schonborn introduccion al catecismo

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1 INDICACIONES PRÁCTICAS PARA EL USO DEL CATECISMO C. Schönborn, Breve introducción a las cuatro partes del Catecismo, en Introducción al Catecismo de la Iglesia Católica, Ciudad Nueva (pp. 67-110). Quien toma en sus manos el Catecismo debería familiarizarse en primer lugar con su estructura y la conformación del texto. En el prólogo al CEC, números 18-22, se dan algunas indicaciones prácticas para el uso del Catecismo que son útiles para la lectura. Querría hablar sobre ello brevemente. La conformación del texto Como el Catecismo, según se ha dicho, querría ofrecer una exposición orgánica de toda la fe católica, hay que leerlo como una unidad. A ello ayudan las referencias transversales que figuran en el margen del texto, las cuales señalan lugares paralelos correspondientes. A menudo un tema resulta más comprensible cuando se incluyen estos lugares complementarios. En las notas se remite ante todo a pasajes de la Escritura cuya lectura puede contribuir a una comprensión más profunda de la temática abordada. Las referencias transversales como también las notas están pensadas como recursos directos para la catequesis. Los índices al término de la obra, particularmente el índice temático, deben ayudar a localizar las conexiones transversales. Con frecuencia se trata un tema tanto en la confesión de fe como también en la parte moral, cada vez bajo diferente punto de vista. Se ha de reparar en que el índice temático no ofrece todas las palabras y conceptos, sino que incluye los temas y contenidos más importantes, de la forma más completa posible. Por tanto, si no se encuentra un concepto en el índice, eso no quiere decir que el tema no aparezca en el Catecismo. Dos ejemplos: el concepto «evolución» no figura en el índice, pero la cuestión es abordada reiteradas veces (cf. 283, 284, 285, 302, 310); lo mismo cabe decir a propósito del concepto «democracia» (cf. 1901, 1903, 1904, 1915). Como en el Catecismo alemán para adultos, también en el CEC se encuentran textos en letra pequeña. Ofrecen complementos históricos o apologéticos o tratan temas de importancia secundaria. Asimismo se ofrecen en letra pequeña las numerosas citas de los Padres de la Iglesia, de la tradición doctrinal eclesial o de los santos. Deben enriquecer la lectura e ilustrar los contenidos doctrinales a partir de la experiencia cristiana de vida. A las palabras de los santos les cae en suerte, en este Catecismo, una trascendencia especial. Se hallan las más de las veces al final de un pasaje mayor, como la última palabra y con ello hasta cierto punto la más importante. Su testimonio debe hacer perceptible, experimentable, que la doctrina expuesta precedentemente es mucho más que una teoría abstracta. El testimonio de los santos muestra que en la fe se trata de la vida, de la nueva vida en Cristo. Como en el Catecismo para la Iglesia universal no es posible remitir a experiencias singulares vinculadas a un lugar o específicas de una edad, se recomienda ceder la palabra a la experiencia de los santos, los cuales rebasan todos los límites de edad y cultura. ¿Qué hay de más universal que la experiencia de un san Francisco, de una Teresa del Niño Jesús? Así, por ejemplo, se cita a Teresa de Ávila para concluir el párrafo sobre el Dios único (227), a Isabel de Dijon al final del párrafo sobre la Santísima Trinidad (260), a Rosa de Lima después de las explicaciones sobre la pasión de Cristo (618), a Juan de la Cruz al término del texto sobre el juicio (1022), a Teresa de Ávila para concluir el texto sobre la esperanza (1821), a Teresa del Niño Jesús al término de las exposiciones sobre la gracia, la justificación y el mérito (2011) y a Agustín al término de toda la sección sobre los diez mandamientos. Una particularidad de este Catecismo son los textos breves al final de cada unidad temática. Resumen los contenidos esenciales en formulaciones concisas.

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Page 1: Schonborn Introduccion al Catecismo

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INDICACIONES PRÁCTICAS PARA EL USO DEL CATECISMO C. Schönborn, Breve introducción a las cuatro partes del Catecismo, en

Introducción al Catecismo de la Iglesia Católica, Ciudad Nueva (pp. 67-110).

Quien toma en sus manos el Catecismo debería familiarizarse en primer lugar con su estructura y la conformación del texto. En el prólogo al CEC, números 18-22, se dan algunas indicaciones prácticas para el uso del Catecismo que son útiles para la lectura. Querría hablar sobre ello brevemente.

La conformación del texto

Como el Catecismo, según se ha dicho, querría ofrecer una exposición orgánica de toda la fe católica, hay que leerlo como una unidad. A ello ayudan las referencias transversales que figuran en el margen del texto, las cuales señalan lugares paralelos correspondientes. A menudo un tema resulta más comprensible cuando se incluyen estos lugares complementarios.

En las notas se remite ante todo a pasajes de la Escritura cuya lectura puede contribuir a una comprensión más profunda de la temática abordada. Las referencias transversales como también las notas están pensadas como recursos directos para la catequesis.

Los índices al término de la obra, particularmente el índice temático, deben ayudar a localizar las conexiones transversales. Con frecuencia se trata un tema tanto en la confesión de fe como también en la parte moral, cada vez bajo diferente punto de vista. Se ha de reparar en que el índice temático no ofrece todas las palabras y conceptos, sino que incluye los temas y contenidos más importantes, de la forma más completa posible. Por tanto, si no se encuentra un concepto en el índice, eso no quiere decir que el tema no aparezca en el Catecismo. Dos ejemplos: el concepto «evolución» no figura en el índice, pero la cuestión es abordada reiteradas veces (cf. 283, 284, 285, 302, 310); lo mismo cabe decir a propósito del concepto «democracia» (cf. 1901, 1903, 1904, 1915).

Como en el Catecismo alemán para adultos, también en el CEC se encuentran textos en letra pequeña. Ofrecen complementos históricos o apologéticos o tratan temas de importancia secundaria. Asimismo se ofrecen en letra pequeña las numerosas citas de los Padres de la Iglesia, de la tradición doctrinal eclesial o de los santos. Deben enriquecer la lectura e ilustrar los contenidos doctrinales a partir de la experiencia cristiana de vida.

A las palabras de los santos les cae en suerte, en este Catecismo, una trascendencia especial. Se hallan las más de las veces al final de un pasaje mayor, como la última palabra y con ello hasta cierto punto la más importante. Su testimonio debe hacer perceptible, experimentable, que la doctrina expuesta precedentemente es mucho más que una teoría abstracta. El testimonio de los santos muestra que en la fe se trata de la vida, de la nueva vida en Cristo. Como en el Catecismo para la Iglesia universal no es posible remitir a experiencias singulares vinculadas a un lugar o específicas de una edad, se recomienda ceder la palabra a la experiencia de los santos, los cuales rebasan todos los límites de edad y cultura. ¿Qué hay de más universal que la experiencia de un san Francisco, de una Teresa del Niño Jesús?

Así, por ejemplo, se cita a Teresa de Ávila para concluir el párrafo sobre el Dios único (227), a Isabel de Dijon al final del párrafo sobre la Santísima Trinidad (260), a Rosa de Lima después de las explicaciones sobre la pasión de Cristo (618), a Juan de la Cruz al término del texto sobre el juicio (1022), a Teresa de Ávila para concluir el texto sobre la esperanza (1821), a Teresa del Niño Jesús al término de las exposiciones sobre la gracia, la justificación y el mérito (2011) y a Agustín al término de toda la sección sobre los diez mandamientos.

