semana de rodrigo rey rosa · 2020. 7. 30. · 112 revista casa de las américas no. 282...

33
112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro, Roberto Bolaño dijo que «sus cuentos están entre los mejores que se es- criben hoy en lengua española, solo comparables a los del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa». Lo recordábamos hace unos años, cuando la Casa de las Américas dedicó su Semana de Autor al narrador y cronista mexicano, y lo retomamos ahora, al dedicar la Semana a la figura y la obra de Rey Rosa, uno de los más reconocidos narradores latinoamericanos de las últimas dos décadas. Viajero y traductor, dueño de una peculiar mitología y ci- neasta de ocasión, Rey Rosa es autor de títulos con los que ha encontrado eso que suele denominarse una voz propia. Viene del país y la tradición de Miguel Ángel Asturias y Luis Cardoza y Aragón, de Manuel Galich y Augusto Monterroso, de Mario Monteforte Toledo y Otto Raúl González, pero también del país y la tradición de Paul Bowles y Bolaño, de Borges y Conrad, de Arguedas y Rulfo; y también, claro, del país de los mayas y de los ultrajados, de los aparecidos y los desaparecidos. Por- que Rodrigo Rey Rosa es un escritor que no se cansa de cruzar territorios y de acercar universos que parecen distantes. En 2004 Rey Rosa recibió el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias como reconocimiento a su trayectoria; hace apenas unos meses le fue conferido, por similar razón, el Premio Internacional José Donoso. Mucho antes, en 1999, había integrado el jurado del Premio Literario Casa de las Américas cuando ambos, el Premio y Rey Rosa, tenían cuarenta años. Recibirlo en la Casa como protagonista de la Semana de Autor –de la que formaron parte los textos que siguen– es una confirmación de aquella apuesta.

Upload: others

Post on 07-Mar-2021

1 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

112

Revi

sta

Casa

de

las

Amér

icas

N

o. 2

82 e

nero

-mar

zo/2

016

p.

112

SEMANA DE RODRIGO REY ROSA

Cierta vez, para elogiar a Juan Villoro, Roberto Bolaño dijo que «sus cuentos están entre los mejores que se es-criben hoy en lengua española, solo comparables a los

del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa». Lo recordábamos hace unos años, cuando la Casa de las Américas dedicó su Semana de Autor al narrador y cronista mexicano, y lo retomamos ahora, al dedicar la Semana a la figura y la obra de Rey Rosa, uno de los más reconocidos narradores latinoamericanos de las últimas dos décadas.

Viajero y traductor, dueño de una peculiar mitología y ci-neasta de ocasión, Rey Rosa es autor de títulos con los que ha encontrado eso que suele denominarse una voz propia. Viene del país y la tradición de Miguel Ángel Asturias y Luis Cardoza y Aragón, de Manuel Galich y Augusto Monterroso, de Mario Monteforte Toledo y Otto Raúl González, pero también del país y la tradición de Paul Bowles y Bolaño, de Borges y Conrad, de Arguedas y Rulfo; y también, claro, del país de los mayas y de los ultrajados, de los aparecidos y los desaparecidos. Por-que Rodrigo Rey Rosa es un escritor que no se cansa de cruzar territorios y de acercar universos que parecen distantes.

En 2004 Rey Rosa recibió el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias como reconocimiento a su trayectoria; hace apenas unos meses le fue conferido, por similar razón, el Premio Internacional José Donoso. Mucho antes, en 1999, había integrado el jurado del Premio Literario Casa de las Américas cuando ambos, el Premio y Rey Rosa, tenían cuarenta años. Recibirlo en la Casa como protagonista de la Semana de Autor –de la que formaron parte los textos que siguen– es una confirmación de aquella apuesta.

Page 2: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

113

Hace treinta y seis años ya que puse pie por primera vez en Tánger. «Se parece a Sicilia, con algo de Grecia y del sur de España también, sin los camellos», iba pensando,

semidormido, con la cabeza pegada a la ventana de un viejo autobús escolar que me llevaba, junto con una cincuentena de estudiantes norteamericanos, del aeropuerto de Boukhalef a la Escuela Americana de Tánger en su dirección de la rue Cristophe Colomb, que hoy tiene el nombre milyunanochesco de Harrún er-Rachid. Alamedas de sauces, álamos y cipreses romanos se sucedían unas a otras a orillas del camino entre pra-dos y colinas; las amapolas asomaban entre el trigo casi maduro, las adelfas anunciaban la humedad en los arroyos secos, y las palmas brillaban bajo el sol con el horizonte azul oscuro del Atlántico a lo lejos. No sé por qué, todo esto me causaba una sensación de bienestar, como si estuviera bajo el efecto de una droga, y ya en aquel somnoliento trayecto en ese autobús des-tartalado, después del vuelo desde Nueva York, Tánger parecía hacer una promesa de aventuras. La mayoría de los estudiantes eran neoyorquinos, pintores o fotógrafos en ciernes, pero en el grupo íbamos también algunos aspirantes a escritor que que-ríamos mostrar nuestro trabajo a un autor cuya imponente obra

RODRIGO REY ROSA

Bowles y yo

Revi

sta

Casa

de

las

Amér

icas

N

o. 2

82 e

nero

-mar

zo/2

016

pp

. 113

-118

Page 3: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

114

yo había comenzado a leer apenas tres o cuatro semanas antes de emprender aquel viaje, pero cuyo nombre los estudiantes pronunciaban con un respeto casi temeroso: Paul Bowles.

Norman Mailer, el viejo sabelotodo y cascarra-bias, proclamaba en 1959, en su libro Adverti-sements for Myself: «Paul Bowles opened the world of Hip. He let in the murder, the drugs, the incest, the death of the Square». Y el ácido Gore Vidal, nada fácil en sus preferencias, decía en su introducción a los Collected Stories, pu-blicados en 1979:

Los cuentos de Paul Bowles están entre los mejores que hayan sido escritos por un nor-teamericano [...]. Así como Webster vio la ca-lavera debajo del cuero cabelludo, Bowles ha visto lo que se esconde detrás de nuestro cielo protector –un interminable flujo de estrellas tan parecidas a los átomos de los que estamos hechos que, al percibir esta terrible infinitud, experimentamos no solamente horror, sino también familiaridad.

Esa tarde, después de una ligera refacción en el comedor común de la escuela y el discurso inaugural de algún profesor, los estudiantes fuimos designados a nuestros dormitorios, y creo que todos dormimos. El sueño que tuve durante mi primera siesta tangerina me pareció un buen presagio, aunque no fue particularmente placentero. Fue un sueño claro, y un cuarto de siglo más tarde lo recuerdo vivamente. Fue un sueño del tipo que yo llamaría «de la presencia invisible», una clase de sueño que experimento con alguna frecuencia. Se trata de una escena es-tática. El soñador se encuentra en un cuarto idén-tico al cuarto en el que duerme. El sueño replica

fielmente las circunstancias, la realidad del dur-miente. Pero de pronto hay una incongruencia: sin llegar a ver o a oír nada extraño, el soñador sabe que no está solo en el cuarto. Hay alguien ahí, fuera de su campo de visión, en completo silencio. El soñador se siente observado. Quiere volverse, hacer frente a la presencia, que podría ser hostil. Le faltan fuerzas para darse la vuelta (duerme contra la pared), e intenta abrir los ojos, pero tampoco logra levantar los párpados. En-tonces se da cuenta de que sueña. Quiere gritar, pero ningún sonido sale de su boca –se oyen a lo lejos las cigarras, el canto de un muecín, el silbar del viento. Por fin despierta, abre los ojos, se da la vuelta. El cuarto, en efecto, es idéntico al del sueño. No hay nadie ahí. Y sin embargo...

Una tarde dos o tres días después del aterrizaje, vimos por primera vez a Paul Bowles. Venía acom-pañado de un marroquí alto, de cabeza redonda y erguida, un poco calvo. Atravesaban la gramilla de juegos que se extendía entre las aulas de la Escuela Americana y la residencia estudiantil, en uno de cuyos salones se llevaría a cabo el supuesto taller de escritura. A sus setenta años Bowles era un hombre delgado, con el pelo per-fectamente blanco, y de su frente se levantaba un mechón rebelde que brillaba un poco bajo el sol de las tres. Los dos caminaban deprisa pero muy dignamente. No recuerdo el atuendo del marroquí, que era el chofer y hombre de con-fianza de Bowles. El norteamericano vestía en diferentes tonos de beige y blanco, y llevaba unos anteojos de sol, con montura de carey oscuro y lentes negros, que le daban un aire distante y moderno, y había en él una sequedad mineral, casi metálica –pienso hoy. Presentí con cierto descorazonamiento que mis primeros intentos narrativos con su tono arcaizante –un tono que

Page 4: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

115

sin duda acusaba (o que yo quería que acusara) la influencia de Jorge Luis Borges– no podrían gustarle a este «existencialista de línea dura», como había oído que se referían a Bowles mis colegas mayores.

Creo que fue durante la primera sesión, pero pudo ser una semana más tarde, cuando Bowles aclaró que él no se consideraba un maestro, y que no creía que se pudiera enseñar a escribir ficción a nadie. Si había accedido a dar este taller a pesar de su escepticismo, era porque el director de la escuela logró convencerlo de que había gente dispuesta a pagar dinero para que él leyera unos manuscritos y emitiera su opinión sobre ellos, y eso era todo lo que se proponía hacer. Y agregó que no lo habría hecho si no fuera porque en aquel momento ese dinero le caía muy bien, pues no era ni mucho menos un hombre rico. Alguien debió de preguntarle si no se había enriquecido con sus libros. Lo cierto es que Bowles aseguró que el éxito literario de un libro (la única clase de éxito que debía importarle a un escritor serio) no podía asegurar ganancias monetarias, y aunque los libros a veces daban para vivir, no solían enriquecer a la gente que los escribía. «Si alguno de ustedes está aquí porque cree que yo puedo enseñarle a escribir best-sellers y que con eso va a ganar dinero, está en el lugar equivocado», se sonrió.

Para nuestros discursos de presentación, nos pidió que incluyéramos, además del lugar de nacimiento y el tiempo que llevábamos de escri-bir en serio, nuestros autores o libros favoritos. No recuerdo a qué autores mencioné además de Borges, pero sí recuerdo que a Bowles esto le llamó la atención. El que yo fuera guatemalteco, además, hizo que al terminar la clase se me acer-cara para decirme en español que él había viajado

por Guatemala y por México, y que si el inglés no era mi lengua materna, que escribiera en español, que él no tenía dificultad para leerlo. Borges era también un autor de su predilección, agregó, y lo leía en español –y, como me enteraría más tarde, él había hecho la primera traducción de un cuento de Borges al inglés.1

En la próxima sesión Bowles propuso que, en vez del salón de la residencia estudiantil, como lugar de reunión usáramos su apartamento, que estaba cerca de la escuela. Ahí podría ofrecer-nos una taza de té mientras discutíamos nuestro trabajo, nos dijo, y creo que nadie se opuso a la idea. El chofer, que se llamaba Abdelouahaid, podría llevar a los más viejos (la mayoría de mis colegas de taller rebasaban la cincuentena) de la escuela al inmueble Itesa; los más jóvenes podíamos ir a pie.

El inmueble Itesa –donde Bowles había vivido desde los años cincuenta y donde vivió hasta dos semanas antes de su muerte en 1999, a los ochen-ta y ocho años– estaba en las faldas de una colina entre terrenos baldíos que recordaban el campo, con cabras y ovejas pastando aquí y allá, pero un campo amenazado por las casas y edificios que brotaban ya por todos lados como una plaga de hongos. Era un edificio de factura italiana con suaves y amplias escaleras de mármol que databa de los años cincuenta. El apartamento de Bowles, a cuya puerta llamé por primera vez una tarde a inicios del temible y santo mes de Ramadán, estaba en el cuarto y último piso. Aunque ahora otros edificios han bloqueado las vistas, a principios de los ochenta desde ahí podía verse todavía, hacia el norte, un retazo azul del estrecho de Gibraltar (un triángulo invertido que

1 «The circular ruins», Nueva York, View, enero de 1946.

Page 5: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

116

asomaba entre la colina del Marshan –cubierta de pequeñas casas marroquíes como cubos de Lego en diferentes tonos de blanco– y el Mon-teviejo –una ladera verde con los jardines de las residencias europeas) que los tangerinos llaman afectuosamente «la copa de champán».

«Hay lugares en el mundo que contienen más magia que otros» –algo así escribió alguna vez Bowles. Sea como fuere, para mí aquel pequeño apartamento con sus cortinas espesas que casi siempre estaban corridas, sus alfombras berebe-res, las paredes cubiertas de libros del suelo al techo, sus contados pero llamativos objetos de arte africano, la colección de tambores marro-quíes y de qasbas (siempre disponibles por si algún jilali llegaba de visita y tenía ánimos para tocar un poco de música), el olor a incienso de sándalo combinado tal vez con el humo de kif o el aroma del té –este lugar contenía para mí más magia que cualquier otro que yo hubiera conocido hasta entonces.

