semanario: el camarón

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VANGUARDIA | LUNES 11 DE FEBRERO DE 2013 | NO.361 | PERIODISMO DE INVESTIGACIÓN En el desierto que rodea a Real de Catorce se cuenta la leyenda de un hombre que guío a miles de turistas en su encuentro con el peyote. Aquí la historia de su fantasma, un pueblo y una maldición. EL CAMARÓN

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La leyenda de un hombre que vivió del peyote, esa planta sagrada que se esparce como estrellas en el desierto de Estación Catorce.

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VANGUARDIA | LUNES 11 DE FEBRERO DE 2013 | NO.361 |

P E R I O D I S M O D E I N V E S T I G A C I Ó N

En el desierto que rodea a Real de Catorce se cuenta la leyenda de un hombre que guío a miles de turistas en su encuentro con el peyote.

Aquí la historia de su fantasma, un pueblo y una maldición.

EL CAMARÓN

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La leyenda de un hombre que vivió del peyote, esa planta sagrada que se esparce como estrellas en el desierto de Estación Catorce.P O R J E S Ú S P E Ñ A / F O T O S : F E D E R I C O J O R D Á N

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Cuando la noticia sobre la muerte pa-vorosa de “El Ca-marón”, llegó al po-blado de Estación Catorce, la gente no lo podía creer.

¿Cómo?, si apenas unos días an-tes lo habían visto, como siempre, merodeando por la plaza y las vías del tren, con su cigarro por un lado y su taza de café, esperando peregrinos o peyoteros para su-birlos por la cuesta en la camione-ta Willys que manejaba, rumbo a Real de Catorce, o transportarlos al desierto en busca de la planta sagrada de los Huicholes. ¿Cómo?, si “El Camarón” hasta se había ido del pueblo haciendo pla-nes para su regreso.En La Paz estaba lista ya la Willys de su patrón para empezar a tra-bajar en octubre, llevando al Real a los penitentes que llegarían de Monterrey y Saltillo a visitar a San Pancho, pero en Estación Cator-ce, la gente de “El Camarón”, que si algo tenía eran hartos amigos y conocidos de todos lados, se que-dó esperándolo. Hasta que de mucho en el pueblo tuvieron novedades de él: “El Ca-marón” había muerto atacado por un enjambre de miles y miles de abejas, mientras asistía al fune-

ral de una prima suya en Laredo, Texas.Se hallaba parado afuera de la casa de una de sus hermanas, aguar-dando la hora de irse al sepelio de su prima.En la vivienda de enfrente, un hombre que podaba el jardín tes-tereó por accidente un panal de moscos, como de metro y medio de altura, el enjambre se lanzó contra el jardinero y una mujer que iba pasando por la calle. “Camarón” cruzó la vía, penetró la nube de moscos y consiguió sal-var al jardinero y a la mujer, pero al final terminó tirado en suelo con el cuerpo picoteado por los insectos.“N’ombre, mi viejo… Aquí todo mundo lo quería, porque mi viejo se quitaba la camisa para dársela a la gente que no tenía”, dice Mar-garita Hernández, su viuda, una tarde templada que platicamos en “El Tokio”, su rústico y afamado restaurante, situado a la vera de las vías del ferrocarril en Estación Catorce. Días después murió “El Cama-rón”, conectado a muchos tubos por todas partes, en un hospital de Estados Unidos. La noticia, que fue televisada y dio la vuelta al mundo, conmocionó al pueblo de Estación Catorce.

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“El peyote se las cobró”, “algún pecadito que tenía ya muy viejo”, no faltó quién dije-ra en el pueblo y surgió así el mito del cé-lebre “Camarón”, que, ya de por sí, era una leyenda viviente.

Su última tarde en Estación Catorce, San Luis Potosí, ese pueblo de casas de barro y rieles de ferrocarril, echados al sol como serpientes somnolientas, “El Camarón”, ha-bía entrado en “El Tokio”, el restaurante de artistas y famosos que regenteaba al lado de su esposa Margarita Hernández, llevando dos pollos rostizados para la comida.

“Ándale vieja, vamos a comer, vénganse a comer…”, recuerda la viuda, de 75 años, que le dijo.

