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Ser o no ser isla Publicado en La VANGUARDIA, 10.10.06 La romántica París le debe su nombre a un pueblo celta del siglo III a.C., la ciudad de Londres al gran imperio romano cuando fundó Londinium en el año 43, la cosmopolita Nueva York a los colonos neerlandeses del siglo XVI y la hiperpoblada Shangai a la dinastía Han hace más de dos mil años. Todas son ciudades históricas que con el tiempo han sobrevivido, se han reformado y han aprendido. La historia de Brasilia en cambio, la actual capital federal del país más grande de América Latina, se remonta hace solo 46 años y su nombre a poco menos de 200 cuando el poeta y político José Bonifacio lo pronunciara por primera vez. Es una de las ciudades construidas más recientemente junto a la capital malaya Putrajaya, convirtiéndose casi de la noche a la mañana, en capital federal. Washington D.C y Canberra fueron también ciudades “inventadas” y con el paso de los años han logrado hacerse un hueco en el interior y en el exterior. Para algunos eran proyectos de ciudades utópicas que han logrado ser reales y prácticas, pasando de ciudades soñadas a ciudades, a menudo, admiradas. Río de Janeiro fue la capital administrativa y política de Brasil desde principios del siglo XIX, cuando la corona portuguesa se instaló en la ciudad huyendo de las tropas napoleónicas. Ya con la proclamación de la Primera República Brasileña en 1889, el proyecto de desplazar la capital hacia el interior fue cobrando forma paulatinamente. En cada nueva Constitución que se proclamó a partir de ese momento se mencionaba esa firme voluntad, buscando siempre valorizar el ir hacia el interior del país. De esa firme convicción nacieron ciudades importantes hoy en día como Belo Horizonte en 1897 y más tarde Goiânia en 1942. Río era una capital con serias dificultades en la práctica a mediados del siglo XX: afectada por la superpoblación y por una débil salubridad, la ciudad era un caldo de cultivo de rebeliones políticas y fuertes reivindicaciones sociales, y para muchos, el hecho de ser una ciudad portuaria podía significar una vulnerabilidad militar en un contexto de nuevas Guerras Mundiales. Incluso ciertos políticos pensaban que una unión de Estados como Brasil debía tener su centro administrativo neutro e independiente, situado en un Estado autónomo agrupando de ese modo el espíritu

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Ser o no ser isla Publicado en La VANGUARDIA, 10.10.06

La romántica París le debe su nombre a un pueblo celta del siglo III a.C., la ciudad

de Londres al gran imperio romano cuando fundó Londinium en el año 43, la

cosmopolita Nueva York a los colonos neerlandeses del siglo XVI y la hiperpoblada

Shangai a la dinastía Han hace más de dos mil años. Todas son ciudades históricas

que con el tiempo han sobrevivido, se han reformado y han aprendido. La historia de

Brasilia en cambio, la actual capital federal del país más grande de América Latina,

se remonta hace solo 46 años y su nombre a poco menos de 200 cuando el poeta y

político José Bonifacio lo pronunciara por primera vez. Es una de las ciudades

construidas más recientemente junto a la capital malaya Putrajaya, convirtiéndose

casi de la noche a la mañana, en capital federal. Washington D.C y Canberra fueron

también ciudades “inventadas” y con el paso de los años han logrado hacerse un

hueco en el interior y en el exterior. Para algunos eran proyectos de ciudades

utópicas que han logrado ser reales y prácticas, pasando de ciudades soñadas a

ciudades, a menudo, admiradas.

Río de Janeiro fue la capital administrativa y política de Brasil desde principios del

siglo XIX, cuando la corona portuguesa se instaló en la ciudad huyendo de las tropas

napoleónicas. Ya con la proclamación de la Primera República Brasileña en 1889, el

proyecto de desplazar la capital hacia el interior fue cobrando forma paulatinamente.

En cada nueva Constitución que se proclamó a partir de ese momento se

mencionaba esa firme voluntad, buscando siempre valorizar el ir hacia el interior del

país. De esa firme convicción nacieron ciudades importantes hoy en día como Belo

Horizonte en 1897 y más tarde Goiânia en 1942.

Río era una capital con serias dificultades en la práctica a mediados del siglo XX:

afectada por la superpoblación y por una débil salubridad, la ciudad era un caldo de

cultivo de rebeliones políticas y fuertes reivindicaciones sociales, y para muchos, el

hecho de ser una ciudad portuaria podía significar una vulnerabilidad militar en un

contexto de nuevas Guerras Mundiales. Incluso ciertos políticos pensaban que una

unión de Estados como Brasil debía tener su centro administrativo neutro e

independiente, situado en un Estado autónomo agrupando de ese modo el espíritu

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de la Nación entera y neutralizando así la eterna rivalidad entre las dos grandes

ciudades brasileñas.

A partir de 1891, año en que partió la misión liderada por Luiz Cruls, varias misiones

fueron poco a poco precisando los lugares idóneos donde construirse la nueva

capital, teniendo en cuenta elementos tan diversos como los recursos naturales, la

agricultura, el clima o la belleza del paisaje. Después de una votación ajustada, 7

votos a favor y 5 en contra entre los miembros de la Comisión “Poli Coelho”, se

anunció en 1955 el emplazamiento definitivo y se decretó la ley que amputó al

Estado de Goiás la zona que hoy en día es el Distrito Federal en el Planalto

brasileño. La cruz estaba pues marcada en el mapa, pero faltaba aquel político que

decidiera, después de tantos años, arriesgarse con la construcción de la nueva

capital. En este sentido la amplia mayoría de brasileños no dudan en pronunciar,

algunos con admiración profunda, el nombre del que fue elegido Presidente en 1956,

Juscelino Kubistchek. Ya en su campaña electoral no dudó en afirmar que la

“transferencia de la capital era un dispositivo constitucional que cumpliría” y lanzó su

famosa promesa de “hacer avanzar Brasil de cincuenta años en 5 de gobierno”.

