selección de textos de literatura argentina (s. xix)
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1
º
Prof. RODRIGO VILLALBA ROJAS
Amenaza de un mazorquero y degollador de los sitia dores de Montevideo dirigida al
gaucho Jacinto Cielo gacetero y soldado de la Legión Argentina, defensora de aquella
plaza.
Mira, gaucho salvajón, que no pierdo la esperanza,
y no es chanza, de hacerte probar qué cosa es Tin tin y Refalosa. Ahora te diré como es: escuchá y no te asustes; que para ustedes es canto más triste que un viernes santo. Unitario que agarramos
lo estiramos; o paradito nomás,
por atrás, lo amarran los compañeros
por supuesto, mazorqueros, y ligao
con un maniador1 doblao, ya queda codo con codo y desnudito ante todo.
¡Salvajón! Aquí empieza su aflición. Luego después a los pieses un sobeo2 en tres dobleces
se le atraca,
1 Maniador: tira de cuero sobado, la cual sirve para atar el caballo al palenque o a la estaca. 2 Sobeo: soga de cuero pelado y torcido.
2
y queda como una estaca lindamente asigurao,
y parao lo tenemos clamoriando; y como medio chanciando
lo pinchamos, y lo que grita, cantamos la refalosa y tin tin,
sin violin. Pero seguimos el son en la vaina del latón,
que asentamos; el cuchillo, y lo tantiamos con las uñas el cogote. ¡Brinca el salvaje vilote3
que da risa! Cuando algunos en camisa se empiezan a revolcar,
y a llorar, que es lo que más nos divierte;
de igual suerte que al Presidente le agrada, y larga la carcajada
de alegría, al oír la musiquería y la broma que le damos al salvaje que amarramos.
Finalmente: cuando creemos conveniente, después que nos divertimos grandemente, decidimos
que al salvaje el resuello se le ataje;
y a derechas lo agarra uno de las mechas,
mientras otro lo sujeta como a potro
de las patas, que si se mueve es a gatas.
Entretanto, nos clama por cuanto santo
tiene el cielo; pero ahí nomás por consuelo
a su queja: abajito de la oreja, con un puñal bien templao
y afilao, que se llama el quita penas, le atravesamos las venas
del pescuezo.
3 Cobarde, vil.
¿Y que se le hace con eso? larga sangre que es un gusto,
y del susto entra a revolver los ojos.
¡Ah, hombres flojos!
hemos visto algunos de estos que se muerden y hacen gestos,
y visajes que se pelan los salvajes, largando tamaña lengua; y entre nosotros no es mengua
el besarlo, para medio contentarlo.
¡Que jarana!
nos reímos de buena gana y muy mucho,
de ver que hasta les da chucho; y entonces lo desatamos
y soltamos; y lo sabemos parar para verlo refa-lar
¡en la sangre! hasta que le da un calambre y se cai a patalear,
y a temblar muy fiero, hasta que se estira el salvaje; y, lo que espira,
le sacamos una lonja que apreciamos
el sobarla, y de manea gastarla. De ahí se le cortan orejas, barba, patilla y cejas;
y pelao lo dejamos arrumbao, para que engorde algún chancho,
o carancho.
……..………………………………….. Con que ya ves, Salvajón; nadita te ha de pasar después de hacerte gritar: ¡Viva la Federación!
3
JOSÉ HERNÁNDEZ
Martín Fierro, soldado de frontera, narra
la vida en los fortines, asentamientos mili-
tares desde los cuales se protegía de los
indios a los campesinos.
III
A naides le dieron armas,
pues toditas las que había
el coronel las tenía,
según dijo esa ocasión,
pa repartirlas el día
en que hubiera una invasión.
[…]
¡Y qué indios, ni qué servicio,
si allí no había ni cuartel!
Nos mandaba el coronel
a trabajar en sus chacras,
y dejábamos las vacas
que las llevara el infiel.
[…]
Más de un año nos tuvieron
en esos trabajos duros,
y los indios, le asiguro,
dentraban cuando querían:
como no los perseguían
siempre andaban sin apuro.
A veces decía al volver
del campo la descubierta
que estuviéramos alerta,
que andaba adentro la indiada;
porque había una rastrillada
o estaba una yegua muerta.
Recién entonces salía
la orden de hacer la riunión,
y cáibamos al cantón
en pelos y hasta enancaos,
sin armas, cuatro pelaos
que íbamos a hacer jabón.
[…]
Daban entonces las armas
pa defender los cantones,
que eran lanzas y latones
con ataduras de tiento...
Las de juego no las cuento,
porque no había municiones.
Y chamuscao un sargento
me contó que las tenían,
pero que ellos las vendían
para cazar avestruces;
y ansí andaban noche y día
déle bala a los ñanduces.
Y cuando se iban los indios
con los que habían manotiao,
salíamos muy apuraos
a perseguirlos de atrás;
si no se llevaban más
es porque no habían hallao.
Allí sí se ven desgracias
y lágrimas y afliciones,
naides le pida perdones
al indio, pues donde dentra
roba y mata cuanto encuentra
y quema las poblaciones.
No salvan de su juror
ni los pobres angelitos:
viejos, mozos y chiquitos
los mata del mesmo modo;
que el indio lo arregla todo
con la lanza y con gritos.
Tiemblan las carnes al verlo
volando al viento la cerda,
4
la rienda en la mano izquierda
y la lanza en la derecha;
ande enderieza abre brecha
pues no hay lanzazo que pierda.
Hace trotiadas tremendas
dende el fondo del desierto;
ansí llega medio muerto
de hambre, de sé y de fatiga;
pero el indio es una hormiga
que día y noche esta despierto.
Sabe manejar las bolas
como naides las maneja,
cuanto el contrario se aleja
manda una bola perdida,
y si lo alcanza, sin vida
es siguro que lo deja.
Y el indio es como tortuga
de duro para espichar;
si lo llega a destripar
ni siquiera se le encoge:
luego sus tripas recoge
y se agacha a disparar.
Hacían el robo a su gusto
y después se iban de arriba,
se llevaban las cautivas
y nos contaban que a veces
les descarnaban los pieses
a las pobrecitas, vivas.
¡Ah, si partía el corazón
ver tantos males, canejo!
Los perseguíamos de lejos
sin poder ni galopiar.
¡Y qué habíamos de alcanzar
en unos bichocos viejos!
Nos volvíamos al cantón
a las dos o tres jornadas
sembrando las caballadas;
y pa que alguno la venda,
rejuntábamos la hacienda
que habían dejao resagada.
Una vez entre otras muchas,
tanto salir al botón,
nos pegaron un malón
los indios y una lanciada,
que la gente acobardada
quedó dende esa ocasión.
Habían estao escondidos
aguaitando atrás de un cerro.
¡Lo viera a su amigo Fierro
aflojar como un blandito!
Salieron como máiz frito
en cuanto sonó un cencerro.
Al punto nos dispusimos
aunque ellos eran bastantes;
la formamos al istante
nuestra gente, que era poca;
y golpiándose en la boca
hicieron fila adelante.
Se vinieron en tropel
haciendo temblar la tierra.
No soy manco pa la guerra
pero tuve mi jabón,
pues iba en un redomón
que había boliao en la sierra.
¡Qué vocerío, qué barullo,
qué apurar esa carrera!
La indiada todita entera
dando alaridos cargó.
¡Jue pucha!... y ya nos sacó
como yeguada matrera.
¡Qué fletes traiban los bárbaros,
como una luz de ligeros!
Hicieron el entrevero
y en aquella mezcolanza,
éste quiero, éste no quiero,
nos escogían con la lanza.
Al que le daban un chuzaso
dificultoso es que sane:
en fin, para no echar panes
salimos por esas lomas
lo mesmo que las palomas
al juir de los gavilanes.
Es de almirar la destreza
con que la lanza manejan.
De perseguir nunca dejan,
y nos traiban apretaos.
¡Si queríamos, de apuraos,
salirnos por las orejas!
5
III
[…]
El indio pasa la vida
Robando ó echao de panza;
La única ley es la lanza
A que se ha de someter;
Lo que le falta en saber
Lo suple con desconfianza.
Fuera cosa de engarzarlo
A un indio caritativo;
Es duro con el cautivo,
Le dan un trato horroroso;
Es astuto y receloso,
Es audaz y vengativo.
[...]
IV
Antes de aclarar el dia
Empieza el indio a aturdir
La pampa con su rugir,
Y en alguna madrugada,
Sin que sintieramos nada
Se largaban a invadir.
Primero entierran las prendas
En cuevas como peludos;
Y aquellos indios cerdudos
Siempre llenos de recelos,
En los caballos en pelos
Se vienen medio desnudos.
Para pegar el malon
El mejor flete procuran;
Y como es su arma segura
Vienen con la lanza sola,
Y varios pares de bolas
Atados a la cintura.
[…]
Caminan entre tinieblas
Con un cerco bien formao;
Lo estrechan con gran cuidao
Y agarran al aclarar
Ñanduces, gamas, venaos;
Cuanto ha podido dentrar.
Su señal es un humito
Que se eleva muy arriba;
Y no hay quien no lo aperciba
Con esa vista que tienen;
De todas partes se vienen
A engrosar la comitiva.
Ansina se van juntando,
Hasta hacer esas riuniones
Que cain en las invasiones
En número tan crecido;
Para formarla han salido
De los últimos rincones.
Es guerra cruel la del indio
Porque viene como fiera;
Atropella donde quiera
Y de asolar no se cansa;
De su pingo y de su lanza
Toda salvacion espera.
Debe atarse bien la faja
Quien aguardarlo se atreva;
Siempre mala intención lleva,
Y como tiene alma grande
No hay plegaria que lo ablande
Ni dolor que lo conmueva.
Odia de muerte al cristiano,
Hace guerra sin cuartel;
Para matar es sin yel,
Es fiero de condicion;
No golpea la compasion
En el pecho del infiel.
Tiene la vista del águila,
Del leon la temeridá;
En el desierto no habrá
Animal que él no lo entienda;
Ni fiera de que no aprienda
Un istinto de crueldá.
Es tenaz en su barbarie,
No esperen verlo cambiar,
El deseo de mejorar
En su rudeza no cabe;
El bárbaro solo sabe
Emborracharse y peliar.
El indio nunca se ríe
Y el pretenderlo es en vano,
6
Ni cuando festeja ufano
El triunfo en sus correrías,
La risa en sus alegrías
Le pertenece al cristiano.
Se cruzan por el desierto
Como un animal feroz;
Dan cada alarido atroz
Que hace erizar los cabellos,
Parece que a todos ellos
Los ha maldecido Dios.
Todo el peso del trabajo
Lo dejan a las mujeres;
El indio es indio y no quiere
Apiar de su condición,
Ha nacido indio ladron
Y como indio ladron muere.
El que envenenan sus armas
Les mandan sus hechiceras;
Y como ni a Dios veneran
Nada a los pampas contiene;
Hasta los nombres que tienen
Son de animales y fieras.
Y son, por ¡Cristo bendito!
Lo más desaciaos del mundo;
Esos indios vagabundos
Con repunancia me acuerdo,
Viven lo mesmo que el cerdo
En esos toldos inmundos.
Naides puede imaginar
Una miseria mayor;
Su pobreza causa horror;
No sabe aquel indio bruto
Que la tierra no dá fruto
Sino la riega el sudor.
V
Aquel desierto se agita
Cuando la invasión regresa;
Llevan miles de cabezas
De vacuno y yeguarizo,
Pa no aflijirse es preciso
Tener bastante firmeza.
[…]
Vuelven las chinas cargadas
Con las prendas en montón;
Aflije esa destrucion;
Acomodaos en cargueros
Llevan negocios enteros
Que han saquiao en la invasión.
