selecciÓn de textos sobre la ilustraciÓnd3n%20de%20textos... · web viewla verdadera igualdad no...

70
SELECCIÓN DE TEXTOS SOBRE LA ILUSTRACIÓN. AUTORES: VOLTAIRE. Diccionario Filosófico . 3 Cartas Filosóficas 1734 1 ROUSSEAU, JJ. El contrato social . 1, 4 Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres 2 Emilio o la educación . 1 LOCKE. Segundo tratado sobre el gobierno civil. 1 MONTESQUIEU El Espíritu de las Leyes. 3 DIDEROT Carta sobre el Comercio de Libros 4 KANT ¿Qué es la Ilustración? 1 ADAM SMITH La Riqueza de las Naciones. 1 Ejercicio propuesto. COMENTARIO DE TEXTO. ESTRUCTURA PARA EL COMENTARIO DE UN TEXTO HISTÓRICO. EL COMENTARIO DE UN TEXTO HISTÒRICO. Concepto. Un texto histórico es un documento escrito que puede proporcionarnos, tras su interpretación, algún conocimiento sobre el pasado humano. El objetivo de comentar un texto histórico es acercarnos a la comprensión de una época histórica a partir de los elementos proporcionados por el texto. De ahí la importancia de situar el documento en su contexto. Hay que desentrañar lo que su autor ha dicho, cómo lo ha dicho, cuándo, por qué y dónde, siempre relacionándolo con su momento histórico. Para esto es necesario:

Upload: nguyenliem

Post on 16-May-2018

216 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

SELECCIÓN DE TEXTOS SOBRE LA ILUSTRACIÓN.

AUTORES:

VOLTAIRE. Diccionario Filosófico. 3Cartas Filosóficas 1734 1

ROUSSEAU, JJ. El contrato social. 1, 4Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres 2Emilio o la educación. 1

LOCKE. Segundo tratado sobre el gobierno civil. 1MONTESQUIEU El Espíritu de las Leyes. 3DIDEROT Carta sobre el Comercio de Libros 4KANT ¿Qué es la Ilustración? 1ADAM SMITH La Riqueza de las Naciones. 1

Ejercicio propuesto.COMENTARIO DE TEXTO.ESTRUCTURA PARA EL COMENTARIO DE UN TEXTO HISTÓRICO.

EL COMENTARIO DE UN TEXTO HISTÒRICO.

Concepto.Un texto histórico es un documento escrito que puede proporcionarnos, tras su

interpretación, algún conocimiento sobre el pasado humano. El objetivo de comentar un texto histórico es acercarnos a la comprensión de

una época histórica a partir de los elementos proporcionados por el texto. De ahí la importancia de situar el documento en su contexto. Hay que desentrañar lo que su autor ha dicho, cómo lo ha dicho, cuándo, por qué y dónde, siempre relacionándolo con su momento histórico. Para esto es necesario:

1. Saber interpretar el texto, es decir, fijarse en la intención o en el espíritu del mismo.

2. Retener las ideas esenciales y no extraviarse en aspectos periféricos.3. Comprender el cómo y el por qué del texto. 4. Aplicar al comentario un método base que permita abarcar todo cuanto de

interés pueda encerrar el texto.

¿Qué debe contener un comentario de texto?Análisis: Para realizarlo se necesita haber hecho una lectura muy atenta del

texto, haber comprendido las ideas, la argumentación seguida y el papel de los diferentes personajes y Estados que aparecen en el mismo. Hay que averiguar cuáles son los temas principales que organizan el texto (y el comentario). También hay que señalar las nociones importantes para poder comentarlas (seriktu, levirato, muskenum, etc.) no haciendo de ellas un apartado individual sino integrando esa ampliación en la estructura propia del comentario.

Confrontación del texto con la documentación histórica: Hay que hacer el inventario de los problemas o temas que trata, que es el objeto principal de nuestro análisis, y confrontarlo con nuestros conocimientos sobre la época. Esto permitirá situar el texto en su contexto pero sin caer en generalizaciones.

Aclaración del contexto y de las alusiones: El comentario ha de contener explicaciones breves pero completas de todos los hechos a los que el documento hace alusión. Hay que tener una buena capacidad de síntesis para que la aclaración del contexto histórico no se convierta en una digresión extensa que nos impida realizar el comentario.

Reflexión temática: No sólo debe hacerse el comentario de los temas presentes en el texto, también debe valorarse su valor como fuente histórica que dependerá, principalmente, de la naturaleza del texto (jurídico, literario, etc.), de sus autores, de la coetaneidad con el momento aludido en el texto respecto al momento de redacción del mismo y de la intención con la que se redactó.

Preparación del comentarioTrabajo preliminar.- Lectura del texto.- Numeración (de cinco en cinco líneas). - Articulación y organización del texto: identificación de las ideas o temas del

texto (subrayado). Agrupación temática de ideas y nociones específicas. Jerarquización.

- Aclaración de los términos y títulos que aparecen, de las dudas posibles.Elección del método de explicación.a) Literal: siguiendo paso a paso la estructura del texto. b) Lógico: ordenamiento temático y personal de las ideas. Es el más

adecuado y científico.

Estructura del comentario

a) IntroducciónEs la presentación rápida del documento, su contextualización. En ningún caso

debe ser más extensa que la explicación. Naturaleza del texto: inscripciones, textos historiográficos, textos literarios,

tratados, textos religiosos, censos, discursos, textos jurídicos, etc. Origen del texto: carácter público (constituciones, leyes, tratados, pactos,

declaraciones de principios, decretos), carácter religioso, privado (testamentos, biografías).

Circunstancias históricas generales. Encuadran históricamente los hechos que recoge el texto. Deben comentarse sus antecedentes y relacionarlos con otros hechos coetáneos.

Autor del texto. Puede estar o no explícito. Ciertos documentos carecen de autor por su propia naturaleza (leyes, decretos) pero en esos casos en muy importante el "inspirador", el que garantiza con su nombre esas disposiciones. En un tratado, por ejemplo, lo importante es quiénes lo firman y no quién lo redactó o escribió realmente.

Fecha concreta de redacción. En la mayoría de las ocasiones no habrá una fecha explícita sino que podremos deducirla por los propios hechos que narra o por acontecimientos que son citados en el propio texto y nos proporcionan unos límites cronológicos razonables.

Lugar de redacción. no siempre va a coincidir con el lugar de hallazgo, en cuyo caso es importante señalarlo. El lugar de redacción importa tanto en el sentido geográfico (país, ciudad, etc.) como social (corte, templo, etc.).

b) Explicación.Es la parte más compleja del comentario, la más importante y extensa.

Depende directamente de la articulación y organización de temas o ideas y de conceptos clave que se haya hecho en la fase de preparación. La estructura debe ser ordenada, esto es, ha de responder a un plan de argumentación con una progresión lógica (bien temático bien cronológico, dependiendo del método de explicación elegido). Puede ir de lo más simple a lo más complejo, de lo general a lo particular, etc.

Una buena organización y una reflexión previa adecuada impiden que las ideas y argumentos se repitan constantemente y que haya "paréntesis explicativos" sobre temas que no se sabe muy bien dónde citar.

La explicación es un estudio profundo del texto con el objeto de comprender a través de él la época histórica que trata (o un determinado aspecto de ella). Para ello ha de tenerse en cuenta lo que el texto dice y nuestros conocimientos sobre ello. Se debe hacer referencia al texto constantemente pero no llenar el comentario de citas textuales para "rellenar espacio". Para citar con mayor precisión, se pondrá entre paréntesis la línea o el artículo o párrafo al que nos estamos refiriendo.

Las explicaciones de las nociones clave han de ser breves y siempre dentro del contexto adecuado. Es decir, se explicará una noción clave del texto en el párrafo dedicado a comentar la idea o tema del que forma parte.

Por tanto, iremos tomando cada idea del texto, según nuestra ordenación temática, y comentándola en un párrafo. Haremos una crítica histórica de esa idea, no hay que limitarse a plantearla. Hay que comentar por qué se afirma eso en el texto, cuál es la ideología del texto y su finalidad, cuál es su alcance, qué situación histórica, social, jurídica, etc. está reflejando, compararla con otras situaciones similares coetáneas, aclarar alusiones, etc. Qué comentar vendrá dado por nuestros conocimientos acerca del tema tratado en ese punto.

c) Conclusión.Reagrupamiento de las ideas básicas del texto.Credibilidad o autoridad del texto: problemas ligados al autor, coetaneidad,

intención, carácter del documento, transmisión, etc. Alcance e interés del texto.

Errores más frecuentes1. Digresión o disertación

Consiste en equivocarse de tipo de ejercicio y utilizar el texto como simple pretexto para contar lo que se sabe de algún tema que aparece en el texto, haciendo poca referencia al mismo y, por tanto, sin comentarlo.

2. ParáfrasisEs volver a contar exactamente lo mismo que dice el texto, con un lenguaje

más actual pero sin aportar nada para su interpretación, nada que lo explique y nos ayude a comprender la época histórica a la que hace referencia.

3. PrecipitaciónEs realizar el comentario sin orden. Este desorden se refleja de varias formas,

según los casos: se incluye todo en la introducción sin explicación alguna, se repiten las ideas, las nociones básicas se explican fuera de contexto, no hay un hilo conductor del discurso, la conclusión no aporta nada, etc.

4. EstilismoFijarse únicamente en los aspectos de estilo del texto. Es frecuente cuando no

se han realizado nunca comentarios históricos y se está acostumbrado a comentarios de tipo literario.

5. ÉnfasisSe pretende resaltar tanto la importancia del texto que se tiende a explicar a

través de él aspectos que ni siquiera son tratados. 6. PersonalismoSe trata de dar una opinión sobre el texto, un juicio moral sobre el mismo. Esto

es inadmisible puesto que el ejercicio de Historia ha de tratar de ser objetivo. Puede valorarse el alcance, la fiabilidad, etc., del propio documento pero no considerar buenos o malos los hechos a los que alude y dar nuestra opinión sobre ellos.

Consejos prácticosAdemás de evitar los errores frecuentes citados, se conveniente seguir las

siguientes indicaciones:Si el comentario ha de realizarse durante un examen hay que calcular bien el

tiempo que se le va a dedicar. Éste dependerá de la duración de la prueba y del valor del comentario respecto a la totalidad de cuestiones del examen.

Leer el texto tres veces. Una lectura atenta es la base para un buen comentario.

Subrayar las ideas o temas principales del texto con distintos colores. Hay que tener claro cuáles son estas ideas para estructurar el comentario adecuadamente.

Utilizar símbolos propios para remarcar nociones importantes que creamos que merecen ser comentadas más extensamente. De esta manera no olvidaremos incluirlas en el comentario.

Hacer un esquema de la explicación que incluya las ideas o temas y sus conceptos básicos o nociones clave relacionadas.

Prestar especial atención al vocabulario histórico. Hay que usar los términos con precisión ya que son propios de la disciplina científica de nuestra especialidad. Igualmente hay que ser cuidadosos con la redacción, la presentación y la ortografía para que las ideas que queramos expresar se comprendan sin dificultad.

Los títulos de los apartados del guión del comentario no deben aparecer en el ejercicio final. Es evidente que la introducción es la introducción y la conclusión la conclusión.

Nunca usar el texto como un simple pretexto para hacer un tema teórico.

Fuente: F. Lara Peinado y M. Abilio Rabanal, Comentario de textos históricos, Cátedra, Madrid, 1997 y P. Arnaud, Le commentaire de documents en histoire ancienne, Belin SUP, París, 1993. citado en http://clio.rediris.es/

VOLTAIREArtículos de su Diccionario Filosófico.

AGRICULTURA. Apenas se concibe hoy que los antiguos, que cultivaban la tierra tan bien como nosotros, pudieran creer que los granos que sembraban debían necesariamente morir y pudrirse antes de nacer o de producir. Si hubieran sacado de la tierra el grano al cabo de dos o tres días, le hubieran visto muy sano, un poco hinchado, con la nariz hacia abajo y la cabeza hacia arriba. Pasado algún tiempo, si hubieran efectuado la misma operación, habrían distinguido el germen del grano del trigo, los hilillos blancos de las raíces, la materia lechosa que forma la harina, sus dos envolturas y sus hojas. Bastó que algún filósofo heleno o bárbaro les enseñara que toda generación nace de la corrupción, para que todo el mundo lo creyera; y este error, que es el mayor y el más estúpido de todos los errores, porque es opuesto a las leyes de la naturaleza, se difundió en los libros que se escribían para instrucción del género humano. (…)

Además, las tres cuartas partes de los habitantes de la tierra se desenvuelven bien sin conocer el trigo, en tanto que nosotros pretendemos que no se puede vivir sin él. Los que viven voluptuosamente en las ciudades se asombrarían si supieran el trabajo que cuesta proporcionarles el pan.

Del grande y pequeño cultivo. En uno de los artículos de la Enciclopedia se hace distinción entre el grande y el pequeño cultivo. El grande se practica con caballos y el pequeño con bueyes; este pequeño cultivo, que es el predominante en las tierras de Francia, se considera un trabajo casi baldío y un estéril esfuerzo de la indigencia. (…)

Esta idea no me parece en absoluto verdadera. No labran la tierra los caballos mejor que los bueyes, pues estos dos métodos tienen compensaciones que los hacen perfectamente iguales. Parece que los antiguos nunca emplearon caballos para el cultivo de la tierra. Sólo se dedican bueyes a este trabajo en Hesíodo, en Jenofonte, en Virgilio y en Columela. Arar la tierra con bueyes sólo es perjudicial cuando los propietarios mal aconsejados proporcionan bueyes malos y mal alimentados a los braceros que no tienen recursos y trabajan mal la tierra. Como quiera que estos braceros nada arriesgan y nada proporcionan, no trabajan los campos como se necesita trabajarlos, y sin enriquecerse empobrecen a sus dueños. Desgraciadamente, es el caso de muchos padres de familia.

El servicio que prestan los bueyes es tan provechoso como el que prestan los caballos, porque si aquéllos labran más despacio, pueden en cambio trabajar más días sin cansarse, cuestan menos de alimentar, no se les ponen herraduras y pueden sus dueños revenderlos o cebarlos para el matadero, lo cual no sucede con los caballos. No se pueden emplear éstos más que en los países donde la avena está muy barata y por esto es mucho menor el cultivo con caballos que con bueyes.

De la roturación. El artículo roturación de la Enciclopedia sólo se ocupa de la estimación de las hierbas inútiles y perjudiciales que se arrancan de los campos para dejarlos en condiciones de poderlos sembrar. Pero el arte de preparar la tierra no se limita a ese procedimiento necesario que siempre estuvo en uso; consiste también en hacer fértiles las tierras estériles que no han producido nunca cosecha, como los terrenos pantanosos, los que contienen greda o son pedregosos.

Las tierras arcillosas, de creta, o de arena, son rebeldes a todo cultivo. Únicamente pueden ser productivas llenándolas de tierra fértil durante años enteros. Pero sólo pueden beneficiarse de este recurso los hombres muy ricos, porque el gasto es superior al producto durante muchos años.

La piedra filosofal de la agricultura debe consistir en sembrar poco y recoger mucho. Ciertos tratados de agricultura enseñan doce secretos para conseguir la multiplicación del trigo, pero es preciso someterlos todos al método de hacer nacer abejas de la piel de un toro y a otros experimentos no menos ridículos.

La quimera de la agricultura consiste en creer que podemos obligar a que la naturaleza produzca más de lo que naturalmente puede producir. Empeñarse en esto es como si nos empeñáramos en tener el secreto de que una mujer diera a luz diez hijos, cuando no puede alumbrar más que dos. Lo más que podemos hacer es cuidarla mucho durante el embarazo.

El método más seguro para recoger una buena cosecha de cereales consiste en servirse de la sembradora. Esta máquina, por medio de la cual al tiempo que se siembra, rastrilla y tapa la semilla, evita las corrientes del viento, que muchas veces aventa los granos, y libra la simiente de los pájaros, que se la comen. No debe desaprovecharse esta ventaja.

Además, cuanto más regularmente esté desparramada en la tierra, tanta más libertad tiene para extenderse y produce tallos más fuertes y gruesos. Pero la sembradora no conviene a toda clase de terrenos ni a todos los labradores, pues para emplearla es indispensable que la tierra esté unida, no sea pedregosa y el labrador sea diestro. La sembradora es cara, hay que componerla cuando se estropea, y para usarla hay que emplear dos hombres y un caballo, y muchos agricultores sólo tienen bueyes. Los agricultores ricos deben usar esa máquina y prestarla a los agricultores pobres.

De la protección que debe prestarse a la agricultura. No sabemos por qué desventura, sólo en China la agricultura está verdaderamente protegida y honrada. Los ministros de Estado en Europa deberían fijar la atención

en la siguiente Memoria, aunque la haya escrito un jesuita al que ningún otro misionero contradijo nunca. Está acorde por entero con los datos que poseemos del Celeste Imperio:

«Al inicio de la primavera china, esto es, en el mes de febrero, habiendo recibido la orden de decidir el tribunal de las matemáticas cuál era el día conveniente para acometer la ceremonia de la labranza, señaló el día 24 de la oncena luna, y el tribunal de los ritos se lo comunicó al emperador por medio de un memorial en el que este tribunal puntualizó a Su Majestad los preparativos que había de hacer para dicha fiesta.

»Según el memorial, el emperador debía nombrar doce personas ilustres que le acompañaran e hicieran la ceremonia de labrar después de él. (…)

»La ceremonia consistía en labrar la tierra para excitar la emulación a los ciudadanos por medio del ejemplo, y en ella el emperador, en calidad de gran pontífice, hacía su sacrificio que ofrecía a Chang-ti pidiéndole abundante cosecha para que su pueblo disfrutara de bienestar. (…)

»La víspera de la ceremonia el emperador escogía algunos caballeros de primera calidad y los enviaba a la sala de sus antecesores para que se arrodillaran delante de la tablilla y dijeran: «Nos portaremos con los muertos como si estuvieran en vida». Allí les comunicaban al día siguiente que el emperador realizaría un gran sacrificio.