Al principio hablamos con Paul sobre todo de las ficciones de Borges, sobre Bioy (a quien yo no leía aún), y también sobre viajes por Centroamé-rica. No recuerdo que habláramos de mis escritos (afortunadamente) y aunque Bowles había dejado de ser solo un autor cuya obra yo admiraba y «un existencialista de línea dura», no creí que, más allá de estas agradables discusiones animadas por el kif y por el té, mis ejercicios narrativos pudieran gustarle. Cuando expresé mi deseo de conocer el interior de Marruecos –el Rif, en particular– Bowles me alentó. Me dijo que podía perderme algunas sesiones del taller, que él no creía que lo que se dijera del trabajo de los otros estudiantes tuviera interés para mí, sobre todo porque escribían en inglés y acerca de la vida en los Estados Unidos, y aun me prestó mapas

del norte de Marruecos para el viaje. Así que yo me di por despedido, y debo decir que, con la simpleza de cualquier joven de veintiún años, decidí que era mejor así. Al menos –supongo que me consolé a mí mismo– conocería un poco de Marruecos, y me dije que la próxima vez evitaría los talleres de escritura en inglés. Fui al Rif, caminé por entre los interminables campos de cannabis en la insegura región de Ketama, y regresé a Tánger satisfecho de mi pequeña aventura, pensando que ya había hecho todo lo que quería hacer en aquel lugar. Pocos días antes de regresar a Nueva York, Bowles me preguntó, con el modo formal que lo caracterizaba, si yo le permitiría que tradujera los cuentos, o más bien poemas en prosa, que le había ido entregando a lo largo del taller. Una editorial de Nueva York que se especializaba en extravaganzas acababa de pedirle un texto para incluirlo en su catálo-go, pero él no tenía en ese momento nada que mandarles. Le parecía, me dijo, que si traducía mis escritos, la editorial tal vez querría publicar-los. Desde luego, contesté que tenía mi permiso, y quedamos en que él mandaría su traducción a mi dirección de Nueva York para que yo la revisara y, si me parecía bien, la entregaríamos a Red Ozier Press, la pequeña editorial de libros raros. Así comenzó nuestra larga colaboración –una colaboración necesariamente asimétrica, pues el que un maestro malgré lui traduzca los ejercicios de un principiante no puede equivaler a que este traduzca los de aquel, por más esmero que el principiante ponga en la tarea.

En 1998 pasé mi última temporada larga en Tánger. El rey Hassan II estaba por morir, y su hijo traería pronto muchos cambios –la mayoría de ellos puramente cosméticos. Pero también el mundo exterior había cambiado, y

Page 6: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

117

eso se reflejaba en la vida de la ciudad. Había mujeres policías en las calles, aparecían cada vez más barriadas nuevas de gente del interior, y se formaban guetos de inmigrantes de otras partes de África, que tenían que hacer en Tánger la última parada antes de lanzarse al asalto de la fortaleza europea. En efecto, la ciudad cambia-ría a tal punto que, de la Tánger de los ochenta, hoy podría decirse lo que Bowles había escrito al comparar la ciudad que conoció en los años treinta con la que volvió a ver en los cincuenta: «lo único que queda es el viento».

Me alojé, como tantas veces durante los tres lustros en que visité asiduamente la ciudad, en el Hotel Atlas, un edificio Art Déco contemporáneo de Itesa, y allí comencé a escribir la única de mis novelas que se desarrolla en Tánger, La orilla africana. Era el invierno y la calefacción del Atlas seguía siendo deficiente, así que cuando fui invitado a pasar el resto de mi temporada en una casona europea del siglo xix con grandes jardines en el Monteviejo –y con unas vistas sobre los acantilados que abarcaban ambas columnas de Hércules y la ciudad de Tarifa incrustada en la costa española–, me pude contar como el gua-temalteco más afortunado en todo el continente africano.

Ya para entonces Paul se había convertido en un anciano descarnado en convalecencia cróni-ca, aunque siempre lleno de ingenio, reducido a su dormitorio e incapaz de leer a causa de las cataratas. Su actividad estética se limitaba casi exclusivamente a escuchar música –la que a veces llegaba hasta su cuarto en forma de cantos de almuédanos que modulaban como cantadores de flamenco en los minaretes de tres o cuatro mezquitas cercanas, o tambores o solos de rhaita si era noche de Ramadán.

He aquí una lista de recuerdos –que anoto desordenadamente– de las cosas sobre las que hablamos en Itesa a lo largo de tantos años con Paul: La disciplina de los viajes. Conrad y el mar. Los sonidos de la selva y del desierto. Graham Greene, Norman Lewis, R.B. Cunninghame Graham, Westermarck, Raymond Chandler, Patricia Highsmith. El fatalismo marroquí. Jane Bowles. Kafka, Ivy Compton-Burnett, Gertrude Stein, Flannery O’Connor, François Augiéras. La sensación de que el cuerpo es un estorbo. La muerte como idea de liberación final. Los efec-tos del kif. El talento inventivo de Mohammed Mrabet. Desventajas del alcohol. La escritura de ficción como sueño dirigido. El estilo como instrumento. El acto físico de escribir –el poner la pluma sobre el papel– como rito propiciatorio o fuente de la presunta inspiración.

He extraviado el cuaderno, pero si no hubiera hecho la serie de trazos sobre un papel que es la descripción de un sueño al despertar aquella ma-ñana, tal vez también habría perdido el recuerdo del sueño, uno de los últimos sueños que tuve en Tánger, y que intentaré contar aquí.

Dormía de nuevo en la magnífica casa con el jardín sobre el Estrecho, en el Monteviejo de Tánger. La dueña, Claude-Nathalie Thomas, la traductora al francés de Paul, me la había pres-tado en su ausencia, y yo estaba solo en la casa. Era el invierno, y en mi dormitorio del segundo piso de la casa del camino de Sidi Mesmudi había una pequeña chimenea donde ardía alegremente un fuego de leña de olivos y eucaliptos. En el piso de abajo, en el vestíbulo y en el pequeño patio con techo de cristales, la luna llena del mes de noviembre del año 2000 iluminaba fríamente noventa y ocho cajas de cartón sobre un piso ajedrezado de cerámica o de mármol en blanco

Page 7: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

118

y negro. Las cajas, numeradas todas con mi puño y letra, contenían los libros, cuadernos y papeles de la biblioteca y el escritorio de Paul Bowles, que había muerto un año antes, y que me dejó esta increíble herencia. Un día o dos más tarde, yo intentaría hacer pasar esas cajas de Tánger a tierra española, para lo que sería necesario burlar la vigilancia de los aduaneros a ambas orillas del estrecho. No debían llegar a sospechar que aquellos libros y papeles no eran solo un montón de libros viejos y papeles garabateados, sino la biblioteca personal y el legado literario de un célebre autor. Una herencia, en fin. Y la opinión general era que una herencia legada en tierra musulmana por un nazrani norteamericano a uno guatemalteco no habría salido de Marruecos fácilmente.

Soñé que despertaba en esa casa, en el cuarto con chimenea, y un fuego ardía también en el sueño. Salí al corredor y miré abajo, al centro del patio. De pronto yo estaba abajo, sin que mediaran escaleras para mi descenso, entre las cajas de libros y papeles, que en el sueño estaban abiertas. Sobre la losa negra en forma circular que marcaba el centro del patio había un busto metálico de tamaño natural con una base tam-bién metálica, el busto de Paul, un Paul anciano pero erguido, con el mechón de pelo sobre la frente y la mirada un poco altiva. Pero ahora las

cajas de libros han comenzado a arder –y me doy cuenta de que se trata de una ceremonia crematoria. Pienso: «Claro, Paul pidió que lo cremaran». Ahora Abdelouahaid, en cuya com-pañía yo había visto a Paul por primera vez veinte años antes, estaba a mi lado. Ambos admiramos las llamas, un poco incrédulos, con tristeza. Oímos un grito, un grito horrible de dolor. Proviene, inverosímilmente, del busto. Abdelouahaid y yo nos miramos, y es él quien dice, aunque yo lo pensaba ya: «Es Paul, está ahí dentro. ¡Vamos a sacarlo!». Nos metemos por entre las cajas en llamas para llegar hasta donde está el busto, que humea y parece que comienza a derretirse. Abdelouahaid ve (yo lo veo que ve) unos botones de metal en la nuca y la espalda del busto. Nos apresuramos a desabrocharlos. En el interior del busto, de pie y, ahora que ha sido liberado, tambaleante, en su bata de pelo de camello, está un anciano y debilísimo Paul, el Paul de quien yo me había despedido por úl-tima vez, la víspera de su muerte en el Hospital Italiano, un año antes. Lo llevamos en volandas entre Abdelouahaid y yo a través de las llamas, salimos al zaguán, desde donde ya se ve la no-che tangerina llena de estrellas con espectros de cipreses romanos más allá de la gran puerta de la magnífica casona del Monteviejo con su arco morisco, que está abierta de par en par. c

Page 8: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

119

Tengo la seguridad de que cuentan pocos, acaso ninguno, los que se abstendrían de confirmarse en la evidencia de que Rodrigo Rey Rosa no solo es un buen escritor (a veces tam-

bién uno grande), sino incluso «un escritor». Partiendo de este principio, instalados en esa zona de confort, no habría motivos para entornar la mirada si leemos que Rey Rosa ha publicado una nueva novela, que dos editoriales se han disputado la realización de la última versión de sus inacabados «Cuentos completos», que en Guatemala, una de esas ya no tan nuevas instituciones político-culturales procesuales de la culpa y el perdón le han concedido un premio por su contribución a la cultura nacional.

Ninguno de nosotros se alarmaría al encontrar en la página literaria del guatemalteco Prensa Libre que Rey Rosa ha vuelto a instalarse en el país después de varios años en el extranjero para escribir «novela política» o insistir en «el relato de denuncia social»; o que Mondadori le ha expedido una invitación a visitar ciudades de la India con la condición de que devuelva sus im-presiones de viaje listas para enviar a la imprenta; o que estará chateando online durante la tarde con los lectores de Babelia.

Limpio de sospecha, no cabe duda de que ese tal Rey Rosa se dedica a la literatura, está de lleno en el negocio, tiene decenas de libros publicados, aparece en todas las listas del momento, toca las puertas del canon hispanoamericano y en el altozano

ROBERTO RODRÍGUEZ REYES

La performance RRR

Revi

sta

Casa

de

las

Amér

icas

N

o. 2

82 e

nero

-mar

zo/2

016

pp

. 119

-134

Page 9: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

120

regional se le ha estado apuntalando uno de sus podios por suerte transferibles, los blogueros se precipitan sobre el lugar común para corear que «vive por y para la literatura» y más de una ínclita y reputada profesora de un Departamento de Español en los Estados Unidos dedica cientos de páginas a demostrar la capacidad represen-tacional en su obra del contexto de la posguerra guatemalteca.

Con este pedigrí sería difícil no clasificar en el imaginario público como uno de los con-sumados: considérese una función social, una entidad política, un ciudadano guatemalteco, un artista del mundo; perfílese como una de esas imágenes clichés resultantes de esa sensibilidad facebook contemporánea que se diagrama entre notificaciones y archivos en las bandejas de fa-voritos o en los murales virtuales de cada cual; o pensemos en él, los «así llamados» enterados y conocedores (los que más hemos aportado a esta figuración), gustosos de malabarismos herme-néuticos y categorías gnoseológicas, fascinantes en ocasiones, como una «función autor», «sujeto escritural», «autor modelo» o intentio lectoris. Sin importar cuán elaboradas o retorcidas sean estas formulaciones hay algo que considerar en cada una de ellas, no por mero prurito pro-fesional o autodemandada eticidad cívica, sino por la connotación que cobran cuando, una vez puestas en conjunto y examinadas en diacronía, emergen como actitudes constituyentes de un evento cultural: la creación del autor Rey Rosa. Lo curioso y atractivo de todo, sin embargo, es que, a su manera y en respuesta a determinadas circunstancias, cada una de esas denominaciones e imágenes no son más que reacciones sicosomá-ticas y verbales que integran el reparto de este evento en que el guatemalteco nos ha involucra-

do, nos ha hecho partícipes, en principio como lectores y luego como actores-participantes, de su gran obra en proceso, aún en ejecución, y que yo apenas si empiezo a intuir en el acto de animarla y de nombrarla «la performance RRR».

Darme cuenta de ello fue un proceso motivado por una cadena de lecturas, sostenidas tal vez a un ritmo e intensidad indiscriminados. Después de varios días de bombardearme con cuanta bi-bliografía conseguí acopiar, y de experimentar una serie de sensaciones difíciles de trasmitir –fueron de la simpatía a la repulsión, de la inmo-lación a la autosimulación, del entusiasmo por opinar a la indiferencia pusilánime–, empecé a padecer una suerte de trastorno que me hacía le-vantar la mirada constantemente, sacar la cabeza de modo automático, lo mismo de las tantas y tantas líneas de comentarios, reseñas, ensayos, artículos que se venían sobre sí en ritornelo, como de los propios libros que se adjudicaban a Rodrigo Rey Rosa. La primera consecuencia de esa extraña y repentina afectación somática de la que fui conciente fue la incapacidad de distinguir si lo que leía se refería a Rey Rosa o si, por el contario, a Dante Liano, Rigoberta Menchú, o Castellanos Moya, Fernando Vallejo, Daniel Alarcón, Roberto Bolaño, o Franz Kafka, o a Borges o Juan Carlos Onetti o a Antonio Di Benedetto. La segunda, ya un poco más dueño de mi locomoción, pero acaso no de mi mente, fue la paranoia: no solo empecé a desconfiar de los procedimientos de lectura de los comentadores profesionales de Rey Rosa, sino incluso de la autenticidad y veracidad de los enunciados que habían provocado esos modos de lectura.

