unpañuelo al cuello. Eilis se detuvo un instante y lomiró fijamente.

El hombre se quedó inmóvil en cuanto cerró lapuerta principal tras él, y la forma en que observóel local, estudiando la escena con timidez y unaespecie de ligero deleite, hizo que, por un instante,Eilis estuviera segura de que su padre habíaaparecido ante ella. Al ver que se desabrochaba,vacilante, el abrigo y se desataba el pañuelo,sintió que debía acercarse a él. Era su forma deestar, de dominar poco a poco la estancia, de

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buscar casi con timidez el lugar en el que estaríamás cómodo y a gusto, o de mirar a su alrededoratentamente por si veía a alguien conocido.Cuando se dio cuenta de que no podía ser supadre, de que estaba soñando, el hombre se quitóel sombrero y vio que no se parecía a él. Miró a sualrededor, incómoda, esperando que nadie sehubiera fijado en ella. No le podía contar a nadie,pensó, que había imaginado por un instante quehabía visto a su padre quien, recordó enseguida,hacía cuatro años que había muerto.

Aunque la primera mesa todavía no estabacompleta, se volvió y regresó a la cocina; verificóel número de platos para el primer turno, aunquesabía que era el correcto, y después levantó la tapade una enorme cacerola para ver si las coles deBruselas estaban hirviendo, aunque sabía que elagua todavía no estaba lo bastante caliente.Cuando una de las señoritas Murphy le preguntó sila mesa más cercana estaba completa y todos loshombres tenían un vaso de cerveza, Eilis se volvióy dijo que había hecho todo lo posible por reunir a

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los hombres en las mesas, pero que quizá a ella leharían más caso. Intentó sonreír, esperando que laseñorita Murphy no notara nada extraño.

Las dos horas siguientes estuvo muy ocupadallenando platos de comida y llevándolos a la salade dos en dos. El padre Flood cortaba el pavo y eljamón a medida que llegaban y ponía relleno ypatatas asadas en los boles. Durante un rato, unade las señoritas Murphy se dedicó exclusivamentea lavar, secar, limpiar y hacer espacio mientras suhermana y Eilis servían la comida a los hombres,asegurándose de no olvidar nada —pavo, jamón,relleno, patatas asadas y coles de Bruselas— y deque con las prisas no daban a nadie racionesdemasiado abundantes o demasiado escasas.

—Hay un montón de comida, así que no tepreocupes —gritó el padre Flood—, pero nopongas más de tres patatas por cabeza, y no tepases con el relleno.

Cuando tuvieron suficiente carne trinchada, el

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padre Flood salió y se encargó él mismo de abrirmás botellas de cerveza.

Al principio los hombres le parecieronandrajosos, y notó cierto olor corporal en muchosde ellos. Les veía sentarse y beber cerveza,esperando a que llegara la sopa o la comida, y lecostaba creer que hubiera tantos, algunos tanviejos y con un aspecto tan pobre, aunque inclusolos jóvenes tenían mal los dientes y parecíanagotados. Muchos seguían fumando, incluso alllegar la sopa. Eilis hizo todo lo posible por seramable.

Sin embargo, pronto observó un cambio en ellos, amedida que empezaron a hablar entre sí o asaludarse a gritos de una punta a otra de la mesa, oa iniciar intensas conversaciones en voz baja. Alprincipio le habían recordado a los hombres quese sentaban en el puente de Enniscorthy o sereunían en la plaza de Arnold’s Cross o en elLouse Bank, junto a Slaney, o a los hombres delalbergue, o a los de la ciudad que bebían

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demasiado. Pero cuando se puso a servirles y ellosa volverse para darle las gracias, empezaron aparecerse más a su padre y sus hermanos en laforma de hablar y sonreír, la rudeza de sus rostrossuavizada por la timidez; lo que antes parecíaterquedad o dureza, era ahora extrañamente tierno.Cuando sirvió al hombre que había confundido consu padre, le miró atentamente, asombrada de lopoco que se parecía a él en realidad, como si todohubiera sido un efecto de la luz o un producto desu imaginación. También se sorprendió aldescubrir que estaba hablando en irlandés alhombre que estaba a su lado.

—Es el milagro de los pavos y el jamón —dijo laseñorita Murphy al padre Flood, cuando las mesasse llenaron de grandes platos con segundasraciones.

—Estilo Brooklyn —dijo su hermana.

—Me alegro de que ahora haya bizcocho de licor—añadió—, y no pudin de ciruelas, y de que no

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tengamos que preocuparnos de mantenerlocaliente.

—¿No pensabas que se quitarían la gorra durantela comida? —preguntó su hermana—. ¿Es que nosaben que están en Estados Unidos?

—Aquí no tenemos normas —dijo el padre Flood—. Y pueden fumar y beber cuanto quieran. Lomás importante es que consigamos que vuelvantodos sanos y salvos a sus casas. Siempre hayalgunos demasiado indispuestos para regresar acasa.

—Demasiado borrachos —dijo una de lasseñoritas Murphy.

—Ah, el día de Navidad lo llamamos «estarindispuesto», y tengo camas preparadas en casa —dijo el padre Flood.

—Ahora vamos a comer —dijo la señoritaMurphy—. Prepararé la mesa, y he mantenidocaliente un buen plato de comida para cada uno de

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nosotros.

—Bien, me preguntaba si nosotros comeríamostambién —dijo Eilis.

—Pobre Eilis, está muerta de hambre. ¿No la ves?

—¿No deberíamos servir primero el bizcocho delicor? —preguntó Eilis.

—No, esperaremos —dijo el padre Flood—. Esoalargará el día.

Cuando retiraron los platos de bizcocho, la salaera un torbellino de humo y animada charla. Loshombres estaban sentados en grupos, junto a uno odos que estaban de pie; otros iban de un grupo aotro, algunos con botellas de whisky en bolsas depapel marrón que se iban pasando de unos a otros.Cuando acabaron de limpiar la cocina y llenar loscontenedores de basura, el padre Flood las invitóa pasar a la sala y unirse a los hombres para tomar

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un refresco. Habían llegado algunas visitas,incluidas varias mujeres, y al sentarse con un vasode jerez en la mano, Eilis pensó que aquellapodría ser cualquier sala parroquial de Irlanda enuna noche de concierto o de boda, después de quelos jóvenes se hubieran ido a cualquier otro sitiopara bailar o acodarse en la barra.

Al cabo de un rato vio que dos hombres habíansacado unos violines y otro un pequeño acordeón;habían encontrado un rincón y estaban tocandomientras otros les escuchaban, de pie a sualrededor. El padre Flood recorría el local conuna libreta, apuntando nombres y direcciones, yasintiendo cuando los hombres le hablaban. Alcabo de un rato dio unas palmadas y pidiósilencio, pero necesitó unos minutos para captar laatención de todo el mundo.

—No quiero interrumpir el desarrollo de losacontecimientos —dijo—, pero nos gustaría darlas gracias a una agradable joven de Enniscorthy ya dos agradables señoras de Arklow por su duro

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día de trabajo.

La gente aplaudió.

—Y, a modo de agradecimiento, tenemos un grancantante en este local y estamos encantados devolver a verle este año.

El padre Flood señaló al hombre que Eilis habíaconfundido con su padre. Estaba sentado lejos deella y del padre Flood, pero cuando oyó su nombrese levantó y se dirigió lentamente hacia ellos. Seapoyó contra la pared para que todo el mundopudiera verle.

—Ese hombre —susurró la señorita Murphy aEilis— tiene discos grabados.

Cuando Eilis levantó la vista, el hombre estabaseñalándola. Al parecer, quería que fuera con él.Por un momento, creyó que quería que cantara ynegó con la cabeza, pero él siguió haciéndoleseñas y la gente empezó a volverse y a mirarla;Eilis sintió que no tenía otra opción que levantarse

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y acercarse. No imaginaba por qué quería quefuera. Cuando estuvo junto a él, se dio cuenta de lomal que tenía los dientes.

El hombre no la saludó ni hizo gesto alguno debienvenida. Tan solo cerró los ojos, tendió elbrazo y la cogió de la mano. La piel de la palmade su mano era suave. Después aferró con fuerza lamano de Eilis y comenzó a moverla tenuemente encírculos al tiempo que empezaba a cantar. Su vozera sonora, fuerte y nasal; el irlandés en el quecantó, pensó Eilis, debía de ser de Connemara,porque le recordaba a un profesor de Galway, delconvento de la Misericordia, que tenía el mismoacento. Pronunciaba las palabras lenta ycuidadosamente, intensificando la furia, laferocidad, en su forma de tratar la melodía. Sinembargo, Eilis no las entendió hasta que llegó alestribillo —Má bhíonn tú liom, a stóirín mochroí— y él la miró con orgullo, casiposesivamente, mientras entonaba esos versos.Todo el mundo lo observaba en silencio. Lasestrofas tenían cinco o seis versos; el hombre

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entonaba las palabras con una inocencia y unencanto tan puros que en ocasiones, cuandocerraba los ojos y apoyaba su robusto cuerpocontra la pared, no parecía un hombre viejo; lafuerza de su voz y la confianza de su actuación sehabían apoderado de la sala. Y cada vez quellegaba al estribillo miraba a Eilis, dejando que lamelodía se hiciera más suave atenuando el ritmo,inclinando la cabeza, logrando expresar aún conmayor intensidad que no se había limitado aaprender la canción sino que sentía lo que decía.Eilis sabía cuánto sentiría aquel hombre, y cuántosentiría ella misma, que la canción acabara, quetras el último estribillo el cantante tuviera quesaludar al público y volver a su sitio y ceder sulugar a otro, y también ella volvería a su sitio y sesentaría.

A medida que fue transcurriendo la noche, algunoshombres se durmieron y a otros hubo queayudarlos a ir al lavabo. Las dos señoritas Murphyhicieron té y sirvieron bizcocho de Navidad.

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Cuando acabaron las canciones, los hombresrecogieron sus abrigos y dieron las gracias alpadre Flood, a las señoritas Murphy y a Eilis,deseándoles una feliz Navidad antes de adentrarseen la noche.

Cuando la mayoría de los hombres se hubieron idoy los pocos que quedaban estaban muy borrachos,el padre Flood le dijo a Eilis que podía irse siquería, que pediría a las señoritas Murphy que laacompañaran a casa de la señora Kehoe. Eilis dijoque no, que estaba acostumbrada a ir a casa sola yque seguro que sería una noche tranquila. Estrechólas manos de las señoritas Murphy y del padreFlood y, antes de salir a las oscuras calles vacíasde Brooklyn, les deseó feliz Navidad. Iríadirectamente a su habitación, pensó, sin pasar porla cocina. Quería tumbarse en la cama y pensar entodo lo que había ocurrido antes de dormirse.

TERCERA PARTE

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Eilis supo lo que era el intenso y lacerante frío delas mañanas de enero al ir al trabajo. Noimportaba que anduviera deprisa, siempre llegabaa Bartocci’s con los pies helados, incluso despuésde comprarse unos calcetines gruesos. En lascalles todo el mundo iba tapado como si temieramostrarse, con gruesos abrigos, pañuelos,sombreros, guantes y botas. Eilis observó que alcaminar se cubrían incluso la boca y la nariz conecharpes de lana o bufandas. Lo único que se lesveía eran los ojos, y su expresión parecíasobresaltada por el frío, desesperada a causa delviento y las gélidas temperaturas. Cuandoacababan las clases nocturnas, los estudiantes seapiñaban en el vestíbulo de la escuela, y se poníanuna capa de ropa sobre otra para defenderse de lafría noche. Era, pensó, como prepararse para unaextraña función, todo el mundo poniéndose trajescon gesto lento y deliberado, y una mirada deprofunda determinación en el rostro. Parecía

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imposible imaginar que hubo un momento en el queno hacía frío y podía caminar por aquellas callespensando en otras cosas, en lugar del cálidovestíbulo en casa de la señora Kehoe, el calor dela cocina o de su habitación.

Una noche, cuando se disponía a subir paraacostarse, vio a la señora Kehoe frente a la puertade su sala de estar, merodeando entre las sombrascomo si temiera que la vieran. La señora Kehoe lehizo una seña sin hablar, le indicó que pasara a lahabitación y después cerró la puerta con cuidado.Ni al cruzar la estancia y sentarse en un sillónjunto a la lumbre tras indicarle a Eilis que hicieralo mismo en el sillón de enfrente, dijo nada. Laexpresión de su rostro era grave e hizo un gestocon la mano hacia abajo para insinuarle que, encaso de que fuera a hablar, lo hiciera en voz baja.

—Bien —dijo, mirando la lumbre que brillaba enla chimenea al poner un tronco y después otrosobre las llamas—. Ni una palabra de que hasestado aquí. ¿Prometido?

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Eilis asintió.

—La verdad es que la señorita Keegan se va a iry, por lo que a mí respecta, cuanto antes lo haga,mejor. Le he hecho prometer que no le dirá unapalabra a nadie. Es muy del oeste de Irlanda yellos son mejor que nosotros en lo de guardarsecretos. A ella le parece bien porque no tendráque despedirse. El lunes se irá y quiero que túocupes su habitación del sótano. No es húmedo,así que no me mires así.

—No la estoy mirando —dijo Eilis.

—Bien, pues no.

La señora Kehoe observó las llamas unos instantesy luego el suelo.

—Es la mejor habitación de la casa, la másgrande, la más cálida, la más tranquila y la mejororientada. Y no quiero discusiones al respecto. Tela quedarás tú, y ya está. Así que si empaquetas tuscosas el domingo, el lunes, mientras estás en el

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trabajo, mandaré que las trasladen, y asuntoconcluido. Necesitarás una llave porque tendrás tupropia entrada, que compartirás con la señoritaMontini, pero, por supuesto, si la pierdes podrásusar las escaleras que van del sótano a este piso,así que no pongas esa cara de preocupación.

—¿Y a las otras chicas no les molestará que mequede esa habitación? —preguntó Eilis.

—Sí que les molestará —dijo la señora Kehoe,sonriéndole. Después contempló la lumbre,asintiendo con satisfacción. Levantó la cabeza ymiró a Eilis con resolución. Eilis necesitó unosinstantes para entender que era una señal de laseñora Kehoe para indicarle que debía irse. Selevantó en silencio mientras ella repetía el gestocon la mano derecha para dejarle claro que nodebía hacer ruido.

Mientras subía a su habitación, Eilis pensó que ladel sótano podía ser, en efecto, húmeda y pequeña.Hasta ese momento no había oído decir a nadie

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que fuera la mejor habitación de la casa. Sepreguntó si todo aquel secretismo no sería unasimple forma de colocarla allí sin darle ocasión dever adónde la destinaba ni de protestar. Se diocuenta de que tendría que esperar hasta quevolviera de clase el lunes por la noche.

En los días siguientes empezó a temer el traslado ya sentirse incómoda con la idea de que la señoraKehoe sacara sus maletas mientras ella no estabaen la casa y las pusiera en un lugar del que laseñorita Keegan salía cada día con un aspecto queno parecía indicar que fuera la mejor habitación dela casa. Se dio cuenta de que no podría recurrir alpadre Flood si la habitación estaba destartalada oera oscura y húmeda. Ya había recurrido losuficiente a su comprensión y sabía que la señoraKehoe era plenamente consciente de ello.

El domingo, al hacer las maletas y dejarlas junto ala cama después de haber descubierto que habíaacumulado más pertenencias de las que podíameter en ellas, lo que después la obligó a bajar a

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pedir discretamente unas bolsas a la señoraKehoe, tuvo la sensación de que se habíaaprovechado de ella y empezó a embargarle laterrible añoranza que había sufrido conanterioridad. Aquella noche no pudo dormir.

Por la mañana corría un viento lacerante que Eilisno conocía. Parecía soplar ferozmente en todasdirecciones; era gélido, la gente caminaba con lacabeza baja, y algunos daban saltitos mientrasesperaban para cruzar la calle. La idea de que enIrlanda nadie supiera que Estados Unidos era ellugar más frío de la tierra y sus gentes las másprofundamente desgraciadas en mañanas comoaquellas casi le hizo sonreír. No se lo creerían silo contara en una carta. En Bartocci’s, la gente sepasó el día rugiendo a todo aquel que dejara lapuerta abierta un segundo más de lo necesario y sevendió ropa interior de lana gruesa a buen ritmo,incluso más del habitual.

Por la noche, mientras tomaba apuntes en clase,tuvo que hacer tal esfuerzo para mantenerse

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despierta que no dedicó un solo pensamiento a loque se encontraría cuando volviera a casa de laseñora Kehoe; al bajar del tranvía decidió que ledaba igual cómo fuera su habitación, siempre queestuviera caldeada y dispusiera de una cama en laque poder dormir. La noche era tranquila, el vientohabía amainado, y la sequedad y la dura intensidadcon la que el aire gélido le punzaba los dedos delos pies y de las manos y le hería la piel de la carala impulsaba a rezar para que aquella caminataacabara pronto, aunque supiera que solo estaba amedio camino.

Nada más abrir la puerta principal, la señoraKehoe apareció en la entrada y se llevó un dedo alos labios. Le indicó a Eilis que esperara, volvióal poco rato y, tras comprobar que no venía nadiede la cocina, le dio una llave; después la invitó aadentrarse de nuevo en la noche y cerró la puertaprincipal suavemente tras ella. Eilis bajó losescalones que llevaban al sótano. Cuando abrió lapuerta, la señora Kehoe ya estaba esperándola.

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—No hagas ruido —susurró.

Abrió la puerta que daba a la habitación delanteradel sótano, la que acababa de desocupar laseñorita Keegan. La lámpara de pie de la esquina yla de la mesilla de noche ya estaban encendidas yestas, unidas al techo bajo, las oscuras cortinas deterciopelo, la colcha bellamente estampada y lasalfombras, daban un aire lujoso a la estancia,como en una pintura o una fotografía antigua. Eilisvio una mecedora en una esquina de la habitacióny troncos en la chimenea con papel debajo,esperando a ser encendidos. La habitación era eldoble de grande que su anterior dormitorio;también tenía una mesa en la que podía estudiar yuna butaca al otro lado de la chimenea, frente a lamecedora. No tenía nada del funcional, casiespartano, ambiente del cuarto en el que habíadormido hasta entonces. Supo que todas suscompañeras habrían querido esa habitación.

—Si alguna de ellas te pregunta, limítate a decirlesque están pintando tu habitación —dijo la señora

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Kehoe mientras abría un gran armario empotrado,de madera teñida de rojo oscuro, para mostrarledónde estaban sus maletas y las bolsas.

Por la forma en que la señora Kehoe la observó,su mirada orgullosa pero al mismo tiempo casidulce y triste, Eilis pensó que quizá aquellahabitación la había hecho antes de que el señorKehoe se marchara. Y al mirar la cama doble sepreguntó si aquel había sido el dormitorio de lapareja. Se preguntó también si ya entonces habíanalquilado las habitaciones de los pisos superiores.

—El cuarto de baño está al final del pasillo —dijola señora Kehoe. Se quedó en la oscura habitación,inquieta, como si intentara recobrar la calma—. Yno le digas nada a nadie —añadió—. Si siguesesta norma al pie de la letra, nunca salesmalparado.

—La habitación es preciosa —dijo Eilis.

—Y puedes encender la chimenea —dijo la señora

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Kehoe—. La señorita Keegan solo la encendía losdomingos porque consumía madera. No sé por qué.

—¿Las otras no se pondrán furiosas? —preguntóEilis.

—Es mi casa, así que se pueden poner tan furiosascomo quieran, cuanto más, mejor.

—Pero...

—Eres la única que tiene modales.

Eilis sintió que el tono de la señora Kehoe, queintentaba sonreír, llenaba la habitación de tristeza.Creía que la señora Kehoe le estaba dandodemasiado sin conocerla lo suficiente, y tambiénacababa de decir demasiado. No quería que laseñora Kehoe intimara con ella o acabaradependiendo de ella de un modo u otro.Permaneció en silencio unos instantes, a pesar deque sabía que aquello podía ser una muestra deingratitud. Asintió casi con formalidad a la señoraKehoe.

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—¿Cuándo sabrán las demás que me quedo aquídefinitivamente? —preguntó al final.

—A su debido tiempo. En cualquier caso, no esasunto suyo.

Cuando Eilis comprendió las implicaciones de loque había hecho la señora Kehoe y los problemasque seguramente le iba a causar con suscompañeras, casi deseó que la hubieran dejado enpaz en su vieja habitación.

—Espero que no me culpen.

—No les prestes atención. No creo que ni tú ni yotengamos que perder una noche de sueño por ellas.

Eilis se irguió, como si intentara parecer más alta,y miró con frialdad a la señora Kehoe. Le habíaquedado claro que el último comentario de sucasera iba unido a la firme idea de que Eilis y ellamantenían distancias con las demás huéspedes yque estaban dispuestas a darles a entender que

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habían conspirado sobre aquel asunto. Eilis creíaque aquello era mucho suponer por parte de laseñora Kehoe, pero también que la decisión dedarle a ella, la recién llegada, la mejor habitaciónde la casa, no solo provocaría amargura yproblemas entre Patty, Diana, la señoritaMcAdam, Sheila Heffernan y ella, sino queademás implicaría que, llegado el momento, lapropia señora Kehoe se sentiría con libertad parapedirle algo a cambio por el favor que le habíahecho.

Eilis se dio cuenta de que podía hacerlo sinecesitaba algo con urgencia o para dar pie a unamayor familiaridad en su relación, una especie deamistad o vínculo más personal. Aún en lahabitación, Eilis se descubrió casi enfadada con laseñora Kehoe, y quizá ese sentimiento, mezcladocon el cansancio, le dio valor.

—Siempre es mejor ser honesto —dijo, imitando aRose cuando sentía que atacaban su dignidad o susentido del decoro—, quiero decir, con todo el

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mundo —añadió.

—Cuando hayas vivido tanto como yo —replicó laseñora Kehoe— descubrirás que eso solo funcionaalgunas veces.

Eilis miró a su casera, sin arredrarse ante lalacerante agresividad con la que esta le devolvióla mirada. Estaba decidida a no volver a hablar,dijera lo que dijese la señora Kehoe. Sintió que lamujer dirigía su vieja irritación contra ella comosi la hubiera traicionado más allá de lo permisible,hasta que se dio cuenta de que darle la habitación,aquel acto de generosidad, había liberado algo enla señora Kehoe, algún profundo resentimientocontra el mundo, que ahora estaba situandocuidadosamente en su lugar.

—El baño, como he dicho, está al final del pasillo—dijo finalmente—. Aquí está la llave.

Dejó la llave en la mesilla de noche y salió de lahabitación, cerrando la puerta con fuerza para que

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todo el mundo lo oyera.

Eilis se preguntó si las demás la creerían algunavez si les dijera que ella no había pedido lahabitación. Evitó la cocina a la hora del desayunoy, cuando se encontró a Diana frente a la puerta delcuarto de baño dos mañanas después, pasó a todaprisa junto a ella sin decir palabra. Pero sabía quecuando llegara el fin de semana le resultaríaimposible eludir el tema ante las demás. Por eso,el viernes por la noche, cuando la señora Kehoe sehubo ido y la señorita McAdam le dijo que queríahablar a solas con ella, no se sorprendió. Se quedóen la cocina bajo la atenta mirada de la señoritaMcAdam, como si fuera una prisionera en libertadcondicional que pudiera fugarse, hasta que lasdemás se fueron.

—Supongo que has oído lo que ha ocurrido —ledijo la señorita McAdam. Eilis intentó parecerimpasible—. Será mejor que te sientes.

La señorita McAdam fue hacia el fogón cuando el

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agua empezó a hervir y llenó la tetera antes deseguir hablando.

—¿Sabes por qué se ha ido la señorita Keegan? —preguntó.

—¿Por qué debería saberlo?

—¿Así que no lo sabes? Ya me lo imaginaba.Bien, la Kehoe lo sabe y todas las demás también.

—¿Adónde se ha ido la señorita Keegan? ¿Tieneproblemas?

—A Long Island. Y por buenas razones.

—¿Qué ha pasado?

—La siguieron hasta casa. —Los ojos de laseñorita McAdam parecían brillar de excitaciónmientras hablaba. Sirvió el té despacio.

—¿La siguieron?

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—No solo una noche sino dos, o quizá más, por loque sé.

—¿Quieres decir que la siguieron hasta aquí?

—Eso es exactamente lo que quiero decir.

La señorita McAdam sorbió el té sin dejar demirar fijamente a Eilis.

—¿Quién la seguía?

—Un hombre.

Mientras Eilis ponía leche y azúcar en el té,recordó algo que su madre siempre decía.

—Pero seguro que si un hombre huyera con laseñorita Keegan, la dejaría en cuanto llegara a laprimera farola y pudiera verla con claridad.

—Pero no era un hombre corriente.

—¿Qué quieres decir?

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—La última vez que la siguió, se exhibió ante ella.Era un hombre de clase.

—¿Quién te ha dicho eso?

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—La señorita Keegan habló en privado conmigo ycon la señorita Heffernan antes de irse. Lasiguieron hasta la misma puerta de casa. Ymientras bajaba los escalones, el hombre seexhibió.

—¿Avisó a la policía?

—Desde luego que avisó, y después hizo lasmaletas. Cree que sabe dónde vive ese hombre. Yala había seguido antes.

—¿Le ha contado todo eso a la policía?

—Sí, pero la policía no puede hacer nada si ellano puede identificarlo, y ella no puede. Así que hahecho las maletas y se ha ido a vivir a Long Islandcon su hermano y su esposa. Y después, paraempeorar las cosas, la Kehoe quería trasladarmeabajo, a la habitación de la señorita Keegan.Empezó con eso de que era la mejor habitación dela casa. La puse en su sitio. Y la señoritaHeffernan se encuentra en una situación terrible. Y

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Diana se ha negado a quedarse sola en el sótano.Así que te ha metido a ti ahí abajo porque ningunade las demás quería ir.

Eilis se fijó en lo satisfecha de sí misma queparecía la señorita McAdam. Mientras la mirabasorber su té, se le ocurrió que aquella podía ser suforma de vengarse de ella y la señora Kehoe porlo de la habitación. Por otra parte, consideró quetambién podía ser verdad. La señora Kehoe podíahaberla utilizado, puesto que era la única inquilinaque parecía no saber por qué se había ido laseñorita Keegan. Pero después pensó que laseñora Kehoe no podía estar segura de que nofuera a averiguarlo antes de trasladarse. Cuantomás observaba a la señorita McAdam, más seconvencía de que si no se estaba inventando lahistoria del exhibicionista, la estaba exagerando.Se preguntó si las otras chicas la habían animado ahacerlo o si lo hacía por su cuenta.

—Es una habitación preciosa —dijo Eilis.

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—Puede que sea bonita —replicó la señoritaMcAdam—. Y, sabes, todas queríamos esahabitación cuando la consiguió la señorita Keegan,tanto más para impedir que la Kehoe fisgonee cadavez que entras por la puerta. Pero ahora noquisiera estar ahí abajo, a la vista de todo elmundo. Quizá no debería decir más.

—Di lo que quieras.

—Bueno, teniendo en cuenta que vuelves a casasola por la noche, pareces muy tranquila.

—Si alguien se exhibe ante mí, serás la primera ensaberlo.

—Si sigo aquí —dijo la señorita McAdam—.Puede que acabemos todas en Long Island.

Los días que siguieron, Eilis no pudo llegar a unaconclusión acerca de lo que había dicho laseñorita McAdam. Cuando comía en la cocina conel resto de las chicas, pasaba de creer que todas

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ellas habían conspirado para atemorizarla, paravengarse de que la hubieran instalado a ella en lahabitación de la señorita Keegan, a creer que laseñora Kehoe la había trasladado allí no porfavoritismo sino porque creía que sería la últimaen protestar. Observaba sus rostros cuando sedirigían a ella, pero no le quedó nada claro.Quería dejar abierta la posibilidad de que todo elmundo tuviera motivos bienintencionados, pero erapoco probable, pensó, que la señora Kehoe lehubiera dado la habitación por mera generosidad,y también lo era que a la señorita McAdam y lasdemás chicas no les molestara eso y no hubieranquerido sino advertirla acerca del hombre quehabía seguido a la señorita Keegan, para que fueracon cuidado. Deseó tener una verdadera amigaentre sus compañeras, con quien poder hablar. Ydespués se preguntó si el problema era ella, queveía malicia donde no la había. Si se despertabapor la noche o le sobraba tiempo en el trabajo, ledaba vueltas al asunto una y otra vez, culpando a laseñora Kehoe primero y a la señorita McAdam ylas demás chicas después, y luego culpándose a sí

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misma, sin llegar a ninguna conclusión, salvo quelo mejor sería dejar de pensar en ello.

El domingo siguiente, el padre Flood anunció quela sala parroquial estaba lista para organizar unbaile semanal con el fin de recoger fondos parahacer obras de caridad, que había conseguido elArpa de Pat Sullivan y la Orquesta Shamrock, yque pedía a los parroquianos que hicieran correrla noticia de que el primer baile se celebraría elúltimo viernes de enero y a partir de entonces cadaviernes hasta nuevo aviso.

Cuando aquella noche la señora Kehoe dejó lapartida de póquer y entró en la cocina y se sentó ala mesa, las chicas estaban hablando del tema.

—Espero que el padre Flood sepa lo que estáhaciendo —dijo—. Después de la guerraorganizaron bailes en esa mismísima salaparroquial y tuvieron que cerrarla por escándalopúblico. Algunos italianos empezaron a ir a buscar

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chicas irlandesas.

—Bueno, no veo nada malo en ello —dijo Diana—. Mi padre es italiano y creo que conoció a mimadre en un baile.

—Estoy segura de que él es muy buen hombre —replicó la señora Kehoe—. Pero después de laguerra algunos italianos eran muy atrevidos.

—Parecen encantadores —dijo Patty.

—Puede que así sea —dijo la señora Kehoe—, yestoy segura de que algunos son encantadores ytodo eso pero, por lo que he oído, hay que ir congran cuidado con muchos de ellos. Pero basta yade italianos. Será mejor que cambiemos de tema.

—Espero que no pongan música irlandesa —dijoPatty.

—La banda de Pat Sullivan es muy buena —dijoSheila Heffernan—. Saben tocarlo todo, desdemúsica irlandesa hasta valses y foxtrots y melodías

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americanas.

—Me alegro por ellos —dijo Patty—, siempre ycuando me pueda quedar sentada cuando llegue lamúsica gaélica. Dios, tendrían que aboliría. ¡Aestas alturas!

—Si no tienes suerte —dijo la señorita McAdam—, te quedarás sentada toda la noche, a no ser,claro, cuando llegue el momento en que las damassaquen a bailar.

—Basta ya de hablar de bailes —dijo la señoraKehoe—. No debería haber venido a la cocina.Simplemente, tened cuidado. Es lo único que digo.Tenéis toda la vida por delante.

En los días siguientes, a medida que se acercaba lanoche del baile, la casa se dividió en dosfacciones; la primera, constituida por Patty yDiana, quería que Eilis fuera con ellas a unrestaurante donde se reunirían con gente quetambién iría al baile; pero las otras —la señorita

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McAdam y Sheila Heffernan— insistían en que elrestaurante en cuestión era en realidad una tabernay que los que se encontraban allí no siempreestaban sobrios, ni siquiera eran siempre gentedecente. Querían que Eilis fuera con ellasdirectamente de casa de la señora Kehoe a la salaparroquial, solo con el fin de apoyar una buenacausa, y marcharse en cuanto pudieran sin serdescorteses.

—Una de las cosas que no echo de menos deIrlanda es el mercado de ganado de los viernes ylos sábados por la tarde, y prefiero quedarmesoltera a que me atosiguen unos tipos medioborrachos y con el pelo engominado.

—Donde yo vivía —dijo la señorita McAdam—no salíamos nunca y ninguna de nosotras se sentíapeor por eso.

—¿Y cómo conocíais chicos? —preguntó Diana.

—Mírala —intervino Patty—. No ha conocido a

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un chico en su vida.

—Bueno, cuando lo haga —replicó la señoritaMcAdam—, no será en una taberna.

Al final Eilis esperó en casa con la señoritaMcAdam y Sheila Heffernan, y no salieron hacia lasala parroquial hasta pasadas las diez. Observóque ambas llevaban zapatos de tacón alto en elbolso para ponérselos cuando llegaran. Vio queambas se habían cardado el pelo y aplicadomaquillaje y pintalabios. Al verlas, temió parecersosa a su lado; tener que pasar el resto de la nocheen su compañía, por corta que fuera su estancia enel local, hizo que se sintiera incómoda. Las dosparecían haberse esmerado mucho, mientras queella solo se había aseado y se había puesto elúnico vestido bueno que tenía y unas mediasnuevas de nailon. Mientras caminaban hacia laparroquia en la fría noche decidió que se fijaría enlo que llevaban las demás mujeres en el baile,para estar segura la próxima vez de que no ibademasiado sencilla.

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Al llegar no sintió más que temor, y deseó haberencontrado una excusa para quedarse en casa.Patty y Diana se habían reído mucho antes de irse,corriendo escaleras arriba y abajo, obligando a lasdemás a admirarlas mientras iban de piso en piso,e incluso habían llamado a la puerta de la señoraKehoe antes de salir para que las viera. Eilis sehabía alegrado de no haber ido con ellas, peroahora, envuelta en el tenso y extraño silencio quese hizo entre la señorita McAdam y SheilaHeffernan al entrar en el salón, percibió sunerviosismo y sintió pena por ellas; tambiénlamentó tener que quedarse en su compañía toda lavelada e irse cuando ellas así lo quisieran.

La sala estaba casi vacía; pagaron la entrada yfueron al aseo de señoras, donde la señoritaMcAdam y Sheila Heffernan se observaron en elespejo y se aplicaron más maquillaje ypintalabios, y también ofrecieron a Eilispintalabios y rímel. Mientras se miraban las tresen el espejo, Eilis se dio cuenta de que su pelotenía un aspecto horrible. Aunque no fuera nunca

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más a un baile, pensó, tendría que hacer algo alrespecto. El vestido, que Rose le había ayudado acomprar, también parecía horrible. Dado quehabía ahorrado algo de dinero, pensó, debíacomprarse ropa nueva, aunque sabía que no leresultaría fácil hacerlo sola y que sus doscompañeras le serían de tan poca utilidad comoPatty y Diana. Las dos primeras tenían un estilodemasiado formal y estirado, y las otras dosdemasiado moderno y llamativo. Decidió que, unavez acabados los exámenes de mayo, se dedicaríaa ver tiendas y precios e intentaría encontrar eltipo de ropa americana que le sentaba mejor.

Entraron de nuevo en la sala y cruzaron el desnudoparquet para sentarse en los bancos del ladoopuesto. Tras pasar junto a algunas parejas demediana edad que bailaban al son de la música,vieron al padre Flood, que fue hacia ellas y lesestrechó la mano.

—Esperamos que haya mucha gente —dijo—.Pero nunca vienen cuando quieres que lo hagan.

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—Oh, sabemos dónde están —dijo la señoritaMcAdam—. Tomándose unas copas de más.

—Ah, bueno, es viernes por la noche.

—Espero que no vengan borrachos —dijo laseñorita McAdam.

—Oh, tenemos hombres en la puerta que saben loque han de hacer. Y esperamos que sea una nochetranquila.

—Si abriera un bar, haría una fortuna —dijoSheila Heffernan.

—No creas que no lo he pensado —replicó elpadre Flood, frotándose las manos y riendomientras cruzaba la pista de baile para dirigirsehacia la entrada principal.

Eilis observó a los músicos. Había un hombre queparecía muy abatido y melancólico tocando un valslento con el acordeón, un hombre joven a labatería y, al fondo, un hombre de mediana edad al

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contrabajo. Vio algunos instrumentos de metal enel escenario y un micrófono dispuesto para uncantante, así que imaginó que habría más músicoscuando la sala se llenara.

Sheila Heffernan llevó limonadas para todas ydieron unos sorbitos a las bebidas sentadas en elbanco, mientras la sala iba llenándose. Sinembargo, Patty y Diana y su grupo seguían sin darseñales de vida.

—Seguramente han encontrado un sitio mejordonde bailar —dijo Sheila.

—Sería esperar demasiado de ellas que apoyarana su propia parroquia —añadió la señoritaMcAdam.

—Y he oído que algunos salones de baile en ellado del puente que da a Manhattan pueden sermuy peligrosos —dijo Sheila Heffernan.

—Sabéis, cuanto antes acabe esto y esté en casa,en mi cama caliente, más contenta estaré —dijo la

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señorita McAdam.

Al principio Eilis no vio a Patty y Diana, sino a ungrupo de gente joven que había entrado con muchobullicio en el local. Algunos de los hombresllevaban trajes de colores vistosos y el peloengominado hacia atrás. Había uno o dosvisiblemente apuestos, como estrellas de cine.Mientras los recién llegados examinaban el local,con la mirada brillante, entusiasmados,resplandecientes y llenos de expectación, Eilis seimaginó lo que pensarían de ella y sus doscompañeras. Y entonces vio a Diana y Patty entreellos, ambas con un aspecto radiante, todo en ellasperfecto, incluidas sus cálidas sonrisas.

En ese momento hubiera dado cualquier cosa porestar con ellas, por ir vestida como ellas, por sersofisticada y estar demasiado distraída con lasbromas y las sonrisas de los que la rodeaban paramirar a los demás con la misma vehementeintensidad con que ella los estaba mirando. Ledaba miedo volverse y mirar a la señorita

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McAdam y Sheila Heffernan; sabía queseguramente compartían sus sentimientos, perotambién era consciente de que harían todo loposible por simular una profunda desaprobaciónpor los recién llegados. No podía dirigir la miradahacia sus dos compañeras, temerosa de ver en susrostros algo de su propio y embobado malestar, supropia sensación de incapacidad para fingir que seestaban divirtiendo.

Ya no volvieron a tocar melodías irlandesas. Elacordeonista cogió el saxofón y empezó a tocarcanciones lentas, que la mayoría de los bailarinesparecían reconocer. Ahora la sala estaba llena.Los bailarines se movían lentamente y, por suforma de responder a la música, le parecieron máselegantes que en Irlanda. Cuando la música sevolvió más lenta, se sorprendió de lo juntos quebailaban algunos de ellos; varias mujeres estabancasi enroscadas a sus parejas. Vio a Diana y Pattymoverse con confianza y habilidad, y observó queDiana cerraba los ojos al pasar junto a ellas, comosi quisiera concentrarse mejor en la música, en el

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alto hombre con quien bailaba y en el placer que leprocuraba aquella noche. Cuando se hubo alejado,la señorita McAdam dijo que creía que era hora deirse.

Al abrirse paso por el local para recoger losabrigos, Eilis hubiera deseado que esperaran a queacabara el baile para que no las vieran irse tanpronto. De camino a casa, en silencio, no sabíacómo se sentía. Las melodías que había tocado labanda eran muy dulces y bonitas. Y a sus ojos, lasparejas que bailaban vestían a la moda y muy bien.Sabía que era algo que ella nunca sería capaz dehacer.

—Esa Diana tendría que avergonzarse de sí misma—dijo la señorita McAdam—. Solo Dios sabe aqué hora volverá.

