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1 Paz jurídica, paz política, paz social Andrea Mejía Mucho de lo que se ha hablado y escrito en torno al proceso de paz que actualmente se lleva a cabo en Colombia, tiende a apropiarse y a reproducir una distinción que ya ha hecho carrera en los estudios sobre paz entre negociación y construcción de paz. En el caso colombiano se ha llegado a convertir esta distinción en una dicotomía que pareciera insalvable y que cierra la salida al conflicto armado a través de la política y del derecho. La paradoja para unos se plantea en estos términos: si no entregan las armas (y muchos reducen la negociación a la entrega de armas) las FARC no están en condiciones de exigir políticas por parte del Estado para asegurar cambios en condiciones sociales llamadas estructurales. Pero si el gobierno no se compromete con esos cambios, cualquier negociación será imposible. La paradoja ha adoptado también la siguiente formulación: el conflicto armado es la causa principal de una inestabilidad social paralizante; o al contrario, se afirma que una situación social precaria, insostenible e injusta es la causa principal del conflicto. Estas dicotomías, a mi juicio, no sólo no nos llevan muy lejos, sino que están mal planteadas. “Paz con justicia social” no puede ser entendida como una consigna que condicione la paz al establecimiento de hecho de condiciones sociales más justas, o, suponiendo que el gobierno adoptase la consigna contraria, “justicia social con paz”, tampoco podría entenderse como el

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Andrea Mejía - Paz Jurídica, Paz Política, Paz Social

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Paz jurídica, paz política, paz social

Andrea Mejía

Mucho de lo que se ha hablado y escrito en torno al proceso de paz que actualmente se lleva a cabo en Colombia, tiende a apropiarse y a reproducir una distinción que ya ha hecho carrera en los estudios sobre paz entre negociación y construcción de paz. En el caso colombiano se ha llegado a convertir esta distinción en una dicotomía que pareciera insalvable y que cierra la salida al conflicto armado a través de la política y del derecho. La paradoja para unos se plantea en estos términos: si no entregan las armas (y muchos reducen la negociación a la entrega de armas) las FARC no están en condiciones de exigir políticas por parte del Estado para asegurar cambios en condiciones sociales llamadas estructurales. Pero si el gobierno no se compromete con esos cambios, cualquier negociación será imposible. La paradoja ha adoptado también la siguiente formulación: el conflicto armado es la causa principal de una inestabilidad social paralizante; o al contrario, se afirma que una situación social precaria, insostenible e injusta es la causa principal del conflicto. Estas dicotomías, a mi juicio, no sólo no nos llevan muy lejos, sino que están mal planteadas. “Paz con justicia social” no puede ser entendida como una consigna que condicione la paz al establecimiento de hecho de condiciones sociales más justas, o, suponiendo que el gobierno adoptase la consigna contraria, “justicia social con paz”, tampoco podría entenderse como el condicionamiento de la justicia social al cese del conflicto armado. La salida a esta dicotomía entre paz y justicia es necesaria porque quedarse atrapada en ella implicaría la imposibilidad de avanzar en un acuerdo. Sería una aporía en el sentido fuerte de una ausencia de camino o de salida. Pero no sólo es necesario deshacer esta dicotomía, sino que es posible; es posible -esta mi primera propuesta- por la relevancia y el contenido político de este proceso en particular, inserto en las actuales condiciones, también políticas de nuestro país.

La relevancia política del proceso actual radica en que simultáneamente se han puesto sobre la mesa la renuncia de las FARC a las armas que han sido hasta ahora su única fuente de poder, y las posibles vías de acceso de este grupo a otra forma de poder, a saber, el poder político. La relevancia política de este proceso radica en que se están haciendo pronunciamientos claros sobre los contenidos que se movilizarían por ese eventual futuro poder político de las FARC. La

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relevancia política de este proceso es justamente lo que ciertos de sus enemigos han puesto en los términos de “agendas de país” que no deben ser negociadas con “los terroristas”.