Salvo la encomiable aproximación de Eze-quiel de Rosso, la mayoría de los trabajos revi-sados se instalaban, por un lado, en ese cómodo

Page 10: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

121

procedimiento hermenéutico-crítico consistente en encontrar las coincidencias entre los modos de representación reyrrosianos y la tradición literaria (local, genérica, subgenérica, continen-tal); por el otro, en las analogías entre los signos ficcionales y los objetos (individuos, eventos, fenómenos, conductas, prácticas, discursos) de la realidad empírica «representados», siempre impelidos por la necesidad de justificar por un lado su propio ejercicio interpretativo, por el otro la funcionalidad, relevancia o utilidad de la obra en cuestión –aspectos que subyacen a la noción de valor literario en nuestros días como nunca antes.

Tanto uno como otro procedimiento mostra-ban los síntomas de una conscientia lectoris que se empeña demasiado en leer «correctamente» las presuntas claves textuales inscritas en los li-bros reyrrosianos. Y a nadie podemos mal juzgar por ello. El propio Rey Rosa ha tirado una carrera envidiable: publica libros que sus correctores editan y sus agentes negocian, escribe novelas y cuentos, hace literatura. Leer e interpretar, atribuir significados y connotaciones sociales y estéticas al texto pareciera la única manera que tenemos de lidiar con el guatemalteco. Instalados en nuestro dominio de textos hablamos de Rey Rosa como el escritor que presumimos que es, lo con-figuramos, le endilgamos una figura con la que sentirnos confortables en nuestra función de lector. De las supersticiones avant la lettre que respaldan nuestras presunciones lectivas hay dos acendradas en la intelligentzia que han modelado nuestra noción de escritor: una es la de ascenden-cia romántico-modernista que atribuye al autor la facultad del artista, la de crear un mundo propio, autónomo y auténtico basado en una artesanía de símbolos, tropos y figuras –lo que le granjeaba un

estatus social ante la doxa como un ser extraordi-nario, des-velador de almas, revelador público–; la otra, heredada del neoclasicismo sociologista –y contra el cual las derivaciones de aquella se rebelan constantemente–, es esa que entroniza la capacidad mimética de la creación verbal y ve en el escritor un objeto condicionado pero, a la vez, un misionero con capacidad heurística para desentrañar deliberadamente –dueño total y con-ciente de su quehacer– los signos de una época.

Esa misma manera de leer que atribuye al es-critor la función de meridiano entre lo visible y lo invisible, lo efímero-cotidiano y lo trascendente, la escritura y la vida, obnubila nuestras facultades para captar las señales que, por distintas vías, nos ha estado enviando ese tal Rey Rosa que de tanto mencionarlo, de tanto pretender esbozarlo (y este es tan solo el inicio) se nos empieza a desmar-car, a multiplicar, a desdibujar en matices que pueden corresponderse con los de su persona, con la nuestra o con la de cualquier otro sujeto público del que por alguna casualidad hayamos tenido noticia.

Achaco a mi enigmático accidente de lectura la sospecha de que la relación con la literatura que nos han vendido sus publicistas, los efectivos del circuito del libro (el cliché del novelista de fi-nales del siglo xx), difiere en varios sentidos de la que, a lo largo de su vida, ha establecido el mis-mo Rey Rosa con sus propias tintas. Si hubiera algo extraordinario en ello, todavía por descubrir, no menos bizarro suponemos los procedimientos que ha utilizado para hacérnoslo notar, para que hagamos el trabajo sucio por él. A lo largo de su carrera, la variedad de textos que ha expedido y que ha estimulado expone (y en esto no difiere de otros autores) su vínculo deliberado con lo literario, es decir, con la cualidad que hace de un

Page 11: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

122

texto determinado pertenecer al régimen de la li-teratura. Sus elecciones formales y temáticas, las adopciones estilísticas, la disposición estructural de la anécdota en los relatos, dan cuenta de ello. Pero también es perceptible una relación menos conciente, más empírica, pragmática incluso, que se establece entre el autor y lo escrito, en un escenario liminal y mutable –paratextual diría Gérard Genette– donde colisionan otra serie de discursos, de ficciones, de fragmentos de otros textos coexistentes: pronunciamientos de Rey Rosa y de sus amigos, noticias sobre su locali-zación o residencia en distintos momentos de su vida, crónicas sobre episodios biográficos, notas de contracubierta y solapa, videoconferencias en las que aparece, materiales fílmicos a él debidos, spots publicitarios, trailers de películas, catálo-gos de exposiciones o esas notas que inauguran y clausuran varios de sus libros.

La intermitencia de los mensajes, la fugacidad de la información, la velocidad de generación de relatos, la intermedialidad (teleseries, pelícu-las, home movies, reality shows, videoclips, blogs, literatura online desde los teléfonos, las tabletas, etcétera), la interactividad con distin-tos códigos discursivos (a veces cambiantes y experimentales per se), la posibilidad de leer en cualquier parte cualquier cantidad de mensajes, de relatos, el acceso a disímiles objetos de lectu-ra que violan las percepciones tradicionales de tiempo y espacio, han ido afectando nuestra no-ción de literatura –cualquiera tiene los medios para construir una historia y hacerla pública, distribuirla, socializarla–, nuestra noción de autor –cualquiera tiene la capacidad de contar una historia, de contar su historia, sin recurrir al amanuense, al «escritor dotado y competente»: con la industria es suficiente– y, por supuesto,

nuestra relación con lo que leemos, una relación que pasa por los procesos privados y públicos que generan el valor y que sancionan nuestro modo de seleccionar, discriminar, juzgar y, habría que añadir, reaccionar. Nadie sobrevive inerte a las condiciones de lectura que imponen hoy la multiplicidad de signos, fuentes, formatos, códigos y discursos, la capacidad mediática para trasmitirse y la accesibilidad para consumirlas y participar de ellas. De alguna manera no lee-mos literatura, sino la idea que tenemos de la literatura.

A finales de los años cincuenta Julio Cortázar publica uno de sus cuentos más populares, «Con-tinuidad de los parques». Su inmediata y primera notoriedad partía del hecho de que el argentino demostraba las potencialidades del manejo de los códigos del relato fantástico tradicional, de modo que hacía sobregirar la atención hacia la majestad escritural, hacia las capacidades del artificio. Más tarde, con la entrada en la década siguiente, el mismo relato iría tomando otras connotaciones: se hizo más preclaro su carácter de símbolo que alertaba sobre la capacidad de intervención de la ficción en la realidad empírica de los lectores. La literatura podía sobrecoger al lector en la intimi-dad de su casa, pero también desentumecerlo y llevarlo a la peligrosidad de las plazas y los par-ques donde andaba ejecutándose la vida.

Unos años más tarde en Si una noche de in-vierno un viajero Ítalo Calvino mostraba a ese lector abandonando el espacio confortable de la interpretación, sus condiciones materiales de lectura (sobre las que nos ha hecho volver Ricar-do Pligia en los últimos años), y lanzándose tras los relatos que faltan para completar el libro que tenía en sus manos, publicado por una editorial italiana y atribuido a la autoría del propio Calvino.

Page 12: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

123

La novela se convierte en el empeño del lector por construir la historia que pretende leer. Esta termina siendo su propia historia de vida, en la cual un joven-figura-lector interviene acti-vamente en otras ficciones y, con ello, crea un objeto perteneciente al mundo de la realidad: el libro que se comercializa en las librerías bajo el título Si una noche de invierno un viajero.

Rey Rosa se declara partidario de algunos de los principios que sostuvieron las aspiraciones políticas del conjunto de voces de la literatura latinoamericana de los años sesenta, a la vez que se aprovecha de los atributos y potestades que ha alcanzado la figura del lector luego de que pasara de descodificador textual a generador de historias y eventos en el marco de las sociedades cultura-les posmodernas. Al iniciar su carrera a finales de los ochenta, aún sin advertirlo en ese entonces, el guatemalteco encuentra un mundo propicio para, con esa extendida noción participativa del lector y la predisposición a intervenir en la realidad de su época, hacer de sus ficciones, de su propio ofi-cio, un experimento público que coloca un paso más allá la dinámica de relación entre la figura de autor, la del lector y la literatura. La performance RRR, ciertamente un fenómeno propio de una era post 1989 y del tránsito de entre siglos, nos induce al ejercicio sanitario de purgar éticas lec-tivas al uso y burlar la experiencia libro-céntrica moderna que sostuvo por símbolo esa L capitular, como un báculo de dignidad superior, de un siglo a otro: del Libro-enciclopedia de la Ilustración al Libro anagógico-trascendental, continente material de l’Oeuvre de Mallarmé y compañía, a la majestad contemporánea y laica generada por el Mercado editorial con sus redes de agentes, distribuidores, franquicias, sucursales intercon-tinentales, publicidad. Ahora Rey Rosa persigue

poner en evidencia la trasgresión de los límites entre los sujetos-autores-creadores literarios y los sujetos-lectores-generadores de la ficción. Al hacer evidente con su obra la materialidad de la figura del autor, hace concientes a los lectores de la materialidad de la ficción literaria y, por tanto, de nuestra condición de figura-función en un mundo eminentemente fictivo, marco de los fenómenos públicos de la vida política de la sociedad mundial, en el que todos participamos en tanto actores sociales y actores ficcionales de lo que me gustaría llamar la «industria de la ficción». El hecho de que todos seamos suscep-tibles de ser narrados y de narrarnos provoca un descreimiento de lo ilusorio de la literatura, de la ilusión literaria. Ser concientes de que formamos parte todo el tiempo de una gran ficción generará un comportamiento distinto del lector.

Si Cortázar y Calvino tematizan las trasgresio-nes que condujeron a los lectores de su época a un experiencia de la realidad y de la materialidad de ficciones particulares, Rey Rosa parece ceder su propia carrera a un experimento político-literario. Por eso su empeño en hacerse notar con esos gestos-maromas con los que entra y sale libremente del objeto continente material de la literatura (el libro); por eso muta constantemente de lugar de enunciación y, por tanto, de espacio de realización de su acción literaria (haciéndolo explícito y público siempre); de ahí que haya atraído al lector hasta el escenario de negociación en el que ambos se ponen en contacto en tanto funciones de una ficción mayor, en medio de un flujo de relatos que articulan, modelan y ponen en funcionamiento nuestras expresiones y ma-nifestaciones públicas de lectores-actores. Esta relación distinta y más compleja nos hace no solo leer una historia sino leernos leyendo la historia,

Page 13: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

124

sabiéndonos parte de un mundo que genera pues-tas en ficción constantemente y que nos obliga a tener nuevas experiencias lectivas: interpretar implica además reaccionar socialmente, lo que en términos de la performance RRR significa participar de modo conciente de las ficciones literarias de nuestras sociedades actuales.

La acción político-literaria de Rey Rosa traza una parábola que describe la metamorfosis de la figuración del autor contemporáneo en el curso de los últimos veinticinco años. Básicamente, el guatemalteco pasó de ser un novelista obcecado por la codicia de concebir por sí mismo una obra literaria (hecha, perfectiva, artesanal, consuma-da, previamente concebida) a mostrarse atraído por la idea de encarnar una acción literaria (eje-cutada, imperfectiva, inacabada, en proceso) en la que él, generando constantes figuraciones de sí, posicionándose y actuando en el engranaje so-cial e histórico en el que se mueve, aparece en el centro como protagonista, anfitrión y pretexto; y nosotros, lectores, como actores con-figurantes y participantes.

La historia de esa toma de conciencia frente a la lectura de Rey Rosa empieza cuando, apelando a la «supersticiosa ética del lector», nos hace creer que, de hecho, era un simple y ordinario cuentis-ta. Después de dos libros de cuentos a finales de los ochenta se anima a escribir relatos de ficción más extensos. Esa voluntad informa de la nece-sidad privada y la determinación profesional de satisfacer un deseo que implicaba el trato más temerario con la escritura, con el lenguaje y los modos de inventar historias. Semejante proyecto lo coloca no solo frente a una comunidad de lecto-res de los que depende sino también ante el enorme cementerio de adorados difuntos donde habitan los hombres extraordinarios de la tradición.