—¿Aquel chico era su novio? —preguntó Eilis.

—Quién sabe —dijo Sheila Heffernan—. Tieneuno para cada día de la semana y dos para los

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domingos.

—Parecía encantador —dijo Eilis—. Y bailabamuy bien.

Ninguna de sus dos compañeras respondió. Laseñorita McAdam aceleró el paso y obligó a lasotras dos a seguirle el ritmo. Eilis se alegraba dehaber dicho aquello a pesar de que era evidenteque las había molestado. Se preguntó si se leocurriría algo más fuerte que decir para que no lainvitaran a ir con ellas al baile la semanasiguiente. Y, en cambio, decidió comprarse algo,aunque solo fuera un par de zapatos nuevos, parasentirse más parecida a las chicas que había vistobailar. Por un instante pensó en pedir consejo aPatty y Diana sobre ropa y maquillaje, perodespués llegó a la conclusión de que eso sería irdemasiado lejos. Al llegar a casa, la señoritaMcAdam y Sheila Heffernan apenas le desearonlas buenas noches y entonces pensó que, pasara loque pasase, nunca volvería a ir al baile con ellas.

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El lunes, en el trabajo, la señorita Fortini la estabaesperando. Cuando les pidió, a ella y a la señoritaDelano, otra vendedora, que la siguieran aldespacho de la señorita Bartocci, pensó que habíahecho algo mal. Al entrar ellas en la estancia, laseñorita Bartocci estaba seria y les indicó que sesentaran frente a ella.

—Va a haber un gran cambio en la tienda —dijo—porque se está produciendo un cambio fuera de latienda. La gente de color se está trasladando aBrooklyn, cada vez en mayor número.

Eilis las observó a todas y no supo decir siaquello les parecía bueno para el negocio o unamala noticia.

—Recibiremos en la tienda a clientas que seránmujeres de color. Y empezaremos con las mediasde nailon. Esta será la primera tienda de la calleque venda medias rojizas a buen precio, y prontoañadiremos los colores sepia y café.

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—Menudos colores —dijo la señorita Fortini.

—Las mujeres de color quieren medias rojizas ynosotros vamos a vendérselas, y vosotras dos vaisa ser amables con todo el mundo que entre en latienda, sea blanco o de color.

—Ambas son siempre muy amables —dijo laseñorita Fortini—, pero estaré observando encuanto aparezca el primer anuncio en elescaparate.

—Puede que perdamos clientes —la interrumpióla señorita Bartocci—, pero vamos a vender aquien quiera comprar, y al mejor precio.

—Aunque las medias rojizas estarán en un lugaraparte, alejado de las medias normales —dijo laseñorita Fortini—. Al menos al principio. Yvosotras dos estaréis en ese mostrador, señoritasLacey y Delano; vuestro trabajo será actuar comosi eso no tuviera nada de especial.

—Vamos a anunciarlo en el escaparate esta misma

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mañana —añadió la señorita Bartocci—. Yvosotras estaréis ahí y sonreiréis. ¿De acuerdo?

Eilis y su compañera intercambiaron una mirada yasintieron.

—Es probable que hoy no tengáis mucho trabajo—dijo la señorita Bartocci—, pero vamos arepartir folletos en los lugares adecuados y afinales de semana, si hay suerte, no tendréis unmomento de respiro.

La señorita Fortini las acompañó de nuevo a laplanta de ventas donde, a la izquierda, en una largamesa, unos hombres estaban apilando paquetes demedias de nailon casi rojas.

—¿Por qué nos han elegido a nosotras? —lepreguntó la señorita Delano a Eilis.

—Deben de pensar que somos agradables —lerespondió.

—Tú eres irlandesa, eso te hace diferente.

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—¿Y tú?

—Yo soy de Brooklyn.

—Bueno, a lo mejor eres agradable.

—A lo mejor es que es fácil tratarme a patadas.Espera a que mi padre se entere de esto.

Eilis observó que tenía las cejas perfectamentedepiladas. Se la imaginó frente al espejo durantehoras con unas pinzas.

Se pasaron todo el día de pie ante el mostrador,charlando en voz baja, pero nadie se acercó amirar las medias rojizas de nailon. Hasta que aldía siguiente vio a dos mujeres maduras de colorentrar en la tienda y ser recibidas por la señoritaFortini, que las dirigió hacia ella y la señoritaDelano. Se sorprendió a sí misma observando aambas mujeres y entonces, cuando se controló,miró a su alrededor y vio que todo el mundo lasestaba mirando. Al volver a mirarlas, se diocuenta de que las dos mujeres iban elegantemente

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vestidas, ambas con abrigos de lana color crema, yestaban charlando entre ellas con despreocupacióncomo si su llegada a la tienda no tuviera nada deextraño.

Observó que la señorita Delano dio un paso atráscuando se acercaron, pero ella se quedó dondeestabay las dos mujeres examinaron las medias denailon y las diferentes tallas. Se fijó en sus uñaspintadas y sus rostros; estaba lista para sonreír sila miraban. Pero ellas no levantaron la vista de lasmedias ni una sola vez, y ni siquiera se dirigieronla mirada cuando eligieron unos cuantos pares y selos dieron. Eilis vio que la señorita Fortini laobservaba desde el otro extremo de la tiendamientras ella sumaba lo que debían y se lomostraba. Al entregarle el dinero, se percató de loblanca que era la palma de la mano de la mujer.Cogió el dinero con toda diligencia, lo metió en eltubo y lo envió al departamento de caja.

Mientras esperaba a que llegaran el recibo y lavuelta, las dos clientas siguieron hablando entre sí

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como si allí no hubiera nadie más. Pese al hechode que eran de mediana edad, pensó que eransofisticadas y de aspecto muy cuidado, con elcabello perfecto, la ropa bonita. No podía decir sillevaban maquillaje; olió a perfume, pero noidentificó la fragancia. Cuando les entregó lavuelta y las medias de nailon cuidadosamenteenvueltas en papel marrón les dio las gracias, peroellas no contestaron; se limitaron a coger eldinero, el recibo y el paquete, y con elegancia sedirigieron a la salida.

Durante la semana fueron más y, cada vez queentraban, Eilis percibía un cambio en el ambientede la tienda, un silencio, una alerta; nadie parecíamoverse cuando ellas lo hacían, por si se cruzabanen su camino; las demás vendedoras bajaban lavista y parecían muy ocupadas; después levantabanla vista en dirección al mostrador en el queestaban apiladas las medias rojizas y volvían abajar la vista. Sin embargo, la señorita Fortininunca apartaba la vista del mostrador. Cada vezque llegaban clientas, la señorita Delano

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retrocedía y dejaba que Eilis las atendiera, pero sillegaba un nuevo grupo de clientas se acercaba,como si hubiera algún acuerdo entre ellas. Ni unaúnica vez entró una mujer de color sola en latienda, y la mayoría de las que entraban nomiraban a Eilis ni se dirigían a ella directamente.

Las pocas que le hablaban lo hacían en un tono tanelaboradamente cortés que ella se sentía incómoday tímida. Cuando llegaron los nuevos colores ensepia y café, su cometido consistía en indicar a lasclientas que aquellos tonos eran más suaves, perola mayoría la ignoraban. Al final del día se sentíaagotada y encontraba las clases nocturnas casirelajantes, aliviada por que hubiera algo queapartara de su mente la violenta tensión que habíaen la tienda y que envolvía de un modo especial sumostrador. Deseó que no la hubieran elegido paraatender precisamente ese mostrador y se preguntósi, con el tiempo, la trasladarían a otra zona de latienda.

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A Eilis le encantaba su habitación, le gustaba dejarlos libros en la mesa frente a la ventana cuandollegaba por la noche y después ponerse el pijama yla bata que se había comprado en las rebajas y suscálidas zapatillas, y, antes de meterse en la cama,pasarse una hora o más, revisando los apuntes declase y después releer los libros de contabilidad ygestión contable que había comprado. El únicoproblema pendiente eran las clases de derecho.Disfrutaba observando los gestos del señorRosenblum y su forma de hablar; a vecesreproducía un caso completo, describiendovívidamente las partes en litigio aunque se tratarade compañías. Pero ni ella ni ninguno de losestudiantes con los que había hablado sabían quése esperaba de ellos, de qué forma podía aquelloaparecer como pregunta en un examen. Dado queel señor Rosenblum sabía tanto, se preguntó siesperaría que ellos conocieran con el mismodetalle los casos y sus implicaciones, losprecedentes, los veredictos, los prejuicios yparticularidades de cada juez.

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Eso le preocupaba lo suficiente para decidirse aexplicarle exactamente cuál era su problema. Aligual que hablaba rápido en sus clases, pasando deun caso a otro, o de lo que una determinada leypodía significar en teoría al modo en que se habíaaplicado hasta entonces, el señor Rosenblumdesaparecía en cuanto acababa la clase, como situviera una reunión urgente. Eilis decidió sentarseen primera fila y dirigirse a él en cuanto acabarade hablar, pero cuando llegó el momento se pusonerviosa. Confiaba en que no lo considerara unacrítica; también le preocupaba no entender suforma de hablar. Nunca había conocido a nadiecomo él. Le recordaba a los camareros de algunoscafés de Fulton Street, que no tenían paciencia yquerían que se decidiera inmediatamente y despuéssiempre tenían alguna pregunta, hubiera pedido loque hubiese pedido, si lo quería grande o pequeño,o si lo quería caliente o con mostaza. EnBartocci’s había aprendido a ser valiente yresuelta con los clientes, pero cuando la clientaera ella, sabía que era demasiado lenta y vacilante.

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Tendría que abordar al señor Rosenblum. Parecíatan inteligente y sabía tanto que, mientras se dirigíaa la tarima, siguió pensando en cómo reaccionaríaante una sencilla pregunta. Sin embargo, cuandohubo captado su atención, advirtió que, sinexcesivo esfuerzo, había adoptado una actitud casiserena, carente de vacilación.

—¿Hay algún libro que me pueda ayudar en estaparte del curso? —preguntó.

El señor Rosenblum pareció perplejo y nocontestó.

—Sus clases son interesantes —dijo Eilis—, perome preocupa el examen.

—¿Te gustan? —Ahora el señor Rosenblumparecía más joven que cuando enseñaba derecho alos estudiantes.

—Sí —replicó ella, y sonrió. Le sorprendió notartamudear. Creía que ni siquiera se habíasonrojado.

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—¿Eres inglesa? —preguntó él.

—No, irlandesa.

—De la lejana Irlanda —dijo él, como hablandopara sí mismo.

—Me preguntaba si podría recomendarme algúnlibro de texto o un manual con el que preparar elexamen.

—Pareces preocupada.

—No sé si los apuntes que tomo o los libros quetengo son suficientes.

—¿Quieres leer algo más?

—Me gustaría tener un libro con el que poderestudiar.

El señor Rosenblum recorrió la clase con lamirada, que se vaciaba rápidamente. Parecía estar

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pensando intensamente, como si la pregunta ledesconcertara.

—Hay algunos libros bastante buenos de derechomercantil básico.

Eilis supuso que iba a darle los títulos de loslibros, pero el profesor se detuvo unos instantes.

—¿Crees que voy demasiado rápido?

—No. Es solo que no estoy segura de que misapuntes basten para el examen.

El señor Rosenblum abrió su cartera y sacó unalibreta.

—¿Eres la única estudiante irlandesa?

—Creo que sí.

Eilis le observó mientras anotaba algunos títulosen una hoja de papel.

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—Hay una librería especializada en derecho en lacalle Veintitrés Oeste —dijo—. En Manhattan.Tendrás que ir allí a comprarlos.

—¿Y los libros servirán para el examen?

—Desde luego. Si te sabes las nociones básicas dederecho mercantil y responsabilidad civil, pasaráslos exámenes.

—¿La librería está abierta todos los días?

—Creo que sí. Tendrás que ir hasta allí paracomprobarlo, pero creo que sí.

Cuando Eilis asintió e intentó sonreír, el profesorpareció aún más preocupado.

—Pero ¿puedes seguir las clases?

—Por supuesto —dijo ella—. Sí, por supuesto.

El señor Rosenblum metió la libreta en su carteray se volvió con brusquedad.

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—Gracias —dijo Eilis, pero él no replicó, sinoque salió al vestíbulo rápidamente. El porteroestaba esperando para cerrar con llave cuando ellaabrió la puerta del aula. No quedaba nadie más.

Eilis preguntó a Diana y Patty por la calleVeintitrés Oeste y les mostró la direccióncompleta. Ellas le explicaron que oeste significabaal oeste de la Quinta Avenida y que el número quele habían dado indicaba que la tienda estaba entrela Sexta y la Séptima Avenidas. Le mostraron unplano, extendiéndolo sobre la mesa de la cocina,asombradas de que Eilis no hubiera estado nuncaen Manhattan.

—Es un barrio maravilloso —dijo Diana.

—La Quinta Avenida es el lugar más divino —dijo Patty—. Daría lo que fuera por vivir allí. Meencantaría casarme con un hombre rico que tuvierauna mansión en la Quinta Avenida.

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—O incluso un hombre pobre —añadió Diana—,siempre y cuando tuviera una mansión.

Le explicaron cómo llegar en metro hasta laVeintitrés Oeste, y Eilis decidió que iría elsiguiente medio día libre que tuviera.

Cuando se empezó a hablar del viernes por lanoche, Eilis no se atrevió a preguntar a la señoritaMcAdam ni a Sheila Heffernan si iban a ir al bailede la parroquia; también sabía que seríademasiado desleal ir con Patty y Diana, y quizátambién demasiado caro, puesto que primero ibana un restaurante y además tendría que comprarseropa nueva para estar a su altura.

El viernes por la noche, al salir del trabajo, fue acenar con un pañuelo en la mano y advirtió a lasdemás que no se le acercaran demasiado para nocontagiarse. Durante la cena se sonó ruidosamentey se sorbió la nariz lo mejor que supo variasveces. No le importaba si se lo creían o no; tenerun resfriado, pensó, sería la mejor excusa para no

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tener que ir al baile. Sabía también que esoanimaría a la señora Kehoe a hablar sobre losachaques del invierno, uno de los temas preferidosde la casera.

—Los sabañones —dijo—, tienes que tener muchocuidado con los sabañones. Cuando tenía tu edad,me mataban.

—Yo diría que en esa tienda —dijo la señoritaMcAdam a Eilis— se puede coger cualquierinfección.

—También las puedes coger en una oficina —replicó la señora Kehoe, mirando a Eilis conintención para dar a entender que sabía que laseñorita McAdam intentaba menospreciarlaporque trabajaba en una tienda.

—Pero nunca sabes con quién...

—Ya basta, señorita McAdam —la interrumpió laseñora Kehoe—. Quizá lo mejor será que nosacostemos pronto, con el frío que hace.

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—Solo iba a decir que he oído que en Bartocci’satienden a mujeres de color —dijo la señoritaMcAdam.

Durante unos instantes, nadie dijo nada.

—Yo también lo he oído —dijo Sheila Heffernanen voz baja, al cabo de un rato.

Eilis bajó la vista al plato.

—Bueno, puede que no nos gusten, pero loshombres negros lucharon en la guerra de ultramar,¿no es así? —dijo la señora Kehoe—. Y murieronigual que nuestros hombres. Siempre lo digo. Anadie le importó su color cuando los necesitaron.

—Pero a mí no me gustaría... —empezó la señoritaMcAdam.

—Ya sabemos lo que no te gustaría —lainterrumpió la señora Kehoe.

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—No me gustaría tener que atenderlos en unatienda —insistió la señorita McAdam.

—Dios, a mí tampoco —dijo Patty.

—Y su dinero, ¿no te gustaría? —preguntó laseñora Kehoe.

—Son muy amables —dijo Eilis—. Y algunasllevan ropa muy bonita.

—¿Así que es verdad? —inquirió SheilaHeffernan—. Pensaba que era una broma. Bueno,pues ya está. Pasaré por delante de Bartocci’s, deacuerdo, pero por la otra acera.

De repente, Eilis se sintió valiente.

—Se lo diré al señor Bartocci. Se llevará un grandisgusto, Sheila. Tú y tu amiga sois famosas porvuestro estilo, especialmente por las carreras enlas medias y las viejas y emperifolladas rebecasque lleváis.

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—Ya está bien —dijo la señora Kehoe—. Megustaría acabar de cenar en paz.

Se hizo un silencio. Patty dejó de reírse acarcajadas, y Sheila ya se había ido de la cocina,pero la señorita McAdam, muy pálida, se quedómirando fijamente a Eilis.

Eilis no vio diferencia alguna entre Manhattan yBrooklyn cuando fue allí el jueves siguiente por latarde, salvo que el frío, al salir del metro, parecíamás lacerante y seco, y el viento más intenso. Noestaba segura de qué había esperado exactamente,pero desde luego glamour, tiendas mássofisticadas y gente mejor vestida, y la impresiónde que las cosas no estaban tan desvencijadas nieran tan deprimentes como a veces le parecían enBrooklyn.

Le hacía ilusión escribir a su madre y a Rosesobre su primera visita a Manhattan, pero ahora sedaba cuenta de que también les tendría que contar

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la llegada de clientes de color a Bartocci’s y a ladiscusión con sus compañeras de piso sobre esetema y no quería mencionarlo en una carta, paraevitar que se preocuparan o que pensaran que noera capaz de cuidar de sí misma. Tampoco queríaescribirles cartas que pudieran deprimirlas. Asíque mientras caminaba por una calle que parecíainterminable, con tiendas lóbregas y gente deaspecto pobre, advirtió que aquello no le serviríacomo novedad que contar en la siguiente carta, ano ser, pensó, que bromeara sobre ello y leshiciera creer que, a pesar de todo lo que habíaoído, Manhattan no era mejor que Brooklyn, y ellano se perdía nada por no vivir allí y no tenerprevisto volver.

Encontró la tienda con facilidad y, al entrar, sequedó maravillada por la cantidad de libros dederecho que había y el tamaño y peso de algunosde ellos. Se preguntó si en Irlanda había tantaslibrerías especializadas en derecho y si losabogados de Enniscorthy se habían sumergido enlibros como aquellos cuando eran estudiantes.

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Sabía que sería un buen tema sobre el que escribira Rose porque jugaba al golf con la esposa de unabogado.

Primero deambuló por la tienda, leyendo lostítulos de las estanterías, y reparó en que algunosde los libros eran viejos, y quizá de segunda mano.No le costó imaginarse allí al señor Rosenblum,hojeando libros, con uno o dos grandes ejemplaresabiertos ante él, o subido a la escalera para llegara los estantes más altos. Eilis habló de él variasveces en sus cartas, y Rose le había escrito parapreguntar si estaba casado. No había sido fácilexplicarle que le veía tan imbuido deconocimientos, tan sumergido en los detalles de laasignatura y sus entresijos, y tan serio, que leresultaba imposible imaginárselo con esposa ehijos. En su carta, Rose había vuelto a decirle quesi tenía algo personal que comentar, algo que noquería que su madre supiera, podía escribirle a laoficina y le aseguraba que nadie leería la carta.

Eilis sonrió para sus adentros al pensar que todo

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lo que tenía que contar era su primer baile y que sehabía sentido libre de contárselo a su madre,aunque mencionándolo solo de pasada y a modo debroma. No tenía nada personal que confiarle aRose.

Al rato de merodear entre los volúmenes supo queno tenía esperanza alguna de encontrar los treslibros que buscaba, de manera que cuando se leacercó un hombre mayor desde el mostrador, selimitó a darle la lista y a decirle que aquellos eranlos libros que quería. El hombre, que llevaba unasgafas de cristales gruesos, tuvo que levantarlahasta la altura de los ojos para leerla. Le echó unamirada de reojo.

—¿Es su letra?

—No, la de mi profesor. Me ha recomendadoestos libros.

—¿Estudia derecho?

—No. Pero es solo una asignatura.

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—¿Cómo se llama su profesor?

—Señor Rosenblum.

—¿Joshua Rosenblum?

—No sé su nombre de pila.

—¿Qué está estudiando?

—Voy a clases nocturnas en el Brooklyn College.

—Es Joshua Rosenblum. Conozco su letra.

Escudriñó de nuevo la hoja de papel y los títulos.

—Es un hombre inteligente —dijo.

—Sí, es muy bueno —contestó ella.

—Se lo imagina... —empezó el hombre, perovolvió hacia el mostrador antes de acabar la frase.Estaba agitado. Eilis le siguió lentamente.

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—Entonces, ¿quiere estos libros? —dijo él, casicon agresividad.

—Sí.

—¿Joshua Rosenblum? —preguntó el hombre—.¿Puede imaginarse un país donde quisieranmatarlo?

Eilis retrocedió, pero no contestó.

—Y bien, ¿se lo imagina?

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella.

—Los alemanes mataron a toda su familia, a todos,pero a él lo sacamos, al menos hicimos eso,sacamos a Joshua Rosenblum.

—¿Quiere decir durante la guerra?

El hombre no contestó. Recorrió la tienda yencontró una pequeña escalerilla a la que se subiópara coger un libro. Al bajar se volvió hacia ella

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airado.

—¿Puede imaginar un país que hiciera eso?Tendrían que borrarlo de la faz de la tierra.

El hombre la miró con amargura.

—¿En la guerra? —preguntó ella de nuevo.

—En el Holocausto, en el churben.

—Pero ¿fue durante la guerra?

—Sí, durante la guerra —replicó el hombre, conuna expresión en su rostro repentinamente amable.

Buscó los otros dos libros con una mirada deresignación, casi de obstinación; al volver almostrador y preparar la factura, su aspecto eradistante y severo. Eilis no le hizo ninguna preguntaal darle el dinero. Él envolvió los libros y le diola vuelta. Eilis tuvo la sensación de que él deseabaque se fuera de la tienda, y que no podía hacernada para que el hombre le dijera algo más.

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A Eilis le encantó desenvolver los libros yponerlos en la mesa junto a los apuntes y los librosde gestión contable y contabilidad. Al abrir elprimero y hojearlo, enseguida lo encontró difícil, yle preocupó no haber comprado un diccionariopara consultar las palabras complicadas. Estuvoleyendo la introducción hasta la hora de cenar,pero al llegar al final no tenía una idea más clarade lo que era la «jurisprudencia» que semencionaba al principio.

Aquella noche, en la cena, al advertir que laseñorita McAdam y Sheila Heffernan seguían sindirigirle la palabra, pensó en preguntar a Patty yDiana si podía ir al baile con ellas la nochesiguiente o quedar antes en algún sitio. Eraconsciente de que no le apetecía ir, pero sabía queel padre Flood la echaría en falta y, dado que seríala segunda semana que faltaba, preguntaría porella. Aquella noche había otra chica cenando,Dolores Grace, que ocupaba la antigua habitaciónde Eilis. Era pelirroja y pecosa y procedía de

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Cavan, según salió a relucir, pero permaneciócallada la mayor parte del tiempo y daba laimpresión de que la incomodaba estar con ellas ala mesa. Eilis se enteró de que era su tercera nochey no la había visto las noches anteriores porqueestaba en clase.

Después de cenar, cuando se disponía acomprobar si comprendía mejor los otros librosque había comprado, llamaron a la puerta de suhabitación. Era Diana, acompañada de la señoritaMcAdam, y le pareció extraño verlas a las dosjuntas. Se quedó junto a la puerta, sin invitarlas aentrar.

—Tenemos que hablar contigo —susurró Diana.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Eilis, casi conimpaciencia.

—Es por esa Dolores —intervino la señoritaMcAdam—. Es una criada.

Diana se echó a reír y tuvo que taparse la boca con

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la mano.

—Limpia casas —dijo la señorita McAdam—.Hace la limpieza en casa de la señora Kehoe parapagar parte del alquiler. Y no queremos que sesiente a la mesa con nosotras.

Diana dejó escapar una especie de risita chillona.

—Es horrible. ¡Es de lo peor!

—¿Qué queréis que haga? —preguntó Eilis.

—Niégate a comer con ella cuando lo hagamosnosotras. A ti la señora Kehoe te escucha —dijo laseñorita McAdam.

—¿Y dónde queréis que coma?

—Lo que es por mí, en la calle —replicó laseñorita McAdam.

—No la queremos —dijo Diana—. Si se supiera...

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—... que en esta casa vive gente como ella... —continuó la señorita McAdam.

Eilis sintió el fuerte impulso de cerrarles la puertaen las narices y volver a sus libros.

—Solo queremos que lo sepas —dijo Diana.

—Es una criada de Cavan —dijo la señoritaMcAdam, y Diana se echó a reír de nuevo—. Nosé qué te hace tanta gracia —añadió, volviéndosehacia ella.

—Oh, Dios. Lo siento. Es que es horrible. Ningúntipo decente querrá saber nada de nosotras.

Eilis las miró como si fueran unas clientasfastidiosas en Bartocci’s, y ella, la señoritaFortini. Ambas trabajaban en una oficina, por loque se preguntó si a su llegada también habíanhablado así de ella porque trabajaba en una tienda.Cerró la puerta en sus narices con firmeza.

A la mañana siguiente, salió a la calle

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directamente desde el sótano, la señora Kehoe diounos golpecitos en la ventana. Con gestos le indicóque esperara y al verla salir apareció en la puertaprincipal.

—Me preguntaba si podrías hacerme un favorespecial —le dijo.

—Desde luego, señora Kehoe —replicó Eilis. Eralo que su madre le había enseñado que debía decircuando alguien le pedía un favor.

—¿Podrías llevar a Dolores al baile de laparroquia esta noche? Se muere de ganas de ir.

Eilis vaciló. Deseó haber previsto que se lopediría para tener preparada una respuesta.

—De acuerdo —se descubrió diciendo.

—Bien, fantástico. Le diré que se arregle para lanoche —dijo la señora Kehoe.

Eilis deseó que se le ocurriera pronto una excusa,

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alguna razón para no ir, pero la semana anteriorhabía pretextado un resfriado y sabía que algún díatendría que ir, aunque solo fuera un rato.

—No sé cuánto tiempo me quedaré —dijo.

—No hay problema —replicó la señora Kehoe—.Tampoco ella querrá quedarse mucho rato.

Más tarde, al volver del trabajo, cuando Eilis ibaal piso de arriba se encontró a Dolores Grace solaen la cocina, limpiando, y quedó con ella en quepasaría a buscarla a las diez.

Durante la cena no se habló del baile de laparroquia; por el ambiente y por la forma en que laseñorita McAdam fruncía los labios y parecíaabiertamente irritada cada vez que la señoraKehoe hablaba, y por el hecho de que Dolores nopronunció palabra en toda la cena, Eilis supusoque había salido algo a relucir. Tambiéncomprendió, por la forma en que la señoritaMcAdam y Diana evitaban su mirada, que sabían

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que Dolores iría al baile con ella. Esperó que nocreyeran que ella se había ofrecido y se preguntósi podría hacerles saber que se había vistoobligada a hacerlo.

A las diez subió a buscar a Dolores, y su aspectola sobresaltó. Llevaba una chaqueta de cuerobarata, de estilo masculino, una blusa blanca convolantes, una falda también blanca y medias casinegras. El rojo del pintalabios resultaba chillón,comparado con su pecoso rostro y su vistosocabello. Parecía la esposa de un tratante decaballos de Enniscorthy en día de feria. Eilis casihuyó al sótano al verla, pero se contuvo y sonriómientras Dolores le decía que tenía que subir acoger el abrigo de invierno y el sombrero. Eilis nosabía cómo se comportaría en el baile, con laseñorita McAdam y Sheila Heffernan evitándola,por un lado, y Patty y Diana llegando con todos susamigos, por otro.

—¿Hay tipos que están bien ahí? —preguntóDolores mientras salían a la calle.

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—No tengo ni idea —replicó Eilis con frialdad—.Solo voy porque lo organiza el padre Flood.

—Oh, Dios, ¿y se pasa ahí toda la noche? Serácomo si estuviera en casa.

Eilis no contestó e intentó caminar con dignidad,como si fuera con Rose a misa de siete a lacatedral de Enniscorthy. Cada vez que Dolores lepreguntaba algo, contestaba en voz baja yescuetamente. Lo mejor, pensó, habría sidocaminar en silencio hasta la parroquia, pero nopodía ignorarla por completo; sin embargo, aldetenerse a la espera de que cambiara el semáforo,descubrió que apretaba los puños de purairritación cada vez que su compañera abría laboca.

Eilis había imaginado que, en la sala, la señoritaMcAdam y Sheila Heffernan se sentarían lejos deellas, después de dejar los abrigos en elguardarropa, y que buscarían un lugar paraobservar a los bailarines. Pero ocurrió todo lo

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contrario, sus dos compañeras de alojamiento sesituaron cerca de ellas, precisamente para dejarbien claro que no tenían intención de hablar nirelacionarse con ellas en absoluto. Eilis observóque Dolores paseaba rápidamente la vista por ellocal, frunciendo el ceño con atención.

—Dios, aquí no hay nadie —dijo.

Eilis miró hacia delante, simulando que no lahabía oído.

—Me encantaría conocer a un tío, ¿a ti no? —preguntó Dolores, dándole un codazo—. Mepregunto cómo serán los tíos norteamericanos.

Eilis la miró inexpresiva.

—Yo diría que son diferentes —añadió Dolores.

Eilis respondió apartándose de ella ligeramente.

—Son unas zorras horribles, las otras —prosiguióDolores—. Eso es lo que ha dicho la jefa. Zorras.

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La única que no es una zorra eres tú.

Eilis dirigió la mirada hacia la banda y despuéshacia la señorita McAdam y Sheila Heffernan. Laseñorita McAdam sostuvo su mirada y sonrió conaire de superioridad y desdén.

Patty y Diana llegaron con un grupo aún mayor queen la ocasión anterior. Todo el mundo pareciófijarse en ellos. Patty llevaba el cabello peinadohacia atrás y recogido en un moño, y un perfil deojos muy grueso. Le daba un aspecto muy severo yradical. Eilis se dio cuenta de que Diana fingía noverla. La llegada de aquel grupo fue como unaseñal para los músicos, que hasta ese momentohabían tocado viejos valses con un piano y un parde contrabajos, empezaran a tocar unas melodíasque Eilis sabía por las chicas del trabajo que sellamaban swing y estaban muy de moda. Alcambiar la música, parte del grupo de Patty yDiana empezó a aplaudir y a lanzar vítores, y,cuando la mirada de Eilis se cruzó con la de Patty,esta le hizo una seña para que se acercara. Fue un

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gesto casi imperceptible pero inconfundible yPatty siguió mirando hacia ella casi conimpaciencia. De repente, Eilis decidió levantarsey acercarse al grupo, sonriéndoles a todos conconfianza como si fueran viejos amigos. Mantuvola espalda erguida e intentó parecercompletamente dueña de sí misma.

—Me alegro mucho de verte —le dijo en voz bajaa Patty.

—Me parece que sé a qué te refieres —replicóPatty.

Cuando Patty le propuso que fueran al baño, Eilisasintió y la siguió.

—No sé qué hacías sentada ahí —dijo Patty—,pero desde luego no parecías feliz.

Se ofreció a enseñarle cómo ponerse el perfiladornegro y la sombra de ojos, y estuvieron un ratofrente al espejo, ignorando a las mujeres queentraban y salían. Con algunas horquillas que

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llevaba en el bolso, le peinó el cabello haciaarriba.

—Ahora pareces una bailarina clásica —dijo.

—No, no lo parezco —replicó Eilis.

—Bueno, al menos ya no da la impresión de quellegas de ordeñar vacas.

—¿Tenía ese aspecto?

—Solo un poco. Vacas limpias y bonitas —dijoPatty.

Cuando finalmente regresaron, la sala estabaabarrotada y la música era rápida y ruidosa, yhabía muchas parejas bailando. Eilis estuvopendiente de adónde miraba y hacia dónde iba. Nosabía si Dolores se había quedado sentada dondela había dejado. No tenía intención de volver allíni de que sus miradas se cruzaran. Se quedó conPatty y sus amigos, entre ellos un joven con el pelomuy engominado y acento americano que intentó

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explicarle los pasos de baile entre el ruido de lamúsica. El joven no la invitó a bailar, parecíapreferir quedarse con el grupo; miraba a susamigos de vez en cuando mientras le enseñaba lospasos y cómo moverse al ritmo de las melodíasdel swing, cuya rapidez iba en aumento a medidaque el público respondía.

Eilis empezó a notar que un joven la miraba.Sonreía con calidez, regocijado ante sus esfuerzospor aprender los pasos de baile. No era muchomás alto que ella, pero parecía fuerte y tenía elcabello rubio y los ojos azules. Se balanceaba alritmo de la música y parecía encontrar divertido loque ocurría. Estaba solo, y cuando Eilis se volvióun momento y sus miradas se cruzaron, lesorprendió la expresión de su rostro, que enabsoluto denotaba vergüenza por el hecho deseguir mirándola. Eilis estaba segura de que noformaba parte del grupo de Patty y Diana; su ropaera demasiado corriente y no vestía con elegancia.El ritmo de la música se intensificó todavía más,todo el mundo empezó a lanzar vítores y el hombre

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que había intentado enseñarle los pasos de baile ledijo algo, pero ella no lo entendió. Al volversehacia él, comprendió que le estaba diciendo quebailarían juntos más tarde, cuando el ritmo nofuera tan rápido. Ella asintió y sonrió, y se dirigióhacia Patty, que seguía rodeada de amigos.

Cuando cesó la música algunas parejas sesepararon, otras fueron a la barra a tomar unrefresco y unas pocas se quedaron en la pista debaile. Eilis vio que el hombre que le habíaenseñado los pasos se disponía a bailar con Patty,y se le ocurrió que esta le habría pedido que leprestara atención, a lo que él habría accedido solopor amabilidad. Cuando Diana pasó rozándola,dejando claro que no le dirigía la palabra, el jovenque la había mirado se acercó.

—¿Estás con ese chico que te estaba enseñandolos pasos? —le preguntó. Eilis se fijó en su acentoamericano y en la blancura de sus dientes.

—No —contestó.

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—Entonces, ¿puedo bailar contigo?

—No estoy segura de saberme los pasos.

—Nadie se los sabe. El truco está en fingir que telos sabes.

La música empezó a sonar de nuevo y ellos seunieron a los bailarines. Los ojos de suacompañante, pensó Eilis, eran demasiado grandespara su cara, pero cuando le sonrió parecía tanfeliz, que eso dejó de importarle. Bailaba bienpero sin ostentación y no intentó impresionarla nidemostrar que lo hacía mejor que ella, y eso legustó. Lo observó tan detenidamente como le fueposible porque estaba segura de que si dejabavagar la mirada por la sala encontraría a Doloresdonde la había dejado, esperando a que volviera.

Cuando acabó el primer baile y la música dejó desonar, él le dijo que se llamaba Tony y le preguntósi podía invitarla a un refresco. Eilis sabía que esosignificaba que tendría que bailar con él la

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siguiente pieza y, como era posible que Dolores yase hubiera ido a casa o hubiera encontrado alguiencon quien bailar, aceptó. Al pasar junto a Diana yPatty, vio que ambas miraban a Tony de arribaabajo con ojos escrutadores. Patty hizo un gestocomo dando a entender que no estaba a su altura.Diana se limitó a mirar hacia otro lado.

El siguiente baile era lento. A Eilis le preocupabaacercarse demasiado a él, aunque era difícil nohacerlo porque había muchas parejas en la pista.Por primera vez le prestó atención y notó quetambién él intentaba no acercarse demasiado, sepreguntó si estaba siendo considerado o si esosignificaba que no le gustaba demasiado. Al finaldel baile, pensó, le daría las gracias, iría al baño,recogería su abrigo y se iría a casa. Si Dolores sequejaba de ella a la señora Kehoe, le podría decirque no se había sentido bien y que había tenidoque volver a casa pronto.

Tony sabía moverse al ritmo de la música sinhacer el ridículo ni hacerla quedar a ella en

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ridículo. Al deslizarse por la pista al son de unamelancólica melodía al saxofón, se dio cuenta deque nadie les prestaba atención. Sintió el calor queemanaba de él, y cuando intentó decirle algo notóun sabor dulce en su aliento. Volvió a mirarle uninstante. Iba cuidadosamente afeitado y llevaba elpelo muy corto. Su piel parecía suave. Cuando élla pilló mirándolo, frunció los labios regocijado yeso hizo que sus ojos parecieran aún más grandes.Cuando sonaba la última canción, que para Eilisfue con diferencia la más romántica, él acercó sucuerpo al de ella. Lo hizo con tacto y lentitud; Eilissintió su presión y su fuerza contra ella quien, a suvez, se acercó a él, y ambos se envolvieronmutuamente durante los últimos minutos del baile.

Cuando se volvieron para aplaudir a la banda,Tony no buscó la mirada de Eilis sino que sequedó junto a ella, como si ya fuera algo inevitabley estuviera decidido que bailarían juntos lasiguiente pieza. Había demasiado ruido a sualrededor para oír qué le decía cuando se dirigió aella, pero parecía un comentario amistoso, por lo

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que Eilis respondió asintiendo y sonriendo. Élpareció contentó y eso le gustó. La música queempezó a sonar era aún más lenta y su melodía eramuy bella. Eilis cerró los ojos y dejó que él lerozara la mejilla con la suya. Apenas bailaban,solo se mecían al ritmo de la música, como hacíala mayoría de las parejas.

Eilis se preguntó quién era el joven con el queestaba bailando, de dónde era. No le parecíairlandés; era demasiado transparente y afable, y sumirada demasiado abierta. Pero no estaba segura.No tenía nada de la atildada pose de los amigos dePatty y Diana. También resultaba difícil imaginar aqué se dedicaba. Mientras se besuqueaban en lapista de baile, no sabía si algún día tendría laoportunidad de preguntárselo.

Al final del baile, el hombre que tocaba el saxofóncogió el micrófono y, con acento irlandés, explicóque la mejor parte de la noche estaba por llegar,que de hecho estaba a punto de empezar porqueiban a tocar algunas melodías gaélicas, como

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habían hecho las semanas anteriores. Pedían a losque conocían los pasos que salieran primero a lapista y, añadió entre vítores y silbidos, esperabaque no todos fueran de County Clare. Cuando dierala señal, dijo, todo el mundo podría unirse al bailey disfrutarían del todos contra todos de lassemanas anteriores.

—¿Eres de County Clare? —le preguntó suacompañante a Eilis.

—No.

—Te vi la primera semana, pero no te quedastehasta el final, así que te perdiste el todos contratodos, y la semana pasada no viniste.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te busqué y no te vi.

De repente, empezó a sonar una melodía; cuandoEilis miró al escenario, vio que la banda se habíatransformado. Los dos saxofonistas se habían

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convertido en un banjo y un acordeonista, y habíados violinistas y una mujer tocando un pianovertical. El batería era el mismo. Algunosbailarines se dirigieron al centro de la pista y seconvirtieron en el centro de atención al ejecutaruna serie de complejos pasos con una inmensaseguridad y velocidad. No tardaron en unírselesotros bailarines, igualmente diestros, al son de losvítores y las ovaciones del público. La músicaaceleró el ritmo, el acordeonista dirigía todos losinstrumentos y los danzarines taconeabanruidosamente el suelo de madera con los zapatos.