»He aquí en pocas palabras lo que el memorial del tribunal de los ritos ordenaba respecto al emperador. Disponía los preparativos de que habían de encargarse los diversos tribunales. El primero debía disponer todo lo referente a los sacrificios, el segundo redactar las frases que el emperador recita cuando realiza el sacrificio, el tercero llevar y levantar las tiendas de campaña en las que el emperador come y el cuarto ha de reunir cuarenta o cincuenta ancianos, labradores de profesión, para que presencien cómo el emperador labra la tierra. También debe reunir cuarenta labradores de los más jóvenes para que preparen el arado, unzan los bueyes y lleven los granos que deben sembrarse. El emperador siembra cinco clases de granos que se cree son los más necesarios en China: trigo, arroz, mijo, habas y otra especie de mijo que llaman cacleang.

(…) »El emperador hizo el sacrificio y luego se adelantó con los tres príncipes y los nueve presidentes que tenían que labrar con él. (…) Tras labrar en diferentes partes, el emperador sembró las cinco clases de granos. (…).

A la relación de esta ceremonia, tan agradable como útil, debemos añadir el edicto que publicó el emperador Yong-Teling, en el que concedía recompensas y honores al que roturara terrenos incultos desde quince arpentas hasta ochenta en Tartaria (no hay terrenos incultos en la China propiamente dicha), y el que roturara ochenta arpentas sería nombrado mandarín de octavo orden.

Semejantes medidas adoptadas en China deben sonrojar a nuestros soberanos de Europa, los cuales admirándolas deben copiarlas.

VOLTAIREArtículos de su Diccionario Filosófico.

PATRIA. En este artículo, siguiendo nuestro método, nos limitaremos a proponer unas cuestiones que no podemos resolver.

El judío, ¿tiene patria? Sí, ha nacido en Coimbra, vive entre una multitud de ignorantes que presentarán muchos argumentos en su contra y dará respuestas absurdas si es que se atreve a responder; le vigilarán los inquisidores, le condenarán a la hoguera si averiguan que no come carne de cerdo y, después, se apoderarán de sus bienes. ¿Cabe decir que Coimbra es su patria, que acaso puede amarla? ¿Puede decir, como los Horacios de Corneille:

Albe, mon cher pays et mon premier amour... Mourir pour le pays est un si digne sort Qu'on briguerait en foule une si belle mort?

Su patria, ¿es Jerusalén? Oyó decir vagamente que en la Antigüedad sus antepasados habitaron en aquel territorio pedregoso y estéril, rodeado por un desierto inhóspito, y que los turcos son hoy dueños de aquel país. Jerusalén no es, hoy, su patria, ni hay en el mundo un pie cuadrado de tierra que les pertenezca.

El guebro, que es más antiguo y respetable que el judío y hoy vive esclavo de los turcos, los persas o del Gran Mogol, ¿puede contar como patria las chozas que eleva en secreto en la cumbre de las montañas? El baniano y el armenio, que pasan la vida recorriendo el Oriente dedicados a ejercer el oficio de comisionistas, ¿pueden decir que ésa es su querida patria? No tienen más patria que su bolsa y su libro de cuentas. Y en las naciones de Europa, todos esos mercenarios que alquilan sus servicios y venden su sangre al primer rey que les paga, ¿tienen patria? Menos que el ave de rapiña que vuelve todas las noches al hueco de la peña donde su madre hizo el nido. ¿Se atreven los frailes a decir que tienen patria? Dicen que su patria es el cielo; enhorabuena, pero en el mundo no sé que tengan patria.

La palabra patria, ¿es adecuada y conveniente en boca de un griego moderno, que ignora que existieron Milcíades y Agesilao, que sólo sabe que es esclavo de su jenízaro, y éste esclavo de un aga, y éste de un bajá, y éste de un visir, y éste esclavo del padisha, que los europeos llamamos el Gran Turco?

¿Qué es, pues, la patria? ¿Será acaso un buen campo cuyo dueño, viviendo cómodamente en una casa provista de todo, pueda decir: este campo que cultivo, esta casa que he edificado, son míos, y vivo en ellos bajo la protección de las leyes que ningún tirano puede violar? Cuando los que posean campos y casas, como yo, se reúnan para tratar de sus intereses comunes, tendré voto en esa asamblea porque constituyo parte del todo, una parte de la comunidad, una parte de la soberanía; ésta es mi patria. Y todo lo que no sea esta convivencia de hombres no suele ser más que una caballeriza gobernada por un palafrenero que se impone a latigazos. Se tiene una patria bajo un buen rey; no bajo un tirano.

Un joven pastelero que había estudiado en el colegio y recordaba aún algunas frases de Cicerón, se enorgullecía un día de amar con entusiasmo a la patria. «¿Qué entiendes tú por patria? —le preguntó un vecino— ¿Es el horno donde trabajas, la aldea donde naciste y no has vuelto a ver, la calle donde vivían tus padres, que se arruinaron, obligándote a pasar la vida haciendo pasteles, la iglesia de Nuestra Señora en la que no conseguiste ser monaguillo, mientras que un hombre cualquiera llega a ser arzobispo o duque y disfrutar de veinte mil luises de oro de renta?» El joven no supo qué contestar, y un filósofo, que estaba oyendo la conversación, sacó por consecuencia que en la patria se encuentran frecuentemente millones de almas que no tienen patria.

Tú, voluptuoso parisiense, que nunca hiciste más viaje que el de París a Dieppe para comer pescado fresco, que sólo conoces la suntuosa casa que tienes en la ciudad y la linda casa de campo, que hablas bastante bien la lengua francesa porque no sabes hacer otra cosa que parlotear. estás enamorado de todo eso y de las querindangas que mantienes y del champaña, ¿afirmas que amas a tu patria?

¿Puede decirse, en conciencia, que el financiero ama acendradamente a su patria? ¿Que el oficial y el soldado, que devastarían el distrito donde tienen su acuartelamiento si les mandaran hacerlo, acaso profesan afecto tierno a los campesinos que arruinarían? ¿Cuál era la patria del duque de Guisa, apodado el Acuchillado? ¿Era Nancy, París, Madrid o Roma? ¿Qué patria tuvieron los cardenales La Balue, Duprat, Lorena y Mazarino? ¿Cuál fue la patria de Atila y demás héroes de este jaez que todo lo recorrieron y no pararon nunca? Quisiera que me dijeran cuál fue la patria de Abrahán. Creo que fue Eurípides el primero que dijo que la patria es el sitio donde nos encontramos bien. Pero sin duda lo diría antes que Eurípides, el primer hombre que salió del lugar de su nacimiento para buscar el bienestar en otra parte.

Patria es la agrupación de muchas familias, y así como de ordinario sostenemos a la familia por amor propio, cuando no media un interés contrario, por ese mismo amor propio sostiene cada individuo la ciudad o el pueblo de su nacimiento que llamamos su patria. Cuando más grande es la patria menos la amamos, porque el amor dividido se debilita. Es imposible amar tiernamente a una familia numerosa que apenas conocemos.

El que siente la ardiente ambición de ser edil, tribuno, pretor, cónsul o dictador, se esfuerza por pregonar que ama a su patria, pero sólo se ama a sí mismo. Cada ciudadano desea estar seguro de poderse acostar por la noche en su casa sin que otro hombre se irrogue el poder de mandarle que se acueste en otra parte: la ciudadanía quiere estar segura de su fortuna y su vida. Teniendo todos los ciudadanos los mismos deseos, el interés particular deviene en interés general; cuando se hacen votos en favor de la república, en realidad cada cual los hace en beneficio propio.

Es imposible que exista en el mundo ningún estado que al principio no se haya gobernado por la república, porque ésta es la marcha natural de la naturaleza del humano linaje. Al principio, algunas familias empezaron a unirse para defenderse de los osos y lobos; las que sólo tenían cereales los cambiaban con las que sólo poseían leña. Cuando descubrimos América encontramos sus poblaciones divididas en repúblicas, sólo había dos monarquías en toda aquella parte del mundo. Entre mil naciones, únicamente encontramos dos que estuvieran subyugadas.

Igual ocurría en el mundo antiguo; en Europa, todo eran repúblicas antes de conocerse los reyezuelos de Etruria y de Roma. Existieron durante muchos siglos las repúblicas de Asia, de Trípoli, de Túnez y de Argel; hacia la parte septentrional eran repúblicas de bandidos. Los hotentotes, situados en el Mediodía, aún viven como en las primeras edades del mundo, libres, todos iguales, sin amos ni vasallos, sin dinero y casi sin necesidades. La carne de sus corderos les alimenta, con sus pieles se visten, chozas de madera y barro son sus viviendas, y apestan más que los demás hombres, pero no se dan cuenta. Viven y mueren más dulcemente que nosotros.

Quedan en Europa ocho repúblicas, Venecia, Holanda, Suiza, Ginebra, Lucca, Génova y San Marino, pudiéndose considerar Polonia, Suecia e Inglaterra como repúblicas gobernadas por un rey.

Preguntamos: ¿qué es preferible, que vuestra patria sea un estado monárquico o un estado republicano? Hace cuatro mil años que se debate esta cuestión. Si la han de resolver los ricos dirán que prefieren la aristocracia; si ha de resolverla el pueblo afirmará que prefiere la democracia. Sólo los reyes preferirán la monarquía. ¿Cómo es posible, pues, que en casi todo el mundo gobiernen monarcas? Preguntádselo a los ratones, que cierto día se propusieron colgar un cascabel al gato y ninguno se atrevió a ponérselo (1).

La Fontaine. fábula 2ª del libro II.La verdadera razón consiste en que los hombres rara vez son dignos de gobernarse por sí mismos. Es

triste que, con frecuencia, para ser buen patriota sea preciso ser enemigo del resto de los hombres. Catón, que era un buen ciudadano, proclamaba en el Senado: «Esta es mi opinión: que Cartago sea destruida». Ser buen patriota es desear que la ciudad donde hemos nacido se enriquezca con el comercio y sea poderosa por las armas, pero no está claro que un país pueda ganar sin que otro país pierda, y que no se pueda vencer sin causar víctimas. Tal es la condición humana, pues desear la grandeza de nuestro país es desear la decadencia de otros. Quien deseara que su patria nunca fuera más grande ni más pequeña, ni más rica ni más pobre, sería el verdadero ciudadano del mundo.

VOLTAIREArtículos de su Diccionario Filosófico.

IGUALDAD. ¿Qué le debe un perro a otro perro, un caballo a otro caballo? Nada. Ningún animal depende de su semejante, pero habiendo recibido el hombre el destello de la Divinidad que se llama razón, ¿cuál es el fruto? El de ser esclavo en casi toda la tierra.

Si esta tierra fuese la que parece debería ser, es decir, si el hombre hallase por doquier una subsistencia fácil y garantizada y un clima adecuado a su naturaleza, es evidente que hubiera sido imposible que un hombre esclavizara a otro. Si el planeta estuviese cubierto de frutos saludables, si el aire que debe contribuir a nuestra vida no nos provocase las enfermedades y la muerte, si el hombre no necesitase más alojamiento ni más lecho que aquel del cual se sirven los gamos y los corzos, entonces los Gengis-Khan y los Tamerlán no tendrían más servidores que sus hijos, que serían lo bastante buenas gentes para ayudarles en su ancianidad.

En este estado tan natural que disfrutan los cuadrúpedos, las aves y los reptiles, el ser humano sería tan feliz como ellos, la dominación sería entonces una quimera, un absurdo en el que nadie pensaría, pues ¿para qué buscar servidores cuando no se necesita ningún servicio?

Si a cualquier individuo de cabeza tiránica y brazo inquieto se le pasara por la mente esclavizar a un vecino menos fuerte que él, la cosa sería imposible: el oprimido estaría ya a cien leguas antes que el opresor hubiera adoptado sus medidas.

Así, pues, todos los hombres serían forzosamente iguales si carecieran de necesidades. La miseria que encadena nuestra especie subordina un hombre a otro y esto no es desigualdad, que es un mal, sino la dependencia o subordinación. Importa poco que tal hombre se titule Su Alteza o Su Santidad; tan dura es la servidumbre que se padece a las órdenes de uno como de otro.

Una familia numerosa cultiva un espléndido terreno y dos pequeñas familias vecinas poseen campos ingratos y hostiles; es preciso que las dos pobres familias sirvan a la familia opulenta o bien que la degüellen, esto es evidente. Una de las dos familias indigentes va a ofrecer sus brazos a la rica para obtener pan; la otra emprende una guerra contra ella y es vencida. La familia sirviente es el origen de los criados y obreros; la familia vencida, el origen de los esclavos.

Resulta imposible, en nuestro desgraciado planeta, que los hombres que viven en sociedad no estén divididos en dos clases: una de ellas la de los opresores y la otra la de los oprimidos; ambas se subdividen en otras mil y estas mil presentan aún matices distintos.

Todos los oprimidos no son igualmente desgraciados. La mayor parte han nacido en este estado y el continuo trabajo les impide sentir demasiado su situación, pero cuando tienen conciencia de ella entonces surgen guerras como la del partido plebeyo contra el partido senatorial, en Roma, o la de los campesinos en Alemania, Inglaterra y Francia. Todas estas guerras acabaron tarde o temprano esclavizando más al pueblo, porque los poderosos tienen dinero y el dinero es el dueño de todo en un estado. Decimos de un estado porque no puede aplicarse lo mismo de nación a nación, pues la nación que sepa manejar mejor el hierro subyugará siempre a la que posea más oro y menos coraje.

Todos los hombres nacen con una tendencia demasiado violenta a la dominación, la riqueza, los placeres y, con bastante afición, la pereza; en consecuencia, todos quisieran tener dinero y las mujeres o hijas de los demás, ser su dueño, sujetarlas a sus caprichos y no hacer nada, o por lo menos hacer solamente cosas agradables. Podréis comprobar que con tan lindas disposiciones es asimismo imposible que los seres humanos sean iguales y también imposible que dos predicadores o dos profesores de teología no estén celosos uno del otro.

El género humano, tal como es, no puede subsistir a menos que exista una infinidad de hombres útiles que no posean nada, pues es evidente que un hombre no abandonará voluntariamente su tierra para acudir a trabajar la vuestra, y si tenéis necesidad de un par de zapatos no será un relator del Consejo de Estado quien los haga. De modo que la igualdad es, a la vez, la cosa más natural y la más quimérica.

Como los hombres son excesivos en todo cuanto emprenden y han exagerado esta desigualdad, han implantado en varios países la prohibición a cualquier ciudadano de salir de la comarca que les ha visto nacer. Pero el sentido de esta ley es evidente: «este país es tan malo y está tan mal gobernado que prohibimos a todos los individuos marcharse de él, temiendo que todo el mundo se vaya». Sin embargo, hay algo mejor que hacer: proporcionar a todos los súbditos el deseo de permanecer en el país y a los extranjeros el de trasladarse al mismo.

Cada ser humano, en el fondo de su alma, tiene derecho de creerse igual a los demás, pero de ello no se deduce que el cocinero de un cardenal ordene a éste que le haga la comida; no obstante, el cocinero puede decir: «Soy un hombre igual que mi amo: he nacido llorando como él, y él morirá, como yo, con iguales angustias y las mismas ceremonias fúnebres. Los dos llevamos a cabo idénticas funciones animales. Si los turcos se apoderan de Roma y entonces soy cardenal y mi amo es cocinero, lo tomaré a mi servicio». Todo este discurso es razonable y justo, pero mientras esperamos que el Gran Turco se apodere de Roma el cocinero debe cumplir su deber o toda la sociedad quedará pervertida.

Desde el punto de vista de un hombre que no es cocinero, ni cardenal, ni se halla investido de cargo alguno en el Estado, como desde el punto de vista de un particular que nada ambiciona pero que está indignado de ser recibido en todas partes con aires de protección o de desprecio, que comprueba con evidencia que muchos

monsignors no tienen más ciencia, ni más sensibilidad, ni más virtud que él, y que le molesta esperar muchas veces en su antecámara, ¿qué partido debe adoptar? El de marcharse.

     Rousseau, Jean Jacques: El contrato social. 1762

"Renunciar a la libertad es renunciar a ser hombre, a los derechos y a los deberes de la humanidad.La verdadera igualdad no reside en el hecho de que la riqueza sea absolutamente la misma para todos, sino que ningún ciudadano sea tan rico como para poder comprar a otro y que no sea tan pobre como para verse forzado a venderse"

JOHN LOCKE Segundo tratado sobre el gobierno civil, capítulo 9

CAPÍTULO 9De los fines de la sociedad política y del gobierno

123. Si en el estado de naturaleza la libertad de un hombre es tan grande como hemos dicho; si él es señor absoluto de su propia persona y de sus posesiones en igual medida que pueda serlo el más poderoso; y si no es súbdito de nadie, ¿por qué decide mermar su libertad? ¿Por qué renuncia a su imperio y se somete al dominio y control de otro poder? La respuesta a estas preguntas es obvia. Contesto diciendo que, aunque en el estado de naturaleza tiene el hombre todos esos derechos, está, sin embargo, expuesto constantemente a la incertidumbre y a la amenaza de ser invadido por otros. Pues como en el estado de naturaleza todos son reyes lo mismo que él, cada hombre es igual a los demás; y como la mayor parte de ellos no observa estrictamente la equidad y la justicia, el disfrute de la propiedad que un hombre tiene en un estado así es sumamente inseguro. Esto lo lleva a querer abandonar una condición en la que, aunque él es libre, tienen lugar miedos y peligros constantes; por lo tanto, no sin razón está deseoso de unirse en sociedad con otros que ya están unidos o que tienen intención de estarlo con el fin de preservar sus vidas, sus libertades y sus posesiones, es decir, todo eso a lo que doy el nombre genérico de «propiedad».