La imagen política que ya se iba perfilando en las notas de solapa de las primeras ediciones de sus cuentos, en algunas reseñas y rumores veci-nales, todavía quedaba eclipsada por el aluvión pretensioso de estas tres novelas formativas. En menos de cinco años Rey Rosa, con todo Borges a la mano, Bowles en pleno y algo de Wittgenstein en la cabeza, escribe Cárcel de árboles (1991), El salvador de buques (1992) y la popular Lo que soñó Sebastián (1994). Con una fuerza –no necesariamente coincidente con la calidad– que mengua con el paso de una a otra, se nos trasluce al joven alquimista tirando fuerte de las monstruosidades del canon, inten-tando entender en medio del laberinto qué es el minotauro. Buena parte de ese flirteo con lo inasible, cercano a lo inenarrable, encauzado con dignidad baudelairiana en los libros de cuentos iniciáticos, es perceptible aún en el trazado de estas tres novelas para las cuales –declaró años más tarde– se había impuesto concebir argu-mentos más extensos. Al plantearse el desafío de tal modo, Rey Rosa emparentaba –y hasta parecía considerarlo determinante– el elemento físico-pragmático de la extensión de la obra y el crecimiento o desarrollo de su condición y cualidad de profesión. Superar el trazado de un relato de unas pocas cuartillas, extender los pro-cedimientos del cuento para alcanzar los cotos de la novela, ampliar el número de personajes y, en correspondencia, extender y complejizar la secuencia de acciones, exige un trabajo laborioso del material fictivo, un esfuerzo redoblado de las capacidades inventivas. Un poco de esa lucha, de ese ímpetu por alcanzar una experiencia suprema de la creación verbal se logra percibir en el prurito de Rey Rosa, en estas primeras novelas, por su-blimar las potencialidades expresivas y estéticas

Page 14: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

125

del lenguaje, por incorporarse a la aventura que convierte la literatura en una experiencia de lo inexpresable, en el hervidero de calamidades y extravíos irreversibles que les ha tomado a muchos de nuestros predecesores la vida entera.

Los tejemanejes para sobrevivir al laberinto, esa confianza avant la lettre que descubrimos en la artificiosidad de las combinaciones se-mánticas, sonoras y semióticas de la palabra para construir un mundo poblado de alegorías y significantes librescos, comparecen además tematizados en los significantes narrativos de la fábula: en Cárcel de árboles exhuma el mitema platónico de la génesis de la escritura y ensaya una reivindicación de esta como vía de trascen-dencia del horror, una vez que le concede la dig-nidad de lo perdurable, de aquello que sobrevive a los cuerpos y su descomposición natural, pero además, la función de garante de la memoria y de mecanismo de rebelión contra las manifesta-ciones totalitarias y libertarias de ciertas formas de poder. Por medio de los códigos del fantás-tico, Rey Rosa apuesta todo por la escritura. Para el personaje, un prisionero víctima de una lobectomía, privado de las facultades del habla y de la memoria, el acto manual (físico-motor) de trazar caracteres sobre el papel se transfigura en el uso de la lengua escrita (que no oral), y se convierte en el único medio de construirse a sí mismo como sujeto, de tener conciencia de su existencia, y de comprender la realidad que le rodea: «mi mano comenzó a formar palabras, yo comencé a comprender».

En El salvador de buques, la escritura y el libro, símbolo generador de las historias ficti-vas, conservan un estatus preminente para Rey Rosa. Allí un almirante de las fuerzas militares ve amenazada su existencia cuando el orden

bélico y criminal en el que ha sido formado –lo había convertido en una máquina de matar o, al menos, en un asesino eficaz– es suplantado por otro en el que la razón y las leyes fundamentan una nueva jurisprudencia: evento que convierte automáticamente los valores del tiempo pasado en perversos reductos de la insania. Por orden gubernamental el almirante habrá de someterse a un examen que lo descarte de padecer una pato-logía siquiátrica. De ser demostrada su afección, quedará en evidencia su vocación y hasta su participación en el crimen, lo que le acarrearía la ruina social en el nuevo orden de cosas que, de momento, de un día para otro, con una ley, se pretendía imponer. Ante la inminente exposición, el jefe militar, un personaje reyrrosiano que toda-vía en esta novela confía en las potencialidades o utilidad de los libros, se dirige a la biblioteca en busca de manuales clínicos que le permitan birlar los exámenes.

Por supuesto, en lo adelante se desatará la imaginación reyrrosiana en esta ofrenda de devoción al maestro Jorge Luis Borges: el almi-rante es abordado por un misterioso personaje que dice provenir de algún ignoto paraje, hablar en nombre de una comunidad que adora al jefe militar como a un dios-salvador, y ser autor de un opúsculo («portada azul plomo con letras plateadas») donde el jefe hallará la respuesta a la comparecencia de tan extraño personaje en esa no menos inquietante y fabulosa circunstancia. El «impreso», versión apócrifa de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», es en realidad el mecanismo que utilizan los habitantes de un universo paralelo, existente en el interior de los libros, para comu-nicarse y, en cierto sentido, invadir la dimensión de la realidad. Mientras lo revisa, atónito y escéptico, al almirante lo asaltan unas palabras

Page 15: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

126

que no lo abandonarán por el resto de la historia: «Nosotros no podemos leer vuestros libros, y sin embargo es en ellos donde habitamos, en la tinta y en el papel, y desde ellos os observamos». Semejante al gesto de Cortázar de ponderar la capacidad pragmática de la ficción literaria al crear la figura de un «lectoricida» que supera las fronteras de la ficción e interviene en la realidad, Rey Rosa urde una historia en la cual, sin que-darnos del todo muy claro –la indeterminación o indefinición entre lo onírico, la imaginación, la memoria y la realidad es uno de sus recursos retórico-narrativos por excelencia– si como resultado o causa del desarreglo siquiátrico del almirante, la literatura opera una perturbación total de la realidad, tergiversa y desequilibra su mundo real y, por supuesto, estremece el univer-so de símbolos del poder criminal y autoritario que encarna, dado su estatus político-militar. Más allá de las evidentes remisiones a las ficcio-nes políticas que generaron el proceso de cambio y construcción de la paz en Guatemala, lo que quiero destacar es la presencia del pulso enfático con los tics del fantástico y del relato del absurdo, la propuesta de un argumento plagado de simbo-lismo, con un efectivo manejo del suspense –a mi juicio en ninguna novela posterior igualado–, los perturbadores y enigmáticos pasajes aún no exentos de rasgueos abstrusos; y todo orbitando alrededor del dispositivo por excelencia de la cultura letrada: el libro.

Cárcel de árboles es para muchos «lectores correctos» el punto de inflexión que abre la senda por donde el resto de la obra reyrrosiana ha llegado hasta hoy. Una mirada estrábica, más pendiente de los guiños traspapelados en los imprecisos terrenos de lo paratextual, quebraría esta noción lineal y progresiva y repararía en

el desplazamiento que se produce entre Lo que soñó Sebastián (una pieza de transición) y El cojo bueno.

Con Lo que soñó Sebastián Rey Rosa incor-pora a sus pretensiones novelísticas algunos de los códigos de un género menor y popular: el relato de búsqueda, de investigación, policial a fin de cuentas. Empieza a notarse su propensión a la descripción simbolista –cuando no marcada-mente instrumentalizada– del paisaje y la natu-raleza guatemaltecos, los amagos de un incierto y mesurado lirismo en los pasajes debidos a la voz narrativa, la disposición escenográfica en bloques o módulos de diálogos que sirven de eje estructural al argumento. Es el tránsito también hacia la economía verbal, el tono ágil, la tesitura percutida por los períodos breves, la sucesión de sintagmas escuetos. Y es, además, el momento en que Rodrigo opera el giro social que no lo abandonará nunca más en su obra.

Insatisfecho de las búsquedas formales ante-riores, de las inmersiones en los abismos del len-guaje, Rodrigo empieza a dar los primeros signos de una fuga hacia el exterior de la literalidad, extiende amenazante, como el gesto brutal del pintor, una mano sobre nuestros rostros y clama por una identidad distinta, por violentar las dis-tancias que median en la escritura, por encarnar una figuralidad que obligue a mirar menos en el interior de una novela que en la complejidad paratextual que la excede.

El Rodrigo de las fotografías en las solapas, el firmante de la nota que precede un compendio mexicano de sus novelas guatemaltecas, el sujeto de una historia vital que decide a quién dirigir la dedicatoria en el umbral de sus ediciones, se libera y trasiega con ficciones de toda índole provenientes de diversas fuentes discursivas, y

Page 16: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

127

empieza a trocar esas figuraciones de sí (la de los comentarios de la prensa, y los foros online, sus entradas en los archivos aduanales y policiales, los noticiarios y los contratos bancarios que firma) con otras que esparcirá en las anécdotas de sus relatos. En lo adelante las señas de ese enroque de figuras se hará visible consecutiva-mente, novela tras novela, en la conformación identitaria de sus respectivos narradores. El acto, sin embargo, empieza a ser más instintivo, menos premeditado: hay una prolongación imaginativa de sí casi automática. En la nota inicial de Imi-tación de Guatemala, refiriéndose a las cuatro novelas que integran el volumen y que enmar-can un segundo momento de la performance RRR [El cojo bueno (1995), Que me maten si... (1996), Piedras encantadas (2001) y Caballeriza (2009)] Rodrigo confiesa, algo avergonzado, algo sarcástico, en plena ejecución de su pro-grama performativo: «La tendencia a la llamada autoficción es gradual y un poco alarmante. La proliferación de rasgos autobiográficos puede resultar caprichosa; escribirlos se me hizo tan natural como necesario».

El proyecto estaba en marcha: al hecho de que ya, para entonces, se había convertido en un autor, se sumaba ahora la pertinencia de que lo convirtieran en un personaje de ficción. Insinuado ya desde el Sebastián que inaugura el conflicto personal del dentro/afuera de Gua-temala y las formas de habitar/narrar («se trata de hacer todo lo posible porque, estando dentro, te sientes fuera»); Rodrigo se transparenta en el Juan Luis, narrador de El cojo bueno, sobrevi-viente de un secuestro en Guatemala, que viaja a Tánger donde trabará amistad, por supuesto, con Paul Bowles; en el escritor que envía cartas a su editor y a una novia a modo de reportes de

su viaje subvencionado por una editorial, co-rrespondencia que, casi por urdimbre fantástica, se hará pública en una edición de Mondadori, atribuida a un escritor guatemalteco de nombre Rodrigo Rey Rosa; pero también en el escritor-narrador de Caballeriza, referido por uno de los personajes como «el hijo de Rey Rosa, el textilero»; o en El material humano, donde la desfachatez exhibicionista pasa por completo de cualquier tapujo pues el narrador es llamado, simplemente, Rodrigo, y escribe los enunciados que nosotros leeremos después en un libro que ostenta la condición de «novela»; sin hablar de la mención, al final de Los sordos, del mismo nombre (Rodrigo) evocado en un diálogo intras-cendente entre la amada-secuestrada Clara y el secuestrador-amante Javier.

Obligándonos a replantearnos la presunta falacia de la literatura o las categorías teóricas que desmiembran al autor empírico del literario, los lectores no pueden abstenerse de preguntar por ese tal Rodrigo y, tarde o temprano, de ima-ginarlo, de construirlo, de falsearlo, de ensayar su perfil: «el autor de El cuchillo del mendigo estudió cine en Nueva York a finales de los años ochenta, había salido huyendo de su Guatemala natal después de haber estado secuestrado du-rante más de seis meses por cuenta de que su padre, un acaudalado empresario que fraguó fortuna en la industria textil y gustaba del co-mercio con purasangres, se hubiera resistido a pagar el dinero del rescate. Habiéndose inclinado por el cine y la literatura se instaló en Tánger, donde conoció a Paul Bowles, así por casualidad, mientras entraba en un restaurante, también por casualidad, regentado por un tipo que, a juzgar por su porte y acento, bien pasaba por centro-americano. Dicen que todavía inquiere por los

Page 17: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

128

hombres que lo secuestraron para vengarse, tal vez él mismo se ocupe de ellos llegada la hora, tal vez simplemente contrate a alguno de los guardaespaldas de su padre ricachón. Dicen tam-bién que tiene una hija pero perdió a su última novia. Si el transeúnte indiscreto se lo tropieza por la calle y lo examina con detenimiento, podrá notar cierta dificultad al caminar, un ladeo casi imperceptible».

En este punto Rodrigo ha traído completa-mente la curiosidad de los lectores sobre sí. Con el pretexto de incursionar en los códigos de la novela realista (él dirá, incluso, de «denuncia so-cial»), construyendo una Guatemala reyrrosiana (que participa del conglomerado de ficciones de la prensa, los noticiarios, los testimonios contra-poder, etcétera) propicia que, en detrimento de la ilusión novelística, los lectores arrogantes ex-perimenten una familiaridad entre aquellos y los sujetos, fenómenos, dinámicas y eventos sociales de su propia realidad. Varias veces ha declarado abiertamente ser responsable de que lo confun-dan con las disímiles figuraciones de sí: «eso es culpa de uno por ponerle el mismo nombre, uno provoca esa confusión».