Cuando el acordeonista anunció que iban a tocar«The Siege of Ennis», salieron más danzarines a lapista y el baile ordenado empezó a transformarseen el todos contra todos que el hombre habíamencionado al principio. Tony propuso a Eilis quesalieran a la pista, y ella asintió rápidamente apesar de que no conocía los pasos. Habían doshileras colocadas una delante de la otra y unhombre les daba instrucciones desde un micrófono.Un bailarín de cada punta —un hombre y una

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mujer— fueron hacia el centro y giraron sobre sustalones antes de volver a su sitio. Después le llegóel turno al siguiente bailarín, y así siguieron hastaque pasaron todos por el centro. Acto seguido lasdos filas avanzaron hasta quedar cara a cara y,entonces, una de las hileras alzó los brazos al airey dejó pasar a la otra, que se encontró frente a unanueva fila de bailarines. A medida que la danzaavanzaba, los gritos, las risas y las instrucciones agritos se volvieron más ruidosas e intensas. Losbailarines dedicaban una enorme energía en losgiros, las vueltas en el centro y el taconeo dezapatos en el suelo. Cuando llegaron las últimasnotas y todo el mundo parecía conocer los pasosbásicos, Eilis vio que Tony estaba encantado y seesforzaba cuanto podía por seguir el paso, aunquetenía cuidado de no hacerlo mejor que ella. Tuvola impresión de que se contenía por ella.

En cuanto la música acabó, Tony le preguntódónde vivía; Eilis se lo dijo y él replicó que lecogía de camino a su casa. Había algo en él, algotan inocente, entusiasta y radiante, que Eilis casi

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rió al decir que sí, que podía acompañarla a casa.Quedaron en que se encontrarían fuera después derecoger su abrigo. Al llegar al guardarropa, semantuvo alerta por si veía a Dolores en la cola.

Fuera, hacía frío; caminaron lentamente por lascalles, apretados el uno contra el otro, sin apenashablar. Sin embargo, al acercarse a Clinton Street,él se detuvo, se volvió y la miró.

—Hay algo que debes saber —dijo—. No soyirlandés.

—No pareces irlandés —replicó Eilis.

—Me refiero a que no tengo nada de irlandés.

—¿Absolutamente nada? —rió ella.

—Ni una pizca.

—¿Pues de dónde eres?

—Soy de Brooklyn —dijo él—, pero mis padres

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son italianos.

—¿Y qué estabas haciendo...?

—Ya lo sé —la interrumpió él—. Había oídohablar del baile irlandés y se me ocurrió pasarmepara ver qué tal era y me gustó.

—¿Los italianos no organizan bailes?

—Sabía que me lo ibas a preguntar.

—Estoy segura de que son fantásticos.

—Podría llevarte una noche, pero te lo advierto:se comportan como italianos toda la noche.

—¿Y eso es bueno o malo?

—No lo sé. Bueno, seguro que es malo, porque sihubiera ido a un baile italiano ahora no teacompañaría a casa.

Siguieron caminando en silencio hasta que

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llegaron a casa de la señora Kehoe.

—¿Puedo pasar a buscarte la próxima semana? Talvez podríamos ir a comer algo antes.

Eilis se dio cuenta de que esa invitaciónsignificaba que podría ir al baile sin tener queestar pendiente de los sentimientos de ninguna desus compañeras de piso. Incluso ante la señoraKehoe, pensó, le serviría de excusa para no tenerque acompañar a Dolores.

Entrada la semana, al salir de Bartocci’s paradirigirse a Brooklyn College, reparó en que sehabía olvidado de lo que más había deseado hastaentonces. Por momentos creía que lo que realmentele apetecía era pensar en su casa, dejar que lasimágenes de su hogar vagaran libremente por sumente, pero en ese momento se dio cuenta,sobresaltada, de que ya no, lo único que ahora laemocionaba era la llegada del viernes por la nochey que la fuera a recoger un hombre que había

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conocido e ir al baile de la parroquia con él,sabiendo que después la acompañaría a casa.Había mantenido apartado de su mente el recuerdode su casa, y solo lo dejaba entrar cuando escribíao recibía cartas, o cuando se despertaba de unsueño en el que aparecían su madre o su padre, oRose o las habitaciones de su casa en FriaryStreet, o las calles de la ciudad. Le parecióextraño que la mera sensación de saborear elfuturo inmediato la hubiera remitido a la idea delhogar.

El hecho de haber dejado plantada a Dolores, cosaque Patty había presenciado y explicado a lasdemás antes de desayunar el sábado por lamañana, significaba que todas volvían a hablarle,incluida la propia Dolores, que consideraba elplantón sumamente razonable, puesto que elresultado había sido que Eilis conociera a unhombre. A cambio, Dolores solo quería sabercosas del novio, su nombre, por ejemplo, a qué sededicaba, y cuándo tenía previsto Eilis volver aquedar con él. Las demás compañeras de piso lo

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habían examinado atentamente; lo considerabanapuesto, dijeron, aunque la señorita McAdamhabría preferido que fuera más alto, y a Patty no lehabían gustado los zapatos. Suponían que erairlandés o de origen irlandés y suplicaron a Eilisque les contara cosas de él, qué le había dichopara que se decidiera a bailar con él una segundavez, si iría al baile el viernes siguiente y si habíaquedado.

El siguiente jueves por la noche, cuando Eilissubió a hacerse un té, se encontró a la señoraKehoe en la cocina.

—Hay mucha agitación en la casa en estosmomentos —dijo—. Esa Diana tiene una vozhorrible, Dios la ayude. Si vuelve a chillar, tendréque llamar al médico o al veterinario para que ledé algo que la calme.

—Están así por el baile —replicó Eilis consequedad.

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—Bien, le voy a pedir al padre Flood que dé unsermón sobre el mal de la agitación —dijo laseñora Kehoe—. Y tal vez sea necesario quemencione un par de cosas más.

La señora Kehoe salió de la cocina.

El viernes por la noche a las ocho y media Tonyllamó al timbre de la puerta principal y, antes deque Eilis tuviera tiempo de salir por la puerta delsótano y avisarle del peligro que se avecinaba, laseñora Kehoe ya había abierto la puerta. CuandoEilis llegó a la entrada principal, como Tony lecontó más tarde, la señora Kehoe ya le habíahecho varias preguntas, entre ellas su nombrecompleto, su dirección y su profesión.

—Así lo ha llamado —dijo—. «Mi profesión.»

Sonrió como si no le hubiera ocurrido nada tangracioso en su vida.

—¿Es tu mamá? —preguntó.

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—Ya te dije que mi mamá, como tú la llamas, estáen Irlanda.

—Sí que me lo dijiste, pero esa mujer actuabacomo si le pertenecieras.

—Es la señora de la casa.

—Es una señora, de acuerdo. Una señora que hacemuchas preguntas.

—Y, por cierto, ¿cuál es tu nombre completo?

—¿Quieres saber el que le he dicho a tu mamá?

—No es mi mamá.

—¿Quieres saber mi verdadero nombre?

—Sí, quiero saber tu verdadero nombre.

—Mi nombre completo es Antonio GiuseppeFiorello.

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—¿Y qué nombre le has dado a mi casera?

—Le he dicho que me llamo Tony McGrath.Porque en mi trabajo hay un tipo que se llamaBillo McGrath.

—Oh, por el amor de Dios. ¿Y qué profesión lehas dicho que tenías?

—¿La verdadera?

—Si no me contestas como es debido...

—Le he dicho que soy fontanero, porque eso es loque soy.

—¿Tony?

—¿Sí?

—En el futuro, si te permito venir a recogermeotra vez, irás sin hacer ruido a la puerta delsótano.

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—¿Sin decirle nada a nadie?

—Exacto.

—Me parece bien.

Tony la llevó a una cafetería, donde cenaron, ydespués fueron caminando a la sala parroquial.Eilis le habló de sus compañeras de piso y de sutrabajo en Bartocci’s. Él, a su vez, le contó que erael mayor de cuatro hermanos y que todavía vivíacon sus padres en Bensonhurst.

—Y mamá me ha hecho prometer que no me reiríademasiado ni haría bromas —dijo—. Dice que laschicas irlandesas no son como las italianas. Sonserias.

—¿Le has contado a tu madre que habías quedadoconmigo?

—No, pero mi hermano se lo ha imaginado y se loha dicho. Aunque creo que todos se lo imaginaban.Creo que sonreía demasiado. Y he tenido que

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decirles que era una chica irlandesa, por si creíanque era de alguna familia que conocían.

Eilis no lo entendió. Al acabar la noche, decamino a casa, solo sabía que le gustaba bailarpegada a él y que era un chico divertido. Pero nole habría sorprendido que todo lo que le habíadicho fuera mentira, y una de las bromas que tantole gustaban, o de hecho, como decidió los díassiguientes al repasar lo que había dicho que hacíasin cesar.

En la casa se hablaba mucho de su novio elfontanero. Cuando la señora Kehoe salió de lacocina y Patty y Diana empezaron a preguntarsepor qué ninguno de sus amigos lo había visto antes,Eilis les dijo que Tony era italiano, no irlandés.Había puesto mucho empeño en no presentárselo aninguna de ellas en el baile y ahora, iniciada laconversación, lamentó haberlo mencionadosiquiera.

—Espero que ahora el baile de la parroquia no se

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llene de italianos —dijo la señorita McAdam.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Eilis.

—Ahora ya saben que lo tienen fácil.

Las demás se quedaron calladas unos instantes.Era viernes por la noche y habían acabado decenar; Eilis deseó que la señora Kehoe, que sehabía marchado poco antes, volviera.

—¿Y qué es lo que tienen fácil? —preguntó.

—Esto es lo único que tienen que hacer, por lovisto. —La señorita McAdam chasqueó los dedos—. No necesito decir más.

—Creo que tenemos que ir con mucho cuidado conlos hombres que van al baile y no conocemos —dijo Sheila Heffernan.

—Tal vez si nos quitáramos de encima a algunasque siempre se quedan comiendo pavo, Sheila —dijo Eilis—, con esa agria mirada en el rostro.

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Diana empezó a chillar de risa al tiempo queSheila Heffernan salía a toda prisa de la cocina.

De repente, la señora Kehoe volvió a la cocina.

—Diana, si te oigo chillar otra vez, llamaré a losbomberos para que te echen agua encima. ¿Alguienle ha dicho una grosería a la señorita Heffernan?

—Estábamos aconsejando a Eilis, nada más —dijo la señorita McAdam—. Le decíamos quetuviera cuidado con los extraños.

—Bien, creo que el chico que vino a buscarla esmuy agradable —dijo la señora Kehoe—. Y quetiene unos agradables modales irlandeseschapados a la antigua. Ya se han acabado loscomentarios sobre él en esta casa. ¿Me oye,señorita McAdam?

—Solo estaba diciendo...

—Solo estaba metiéndose en asuntos que no leincumben, señorita McAdam. Es un rasgo que he

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observado en los irlandeses del norte.

Diana volvió a lanzar una carcajada y se tapó laboca con la mano, simulando avergonzarse.

—Se han acabado las charlas sobre hombres enesta mesa —dijo la señora Kehoe— salvo paradecirte, Diana, que el hombre que te elija estarámás que entretenido contigo. Los duros golpes queda la vida acabarán poniendo un final triste a esasonrisa de satisfacción en tu cara.

Una a una, fueron saliendo disimuladamente de lacocina, dejando a la señora Kehoe sola conDolores.

Tony le preguntó si querría ir al cine con él entresemana, por la noche. En todo lo que le habíacontado, Eilis no había incluido el hecho de queestudiaba en el Brooklyn College. Él no le habíapreguntado qué hacía por las noches y ella lo habíaguardado para sí misma casi deliberadamente,

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como una forma de mantener la distancia. Legustaba que fuera a recogerla a casa de la señoraKehoe los viernes por la noche, y le hacía ilusiónsu compañía, sobre todo en la cafetería, antes delbaile. Tony era alegre y divertido cuando hablabade béisbol, de sus hermanos, de su trabajo y suvida en Brooklyn. Había aprendido rápidamentelos nombres de sus compañeras de piso y de susjefes del trabajo, y se las arreglaba para referirsea ellos con regularidad de una forma que la hacíareír.

—¿Por qué no me habías hablado de las clases?—le preguntó él en la cafetería, antes del baile.

—No me lo habías preguntado.

—Yo no tengo nada más que contarte. —Tony seencogió de hombros, simulando que se sentíadeprimido.

—¿Ningún secreto?

—Podría inventarme algunos, pero no te

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parecerían convincentes.

—La señora Kehoe cree que eres irlandés. Y porlo que sé, podrías ser de Tipperary y estarfingiendo lo demás. ¿Cómo es que te conocí en unbaile irlandés?

—Vale. Sí que tengo un secreto.

—Lo sabía. Eres de Bray.

—¿Qué? ¿Dónde está eso?

—¿Cuál es tu secreto?

—¿Quieres saber por qué fui a un baile irlandés?

—De acuerdo. Lo preguntaré: ¿por qué fuiste a unbaile irlandés?

—Porque me gustan las chicas irlandesas.

—¿Cualquier chica?

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—No, me gustas tú.

—Sí, pero ¿y si no hubiera estado allí? ¿Habríaselegido a otra?

—No, si no hubieras estado allí, habría vuelto acasa muy triste y cabizbajo.

Eilis le contó que había sentido nostalgia y que elpadre Flood la había inscrito en el curso para quese mantuviera ocupada, y que ahora estudiar por lanoche la hacía feliz, o más feliz de lo que se habíasentido hasta entonces desde que había dejadoIrlanda.

—¿Yo no te hago sentir feliz? —Tony la miró,serio.

—Sí, sí que me haces sentir feliz —replicó ella.

Antes de que Tony pudiera hacerle más preguntas,pensó, que pudieran llevarla a decir que no loconocía lo suficientemente bien para decir máscosas de él, empezó a hablarle de sus clases, de

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los demás estudiantes, de la contabilidad y lagestión de cuentas y del señor Rosenblum, elprofesor de derecho. Él frunció el entrecejo ypareció preocupado cuando le explicó lo difícilesy complicadas que eran las clases. Después,cuando le contó lo que le había dicho el librero eldía que había ido a Manhattan a comprar los librosde derecho, se quedó en silencio. Cuando llegó elcafé siguió sin decir palabra y se limitó a removerel azúcar, moviendo la cabeza con tristeza. Eilisno le había visto nunca así y se descubrióestudiando atentamente su rostro bajo esa luz,preguntándose cuánto tardaría en volver a ser élmismo y a sonreír y reír de nuevo. Pero al pedir lacuenta seguía serio y no dijo nada al salir delrestaurante.

Más tarde, cuando empezaron a tocar música lentay estaban bailando muy cerca el uno del otro, Eilislevantó la vista y vio su mirada. La expresión desu rostro seguía siendo seria, parecía menoscómico e infantil. Y cuando le sonrió, no tuvo laimpresión de que fuera una broma o una forma de

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divertirse. Era una sonrisa cálida, sincera, queindicaba que era una persona estable, casi maduray que, le pasara lo que le pasase en aquelmomento, iba en serio. Ella le devolvió la sonrisay después bajó la vista y cerró los ojos. Estabaasustada.

Aquella noche quedaron en que él iría a buscarlael jueves a la escuela y la acompañaría a casa. Ynada más, prometió él. No quería, dijo, distraerlade sus estudios. La semana siguiente, cuando lepreguntó si quería ir al cine el sábado, Eilisaceptó, pues todas sus compañeras de piso salvoDolores, y algunas de las chicas del trabajo, iban air a ver Cantando bajo la lluvia, que acababan deestrenar. Incluso la señora Kehoe dijo que teníaintención de ir a ver la película con dos de susamigas, de modo que se convirtió en un tema deconversación en la mesa de la cocina.

Pronto adquirieron un hábito. Cada jueves, Tony laesperaba a la entrada de la escuela o,discretamente, en el vestíbulo, si llovía, y la

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acompañaba a casa en el tranvía. Siempre estabaalegre, le contaba cosas sobre la gente para la quehabía trabajado desde la última vez que se habíanvisto y las diferentes inflexiones de voz que teníansegún la edad o país de origen, cuando leexplicaban las averías que tenían. Algunos, dijo, leagradecían tanto sus servicios que le dabangenerosas propinas, a menudo excesivas; otros,incluso los que habían atascado los desagües consus propios desechos, le discutían la factura.Todos los administradores de fincas de Brooklyn,dijo, eran unos malvados, y cuando losadministradores italianos descubrían que éltambién era italiano, era aún peor. Los irlandeses,sentía tener que decírselo, eran mezquinos ytacaños en cualquier circunstancia.

—Son realmente malos. Son endiabladamentetacaños, esos irlandeses —decía, y le sonreía.

Cada sábado la llevaba al cine; a menudo cogíanel metro hasta Manhattan para ver una películarecién estrenada. La primera vez, al ponerse en la

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cola de Cantando bajo la lluvia, Eilis descubrióque temía el momento en que el cine se quedara aoscuras y empezara la película. Le gustaba bailarcon Tony, el modo en que se acercaban lentamenteel uno al otro en los bailes lentos, y le gustaba quela acompañara a casa, y cómo esperaban a estarcerca de casa de la señora Kehoe, pero nodemasiado, para que él la besara. Y que nunca, niuna sola vez, le hubiera hecho sentir que debíaapartarle la mano o alejarse de él. Ahora, sinembargo, con su primera película juntos, creía quealgo cambiaría entre ellos. Estuvo casi tentada demencionarlo mientras estaban en la cola, paraevitar situaciones desagradables una vez dentro, enla oscuridad. Quería decirle, con toda ladespreocupación posible, que prefería ver lapelícula a pasar dos horas acariciándose ybesándose en el cine.

Después de adquirir las entradas Tony comprópalomitas y, para sorpresa de Eilis, no la llevó ala parte de atrás del cine sino que le preguntódónde quería sentarse y pareció alegrarse de que

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escogiera asientos del centro, desde donde veríanbien la película. Aunque al cabo de un rato le pasóel brazo por los hombros y le susurró un par deveces al oído, no hizo nada más. Después,mientras esperaban el metro, estaba de tan buenhumor y tan encantado con la película que Eilissintió una enorme ternura por él y se preguntó sialguna vez descubriría en él algo desagradable. Notardó en ver, a medida que fueron con másregularidad al cine, que las películas tristes o lasescenas duras podían sumirlo en el silencio y lamelancolía, encerrarlo en un abatido ensueño delque costaba hacerlo salir. Y si ella le contaba algotriste, su rostro cambiaba, dejaba de hacer bromasy quería hablar sobre lo que le había contado.Nunca había conocido a nadie como él.

Le contó a Rose lo de Tony y envió la carta a laoficina, pero no lo mencionó en las cartas a sumadre ni a sus hermanos. Intentó describirle Tonya su hermana, hablarle de lo considerado que era.Añadió que, como estaba estudiando, no teníatiempo para salir con sus amigos o visitar a su

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familia, a pesar de que él la había invitado acomer con sus padres y hermanos.

Cuando Rose contestó, le preguntó cómo se ganabala vida. Eilis lo había obviado deliberadamente ensu carta porque sabía que Rose desearía quesaliera con alguien que tuviera un trabajo en unaoficina, que trabajara en un banco o una agencia deseguros. En la carta siguiente, enterró en medio deun párrafo el dato de que era fontanero, pero eraconsciente de que Rose repararía en ello y loencasillaría.

Un viernes por la noche, al cabo de muy poco, alentrar en la sala parroquial, ambos de buen humorporque el lacerante frío se había suavizadomomentáneamente y Tony había hablado delverano y de que podían ir a Coney Island, lesrecibió el padre Flood, que también parecíaanimado. Pero había algo extraño, pensó Eilis, enel rato que les dedicó y en su insistencia en que setomaran un refresco con él, lo que le hizo suponerque Rose le había escrito y quería saber cómo era

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Tony.

Eilis se sintió casi orgullosa de la naturalidad delchico, sus buenos modales, la tranquilidad con querespondía al sacerdote, todo ello subrayado por suactitud de respeto, le dejó hablar y no dijo nadafuera de lugar. Rose, con toda seguridad, tenía unaidea en la cabeza sobre cómo era un fontanero y suforma de hablar. Lo debía de imaginar algo rudo ytorpe y debía de pensar que no sabía hablarcorrectamente. Decidió escribirle para decirle queno era así y que en Brooklyn no siempre era tanfácil adivinar el carácter de una persona por sutrabajo, como en Enniscorthy.

Observó que Tony y el padre Flood hablaban debéisbol, y que Tony, inmerso en su acaloradoentusiasmo por lo que estaba explicando, se habíaolvidado de que estaba hablando con un sacerdotey le interrumpía con una especie de jovialcordialidad y un apasionado desacuerdo respectoa un partido que ambos habían visto y un jugadordel que Tony dijo que jamás perdonaría. Durante

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un rato parecieron olvidar por completo que ellase encontraba allí y, cuando finalmente cayeron enla cuenta, acordaron que la llevarían a ver unpartido de béisbol en cuanto empezara latemporada, siempre y cuando ella les asegurarapreviamente que era una fan de los Dodgers.

Rose le escribió y comentó en su carta que elpadre Flood le había dicho que le gustaba Tony,que parecía muy respetable, decente y educado,pero que seguía preocupándole que en su primeraño en Brooklyn solo hubiera quedado con él ycon nadie más. Eilis ni siquiera le había contadoque se veía con él tres noches a la semana y que,debido a las clases, no tenía tiempo para nadamás. Nunca salía con sus compañeras de piso, porejemplo, lo que era un enorme alivio para ella.Pero como había visto todas las películas nuevas,siempre tenía algo de que hablar en la mesa.Cuando sus compañeras se habían acostumbrado ala idea de que salía con Tony, se abstuvieron dehacerle advertencias o aconsejarle. Tras leer la

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carta de Rose un par de veces, Eilis esperaba quesu hermana hiciera lo mismo. Ahora casilamentaba haber empezado a hablarle de Tony. Enlas cartas que escribía a su madre todavía no se lohabía mencionado.

De un modo casi imperceptible, algunas chicas seiban y eran sustituidas discretamente, hasta queella y unas pocas más pasaron a ser lasdependientas con más experiencia y de confianzade la planta. Dos o tres veces a la semanacompartía la pausa para comer con la señoritaFortini, a quien encontraba inteligente einteresante. Cuando le habló de Tony, la señoritaFortini suspiró y le dijo que ella también tenía unnovio italiano que solo le daba problemas y quesería aún peor cuando empezara la temporada debéisbol y no quisiera hacer otra cosa que bebercon sus amigos y hablar de los partidos sinmujeres a su alrededor. Cuando Eilis le dijo queTony la había invitado a ir a un partido con él, ellasuspiró y después rió.

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—Sí, a mí Giovanni también me invitó, pero solome dirigió la palabra durante el partido parapedirme que les llevara unos bocadillos a él y asus amigos. Y casi me arrancó la nariz de unmordisco cuando le pregunté si los querían conmostaza. Lo estaba desconcentrando.

Cuando Eilis le describió Tony a la señoritaFortini, esta se interesó mucho por él.

—Espera un momento. ¿No te lleva a beber consus amigos y te deja con las demás chicas?

—No.

—¿No está hablando continuamente de sí mismo,cuando no te cuenta lo fantástica que es su madre?

—No.

—Entonces agárralo bien, cariño. No hay doscomo él. Puede que en Irlanda sí, pero aquí no.

Ambas rieron.

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—Y bien, ¿qué es lo peor de él? —le preguntó laseñorita Fortini.

Eilis pensó unos instantes.

—Me gustaría que fuera cinco centímetros másalto.

—¿Algo más?

Eilis volvió a pensar.

—No.

Cuando dieron las fechas de los exámenes, Eilisllegó a un acuerdo con Bartocci’s y tuvo toda lasemana libre. Empezó a concentrarse en el estudio,de modo que las seis semanas anteriores a losexámenes dejó de ir al cine con Tony los sábadospor la noche; se quedaba en su habitaciónrepasando los apuntes y leyendo, no sin dificultad,los libros de derecho, intentando memorizar losnombres de los casos más importantes del derechomercantil y las implicaciones de los veredictos. A

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cambio le prometió a Tony que, en cuantoterminaran los exámenes, aceptaría su invitación eiría a conocer a sus padres y sus hermanos ycomería con ellos en el piso familiar de la calleSetenta y dos de Bensonhurst. Además, Tony ledijo que compraría entradas para los partidos delos Dodgers y que había planeado llevarla con sushermanos.

—¿Sabes lo que quiero realmente? —dijo—.Quiero que nuestros hijos sean seguidores de losDodgers.

Tony estaba tan complacido y emocionado ante laidea que, pensó Eilis, no se percató de que a ellase le había helado el rostro. Estaba ansiosa porestar sola, lejos de él, para reflexionar sobre loque le acababa de decir. Más tarde, tumbada en lacama y pensando en ello, se dio cuenta de queencajaba con todo lo demás; que últimamentehabía hecho planes para el verano y le habíahablado de que pasarían mucho tiempo juntos.También últimamente, después de besarla, había

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empezado a decirle que la quería, y ella sabía queesperaba una respuesta; una respuesta que aún nole había dado.

Ahora se daba cuenta de que él pensaba que iban acasarse y tener hijos, y que estos serían seguidoresde los Dodgers. Era tan ridículo, pensó, que nopodía contárselo a nadie; no a Rose, desde luego,y a la señorita Fortini probablemente tampoco.Eso no era algo que él hubiera empezado aimaginar de repente; habían estado viéndosedurante meses y ni una sola vez habían discutido otenido un malentendido, salvo que su propósito decasarse con ella fuera un enorme malentendido.

Tony era considerado, interesante y apuesto. Sabíaque ella le gustaba, no solo porque se lo habíadicho sino por su forma de reaccionar y deescucharla cuando hablaba. Todo iba bien y, unavez acabados los exámenes, tenían ante sí lailusión del largo verano. Algunas veces, en elsalón de baile o incluso en la calle, había visto aalgún hombre que de algún modo la atraía, pero

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nunca había sido más que un fugaz pensamientoque sólo había durado unos segundos. La idea devolver a sentarse junto a la pared con suscompañeras de piso la horrorizaba. Pero sabía quela mente de Tony iba más deprisa que la suya ytendría que aminorar su marcha, aunque no tenía niidea de cómo hacerlo sin mostrarse desagradablecon él.

El siguiente viernes por la noche, cuando volvíanabrazados a casa después del baile, Tony lesusurró de nuevo que la amaba. Ella no contestó,él empezó a besarla y después volvió a susurrarque la amaba. Sin previo aviso, Eilis se encontró así misma apartándose de él. Cuando Tony lepreguntó qué ocurría, ella no contestó. Que lehubiera dicho que la amaba y esperara unarespuesta la asustaba, no quería aceptar queaquella sería toda su vida, una vida lejos de suhogar. Al llegar a casa de la señora Kehoe trascaminar en silencio, le agradeció la noche casi conformalidad y, evitando su mirada, le dio las buenasnoches y entró.

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Eilis sabía que lo que había hecho estaba mal, queél sufriría hasta que volviera a verla el jueves. Sepreguntó si el sábado iría a verla, pero no se lodijo. No se le ocurría ninguna buena razón paraargumentar que quería verle menos. Quizá, pensó,debería decirle que no quería hablar de hijoscuando hacía tan poco que se conocían. Peroentonces quizá Tony le preguntara si no iba enserio con él y ella se viera forzada a contestar, adecir algo. Y si su respuesta no era alentadorapara él, Eilis lo sabía, podía perderle. No era unode aquellos a los que les divierte tener una noviaque no estaba segura de hasta qué punto él le gusta.Lo conocía lo suficiente para saberlo.

Cuando bajaba la escalera el jueves siguiente, alsalir de clase, lo vio sin ser vista, pues había ungrupo de estudiantes arremolinados en la puerta.Se detuvo unos instantes y pensó que todavía nosabía qué iba a decirle. Dio media vuelta y subiócautelosamente hasta el primer descansillo, desdedonde podría observarlo sin que él la viera. Sipudiera captar su esencia con claridad, pensó,

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cuando él no intentaba divertirla o impresionarla,quizá surgiría algo que la hiciera comprender, algoque la capacitara para tomar una decisión.

Descubrió un lugar estratégico desde el cual, salvoque él levantara directamente la vista hacia laizquierda, no podía verla. Era poco probable quemirara en aquella dirección, pensó, ya que parecíaabsorto en las idas y venidas de los estudiantes delvestíbulo. Al bajar la mirada, vio que no sonreía;aun así, parecía sentirse totalmente a gusto y llenode curiosidad. Había algo indefenso en él, allí depie se dio cuenta de que sus ganas de ser feliz, suentusiasmo, lo volvían extrañamente vulnerable.La palabra que le vino a la mente mientras loobservaba fue «fascinado». Le fascinaban lascosas, al igual que le fascinaba ella, y lo habíadejado claro desde el primer momento. Pero ahoraaquella fascinación parecía ir acompañada de unasombra, y, mientras seguía observándolo, Eilis sepreguntó si esa sombra no sería ella misma, con suincertidumbre y su distancia, y no otra cosa.Comprendió que Tony se mostraba tal como era;

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no había otra cara en él. De repente, sintió unescalofrío de miedo y se volvió, bajó las escalerashasta el vestíbulo y fue hacia él tan rápido comopudo.

Tony le habló de su trabajo, le contó una historiade dos hermanas judías que querían invitarlocomer y tenían preparada una espléndida comidapara él cuando acabara de reparar el calentador, apesar de que solo eran las tres de la tarde. Imitó suacento. Aunque hablaba como si no hubieraocurrido nada entre ellos el viernes anterior, Eilissabía que su charla rápida y divertida, historia trashistoria, mientras se dirigían a la parada deltranvía, era inusual para un jueves por la noche yque, en parte, era una forma de fingir que no habíahabido ningún problema ni lo había ahora.

Cuando estaban cerca de su calle, Eilis se volvióhacia él.

—Tengo que decirte algo.

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—Lo sé.

—¿Recuerdas que me dijiste que me querías?

Él asintió. Su rostro reflejaba tristeza.

—Bien, no sabía exactamente qué decir. Así quequizá debería decirte que he pensado en ti y megustas, me gusta que nos veamos, me preocupo porti y puede que también te quiera. Y la próxima vezque me digas que me amas, yo...

Eilis se detuvo.

—¿Tú qué?

—Yo también diré que te amo.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¡Por los clavos de Cristo! Perdona mivocabulario, pero creía que ibas a decirme que no

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querías volver a verme.

Eilis se quedó junto a él, mirándolo. Estabatemblando.

—No parece que sientas lo que dices —dijo él.

—Sí que lo siento.

—Bueno, ¿y por qué no sonríes?

Eilis vaciló y después sonrió débilmente.

—¿Puedo irme a casa ahora?

—No. Solo quiero ponerme a saltar. ¿Puedo?

—Con calma —dijo ella, riendo.

Él dio un salto agitando los brazos.

—Vamos a dejarlo claro —dijo, al volver junto aella—. ¿Me amas?

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—Sí. Pero no me preguntes nada más y nomenciones que quieres niños que sean seguidoresde los Dodgers.

—¿Qué? ¿Tú quieres hijos que sean fans de losYankees? ¿O de los Red Sox?

Estaba riendo.

—¿Tony?

—¿Qué?

—No me presiones.

Tony la besó y le susurró al oído, y cuandollegaron a casa de la señora Kehoe volvió abesarla hasta que ella tuvo que decirle que pararao acabaría formándose un corro de curiosos a sualrededor. Dado que la noche siguiente ella teníaque estudiar y no podría ir al baile, quedaron enque se verían y darían un paseo, aunque solo fuerauna vuelta a la manzana.

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Los exámenes fueron más fáciles de lo que Eilisesperaba, incluso las preguntas de la prueba dederecho fueron fáciles y no requirieron más queconocimientos básicos. Cuando terminaron sesintió aliviada, pero también supo que ya no habríaexcusas cuando Tony quisiera hacer planes. Él fijóuna fecha para que fuera a cenar a casa de suspadres. Eso la preocupó, pues creía que ya leshabía hablado demasiado de ella, y ahoracomprendía que no iba a presentarla como a unasimple amiga.

Ese día, al atardecer Tony pasó a recogerla conánimo tranquilo. Todavía brillaba el sol y el aireera cálido, los niños jugaban en la calle y losmayores estaban sentados en sus porches. Era algoinimaginable en invierno y Eilis caminaba livianay feliz.

—Tengo que hacerte una advertencia —dijo Tony—. Tengo un hermano pequeño que se llamaFrank. Muy espabilado para sus ocho años. Es

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buen chico, pero no ha dejado de parlotear sobretodo lo que le va a decir a mi novia cuando laconozca. Es un gran bocazas. He intentadosobornarle para que se vaya a jugar a la pelota consus amigos y mi padre le ha amenazado, pero diceque nadie va a pararlo. Cuando se haya explayado,te gustará.

—¿Qué va a decir?

—La cuestión es que no lo sabemos. Podría decircualquier cosa.

—Parece un chico muy interesante —dijo Eilis.

—Oh, sí, y hay algo más.

—No me lo digas. Tienes una vieja abuela que sesienta en una esquina y que también quiere deciralgo.

—No, la abuela está en Italia. El caso es que todosson italianos y tienen aspecto de italianos. Todosson muy morenos salvo yo.

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—Y tú ¿de dónde saliste?

—Mi abuelo materno era como yo, al menos esoes lo que dicen, pero yo nunca lo he visto, ni mipadre tampoco, y mi madre no lo recuerda porquemurió en la Primera Guerra Mundial.

—¿Tu padre cree que...? —Eilis empezó a reír.

—Es algo que saca de quicio a mi madre, pero mipadre no lo cree realmente, solo a veces, cuandohago algo raro, dice que debo de ser hijo de otrafamilia. Es una broma.

La familia de Tony vivía en el segundo piso de unedificio de tres plantas. A Eilis le sorprendió lojóvenes que eran sus padres. Cuando aparecieronsus tres hermanos vio, tal como él le había dicho,que todos tenían el pelo negro y los ojos de uncastaño muy oscuro. Los dos hermanos mayoreseran mucho más altos que Tony. Frank se presentóa sí mismo como el pequeño. Su cabello, pensóella, era sorprendentemente negro, al igual que sus

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ojos. A los otros dos se los presentaron comoLaurence y Maurice.

Eilis se dio cuenta enseguida de que no debíacomentar la diferencia entre Tony y el resto de sufamilia, pues imaginó que todos los que entrabanen el apartamento y los veían a todos juntos porprimera vez hacían numerosos comentarios alrespecto. Simuló que ni siquiera lo había notado.En un principio supuso que la cocina era laprimera estancia y que detrás estaban la sala y elcomedor, pero después se percató de que unapuerta llevaba a la habitación en la que dormíanlos chicos y otra al lavabo. No había máshabitaciones. Vio que la pequeña mesa de lacocina estaba preparada para siete. Imaginó quedetrás del dormitorio de los chicos estaba elcuarto en el que dormían los padres, pero encuanto empezó a hablar con Frank, le explicó quesus padres dormían en una esquina de la cocina, enla cama que le mostró, recostada contra la pared ydiscretamente oculta.

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—Frank, si no paras de hablar, te quedarás sincomer —dijo Tony.

Olía a comida y especias. Los dos hermanosmedianos la observaban estudiando con atención,en silencio, incómodos. Eilis pensó que parecíanestrellas de cine.

—Los irlandeses no nos caen bien —dijo depronto Frank.

—¡Frank! —Su madre, que estaba junto al horno,fue hacia él.

—No nos caen bien, mamá. Tenemos que dejarloclaro. Una banda enorme de irlandeses le dio unapaliza a Maurizio y tuvieron que ponerle puntos. Ylos policías también eran irlandeses, por eso nohicieron nada.

—Francesco, cierra la boca —dijo su madre.

—Pregúntaselo —le dijo Frank a Eilis, señalandoa Maurice.

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—No todos eran irlandeses —dijo Maurice.

—Eran pelirrojos y tenían las piernas gruesas —dijo Frank.

—No le hagas caso —dijo Maurice—. Soloalgunos lo eran.

El padre le dijo a Frank que lo acompañara a laentrada; cuando volvieron al poco rato, pararegocijo de sus hermanos, Frank estabaconvenientemente arrepentido.

El chico se sentó frente a Eilis y permaneció ensilencio mientras llevaban la comida a la mesa yservían el vino. A Eilis le dio pena y se dio cuentade lo mucho que se parecía a Tony en aquelmomento; la sensación de abatimiento parecíaafectarlo. El fin de semana anterior Diana le habíaenseñado a comer espaguetis correctamenteutilizando solo el tenedor, pero lo que sirvieron noera tan fino y resbaladizo como la pasta que sucompañera le había preparado. La salsa era

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simplemente roja, pero tenía una gama de saboresque no conocía. Era, pensó, casi dulce. Cada vezque la probaba tenía que detenerse y retenerla enla boca al tiempo que se preguntaba quéingredientes contendría. Se preguntó si los demás,tan acostumbrados a aquella comida, procurabanno mirarla con excesiva atención ni hacercomentarios sobre sus intentos de comer solo conel tenedor, como ellos.

La madre de Tony, que a veces hablaba con unfuerte acento italiano, le preguntó por losexámenes y si tenía intención de quedarse otro añoen la escuela. Eilis le dijo que era un curso de dosaños, y que cuando acabara tendría el título decontable, podría trabajar en una oficina y dejar laplanta de ventas. Mientras ella y la madre de Tonycharlaban sobre el tema, ninguno de los chicosabrió la boca ni levantó la vista del plato. Eilisintentó cruzar su mirada con la de Frank ysonreírle, pero él no le devolvió la sonrisa.Entonces miró a Tony, pero también él estabacabizbajo. Le dieron ganas de huir de aquella

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habitación y correr escaleras abajo hasta la calle,llegar al metro, después a su habitación y cerrar lapuerta al mundo.

El plato principal era un bistec cubierto de unafina capa de rebozado. Al probarlo supo quetambién había queso y jamón. No pudo identificarel tipo de carne. Y el rebozado en sí mismo era tancrujiente y aromático que, una vez más, alpaladearlo no supo decir con qué estaba hecho. Nohabía guarnición de patatas o verduras, pero comoDiana le había contado que aquello era normalentre los italianos, no se sorprendió. Le decía a lamadre de Tony lo delicioso que estaba,procurando no dar a entender también que eraextraño, cuando llamaron a la puerta. El padre deTony fue a abrir y volvió negando con la cabeza yriendo.

—Antonio, te necesitan. En el número dieciochotienen un desagüe atascado.

—Papá, es la hora de comer —replicó Tony.

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—Es la señora Bruno. Nos cae bien —dijo supadre.

—A mí no me cae bien —intervino Frank.

—Cierra la boca, Francesco —le dijo su padre.

Tony se levantó y apartó la silla.

—Llévate el mono de trabajo y las herramientas—dijo su madre. Pronunció las palabras con ciertadificultad.

—No tardaré —le dijo Tony a Eilis—. Y si a él sele ocurre decir algo, me informas.