Una particularidad de este Catecismo son los textos breves al final de cada unidad temática. Resumen los contenidos esenciales en formulaciones concisas.

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Estructura interna de las cuatro partes principales

Cada una de las cuatro partes del Catecismo está dividida en dos secciones: la primera ofrece en cierto modo los fundamentos del tema, en la segunda se desarrollan ulteriormente los temas particulares.

Las primeras secciones tratan de los contenidos doctrinales de la «teología fundamental» (primera parte), la «liturgia fundamental» (segunda parte), la «moral fundamental» (tercera parte) y la doctrina general sobre la oración (cuarta parte). Las segundas secciones tratan, correspondientemente, de los doce artículos de la fe, los siete sacramentos, los diez mandamientos y las siete peticiones del Padre Nuestro.

A cada una de las cuatro partes le antecede como frontispicio una imagen del cristianismo primitivo, la cual constituye un estímulo a la catequesis con imágenes. El logotipo internacional del Catecismo (el tema del pastor) es en sí una breve catequesis mediante la iconografía cristiana primitiva (cf. la explicación del logotipo en la pág. 4 del CEC).

El siguiente recorrido a través de las cuatro partes principales del Catecismo no puede, naturalmente, ofrecer ninguna panorámica completa sobre los contenidos; únicamente querría mostrar los rasgos salientes y llamar la atención sobre algunos puntos de vista que me parecen dignos de nota.

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PRIMERA PARTE

LA CONFESIÓN DE FE

Quien sólo se base en los ecos de los medios de comunicación social, podría sacar la impresión de que en el Catecismo se trata ante todo de cuestiones de moral. Una visión de conjunto sobre el Catecismo revela otra imagen1. Sólo la primera parte, que versa sobre la confesión de fe, comprende no menos del 39 'Yo de toda la obra. Si se añade la parte de los sacramentos, se muestra más claramente que en el CEC el acento recae inequívocamente sobre las acciones de Dios, que el Credo confiesa fielmente y que en los sacramentos se aplican al hombre. Esta consideración debe ser tenida muy en cuenta: primero se trata del ser —y sólo luego del obrar2 Se trata primero de lo que Dios ha hecho, antes de que se hable de lo que el hombre puede y debe hacer en respuesta a ello. El imperativo moral no es sino una derivación del indicativo del obrar de Dios.

1) Creo - creemos

Antes de las explicaciones sobre la confesión de fe se discurre sobre el hombre: El hombre ante Dios es el tema del capítulo introductorio. Después de largas deliberaciones, la comisión llegó a la resolución de que el Catecismo no comenzara con un análisis de la situación del tiempo actual, pues las circunstancias culturales y sociales son demasiado variadas. El punto de partida debería ser más bien algo común a todos los hombres: la «capacidad de Dios» que tiene el hombre, su dimensión religiosa. El Catecismo toma como punto de arranque el «corazón inquieto» de que habla san Agustín, corazón que ha sido creado para Dios. De esta forma, y desde un principio, se ha tendido un puente a la parte moral, que comienza con la tendencia del hombre a la felicidad (cf. 27-30 y 1718-1719).

En conexión con las «vías del conocimiento de Dios» se habla también del conocimiento natural de Dios. Esta doctrina es tan importante, porque «la convicción de que la razón humana puede conocer a Dios» es el presupuesto del diálogo de la Iglesia con todos los hombres: ella funda la confianza en que el hombre puede hablar de Dios a todos y con todos los hombres (39). El tema de la relación del cristianismo y las religiones mundiales fue trasladado conscientemente a la eclesiología, en correspondencia con la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II (839-

848). Si en el primer capítulo se hablaba de la búsqueda del hombre, el segundo capítulo profundiza en cómo Dios se acerca a los hombres. Los temas de la revelación, la transmisión de la revelación y la Sagrada Escritura se exponen en estrecho contacto con la Constitución conciliar sobre la Revelación, Dei Verbum3

.

La revelación acontece gradualmente, en las alianzas que Dios sella con los hombres, para alcanzar su forma plena en Jesucristo. Él es la palabra universal y única de Dios. Su venida no suprime las alianzas anteriores, sino que les da cumplimiento (51-67). La transmisión de la revelación divina se produce a través de la tradición apostólica, que fluye hacia nosotros en la tradición escrita y oral a partir de la fuente única y originaria. La santa «herencia de la fe» se le confía a toda la Iglesia: es incumbencia del Magisterio velar por ella; el sentido de la fe de los creyentes la comprende siempre de nuevo y se la apropia en todo tiempo bajo la guía del Espíritu Santo (74-95).

También las explicaciones sobre la Sagrada Escritura se apoyan considerablemente, como se ha dicho, en la Constitución Dei Verbum. Cristo es el centro de la Escritura, su palabra única, que se expresa en muchas palabras. En los pasajes sobre la inspiración y la interpretación de la Sagrada Escritura se trata de la combinación entre verdad divina e intención enunciativa humana, de la

1 Cf. Sólo por dar un ejemplo en la parte Sacramentaria del Catecismo Romano

2 Tal cambio de ponderación se abrió paso ya en el Catecismo «verde» de 1955. El Catecismo alemán para adultos de 1985

hasta ahora consta sólo de la parte relativa al Credo (confesión de fe y sacramentos). 3 Esto vale de forma totalmente general: siempre que el Concilio ha tomado posición sobre un tema con cierta amplitud los documentos

del Concilio se citan directamente de forma extensa.

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relación entre autoría humana y autoría divina. Se pone particular énfasis en la proposición central de la Dei Verbum (12): «La Sagrada Escritura [se ha] de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita...». Esto significa concretamente que a la interpretación eclesial de la Escritura no le pertenece sólo la atención esmerada a las condiciones históricas de la génesis del texto, sino también la inclusión del mismo en el conjunto de la Sagrada Escritura y de la tradición viviente. Además se ha de atender a la «analogía de la fe», por cuyo medio se ponen en relación los acontecimientos salvíficos de que informa la Escritura con las experiencias de fe de la Iglesia, particularmente de los santos (cf. 111-114).

Es de la máxima actualidad la cuestión acerca de la relación del Antiguo y el Nuevo Testamento (120- 130). El Antiguo Testamento es verdadera palabra de Dios, no caduca a causa del Nuevo Testamento, más bien alcanza su cumplimiento. La lectura tipológica de la Escritura, empleada por descontado en la época de los Padres y en la Liturgia de la Iglesia hasta hoy, garantiza estas dos cosas: la significación propia de la antigua alianza y su referencia más allá de sí misma a la consumación en la nueva alianza y a la consumación final en el retorno del Señor.