124. Por consiguiente, el grande y principal fin que lleva a los hombres a unirse en estados y a ponerse bajo un gobierno, es la preservación de su propiedad, cosa que no podían hacer en el estado de naturaleza, por faltar en él muchas cosas:

Primero, faltaba una ley establecida, fija y conocida; una ley que hubiese sido aceptada por consentimiento común, como norma de lo bueno y de lo malo, y como criterio para decidir entre las controversias que surgieran entre los hombres. Pues aunque la ley natural es clara e inteligible para todas las criaturas racionales, los hombres, sin embargo, cegados por sus propios intereses y por no haber estudiado dicha ley debidamente, tienen tendencia a no considerarla como obligatoria cuando se refiere a sus propios casos particulares.

125. En segundo lugar, falta en el estado de naturaleza un juez público e imparcial, con autoridad para resolver los pleitos que surjan entre los hombres, según la ley establecida. Pues en un estado así, cada uno es juez y ejecutor de la ley de naturaleza; y como los hombres son parciales para consigo mismos, la pasión y la venganza pueden llevarlos a cometer excesos cuando juzgan apasionadamente su propia causa, y a tratar con negligencia y despreocupación las causas de los demás.

126. En tercer lugar, falta a menudo en el estado de naturaleza un poder que respalde y dé fuerza a la sentencia cuando ésta es justa, a fin de que se ejecute debidamente. Aquellos que por injusticia cometen alguna ofensa, rara vez sucumbirán allí donde les es posible hacer que su injusticia impere por la fuerza. Una resistencia así hace que el castigo resulte peligroso, y aun destructivo, para quienes lo intentan.

127. Así, la humanidad, a pesar de todos los privilegios que conlleva el estado de naturaleza, padece una condición de enfermedad mientras se encuentra en tal estado; y por eso se inclina a entrar en sociedad cuanto antes. Por eso sucede que son muy pocas las veces que encontramos grupos de hombres que viven continuamente en estado semejante. Pues los inconvenientes a los que están allí expuestos (inconvenientes que provienen del poder que tiene cada hombre para castigar las transgresiones de los otros) los llevan a buscar protección bajo las leyes establecidas del gobierno, a fin de procurar la conservación de su propiedad. Esto es lo que los hace estar tan deseosos de renunciar al poder de castigar que tiene cada uno, y de entregárselo a una sola persona para que lo ejerza entre ellos; esto es lo que los lleva a conducirse según las reglas que la comunidad, o aquellos que han sido por ellos autorizados para tal propósito, ha acordado. Y es aquí donde tenemos el derecho original del poder legislativo y del ejecutivo, así como el de los gobiernos de las sociedades mismas.

128. Porque en el estado de naturaleza (omitiendo ahora la libertad que se tiene para disfrutar de placeres inocentes), un hombre posee dos poderes:

El primero es el de hacer todo lo que a él le parezca oportuno para la preservación de sí mismo y de otros, dentro de lo que le permite la ley de la naturaleza; por virtud de esa ley, que es común a todos ellos, él y el resto de la humanidad son una comunidad, constituyen una sociedad separada de las demás criaturas. Y si no fuera por la corrupción y maldad de hombres degenerados, no habría necesidad de ninguna otra sociedad, y no habría necesidad de que los hombres se separasen de esta grande y natural comunidad para reunirse, mediante acuerdos declarados, en asociaciones pequeñas y apartadas las unas de las otras.

El otro poder que tiene el hombre en el estado de naturaleza es el poder de castigar los crímenes cometidos contra esa ley. A ambos poderes renuncia el hombre cuando se une a una privada, si pudiéramos llamarla así, o particular sociedad política, y se incorpora a un Estado separado del resto de la humanidad.

129. El primer poder, es decir, el de hacer lo que cree oportuno para la preservación de sí mismo y del resto de la humanidad, es abandonado por el hombre para regirse por leyes hechas por la sociedad, en la medida en que la preservación de sí mismo y del resto de esa sociedad lo requiera; y esas leyes de la sociedad limitan en muchas cosas la libertad que el hombre tenía por ley de naturaleza.

130. En segundo lugar, el hombre renuncia por completo a su poder de castigar, y emplea su fuerza natural —la cual podía emplear antes en la ejecución de la ley de naturaleza, tal y como él quisiera y con autoridad propia— para asistir al poder ejecutivo de la sociedad, según la ley de la misma lo requiera; pues al encontrarse ahora en un nuevo Estado, en el cual va a disfrutar de muchas comodidades derivadas del trabajo, de la asistencia y de la asociación de otros que laboran unidos en la misma comunidad, así como de la protección que va a recibir de toda la fuerza generada por dicha comunidad, ha de compartir con los otros algo de su propia libertad en la medida que le corresponda, contribuyendo por sí mismo al bien, a la prosperidad y a la seguridad de la sociedad, según ésta se lo pida; lo cual no es solamente necesario, sino también justo, pues los demás miembros de la sociedad hacen lo mismo.

131. Pero aunque los hombres, al entrar en sociedad, renuncian a la igualdad, a la libertad y al poder ejecutivo que tenía en el estado de naturaleza, poniendo todo esto en manos de la sociedad misma para que el poder legislativo disponga de ello según lo requiera el bien de la sociedad, esa renuncia es hecha por cada uno con la exclusiva intención de preservarse a sí mismo y de preservar su libertad y su propiedad de una manera mejor, ya que no puede suponerse que criatura racional alguna cambie su situación con el deseo de ir a peor. Y por eso, el poder de la sociedad o legislatura constituida por ellos, no puede suponerse que vaya más allá de lo que pide el bien común, sino que ha de obligarse a asegurar la propiedad de cada uno, protegiéndolos a todos contra aquellas tres deficiencias que mencionábamos más arriba y que hacían del estado de naturaleza una situación insegura y difícil. Y así, quienquiera que ostente el poder legislativo supremo en un Estado está obligado a gobernar según lo que dicten las leves establecidas, promulgadas y conocidas del pueblo y no mediante decisiones imprevisibles; ha de resolver los pleitos por jueces neutrales y honestos, de acuerdo con dichas leyes; y está obligado a emplear la fuerza de la comunidad, exclusivamente, para que esas leyes se ejecuten dentro del país; y si se trata de relaciones con el extranjero, debe impedir o castigar las injurias que vengan de afuera, y proteger a la comunidad contra incursiones e invasiones. Y todo esto no debe estar dirigido a otro fin que no sea el de lograr la paz, la seguridad y el bien del pueblo.

JEAN-JACQUES ROUSSEAUDiscurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres

PrefacioEl conocimiento del hombre me parece el más útil y el menos adelantado de todos los conocimientos

humanos, y me atrevo a decir que la inscripción del templo de Delfos contenía por sí sola un precepto más importante y más difícil que todos los gruesos volúmenes de los moralistas. Así, considero que el asunto de este Discurso es una de las cuestiones más interesantes que la Filosofía pueda proponer a la meditación y, por desgracia para nosotros, uno de los problemas más espinosos que hayan de resolver los filósofos; porque ¿cómo conocer el origen de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocer a los hombres mismos? ¿Y cómo podrá llegar el hombre a verse tal como lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios que la sucesión de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constitución original, y a distinguir su propio fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han cambiado o añadido a su estado primitivo?

Semejante a la estatua de Glaucos, que el tiempo, el mar y las tempestades habían desfigurado de tal modo que se parecía menos a un dios que a una bestia salvaje, el alma humana, modificada en el seno de la sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, por las transformaciones ocurridas en la constitución de los cuerpos y por el continuo choque de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de apariencia, hasta tal punto que apenas puede ser reconocida; y en lugar de un ser que obra siempre conforme a principios ciertos e invariables, en lugar de la celestial y majestuosa simplicidad de que la había dotado su Autor, ya sólo se encuentra el disforme contraste de la pasión que cree razonar y del entendimiento en delirio.

Pero más cruel aún es que todos los progresos de la especie humana le alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulamos, más nos privamos de los medios de adquirir el más importante de todos; y es que, en cierto sentido, a fuerza de estudiar al hombre nos hemos colocado al margen de la posibilidad de conocerlo.

Échase de ver fácilmente que en estos cambios de la constitución humana es donde se debe buscar el primer origen de las diferencias que separan a los hombres, los cuales, por común testimonio, son naturalmente tan iguales entre sí como lo eran los animales de cada especie antes de que diferentes causas físicas introdujeran en algunas las variaciones que en ellas observamos. No es concebible, en efecto, que esos primeros cambios, de cualquier modo que hayan ocurrido, hayan mudado a la vez y de semejante manera a todos los individuos de la especie, sino que, habiéndose perfeccionado o degenerado unos, y habiendo adquirido cualidades diversas, buenas o malas, que no eran inherentes a su naturaleza, los otros permanecieron más tiempo en su estado original; y tal fue entre los hombres la fuente primera de la desigualdad, que es mucho más fácil demostrarlo así, en general, que señalar con precisión las verdaderas causas.

No piensen por esto mis lectores que me envanezco de haber visto lo que me parece tan difícil de ver. Yo he comenzado algunos razonamientos, he aventurado algunas conjeturas, pero menos con la esperanza de resolver la cuestión que con la intención de aclararla y reducirla a su verdadero estado. Otros podrán luego ir más lejos por el mismo camino, sin que a nadie le sea fácil llegar a su término; pues no es ligera empresa distinguir lo originario de lo artificial en la naturaleza actual del ser humano, y conocer bien su estado, que no existe ya, que acaso no ha existido, que probablemente no existirá nunca, mas del cual es necesario, sin embargo, tener justas nociones para juzgar con acierto nuestro estado presente.

Haría falta más filosofía de lo que se piensa a quien emprendiera la tarea de determinar con exactitud las precauciones necesarias para hacer sólidas observaciones sobre este asunto; y no me parecería indigna de los Aristóteles y Plinios de nuestro siglo una buena solución del problema siguiente: ¿Qué experiencias serían necesarias para llegar a conocer al hombre natural, y cuáles son los medios de hacer estas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de emprender la solución de este problema, me atrevo a responder por anticipado, después de haber meditado bastante sobre esta cuestión, que ni los más grandes filósofos serán capaces de dirigir esas experiencias, ni los más poderosos soberanos podrán ponerlas en práctica, concurso que, por otra parte, no es razonable esperar, sobre todo con la perseverancia o, más bien, con la continuidad de inteligencia y de buena voluntad necesaria de una y otra parte para asegurar el éxito.

Estas investigaciones, tan difíciles de hacer y en las cuales tan poco se ha pensado hasta ahora, son, sin embargo, los únicos medios que nos quedan para resolver una multitud de dificultades que nos impiden el conocimiento de los fundamentos reales de la sociedad humana. Esta ignorancia de la naturaleza del hombre es lo que produce tanta incertidumbre y obscuridad sobre la verdadera definición del derecho natural, pues la idea del derecho, dice Burlamaqui, y más aún la del derecho natural, están manifiestamente relacionadas con la naturaleza del hombre. Por consiguiente, continúa, de esta misma naturaleza humana, de su constitución y de su estado es necesario deducir los principios de esa ciencia.

No sin sorpresa y escándalo se observa el desacuerdo que reina sobre esta importante materia entre los diversos autores que de ella han tratado. Entre los escritores más serios, apenas si se encuentran dos que sostengan la misma opinión sobre este punto. Sin hablar de los filósofos antiguos, que parece se empeñaron en la tarea de contradecirse unos a otros sobre los principios más fundamentales, los jurisconsultos romanos someten el hombre y los demás animales a la misma ley natural, sin hacer distinciones, porque bajo ese nombre consideran la ley que la naturaleza se impone a sí misma y no la prescrita por ella, o más bien a causa de la particular acepción

con que esos jurisconsultos interpretan la palabra "ley", como expresión, según parece, de las relaciones generales establecidas por la naturaleza entre todos los seres animados para su conservación.

Los modernos, reconociendo sólo bajo el nombre de ley una regla prescrita a un ser moral, es decir, inteligente, libre y considerado en sus relaciones con otros seres semejantes, limitan por ello la competencia de la ley natural al animal dotado de razón, es decir, al hombre. Pero como cada uno define esta ley a su modo y la fundamenta sobre principios metafísicos, ocurre que, aun entre nosotros, muy pocos se hallan en disposición de comprender esos principios, porque no pueden encontrarlos por sí mismos. De suerte que todas las definiciones de esos hombres sabios, por otra parte en perenne contradicción recíproca, convienen sólo en una cosa: que es imposible comprender la ley natural y, por consiguiente, obedecerla, sin ser un profundo metafísico y tener una gran capacidad de razonamiento; lo cual significa precisamente que los hombres han debido emplear para la constitución de la sociedad conocimientos que se desarrollan de forma laboriosa y entre pocas personas en el seno de la sociedad misma.

Conociendo tan poco la naturaleza y discrepando de tal modo sobre el sentido de la palabra "ley", difícil sería convenir en una buena definición de la ley natural. He aquí por qué las definiciones que se hallan en los libros, además no ser uniformes, tienen el defecto de haber sido deducidas de diversos conocimientos que los hombres no poseen de forma natural y de una superioridad que no han podido concebir sino después de haber salido del estado natural. Se comienza por buscar las reglas que, por la utilidad común, serían buenas para que los hombres las reconociesen como tales, y al conjunto de estas reglas se denomina "ley natural", sin otra prueba que el bien que resultaría, se supone, de su aplicación universal. He aquí un sistema muy cómodo para componer definiciones y para explicar la naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.

Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vano que pretendamos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su estado. Lo único que podemos ver con claridad a propósito de esta ley es que, para que sea ley, no sólo es necesario que la voluntad de aquel a quien obliga pueda someterse con conocimiento, sino que, además, es preciso, para que sea ley natural, que hable sin intermediarios por la voz de la naturaleza.

Dejando, pues, todos los libros científicos, que sólo nos enseñan a ver a los hombres tal como ellos se han ido formando, y meditando sobre las primeras y las más simples operaciones del alma humana, creo advertir dos principios anteriores a la razón: uno de ellos nos empuja intensamente a buscar nuestro bienestar y el otro nos inspira una repugnancia natural si vemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible, en especial a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinación que nuestro espíritu sepa hacer de esos dos principios, sin que sea necesario añadir el de la sociabilidad, me parece que se derivan todas las reglas del derecho natural, reglas que la razón se ve obligada a establecer sobre otros fundamentos cuando ha llegado, por sucesivos desarrollos, a sofocar la naturaleza.

De este modo, no es necesario hacer del ser humano un filósofo antes de hacer de él un hombre. Sus deberes hacia sus semejantes no le son dictados sólo por las tardías lecciones de la sabiduría, y mientras no resista a los íntimos impulsos de la conmiseración, nunca hará mal alguno a otro hombre, ni siquiera a cualquier ser sensible, salvo en el caso legítimo en que, hallándose comprometida su propia conservación, se vea forzado a darse a sí mismo la preferencia. De esta manera se acaban las antiguas controversias sobre la participación de los animales en la ley natural; pues es claro que, estando privados de entendimiento y de libertad, no pueden reconocer esta ley; por otra parte, como participan en cierto modo de nuestra naturaleza por la sensibilidad de que se hallan dotados, hay que pensar que también deben participar del derecho natural y que el hombre tiene hacia ellos algún tipo de obligaciones. Parece, en efecto, que si estoy obligado a no hacer ningún mal a mis semejantes, es menos por su condición de ser razonable que por su cualidad de ser sensible, cualidad que, siendo común al animal y al hombre, debe al menos darle a aquél el derecho de no ser maltratado inútilmente por éste.

Este mismo estudio del hombre original, de sus necesidades verdaderas y de los principios fundamentales de sus deberes, es el único medio adecuado para resolver esa multitud de dificultades que se presentan sobre el origen de la desigualdad moral, sobre los verdaderos fundamentos del cuerpo político, sobre los derechos recíprocos de sus miembros y sobre otras mil cuestiones parecidas, tan importantes como mal aclaradas.

Si consideramos la sociedad humana con una mirada tranquila y desinteresada, al principio parece que sólo presenta la violencia de los fuertes y la opresión de los débiles. El espíritu se subleva contra la dureza de los unos o deplora la ceguedad de los otros; y como nada hay de tan poca estabilidad entre los hombres como esas relaciones exteriores llamadas debilidad o poderío, riqueza o pobreza, producidas con más frecuencia por el azar que por la sabiduría, las instituciones humanas parecen, a primera vista, estar fundadas sobre montones de arena movediza; sólo si las examinamos de cerca, después de haber apartado el polvo y la arena que rodean el edificio, se advierte la base indestructible sobre que se alzan y apréndase a respetar sus fundamentos. Ahora bien; sin un serio estudio del ser humano, de sus facultades naturales y de sus desarrollos sucesivos, no le llegará nunca a hacer esa diferenciación y a distinguir, en el actual estado de las cosas, lo que ha hecho la voluntad divina y lo que el arte humano ha pretendido hacer.

Las investigaciones políticas y morales a que da ocasión la importante cuestión que yo examino son útiles de cualquier modo, y la historia hipotética de los gobiernos es para el hombre una lección instructiva bajo todos conceptos. Considerando lo que habríamos llegado a ser si hubiéramos quedado abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir a aquel cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y dándoles un fundamento indestructible, ha prevenido los desórdenes que habrían de resultar y hecho nacer nuestra felicidad de los mismos medios que, según parecía, iban a colmar nuestra miseria.

JEAN-JACQUES ROUSSEAUDiscurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres

IntroducciónVoy a hablar del hombre, y el asunto que examino me indica que voy a hablar a los hombres; mas no se

proponen cuestiones semejantes cuando se teme honrar la verdad. Defenderé, pues, de manera confiada la causa de la humanidad ante los sabios que me invitan, y no quedaré descontento de mí mismo si consigo ser digno de mi propósito y de mis jueces.

Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que yo llamo natural o física, porque ha sido instituida por la naturaleza, y que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del cuerpo y de las cualidades del espíritu o del alma; otra, que puede llamarse desigualdad moral o política, porque depende de una especie de convención y porque ha sido establecida, o al menos autorizada, con el consentimiento de los hombres. Ésta consiste en los diferentes privilegios de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser más ricos, más respetados, más poderosos, y hasta el hacerse obedecer.

No puede preguntarse cuál es la fuente de la desigualdad natural, porque la respuesta se encontraría enunciada ya en la simple definición de la palabra. Menos aún puede buscarse si no habría algún enlace esencial entre una y otra desigualdad, pues esto equivaldría a preguntar en otros términos si los que mandan son mejores por necesidad que los que obedecen, y si la fuerza del cuerpo o del espíritu, la sabiduría o la virtud, se hallan siempre en los mismos individuos en proporción con su poder o su riqueza; cuestión a propósito quizá para ser discutida entre esclavos en presencia de sus amos, pero que no conviene a hombres razonables y libres que buscan la verdad.

¿De qué trata, pues, en concreto este Discurso? De señalar en el progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la violencia, la naturaleza quedó sometida a la ley; de explicar por qué encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al débil y el pueblo a comprar un reposo quimérico al precio de una felicidad real.

Todos los filósofos que han examinado los fundamentos de la sociedad han comprendido que es necesario retrotraer la investigación al estado de naturaleza, pero ninguno de ellos ha llegado hasta ahí. Unos no han titubeado en suponer en el hombre en tal estado la noción de justo e injusto, sin cuidarse de probar que pudiera haber existido esa noción, ni aun que lo fuera útil. Otros han hablado del derecho natural que tiene cada cual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qué entendían por pertenecer. Otros, atribuyendo primero al más fuerte la autoridad sobre el más débil, han hecho nacer en seguida el gobierno, sin pensar en el tiempo que debió transcurrir antes de que el sentido de las palabras "autoridad" y "gobierno" pudiera existir entre los hombres. Todos, en fin, hablando sin cesar de necesidad, de codicia, de opresión, de deseo y de orgullo, han transferido al estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablaban del hombre salvaje, y describían al hombre civil.

No ha despuntado siquiera en el espíritu de la mayor parte de nuestros filósofos la duda de que hubiera existido el estado natural, cuando es evidente, por la lectura de los libros sagrados, que el primer hombre, habiendo recibido directamente de Dios reglas y entendimiento, no se hallaba por consiguiente en ese estado, y que, concediéndose a las escrituras de Moisés la fe que les debe todo filósofo cristiano, debe negarse que, aun antes del diluvio, se hayan encontrado nunca los hombres en el puro estado natural, a menos que no hubiesen recaído en él, paradoja muy difícil de defender e imposible de probar por completo.

Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se relacionan con la cuestión. No hay que tomar por verdades históricas las investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino sólo como razonamientos hipotéticos y condicionales, más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero origen, y parecidos a los que hacen a diario nuestros físicos sobre la formación del mundo. La religión nos ordena creer que, habiendo Dios mismo sacado a los hombres del estado natural inmediatamente después de la creación, son desiguales porque Él ha querido que lo fuesen; pero no nos prohíbe hacer conjeturas derivadas sólo de la naturaleza del hombre y de los animales que lo rodean acerca de lo que habría sido del género humano si hubiera quedado abandonado a sí mismo. He aquí lo que se me pide y lo que yo me propongo examinar en este Discurso. Como esta materia abarca al hombre en general, intentaré emplear un lenguaje adecuado para todas las naciones, o mejor, olvidando los tiempos y los lugares, para pensar tan sólo en los hombres a quienes hablo, supondré hallarme en el Liceo de Atenas, repitiendo las lecciones de mis maestros, teniendo por jueces a los Platones y Jenócrates, y al género humano por auditorio.

¡Oh tú, hombre, de cualquier país que seas, cualesquiera que sean tus opiniones, escucha! He aquí tu historia tal como he creído leerla, no en los libros de tus semejantes, que son mendaces, sino en la naturaleza, que jamás miente. Todo lo que provenga de ella será verdadero; sólo será falso lo que yo haya puesto de mi parte inadvertidamente. Los tiempos de que voy a hablar están muy lejos ya. ¡Cuánto has cambiado! Por así decir, es la vida de tu especie la que voy a describirte, según las cualidades que has recibido, que tu educación y tus costumbres han podido viciar pero no han podido destruir. Hay, yo lo comprendo, una edad en la cual quisiera detenerse el hombre individual; tú buscarás la edad en que desearías se hubiese detenido tu especie. Disgustado de tu estado presente por razones que anuncian a tu posteridad desdichada desazones mayores todavía, tal vez desearías poder retroceder; este sentimiento debe servir de elogio a tus primeros antepasados, de crítica a tus contemporáneos, de espanto para aquellos que tengan la desgracia de vivir después que tú.

JEAN-JACQUES ROUSSEAUEl contrato social

El contrato social (libro I, 1-8)

Me he propuesto buscar si puede existir en el orden civil alguna regla de administración legítima y segura, considerando los hombres como son en sí y las leyes como pueden ser. En este examen procuraré unir siempre lo que permite el derecho con lo que dicta el interés, a fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia.

Empiezo a desempeñar mi objeto sin probar la importancia de semejante asunto. Se me preguntará si soy acaso príncipe o legislador para escribir sobre política. Contestaré que no, y por este motivo escribo sobre este punto. Si fuese príncipe o legislador, no perdería el tiempo en decir lo que es conveniente hacer; lo haría, o callaría.

Siendo por nacimiento ciudadano de un estado libre y miembro del soberano, por poca influencia que mi voz pueda tener en los negocios públicos me basta el derecho que tengo de votar para imponerme el deber de enterarme de ellos: ¡mil veces dichoso, pues siempre que medito sobre los gobiernos, hallo en mis investigaciones nuevos motivos para amar el de mi país!

Capítulo 1. Asunto de este primer libroEl hombre ha nacido libre y en todas partes se halla entre cadenas. Créese alguno señor de los demás sin

dejar por esto de ser más esclavo que ellos mismos. ¿Cómo ha tenido efecto esta mudanza? Lo ignoro. ¿Qué cosas pueden legitimarla? Me parece que podré resolver esta cuestión.

Si no considero más que la fuerza y el efecto que produce, diré: mientras que un pueblo se ve forzado a obedecer, hace bien si obedece; tan pronto como puede sacudir el yugo, si lo sacude, obra mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, o tiene motivos para recuperarla, o no tenían ninguno para privarle de ella los que tal hicieron. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Este derecho, sin embargo, no viene de la naturaleza; luego se funda en convenciones. Trátase pues de saber qué convenciones son éstas. Mas antes de llegar a este punto, será menester que funde lo que acabo de enunciar.

Capítulo 2. De las primeras sociedadesLa sociedad más antigua de todas, y la única natural, es la de una familia; y aun en esta sociedad los hijos

sólo perseveran unidos a su padre todo el tiempo que le necesitan para su conservación. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de los cuidados que debía a los hijos, recobran igualmente su independencia. Si continúan unidos, ya no es por la naturaleza, sino por su voluntad; y la familia misma no se mantiene sino por convención.

Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal deber es procurar su propia conservación; sus principales cuidados, los que se debe a sí mismo; y cuando llega al estado de razón, siendo él solo el juez de los medios propios para conservarse, se convierte por este motivo en su propio dueño.

La familia es, pues, si así se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, y el pueblo es la imagen de los hijos; y habiendo nacido todos iguales y libres, solo enajenan su libertad por su utilidad misma. Toda la diferencia consiste en que en una familia el amor del padre hacia sus hijos le paga el cuidado que de ellos ha tenido, y en el estado, el gusto de mandar suple el amor que el jefe no tiene a sus pueblos.

Grocio niega que todo poder humano se haya establecido en favor de los gobernados y pone por ejemplo la esclavitud. La manera de discurrir que usa más a menudo consiste en establecer el derecho por el hecho. Bien podría emplearse un método más consecuente, pero no se hallaría ninguno más favorable a los tiranos.

Dudoso es pues, según Grocio, si el género humano pertenece a un centenar de hombres, o si este centenar de hombres pertenecen al género humano; y según se deduce de todo su libro, él se inclina a lo primero; del mismo parecer es Hobbes. De este modo tenemos el género humano dividido en hatos de ganado, cada uno con su jefe, que le guarda para devorarle.

Así como un pastor de ganado es de una naturaleza superior a la de su rebaño, así también los pastores de hombres, que son sus jefes, son de una naturaleza superior a la de sus pueblos. Así discurría, según cuenta Filón, el emperador Calígula, deduciendo con bastante razón de esta analogía que los reyes eran dioses, o que los pueblos se componían de bestias.

Este argumento de Calígula se da las manos con el de Hobbes y con el de Grocio. Aristóteles había dicho antes que ellos que los hombres no son naturalmente iguales, sino que los unos nacen para la esclavitud y los otros para la dominación. No dejaba de tener razón; pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la esclavitud nace para la esclavitud; nada más cierto. Viviendo entre cadenas, los esclavos lo pierden todo, hasta el deseo de librarse de ellas; quieren su servidumbre como los compañeros de Ulises querían su brutalidad. Luego si hay esclavos por naturaleza, es porque antes los ha habido contra ella. La fuerza ha hecho los primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.

Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de los tres grandes monarcas que se dividieron el universo, como hicieron los hijos de Saturno, a quienes se ha creído reconocer en ellos. Espero que se me tenga a bien esta moderación; pues descendiendo directamente de uno de estos príncipes, y quizás de la rama primogénita, ¿quién sabe si, hecha la comprobación de los títulos, me encontraría legítimo rey del género humano? Sea lo que fuere, no se puede dejar de confesar que Adán fue soberano del mundo, como Robinson de su isla, mientras lo habitó solo; y lo cómodo este imperio era que el monarca, seguro sobre su trono, no tenía que temer ni rebeliones, ni guerras, ni conspiraciones.

JEAN-JACQUES ROUSSEAUEl contrato social

Capítulo 3. Del derecho del más fuerte.

El más fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, a no ser que mude su fuerza en derecho y la obediencia en obligación. De aquí viene el derecho del más fuerte; derecho que al parecer se toma irónicamente, pero que en realidad está erigido en principio. ¿Habrá empero quien nos explique qué significa esta palabra? La fuerza no es más que un poder físico; y no sé concebir qué moralidad pueda resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad y no de voluntad; cuando más, es un acto de prudencia. ¿En qué sentido, pues, se considerará como derecho?

Supongamos por un momento este pretendido derecho: sólo resultará de él una confusión inexplicable; pues, admitiendo que la fuerza es la que constituye el derecho, el efecto cambia si muda su causa: cualquier fuerza que supere a la anterior sucederá al derecho de ésta. Tan pronto como se pueda desobedecer impunemente, la desobediencia se hace legítima; y si el más fuerte siempre tiene razón, lo único que importa es convertirse en el más fuerte. Según esto, ¿en qué consiste un derecho que se acaba cuando la fuerza cesa? Si se ha de obedecer por fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber; y cuando a uno no le pueden forzar a obedecer, ya no está obligado a hacerlo. Se ve, pues, que la palabra «derecho» nada añade a la fuerza, ni tiene aquí significación alguna.

Obedeced al poder. Si esto quiere decir, ceded a la fuerza, el precepto es bueno, aunque del todo inútil; puedo salir fiador de que no será violado jamás. Todo poder viene de Dios, es verdad; también vienen de él las enfermedades: ¿Significa esto que esté prohibido llamar al médico? Si un bandido me sorprende en medio de un bosque, ¿se pretenderá acaso que no sólo le dé por fuerza mi bolsillo, sino que, aun cuando pueda ocultarlo y quedarme con él, esté obligado en conciencia a dárselo? Pues al cabo la pistola que el ladrón tiene en la mano no deja de ser también un poder.

Convengamos, pues, en que la fuerza no constituye derecho, y en que sólo hay obligación de obedecer a los poderes legítimos. De este modo volvemos siempre a mi primera cuestión.

Capítulo 4. De la esclavitud.

Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y que la fuerza no produce ningún derecho, solo quedan las convenciones por base de toda autoridad legítima entre los hombres.

Si un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un dueño, ¿por qué todo un pueblo no ha de poder enajenar la suya y hacerse súbdito de un rey? Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero atengámonos a la palabra «enajenar». Enajenar es dar o vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro no se da a éste; se vende a lo menos por su subsistencia. Pero ¿con qué objeto un pueblo se vendería a un rey? Lejos de procurar la subsistencia a sus súbditos, el rey saca la suya de ellos y, según Rabelais, no es poco lo que un rey necesita para vivir. ¿Será que los súbditos entregan su persona a condición de que les quiten sus bienes? ¿Qué les quedará después por conservar?

Se me dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿qué ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de éste, si las vejaciones de sus ministros les causan más desastres de los que experimentarían abandonados a sus disensiones? ¿Qué ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad en los calabozos: ¿es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope, aguardando que les llegara la vez para ser devorados.

Decir que un hombre se entrega por nada es decir un absurdo incomprensible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo, simplemente porque quien lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho.

Aunque el hombre pudiese enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos; éstos nacen hombres y libres; su libertad les pertenece; nadie más puede disponer de ella. Antes de que tengan uso de razón, puede el padre, en nombre de los hijos, estipular aquellas condiciones que tengan por fin la conservación y bienestar de los mismos; pero no darlos de forma irrevocable y sin condiciones, pues esa donación es contraria a los fines de la naturaleza y traspasa los límites de los derechos paternos. Por tanto, para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, sería preciso que el pueblo fuera en cada generación dueño de admitirle o de desecharle a su antojo; mas entonces este gobierno ya dejaría de ser arbitrario.

Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad de ser hombre, a los derechos de la humanidad y a sus mismos deberes. No hay indemnización posible para el que renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza humana; y quitar toda clase de libertad a su voluntad es quitar toda moralidad a sus acciones. Es una convención vana y contradictoria la que consiste en estipular por una parte una autoridad absoluta, y por la otra una obediencia sin limites. ¿No es evidente que a nada se está obligado con respecto a aquel de quien puede exigirse todo? Y esta sola condición sin equivalente, sin cambio, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? Pues ¿qué derecho tendrá contra mí un esclavo mío, si todo lo que tiene me pertenece? Si su derecho es el mío, este derecho mío usado contra mí mismo es una expresión que carece de sentido.

Grocio y los demás deducen de la guerra otro origen del pretendido derecho de esclavitud. Según ellos, teniendo el vencedor el derecho de matar al vencido, puede éste rescatar su vida a costa de su libertad; convención tanto más legítima cuanto que se convierte en utilidad para ambos.

Pero es evidente que este pretendido derecho de matar al vencido de ningún modo proviene del estado de guerra. Por cuanto los hombres, viviendo en su primitiva independencia, no tienen entre sí una relación bastante continua para constituir ni el estado de paz, ni el estado de guerra; por la misma razón, no son enemigos por naturaleza. La relación de las cosas y no la de los hombres es la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer este estado de simples relaciones personales, sino de relaciones reales, la guerra de particulares o de hombre a hombre no puede existir, ni en el estado natural, en el cual no hay propiedad constante, ni en el estado social, en el cual todo está bajo la autoridad de las leyes.

Los combates particulares, los desafíos, las luchas son actos que no constituyen un estado: y por lo que mira a las guerras entre particulares, autorizadas por las instituciones de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no son sino abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como el que más, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena política.

Por consiguiente, la guerra no es una relación de hombre a hombre, sino de estado a estado, en la cual los particulares son enemigos solo de forma accidental, no como hombres ni como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores. Por último, un estado sólo puede tener por enemigo a otro estado, y no a los hombres, en atención a que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna verdadera relación.

No es menos conforme este principio con las máximas establecidas en todos los tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos cultos. Una declaración de guerra no es tanto una advertencia a las potencias, como a sus súbditos. El extranjero, bien sea rey, bien sea particular, bien sea pueblo, que roba, mata o prende a un súbdito sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un salteador. Hasta en medio de la guerra, el príncipe que es justo se apodera en país enemigo de todo lo perteneciente al público; pero respeta la persona y los bienes de los particulares; respeta unos derechos, sobre los cuales se fundan los suyos. Siendo el fin de la guerra la destrucción del estado enemigo, existe el derecho de matar a sus defensores mientras éstos tengan las armas en la mano; pero cuando las abandonan y se rinden, dejando de ser enemigos o instrumentos del enemigo, vuelven de nuevo a ser sólo hombres; cesa, pues, entonces el derecho de quitarles la vida. A veces se puede acabar con un estado sin matar a uno solo de sus miembros, y la guerra no da ningún derecho que no sea indispensable para su fin. Estos principios no son los de Grocio, no se apoyan en autoridades de poetas, sino que derivan de la naturaleza de las cosas y se fundan en la razón.

En cuanto al derecho de conquista, no tiene más fundamento que el derecho del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de degollar a los pueblos vencidos, este derecho, que no tiene, no puede establecer el de esclavizarlos. No hay derecho para matar al enemigo sino en el caso de no poderle hacer esclavo: luego el derecho de hacerle esclavo no viene del derecho de matarle; luego es un cambio inicuo hacerle comprar a costa de su libertad una vida sobre la cual nadie tiene derecho. Fundar el derecho de vida y de muerte en el derecho de esclavitud, y el derecho de esclavitud en el de vida y de muerte, ¿no es caer en un círculo vicioso?

Aun suponiendo el terrible derecho de matarlos a todos, un hombre hecho esclavo en la guerra o un pueblo conquistado sólo está obligado a obedecer a su señor mientras éste pueda conseguirlo por la fuerza. Tomando un equivalente de su vida, el vencedor no le ha hecho merced de ella; en vez de matarle sin ningún fruto, le ha matado útilmente. Lejos, pues, de haber adquirido sobre él alguna autoridad unida a la fuerza, el estado de guerra subsiste entre los dos como antes, la relación misma que hay entre los dos es un efecto de este estado; y el uso del derecho de la guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho una convención, está bien; pero esta convención, lejos de destruir el estado de guerra, supone que éste continua.