Señaló a Frank, que se echó a reír.

—Tony es el fontanero de esta calle —dijoMaurice, y explicó que él era mecánico y lellamaban cuando había que reparar coches,camionetas o motos, y que Laurence pronto seríacarpintero titulado, así que cuando a la gente se lerompieran las sillas o las mesas, podrían llamarlo

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él.

—Pero Frankie, aquí presente, es el cerebro de lafamilia. Irá a la universidad.

—Solo si aprende a tener la boca cerrada —dijoLaurence.

—Los irlandeses que pegaron a Maurizio —dijoFrank como si no hubiera escuchado laconversación— se trasladaron a Long Island.

—Me alegro de que se fueran —replicó Eilis.

—Allí hay casas grandes y tienes tu propiahabitación y no duermes en el mismo cuarto quetus hermanos.

—¿Eso no te gustaría? —preguntó Eilis.

—No —contestó él—. O puede que solo de vez encuando.

Eilis se dio cuenta de que todos lo miraban cuando

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hablaba, y tuvo la sensación de que pensaban lomismo que ella, que Frank era el chico más guapoque había visto en su vida. Mientras esperaba aque Tony volviera, tuvo que contenerse para nomirarlo demasiado.

Decidieron tomar el postre en ausencia de Tony.Era una especie de bizcocho, pensó Eilis, rellenode crema y empapado en algún licor. Y, mientrasobservaba cómo el padre de Tony desenroscaba unpequeño aparato y lo llenaba con agua y unascucharadas de café, pensó que tendría mucho quecontarles a sus compañeras de piso. Las tazas eranpequeñas y el café espeso y amargo, a pesar de lacucharada de azúcar que le puso. Aunque no legustó intentó bebérselo, ya que los demás parecíanencontrarlo normal.

Poco a poco la conversación se volvió más fluida,pero aun así Eilis tenía la sensación de estarexpuesta y que escuchaban sus palabras con sumaatención. Cuando le preguntaron por su hogarintentó decir lo menos posible, pero después le

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preocupó que creyeran que tenía algo que ocultar.Observó que Frank la miraba fijamente cada vezque hablaba, absorbiéndolo todo como si tuvieraque memorizarlo. Al acabar de comer Tony nohabía vuelto todavía, y Laurence y Maurice dijeronque irían a rescatarlo de las garras de la señoraBruno y su hija. Los padres de Tony rechazaron elofrecimiento de Eilis de ayudarles a quitar lamesa. Ahora parecían incómodos por la ausenciade Tony.

—Creía que volvería enseguida —dijo la madre—. Debía de ser algo serio. Es difícil decir que noa la gente.

Cuando los padres de Tony se alejaron de la mesa,Frank hizo un gesto a Eilis para que se acercara.

—¿Ya te ha llevado a Coney Island? —le susurró.

—No —respondió ella en voz baja.

—Llevó allí a su última novia y subieron a lanoria, ella vomitó el perrito caliente y le echó la

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culpa a él. Después de aquel día ya no volvieron asalir. Tony estuvo un mes sin hablar.

—¿De verdad?

—Francesco, levántate y sal fuera —dijo su padre—. O ve a hacer los deberes. ¿Qué te estabadiciendo?

—Me estaba explicando que Coney Island es muyagradable en verano —dijo Eilis.

—Tiene razón, es muy agradable —dijo el padre—. ¿Tony no te ha llevado allí aún?

—No.

—Espero que lo haga pronto. Te gustará.

Eilis detectó una sonrisa en su rostro.

Frank los miraba con asombro porque, pensó Eilis,no le había contado a su padre lo que había dichorealmente. Cuando el padre se volvió, Eilis le hizo

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una mueca; el chico la miró estupefacto antes decorresponderle con otra mueca y salió de lahabitación en el mismo momento en que Tony,embutido en su mono de trabajo, volvía con susdos hermanos. Tony dejó las herramientas ymostró las manos: estaban sucísimas.

—Soy un santo —dijo, y sonrió.

Cuando Eilis le contó a la señorita Fortini que,ahora que empezaba a hacer buen tiempo, Tony ibaa llevarla a la playa en Coney Island un domingo,la señorita Fortini expresó su alarma.

—Me parece que no has cuidado tu figura —dijo.

—Ya lo sé —replicó Eilis—. Y no tengo traje debaño.

—¡Italianos! —dijo la señorita Fortini—. Eninvierno no les preocupa, pero en verano, en laplaya, tienes que presentar el mejor aspecto. Minovio no va, a no ser que ya esté moreno.

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La señorita Fortini dijo que tenía una amiga quetrabajaba en una tienda donde vendían bañadoresde buena calidad, mucho mejores que los quetenían en Bartocci’s, y que llevaría algunos demuestra para que Eilis se los probara. Mientrastanto, le aconsejaba que empezara a vigilar sufigura. Eilis intentó decirle que no creía que aTony le preocupara mucho el bronceado o elaspecto que fuera a tener en la playa, pero laseñorita Fortini la interrumpió diciendo que todoslos hombres italianos se preocupaban por elaspecto que lucía su novia en la playa, sinimportar lo perfecta que pudiera estar en otrasocasiones.

—En Irlanda la gente no te mira —dijo Eilis—.Sería de mala educación.

—En Italia sería de mala educación no mirar.

A finales de semana, la señorita Fortini se acercóa Eilis una la mañana para decirle que llevarían

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los bañadores aquella tarde y que se los podríaprobar después del trabajo, en el probador, cuandola tienda hubiera cerrado. Como al final de lajornada la tienda se llenaba, Eilis casi se habíaolvidado del bañador hasta que vio a la señoritaFortini rondándola con un paquete. Esperaron aque se fuera todo el mundo, entonces la encargadainformó a seguridad de que se quedarían un ratomás, que ella misma apagaría las luces y saldríanpor una puerta lateral.

El primer bañador era negro y parecía de la tallacorrecta. Eilis descorrió las cortinas y salió delprobador para que la señorita Fortini lo viera.Pareció que dudaba. Lo estudió atentamente,poniéndose una mano en la boca como si aquellola ayudara a concentrarse mejor y como parasubrayar que hacer una elección adecuada era unacuestión de suma importancia. Después dio unavuelta alrededor de Eilis para inspeccionar cómole quedaba por detrás y, acercándose, introdujo lamano bajo el firme elástico que sujetaba elbañador en la parte superior de los muslos. Tiró

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ligeramente del elástico hacia abajo y le dio un parde palmaditas en el trasero, la segunda vezdejando la mano allí unos segundos.

—Cielos, vas a tener que trabajar tu figura —dijo,mientras iba hacia el paquete y sacaba un segundobañador, de color verde—. Creo que el negro esdemasiado serio —continuó—. Si no tuvieras lapiel tan blanca, te quedaría bien. Ahora pruébateeste.

Eilis corrió la cortina y se puso el bañador verde.Oyó el zumbido de las fuertes luces que habíasobre ella pero, salvo eso, solo percibió elsilencio y el vacío de la tienda y la intensa ypenetrante mirada de la señorita Fortini cuandoapareció de nuevo ante ella. Sin decir nada, laseñorita Fortini se arrodilló frente a ella y volvióa meter los dedos bajo el elástico.

—Tendrás que depilarte ahí abajo —dijo—. Si no,te pasarás el día de playa bajándote el elástico.¿Tienes una buena maquinilla?

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—Solo para las piernas —dijo Eilis.

—Bueno, tengo una que te servirá para ahí abajotambién.

Todavía de rodillas, hizo girar a Eilis hasta quepudo verse a sí misma en el espejo y detrás de ellaa la señorita Fortini, deslizando los dedos bajo elelástico, sus ojos fijos en lo que tenía delante.Eilis pensó que la señorita Fortini era plenamenteconsciente de que podía verla en el espejo; sintiócómo se sonrojaba mientras esta se ponía en pie yla miraba de frente.

—Me parece que estas tiras no están bien —dijo,y se acercó a Eilis para pasarle los brazos pordebajo y soltarlas. Al hacerlo, la parte delanteradel bañador se bajó y, por un momento, sus pechosquedaron al descubierto, hasta que Eilis subió denuevo las tiras con ambas manos.

—¿Este tampoco me queda bien? —preguntó.

—No, pruébate los otros —dijo la señorita Fortini

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—. Ven y ponte este.

Parecía sugerir que no fuera tras la cortina, sinoque se cambiara de bañador junto a la silla,mientras ella observaba. Eilis vaciló.

—Vamos, deprisa —dijo la señorita Fortini.

Eilis se cubrió el pecho mientras se bajaba elbañador y después se inclinó para quitárselo,mirando hacia la señorita Fortini para no sentirsetan expuesta. Alargó la mano para coger elbañador pero la señorita Fortini lo había cogido,así como el otro que todavía no se había probado,y los sostenía en el aire para examinarlos.

—Quizá debería ir detrás de la cortina —dijoEilis—. Por si entra alguno de los hombres deseguridad.

Cogió los dos bañadores, se los llevó al probadory corrió la cortina. Era consciente de que laseñorita Fortini la había observado atentamente

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mientras se movía. Esperaba que aquello acabarapronto y eligieran uno de los bañadores. Tambiéndeseaba que la señorita Fortini no dijera nada mássobre afeitados.

Tras ponerse el siguiente bañador, que era de unrosa vivo, descorrió la cortina y salió de nuevo.La señorita Fortini parecía sumamente seria, y ensu actitud y su forma de mirarla quedó claro algoque Eilis supo que no podría contarle nunca anadie.

Permaneció en silencio con los brazos en loscostados mientras la señorita Fortini comentaba elcolor del bañador, preguntándose si era demasiadovivo, y su forma, demasiado pasada de moda. Unavez más, mientras daba una vuelta a su alrededor,le tocó el elástico a la altura de los muslos y ledeslizó la mano por el trasero, dándole unapalmadita y pasando la mano allí durante unossegundos.

—Ahora pruébate el otro —dijo, quedándose junto

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a la cortina para impedir así que Eilis la cerrara.

Eilis se quitó el bañador lo más rápido que pudoy, en su apresuramiento por ponerse el último,empezó a tambalearse e introdujo el pie por ellugar equivocado. Tuvo que inclinarse parasubirse el bañador y utilizó ambas manos paraponérselo correctamente. Nadie la había vistodesnuda; no sabía qué opinión merecerían suspechos, ni si el tamaño de los pezones o el coloroscuro de la aréola eran normales o no. Pasó desentirse acalorada por la incomodidad a estar casihelada. Sintió alivio cuando estuvo en pie con elbañador puesto, de nuevo bajo la escrutadoramirada de la señorita Fortini.

Eilis no veía ninguna diferencia entre losbañadores; simplemente, no quería ni el negro ni elrosa y, dado que los otros dos le quedaban bien ylos colores no eran llamativos, cualquiera de ellosle valía. Así pues, cuando la señorita Fortinisugirió que se los volviera a probar todos antes dedecidir, Eilis rehusó y dijo que se quedaría con

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uno de aquellos dos, que no le importaba cuál. Laseñorita Fortini dijo que por la mañana losdevolvería todos con una nota a su amiga de latienda y que a la hora de comer Eilis podríarecoger el que hubiera elegido. Su amiga seaseguraría, dijo la señorita Fortini, de que lehicieran un buen descuento. En cuanto Eilis sevistió, la señorita Fortini apagó las luces de latienda y salieron por una puerta lateral.

Eilis intentó comer menos, pero era duro para ella,porque no podía dormir cuando tenía hambre. Almirarse en el espejo del lavabo no le pareció queestuviera demasiado gorda, y al probarse elbañador que había elegido, le preocupó muchomás la palidez de su piel.

Una tarde, al volver del trabajo, encontró un sobrepara ella en la mesilla de la cocina. Era una cartaoficial del Brooklyn College informándole de quehabía aprobado todos los exámenes de lasasignaturas del primer curso y que podía ponerse

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en contacto con ellos si quería saber las notas.Esperaban, decía la carta, que volviera elsiguiente curso, que empezaría en septiembre, y ledaban las fechas de la matrícula.

Una tarde agradable decidió saltarse la cena y darun paseo hasta la parroquia para enseñarle la cartaal padre Flood. Dejó una nota a la señora Kehoe y,al salir a la calle, observó lo hermoso que eratodo: los árboles cargados de hojas, la gente en lacalle, los niños jugando, las luces de los edificios.Nunca se había sentido así en Brooklyn. La cartala había animado, le había dado una nuevalibertad, y eso era algo que no se esperaba. Teníaganas de enseñarle la carta al padre Flood, siestaba en casa, y luego, a Tony, cuando se vieranla noche siguiente, y después escribir a casa paradar la noticia. En un año tendría el título decontabilidad y empezaría a buscar un trabajomejor. Dentro de poco la temperatura subiría y sevolvería insoportable; después el calor sedesvanecería y los árboles perderían las hojas y elinvierno volvería a Brooklyn. Y este también se

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fundiría con la primavera y el principio del veranoy sus soleadas tardes tras el trabajo, hasta quevolviera a recibir, esperaba, una carta delBrooklyn College.

Mientras caminaba, soñando en cómo sería aquelaño, imaginó la sonriente presencia de Tony, suatención, sus historias divertidas, sus abrazos en laesquina de alguna calle, el dulce aroma de sualiento al besarla, la sensación de su intensaconcentración en ella, sus brazos rodeándola, sulengua en la boca. Tenía todo eso, pensó, y ahora,aquella carta, era mucho más de lo que habíaesperado conseguir cuando llegó a Brooklyn. Tuvoque contenerse y no sonreír mientras caminaba,para que la gente no creyera que estaba loca.

El padre Flood abrió la puerta con un montón depapeles en la mano. La hizo pasar a la saladelantera de la casa. Parecía preocupado al leer lacarta, e incluso permaneció serio al devolvérsela.

—Eres maravillosa —dijo, grave—. No puedo

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decir más.

Eilis sonrió.

—La mayoría de la gente que viene a esta casa sinavisar necesita algo o tiene algún problema —dijoél—. Casi nunca recibo buenas noticias.

—He ahorrado algo de dinero —dijo Eilis— ypodré pagar la matrícula del segundo curso, ycuando encuentre trabajo, podré devolverle eldinero de este curso.

—Lo ha pagado uno de mis parroquianos —contestó el padre Flood—. Necesitaba hacer algopor la humanidady le pedí que pagara tu matrículade este año; pronto le recordaré que tiene quepagar la del próximo. Le dije que era por unabuena causa y eso hace que se sienta noble.

—¿Le dijo que era para mí? —preguntó Eilis.

—No. No le di detalles.

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—¿Le dará las gracias de mi parte?

—Claro. ¿Cómo está Tony?

A Eilis le sorprendió la pregunta, lo natural ydespreocupada que parecía, lo abiertamente quesugería que Tony era parte integrante de ella y noun problema o un intruso.

—Le va estupendamente —contestó.

—¿Te ha llevado ya a algún partido? —preguntóel sacerdote.

—No, pero amenaza constantemente con hacerlo.Le pregunté si jugaba el Wexford pero no pilló elchiste.

—Eilis, voy a darte un consejo —le dijo el padreFlood mientras abría la puerta y la acompañaba ala salida—. Nunca hagas bromas sobre esedeporte.

—Eso es lo que dijo Tony.

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—Es un hombre cabal —dijo el padre Flood.

En cuanto le enseñó la carta a Tony, la nochesiguiente, dijo que el domingo tenían que ir acelebrarlo a Coney Island.

—¿Champán? —preguntó ella.

—Agua de mar —replicó él—. Y después unagran comilona en Nathan’s.

Eilis compró una toalla de playa en Bartocci’s yun sombrero de sol a Diana, que ya no lo quería.Durante la cena, Diana y Patty enseñaron sus gafasde sol para la temporada, que habían comprado enAtlantic City, en el paseo marítimo.

—He leído en algún sitio —dijo la señora Kehoe— que pueden estropearte la vista.

—Oh, no me importa —dijo Diana—. A mí meparecen fantásticas.

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—Y yo he leído —dijo Patty— que si este año vasa la playa sin ellas la gente hablara de ti.

La señorita McAdam y Sheila Heffernan se lasprobaron e, ignorando abiertamente a Dolores, selas pasaron a Eilis para que se las pusiera.

—Bueno, son muy elegantes, eso sí —dijo laseñora Kehoe.

—Te vendo estas —le dijo Diana a Eilis—. Eldomingo puedo comprarme otras.

—¿En serio? —preguntó Eilis.

Al enterarse de que Eilis se había comprado untraje de bañador, insistieron en verlo. CuandoEilis subió con él, se lo dio deliberadamente aDolores para que lo sostuviera delante de ella.

—Eilis, tienes suerte de que el bañador te sientebien —dijo la señora Kehoe.

—Yo no puedo tomar el sol —dijo Dolores—. Me

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pongo toda colorada.

Patty y Diana se rieron.

El domingo por la mañana, cuando Tony fue arecogerla, pareció sorprendido por las gafas desol.

—Voy a tener que atarte con una cuerda —dijo—.Todos los chicos de la playa querrán fugarsecontigo.

La estación de metro estaba abarrotada de genteque iba a la playa y hubo gritos indignados cuandolos dos primeros trenes pasaron sin detenerse. Elaire era sofocante y la gente se daba empujones.Cuando finalmente un tren se detuvo, no habíaespacio para nadie más, y aun así todo el mundo seagolpó en los compartimentos, riendo, gritando ypidiendo a los que estaban dentro que se apartaranpara hacerles sitio. Cuando ella y Tony, quellevaba una sombrilla plegable y una bolsa,

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llegaron a una puerta, ya no quedaba espacio en eltren. Eilis se quedó pasmada cuando Tony,cogiéndola de la mano, empezó a empujar a lagente y hacer sitio para ambos antes de que secerraran las puertas.

—¿Cuánto tiempo se tarda? —preguntó.

—Una hora, quizá más, depende de las paradasque haga. Pero anímate, piensa en las grandes olas.

Cuando por fin llegaron a playa, estaba casi tanabarrotada como el tren. Eilis observó que Tonyno había perdido una sola vez la sonrisa durante elviaje, a pesar de que un hombre le había aplastadodeliberadamente contra la puerta, animado por suesposa. Ahora, al observar a la muchedumbre en laplaya, donde no quedaba espacio para los reciénllegados, le transmitía la impresión de que lahabían puesto allí para su diversión. Recorrieronel paseo, pero la única solución era ocupar undiminuto espacio que estaba libre y ver si, con supropia presencia, podían agrandarlo para que

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ambos pudieran sacar sus cosas y tumbarse al sol.

Diana y Patty habían advertido a Eilis que en Italianadie se cambiaba en la playa. Los italianoshabían introducido en Estados Unidos lacostumbre de ponerse el bañador bajo la ropaantes de salir de casa, sustituyendo así lacostumbre irlandesa de cambiarse en la playa, locual, había dicho Diana, era poco elegante y digno,cuando menos. Eilis no sabía si estabanbromeando, así que quiso confirmarlopreguntándoselo a la señorita Fortini, que leaseguró que era cierto. La señorita Fortini tambiéninsistió en que debía perder más peso; además, ledio una pequeña maquinilla rosa y le dijo que notenía que devolvérsela. A pesar de talespreparativos, quitarse la ropa y quedarse enbañador delante de Tony la ponía nerviosa; susesfuerzos por aparentar que no ocurría nadahicieron que se sintiera aún más incómoda. Sepreguntó si Tony notaría que se había depilado, yle pareció que estaba demasiado blanca y quetenía los muslos y el trasero demasiado gordos.

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Tony se quedó en bañador inmediatamente, y Eilisse alegró al ver que miraba despreocupadamente ala gente mientras ella se retorcía para quitarse laropa. En cuanto estuvo lista, Tony quiso meterseen el agua. Se puso de acuerdo con la familia queestaba al lado para que les vigilara suspertenencias y se abrieron camino a través de lamultitud hasta la orilla. Eilis rió al ver que Tonyretrocedía por el frío; el agua, comparada con ladel mar de Irlanda, le parecía bastante caliente. Semetió dentro mientras él la seguía a marchasforzadas.

Eilis empezó a nadar mar adentro, pero Tony sequedó de pie con el agua a la altura de la cintura,con aire indefenso y, cuando ella le hizo un gestopara que la siguiera, gritándole que no fuera uncrío, él le dijo que no sabía nadar. Eilis dio unabrazada suave hacia él y entonces, al ver lo quehacían las parejas que estaban a su alrededor,empezó a entender cuál era su plan. Al parecer,quería que ambos se quedaran con el agua a laaltura del cuello, abrazados, esperando a que las

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olas se estrellaran contra ellos. Cuando lo abrazó,él la agarró para que no escapara fácilmente yEilis sintió la erección de su pene contra ella, loque hizo que él sonriera aún más; cuando Tonyquiso acariciarle las nalgas con las manos, ella sealejó nadando. Por un momento, se le pasó por lacabeza contarle quién era la última persona que lehabía tocado el trasero. Pensar en su reacción lahizo reír tanto que dio una fuerte brazada deespalda, haciéndole notar, esperaba, que susmanos se estaban tomando demasiadas libertadesbajo el agua.

Se pasaron todo el día yendo de la arena al mar.Eilis se puso el sombrero y Tony abrió lasombrilla para evitar las quemaduras de sol, ytambién sacó la comida que su madre le habíapreparado, con termo de limonada helada incluido.Las pocas veces que Eilis se adentró sola en elmar notó que las olas tenían más fuerza que en lasplayas que conocía, no tanto por la forma en querompían como por la fuerza con que la arrastrabanhacia dentro. Comprendió que debía ir con

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cuidado y no adentrarse demasiado en aquellasaguas desconocidas. Vio que a Tony le daba miedoel agua y que detestaba que se alejara de él. Cadavez que volvía, quería que lo abrazara del cuello yla levantaba para que ella le rodeara el cuerpo conlas piernas. Cuando la besaba y echaba la cabezahacia atrás para mirarla, no le daba la impresiónque su erección le hiciera sentirse incómodo, sinoorgulloso. Le sonreía como un niño; ella, a su vez,sintiendo una gran ternura hacia él, le besabaapasionadamente entre sus brazos. Cuando el díafue llegando a su fin, eran prácticamente los únicosque seguían en el agua.

Un día Eilis se quejó del calor que hacía en eltrabajo y le contestaron que aquello era solo elprincipio, pero la señorita Fortini le dijo que elseñor Bartocci no tardaría en encender el aireacondicionado y que pronto la tienda se llenaría declientes en busca de alivio contra el calor. Sutrabajo, le dijo la señorita Fortini, era hacer quetodos compraran algo.

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Eilis no tardó en desear ir a trabajar y, cuando sedespertaba en plena noche empapada en sudor,anhelaba el aire acondicionado de Bartocci’s. Porlas tardes la señora Kehoe colocaba unas sillasdelante de la casa y se sentaban en ellasabanicándose incluso a la sombra, a veces aundespués de que anocheciera. Uno de los días queEilis tenía la tarde libre, también Tony se tomómedio día, y fueron a Coney Island y volvierontarde. Siempre que Eilis le preguntaba si podíansubirse a la enorme noria o a alguna de lasatracciones, él se negaba y se las arreglaba paraencontrar una excusa para no hacerlo. En ningúnmomento le dio el menor indicio de que habíaperdido a su anterior novia por haberla llevado ala noria. A Eilis le fascinaba aquello, la facilidad,la naturalidad con que evitaba ir allí, su dulceimpostura al no dar indicios de lo que habíaocurrido anteriormente. Casi se alegró de saberque tenía secretos y formas serenas de guardarlospara sí mismo.

A medida que el verano fue avanzando, Tony no

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supo hablar de otra cosa que no fuera béisbol. Losnombres de los que le hablaba —Jackie Robinsony Pee Wee Reese y Preacher Roe— eran los queEilis oía en el trabajo y leía en los periódicos.Incluso la señora Kehoe hablaba de aquellosjugadores como si los conociera. El año anteriorhabía ido a casa de su amiga la señorita Scanlan aver un partido por televisión y, dado que eraseguidora de los Dodgers, como le decía a todo elmundo, tenía la intención de volver a hacerlo si laseñorita Scanlan, que también era seguidora de losDodgers, la invitaba.

Durante un tiempo, Eilis tuvo la sensación de quenadie hablaba de nada más que de derrotar a losGiants. Tony le dijo con auténtica emoción quehabía reservado entradas en el Ebbets Field, nosolo para él y Eilis, sino también para sus treshermanos, y que iba a ser el mejor día de sus vidasporque se vengarían de lo que Bobby Thomson leshabía hecho la temporada anterior. Por la calle, noera el único que imitaba a sus jugadores favoritosy hablaba a gritos sobre las esperanzas que tenía

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depositadas en ellos.

Eilis intentó hablarle del equipo de hurling deWexford y su derrota ante el Tipperary, y de cómosus hermanos y su padre solían pegarse a la viejaradiogramola de la sala los domingos de verano,incluso cuando el Wexford no jugaba. CuandoTony empezó a imitar a los comentaristas ydescribir partidos imaginarios, Eilis le dijo que suhermano Jack hacía lo mismo.

—Un momento —dijo él—. ¿En Irlanda se juega albéisbol?

—No, al hurling.

Tony pareció perplejo.

—¿Así que no es béisbol?

Su rostro mostró desengaño, y después una especiede exasperación.

Una noche, en la sala parroquial, cuando la banda,

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que había estado tocando swing, empezó a tocaruna canción que Tony reconoció, se puso comoloco, al igual que muchos de los que lo rodeaban.

—Es la canción de Jackie Robinson —gritó.Empezó a balancear un bate imaginario—. Estántocando «Did You See Jackie Robinson Hit ThatBall?».

En cuanto volvió a las clases en el BrooklynCollege, el furor por el béisbol fue a peor. Lo quea Eilis le sorprendía era no haber notado nada elaño anterior, a pesar de que debía haberla rodeadocon la misma intensidad. Ahora había regresado asu rutina de quedar con Tony los jueves por lanoche después de clase, los viernes por la nocheen el baile de la parroquia y los sábados para ir alcine, y él no hablaba de otra cosa más que de loperfecto que sería aquel año para él si ambospodían estar juntos, y si Laurence, Maurice yFrankie también podían estar con ellos, y si losDodgers podían ganar la World Series. Para granalivio de Eilis, no volvió a mencionar ni una sola

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vez lo de tener hijos seguidores de los Dodgers.

Eilis y los cuatro hermanos se abrieron paso entrela multitud que se dirigía al Ebbets Field. Habíanido con tiempo de sobra para detenerse a charlarcon quien tuviera noticias de los jugadores yopiniones sobre cómo iría el partido, paracomprar perritos calientes y refrescos y quedarseun rato fuera, entre la muchedumbre. Poco a poco,las diferencias entre los hermanos se hicieron másevidentes para Eilis. Aunque Maurice sonreía yparecía afable, no hablaba con desconocidos y semantenía aparte cuando sus hermanos lo hacían.Tony y Frank estaban siempre juntos, Frankansioso por conocer la última opinión de Tony.Laurence parecía saber más que ninguno sobre eljuego y podía rebatir fácilmente algunas de lasafirmaciones de Tony. Eilis rió al ver cómo lamirada de Frank iba de Tony a Laurence mientrasdiscutían sobre las cualidades del Ebbets Field;Laurence insistiendo en que era demasiadopequeño y pasado de moda y que tendrían que

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trasladarlo, Tony replicando que jamás lotrasladarían a otro sitio. Los ojos de Frank iban deun hermano a otro a toda velocidad; parecíaperplejo. Maurice no intervino en ningún momentoen la discusión, pero logró hacerlos avanzar haciael campo, advirtiéndoles que iban demasiadodespacio.

Cuando encontraron sus asientos, colocaron a Eilisen medio, entre Tony y Maurice, Laurence a laizquierda de Tony y Frank a la derecha deMaurice.

—Mamá nos ha dicho que no te dejáramos en unextremo —le dijo Frank.

Aunque Tony y sus compañeras de casa le habíanexplicado las reglas del juego y el béisbol separecía al rounders, al que había jugado en casacon sus hermanos y amigos, Eilis seguía sin saberqué esperar porque el rounders, pensaba, eradivertido pero no tenía la misma emoción que elhurling o el rugby. La noche anterior, en casa de la

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señora Kehoe, la señorita McAdam había insistidoen que era el mejor deporte del mundo, pero a lasdemás les parecía demasiado lento y condemasiadas interrupciones. Diana y Patty estabande acuerdo en que lo mejor era salir a comprarperritos calientes, refrescos y cervezas, ycomprobar que no había ocurrido nada importantedurante su ausencia, a pesar del griterío y losvítores.

—La última vez nos lo robaron, es lo único quetengo que decir —dijo la señora Kehoe—. Fue unmomento muy amargo.

Aún faltaba media hora para el inicio del partido,pero todos los que les rodeaban se comportabancomo si estuviera a punto de empezar. Eilis vioque Tony había perdido todo interés por ella.Normalmente era atento, le sonreía, le hacíapreguntas, la escuchaba, le contaba historias.Ahora, acalorado por la emoción, no lograbadesempeñar su papel de novio amable yconsiderado. Charlaba un rato con las personas

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que tenía detrás y después le explicaba a Frank loque habían comentado, ignorándola por completomientras se inclinaba sobre ella para hacerse oír.No podía estarse quieto, se levantaba y sentaba acada momento y estiraba el cuello para ver quéocurría detrás. Mientras tanto Maurice leíaatentamente el programa que había comprado yofrecía regularmente a Eilis y sus tres hermanoslas pequeñas perlas informativas que habíaaveriguado. Parecía preocupado.

—Si perdemos este partido, Tony se pondrá comoloco —le dijo—. Y si ganamos, aún se volverámás loco, y Frankie igual.

—Entonces, ¿qué es mejor? —preguntó Eilis—.¿Ganar o perder?

—Ganar —replicó él.

Tony y Frank fueron a buscar más perritoscalientes, cervezas y refrescos.

—Guardadnos los asientos —dijo Tony, y sonrió.

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—Sí, guardadnos los asientos —repitió Frank.

Cuando los jugadores salieron por fin, los cuatrohermanos saltaron de sus asientos y compitieronentre ellos para identificarlos, pero casiinmediatamente ocurrió algo que pareciódesagradar a Tony, que se sentó de nuevo,descorazonado. Cogió de la mano a Eilis uninstante.

—Todos están contra nosotros —dijo.

Pero en cuanto empezó el partido se embarcó enuna crónica ininterrumpida que alcanzaba suclímax cada vez que había un poco de acción.Algunas veces, cuando se quedaba en silencio,Frank le sustituía y les llamaba la atención sobrealgo, pero entonces Maurice, que observaba cadasegundo sin apenas hablar, con una pausada yreflexiva intensidad, le mandaba callar. Aun así,Eilis tenía la sensación de que Maurice estaba másimplicado y emocionado que Tony, con sus gritos,

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vítores, zalamerías y alaridos.

Eilis no podía seguir el juego, no entendía cómo sehacía un tanto o cuándo un golpe era bueno o no, nipodía identificar quién era quién. El juego era tanlento como habían dicho Patty y Diana. Sinembargo, sabía que no debía ir al lavabo porqueera posible que el momento en el que anunciara sumarcha podía ser justo el que nadie querría que seperdiera.

Mientras miraba en silencio el partido, intentandoentender sus complicados rituales, se dio cuenta deque Tony, a pesar de su constante agitación, de susgritos a Frank para que prestara atención y de susvítores seguidos de manifestaciones de puradesesperación, no lograba irritarla ni una sola vez.Le pareció extraño y, con el rabillo del ojo yalgunas veces directamente, empezó a observarlo;se fijó en lo divertido que era, en su viveza, en suelegancia, en lo atento que estaba a todo. Tambiénempezó a apreciar lo mucho que se divertía,incluso más que sus hermanos, de forma más

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abierta, con más humor y un placer contagioso. Nole importaba, de hecho casi le divertía que no leprestara atención y que dejara que fuera Mauricequien le explicara, cuando podía, lo que ocurría.

Tony estaba tan absorto en el juego que eso le diola oportunidad de dejar que sus pensamientos seperdieran en él, fluyeran hacia él, y percibió lodiferente que era de ella en todos los sentidos. Laidea de que él nunca la vería como ella sentía quelo estaba viendo en ese momento era un enormealivio, una solución satisfactoria. Su agitación y laagitación de la multitud era tan contagiosa queempezó a fingir que podía seguir lo que estabaocurriendo. Animaba a los Dodgers tanto comotodos los que la rodeaban y seguía los ojos deTony, mirando hacia donde él le indicaba, y sesentaba en silencio con él cuando el equipoparecía estar perdiendo.

Finalmente, tras casi dos horas, todo el mundo selevantó. Eilis quedó con Tony y Frank en quedespués de ir al lavabo se encontraría con ellos en

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la cola del puesto de perritos calientes máscercano a sus asientos. Como ahora tenía sed y, alencontrarlos al principio de la cola, sintió quequería integrarse en todo aquello, también pidiócerveza, la primera de su vida, e intentó poner lamostaza y el ketchup en el perrito caliente con lamisma pompa que Tony y Frank. Cuando volvierona sus asientos, el partido ya había empezado denuevo. Le preguntó a Maurice si de verdad estabana mitad del partido y él le explicó que en elbéisbol no había media parte; se hacía un descansodespués de la séptima entrada, casi al final, y eramás bien una pausa, un stretch, lo llamaban. Sedio cuenta de que Maurice era el único de loscuatro hermanos consciente de su profundaignorancia respecto al béisbol. Se volvió a sentary sonrió para sí al pensar en ello, en lo extrañoque era, en lo poco que parecía importarle inclusoen los momentos en los que encontraba totalmentedesconcertante lo que ocurría en el campo. Loúnico que sabía era que, una vez más, la suerte y eléxito, por una razón u otra, rehuía a los BrooklynDodgers.

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Como Eilis había pasado el día de Acción deGracias con la familia de Tony, la madre de estehabía imaginado que también iría por Navidad;cuando ella declinó la invitación, pareció casiofendida, y preguntó si la comida no era de sugusto. Eilis le explicó que no podía dejar en laestacada al padre Flood y que iba a ayudar en laparroquia un año más. Tony y su madre le dijeronvarias veces que alguien podría sustituirla y hacersu trabajo, pero ella se mantuvo firme. El hecho deque creyeran que se trataba de un acto de caridaddesinteresado, cuando ella sabía que estaría más agusto trabajando en la parroquia que pasando unlargo día y una cena la noche anterior en elpequeño apartamento con Tony y su familia, hacíaque se sintiera ligeramente culpable. Los quería, atodos ellos, y encontraba intrigantes lasdiferencias entre los cuatro hermanos, pero enocasiones le producía más placer estar sola trasuna comida o una cena con ellos que la comida ensí misma.

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Los días posteriores a la Navidad quedó con Tonycada tarde. Una de aquellas tardes Tony le explicóa grandes rasgos los planes que tenían; Maurice,Laurence y él habían comprado a muy buen precioun terreno en Long Island e iban a construir en él.Requeriría tiempo, dijo, quizá un año o dos,porque estaba bastante lejos de la zona urbanizaday no era más que un solar. Pero ellos sabían quelos servicios llegarían pronto. Lo que ahora estabavacío, dijo, en pocos años tendría callesasfaltadas, agua corriente y electricidad. En suterreno había espacio suficiente para cinco casas,con sus respectivos jardines. Maurice iba a clasesnocturnas de ingeniería de costes, y él y Laurencepodrían hacer los trabajos de fontanería ycarpintería.

La primera casa, le dijo, sería para la familia; sumadre anhelaba tener jardín y una verdadera casaen propiedad. Y después, añadió, construirían trescasas más y las venderían. Pero Maurice yLaurence le habían preguntado si querría la quintacasa y él había contestado que sí, y ahora le

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preguntaba a ella si le gustaría vivir en LongIsland. Estaba cerca del mar, dijo, y no muy lejosde la estación de ferrocarril. Pero aún no queríallevarla allí porque era invierno y porque era undescampado sombrío en el que no había más quedesechos y maleza. La casa sería suya, continuó,podrían proyectarla ellos mismos.

Eilis lo miró atentamente porque sabía que aquellaera su forma no solo de pedirle que se casara conél, sino de sugerir que habían acordadotácitamente su matrimonio. Lo que le estabamostrando ahora eran los detalles de cómovivirían, la vida que podía ofrecerle. Con eltiempo, dijo, él y sus dos hermanos crearían unaempresa y construirían casas. Estaban ahorrandodinero y haciendo planes, pero con sus aptitudes ydisponiendo ya de su primer terreno no tardaríanmucho, y eso significaba que pronto todos ellosvivirían mucho mejor. Eilis no contestó nada. Casiestaba a punto de llorar por lo que le estabaproponiendo, por el sentido práctico con quehablaba, y lo serio y sincero que era. No quería

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decirle que se lo pensaría porque sabía cómosonaría. Lo que hizo fue asentir y sonreír, alargólos brazos, le cogió las manos y lo atrajo haciaella.

Volvió a escribir a Rose al trabajo y le contó lolejos que habían llegado las cosas; intentódescribirle a Tony, pero era difícil hacerlo sin quepareciera demasiado infantil o tonto oatolondrado. Le explicó que jamás hablaba conordinariez ni blasfemaba, porque pensó que eraimportante que Rose supiera que no se parecía ennada a la gente de su tierra, que aquel era unmundo diferente y que en ese mundo Tony brillabaa pesar de que su familia viviera en doshabitaciones o que trabajara con las manos.Rompió la carta varias veces; parecía queestuviera intercediendo por él en lugar de limitarsea explicar que era especial y que no estaba con élúnicamente porque era el primer hombre que habíaconocido.

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Sin embargo, en las cartas dirigidas a su madre, nohabía mencionado ni una sola vez a Tony; aunquele había descrito Coney Island y el partido debéisbol, solo había dicho que había ido con unosamigos. Ahora se decía que ojalá hubiera hechouna o dos alusiones casuales a él seis meses atrás,para que ahora no supusiera una gran sorpresa;pero como cada vez que intentaba hablar de Tonyen las cartas le resultaba imposible hacerlo sinescribir un párrafo entero sobre él y, dónde lehabía conocido y cómo era, se encontróposponiéndolo una y otra vez.

La respuesta de Rose fue una carta fue breve. Eraevidente que había vuelto a tener noticias delpadre Flood. Rose decía que Tony parecía muyagradable y que, dado que ambos eran muyjóvenes, no había necesidad de tomar decisiones yque las mejores noticias eran que el próximoverano Eilis tendría el título de contabilidad ypodría empezar a buscar trabajo. Imaginaba,escribió, que estaría deseando dejar la tienda ytrabajar en una oficina, lo que no solo estaría

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mejor pagado sino que sería más descansado parasus piernas.

En Bartocci’s todo el mundo se habíaacostumbrado a los clientes de color y a Eilis lahabían cambiado de mostrador varias veces. Comola señorita Fortini les había dicho a los Bartoccique Eilis había aprobado los exámenes y estaba enel último curso, y la señorita Bartocci le habíacomunicado que si quedaba algún puesto librecomo contable subalterno, incluso antes de queella obtuviera el título, la tendrían en cuenta.