Su pretensión es robar,
No quedar en el pantano;
Viene a tierra de cristianos
Como furia del infierno;
No se llevan al gobierno
Porque no lo hallan a mano.
Vuelven locos de contento
Cuando han venido a la fija;
Antes que ninguno elija
Empiezan con todo empeño,
Como dijo un santiagueño,
A hacerse la repartija.
Se reparten el botín
Con igualdá, sin malicia;
No muestra el indio codicia,
Ninguna falta comete;
solo en eso se somete
A una regla de justicia.
Y cada cual con lo suyo
A sus toldos enderiesa;
Luego la matanza empieza
Tan sin razon ni motivo,
Que no queda animal vivo
De esos miles de cabezas.
Y satisfecho el salvage
De que su oficio ha cumplido
Lo pasa por ay tendido
Volviendo a su haraganiar;
Y entra la china a cueriar
Con un afan desmedido.
A veces a tierra adentro
Algunas puntas se llevan,
Pero hay pocos que se atrevan
A hacer esas incursiones,
Porque otros indios ladrones
Les suelen pelar la breva.
Pero pienso que los pampas
Deben de ser los más rudos;
Aunque andan medio desnudos
Ni su conveniencia entienden,
Por una vaca que venden
Quinientas matan al ñudo.
[…]
7
VII
[…]
Sin saber que hacer de mí
Y entregado a mi aflicción,
Estando allí una ocasión
Del lado que venía el viento
Oí unos tristes lamentos
Que llamaron mi atención.
No son raros los quejidos
En los toldos del salvaje,
Pues aquel es vandalaje
Donde no se arregla nada
Sinó a lanza y puñalada,
A bolazos y a coraje.
No precisa juramento,
Deben crerle a Martín Fierro:
He visto en ese destierro
A un salvaje que se irrita,
Degollar una chinita
Y tirársela a los perros.
[…]
Quise curiosiar los llantos
Que llegaban hasta mí;
Al punto me dirigí
Al lugar de ande venían.
¡Me horroriza todavía
El cuadro que descubrí!
Era una infeliz mujer
Que estaba de sangre llena,
Y como una Madalena
Lloraba con toda gana;
Conocí que era cristiana
Y esto me dio mayor pena.
Cauteloso me acerqué
A un indio que estaba al lao,
Porque el pampa es desconfiao
Siempre de todo cristiano,
Y vi que tenía en la mano
El rebenque ensangrentao.
VIII
Más tarde supe por ella,
De manera positiva,
Que dentró una comitiva
De pampas a su partido,
Mataron a su marido
Y la llevaron cautiva.
En tan dura servidumbre
Hacían dos años que estaba;
Un hijito que llevaba
A su lado lo tenía;
La china la aborrecía
Tratándolá como esclava.
Deseaba para escaparse
Hacer una tentativa,
Pues a la infeliz cautiva
Naides la va a redimir,
Y allí tiene que sufrir
El tormento mientras viva.
Aquella china perversa
Dende el punto que llegó,
Crueldá y orgullo mostró
Porque el indio era valiente;
Usaba un collar de dientes
De cristianos que él mató.
La mandaba trabajar,
Poniendo cerca a su hijito,
Tiritando y dando gritos
Por la mañana temprano,
Atado de pies y manos
Lo mesmo que un corderito.
Ansí le imponía tarea
De juntar leña y sembrar
Viendo a su hijito llorar;
Y hasta que no terminaba,
La china no la dejaba
Que le diera de mamar.
Cuando no tenían trabajo
La emprestaban a otra china.
“Naides, decía, se imagina
Ni es capaz de presumir
Cuánto tiene que sufrir
La infeliz que está cautiva”.
Si ven crecido a su hijito,
Como de piedá no entienden,
Y a súplicas nunca atienden,
Cuando no es éste es el otro,
Se lo quitan y lo venden
O lo cambian por un potro.
8
En la crianza de los suyos
Son bárbaros por demás;
No lo había visto jamás:
En una tabla los atan,
Los crían ansi, y les achatan
La cabeza por detrás.
Aunque esto parezca estraño
Ninguno lo ponga en duda:
Entre aquella gente ruda,
En su bárbara torpeza,
Es gala que la cabeza
Se les forme puntiaguda.
Aquella china malvada
Que tanto la aborrecía,
Empezó a decir un día,
Porque falleció una hermana,
Que sin duda la cristiana
Le había echado brujería.
El Indio la sacó al campo
Y la empezó a amenazar;
Que le había de confesar
Si la brujería era cierta;
O que la iba a castigar
Hasta que quedara muerta.
Llora la pobre afligida,
Pero el indio, en su rigor,
Le arrebató con furor
Al hijo de entre sus brazos,
Y del primer rebencazo
La hizo crujir de dolor.
Que aquel salvaje tan cruel
Azotándola seguía;
Más y más se enfurecía
Cuanto más la castigaba,
Y la infeliz se atajaba
Los golpes como podía.
Que le gritó muy furioso:
“Confechando no querés”;
La dio vuelta de un revés,
Y por colmar su amargura,
A su tierna criatura
Se la degolló a los pies.
“Es incréible, me decía,
Que tanta fiereza esista;
No habrá madre que resista;
Aquel salvaje inclemente
Cometió tranquilamente
Aquel crimen a mi vista”.
Esos horrores tremendos
No los inventa el cristiano:
“Ese bárbaro inhumano”,
Sollozando me lo dijo,
“Me amarró luego las manos
Con las tripitas de mi hijo”.
IX
De ella fueron los lamentos Que en mi soledá escuché: En cuanto al punto llegué, Quedé enterado de todo: Al mirarla de aquel modo Ni un instante tutubié. Toda cubierta de sangre Aquella infeliz cautiva, Tenia dende abajo arriba Las marcas de los lazazos: Sus trapos echos pedazos Mostraban la carne viva. Alzó los ojos al cielo En sus lágrimas bañada; Tenía las manos atadas; Su tormento estaba claro; Y me clavó una mirada Como pidiéndome amparo. Yo no sé lo que pasó En mi pecho en ese instante; Estaba el indio arrogante Con una cara feroz: Para entendernos los dos La mirada fué bastante. Pegó un brinco como gato Y me ganó la distancia, Aprovechó esa distancia Como fiera cazadora: Desató las boliadoras Y aguardó con vigilancia. Aunque yo iba de curioso Y no por buscar contienda, Al pingo le até la rienda, Eché mano dende luego A éste que no yerra juego, Y ya se armó la tremenda.
9
El peligro en que me hallaba Al momento conocí; Nos mantuvimos ansí, Me miraba y lo miraba: Yo al indio le desconfiaba, Y él me desconfiaba a mí. Se debe ser precavido Cuando el indio se agazape: En esa postura el tape Vale por cuatro o por cinco; Como el tigre es para el brinco Y fácil que a uno lo atrape. Peligro era atropellar Y era peligro el juir, Y más peligro seguir Esperando de ese modo, Pues otros podían venir Y carniarme allí entre todos. […] En tamaña incertidumbre, En trance tan apurado, No podía por de contado Escarparme de otra suerte, Sino dando al indio muerte O quedando alli estirado. Y como el tiempo pasaba Y aquel asunto me urgía, Viendo que él no se movía Me juí medio de soslayo Como a agarrarle el caballo, A ver si se me venía. Ansí jué, no aguardó más Y me atropelló el salvaje; Es preciso que se ataje Quien con el indio pelee; El miedo de verse a pie Aumentaba su coraje. En la dentrada no más Me largó un par de bolazos; Uno me tocó en un brazo; Si me da bien, me lo quiebra, Pues las bolas son de piedra Y vienen como balazo.
A la primer puñalada El pampa se hizo un ovillo; Era el salvaje más pillo Que he visto en mis correrías, Y, a más de las picardías, Arisco para el cuchillo. Las bolas las manejaba Aquel bruto con destreza; Las recogía con presteza Y me las volvía a largar, Haciéndomelas silbar Arriba de la cabeza. Aquel indio, como todos, Era cauteloso... ¡ahijuna! Ahí me valió la fortuna De que peliando se apotra Me amenazaba con una Y me largaba con otra. Me sucedió una desgracia En aquel percance amargo; En momento que lo cargo Y que él reculando va, Me enredé en el chiripá Y caí tirao largo a largo. Ni pa enconmendarme a Dios Tiempo el salvaje me dió; Cuanto en el suelo me vió Me saltó con ligereza: Juntito de la cabeza El bolazo retumbó. Ni por respeto al cuchillo Dejó el indio de apretarme; Allí pretende ultimarme Sin dejarme levantar, Y no me daba lugar Ni siquiera a enderezarme. De balde quiero moverme: Aquel indio no me suelta. Como persona resuelta Toda mi juerza ejecuto, Pero abajo de aquel bruto No podía ni darme güelta.
10
UNA EXCURSIÓN A LOS INDIOS RANQUELES
El Coronel Mansilla llega al encuentro del cacique Mariano Rosas, poblador
de tierras cordobesas.
Todos los bárbaros son iguales; ni les gus-
ta confesar que no han visto antes ciertas
cosas, cuando éstas llaman su atención; ni
que los que penetran sus guaridas, hallen
raro lo que en ellas ven.
En el Río Cuarto yo me solía divertir mos-
trándoles a los indios un reloj de sobremesa,
que tenía despertador, un barómetro, una
aguja de marear óptica, un teodolito y un
anteojo.
Miraban y miraban con intensa ojeada los
objetos, y como quien dice: eso no llama tanto
como usted cree mi atención, me decían: "Allá
en Tierra Adentro mucho lindo teniendo".
Un indio, que debía ser algo como paje del
cacique, habló con Mariano Rosas, y en se-
guida con Caniupán, mi inseparable campa-
ñero. Éste a su turno habló con Mora, mi len-
guaraz; siguiendo la usanza, me dijo:
–Señor, dice el general Mariano que ya lo
va a recibir; que quiere darle la mano y abra-
zarlo; que se dé la mano con sus capitanejos y
se abrace también con ellos, para que en todo
tiempo lo conozcan y lo miren como amigo, al
hombre que les hace el favor de visitarlos,
poniendo en ellos tanta confianza.
Pasando por los mismos trámites, fue des-
pachado el mensajero con un recadito muy
afectuoso y cordial.
Mora volvió a conversar con Caniupán, y
me dijo después:
–Señor, dice Caniupán que ya puede ade-
lantarse a darle la mano al general Mariano;
que haga con él y con los demás que salude,
lo mismo que ellos hagan con usted .
–¿Y qué diablos van a hacer conmigo? –le
pregunté.
–Nada, mi coronel, cosas de los indios, así
es en esta tierra –me contestó.
–Supongo que no será alguna barbaridad –
agregué.
–No, señor; es que han de querer tratarlo
con cariño; porque están muy contentos de
verlo y medio achumados –repuso.
–Pero, poco más o menos, ¿qué me van a
hacer? –proseguí.
–Es que han de querer abrazarlo y cargarlo
–respondió.
–Pues si no es más que eso –murmuré para
mis adentros–, no hay que alarmarse –y como
cuando grita uno a los que acaudilla en un
instante supremo, ¡adelante! ¡adelante! ¡caba-
lleros! –dije mirando a mis oficiales y a los dos
franciscanos, que estaban hechos unas pas-
cuas, sonriéndose con cuantos los miraban–:
Vamos a saludar a Mariano.
Avancé, me siguieron, llegamos a tiro de
apretón de manos del Cacique y comenzó el
saludo.
Mariano Rosas me alargaba la mano dere-
cha, se la estreché.
Me la sacudió con fuerza, se la sacudí.
Me abrazó cruzándome los brazos por el
hombro izquierdo, lo abracé.