La familia, su hijo y sus nietos, extraña-da, porque “El Camarón” rara vez acarreaba algo para la casa, se sentó a la mesa.

Después de la comida vino la novedad del fallecimiento de su prima en Laredo y “El Camarón”, pa’ pronto hizo sus maletas.

Le dio un abrazo “muy sabroso” a Mar-garita y se marchó. Cuatro días después lo estaban velando.

El rumor de una maldición cumplida em-pezó a flotar por el aire.

Los parientes de “El Camarón” pidieron

abrir el ataúd, dentro estaba aquel hombre colorado, güerito, el guía de peregrinos y turistas más famoso de Estación Catorce y sus alrededores.

Con la cabeza llena de bolas, el rostro como inflado y las manos cruzadas sobre el pecho, con marcas de ronchas.

La gente lo tocó, estaba helado, como si lo acabaran de sacar de una congeladora.

En el panteón de San Esteban, en Esta-ción Catorce, donde fue enterrado con sus abuelos, los esperaba una multitud.

“El peyote se las cobró”, sentenciaron aquellos que alguna vez habían visto a “El Camarón” regresar del desierto con los hip-pies, cargado de costales llenos de peyote.

“En el pueblo siempre ha habido perso-nas que se dedican a venderlo, viene gente que no quiere ir hasta el desierto y lo com-pran aquí, para llevárselo.

“Y al parecer “El Camarón” acostumbra-ba, cuando iba al desierto a llevar gentes, traer sus bolsas, guardadas por ahí, de pe-yote, para las gentes que le pedían y se las vendía o se las regalaba”, revela un hotelero de Estación Catorce.

Y aquí “el que trafica con eso (peyote), se puede morir, porque es espíritu, es nues-

tro maestro, es persona y defiende, habla, te enseña muchas cosas... , los colores, los ani-males, el aire, la lluvia, todo lo que está en el mundo que nos rodea.

“Te enseña también a respetar a la gen-te, aprendes muchas cosas. Te puedes con-vertir en chamán para ayudar a los demás”, dice Marciano de la Cruz López, un huichol de Jalisco avecindado en el pueblo ex mine-ro de Real de Catorce.

Pero parece que esa máxima no rezó para “El Camarón”, Francisco Tovar Gómez, que así se llamaba aquel hombre parlanchín, ni alto ni chaparro, ni flaco ni grueso, de voz grave y cachetes colorados.

“Abusado que era el Camarón, carajo, la gente de aquí lo apreciaba por vivo y porque no le daba vergüenza nada”, el que habla es Cristino Acosta, uno de los tantos amigos de juergas de “El Camarón”.

Hasta que el peyote, cuenta la leyenda, se las cobró una por una, todas juntas.

No cualquiera puede ir al desierto, cortar peyote y llevárselo, así como así:

“Tú no lo puedes cortar nomás así, de forma particular, yo puedo ir y comer el pe-yote con mi familia o con algunas familias, pero uno tiene que acompañar al huichol

“EL PEYOTE SE LAS COBRÓ”, “algún pecadito que tenía ya muy viejo”, no faltó quién dijera en el pueblo y surgió así el mito del célebre “Camarón”, que, ya de por sí, era una leyenda viviente.

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para que rece, hay que rezar en nuestro dia-lecto hacia los cuatro puntos cardinales y luego hay que pedir para cortar y pedir a la tierra, a la madre naturaleza y al sol, pero no te lo puedes llevar porque eso no le hace bien a tu corazón”, advierte el huichol Mar-ciano de la Cruz.

Huérfano de padres, “El Camarón” había migrado de Bocas, municipio de San Luis Potosí, a Estación Catorce, siendo un cha-maco.

Iba acompañado de sus hermanos, su abuela, una tía y de su abuelo bombero, que así se les llamaba a los hombres que tenían el oficio de echarle agua a las máquinas de vapor que a principios del siglo XX corrían por las vías de Estación Catorce, y de todo México.

Era la mitad de la década de los cuaren-tas, en plena Segunda Guerra Mundial y Es-tación Catorce se había convertido, a pesar de ser una pequeña ranchería, en una de las capitales mundiales del guayule, la planta de un metro pasadito que crecía por monto-nes a las orillas del pueblo.