Además, uno de los términos del acuerdo, a saber, que “las conversaciones se darán bajo el principio de que nada está acordado hasta que todo esté acordado”, muestra claramente lo imbricados que se encuentran el fin del conflicto y la puesta en marcha de políticas públicas para que el Estado, progresivamente, se halle en condiciones de garantizar derechos cuya inexistencia pueda, desde cierto punto de vista, justificar la rebelión armada. Estas dos instancias, traslapadas, hacen parte de una misma etapa del proceso en la que simultáneamente se negocian las condiciones de paz y se inicia su “construcción”, una construcción que en este caso específico, creo, debe pensarse principalmente a través de la participación política de un grupo que no sólo ha confrontado las fuerzas del Estado, sino que muchas veces también ha expuesto y violentado a sectores extremadamente vulnerables de la población civil.

Existe otra razón por la que me parece que la separación entre negociación y construcción de paz puede no ser conceptualmente adecuada al caso colombiano. El éxito relativo de este proceso estaría lejos de permitirnos hablar de una construcción de paz en sentido amplio. Si la negociación entre el gobierno y las FARC llegase a un término razonablemente bueno, múltiples formas de violencia intra-estatal quedarían vivas e incluso podrían tender a fortalecerse. Se trata de formas de violencia que no son tratables bajo la estructura de procesos de paz entre el gobierno (representante del Estado) y un grupo caracterizado por mantenerse “fuera” de éste. Por eso es claro que el llamado “proceso de paz” entre los paramilitares y el gobierno anterior fue un fracaso.

Al emplear los términos “paz jurídica” y “paz social” para darle un título tentativo a esta breve comunicación, podría parecer que lo que se busca es reafirmar esta dicotomía entre negociación y construcción de paz, o entre paz jurídico- política y paz social. Mi intención, como notaron ya, es sin embargo contraria. Quisiera intentar mostrar que los verdaderos polos que difícilmente pueden conciliarse en este proceso son dos polos que llamaré, uno político y otro jurídico. La verdadera dificultad, a mi juicio, el verdadero reto de este proceso de paz, es lograr conciliar, de ser posible, las exigencias políticas que están en juego, con exigencias jurídicas no sólo planteadas en la Constitución colombiana de 1991 sino en el Estatuto de Roma. En efecto, este proceso de paz, medianamente delimitado, debe atender simultáneamente, por un lado, a circunstancias políticas concretas y locales, y por otro, a ciertos lineamientos acordados por nuestra Constitución y a principios jurídicos universales que operan en el marco de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario. A veces pareciera que el condicionamiento político y el jurídico fueran irreconciliables. Quisiera entonces desplazar mi atención y la de ustedes a esta dificultad. No se trata por supuesto de abandonar una aporía a la que se llega a través de la dicotomía entre paz social y paz jurídica o política, para instalarse cómodamente en otra entre paz política y paz jurídica. Lo que propongo es analizar esta confrontación, que se enmarca además en la vieja oposición entre política y derecho, para pensar de qué manera podría también disolverse. Esto no supone, de ninguna manera, restarle importancia al problema de “lo social”. Si por “lo social” se

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hace referencia a la realidad en la que vive la gente que no tiene ninguna forma de acceso al poder, a poblaciones enteras que han padecido el conflicto de manera inimaginable para los que habitamos las ciudades, si “lo social” se refiere a las condiciones de pobreza en las que vive la mayor parte de la población rural colombiana, quiero entonces decir que “lo social” es lo único que en realidad en últimas importa. Ahora bien, “lo social” es una categoría mucho más amplia y en últimas apunta a lo que es en realidad un país. Es el trasfondo y la sustancia del conflicto. Sin embargo, para hacer un análisis, no del conflicto en su complejidad, ni de la realidad colombiana en su inabarcable totalidad -un análisis que sobrepasaría de lejos mis posibilidades- sino para hacer un análisis de este proceso de paz en particular, creo que es necesario separar y considerar principalmente dos niveles del proceso, el jurídico y el político. La forma en que se desenvuelvan estos dos niveles, y sobre todo la forma en que puedan o no llegar a un acuerdo, implicaría consecuencias decisivas para que de alguna manera cambie, en la medida de lo posible, el modo que tenemos los colombianos de vivir y de estar juntos, para que cambie la manera que tenemos de comprender, y con ello de practicar, la política y la justicia. Lo importante es buscar soluciones políticas y jurídicas que combinadas, aunque siempre en tensión, puedan traer un cambio gradual y progresivo en las estructuras sociales, o al menos en la forma en que esas estructuras son percibidas.