El segundo curso fue más sencillo porque Eilis yano temía tanto lo que pudiera salir en el examen.Como se había leído los libros de derecho ytomado apuntes, podía seguir la mayor parte de loque explicaba el señor Rosenblum. Pero intentabano perderse clases y no quedar con Tony exceptolos jueves, cuando la acompañaba a casa, losviernes, día en que iban juntos al baile de laparroquia, y los sábados, en que iban a cenar y alcine. Incluso cuando el invierno empezó a

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descender sobre Brooklyn disfrutaba de suhabitación y su rutina diaria, y al llegar laprimavera empezó a estudiar todas las noches alvolver de clase y también los domingos, para estarsegura de aprobar los exámenes.

Eilis encontraba el trabajo de la tienda aburrido ycansado, y el tiempo pasaba despacio sobre todolos primeros días de la semana, en los que habíamenos trabajo. Pero la señorita Fortini estabasiempre vigilante y notaba si alguien se tomaba undescanso que no debía, o llegaba tarde, o noparecía dispuesto a atender al siguiente cliente.Eilis cuidaba su actitud y prestaba atención por sialgún cliente la necesitaba. Vio que el tiempopasaba más despacio si miraba a menudo el reloj opensaba en ello, de manera que aprendió a serpaciente y, después, cuando acababa de trabajar ysalía de la tienda cada día, se las arreglaba paraapartarlo completamente de su mente y disfrutar dela libertad.

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Una tarde vio entrar al padre Flood en la tienda,pero no le dio importancia. Aunque no le habíavisto allí desde el día que los Bartocci le habíanllamado, sabía que era amigo del señor Bartocci yque podía tener asuntos que tratar con él. Observóque primero hablaba con la señorita Fortini yluego miraba hacia ella y hacía gesto deacercársele, pero que, tras intercambiar unaspalabras con la señorita Fortini, ambos seencaminaban a las oficinas. Atendió a un cliente ydespués, al ver que alguien había dejado unasblusas desdobladas, fue hacia donde estaba y laspuso en su sitio cuidadosamente. Cuando se volvióvio que la señorita Fortini se dirigía hacia ella, yalgo en la expresión de su rostro la impulsó aapartarse de ella, alejarse rápidamente como si nola hubiera visto.

—¿Te importaría venir un momento a la oficina?—dijo la señorita Fortini.

Eilis se preguntó si habría hecho algo mal, sialguien la habría acusado de algo.

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—¿Qué pasa? —preguntó.

—No puedo decírtelo —contestó la señoritaFortini—. Es mejor que vengas conmigo.

Por la forma en que la señorita Fortini se volvió yempezó a caminar rápidamente delante de ellasintió con mayor intensidad aún que había hechoalgo malo que no se había sabido hasta entonces.Cuando salieron de la planta y caminaron por elpasillo, se detuvo.

—Lo siento —dijo—, pero tendrá que decirmequé pasa.

—No puedo decírtelo —dijo la señorita Fortini.

—¿No puede darme una idea?

—Es algo sobre tu familia.

—¿Algo o alguien?

—Alguien.

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Eilis pensó al instante que su madre podía habersufrido un ataque al corazón o caído por lasescaleras, o que alguno de sus hermanos habíatenido un accidente en Birmingham.

—¿Quién? —preguntó.

En lugar de contestar, la señorita Fortini siguiócaminando delante de ella hasta que llegó a unapuerta al final del pasillo y la abrió. Se apartó ydejó pasar a Eilis. Era una habitación pequeña. Elpadre Flood estaba sentado solo en una silla. Traslevantarse, vacilante, indicó a la señorita Fortinique los dejara.

—Eilis —dijo—. Eilis.

—Sí. ¿Qué pasa?

—Es Rose.

—¿Qué le pasa?

—Tu madre la ha encontrado muerta esta mañana.

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Eilis no dijo nada.

—Debe de haber muerto mientras dormía —dijo elpadre Flood.

—¿Muerto mientras dormía? —preguntó Eilis,repasando mentalmente cuándo había tenidonoticias por última vez de Rose o de su madre y desi había algún indicio de que algo fuera mal.

—No —dijo él—. Ha sido algo inesperado. El díaanterior había ido a jugar al golf y estaba en plenaforma. Ha muerto mientras dormía, Eilis.

—¿Y mi madre la ha encontrado?

—Sí.

—¿Los demás lo saben?

—Sí, y ya van de camino a casa en el barco decorreos. Esta noche es el velatorio.

Eilis se preguntó si había alguna forma de volver a

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la tienda y evitar que aquello hubiera pasado, oevitar que él se lo dijera. En medio de aquelsilencio, estuvo a punto de pedirle al padre Floodque se fuera y no volviera a ir a la tienda de aquelmodo, pero enseguida se dio cuenta de lo estúpidoque era tal pensamiento. Él estaba allí. Ella habíaoído lo que había dicho. No podía volver atrás enel tiempo.

—Lo he organizado todo para que tu madre vayaesta noche a la vicaría de Enniscorthy; lallamaremos desde la parroquia.

—¿Le ha llamado uno de los clérigos?

—El padre Quaid —dijo él.

—¿Están seguros? —preguntó Eilis, pero despuésalargó rápidamente la mano para que no lecontestara—. Me refiero a que si ha sucedido hoy.

—Esta mañana en Irlanda.

—No puedo creerlo —dijo Eilis—. Es tan

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repentino.

—Ya he hablado con Franco Bartocci por teléfonoy me ha dicho que te lleve a casa. También hehablado con la señora Kehoe y, si me das ladirección de Tony, le mandaré recado y se lo harésaber.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Eilis.

—El funeral será pasado mañana —replicó elpadre Flood.

Fue la suavidad de su voz, la cauta forma de evitarsu mirada lo que hizo que estallara en llanto. Ycuando él sacó un gran e inmaculado pañuelo queevidentemente tenía preparado en el bolsillo, sepuso histérica y le empujó.

—¿Por qué he tenido que venir aquí? —preguntó,aunque sabía que él lo entendería porque estabasollozando demasiado. Cogió el pañuelo y se sonóla nariz—. ¿Por qué he tenido que venir aquí? —volvió a preguntar.

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—Rose quería que tuvieras una vida mejor —replicó él—. Ella solo hizo lo mejor.

—Y ahora no volveré a verla nunca.

—Estaba encantada de lo bien que te iba.

—No volveré a verla nunca. ¿No es así?

—Es muy triste, Eilis. Pero ahora está en el cielo.Es en eso en lo que deberíamos pensar. Y cuidaráde ti. Y todos tenemos que rezar por tu madre ypor el alma de Rose, y sabes, Eilis, que debemosrecordar que los caminos de Dios soninescrutables.

—Ojalá no hubiera venido nunca aquí.

Empezó a llorar de nuevo sin parar de repetir«Ojalá no hubiera venido nunca aquí».

—Tengo el coche aparcado fuera, podemos ir a laparroquia. Sabes que te hará bien hablar con tu

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madre.

—No he oído su voz desde que me fui —dijo Eilis—. Solo nos hemos escrito. Es horrible que laprimera vez que la llame sea en estascircunstancias.

—Lo sé, Eilis, y ella sentirá lo mismo. El padreQuaid ha dicho que iría a buscarla y la llevaría encoche a su vicaría. Supongo que estáconmocionada.

—¿Qué voy a decirle?

La voz de su madre era vacilante al principio;parecía estar hablando consigo misma y Eilis tuvoque interrumpirla para decirle que no la oía.

—¿Puedes oírme ahora? —preguntó su madre.

—Sí, mamá. Ahora mucho mejor.

—Es como si estuviera dormida, igual que esta

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mañana —dijo su madre—. He entrado paradespertarla y estaba profundamente dormida, y mehe dicho que la dejaría dormir. Pero lo sabía, albajar las escaleras. No era propio de ella dormirtanto. He mirado el reloj de la cocina y me hedicho que la dejaría diez minutos más y entonces,cuando he subido y la he tocado, estaba fría comoel hielo.

—Oh, Dios mío, es terrible.

—He susurrado una plegaria de contrición en suoído. Después he corrido a casa de los vecinos.

El silencio se vio interrumpido por unos débilesruidos de interferencias.

—Ha muerto por la noche, mientras dormía —continuó finalmente a su madre—. Es lo que hadicho el doctor Cudigan. Había ido al médico sindecírselo a nadie y se había hecho pruebas sindecírselo a nadie. Eily, Rose sabía que eso podíapasar en cualquier momento debido a su corazón.

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El doctor Cudigan ha dicho que estaba mal delcorazón y no se podía hacer nada. Rose no se lohabía dicho a nadie y había seguido haciendo vidanormal.

—¿Rose sabía que estaba mal del corazón?

—Eso ha dicho el médico, y ella había decididoseguir jugando al golf como si nada. El doctor meha contado que le dijo que se lo tomara con calma,pero, aunque lo hubiera hecho, podría haberocurrido igual. No sé qué pensar, Eily. Puede quefuera muy valiente.

—¿No se lo había dicho a nadie?

—A nadie, Eily, a nadie en absoluto. Y ahoraparece tan en paz. He ido a verla antes de salir ypor un instante he pensado que seguía connosotros, está como siempre. Pero se ha ido, Eily.Rose se ha ido y eso es lo último que habríaimaginado que pasaría.

—¿Quién hay en casa, ahora?

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—Todos los vecinos y tu tío Michael, y todos losDoyle han venido desde Clonegal y también estánaquí. Cuando tu padre murió dije que no debíallorar demasiado porque os tenía a ti y a Rose y alos chicos, y cuando los chicos se fueron dije lomismo, y cuando te fuiste tú tenía a Rose, peroahora no tengo a nadie en absoluto, Eily, a nadie.

Eilis estaba llorando con tanta fuerza que sabíaque no se la entendía mientras intentaba contestar.Al otro lado de la línea, su madre se quedó ensilencio unos instantes.

—Mañana le diré adiós por ti —dijo su madrecuando siguió hablando—. Eso he pensado hacer.Le diré adiós de mi parte y después le diré adiósde tu parte. Ahora está en el cielo con tu padre. Laenterraremos junto a él. Por las noches solíapensar en lo solo que debía de estar en elcementerio, pero ahora tendrá a Rose. Están en elcielo, los dos.

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—Sí, mamá.

—No sé por qué se ha ido tan joven, es lo únicoque puedo decir.

—Es terrible —replicó Eilis.

—Estaba fría cuando la he tocado esta mañana,fría como el hielo.

—Seguro que ha muerto plácidamente —dijoEilis.

—Ojalá me lo hubiera contado, me hubiera dichoque algo no iba bien. No quería preocuparme. Esoes lo que han dicho el padre Quaid y los demás.Puede que no hubiera podido hacer mucho, perohabría estado pendiente de ella. No sé qué pensar.

Eilis oyó suspirar a su madre.

—Ahora volveré y rezaré el rosario, y le diré quehe estado hablando contigo.

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—Me gustaría mucho que lo hicieras.

—Adiós, Eily.

—Adiós, mamá, ¿y les dirás a los chicos que hehablado contigo?

—Lo haré. Llegarán por la mañana.

—Adiós, mamá.

—Adiós, Eily.

Cuando colgó el auricular, Eilis rompió a llorar.Vio una silla en una esquina de la habitación y sesentó, intentando controlarse. El padre Flood y suama de llaves entraron, le llevaron té e intentaroncalmarla, pero Eilis no pudo contener un sollozohistérico.

—Lo siento —dijo.

—No te preocupes en absoluto —replicó el amade llaves.

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Cuando se calmó un poco, el padre Flood laacompañó a casa de la señora Kehoe. Tony yaestaba en la sala principal. Eilis no sabía cuántotiempo llevaba allí y los miró, a él y a la señoraKehoe, preguntándose de qué habrían habladomientras la esperaban y si la señora Kehoe habríadescubierto por fin que era italiano y no irlandés.La señora Kehoe rebosaba amabilidad ycompasión, pero también se notaba, pensó Eilis,que las noticias y las visitas le habían causadoexcitación y la habían distraído agradablementedel tedio del día. Entraba y salía afanosamente dela habitación, y se dirigió a Tony por su nombre depila al llevar una bandeja con té y bocadillos paraél y para el padre Flood.

—Tu pobre madre, es lo único que puedo decir, tupobre madre —dijo.

Por una vez, Eilis no se sintió obligada a seramable con la señora Kehoe. Apartaba la miradacada vez que hablaba y no le respondía a nada. Alparecer, aquello hacía que la señora Kehoe fuera

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aún más solícita y a cada momento le ofreciera téo una aspirina y agua, o insistiera en que comieraalgo. Eilis deseaba que Tony dejara de aceptarbocadillos y pasteles de la señora Kehoe y deagradecerle su amabilidad. Quería que se fuera yque la señora Kehoe parara de hablar, y que elpadre Flood también se fuera, pero se sentíaincapaz de enfrentarse a su habitación y la nocheque tenía ante sí, de manera que no dijo nada, y laseñora Kehoe, Tony y el padre Flood no tardaronen empezar a hablar como si ella no estuviera allí,repasando los cambios que se habían producido enBrooklyn en los últimos años y opinando sobre loscambios que podían producirse en el futuro. Devez en cuando se quedaban en silencio y lepreguntaban si necesitaba algo.

—Pobrecilla, está conmocionada —dijo la señoraKehoe.

Eilis dijo que no necesitaba nada y cerró los ojosmientras ellos seguían hablando. La señora Kehoeles preguntaba si debería comprarse un televisor

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para que le hiciera compañía por la noche. Temía,decía, que no le interesara, y acabar teniendo algoinservible. Tanto Tony como el padre Flood lerecomendaron que lo comprara, lo que solo generómás comentarios sobre la garantía que había deque se siguieran emitiendo programas y laoportunidad de correr el riesgo.

—Cuando todo el mundo se lo compre, yo tambiénme lo compraré —dijo.

Finalmente, cuando se quedaron sin temas deconversación, acordaron en que el padre Floodcelebraría misa por Rose a las diez de la mañanasiguiente y que la señora Kehoe asistiría a ella, aligual que Tony y su madre. También estarían allílos feligreses habituales, dijo el padre Flood.Antes de empezar la misa les haría saber que secelebraba por el descanso del alma de alguien muyespecial y antes de la comunión diría unaspalabras sobre Rose y pediría a los asistentes querezaran por ella. Después se ofreció a llevar aTony a su casa, pero esperó con tacto en la sala

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principal, con la señora Kehoe, mientras élabrazaba a Eilis en el vestíbulo.

—Lo siento, no puedo hablar —dijo ella.

—He estado pensando en ello —dijo él—, en siuno de mis hermanos hubiera muerto; quizáparezca egoísta, pero intentaba imaginar cómo tesentías.

—Pienso en lo que ha pasado —dijo Eilis— y nopuedo soportarlo, entonces lo olvido por un minutoy cuando vuelvo a recordarlo es como si acabarande decírmelo. No me lo puedo creer.

—Ojalá pudiera quedarme contigo —dijo Tony.

—Te veré mañana por la mañana, y dile a tumadre que no hace falta que venga si es unproblema para ella.

—Estará allí. Ahora nada es un problema —dijoél.

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Eilis miró el montón de cartas que Rose le habíaenviado, preguntándose si entre el envío de una yla siguiente había averiguado que estaba enferma.O si ya lo sabía antes de que ella se fuera. Esocambiaba todo lo que pensaba sobre su estancia enBrooklyn; todo lo que le había ocurrido parecíaahora insignificante. Contempló la letra de Rose,su claridad y su uniformidad, el sumo autodominioy confianza en sí misma que transmitía, y sepreguntó si, mientras escribía alguna de aquellaspalabras, Rose había levantado la vista al cielosuspirando y después, con auténtica fuerza devoluntad, había reunido ánimos para seguirescribiendo, sin vacilar un solo instante en sudecisión de no compartir con nadie lo que sabía,excepto con el médico que se lo había dicho.

Era extraño, pensó Eilis por la mañana, loprofundamente que había dormido y cómo nadamás despertarse había sabido que no iría atrabajar, sino a una misa por Rose. Sabía que suhermana todavía estaría en su casa de FriaryStreet; la llevarían a la catedral avanzada la tarde

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y la enterrarían a la mañana siguiente, después dela misa. Todo aquello parecía simple y claro ycasi inevitable, hasta que ella y la señora Kehoe sedirigieron a la iglesia. Caminando por la calle desiempre, cruzándose con gente desconocida, fueconsciente de que podría haber muerto una de ellasen lugar de Rose, y que aquella podría haber sidouna mañana cualquiera de primavera, con un retazode calor en el aire, en la que iba a trabajartranquilamente.

La idea de que Rose hubiera muerto mientrasdormía parecía inimaginable. ¿Había abierto losojos un instante? ¿Estaba durmiendo plácidamentey entonces, como si nada, su corazón y surespiración se habían detenido? ¿Cómo podíaocurrir algo así? ¿Había gritado en medio de lanoche sin que nadie la oyera o murmurado osusurrado algo siquiera? ¿Había notado algo lanoche anterior? ¿Algo, cualquier cosa, que lehubiera dado un indicio de que aquel iba a ser suúltimo día de vida en el mundo?

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Imaginó a Rose amortajada con las oscuras ropasde los difuntos, y las velas chisporroteando sobrela mesa. Y después el ataúd cerrándose y lossolemnes rostros de todos los presentes, en elpasillo y en la calle, y a sus hermanos vistiendotraje y corbata negros como habían hecho en elfuneral de su padre. Estuvo toda la mañana, enmisa y en casa del padre Flood, revisando cadamomento de la muerte de Rose y su entierro.

Los demás se sorprendieron, y casi se alarmaron,cuando dijo que aquella tarde quería ir a trabajar.Vio que la señora Kehoe le susurraba algo alpadre Flood. Tony le preguntó si estaba segura y,cuando ella insistió, dijo que la acompañaría aBartocci’s y que la vería más tarde en casa de laseñora Kehoe. Esta los había invitado a cenar, a ély al padre Flood, con las demás compañeras decasa, después a rezar el rosario por el alma deRose.

Al día siguiente también fue a trabajar y estabadecidida a ir a clase por la tarde. Como no podían

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ir al cine ni a bailar, Tony y ella fueron a unacafetería cercana, y él dijo que no pasaba nada sino tenía muchas ganas de hablar o lloraba.

—Ojalá esto no hubiera ocurrido —dijo—. Nodejo de desear que no hubiera ocurrido.

—Yo también —replicó Eilis—. Que al menos selo hubiera contado a alguien. O que no hubierapasado nada y ella estuviera bien, en casa. Ojalátuviera una foto suya para enseñarte lo bonita queera.

—Tú eres bonita —dijo Tony.

—Ella era la más bonita, todo el mundo lo decía, yno puedo acostumbrarme a la idea de no saberdónde está ahora. Tengo que dejar de pensar en sumuerte y su ataúd y todo eso, y empezar a rezar,pero me cuesta.

—Yo te ayudaré, si quieres —dijo Tony.

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A pesar de que el tiempo era cada vez másagradable, Eilis sentía que en su mundo ya nohabía color. Tenía cuidado en la tienda y se sentíaorgullosa de no haberse derrumbado ni una solavez ni haber tenido que ir repentinamente al lavaboa llorar. La señorita Fortini le había dicho que nose preocupara si algún día necesitaba irse antes acasa, o si quería quedar con ella fuera del trabajopara hablar de lo que había ocurrido. Tony pasabaa recogerla cada noche después de clase y a ella legustaba que la dejara permanecer en silencio si asílo deseaba. Se limitaba a cogerla de la mano opasarle el brazo por los hombros y la acompañabaa casa, donde sus compañeras le habían dicho conclaridad, una a una, que si necesitaba algo, lo quefuese, solo tenía que llamar a su puerta o ir a lacocina, y ellas harían todo lo que estuviera en susmanos por ayudarla.

Una noche, cuando subió a la cocina paraprepararse un té, vio que en la mesilla había unacarta para ella que no había visto antes. Era de

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Irlanda, y reconoció la letra de Jack. En lugar deabrirla inmediatamente se la llevó abajo despuésde hacerse el té para poder leerla sin que lamolestaran.

Querida Eilis:

Mamá me ha pedido que te escriba porque ella nose siente capaz. Escribo estas líneas en la mesaque hay junto a la ventana, en la sala de delante. Lacasa se ha llenado de gente, pero ahora no se oyeun solo ruido. Todos se han ido a sus casas. Hoyhemos enterrado a Rose y mamá me ha pedido quete diga que ha sido un día bonito, sin lluvia. Elpadre Quaid ha oficiado el funeral. Nosotrosvinimos desde Dublín en tren y llegamos ayer porla mañana después de una mala noche en el barcode correos. Todavía estaban velando a Rosecuando llegamos a casa. Estaba bonita, su cabello,y todo. Todo el mundo dijo que su semblante eraapacible, como si estuviera dormida, y puede quefuera verdad antes de que llegáramos nosotros,

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pero cuando la vi parecía diferente, no era ella enabsoluto, no tenía mal aspecto ni nada parecido,pero cuando me arrodillé y la toqué, por unmomento creí que no era ella. Quizá no deberíadecirlo, pero he creído que era mejor contártelotodo. Mamá me ha pedido que te explique lo queha pasado, que te hable de la gente que ha venido,y que el club de golf y las oficinas de Davis hancerrado por la mañana. No ha sido como con papá,cuando él murió, durante unos segundos, tenías lasensación de que estaba vivo. Rose parecía depiedra cuando la vi, pálida como en un cuadro.Pero estaba bonita y tranquila. No sé qué me hapasado, pero no me he hecho a la idea de que eraella hasta que hemos tenido que llevar el ataúd, loschicos y yo, y Jem y Bill y Fonsey Doyle deClonegal. Lo peor de todo es que no podía creerque lo estuviéramos haciendo, encerrarla allídentro y enterrarla. Tengo que rezar por ellacuando me recupere, no he podido seguir lasplegarias. Mamá me ha pedido que te diga que leha dado un adiós especial de tu parte, pero no hepodido quedarme en la habitación mientras le

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hablaba y casi no he podido cargar el ataúd detanto que lloraba. Y en el cementerio no he podidomirar. Me he tapado los ojos casi todo el rato.Quizá no debiera decirte todo esto. La cuestión esque tenemos que volver al trabajo y no creo quemamá lo sepa todavía. Ella cree que alguno denosotros podrá quedarse, pero no podemos, yasabes. Trabajar fuera no funciona así. No sé cómoes al otro lado del Atlántico, pero nosotrostenemos que volver y mamá se quedará sola.Todos los vecinos irán a verla y los demástambién, pero creo que todavía no es consciente deeso. Sé que le encantaría verte, no para de decirque es lo único que espera, pero nosotros nosabemos qué decirle. No me ha pedido que te lomencione, pero imagino que recibirás noticiassuyas cuando se vea capaz de escribir. Creo quequiere que vengas a casa. Nunca ha dormido solaen casa y no deja de decir que no será capaz dehacerlo. Pero nosotros tenemos que volver. Me hapreguntado si he oído de algún trabajo en la ciudady le he dicho que preguntaré, pero la cuestión esque tengo que irme, y Pat y Martin también. Siento

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divagar de esta manera. La noticia debe de habersido un shock terrible también para ti. Paranosotros lo fue. Tardamos todo el día en encontrara Martin porque estaba trabajando fuera. Es duroimaginarse a Rose en el cementerio, es lo únicoque puedo decir. Mamá querrá que te diga quetodos se han portado muy bien, y lo han hecho, yno querrá que te diga que se pasa el día llorando,pero así es, o casi todo el día. Voy a dejar deescribir y a meter la carta en un sobre. No voy arepasarla porque lo he hecho varias veces y alreleerla la he roto y he tenido que volver aempezar. Cerraré el sobre y lo llevaré a correospor la mañana. Creo que Martin está diciéndoleahora mismo que mañana tenemos que irnos.Espero que la carta no sea muy terrible pero, comohe dicho, no sabía qué poner. Mamá se alegrará deque la envíe, y ahora iré a decirle que ya la heescrito. Tienes que rezar por ella. Te dejo.

Tu hermano que te quiere,

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Jack

Eilis leyó la carta varias veces y entonces se diocuenta de que no podía quedarse sola; podía oír lavoz de Jack al leer sus palabras, lo imaginaba enla habitación con ella, como si hubiera llegado deun partido de hurling y su equipo hubiese perdidoy le diera las noticias sin aliento. Si hubiera estadoen casa habría podido hablar un rato con él,escucharlo, sentarse con su madre y Martin y Pat,pensar en lo que había ocurrido. No podíaimaginarse a Rose yaciendo muerta; pensaba enella como si estuviera dormida y la hubieranarreglado mientras dormía, pero ahora tenía queimaginarla inerte, sin un aliento de vida yencerrada en un ataúd, todo cambiado y cambiandoy perdido. Casi deseó que Jack no le hubieraescrito, pero sabía que alguien tenía que hacerlo yél era el que mejor lo hacía.

Se paseó por la habitación preguntándose quédebía hacer. Durante un instante pensó en coger el

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metro hasta el puerto, buscar el primer barco quecruzara el Atlántico y, simplemente, pagar elbillete, esperar y embarcar. Pero enseguida se diocuenta de que no podía hacerlo, que era posibleque no hubiera plazas disponibles y que tenía eldinero en el banco. Pensó en subir al piso dearriba; por su mente desfilaron sus compañeras depiso, pero ninguna de ellas podía ayudarla enaquellos momentos. La única persona que podíahacerlo era Tony. Miró el reloj; eran las diez ymedia. Si iba rápido con el metro, estaría en sucasa en menos de una hora, quizá un poco más silos trenes nocturnos no pasaban con tantafrecuencia. Cogió su abrigo y salió rápidamente alpasillo. Abrió y cerró la puerta del sótano y subiólos escalones procurando no hacer ruido.

La madre de Tony abrió la puerta principal en batay la acompañó arriba, hasta la puerta delapartamento. Era evidente que la familia se habíaacostado, y Eilis sabía que ahora ya no parecía tanangustiada como para justificar su intrusión aaquellas horas. Vio a través de la puerta que la

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cama de los padres de Tony estaba desplegada, yestuvo a punto de decirle a la madre de Tony queno pasaba nada, que sentía haberlos molestado yque se iba a casa. Pero eso no habría tenidosentido. Tony, dijo la madre, se estaba vistiendo ysaldría con ella; él gritó desde el dormitorio quepodían ir a la cafetería de la esquina.

De repente, apareció Frank en pijama. Se habíaacercado con tanto sigilo que Eilis no lo habíavisto hasta tenerlo casi enfrente. Su curiosidad y sucautela parecían inmensas, casi cómicas, como lasdel personaje de una película que acaba depresenciar un robo o un asesinato en una calleoscura. Entonces la miró abiertamente y le sonrió,y ella no tuvo más remedio que devolverle lasonrisa, justo cuando entraba Tony; Frank tuvo quevolver a su habitación, después de que su hermanole dijera que se ocupara de sus asuntos y dejaratranquila a Eilis.

Por su aspecto, Eilis supo que lo había despertado.Tony se cercioró de que llevaba las llaves en el

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bolsillo y después entró silenciosamente en lacocina, donde ella no podía verle, y le susurróalgo a su madre o su padre; entonces volvió asalir, la expresión de su rostro grave, responsabley preocupada.

En la calle, de camino a la cafetería, Tony laabrazó estrechamente. Iban despacio y sin hablar.Durante un instante, al bajar las escaleras deledificio, Eilis tuvo la sensación de que estabaenfadado con ella por presentarse tan tarde, peroahora comprendía que no era así. Su forma deceñirse a ella cuando caminaban expresaba cuántola amaba. En ese momento lo hacía incluso conmás intensidad de lo habitual. También sabía quepara él era importante que, al necesitar ayuda, sesintiera más segura acudiendo a él que al padreFlood o a la señora Kehoe, que él fuera elprimero. De todo cuanto había hecho hastaentonces, pensó, aquella era la forma más directa yclara de demostrarle que se quedaría junto a él.

En la cafetería, después de pedir lo que deseaban

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tomar, Tony leyó la carta de Jack despacio, casidemasiado despacio, pensó ella, musitandoalgunas de las palabras. Se dio cuenta de que nodebería habérsela enseñado ni haber ido a su casade aquella forma. A Tony le resultaría difícil leerlas partes referentes a que su madre quería verla,que no podía estar sola, sin tener la sensación deque ella tal vez se iría y aquella era su forma deanunciárselo. Mientras lo veía leer, con su rostropálido, su expresión mortalmente seria, como siestuviera intensamente concentrado, supuso queestaba releyendo los párrafos de la carta queparecían indicar que su madre la necesitaba enEnniscorthy. Ahora lamentaba no haber sabidocontenerse antes, no haberlo previsto. Y se sintióestúpida porque sabía que nada de lo que dijerapodría convencer a Tony de que no iba a volver aIrlanda.

Cuando él le devolvió la carta, tenía lágrimas enlos ojos.

—Tu hermano debe de ser muy buen hombre —

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dijo—. Me habría gustado... —Vaciló unosinstantes, y después alargó el brazo por encima dela mesa y cogió a Eilis de la mano—. No quierodecir que me habría gustado, pero habría sidobueno que hubiéramos podido ir al funeral, que yohubiera estado allí contigo.

—Lo sé —dijo Eilis.

—Tu madre te escribirá pronto —dijo él— ycuando recibas la carta, debes venir a casa inclusoantes de abrirla.

Eilis no sabía si su intención era sugerir que nodebía estar sola al abrir la carta y que él estaríaallí para reconfortarla; o si, de hecho, lo quepensaba realmente era que, puesto que no podíaleerle la mente ni saber exactamente quéintenciones tenía, le gustaría ver lo que su madredecía respecto a que ella se fuera o se quedara.

Había sido todo un error, pensó otra vez, mientrasempezaba a disculparse por haberlo molestado. Al

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darse cuenta de lo frío que sonaba y de la distanciaque parecía poner entre ellos, le dijo loagradecida que se sentía de que estuviera con ellacuando lo necesitaba. Él asintió, pero Eilis sabíaque la carta le había afectado, o quizá le habíadolido tanto como a ella, o tal vez unadesconcertante mezcla de ambas cosas.

Tony insistió en llevarla a casa incluso cuandoella objetó que podía perder el último tren devuelta. Una vez más, caminaron sin hablar, pero aldirigirse a casa de la señora Kehoe desde laestación por las oscuras y frías calles vacías, Eilissintió que la abrazaba alguien herido; que la carta,de alguna forma, por su tono, le había hecho vercon nitidez lo que realmente había ocurrido, lehabía dejado claro que ella pertenecía a otro lugar,un lugar que él jamás conocería. Creyó que estabaa punto de llorar y casi tuvo una sensación deculpabilidad por haberle cargado con parte de sudolor; después se sintió cerca de él por sudisposición a tomarlo y soportarlo, en toda sucrudeza, en toda su dolorosa confusión. Se sentía

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casi más apesadumbrada ahora que cuando sehabía aventurado a buscarlo.

Cuando llegaron a la casa, Tony la abrazó pero nola besó. Eilis se apretó a él todo lo que pudo, hastaque sintió su calor y ambos empezaron a sollozar.Quiso decirle, de forma que él pudiera creerla,que no se iría, pero entonces pensó que Tony quizácreía que debía ir, que la carta le había hecho vercuál era su deber, que ahora lloraba por todo, porRose que había muerto, por su madre que estabasola, por Eilis que tendría que irse, y por élmismo, al que abandonaría. Deseó decirle algocon claridad, deseó incluso saber qué estabapensando Tony o por qué ahora lloraba con másfuerza que ella.

Eilis sabía que no podía bajar los escalones delsótano, encender la luz de su habitación y quedarsesola allí. Y sabía también que él no podía darle laespalda y marcharse. Mientras sacaba la llave delbolsillo de su abrigo, señaló la ventana de laseñora Kehoe y se llevó un dedo a los labios.

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Bajaron de puntillas los escalones del sótano.Eilis abrió la puerta, encendió la luz de la entraday cerró sin hacer ruido; después abrió la puerta desu habitación e hizo pasar a Tony antes de apagarla luz de fuera.

La habitación estaba caldeada y se quitaron losabrigos. Tony tenía el rostro hinchado y enrojecidopor el llanto. Cuando intentó sonreír, ella seacercó y lo abrazó.

—¿Es aquí donde vives? —susurró él.

—Sí. Y si haces un solo ruido, me echarán —replicó Eilis.

Tony la besó suavemente y respondió con lalengua solo cuando Eilis entreabrió los labios. Sucuerpo era cálido, y al apretarlo contra ella lepareció extrañamente vulnerable. Deslizó lasmanos por su espalda y bajo la camisa, hasta tocarsu piel. Fueron hacia la cama sin hablar. Trastumbarse uno junto al otro, Tony le levantó la falda

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y se desabrochó los pantalones para que sintiera supene contra ella. Eilis sabía que estaba esperandouna señal suya, que no haría nada más mientras sebesaban. Abrió los ojos y vio que él los teníacerrados. En silencio, se apartó y se quitó lasbragas, y cuando volvió a tenderse junto a él, Tonyse había bajado los pantalones y también la ropainterior para que pudiera tocarle. Tony intentóacariciarle los pechos pero no pudo desabrocharfácilmente el sujetador; deslizó una mano bajo suespalda y se concentró en besarla con pasión.

Cuando Tony se colocó sobre ella y la penetró,Eilis empezó a sentir pánico e intentó ahogar ungrito. No era solo el dolor y la conmoción, sinotambién la sensación de que no podía controlarlo,de que su pene estaba penetrando en su interiormás de lo que ella quería. Con cada impulsoparecía adentrarse aún más en ella, hasta que tuvola seguridad de que iba a dañar algo en su interior.Sentía alivio cuando retrocedía, pero cuandoempujaba de nuevo en su interior le dolía aún más.Se tensó todo lo que pudo para detenerle y deseó

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poder gritar o indicarle que no debía empujar tanfuerte, que iba a romperle algo.

No poder gritar hizo que aumentara su pánico;centró su energía en tensar el cuerpo con toda lafuerza posible. Él jadeaba, emitía unos sonidosque no imaginaba que nadie pudiera emitir, unaespecie de gemido ahogado que no cesaba. Cuandose detuvo, Eilis se tensó aún más, deseando quesacara su pene, pero en lugar de hacerlo se quedósobre ella, jadeando. Tuvo la sensación de que élno era consciente de nada salvo de su propiarespiración, que en aquellos minutos, mientrasyacía apaciblemente sobre ella, no sabía o no lepreocupaba que ella existiera. No tenía ni idea decómo iban a mirarse el uno al otro ahora. No semovió, esperando que él hiciera algo.

Lo que Tony hizo tras apartarse de ella lasorprendió. Se levantó sin decir nada, la miró,sonrió, se quitó los zapatos y los calcetines ydespués los pantalones y los calzoncillos. Searrodilló sobre la cama y la desvistió lentamente,

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y cuando Eilis estuvo desnuda, cubriéndose elpecho con las manos, se quitó la camisa y tambiénse quedó desnudo. Después se acercó suavemente,casi con timidez, levantó la colcha de la cama yambos se deslizaron entre las sábanas ypermanecieron tumbados en silencio durante unrato. Cuando le tocó unos instantes después, con elpene de nuevo erecto, Eilis se dio cuenta de losuave y apuesto que era Tony, de que parecíamucho más fuerte desnudo que cuando estaba conella en la calle o en el salón de baile, donde,comparado con los hombres que eran más altos ycorpulentos, a menudo parecía casi frágil. Alcomprender que Tony quería volver a penetrarla,le susurró que la primera vez había empujadodemasiado fuerte.

—Creía que llegarías hasta el cuello. —Rió por lobajo.

—Ojalá pudiera —replicó él.

Eilis le pellizcó con fuerza.

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—No, tú no deseas hacerlo.

—Eh, eso duele —susurró él, besándola ydeslizándose despacio sobre ella.

Esta vez el dolor fue aún más intenso que antes,como si estuviera golpeando algo lastimado ocortado dentro de ella.

—¿Así mejor? —preguntó él.

Eilis se tensó todo lo que pudo.

—Eh, esto está bien —dijo Tony—. ¿Puedesvolver a hacerlo?

De nuevo, mientras empujaba, pareció olvidarsede que ella estaba con él. Parecía haber olvidadoel mundo. Y aquella sensación que iba más a alláde ella hizo que lo deseara más que nunca, quesintiera que aquello, y su recuerdo más tarde, seríasuficiente para ella, que la había cambiado más delo que nunca habría imaginado.

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Al día siguiente Tony la estaba esperando al salirdel trabajo y fueron de Fulton Street a la estaciónsin hablar. Una vez allí, quedaron en encontrarsede nuevo a la puerta de la escuela después declase. Cuando se separaron, él parecía serio, casienfadado con ella. Más tarde, la acompañó a casay Eilis se volvió antes de bajar los escalones delsótano y vio que Tony seguía allí. Él esbozó unasonrisa que le recordó tanto la forma de sonreír desu hermano Frank, tan llena de picardía einocencia, que Eilis rió y lo señaló con un gesto defingida acusación.

En la cocina, mientras esperaba que la teterahirviera, quedó patente que la señora Kehoe, queestaba sola a la mesa, no le hablaba. Eilis se sentíatan liviana que estuvo a punto de preguntarle a sucasera qué problema había, en cambio se dirigió ala cocina como si no hubiera notado nada extraño.

Entonces se le ocurrió que la señora Kehoe, quegeneralmente, creía Eilis, oía hasta el menor ruido

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y no se perdía nada, había oído a Tony entrando osaliendo del sótano, o peor aún, durante la noche.De todas las infamias que podían cometer lashuéspedes, aquella jamás había sido consideradasiquiera como una posibilidad para las propiashuéspedes o para la señora Kehoe. Pertenecía almundo de lo inconcebible. Aunque Patty y Dianasolían hablar abiertamente de sus novios, la ideade que una de ellas pasara la noche entera en sucompañía o le dejara entrar en su dormitorio nisiquiera se planteaba. Envuelta en el frío silencioque había creado la señora Kehoe, Eilis decidiónegar con toda rotundidad y descaro que Tony sehubiera acercado a su habitación y declarar quesemejante idea la escandalizaba tanto como a sucasera.

Se preparó huevos escalfados y tostadas y se sintióaliviada cuando Patty y Diana entraron con lanoticia de que la primera había visto un abrigo quese compraría si todavía estaba el viernes, cuandocobrara. La señora Kehoe se levantó sin decirpalabra y salió de la cocina dando un portazo.

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—¿Qué le pasa? —preguntó Patty.

—Creo que lo sé —dijo Diana, mirando a Eilis—,pero pongo a Dios por testigo de que no he oídonada.

—¿Oír qué? —preguntó Patty.

—Nada —replicó Diana—. Pero sonaba muy bien.

Eilis durmió profundamente y por la mañana sedespertó exhausta y dolorida. Era como si lamuerte de Rose hubiera ocurrido largo tiempoatrás y su noche con Tony permaneciera en ellacomo algo poderoso, aún presente. Se preguntócómo podría saber si estaba embarazada, cuántotardarían en aparecer las primeras señales. Se tocóel estómago preguntándose si en aquel precisoinstante se estaría produciendo algo, una pequeñaconexión similar a un pequeño nudo, o máspequeño aún, más pequeño que una gota de aguapero con todo lo necesario para crecer. Se

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preguntó si podía hacer algo para detenerlo, sihabía algo con lo que pudiera lavarse, pero encuanto pensó en ello supo que la mera idea estabamal y que tendría que confesarse y hacer que Tonyse confesara también.