La gente recuerda que donde ahora fun-ciona “El Altiplano”, un complejo de ca-bañas turísticas ubicado en los límites de

Estación, existió un emporio americano llamado Continental Rubbe Company, que daba trabajo a unos 500 hombres en el cor-te, transporte y transformación de la planta (guayule), en hule, que era exportado a Es-tados Unidos, para la fabricación de llantas y otros artículos.

“Había unos molinos, que eran unos tu-bos muy grandes, como de unos 20 metros, por dos metros de diámetro, y estaban fo-rrados con unas piedras especiales, aparte les metían piedras bola como del tamaño de un melón grande.

“Entonces echaban el guayule y ponían a trabajar el molino como una tómbola, con un mecanismo que funcionaba a través de calderas. Ese procedimiento hacía que las piedras machacaran la planta, escurría el jugo por una salida y caía en unos tanques con ácidos.

“Al final había un molde donde caía aque-llo, lo dejaban enfriar y sacaban pacas de a 100 kilos de hule sólido, que embarcaban a Estados Unidos por ferrocarril para la fabri-cación de las llantas”, explica Carlos Safa Esparza, una mañana de vendaval en que nos hemos reunido en su hotel “El Altipla-no”, para hablar de “El Camarón” y de Esta-

ción Catorce. Estación Catorce alcanzó su mayor auge,

mientras no terminó la Guerra y los grin-gos, dueños de la compañía, recogieron la maquinaria, liquidaron a los jornaleros y se fueron.

La vida en Estación Catorce se extinguió de repente, sus casas de barro con techos de vigas se quedaron vacías de gente, que co-rrió a Saltillo y Monterrey para esconderse de la pobreza.

La cosa se puso difícil y “El Camarón”, que “era abusado, carajo, vivo ‘El Camarón’”, trabajaba en lo que podía: echando carbón a las máquinas de vapor o cargando mine-ral, todo porque había que pagar las multas cuando, andando en la borrachera, iba a dar al bote porque se agarraba a chingazos con sus cuates de parranda, pero de eso hablare-mos más tarde.

En el pueblo no había ni pa’ comer y la gente salía a la sierra para cazar ratas de campo. Las ensartaban en una rama de go-bernadora y las llevaban, a veces hasta 50 ratas, a casa para hacerlas caldo o guisadas con chile rojo, cominos y ajo, cuando había, cuando no, las asaban a la leña, en un comal.

El hambre era tan dura que pronto las ra-

Carlos Safa, propietario del hotel El Altiplano.

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“FUERON POR EL PADRE DE REAL DE CATORCE, me pidieron ‘¿te vas a casar?’, y me decía una tía de él, hasta dónde no estaría uno de ignorante, ‘di que sí’, y dije yo ‘sí me caso’, y mi mamá, n’ombre olvídese, que esto y que lo otro”.

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tas, pero también las cotuchas y los conejos, desaparecieron del mapa de Estación de Ca-torce, pero “El Camarón”, no.

Sabrá Dios de quién o por qué fue que le vino ese apodo: si por lo chapeado de los cachetes o por el modo en que arqueaba el cuerpo, andaba hecho arco, a la hora de echarse al lomo los costales de carbón para abastecer las máquinas de vapor.

Para la gente de Estación Catorce, donde ya se han ido muriendo los más viejos, des-de que tuvo uso de razón, Francisco Tovar Gómez, ya era “El Camarón”.

Aquel que se había casado con Margarita Hernández, una niña de 14 años, originaria de Perros Duros, cuando la pareja aun no había cumplido ni 15 días de noviazgo, cosa que a la mamá de Margarita le hizo vomitar la bilis.

“¡Perro desgraciado!, ¿cómo te vas a casar con ese?”, dijo de “El Camarón”, que enton-ces tenía 24 años, 10 más que Margarita.

“Fueron por el padre de Real de Catorce, me pidieron ‘¿te vas a casar?’, y me decía una tía de él, hasta dónde no estaría uno de igno-rante, ‘di que sí’, y dije yo ‘sí me caso’, y mi mamá, n’ombre olvídese, que esto y que lo otro”, Margarita vuelve a recrear la escena, sentada a la mesa, con mantel de hule con dibujos de tomates y naranjas, en su restau-rante “El Tokio”.