La fe es la respuesta adecuada del hombre al Dios que se revela. La obediencia de la fe se ilustra con el ejemplo de Abrahán y de María, dos figuras originarias de la fe. Lo que es la fe no se determina primeramente a partir de la actitud subjetiva, sino a partir de su «objeto»: va dirigida a Dios solo, y a Jesucristo y al Espíritu Santo, porque son Dios. La fe es gracia y acto humano a la vez. Si no fuera gracia, no podría alcanzar a Dios mismo; si no fuera un auténtico acto humano, no sería una genuina respuesta del hombre (153-155). Desde el punto de vista de su «objeto», la fe es absolutamente cierta; se funda en la palabra de Dios, quien es la verdad en persona. Pero en cuanto acto humano es al mismo tiempo una búsqueda que puede conocer la oscuridad, incluso la noche (157, 165). La fe debe crecer, debe acreditarse en todas las amenazas (162). Por ello depende del «nosotros» de la Iglesia, de la comunidad de fe (166-175). El «creo» del Credo lo dice primero la Iglesia, nuestra madre, que nos enseña a decir: «creo», «creemos»

(167). 2) La confesión de fe

El Catecismo sigue la confesión apostólica de fe, la antigua confesión bautismal de la Iglesia de Roma (194), pero en la exposición se refiere constantemente a la llamada confesión de fe niceno-constantinopolitana (195). La gran división de la confesión de fe es trinitaria; sin embargo, el Catecismo mantiene también la subdivisión tradicional en los doce artículos

(191).

Artículo primero: «Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra» (199-

421): En las explicaciones se pone en claro que la fe en el Dios único incluye la fe en la Trinidad. «Creer en Dios, el Único, y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas para toda nuestra vida» (222). La fe en la Santísima Trinidad no está en contradicción con la fe en el Dios único, sino que es su forma plenamente revelada: «La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad» (232). El concepto de la «economía» o «economía salvífica», que aparece una y otra vez, abarca todas las obras de Dios, que siempre son obras comunes de las tres divinas personas (236, 258).

La primera de las obras de Dios es la creación. En este Catecismo se le da un relieve particular. Los libros de la fe de los últimos treinta arios han dedicado poco espacio a este tema. Hoy se ha despertado de nuevo la conciencia de que la catequesis sobre la creación es el fundamento de toda ulterior mediación de la fe (279-281). De ahí también una introducción general acerca de la importancia de la catequesis sobre la creación (282-289). La catequesis sobre el «comienzo de todas las cosas» (Romano Guardini) es el fundamento para los pasos ulteriores de la confesión de fe.

La creación dice en primer lugar algo sobre Dios mismo, el creador. Sólo Dios es creador (290-292). La creación, que es la obra de un amor y una bondad insondables, es expresión de la sabiduría

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de Dios. Por eso las criaturas son «palabras» de Dios, y el hombre, al que se le ha dado la luz de la razón, puede percibir el lenguaje de Dios en su creación (299).

Inseparablemente vinculada con la fe en la creación está la fe en la «providencia divina», las disposiciones por cuyo medio Dios conduce la creación a su acabamiento (302). Se trata de la solicitud concreta e inmediata de Dios —un tema que se encuentra también en el corazón del sermón del monte (303, 305).

El que Dios incluya en su providencia también el obrar propio de las causas segundas creadas, resulta un hecho rico en consecuencias para la visión de la libertad y responsabilidad humanas (307; cf. las referencias al margen). En este párrafo se hace referencia por primera vez de forma expresa al tema del mal. Es una cuestión ineludible para cada hombre, y «no hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal» (309). El testimonio de los santos (313) anima a la fe en que Dios todo lo conduce al bien.

En una catequesis renovada de la creación no puede faltar un tratamiento de la «obra de los seis días» (Gen 1). La catequesis cristiana sobre la creación se ha inspirado en este texto durante siglos. Probablemente por la preocupación de no entrar en conflicto con las concepciones y teorías científicas sobre el origen del mundo, este tema se ha soslayado a menudo en los últimos decenios. El Catecismo intenta hacer resaltar, a partir de la «obra de los seis días», aquellas verdades que, independientemente de las cuestiones sobre la imagen del mundo, son permanentemente válidas. Se trata, por así decir, de los fundamentos de una «metafísica de la creación» (337-349). En conexión con la creación hay que hablar también de los ángeles. No se ha de prescindir de su lugar en la conciencia de la fe y en la vida de la liturgia (328-336).

El párrafo sobre la creación del hombre (355- 379) ofrece de forma concisa los fundamentos de aquella antropología que luego, en la parte moral, es desarrollada en su dinámica. La acentuación de la unidad en la diferencia de cuerpo y alma pertenece al núcleo de la imagen cristiana del hombre. A la fe le pertenece la convicción de la unidad esencial de cuerpo y alma en el único hombre, pero también la doctrina de la creación inmediata del alma espiritual por Dios y la comprensión de la muerte como separación del cuerpo y el alma hasta la resurrección (362-368).

Un tema particularmente delicado es el de la caída original. Una comisión especial se había ocupado ampliamente en la redacción del texto de este párrafo. No puede ser tarea del Catecismo defender las nuevas tesis teológicas que no pertenecen al patrimonio seguro de la fe de la Iglesia. Por eso el Catecismo se limita a exponer lo que es doctrina segura de la fe. Es nuevo y se ha de tener expresamente en cuenta el esfuerzo por centrar cristológicamente el tema: «Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado» (388). «La doctrina del pecado original es, por así decirlo, "el reverso" de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación» (389).

En el marco de la caída original se trata también la cuestión de los demonios y del diablo, que según la doctrina de la fe «fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos» (391).

II

Artículo cristológico: Creo «en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor [art. 21, que fue concebido

por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen [art. 3], padeció bajo el poder de

Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado [art. 41, descendió a los infiernos, al tercer día

resucitó de entre los muertos [art. 5]» (422-682): La mayor parte de la confesión de fe la ocupan los artículos cristológicos. Ya hemos hecho referencia a la posición central que corresponde a Cristo en la catequesis (cf. 426-429). Señalemos especialmente algunas particularidades de este segundo capítulo:

a) De conformidad con las exposiciones del Vaticano II, el papel de María en el plan salvífico no se trata en un capítulo aparte, sino, por un lado, aquí, en la parte cristológica, en cuanto que María se ve agraciada con la maternidad divina (487-507), pero luego también en el artículo sobre la Iglesia, en cuanto que es madre y arquetipo de la Iglesia (963-972). De María se habla

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además en el capítulo sobre el Espíritu Santo (721-726), y tampoco puede faltar María en la cuarta parte sobre la oración: a la oración de la Virgen María se dedica un apartado especial (2617-2619), pero sobre todo a la oración a María y con María (2673 -2679).

b) Se dedica un largo párrafo de las explicaciones cristológicas a los «misterios de la vida de Cristo» (512-570). La vida de Jesús no se expone en el sentido de una demanda de información meramente histórica sobre Jesús. Más bien su vida en conjunto y los acontecimientos particulares que nos ha transmitido la Sagrada Escritura, sus palabras, hechos y gestos se leen en su «dimensión de profundidad», tal como ésta se descubre en la fe. Toda su vida terrena deja trasparentarse algo de su misterio más íntimo, es mysterium: referencia a su filiación divina y a su misión de Salvador. El Catecismo mira, por tanto, en «perspectiva sacramental» a la vida de Jesús: Cristo es el gran sacramento de Dios (515). En esta perspectiva se ven también los acontecimientos particulares de su vida oculta y de su vida pública. Se los comprende con la liturgia de la Iglesia como misterios de salvación.

Que en el Catecismo se escogió esta perspectiva se desprende del fin de la catequesis en general, que según Catechesi tradendae 5 consiste en «conducir [a los hombres] a la comunión con Jesucristo» (426). A ello querrían conducir las exposiciones sobre los «misterios de la vida de Jesús»: «Toda la riqueza de Cristo es para todo hombre y constituye el bien de cada uno» (519). Cristo vivió su vida no para su bien, sino para nosotros, en beneficio nuestro. En toda su vida se muestra Jesús no sólo como nuestro modelo (520), sino que hace que nosotros vivamos en Él todo lo que Él ha vivido, y Él lo vive en nosotros: «Nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que Él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro» (521).