Así pues, de cualquier modo que las cosas se consideren, el derecho de esclavitud es nulo, no sólo porque es ilegítimo, sino también porque es absurdo y porque nada significa. Las dos palabras, «esclavitud» y «derecho», son contradictorias y se excluyen mutuamente. Sea de hombre a hombre, sea de hombre a pueblo, este discurso es igualmente descabellado: hago contigo una convención, cuyo gravamen es todo tuyo y mío todo el provecho; convención que observaré mientras me dé la gana y que tú observarás mientras a mí me dé la gana.

JEAN-JACQUES ROUSSEAUEl contrato social

Capítulo 5. Que es preciso retroceder siempre hasta una primera convención.

Aun cuando diésemos por sentado cuanto he refutado hasta aquí, no por eso estarían más adelantados los factores del despotismo. Siempre habrá una diferencia no pequeña entre sujetar una muchedumbre y gobernar una sociedad. Si muchos hombres dispersos se someten sucesivamente a uno solo, por numerosos que sean, sólo veo en ellos a un dueño y a sus esclavos, y no a un pueblo y a su jefe: será, si así se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay allí bien público ni cuerpo político. Por más que este hombre sujete a la mitad del mundo, nunca pasará de ser un particular; su interés, separado del de los demás, siempre será un interés privado. Cuando perece, su imperio queda después de su muerte diseminado y sin vínculo que lo conserve, de la misma manera que una encina se deshace y se reduce a un montón de cenizas después que el fuego la haya consumido.

Un pueblo, dice Grocio, puede darse a un rey; luego, según él mismo, un pueblo es pueblo antes de darse a un rey. Esta misma donación es un acto civil, que supone una deliberación pública. Antes, pues, de examinar el acto por el cual un pueblo elige a un rey, sería conveniente examinar el acto por el cual un pueblo se constituye como pueblo; pues siendo este acto por necesidad anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.

En efecto, si no existiese una convención anterior, ¿por qué motivo, a menos que la elección fuera unánime, debería la minoría someterse al elegido por la mayoría? ¿Y por qué razón cien hombres que quieren tener un señor tienen el derecho de votar por diez que no quieren ninguno? La misma ley de la pluralidad de votos se halla establecida por convención y supone, una vez a lo menos, la unanimidad.

Capítulo 6. Del pacto social

Supongamos que los hombres hayan llegado a un punto tal, que los obstáculos que ponen en peligro su conservación en el estado de la naturaleza superen por su resistencia las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en este estado. En esa situación su estado primitivo no puede durar más tiempo, y el género humano perecería si no variase su modo de existir.

Mas como los hombres no pueden crear por sí solos nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que ya existen, sólo les queda un medio para conservarse, que consiste en formar por agregación una suma de fuerzas capaz de vencer la resistencia, poner en movimiento estas fuerzas por medio de un solo móvil y hacerlas obrar de acuerdo.

Esta suma de fuerzas sólo puede nacer del concurso de muchas separadas; pero como la fuerza y la libertad de cada individuo son los principales instrumentos de su conservación, ¿qué medio encontrará para obligarlas sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe a sí mismo? Esta dificultad, reducida a mi objeto, puede expresarse en estos términos: «Encontrar una forma de asociación capaz de defender y proteger con toda la fuerza común la persona y bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que cada uno de éstos, uniéndose a todos, sólo obedezca a sí mismo, y quede tan libre como antes». Éste es el problema básico, cuya solución se encuentra en el contrato social.

Las cláusulas de este contrato están determinadas por la naturaleza del acto de tal suerte que la menor modificación las haría vanas y de ningún efecto; así, aunque quizás nunca hayan sido expresadas de manera formal, en todas partes son las mismas, en todas están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, por la violación del pacto social, recobre cada cual sus primitivos derechos y su natural libertad, perdiendo la libertad convencional por la cual renunciara a aquella.

Todas estas cláusulas bien entendidas se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos hecha a favor del común; porque, en primer lugar, dándose cada uno en todas sus partes, la condición es la misma para todos; siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás.

Además de esto, haciendo cada cual la enajenación sin reservarse nada, la unión es tan perfecta como puede serlo, sin que ningún socio pueda reclamar; pues, si les quedasen algunos derechos a los particulares, como no existiría un superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada uno su propio juez en algún punto, bien pronto pretendería serlo en todos; subsistiría entonces el estado de la naturaleza y la asociación se haría precisamente tiránica o inútil.

En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie en particular; y como no hay socio alguno sobre quien no se adquiera el mismo derecho que uno le cede sobre sí, se gana en este cambio el equivalente de todo lo que uno pierde, y una fuerza mayor para conservar lo que uno tiene.

Si quitamos, pues, del pacto social lo que no es de su esencia, veremos que se reduce a estos términos: cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo también a cada miembro como parte indivisible del todo.

En el mismo momento, en vez de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como voces tiene la asamblea; y ese cuerpo recibe del mismo acto su unidad, su ser común, su vida y su voluntad. Esta persona pública, que de este modo es un producto de la unión de todas las otras, tomaba antiguamente el nombre de civitas y ahora el de república o

cuerpo político, al cual sus miembros llaman estado cuando es pasivo; soberano, cuando es activo, y potencia, cuando se le compara con sus semejantes. Por lo que respecta a los asociados, éstos toman el nombre de pueblo como colectivo; en particular se llaman ciudadanos, como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, como sometidos a las leyes del estado. Pero estas voces se confunden a menudo y se toma la una por la otra; basta que sepamos distinguirlas cuando se usan en toda su precisión.

 

JEAN-JACQUES ROUSSEAUEl contrato social

Capítulo 7. Del soberano.

Por esta fórmula se ve que el acto de asociación encierra una obligación recíproca del público para con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, está obligado bajo dos respectos, a saber: como miembro del soberano hacia los particulares, y como miembro del estado hacia el soberano. Y aquí no puede tener aplicación la máxima del derecho civil de que nadie está obligado a cumplir lo que se ha prometido a sí mismo; pues hay mucha diferencia entre obligarse uno hacia sí mismo y obligarse hacia un todo del cual forma parte.

También debe advertirse que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos hacia el soberano, a causa de los diversos respectos bajo los cuales cada uno de ellos es considerado, no puede, por la razón contraria, obligar al soberano hacia sí mismo, y que, por consiguiente, es contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. No pudiendo ser considerado sino bajo un solo y único respecto, está en el caso de un particular que contrata consigo mismo: por lo tanto se ve claramente que no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni aun el mismo contrato social. No quiere decir esto que semejante cuerpo político no se pueda obligar hacia otro diferente en aquellas cosas que no derogan el contrato; pues, con respecto al extranjero, no es más que un ser simple, un individuo.

Pero el cuerpo político o el soberano, como reciben su ser de la santidad del contrato, jamas pueden obligarse, ni aun con respecto a otro, a cosa alguna que derogue este primitivo acto, como sería enajenar alguna porción de sí mismo, o someterse a otro soberano. Violar el acto en virtud del cual existe sería anonadarse; y la nada no produce ningún efecto.

Desde el instante en que esta muchedumbre se halla reunida en un cuerpo, no es posible agraviar a uno de sus miembros sin atacar el cuerpo, ni mucho menos agraviar a éste sin que los miembros se resientan. De este modo, el deber y el interés obligan por igual a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los hombres mismos deben procurar reunir bajo este doble aspecto todas las ventajas que produce.

Dado que el soberano se compone de particulares, no tiene ni puede tener ningún interés contrario al de éstos; por consiguiente, el poder soberano no tiene necesidad de ofrecer garantías a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a sus miembros, y más adelante veremos que tampoco puede dañar a nadie en particular. El soberano, en el mero hecho de existir, es siempre todo lo que debe ser.

Mas no puede decirse lo mismo de los súbditos con respecto al soberano, a quien, no obstante el interés común, nadie respondería de los empeños contraídos por aquellos, si no encontrase los medios de estar seguro de su fidelidad.

En efecto, puede cada individuo, como hombre, tener una voluntad particular contraria o diferente de la voluntad general que como ciudadano tiene; su interés particular puede hablarle muy al revés del interés común; su existencia aislada y naturalmente independiente puede hacerle mirar lo que debe a la causa pública como una contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los demás de lo que le es onerosa su prestación; y considerando la persona moral que constituye el estado como un ente de razón, por lo mismo que no es un hombre, disfrutaría así de los derechos de ciudadano sin cumplir con los deberes de súbdito; injusticia que, si progresase, causaría la ruina del cuerpo político.

A fin, pues, de que el pacto social no sea un formulario inútil, encierra tácitamente la obligación, única que puede dar fuerza a las demás, de que al que rehuse obedecer a la voluntad general se le obligará a ello por todo el cuerpo; lo que no significa nada más sino que se le obligará a ser libre; pues ésta y no otra es la condición por la cual, entregándose cada ciudadano a su patria, se libra de toda dependencia personal; condición que produce el artificio y el juego de la máquina política, y que es la única que legitima las obligaciones civiles; las cuales, sin esto, serían absurdas, tiránicas y sujetas a los más enormes abusos.

Capítulo 8. Del estado civil.

Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando a sus acciones la moralidad que antes les faltaba. Sólo entonces, sucediendo la voz del deber al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre, que hasta aquel momento solo se miraba a sí mismo, se ve precisado a obrar según otros principios y a consultar con su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en este estado se halle privado de muchas ventajas que le da la naturaleza, adquiere, por otro lado, algunas tan grandes: sus facultades se ejercen y se desarrollan, sus ideas se ensanchan, se ennoblecen sus sentimientos, toda su alma se eleva hasta tal punto que, si los abusos de esta nueva condición no le degradasen a menudo, haciéndola inferior a aquella de que saliera, debería bendecir sin cesar el dichoso instante en que la abrazó para siempre y en que, de un animal estúpido y limitado que era, se hizo un ser inteligente y un hombre.

Reduzcamos toda esta balanza a términos fáciles de comparar. El hombre pierde, por el contrato social, su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que intenta y que puede alcanzar; pero gana la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones, se ha de distinguir la libertad natural, que no reconoce más límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que se halla limitada por la voluntad general; y la posesión, que es sólo el efecto de la fuerza, o sea, el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no se puede fundar sino en un título positivo.

Además de todo esto, se podría añadir a la adquisición del estado civil la libertad moral, que es la única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí mismo; pues el impulso del solo apetito es esclavitud, mientras que la obediencia a la ley que uno se ha impuesto es libertad. Pero demasiado he hablado sobre este artículo, y el sentido filosófico de la palabra «libertad» no pertenece al objeto que me he propuesto.

JEAN-JACQUES ROUSSEAUEmilio o la educación.

Libro 1

Todo está bien al salir de las manos del autor de las cosas: todo degenera entre las manos del hombre. Fuerza a una tierra a nutrir las producciones de otra; a un árbol a llevar los frutos de otro. Mezcla y confunde los climas, los elementos, las estaciones. Mutila a su perro, a su caballo, a su esclavo. Transforma todo, desfigura todo: ama la deformidad, los monstruos; no quiere nada tal como lo ha hecho la naturaleza, ni siquiera al hombre: necesita domarlo para él, como a un caballo de picadero; necesita deformarlo a su gusto, como a un árbol de su jardín.

Sin esto, todo iría aún peor, porque nuestra especie no quiere ser formada a medias. En el actual estado de las cosas, un hombre abandonado a sí mismo entre los otros desde su nacimiento sería el más desfigurado de todos. Los prejuicios, la autoridad, la necesidad, el ejemplo, todas las instituciones sociales en las que nos hallamos sumergidos, ahogarían en él la naturaleza y no pondrían nada en su lugar. Sería entonces como un arbolillo que el azar hace nacer en medio de un camino y que los transeúntes hacen perecer sacudiéndolo por todas partes y doblándolo en todos los sentidos.

¡Es a ti a quien me dirijo, tierna y previsora madre, que supiste apartarte de la carretera, y proteger el arbolillo naciente del choque de las opiniones humanas! Cultiva, riega la joven planta antes de que muera: sus frutos harán un día tus delicias. Haz temprano un cercado alrededor del alma de tu hijo: otro puede marcar su circuito, pero sólo tú debes poner ahí la barrera.

A las plantas se las forma mediante el cultivo, y a los hombres mediante la educación. Si el hombre naciese grande y fuerte, su talla y su fuerza serían inútiles hasta haber aprendido a servirse de ellas; le serían perjudiciales, impidiendo a los demás pensar en ayudarle, y abandonado a sí mismo, moriría de miseria antes de haber conocido sus necesidades. ¡Suelen quejarse del estado de la infancia! No comprenden que la raza humana habría perecido si el hombre no hubiera empezado por ser niño.

Nacemos débiles, necesitamos fuerzas; nacemos desprovistos de todo, necesitamos asistencia; nacemos estúpidos, necesitamos juicio. Todo cuanto no tenemos en nuestro nacimiento y que necesitamos de mayores nos es dado por la educación.

Esta educación nos viene de la naturaleza, o de los hombres o de las cosas. El desarrollo interno de nuestras facultades y de nuestros órganos es la educación de la naturaleza; el uso que nos enseñan a hacer de tal desarrollo es la educación de los hombres; y la adquisición de nuestra propia experiencia sobre los objetos que nos afectan es la educación de las cosas.

Así, pues, cada uno de nosotros es formado por tres clases de maestros. El discípulo en el que sus lecciones diversas se oponen se halla mal educado, y nunca estará de acuerdo consigo mismo. Aquel en quien todas ellas coinciden en los mismos puntos y tienden a los mismos fines, va solo a su meta y vive consecuentemente. Sólo éste se halla bien educado.

De estas tres educaciones diferentes, la de la naturaleza no depende de nosotros; la de las cosas sólo depende en ciertos aspectos; la de los hombres es la única de la que somos realmente dueños; todavía no lo somos más que por suposición, porque ¿quién puede esperar dirigir por entero las palabras y acciones de todos cuantos rodean al niño?

Dado que la educación es un arte, resulta casi imposible que triunfe, puesto que el concurso necesario para su éxito no depende de nadie. Todo lo que puede hacerse a fuerza de cuidados es acercarse más o menos a la meta, pero se necesita suerte para alcanzarla.

¿Cuál es la meta? La misma de la naturaleza, como acabamos de probar. Dado que es necesario el concurso de tres educadores para su perfección, hay que dirigir hacia aquella sobre la que nada podemos las otras dos. Pero quizás esa palabra, naturaleza, tenga un sentido demasiado vago. Trataremos de fijarlo aquí.

La naturaleza, nos dicen, no es más que el hábito. ¿Qué significa esto? ¿No hay hábitos impuestos a la fuerza que no siempre ahogan a la naturaleza? Tal es, por ejemplo, el hábito de las plantas cuya dirección vertical se entorpece. La planta liberada mantiene la inclinación que se le ha obligado a tomar; pero no por ello la savia ha cambiado su dirección primitiva, y si la planta continúa vegetando, su prolongación vuelve a ser vertical. Lo mismo ocurre con las inclinaciones de los hombres. Mientras se permanece en el mismo estado, pueden guardarse las que resultan del hábito, las menos naturales para nosotros; pero tan pronto como cambia la situación, el hábito cesa y lo natural reaparece. La educación no es, desde luego, más que un hábito. Ahora bien, ¿no hay gentes que olvidan y pierden su educación? ¿No hay otras que la conservan? ¿De dónde procede esa diferencia? Si hay que limitar el nombre de naturaleza a los hábitos conformes con la naturaleza, podemos ahorrarnos este galimatías.

Nacemos sensibles, y desde nuestro nacimiento somos afectados de diversas maneras por los objetos que nos rodean. Tan pronto como poseemos, por así decir, conciencia de nuestras sensaciones, estamos dispuestos a buscar o a rechazar los objetos que las producen: en primer lugar, según sean agradables o desagradables; luego, según la conveniencia o inconveniencia que encontramos entre nosotros y esos objetos, y por último, según los juicios que tengamos sobre la idea de felicidad o de perfección que la razón nos da. Estas disposiciones se extienden y afirman a medida que nos volvemos más sensibles y más esclarecidos; pero,

coaccionadas por nuestros hábitos, se alteran más o menos con nuestras opiniones. Antes de esa alteración, esas disposiciones constituyen lo que yo llamo en nosotros la naturaleza.

A esas disposiciones primitivas deberíamos, por tanto, remitirlo todo, y ello sería posible si nuestras tres educaciones sólo fueran diferentes; pero, ¿qué hacer cuando son opuestas, cuando en lugar de educar a un hombre para él mismo se le quiere educar para los demás? Entonces el acuerdo es imposible. Forzado a combatir la naturaleza o las instrucciones sociales, hay que optar entre hacer un hombre o un ciudadano; porque no se puede hacer uno y otro al mismo tiempo.

Cuando es compacta y está bien unida, toda sociedad parcial se aparta de la sociedad mayor. Todo patriota es duro para los extranjeros: no son más que hombres, a sus ojos no son nada. Tal inconveniente es inevitable, pero débil. Lo esencial es ser bueno con las gentes con quienes se vive. Para el exterior, el espartano era ambicioso, avaro, inicuo; pero el desinterés, la equidad y la concordia reinaban entre sus muros. Desconfiad de esos cosmopolitas que van a buscar lejos, en sus libros, deberes que desdeñan cumplir a su alrededor. Tal filósofo ama a los tártaros para estar dispensado de amar a sus vecinos.