Oscar Niemeyer, hombre de confianza del presidente y el que fuera su maestro,

Lucio Costa, se encargaron de diseñar una ciudad de la nada más absoluta. Las

primeras obras empezaron con material lanzado desde aviones, y los trabajadores,

verdaderos héroes de lo que algunos todavía llaman “milagro”, se turnaron durante

días y noches para lograr construir Brasilia en 41 meses. En la entrada del Congreso

Nacional en la capital, las palabras que pronunció durante la inauguración de la

ciudad el Presidente Kubistchek están esculpidas sobre el mármol blanco; “Éste acto

constituye un paso adelante, el más viril, el más enérgico que la Nación haya hecho

desde su Independencia política, para reafirmar la decisión de un pueblo que carga

sobre sus hombros con una de las tareas más difíciles que la historia

contemporánea haya delegado a una colectividad : la de poblar y civilizar las tierras

conquistadas, vastas como un continente (…)”.

La “ciudad sin esquinas”. La futurista Brasilia, diseñada con tres ejes rodoviários

elevados para que los coches no tuvieran nunca que cruzarse, la ciudad en forma de

avión, de pájaro o de mariposa como decía Lucio Costa, a punto siempre de

emprender el vuelo. La ciudad utópica que se diseñó con el objetivo de fomentar la

igualdad de oportunidades, basada en el espíritu igualitarista de Niemeyer que

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desde 1945 mantuvo un fuerte vínculo con el Partido Comunista Brasileño. La

ciudad que mediante soluciones arquitectónicas y urbanísticas quiso borrar las

disparidades sociales. Una urbe limpia, con sus famosas “quadras” numeradas,

todas idénticas, formando un conjunto de cemento con un espacio verde en el centro

que favorecería, como pretendían sus diseñadores, las relaciones sociales, la

participación política y sindicalista entre cada comunidad de vecinos, garantizando la

seguridad y el descanso de 6000 individuos. Una ciudad de dimensiones inmensas

pero íntima dónde todos los ministerios estuvieran en edificios perfectamente

alineados e idénticos, a la excepción del Ministerio de Relaciones Exteriores. Una

ciudad con la Plaza de los Tres Poderes en el lugar que correspondería a la cabina

del avión, donde se sitúan el Tribunal Superior de Justicia, la sede del Gobierno y el

famoso Congreso Nacional con sus dos construcciones circunferentes. Una en forma

de lente boca arriba, donde se encuentra la Cámara de los Diputados y que discute

con “la ayuda del cielo”. La otra en forma de cuchara al revés, que alberga el

Senado, y que simboliza el lugar donde, con el clamor del pueblo que resuena en él,

se toman las decisiones.

Sin embargo, la ciudad que tenía que ser casi perfecta se resiente con el tiempo de

sus problemas, principalmente sociales. Desde el principio de su construcción

Brasilia fue un polo de atracción para muchos campesinos pobres principalmente del

norte de Brasil. Brasilia y sus 19 ciudades satélites no son hoy en día un lugar donde

las disparidades sociales hayan precisamente desaparecido. La renta per cápita del

Plano Piloto es incomparable a la de los habitantes en las “ciudades satélites” como

Taquatinga o en la Estructural. Todavía hoy el Estado de Brasil evita cifrar el

presupuesto para la construcción de ésta ciudad que endeudó de manera

exponencial al país en los años 60. El 85% del empleo está en el sector terciario y

en administraciones públicas. La industria se limita a materiales de construcción y el

sector primario es ínfimo. El Vicepresidente del gobernador electo hace algunos días

con más del 50% se dedica a la construcción. La ciudad más rica de Brasil, con el

PIB más alto del país, “vive de renta” y de las demás regiones brasileñas. Niemeyer

diseñó las quadras como pequeñas ciudades, donde florecería la vida y la comunión

cívica. Sin embargo, la ausencia casi total de calles es hoy en día un obstáculo

mayor para una ciudad que crece. Los comerciantes se han situado en las

“entrequadras” y el coche es un imperativo, poniendo en duda hasta que punto la

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ecología, objetivo de los diseñadores, puede ser hoy en día un aspecto promovido

sin un sistema de infraestructuras que favorezca el transporte público.

Brasilia se construyó con la firme voluntad de ser el escaparate del país hacia el

exterior, pero pocas son las empresas que tienen su sede en la ciudad, y los

grandes periódicos internacionales prefieren enviar muy a menudo sus

corresponsales a Río o a São Paulo. Del mismo modo las infraestructuras y las vías

de comunicación se están quedando demasiado pequeñas. Para cualquier capital,

no tener vuelos directos internacionales como ocurre en Brasilia, limita gravemente

el grado de apertura mundial.

La ciudad fue declarada patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987 ya

que consideró que respondía a los criterios 1 y 4 y representaba “un ejemplo del

genio creador humano” y “simbolizaba con su construcción y conjunto arquitectónico

un período significativo de la historia de la humanidad”. Como decía al principio, las

grandes ciudades han sobrevivido, han aprendido y se han reformado. Brasilia es

una ciudad joven y tiene tiempo pero al ritmo que gira el mundo en la actualidad,

deberá aprender, sobrevivir y sobretodo reformarse en consecuencia. A menudo es

conveniente ir renovando los sueños para no quedarse dormido, porque aunque

parezca una tontería, las islas son bonitas, pero son islas.