Al procurarse esa figuralidad multidimensio-nal echando mano a las imágenes que desbordan las diversas fuentes de la ficción, Rey Rosa da rienda suelta a su deseo de exteriorizarse, de hacerse público, de integrarse en la ficción social y, con ello, de propiciar una figuración de sí de apariencia empírica o real. En la medida en que fueron reconociéndolo entre los personajes-narradores por él creados, los lectores aguzaron la mirada voyerista y empezaron a perseguir donde lo hubiera, donde pudieran inferirlo, los gestos, las manos, los guiños, su corporeidad. Así las tramas novelísticas van quedando a un

lado, apenas como una plataforma, un telón de fondo sobre el que se desplaza en piruetas un Rey Rosa que vemos en texto y gesto. El culto al ego implica de alguna forma el culto al cuerpo. Para entonces, ya su retirada de la «literatura» (como la entendemos o hemos leído tradicionalmente, o sea, en tanto realización estética de efectividad sonora, sintáctica y semántica que provoca en los receptores respuestas sicosomáticas ligadas al placer) era un hecho.

El cojo bueno, Que me maten si… y Piedras encantadas ostentan las señas de los relatos de temas sociopolíticos que pretenden la incidencia social. En una ocasión Rey Rosa se nos muestra pensando en la literatura realista en los mismos términos de los autores comprometidos que dejó a su paso la euforia del boom aunque, eso sí, tomando distancia del panfleto y del activismo sesentayochista (eso de guerrero cívico no parece haber sido nunca lo suyo):

No creo que la literatura tenga grandes efectos, pero sí puede desatar una reflexión. Un trabajo de ficción serio puede ser un instrumento de conocimiento, no sociológico ni etnológico, simplemente humano. El hecho de tratar de explicarse las cosas ya afecta. No soy optimis-ta y no quiero decir que sea algo bueno, pero sí que la actitud de querer entender cambia la percepción de la realidad.

Si a esa aspiración, tanto humanista como política, se suma su convicción de que cada asunto reclama su propia forma de tratamiento, su estilo, hallamos explicación a los modos ex-peditivos de intervención en las novelas de este ciclo. Víctima de una enigmática y aún inconfesa anagnórisis, Rey Rosa transita de la ponderación

Page 18: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

129

de la escritura a la potenciación de la palabra oral y los hechos; de la indagación connotativa a la extroversión denotativa, de la persecución de lo inteligible a la ordenación y organización de lo legible. De sus tramas ha desaparecido esa confianza, esa suerte de fe irracional y culto a las posibilidades poético-expresivas, que no comunicativas, de la palabra escrita. Tolstoi decía de Leónidas Andréiev, a propósito de sus novelas negras, «Quiere atemorizarme, pero no me da miedo». Las novelas de este ciclo no nos trasmiten el horror, nos informan de él, no nos generan estupefacción, nos recuerdan que deberíamos sentirnos inquietos, no nos conmueven ante el crimen (ni su banalidad), nos refieren (o aluden) las razones, las causas y sus actores. Como cualquier otra ficción (una película, una nota de prensa) el quiebre estético que ensaya aquí Rey Rosa consigue que los lectores trasgredan la ilusión literaria y reaccionen cuestionándose y comprobando lo leído respecto de algún régimen de verdad. Pareciera que el guatemalteco prescinde de todo lo que amerite la sorpresa y lo apremie a hacerle accesible el mensaje al lector. De ahí que explote la capacidad comunicativa de otros códigos narrativos como los del cine o la simplicidad enunciativa de la oralidad y del diálogo. La belleza puede aún abstenernos de indagar en «lo verdadero» de los enunciados. De otra forma, se nos parece demasiado a los diarios, a los otros tantos discursos de la ficción social. Y es que quizá la performance RRR no persigue un «efecto estético» a la usanza de la tradición romántico-simbolista de la Beldad en el hecho literario, antes bien, quiere poner en primer plano el acontecimiento de armar o con-feccionar una novela, la ejecución tecnológica.

Cada vez nos importará menos si los narrado-res se limitan a aparecer para rellenar, apuntalar o enlazar los diálogos a la manera de acotaciones de una pieza teatral o de un guion cinematográfi-co, o si los personajes carecen de individuación y acabado sicológico y apenas resultan modelos o símbolos parlantes y actuantes de la sociedad guatemalteca. Comprobada la vanidad de la literatura, nuestras facultades cinéticas se ac-tivan para detectar los ademanes de apostasía, las marcas del desencanto, la tensión de los dí-gitos, la torpeza de las manos de otra figuración reyrrosiana: esta vez la de un antiescritor que se ubica en los márgenes de la obra pero se mues-tra en ella, dejando rastros del acto mismo de la dispositio, del acontecimiento de intervenir en la «industria de la ficción».

En lo que muchos ven una economía de recursos o minimalismo formal, los lectores performáticos de Rey Rosa perciben las huellas del antiescritor. A su manera de manifestarse y su estrategia para construirse se deben sus intervenciones ablativas sobre los argumentos, de modo que, a veces, se nos antojan, ya no solo inacabados, sino incompletos, como si hubieran sido sometidos a extirpaciones más o menos arbi-trarias, y quedado privados de pasajes o enuncia-dos que, de haberse conservado, servirían mejor a la lógica narrativa. A través de él alcanzamos a escuchar al autor fatigado, quejumbroso, colap-sando frente al computador, amenazando todo el tiempo con salirse del asiento, con escapar y dejar el cursor titilante, con declinar en su acto de ficcionalización. Así lo percibimos cada vez que el manejo formal de la historia termina por agotarla antes de tiempo. Las novelas llegan a su fin en el instante en que presumíamos estallarían en conflictos y subtramas, o se contienen cuando

Page 19: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

130

los personajes empiezan a adquirir singularidad o autonomía dramática en el interior de la histo-ria. Para reforzar la figuralidad del antiescritor, Rey Rosa confiesa en otra entrevista que sufre de agotamientos mientras escribe, que llega un momento en que no puede sostener más la ten-sión escritural y se ve compelido a terminar la pieza de una vez y por todas. En otra entrevista, luego de publicarse Que me maten si..., asegura «haberse quedado corto». En ocasiones ha dicho que prescinde de un plan previo a la redacción, lo confía todo a la espontaneidad creativa: «Hay quien divide a los escritores en dos: los que tratan de explicar algo y los que tratan de explicarse algo. Yo soy de la segunda clase. No sé más que el lector al que estoy hablando. Escarbo mientras escribo».

De sus incisiones y desgarraduras, de las os-cilaciones de su pulso imaginativo, los síntomas de agotamiento, los indicios de pereza y los efí-meros y eufóricos vertimientos, dan cuenta casi todas sus novelas desde El cojo bueno hasta Ca-balleriza. La misma parquedad de la mayoría de estas (que bien pasarían por noveletas), también trasluce el esfuerzo y la agonía creativa: muchas no logran todavía desprenderse del cuento y muestran una composición en la que bloques narrativos o relatos cortos se ensamblan o em-pastan con mayor o menor grado de cohesión lógico-narrativa para formar la fábula general.

Si la pretensión de agotar el lenguaje lle-vándolo hasta sus propios límites expresivos (práctica con la que se suele identificar cierto tipo de escritor latinoamericano) es una manera legitimada de lidiar con lo literario, la abstención o la imposibilidad retórica de conseguirlo es una forma (narcisista) de remitir a una subversión del paradigma preminente de la figura del autor.

Contra esa tradición verbosa y barroca, la per-formance RRR reacciona poniendo al desnudo el oficio hasta el punto de dejarlo sin efecto, de desacreditarlo ante otras prácticas escriturales. Otra figuración reyrrosiana, esta vez, el narrador del libro de viajes El tren a Travancore nos dice: «estoy convencido de que toda forma de escritura es vana. Y además... yo no escribo: sobrevivo». El acto de mayor abandono y acaso el momento en que la acción literaria y vital de Rey Rosa alcanza su mayor expresión, el gesto supremo de su performance, se halla en la empresa acuñada como El material humano.

El libro que tenemos en nuestras manos con ese título endosaría el catálogo de «novela» de cualquier editorial que se disponga a publicarlo. El hecho de que lo sea o no, pasaría inadvertido para los lectores de no estar enterados de las fisonomías que toma la figura del antiescritor reyrrosiano, quien ahora, para potenciar su omni-presencia, coloca al principio y al final dos notas aclaratorias. La primera pretende convencernos de la condición de «ficción literaria» del texto: «Aunque no lo parezca, aunque no quiera pare-cerlo, esta es una obra de ficción»; la segunda nos confirma justamente en la sospecha de que semejante afirmación solo puede perseguir una reacción contraria: «Nota: algunos personajes pidieron ser rebautizados». ¿Hasta qué punto la literatura ha perdido su estatus de ficción ino-fensiva, falsa, lúdica y fantasiosa que circula y recircula entre unos pocos sin llegar a impactar inequívocamente en la realidad, o mejor, en las ficciones sociales que articulan en nuestros imaginarios esa realidad? ¿Qué sucede cuando el lector, antes de lanzarse sobre la denominada novela, choca con la entrevista del autor en la que este descubre sin tapujos su «método de trabajo»,

Page 20: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

131

y comparte que el contenido puesto en forma de diario en la novela es en realidad el diario o cuaderno personal que llevara consigo mientras hacía el trabajo previo a la redacción; o que los apuntes de bitácora que registran el día a día del narrador-personaje Rodrigo, son en realidad los sucesos acaecidos en su día al individuo-ciudadano y ser social Rodrigo Rey Rosa; que el material acopiado para la futura concepción de la novela es, en realidad, la novela?

El material humano, que parecía una reivin-dicación de la significación política del literato, una vez que denuncia el aniquilamiento de ciuda-danos, entre ellos intelectuales y artistas a manos del poder político, termina siendo un relato sobre el propio Rey Rosa. Si en las novelas anteriores se había concentrado en poner en texto los meros acontecimientos que insinuaban, justificaban o contextualizaban el hecho violento, el crimen, con El material humano llevará la autorrepre-sentación al extremo, cuando el centro del relato (la institucionalización del crimen de Estado en Guatemala) se desborda incontinentemente hacia la experiencia de hacer un libro –experiencia en tanto puesta en la ficción de las vivencias, a tra-vés de ciertos modelos instalados en el imagina-rio narratológico del sujeto-narrador. La novela está plagada de referencias autobiográficas, hace de la experiencia privada de la escritura un acto público, el performance de mostrar el modo en que se está escribiendo.

Rodrigo ha decidido manifestarse definitiva-mente. Ya no tiene mucho sentido preguntarse si es Juan Luis o el hijo del textilero, o el viajero de paso por Madrás; no tendremos que hurgar por él en figuraciones textuales ni gestuales. En plena ejecución de su acción literaria y vital, hace de la acción literaria el material de la novela. Una vez

reproducidos los datos del archivo, tomadas las notas condicionadas por su experiencia personal del hic et nunc, apuntadas algunas frases de otros autores leídas al azar, convenientes a sus propó-sitos temáticos, la labor del novelista se limitó a ordenar, editar y reubicar el material acopiado. El material humano es menos la realización de una obra de nonfiction que una acción, por eso exige ser mirado como una suerte de ready made literario, un evento de intervención de la ficción real en la realidad.

Aquí Rey Rosa no parece querer trasbordar los signos de la naturaleza a los de la literatura, donde aquellos adquieren significaciones nuevas a partir de la intelección y decodificación que realiza el lector. Antes bien, pretende conservar en lo ficcional literario los mismos significados que ya tienen en otras ficciones, haciendo ver que eso leído como «literatura» no es una realidad que conduzca a experiencias e interpretaciones de lo real distintas de las que aparecen en los «discursos de la realidad». Esas pulsiones perso-nales que percibimos en la novela, esas marcas autobiográficas que nos asaltan todo el tiempo, hacen reaccionar ante la literatura como ante las ficciones del «mundo real». He ahí una de las secuelas de la «industria de la ficción».

Este es el gesto más osado que Rodrigo ha ensayado en la búsqueda de una sensación de presente en nosotros, una ilusión de realidad que pasa menos por el tradicional modo en que el lector reconstruye lo que lee a partir de sus referentes culturales, que por una manera de experimentar el «tiempo leído» como si fuera «el tiempo de lectura», como si la ficción que lee fuera la ficción que habita. Esa experiencia tiene que pasar necesariamente por un acto de traslación y asimilación de discursos en la que el

Page 21: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

132

lector empieza a identificar (por similitudes dis-cursivas y de símbolos) su realidad (verbal, cog-noscitiva y estética) con la puesta en texto y con la que presupone semejante en el emisor. Con esto Rodrigo consigue desentumecer el universo del lector otra vez: casi lo toca, lo captura para siempre en la performance. De aquí en adelante, ningún participante podrá leer del mismo modo, o sea, sin considerarse, sin ser conciente de que él es, una vez que lee, una figuración siempre mutable, siempre alterable, miembro y función de una ficción mayor, una «industria ficcional», en la que cada uno, el escritor, el lector, el crítico, el editor, cumplen su rol.