El hombre natural es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto, que sólo tiene relación consigo mismo o con su semejante. El hombre civil no es más que una unidad fraccionaria que depende del denominador, y cuyo valor está relacionado con el entero, que es el cuerpo social. Las buenas instituciones sociales son las que mejor saben desnaturalizar al hombre, quitarle su existencia absoluta para darle una relativa y transportar el yo a la unidad común, de suerte que cada particular ya no se crea uno, sino parte de la unidad, y no sea sensible más que en el todo. Un ciudadano de Roma no era ni Cayo ni Lucio; era un romano e incluso amaba a la patria exclusivamente por ser la suya. Régulo se pretendía cartaginés por haberse convertido en un bien de sus amos. En su calidad de extranjero se negaba a sentarse en el senado de Roma; fue preciso que un cartaginés se lo ordenara. Se indignaba porque se quiso salvar su vida. Venció y regresó triunfante para morir en el suplicio. Yo creo que esto tiene muy poca relación con los hombres que conocemos.

El lacedemonio Pedareto se presenta para ser admitido en el consejo de los Trescientos y es rechazado; se marcha muy contento de haber encontrado en Esparta trescientos hombres más valiosos que él. Supongo sincera esta demostración, y hay motivo para creer que lo era: he ahí al ciudadano.

Una mujer de Esparta tenía cinco hijos en el ejército y esperaba noticias de la batalla. Llega un ilota; le pregunta sobre ella temblando: «Vuestros cinco hijos han muerto. —Vil esclavo, ¿te he preguntado eso? — ¡Hemos obtenido la victoria!». La madre corre al templo y da gracias a los dioses. He ahí a la ciudadana.

El que quiere conservar la primacía de los sentimientos de la naturaleza en el orden civil no sabe lo que quiere. Siempre en contradicción consigo mismo, siempre flotando entre sus inclinaciones y sus deberes, nunca será ni hombre ni ciudadano, no será bueno ni para sí ni para los demás. Será uno de esos hombres de nuestros días, un francés, un inglés, un burgués: no será nada.

Para ser algo, para ser uno mismo y siempre uno, hay que obrar como se habla; siempre hay que estar resuelto sobre el partido que se debe tomar, tomarlo abiertamente y seguirlo siempre. Espero a que se muestre ese prodigio para saber si es hombre o ciudadano, o cómo se las arregla para ser al mismo tiempo lo uno y lo otro.

De estos objetivos necesariamente opuestos, derivan dos formas de institución contrarias: la una pública y común, la otra particular y doméstica.

¿Queréis tener una idea de la educación pública? Leed La república de Platón. No es una obra política, como piensan los que sólo juzgan los libros por sus títulos. Es el tratado de educación más hermoso que jamás se ha hecho.

Cuando alguien se quiere remitir al país de las quimeras cita la institución de Platón. Si Licurgo hubiera puesto la suya sólo por escrito, me parecería mucho más quimérica. Platón no hizo otra cosa que depurar el corazón del hombre; Licurgo lo desnaturalizó.

La institución pública no existe ya, no puede existir, porque donde ya no hay patria ya no puede haber ciudadanos. Esas dos palabras, «patria» y «ciudadano», deben ser borradas de las lenguas modernas. Sé de sobra la razón de esto, pero no quiero decirla: no sirve de nada a mi tema.

No considero una institución pública esos irrisorios establecimientos que se denominan colegios. Tampoco cuento la educación del mundo, porque al tender esa educación a dos fines contrarios, fracasa en los dos; sólo sirve para hacer hombres dobles, que siempre parecen referir todo a los demás y nunca refieren nada sino sólo a sí mismos. Y estas demostraciones, por ser comunes a todo el mundo, no engañan a nadie. Son otros tantos cuidados perdidos.

De estas contradicciones nace la que constantemente experimentamos en nosotros mismos. Arrastrados por la naturaleza y por los hombres a rutas contrarias, forzados a repartirnos entre esos impulsos diversos, seguimos una dirección compuesta que no nos lleva ni a una meta ni a otra. Así, combatidos y flotantes durante todo el curso de nuestra vida, la acabamos sin poder ponernos de acuerdo con nosotros, y sin haber sido buenos ni para nosotros ni para los demás.

Queda, por último, la educación doméstica o de la naturaleza. Pero ¿qué será para los demás un hombre que ha sido educado únicamente para sí? Si el doble objeto que se propone pudiera reunirse acaso en uno solo, eliminando las contradicciones del hombre se eliminaría un gran obstáculo para su felicidad. Para juzgarlo, habría que verlo formado por completo; habría que haber observado sus inclinaciones, visto sus progresos, seguido su

marcha: en una palabra, habría que conocer al hombre natural. Creo que algunos pasos se habrán dado en esta investigación después de haber leído el presente escrito.

Para formar ese hombre raro, ¿qué hemos de hacer? Mucho, sin duda: impedir que se haga algo. Cuando sólo se trata de ir contra el viento, se voltejea; pero si la mar está gruesa y se quiere permanecer en el sitio, hay que echar el ancla. Joven piloto, ten cuidado para que tu cable no escape o para que tu ancla no garre, y para que el navío no derive antes de que te hayas dado cuenta.

En el orden social, donde todos los puestos están marcados, cada cual debe estar educado para el suyo. Si un particular formado para su puesto se sale de él, ya no sirve para nada. La educación sólo es útil mientras la fortuna concuerda con la vocación de los padres; en cualquier otro caso es perjudicial para el alumno, aunque sólo sea por los prejuicios que le ha dado. En Egipto, donde el hijo estaba obligado a abrazar el estado de su padre, la educación tenía por lo menos un fin asegurado; pero entre nosotros, donde sólo permanecen los rangos, y donde los hombres cambian constantemente en ellos, nadie sabe si educando a su hijo para el suyo está trabajando contra él.

En el orden natural, por ser todos los hombres iguales, su vocación común es el estado de hombre, y quien está bien educado para ése no puede cumplir mal los que se relacionan con él. Poco me importa que destinen a mi alumno a la espada, a la Iglesia o a los tribunales. Antes que la vocación de los padres, la naturaleza lo llama a la vida humana. Vivir es el oficio que quiero enseñarle. Lo admito, al salir de mis manos no será ni magistrado, ni soldado, ni sacerdote: será ante todo hombre; todo lo que un hombre debe ser sabrá serlo, llegado el caso, tan bien como cualquier otro, y por más que la fortuna le haga cambiar de puesto, estará siempre en el suyo.

MONTESQUIEU, BARON DE SECONDATEl Espíritu de las Leyes.

LIBRO XI. De las leyes que dan origen a la libertad política en su relación con la constitución

CAPÍTULO I: Idea GeneralDistingo las leyes que dan origen a la libertad política con relación a la constitución, de aquéllas que lo

hacen con relación al ciudadano. Las primeras constituyen el tema de este libro; trataré de las segundas en el libro siguiente.

CAPÍTULO II: Diversos significados que se dan a la palabra libertadNo hay una palabra que haya recibido significaciones más diferentes y que haya impresionado los ánimos

de maneras tan dispares como la palabra libertad. Unos la han considerado como la facultad de deponer a quien habían dado un poder tiránico; otros, como la facultad de elegir a quien deben obedecer; otros como el derecho de ir armados y poder ejercer la violencia, y otros, por fin, como el privilegio de no ser gobernados más que por un hombre de su nación o por sus propias leyes. Durante largo tiempo algún pueblo hizo consistir la libertad en el uso de llevar una larga barba. No han faltado quienes asociando este nombre a una forma de gobierno, excluyeron las demás. Los afectos al Gobierno republicano la radicaron en dicho Gobierno; los afectos al Gobierno monárquico la situaron en la monarquía. En resumen, cada cual ha llamado libertad al Gobierno que se ajustaba a sus costumbres o a sus inclinaciones. Ahora bien, como en una República no se tienen siempre a la vista y de manera tan palpable los instrumentos de los males que se padecen y las leyes aparentan jugar un papel más importante que sus ejecutores, se hace residir normalmente la libertad en las Repúblicas, excluyéndola de la Monarquías. Por último, como en las democracias parece que el pueblo hace poco más o menos lo que quiere, se ha situado la libertad en este tipo de Gobierno, confundiendo el poder del pueblo con su libertad.

CAPÍTULO III: Que es la libertadEs cierto que en las democracias parece que el pueblo hace lo que quiere; pero la libertad política no

consiste en hacer lo que uno quiera. En un Estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, la libertad sólo puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer.

Hay que tomar conciencia de lo que es la independencia y de lo que es la libertad. La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten, de modo que si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente esta facultad.

CAPÍTULO IV: Continuación del mismo tema La democracia y la aristocracia no son Estados libres por su naturaleza. La libertad política no se

encuentra más que en los Estados moderados; ahora bien, no siempre aparece en ellos, sino sólo cuando no se abusa del poder. Pero es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites. ¡Quién lo diría! La misma virtud necesita límites.

Para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder. Una constitución puede ser tal que nadie esté obligado a hacer las cosas no preceptuadas por la ley, y a no hacer las permitidas.

CAPÍTULO V: Del fin de los distintos EstadosAunque todos los Estados tengan, en general, el mismo fin, que es el de mantenerse, cada uno tiene sin

embargo, uno que le es particular. El engrandecimiento era el de Roma; la guerra, el de Lacedemonia; la religión, el de las leyes judaicas; el comercio, el de Marsella; la tranquilidad pública, el de las leyes chinas; la navegación, el de las leyes de Rodas; la libertad natural, el de la legislación de los salvajes; las delicias del príncipe, por lo común, el de los Estados despóticos; la gloria del príncipe y la del Estado, el de las Monarquías; el objeto de las leyes de Polonia es la independencia de cada ciudadano, pero de ellas resulta la opresión de todos.

Existe también una nación en el mundo cuya constitución tiene como objeto directo la libertad política. Vamos a examinar los principios en que se funda: si son buenos, la libertad se reflejará en ellos como en un espejo.

Para descubrir la libertad política en la constitución no hace falta mucho esfuerzo. Ahora bien, si se la puede contemplar y si ya se ha encontrado, ¿por qué buscarla más?

MONTESQUIEU, BARON DE SECONDATEl Espíritu de las Leyes.

CAPITULO VI: De la Constitución de InglaterraHay en cada Estado tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de los asuntos que

dependen del derecho de gentes y el poder ejecutivo de los que dependen del derecho civil.Por el poder legislativo, el príncipe o magistrado, promulga leyes para cierto tiempo o para siempre, y

enmienda o deroga las existentes. Por el segundo poder, dispone de la guerra y de la paz, envía o recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los delitos o juzga las diferencias entre particulares. Llamaremos a este poder judicial, y al otro, simplemente, poder ejecutivo del Estado.

La libertad política de un ciudadano depende de la tranquilidad de espíritu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad. Y para que exista la libertad es necesario que el Gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer nada de otro.

Cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede temer que el monarca o el Senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente.

Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor.

Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares.

En la mayor parte de los reinos de Europa el Gobierno es moderado porque el príncipe, que tiene los dos primero poderes, deja a sus súbditos el ejercicio del tercero. En Turquía, donde los tres poderes están reunidos en la cabeza del sultán, reina un terrible despotismo.

En las repúblicas de Italia, los tres poderes están reunidos y hay menos libertad que en nuestras Monarquías. Por eso, el Gobierno necesita para mantenerse de medios tan violentos como los del Gobierno turco. Prueba de ello son los inquisidores del Estado y el cepillo donde cualquier delator puede, en todo momento, depositar su acusación en una esquela.

Veamos cuál es la situación de un ciudadano en estas Repúblicas: el mismo cuerpo de magistratura tiene, como ejecutor de las leyes, todo el poder que se ha otorgado como legislador; puede asolar al Estado por sus voluntades generales, y como tiene además el poder de juzgar, puede destruir a cada ciudadano por sus voluntades particulares.

El poder es único, y aunque no haya pompa exterior que lo delate, se siente a cada instante la presencia de un príncipe despótico.

Por eso, siempre que los príncipes han querido hacerse déspotas, han empezado por reunir todas las magistraturas en su persona; y varios reyes de Europa, todos los grandes cargos del Estado.

Creo que la mera aristocracia hereditaria de las Repúblicas de Italia no corresponde precisamente al despotismo de Asia. Una gran cantidad de magistrados suele moderar la magistratura, pues no todos los nobles concurren en los mismos designios y se forman distintos tribunales que contrarrestan su poder. Así, en Venecia, el Consejo Supremo se ocupa de la legislación, el Pregadi de la ejecución y los Quaranti del poder de juzgar. Pero el mal reside en que estos tribunales diferentes están formados por magistrados que pertenecen al mismo cuerpo, lo que quiere decir que no forman más que un solo poder.

El poder judicial no debe darse a un Senado permanente, sino que lo deben ejercer personas del pueblo, nombradas en ciertas épocas del año de la manera prescrita por la ley, para formar un tribunal que sólo dure el tiempo que la necesidad lo requiera.

De esta manera, el poder de juzgar, tan terrible para los hombres, se hace invisible y nulo, al no estar ligado a determinado estado o profesión. Como los jueces no están permanentemente a la vista, se teme a la magistratura, pero no a los magistrados.

Es preciso incluso que, en las acusaciones graves, el reo, conjuntamente con la ley, pueda elegir sus jueces, o al menos que pueda recusar tantos que, los que queden, puedan considerarse como de su elección.

Los otros dos poderes podrían darse a magistrados o a cuerpos permanentes porque no se ejercen sobre ningún particular, y son, el uno, la voluntad general del Estado, y el otro, la ejecución de dicha voluntad general.

Pero si los tribunales no deben ser fijos, sí deben serlo las sentencias, hasta el punto de que deben corresponder siempre al texto expreso de la ley. Si fueran una opinión particular del juez, se viviría en la sociedad sin saber con exactitud los compromisos contraídos con ella.

Es necesario además que los jueces sean de la misma condición que el acusado, para que éste no pueda pensar que cae en manos de gentes propensas a irrogarle daño.

Si el poder legislativo deja al ejecutivo el derecho de encarcelar a los ciudadanos que puedan responder de su conducta, ya no habrá libertad, a menos que sean detenidos para responder, sin demora, a una acusación que la ley considere capital, en cuyo caso son realmente libres, puesto que sólo están sometidos al poder de la ley.

Pero si el poder legislativo se creyera en peligro por alguna conjura secreta contra el Estado, o alguna inteligencia con los enemigos del exterior, podría permitir al poder ejecutivo, por un período de tiempo corto y limitado, detener a los ciudadanos sospechosos, quienes perderían la libertad por algún tiempo, pero para conservarla siempre.

Éste es el único medio conforme a la razón para suplir la tiránica magistratura de los éforos, y de los inquisidores de Estado de Venecia, que son tan despóticos como aquéllos.

Puesto que en un Estado libre, todo hombre, considerado como poseedor de un alma libre, debe gobernarse por sí mismo, sería preciso que el pueblo en cuerpo desempeñara el poder legislativo. Pero como esto es imposible en los grandes Estados, y como está sujeto a mil inconvenientes en los pequeños, el pueblo deberá realizar por medio de sus representantes lo que no puede hacer por sí mismo.

Se conocen mejor las necesidades de la propia ciudad que las de las demás ciudades y se juzga mejor sobre la capacidad de los vecinos que sobre las de los demás compatriotas. No es necesario, pues, que los miembros del cuerpo legislativo provengan, en general, del cuerpo de la nación, sino que conviene que, en cada lugar principal, los habitantes elijan un representante.

La gran ventaja de los representantes es que tienen capacidad para discutir los asuntos. El pueblo en cambio no está preparado para esto, lo que constituye uno de los grandes inconvenientes de la democracia.

Cuando los representantes han recibido de quienes los eligieron unas instrucciones generales, no es necesario que reciban instrucciones particulares sobre cada asunto, como se practica en las dietas de Alemania. Verdad es que, de esta manera, la palabra de los diputados sería más propiamente la expresión de la voz de la nación, pero esta práctica llevaría a infinitas dilaciones, haría a cada diputado dueño de los demás y en los momentos más apremiantes, toda la fuerza de la nación podría ser detenida por un capricho.

Dice acertadamente M. Sidney que cuando los diputados representan a un cuerpo del pueblo, como en Holanda, deben dar cuenta a los que les han delegado. Pero cuando son diputados por las ciudades, como en Inglaterra, no ocurre lo mismo.

Todos los ciudadanos de los diversos distritos deben tener derecho a dar su voto para elegir al representante, exceptuando aquellos que se encuentren en tan bajo estado que se les considere carentes de voluntad propia.

Existía un gran defecto en la mayor parte de las Repúblicas de la antigüedad: el pueblo tenía derecho a tomar resoluciones activas que requerían cierta ejecución, cosa de la que es totalmente incapaz. El pueblo no debe entrar en el gobierno más que para elegir a sus representantes, que es lo que está a su alcance. Pues si hay pocos que conozcan el grado exacto de la capacidad humana, cada cual es capaz, sin embargo, de saber, en general, si su elegido es más competente que los demás.

El cuerpo representante no debe ser elegido tampoco para tomar una resolución activa, lo cual no haría bien, sino para promulgar leyes o para ver si se han cumplido adecuadamente las que hubiera promulgado, cosa que no sólo puede realizar muy bien, sino que sólo él puede hacer.

Hay siempre en los Estados personas distinguidas por su nacimiento, sus riquezas o sus honores que si estuvieran confundidas con el pueblo y no tuvieran más que un voto como los demás, la libertad común sería esclavitud para ellas y no tendrían ningún interés en defenderla, ya que la mayor parte de las resoluciones irían en contra suya. La parte que tomen en la legislación debe ser, pues, proporcionada a las demás ventajas que poseen en el Estado, lo cual ocurrirá si forman un cuerpo que tenga derecho a oponerse a las tentativas del pueblo, de igual forma que el pueblo tiene derecho a oponerse a las suyas.

De este modo, el poder legislativo se confiará al cuerpo de nobles y al cuerpo que se escoja para representar al pueblo; cada uno de ellos se reunirá en asambleas y deliberará con independencia del otro, y ambos tendrán miras e intereses separados.

