sida y drogadicción dos figuraciones de lo enfermo
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Sida y drogadicción: dos figuraciones de lo enfermo.
"¿Qué pasa sobre el cuerpo de una sociedad? Flujos,
siempre flujos (…) Una sociedad puede codificar la
pobreza, la penuria, el hambre. Lo que no puede
codificar es aquella cosa de la cual se pregunta al
momento que aparece: ´ ¿Que son esos tipos ahí?´ En
un primer momento se agita el aparato represivo, se
intenta aniquilarlos. En un segundo momento, se
encuentran nuevos axiomas que permitan, bien o mal,
recodificarlos.”
Gilles Deleuze
Entre flujos y sustancias.
La inmunilogía, la genética, la biología celular, tienden cada vez más a erigir su imperio
sobre los flujos. Flujos habitados por sustancias que portan una fenomenología química
capaz de inteligir cualquier devaneo de la carne. Este talante microbiológico de la vida
entroniza una mirada sobre el cuerpo que lo lleva a ocupar un lugar de ausencia como
campo de elaboraciones sensibles más allá de los órganos y la carne. No hay más goce o
placer, no hay dolor capaz de sobrepasar la frontera de la piel: sólo carne interior, tejidos no
expuestos, reacciones: tripas y sus aconteceres químicos, dolor y placer celular. Para el
albor médico de nuestra era, los sujetos cada vez pasan a ser entendidos más como un saco
de palpitaciones y reacciones químicas subepidérmicas, y su cuerpo, como una
territorialidad donde diferentes tipos de sustancias fluyen entre lo pernicioso y lo saludable.
Sin embargo ese albor no es célibe, debe anudarse a una época que ostenta el derecho a la
diferencia, consecuencia ya hartamente mercantilizada que dejó la llamada posmodernidad.
En este sentido las paradojas no se hacen esperar: se ciernen estratos que anudan la
hipertrofia uninteligible de la ciencia con el formato de lo diverso. La idea del cuerpo es
sostenida por genes y sustancias que explican la diferencia o similitud establecidas entre un
cuerpo y otro, llevándolas a terrenos equívocos, disyuntivos, aporéticos. La anormalidad es
suplantada por información congénita que explica el sufrimiento humano. La enfermedad
sería pues el límite de lo diverso, el eslabón final donde lo infeccioso desmonta cualquier
tipo de igualdad, ocultándose en el discurso de la tolerancia. Todo pasa por el visto bueno
de lo científico, hasta la diferencia misma. Así pues, podemos preguntarnos sobre ¿cómo es
posible pensar la trama que se cierne entre el aparente reconocimiento de lo diverso y el
incremento incontrolado de la verdad unívoca de las ciencias? ¿A partir de qué
cualificaciones de flujos y sustancias está cernida la frontera entre lo sano y la enfermedad?
¿Qué delimitaciones van atravesando los flujos entre un terreno de existencia y otro, entre
la homeostasis médica y el caos deseante, entre el cuerpo que goza en su propia acritud y
la inexorable degeneración que lo habita y que es la misma que la medicina combate?
En el contexto de este entramado, la enfermedad, vista sólo como una escritura
degenerativa que habita la carne, sigue siendo el estatuto por excelencia donde es posible
que ocurran choques de flujos entre sustancias que defienden la vida y otras que la
desdibujan. Sustancias diseminadas a través de los devenires fluctuantes que un virus
impone. Sustancias en batalla: las que degeneran y las que curan. Flujos en pugna: los que
salvan al cuerpo y los que lo atrofian. La acometida farmacéutica cernida sobre la
enfermedad, sería una extensión de estos campos de flujo y sustancias en disputa. Se van
descubriendo nuevas sustancias capaces de hacer frente a lo patógeno. No obstante existen
vicisitudes que atraviesan los flujos, o más bien se deja de lado la inmensa diversidad de
tipos de flujos que a toda enfermedad le concierne. Los flujos corpóreos se entrelazan con
flujos deseantes, históricos, económicos; se yuxtaponen, se oponen, se enredan: hacen
equívoca la disputa entre las sustancias, tensionan el binarismo entre lo sano y lo patógeno.
Y a la par que ocurre esto, la enfermedad y la salud desbordan las entrañas, sobrepasan la
piel, van más allá de la carne, se tienden sobre el cuerpo complejo y caótico del mundo.