1. Delimitación del término “paz” al desenvolvimiento del actual proceso de paz en Colombia

En todos los momentos del proceso, tanto en el debate político como en el jurídico, la participación social es transversal y determinante. Esto de ninguna manera queda puesto en duda por lo que trato de hacer aquí. Resulta impresionante el movimiento social en torno a este proceso y la agitación súbita, relativamente cubierta a nivel mediático, de diversos movimientos sociales, manifiesta en comunicaciones, declaraciones y debates de grupos no gubernamentales. La repercusión tan poderosa del proceso se manifiesta en la expresión de inconformidades, de exigencias, de esperanzas, de lo que cada uno de nosotros espera del país en el que vive. No se trata de desviaciones ni de proyectos desmesurados y maximalistas que pierdan de vista que lo que está en juego es la firma de un acuerdo puntual entre actores autorizados para firmar un cese al fuego. La paz es efectivamente asunto de todos porque lo que realmente está en juego es la pregunta que subyace a todo el pensamiento de lo político, y más aún, a toda realidad política: por qué y de qué manera estamos juntos. Por qué y de qué manera seres humanos comparten un territorio. Es esta la pregunta que se activa, con todo su potencial y toda su ambigüedad, cuando se trata de paz.

Pero para efectos de este análisis, la “paz” a la que me referiré es un término que debe limitarse al proceso que se inicia formalmente el 26 de agosto del 2012, con el “Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, firmado por representantes del gobierno, de las FARC y por testigos que de alguna manera representan la

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comunidad internacional, y que se prolongaría, más allá de la posible firma de un acuerdo entre el gobierno y las FARC, con la participación política de este grupo y la puesta en marcha, desde el poder legislativo o el ejecutivo, de una agenda ya en parte anunciada y esbozada ante la opinión pública.

2. Importancia política del proceso

El acuerdo firmado en la Habana en agosto del 2012 se desglosa, lo recordarán ustedes, en 6 puntos: 1) política de desarrollo agrario integral 2) participación política, 3) fin del conflicto, 4) solución al problema de las drogas ilícitas 5) víctimas y 6) implementación, verificación y refrendación. De estos puntos, dos anuncian ya contenidos políticos específicos: la política de desarrollo agrario integral y el problema de las drogas ilícitas. El punto dos (participación política) y el 6 (mecanismos de implementación, verificación y refrendación) apuntan más bien a mecanismos procedimentales y formales para que la agenda política de las FARC pueda ser puesta en marcha. Estos dos puntos suponen un cambio, no sólo en el contendido de las políticas públicas, sino en las estructuras formales, y suponen una concepción participativa de la forma en que debe hacerse política. Esta coincidencia entre la propuesta política digamos sustantiva (tierras) y su propuesta política formal (posibilidad de participación en las estructuras políticas ya existentes, cambios en esas estructuras, mecanismos para verificar que los puntos acordados se lleven a cabo progresivamente después de la firma del acuerdo) es lo que considero el núcleo político del proceso.

Parece claro entonces que no es posible aislar la llamada fase de negociación como un espacio dónde sólo el gobierno estaría autorizado para hacer política y en el que lo que estaría en discusión es si las FARC pueden empezar a hacerla. La negociación no es una condición previa al ejercicio de la política por parte de las FARC: desde el momento en que este grupo hace parte de un escenario visible, desde que tiene acceso a los medios de comunicación, desde que pone a circular y somete a consideración de la opinión pública propuestas concretas para que sean discutidas y comentadas, ya está haciendo política. Las FARC entran al espacio de debate público ya no solamente como un grupo con exigencias en contra del Estado -aunque ese ha sido el tono dominante, sobre todo en las primeras intervenciones públicas-, sino que en el transcurso del mismo se ha ido perfilando como un grupo que eventualmente podría transformar un potencial contestatario en intervenciones que, operando dentro de las estructuras estatales, puedan tener verdadera repercusión social y significado histórico. Lo interesante de este proceso, como ya dije, es que lo que está en juego no es solamente la entrega de armas, la llamada “desmovilización”, sino que se están adelantando procesos políticos. Es un proceso orientado hacia el lenguaje, basado en reglas de juego explícitas y en un acuerdo aceptado por las dos partes1. En ese sentido es político según la definición más optimista del término. Pero también es político en un sentido

1 Cf. What is a Just Peace? Pierre Allan and Alexis Keller (Eds.). New York: Oxford University Press, 2008. p.1.

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más weberiano, porque -no podemos engañarnos- lo que está en juego en gran medida, son también transacciones de poder: la permanencia en el poder de algunos y el acceso al poder de otros.