Me abrazó cruzándome los brazos por el
hombro derecho, lo abracé.
Me cargó y me suspendió vigorosamente,
dando un grito estentóreo; lo cargué y sus-
pendí, dando un grito igual.
Los concurrentes, a cada una de estas
operaciones, golpeándose la boca abierta con
la mano y poniendo a prueba sus pulmones,
gritaban: ¡¡¡aaaaaaaa!!!
Después que me saludé con Mariano, un
indio, especie de maestro de ceremonias, me
presentó a Epumer.
Nos hicimos lo mismo que con su hermano
en medio de incesantes y atronadores
¡¡¡aaaaaaaaaaaaa!!!
Luego vino Relmo, igual escena a la ante-
rior: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaa!!! En seguida Ca-
yupán,lo mismo: ¡¡¡aaaaaaaaaa!!!
En pos de éste, Melideo (alias) cuatro ra-
tones, indio sólido como una piedra, de regu-
lar estatura; pero panzudo, gordo, pesado.
Aquí fueron los apuros para cargarlo y sus-
penderlo.
Mis brazos lo abarcaban apenas; hice un
esfuerzo, el amor propio de hombre forzudo
11
estaba comprometido, no alcanzarlo me pare-
cía hasta desdoroso para los cristianos; redo-
blé el esfuerzo y mi tentativa fue coronada
por el éxito más completo, como lo probaron
los ¡¡¡aaaaaaaaaaaa!!! dados esta vez con más
ganas y prolongados más que los anteriores.
Aquello fue pasaje de comedia, casi reven-
té, casi se me salieron los pulmones, porque
esto de tener que dar un grito que haga es-
tremecer la tierra al mismo tiempo que el
cuerpo se encorva, haciendo un gran esfuerzo
para levantar del suelo un peso mayor que el
de uno mismo, es asunto serio del punto de
vista de la fisiología orgánica; pero que más
que a todo se presta a la risa. […]
¡Ah, si aquello se hubiera concluido con el
abrazo de Melideo! ¡Pero qué! Después de
Melideo vinieron otros y otros capitanejos;
después de éstos varios indios de importan-
cia; por conclusión, la chusma ranquelina y
cristiana.
No se oía más que la resonación producida
por la repercusión de los continuados gritos
¡¡¡aaaaaaa!!
Yo sudaba la gota gorda, mi voz estaba
ronca como el eco de un gallo en frígida ma-
ñana de julio, mis fuerzas agotadas.
Se me figuraba que la atmósfera tenía mil
grados sobre cero, que no era transparente,
sino densa, como para cortarla en tajadas,
pesaba sobre mí como una plancha de hierro.
No me moría de calor, de cansancio, de
tanto gritar, porque Alá es grande, y nos sos-
tiene y nos da energía, física y moral cuando
habemos menester de ella, ¡tal es de bueno!
Mientras yo pasaba revista de aquellos
bárbaros, me acordaba del dicho de Alcibía-
des: A donde fueres, haz lo que vieres, y ru-
miaba: ¡Te había de haber traído a visitar los
ranqueles!
Al mejor se la doy, a abrazar cuatro veces,
cargar y suspender otras tantas a cualquiera,
gritando como un marrano
¡¡¡aaaaaaaaaaaa!!!, no es cosa.
Pero cuando ese cualquiera llega a pesar
nueve arrobas, tanto como Melideo; pero
cuando hay que repetir la misma operación
muscular y pulmonar ochenta o cien veces, el
ejercicio es grave, y puede darle a uno títulos
suficientes para ocupar algún día en el mau-
soleo de la posteridad un lugar preferente
entre los gladiadores o luchadores del siglo
XIX.
Por algo me había de hacer célebre yo,
aunque las olas del tiempo se tragan tantas
reputaciones. […]
Muy cerca de una hora tardamos en abra-
zos, salutaciones y demás actos de cortesanía
indiana.
Con el último indio que yo saludé, abracé y
cargué gritando lo más fuerte que mis gasta-
dos pulmones lo permitieron
¡¡¡aaaaaaaaaaaa!!! se oyeron los postreros
hurras y vítores de la multitud, que no tardó
en desparramarse montando la mayor parte a
caballo, entregándose a los regocijos ecues-
tres de la tierra, como carreras, rayadas ,
pechadas y piruetas de toda clase, por fin.
Yo estaba orgulloso, contento de mí mis-
mo, como si hubiera puesto una pica en Flan-
des, no sólo por la energía y fortaleza de que
había dado pruebas incontestables y señala-
das, sino porque ciertas frases que oía vagar
por la atmósfera hacían llegar hasta mi con-
ciencia el convencimiento de que aquellos
bárbaros admiraban por primera vez en el
hombre culto y civilizado, en el cristiano re-
presentado por mí, la potencia física, dote
natural que ellos ejercitan y que tanto envi-
dian y respetan. De vez en cuando llegaban a
mis oídos estos ecos: "Ese coronel Mansilla
muy toro; ese coronel Mansilla cargando; ese
coronel Mansilla lindo".
Y esto diciendo, un sinnúmero de curiosos
se acercaban a mí, hasta estrecharme y no
dejarme mover del sitio. Mirábanme de arriba
abajo, la cara, el cuerpo, la ropa, el puñal de
oro y plata que llevaba en el costado, mos-
trando su cabo cincelado, las botas granade-
ras, la cadena del reloj y los perendengues
que pendían de ella; todo, todo cuanto llama-
ba por su hechura o color la atención. Y des-
pués de mirarme bien, me decían alargándo-
me la mano:
–Ese coronel, dando la mano, amigo. –Y no
sólo me daban la mano, sino que me abraza-
ban y me besaban, con sus bocas sucias, ba-
bosas, alcohólicas, pintadas.
Idénticas demostraciones hacían con los
oficiales, con los asistentes y con los francis-
canos. Varias chinas y mujeres blancas cris-
tianizadas, por no decir cristianas, se acerca-
ban a éstos, se arrodillaban, y tomándoles los
cordones les decían: "La bendición, mi pa-
dre". De veras, aquel recogimiento, aquel
respeto primitivo me enterneció. ¡Qué cosa
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tan grande es la religión, cómo consuela, con-
forta y eleva el espíritu!
Los franciscanos dieron algunas bendicio-
nes, y a poca costa hicieron felices a unas
cuantas ovejas descarriadas o arrebatadas a
la grey. El contento era general, ¡qué digo!,
¡universal!
Nadie, y eso que había muchísima gente
achumada, nos faltó al respeto en lo más mí-
nimo. Al contrario, caciques y capitanejos,
indios de importancia y chusma, cristianos
aislados y cautivos, todos, todos nos trataban
con la más completa finura araucana. Fran-
camente, nos indemnizaban con réditos de los
malos ratos, hambrunas, detenciones e imper-
tinencias del camino.
¿Qué más podían hacer aquellos bárbaros,
sino lo que hacían?
¿Les hemos enseñado algo nosotros, que
revele la disposición generosa, humanitaria,
cristiana de los gobiernos que rigen los desti-
nos sociales? Nos roban, nos cautivan, nos
incendian las poblaciones, es cierto. ¿Pero
qué han de hacer, si no tienen hábito de tra-
bajo? ¿Los primeros albores de la humanidad
presentan acaso otro cuadro? ¿Qué era Roma
un día? Una gavilla de bandoleros, rapaces,
sanguinarios, crueles, traidores.
¿Y entonces, qué tiene que decir nuestra
decantada civilización? Quejarnos de que los
indios nos asuelen, es lo mismo que quejarnos
de que los gauchos sean ignorantes, viciosos,
atrasados.
¿A quién la culpa, sino a nosotros mismos?
[…] Tanto que declamamos sobre nuestra
sabiduría, tanto que leemos y estudiamos, ¿y
para qué?
Para despreciar a un pobre indio, llamán-
dole bárbaro, salvaje; para pedir su extermi-
nio, porque su sangre, su raza, sus instintos,
sus aptitudes no son susceptibles de asimilar-
se con nuestra civilización empírica, que se
dice humanitaria, recta y justiciera, aunque
hace morir a hierro al que a hierro mata, y se
ensangrenta por cuestión de amor propio, de
avaricia, de engrandecimiento, de orgullo,
que para todos nos presenta en nombre del
derecho el filo de una espada, en una palabra,
que mantiene la pena del talión porque si yo
mato me matan; que en definitiva, lo que más
respeta es la fuerza, desde que cualquier ído-
lo de las batallas o del dinero es capaz de
hacer inclinar de su lado la balanza de la jus-
ticia.
¡Ah! Mientras tanto, el bárbaro, el salvaje,
el indio ese, que rechazamos y despreciamos,
como si todos no derivásemos de un tronco
común, como si la planta hombre no fuese
única en su especie, el día menos pensado nos
prueba que somos muy altaneros, que vivimos
en la ignorancia, de una vanidad descomunal,
irritante, que ha penetrado en la oscuridad
nebulosa de los cielos con el telescopio, que
ha suprimido las distancias por medio de la
electricidad y del vapor, que volará mañana,
quizá, convenido; pero que no destruirá ja-
más, hasta aniquilarla una simple partícula de
la materia, ni le arrancará al hombre los se-
cretos recónditos del corazón.
[…]
Los indios no son sanguinarios ni feroces;
prueba de ello es que jamás sacrifican a los
manes de sus muertos víctimas humanas.
Matan a las viejas, es cierto; pero lo hacen
porque las creen poseídas de Satanás. Y al
final, no es tanto lo que se pierde, dirán algu-
nos.
Hablando seriamente, hay una verdad des-
consoladora que consignar, que ciertos cris-
tianos refugiados entre los indios son peores
que ellos.
Conozco uno que queriendo sobresalir por
su ferocidad, tuvo la barbarie de hacer un
sacrificio humano en holocausto a un miem-
bro de su familia: Bargas es un bandido cor-
dobés, vive en Tierra Adentro, no sé por qué
crímenes, está casado con varias mujeres y su
vida es la de un indio, por no decir peor. Mu-
rió uno de sus hijos. Pues bien, este malvado,
fingiendo que participaba de la preocupación
vulgar de la creencia que hace enterrar al
muerto con su caballo de predilección, para
que en la tierra donde resucite tenga en qué
andar, le inmoló a su hijo un cautivito de ocho
años, enterrándolo vivo con él, para que tu-
viese quien le sirviera de peón.
Por lo que dejo relatado, se ve que los cau-
tivos son considerados entre los indios como
cosas. Calcúlese cuál será su condición. La
más triste y desgraciada.
Lo mismo es el adulto que el adolescente,
el niño que la niña, el blanco que el negro;
todos son iguales los primeros tiempos, hasta
que inspirando confianza plena se hacen que-
rer.
Con rarísimas excepciones, los primeros
tiempos que pasan entre los bárbaros son una
verdadera viacrucis de mortificaciones y dolo-
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res. Deben lavar, cocinar, cortar leña en el
bosque con las manos, hacer corrales, domar
los potros, cuidar los ganados y servir de ins-
trumento para los placeres brutales de la
concupiscencia.
¡Ay de los que se resisten!
Los matan a azotes o a bolazos.
La humildad y la resignación es el único
recurso que les queda.
Y, sin embargo, yo he conocido mujeres
heroicas, que se negaron a dejarse envilecer,
cuyo cuerpo prefirió el martirio a entregarse
de buena voluntad.
A una de ellas la habían cubierto de cica-
trices; pero no había cedido a los furores eró-
ticos de su señor.
Esta pobre me decía, contándome su vida
con un candor angelical: "Había jurado no
entregarme sino a un indio que me gustara y
no encontraba ninguno".