De los tres poderes de que hemos hablado, el de juzgar es, en cierto modo, nulo. No quedan más que dos que necesiten de un poder regulador para atemperarlos. La parte del cuerpo legislativo compuesta por nobles es muy propia para ello.

El cuerpo de los nobles debe ser hereditario. Lo es, en principio, por su naturaleza, pero además es preciso que tengan gran interés en conservar sus prerrogativas, odiosas por sí mismas y en peligro continuo en un Estado libre.

Pero un poder hereditario podría inclinarse a cuidar de sus intereses y a olvidar los del pueblo; y así en cosas susceptibles de fácil soborno, como las leyes concernientes a la recaudación del dinero, es necesario que dicho poder participe en la legislación en razón de su facultad de impedir, pero no por su facultad de estatuir.

Llamo facultad de estatuir al derecho de ordenar por sí mismo o de corregir lo que ha sido ordenado por otro, y llamo facultad de impedir al derecho de anular una resolución tomada por otro, lo que constituía la potestad de los tribunos en Roma. Aunque aquél que tiene la facultad de impedir tenga también el derecho de aprobar, esta aprobación no es, en este caso, más que la declaración de que no hace uso de su facultad de impedir, y se deriva de esta misma facultad.

MONTESQUIEU, BARON DE SECONDATEl Espíritu de las Leyes.

CAPITULO VI: De la Constitución de Inglaterra (Cont)El poder ejecutivo debe estar en manos de un monarca, porque esta parte del Gobierno, que necesita casi

siempre de una acción rápida, está mejor administrada por una sola persona que por varias; y al contrario, las cosas concernientes al poder legislativo se ordenan mejor por varios que por uno solo.

Si no hubiera monarca y se confiara el poder ejecutivo a cierto número de personas del cuerpo legislativo, la libertad no existiría, pues los dos poderes estarían unidos, ya que las mismas personas participarían en uno y otro.

Si el cuerpo legislativo no se reuniera en asamblea durante un espacio de tiempo considerable, no habría libertad, pues sucederían una de estas dos cosas: o no existirían resoluciones legislativas, en cuyo caso el Estado caería en la anarquía, o dichas resoluciones serían tomadas por el poder ejecutivo, que se haría absoluto.

Es inútil que el cuerpo legislativo esté siempre reunido: sería incómodo para los representantes y, por otra parte, ocuparía demasiado al poder ejecutivo, el cual no pensaría en ejecutar, sino en defender sus prerrogativas y su derecho de ejecutar.

Además, si el cuerpo legislativo estuviese continuamente reunido, podría suceder que sólo se nombraran nuevos diputados en el lugar de los que muriesen. En este caso, si el cuerpo legislativo se corrompiera, el mal no tendría remedio. Cuando varios cuerpos legislativos se suceden, si el pueblo tiene mala opinión del actual, pone sus esperanzas, con razón, en el que vendrá después. Pero si hubiera siempre un mismo cuerpo, el pueblo no esperaría ya nada de sus leyes al verle corrompido; se enfurecería o caería en la indolencia.

El cuerpo legislativo no debe reunirse a instancia propia, pues se supone que un cuerpo no tiene voluntad más que cuando está reunido en asamblea; si no se reuniera unánimemente, no podría saberse qué parte es verdaderamente el cuerpo legislativo, si la que está reunida o la que no lo está. Si tuviera derecho a prorrogarse a sí mismo, podría ocurrir que no se prorrogase nunca, lo cual sería peligroso en el caso de que quisiera atentar contra el poder ejecutivo. Por otra parte, hay momentos más convenientes que otros para la asamblea del cuerpo legislativo; así pues, es preciso que el poder ejecutivo regule el momento de la celebración y la duración de dichas asambleas, según las circunstancias que él conoce.

Si el poder ejecutivo no posee el derecho de frenar las aspiraciones del cuerpo legislativo, éste será despótico, pues, como podrá atribuirse todo el poder imaginable, aniquilará a los demás poderes.

Recíprocamente el poder legislativo no tiene que disponer de la facultad de contener al poder ejecutivo, pues es inútil limitar la ejecución, que tiene sus límites por naturaleza; y además, el poder ejecutivo actúa siempre sobre cosas momentáneas. Era éste el defecto del poder de los tribunos en Roma, pues no sólo ponía impedimentos en la legislación, sino también a la ejecución, lo cual causaba graves perjuicios.

Pero si en un Estado libre el poder legislativo no debe tener derecho a frenar al poder ejecutivo, tiene, sin embargo, el derecho y debe tener la facultad de examinar cómo son cumplidas las leyes que ha promulgado. Es la ventaja de este Gobierno sobre el de Creta y el de Lacedemonia, donde los comes y los éforos no daban cuenta de su administración.

Cualquiera que sea este examen, el cuerpo legislativo no debe tener potestad para juzgar la persona, ni por consiguiente la conducta del que ejecuta. Su persona debe ser sagrada, porque, como es necesaria al estado para que el cuerpo legislativo no se haga tiránico, en el momento en que sea acusado o juzgado ya no habrá libertad.

En ese caso el Estado no sería una monarquía, sino una República no libre. Pero como el que ejecuta no puede ejecutar mal sin tener malos consejeros que odien las leyes como ministros, aunque éstas les favorezcan como hombres, se les puede buscar y castigar. Es la ventaja de este Gobierno sobre el de Gnido, donde nunca se podía dar razón al pueblo de las injusticias que se cometían contra él, ya que la ley no permitía llamar a juicio a los amimones, ni siquiera después de concluida su administración.

Aunque, en general, el poder judicial no debe estar unido a ninguna parte del legislativo, hay, sin embargo, tres excepciones, basadas en el interés particular del que ha de ser juzgado.

Los grandes están siempre expuestos a la envidia, y si fueran juzgados por el pueblo, podrían correr peligro, y además no serían juzgados por sus iguales, privilegio que tiene hasta el menor de los ciudadanos en un Estado libre. Así, pues, los nobles deben ser citados ante la parte del cuerpo legislativo compuesta por nobles, y no ante los tribunales ordinarios de la nación.

Podría ocurrir que la ley, que es ciega y clarividente a la vez, fuera, en ciertos casos, demasiado rigurosa. Los jueces de la nación no son, como hemos dicho, más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes. La parte del cuerpo legislativo que considerábamos como tribunal necesario, anteriormente, lo es también en esta ocasión: a su autoridad suprema corresponde moderar la ley en favor de la propia ley, fallando con menor rigor que ella.

Pudiera también ocurrir que algún ciudadano violara los derechos del pueblo en algún asunto público y cometiera delitos que los magistrados no pudieran o no quisieran castigar. En general, el poder legislativo no puede castigar, y menos aún en este caso en que representa la parte interesada, que es el pueblo. Asi, pues, sólo puede

ser la parte que acusa, pero ¿ante quién acusará? No podrá rebajarse ante los tribunales de la ley que son inferiores y que además, al estar compuestos por personas pertenecientes al pueblo, como ella, se verían arrastrados por la autoridad de tan gran acusador. Para conservar la dignidad del pueblo y la seguridad del particular será preciso que la parte legislativa del pueblo acuse ante la parte legislativa de los nobles, la cual no tiene los mismos intereses ni las mismas pasiones que aquélla.

Ésta es la ventaja del Gobierno al que nos referimos sobre la mayor parte de las Repúblicas antiguas, donde existía el abuso de que el pueblo era al mismo tiempo juez y acusador.

El poder ejecutivo, como hemos dicho, debe participar en la legislación en virtud de su facultad de impedir, sin lo cual pronto se vería despojado de sus prerrogativas. Pero si el poder legislativo participa en la ejecución, el ejecutivo se perderá igualmente.

Si el monarca participara en la legislación en virtud de su facultad de estatuir, tampoco habría libertad. Pero como le es necesario, sin embargo, participar en la legislación para defenderse, tendrá que hacerlo en virtud de su facultad de impedir.

La causa del cambio de Gobierno en Roma fue que si bien el Senado tenía una parte en el poder ejecutivo, y los magistrados la otra, no poseían, como el pueblo, la facultad de impedir.

He aquí, pues, la constitución fundamental del Gobierno al que nos referimos: el cuerpo legislativo está compuesto de dos partes, cada una de las cuales tendrá sujeta a la otra por su mutua facultad de impedir, y ambas estarán frenadas por el poder ejecutivo que lo estará a su vez por el legislativo.

Los tres poderes permanecerían así en reposo o inacción, pero, como por el movimiento necesario de las cosas, están obligados a moverse, se verán forzados a hacerlo de común acuerdo.

El poder ejecutivo no puede entrar en el debate de los asuntos, pues sólo forma parte del legislativo por su facultad de impedir. Ni siquiera es necesario que proponga, pues, como tiene el poder de desaprobar las resoluciones, puede rechazar las decisiones de las propuestas que hubiera deseado no se hicieran.

En algunas Repúblicas antiguas, en las que el pueblo en cuerpo discutía los asuntos, era natural que el poder ejecutivo los propusiera y los discutiera con él, sin lo cual se habría producido una extraordinaria confusión en las resoluciones.

Si el poder ejecutivo estatuye sobre la recaudación de impuestos de manera distinta que otorgando su consentimiento, no habría tampoco libertad porque se transformaría en legislativo en el punto más importante de la legislación.

Si el poder legislativo estatuye sobre la recaudación de impuestos, no de año en año, sino para siempre, corre el riesgo de perder su libertad porque el poder ejecutivo ya no dependerá de él. Cuando se tiene tal derecho para siempre, es indiferente que provenga de sí mismo o de otro. Ocurre lo mismo si legisla para siempre y no de año en año sobre las fuerzas de tierra y mar que debe confiar al poder ejecutivo.

Para que el ejecutivo no pueda oprimir es preciso que los ejércitos que se le confían sean pueblo y estén animados del mismo espíritu que el pueblo, como ocurrió en Roma hasta la época de Mario. Y para que así suceda sólo existen dos medios: que los empleados en el ejército tengan bienes suficientes para responder de su conducta ante los demás ciudadanos y que no se alisten más que por un año, como se hacía en Roma, o si hay un cuerpo de tropas permanente, constituido por las partes más viles de la nación, es preciso que el poder legislativo pueda desarticularlo en cuanto lo desee, que los soldados convivan con los ciudadanos y que no haya campamentos separados, ni cuarteles, ni plazas de guerra.

Una vez formado el ejército, no debe depender inmediatamente del cuerpo legislativo, sino del poder ejecutivo, y ello por su propia naturaleza, ya que su misión consiste más en actuar que en deliberar.

Es propio del modo de pensar humano que se dé más importancia al valor que a la timidez, a la actividad que a la prudencia, a la fuerza que a los consejos: el ejército menospreciará siempre al Senado y respetará a los oficiales. No dará importancia a órdenes que le vengan de un cuerpo compuesto por personas a quien estime tímidas y, por lo tanto, indignas de mandarle. Así, en cuanto el ejército dependa únicamente del cuerpo legislativo, el Gobierno se hará militar. Y si alguna vez ocurrió lo contrario fue a causa de circunstancias extraordinarias: bien porque el ejército estuviera siempre separado, bien porque estuviese compuesto de varios cuerpos que dependiesen cada uno de su provincia particular, bien porque las capitales fueran plazas excelentes que se defendiesen únicamente por su situación y sin tener tropas.

DENIS DIDEROT. Carta sobre el comercio de libros. 1763.

Usted desea, señor, conocer mis ideas acerca de un tema que considera importante y que en verdad lo es. Me siento muy honrado por su confianza; merece que le responda con la rapidez que me exige y la imparcialidad que tiene derecho a reclamar en un hombre de mi carácter.

De lo que aquí se trata es de examinar, según el estado en que se encuentran las cosas e incluso a la luz de las suposiciones, cuáles serán las consecuencias de los daños existentes y que podrían infligirse a nuestra Librería; si ella debe seguir soportando por mucho tiempo más los negocios que los extranjeros hacen con su

comercio; cuál es la relación entre ese comercio y la literatura; si es posible que empeore uno sin menoscabo del otro o que un librero se empobrezca sin arruinar al autor; cuáles son los privilegios de los libros; si esos privilegios deben comprenderse bajo la denominación general y odiosa de "otras exclusividades"; si existe algún fundamento legitimo para limitar su duración y negar su renovación; cuál es la naturaleza de los fondos editoriales de una librería; cuáles son los títulos que avalan la posesión de una obra al librero cuando la adquiere por cesión de un literato; si tales títulos son momentáneos o perpetuos. El examen de estos diferentes puntos me conducirá al esclarecimiento de otros que usted me consulta.

Pero ante todo, señor, piense que, resulta más enojoso caer en la pobreza que nacer en la miseria; que la condición de un pueblo embrutecido es peor que la de un pueblo bruto; que una rama de comercio extraviada es una rama de comercio perdida y que en diez años se causan más males de los que se pueden reparar en un siglo.

Los primeros impresores que se establecieron en Francia trabajaron sin competidores y no tardaron en acumular una fortuna honesta. Sin embargo, no fue con Horacio, ni con Virgilio, ni con otros autores de semejante vuelo que la naciente imprenta ensayó sus primeros pasos. En el comienzo se trató de obras de poco valor, de poca extensión y que respondían al gusto de un siglo bárbaro. (…). Pero más allá de la naturaleza y el mérito real de una obra, fue la novedad de la invención, la belleza de la ejecución, la diferencia de precio entre un libro impreso y uno manuscrito lo que favoreció la rápida difusión del primero.

En aquel entonces eran pocas las personas que leían; un comerciante no sentía el furor de poseer una biblioteca ni de arrebatar a precio de oro y plata a un pobre literato un libro que a él le fuera de utilidad. ¿Qué hizo el impresor? Enriquecido por sus primeras tentativas y alentado por algunos hombres lúcidos, aplicó su trabajo a obras preciadas pero de uso menos extendido. Algunas gustaron y se agotaron con una rapidez proporcional a una infinidad de circunstancias diversas; otras fueron negligentes y hubo algunas que no reportaron ningún beneficio al impresor. Sin embargo, la pérdida que aquellas obras ocasionaron se vio equilibrada por la ganancia de las que acertaron, así como también por la venta corriente de libros necesarios y diarios que compensaron su parte con rentas continuas; ésta fue la fuente de ingresos que inspiró la idea de constituir un fondo editorial de librería.

El fondo editorialUn fondo de librería consiste en un número más o menos considerable de libros apropiados para los

diferentes estamentos de la sociedad, y surtido de tal manera que la venta más lenta de unos se compense con la venta rápida de otros, favoreciendo el incremento de la primera posesión. Cuando no se ciñe a estas condiciones, un fondo resulta ruinoso. Apenas se comprendió su necesidad, los negocios se multiplicaron al infinito y enseguida las ciencias, que han sido pobres en todos los tiempos, pudieron conseguirse por un precio módico, sobre todo las obras principales de cada género.

Antes de nuestro tiempo, que se interesa por lo banal a costa de lo útil, la mayor parte de los libros pertenecía a este último caso (…);

Sin embargo, sucede que la industria de un particular abre un camino nuevo y son muchos los que se precipitan a seguirlo. Enseguida los impresores se multiplicaron y sus libros de primera necesidad y de utilidad general -aquellos trabajos cuya venta e ingresos constantes fomentaron la emulación del librero- se volvieron comunes y de un rendimiento tan pobre que se necesitó más tiempo para agotar una pequeña tirada que para consumar la edición entera de otra obra.La ganancia de los bienes corrientes resultaba casi nula y el comerciante no recuperaba mediante los trabajos seguros aquello que perdía con los otros, ya que ninguna circunstancia podía cambiar su naturaleza e incrementar su difusión. El azar de las empresas particulares ya no se equilibraba con la certeza de las empresas comunes y, de este modo, una ruina casi evidente conducía al librero a la pusilanimidad y al entorpecimiento. Pero he aquí que aparecieron algunos de esos hombres raros que han quedado para siempre en la historia de la imprenta y de las Letras; hombres que, animados por la pasión del arte y convencidos de la noble y temeraria confianza que les inspiraban sus talentos superiores, impresores de profesión que además conocían profundamente la literatura y eran capaces de afrontar todas las dificultades, concibieron los proyectos más atrevidos.

Yo le pido, señor, que si usted conoce a algún literato de cierta edad, le pregunte sinceramente cuántas veces ha renovado su biblioteca y por qué razón. En un primer momento, es común ceder a la curiosidad y a la indigencia, pero finalmente el buen gusto predomina y acaba desplazando una mala edición para hacer lugar a una buena. En cualquier caso, todos estos célebres impresores cuyas ediciones son buscadas en el presente, cuyos trabajos nos asombran y guardamos con afecto en la memoria, han muerto pobres; todos estuvieron a punto de abandonar sus caracteres y sus prensas cuando la justicia del magistrado y la liberalidad del soberano llegaron en su socorro.

Con un pie en el gusto que ellos sentían por la ciencia y el arte, y otro en el temor de verse arruinados por sus ávidos competidores, ¿qué hicieron estos calificados e infortunados impresores? Entre los manuscritos que les quedaban eligieron los que tenían menos posibilidades de ser rechazados; luego prepararon la edición en silencio, la ejecutaron y, para prevenirse de la amenaza de las imitaciones que había comenzado a traerles la ruina y que acabaría consumándola, a pesar de que la publicación estuviera a punto, solicitaron y obtuvieron del monarca un privilegio exclusivo para sus emprendimientos. Es esta, señor, la primera línea del código de la Librería y su primera reglamentación. (…)

DENIS DIDEROT. Carta sobre el comercio de libros. 1763.

(…2) Acuerdo entre librero y autor

El acuerdo entre el librero y el autor se hacía en aquel entonces igual que ahora. El autor recurría al librero y le proponía su obra: convenían el precio, el formato y otras condiciones. Esas condiciones y el precio quedaban estipulados en un acta privada por la cual el autor cedía a perpetuidad y sin devolución su obra al librero y a sus derechohabientes.