En cuanto al contenido sustantivo de propuesta política de las FARC hay que decir que es básicamente una propuesta de reorganización territorial. En efecto, tenemos por ahora, como indicios de los fundamentos de un futuro programa político, las “Ocho propuestas mínimas para el reordenamiento y uso territorial” y las “Diez propuestas mínimas para el reconocimiento político de todos los derechos del campesino”. Los dos conjuntos de propuestas se apoyan en el texto preliminar de la Declaración Internacional de los Derechos de los campesinos, redactado por el Comité Consultivo de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en de febrero de 20122.

Les recomiendo la lectura de este texto preliminar (que aun no ha sido aprobado por el consejo de Derecho humanos de la ONU, para que puedan darse una idea de hasta qué punto lo que hasta ahora puede llamarse el programa político de las FARC se deriva de esta declaración o bien coincide con ella. Restricción de la ganadería extensiva, de la minería, sostenibilidad socio ambiental del uso de la tierra, garantías para la producción agrícola y la seguridad alimentaria, acceso al agua, autonomía para la implantación de tecnologías propias, son puntos presentes tanto en la Declaración como en las propuestas de las FARC. Incluso algunos de los puntos de éstas últimas, son especificaciones o maneras de hacer viables los amplios puntos contendidos en lo que sería la declaración de la ONU. Así, por ejemplo, el derecho al acceso a “créditos, material y herramientas para desarrollar actividades agrícolas” enunciado en el art.6 de la Declaración, bajo el título “Derechos a medios de producción agrícola”, es un derecho que se propone hacer efectivo en las diez propuestas mediante la creación del Fondo Nacional de financiación de territorios campesinos cuyos recursos provendrían en parte de un porcentaje fijo del presupuesto nacional y en parte de un impuesto al latifundio improductivo.

El problema de las drogas ilícitas, tal como lo plantea las FARC en el último punto de las “Propuestas mínimas”, está abordado desde una perspectiva territorial, ecológica y cultural. La propuesta de sustitución de cultivos y legalización de algunos cultivos con fines terapéuticos y medicinales es el inicio tímido de una propuesta que tendría que convertirse en una moción más agresiva. El cultivo de marihuana, amapola y hoja de coca tendría que ser la forma de subsistencia legal de muchos campesinos. El derecho al trabajo y a la subsistencia de éstos últimos, los derechos ambientales , y sobre todo el hecho innegable de que la guerra en Colombia ha sido financiada principalmente por el narcotráfico, tienen al fin que primar sobre presiones internacionales que se sostienen en argumentos bastante débiles. Es fundamental contar con defensores serios y comprometidos en el debate nacional e internacional sobre legalización. Este

2 Declaración de los derechos de los campesinos. Texto preliminar disponible en http://www.pnud.org.co/hechosdepaz/64/la_declaracion_de_naciones_unidas.pdf

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sería otro punto a asumir por unas FARC políticamente responsables, porque el de la legalización es otro “proceso de paz” que tarde o temprano tendrá que llevarse a cabo y en el que la comunidad internacional tendrá que participar y asumir responsabilidades.