Esperaba que no le sonriera como había hecho lanoche anterior y que fuera consciente del aprietoen el que se encontraría si estuviera embarazada.Y aunque no lo estuviera esperaba que entendiera,como ella ahora, que lo que habían hecho estabamal, y aún más mal porque había ocurrido cuandocasi acababan de enterrar a Rose. Aunque fuera aconfesarse, pensó Eilis, y le contara al sacerdotelo que habían hecho, jamás sería capaz de decir anadie que solo media hora antes ambos habíanestado llorando. Habría parecido demasiadoextraño.

En cuanto vio a Tony aquella noche le dijo quetenían que ir a confesarse los dos al día siguiente,que era viernes, y que suponía que él lo entendía.

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—No puedo confesarme con el padre Flood —dijo— o con alguien que pueda reconocerme. Ya séque no debería importarme, pero no podría.

Tony propuso que fueran a la iglesia de su barrio,donde la mayoría de los sacerdotes eran italianos.

—Algunos no entienden palabra de lo que dices sihablas en inglés —dijo.

—Entonces no es una verdadera confesión.

—Pero creo que conocen las palabras clave.

—No bromees. Tú también vas a confesarte.

—Ya lo sé —dijo él—. ¿Me prometes algo? —Tony se acercó a ella—. ¿Prometes ser amableconmigo después de confesarte? Me refiero acogerme de la mano, hablarme y sonreírme.

—¿Y tú me prometes que te confesarás realmente?

—Sí, te lo prometo —dijo él—, y mi madre quiere

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que vengas a comer el domingo. Está preocupadapor ti.

Al día siguiente se encontraron frente a la iglesiade Tony. Él insistió en que fueran a sacerdotesdiferentes; el de ella, dijo, un sacerdote llamadoAnthony con un largo apellido italiano, era joven yagradable y hablaba inglés. Él iría a uno de lossacerdotes italianos de más edad.

—Asegúrate de que entiende lo que le dices —susurró Eilis.

Cuando Eilis le dijo al sacerdote que había tenidorelaciones sexuales con su novio dos veces, tresnoches atrás, este se quedó en silencio largo rato.

—¿Ha sido la primera vez? —preguntó, cuandofinalmente habló.

—Sí, padre.

—¿Os amáis?

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—Sí, padre.

—¿Qué harás si estás embarazada?

—Él querrá casarse conmigo, padre.

—¿Tú quieres casarte con él?

Eilis no pudo responder. Tras unos instantes elsacerdote volvió a preguntárselo, en tonocomprensivo.

—Me gustaría casarme con él —dijo ella,vacilante—, pero todavía no estoy preparada.

—Pero has dicho que lo amas.

—Es un buen hombre.

—¿Es eso suficiente?

—Le amo.

—¿Pero no estás segura?

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Eilis suspiró y no dijo nada.

—¿Sientes lo que has hecho?

—Sí, padre.

—Como penitencia quiero que reces solo unavemaría, pero que lo hagas despacio y mediteslas palabras, y tienes que prometerme quevolverás dentro de un mes. Si estás embarazada,tendremos que volver a hablar, y te ayudaremos entodo lo que podamos.

Cuando volvió a casa de la señora Kehoedescubrió que había un candado en la entrada delsótano y que tenía que entrar por la puertaprincipal. La señora Kehoe estaba en la cocina conla señorita McAdam, que había decidido no ir albaile.

—A partir de ahora dejaré la entrada del sótanocerrada con candado —dijo la señora Kehoe,como si estuviera hablando solo con la señorita

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McAdam—. Nunca se sabe quién puede bajar.

—Muy inteligente por su parte —dijo la señoritaMcAdam.

Mientras Eilis se preparaba la cena, la señoraKehoe y la señorita McAdam la trataron como sifuera un fantasma.

La madre de Eilis le escribió y le comentó lo solaque estaba, lo largos que se le hacían los días y loduras que eran las noches. Le contó que losvecinos iban a verla constantemente y que la gentela llamaba después del té, pero que ya no sabía dequé hablar con ellos. Eilis le escribió variasveces; le hablaba de las novedades de latemporada veraniega de Bartocci’s y de losestablecimientos de Fulton Street, le decía que seestaba preparando para los exámenes, que eran enmayo, y que estaba estudiando mucho porque siaprobaba obtendría el título de contable.

No mencionó a Tony en ninguna de sus cartas y se

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preguntó si a aquellas alturas, al arreglar lahabitación de Rose o recibir sus cosas de laoficina su madre habría encontrado y leído las quehabía enviado a su hermana. Quedaba con Tonytodos los días, a veces simplemente para que larecogiera a la entrada de la escuela y laacompañara en tranvía a casa de la señora Kehoe.Desde la noche que él se había quedado en suhabitación, todo había cambiado entre ellos. Teníala impresión de que Tony se sentía más relajado,más inclinado a permanecer en silencio, ya nointentaba impresionarla tanto ni hacía bromas.Cada vez que lo veía cuando iba a recogerla,sentía que estaban más cerca. Y cada vez que sebesaban o se rozaban mientras caminaban por lacalle, recordaba la noche en que habían estadojuntos.

Cuando supo que no estaba embarazada, pensó enaquella noche con placer, sobre todo después devolver a confesarse con el sacerdote, que dealguna forma le dio a entender que lo que habíaocurrido entre ella y Tony no era difícil de

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comprender, a pesar de que estuviera mal, y quequizá era una señal de Dios de que debíanconsiderar la posibilidad de casarse y formar unafamilia. Le pareció tan fácil hablar con él lasegunda vez que se sintió tentada de contarle todala historia y preguntarle qué debía hacer conrespecto a su madre, cuyas cartas eran cada vezmás tristes, a veces la letra vagaba extrañamentepor el papel, casi ilegible. Pero salió delconfesionario sin contar nada más.

Un domingo, al salir de misa con Sheila Heffernanobservó que el padre Flood, que solía saludar asus feligreses a la entrada de la iglesia tras laceremonia, evitaba su mirada, se alejaba hacia lasombra cuando ellas iban hacia él y después seapresuraba a entablar conversación con un grupode mujeres, intensamente concentrado. Ella esperódetrás de él, pero el sacerdote, al verla, le dio laespalda y se alejó enseguida de ella. Al instantepensó que la señora Kehoe había hablado con él yque debería ir a verle lo más pronto posible, antesde que hiciera algo impensable como escribir a su

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madre acerca de ella. Pero no tenía ni idea de quéiba a decirle.

Por eso, después comer con Tony y su familia,quedó con él en que se verían más tarde, ya quetenía que estudiar. No dejó que la acompañara enmetro, y fue directamente de la estación a casa delpadre Flood.

Mientras esperaba en la sala delantera se diocuenta de que no podía aludir así como así a laseñora Kehoe, que tendría que esperar a que lohiciera él. Si él no sacaba el tema a colación,pensó, podía hablar de su madre y quizá inclusocomentar la posibilidad de trasladarse a lasoficinas de Bartocci’s, si quedaba una plaza librecuando hubiera aprobado los exámenes decontabilidad. Al oír pasos acercándose por elpasillo, supo que podía elegir. Podía mostrarsehumilde y dar a entender que se disculpaba consumisión aun sin admitirlo todo, o podíatransformarse en Rose, ponerse en pie comoprobablemente lo habría hecho ella y hablar al

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padre Flood como si fuera absolutamente incapazde cometer un pecado.

El padre Flood parecía incómodo cuando entró enla sala y tardó unos segundos en mirarla a los ojos.

—Espero no molestarle, padre —dijo Eilis.

—Oh, no, no, en absoluto. Solo estaba leyendo elperiódico.

Eilis sabía que era importante empezar a hablarantes que él.

—No sé si ha tenido noticias de mi madre, pero herecibido algunas cartas suyas y no parece que estébien.

—Lo siento —dijo el padre Flood—. Ya sabesque pensaba que iba a ser duro para ella.

Fuera cual fuese su forma de mirarla, logrótransmitirle que sus palabras sugerían mucho másde lo que le decía, que debía de ser duro para su

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madre no solo perder a Rose sino también teneruna hija que llevaba a un hombre a su habitaciónpor la noche.

Eilis sostuvo su mirada y permaneció en silencioel rato suficiente para que el padre Flood supieraque comprendía las implicaciones de sus palabraspero que no tenía intención de otorgarles mayorconsideración.

—Como sabe, espero aprobar los exámenes elpróximo mes, y eso significará que tendré el títulode contabilidad. He ahorrado algo de dinero y hepensado que podría ir a casa a ver a mi madredurante el tiempo que Bartocci’s pueda guardarmeel puesto sin paga. Y también, al igual que muchasde mis compañeras de pensión, he tenidoproblemas con la señora Kehoe, y cuando vuelvade Irlanda puede que me plantee cambiar dealojamiento.

—La señora Kehoe es muy amable —dijo el padreFlood—. Ahora no hay muchas casas irlandesas

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como esa. En los viejos tiempos había más.

Eilis no contestó.

—¿Así que quieres que hable con Bartocci? —preguntó él—. ¿Durante cuánto tiempo querríasirte?

—Un mes —replicó Eilis.

—¿Y después volverías y seguirías trabajando enla planta de ventas hasta que quedara un puestolibre en las oficinas?

—Sí.

El padre Flood asintió y pareció estar pensando enalgo.

—¿Quieres que también hable con la señoraKehoe? —preguntó.

—Creía que ya lo había hecho.

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—No desde que murió Rose —contestó él—. Nocreo haberla visto desde entonces.

Eilis escrutó su rostro, pero no supo decir siaquello era verdad o no.

—¿No quieres hacer las paces con ella? —preguntó el padre Flood.

—¿Cómo podría hacerlo?

—Ella te aprecia mucho.

Eilis no dijo nada.

—Te diré lo que haré —dijo el padre Flood—. Loarreglaré con Bartocci si tú haces las paces con laseñora Kehoe.

—¿Y cómo podría hacerlo? —repitió Eilis.

—Sé amable con ella.

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Antes de ver al padre Flood no se le habíaocurrido que podía pasar una temporada corta encasa. Pero una vez dicho sin que sonara ridículo yrecibida la aprobación del padre Flood, seconvirtió en un plan, algo que estaba decidida ahacer. Al día siguiente, a la hora de comer, fue auna agencia de viajes y averiguó los precios de losbarcos que cruzaban el Atlántico. Esperaría a quesalieran las notas de los exámenes, pero en cuantolas supiera, se iría a casa un mes; necesitaría cincoo seis días tanto para ir como para volver, así quedispondría de dos semanas y media para estar consu madre.

Aunque a finales de semana escribió a su madre,no mencionó que tenía planeado ir a casa. Cuandoun día vio al padre Flood entrar en la tienda, supoque iba por ella, porque le guiñó el ojo al pasar, yesperó tener noticias suyas pronto.

El viernes, después de que Tony la acompañara acasa al salir del baile, encontró una carta delpadre Flood que habían llevado en mano. Al poco

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rato la señora Kehoe entró en la cocina y dijo queiba a preparar té y que esperaba que Eilis seuniera a ella. Eilis sonrió cálidamente a la señoraKehoe y le dijo que estaría encantada, después fuea su habitación y abrió la carta. Los Bartocci,decía el padre Flood, podían concederle un messin paga, la fecha la tendría que acordar con laseñorita Fortini, y, si aprobaba los exámenes,esperaban poder ofrecerle un puesto en la oficinaen un plazo de seis meses. Eilis dejó la carta sobrela cama y subió a la cocina, donde se encontró elté casi servido.

—¿Te sentirás segura si quito el candado de laentrada del sótano? —le preguntó la señora Kehoe—. No sabía qué hacer, así que he preguntado alamable sargento Mulhall, cuya esposa juega alpóquer conmigo, y él me ha dicho que hará que susagentes vigilen de cerca la entrada e informen decualquier actividad improcedente.

—Oh, es una gran idea, señora Kehoe —dijo Eilis—. Debería darle las gracias en nombre de todas

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nosotras la próxima vez que le vea.

Eilis esperaba que el examen de derecho fuera tanfácil como la última vez. Y estaba contenta con eltrabajo que había hecho en las demás asignaturas.Sin embargo, como parte del examen final cadaestudiante recibiría los pormenores del ejercicioanual de una compañía: alquiler, calefacción yelectricidad, salarios, la posible devaluación de lamaquinaria y otros bienes, deuda, inversión decapital e impuestos. Por otro lado estarían lasventas, el dinero ingresado por otras fuentes, yafueran de ventas al por mayor o al por menor. Ytendrían que introducir todos los asientoscontables en el libro mayor, en la columnacorrecta, y hacerlo con cuidado para que en lareunión general anual, cuando la junta y losaccionistas de la compañía quisieran verclaramente qué beneficios y pérdidas habíantenido, pudieran hacerlo a partir del libro mayor.Los que suspendieran aquella parte del examen,les dijeron, no pasarían aunque hubieran hecho

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bien lo demás. Tendrían que repetir el examencompleto.

Una noche, a escasos días de los exámenes,cuando Tony la acompañaba a casa, Eilis le contóque tenía planeado irse a casa un mes cuando lehubieran dado las notas. Finalmente, había escritoa su madre para darle la noticia. Tony no dijonada, pero cuando llegaron a casa de la señoraKehoe le pidió que diera una vuelta a la manzanacon él. Su rostro estaba pálido y parecía serio, yno la miró directamente al hablar.

Cuando se alejaron de la casa de la señora Kehoese sentó en un portal vacío, mientras Eilis sequedaba en pie, apoyada en la barandilla. Eilissabía que a Tony le disgustaría que se fuera deaquella manera, pero iba a explicarle que él teníafamilia en Brooklyn y que no sabía lo que era estarlejos de casa. Se había preparado para decirle queél también se iría a casa una temporada encircunstancias similares.

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—Cásate conmigo antes de irte —dijo él, casi sinvoz.

—¿Qué has dicho? —Eilis fue hacia el portal y sesentó junto a él.

—Si te vas, no volverás.

—Solo me voy un mes, ya te lo he dicho.

—Cásate conmigo antes de irte.

—No confías en que vuelva.

—He leído la carta que te escribió tu hermano. Sélo difícil que sería para ti ir a casa y después tenerque volver. Sé que sería difícil para mí. Sé lobuena persona que eres. Viviría con el temor derecibir una carta tuya contándome que tu madre nopuede quedarse sola.

—Te prometo que volveré.

Cada vez que Tony decía «cásate conmigo»

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miraba por encima de ella, murmurando laspalabras como si estuviera hablando consigomismo. Después se volvió y la miró directamente.

—No estoy hablando de una iglesia, ni de vivirjuntos como marido y mujer, ni tampoco tenemosque decírselo a nadie. Puede ser algo solo entre túy yo, y después podemos casarnos en una iglesiaen el momento que decidamos, cuando hayasvuelto.

—¿Te puedes casar así? —preguntó Eilis.

—Pues claro. Solo tienes que notificarlo, y haréuna lista de lo que tenemos que hacer.

—¿Por qué quieres que lo haga?

—Será solo algo entre nosotros dos.

—Pero ¿por qué quieres hacerlo?

Al hablar, los ojos de Tony se llenaron delágrimas.

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—Porque si no lo hacemos, me volveré loco.

—¿Y no se lo diremos a nadie?

—A nadie. Nos tomaremos medio día libre, yaestá.

—¿Y llevaré anillo?

—Puedes hacerlo si quieres, pero si no, no pasanada. Todo esto podría ser algo privado y soloentre nosotros dos, si quisieras.

—¿Una promesa no sería lo mismo?

—Si puedes prometerlo, también puedes haceresto fácilmente.

Tony fijó una fecha justo después de los exámenesy empezaron a hacer los preparativos y a rellenarlos formularios que se necesitaban. El domingoanterior al día señalado, Eilis fue a comer con lafamilia de Tony, como de costumbre. Al sentarse,

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tuvo la impresión de que el chico se lo había dichoa su madre o que esta imaginaba algo. Habíamantel nuevo en la mesa y la forma de vestir de lamadre sugería que se trataba de un acontecimientoimportante. Después, cuando apareció el padre deTony con sus tres hermanos, vio que todos vestíanchaqueta y corbata, algo que no solía hacer. Unavez sentados a la mesa, observó que Frank estabaextrañamente silencioso al principio y quedespués, cada vez que intentaba hablar, sushermanos le interrumpían.

Al final Eilis insistió en que quería oír lo que teníaque decir.

—Cuando vivamos todos en Long Island —dijo—y tú tengas tu propia casa, ¿dispondrás de unahabitación para mí, para que pueda quedarmecontigo cuando me hagan la vida imposible?

Eilis vio que Tony había bajado la cabeza.

—Por supuesto, Frank. Y podrás venir siempre

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que quieras.

—Es lo único que quería decir.

—A ver si creces, Frank —dijo Tony.

—A ver si creces, Frank —repitió Laurence.

—Sí, Frank —añadió Maurice.

—¿Ves? —Frank se volvió hacia Eilis y señaló asus tres hermanos—. Esto es lo que tengo quesoportar.

—No te preocupes —dijo Eilis—. Yo me ocuparéde ellos.

Al final de la comida, cuando servían el postre, elpadre de Tony sacó unos vasos especiales, abrióuna botella de prosecco y propuso brindar paraque Eilis tuviera un viaje tranquilo y volviera sanay salva. Eilis se preguntó si aún era posible queTony no les hubiera hablado de la boda, sino solode sus planes de ir a Irlanda un mes; le pareció

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muy poco probable que se lo hubiera contado aFrank, a no ser que este lo hubiera oído porcasualidad. Quizá solo habían preparado unacomida especial porque se iba a casa, pensó.

Después del postre el ambiente resultó tanagradable que casi empezó a desear que leshubiera dicho que iban a casarse.

Tony había organizado la ceremonia a las dos dela tarde, una semana antes de que Eilis semarchara. Los exámenes le habían ido bien y Eilisestaba casi segura de que conseguiría el título.Como otras parejas que iban a casarse habían idocon la familia y los amigos; la ceremonia lepareció rápida y corta, y despertó la curiosidad delos que esperaban porque habían ido solos.

Aquella tarde en el tren, de camino a Coney Island,Tony sacó a colación por primera vez cuándopodrían casarse por la iglesia y vivir juntos.

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—Tengo algunos ahorros —dijo—, así quepodríamos alquilar un apartamento y mudarnoscuando esté lista la casa.

—No me importa. Me gustaría que ahorapudiéramos irnos juntos a casa.

Tony le acarició la mano.

—A mí también —dijo—. Y el anillo le sientabien a tu dedo.

Eilis miró el anillo.

—Será mejor que me acuerde de quitármelo antesde que la señora Kehoe lo vea.

El mar estaba gris y encrespado, y en el cielo elviento empujaba veloces racimos de nubesblancas. Caminaron lentamente por el paseomarítimo y el muelle, donde se detuvieron a mirara los pescadores. Después regresaron y sesentaron a comer un perrito caliente; Eilis notó quealguien de la mesa contigua miraba su anillo. Se

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sonrió.

—¿Les diremos alguna vez a nuestros hijos lo quehicimos? —preguntó.

—Puede que cuando seamos viejos y nos hayamosquedado sin historias que contar —dijo Tony—. Opuede que lo reservemos para algún aniversario.

—Me pregunto qué pensarán de esto.

—La película que vamos a ver se titula The Belleof New York. Esta parte se la creerán. Pero quedespués de la película cogimos el metro y te dejéen casa de la señora Kehoe, eso no se lo creerán.

Cuando acabaron de comer caminaron hasta elmetro y esperaron el tren que los llevaría a laciudad.

CUARTA PARTE

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La madre de Eilis le enseñó el dormitorio deRose, iluminado por el sol de la mañana. Lo habíadejado todo, dijo, tal como estaba, incluida la ropadel armario y los cajones.

—He hecho limpiar las ventanas y lavar lascortinas y yo misma he quitado el polvo y barrido,pero, por lo demás, está todo exactamente igual —dijo su madre.

La casa en sí misma no parecía extraña; Eilis solonotó su ambiente sólido y familiar, el ligero olor acomida preparada, las sombras, la vívidapresencia de su madre. Pero nada la habíapreparado para la quietud de la habitación de Rosey apenas sintió nada al mirarla. Se preguntó si sumadre quería que llorara, o si había dejado lahabitación tal como era para que pudiera sentiraún con mayor intensidad la muerte de Rose. Nosupo qué decir.

—Y uno de estos días —dijo la madre— podemos

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revisar la ropa. Rose se acababa de comprar unabrigo de invierno nuevo y veremos si te quedabien. Tenía cosas muy bonitas.

De repente Eilis se sintió sumamente cansada ypensó que debía irse a dormir en cuanto acabarande desayunar, pero sabía que su madre habíaplaneado el momento en que ambas estarían juntasante aquella puerta, contemplando la habitación.

—Sabes, a veces creo que aún está viva —dijo sumadre—. Cuando oigo el más leve ruido arriba,pienso que es Rose.

Mientras desayunaban, Eilis deseó que se leocurriera algo más que decir, pero resultaba difícilhablar porque pareció que su madre hubierapreparado palabra por palabra lo que estabadiciendo.

—He encargado una corona de flores para que lalleves a la tumba, y dentro de unos días si eltiempo aguanta, podemos ir y decirles que es hora

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de que graben el nombre y las fechas de Rosedebajo de las de tu padre.

Eilis se preguntó por un momento qué pasaría siinterrumpiera a su madre y dijera: «Me hecasado». Supuso que su madre encontraría laforma de no oírla o de simular que no había dichonada. O puede, imaginó, que el cristal de laventana se rompiera.

Cuando logró decirle que estaba cansada ynecesitaba acostarse un rato, su madre todavía nole había hecho una sola pregunta sobre su estanciaen Estados Unidos, ni siquiera sobre su viaje devuelta. De la misma manera que su madre parecíahaber preparado lo que diría y le enseñaría, ellahabía planeado cómo transcurriría aquel primerdía. Tenía pensado contarle que el viaje de NuevaYork a Cobh había sido mucho más tranquilo quesu primer viaje desde Liverpool, y lo mucho quehabía disfrutado tomando el sol en cubierta.También había pensado enseñarle a su madre lacarta que le había enviado el Brooklyn College

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diciéndole que había aprobado los exámenes y queposteriormente recibiría un certificado conformetenía el título de contable. Había comprado unarebeca, una bufanda y algunas medias para sumadre, pero la mujer las había dejado a un ladocon aire casi ausente, diciendo que abriría lospaquetes más tarde.

Eilis se alegró de poder cerrar la puerta de suvieja habitación y correr las cortinas. Lo único quequería era dormir, a pesar de que había dormidobien en el hotel del puerto de Rosslare la nocheanterior. Había enviado una postal a Tony desdeCobh diciéndole que había llegado bien y le habíaescrito una carta desde Rosslare contándole elviaje. Se alegraba de no tener que escribirle desdeaquella habitación sin vida, y casi se asustaba alver lo poco que significaba para ella. No se habíaparado a pensar cómo sería volver a casa porquehabía imaginado que sería fácil; había anheladotanto la familiaridad de aquellas habitaciones quehabía supuesto que se sentiría feliz y aliviada devolver a ellas, en cambio, aquella primera

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mañana, no supo hacer otra cosa que contar losdías que faltaban para irse. Aquello hizo que sesintiera extraña y culpable; se acurrucó en la camay cerró los ojos, con la esperanza de dormirse.

Su madre la despertó diciéndole que casi era lahora del té. Había dormido, calculó, casi seishoras, y lo único que quería era seguir durmiendo.Su madre le dijo que había agua caliente, en casode que quisiera darse un baño. Eilis abrió lasmaletas y empezó a colgar la ropa en el armario ya guardar cosas en los cajones. Encontró unvestido de verano que no parecía muy arrugado yuna rebeca y ropa interior limpia y unos zapatosplanos.

Cuando volvió a la cocina después de bañarse ycambiarse de ropa, su madre la miró de arribaabajo con cierta desaprobación. Eilis cayó en lacuenta de que quizá los colores que llevaba erandemasiado vistosos, pero no tenía ropa másoscura.

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—Toda la ciudad me ha preguntado por ti —dijosu madre—. Dios mío, incluso Nelly Kelly. La vien la puerta de la tienda y me soltó un gran rugido.Todos tus amigos quieren pasar a verte, pero leshe dicho que sería mejor que esperaran a que tehubieras instalado.

Eilis se preguntó si su madre siempre había tenidoaquella forma de hablar que parecía no esperarrespuesta, y de repente reparó en que hastaentonces apenas había estado a solas con ella, quesiempre había tenido a Rose para mediar entreambas; Rose, que tenía muchas cosas que contarlesa las dos, preguntas y comentarios que hacer,opiniones que brindar. También tenía que serdifícil para su madre, pensó; lo mejor seríaesperar unos días y ver si empezaba a interesarsepor su vida en Estados Unidos y le daba la ocasiónde introducir poco a poco el tema de Tony ycontarle que iba a casarse con él cuando volviera.

Se sentaron a la mesa de la sala y revisaron todaslas cartas de condolencias y de solicitudes de misa

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que habían recibido las semanas posteriores a lamuerte de Rose. La madre de Eilis había hechoimprimir un recordatorio con una foto de Rose entodo su esplendor y felicidad, con su nombre, edady fecha de fallecimiento, y unas oraciones cortasdebajo y en el reverso. Tenían que enviarlas. Peroa los que habían escrito o venido a visitarle habíaque adjuntarles una nota especial o una carta máslarga. La madre de Eilis había dividido losrecordatorios en tres montones: en uno solo habíaque poner el nombre y la dirección en el sobre ymeter el recordatorio, en el segundo había queincluir una nota o carta suya y en el último Eilistenía que escribir una nota o una carta. Eilisrecordó vagamente que también habían hechoaquello tras la muerte de su padre, pero Rose,recordó también, se había hecho cargo de todo,ella no había participado directamente.

Su madre se sabía casi de memoria algunas de lascartas de condolencia que había recibido ytambién tenía una lista de todos los que habían idoa visitarla, que repasó con cuidado a Eilis,

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comentándole quién había ido demasiado amenudo o se había quedado demasiado rato, oquién había cotilleado excesivamente o habíadicho algo que la había ofendido. Y había primosde su madre que vivían más allá de Bree quehabían ido con vecinos suyos, gente tosca de fuera,y esperaba no tener que volver a verlos, ni a losprimos ni a sus vecinos.

Y una noche, dijo, fueron Dora Devereux de CushGap y su hermana Statia y no habían parado dehablar y de contar cosas de personas a las queninguno de los presentes conocía. Le habíandejado una estampa cada una, dijo su madre, y lesescribiría una breve nota agradeciendo su visita,aunque procurando no animarlas a volver pronto.También había ido Nora Webster, dijo, conMichael; Nora había dado clases a los chicos en laescuela, y eran las personas más encantadoras dela ciudad. No le importaría que ellos volvieran,dijo, pero como tenían niños pequeños no creíaque lo hicieran.

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Su madre fue leyendo en voz alta la lista depersonas, y Eilis casi se echó a reír al oír nombresde los que no había tenido noticias, o en los que nohabía pensado durante su estancia en América.Cuando su madre mencionó a una anciana quevivía cerca de Folly, no pudo resistirse.

—Dios mío, ¿aún vive?

Su madre la miró afligida y se puso las gafas altiempo que empezaba a buscar una carta que habíaextraviado del capitán del club de golf en la que ledecía cuán apreciada era Rose y cuánto la echaríande menos. Cuando la encontró, miró a Eilis conseveridad.

Cada carta y cada nota que escribía Eilis tenía queser revisada por la madre, que a menudo queríaque la repitiera o añadiera un párrafo al final. Y ensus propias cartas, al igual que en las de su hija,quería dejar claro que, ahora que Eilis estaba encasa, se sentía muy acompañada y no necesitabamás visitas.

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A Eilis le asombró la diversidad de formas en quelas personas habían expresado sus condolencias,una vez escritas la primera o segunda frases. A lahora de contestar, su madre también intentaba,cambiar el tono y el contenido, procurando deciralgo adecuado a cada persona. Pero era unproceso lento, y al final del primer día Eilistodavía no había salido a la calle ni estado a solasun solo momento. Y no había hecho ni la mitad deltrabajo.

Al día siguiente trabajó duro y le dijo a su madrevarias veces que si seguían hablando o releyendocada carta que habían recibido, no acabarían nuncala tarea que tenían por delante. Pero su madre nosolo iba despacio e insistía en que era ella, y noEilis, la que tenía que escribir la mayor parte, sinoque además quería que su hija leyera todas lascartas que ella acababa. Tampoco podía evitarhacer comentarios sobre las personas que habíanescrito, incluidas las que Eilis no conocía.

Eilis intentó cambiar de tema varias veces y le

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preguntó a su madre si podrían ir juntas a Dublínalgún día, o acercarse al menos a Wexford, entren, una tarde. Pero su madre contestó queesperarían y ya verían, que ahora la cuestión eraacabar de escribir y enviar aquellas cartas y quedespués revisarían la habitación de Rose yordenarían su ropa.

Mientras tomaban el té el segundo día, Eilis le dijoa su madre que si no llamaba pronto a alguna desus amigas, las ofendería. Ahora que habíaempezado, estaba decidida a conseguir un día librey no pasar directamente de escribir cartas y ponerdirecciones en los sobres bajo la atenta y cada vezmás malhumorada supervisión de su madre arevisar la ropa de Rose.

—He pedido que mañana traigan la corona deflores —dijo su madre—, así que iremos alcementerio.

—Bien, entonces quedaré con Annette y Nancy porla tarde —contestó Eilis.

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—Pasaron a preguntar cuándo volvías. Les dilargas, pero si quieres verlas, tendrías queinvitarlas a casa.

—Puede que lo haga ahora —dijo Eilis—. Si leenvío una nota a Nancy, ella puede ponerse encontacto con Annette. ¿Nancy sigue saliendo conGeorge? Dijo que iban a comprometerse.

—Dejaré que te lo explique ella —replicó sumadre, y sonrió.

—George sería un gran partido —dijo Eilis—. Ytambién es apuesto.

—Oh, no sé —dijo su madre—. La podríanconvertir en una esclava, en aquella tienda. Y lavieja señora Sheridan parece una aristócrata. Yono le dedicaría ni un momento.

Salir a la calle hizo que se sintiera mejorenseguida, y la tarde era tan agradable y cálida quepodría haber caminado gustosamente durantehoras. Vio que una mujer observaba su vestido,

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medias y zapatos y después su bronceada piel, ycuando se dirigía a casa de Nancy, se dio cuentacon regocijo de que en aquellas calles debía deparecer sofisticada. Se tocó el dedo en el quehabía llevado el anillo de bodas y se prometió a símisma que escribiría a Tony aquella noche,cuando su madre se fuera a la cama, y queencontraría una forma de llevar la carta a correosa la mañana siguiente sin que ella se enterara. Oquizá, pensó, aquella sería una buena forma derevelar delicadamente a su madre el secreto deque tenía alguien especial en América en caso deque no hubiera visto las cartas que le había escritoa Rose.

Al día siguiente, de camino al cementerio con lacorona de flores, todos los que las conocían sedetuvieron a hablar con ellas. Elogiaron a Eilispor su buen aspecto, pero no con excesivaefusividad o en un tono demasiado frívolo porquevieron que se dirigía con su madre a la tumba desu hermana.

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Hasta que cruzaron la avenida principal delcementerio en dirección al panteón familiar, Eilisno fue consciente de hasta qué punto había temidoaquello. Sintió lo mucho que la había irritado sumadre los días anteriores y caminó despacio,cogiéndola del brazo, con la corona a la mano.Algunas de las personas que estaban en elcementerio se detuvieron y observaron cómo seaproximaban a la tumba.

Su madre quitó una corona casi marchita. Despuésvolvió junto a Eilis y se quedó en pie frente a lalápida.

—Bueno, Rose —dijo, suavemente—, aquí estáEilis, ha venido a casa y te hemos traído floresufanas.

Eilis no sabía si su madre esperaba que tambiéndijera algo, pero ahora estaba llorando y no creíaque pudiera decir nada con claridad. Cogió a sumadre de la mano.

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—Rezo por ti, Rose, y pienso en ti —susurró— yespero que tú reces por mí.

—Reza por todos nosotros —dijo su madre—.Rose está en el cielo y reza por nosotros.

Estando frente a la tumba, en silencio, la idea deque Rose estuviera bajo tierra, rodeada deoscuridad, se le hizo casi insoportable. Intentóimaginar a su hermana en vida, la luz de sus ojos,su voz, su forma de ponerse la rebeca sobre loshombros cuando sentía frío, su forma de tratar a sumadre, haciendo que se interesara incluso por elmás pequeño detalle de las vidas de Rose y Eilis,como si tuvieran los mismos amigos, los mismosintereses, las mismas experiencias. Se concentróen el espíritu de Rose e intentó evitar que su mentepensara en lo que le estaba ocurriendo a su cuerpo,justo bajo sus pies, en el húmedo barro.

Volvieron a casa por Summerhill y cruzaron FairGreen hasta Back Road porque su madre dijo queno quería encontrarse a nadie más aquel día, pero

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a Eilis se le ocurrió que lo que no quería bajoningún concepto era que la viera alguien quepudiera invitarla o apartarla de su lado.

Aquella noche, cuando Nancy y Annette fueron avisitarla, Eilis vio inmediatamente el anillo decompromiso de Nancy. Ella le contó que llevabacomprometida con George dos meses, pero que nohabía querido contárselo por carta debido a lo deRose.

—Pero es fantástico que estés aquí para la boda.Tu madre está encantada.

—¿Cuándo es la boda?

—El sábado veintisiete de junio.

—Pero entonces ya me habré ido —dijo Eilis.

—Tu madre ha dicho que todavía estarías aquí.Escribió aceptando la invitación en nombre de lasdos.

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Su madre entró en la habitación con una bandejacon tazas, platitos, una tetera y pastelitos.

—Bueno —dijo—, es agradable volver a veros alas dos, un poco de vida en la casa otra vez. Lapobre Eilis estaba harta de su vieja madre. Yesperamos con ilusión tu boda, Nancy. Tendremosque ponernos muy elegantes. Es lo que Rosequerría.

Y salió de la habitación antes de que nadie pudieradecir una palabra. Nancy miró a Eilis y encogiólos hombros.

—Ahora tendrás que ir.

Eilis calculó mentalmente que la boda era cuatrodías después de la fecha de partida prevista;también recordó que la agencia de viajes deBrooklyn le había dicho que podía cambiar lafecha siempre y cuando avisara a la compañíamarítima con antelación. En ese momento decidióque se quedaría unas semanas más, y esperó que en

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Bartocci’s nadie pusiera demasiadas objeciones.Sería fácil explicarle a Tony que su madre habíaconfundido la fecha de partida, aunque ella nocreía que su madre hubiera confundido nada.

—¿O quizá tienes a alguien esperándoteimpacientemente en Nueva York? —sugirióAnnette.

—Por ejemplo la señora Kehoe, mi casera —replicó Eilis.

Eilis sabía que no podía hacer confidencias aninguna de sus amigas, sobre todo cuando estabantodas juntas, sin acabar hablando demasiado. Y sise lo contaba, pronto se encontraría con que una desus madres le comentaría a la suya que tenía novioen América. Era mejor, pensó, no decir nada yhablar de ropa y de sus estudios y contarles cosasde sus compañeras y de la señora Kehoe.

Ellas, a su vez, le contaron las novedades de laciudad, quién salía con quién, o quién tenía

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previsto comprometerse, y añadieron que la últimanoticia era que la hermana de Nancy, que habíaestado saliendo intermitentemente con Jim Farrelldesde Navidad, al final había roto con él y ahoratenía un novio de Ferns.

—Solo se lió con Jim Farrell por un reto —dijoNancy—. Era tan grosero con ella como lo fuecontigo aquella noche, ¿te acuerdas? Y todosapostamos dinero a que no se liaría con él. Yentonces lo hizo. Pero al final no le soportaba,decía que era como tener tortícolis, aunque Georgediga que es muy buen tipo cuando llegas aconocerle, y todas sabían que George iba alcolegio con él.

—George es muy bueno —dijo Annette.

Jim Farrell, dijo Nancy, iba a asistir a la bodacomo amigo de George, pero su hermana exigíaque también invitaran a su nuevo novio de Ferns.Con toda aquella charla sobre novios y planes deboda, Eilis se dio cuenta de que si les contaba a

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Nancy o Annette lo de su boda secreta, a la que nohabía asistido nadie salvo ella y Tony, su reacciónsería de silencio y asombro. Parecería demasiadoextraño.

Cuando en los días siguientes, fue a la ciudad, eldomingo, al ir a misa de once con su madre, todoel mundo comentaba lo bonita que era la ropa deEilis, la elegancia de su peinado y el bronceado desu piel. Eilis intentó organizarse para quedar conAnnette o Nancy cada día, bien juntas o porseparado, y le decía a su madre con antelación loque tenía previsto hacer. El miércoles, cuando ledijo a su madre que, si no había inconveniente, aldía siguiente a primera hora de la tarde iría aCurracloe con George Sheridan y Nancy y Annette,la mujer le pidió que anulara la salida de aquellatarde y empezaran a revisar las pertenencias deRose y a decidir con qué quedarse y qué dar.

Sacaron la ropa del armario y la colocaron sobrela cama. Eilis quería que quedara claro que nonecesitaba la ropa de su hermana y que lo mejor

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sería darlo todo a la caridad. Pero su madre yaestaba apartando el abrigo de invierno de Rose,recién comprado, y varios vestidos que dijo quepodían ajustarse fácilmente para que le quedaranbien a Eilis.

—No voy a tener mucho espacio en mi maleta —dijo Eilis— y el abrigo es precioso, perodemasiado oscuro para mí.

Su madre, que seguía ocupada separando prendas,fingió no haberla oído.

—Lo que haremos será llevar los vestidos y elabrigo al sastre mañana por la mañana. Parecerándistintos cuando tengan la medida correcta, cuandocasen con tu nuevo aspecto americano.

Eilis, a su vez, empezó a ignorar a su madre. Abrióel cajón inferior de la cómoda y vació el contenidoen el suelo. Quería asegurarse de encontrar lascartas que había enviado a Rose, si estaban allí,antes que su madre. Había viejas medallas y

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folletos, incluso redecillas y horquillas que no sehabían utilizado durante años, pañuelos doblados yalgunas fotografías que apartó, así como un montónde cartulinas de puntuación de golf. Pero no habíarastro de las cartas ni en aquel cajón ni en losdemás.

—La mayor parte son cosas inútiles, mamá. Lomejor será conservar solo las fotos y tirar lodemás.

—Oh, voy a tener que mirármelo todo, pero ahoraven aquí y ayúdame a doblar estos pañuelos.

