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PUBlICACION QUINCENAL

DIRECTOR: A. FERNANOEZ ESCOBES

COLABORADORES: Los Autores clásicos, los grandes Maestros de la no­vela corta y los siguientes

contemporáneo3 :

Mario AGUI LAR Víctor ALBA

Oomenec de BELLMUNT Juan B. BERGUA

Alfonso CA M I N Lui. CAPOEVILA

Alejandro CASONA Mercede. COMAPOSAOA

F. CONTRERAS PAZO Ezequiel ENOERIZ

Antonio ESPI NA Angel FERRAN

J. GARCIA PRAOAS Ramon J. SENOER

R oberto MAORIO Or. F él ix MARTI I BAñEZ

Alvaro de ORRIOLS Josó María PUYOL

Mateo SANTOS Arturo SERRANO PLAJA

Edua,'do ZAMACOIS

DIBUJANTE: Antonio ARGüELLO

PROXIMO NUMERO :

NOVELA PICARESCA

UNA JOYA DE LA

FRANCISCO DE QUEVEDO

LA VID A

DEL BUSCON 8uscripcione~, correspondllncia y giros (c. c. P. 1254-71) al Ttdmillistrador : -LA NOVELA ESPANOLA : t 7, Rue Dleu" T TOULOUSE (Hta-Gna)

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RAMON J . SENDER

• • NOVELA INÉDITA

-LA NOVELA ESPANOLA 1'7~ RUB D~EU - TOULOUSE

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N U M E R O S

Tous droits de traduction, de reprod1iction et d'adaptatlon réservés pour tous les paya, y compris la Russie.

Copyright by LA NOVELA ESPAñOL A, 1948.

Dépot légal, deuxieme trimes­tre 1948.

PUBLICADOS:

l. A. FERNANDEZ ESCOBES : ¿Para quién te pintas los labios, ' Marl­lena? - 2. EDUARDO ZAMACOIS : El hotel vacío. - 3. ANTONIO MA€HADO :Campos y Hombres de España.- 4. MATEO SANTOS: Conquistadores de arena. - 5. LOPE DE VEGA : Fuenteovejuna. -6. VICTOR ALBA : La Muerte falsificada. - 7. EUGENIO NOEL : El allegretto de la Sinfonía VII.

Imprimé e n F r a n e e "

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velA salió de casa en dirección al río con una canasta de ropa en la ca­beza. Pasaba fren­te a la casita de barro de dos pisos donde vivía su hermana J oaqui­na, viuda desde

que los del Gobierno le mataron al marido. Al ver la puerta cerrada pensó con cierta complacencia:

- No se han levantado aún ni mi hermana ni su suegra.

y aceleró el paso. La mañana era clara con nubes

&:.tas y sol intermitente que pare­cía apagarse y ·encend-erse con el viento. Este era tan fuerte que los pájaros no se atrevían a volar y caminaban por el suelo al amparo de las tapias de adobe de los huer­tos_

Ya había rebasado Lucía la casa cu~ndo desde la ventana alguien dijo SU nombre. Se detuvo con difl-

A Florence ·R. S.

eultad y se. volvió lentamente. No podía alzar la cabeza, pero levantó los ojos en la dirección de la ven­tana. Su expresión era de una hu­mildad penosa.

- ¿ Por qué vas al río, Lucía? Este no es día para salir de casa.

Era la suegr&. eLe su hermana. Lu­cía la vió anudarse bajo la barbilla el pañuelo negro. El acento enér­gico de la vieja la impresionaba.

• Suspiró pensando que si la anciana quería hablarle no pOdría seguir andando aunque quisiera, porque sus palabras le trabab~n los pies. Lejos se oía el cimbal de la ermita bandeado por el viento. La anciana añadía:

- Hoy se cumplen dos años. Si la pena matara, hace tiempo que estaríamos todos criando malvas.

- No saldré ya de aquí nunca <­

pensaba Lucía. Y miraba una ven­tena baja donde había un tiesto · del que colgaban esquejes de cla­vel secos que el viento movía. El roce de los esquejes .con el borde

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4 RAMON SENDER

de la. lata en la que . est"ba metido el tiesto .hacía un ruidito musical.

- Parece que lo estoy viendo -seguía la anciana -. Era un día como hoy. Mi hijo estaba blanco como la raíz del malvabisco.