Esta perspectiva es fundamental también para las partes siguientes del Catecismo: para la visión de los sacramentos, por cuyo medio Cristo nos da parte en su vida (115), como para toda la vida moral del cristiano, que debe convertirse en una vida de Cristo en nosotros: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21; cf.

1698).

c) Una tercera particularidad son las explicaciones sobre la relación de Jesús con Israel. Frente a un antijudaísmo todavía no superado en la teología cristiana, aquí se expone de forma muy diferenciada la relación de Jesús con la ley, con el templo y con la fe en la unicidad de Dios (574-591). La cuestión sobre la culpa de los judíos en la muerte de Jesús se presenta de forma particularmente diferenciada (595-598): se rechaza todo juicio global; se indica expresamente que los judíos «no son colectivamente responsables de la muerte de Jesús» (597). El CEC recuerda, con el Catechismus Romanus, la verdad fundamental de que en último análisis fueron nuestros pecados, los míos propios, los que crucificaron a Cristo y los que Él, según el designio divino, expió y reparó por medio de su muerte (599-618).

También en otros lugares dice el Catecismo cosas importantes para la relación entre judíos y cristianos, por ejemplo en los capítulos sobre la escatología (673- 674) o la liturgia (1096).

d) Para la fe cristiana es de máxima significación la fe en la acción redentora de Jesucristo. Lo que se dijo en perspectiva histórica sobre el proceso de Jesús (595-596), se muestra a la luz de la revelación como cumplimiento del designio divino de redención. Primero se considera la muerte de Jesús en la perspectiva del plan salvífico divino, que no excluye a nadie (509- 605). Cristo no es una víctima pasiva de este designio; más bien se ha ofrecido a sí mismo al Padre por nuestros pecados (606-609). En la última cena anticipó eucarísticamente esta entrega (610-611), antes de que en Getsemaní diera su consentimiento hasta el extremo a la voluntad del Padre (612). Que la muerte de Jesús es el sacrificio perfecto de la nueva alianza, ofrecido por Él en favor de todos, y que este sacrificio es un «sacrificio expiatorio» (613-617) son verdades de fe que pertenecen al depósito básico de la confesión cristiana.

e) El quinto artículo de la fe («descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos») atañe asimismo al depósito central de la fe. El breve párrafo sobre el descenso de Jesús a los infiernos se ciñe a lo que es bien común de la tradición interpretativa de la Iglesia. Nuevas

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interpretaciones como la de Hans Urs von Balthasar (la reflexión sobre el Sábado Santo), por profundas y útiles que puedan ser, no han experimentado aquella recepción que habría justificado una inclusión en el Catecismo.

«La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo» (638). Es importante retener ambas cosas: que la resurrección es a la par un acontecimiento histórico y trascendente. Es «un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas» (639). El sepulcro vacío «ha constituido... un signo esencial» (640). Las apariciones del resucitado y su real, aunque misteriosa, corporeidad están testimoniadas históricamente de forma creíble. Este realismo del acontecimiento salvífíco es el fundamento de su significación salvífica (651-655 ).

III

Artículo octavo: «Creo en el Espíritu Santo» (683/687-747): El capítulo sobre el Espíritu Santo trata con detalle los símbolos y alegorías del Espíritu (694-701). De forma por completo semejante se tratan en la parte sacramental los respectivos nombres, designaciones y símbolos de los sacramentos. Precisamente para la catequesis son útiles estas indicaciones. Además, este capítulo acentúa con insistencia la inseparable comunidad del envío del Hijo y del Espíritu Santo (689-690). Remitimos especialmente a las exposiciones sobre la actuación oculta del Espíritu Santo en la Antigua Alianza (702-720). Despertar la sensibilidad hacia el Antiguo Testamento es una de las tareas primordiales de la catequesis en nuestro tiempo (cf. a este respecto también las exposiciones sobre la oración en la antigua alianza, 2568-2589).

Artículo noveno: Creo... «en la santa Iglesia católica» (748-975): Las exposiciones sobre la Iglesia conectan estrechamente con la constitución dogmática del Vaticano II sobre la Iglesia, Lumen gentium. Frente al texto del proyecto, que todos los obispos habían recibido para que emitieran su dictamen, este capítulo ha sido reelaborado fundamentalmente de nuevo. Indiquemos brevemente algunos acentos:

a) De forma semejante a como se hizo en el capítulo sobre el Espíritu Santo, se proponen en primer lugar los nombres y alegorías de la Iglesia (751-757), para luego ocuparse de su progresiva realización en la historia: la Iglesia se enraíza en el designio eterno de Dios, tiene en la obra de la creación en cierto modo su primera proyección horizontal y vertical, es preparada en la antigua alianza, es fundada por Cristo y es hecha pública por el Espíritu Santo. Sólo al final de los tiempos estará consumada (759-769). A partir de su origen se hace visible también su esencia, su misterío: la Iglesia es al mismo tiempo visible y espiritual, celeste y terrestre, divina y humana, es en cierto modo el sacramento de la unión de los hombres con Dios y entre sí (770-776).

b) Siguiendo una reiterada indicación del Concilio vemos la Iglesia desarrollada en su misterio trinitarío: como pueblo de Dios, como Cuerpo de Cristo y como templo del Espíritu Santo. Estas tres dimensiones van juntas; ninguna puede ser desatendida o exagerada en perjuicio de las otras (781-801). Sin embargo, la unidad esponsal de la Iglesia con Cristo se muestra como el centro más íntimo de su misterio (796).

c) Se presentan expresamente como temas las cuatro notas de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. El tema de la unidad depara la ocasión para tratar especialmente el drama de las divisiones eclesiales y los esfuerzos promovidos por el Espíritu en orden a su superación, el ecumenismo. Las explicaciones sobre la santidad de la Iglesia son ilustradas mediante las famosas palabras de santa Teresa del Niño Jesús sobre el amor como el corazón del Cuerpo de Cristo (826). Con la catolicidad está vinculada la cuestión acerca de la pertenencia a la Iglesia. Siguiendo la Lumen gentium 13-16, se explica la disposición de todos los hombres a la Iglesia, también la de los miembros de religiones no cristianas (836-845). La conocida expresión «fuera de la Iglesia no hay salvación» se interpreta en el sentido del Vaticano II (846- 848). La catolicidad de la Iglesia remite, además, al mandato de envío dado por Cristo, al mandato misionero de la Iglesia (849-856). Hasta qué punto la dimensión misionera atraviesa todo el Catecismo lo muestra ya el primer párrafo de todo el Catecismo, que enraíza la misión de la Iglesia en lo más

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íntimo de las misiones divinas (1). Los números 857-865 entran en detalles sobre la apostolicidad como una nota esencial de la Iglesia.

d) Esta apostolicidad es desarrollada ulteriormente en el tratamiento de los tres órdenes de los creyentes en Cristo, la jerarquía, los laicos y los religiosos. En primer lugar se recalca que entre todos los creyentes que por el bautismo «se integran en el Pueblo de Dios» (871) se da una verdadera igualdad en su dignidad y su respectiva contribución a la construcción del Cuerpo de Cristo (872).