Era de San Luis, tengo su nombre apunta-
do en el Río Cuarto. No lo recuerdo ahora. La
pobre no está ya entre los indios. Tuve la for-
tuna de rescatarla y la mandé a su tierra.
En aquellos mundos de barbarie pasan
dramas terribles.
Cuantas más cautivas hay en un toldo, más
frecuentes son las escenas que despiertan y
desencadenan las pasiones, que empequeñe-
cen y degradan a la humanidad.
Las cautivas nuevas, viejas o jóvenes, feas
o bonitas tienen que sufrir, no sólo las ace-
chanzas de los indios, sino, lo que es peor
aún, el odio y las intrigas de las cautivas que
les han precedido, el odio y las intrigas de las
mujeres del dueño de casa, el odio y las intri-
gas de las chinas sirvientas y agregadas.
Los celos y la envidia, todo cuanto hiela y
enardece el corazón a la vez se conjura contra
las desgraciadas.
Mientras dura el temor de que la recién
llegada conquiste el amor o el favor del indio,
la persecución no cesa.
Las mujeres son siempre implacables con
las mujeres.
Frecuentemente sucede que los indios,
condoliéndose de las cautivas nuevas, las
protegen contra las antiguas y las chinas.
Pero esto no se hace sino empeorar su situa-
ción, a no ser que las tomen por concubinas.
Una cautiva a quien yo le averiguaba su
vida, preguntándole cómo le iba, me contestó:
–Antes, cuando el indio me quería, me iba
muy mal, porque las demás mujeres y las chi-
nas me mortificaban mucho, en el monte me
agarraban entre todas y me pegaban. Ahora
que ya el indio no me quiere, me va muy bien,
todas son muy amigas mías.
Estas palabras sencillas resumen toda la
existencia de una cautiva. Agregaré que
cuando el indio se cansa, o tiene necesidad, o
se le antoja, la vende o la regala a quien quie-
re.
Sucediendo esto, la cautiva entra en un
nuevo período de sufrimientos hasta que el
tiempo o la muerte ponen término a sus ma-
les.
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A pesar de que la mía es historia, no la empe-
zaré por el arca de Noé y la genealogía de sus
ascendientes como acostumbraban hacerlo los
antiguos historiadores españoles de América, que
deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas ra-
zones para no seguir ese ejemplo, las que callo por
no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de
mi narración, pasaban por los años de Cristo del
183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en
que escasea la carne en Buenos Aires, porque la
Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, susti-
ne, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abs-
tinencia a los estómagos de los fieles, a causa de
que la carne es pecaminosa, y, como dice el pro-
verbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab
initio y por delegación directa de Dios, el imperio
inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que
en manera alguna pertenecen al individuo, nada
más justo y racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos fe-
derales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo
que el pueblo de Buenos Aires atesora una docili-
dad singular para someterse a toda especie de
mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al
matadero, los novillos necesarios para el sustento
de los niños y de los enfermos dispensados de la
abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que
se harten algunos herejotes, que no faltan, dis-
puestos siempre a violar las mandamientos carni-
ficinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad
con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia
muy copiosa. Los caminos se anegaron; los panta-
nos se pusieron a nado y las calles de entrada y
salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una
tremenda avenida se precipitó de repente por el
Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamen-
te sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas
del Alto. El Plata creciendo embravecido empujó
esas aguas que venían buscando su cauce y las
hizo correr hinchadas por sobre campos, terraple-
nes, arboledas, caseríos, y extenderse como un
lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad
circunvalada del Norte al Este por una cintura de
agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino
en cuya superficie flotaban a la ventura algunos
barquichuelos y negreaban las chimeneas y las
copas de los árboles, echaba desde sus torres y
barrancas atónitas miradas al horizonte como im-
plorando la misericordia del Altísimo. Parecía el
amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas
gimoteaban haciendo novenarios y continuas ple-
garias. Los predicadores atronaban el templo y
hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del
juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La
cólera divina rebosando se derrama en inunda-
ción. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros
unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los
santos, y no escucháis con veneración la palabra
de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no
imploráis misericordia al pie de los altares! Llega-
rá la hora tremenda del vano crujir de dientes y de
las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad,
vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros
crímenes horrendos, han traído sobre nuestra
tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de
la Federación os declarará malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anona-
dadas del templo, echando, como era natural, la
culpa de aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cánta-
ros, y la inundación crecía acreditando el pronós-
tico de los predicadores. Las campanas comenza-
ron a tocar rogativas por orden del muy católico
Restaurador, quien parece no las tenía todas con-
sigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los
unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta
cara compungida, oír tanta batahola de impreca-
ciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de
una procesión en que debía ir toda la población
descalza y a cráneo descubierto, acompañando al
Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la
barranca de Balcarce, donde millares de voces
conjurando al demonio unitario de la inundación,
debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la co-
sa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremo-
nia, porque bajando el Plata, la inundación se fue
poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin
necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es
que por causa de la inundación estuvo quince días
el matadero de la Convalecencia sin ver una sola
cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bue-
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yes de quinteros y aguateros se consumieron en el
abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos
se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos
y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado.
La abstinencia de carne era general en el pueblo,
que nunca se hizo más digno de la bendición de la
Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y
millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se
pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales
y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días
cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula;
pero en cambio se fueron derecho al cielo innume-
rables ánimas, y acontecieron cosas que parecen
soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo
de muchos millares que allí tenían albergue. Todos
murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas
por la incesante lluvia. Multitud de negras rebus-
conas de achuras, como los caranchos de presa, se
desbandaron por la ciudad como otras tantas ar-
pías prontas a devorar cuanto hallaran comible.
Las gaviotas y los perros, inseparables rivales
suyos en el matadero, emigraron en busca de ali-
mento animal. Porción de viejos achacosos caye-
ron en consunción por falta de nutritivo caldo;
pero lo más notable que sucedió fue el fallecimien-
to casi repentino de unos cuantos gringos herejes
que cometieron el desacato de darse un hartazgo
de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se
fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido
por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia
de carne continuaba, medio pueblo caería en sín-
cope por estar los estómagos acostumbrados a su
corroborante jugo; y era de notar el contraste en-
tre estos tristes pronósticos de la ciencia y los
anatemas lanzados desde el púlpito por los reve-
rendos padres contra toda clase de nutrición ani-
mal y de promiscuación en aquellos días destina-
dos por la Iglesia al ayuno y 1a penitencia. Se ori-
ginó de aquí una especie de guerra intestina entre
los estómagos y las conciencias, atizada por el
inexorable apetito y las no menos inexorables voci-
feraciones de los ministros de la Iglesia, quienes,
como es su deber, no transigen con vicio alguno
que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo
que se agregaba el estado de flatulencia intestinal
de los habitantes, producido por el pescado y los
porotos y otros alimentos algo indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gri-
tos descompasados en la peroración de los sermo-
nes y por rumores y estruendos subitáneos en las
casas y calles de la ciudad o dondequiera concu-
rrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan
paternal como previsor, del Restaurador, creyendo
aquellos tumultos de origen revolucionario y atri-
buyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas
impiedades, según los predicadores federales,
habían traído sobre el país la inundación de la
cólera divina; tomó activas providencias, despa-
rramó sus esbirros por la población, y por último,
bien informado, promulgó un decreto tranquiliza-
dor de las conciencias y de los estómagos, encabe-
zado por un considerando muy sabio y piadoso
para que a todo trance y arremetiendo por agua y
todo, se trajese ganado a los corrales.
En efecto, el decimosexto día de la carestía,
víspera del día de Dolores, entró a nado por el
paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de
cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto
para una población acostumbrada a consumir dia-
riamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al
menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentar-
se con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos
privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviola-
bles y que la Iglesia tenga la llave de los estóma-
gos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la
carne suele meterse en el cuerpo y que la Iglesia
tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al
hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea
su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Qui-
zá llegue el día en que sea prohibido respirar aire
libre, pasearse y hasta conversar con un amigo,
sin permiso de autoridad competente. Así era,
poco más o menos, en los felices tiempos de nues-
tros beatos abuelos que por desgracia vino a tur-
bar la revolución de Mayo.
Sea como fuere; a la noticia de la providencia
gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a
pesar del barro, de carniceros, achuradores y cu-
riosos, quienes recibieron con grandes vocifera-
ciones y palmoteos los cincuenta novillos destina-
dos al matadero.
— Chica, pero gorda -exclamaban-. ¡Viva la
Federación! ¡Viva el Restaurador!
Porque han de saber los lectores que en aquel
tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta
entre las inmundicias del matadero, y no había
fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin
San Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados
gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre
en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr
desatentadas conociendo que volvían a aquellos
lugares la acostumbrada alegría y la algazara pre-
cursora de abundancia.
El primer novillo que se mató fue todo entero
de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del
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asado. Una comisión de carniceros marchó a ofre-
cérselo a nombre de los federales del matadero,
manifestándole in voce su agradecimiento por la
acertada providencia del gobierno, su adhesión
ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los
salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hom-
bres. El Restaurador contestó a la arenga, rinfor-
zando sobre el mismo tema y concluyó la ceremo-
nia con los correspondientes vivas y vociferaciones
de los espectadores y actores. Es de creer que el
Restaurador tuviese permiso especial de su Ilus-
trísima para no abstenerse de carne, porque sien-
do tan buen observador de las leyes, tan buen
católico y tan acérrimo protector de la religión, no
hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante
regalo en día santo.
Siguió la matanza y en un cuarto de hora cua-
renta y nueve novillos se hallaban tendidos en la
playa del matadero, desollados unos, los otros por
desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era
animado y pintoresco aunque reunía todo lo horri-
blemente feo, inmundo y deforme de una pequeña
clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero
para que el lector pueda percibirlo a un golpe de
ojo preciso es hacer un croquis de la localidad.
El matadero de la Convalecencia o del Alto,
sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran
playa en forma rectangular colocada al extremo de
dos calles, una de las cuales allí se termina y la
otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con de-
clive al Sud, está cortada por un zanjón labrado
por la corriente de las aguas pluviales en cuyos
bordes laterales se muestran innumerables cuevas
de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de llu-
via, toda la sangraza seca o reciente del matadero.
En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está
lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres pie-
zas de media agua con corredor al frente que da a
la calle y palenque para atar caballos, a cuya es-
palda se notan varios corrales de palo a pique de
ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar
el ganado.
Estos corrales son en tiempo de invierno un
verdadero lodazal en el cual los animales apeñus-
cados se hunden hasta el encuentro y quedan co-
mo pegados y casi sin movimiento. En la casilla se
hace la recaudación del impuesto de corrales, se
cobran las multas por violación de reglamentos y
se sienta el juez del matadero, personaje impor-
tante, caudillo de los carniceros y que ejerce la
suma del poder en aquella pequeña república por
delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué
clase de hombre se requiere para el desempeño de
semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un
edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en
los corrales a no estar asociado su nombre al del
terrible juez y a no resaltar sobre su blanca pintu-
ra los siguientes letreros rojos: "Viva la Federa-
ción", "Viva el Restaurador y la heroína doña En-
carnación Ezcurra", "Mueran los salvajes unita-
rios". Letreros muy significativos, símbolo de la fe
política y religiosa de la gente del matadero. Pero
algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la
difunta esposa del Restaurador, patrona muy que-
rida de los carniceros, quienes, ya muerta, la ve-
neraban como viva por sus virtudes cristianas y su
federal heroísmo en la revolución contra Balcarce.