Esta también es la apostura que ha elegido para dar continuidad a las de Cortázar y Calvino, para ser en pleno siglo xxi un escritor político. De ahí su deseo de que todos seamos concientes de nuestra participación en las ficciones cotidianas que nos rigen sicológica, social, moral e ideoló-gicamente. De ahí que no sea el hecho literario en sí lo que llama a considerar, sino la acción literaria, el acto de ser escritor en la sociedad actual. Le interesa más poner en evidencia la literatura en tanto práctica vital (social y políti-ca) que como un hecho estético resultante de la habilidad escritural.

La performance RRR nos adentra justamente en esta nueva variante del novelista político contemporáneo, del cronista social que pide abandonar las viejas ideas del escritor compro-metido o revolucionario, del vocero de una colec-tividad o del intelectual orgánico de la cultura. La dimensión privada de la vida se ha convertido en el eje de nuestras ficciones diarias cada vez más públicas. Valores que se derivan de actos de develación, presuntas tramitaciones con la verdad (dar voz al otro, reproducir un suceso,

la confesión, etcétera) serán cada vez menos privativos de las capacidades auráticas del Au-tor. La trasmisión de las anécdotas del mal, la denuncia, la expresión de los acontecimientos vitales, pronto dejarán de ser el valor supremo que sostiene la idea libérrima, libertina, de lo que se entiende hoy por literatura. Con el desa-rrollo indetenible de los medios audiovisuales, más efectivos en términos comunicativos, más ilustrativos, accesibles y masivos que la propia literatura, no será la fábula el sostén de lo lite-rario. El mundo mediático está diseñado para que todos tengan la posibilidad de pronunciarse (nos tomen en cuenta o no). Somos una socie-dad cada vez más pornográfica, exhibicionista, espectacular (la academia y la crítica literaria no se excluyen). Pero asimismo los sistemas políti-cos cada vez tienen más medios para convertir un relato individual en una herramienta para su relato estatal y colectivo, el relato de develación de una individualidad (el testimonio de un dam-nificado, el descontento popular, el crimen), los relatos de denuncia, de inconformidad y protesta (la función de subversión social de la literatura) son inmediatamente incorporados y utilizados en el sistema de ficciones del Estado y la sociedad. El hereje ya no lo es más, ahora también forma parte (voluntario o no) del sistema.

Rey Rosa se sabe parte del sistema, la única manera de salir ileso, de participar en él digna-mente es con esta, su acción literaria. Aún nos resulta anticuado cuando hace variaciones de este juicio que lo distingue de otros autores con-temporáneos ante las preguntas de los periodis-tas: «Como problema literario me interesa más la moral que la política. Mi manera de escribir es la de alguien que no entiende el mundo y trata de comprenderlo mediante la literatura».

Page 22: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

133

Si en la actualidad todo se antoja público, ¿qué le queda por hacer a un escritor de esta época donde todo parece haber quedado más devela-do que «revelado»? ¿Si siempre ha ido a tratar los grandes temas, las esencias de la existencia humana, acaso no le quedará más que develar el comportamiento de esas en el tiempo, sacarlas a pasear a la calle, al mundo? ¿Se trataría entonces de intentar ver cómo funcionan las esencias de siempre en las distintas circunstancias sociohis-tóricas de la sensibilidad humana? ¿En un mundo en que todos parecieran poder ser escritores, se corre el riesgo de la muerte del Escritor? ¿Y en caso de que esto fuera cierto, tendríamos que resignarnos a la idea de que una industria edito-rial con garantías de publicidad y distribución, de crítica y escándalo, abre las puertas del reino?

Me gusta pensar que después de este imperio del valor utilitario de la literatura, le seguirá una entronización de la belleza y el saber o de algo tan trascendente e inexplicable que nos silencie un poco, algo que nos devuelva a los orígenes mismos de la creación verbal.

Luego del abandono de la escritura, del despre-cio a lo letrado por la supremacía de la voz (en Que me maten si..., Piedras encantadas, Caballeriza, Los sordos los personajes se articulan a partir de sus acciones y de sus usos del lenguaje a través del habla, nunca tendrán la relación con la letra como en las primeras novelas), alguien tiene que escribir los libros que se envían a la editorial y más tarde nosotros compramos y leemos. Entonces Rodrigo saca de la manga su última R, la invención de su mejor lector en un acto de autobovarismo y au-tofagocitación. Un lector R que lee a un autor R. En El material… fantasea con los modos en que podría ser leído: «Leo un juicio de Voltaire sobre el nieto de Enrique IV, duque de Vendôme, que

me gustaría ver aplicado a mi persona: “Intrépido como su abuelo, de carácter amable, bienhechor, ignorante del odio, la envidia y la venganza. A fuerza de odiar el fasto, llegó a un descuido cínico que no tiene precedentes”». Sueña con las palabras que pueden guiarlo a la trascendencia. No se guar-da las vanidades del que cree de sí lo que lee en los canónicos: «Leo “Balzac”, la biografía breve de Zweig. De unos manuscritos de Balzac, dice: “Uno puede ver cómo las líneas, que al principio son ordenadas y nítidas, luego se inflan como las venas de un hombre encolerizado”. Algo parecido podría verse en mi escritura, pienso».

Es posible pensar en una asunción performática de la lectura de sus propias obras, en una reacción bovarista ante sus propios textos. En más de una ocasión ha declarado la endogamia de muchos de ellos. De hecho, repite fragmentos de tramas, reutiliza soluciones narrativas y prodiga finales de historias muy semejantes, recicla estructuras argumentales, mantiene personajes que cumplen funciones actanciales idénticas en distintas nove-las. Con el paso de su performance ha tendido a la autofagocitación, ha desarrollado una pulsión –quién sabe si incontenible– de releerse a sí mis-mo, de devorar sus propias excrecencias –algunos hablan de narcisismo, otros de adolescencias.

Ante estas inevitables miserias, Rodrigo eje-cuta esa suerte de gesto de consolación y evita –no le cuesta demasiado– todo distanciamiento entre su vida y su escritura. Inventarse en la textualidad de sus obras (ya lo hacían sus prede-cesores del siglo xx) fuera de las palabras, más con los gestos, fue quizá la manera de desvirtuar el ojo voyerista del lector biógrafo y disimular su verdadera estrategia de autofiguración, la de convertirse en un nuevo tipo, en realidad, una suerte de antiescritor.

Page 23: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

134

El material humano abrirá estéticamente la úl-tima de las líneas de su proyecto (anti)escritural. Ya ha anunciado que le gustaría trabajar con los archivos de una clínica de enfermos siquiátricos. Las otras dos líneas las retoma a su antojo, las re-cicla leyéndose a sí mismo. Severina (2011), con la que simpatizo particularmente por la pericia estilística con que va resolviendo el argumento, es una vuelta a las arenas de la tradición literaria canónica donde traba negocios con algunos pe-sos pesados, entre otros, con su amigo Roberto Bolaño. Un año después, Los sordos (2012) retoma el ciclo social de Guatemala al modo de El cojo bueno y Que me maten si…, ahora en una empresa mayor, a pesar de que confía el alcance de sus ambiciones a los mismos métodos, a los artilugios tecnológicos, pragmáticos, de antes.

En verdad, ya nadie sabe qué esperar; sus lectores profesionales, sus más fieles críticos, tratando de sistematizar, hablan de las etapas de su creación, cierran ciclos, construyen siste-mas y, cuando nadie se lo espera, Rodrigo hace de las suyas y publica otra novela, se voltea, tuerce algo, haciéndose impalpable: lo vemos echar mano al fantástico, un poco a la ciencia ficción, algo del absurdo, pero luego al thriller o al relato policial: una mixtura, antojadiza y

movible como el propio RRR que viaja de aquí para allá. Pensarlo como el gran protagonista de una acción literaria es una voluntad vanidosa, acaso engañosa, de seguirle la pista. Del inten-to de participar en su juego, de reaccionar ante sus provocaciones, se desprende este bosquejo nervioso e impreciso –no dudo que hasta errá-tico– que apenas detecta unas pocas señas: la renuncia a la escritura, la pérdida de confianza en una idea tradicional de la ficción como objeto contemplativo, la defensa y rescate de la inci-dencia o utilidad social de la literatura (en las actuales condiciones de lectura), el fastidio ante los síntomas y las poses del desencanto latinoa-mericano, la indiferencia (nunca del todo) ante los paradigmas librescos fuertes, la insinuación de la muerte de «lo literario» (asociada a una indiscriminada estimación de la relación entre la verdad y la literatura), el acto performativo de una carrera literaria: un periplo que va desde las obras iniciales (resultantes de una volun-tad estético-escritural que Rodrigo sentenció ilusoria, efímera y falsa, propia de la ingenua afición adolescente a lo místico, lo utópico, lo imposible) hasta el vuelco hacia una exterioridad pública a la que ofrenda sus penas y dudas inte-lectuales, sus banalidades más queridas. c

Joaquín Salvador lavado (quino), Argentina. Tomado del libro Mafalda ¿¡50?!, Casa de las Américas, 2015

Page 24: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

135

Descubrimiento

Hace muchas lunas, una mañana gélida y extrañamente luminosa de primavera en Barcelona, a punto de viajar a Santander, mi hospitalaria y generosa cicerone en Ca-

taluña, la entrañable y sagaz Rosa Tarradas –que trabajaba en la Editorial Seix Barral junto a Pere Gimferrer–, ya a punto de abordar el ómnibus, puso en mis manos dos libros con una en-comienda: «No solo serán una buena compañía hasta Cantabria; ahí tienes a un cuentista como pocos hay en estos tiempos». Se trataba de dos colecciones de relatos: El cuchillo del mendigo / El agua quieta y Cárcel de árboles / El salvador de buques. Su autor, según la nota en la solapa, había nacido en Ciudad de

EUGENIO MARRÓN

Monsieur Beyle en Guatemala o Rodrigo Rey Rosa a través del espejo

«la realidad incluye estos lugares oscuros y no raciona-lizables, yo creo que un realismo más amplio tiene que incluir lo irracional, lo inexplicable y lo maravilloso, en el sentido más amplio».rodrigo Rey roSa, «¿Quién quiere leer pura fantasía?»

«Al joven Beyle aquella ciudad le producía un horror que le duró hasta la muerte; es allí donde aprendió a conocer a los hombres y sus bajezas».Stendhal, «Nota acerca de M. Beyle por él mismo»

Revi

sta

Casa

de

las

Amér

icas

N

o. 2

82 e

nero

-mar

zo/2

016

pp

. 135

-144

Page 25: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

136

Guatemala en 1958 –un compañero de genera-ción, buen agüero, me dije. Ya cercanas las dos de la tarde, a punto de ver las riberas del Ebro y la parada para almorzar en Zaragoza, el primero de aquellos libros ya se instalaba en mi memoria: una soltura sigilosa de los talantes narrativos y un acomodo del silencio a favor de una veracidad sin cortapisas, la solicitud alcanzada o persegui-da de cerca –y a veces sin excluir un hálito de lo poético trasvasado con brío ajeno a cualquier artificio o fingimiento– eran mucho más que una marca. Desde entonces, parafraseando el comienzo de La entrega –el cuento que abría el primero de los dos volúmenes–, siempre que tengo en mis manos un libro de Rodrigo Rey Rosa, hasta bien alta la noche «la luz del cuarto estaba encendida».

El espejo y la escalera

En la pared un espejo, e inclinado sobre él, la escalera. Un aposento desprovisto de muebles y trastos, una habitación para ser amueblada no con los objetos que se traigan en una mudanza, sino con las cosas que puedan hallarse más allá del azogue, pues los peldaños reflejados indican todo lo contrario al ardid decorativo que incluye los escalones abandonados tras ubicar el espejo: no hay dudas de que tal posición reclama pasar al otro lado del plano azogado –amén de aquel diácono, matemático y fotógrafo que se recreaba en tal invitación con su niña predilecta. Así es el brinco de una liebre –como diría el brujo yaqui Don Juan en alguna página de Carlos Casta-neda–: la foto de Chema Madoz en la cubierta del libro me recuerda de inmediato el Popol Vuh: «todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado [...]» y más

adelante el vaticinio inaugural de las antiguas historias del Quiché: «Llegó aquí la palabra». El libro llama de inmediato a un alcance más allá de cualquier reserva, a propósito del título, «Imitación de Guatemala». El lector debe cru-zar a la otra parte, pues la sentencia solo tendrá cumplimiento con el arribo anunciado. Si el texto sagrado hablaba del universo en el umbral y del surgimiento de la criatura humana, a la vez que contaba las proezas de figuras fabulosas, el que ahora llega con la foto advertida en la portada convida a otros orígenes en desarrollo, y a lo que peligrosamente ha ido creciendo: un sitio violento donde aquella criatura humana vive bajo amenaza mortal. Con título tan incitante, Rodrigo Rey Rosa reúne en 2013 cuatro novelas aparecidas en un lapso de diez años: Que me maten si... (1996), El cojo bueno (1996), Piedras encantadas (2001) y Caballeriza (2006). Es así como no solamente irrumpe la palabra –para rei-terar el augurio quiché–, sino también lo posible de la novela como cartografía del espanto y sus propiedades. En una conversación con Ignacio Echevarría, el autor lo ha dicho: «Hay que pensar que la violencia ha sido un rasgo recurrente en la historia de mi país. Una especie de atavismo, siempre presente».