Como la constitución jerárquica de la Iglesia es hoy cuestionada de muchas formas, el Catecismo trata expresamente del establecimiento del ministerio eclesial a partir de la esencia y misión de la Iglesia de Cristo (874-879). Las explicaciones sobre el colegio episcopal y su cabeza, el Papa, sobre su misión de enseñar, santificar y gobernar siguen ampliamente las exposiciones del Vaticano 11 (880-896).

La mayor parte de lo que se dice en el Catecismo sobre la vida del cristiano vale para los laicos de igual manera que para la jerarquía. Con todo, se trata de forma especial y expresa sobre los laicos. Su vocación y su participación en el triple ministerio de Cristo, sacerdote, profeta y rey, se resumen brevemente (879- 913). Dada la significación de la vida consagrada a Dios en la Iglesia, el Catecismo tiene que presentar, al menos a modo de visión de conjunto, las formas más importantes en que se expresa este género de vida

(914-933).

e) El tema a menudo descuidado de la comunión de los santos atañe a una dimensión esencial de la Iglesia, que se extiende mucho más allá de la figura visible de Iglesia peregrina sobre la tierra (946-959). La vinculación de la Iglesia celeste y la terrestre se tema- tiza una vez más expresamente en los párrafos sobre la liturgia (1137-1139). Con María y todos los santos, la Iglesia sobre la tierra y la Iglesia del cielo es ya ahora la única gran familia de Dios (959).

El Catecismo entra aquí sólo brevemente (976- 987) en el décimo artículo («creo... en el perdón de los pecados»), pues en la segunda parte se trata de forma circunstanciada del sacramento de la penitencia (1422-1498).

El Credo concluye con la confesión de las «postrimerías»: «Creo... en la resurrección de la carne [art. 11] y la vida eterna [art. 121» (988-1060). Las explicaciones comienzan con la doctrina de la resurrección de los muertos, en la que halla su cumplimiento la resurrección de Cristo (988-1004). Algunas cuestiones planteadas una y otra vez se tratan aquí brevemente, y de forma apologética: ¿qué quiere decir «resucitar»?; ¿quién resucitará?; ¿cómo y cuándo se producirá la resurrección? La resurrección real y verdadera de Cristo es modelo y causa de nuestra resurrección venidera (989, 655, 997-1011). La resurrección de los muertos es aquella meta en vista de la cual se consideran tanto el morir como las «postrimerías».

El cielo, el purgatorio, el infierno y el juicio son los temas del artículo 12, el último. Con la esperanza en la resurrección está vinculada la esperanza en la nueva creación, el nuevo cielo y la nueva tierra. Para el trato correcto con la creación y con los bienes de este mundo es determinante esta perspectiva de esperanza (1042-1050).

Quien se familiariza un poco con esta parte primera y más larga del Catecismo, podrá comprobar, a través de las referencias transversales, pero también a través de las citas de los Padres y santos, a través de las referencias a la liturgia y ante todo a la Sagrada Escritura, hasta qué punto lo dicho sobre la fe está vinculado con toda la vida cristiana, que se expresa en la celebración del culto, en la oración y en la actuación moral. Numerosos testimonios de santos varones y mujeres muestran hasta qué profundidad puede penetrar la fe en la vida para transformarla en una nueva vida en Cristo. Las palabras de san Agustín al final de la primera parte incitan a esta lectura contemplativa: «Que tu símbolo sea para tí como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe» (1064).

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SEGUNDA PARTE

LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO CRISTIANO

La segunda parte del Catecismo se divide —en correspondencia con la estructura de las cuatro partes— en una primera sección, más general, sobre la «economía sacramental», una especie de tratado de liturgia fundamental, y una segunda sección sobre la celebración de los siete sacramentos y sacramentales. La gran perspectiva en que se ven los sacramentos de la Iglesia se expresa quizá de la forma más bella en el fresco que se antepone a esta parte. La representación cristiana primitiva de la mujer que padece flujos de sangre y se cura al tocar el manto de Jesús sirve de símbolo a la economía sacramental. La leyenda de la imagen explica: «Los sacramentos de la Iglesia continúan ahora la obra de salvación que Cristo realizó durante su vida terrena (cf. 1115). Los sacramentos son como "fuerzas que salen" del Cuerpo de Cristo (cf. Mc 5, 25-34) para curarnos las heridas del pecado y para darnos la vida nueva de Cristo (cf. 1116). Esta figura simboliza, pues, el poder divino y salvífico del Hijo de Dios que salva al hombre entero, alma y cuerpo, a través de la vida sacramental».

De acuerdo con la jerarquía de verdades, los sacramentos se interpretan trinitaria y cristocéntricamente. Ambas perspectivas se completan.

Así, en el primer artículo se presenta la Liturgia como obra de la Trinidad:

El Padre es origen y meta de la liturgia (1077- 1083). En el artículo sobre la Eucaristía se concreta esto ulteriormente: la Eucaristía es «la acción de gracias y la alabanza al Padre» (1359-1361; cf. también 1626-2628). La liturgia es la obra de Cristo glorificado, que sigue obrando en su Iglesia (1084-1090) y que por medio del Espíritu Santo recuerda en la Iglesia su misterio, lo actualiza y lo hace operante (1091-1109). Es este capítulo fundamental se presentan también los conceptos litúrgicos más importantes, como anámnesis («memorial»; cf 1103), epíclesis (la invocación del Espíritu Santo; cf. 1105-1107), Palabra de Dios (1100-

1102).

El segundo artículo ofrece una breve sistemática de los sacramentos, en los que Cristo actualiza y hace operante su misterio salvífico. Se exponen aquí los elementos más importantes de una doctrina general de los sacramentos (cf. 1113).

Son catequéticamente significativas en particular las explicaciones del artículo primero del capítulo segundo («celebrar la liturgia de la Iglesia»), que ofrecen una especie de catequesis de la celebración litúrgica:

— ¿Quién celebra? La conjunción armónica de la liturgia celeste y terrestre viene presentada en la línea del Concilio (1136-1144).

— ¿Cómo es celebrada la liturgia? Los signos y símbolos más importantes de la liturgia son considerados en su significación antropológica, veterotestamentaria, cristológica y litúrgica (1145-1152). Palabras y acciones, canto, música e imágenes santas pertenecen al todo de la liturgia (1153-1162).

— ¿Cuándo se celebra la liturgia? El tiempo litúrgico es presentado en sus desarrollos en la Liturgia de las Horas, en el día del Señor y en el ario litúrgico (1163-1178).

— ¿Dónde se celebra la liturgia? Se determinan el lugar de la liturgia, la casa de Dios y su simbolismo (1179-1186). Estas explicaciones se han de completar con lo que se dice sobre el arte sacro en la tercera parte (2500-2502).

El artículo segundo del capítulo segundo de la primera sección trata de la diversidad de las liturgias en la unidad de la Iglesia celebrante. La cuestión de la inculturación se plantea en el ámbito de la liturgia con particular urgencia (liturgia y culturas: 1204-1206).

La exposición particular de los siete sacramentos en la segunda sección es aligerada mediante un esquema catequético, que seguramente también podría hacer sitio a otras subdivisiones:

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los tres sacramentos de la iniciación (bautismo, confirmación y Eucaristía), los sacramentos de curación (penitencia y unción de los enfermos) y los sacramentos de la comunidad (orden y matrimonio).