Eilis se negó a ir al sastre al día siguiente y alfinal le dijo a su madre con rotundidad que noquería llevar ni los vestidos ni el abrigo de Rose,no importaba lo elegantes o caros que fueran.

—Entonces, ¿quieres que los tire?

—Hay mucha gente que estaría encantada detenerlos.

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—¿Pero no son lo bastante buenos para ti?

—Yo ya tengo mi ropa.

—Bien, los dejaré en el armario por si cambias deopinión. Podrías darlos y el domingo, en misa,encontrarte a un desconocido con su ropa. Esosería el colmo.

Eilis había comprado sellos y sobres especialespara América en la oficina de correos. Escribió aTony para contarle que se quedaba una semanamás y a la oficina de la compañía marítima enCobh para cancelar el billete de vuelta que habíareservado y pedirles que le dijeran cómo fijar unafecha de regreso posterior. Decidió esperar a quese acercara la fecha para avisar a la señoritaFortini y a la señora Kehoe de que llegaría mástarde. Se preguntó si sería inteligente utilizar unaenfermedad como excusa. Le contó a Tony suvisita a la tumba de Rose y el compromiso deNancy, y le aseguró que llevaba el anillo cerca deella para poder pensar en él cuando estaba sola.

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A la hora de comer metió una toalla, un bañador yunas sandalias en una bolsa y se fue caminando acasa de Nancy, donde George Sheridan pasaría abuscarlas. La mañana había sido bonita; la brisa,suave y tranquila, y en la casa, mientras esperabanque llegara George, el calor era casi sofocante.Cuando oyeron la bocina de la camioneta que solíausar para los repartos, salieron. Eilis sesorprendió al ver a Jim Farrell, que le abrió lapuerta para que entrara y después se sentó a sulado, dejando que Nancy se sentara delante conGeorge.

Eilis saludó a Jim con frialdad y se acomodó lomás lejos que pudo de él. Le había visto eldomingo anterior en misa, pero había puestocuidado en evitarlo. Cuando salieron de la ciudadse dio cuenta de que era él, y no Annette, quien lesacompañaba; se enfadó con Nancy por nohabérselo dicho. De haberlo sabido, no habría ido.Se enfureció aún más cuando George y Jim sepusieron a hablar de un partido de rugby mientrasel coche recorría Osbourne Road en dirección a

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Vinegar Hill y después giraba a la derecha haciaCurracloe. Estuvo a punto de interrumpir a los doshombres para decirles que en Brooklyn tambiénhabía un Vinegar Hill, pero que no se parecía ennada al Vinegar Hill desde el que se veíaEnniscorthy, a pesar de que le habían puesto sunombre. Cualquier cosa, pensó, con tal de hacerloscallar. Pero decidió no dirigirse ni una sola vez aJim Farrell, incluso ignorar su presencia, eintroducir un tema en el que no pudiera participaren cuanto se produjera una interrupción en laconversación.

Cuando George aparcó el coche y él y Nancyfueron hacia el entablado que cruzaba las dunashasta la playa, Jim Farrell le preguntó con muchasuavidad cómo estaba su madre y le dijo que él ysus padres habían ido al funeral de Rose. Sumadre, dijo, la apreciaba mucho, del club de golf.

—En general —continuó diciendo— hacía muchotiempo que no ocurría nada tan triste en la ciudad.

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Eilis asintió. Si lo que quería era que opinara biende él, pensó, entonces tendría que hacerle sabercuanto antes que no tenía ninguna intención dehacerlo, pero no era aquel precisamente elmomento.

—Debe de resultarte duro estar en casa —continuóél—. Aunque para tu madre debe de ser agradable.

Eilis se volvió y le sonrió con tristeza. Novolvieron a hablar hasta que se reunieron conGeorge y Nancy en la playa.

Por lo visto, Jim no había llevado ni toalla nibañador, y dijo que en cualquier caso el aguaestaba demasiado fría. Eilis miró a Nancy ydespués lanzó una fulminante mirada a Jim con laintención de que Nancy la viera. Mientras Jim sequitaba los zapatos y los calcetines, searremangaba los pantalones y se dirigía a la orilla,los demás se cambiaron. Si esto hubiera ocurridoaños atrás, pensó Eilis, se habría pasado todo elviaje desde Enniscorthy preocupada por el

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bañador y su diseño, por si no tenía un aspectobonito o elegante en la playa, o por lo que Georgeo Jim pudieran pensar de ella. Pero ahora, quetodavía conservaba el bronceado del barco y desus excursiones a Coney Island con Tony, se sintióextrañamente segura de sí misma al cruzar la playay pasar sin decir palabra junto a Jim Farrell, queestaba chapoteando en la orilla. Se metió en elagua, y, al llegar la primera ola alta, se lanzócontra ella mientras rompía y después se adentróen el mar. Sabía que Jim la estaba mirando, y laidea de que debió de salpicarlo al pasar junto a élla hizo sonreír. Por un instante pensó que era algoque podría explicarle a Rose y que a ella leencantaría, pero después, con un sentimiento depesar cercano al dolor físico, se acordó de queRose estaba muerta, y que había cosas comoaquella, cosas corrientes, que nunca sabría, queahora ya no le importaba.

Más tarde, Nancy y George fueron paseando juntoshacia Ballyconnigar, dejando atrás a Eilis y Jim.Él empezó a hacerle preguntas sobre Estados

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Unidos. Le contó que tenía dos tíos en Nueva Yorky que solía imaginárselos entre los rascacielos deManhattan hasta que se enteró de que vivían a másde trescientos kilómetros de la ciudad de NuevaYork. Estaban en el estado de Nueva York, dijo, yel pueblo en el que vivía uno de ellos era máspequeño que Bunclody. Cuando Eilis le contó queun sacerdote amigo de su hermana la habíaanimado a ir y la había ayudado cuando llegó, él lepreguntó su nombre. Eilis le dijo que era el padreFlood, y se quedó desconcertada unos instantescuando Jim replicó que sus padres le conocíanbien; su padre, creía, había ido al Sant Peter’sCollege con él.

Más tarde fueron a Wexford y tomaron el té en elhotel Talbot, donde se iba a celebrar el banquetede bodas. De vuelta a Enniscorthy, Jim les invitó atomar algo en el bar de su padre antes de volver acasa. Su madre, que estaba sirviendo en la barra,sabía que habían ido de excursión y saludó a Eiliscon una calurosa efusividad que ella casi encontróinquietante. Antes de separarse quedaron en

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repetir la excursión el domingo siguiente. Georgesugirió la posibilidad de ir a Courtown a bailardespués de Curracloe.

Eilis no tenía llave de la puerta principal de FriaryStreet, así que tuvo que llamar; esperaba que sumadre no estuviera durmiendo. La oyó acercarselentamente a la puerta e imagino que debía dehaber estado en la cocina. Su madre estuvo un ratoabriendo cerraduras y descorriendo cerrojos.

—Bueno, ya estás aquí —dijo su madre, y sonrió—. Tendré que darte una llave.

—Espero no haberte despertado.

—No, cuando he visto que te marchabas heimaginado que volverías tarde, pero tampoco estan tarde, todavía hay algo de luz en el cielo.

Su madre cerró la puerta y la hizo pasar a lacocina.

—Y bien, dime —dijo—. ¿Te lo has pasado bien

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en la excursión?

—Ha sido agradable, mamá —dijo Eilis—. Yhemos ido a tomar el té a Wexford.

—Y espero que Jim Farrell no se haya mostradodemasiado necio.

—Ha sido agradable. Ha cuidado sus modales.

—Bien, la gran noticia es que han venido apreguntar por ti de parte de las oficinas Davis’s.Están en plena crisis porque mañana tienen quepagar a los camioneros y a los hombres quetrabajan en la fábrica; una de las chicas está devacaciones y Alice Roche enferma. Estabandesesperados hasta que alguien ha pensado en ti.Quieren que estés allí a las nueve y media de lamañana y les he dicho que allí estarías. Era mejordecir sí que no.

—¿Cómo sabían que estaba aquí?

—Seguro que toda la ciudad sabe que estás aquí.

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Así que te prepararé el desayuno a las ocho ymedia, y será mejor que te pongas algo práctico.Nada demasiado americano.

El rostro de su madre mostraba una sonrisa desatisfacción. Aquello supuso un alivio para Eilis,ya que días atrás había empezado a temer lossilencios entre ellas y a molestarle la falta deinterés de su madre por hablar de nada, ni elmenor detalle, que estuviera relacionado con suestancia en Estados Unidos. Ahora, en la cocina,charlaron sobre Nancy y George y la boda, yacordaron ir a Dublín el martes a comprar unvestido para la ocasión. También comentaron quédebían comprarle a Nancy como regalo de bodas.

Cuando Eilis fue arriba se sintió, por primera vez,menos incómoda de estar en casa, y se encontróesperando casi con ilusión el día que tendría queorganizar las pagas en Davis’s y el fin de semana.Sin embargo, mientras se desvestía, reparó en quehabía una carta encima de la cama. Enseguida vioque era de Tony, que había puesto su nombre y

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dirección en el sobre. Su madre debía de haberladejado allí, tras decidir no mencionarlo. Abrió lacarta con un sentimiento cercano a la alarma,preguntándose por un momento si le habría pasadoalgo; se sintió aliviada al leer las frases iniciales,que declaraban su amor por ella y subrayabancuánto la echaba de menos.

Mientras leía la carta, deseó poder llevarla abajoy leérsela a su madre. El tono era estirado, formal,anticuado, el de alguien poco acostumbrado aescribir cartas. Aun así, Tony había logradoreflejar algo de sí mismo, su calidez, suamabilidad y entusiasmo por las cosas. Y habíaalgo constante en él, pensó, que también estaba enaquella carta. El sentimiento de que si volvía lacabeza, ella podía haberse ido. Aquella tarde,disfrutando del mar y la cálida temperatura, de lacompañía de Nancy y George e incluso, al finaldel día, de Jim, había estado lejos de Tony, muylejos, sumergiéndose en la tranquilidad de lo querepentinamente se había vuelto familiar.

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Ahora deseaba no haberse casado con él, noporque no lo amara y no quisiera volver junto él,sino porque el no habérselo dicho a su madre y asus amigos convertía cada día transcurrido enEstados Unidos en una especie de fantasía, en algoque no encajaba con los días que estaba pasandoen casa. Se sentía extraña, era como si fuera dospersonas, una que había luchado contra dos fríosinviernos y muchos días duros en Brooklyn y sehabía enamorado allí, y otra que era la hija de sumadre, la Eilis que todo el mundo conocía, o creíaconocer.

Deseaba poder bajar y contarle a su madre lo quehabía hecho, pero sabía que no lo haría. Sería másfácil argüir que tenía que volver a Brooklyn atrabajar, escribir cuando ya hubiera vuelto y decirque estaba saliendo con un hombre al que amaba ycon el que esperaba comprometerse y casarse.Solo estaría en casa unas semanas más. Tumbadaen la cama, pensó que lo más acertado sería sacarel mayor partido, no tomar grandes decisiones enlo que solo iba a ser un interludio. No era muy

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probable que la posibilidad de estar en casavolviera a presentarse. Por la mañana, pensó, selevantaría pronto, escribiría a Tony y enviaría lacarta de camino al trabajo.

Por la mañana le resultó difícil no pensar que erael fantasma de Rose, su madre preparándole eldesayuno y hablándole de la misma forma en elmismo momento, admirando su ropa con lasmismas palabras que utilizaba con Rose, y despuésella saliendo a paso ligero hacia el trabajo.Cuando cogió el mismo camino que Rose, tuvo queobligarse a sí misma a dejar de caminar con laelegancia y la determinación de Rose e ir másdespacio.

En la oficina la estaba esperando Maria Gethings,de quien Rose solía hablar; la acompañó alsanctasanctórum en el que se guardaba el dinero enefectivo. El problema era, dijo Maria, que eratemporada alta y los camioneros y hombres de lafábrica habían hecho horas extras la semana

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anterior. Todos habían apuntado las horastrabajadas, pero nadie había calculado el dineroque se les debía, que se anotaba en un formularioespecial y se sumaba a su paga habitual, expresabaen otro formulario, una hoja salarial. Ni siquieraestaban en orden alfabético, dijo.

Eilis le dijo que si la dejaba a solas unas doshoras con toda la información sobre las tarifas delas horas extras, organizaría un sistema, siempre ycuando pudiera preguntarle cuanto necesitarasaber. Dijo que trabajaría mejor sola, pero que lecomunicaría la menor duda que tuviera. Maria ledijo que cerraría la puerta y no la molestaría; alsalir explicó que los hombres irían a buscar supaga hacia las cinco y que el dinero en efectivopara pagarles estaba en la caja fuerte.

Eilis encontró una grapadora y empezó a grapar elformulario de horas extras de cada trabajador a suhoja salarial. Las puso en orden alfabético.Cuando acabó, revisó los formularios de las horasextras calculando, a partir de la lista de tarifas,

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que variaban considerablemente según laantigüedad y el grado de responsabilidad, cuántohabía que pagar a cada uno; después añadió ysumó aquella cantidad a la paga de la hojasalarial, de forma que solo quedara una cifra portrabajador. Fue apuntando las cifras en una listaaparte que después sumaría para saber cuántodinero se necesitaba para pagar a todos loshombres. El trabajo era sencillo porque lostérminos estaban claros y, si se concentraba y nocometía errores en la suma, pensó, podría llevar acabo su tarea, siempre que hubiera suficientesbilletes pequeños y monedas en la caja fuerte.

Hizo un breve descanso para comer y volvió adecirle a Maria que no necesitaría ayuda, solo unmontón de sobres y alguien que abriera la cajafuerte y fuera al banco o a correos en caso de queno tuvieran suficiente cambio. A las cuatro de latarde ya había acabado y la cantidad de efectivogastado coincidía con su suma total. Había dado unsobre a cada trabajador con una hoja en la que sedetallaba el dinero que se le debía y también había

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hecho una copia para los archivos de la oficina.

Aquel era el trabajo con el que había soñadocuando estaba en la planta de ventas de Bartocci’sy veía a los administrativos entrar y salir mientrasella les decía a los clientes que las medias colorsepia y café eran para las pieles claras y lasmedias rojizas para las más oscuras, o mientrasescuchaba en clase y se preparaba para losexámenes del Brooklyn College. Sabía que encuanto se casara con Tony se quedaría en casa,limpiando, haciendo la comida y comprando, y quedespués tendrían niños y los cuidaría. Nunca lehabía comentado a Tony que le gustaría seguirtrabajando, aunque solo fuera media jornada,llevando desde casa los libros de alguien quenecesitara un contable. No creía que ninguna de lasmujeres que trabajaba en las oficinas deBartocci’s estuviera casada. Mientras acababa sujornada de trabajo en Davis’s se preguntó si quizápodría llevar la contabilidad de la empresa queTony y sus hermanos iban a crear. Al pensar eneso cayó en la cuenta de que se había olvidado de

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escribirle aquella mañana y decidió encontrartiempo por la noche para hacerlo.

El domingo, justo después de comer, cuando aúnhacía un agradable calor, George, Nancy y Jimpararon enfrente de su casa en Friary Street. Jim leabrió la puerta trasera del coche para que subiera.Llevaba una camisa blanca con las mangasarremangadas; Eilis vio el vello oscuro de susbrazos y la blancura de su piel. Llevaba gomina;pensó que se había esmerado bastante a la hora devestirse. Mientras salían de la ciudad, Jim le contócómo habían ido las cosas en el bar la nocheanterior y lo afortunado que era de que, aunque suspadres le hubieran traspasado el bar, siguierandispuestos a trabajar cuando él quería salir.

George dijo que seguramente en Curracloe habríamucha gente y que creía que lo mejor era ir a CushGap y bajar por el acantilado. Allí era donde Eilisiba con Rose, sus hermanos y sus padres cuandoeran pequeños, pero hacía años que no había

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estado o pensado en ello. Al cruzar el pueblo deBlackwater, estuvo a punto de señalar los sitiosque conocía, como el bar de la señora Davis,donde su padre iba por las tardes, o la tienda deJim O’Neill, pero se contuvo. No quería mostrarsecomo quien vuelve a casa después de muchotiempo. Y pensó en un domingo de verano. Paralos demás, en cambio, no representaba nada, solola decisión que George había tomado de ir a unsitio más tranquilo.

Estaba segura de que si empezaba a hablar de losrecuerdos que le despertaba aquel sitio, ellosnotarían la diferencia. Por eso, mientras subían lacuesta antes de girar hacia Ballyconnigar,interiorizó cada edificio, recordando cosas quehabían ocurrido, las pequeñas excursiones alpueblo con Jack, o un día que habían ido avisitarles sus primos Doyle. Aquello hizo que sesumiera en el silencio y se sintiera apartada de laagradable y apacible sensación de tranquilidad yalegría que reinaba en el coche cuando giraban ala izquierda y se dirigían a Cush por el estrecho

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camino de arena.

Tras aparcar, George y Nancy se encaminaronhacia el acantilado, dejando atrás a Jim y Eilis.Jim llevaba su bañador y la toalla, así como labolsa de Eilis con su traje de baño y su toalla. Amedio camino se detuvieron unos instantes en casade los Cullen, ante la cual estaba sentado un viejoprofesor de Jim, el señor Redmond, con unsombrero de paja en la cabeza. Era evidente queestaba de vacaciones.

—Puede que este sea todo el verano de este año,señor —dijo Jim.

—Pues entonces será mejor aprovecharlo almáximo —contestó el señor Redmond. Eilisobservó que no articulaba bien las palabras.

Mientras seguían caminando, Jim dijo en voz bajaque era el único profesor que le había caído bien yque era una lástima que hubiera tenido unaapoplejía.

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—¿Dónde está su hijo? —preguntó Eilis.

—¿Eamon? Está estudiando, creo. Es a lo que sededica.

Cuando llegaron al final del camino y se asomaronal acantilado, vieron que el mar estaba en calma ycasi llano. Junto a la orilla, la arena era de unamarillo oscuro. Una hilera de aves marinasvolaba bajo sobre las olas, que apenas crecíanpara romper suavemente, casi en silencio. Habíauna ligera bruma que difuminaba la línea delhorizonte, pero por lo demás el cielo era de unazul puro.

George tuvo que correr cuesta abajo el últimotramo de arena y salvar un hueco del acantilado;esperó que Nancy lo siguiera y la sostuvo entre susbrazos. Jim hizo lo mismo, y Eilis se dio cuenta deque, al cogerla, la abrazaba de un modo demasiadoíntimo, y que lo hacía como si fuera algo habitualen ellos. Eilis se estremeció un instante al pensaren Tony.

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Extendieron dos toallas sobre la arena mientrasJim se quitaba los zapatos y los calcetines e iba aver cómo estaba el agua. Volvió diciendo queestaba casi caliente, mucho mejor que la vezanterior, y que se iba a cambiar y a darse un baño.George dijo que iría con él. Acordaron que elúltimo que se metiera en el agua invitaría a comer.Nancy y Eilis se pusieron el bañador, pero sequedaron sentadas en la toalla.

—A veces son como un par de niños —dijo Nancymientras miraba cómo hacían payasadas en el agua—. Si tuvieran una pelota, se pasarían una horajugando con ella.

—¿Qué ha pasado con Annette? —preguntó Eilis.

—Sabía que el jueves no vendrías si te decía quenos acompañaba Jim, y sabía que no vendrías soloconmigo y con George, así que te dije que Annetteiba a venir; solo fue una mentirijilla —replicóNancy.

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—¿Y qué ha pasado con los modales de Jim?

—Solo es maleducado cuando está nervioso —dijo Nancy—. No lo hace intencionadamente. Esun bonachón. Y además le gustas.

—¿Desde cuándo?

—Desde que te vio en misa de once el otrodomingo, con tu madre.

—¿Puedes hacerme un favor, Nancy?

—¿Cuál?

—¿Puedes ir a la orilla y decirle a Jim que se vayaal infierno? O mejor aún, ve a la orilla y dile queconoces a alguien que vive en la Cochinchina ypregúntale por qué no se pasa por allí alguna vez.

Ambas se tiraron sobre las toallas, riendo acarcajadas.

—¿Lo tienes todo preparado para la boda? —

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preguntó Eilis. No quería oír nada más de JimFarrell.

—Todo excepto mi futura suegra, que cada día sepresenta con una nueva declaración sobre algo quequiere o que no quiere. Mi madre cree que es unahorrible vieja esnob.

—Bueno, lo es, ¿no?

—Se lo quitaré a golpes —dijo Nancy—, peroesperaré a después de la boda.

Cuando George y Jim volvieron, empezaron loscuatro a caminar por la playa, al principio los doshombres corriendo, para secarse. A Eilis le hacíagracia lo ceñidos y finos que eran sus bañadores.Ningún hombre estadounidense iría así en la playa,pensó. Ni dos hombres se moverían con tantadespreocupación en Coney Island, como hacíanellos dos, que no parecían estar en absolutoatentos a las dos mujeres que observaban cómocorrían torpemente junto a la dura arena de la

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orilla.

No había nadie más en aquella parte de la playa.Ahora Eilis entendía por qué George había elegidoaquel solitario lugar. Él y Jim, y quizá tambiénNancy, habían planeado un día perfecto en el queella y Jim fueran una simple pareja como Nancy yGeorge. Cuando los dos hombres volvieron y Jim,dejando que los otros dos se adelantaran, empezóa hablar con ella, se dio cuenta de que le gustabasu presencia afable y corpulenta y el tono de suvoz, que tenía la naturalidad de las calles de laciudad. Sus ojos eran de un límpido azul, y noveían maldad en nada, pensó. Era plenamenteconsciente de que aquellos ojos azules se posabansobre ella con un interés inequívoco.

Sonrió al pensar que se sentía cómoda. Estaba devacaciones y era algo inofensivo, pero no sebañaría en el mar con él como si fuera su novia. Sedijo que le gustaría ser capaz de enfrentarse aTony sabiendo que no lo había hecho. Ella y Jimobservaron a George y Nancy mientras jugaban en

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la parte poco profunda del agua e iban juntos hacialas olas. Cuando Jim le propuso que los siguieran,ella negó con la cabeza y continuó caminandodelante de él. Por un instante, cuando él la alcanzóse preguntó, cómo se sentiría ella si se enterara deque Tony había ido a Coney Island un día comoaquel, con un amigo y dos mujeres jóvenes, y quehabía paseado a solas con una de ellas por laplaya. Imposible, pensó, era algo que él jamásharía. Tony sufriría ante el más leve indicio de loque ella estaba haciendo ahora, pues al volver allugar en el que habían dejado las cosas, Jim leextendía la toalla y, aún en bañador, le sonreía yse tumbaba junto a ella bajo el cálido sol.

—Mi padre dice que esta zona de la costa se estáerosionando terriblemente —dijo Jim, como siestuvieran en plena conversación.

—Años atrás solíamos pasar una semana o dos enla cabaña que compraron Michael y Nora Webster.No sé de quién era cuando la alquilábamos. Loscambios se notaban cada vez que volvíamos en

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verano —dijo ella.

—Mi padre dice que recuerda a tu padre por aquíhace muchos años.

—Solían venir todos en bicicleta desde la ciudad.

—¿Hay playa cerca de Brooklyn?

—Oh, sí —dijo Eilis—. Y los fines de semana deverano está a rebosar.

—Imagino que allí te encuentras a todo tipo depersonas —dijo él, como si aprobara la idea.

—De todo tipo —replicó ella.

Estuvieron un rato sin hablar mientras Eilis,sentada, contemplaba cómo Nancy flotaba en elagua y George nadaba cerca de ella. Jim seincorporó y también los observó.

—¿Vamos a bañarnos? —dijo con suavidad.

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Eilis se esperaba aquello y ya había decididodecir que no. Si insistía demasiado, había pensadoincluso decirle que había alguien especial enBrooklyn, un hombre con el que pronto volvería.Pero al hablar, el tono de su voz fueinesperadamente humilde. Lo hizo como si sedirigiese a alguien a quien se podía herirfácilmente. Eilis se preguntó si se trataba de unapose, pero él la miraba con una expresión tanvulnerable que, por un instante, no supo qué hacer.Se dio cuenta de que si se negaba quizá iría solohasta la orilla con aire derrotado; de alguna forma,no quería tener que presenciarlo.

—De acuerdo —dijo.

Durante un segundo, mientras se metían en el mar,él la cogió de la mano. Pero cuando se acercó unaola, Eilis se apartó de él y, sin dudarlo unmomento, se alejó nadando. No se volvió para versi él la seguía. Continuó nadando, prestandoatención al lugar en el que Nancy y George seestaban besando y abrazando estrechamente, e

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intentó evitarlos tanto como a Jim Farrell.

Apreció que Jim, a pesar de ser tan buen nadadorcomo ella, no intentara seguirla en un principio;nadó en paralelo a la orilla y la dejó tranquila.Eilis disfrutó del agua; había olvidado su calma ysu pureza. Mientras se deleitaba en ella, mirandoel cielo azul, sacudiendo los pies para mantenersea flote, Jim fue hacia ella, aunque poniendocuidado en no tocarla ni acercarse demasiado.Cuando sus miradas se cruzaron, él sonrió. Todolo que hizo a partir de entonces, cada palabra quedijo, cada movimiento que hizo, pareciódeliberado, contenido y meditado, con la intenciónde no irritarla ni dar la impresión de que actuabademasiado rápido. Y casi como formando parte deaquel cuidado, dejó absolutamente claro su interéspor ella.

Eilis comprendió que no debería haber dejado quelas cosas fueran tan rápido, que después de laprimera excursión debería haberle dicho a Nancyque su deber era estar en casa con su madre, o ir

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de paseo con ella, y que no podía volver a salircon ellos y Jim Farrell. Por un instante pensó enconfiarse a Nancy, no contarle toda la verdad,pero sí que no tardaría en comprometerse cuandovolviera a Brooklyn. Pero se dio cuenta de que eramejor no hacer nada. En cualquier caso, pronto seiría.

Cuando salió del agua con Jim, George tenía unacámara fotográfica preparada. Mientras Nancymiraba, Jim se puso detrás de Eilis y la rodeóentre sus brazos; Eilis sintió su calor, su torsopresionándola mientras George hacía algunasfotografías más antes de que Jim les hiciera otras aGeorge y Nancy en la misma pose. Casi enseguida,al ver que un hombre venía en su dirección desdeKeating’s, decidieron esperar y, después deenseñarle cómo funcionaba la cámara, George lepidió que les hiciera unas fotos a los cuatro juntos.Jim se movía con aire no premeditado, pero nadade lo que hacía era casual, pensó Eilis, al sentir elpeso de su cuerpo tras ella una vez más. Aunquetuvo cuidado de no acercársele tanto como George

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a Nancy. En ningún momento sintió su entrepierna;habría sido excesivo, e imaginó que Jim habíadecidido no arriesgarse. Después de que leshicieran las fotos, volvió a su toalla, se cambió yse tumbó al sol hasta que los demás estuvieronlistos para irse.

De camino a Enniscorthy decidieron tomar el té enel asador del hotel Courtown, que George creíaque estaba abierto hasta las nueve, y después ir abailar. George le tomó el pelo a Nancy sobre eltiempo que necesitaría para arreglarse cuando estainsistió en que ella y Eilis tendrían que lavarse elpelo después de habérselo mojado en el mar.

—Un lavado rápido, entonces —dijo George.

—No se puede hacer rápido —replicó Nancy.

Jim miró a Eilis y sonrió.

—Dios mío, aún no están casados y ya discuten.

—Es por una buena causa —dijo Nancy.

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—Tiene razón —añadió Eilis.

Jim se inclinó afectuosamente y apretó la mano deEilis.

—Estoy seguro de que las dos tenéis razón —dijocon bastante sarcasmo, como riéndose de sí mismopara que no pareciera que pretendía ganarse sufavor.

Acordaron estar listas a las siete y media. Lamadre de Eilis repasó vestidos y zapatos mientrasEilis se lavaba el pelo. Había preparado la tabla yla plancha por si había arrugas en el vestido queelegían. Cuando Eilis apareció con una toalla en lacabeza, vio que su madre había escogido elvestido azul de flores, el favorito de Tony, y unoszapatos azules. Estuvo a punto de decirle que nopodía llevar aquello, pero se dio cuenta de quecualquier explicación que inventara crearía unatensión innecesaria, de manera que siguió adelantey se lo puso. Su madre, que no parecía molesta porquedarse sola el resto de la noche, sino más bien

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emocionada de que su hija se estuviera arreglandopara volver a salir, empezó a plancharlo mientrasEilis se ponía rulos en el pelo y encendía elsecador que había pertenecido a Rose.

George y Jim conocían del rugby al propietario delhotel Courtown y habían reservado una mesaespecial con velas y vino y un menú especial conchampán al final. Eilis vio que los demáscomensales los miraban como si fueran la gentemás importante del restaurante. George y Jimllevaban chaqueta sport y corbata y pantalones defranela. Mientras observaba a Nancy leyendoatentamente la carta, notó algo nuevo en ella: eramás refinada que antes y se tomaba en serio lossolemnes modales del camarero, cuando en otrostiempos habría puesto los ojos en blanco por supomposidad o le habría dicho algo informal oamistoso. Pronto, pensó Eilis, se convertiría en laseñora de George Sheridan, y eso era algo en laciudad. Nancy estaba empezando a asumir su papelcon fruición.

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Más tarde, en el bar, George, Jim y el propietariodel hotel, de aspecto apuesto y distinguido,estuvieron charlando de la temporada de rugby quehabía acabado. Era extraño, pensó Eilis, queGeorge y Jim no estuvieran en Courtown con lashermanas de sus amigos. Sabía que toda la ciudadse había sorprendido de que George empezara asalir con Nancy, cuyos hermanos no habríanjugado al rugby en su vida, e imaginó que se debíaa que Nancy era muy bonita y tenía buenosmodales. Recordó que, dos años atrás, cuando JimFarrell había sido tan abiertamente grosero conella, había pensado que se debía a que procedía deuna familia que no tenía ninguna propiedad en laciudad. Ahora que había vuelto de América, creía,la envolvía algo, algo cercano al glamour, que lahacía completamente diferente cuando observabacon Nancy cómo hablaban los hombres.

No esperaba ver a mucha gente de Enniscorthy enel salón de baile. Muchas de las personas queestaban allí parecían saber que Nancy y Georgeiban a casarse pronto y la pareja recibió

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felicitaciones mientras iba de un lado a otro. Eilisobservó que Jim se limitaba a saludar a la gentecon una inclinación de la cabeza, dando a entenderque las había reconocido. No era un gestoantipático, pero tampoco invitaba a acercársele.Le pareció más severo que George, que era todosonrisas, y se preguntó si aquello se debía a quellevaba un bar y era una forma de marcar ladistancia con todas las personas que conocía.

Bailó toda la noche con Jim excepto cuando él yGeorge intercambiaron parejas, y solo muybrevemente. Sabía que la gente de la ciudad laobservaba y hacía comentarios sobre ella,especialmente cuando la música era rápida y seponía de manifiesto que tanto ella como Jim eranbuenos bailarines, pero también después, cuandobajaron la intensidad de las luces y tocaron músicalenta y bailaron muy cerca el uno del otro.

Fuera, al acabar el baile, la noche aún era cálida.De camino al coche, ella y Jim dejaron que Georgey Nancy se adelantaran y les dijeron que enseguida

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se reunirían con ellos. Jim se había comportadoimpecablemente todo el día: no la había aburridoni irritado, ni se había impuesto en exceso; parecíasumamente considerado, a veces divertido,dispuesto a permanecer en silencio, y tambiéncortés. Había destacado asimismo en el salón debaile, donde algunos estaban borrachos y otroseran demasiado viejos o parecían haber llegado entractor a Courtown. Era apuesto, elegante,inteligente y, a medida que había ido pasando lanoche, se había sentido orgullosa de estar con él.Al salir encontraron un lugar entre una casa dehuéspedes y un nuevo apartamento y empezaron abesarse. Jim fue despacio; en ocasiones le cogía lacabeza entre las manos para poder mirarla a losojos en la semioscuridad y besarlaapasionadamente. Su reacción al sentir su lenguaen la boca fue de agrado al principio y despuésalgo cercano a la auténtica excitación.

En el coche, de vuelta a Enniscorthy, sentados enla parte trasera, intentaron disimular lo queestaban haciendo, pero acabaron desistiendo, lo

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que provocó mucha hilaridad entre Nancy yGeorge.

El lunes por la mañana llegó un mensaje para Eilispidiéndole que fuera a Davis’s, y ella supuso quequerían pagarle. Al llegar, encontró de nuevo aMaria Gethings esperándola.

—El señor Brown quiere verla —dijo Maria—.Voy a informarme de si en estos momentos estácon alguien.

El señor Brown había sido el jefe de Rose y erauno de los propietarios de la fábrica. Eilis sabíaque era escocés y le había visto a menudo en sucoche grande y reluciente. Percibió el tono deadmiración en la voz de Maria al decir su nombre.Al poco rato, Maria volvió y dijo que la recibiríainmediatamente. La acompañó hasta un despachoque había al final del pasillo. El señor Brownestaba sentado en un sillón alto de cuero detrás deuna gran mesa.

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—Señorita Lacey —dijo, levantándose einclinándose sobre la mesa para estrechar la manode Eilis—. Escribí a su madre cuando la pobreRose murió, estábamos muy afectados, y mepregunté si también debería haber ido a visitarla.Me han dicho que ha vuelto de Estados Unidos yMaria me ha comentado que tiene el título decontabilidad. ¿Es contabilidad americana?

Eilis explicó que no creía que hubiera muchadiferencia entre ambos sistemas.

—Supongo que no —dijo el señor Brown—. Encualquier caso, Maria quedó muy contenta de suforma de organizar las pagas, pero naturalmente nonos sorprendió, siendo usted hermana de Rose.Ella era la eficiencia personificada y la echamosmucho de menos.

—Rose era un gran ejemplo para mí —dijo Eilis.

—Hasta que acabe la temporada alta —siguió elseñor Brown— nos resultará difícil saber cómo

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vamos a organizarnos en la oficina, pero a la larganecesitaremos un contable y alguien conexperiencia en el pago de salarios. Aunque demomento nos gustaría que siguiera trabajando paranosotros a media jornada ocupándose de lospagos. Más adelante podríamos volver a hablar.

—Voy a volver a Estados Unidos —dijo Eilis.

—Bueno, sí, por supuesto —dijo el señor Brown—. Pero usted y yo hablaremos antes de quedecida nada en firme.

Eilis estuvo a punto de decirle que ya habíatomado una decisión en firme, pero como el tonodel señor Brown daba a entender que no veíanecesario seguir discutiendo el tema en esemomento, comprendió que no esperaba ningunarespuesta. De modo que se levantó, y el señorBrown hizo lo propio y la acompañó a la puerta; ledijo que saludara a su madre de su parte antes dedejarla con Maria Gethings, que tenía un sobre condinero preparado.

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Eilis le había prometido a Nancy pasar por su casaaquella noche para repasar la lista de invitados albanquete de bodas y estudiar con ella cómo debíansentarlos. Le contó perpleja su entrevista con elseñor Brown.

—Hace dos años —dijo— ni siquiera me habríavisto. Sé que Rose le preguntó si había algunaposibilidad de que me dieran trabajo y que selimitó a decir que no. Simplemente, no.

—Bueno, las cosas han cambiado.

—Y hace dos años Jim Farrell parecía pensar quesu deber era ignorarme en el Athenaeum, a pesarde que George le había pedido prácticamente queme invitara a bailar.

—Has cambiado —dijo Nancy—. Pareces otra.Todo en ti es diferente, no para los que teconocemos, pero sí para la gente de la ciudad quesolo te conoce de vista.

—¿Qué es lo que ha cambiado en mí?

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—Pareces mayor y más seria. Y tienes un aspectodiferente con tu ropa americana. Tienes un no séqué. Jim no para de pedirnos que busquemos másexcusas para salir juntos.

Más tarde, mientras Eilis estaba tomando el té consu madre antes de acostarse, esta le recordó queconocía a los Farrell, aunque no había estado en sucasa, que estaba encima del bar, desde hacíamuchos años.

—Desde fuera no se nota mucho —dijo—, pero esuna de las casas más bonitas de la ciudad. Las doshabitaciones de arriba están unidas con doblespuertas y recuerdo que años atrás la gentecomentaba lo grande que era. He oído que suspadres se van a instalar en Glenbrien, de donde essu madre, en una casa que le ha dejado su tía. Alpadre le encantan los caballos, sabe mucho decarreras y va a criar caballos, o eso he oído. YJim se quedará la casa.

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—Pues les echará mucho de menos —dijo Eilis—.Porque llevan el bar cuando él quiere salir.

—Oh, será de forma muy gradual, diría yo —replicó su madre.

Ya arriba, Eilis encontró sobre la cama dos cartasde Tony y casi con un sobresalto, reparó que no lehabía escrito, como tenía intención de hacer. Mirólos dos sobres, su caligrafía, y se quedó de pie enla habitación con la puerta cerrada, pensando en loextraño que era que todo lo referente a élpareciera lejano. Y no solo eso, también todo loque había ocurrido en Brooklyn casi parecíahaberse desvanecido, no estar vívidamentepresente en ella... Su habitación en casa de laseñora Kehoe, por ejemplo, o los exámenes, eltranvía que la llevaba del Brooklyn College acasa, el salón de baile, el apartamento en el queTony vivía con sus padres y sus tres hermanos o laplanta de ventas de Bartocci’s. Repasó todas esascosas como si intentara recuperar lo que, apenasunas semanas atrás, parecía tan lleno de detalles,

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tan sólido.

Metió las cartas en un cajón de la cómoda ydecidió contestar cuando volviera de Dublín lanoche siguiente. Le hablaría a Tony de todos lospreparativos de la boda de Nancy, de los vestidosque ella y su madre se habían comprado. Puedeque incluso le contara su entrevista con el señorBrown y que ella le había respondido que iba avolver a Brooklyn. Le escribiría como si todavíano hubiera recibido aquellas dos cartas y no lasabriría ahora, pensó, sino que esperaría a haberescrito su propia carta.

La idea de que iba a dejar todo aquello —lashabitaciones de su casa, de nuevo familiares,cálidas y reconfortantes— y regresar a Brooklynpara no volver en mucho tiempo ahora la asustaba.Al sentarse en el borde de la cama, quitarse loszapatos y tumbarse de espaldas con las manos bajola cabeza, sabía que había estado relegando día adía el pensamiento sobre su partida y lo queencontraría a su llegada.

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En ocasiones aparecía como un punzanterecordatorio, pero la mayor parte del tiempo nisiquiera aparecía. Tenía que hacer un esfuerzopara recordar que estaba realmente casada conTony, que se sumergiría en el sofocante calor deBrooklyn, al aburrimiento diario de la planta deventas de Bartocci’s y su habitación en casa de laseñora Kehoe. Se sumergiría en una vida queahora le parecía terrible, con personas extrañas,acentos extraños, calles extrañas. Intentó pensar enTony como una presencia reconfortante y cariñosa,y, en cambio, vio a una persona a la que estabaunida le gustara o no, alguien que, pensó, no ledejaría olvidar la naturaleza de su alianza y sunecesidad de que volviera.