Días después se celebró la boda de “El Camarón” y Margarita, en medio de una pe-queña reunión familiar que amenizó un con-junto de guitarra, violín y saxofón.

¡Ah!, porque a ¨El Camarón¨ le gustaba harto la música y cuentan, los que lo trata-ron, que era danzonero hasta la médula.

No había baile al que “El Camarón” no fuera, allá cuando las grandes orquestas, como la Sonora Santanera, llegaban para to-car en el auditorio de Estación Catorce.

Se ponía su camisa, su traje de cuadros, su corbata, su sombrero tipo carrete y “án-dale vieja, arréglate, vámonos al baile”, de-cía a Margarita “y no me decía dos veces, ¡vámonos!”, remata la viuda.

Pero pasada la luna de miel, en San Juan de los Lagos, Jalisco, a Margarita la vida ma-trimonial no le sentó muy bien, “de la pura patada”, dice.

Nomás anocheció el día de la boda, Mar-garita, la esposa de “El Camarón”, sintiendo que se le acababa el mundo, regresó corrien-do a casa de su madre.

“¿Pa qué te viniste?, eso querías…”, le dijo la señora, al día siguiente la familia de su es-poso fue por ella para llevársela.

“Yo qué sabía de casorio, todavía me po-nía a jugar a las muñecas, a ver, nomás díga-me. Ay no, no, no, pero así estuvo la cosa”.

“El Camarón”, empezó a agarrar la toma-da y cada vez que andaba hasta las manitas le daba por aporrearse con Margarita y pe-garle, como hace la mayoría de los hombres de este pueblo, en el que todavía se acos-tumbra pegarle a las mujeres.

“Estábamos parados en la estación del tren y la casa del ‘Camarón’ estaba abajito, nomás se oían los gritos de la esposa ‘y ay pobrecita’”, narra uno de los del pueblo.

La gente de Estación Catorce había visto a “El Camarón” quedarse tirado en medio de la plaza o dormido en alguna mesa de “La Barca de Oro”, la cantina que solía frecuen-tar.

Hasta que Margarita iba por él, lo jalaba de una pata y luego de la otra, para meterlo en la casa.

También en el pueblo las cosas estaban patas arriba y hay quien no olvida aquel me-morable éxodo de jóvenes que cruzaron la raya y se vendieron como braceros en Esta-dos Unidos. “El Camarón” iba con ellos.

Pero Margarita nunca vio un solo dólar, porque “El Camarón” se venía en los trenes cargueros por Monterrey y Saltillo, y en el camino iba tirando los billetes en cuanta cantina se le ponía enfrente.

Al rato llegaba a Estación Catorce, todo mugroso y sin un clavo en la bolsa.

“Fue muy canijito, muy ingratito, pobre de mi viejo, pero ¡va creer que ni coraje me daba!, yo sentía gusto porque ya lo estaba mirando, porque ya estaba de vuelta conmi-go, era todo. Viví muy a gusto, a veces gol-peadilla y a veces con hambre, pero feliz.

“Dice mi nieta ‘ay mamá es que ustedes, las mujeres de antes eran bien pendejas, usté fue muy pendeja por aguantarle tanto a mi papá’, le digo ‘no, no me arrepiento’, créame, sinceramente, que no me arrepien-to”, confiesa la viuda.

Eso sí que “andando bueno era una miel mi viejo, ¡qué barbaridad!, bonito viejo”, a Margarita le chorrea el orgullo por la comi-sura de los labios.

En el pueblo había pasado ya la época en que los peregrinos subían en mula o a pie por la cuesta que lleva de Estación a Real de

EN POCOS MESES “El Camarón”, se volvió el personaje más conocido de todo Estación Catorce y sus alrededores. La gente del pueblo dice de él que era un hombre amable, servicial, cotorro y que, como operador de Willys, nadie le llegaba al zapato.