Los sacramentos se presentan en general según un esquema común: la mayoría de las veces el punto de partida son los nombres con que se designa al respectivo sacramento (cf. 1214-1216). La institución del sacramento por Cristo (1113-1116, 1210) no es tratada aisladamente; se sitúa a cada sacramento en el conjunto de la historia de la salvación, con sus prefiguraciones en la antigua alianza, su fundamentación en la vida de Cristo y su desarrollo en el tiempo de la Iglesia (cf 1286-1292).

La doctrina sobre el respectivo sacramento no se ofrece de forma abstracta, sino partiendo de la mistagogia de la celebración litúrgica (cf. 1234-1245). Pues los ritos del sacramento, los signos y palabras, significan aquello que el sacramento opera. Por eso la celebración litúrgica del sacramento es el lugar propio de la catequesis sacramental. Esta mistagogia litúrgica es completada mediante referencias al receptor, al ministro y a los efectos salvíficos del sacramento (cf. 1246-1274).

Con plena conciencia se intenta siempre no sólo presentar la tradición litúrgica latina, sino también incluir la praxis sacramental de las iglesias de Oriente. Esto sucedía ya en el Catechismus Romanus. El Catecismo quería, según la palabra de Juan Pablo II, «respirar con los dos pulmones», estar enraizado en las grandes tradiciones de Oriente y de Occidente.

Querría llamar particularmente la atención sobre algunos aspectos de las explicaciones relativas a los siete sacramentos:

El bautismo: Señalemos particularmente los párrafos sobre el bautismo de los niños (1250-1252) y los niños muertos sin bautismo (1261), así como la conjunción de la remisión de los pecados (ante todo el perdón del pecado original) y el regalo de la gracia en las explicaciones sobre los efectos del bautismo (1262-1266).

La confirmación: Se exponen expresamente las diferentes tradiciones de Oriente y de Occidente (1290-1292). Respecto a la edad para la confirmación, remitimos a las explicaciones de santo Tomás: la «mayoría de edad» no es en primer lugar una cuestión de la edad corporal (1308).

La Eucaristía: Para esclarecer la forma litúrgica de la Eucaristía mediante una raíz común a todas las familias litúrgicas, el Catecismo parte de la presentación de san Justino (en torno al ario 155). La mistagogia desarrolla lo que es común a todas las familias litúrgicas (1345-1355). Se destaca de forma particularmente clara el carácter sacrificial de la Eucaristía, pues hay que hacer constar hoy a menudo un déficit en esto (1362-1372). La doctrina sobre la presencia real del Señor en la Eucaristía se acredita en el amor a la adoración eucarística (1380). Se tratan con detalle «los frutos de la Eucaristía» (1391-1397). La cuestión de la intercomunión tiene aquí su lugar particular (1398-1401). Lo que vale para los sacramentos en general (cf. 1130), vale en particular para la Eucaristía: es «prenda de la gloria futura» (1402-1405).

Penitencia y reconciliación: También en este sacramento se acentúa la dimensión escatológica: es anticipación del juicio (cf. 1458, 1470). Se subraya fuertemente el carácter de curación del sacramento de la penitencia (1432, 1439, 1456, 1465). El texto sobre las indulgencias completa la doctrina de la comunión de los santos (1474-1477).

La unción de los enfermos: Aunque en este sacramento se acentúa particularmente el aspecto de curación (1506-1510, 1512), no faltan las referencias a la unión con la Pasión de Cristo (1521), la significación salvífica del sufrimiento en favor de la Iglesia (1522) y la preparación para la muerte como el último tránsito del cristiano (1523-1525).

El orden: El sacramento del orden se ve aquí, completando las explicaciones de la eclesiología (874- 879), como forma particular de participación en el único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial está ordenado al servicio del sacerdocio general de todos los bautizados (1544-1547); la ordenación capacita para obrar in persona Christi Capitis (en la persona de Cristo Cabeza) (1548). Las explicaciones sobre los tres grados del sacramento del orden siguen

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ampliamente el texto del Concilio. Remitirnos expresamente a los textos litúrgicos, que deben poner en claro la gracia del sacramento del orden (1585-1588), y a los textos de los santos sacerdotes (Gregorio Nacianceno y el Cura de Ars), que cierran este párrafo: en ellos encontramos indicaciones para una espiritualidad del sacerdocio.

El matrimonio: En primer lugar se muestra lo que es «el matrimonio en el plan de Dios»: una comunidad íntima de vida y de amor, que está ordenada al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de los hijos, pero que es amenazada por el poder del pecado y que es restablecida por Cristo en su determinación originaria (1602-1617). El lugar del matrimonio en la historia de la salvación es completado por medio del significado de la virginidad por el Reino de Dios (1618-1620), pues ambos vienen del Señor y reciben de Él su sentido (1620). Si la pretensión del Señor respecto al matrimonio parece alta, e incluso inalcanzable, entonces es tanto más importante la referencia a la gracia de Cristo (1642). Se hace mención expresa del gran número de personas no casadas sobre cuya situación a menudo se reflexiona demasiado poco (1658).

Los sacramentales (p. ej. las bendiciones) rodean como una corona a los siete grandes signos de los sacramentos (1667-1670). Son lugar privilegiado de la piedad popular. El CEC cita el documento de Puebla, que subraya su gran importancia (1674-1676).

La segunda parte concluye con explicaciones sobre el sepelio cristiano, que es visto plenamente a la luz del misterio pascual. Un bello texto de Simeón de Tesalónica, texto que procede de la tradición bizantina y que concluye este párrafo y el conjunto de la segunda parte, remite a la última meta de toda la vida sacramental: «Estaremos todos juntos en Cristo» (1690). Vivir para Cristo y con Él es también la meta y el camino de la vida moral del cristiano, de la que trata la tercera parte.

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TERCERA PARTE

LA VIDA EN CRISTO

En las cuatro partes del Catecismo se recomienda leer primero esmeradamente el respectivo prólogo. En la «parte moral» esto es francamente indispensable. «¡Cristiano, reconoce tu dignidad!» (Papa León Magno, 1691). Las dos primeras partes del CEC han expuesto el ser del cristiano. En la tercera parte se trata ahora de la vida que es conforme con la dignidad del hombre y del cristiano.

De nuevo se hacen resaltar, en correspondencia con la jerarquía de verdades, los dos polos: la vida cristiana es una vida desde Dios, el Dios trino (1693- 1695), y es una vida en Cristo. En el prólogo de esta tercera parte se expone qué criterios ha de aplicar una catequesis de la vida en Cristo (1697-1698).

La vocación del hombre

Por más que se acentúa la gratuidad del obrar moral, sin embargo esta tercera parte comienza, como ya lo hacía la primera, con la vocación del hombre, su condición de imagen de Dios (1701-1709). Con ello el Catecismo hace suyo el enfoque de la Constitución pastoral del Concilio, Gaudíum et spes. El camino delhombre a su fin, la felicidad eterna, está trazado en la condición de imagen de Dios y viene determinado a partir de este fin.