Para ser viables económica y constitucionalmente, estas propuestas de las FARC deben afinarse. Tendría que revisarse por ejemplo la posibilidad de crear zonas de reservas campesina que tuviesen el mismo estatus que las entidades territoriales definidas por el artículo 286 de la Constitución Política de Colombia, entre las cuales se comprenden los territorios indígenas, con derecho a gobernarse por autoridades propias, a administrar los propios recursos y participar en las rentas nacionales (Art. 287). Con todo, la atribución para las reservas campesinas de las mismas competencias normativas atribuidas por los artículos 329 y 330 de la Constitución a los resguardos indígenas que son “propiedad colectiva y no enajenable” (Art. 329), que pueden “percibir y distribuir sus recursos” (Art 330), que pueden diseñar políticas y planes de desarrollo económico y social dentro de su territorio (Art 330), podría implantarse como un modelo de desarrollo económico alternativo que serviría de ejemplo a nivel mundial. No se puede convertir todo el campo colombiano en una zona de reserva. El término reserva perdería su sentido y se perdería la posibilidad de implantar proyectos de economía cooperativa a pequeña escala de los que sin duda podría beneficiarse la economía nacional. Pero se podrían crear proyectos piloto que abrirían el camino a la aplicabilidad del derecho a determinar precios y mercados para la producción agrícola y a desarrollar sistemas de comercialización comunitarios, un derecho consignado en el artículo 8 de la Declaración de los Derechos de los campesinos. Esto supondría un desafío creativo e interesante inserto en una economía global y anárquica. Lo que quiero señalar por ahora es que la propuesta política de las FARC, aunque aún poco elaborada, puede enmarcarse dentro de un proyecto jurídico vinculante mucho más amplio, digamos con reservas, “universal”, que revela que la estructuración territorial arcaica y feudal del territorio colombiano no sólo no tiene futuro en un escenario regulado por el derecho internacional, sino que a nivel económico resulta mucho menos dinámico que un territorio articulado por pequeñas extensiones de tierra donde lo que mueva cada pedazo de tierra sean intereses propios, en lugar de que sea el interés de un sólo gran propietario el que mueva una gran extensión de tierra. Es evidente que a largo plazo es mejor que muchos produzcan, cada uno poco, a que pocos produzcan, cada uno mucho.

Así como hay sectores que se han encargado de promover y darle poder vinculante real a los derechos humanos, las FARC, politizada, podría tomar como bandera la instauración progresiva y la protección de estos derechos campesinos, resultando de ello el empoderamiento del campesinado colombiano, y con ello la mejora significativa en las condiciones de vida de la sociedad rural colombiana. Esta mejora traería consigo una activación económica de una parte de la población hasta ahora absolutamente pasiva.

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Para llevar a cabo este proyecto en el que están entrelazados y son interdependientes aspectos políticos, jurídicos y económicos, no es necesario, como se ha objetado, que la población campesina tenga un sentido identitario fijo como el que supuestamente tiene la población indígena o la población afro-colombiana. Basta con tener en cuenta la definición del campesino sugerida por el artículo primero de La Declaración Internacional de los Derechos de los campesinos:

Campesino es un hombre o mujer que tiene una relación directa y especial con la tierra y la naturaleza a través de la producción de alimentos u otros productos agrícolas. Los campesinos trabajan la tierra por sí mismos y dependen mayormente del trabajo en familia y otras formas de pequeña escala de organización del trabajo. Los campesinos están tradicionalmente integrados a sus comunidades locales y cuidan del entorno natural local y los sistemas agro-ecológicos.

No sólo ninguna de las propuestas de reorganización territorial de las FARC es en principio inconstitucional, sino que éstas encontrarían en la Constitución Colombiana un marco jurídico adecuado dentro del cual se tendría que promover la creación y aprobación de nuevas leyes orgánicas. Es una Constitución a la que las FARC no deben tener mucho afecto, ya que el 9 de diciembre de 1990, una hora antes que se abrieran las urnas de las elecciones que decidirían la conformación de la Asamblea Constituyente, las Fuerzas Armadas bombardeaban el campamento de “Casa Verde”, sede del Estado mayor de las FARC. Este bombardeo fue un claro símbolo de la exclusión definitiva de este grupo de la participación en el proyecto de país que se trazaría en la Asamblea. Pero es justamente esta exclusión la que debe enmendarse a través de su participación política y de su renuncia a la lucha armada.

La exigencia de la apertura de una Asamblea Constituyente como condición para un acuerdo negociado debe ser abandonada inmediatamente y sin reservas en un momento en el que sectores de extrema derecha cuentan con un altísimo porcentaje de favorabilidad entre la población colombiana. Debe más bien buscarse, por vías políticas, la ampliación de la estructura de derechos en torno, por ejemplo, al artículo 64 de la Constitución Política de Colombia (“Es deber del Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios, en forma individual o asociativa, y a los servicios de educación, salud, vivienda, seguridad social, (…) crédito (…) comercialización de los productos, asistencia técnica y empresarial, con el fin de mejorar el ingreso y calidad de vida de los campesinos”) . Puede también buscarse la materialización del deber del Estado de proteger y promover “las formas asociativas y solidarias de la propiedad” enunciado en el Artículo 57. Estos son sólo ejemplos de lo que puede hacerse con creatividad jurídica y política, usando la actual Constitución como instrumento para el cambio social. Una Constitución resultante de una Asamblea Constituyente elegida hoy popularmente, podría en cambio ser profundamente regresiva en lo referido a derechos sociales. Si todas las

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posibilidades de desarrollar y aplicar la Constitución actual pudiesen un día encontrarse agotadas, estaríamos en verdad en el mejor de los mundos.