Es el caso que un aniversario de aquella memora-
ble hazaña de la mazorca, los carniceros festeja-
ron con un espléndido banquete en la casilla a la
heroína, banquete al que concurrió con su hija y
otras señoras federales, y que allí en presencia de
un gran concurso ofreció a los señores carniceros
en un solemne brindis, su federal patrocinio, por
cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados
patrona del matadero, estampando su nombre en
las paredes de la casilla donde se estará hasta que
lo borre la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la distancia era
grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve
reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca
de doscientas personas hollaban aquel suelo de
lodo regado con la sangre de sus arterias. En
torno de cada res resaltaba un grupo de figuras
humanas de tez y raza distinta. La figura más
prominente de cada grupo era el carnicero con el
cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello
largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro emba-
durnado de sangre. A sus espaldas se rebullían
caracoleando y siguiendo los movimientos, una
comparsa de muchachos, de negras y mulatas
achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías
de la fábula, y entremezclados con ellas algunos
enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban
de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas ca-
rretas toldadas con negruzco y pelado cuero se
escalonaban irregularmente a lo largo de la playa
y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo
prendido al tiento cruzaban por entre ellas al
tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caba-
llos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos
animados grupos, al paso que más arriba, en el
aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que
habían vuelto de la emigración al olor de carne,
revoloteaban cubriendo con su disonante graznido
todos los ruidos y voces del matadero y proyec-
tando una sombra clara sobre aquel campo de
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horrible carnicería. Esto se notaba al principio de
la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva
variaba; los grupos se deshacían, venían a formar-
se tomando diversas actitudes y se desparramaban
corriendo como si en el medio de ellos cayese al-
guna bala perdida o asomase la quijada de algún
encolerizado mastín. Esto era, que inter el carni-
cero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha,
colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su
carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en
aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba
la presa de achura salía de cuando en cuando una
mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al
sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba
gritos y explosión de cólera del carnicero y el con-
tinuo hervidero de los grupos, dichos y gritería
descompasada de los muchachos.
—Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -
gritaba uno.
—Aquél lo escondió en el alzapón -replicaba la
negra.
—Che, negra bruja, salí de aquí antes de que
te pegue un tajo -exclamaba el carnicero.
—¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no
quiero sino la panza y las tripas.
—Son para esa bruja: a la m...
—¡A la bruja! ¡A la bruja! -repitieron los mu-
chachos-: ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! - y
cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre
y tremendas pelotas de barro.
Hacia otra parte, entretanto, dos africanas
llevaban arrastrando las entrañas de un animal;
allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y
resbalando de repente sobre un charco de sangre,
caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada
presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cua-
trocientas negras destejiendo sobre las faldas el
ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el
avaro cuchillo del carnicero había dejado en la
tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban
panzas y vejigas y las henchían de aire de sus
pulmones para depositar en ellas, luego de secas,
la achura.
Varios muchachos gambeteando a pie y a ca-
ballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de
carne, desparramando con ellas y su algazara la
nube de gaviotas que columpiándose en el aire
celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo
a pesar del veto del Restaurador y de la santidad
del día, palabras inmundas y obscenas, vocifera-
ciones preñadas de todo el cinismo bestial que
caracteriza a la chusma de nuestros mataderos,
con las cuales no quiero regalar a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabe-
za de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta
que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y
una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo,
armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones.
Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un
muchacho que le había embadurnado el rostro con
sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los
compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban
como los perros al toro y llovían sobre ella zoque-
tes de carne, bolas de estiércol, con groseras car-
cajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez
mandaba restablecer el orden y despejar el cam-
po.
Por un lado dos muchachos se adiestraban en
el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y
reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventila-
ban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y
un mondongo que habían robado a un carnicero; y
no de ellos distante, porción de perros flacos ya de
la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio
para saber quién se llevaría un hígado envuelto en
barro. Simulacro en pequeño era éste del modo
bárbaro con que se ventilan en nuestro país las
cuestiones y los derechos individuales y sociales.
En fin, la escena que se representaba en el mata-
dero era para vista, no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales de
corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos
órganos genitales no estaban conformes los pare-
ceres porque tenía apariencias de toro y de novi-
llo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo
penetraron al corral en cuyo contorno hervía la
chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus
ñudosos palos. Formaban en la puerta el más gro-
tesco y sobresaliente grupo varios pialadores y
enlazadores de a pie con el brazo desnudo y arma-
do del certero lazo, la cabeza cubierta con un pa-
ñuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo
a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo
escrutador y anhelante.
El animal prendido ya al lazo por las astas,
bramaba echando espuma furibundo y no había
demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro
donde estaba como clavado y era imposible pialar-
lo. Gritánbanlo, lo azuzaban en vano con las man-
tas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las
horquetas del corral, y era de oír la disonante ba-
tahola de silbidos, palmadas y voces tiples y ron-
cas que se desprendía de aquella singular orques-
ta.
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas
y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual
hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de
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su agudeza excitado por el espectáculo o picado
por el aguijón de alguna lengua locuaz.
-Hi de p... en el toro.
-Al diablo los torunos del Azul.
-Malhaya el tropero que nos da gato por lie-
bre.
-Si es novillo.
-¿No está viendo que es toro viejo?
-Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los
c... si le parece, c...o!
-Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve,
amigo, más grandes que la cabeza de su castaño;
¿o se ha quedado ciego en el camino?
-Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha
parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?
-Es emperrado y arisco como un unitario.
Y al oír esta mágica palabra todos a una voz
exclamaron-: ¡Mueran los salvajes unitarios!
-Para el tuerto los h...
-Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para
pelear con los unitarios.
-El matahambre a Matasiete, degollador de
unitarios. ¡Viva Matasiete!
-¡A Matasiete el matahambre!
-Allá va -gritó una voz ronca, interrumpiendo
aquellos desahogos de la cobardía feroz-. ¡Allá va
el toro!
-¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va fu-
rioso como un demonio!
Y en efecto, el animal acosado por los gritos y
sobre todo por dos picanas agudas que le espolea-
ban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bu-
fando a la puerta, lanzando a entre ambos lados
una rojiza y fosfórica mirada. Dióle el tirón el en-
lazador sentando su caballo, desprendió el lazo del
asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al
mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una
horqueta del corral, como si un golpe de hacha la
hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño
cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo
de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro
de sangre.
-Se cortó el lazo -gritaron unos-: ¡allá va el to-
ro!
Pero otros deslumbrados y atónitos guardaron
silencio porque todo fue como un relámpago.
Desparramóse un tanto el grupo de la puerta.
Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver
palpitante del muchacho degollado por el lazo,
manifestando horror en su atónito semblante, y la
otra parte compuesta de jinetes que no vieron la
catástrofe se escurrió en distintas direcciones en
pos del toro, vociferando y gritando:
-¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda!
-¡Enlaza, Siete pelos!
-¡Que te agarra, botija!
-¡Va furioso; no se le pongan delante!
-¡Ataja, ataja, morado!
-¡Déle espuela al mancarrón!
-¡Ya se metió en la calle sola!
-¡Que lo ataje el diablo!
El tropel y vocifería era infernal. Unas cuan-
tas negras achuradoras sentadas en hilera al bor-
de del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y
agazaparon entre las panzas y tripas que desenre-
daban y devanaban con la paciencia de Penélope,
lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al
mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesga-
do y siguió adelante perseguido por los jinetes.
Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra
rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron
a San Benito no volver jamás a aquellos malditos
corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No
se sabe si cumplieron la promesa.
El toro entretanto tomó hacia la ciudad por
una larga y angosta calle que parte de la punta
más aguda del rectángulo anteriormente descrip-
to, calle encerrada por una zanja y un cerco de
tunas, que llaman sola por no tener más de dos
casas laterales y en cuyo apozado centro había un
profundo pantano que tomaba de zanja a zanja.
Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba
este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo
algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus
cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la grite-
ría sino cuando el toro arremetía al pantano. Azo-
róse de repente su caballo dando un brinco al ses-
go y echó a correr dejando al pobre hombre hun-
dido media vara en el fango. Este accidente, sin
embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los
perseguidores del toro, antes al contrario, soltan-
do carcajadas sarcásticas:
-Se amoló el gringo; levántate, gringo -
exclamaron, y cruzando el pantano amasando con
barro bajo las patas de sus caballos, su miserable
cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la
orilla, más con la apariencia de un demonio tosta-
do por las llamas del infierno que un hombre blan-
co pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro, al
toro! cuatro negras achuradoras que se retiraban
con su presa se zambulleron en la zanja llena de
agua, único refugio que les quedaba.
El animal, entretanto, después de haber co-
rrido unas veinte cuadras en distintas direcciones
azorando con su presencia a todo viviente, se me-
tió por la tranquera de una quinta donde halló su
perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y
colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda
19
y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Jun-
táronse luego sus perseguidores que se hallaban
desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo
de bueyes para que expiase su atentado en el lu-
gar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra
vez en el Matadero donde la poca chusma que
había quedado no hablaba sino de sus fechorías.
La aventura del gringo en el pantano excitaba
principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño de-
gollado por el lazo no quedaba sino un charco de
sangre: su cadáver estaba en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal
que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos
bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero
infructuosos: al cuarto quedó prendido en una
pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua esti-
rándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz hu-
mo, sus ojos miradas encendidas.
-¡Desjarreten ese animal! -exclamó una voz
imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo,
cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando
en torno de él con su enorme daga en mano, se la
hundió al cabo hasta el puño en la garganta mos-
trándola en seguida humeante y roja a los espec-
tadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló
algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio
animal entre los gritos de la chusma que procla-
maba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en
premio el matambre. Matasiete extendió, como
orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo
ensangrentado y se agachó a desollarlo con otros
compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órga-
nos genitales del muerto, clasificado provisoria-
mente de toro por su indomable fiereza; pero es-
taban todos tan fatigados de la larga tarea que la
echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente
una voz ruda exclamó:
-¡Aquí están los huevos! -Y sacando de la ba-
rriga del animal y mostrándolos a los espectado-
res, dos enormes testículos, signo inequívoco de
su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande;
todos los incidentes desgraciados pudieron fácil-
mente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa
muy rara, y aún vedada. Aquél, según reglas de
buena policía debió arrojarse a los perros; pero
había tanta escasez de carne y tantos hambrientos
en la población, que el señor Juez tuvo a bien ha-
cer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuarti-
zado y colgado en la carreta el maldito toro. Mata-
siete colocó el matambre bajo el pellón de su re-
cado y se preparaba a partir. La matanza estaba
concluida a las doce, y la poca chusma que había
presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de
a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas
carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un carnicero
gritó:
-¡Allí viene un unitario! -y al oír tan significa-
tiva palabra toda aquella chusma se detuvo como
herida de una impresión subitánea.
-¿No le ven la patilla en forma de U? No trae
divisa en el fraque ni luto en el sombrero.
-Perro unitario.
-Es un cajetilla.
-Monta en silla como los gringos.
-La mazorca con él
-¡La tijera!
-Es preciso sobarlo.
-Trae pistoleras por pintar.
-Todos estos cajetillas unitarios son pintores
como el diablo.
-¿A que no te le animás, Matasiete?
-¿A qué no?
-A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de
mucha acción. Tratándose de violencia, de agili-
dad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caba-
llo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: pren-
dió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta
al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años de
gallarda y bien apuesta persona que mientras sa-
lían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las
anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas,
muy ajeno de temer peligro alguno. Notando em-
pero, las significativas miradas de aquel grupo de
dogos de matadero, echa maquinalmente la dies-
tra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando
una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo
arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la dis-
tancia boca arriba y sin movimiento alguno.
-¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella
chusma cayendo en tropel sobre la víctima como
los caranchos rapaces sobre la osamenta de un
buey devorado por el tigre.