La estructura de la «moral fundamental» sigue la gran intuición de la Summa de santo Tomás. ¿Es ésta, la elección de una determinada escuela teológica? La comisión tenía la convicción de que debía seguir al doctor communis no en cuanto fundador de una escuela, sino en cuanto gran maestro de la moralidad cristiana. De ahí, en primer lugar, la doctrina sobre el fin último, la felicidad (1716-1724); luego, la doctrina sobre los medios que Dios ha dado al hombre en orden a este fin: la razón y la voluntad libre, por cuyo medio determina el hombre su camino; la ley y la gracia, por medio de las cuales Dios le ayuda en este camino.

El hombre, que está llamado a la dicha, puede moverse hacia su último fin libre y responsablemente. La libertad es presupuesto de acciones auténticamente humanas, morales (1730-1742). Luego, se habla de aquello de lo que depende la moralidad de una acción: de su objeto, de su intención y de sus circunstancias (1749-1756). Es inusual, ampliamente descuidada por la moral escolar, pero no por los artistas y místicos, la doctrina de las pasiones, sin las cuales se carecería de las fuerzas motrices necesarias para el obrar moral (1762-1770), pero que también, si no se las integra, destruyen la moralidad.

La conciencia juzga sobre la moralidad de nuestras acciones. Tan correcto es que siempre tenemos que seguir la convicción de nuestra conciencia como la exigencia de que examinemos siempre nuestra conciencia y orientemos nuestras convicciones de acuerdo con la regla objetiva de la moralidad (1776-1794).

De las acciones morales se originan disposiciones para un actuar moral ordenado. A estas disposiciones para el bien las llamamos virtudes. Construyen al hombre y le confieren su marca auténticamente humana (1803-1811). Las virtudes morales naturales necesitan el acabamiento a través de aquellas disposiciones que sólo Dios puede otorgar y que refieren nuestro actuar directamente a Dios: la fe, la esperanza, el amor (1812-1832).

El pecado es un actuar humano dirigido erradamente y que desacierta su fin. Su realidad se percibe plenamente tan sólo a la luz de la gracia. Sólo el Evangelio revela toda la verdad del pecado (1846-1848). Por ser una falta contra la razón, la verdad y la recta conciencia (1849), es ofensa hecha a Dios, que ha creado al hombre para sí (1850). La diferencia entre pecado mortal y pecado venial se determina a partir de la regla del amor (1854-1856). Este capítulo se concluye con explicaciones sobre «la proliferación del pecado» hasta sus consecuencias sociales (1865-1869).

La dimensión social y comunitaria del hombre pertenece indisolublemente a la moralidad. Se tratan la persona y la sociedad, la autoridad, el bien común, la responsabilidad y la

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participación, la justicia social y la solidaridad en estrecha conexión con la Gaudium et spes (1877-1942). Los desarrollos concretos siguen en la segunda sección sobre los diez mandamientos, particularmente en los artículos relativos al cuarto, al quinto y al séptimo mandamiento. Así se insertan orgánicamente los diversos aspectos de la doctrina social de la Iglesia en el marco del conjunto de la moralidad, y se aclara la dimensión social y comunitaria de todo el obrar humano.

El capítulo sobre la ley y la gracia cierra la «moral fundamental»: «El hombre, llamado a la bienaventuranza, pero herido por el pecado, necesita la salvación de Dios. La ayuda divina le viene en Cristo por la ley que lo dirige y en la gracia que lo sostiene» (1949). La doctrina sobre la «ley moral» expone los tres grados de la ley: la ley natural, la ley revelada del Antiguo Testamento y la del Nuevo. La doctrina sobre la nueva ley es sin duda el núcleo de la moral cristiana (1965-1974): es «ley de amor, ley de gracia y ley de libertad» (1985).

El artículo sobre la gracia comienza con la doctrina sobre la justificación, que ecuménicamente es de gran importancia. Está orientada totalmente por Pablo, particularmente por la carta a los romanos. El tema de la gracia atraviesa todo el Catecismo. Aquí se trata sistemáticamente con brevedad (1996-1205). La difícil y, sin embargo, insustituible doctrina del mérito (2006-2011) muestra cómo por medio de la gracia y la justificación se le regala al querer y obrar humano algo tan trascendente como el cooperar con Dios. El párrafo desemboca en una palabra de santa Teresa de Lisieux, que responde como ninguna otra palabra, desde dentro, a la crítica de los reformadores contra la doctrina del mérito. Fiel al Vaticano II, refiere la doctrina de la gracia y el mérito a la vocación universal a la santidad (2012-2016): la «santidad» es la plena cooperación de la ayuda divina de la gracia y la libertad humana. Así culmina la «moral fundamental» en la consideración de aquella suprema realización del hombre libre, creado a imagen de Dios, realización que consiste en la salvífica y santificadora comunión con Dios: en la santidad. Su lugar es la Iglesia, el «sacramento» de esta comunión (2016, 2030).

El paso a los diez mandamientos lo constituye el artículo tercero del tercer capítulo, dedicado a la Iglesia como «madre y educadora». Vale la pena considerar esta sección más de cerca, para colocar el magisterio de la Iglesia en el terreno de la moral dentro del todo de la vida eclesial, particularmente de la vida litúrgica (2031, 2041).

Los diez mandamientos

A pesar de muchas objeciones, la comisión persistió en dejar la catequesis de la moralidad cristiana en el marco acreditado del decálogo.

El prólogo de esta sección asigna a los diez mandamientos su lugar en la Escritura y en la Tradición. Se destaca el carácter liberador del decálogo (2057), su inclusión en la predicación de Jesús (2052-2055), su lugar en la catequesis de la Iglesia (2064-2068).

También aquí es válido: no puede existir ninguna duda acerca del primado de la gracia (2074).

Los diez mandamientos vienen presentados, en correspondencia a las dos «tablas», como despliegue del doble mandamiento del amor (2067, 2083, 2197). Es común a las exposiciones de cada uno de los mandamientos que siempre se indica en primer lugar lo positivo, las virtudes y actitudes que corresponden a este mandamiento. Sobre este fondo se vuelven claras las actitudes incorrectas y las falsas acciones, que tienen que ser caracterizadas como vicios y pecados.

El poner la lista de los pecados en los artículos relativos a cada uno de los mandamientos puede resultar, a primera vista, áspero, incluso duro. En esto siempre se ha de tener presente que hay que distinguir entre pecaminosidad objetiva de una acción e imputabilidad subjetiva (1735). La ignorancia inculpable puede disminuir, cuando no suprimir completamente, la responsabilidad por un pecado objetivamente grave (1860). También se dan en la vida moral «leyes de crecimiento» (cf. 2343), de maduración de la personalidad y, por tanto, de la responsabilidad. Tal maduración necesita el favorecimiento por medio de la sociedad, una correspondiente formación y educación (cf. 2344) y la ayuda de la gracia (cf. 2345).

El artículo sobre el primer mandamiento trata de las «virtudes divinas» (fe, esperanza, caridad: 2086- 2094) y la «virtud de la religión» (virtus religionis: 2095-2109), antes de que se

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hable de las formas erróneas de la relación con Dios (superstición, idolatría, magia, ateísmo, agnosticismo). Cobran relieve particular las explicaciones sobre el deber social de la religión y el derecho a la libertad religiosa (2104- 2109) .

La santificación del nombre de Dios y la santidad del día del Señor se exponen en los artículos sobre el segundo y el tercer mandamiento.