Bien, lo que he tratado de hacer hasta ahora es esbozar la relevancia política de la negociación, y despejar un posible proyecto político propio de las FARC cuyo núcleo podría ser la aplicación de los derechos del campesinado en Colombia y la promoción de un debate intenso y permanente sobre legalización. No sólo es la necesidad política de la paz lo que constituye la importancia política del proceso, sino la visibilidad y el empoderamiento de la población rural. Si las FARC asumen la responsabilidad política no sólo de exigir, sino de lograr implantar políticas con algún grado de efectividad, gran parte de una población invisible hasta ahora podría encontrar alternativas a los estrechos canales con los que actualmente cuenta para acceder al espacio de defensa de sus intereses y derechos.

Ahora bien, el punto 5 del “acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, introduce un aspecto jurídico determinante que puede y debe marcar un límite al desenvolvimiento político del proceso: víctimas, derechos humanos, justicia y verdad. Este punto supone que paralelamente al desenvolvimiento del proceso político, se tienen que estar desplegando las posibilidades jurídicas de las posibilidades políticas del proceso. Este es el punto delicado que me propongo desarrollar en lo que sigue.

3. Límites jurídicos del proceso

La sentencia C 370 de 2006 de la Corte Constitucional declara a la vez la inconstitucionalidad y la constitucionalidad condicionada de la ley de justicia y paz. En esta sentencia queda muy bien establecida la tensión en la que quiero enmarcar este texto, a saber, la tensión entre los intereses políticos de la paz y los principios jurídicos que deben mantenerse para respetar los derechos de las víctimas de un conflicto armado. De los derechos de las víctimas se deriva, entre otras cosas, la posibilidad o la imposibilidad de la participación política de los actores implicados en el daño a las víctimas. Esta tensión entre paz y justicia, se ha dicho muchas veces, es parte estructural de toda justicia transicional. Cito un extracto de la sentencia que sigue siendo válido para el actual proceso:

El método de ponderación es apropiado para la resolución de los problemas que plantea este caso, por cuanto no es posible materializar plenamente, en forma simultánea, los distintos derechos en juego, a saber, la justicia, la paz, y los derechos de las víctimas. El logro de una paz estable y duradera que sustraiga al país del conflicto por medio de la desmovilización de los grupos armados al margen de la ley puede pasar por ciertas restricciones al valor objetivo de la justicia y al derecho correlativo de las víctimas a la justicia, puesto que de lo contrario, por la situación fáctica y jurídica de quienes han tomado parte en el conflicto, la paz sería un ideal inalcanzable. Se trata de una decisión

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política y práctica del Legislador, que se orienta hacia el logro de un valor constitucional. En ese sentido, la Ley 975 de 2005 es un desarrollo de la Constitución de 1991. Pero la paz no lo justifica todo. Al valor de la paz no se le puede conferir un alcance absoluto, ya que también es necesario garantizar la materialización del contenido esencial del valor de la justicia y del derecho de las víctimas a la justicia, así como los demás derechos de las víctimas, a pesar de las limitaciones legítimas que a ellos se impongan para poner fin al conflicto armado3.