Atolondrado todavía el joven, fue lanzando
una mirada de fuego sobre aquellos hombres fero-
ces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no
muy distante a buscar en sus pistolas el desagra-
vio y la venganza. Matasiete dando un salto le
salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de
la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo
tiempo la daga de la cintura y llevándola a su gar-
ganta.
20
Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentó-
reo volvió a vitorearlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los
federales! siempre en pandillas cayendo como
buitres sobre la víctima inerte.
-Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pisto-
las. Degüéllalo como al toro.
-Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
-Tiene buen pescuezo para el violín.
-Tocale el violín
-Mejor es la resbalosa.
-Probemos, dijo Matasiete y empezó sonrien-
do a pasar el filo de su daga por la garganta del
caído, mientras con la rodilla izquierda le compri-
mía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba
por los cabellos.
-No, no lo degüellen -exclamó de lejos la voz
imponente del Juez del Matadero que se acercaba
a caballo.
-A la casilla con él, a la casilla. Preparen la
mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unita-
rios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!
-¡Viva Matasiete!
-¡Mueran! ¡Vivan! -repitieron en coro los es-
pectadores y atándolo codo con codo, entre mo-
quetes y tirones, entre vociferaciones e injurias,
arrastraron al infeliz joven al banco del tormento
como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una
grande y fornida mesa de la cual no salían los va-
sos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las
ejecuciones y torturas de los sayones federales del
Matadero. Notábase además en un rincón otra
mesa chica con recado de escribir y un cuaderno
de apuntes y porción de sillas entre las que resal-
taba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un
hombre, soldado en apariencia, sentado en una de
ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa,
tonada de inmensa popularidad entre los federa-
les, cuando la chusma llegando en tropel al corre-
dor de la casilla lanzó a empellones al joven unita-
rio hacia el centro de la sala.
-A ti te toca la resbalosa -gritó uno.
-Encomienda tu alma al diablo.
-Está furioso como toro montaraz.
-Ya le amansará el palo.
-Es preciso sobarlo.
-Por ahora verga y tijera.
-Si no, la vela.
-Mejor será la mazorca.
-Silencio y sentarse -exclamó el Juez dejándo-
se caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mien-
tras el joven de pie encarando al juez exclamó con
voz preñada de indignación.
-Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
-¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay que
encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cóle-
ra. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su
pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trému-
lo, mostraban el movimiento convulsivo de su co-
razón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de
fuego parecían salirse de la órbita, su negro y
lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello des-
nudo y la pechera de su camisa dejaban entrever
el latido violento de sus arterias y la respiración
anhelante de sus pulmones.
-¿Tiemblas? -le dijo el juez.
-De rabia porque no puedo sofocarte entre
mis brazos.
-¿Tendrías fuerza y valor para eso?
-Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, in-
fame.
-A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a
la federala.
Dos hombres le asieron, uno de la ligadura
del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortá-
ronle la patilla que poblaba toda su barba por ba-
jo, con risa estrepitosa de sus espectadores.
-A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que
se refresque.
-Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petiso púsosele al punto delante con un
vaso de agua en la mano. Dióle el joven un punta-
pié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el
techo salpicando el asombrado rostro de los es-
pectadores.
-Este es incorregible.
-Ya lo domaremos.
-Silencio -dijo el juez-, ya estás afeitado a la
federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvi-
darlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué no traes
divisa?
-Porque no quiero.
-¿No sabes que lo manda el Restaurador?
-La librea es para vosotros esclavos, no para
los hombres libres.
-A los libres se les hace llevar a la fuerza.
-Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son
vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pan-
tera también son fuertes como vosotros. Deberíais
andar como ellas en cuatro patas.
-¿No temes que el tigre te despedace?
-Lo prefiero a que maniatado me arranquen
como el cuervo, una a una las entrañas.
-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la
heroína?
21
-Porque lo llevo en el corazón por la Patria,
¡por la Patria que vosotros habéis asesinado, infa-
mes!
-¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?
-Lo dispusísteis vosotros, esclavos, para lison-
jear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasa-
llaje infame.
-¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te
haré cortar la lengua si chistas.
-Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y
a nalga pelada dénle verga, bien atado sobre la
mesa.
Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones
salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo
tendieron largo a largo sobre la mesa compri-
miéndole todos sus miembros.
-Primero degollarme que desnudarme; infame
canalla.
Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a
tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba,
hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus
miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza
del fierro y su espina dorsal era el eje de movi-
miento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor
fluían por su rostro grandes como perlas; echaban
fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de
su cuello y frente negreaban en relieve sobre su
blanco cutis como si estuvieran repletas de san-
gre.
-Atenlo primero -exclamó el Juez.
-Está rugiendo de rabia -articuló un sayón.
En un momento liaron sus piernas en ángulo a
los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo bo-
ca abajo. Era preciso hacer igual operación con las
manos, para lo cual soltaron las ataduras que las
comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el
joven, por un movimiento brusco en el cual pare-
ció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorpo-
ró primero sobre sus brazos, después sobre sus
rodillas y se desplomó al momento murmurando:
-Primero degollarme que desnudarme, infa-
me, canalla.
Sus fuerzas se habían agotado. Inmediata-
mente quedó atado en cruz y empezaron la obra
de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre
brotó borbolloneando de la boca y las narices del
joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros
por entrambos lados de la mesa. Los sayones que-
daron inmóviles y los espectadores estupefactos.
-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.
-Tenía un río de sangre en las venas -articuló
otro.
-Pobre diablo: queríamos únicamente diver-
tirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio -
exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre-. Es
preciso dar parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta
y en un momento se escurrió la chusma en pos del
caballo del Juez cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus in-
numerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores
del Matadero eran los apóstoles que propagaban a
verga y puñal la federación rosina, y no es difícil
imaginarse qué federación saldría de sus cabezas
y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, con-
forme a la jerga inventada por el Restaurador,
patrón de la cofradía, a todo el que no era dego-
llador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hom-
bre decente y de corazón bien puesto, a todo pa-
triota ilustrado amigo de las luces y de la libertad;
y por el suceso anterior puede verse a las claras
que el foco de la federación estaba en el Matade-
ro.
22
ADOLFO BIOY CASARES – JORGE LUIS BORGES
(Publicado bajo el seudónimo de Honorio Bustos Domecq)
Aquí empieza su aflición Hilario Ascasubi – “La refalosa”
Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica
en forma. Yo, en mi condición de pie plano, y de
propenso a que se me ataje el resuello por el
pescuezo corto y la panza hipopótama, tuve un
serio oponente en la fatiga, máxime calculando
que la noche antes yo pensaba acostarme con las
gallinas, cosa de no quedar como un crosta en la
performance del feriado. Mi plan era sume y
reste: apersonarme a las veinte y treinta en el
Comité; a las veintiuna caer como un soponcio en
la cama jaula, para dar curso, con el Colt como
un bulto bajo la almohada, al Gran Sueño del
Siglo, y estar en pie al primer cacareo, cuando
pasaran a recolectarme los del camión. Pero
decime una cosa ¿vos no creés que la suerte es
como la lotería, que se encarniza favoreciendo a
los otros? En el propio puentecito de tablas, fren-
te a la caminera, casi aprendo a nadar en agua
abombada con la sorpresa de correr al encuentro
del amigo Diente de Leche, que es uno de esos
puntos que uno se encuentra de vez en cuando.
Ni bien le vi su cara de presupuestívoro, palpité
que él también iba al Comité y, ya en tren de
mandarnos un enfoque del panorama del día,
entramos a hablar de la distribución de bufosos
para el magno desfile, y de un ruso que ni llovido
del cielo, que los abonaba como fierro viejo en
Berazategui. Mientras formábamos en la cola,
pugnamos por decirnos al vesre que una vez en
posesión del arma de fuego nos daríamos trasla-
do a Berazategui aunque a cada uno lo portara el
otro a babucha, y allí, luego de empastarnos el
bajo vientre con escarola, en base al producido
de las armas, sacaríamos, ante el asombro gene-
ral del empleado de turno ¡dos boletos de vuelta
para Tolosa! Pero fue como si habláramos en
inglés, porque Diente no pescaba ni un chiquito,
ni yo tampoco, y los compañeros de fila presta-
ban su servicio de intérprete, que casi me perfo-
ran el tímpano, y se pasaban el Faber cachuzo
para anotar la dirección del ruso. Felizmente, el
señor Marforio, que es más flaco que la ranura
de la máquina de monedita, es un amigo de ésos
que mientras usted lo confunde con un montículo
de caspa, está pulsando los más delicados resor-
tes del alma del popolino, y así no es gracia que
nos frenara en seco la manganeta, postergando
la distribución para el día mismo del acto, con
pretexto de una demora del Departamento de
Policía en la remesa de las armas. Antes de hora
y media de plantón, en una cola que ni para
comprar kerosene, recibimos de propios labios
del señor Pizzurno, orden de despejar al trote,
que la cumplimos con cada viva entusiasta que
no alcanzaron a cortar enteramente los escoba-
zos rabiosos de ese tullido que hace las veces de
portero en el Comité. A una distancia prudencial,
la barra se rehizo. Loiácono se puso a hablar que
ni la radio de la vecina. La vaina de esos cabezo-
nes con labia es que a uno le calientan el mate y
después el tipo -vulgo el abajo firmante- no sabe
para dónde agarrar y me lo tienen jugando al
tresiete en el almacén de Bernárdez, que vos a lo
mejor te amargás con la ilusión que anduve de
farra y la triste verdad fue que me pelaron hasta
el último votacén, si el consuelo de cantar la
nápola, tan siquiera una vuelta.
(Tranquila Nelly, que el guardaguja se cansó de
morfarte con la visual y ahora se retira, como un
bacán en la zorra. Dejale a tu pato Donald que te
dé otro pellizco en el cogotito).
Cuando por fin me enrosqué en la cucha, yo re-
gistraba tal cansancio en los pieses que al inme-
diato capté que el sueñito reparador ya era de
los míos. No contaba con ese contrincante que es
el más sano patriotismo.
No pensaba más que en el Monstruo y al otro día
lo vería sonreírse y hablar como el gran laburan-
te argentino que es. Te prometo que vine tan
excitado que al rato me estorbaba la cubija para
23
respirar como un ballenato. Reciencito a la hora
de la perrera concilié el sueño, que resultó tan
cansador como no dormir, aunque soñé primero
con una tarde, cuando era pibe, que la finada mi
madre me llevó a una quinta. Creeme, Nelly, que
yo nunca había vuelto a pensar en esa tarde,
pero en el sueño comprendí que era la más feliz
de mi vida, y eso que no recuerdo nada sino un
agua con hojas reflejadas y un perro muy blanco
y muy manso, que yo le acariciaba el Lomuto;
por suerte salí de esas purretadas y soñé con los
modernos temarios que están en el marcador: el
Monstruo me había nombrado su mascota y, algo
después, su Gran Perro Bonzo. Desperté y, para
haber soñado tanto destropósito, había dormido
cinco minutos. Resolví cortar por lo sano: me di
una friega con el trapo de la cocina, guardé to-
dos los callordas en el calzado Fray Mocho, me
enredé que ni un pulpo entre las mangas y las
piernas de la combinación mameluco-, vestí la
corbatita de lana con dibujos animados que me
regalaste el Día del Colectivero y salí sudando
grasa porque algún cascarudo habrá transitado
por la vía pública y lo tomé por el camión. A cada
falsa alarma que pudiera, o no, tomarse por el
camión, yo salía como taponazo al trote gimnás-
tico, salvando las sesenta varas que hay desde el
tercer patio a la puerta de calle. Con entusiasmo
juvenil entonaba la marcha que es nuestra ban-
dera, pero a las doce menos diez, vine afónico y
ya no me tiraban con todo los magnates del pri-
mer patio. A las trece y veinte llegó el camión,
que se había adelantado a la hora y cuando los
compañeros de cruzada tuvieron el alegrón de
verme, que ni me había desayunado con el pan
del loro de la señora encargada, todos votaban
por dejarme, con el pretexto que viajaban en un
camión carnicero y no en una grúa. Me les en-
ganché como acoplado y me dijeron que si les
prometía no dar a luz antes de llegar a Espeleta,
me portarían en mi condición de fardo, pero al
fin se dejaron convencer y medio me izaron. To-
mó furia como una golondrina el camión de la
juventud y antes de media cuadra paró en seco
frente del Comité. Salió un tape canoso, que era
un gusto cómo nos baqueteaba y, antes que nos
pudieran facilitar, con toda consideración, el
libro de quejas, ya estábamos traspirando en un
brete, que ni si tuviéramos las nucas de queso
Mascarpone.