Unos días antes de la boda, al salir de trabajar sumedia jornada en Davis’s, Jim pasó a recogerla yfueron a comer a Wexford y después al cine. Decamino a casa, él le preguntó cuándo tenía previstovolver a Brooklyn. Eilis había recibido una cartade la compañía marítima en la que le decían que

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les llamara por teléfono cuando quisiera reservarsu billete de vuelta, pero todavía no se habíapuesto en contacto con ellos.

—Todavía no he llamado a la compañía, peroprobablemente será dentro de dos semanas.

—Te vamos a echar de menos, aquí —dijo él.

—Es muy duro dejar a mi madre sola —replicóella.

Él estuvo un rato sin decir nada, hasta quecruzaron Oylgate.

—Dentro de poco mis padres se irán a vivir alcampo. La familia de mi madre es de Glenbrien ysu tía le ha dejado una casa allí. Ahora estánhaciendo obras.

Eilis no le dijo que su madre ya se lo habíacontado. No quería que Jim supiera que habíanestado hablando sobre sus planes de residencia.

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—Así que viviré solo en la casa de encima delbar.

Eilis iba a preguntarle en broma si sabía cocinar,pero se dio cuenta de que podía parecer unapregunta con intención.

—Tienes que venir una tarde a tomar el té con mifamilia —dijo él—. A mis padres les encantaríaconocerte.

—Gracias —dijo ella.

—Después de la boda lo organizaremos.

Decidieron que Jim llevaría a Eilis, a su madre, aAnnette O’Brien y a su hermana pequeña Carmel ala recepción de la boda en Wexford después de laceremonia en la catedral de Enniscorthy. Aquellamañana se levantaron pronto en Friary Street; sumadre entró en la habitación con una taza de té y ledijo que estaba nublado y que esperaba que nolloviera. Por la noche ambas habían dejado la ropa

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cuidadosamente preparada para la mañanasiguiente. Habían tenido que arreglar el traje deEilis, que habían comprado en Arnotts, en Dublín,porque la falda y las mangas eran demasiadolargas. Era de un rojo vivo y con él llevaba unablusa blanca de algodón y complementos que habíatraído de América: medias de un ligero tonorojizo, zapatos rojos, sombrero rojo y bolsoblanco. Su madre llevaba un traje de chaquetacolor gris comprado en Switzers. Le daba penatener que ponerse zapatos planos y lisos, pues lospies le dolían y se le hinchaban si hacía calor otenía que caminar mucho. Se pondría una blusagris de seda de Rose, no solo porque le gustabasino también porque a Rose le encantaba y seríabonito llevar algo que le había gustado a Rose enla boda de Nancy.

Habían acordado que Jim pasaría a buscarlas acasa y las llevaría a la catedral si llovía, pero quesi hacía buen tiempo se encontrarían allí. Eilishabía escrito varias cartas a Tony y había abiertouna de él en la que le contaba que había ido a Long

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Island con Maurice y Laurence para ver el terrenoque habían comprado y dividirlo en cincoparcelas. Ahora había muchos rumores de quesuministros como el agua y la electricidadllegarían pronto allí sin mucho coste. Eilis doblóla carta y la guardó en el cajón con las demás quehabía recibido de Tony y las fotografías que Nancyle había dado del día que habían pasado en laplaya de Cush. Contempló la foto en la que salíanJim y ella, lo felices que parecían: él pasándolelos brazos por el cuello, sonriendo a la cámara, yella apoyando la cabeza en él, sonriendo tambiéncomo si no le preocupara nada. No sabía qué iba ahacer con aquellas fotografías.

Su madre contempló el cielo y Eilis supo quedeseaba que lloviera, que la complacería muchoque Jim fuera a recogerlas a las dos en coche y lasacompañara en el corto trayecto hasta la catedral.Era uno de esos días en que, debido a la boda, losvecinos se sentirían libres de salir a la puerta yexaminar a Eilis y a su madre con sus mejoresgalas y desearles un buen día. Y habría vecinos,

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pensó Eilis, que ya sabían que había estadosaliendo con Jim Farrell y que lo veían igual quesu madre, un gran partido, un joven de la ciudadcon su propio negocio. Que Jim Farrell fuera abuscarlas, pensó, sería para su madre el puntoculminante de todo lo que había ocurrido desdeque había vuelto a casa.

Cuando las primeras gotas de lluvia golpearon elcristal de la ventana, una expresión deindisimulada satisfacción apareció en el rostro dela señora Lacey.

—No nos arriesguemos —dijo—. Tengo miedo deque empiece a llover con fuerza antes de quelleguemos a Market Square. Me preocupa que tublusa blanca se tiña de rojo.

Su madre se pasó la media hora siguiente en laventana vigilando, por si la lluvia amainaba o JimFarrell llegaba pronto. Eilis se quedó en la cocinapero se aseguró de que todo estuviera preparadopor si Jim llegaba. En cierto momento, su madre

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fue a la cocina a decirle que le harían pasar a lasala, pero Eilis insistió en que deberían estar listaspara salir en cuanto Jim llegara con el coche.Finalmente, fue con su madre a mirar por laventana.

Cuando Jim llegó abrió la puerta del conductor ysalió rápidamente con un paraguas. Eilis y sumadre salieron nerviosas a la entrada. La madreabrió la puerta.

—No os preocupéis por el tiempo —dijo Jim—.Os dejaré delante de la catedral y después iré aaparcar. Creo que tenemos tiempo de sobra.

—Iba a ofrecerte una taza de té —dijo la madre deEilis.

—Aunque no tanto —dijo Jim, y sonrió. Llevabaun traje claro, una camisa azul con corbata derayas y zapatos color canela.

—Sabes, pienso que solo será un chaparrón corto—dijo su madre mientras se dirigía al coche.

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Eilis vio que Mags Lawton, su vecina, habíasalido y la estaba saludando. Se quedó esperandoen la puerta a que Jim volviera con el paraguaspero no devolvió el saludo a Mags ni la animó ahacer ningún comentario. Justo cuando cerraba lapuerta de casa e iba hacia el coche vio que seabrían dos puertas más y supo que, para grandeleite de su madre, correría la voz de que JimFarrell había recogido a Eilis y su madre vestidasde punta en blanco.

—Jim es un perfecto caballero —dijo su madre,mientras entraban en la catedral.

Eilis observó que su madre caminaba despacio,con aire de orgullo y dignidad, sin mirar a derechao izquierda, plenamente consciente de que laobservaban y disfrutando enormemente del efectoque Eilis y ella, a quienes pronto se uniría JimFarrell, producían en la iglesia.

Aquello no fue nada, sin embargo, ante la visión

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de Nancy con el velo blanco y un largo vestidoavanzando despacio por el pasillo con su padremientras George la esperaba en el altar. Cuandoempezó la misa y el ambiente en la iglesia se hubotranquilizado, Eilis, sentada junto a Jim, seencontró sumida en un pensamiento que la habíainvadido muchas madrugadas, cuando estabatumbada en la cama. Se preguntó qué haría si Jimle proponía matrimonio. La mayoría de las vecesla idea le resultaba absurda; no se conocían losuficiente y por lo tanto aquello era pocoprobable. Pensó también que debía hacer todo loposible para no animarle a hacerlo, puesto que nopodría darle otra respuesta que no fuera la derechazarle.

Pero no podía dejar de pensar en qué pasaría siescribiera a Tony para decirle que su matrimoniohabía sido un error. ¿Sería fácil divorciarse de él?¿Podía decirle a Jim lo que había hecho poco antesde irse de Brooklyn? La única persona divorciadaque conocían en la ciudad era Elizabeth Taylor, yquizá alguna otra estrella del cine. Quizá pudiera

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explicarle cómo había llegado a casarse, pero Jimera una persona que jamás había vivido fuera de laciudad. Su inocencia y cortesía, dos cosas quehacían que fuera agradable estar con él, serían, dehecho, un impedimento, sobre todo si se planteabaalgo tan inaudito e impensable, tan alejado de él,como el divorcio. Lo mejor sería, pensó, apartartodo aquello de su mente, pero resultaba difícil,durante la ceremonia, no soñar que estaba en elaltar, con sus hermanos de vuelta en casa para laboda y su madre sabiendo que viviría en unabonita casa a pocas calles de ella.

Cuando volvió de comulgar intentó rezar, y seencontró respondiendo a la pregunta que estaba apunto de formular en sus plegarias. La respuestaera que no había respuesta, que nada de lo quehiciera sería correcto. Se imaginó a Tony y a Jimfrente a frente, coincidiendo en algún lugar, losdos sonrientes, cálidos, amistosos, afables, Jimmenos entusiasta que Tony, menos divertido,menos curioso, pero más independiente y másseguro de su lugar en el mundo. Y pensó en su

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madre, ahora sentada junto a ella en la iglesia, enla desolación y la conmoción que había provocadola muerte de Rose, mitigada de alguna forma consu vuelta. Y los vio a los tres —a Tony, a Jim y asu madre— como siluetas a las que solo podíaherir, personas inocentes rodeadas de luz yclaridad, y ella cercándolas, oscura e incierta.

Habría hecho cualquier cosa, cuando Nancy yGeorge recorrían juntos el pasillo, por unirse aquienes albergaban dulzura, certeza e inocencia,sabiendo que podía empezar su vida sin sentir quehabía hecho algo insensato e hiriente. Decidiera loque decidiese, pensó, no habría forma de evitar lasconsecuencias de lo que había hecho ni de lo queahora pudiera hacer. Mientras caminaba por elpasillo con Jim y su madre, y se unía a losadmiradores fuera de la iglesia, donde el cielo sehabía despejado, tuvo la certeza de que no amabaa Tony. Parecía parte de un sueño del que habíadespertado por la fuerza hacía algún tiempo y,ahora que estaba despierta, su presencia, antes tansólida, carecía de sustancia y forma; era una mera

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sombra en el linde de cada momento del día y dela noche.

Mientras posaban para las fotografías a las puertasde la catedral, el sol asomó completamente ymuchos curiosos se congregaron para contemplar alos novios, que se disponían a ir a Wexford en ungran coche de alquiler adornado con guirnaldas.

Durante el banquete de bodas Eilis se sentó entreJim y un hermano de George que había vuelto deInglaterra para la boda. Su madre la observaba concariño y atención. A Eilis le pareció casi graciosoque mirara hacia ella cada vez que se llevaba unbocado de comida a la boca para comprobar queseguía allí, con Jim Farrell Firmemente sentado asu derecha, y que ambos parecían estar pasándolobien. Vio que la madre de George Sheridanparecía una duquesa madura a la que no le habíandejado nada salvo un gran sombrero, algunas joyasantiguas y su gran dignidad.

Más tarde, después de los discursos, mientras

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hacían las fotos de los novios y después de lanovia con su familia y del novio con la suya, lamadre de Eilis la buscó y le susurró que habíaencontrado coche para llevarlas de regreso aEnniscorthy a ella misma y a las dos chicasO’Brien. El tono de su madre era casi demasiadocomplaciente y conspirativo. Eilis se dio cuenta deque Jim Farrell pensaría que su madre lo habíaorquestado todo, y también comprendió que nopodía hacer nada para hacerle saber que ella noestaba implicada en la conspiración. Mientras ellay Jim miraban como se iba el coche y vitoreaban alos recién casados, se les acercó la madre deNancy, que se encontraba en un estado de felicidadpropiciado, pensó Eilis, por muchas copas dejerez y algo de vino y champán.

—Bueno, Jim —dijo—, no soy la única que diceque nuestra próxima gran velada será la de tu grandía. Nancy podrá darte muchos consejos cuandovuelva, Eilis.

Se echó a reír con una estridencia que a Eilis le

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pareció indecorosa. Miró a su alrededor paraasegurarse de que nadie les prestaba atención. Sedio cuenta de que Jim Farrell, miraba con frialdada la señora Byrne.

—Poco imaginábamos —siguió la señora Byrne—que Nancy acabaría siendo una Sheridan, y he oídoque los Farrell se trasladan a Glenbrien, Eilis.

La expresión en el rostro de la señora Byrne erade dulce insinuación; Eilis se preguntó si deberíaexcusarse y salir corriendo al tocador para notener que oír nada más. Pero entonces, pensó,dejaría a Jim a solas con ella.

—Jim y yo hemos prometido a mi madre que nosaseguraríamos de que ella supiera dónde está elcoche —dijo Eilis con rapidez, tirando a Jim de lamanga.

—¡Oh, Jim y yo! —exclamó la señora Byrne, queparecía una mujer de arrabal volviendo a casa unsábado por la noche—. ¿La oyes? ¡Jim y yo! Oh,

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no tardaremos en tener un gran día de fiesta y tumadre estará encantada. Cuando el otro día trajo elregalo de bodas nos dijo que estaría encantada, ¿ypor qué no iba a estarlo?

—Tenemos que irnos, señora Byrne —dijo Eilis—. ¿Nos disculpa?

Mientras se alejaban, Eilis entrecerró los ojos ynegó con la cabeza.

—¡Imagina tenerla de suegra! —dijo.

Aquello era, pensó, un pequeño acto de deslealtad,pero evitaría que Jim pensara que ella tenía algoque ver con lo que había dicho la señora Byrne enese estado.

Jim logró esbozar una gélida sonrisa.

—¿Podemos irnos? —preguntó.

—Sí —dijo ella—. Mi madre sabe exactamentedónde está el coche que la llevará a Enniscorthy.

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No hace falta que nos quedemos más rato. —Intentó aparentar autoridad y demostrar el controlde la situación.

Salieron en coche del aparcamiento del hotelTalbot y cruzaron los muelles y el puente. Eilisdecidió no pensar en lo que su madre podíahaberle dicho a la señora Byrne ni, de hecho, en loque la misma señora Byrne acababa de decir. SiJim lo deseaba, si eso ayudaba a explicar susilencio y la rigidez de su mandíbula, entoncespodía hacerlo cuanto quisiera. Ella estabadecidida a no hablar hasta que él lo hiciera y a nohacer nada para distraerle o animarle.

Cuando llegaron a Curracloe, Jim finalmentehabló.

—Mi madre me ha pedido que te diga que el clubde golf va a instituir un premio en memoria deRose. La capitana femenina entregará un trofeoespecial el día de la Dama Capitana Femenina a lamejor puntuación obtenida por una socia nueva.

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Dice que Rose era siempre muy amable con lagente que era nueva en la ciudad.

—Sí —dijo Eilis—. Ella siempre era amable conla gente nueva, es verdad.

—Bien, la semana que viene darán una recepciónpara anunciar el premio y mi madre ha pensadoque podrías venir a casa a tomar el té con nosotrosy después ir juntos a la recepción del club de golf.

—Eso estaría muy bien —dijo Eilis. Estuvo apunto de decir que su madre también se sentiríamuy complacida cuando le diera la noticia, peropensó que ya habían oído demasiado sobre lo quedice su madre por ese día.

Jim aparcó el coche y bajaron a la playa. Aunquetodavía hacía calor, había una densa calima, casiniebla, por encima del mar. Empezaron a caminaren dirección norte, hacia Ballyconnigar. Eilis sesentía a gusto con Jim, ahora que quedaba atrás laboda y contenta de que él no se hubiera referido a

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lo que había dicho la señora Byrne y pareciera nopensar en ello.

Pasado Ballyvaloo encontraron un lugar en lasdunas en el que podían sentarse cómodamente. Jimse sentó primero y dejó espacio para que Eilispudiera reclinar la espalda sobre él. La rodeó consus brazos.

No había nadie en la playa. Permanecieron ensilencio un rato, contemplando cómo las olasrompían plácidamente contra la suave arena.

—¿Te lo has pasado bien? —preguntó él al final.

—Sí —replicó Eilis.

—Yo también —dijo Jim—. Siempre me hacegracia ver a los hermanos y las hermanas de losdemás porque soy hijo único. Imagino que debe dehaber sido duro para ti haber perdido a tuhermana. Hoy me he sentido extraño al ver aGeorge con sus hermanos y a Nancy con las suyas.

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—¿Fue difícil para ti ser hijo único?

—Ahora importa más, creo —dijo Jim—, porquemis padres se están haciendo mayores y solo estoyyo. Pero puede que también haya sido importanteen otros sentidos. Nunca he sabido tratar a lagente. Podía hablar con los clientes en el bar ytodo eso, sabía cómo hacerlo; me refiero a losamigos. Nunca he tenido habilidad para haceramigos. Siempre he tenido la impresión de que nogustaba a la gente o que no sabía cómodesenvolverme.

—Pero seguro que tienes muchos amigos.

—En realidad, no —dijo él—, y fue más durocuando todos empezaron a tener novia. Siempreme ha resultado difícil hablar con las chicas.¿Recuerdas la noche que nos conocimos?

—¿Te refieres al Athenaeum?

—Sí —dijo él—. Aquella noche de camino albaile, Alison Prendergast, con quien medio salía,

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rompió conmigo. Ya me lo esperaba, pero lo hizojusto de camino al baile. Y sabía que a George legustaba de verdad Nancy, y ella estaba allí. Élquería estar con ella. Entonces fue a buscarte; yo tehabía visto en la ciudad y me gustabas, y tú estabassola y eras tan amable y simpática. Ya estamos enlo mismo, pensé. Si la invito a bailar se me trabarála lengua, pero aun así creía que debía hacerlo.Detestaba estar allí solo, pero no fui capaz depedírtelo.

—Deberías haberlo hecho —dijo Eilis.

—Y cuando me enteré de que te habías ido, penséque solo yo podía tener tan mala suerte.

—Recuerdo esa noche —dijo Eilis—. Tuve laimpresión de que Nancy y yo no te caíamos bien.

—Cuando me enteré de que habías vuelto —siguióél, como si no la hubiera oído— y te vi con eseaspecto tan fantástico, y yo estaba tan deprimidodespués de la historia con la hermana de Nancy,

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pensé que haría cualquier cosa con tal de verteotra vez.

Jim la acercó más a él y le puso las manos en lospechos. Eilis sintió su pesada respiración.

—¿Podemos hablar de lo que vas a hacer? —preguntó.

—Desde luego —replicó ella.

—Me refiero a que si tienes que irte, quizápodríamos comprometernos antes de que te fueras.

—Quizá podamos hablar de ello otro día —dijoella.

—Quiero decir, si vuelvo a perderte, bueno, no sécómo decirlo, pero...

Eilis se volvió hacia él y se besaron; se quedaronallí hasta que la niebla se volvió más espesa y sevislumbraron los primeros indicios de la llegadade la noche. Después volvieron al coche y se

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dirigieron a Enniscorthy.

Al cabo de unos días recibió una nota de la madrede Jim invitando a Eilis formalmente a tomar el téel jueves y mencionándole la recepción quetendría lugar en el club de golf en honor de Rose, ala que podían ir después. Eilis le enseñó la carta asu madre y le preguntó si le gustaría ir a larecepción, pero la mujer dijo que no, que seríademasiado doloroso para ella, y que se alegrabade que ella fuera con los Farrell y representara ala familia.

Durante todo el fin de semana siguiente llovió. Jimpasó a buscarla el sábado y fueron a Rosslare ydespués cenaron en el hotel Strand. En el postre,Eilis estuvo tentada de explicárselo todo, depedirle ayuda, incluso consejo. Jim, pensó, erabueno, y también sabio e inteligente en ciertossentidos, pero conservador. Le gustaba la posiciónque tenía en el pueblo y para él era importantedirigir un bar respetable y pertenecer a una familia

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respetable. No había hecho nada fuera de locorriente en su vida y, pensó, jamás lo haría. Suvisión de sí mismo y del mundo no incluía laposibilidad de pasar tiempo con una mujer casadae, incluso peor, con una mujer que no le habíadicho ni a él ni a nadie que estaba casada.

Eilis contempló su amable rostro bajo la tenue luzdel hotel y decidió no decirle nada en esemomento. Volvieron a Enniscorthy. En casa, alcontemplar las cartas de Tony guardadas en elcajón de la cómoda, algunas de ellas aún sin abrir,se dio cuenta de que nunca habría un momento paradecírselo. Era algo que no podía decirse; no eracapaz de imaginar la reacción de Jim ante suengaño. Tendría que volver.

Llevaba algún tiempo posponiendo escribir alpadre Flood o la señorita Fortini, o la señoraKehoe, para justificar su prolongada ausencia. Lesescribiría, decidió, en los próximos días.Intentaría no seguir posponiendo su deber. Pero laperspectiva de comunicarle a su madre la fecha de

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partida y la perspectiva de decir adiós a JimFarrell seguían llenándola de temor, lo suficientepara apartar de nuevo ambas ideas de su mente. Sedijo que pensaría en ellos en otro momento, noahora.

El día anterior a la recepción en el club de golf fuesola a visitar la tumba de Rose a primera hora dela tarde. Había estado lloviznando y se llevó elparaguas. Al llegar al cementerio percibió que elviento era casi frío, a pesar de que estaban aprincipios de julio. Bajo aquella grisácea luz detemporal, el cementerio en el que yacía Roseparecía un lugar desnudo y abandonado, sinárboles, sin apenas vegetación, solo hileras delápidas y caminos y, debajo, el absoluto silenciode la muerte. Eilis reconoció los nombres dealgunas lápidas, los padres o abuelos de susamigos de la escuela, hombres y mujeres a los querecordaba bien, todos ellos ahora muertos,depositados allí, al final del pueblo. De momento,la mayoría eran recordados por los vivos, pero su

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recuerdo se desvanecía lentamente con el paso delas estaciones.

Se detuvo ante la tumba de Rose e intentó rezar omurmurar algo. Estaba triste, pensó, y quizáaquello fuera suficiente..., ir allí y hacer saber alalma de Rose lo mucho que la echaba de menos.Pero no pudo llorar ni decir nada. Se quedó ante latumba todo el rato que pudo y después se fue,sintiendo el más agudo de los dolores al dejarfísicamente el cementerio y caminar haciaSummerhill y el convento de la Presentación.

Al llegar a la esquina de Main Street decidiócruzar el pueblo en lugar de ir por Back Road. Vercaras, gente moviéndose, tiendas ajetreadas,pensó, podía aliviar aquella punzante tristeza, casiculpabilidad, que sentía por Rose, por no sercapaz de hablar con ella como es debido, ni derezar por ella.

Pasó junto a la catedral por la acera opuesta, ycuando se dirigía a Market Square oyó que alguien

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la llamaba. Al volverse vio que Mary, quetrabajaba para la señorita Kelly, estaballamándola y haciéndole señas para que cruzara lacalle.

—¿Pasa algo? —preguntó Eilis.

—La señorita Kelly quiere verla —dijo Mary.Estaba casi sin aliento y parecía atemorizada—.Dice que tengo que asegurarme de que vengaconmigo.

—¿Ahora? —preguntó Eilis riendo.

—Ahora —repitió Mary.

La señorita Kelly estaba esperando en la puerta.

—Mary —dijo—, vamos arriba unos minutos y sialguien pregunta por mí, dile que bajaré cuando amí me venga bien.

—Sí, señorita.

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La señorita Kelly abrió la puerta que llevaba a laparte del edificio en la que vivía e hizo pasar aEilis. Esta cerró la puerta tras ella y la señoritaKelly la acompañó por la oscura escalera hasta elsalón, que daba a la calle pero parecía casi tanoscuro como el hueco de la escalera y tenía, pensóEilis, demasiados muebles. La señorita Kellyseñaló una silla cubierta de periódicos.

—Déjalos en el suelo y siéntate —dijo.

La señorita Kelly se sentó frente a ella en undescolorido sillón de piel.

—Y bien, ¿cómo te va? —preguntó.

—Muy bien, gracias, señorita Kelly.

—Eso he oído. Precisamente ayer pensé en ti y mepregunté si llegaría a verte porque justamenteacababa de tener noticias de Madge Kehoe, desdeAmérica.

—¿Madge Kehoe? —preguntó Eilis.

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—Para ti debe de ser la señora Kehoe, pero es miprima. Antes de casarse era una Considine y mimadre, Dios la tenga en su gloria, era unaConsidine, así que eran primas hermanas.

—Nunca me comentó nada —dijo Eilis.

—Oh, los Considine siempre han sido muycerrados —dijo la señorita Kelly—. Mi madre eraigual.

El tono de la señorita Kelly era casi juguetón; era,pensó Eilis, como si se estuviera imitando a símisma. Se preguntó si podía ser verdad que laseñorita Kelly fuera prima de la señora Kehoe.

—¿De verdad? —preguntó con frialdad.

—Y por supuesto me lo contó todo sobre ti cuandollegaste.

Pero después aquí no hubo novedades y la políticade Madge es estar en contacto contigo si tú estás

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en contacto con ella. Así que lo que hago esllamarla dos veces al año, más o menos. Nuncaestoy mucho rato al teléfono porque es caro. Peroeso la hace feliz, sobre todo si hay novedades. Ycuando volviste, bueno, eso son novedades, y meenteré de que estabas siempre en Curracloe, y enCourtown, con tus mejores galas, y entonces unpajarito que resulta que es cliente mío me dijo quehabía hecho una foto vuestra en Cush Gap. Dijoque erais un grupo encantador.

La señorita Kelly parecía estar disfrutando; a Eilisno se le ocurrió ninguna forma de pararla.

—Así que llamé a Madge para contarle lasnovedades, y que preparabas las pagas en Davis’s.

—¿Ah sí, señorita Kelly?

Era evidente que la señorita Kelly habíapreparado palabra por palabra lo que estabadiciendo. La idea de que el hombre que les habíahecho la foto en Cush, alguien al que apenas

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recordaba y al que nunca había visto, hubieraestado en la tienda de la señorita Kelly hablandode ella, y que esas novedades hubieran llegado ala señora Kehoe en Brooklyn, de pronto laatemorizó.

—Y cuando ella tuvo sus propias noticias, medevolvió la llamada —dijo la señorita Kelly—.Bueno.

—¿Y qué dijo, señorita Kelly?

—Oh, creo que ya sabes lo que dijo.

—¿Era interesante?

Eilis intentó igualar el aire de desdén de laseñorita Kelly.

—¡Oh, no intentes engañarme! —dijo la señoritaKelly—. Puedes engañar a la mayoría de la gente,pero a mí no.

—Estoy segura de que no me gustaría engañar a

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nadie —dijo Eilis.

—¿De verdad, señorita Lacey? Si es así como tellamas ahora.

—¿Qué quiere decir?

—Madge me lo ha contado todo. El mundo, comose suele decir, es un pañuelo.

Por la expresión de regocijo en el rostro de laseñorita Kelly, Eilis supo que no había podidoevitar disimular su alarma. Un escalofrío lerecorrió la espalda mientras se preguntaba si Tonyhabía ido a ver a la señora Kehoe y le habíahablado de la boda. Enseguida le pareció pocoprobable. Lo más probable, reflexionó, era quealguno de los que estaban en la cola delayuntamiento los reconociera, a ella o a Tony, oviera sus nombres y le diera la noticia a la señoraKehoe o a alguna de sus amigas.

Se levantó.

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—¿Es todo lo que tiene que decir, señorita Kelly?

—Sí, pero volveré a llamar a Madge y le diré quenos hemos visto. ¿Cómo está tu madre?

—Está muy bien, señorita Kelly.

Eilis estaba temblando.

—Te vi después de la boda de los Byrne, entrandoen el coche de Jim Farrell. Tu madre tenía buenaspecto. Hace tiempo que no la veo, pero mepareció que tenía buen aspecto.

—Se alegrará de saberlo —dijo Eilis.

—Oh, bien, estoy segura —replicó la señoritaKelly.

—¿Eso es todo, señorita Kelly?

—Eso es todo —dijo la señora Kelly, sonriendocínicamente mientras se levantaba—. No olvidesel paraguas.

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Ya en la calle, Eilis rebuscó en su bolso y vio quellevaba la carta de la compañía marítima con elnúmero de teléfono al que debía llamar parareservar plaza en el barco. Al llegar a MarketSquare se detuvo en Godfrey’s y compró papel decarta y sobres. Recorrió Castle Street y bajó porCastle Hill hasta la oficina de correos. En elmostrador, dio el número al que quería llamar y ledijeron que esperara en la cabina telefónica quehabía en la esquina de la oficina. Cuando elteléfono sonó, levantó el auricular y dio su nombrey datos al administrativo de la compañía, queencontró su ficha y le dijo que el primer barco queiba de Cobh a Nueva York salía el viernes, en dosdías, y que, si a ella le iba bien, podía reservaruna plaza en tercera clase sin recargo alguno. Unavez confirmado, él le dio el horario de salida y lafecha de llegada, y ella colgó.

Tras pagar la llamada, pidió sobres para correoaéreo. Cuando el oficinista los encontró, le pidiócuatro y fue a la cabina que había junto a laventana, donde escribió cuatro cartas. Con el

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padre Flood, la señora Kehoe y la señorita Fortinisimplemente se disculpó por volver tan tarde y lesdijo cuándo llegaba. A Tony le dijo que lo amabay lo echaba de menos y que esperaba estar con él afinales de la semana siguiente. Le dio el nombredel barco y los datos sobre la posible hora dellegada. Firmó. Después, tras cerrar los tresprimeros sobres, volvió a leer lo que había escritoa Tony y pensó en romper la carta y pedir otracuartilla, pero finalmente decidió meterla en elsobre y entregarla en el mostrador junto a lasotras.

Mientras subía por Friary Hill se dio cuenta deque se había dejado el paraguas en la oficina decorreos, pero no fue a buscarlo.

Su madre estaba en la cocina, lavando platos.Cuando entró Eilis, se volvió.

—Después de que te fueras pensé que deberíahaber ido contigo. Es un lugar viejo y solitario.

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—¿El cementerio? —preguntó Eilis, mientras sesentaba a la mesa de la cocina.

—¿No es allí donde has ido?

—Sí, mamá.

Creyó que ahora sería capaz de hablar, pero no fueasí; las palabras no le salían, solo podía respirarcon fuerza. Su madre se volvió otra vez y la miró.

—¿Va todo bien? ¿Estás disgustada?

—Mamá, hay algo que debería haberte dichocuando llegué, y tengo que decírtelo ahora. Antesde irme de Brooklyn, me casé. Estoy casada.Tendría que habértelo dicho en cuanto llegué.

Su madre cogió una toalla y se secó las manos.Después dobló la toalla cuidadosa y lentamente, yse acercó despacio a la mesa.

—¿Es americano?

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—Sí, mamá. Es de Brooklyn.

Su madre suspiró y alargó la mano, agarrando lamesa como si necesitara apoyarse en algo. Asintiólentamente con la cabeza.

—Eily, si estás casada, deberías estar con tumarido.

—Lo sé.

Eilis empezó a llorar y reclinó la cabeza sobre losbrazos. Al levantar la vista unos instantes, vio quesu madre no se había movido.

—¿Es buena persona, Eily?

Eilis asintió.

—Sí, lo es.

—Si te has casado con él, tiene que serlo, eso eslo que pienso —dijo su madre.

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Su tono era suave, flojo y reconfortante, pero Eilispudo ver, por la expresión de sus ojos, el granesfuerzo que estaba haciendo por decir lo menosposible sobre lo que sentía.

—Tengo que volver —dijo Eilis—. Me voymañana por la mañana.

—¿Y me lo has estado ocultando hasta ahora? —dijo su madre.

—Lo siento, mamá.

Eilis empezó a llorar de nuevo.

—¿No te has visto obligada a casarte con él? ¿Noestabas en una situación delicada? —preguntó sumadre.

—No.

—Y dime algo: ¿si no te hubieras casado con él,volverías igualmente?

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—No lo sé —replicó Eilis.

—¿Pero mañana por la mañana vas a coger eltren? —preguntó su madre.

—Sí, el tren a Rosslare y después a Cork.

—Iré al centro y le diré a Joe Dempsey que pasemañana a recogerte. Le pediré que venga a lasocho, así tendrás tiempo suficiente para coger eltren. —La madre de Eilis se detuvo un instante yesta vio la expresión de suma fatiga que la invadía—. Y después me iré a la cama porque estoycansada, así que no te veré mañana por la mañana.De modo que voy a despedirme ahora.

—Aún es pronto —dijo Eilis.

—Prefiero despedirme ahora y solo una vez. —Lavoz de su madre había adquirido mayordeterminación.

Se acercó a Eilis y cuando esta se levantó, laabrazó.

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—Eily, no debes llorar. Si tomaste la decisión decasarte con alguien, es que debe de ser buenapersona y agradable y muy especial. Es así, ¿no?

—Sí, mamá.

—Bien, entonces es un acierto, porque tú tambiénlo eres. Y te echaré de menos. Pero él tambiéndebe de echarte de menos.

Cuando su madre fue hacia la puerta y se detuvo,Eilis se quedó esperando a que dijera algo más.Sin embargo, su madre tan solo la miró, sin decirnada.

—¿Me escribirás para contarme cosas de élcuando vuelvas? —preguntó al final—. ¿Mecontarás todas las novedades?

—Te escribiré hablando de él en cuanto llegue —dijo Eilis.

—Si digo algo más, lloraré. Así que voy a ir aDempsey’s a pedir un coche para ti —dijo su

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madre mientras salía de la estancia de una formalenta, digna y deliberada.

Eilis se sentó en silencio en la cocina. Se preguntósi su madre había sabido desde un principio quetenía novio en Brooklyn. Nunca habíanmencionado las cartas que le había escrito a Rose,y aun así debían de haber aparecido en algún sitio.Su madre había repasado las cosas de Rose consumo cuidado. Se preguntó si su madre habíapreparado hacía tiempo lo que le diría si ella leanunciaba que volvía porque tenía novio. Casideseó que su madre estuviera enfadada con ella, oque al menos hubiera expresado decepción. Sureacción le hizo sentir que lo último que quería erapasar la noche sola haciendo las maletas ensilencio mientras su madre escuchaba desde lahabitación.

Primero pensó que debía ir a ver a Jim Farrellinmediatamente, pero después cayó en la cuenta deque estaría trabajando detrás de la barra. Intentóimaginarse entrando en el bar, encontrándoselo allí

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e intentando hablar con él, o esperando a quebuscara a su padre o su madre para que seocuparan del bar mientras ella salía con él y ledecía que se iba. Podía imaginar su dolor, pero noestaba segura de qué haría, si le diría que laesperaría mientras obtenía el divorcio e intentaríaconvencerla de que se quedara, o le pediría unaexplicación de por qué no lo había desalentado.Verlo, pensó, no serviría de nada.

Pensó en escribirle una nota diciéndole que teníaque irse y dejarla en la puerta de su casa para quela encontrara aquella noche o a la mañanasiguiente. Pero si la encontraba aquella noche, iríaautomáticamente a buscarla. Entonces decidiódejar la nota en la puerta por la mañana, de caminoa la estación. Le diría simplemente que habíatenido que irse y que lo sentía; que le escribiríacuando llegara a Brooklyn para contarle la razón.

Oyó llegar a su madre y subir lentamente lasescaleras hasta la habitación, y por un momentopensó en seguirla, en pedirle que se quedara con

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ella mientras hacía las maletas, y le hablara. Perohabía habido algo, se dijo, tan inflexible, tanimplacable en la insistencia de su madre pordespedirse solo una vez, que supo que no teníasentido pedirle su bendición o lo que esperaba deella, fuera lo que fuese, antes de dejar aquellacasa.

En la habitación, escribió la nota para Jim Farrelly la dejó a un lado; sacó la maleta de debajo de lacama, la puso encima y empezó a meter la ropa.Podía imaginar a su madre escuchando mientrasabría la puerta del armario y sacaba las perchascon la ropa. Imaginó a su madre, tensa, siguiendosus pasos en la habitación. La maleta estabaprácticamente llena cuando abrió el cajón en elque guardaba las cartas de Tony. Las cogió y lasmetió en un lado de la maleta. Leería las que nohabía abierto mientras cruzaba el Atlántico. Por uninstante, mientras contemplaba las fotografías quese habían hecho en Cush, Jim, George y Nancy yella misma, y la de ella con Jim, sonriendo contanta inocencia a la cámara, pensó en romperlas y

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tirarlas al cubo de la basura. Pero después se lopensó mejor y sacó lentamente toda la ropa de lamaleta y colocó las dos fotografías en el fondo,boca abajo, y después puso la ropa encima. Algúndía, pensó, las miraría y recordaría lo que sabíaque pronto le parecería un sueño extraño y difuso.

Cerró la maleta, la llevó abajo y la dejó en laentrada. Todavía había luz, y, mientras estabasentada a la mesa de la cocina comiendo, losúltimos rayos de sol atravesaron la ventana.

En las horas que siguieron, estuvo tentada variasveces de subir una bandeja con té y galletas obocadillos a su madre; la puerta de su madrecontinuaba cerrada y no se oía un solo ruido en lahabitación. Eilis sabía que, si llamaba a la puertao la abría, su madre le diría con firmeza que noquería que la molestaran. Más tarde, cuandodecidió acostarse, pasó frente a la puerta de lahabitación de Rose y pensó en entrar, en ver porúltima vez el lugar en el que había muerto suhermana, pero, a pesar de que se detuvo unos

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instantes y bajó los ojos a modo de reverencia, noabrió la puerta.

Como no había corrido las cortinas, la despertó laluz de la mañana. Era temprano y no se oía nadasalvo el canto de los pájaros. Sabía que su madretambién estaría despierta, escuchando cada sonido.Se movió con cuidado y, sin hacer ruido, se pusola ropa que había dejado preparada y bajó paraguardar en la maleta la ropa usada y los enseres detocador. Comprobó que lo tenía todo: dinero,pasaporte, la carta de la compañía marítima y lanota para Jim Farrell. Después se sentó en la saladelantera, pendiente de la llegada del coche de JoeDempsey.

Cuando llegó, ella estaba en la puerta y él no tuvoque llamar. Se llevó un dedo a los labios paraindicarle que no debían hablar. Él puso la maletaen el maletero del coche mientras ella dejaba lallave de la casa en el mueble perchero. Cuando elcoche se alejó, le pidió que se detuviera unmomento en casa de los Farrell, en Rafter Street y,

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cuando lo hizo, ella dejó la nota en el buzón de laentrada.

Mientras el tren se dirigía al sur, siguiendo la líneade Slaney, imaginó a la madre de Jim Farrellsubiendo el correo de la mañana. Jim encontraríasu nota entre las facturas y cartas de negocios. Loimaginó abriéndola y preguntándose qué debíahacer. Y en algún momento de la mañana, pensó,iría a Friary Street; su madre abriría la puerta ymiraría a Jim Farrell con los hombros erguidosvalientemente y la mandíbula rígida, y una miradaen los ojos que mostraría un pesar indescriptible yel orgullo que pudiera reunir.

«Ha vuelto a Brooklyn», diría su madre. Y,mientras el tren cruzaba Macmine Bridge endirección a Wexford, Eilis imaginó los añosvenideros, cuando aquellas palabras significarancada vez menos para el hombre que las habíaescuchado y cada vez más para ella. Casi sonrió alpensar en ello, después cerró los ojos e intentó noimaginar nada más.

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EN LOS TALLERES DE

LITOGRAFÍA S.I.A.G.S.A.

RAMÓN CASAS 2

BADALONA (BARCELONA)

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