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Catorce, para rendir culto al Santo de Asís.Llegaron de Estados Unidos, nadie sabe cómo ni por qué,

las primeras y legendarias vagonetas Willys, de doble tracción.“Creo que las empezó a traer Petróleos Mexicanos, en la

exploración y eso. Como eran 4 x 4 empezaron a subir a los peregrinos por Estación Catorce, por la cuesta, y empezaron a traer más y más gente”, completa la crónica Humberto Fer-nández, personaje que además de ser el propietario de un pin-toresco hotel en Real, ha destacado por su participación como actor en varias producciones cinematográficas españolas y en la tercera parte de la Saga “Piratas del Caribe”.

La primera Willys, cuenta don José Inés Serna, un comer-ciante de Estación Catorce y primo de ̈ El Camarón¨, la había traído un tal señor Quijano, que empezó a transportar a los paseantes que arribaban en tren pasajero al pueblo y querían subir para ver al “Santo Charrito”, como le dicen sus devotos a San Francisco de Asís.

Un día, de la nada, “El Camarón”, que era muy abusado, ca-rajo, vivo “El Camarón”, se puso al volante de una de esas ca-mionetas, antaño usadas por el ejército americano en tiempos de guerra. Diario, a las 5:00 de la mañana, “El Camarón” estaba parado a la orilla de las vías, con su cigarro por un lado y su taza de café, esperando los trenes repletos de peregrinos.

“A las 6:00 de la mañana me iba a tocar a la estación para echarnos un café y chismear, convivimos mucho tiempo.. Se-guido lo sueño sentado, donde siempre, en un silloncito de la estación. Llegaba y se ponía a echar cigarro y café.

“Sueño que me dice con su voz gruesota ‘oye, no has barrido ái’. Fue una persona buena, pero desgraciadamente tuvo ese final, algún pecadito que tenía ya muy viejo”, especula Antonio Salas, otro de los muchos amigos de “El Camarón”.

En tanto que Margarita, a la que el pueblo cataloga como “muy trabajadora”, se levantaba de madrugada, cargando una olla de café y un canasto de pan para subirse a vender a los trenes.

Con el tiempo Margarita, igual que “El Camarón”, le agarró sabor a la lana.

Al matrimonio les vino después la idea de abrir un restau-rante que ofreciera comida a los turistas y penitentes que “El Camarón”, llevaba y traía en las Willys.

“La misma gentecita que llevaba para el Real le empezaban a decir, ‘Camarón’, háganos algo de comer’, n’ombre que em-piezo y hasta la fecha y aquí me tiene”, narra Margarita.

Así nació “El Tokio”, que al principio anduvo de casa en casa de alquiler, hasta que la compañía de ferrocarriles donó el terreno, los muros y los techos, de lo que ahora es.

En pocos meses, “El Camarón” se volvió el personaje más co-nocido de todo Estación Catorce y sus alrededores. La gente del pueblo dice de él que era un hombre amable, servicial, cotorro y que, como operador de Willys, nadie le llegaba al zapato.

Dicen de “El Camarón” que hasta se quitaba la chamarra y el taco de la boca para darlos a los que viajaban de moscas en los trenes cargueros y sentaba a sus amigos a la mesa del Tokio, aunque no tuvieran para pagar la cuenta, eso sin contar que le gustaba llevar gratis en su Willys a la gente del pueblo que tenía que ir a Real de Catorce para realizar algún trámite.

“Le decía yo ‘nombre, no la jales, pos cómo’ y él ‘no dales, dales un taco’ y hasta la fecha les doy taco a las mosquitas que pasan en el tren”, comenta Margarita.

Los peregrinos llegaban al pueblo y lo primero que hacían era preguntar por él: “¿Y el Camarón?”, lo mismo que los ex-tranjeros europeos, que lo buscaban para que los llevara al de-sierto a comer híkuri.

“Se hacía querer y estimar por la gente que, cuando llegaba, no querían que otro chofer los llevara, ellos se querían ir con El Camarón”, dice Inés Serna, el primo de “El Camarón”.

El pequeño restaurancito, que Francisco Tovar “El Cama-rón” y su esposa Margarita, habían puesto cerca de la estación del ferrocarril, “ái nomás a lo loco”, se hizo harto cosmopoli-ta y era visitado lo mismo por italianos, alemanes, españoles, franceses, que japoneses.