A bufoso por barba fue la distribución alfabética;
compenetrate, Nelly; a cada revólver le tocaba
uno de nosotros. Sin el mínimo margen pruden-
cial para hacer cola frente al Caballeros, o tan
siquiera para someter a la subasta un arma en
buen uso, nos guardaba el tape en el camión del
que ya no nos evadiríamos sin una tarjetita de
recomendación para el camionero.
A la voz de ¡aura y se fue! Nos tuvieron hora y
media al rayo del sol, a la vista por suerte, de
nuestra querida Tolosa, que en cuanto el botón
salía a correrlos, los pibes nos tenían a hondazo
limpio, como si en cada uno de nosotros aprecia-
ran menos el compatriota desinteresado que el
pajarito para la polenta. Al promediar la primera
hora, reinaba en el camión esa tirantez que es la
base de toda reunión social pero después la mer-
za me puso de buen humor con la pregunta si me
había anotado para el concurso de la Reina Vic-
toria, una indirecta vos sabés, a esta panza bom-
bo, que siempre dicen que tendría que ser de
vidrio para que yo me divisara aunque sea un
poquito, los basamentos horma 44. Yo estaba tan
afónico que parecía adornado con el bozal, pero
a la hora y minutos de tragar tierra, medio recu-
peré esta lengüita de Campana y, hombro a
hombro con los compañeros de brecha, no quise
restar mi concurso a la masa coral que despa-
chaba a todo pulmón la marchita del Monstruo, y
ensayé hasta medio berrido que más bien salió
francamente un hipo, que si no abro el paragüita
que dejé en casa, ando en canoa con cada saliva-
zo que usted me confunde con Vito Dumas, el
Navegante Solitario. Por fin arrancamos y enton-
ces sí que corrió el aire, que era como tomarse el
baño en la olla de la sopa, y uno almorzaba un
sangüiche de chorizo, otro su arrolladito de sa-
lame, otro su panetún, otro su media botella de
Vascolet y el de más allá la milanesa fría, pero
más bien todo eso vino a suceder ora vuelta,
cuando fuimos a la Ensenada, pero como yo no
concurrí, más gano si no hablo. No me cansaba
de pensar que toda esa muchachada moderna y
sana pensaba en todo como yo, porque hasta el
más abúlico oye las emisiones en cadena, quieras
que no. Todos éramos argentinos, todos de corta
edad, todos del Sur y nos precipitábamos al en-
cuentro de nuestros hermanos gemelos que, en
camiones idénticos procedían de Fiorito y Villa
Domínico, de Ciudadela, de Villa Luro, de La
Paternal, aunque por Villa Crespo pulula el ruso
24
y yo digo que más vale la pena acusar su domici-
lio legal en Tolosa Norte.
¡Qué entusiasmo partidario te perdiste, Nelly! En
cada foco de población muerto de hambre se nos
quería colar una verdadera avalancha que la
tenía emberretinada el más puro idealismo, pero
el capo de nuestra carrada, Garfunkel, sabía
repeler como corresponde a ese fabarutaje sin
abuela, máxime si te metés en el coco que entre
tanto mascalzone patentado bien se podía em-
boscar un quintacolumna como luz, de esos que
antes que usted dea la vuelta del mundo en
ochenta días me lo convencen que es un crosta y
el Monstruo un instrumento de la Compañía de
Teléfono. No te digo niente de más de un cagas-
tume que se acogía a esas purgas para darse de
baja en el confusionismo y repatriarse a casita lo
más liviano; pero embromate y confesá que de
dos chichipíos el uno nace descalzo y el otro con
patín de munición, porque vuelta que yo creía
descolgarme del carro era patada del señor Gar-
funkel que me restituía al seno de los valientes.
En las primeras etapas los locales nos recibían
con entusiasmo francamente contagioso, pero el
señor Garfunkel, que no es de los que portan la
piojosa puro adorno, le tenía prohibido al camio-
nero sujetar la velocidad, no fuera algún avivato
a ensayar la fuga relámpago. Otro gallo nos can-
tó en Quilmes, donde el crostaje tuvo permiso
para desentumecer los callos plantales, pero
¿quién, tan lejos del pago iba a apartarse del
grupo?
Hasta ese momentazo, dijera el propio Zoppi o su
mamá, todo marchó como un dibujo, pero el ner-
viosismo cundió entre la merza cuando el trom-
pa, vulgo Garfunkel, nos puso blandos al tacto
con la imposición de deponer en cada paredón el
nombre del Monstruo, para ganar de nuevo el
vehículo, a velocidad de purgante, no fuera algún
cabreira a cabrearse y a venir calveira pegándo-
nos. Cuando sonó la hora de la prueba empuñé el
bufoso y bajé resuelto a todo, Nelly, anche a
venderlo por menos de tres pessolanos. Pero ni
un solo cliente asomó el hocico y me di el gusto
de garabatear en la tapia unas letras frangollo,
que si invierto un minuto más, el camión me da
el esquinazo y se lo traga el horizonte rumbo al
civismo, a la aglomeración, a la fratellanza, a la
fiesta del Monstruo. Como para aglomeración
estaba el camión cuando volví hecho un queso
con camiseta, con la lengua de afuera. Se había
sentado en la retranca y estaba tan quieto que
sólo le faltaba el marco artístico para ser una
foto. A Dios gracias formaba entre los nuestros el
gangoso Tabacman, más conocido como Tornillo
sin Fin, que es el empedernido de la mecánica, y
a la media hora de buscarle el motor y de tomar-
se toda la Bilz de mi segundo estómago de came-
llo, que así yo pugno que le digan siempre a mi
cantimplora, se mandó con toda franqueza su “a
mí que me registren”, porque el Fargo a las cla-
ras le resultaba una firme ilegible.
Bien me parece tener leído en uno de esos quios-
cos fetentes que no hay mal que por bien no
venga, y así Tata Dios nos facilitó una bicicleta
olvidada en contra de una quinta de verdura, que
a mi ver el bicicletista estaba en proceso de re-
cauchutaje, porque no asomó la fosa nasal cuan-
do el propio Garfunkel le calentó el asiento con
la culata. De ahí arrancó como si hubiera olido
todo un cuadrito de escarola, que más bien pare-
cía que el propio Zoppi o su mamá le hubiera
munido el upite de un petardo Fu-Man-Chú. No
faltó quien se aflojara la faja para reírse al verlo
pedalear tan garufiento, pero a las cuatro cua-
dras de pisarles los talones lo perdieron de vista,
causa que el peatón, aunque se habilite las ma-
nos con el calzado Pecus, no suele mantener su
laurel de invicto frente a Don Bicicleta. El entu-
siasmo de la conciencia en marcha hizo que en
menos tiempo del que vos, gordeta, invertís en
dejar el mostrador sin factura, el hombre se des-
pistara en el horizonte, para mí que rumbo a la
cucha, a Tolosa. Tu chanchito te va a ser confi-
dencial, Nelly: quien más, quien menos ya peda-
leaba con la comezón del gran Spiantujen, pero
como yo no dejo siempre de recalcar en las horas
que el luchador viene enervado y se aglomeran
los más negros pronósticos, despunta el delante-
ro fenómeno que marca goal; para la patria, para
el Monstruo; para nuestra merza en franca des-
composición, el camionero. Ese patriota que le
sacó el sombrero se corrió como patinada y paró
en seco al más avivato del grupo en fuga. Le
aplicó súbito un mensaje que al día siguiente,
por los chichones, todos me confundían con la
yegua tubiana del panadero. Desde el suelo me
mandé cada hurra que los vecinos se incrustaban
el pulgar en el tímpano. De mientras, el camio-
nero nos puso en fila india a los patriotas, que si
alguno quería desapartarse, el de atrás tenía
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carta blanca para atribuirle cada patada en el
culantro que todavía me duele sentarme. Calcu-
late, Nelly, qué tarro el último de la fila ¡nadie le
shoteaba la retaguardia! Era, cuándo no, el ca-
mionero, que nos arrió como a concentración de
pie planos hasta la zona, que no trepido en ca-
racterizar como de la órbita de Don Bosco, vale,
de Wilde. Ahí la casualidad quiso que el destino
nos pusiera al alcance de un ónibus rumbo al
descanso de hacienda de La Negra, que ni llovi-
do por Baigorri.
El camionero, que se lo tenía bien remanyado al
guarda-conductor, causa de haber sido los dos -
en los tiempos heroicos del Zoológico popular de
Villa Domínico- mitades de un mismo camello, le
suplicó a ese catalán de que nos portara. Antes
que se pudiera mandar su Suba Zubizarreta de
práctica, ya todos engrosamos el contingente de
los que llenábamos el vehículo, riéndonos hasta
enseñar las vegetaciones, del puntaje senza po-
tencia, que, por razón de quedar cola, no alcanzó
a incrustarse en el vehículo, quedando como
quien dice “vía libre” para volver, sin tanta mala
sangre, a Tolosa. Te exagero, Nelly, que íbamos
como en onibus, que sudábamos propio como
sardinas, que si vos te mandás el vistazo, el se-
ñoras de Berazategui te viene chico. ¡Las histo-
rietas de regular interés que se dieron curso! No
te digo niente de la olorosa que cantó por lo bajo
el tano Potasman, a la misma vista de Sarandí y
de aquí lo aplaudo como un cuadrumano a Torni-
llo sin Fin que en buena ley vino a ganar su me-
dallón de Vero Desopilante, obligándome bajo
amenaza de tincazo en los quimbos, a abrir la
boca y cerrar los ojos: broma que aprovechó sin
un desmayo para enllenarme las entremuelas
con la pelusa y los demás producidos de los fun-
dillos. Pero hasta las perdices cansan y cuando
ya no sabíamos lo que hacer, un veterano me
pasó la cortaplumita y la empuñamos todos a uno
para más bien dejar como colador el cuero de los
asientos. Para despistar, todos nos reíamos de
mí; en después no faltó uno de esos vivancos que
saltan como pulgas y vienen incrustados en el
asfáltico, cosa de evacuarse del carromato antes
que el guarda-conductor sorprendiera los des-
perfectos.
El primero que aterrizó fue Simón Tabacman que
quedó propio ñato con el culazo; muy luego Fi-
deo Zoppi o su mamá; de último, aunque reviente
de la rabia, Rabasco; acto continuo, Spatola;
doppo, el vasco Speciale. En el itnerinato, Mon-
purgo se prestó por lo bajo al gran rejunte de
papeles y bolsas de papel, idea fija de acopiar
elemento para una fogarata en forma que hiciera
pasto de las llamas al Broackway, propósito de
escamotear a un severo examen la marca que
dejó el cortaplumita. Pirosanto, que es un gango-
so sin abuela, de esos que en el bolsillo portan
menos pelusa que fósforos, se dispersó en el
primer viraje, para evitar el préstamo de Ran-
cherita, no sin comprometer la fuga, eso sí, con
un cigarrillo Volcán que me sonsacó de la boca.