Pero como era importante para la religión, para las costumbres y para el gobierno que no se publicara nada que pudiera herir esos valores respetables, el manuscrito era presentado al canciller o a su sustituto, los cuales nombraban un censor para la obra y, según su testificación, permitían o rehusaban la impresión. Sin duda usted imaginará que este censor debía ser algún personaje grave, sabio, experimentado, un hombre cuya sagacidad y luces estuvieran acordes con la importancia de su función.

En cualquier caso, si la impresión del manuscrito se permitía, se concedía al librero un título que respondía siempre al nombre de "privilegio", el cual lo autorizaba a publicar la obra que había adquirido y a contar con la garantía, bajo penas específicas para quien la contraviniera, de disfrutar tranquilo de un bien que, por un acta privada firmada por el autor y por él mismo, le transmitía la posesión perpetua.

Con la edición publicada, el librero quedaba obligado a presentar nuevamente el manuscrito como única prueba ante la cual se podía constatar la conformidad exacta entre la reproducción y el original; en consecuencia, el librero resultaba acusado o excusado por el censor.

El plazo del privilegio era limitado, ya que con las obras ocurre lo mismo que con las leyes: no existe ninguna doctrina, ningún principio, ninguna máxima, cuya publicación convenga ser autorizada de igual manera en todos los tiempos.

Si al expirar el primer plazo del privilegio el comerciante solicitaba su renovación, ésta le era concedida sin dificultad ¿Por qué le hubiera sido rechazada? ¿Acaso una obra no pertenece a su autor tanto como su casa o su campo? ¿Acaso éste no puede alienar jamás su propiedad? ¿Es que hubiera estado permitido, bajo cualquier causa o pretexto, despojar a la persona que el autor eligió libremente para sustituirle en su derecho? ¿Es que ese sustituto no merece recibir toda la protección que el gobierno concede a cualquier propietario contra toda clase de usurpadores? Si un particular imprudente o desdichado adquiere, asumiendo riesgos propios e invirtiendo su fortuna, un terreno con pestes o que se arruina, sin dudas la prohibición de habitarlo entra en el orden lógico. Pero sea sano o con pestes, la propiedad le sigue perteneciendo y seria un acto de tiranía e injusticia, que desestabilizaría todas las convenciones de los ciudadanos, el hecho de que se transfiriera el uso y la propiedad a otros.

El prejuicio surge al confundirse la profesión del librero, la comunidad de libreros, la corporación con el privilegio; y el privilegio con el título de posesión, cosas que no tienen nada en común. Nada, señor. Pues entonces, que se destruyan todas las comunidades, que se devuelva a todos los ciudadanos la libertad de aplicar sus facultades según sus gustos e intereses, que se den por abolidos todos los privilegios, incluso los de librería: consiento en ello, todo estará bien siempre y cuando subsistan las leyes sobre los contratos de venta y adquisición. (…)

DENIS DIDEROT. Carta sobre el comercio de libros. 1763.(… 3) Acerca de la propiedad intelectual

(…) En Inglaterra existen comerciantes de libros, pero no comunidad de libreros; hay libros impresos pero no se expiden privilegios. Sin embargo, quien hace una imitación es considerado un ladrón; el ladrón es llevado ante los tribunales y castigado según las leyes. Los libros impresos en Inglaterra son pirateados en Escocia y en Irlanda. Pero es inusual que los libros impresos en Londres se pirateen en Oxford o en Cambridge. Sucede que allí no se conoce la diferencia entre la compra de un campo o de una casa y la adquisición de un manuscrito; no existe tal diferencia o quizá sólo existe a favor del comprador de un original.

En efecto, ¿qué bien podría pertenecer a un hombre si la obra de su espíritu, fruto único de su educación, de sus estudios, de sus vigilias, de sus tiempos, de sus búsquedas, de sus observaciones; si las horas más bellas, los momentos más hermosos de su vida; si sus pensamientos íntimos, los sentimientos de su corazón, la parte más preciosa de sí mismo, esa que no perece y que lo inmortaliza, no le pertenece? ¿Quién está en más derecho que el autor para disponer de su obra, ya sea para cederla o para venderla?

Ahora bien, el derecho del propietario es la verdadera medida del derecho del comprador. Si yo legara a mis hijos el privilegio de mis obras, ¿quién osaría expoliarlos? Si yo, forzado por sus necesidades o por las mías, alienara ese privilegio transfiriéndolo a otro propietario, ¿quién podría, sin quebrantar todos los principios de la justicia, discutir esa nueva propiedad? Si no fuese así, ¿no sería vil y miserable la condición de un literato? Siempre bajo tutela, seria tratado como un niño mentalmente limitado cuya minoridad no cesaría jamás.

Sabemos muy bien que la abeja no fabrica la miel para ella; pero, ¿el hombre tiene derecho a servirse del hombre de la misma manera que usa al insecto que produce la miel? Yo lo repito: el autor es dueño de su obra, o no hay persona en la sociedad que sea dueña de sus bienes. El librero entra en posesión de la obra del mismo modo que ésta fue poseída por el autor y se encuentra en el derecho incontestable de obtener el partido que mejor le convenga para sus sucesivas ediciones. Sería absurdo impedírselo, pues sería como condenar a un agricultor a dejar yermas sus tierras, o al propietario de una casa a dejar vacías sus estancias.

Pero insisto una vez mas, señor, no se trata de eso. Se trata de un manuscrito, de un bien legítimamente cedido y legítimamente adquirido, de una obra privilegiada que pertenece a un solo comprador, que no puede, sin violencia, transferirse en su totalidad o en parte a otro; se trata de un bien cuya propiedad individual no impide en absoluto componer y publicar ejemplares de manera indefinida.

Entre las diferentes causas que han concurrido a librarnos de la barbarie, no se puede olvidar la invención del arte tipográfico. Desanimar, abatir, envilecer este arte es actuar a favor de la regresión, es hacer alianza con una multitud de enemigos del conocimiento humano.

La propagación y los progresos de las luces también deben mucho a la constante protección de los soberanos que puede manifestarse de cien maneras diversas, entre las cuales me parece que no pueden olvidarse, sin demostrar prejuicio o ingratitud, los prudentes reglamentos que se instituyeron para el comercio de libros a medida que las circunstancias odiosas que impedían su funcionamiento los fueron exigiendo.

No hace falta una mirada demasiado aguda, penetrante o atenta, para discernir entre estos reglamentos que conciernen a los privilegios de librería, aquellos que han venido progresivamente a ser la salvaguardia legal del legítimo propietario y que lo han amparado contra la avidez de los usurpadores, siempre dispuestos a arrancarle el valor de su adquisición, el fruto de su industria, la recompensa de su coraje, de su inteligencia y de su trabajo.

Johannes Gensfleisch Gutenberg (1397-1468). Inventor del arte de imprimir con caracteres móviles e intercambiables, que fundía mediante un instrumento manual también inventado por él.

El autor es dueño de su obra, o no hay persona en la sociedad que sea dueña de sus bienes. El librero entra en posesión de la obra del mismo modo que ésta fue poseída por el autor y se encuentra en el derecho incontestable de obtener el partido que mejor le convenga para sus sucesivas ediciones.

Un hombre no reconoce su genio hasta que lo ensaya: el aguilucho tiembla como la joven paloma la primera vez que despliega sus alas y se confía a volar. Un autor termina su primera obra sin conocer, al igual que el librero, su valor. Si el librero nos paga como él cree, entonces nosotros le vendemos lo que nos place. Es el éxito el que instruye al comerciante y al literato. O el autor se asocia con el comerciante, y en ese caso resulta un mal negocio ya que presupone demasiada confianza de uno y demasiada probidad del otro; o bien el literato cede definitivamente la propiedad de su trabajo a un precio no demasiado alto, dado que dicho precio se fija y debe fijarse sobre la base de la incertidumbre del resultado. No obstante, hay que ponerse, como yo lo he estado, en su lugar; en el lugar de un hombre joven que recibe por primera vez un módico tributo por algunas jornadas de meditación. La alegría y el beneplácito que el hecho le produce son imposibles de comprender. Si vienen a añadirse algunos aplausos del público, si algunos días después de su debut encuentra que su librero lo trata de manera cortés, honesta, afable, afectuosa, con la mirada serena, cuán satisfecho se encontrará. Desde ese momento su talento cambia de precio y, no sabría disimularlo, el valor comercial de su segunda producción aumenta sin estar en relación directa con la disminución de los riesgos. Al parecer, el librero, deseoso de conservar al autor, pasa a calcular con otros elementos. Tras el tercer éxito, todo termina.

En la actualidad, las producciones del espíritu dan tan magros rendimientos que si rindieran aún menos, ¿quién desearía pensar? Sólo aquellos a los que la naturaleza condenó por un instinto irreductible a luchar contra la miseria. Pero, ¿ha crecido ese número de entusiastas dichosos de tener durante el día pan y agua y por la noche

una llama que los alumbre? ¿Acaso el Ministerio debe reducirlos a esa suerte? Y si esa fuera su resolución, ¿habría pensadores? Y si no hubiese pensadores, ¿qué diferencia habría entre el Ministerio y un pastor que pasea sus bestias? (…)

DENIS DIDEROT. Carta sobre el comercio de libros. 1763. (….) 4. La censura

Aquí no es cuestión, señor, de qué sería lo mejor; no es cuestión de lo que nosotros deseamos, sino de lo que usted puede y de lo que ambos decimos desde lo más profundo de nuestras almas: "Perezcan, perezcan para siempre las obras que tienden a embrutecer al hombre, a enfurecerlo, a pervertirlo, a corromperlo a hacerlo malvado". Pero, ¿puede usted impedir que se escriban? No. Pues bien, entonces no podrá impedir que un escrito se imprima y que al poco tiempo se vuelva común, codiciado, vendido y leído como si se hubiera permitido de manera tácita.

Aunque se rodearan, señor, todas nuestras fronteras de soldados, armándolos con bayonetas para rechazar todos los libros peligrosos que se presentaran, esos libros, perdóneme la expresión, pasarían entre sus piernas y saltarían por encima de sus cabezas y llegarían a nosotros.

Por favor, cíteme una de esas obras peligrosas, proscriptas, impresas clandestinamente en el extranjero o en el reino, que en menos de cuatro meses no se haya vuelto tan común como un libro privilegiado. ¿Qué libro más contrario a las buenas costumbres, a la religión, a las ideas recibidas de la filosofía y la administración, en una palabra, a todos los prejuicios vulgares y, en consecuencia, más peligroso, que las Cartas persas?(3) ¿Acaso hay algo peor? Y sin embargo, existen cien ediciones de las Cartas persas, y no hay un escolar que no encuentre un ejemplar por 12 soles en la ribera del Sena.

¿Quién no tiene su Juvenal o su Petronio traducido? Las reimpresiones del Decamerón de Boccacio o de los Cuentos de La Fontaine no podrían contarse.

¿Acaso nuestros tipógrafos franceses no pueden imprimir al pie de la primera página "Por Merkus, en Amsterdam" del mismo modo que los operarios holandeses?

El Contrato social impreso y reimpreso se distribuye a valor de un escudo debajo del vestíbulo del palacio del soberano.

¿Qué significa esto? Pues que nosotros no hemos dejado de conseguir estas obras; que hemos pagado al extranjero el precio de una mano de obra que un magistrado indulgente y con mejor política hubiera podido ahorrarnos y que de esta manera nos ha abandonado a los buhoneros que, aprovechándose de una doble curiosidad, triple por la prohibición, nos han vendido bien caro el peligro real o imaginario al que ellos se exponían para satisfacerla.

A pesar de lo que usted haga, jamás podrá impedir que se establezca un nivel entre la necesidad que tenemos de obras peligrosas o inofensivas; tampoco podrá determinar el número de ejemplares que esa necesidad exige. Dicho nivel sólo se establecerá un poco más rápido si usted fija un dique. La única cosa que conviene tener en claro, el resto no significa nada por más que se presente bajo aspectos alarmantes, es si usted desea preservar su dinero o dejarlo partir. Insisto una vez más, cíteme un libro peligroso que no se pueda conseguir.

Que un libro prohibido se encuentre en el almacén del comerciante, que éste lo venda sin comprometerse, pero que no cometa la impudicia de exponerlo en el mostrador de su tienda sin arriesgarse a ser sancionado.

Si la obra prohibida, cuya impresión se solicitó en nuestro país, ha sido publicada en el extranjero, me parece que entra en la ciase de bienes del derecho común y por lo tanto se puede usar tal como el reglamento o el uso disponen en materia de los libros antiguos: la copia no le ha costado nada al librero, quien no tiene el título de propiedad. Que se actúe como mejor parezca: que se otorgue el objeto como favor, como recompensa de un librero o de un hombre de letras, como honorarios de un censor, o que quede como propiedad del primer ocupante; pero, lo repito una vez más, que no se produzcan mutilaciones. (…)

EMMANUEL KANT ¿Qué es la ilustración?. 1784.

La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude![1] ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración.

La pereza y la cobardía son causa de que una tan gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo...; también lo son de que se haga tan fácil para otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe las dietas, etc, etc, así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar, ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea. Los tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la gran mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. Después de entontecer sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde los metieron, les muestran los peligros que les amenazarían caso de aventurarse a salir de él. Pero estos peligros no son tan graves pues, con unas cuantas caídas, aprenderían a caminar solitos; ahora que, lecciones de esa naturaleza, espantan y le curan a cualquiera las ganas de nuevos ensayos.

Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad, convertida casi en segunda naturaleza. Le ha cobrado afición y se siente realmente incapaz de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la aventura....

Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por propia cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber arrojado de sí el yugo de la tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo....

Mediante una revolución acaso se logre derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión económica o política, pero nunca se consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino que, nuevos prejuicios, en lugar de los antiguos, servirán de riendas para conducir al gran tropel.

Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón íntegramente. Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de razones! El oficial dice: ¡no razones, y haz la instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡nada de razonamientos!, ¡a pagar! El reverendo: ¡no razones y cree!... Aquí nos encontramos por doquier con una limitación de la libertad. Pero ¿qué limitación es obstáculo a la ilustración? ¿Y cuál, por el contrario, estímulo? Contesto: el uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres.

Una generación no puede obligarse y juramentarse a colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus conocimientos (presuntamente circunstanciales), depurarlos del error y, en general, avanzar en el estado de su ilustración. Constituiría esto un crímen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial radica precisamente en este progreso.... Puede un hombre, por lo que incumbe a su propia persona, pero sólo por un cierto tiempo, eludir la ilustración en aquellas materias a cuyo conocimiento está obligado; pero la simple y pura renuncia, aunque sea por su propia persona, y no digamos por la posteridad, significa tanto como violar y pisotear los sagrados derechos del hombre.

VOLTAIRECartas filosóficas 1734.

“El comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos en Inglaterra, ha contribuido a hacerles libres, y esta libertad ha extendido a su vez el comercio, así se ha formado la grandeza del Estado. Es el comercio el que ha establecido poco a poco las fuerzas navales por las que los ingleses son los dueños de los mares (...)

Todo esto da un justo orgullo a un mercader inglés, y hace que se atreva a compararse, no sin cierta razón, a un ciudadano romano. Tampoco el hermano menor de un par del reino desdeña el negocio. Milord Townshend, ministro de Estado, tiene un hermano que se contenta con ser comerciante en la ciudad (...)

En Francia (...) el negociante oye hablar tan a menudo con desprecio de su profesión que es lo suficientemente tonto como para enrojecerse de ello. No sé empero, quién es más útil a un Estado, un señor bien empolvado que sabe precisamente a qué hora el rey se levanta, a qué hora se acuesta, y que se da aires de grandeza haciendo el papel de esclavo en la antecámara de un ministro, o un negociante que enriquece a su país, da desde su despacho órdenes a Surate o al Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo”

ADAM SMITHLa Riqueza de las Naciones, 1776.

“Cada individuo en particular pone todo su cuidado en buscar el medio más oportuno de emplearcon mayor ventaja el capital de que puede disponer. Lo que desde luego se propone es su propiointerés, no el de la sociedad en común: pero estos mismos esfuerzos hacia su propia ventaja leinclinan a preferir, sin premeditación suya, el empleo más útil a la sociedad como tal (...)Ninguno por lo general se propone primariamente promover el interés público y acaso ni aúnconoce cómo lo fomenta cuando no lo piensa fomentar. Cuando prefiere la industria doméstica ala extranjera sólo medita su propia seguridad; y cuando dirige la primera de modo que su productosea del mayor valor que pueda, sólo piensa en su ganancia propia; pero en este y en otros muchoscasos es conducido como por una mano invisible a promover un fin que nunca tuvo parte ensu intención. Ni es contra la sociedad el que este loable fin no sea por todos premeditado, porquesiguiendo el particular por un camino justo y bien dirigido las miras de su interés propio, promueveel del común con más eficacia a veces que cuando piensa en fomentarlo directamente (...)Todo hombre, con tal que no viole las leyes de la justicia, debe quedar perfectamente libre paraabrazar el medio que mejor le parezca para buscar su modo de vivir, y sus intereses, y que puedansalir sus producciones a competir con las de cualquier otro individuo de la naturaleza humana(...)Según el sistema de la libertad negociante, al soberano sólo le quedan tres obligaciones principalesa que atender (...): la primera proteger a la sociedad de la violencia e invasión de otras sociedadesindependientes; la segunda, en poner en lo posible a cubierto de la injusticia y la opresiónde un miembro de la república a otro que lo sea también de la misma, o la obligación de estableceruna exacta justicia entre sus pueblos; y la tercera, la de mantener y erigir ciertas obras y establecimientospúblicos, a que nunca pueden alcanzar, ni acomodarse los intereses de los particulareso de pocos individuos, sino los de toda la sociedad en común; por razón de que aunque susutilidades recompensen superabundantemente los gastos al cuerpo general de la nación, nuncasatisfarían esta recompensa si los hiciese un particular” (Adam Smith, La riqueza de las naciones,1776).