Pedro Armendáriz, padre e hijo, habían comido alguna vez en El Tokio, lo mismo que el cantante Francisco de la O y su esposa, el actor Fernando Colunga, la actriz Blanca Guerra y toda la producción de la cinta “La Mexicana”, que protagoni-

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zaron Julia Roberts y Brad Pitt, y que se filmó en Real de Catorce a principios de este siglo.

“De perdido dejamos de ser pobres, les digo que ahorita soy rica, tengo un refresco pa’ tomármelo, una sopa, frijoles, bisteck, así es de que ya soy rica y no se puede pedir más, con eso”, sostiene Margarita.

Por su habilidad pa maniobrar las Willys y su don de gentes pa’ jalar turistas, “El Cama-rón” pronto se ganó que el pueblo lo bautiza-ra como “El fenómeno de la sierra”.

Así lo cuenta Eusebio Rocha, amigo de “El Camarón”:

“Yo me iba con él, nos encontrábamos un carro de allá pa’ acá en la cuesta y… pa’ li-brarla en el voladero. Imagínese, a mí hasta se me hacían las tripas pa arriba. Pero él ya tenía bien calculado y quedaba en la mera orilla de la cuesta”.

Peregrinos, extranjeros, jipis y mochile-ros, lo buscaban y hasta los patrones, dueños de las willys, se peleaban por él porque les daba a ganar harto dinero.

“Era muy audaz, el que más les juntaba di-nero a los patrones que lo ocupaban, el que

más les acarreaba lana, se sabía ganar la con-fianza de la gente del pueblo y de sus clien-tes”, su primo Inés Serna le anota otro rasgo.

A la sazón a Estación Catorce llegaban tre-nes hasta de 25 carros cargados de peregrinos, sobre todo en septiembre y octubre, y el pue-blo era una romería de fondas de comida y vendimias, apiladas a la orilla de los rieles.

“Le gritábamos a la gente, les ayudábamos con las maletas a subirlas en las canastillas de la Willys, a veces subíamos hasta 10 ó 15 personas en una Willy, y ahí íbamos en-tre las maletas, arriba de las maletas, pos … peligrando porque no había otro empleo”, el que habla es Julio César Ávila, uno los tantos chalanes que tuvo “El Camarón”.

Y todo iba a ‘todísima madrisima’, como decía “El Camarón”,

Hasta que el peyote se las cobró, “si le fa-llas, te chinga”, pronuncia un mediodía en la punta de un cerro en Real de Catorce, Mar-ciano de la Cruz López, un huichol de Jalis-co que hace cuatro años vive en este Pueblo Mágico, de la venta de artesanías que él mis-mo fabrica.

LA NOTICIA DE SU MUERTE sacudió al pueblo.“El Camarón”, había sido atacado por un enjambre de abejas mientras asistía al funeral de una prima suya en Laredo, Texas.

Marciano conoce al peyote, ha hablado con él en sus visiones, cada vez que lo come, cuando asiste a las ceremonias en el Cerro del Quemado en Real de Catorce.

“Él te guía, te habla, en tus visiones las ví-boras hablan, las piedras hablan, el aire habla, ahorita está hablando, pero no lo escucha-mos, todas las estrellas hablan y hablan todos los animales. Son vidas. Parece que la madre Naturaleza no está viva, pero está viva, habla, el Sol habla”.

“¿A usted que le ha dicho Sol?”, quiere sa-ber el reportero, “que tengo que ser responsa-ble y tengo que respetar a los demás, soy Hui-chol y tengo que conservar mi ceremonia, mi dialecto, mi vestuario, porque yo soy su hijo, él es mi padre y si no hay Sol no hay vida”.

Por eso cada vez que Marciano y los su-yos suben al Cerro del Quemado, la montaña sagrada, donde nació el sol, para realizar sus ceremonias, deben rendir tributo al peyote.

“Tienes que dejar las ofrendas a cambio de cortar el peyote, porque si no con el tiempo te puedes enfermar o te puedes asustar o que-dar loco. El peyote es para los Huicholes, no para los demás, pero si quieres consumir, lo puedes consumir ahí donde lo cortaste y ahí mismo consumes todo lo que cortaste.