Con el sida se inaugura la enfermedad como riesgo mundial. El virus se disemina por la
esfera terráquea mediante flujos incontenibles. El nomadismo que se inaugura con la
llamada globalización, no sólo llevan consigo el ansiado capital, sino también la semilla de
un síndrome mortal. Los cuerpos portadores se encontraban ya marcados por la diferencia,
clasificados y excluidos (al mismo tiempo que deseados) por el Estado Nación y por sus
herramientas científicas. Cuerpos que llevan consigo la marca del placer y del goce:
homosexuales, heroinómanos, prostitutas. Cuerpos considerados móviles, prófugos, sin
ataduras sociales. Cuerpos fluctuantes, cuerpos consumistas. Ese cuerpo que es también el
del drogadicto, cuerpo desatado, insaciable. Cuerpos pre-enfermos. La enfermedad
entonces será la marca del cuerpo cerrado, individualidad encarnada, donde lo patógeno
viene siempre de fuera; pero al mismo tiempo ese cuerpo será entonces un contenedor
persistentemente vacío, siempre a la expectativa de ser llenado; donde el deseo se torna
necesidad. La in-corporación como un ímpetu de la época.
Drogas, virus (veneno etimológicamente), dos riesgos para el cuerpo. Tanto para el
individual y biológico, como para el cuerpo social. Sustancias móviles, que atraviesan
fronteras corporales y nacionales. Pandemias y narcotráfico, dos amenazas que intensifican
las respuestas globales. La prevención como paradigma, que delega la responsabilidad del
Estado hacia el individuo para que evite su autodestrucción (el cuerpo es de cada
individuo), siendo que al mismo tiempo es permitida la intervención de la fuerza pública,
local, nacional o internacional, para combatir ese mal para la salud pública (ese cuerpo
indivudado ahora le pertenece al Soberano). Hacer vivir y hacer morir.
El sida y la drogadicción representan sin duda dos paradigmas contemporáneos de lo
enfermo bajo esta idea de enfermedad que excede la carne. No basta con decir que el sida
como tal irrumpe después de que el vih logra introducir su virulencia en el interior del
cuerpo, el sida derrumba las paredes cutáneas, introduce estigmas, secrecía, discriminación;
pero también territorios mutantes de existencia, flujos que van más allá de impedir o
posibilitar el desarrollo de un virus. Flujos también de tipo corpóreo que se intercambian, se
contagian, se otorgan: anales, vaginales, fálicos, orales, intravenosos, intersanguíneos.
Flujos que se desdoblan mucho más allá del matraz o el consultorio médico, ligados al
goce, al placer, al deseo, a la angustia, al devenir ontológico mismo. El paradigma
inmunológico no sólo se cierne sobre el cuerpo; las defensas, esta vez sociales, se defienden
contra la animalidad del cuerpo, que va más allá de su registro biológico. En el caso de la
drogadicción ocurre algo más o menos similar: los flujos deseantes quedan reducidos a
flujos perniciosos de conducta, de posibles campos de riesgo, de reproducción filogenética
del vicio; esto último muy a pesar de la cada vez más importante presencia del saber sobre
el cerebro, mismo que ha descubierto la sustancia que provoca la conducta autodestructiva
del adicto, y hasta se ha inventado una vacuna. El gen: lo diverso concentrado en lo
universal del soma.
Pero es en este panorama donde el cuerpo aparece también como territorio en pugna. Es en
sus propios flujos donde se excede y se abre, donde aparece como desbordante, como
inaprensible por el poder que lo produce y lo socava. Donde el placer y el goce se deslizan
por fuera de la piel y se concretizan en actos, en palabras, en prácticas, en movimientos, en
gestos. El cuerpo como un lugar ilocalizable, que se abre y se expande, que no deja de
moverse y de crear. El drogadicto y el sidoso como figuraciones cinceladas finamente por
el poder, pero que se desmoronan al toparse con sujetos vivientes, con esos cuerpos llenos
de dolor, placer y deseo; y que a su vez, generan otros bordes, otras superficies, amorfas,
irregulares, porosas; pero que constituyen otras estéticas, otras formas de aprehender ese
mundo global y moderno que intenta capturarles.
A partir de lo anterior y en un diálogo evocado desde cierta configuración de lo
enfermo compartido por el sida y la drogadicción, ¿cómo es posible pensar entonces este
encuentro entre sustancias que habitan, entran o son exiliadas del cuerpo, y los tipos y
horizontes de flujos a las que se ven emparentadas estas sustancias bajo el marco de lo
enfermo, en el caso de la experiencia mexicana? ¿Qué territorios de existencia se ponen en
juego o están es disputa cuando no hay plena correspondencia entre la cualidad de las
sustancias y las bifurcaciones en razón de las cuales los flujos emergen? ¿Qué lugar juega
ahí la biopolítica como trazo que delimita la enfermedad en oposición a lo sano? Al final
tal vez toda la experiencia hipermoderna remita al encuentro siempre equívoco, infinito y
caóticamente multiplicado, entre flujos y sustancias; y la enfermedad, diseminada y
descompuesta en el interior de ese encuentro, se convierta en el paradigma bajo el cual los
umbrales de existencia quedarán irresolubremente determinados.