Quiero decir sin embargo, que a pesar de que tanto la Ley de Justicia y Paz como el Marco jurídico para la paz se insertan en el ámbito normativo colombiano como instrumentos jurídicos de justicia transicional, surgen de dos contextos políticos muy diferentes, por un lado, y tienen, por otro, un contenido jurídico enteramente disímil. El fenómeno paramilitar es un fenómeno políticamente vacío que jamás generó ni generará siquiera esbozos de un proyecto político, de tal manera que en el proceso de desmovilización paramilitar no había ningún contrapeso político a las exigencias de justicia. Dado el grado de permeabilidad del Estado colombiano a un poder paramilitar que no sólo radica en las armas, la entrega de armas y las falsas desmovilizaciones no implicaron tampoco un aporte real en un proceso de construcción de paz4. Por otro lado, el Marco jurídico es solamente un marco dentro del cual se crearán leyes estatutarias que son las que en su momento tendrán que ser discutidas. El debate jurídico, me parece, está por darse y debe atender a las circunstancias que se deriven de las negociaciones. Por el contrario, en la Ley 975, tan mal llamada Ley de justicia y paz, la reducción de penas estaba ya determinada. Los famosos 5 a 8 años de alternatividad penal fueron simplemente un descalabro desde un punto de vista político, jurídico y social, cuando las atrocidades cometidas por grupos paramilitares hubieran debido enmudecer incluso a un país como el nuestro, acostumbrado a un umbral de violencia intolerable en muchos lugares del mundo. El abuso en el texto de la ley 975 de términos morales como “arrepentimiento”, “perdón”, “promesa”, o expresiones tan cargadas como vacías como la de “reconciliación nacional”, están ausentes en el texto bastante más sobrio del Marco jurídico.

El comentario de la Comisión Nacional de Juristas al Marco jurídico para la paz antes de su aprobación, señala sin embargo lo delicado del problema jurídico planteado por él. Para qué abrir la posibilidad de priorizar y seleccionar casos que definitivamente habría que investigar por violación al Derecho Internacional Humanitario que no podrán ser considerados para ningún tipo

3 Corte Constitucional, sentencia C-370. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/RELATORIA/2006/C-370-06.htm4 Puede leerse el balance que hizo a finales del 2007 la Comisión Colombiana de Juristas sobre la aplicación de la ley 975 de 2005 en Colombia: El espejismo de la justica y la paz, Bogotá, 2008. En éste se demuestra, entre otras cosas, que “la impunidad reina en lo que respecta a las violaciones del derecho a la vida cometidas por los grupos paramilitares después de haber prometido el cese de hostilidades (diciembre de 2002). Mientras la justicia deja estos crímenes sin resolver, los perpetradores continúan accediendo a todos los privilegios que les ha concedido el Estado, supuestamente en aras de la paz” (p. 208).

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de amnistía, si no es porque van a plantearse otros casos, graves también, sobre todo entre los altos mandos guerrilleros, que no serán seleccionados.5 El comentario señala también la contradicción del Marco con el artículo 122 de la Constitución Política de Colombia, artículo que prohíbe la participación política de “quienes hayan sido condenados por delitos relacionados con la pertenencia, promoción o financiación de grupos armados ilegales” (CPC, art. 122) y que las primeras versiones del texto del Marco jurídico buscaban reformar.

La salida a esta encrucijada estaría en el recurso a la figura del delito político. Si el Marco jurídico sanciona el reconocimiento de un conflicto armado en Colombia (negado de manera abstrusa durante los ocho años del gobierno anterior), tiene que existir también la posibilidad de diferenciar el delito político del delito común. Nuevamente el comentario de la Comisión Colombiana de Juristas señala un punto delicado: bajo la categoría de delito político no podrán albergarse violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, uno de los tres artículos transitorios introducidos en la Constitución por el Marco jurídico establece que, si bien queda abierto y a determinar mediante una ley estatutaria “cuáles delitos serán considerados conexos al delito político para efectos de participar en política”, queda claro que “no podrán ser conexos al delito político los delitos que adquieran la connotación de crímenes de lesa humanidad y genocidio cometidos de manera sistemática” (CPC, art. trans. 67).

El artículo transitorio 68 introducido por el Marco jurídico permite por su parte que los recursos hoy en día destinados al gasto militar puedan ser destinados para financiar el post-conflicto, lo cual supone inversión social y reparación material de víctimas.

En lo que concierne al Derecho Internacional Humanitario, el texto del Marco jurídico para la paz no impide de ninguna manera que la Corte Penal Internacional pueda seguir actuando según el principio de complementariedad bajo el cual funciona el Estatuto de Roma, y ésta podrá intervenir si en efecto el Estado colombiano no cumple con su deber de investigar a fondo las presuntas violaciones de derechos humanos, hayan sido éstas cometidas por actores del Estado, guerrilleros o paramilitares. En todo caso no tiene mucho sentido que pueda alzarse este Estatuto como un fantasma amenazante que impida a priori la salida política al conflicto en Colombia. Una paz acorde con todos los principios jurídicos no puede darse en el mundo real. Si la paz debe restablecerse es justamente porque hay imperativos jurídicos que se han violado y cuya violación ha llevado a una nación a una situación de precariedad política y social de la cual es necesario de alguna manera salir. No creo que pueda haber trabas jurídicas definitivas para este proceso se paz, dada la importancia decisiva del mismo. Tampoco, por supuesto, puede desenvolverse el proceso sin tener en cuenta los límites que marcan tanto el derecho constitucional como el internacional.