Yo, sin ánimo de ostentación y para darme un
poco de corte, estaba ya frunciendo la jeta para
debatir la primera pitada cuando el Pirosanto, de
un saque, capturó el cigarrillo, y Morpurgo, co-
mo quien me dora la píldora, acogió el fósforo
que ya me doraba los sabañones y metió fuego al
papelamen. Sin tan siquiera sacarse el rancho, el
funyi o la galera, Morpurgo se largó a la calle,
pero yo panza y todo, lo madrugué y me tiré un
rato antes y así pude brindarle un colchón, que
amortiguó el impacto y cuasi me desfonda la
busarda con los noventa kilos que acusa. Sandié,
cuando me descalcé de esta boca los tamanguses
hasta la rodilla de Manolo Morpurgo, l´ónibus
ardía en el horizonte, mismo como el spiedo de
Perosio, y el guarda-conductor-propietario, llora-
ba dele que dele ese capital que se le volvía hu-
mo negro. La barra, siendo más, se reía, pronta,
lo juro por el Monstruo, a darse a la fuga si se
irritaba el ciervo. Tornillo, que es el bufo tamaño
mole, se le ocurrió un chiste que al escucharlo
vos con la boca abierta vendrás de gelatina con
la risa. Atenti, Nelly. Desemporcate las orejas,
que ahí va. Uno, dos, tres y PUM. Dijo “pero no
te me vuelvas a distraer con el spiantaja que le
guiñás el ojo” que el ónibus ardía mismo como el
spiedo de Perosio.
Ja, ja, ja.
Yo estaba lo más campante, pero la procesión iba
por dentro. Vos, que cada parola que se me cae
de los molares, la grabás en los sesos con el for-
món, tal vez hagas memoria del camionero, que
fue medio camello con el del ónibus. Si me en-
tendés, la fija que ese cachascán se mandaría
cada alianza con el lacrimógeno para punir nues-
tra fea conducta estaba en la cabeza de los más
linces. Pero no temás por tu conejito querido: el
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camionero se mandó un enfoque sereno y adivinó
que el otro, sin ónibus, ya no era un oligarca que
vale la pena romperse todo. Se sonrió como el
gran bonachón que es; repartió, para mantener
la disciplina, algún rodillazo amistoso (aquí tenés
el diente que me saltó y se lo compré después
para recuerdo) y ¡cierren filas y paso redoblado,
marrr!¡Lo que es la adhesión! La gallarda co-
lumna se infiltraba en las lagunas anegadizas,
cuando no en las montañas de basura, que acu-
san el acceso a la Capital, sin más defección que
una tercera parte, grosso modo, del aglutinado
inicial que zarpó de Tolosa. Algún inveterado se
había propasado a medio encender su cigarrillo
Salutaris, claro está, Nelly, que con el visto
bueno del camionero.
Qué cuadro para ponerlo en colores: portaba el
estandarte, Spátola, con la camiseta de toda
confianza sobre la demás ropa de lana; lo se-
guían de cuatro en fondo, Tornillo, etc. Serían
recién las diecinueve de la tarde cuando al fin
llegamos a la Avenida Mitre. Morpurgo se rió
todo de pensar que ya estábamos en Avellaneda.
También se reían los bacanes, que a riesgo de
caer de los balcones, vehículos y demás bañade-
ras, se reían de vernos de a pie, sin el menor
rodado. Felizmente Babuglia en todo piensa y en
la otra banda del Riachuelo se estaban herrum-
brando unos camiones de nacionalidad canadien-
se, que el Instituto, siempre attenti, adquirió en
calidad de rompecabezas de la Sección Demoli-
ciones del ejército americano. Trepamos con el
mono a uno caki y entonando el “Adiós, que me
voy llorando”, esperamos que un loco del Ente
Autónomo, fiscalizado por Tornillo Sin Fin, acti-
vara la instalación del motor.
Suerte que Rabasco, a pesar de esa cara de fun-
dillo, tenía cuña con un guardia del Monopolio y,
previo pago de boletos, completamos un bondi
eléctrico, que metía más ruido que un solo gaita.
El bondi -talán, talán- agarró p´al Centro; iba
superbo como una madre joven que, soto la mi-
rada del babo, porta en la panza las modernas
generaciones que mañana reclamarán su lugar
en las grandes meriendas de la vida... En su
seno, con un tobillo en el estribo y otro sin domi-
cilio legal, iba tu payaso querido, iba yo. Dijera
un observador que el bondi cantaba; hendía el
aire impulsado por el canto; los cantores éramos
nosotros. Poco antes de la calle Belgrano la velo-
cidad paró en seco desde unos veinticuatro mi-
nutos; yo traspiraba para comprender, y anche la
gran turba como hormiga de más y más automo-
tores, que no dejaba que nuestro medio de loco-
moción diera materialmente un paso. El camio-
nero rechinó con la consigna ¡Abajo chichipíos! y
ya nos bajamos en el cruce de Tacuarí y Bel-
grano.
A las dos o tres cuadras de caminarla, se planteó
sobre tablas la interrogante: el garguero estaba
reseco y pedía líquido. El Emporio y Despacho de
Bebidas Puga y Gallach ofrecía un principio de
solución. Pero te quiero ver, escopeta: ¿cómo
abonábamos? En ese vericueto, el camionero se
nos vino a manifestar como todo un expeditivo. A
la vista y paciencia de un perro dogo, que termi-
nó por verlo al revés, me tiró cada zancadilla
delante de la merza hilarante, que me encasque-
té una rejilla como sombrero hasta el masute, y
del chaleco se rodó la chirola que yo había rejun-
tado para no hacer tan triste papel cuando cun-
diera el carrito de la ricotta. La chirola engrosó
la bolsa común y el camionero, satisfecho mi
asunto, pasó a atender a Souza, que es la mano
derecha de Gouveia, el de los pegotes Pereyra -
sabés- que vez pasada se impusieron también
como la Tapioca Científica. Souza, que vive para
el Pegote, es cobrador del mismo, y así no es
gracia que dado vuelta pusiera en circulación
tantos biglietes de hasta cero cincuenta que no
habrá visto tantos juntos ni el Loco Calcamonía,
que marchó preso cuando aplicaba la pintura
mondongo a su primer bigliete. Los de Souza,
por lo demás, no eran falsos y abonaron, contan-
tes y sonantes, el importe neto de las Chissottis,
que salimos como el que puso seca la mamajua-
na. Bo, cuando cacha la guitarra, se cree Gardel.
Es más, se cree Gotuso. Es más, se cree Garófa-
lo. Es más, se cree Giganti-Tomassoni. Guitarra,
propio no había en ese local, pero a Bo le dio con
“Adiós Pampa Mía” y todos lo coreamos y la co-
lumna juvenil era un solo grito. Cada uno,
malgrado su corta edad, cantaba lo que le pedía
el cuerpo, hasta que vino a distraernos un sina-
goga que mandaba respeto con la barba. A ese le
perdonamos la vida, pero no se escurrió tan fácil
otro de formato menor, más manuable, más prác-
tico, de manejo más ágil. Era un miserable cua-
tro ojos, sin la musculatura del deportivo. El pelo
era colorado, los libros bajo el brazo y de estu-
dio. Se registró como un distraído que cuasi se
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lleva por delante a nuestro abanderado, Spátola.
Bonfirraro, que es el chinche de los detalles, dijo
que él no iba a tolerar que un impune desacatara
el estandarte y foto del Monstruo. Ahí nomás lo
chumbó al Nene Tonelada, de apelativo Cagnaz-
zo, para que procediera. Tonelada, que siempre
es el mismo, me soltó cada oreja, que la tenía
enrollada como el cartucho de los manises y,
cosa de caerle simpático a Bonfirraro, le dijo al
rusovita que mostrara un cachito más de respeto
a la opinión ajena, señor, y saludara a la figura
del Monstruo. El otro contestó con el despropósi-
to que él también tenía su opinión. El Nene, que
las explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una
mano que si el carnicero la ve, se acabó la esca-
sez de la carnasa y el bife de chorizo. Lo rempujó
a un terreno baldío, de esos que en el día menos
pensado levantan una playa de estacionamiento
y el punto vino a quedar contra los nueve pisos
de una pared senza finestra ni ventana. De mien-
tras los traseros nos presionaban con la comezón
de observar y los de fila cero quedamos como
sangüiche de salame entre esos locos que pug-
naban por una visión panorámica y el pobre qui-
micointas acorralado que, vaya usted a saber, se
irritaba. Tonelada, atento al peligro, reculó para
atrás y todos nos abrimos como abanico dejando
al descubierto una cancha del tamaño de un se-
micírculo, pero sin orificio de salida, porque de
muro a muro estaba la merza. Todos bramába-
mos como el pabellón de los osos y nos rechina-
ban los dientes, pero el camionero, que no se le
escapa un pelo en la sopa, palpitó que más o
menos de uno estaba por mandar in mente su
plan de evasión. Chiflido va, chiflido viene, nos
puso sobre la pista de un montón aparente de
cascote, que se brindaba al observador. Te re-
cordarás que esa tarde el termómetro marcaba
una temperatura de sopa y no me vas a discutir
que un porcentaje nos sacamos el saco. Lo pusi-
mos de guardarropa al pibe Saulino, que así no
pudo participar en el apedreo. El primer casco-
tazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le
desparramó las encías, y la sangre era un chorro
negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé
otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja
y ya perdí la cuenta de los impactos, porque el
bombardeo era masivo. Fue desopilante; el jude
se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como
ausente en su media lengua. Cuando sonaron las
campanas de Monserrat se cayó, porque estaba
muerto. Nosotros nos desfogamos un rato más,
con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro, Ne-
lly, pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego
Morpurgo, para que los muchachos se rieran, me
hizo clavar la cortapluma en lo que hacía las
veces de cara.
Después del ejercicio que acalora me puse el
saco, maniobra de evitar un resfrío, que por la
parte baja te representa cero treinta en Genioles.
El pescuezo lo añudé en la bufanda que vos zur-
ciste con tus dedos de hada y acondicioné las
orejas sotto el chambergolino, pero la gran sor-
presa del día la vino a detentar Pirosanto, con la
ponenda de meterle fuego al rejunta piedras,
previa realización en remate de anteojos y ves-
tuario.
El remate no fue suceso. Los anteojos andaban
misturados con la viscosidad de los ojos y el am-
bo era un engrudo con la sangre. También los
libros resultaron un clavo, por saturación de
restos orgánicos. La suerte fue que el camionero
(que resultó ser Graffiacane), pudo rescatarse su
reloj del sistema Roskopf sobre diecisiete rubíes,
y Bonfirraro se encargó de una cartera Fabri-
cant, con hasta nueve pesos con veinte y una
instantánea de una señorita profesora de piano,
y el otario Rabasco se tuvo que contentar con un
estuche Bausch para lentes y la lapicera fuente
Plumex, para no decir nada del anillo de la anti-
gua casa Poplavsky. Presto, fordeta, quedó rele-
gado al olvido ese episodio callejero. Banderas
de Boitano que tremolan, toques de clarín que
vigoran, doquier la masa popular, formidavel. En
la Plaza de Mayo nos arengó la gran descarga
eléctrica que se firma doctor Marcelo N. Frog-
man. Nos puso en forma para lo que vino des-
pués: la palabra del Monstruo. Estas orejas la
escucharon, gordeta, mismo como todo el país,
porque el discurso se transmite en cadena.
Pujato, 24 de noviembre de 1947.