Drogas, ley, infección.
Las drogas y los flujos representan dos elementos que en los últimos años han estado
ligados a la historia de México. El territorio mexicano fue durante muchos decenios el
eslabón clave que el flujo de la droga venido desde Sudamérica debía tomar en cuenta
para allanar el camino hacia el principal consumidor de drogas al Norte. Sin embargo, con
el pasar de los años, los flujos de droga que pasaban por aquí se distendieron, hicieron
equívoca su marcha, su destino y su origen. Alguna porción de ese gran flujo de droga se
quedaba en México, y por otro lado, ocurrió que una gran parte de la misma droga
exportada a Estados Unidos tenía el sello de producción mexicana. Surgieron los cárteles
mexicanos que en alguna medida le arrebataron a Colombia el monopolio ilegal de la
droga. En lo que corresponde a ese flujo que se iba enraizando en México, las gélidas cifras
iban hablando del crecimiento de un consumo de drogas que ocurría a la par del
crecimiento de la población joven. Las drogas ya no sólo fue un asunto de tráfico sino que,
por mandato semántico y político de la Organización Mundial de la Salud, se transformó en
un problema de salud pública. No, la droga no es sólo la sustancia, la droga es el mar de
sentidos que, como en el caso del sida, no sólo concierne a la inmersión de una sustancia
perniciosa, virulenta en el cuerpo; la droga parece no ser más que la carne de la voluntad
insensata de un sujeto que se introduce la propia nocividad en el cuerpo, la droga contiene
el flujo de la ilegalidad.
Desde este lugar es posible pensar en una singularidad biopolítica que anuda el malestar
moral y político del cuerpo social, con una emanación patógena en el cuerpo cuantitativo de
la población. Se regresa al viejo estatuto donde la enfermedad no solo es celular sino
también moral, sólo que ahora bajo la luz poblacional de la epidemiología. Como ejemplo
de esto, en el sexenio pasado de la presidencia mexicana se abrió una llamada guerra
contra el narcotráfico, que dejó miles de muertes, al mismo tiempo que las fronteras norte y
sur del país se reforzaron bajo encomiendas estadounidenses. La frontera con aquella
potencia mundial también ha determinado las acciones contra el sida. México dio una
respuesta institucional al virus relativamente rápida con respecto a los otros países
latinoamericanos (dos años después del primer caso reportado en el país), la cual consistió
en ubicar a los grupos de riesgo. Esto debido a que los Estados Unidos de Norteamérica
veían su frontera sur como un peligro potencial. El riesgo es gestionado por el poder,
mediante cálculos probabilísticos, y como resultado de estos: programas, siempre fallidos,
de prevención. Los flujos, tanto de virus como de drogas, son previstos como riesgos y de
ahí su necesidad de contenerlos, de inmovilizarlos y codificarlos mediante estrategias
geopolíticas. Pero también esa gestión de la vida está acompañada por una administración
de la muerte. El tráfico de droga que pasa por debajo del agua, va acompañado de la
posibilidad de matar y desaparecer sin consecuencias jurídicas ni políticas. Mientras que los
fármacos antirretrovirales son retenidos y distribuidos de acuerdo a las normas del
mercado: una mano invisible (¿La del Estado? ¿La de la moral? ¿La del género?) decide
quién es digno del tratamiento y de la vida.
Bajo este contexto es que una investigadora del Instituto Nacional de Psiquiatría comenta, a
propósito de la naturaleza cerebral del adolescente:
“A esa edad el cerebro está enfocado exclusivamente a las emociones y así se mueve, la
parte cognitiva se desarrolla hasta los 20 o 22 años. Si queremos prevenir el problema (de
adicciones) en este sector de la población apoyados sólo en la parte conceptual, sin
atender la emoción, no tendremos éxito porque biológicamente no están preparados para
eso”
De acuerdo a esta lógica, la más eficaz medicina contra la enfermedad de la drogadicción,
pasa por los marcos de lo jurídico. La ley debe convertirse en un paliativo contra las
debilidades intrínsecas del cerebro, contra su “inmadurez cognitiva”. En este sentido el
cuerpo del drogadicto se convierte en la extensión de la ilegalidad, no hay soberanía sobre
él, la droga lo tiene ocupado; una sustancia todopoderosa fluye por él bajo el signo de una
débil (enferma) voluntad que le deja traspasar las fronteras cutáneas. Lo criminal trasciende
en lo enfermo, en la medida en que se transgreden dos fronteras: la de la ley y con ella la de
los países y sus soberanías, y la epidérmica de los cuerpos. Lo conceptual se convierte en
ley y lo emocional establece lazos con la criminalidad. Todo se trata de posibles flujos
económicos y orgánicos, de conceptos no vinculados a la emoción de drogarse, a no ser que
ésta implique un dato objetivo más. Se establece un flujo de incuestionable sapiencia entre
dos cerebros supuestamente maduros -cada cual con sus argumentos extraídos de diferentes
lugares- : el del jurisprudente y el médico: ley y enfermedad, política y vida.