En el artículo sobre el cuarto mandamiento se habla de la familia en el plan de Dios. En el sentido más amplio el cuarto mandamiento abarca la relación a las diversas formas de autoridad hasta la relación del Estado y la Iglesia (2244-2246). Positivamente, se trata de la actitud de respeto que debemos ante todo a nuestros padres (2214-2220), pero también a las autoridades (2238-2243). A este respecto, se hace alusión, por vía de ejemplo, al derecho (a veces el deber) de los ciudadanos «de ejercer una justa crítica de lo que les parece perjudicial para la dignidad de las personas o el bien de la comunidad» (2238), y al deber de las naciones prósperas de acoger a los extranjeros «en cuanto sea posible» (2241). También se habla de los deberes de los padres (2221-2231) y de las autoridades civiles (2235-2237).

El artículo sobre el quinto mandamiento prescribe el respeto a la vida humana. Este respeto puede significar también la protección de la vida amenazada por medio de diversas formas de legítima defensa (2263-2267). Todas las formas de asesinato quedan excluidas por el quinto mandamiento (2268-2269). La consideración a la dignidad humana exige el respeto del alma como del cuerpo (2284-2301). El esfuerzo por la paz como condición del bien común (1909) pertenece al quinto mandamiento (2302-2317).

Bajo el sexto mandamiento se indica primero positivamente la vocación de todos los hombres a la castidad como integración feliz de la sexualidad en la persona (2337-2347). Sobre este fundamento se tratan los pecados contra el sexto mandamiento como faltas contra la castidad. El sexto mandamiento significa positivamente el sí al amor y la fidelidad matrimonial (2360-2379) y condena las ofensas contra la dignidad del matrimonio (2380-2391).

El séptimo mandamiento edifica sobre la virtud de la justicia (2407). Concierne al trato recto con los bienes de la tierra. Aquí se discurre sobre el robo (2408), pero también sobre la salvaguardia de la creación, sobre el trato_ con los animales (2415-2418), sobre la justicia económica y social, sobre la solidaridad entre las naciones y sobre el amor concreto a los pobres (2443-2449).

El octavo mandamiento prescribe la virtud de la veracidad (2468). Exhorta al testimonio a favor de la verdad, a favor del Evangelio (2471-2474). Son dignas de nota las referencias a una ética de la comunicación (2493-2499) y a los temas de la verdad, la belleza y el arte sagrado (2500-2502).

Las explicaciones sobre el noveno y décimo mandamientos tienden puentes entre los diez mandamientos y las bienaventuranzas: la pureza de corazón y la pobreza de corazón se muestran como las dos actitudes positivas que corresponden a estos mandamientos

(2518, 2546).

La tercera parte concluye como ha comenzado: con una referencia al fin último de la vida humana, la felicidad eterna. Léase el magnífico texto conclusivo tomado del último capítulo de la Ciudad de Dios de san Agustín (2550).

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CUARTA PARTE

LA ORACIÓN CRISTIANA

«Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría» (santa Teresa del Niño Jesús). No es ninguna casualidad que la cuarta parte del Catecismo comience con una palabra tan sencilla de la gran Teresita.

Se criticó una y otra vez que el Catecismo no cita a ningún teólogo contemporáneo. Esto se basa en un equívoco: un catecismo no cita a teólogos, sino a santos, tanto si son teólogos como si son «sencillos creyentes». La actualidad del Catecismo no estriba tanto en la ayuda a las «cuestiones candentes» cuanto en el testimonio de los santos, en quienes la fe se hace presente y actual. Por eso, la cuarta parte sobre la oración está entretejida de testimonios de cristianos santos y ejemplares. Precisamente en la oración se convierte la fe en vida. De ahí que no tenga nada de extraño que la cuarta parte hable al lector de forma enteramente personal y que en ocasiones se haya recomendado comenzar la lectura del Catecismo por la cuarta parte.

La primera sección de la cuarta parte trata de la oración en general. Comienza con una especie de definición de la oración (2559-2565). La oración es en primer lugar don de Dios. «Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él» (2560). El don de la oración corresponde al anhelo del hombre. Orar es humano. Es expresión de aquel deseo de Dios que el creador ha puesto en el corazón del hombre y del que da testimonio la búsqueda de todas las religiones (2566).

«La revelación de la oración» comienza con la creación del hombre para Dios. El hombre es un orante desde un principio (2569). La oración arrastra al hombre cada vez más profundamente a la intimidad personal con Dios. Abrahán, Moisés, David y los profetas son etapas de este crecimiento (2570-2584). Los salmos presentan la forma suprema de la oración veterotestamentaria (2585-2589). La oración de Jesús en la nueva alianza es el misterioso centro de atracción para la oración de la Iglesia (2598-2606). Jesús enseña a orar mientras Él mismo ora (2607-2615). Como verdadero Dios y verdadero hombre no sólo enseña a orar, sino que atiende también con poder la oración (2616). La oración de la Iglesia se despliega bajo la acción del Espíritu Santo (2623-2625) como bendición y adoración (2626-2628), como oración de petición y oración de intercesión (2629-2636), como oración de acción de gracias y oración de alabanza (2637-2643). La «Eucaristía contiene y expresa todas las formas de oración» (2643).

Se dedica un capítulo aparte a la tradición, a la transmisión viviente y con ello al aprendizaje de la oración (2650-2651). Tales «fuentes de la oración» son la palabra de Dios, pero ante todo las tres «virtudes teologales»: la fe, la esperanza y el amor. El amor es la fuente más profunda de la oración. La oración del cura de Ars citada en este lugar es una expresión conmovedora de este amor (2658). El amor comprende qué es vivir en el «hoy» de Dios (2659-2660). Para aprender a orar tenemos necesidad de los maestros y expertos en la oración, pero también del entorno adecuado, favorable.

Fiel a la visión trinitaria del Catecismo se expone «el camino de la oración» como orar en y al Espíritu Santo, por medio de, en y a Jesús, que es el camino hacia el Padre (2664-2672). La oración en comunión con María tiene un lugar particular en la plegaria de la Iglesia (2617-2619, 2673-2675). Un comentario sucinto al Ave María no puede faltar en el Catecismo (2676-2679).

Particular importancia tienen las exposiciones sobre las tres formas de expresión de la vida de oración: la oración vocal, la meditación y la oración interior; la última puede denominarse también oración mística o contemplativa (2700-2719). El apartado sobre la oración interior parte de la conocida definición de santa Teresa de Avila, que la ve como «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (2709). La lectura meditativa de estos apartados es una invitación entrañable a emprender el camino de la oración interior con la ayuda de Dios mismo.

Al combate de la oración se le consagra un artículo aparte. El que ora sabe de este combate: de

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las distracciones, la sequedad, el hastío, la falta de confianza, el combate por la perseverancia y la fidelidad; sabe también cuán indispensable es la petición de la gracia de la perseverancia final (2725-2745).

La segunda sección es un comentario al Padre Nuestro, la oración dominical (oración del Señor), que se inspira no poco en la gran riqueza de los correspondientes comentarios de los Padres. Aquí se muestra una vez más de forma particularmente clara que el Catecismo es también un libro de meditación.

El objetivo de este Catecismo no es en primer lugar la cuestión de la transmisión, de los métodos, de la traducción a las diversas situaciones, sino la catequesis de los catequistas. Un libro de la fe para los mediadores de la fe, una ayuda en la fe para todos los que quieren conocer mejor su fe. Precisamente las consideraciones sobre las peticiones del Padre Nuestro son catequesis en este sentido contemplativo.