“Después ya te vas y no puedes llevarle, es muy difícil, porque si lo cortas y luego ya lo llevas en tu corazón no es lo mismo, no es bueno”.

“¿Qué le ofrendan?”, inquiere el reportero: “plumas, otra que le llaman jícara, la flecha, que está pintada con el copal que hacen allá en la sierra; dejan velas, naranja, chocolate o tabaco…”, responde Marciano.

Y todo iba a “todísima madrísima”, la frase preferida de “El Camarón”, mientras no aga-rrara el cuete con sus amigos, claro. A veces hasta un mes, con todas sus horas y sus días.

La señal de que iba a tomar, era que iba y en-tregaba las llaves de la Willy a casa de sus pa-trones en turno y “ándele, que Dios lo bendiga”.

Después la gente lo miraba vagando por las calles del pueblo, todo sucio, acabado, aluci-nando que hablaba con Jacobo Zabludovsky.

“Decía ‘acabo de hablar con Jacobo Zablu-dovsky’, y la gente pensaba ‘no éste ya anda muy…’, pero muy en serio que lo decía él y decía que hablaba con grandes personalida-des”, relata María Reyes Ibarra, ex patrona de “El Camarón”.

De veras que la gente del pueblo lo des-conocía cuando se embriagaba con pulque, tequila, mezcal o cerveza, porque se transfor-maba, se volvía agresivo y le daba por liarse a chingadazos con sus compañeros de farra, nomás por puros pleitos de borrachos.

“Nos quedábamos con las caras todas mora-das, nos encerraban, otro día íbamos a pagar las multas, teníamos que trabajar cargando un mi-neral y nos pagaban 10 pesos. Pa’ pagar 30 pesos necesitábamos cargar 60 toneladas de mineral”, platica Don Tino, uno de los amigos de parran-da del “El Camarón”, sentado afuera de la vieja estación de ferrocarril, de donde un día lo bota-ron por motivos del alcohol.

Y ya no era novedad que la gente del pue-blo viera ebrio, fúrico a “El Camarón”, gol-peando a patadas la puerta de El Tokio para entrar y luego arremeter a guamazos contra Margarita.

“Se portaba muy bien, lo que sea, pero nomás agarraba el cuete y pa’ qué quieres…

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A veces le echaba a perder la sopa a la es-posa, porque llegaba tomado y ‘qué estás haciendo con esta bola de…’, pos la señora estaba atendiendo gente. Nosotros le de-cíamos ‘ya no le pegues a tu esposa hom-bre…’, y respondía ‘¡a ti qué te importa!’”, cuenta una voz que prefiere mantenerse en el anonimato.

Cierto día pasó por Estación Catorce la campaña de un candidato que jugaba para gobernador de San Luis Potosí, era un tal Manuel López Dávila.. Cuando el político vio entre el mitin a “El Camarón”, borra-cho y vestido con su traje de cuadritos, su corbata y su sombrero de carrete, de esos que sólo usaba la gente de mucha categoría, quedó deslumbrado.

“Decía el candidato ‘dónde está el del ca-rrete y dónde está el del carrete’, y ya arrimá-bamos al “Camarón”, ‘órale te habla el candi-dato’, no pero bien pedo el cuete…¨, recuerda Cristino Acosta, vecino del pueblo.

Después “El Camarón”, harto de tanto al-cohol, se curaba la borrachera, iba a que le pusieran suero, vitaminas y volvía a trepar-se en las Willys.

Y así transcurría la vida de “El Camarón”, sin aspavientos, sin sobresaltos.

Hasta que en dos de sus muchos viajes a Real de Catorce cayó de la cuesta, lla-mada “de los Arrepentidos”, por los pere-grinos de San Francisco de Asís, hacia el barranco con la Willys repleta de pasaje-ros y petacas.

En uno de esos accidentes, dice la gente de Estación Catorce, murieron dos pasean-tes originarias de Charcas, San Luis Potosí. “El Camarón” la libró.

Don Tino, otro compañero de andanzas de “El Camarón”, es uno de los sobrevivien-tes de una de aquellas tragedias.