Epílogo.
Bajo una experiencia de terapia grupal un sujeto con VIH contaba que a pesar de sus
múltiples intercambios sexuales, no fue sino hasta que se enamoró y decidió tener una
relación estable, que el virus irrumpió en su cuerpo; y es en este sentido que expresa: “para
mí el virus es el resultado del amor”. ¿Cómo la prevención sanitaria puede contener el
amor? ¿A qué lógica corresponde éste? La idea de retomar este testimonio no es la de
enarbolar un discurso amoroso sobre el vih, ni de hacer una romantización del amor
(Debemos recordar que “el eros” es también intervenido fuertemente por los dispositivos de
poder), sino la de mostrar, en este caso, al amor mismo como un exceso devenido de una
subjetividad; campo perenemente equívoco para toda comprensión inmunitaria. Amor que
disloca la figuración de lo enfermo al trazar un camino incomprensible de bienestar que al
confrontarse con el territorio de la sanidad médica puede tornarse aberrante, si se considera
que para ésta el virus no significa otra cosa que un intruso nefando que habita el cuerpo
orgánico, mientras que en el código del deseo subjetivo de este sujeto representa una dádiva
amorosa. El par enfermedad-muerte clausura los sentidos y cierra el cuerpo sobre sí mismo
como garante de la individualidad, por el contrario el amor convierte al cuerpo en un
territorio de existencia compartido; los límites de éste son burlados por las fuerzas del
placer y de los flujos, que no responden a una economía mercantil de las sustancias, sino a
un desbordamiento de la propia materialidad. El vih comúnmente asociado a la sexualidad
y a la muerte (dupla surgida en la modernidad) nos recuerda también que el cuerpo es el
lugar de encuentro con los otros, que el cuerpo es vulnerable a la muerte y lo es también al
amor. O mejor dicho, el amor vulnera ese cuerpo individuado, lo abre, lo expone, lo
transforma; al mismo tiempo que lo sitúa; pues el cuerpo al hacer el amor siempre “está
aquí”, no es por lo tanto un cuerpo codificable en números o en verdades.
En el caso de las drogas ¿Bastaría con decir que todo se reduce a una muerte dosificada, a
un deseo por una inexistencia suministrada? ¿Qué no es más que la posibilidad de estar o
no estar demasiado (dependiendo de la droga que se trate) a través de las porosidades y
orificios del cuerpo? ¿Todo debe ser voluntad insana, enfermedad? El drogarse mismo tiene
que involucrar estéticas de la existencia. Amor, odio, necesidad… ¿No hay amor al cuerpo
cuándo se le suministra la sustancia que llega a necesitar? ¿No hay algo de odio cuando el
mismo cuerpo llega a menguarse por efecto de la droga? No basta decir enfermedad para
capturar las tempestades del deseo. No hay conducta que por más perniciosa que sea no
soporte el avatar de una sustancia deseante. No es que la droga se haya apoderado del
cuerpo, sino que el cuerpo ha extendido sus redes subjetivas hacia la droga, prótesis líquida,
gaseosa o sólida, a la que se vincula, y que al fin y al cabo es inocente de cualquier
malignidad a la que sea atribuida, es una sustancia y ya, víctima de su toxicidad, viva
cuando habita una materia vibrante, mutante en tanto se vuelve un atributo para el cuerpo
(En cambio la política no es inocente). ¿Acaso no la droga, el virus y los fármacos (drogas
legales) no son ya en sí una materialización del cuerpo? No sólo en tanto se incorporan a él,
sino como una extensión, un desdoblamiento del mismo; un excedente que a la vez que
codifican: las conductas, las identidades, los órganos y las sustancias; también movilizan,
extienden, dislocan. Pues tanto el vih como la droga no sólo infectan al cuerpo con un
componente mortífero; de igual manera se transmiten de un cuerpo a otro: placer, goce,
amor, vida. Lo que nos obliga a repensar la dicotomía entre salud y enfermedad, y en
última instancia, entre vida y muerte.
Alberto Alejandro Medina Jiménez y Héctor Rubén Zapata Aburto.
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