5 Cf. Comentario de la Comisión Colombiana de Juristas al “Marco jurídico para la paz” antes de su aprobación. Texto del 4 de junio de 2012. Disponible en http://www.coljuristas.org/documentos/actuaciones_judiciales/comentarios_marco_juridico_2012-06-04.pdf.

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La gran debilidad de las FARC en este proceso ha sido la ausencia de un pronunciamiento claro acerca de propuestas concretas para respetar los derechos de sus víctimas. Y esta carencia, además de ser moral, además de alimentar las tensiones jurídicas del proceso, es una carencia política. El paso que al parecer las FARC quieren abrirse en medio de la opinión pública, el espacio de visibilidad que pretenden ganar, tiene necesariamente que pasar por esta puerta. Y así como sus propuestas sobre reordenamiento territorial han sorprendido favorablemente a todos aquellos que, con o sin reservas, se las han tomado en serio, las propuestas de las FARC en torno al punto 5 de la agenda, cuando sea éste el que esté sobre la mesa en la Habana, podrían también sorprender favorablemente. La única salida al conflicto con las FARC -salida que no supone el establecimiento definitivo de la paz en Colombia- pasa por la participación política de este grupo. La única entrada a esa salida es una propuesta responsable de las FARC ante sus víctimas.

Conclusiones

¿Debe haber en este y en todos los procesos de paz preceptos incondicionados, intocables e inamovibles? No lo sé. Me parece quizás una de las preguntas más arduas y graves que pueden surgir ante alguien que trata de hacer filosofía política en un país como el nuestro. A veces quiero creer que sí. Otras veces me parece que la incondicionalidad una forma de ceguera. No podemos, como Kant, decir “que se haga justicia aunque perezca el mundo”6. En realidad Kant no afirma esto directamente. Más bien dice que se trata de una frase un tanto hinchada pero que recoge para él en últimas “un valiente principio de derecho que ataja todos los caminos torcidos por la violencia”7. Tenemos que seguir viviendo. Sin mundo no hay justicia. Me inclino entonces, en otras ocasiones, a creer, con Weber, que la responsabilidad de la política es con el futuro y que para ello es necesario siempre arriesgar difíciles transacciones que tienen que ser medidas con el mayor grado de objetividad y de cuidado posible. Pero vuelve a rondarme el fantasma de que hay cosas que jamás deberían pasar, que jamás deberíamos olvidar. Los derechos humanos deberían marcar ese límite. Entonces pienso, quizás para hacer menos dura la pregunta, que la política tiene que ver más con todo aquello que es condicionado y contextual; que el trabajo del derecho, en cambio, es postular candidatos para que hagan las veces de principios incondicionados o al menos difícilmente manipulables y acomodables a las circunstancias. Quizás Kant y Kelsen eran malos políticos. Quizás Maquiavelo, Hobbes y Weber deban mantenerse lejos del derecho. La pregunta que surge entonces, una vez se ha reconocido que el papel del derecho y el de la política son distintos, es si la política debe ser un medio para el derecho o el derecho un medio para la política. Tampoco puedo responder esta pregunta. Me parece, sí, que también aquí tendría que evitarse cualquier estructura dicotómica paralizante. Lo que se necesita quizás es una tensión permanente entre el derecho y la política para que haya propuestas jurídico-políticas que realmente puedan atender a las condiciones sociales concretas de un país tan complejo como el nuestro. Jugando un

6 Kant, La paz perpetua. Madrid: Alianza, 2006, p. 94.7 Ibidem.

Page 12: Sesión 03 - Andrea Mejía - Paz Jurídica, Paz Política, Paz Social

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poco con la sentencia más que famosa de Kant, podríamos quizás decir que la política sin derecho es ciega y que el derecho sin política es vacío.