Un lector de Stehdhal (y otro del lector) entre archivos

«Este libro acerca de (Aldo) Moro me produjo una inquietud que se acercaba a la obsesión», apuntaba Leonardo Sciascia en el verano de 1978, tras concluir su pamphlet –como lo califica el propio autor– sobre el secuestro y asesinato de quien fuera en dos ocasiones Presidente del Consejo de Ministros de la República Italiana,

Page 26: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

137

victimado por «aquellos criminales pequeño bur-gueses disfrazados de revolucionarios denomi-nados Brigadas Rojas» –Sciascia dixit. Mientras leo el cuarteto novelístico con la foto del espejo y la escalera en la portada, hago un paréntesis y busco algunas notas que hice tras ojear otras páginas del autor, muy especialmente El mate-rial humano –esa inmersión en los archivos del abismo en Guatemala que le han hecho decir: «Tengo que reconocer que a menudo sentí mie-do, igual que el protagonista». En aquel título, el diario y la ficción dialogan entre sí, incluyendo a ratos un asomo a otro libro, las casi dos mil páginas del Borges, de Adolfo Bioy Casares –el propio Rodrigo Rey Rosa ha confesado que «la lectura del Borges tuvo en efecto mucha incidencia en la escritura del mío. La idea del diario monotemático viene de allí». Y he ahí el azar concurrente que diría Lezama Lima: en mis manos Adorable Stendhal, de Sciascia. Está él en su casa de campo en Racalmuto, Sicilia, tras horas y horas en el repaso de las enume-raciones del caso Moro y aquellos registros de unas tinieblas quizá menos nocivas que las otras en Centroamérica, ahora sumergido en una papelería más halagüeña al acecho de otra escritura: diarios de nobles sicilianos, datados entre finales del siglo xviii y principios del xix. El rastro de Stendhal, como visión fugaz de un fantasma que hubiera gustado a Henry James para Otra vuelta de tuerca, se siente en insinuaciones y cortejos de salones y privan-zas. Así las cosas, Borges asentado por Bioy Casares acompaña a Rodrigo Rey Rosa en las profundidades de aquellos archivos del infierno, y Stendhal rescata a Sciascia luego de muchas jornadas de búsqueda en los documentos del magnicidio. Y así este último reflexiona sobre

Waterloo y La cartuja de Parma. Su sentencia no deja titubeos: «Una novela dice la verdad que los libros de historia no dicen».

Es aquella verdad la que domina y lo ratifica un novelista guatemalteco, lector del italiano: «Sciascia, al que empecé a leer tarde, me ha servido de guía de cómo cierta novela policíaca puede ser un instrumento de crítica del poder, de un poder anárquico como el de la mafia. [...] su obra es el reflejo de cómo funciona un sistema de justicia donde nunca se resuelven los críme-nes porque antes matan al juez». La afirmación de Rodrigo Rey Rosa lo relaciona en cifra de aprendizaje con el autor de A cada cual lo suyo, pero hasta cierto punto: la pesquisa y la angustia de la verdad, que en Sciascia se convierte en una visión de componendas estrictamente ubicuas –los recintos sicilianos y los pasos que conducen a las incógnitas del espanto–, en su lector puntea un mundo más imbricado en los subterráneos del poder como una hidra que, lejos de lo muy exclusivo, se posesionara de la geografía de todo un país y su gente. El narrador de Piedras encantadas, por cierto, es quien mejor afirma lo anterior, ya en el pórtico y sin disimulo, algo que revalida el veredicto de Sciascia: «Guatemala. La pequeña república donde la pena de muerte no fue abolida nunca, donde el linchamiento ha sido la única manifestación perdurable de organi-zación social». En esa suerte de fotografía como plano general que principia la novela, la gran urbe como espacio elegido para todos los despe-ñaderos –y que bien podría asemejar un guiño a los minutos iniciales de Blade Runner, pero aquí con orientación diurna y hacia otras poluciones–, están los senderos que se bifurcan para llevar a los dominios del pánico en mutación. Una voz que parece venir de lo más profundo de una sala

Page 27: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

138

insonorizada se encarga de ello: «Ciudad de Guatemala. Doscientos kilómetros cuadrados de asfalto y hormigón (producido y monopolizado por una sola familia durante el último siglo). Prototipo de la ciudad dura, donde la gente rica va en blindados y los hombres de negocios más exitosos llevan chalecos antibalas». Y más adelante la aviesa reiteración de que «estás en la Ciudad de Guatemala. No lo olvides».

Una frase de origen incierto

Según cuenta Michel Crouzet en las casi mil páginas de su apasionante y muy documentada biografía Stendhal o el señor Yo Mismo –al decir de Pascal Quignard, «este libro es magnífico, y si es el mejor de Crouzet, no es el menos bueno de Stendhal»–, el autor de Rojo y negro se des-plegaba en las tertulias y sorprendía rápidamente a toda la concurrencia que, de inmediato, le ro-deaba, las damas como cautivas de la charla de aquel a quien ellas llamaban «il Chinese» debido a los ojos almendrados en su gran cara rolliza: «Todos los testigos son unánimes al evocar a aquel último artista de la conversación, que tenía su propia conversación, rechazaba y profesaba las ideas a su manera, apto para escuchar, para contradecir, deferente y malicioso, o bien pro-vocando con atolondramiento y elocuencia un alboroto de ideas y de réplicas». Así las cosas, ¿en qué salón y a quién le escucharía aquella frase que el tiempo le ha endilgado de modo lapidario y que él mismo reconoció? Ganancia viniendo de él: «La novela es como un espejo que se pasea a lo largo del camino». Y es ahí la vuelta a la foto en la cubierta de «Imitación de Guatemala»: ¿será el espejo de Stendhal el que cuelga allí?

Te van a matar

Dos embarcaciones se reflejan sobre las aguas del trópico tentando al albur: una tiburonera, «el modelo de lancha rápida que había ayudado a desplazar las estructuras del poder entre los contrabandistas a lo largo de las costas centro-americanas» y «el Kabrakán, un velero de dos mástiles que ostentaba la bandera nacional de Guatemala». Dos embarcaciones que hubieran hecho las delicias, respectivamente, del barón Axel Heyst en Victoria, de Joseph Conrad, y del voraz Tom en El talento de Mr. Ripley, de Patricia Highsmith. Ellas son las atmósferas decisivas para decir Que me maten si…–justo el título– que, como afirma el autor, «es mi prime-ra incursión en la ficción política». Recobrada para abrir la tetralogía –el propio Rodrigo Rey Rosa expresa que «llegué a arrepentirme de ella, recién publicada, por su tono ligeramente tremendista»–, releerla casi veinte años después es comprobar una lección muy mantenida que niega aquella contrición. Ejemplos a tener en cuenta no son pocos, llevados con seguridad: tejido de los personajes, nervio de la trama, sagacidad de los diálogos… Pero hay uno que mucho sobresale –y no únicamente en ella, sino en las cuatro–, y es el ímpetu que anida en su prosa afilada. En tal rumbo, hay además una perspectiva tan íntima como aleccionadora a la hora del arqueo en los caudales del paisaje, que rememora con sutileza las prácticas ateso-radas en los inventarios de señeros retratistas decimonónicos por los parajes americanos –y pienso en el alemán Johan Moritz Rugendas, protagonista de esa joya que es Un episodio en la vida del pintor viajero, de César Aira. Tal condición se instala por derecho propio en la

Page 28: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

139

enérgica y admirable desenvoltura que desplie-ga el narrador en Que me maten si...:

La luna no había salido aún de detrás de los montes, pero su luz bastaba para hacer visible un paisaje de siluetas de papel carbón recor-tadas con los dedos sobre un fondo de cielo plateado y agua reflexiva. A cada cambio de dirección de la lancha, se perfilaban a derecha e izquierda oscuras formas cambiantes de ani-males agazapados entre la claridad del firma-mento y la claridad del río. Ahora, a la derecha, había un sapo que al doblar el recodo del río era engullido increíblemente por una serpiente, que se desenroscaba bajo las estrellas desde la otra orilla. Cuando entraron en el cañón de La Bacadilla y los ribazos se convirtieron en acantilados, las formas que acechaban crecie-ron tanto que se hicieron incomprensibles, y fue como si el cielo se alejara.

Novela para entrar con paso firme en los pre-dios del terror en Guatemala, cimentada en un despliegue de habilidades que logra mantener la tensión sin desmayo, entrelazando a un escritor inglés –casi como trasunto de Graham Greene en sus andanzas centroamericanas–, una estudiante universitaria tras un caso previsible de tráfico infantil –que incluye un orfanato en plena selva llamado «El Hogar», con sus matronas ejecu-tivas y una variada galería de «colaboradores internacionales»–, dos oficiales del ejército en las antípodas –uno en uso del desencanto y otro en apego al crimen y sus frutos más provecho-sos–, en esta novela no sobra ni falta nada. La pauta del thriller queda a un lado con un cierre en extremo exacto que lo desborda –y reafirma lo que anotaba Roberto Bolaño sobre «el estilete

de Rodrigo Rey Rosa»–; los niños, casi como un plácido duplicado de William Golding para El señor de las moscas, se presentan a zambullirse en la corriente: «Y el agua oscura y oleaginosa de jade u obsidiana se alzaba en pequeñas olas y recibía generosamente una y otra vez los pe-queños cuerpos oscuros».

El secuestro de Juan Luis Luna

Un quinteto nocivo: La Coneja, El Tapir, El Horrible, Carlomagno y El Sefardí, este último un elemento fieramente letal. Son ellos los que ejecutan un rapto: el de Juan Luis Luna. «Fue secuestrado por dinero. Mas no por el suyo, pues aunque nada le faltaba no era un hombre rico. Su padre, en cambio, lo era». El secuestro como fábrica del miedo y las secuelas tan perentorias que trae a su vera –uno de los fenómenos más aterradores, según dan cuenta los medios, en el mapa centroamericano y con trazas muy hondas en lo cotidiano de Guatemala–, es el meollo en El cojo bueno. Pero mientras en Que me maten si…la historia se desarrolla con vigor y astucia que descansan en un ejercicio de impecable orden narrativo, en aquella, para decirlo con palabras del autor tras «releerse a sí mismo», hay un resultado final donde más se denota que «la influencia o el impulso cinematográfico es demasiado evidente». En esta oportunidad la fic-ción –aparte de «la extraña tesis del perdón que guarda», al decir del propio novelista– proyecta, en la sala oscura del lector, un relato en clave de filme negro –vale recordar El círculo rojo, de Jean-Pierre Melville, con sus lealtades tan escurridizas como rencores tan rancios– y muy particularmente en el instante en que los secues-tradores van a recoger el botín, un espectador

Page 29: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

140

cual Funes el memorioso lograría reencontrar el alto voltaje de las más crispantes secuencias en Heat, de Michael Mann. Dato curioso en la his-toria: Juan Luis, su protagonista, tras sobrevivir a una mutilación incitada por los delincuentes, y amparado en su vocación de escritor, se va con su novia a Tánger. En un restaurante regentado por el peligroso Sefardí, el encuentro con Paul Bowles es mucho más que un gesto de Rodrigo Rey Rosa a su propia vida. Con tales destellos, El cojo bueno expande un eficaz componente a la hora del suspense. Y sin olvido de algo que Sergio González Rodríguez ha expuesto en su muy inquietante y documentado libro de ensayo Campo de guerra, acerca de que en estos tiempos «el mundo emergente es un escenario bélico» y de modo especial la coyuntura centroamericana con México a la cabeza, para subrayar una de las líneas más candentes:

La diferencia entre el hecho acontecido a la víctima y el derecho que la asiste muestra dos realidades opuestas: la primera se vive como una anamorfosis, es decir una imagen, repre-sentación o memoria deforme y confusa, o regular y exacta, según desde dónde o cuándo se la evoque; la segunda se muestra proclive a la simetría. Entre ambas está el umbral en el que lo político funciona como bisagra o punto de ensamble de un conflicto cuya virtualidad es permanente: una herida, una huella, una grieta que, conforme las instituciones son incapaces de atender, se abre cada vez más y nunca se cierra.