“Íbamos bajando de Real de Catorce y nos fuimos pa‘ abajo como unos 20 metros, al llegar al cerro que está por Carretas (pun-to hasta donde subían los carretones con mercancías durante la bonanza de Real de

Catorce y se regresaban a la estación de fe-rrocarril cargados de plata). Íbamos bajan-do y brincando unas piedras grandes y, pos de milagro, no nos volteamos”.

Algunas voces juran que “El Camarón” andaba borracho cuando lo de aquellos ac-cidentes, otros dicen que iba sobrio.

“El peyote se las quiso cobrar”, malició la gente del pueblo que alguna vez había vis-to a “El Camarón” regresar del desierto (la Reserva Ecológica de Wirikuta, punto cla-ve de la ruta cultural huichola), cargado de costales llenos con la planta sagrada de los Huicholes.

Pero Margarita asegura que fue San Pan-cho, el patrono de Real, quien le salvó la vida.

En el último accidente la camioneta ha-bía quedado atorada de un árbol, a punto de irse al precipicio.

“No le pasó nada, porque ese viejo estaba muy bien con Pancho, con el santito, así que lo cuidaba mucho”.

Abusado, carajo que era “El Camarón”, no le daba vergüenza nada y hasta al mismo San Francisco lo hizo vivo alguna vez.

“Muy ocurrente mi viejo. Unos peregri-nos trajeron unos huarachitos pa San Fran-cisco y luego ¿qué cree?, que se les olvidó dejárselos allá a Pancho y se los dejaron al “Camarón” ‘Camarón, ahí me le pone a San Francisquito los huaraches, porque se nos olvidó dejárselos’, ¿qué cree que hizo mi viejo?, vino y se los puso a mi nieto.

“Le dije ‘ay qué bárbaro, eres un viejo sin vergüenza’, dice ‘no, no, no, yo también tengo que agarrar algo de llevarle la gente a Pancho’, ‘’ah bueno, pos qué bueno’, pero lo hacía con aquella cosa, como un juguete y se llevaba muy bien con Pancho, porque lo ayudó mucho y sigue cuidando a toda la gente que sube pa arriba”, refiere Margarita, la viuda del “El Camarón”.

Colorido y sinvergüenza que era ¨El Ca-marón¨, dicen de él sus detractores.

“Había veces que los policías querían agarrar a las muchachas italianas, francesas

y abusar de ellas, se las llevaban al monte y ‘El Camarón’ andaba en muchas de esas.

“Aquí es un lugar muy sagrado que exige comportamiento, relación con la naturaleza, respeto y cuando estás así es una cosa mági-ca”, dice Humberto Fernández, un empresa-rio hotelero de Real de Catorce convertido, desde hace años, a la religión, cultura y tra-dición de los huicholes.

Pasó el tiempo “El Camarón”, había acu-mulado ya 75 años de edad y de fama, y había conseguido regenerarse totalmente del alco-holismo, después que murió una de su hijas.

En el pueblo las cosas también cambia-ron, ya no había trenes de pasajeros que corrieran a todo vapor por sus rieles echa-dos al sol como serpientes dormidas, y los peregrinos, que prefirieron tomar el nuevo camino empedrado para subir a Real de Ca-torce, dejaron de venir a Estación.

Fueron los últimos días que la gente vio a “El Camarón” merodeando por la plaza, con su cigarro por un lado y su taza de café, parado junto a las Willys, a la caza de pere-grinos o turistas que quisieran ir a Real de Catorce o conocer el desierto.

La noticia de su muerte sacudió al pueblo.“El Camarón”, había sido atacado por un

enjambre de abejas mientras asistía al fune-ral de una prima suya en Laredo, Texas.

Pero había salvado la vida de un jardinero y una mujer que se hallaban atrapados en medio de la nube de moscos.

“El peyote se las cobró”, sentenciaron al-gunos.

En el hospital, Margarita, su hijo y sus nietos lloraban ante el cadáver de “El Ca-marón”, después de haber decidido que los médicos lo desconectaran de los tubos que alargaban su agonía.

“Me decían en el Consulado ‘señora, le vamos a dar dinero’, ‘pero, ¿pa qué me van a dar dinero o por qué me van dar dinero?’, ‘porque su esposo perdió la vida por otra gente, por eso’, pero yo dije ‘¡ no!’, sentía que lo estaba vendiendo”.

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