La banalidad del mal

Con su cortesía y afecto de siempre, Roberto Fernández Retamar me da un ejemplar de la

revista Casa que le he pedido. Conversamos sobre la Semana que será dedicada a Rodrigo Rey Rosa –a esas alturas esbozaba la versión inicial de esta faena– y recordamos la que tuvo como protagonista al cordial amigo Juan Villoro. Apenas abandono la oficina de la presidencia de la Casa de las Américas, empiezo a leer unos comentarios publicados en la entrega con el título de La segunda sepultura, firmados por Rodrigo Rey Rosa, sobre un viaje reciente al país ixil, en busca de referencias en torno a los trabajos de exhu-mación en los cementerios clandestinos, como si los claustros donde se dilataban las fichas que en El material humano eran el noviciado del precipicio, ahora alcanzaran la delantera en todos los abismos. El recuerdo de Hanna Arendt y su perturbador libro Eichmann en Jerusalén me asalta; su tesis sobre la banalidad del mal se reubica a la hora de La segunda sepultura, al referirse aquí a los aviadores civiles que durante los años de la guerra guatemalteca se ofrecieron voluntariamente para bombardear los poblados campesinos. Lo atroz confirma una página digna de la Historia universal de la infamia: «Si la avioneta había despegado, digamos, a las dos de la tarde, después de dejar caer una docena de bombas hechizas sobre alguna aldea o caserío, a eso de las cinco el piloto podría estar tomando un Cuba libre o un jaibol en el bar del aeroclub o el de un buen hotel en la capital». Así las cosas, me aventuro a trocar Alemania por Guatemala en este fragmento de Hanna Arendt, a favor de una lectura entrecruzada con los testimonios de Rodrigo Rey Rosa en El material humano y La segunda sepultura: «La maquinaria de extermi-nio había sido planeada y perfeccionada en todos sus detalles mucho antes de que los horrores de la guerra se cebaran en la carne de Guatemala,

Page 30: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

141

y la intrincada burocracia de dicha maquinaria funcionaba con la misma infalible precisión en los años de fácil victoria que en aquellos otros de previsible derrota».

Accidente

Un niño es arrollado en una vía central de la ciudad de Guatemala: tal es el punto de partida argumental de Piedras encantadas –la tercera novela de esa «Imitación…» que me lleva tras las huellas de un espejo. Ello se transforma en el toque de una confabulación de corte policial, mantenida a lo largo de su desarrollo con exiguos pero alar-mantes dispositivos, para una incógnita apenas insinuada: ¿quién ha querido matar a Silvestre, un niño belga e hijo adoptivo de Faustino Ba-rrondo, empresario con negocios muy boyantes y relaciones nada transparentes? Más que buscar la verdad –en cuyo pasaje se multiplican las interrogantes, con la aparición de nuevos per-sonajes y expectaciones sucesivas–, el rostro de un país se bosqueja de manera rigurosa. La fehaciente y fotográfica descripción de Ciudad de Guatemala en el inicio, desde el vistazo de su protagonista, Joaquín Casasola –y que sin dudas resulta una de las panorámicas más incisivas que un novelista latinoamericano ha logrado fijar de una gran urbe en la región, solo comparable, por ejemplo, a la visión de Ciudad de México que Carlos Fuentes dispone al entrar en La región más transparente– es una apertura en grande. A partir de ese relámpago, que como un flash atrapa al lector, hay celeridad sin temor de desmayo y agudeza sin fisura de observancia, en pos de una sucinta perfección, a la par de lo implícito en su estructura, características que rigen la exten-sión de Piedras encantadas –que es también el

nombre de las bandas de niños callejeros–, para un muestrario de criaturas que evocan las de algún grabado al aguafuerte de Goya –incluidos los chiquillos–, y particularmente el lenguaraz doctor Vallina, todo un «abogánster» –como allí se considera a los corruptos en tal profesión. Invitar a un paseo que se caracteriza por su vi-gorosa potencia verbal, a través de un contexto feroz y radicalmente alterado, es la propuesta de Rodrigo Rey Rosa, gracias a una novela tan puntual como atrayente, cual escritura que sabe pasear el espejo y mucho más.

Un dragón de Bonaparte

«Océano de barbarie». La expresión, que pare-ce salida de los pasadizos donde se acumula la papelería que alimenta El material humano, no procede de aquella parcela, pero puede ajustarse a ella: tal es el calificativo que el subteniente de dragones Henry Beyle, al borde de la retira-da de Moscú el 19 de octubre de 1812, utiliza para referir el espectáculo que la Grande Ar-meé deja tras su paso. Pero las impresiones más horribles que anota en su Diario el joven oficial al frente de aprovisionamientos de la reserva –como señala Michel Crouzet en su Stendhal–, tienen que ver con «la miseria del ejército, la ás-pera grosería física y, sobre todo, moral». Cuerpo de elite en la caballería pesada, armados con sa-ble, pistola y carabina, tanto en batalla como en patrullaje, los dragones eran punto y aparte en los fastos marciales napoleónicos. Pero pertenecer a aquel cuerpo y su jactancia no le resta ardores de salón a Henry Beyle para ir configurando al futuro Stendhal. Mientras distribuye víveres a las tropas errabundas por las estepas, lleva en su calesa –asediada por los saqueadores que no dan

Page 31: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

142

tregua– unas pocas pertenencias, entre ellas sus papeles, sus pistolas y, ojo, un espejo acolchado entre forraje y gabanes, para que al arribar a Pa-rís, el 31 de enero de 1813, quede colocado en sus aposentos. «Muchos años después…» –como diría otro personaje en lo intrincado del Caribe–, en su apartamento romano del Palazzo Cavalieri, el cónsul monsieur Beyle tiene su espejo en la antecámara. Y quiere viajar al sur, tal como ya había dicho hacía tiempo en su Diario: «Sicilia, si alguna vez puedo conocerla…». Nada impidió que fuera a aquella isla, como sugiere Leonar-do Sciascia, pues a todas luces «el verdadero impedimento era [...] el presentimiento de que nunca iría». Una presunción: evoco a Sciascia en una foto en su casa siciliana, con un espe-jo, muy parecido al que ha aguijoneado estos fragmentos: ¿será el mismo que traía el joven Beyle en su calesa a la huida de Moscú y que luego se llevó a Roma? Y hasta arriesgaría otra intuición: ¿y por qué no pensar que aquel espejo, aunque su dueño no pudo ir a Sicilia, fue a dar a las bodegas de algún anticuario en Palermo y de ahí a la casa de Sciascia, para luego ir a parar a otro anticuario en Ciudad de Guatemala, casi un regalo stendhaliano del escritor siciliano a su lector Rodrigo Rey Rosa?

De caballos, crimen y escritor como testigo

La entrada a la novela debe ser siempre partida en mano –al decir de Amos Oz sobre tal enco-mienda, «los contratos iniciales son unas veces como el juego del escondite y otras se parecen más a una partida de ajedrez. O a un crucigrama. O a una invitación a entrar en un laberinto. O a una travesura». De todo ello hay en esta ocasión:

«A muchos escritores les pasó: en el momento menos pensado un desconocido se aproxima y les dice: Debería usted escribir algo acerca de esto. Generalmente la operación no resulta, pero yo estaba en busca de algún tema para ponerme a escribir y la idea me pareció interesante». Y con tal arranque, llega Caballeriza, pieza maestra en el concierto de su autor.

El cumpleaños de don Guido Carrión, un octogenario patriarca vinculado con la cría de caballos –los negocios ecuestres sin olvido de jinetes nada incautos con amazona incluida y delfines turbulentos–, propicia la llegada del na-rrador junto a su padre a la fiesta que, en una finca cerca del Pacífico oriental, tiene como quid una exhibición de caballos andaluces –la invitación a aquel no es gratuita, tal como advierte su hijo: «En la década de 1960 mi padre, que anda hoy por los ochenta, había traído a Guatemala un se-mental andaluz de la cuadra de Álvaro Domecq». Más adelante, ya instalado en la celebración, el narrador, con efectivo deje irónico, apunta:

Me pareció ver un rasgo positivo en aquel microcosmos de la sociedad guatemalteca en el hecho de que ahí, hermanados por las incli-naciones equinas, parecía que todos olvidaban cordialmente muchas diferencias –de clase, de profesión, de ideología o superstición– que en otras circunstancias habrían impedido que gente tan dispar se congregara de manera festiva. [...] Reconocí a personalidades de la política (dos o tres congresistas, un vicemi-nistro, un exalcalde), de las altas finanzas y de la prensa. Había también finqueros de cepa o por herencias cruzadas, industriales, co-merciantes, vendedores de seguros, médicos, veterinarios y algunos desocupados como yo.

Page 32: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

143

La escena no ofrece dudas de ningún tipo y su descripción no puede estar mejor sazonada: «La escasez de mujeres hacía pensar en una reunión de jeques árabes. Se diría que no llevar una pistola visible al cinto o bajo la axila era una falta de eti-queta –falta que parecía perdonable solo a los más viejos». Y es entonces que la colocación de aquel «desocupado» en el contexto opera como eje de la trama, cuando el heredero del festejado le dice a este: «Es el hijo de Rey Rosa, el textilero. Vino con él a tu fiesta. Te regaló un caballito de barro».

Don Guido, su hijo apodado La Vieja y su nieto Claudio; Bárbara, una inquieta y hermosa alemana con veleidades llaneras; Juventino el anciano palafrenero y su hijo Mincho, el joven caballerizo; y el licenciado Hidalgo, un resba-loso abogado: son siete personajes alrededor de un caballo de cien mil dólares y un establo en llamas, con crimen latente. Como un carrusel que no flaquea en su girar, Caballeriza tiene baza de triunfo en la audaz propuesta de su arquitectura narrativa, pues se trata de una novela que se describe a sí misma en su proceso de construc-ción, a medida que avanzamos en la lectura. Y es que al producirse la aproximación a su final, realmente es el acercamiento al comienzo de su escritura: el licenciado Hidalgo le plantea a Rodrigo Rey Rosa –como juez y parte del relato– lo providencial de escribir una novela sobre la fiesta de cumpleaños de don Guido Carrión y lo allí acontecido. De ese modo, lo que va diciendo el abogado se trasmuta en hilo primordial que conduce al lector a lo largo de lo contado, incluso colaborando con el narrador, pues le proporcio-na los componentes necesarios para que pueda escribir esa novela que él mismo le ha sugerido. Es el propio autor quien ha advertido: «En Ca-

balleriza, la peripecia es ficticia, pero algunos de los acontecimientos narrados ocurrieron, aunque en diferentes momentos y lugares que en mi obra, en la que he hecho una síntesis de todos ellos para dar una sensación de historia orgánica». Con precisión y elegancia como atributos de fac-tura, Caballeriza tiene una fascinación peculiar. Considerarla, al decir de su autor, «más en clave de farsa que como novela negra», apunta a una representación: la del novelista que despliega en escena lo más granado de su oficio.

Y el espejo en Ciudad de Guatemala

Es el de Stendhal: sí. Y habitó en la morada de Sciascia allá en Racalmuto. Y ahora mismo está en una casa en Ciudad de Guatemala. Espejo viajero de los novelistas que no reposan a lo largo del camino y en él llevan su santo y seña, olor a tinta sobre el papel, réplica en pantalla de computadora: atrapa las imágenes en movimien-to y las mantiene cautivas, para luego devol-verlas en las palabras que edifican cada novela cuando se abre la puerta y ascendemos peldaño a peldaño. Ahí está «Imitación de Guatemala» para corroborarlo: el novelista que no concluye al borde de todo riesgo en uso de sus libertades, misionero de una orden que viene desde algún lugar de La Mancha hasta nuestros días, legatario y continuador de otros que llevaron el espejo a cada paso. Ya en lo alto de la escalera, solo queda deslizarse al otro lado: allí aguarda Rodrigo Rey Rosa con esas poderosas historias que, en el fiel de una vocación cumplida, engalanan con creces la ventura de la ficción.

Holguín, noviembre de 2015

Page 33: SEMANA DE RODRIGO REY ROSA · 2020. 7. 30. · 112 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro,

144

Los fragmentos citados han sido tomados de:

Arendt, Hannah: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Editorial Lumen, 2000.

Echevarría, Ignacio: «El realismo mágico siem-pre me dio sueño». Entrevista a Rodrigo Rey Rosa, en Desvíos, Santiago de Chile, Edicio-nes Universidad Diego Portales, 2014.

González Rodríguez, Sergio: Campo de guerra, Premio Anagrama de Ensayo, Barcelona, Editorial Anagrama, 2014.

Oña Álava, Sebastián: «¿Quién quiere leer pura fanta-sía?». Entrevista a Rodrigo Rey Rosa, en Pilquen, No. 15, diciembre de 2012, <www.scielo.org.ar>.

Oz, Amos: La historia continúa, Madrid, Edi-ciones Siruela, 2007.

Popol Vuh, México, Fondo de Cultura Econó-mica, 1979.

Rey Rosa, Rodrigo: El cuchillo del mendigo / El agua quieta, Barcelona, Seix Barral, 1992.

------------------: «En “Caballeriza” la peripecia es ficticia, los hechos no», agencia EFE, 12 de mayo de 2006.

------------------: Imitación de Guatemala, Madrid, Alfaguara, 2013.

------------------: La segunda sepultura, Casa de las Américas, No. 278, La Habana, enero-marzo de 2015.

Ríos, Carlos: «Los márgenes de la fabulación se hacen más estrechos». Entrevista a Rodrigo Rey Rosa en <www.bazaramericano.com>.

Rodríguez Marcos, Javier: Violencia y reden-ción. Entrevista a Rodrigo Rey Rosa, Babelia, suplemento cultural, El País, Madrid, 15 de septiembre de 2012.

Sciascia, Leonardo: Adorable Stendhal, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2005. c

Fernando Krahn, Chile. S/t, s/f.Tinta/papel, 36 x 25 cm