Lucía no había pensado en otra cosa desde hacía dos años. · La ma­dre seguía:

- El pobre sabía que no tenía remedio y que aquel era el último día de su vida. Lo estoy viendo como entonces, levantando los bra­zos en el aire para entregarse.

Las dos callaban. - Entre los que lo' arrestaron -

~ontinuó la anciana - había uno que se r .eía y hacía jeribeques con una pistola,

Lucía fué a completar el re­cuerdo:

-Era el joven de la casa de ... - El que era lo sé yo. Lo llevo

ret'l'atao en las entrañas. Lucía pensó:

. - Me ha interrumpido porque no

quiere que diga el nombre. La anciana añadió, bajando la

voz: - Daría la vida que me queda

por saber quién fué el que lo de­nunció. Porque mi hijo estaba bien escondido entre las hormazas de un horno que no se encendía nunca. Cuarenta años llevo yo de hornera en la tahona conlunal y donde yo lo escondí no lo hubiera encontrado ni Dios.

Lucía pensaba: - Otras veces me voy a dar un

rodeo para no pasar por esta call-e,

pero hoy era temprano y creía que no se había levantado nadie.

Las palabras de la anciana caían sobre · la canasta de Lucía como lo­sas de plomo:

- Nadie más que tu hermana y yo.

Lucía seguía callada, pero con-testaba en su imaginación:

- Yo también lo sabía. La anciana continuaba: - y si no lo sabía nadie, ¿ cómo

se enteraron los civiles? Lucía descansaba sobre el otro

pie y miraba el branquil de la puerta:

- Por esa puerta salió él todas las mañanas durante más de veinte años. Cuando era zagal, para jugar conmigo, y después, ya mozo, para ir al campo. Recuerdo que tenía una mula ciega y que al llegar al portal le gritaba: « Alza » y la mula levantaba la pata en el mo­mento precis~ para no tropezar en el branquil.

Lucía no replicaba, pero se decía . . . , en sU lmagloaclOn :

- Yo sé quién lo d·enunció. ¿ No lo 'voy a saber si lo drenuncié yo misma? Una noche de febrero, poco antes de amanecer, me acer­qué al cuartel de los civiles y tité una piedra envuelta en un papel " por la ventana~ En el papel había yo escrito: « Miren en el horno ». La piedra rompió el cristal y al ruido acudieron y encontraron la denuncia. Cuando la leyeron '!lo estaba ya ' en mi casa.

Recordando todo .esto la canasta

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EL VADO 11

le pesaba tanto que se acercó al muro y se apoyó.

La madre del muerto seguía: - Lo que no entiendo es cómo

pudo enterarse el que hizo la dela-. -ClOno

Lucía recordaba para sí misma:

- Nadie me lo dijo. Al principio yo quise averiguarlo, pero ~i mi hermana ni su suegra se fiaban de nadie. Ni siquiera de mí. Cuando me di cuenta, yo lo tomé muy a mal, pero no dije nada. Una noche vino mi hermana adormir a mi cuar­to y mientras se desnudaba le vi .en el cuello, en los brazos y en el arranque de un pecho las moradu­ras que "le ha~ían hecho los civiles en el cuartel tratando de hacerla declarar dónde estaba su marido. No hice más que ver aquellos car-­denales y me acordé de otros pare­cidos que le había visto poco des­pués de la boda y que no eran de pena, sino .de gozo. Aquellas mora­duras me correspondían a mí; las del gozo y las del martirio. Ella me las robaba y después d.e robárme­las, dormía. Ella dormia y yo con mi carne fresca y sin da$,o, lloraba.

Lucía se estuvo largas horas mi­rando a la h~rmana dormi<;la y di­ciéndose :

- A ella no le han cortado el pelo, como a otras.

La miraba a los labios y oía su respiración. A veces era regular y a veces agitada. En la agitación el aliento parecía detenerse entre los labjos y modular alguna sílaba. Escuchaba. Su hermana dormía

mal, se agitaba y decía en voz muy baja:

- En el. horno. Está en el horno. Desde su ventana la madre del

muerto seguía hablando: - Aunque Se hubiera podido

enterar alguno, nunca pOdré com­prender que hubiera en el pueblo una persona que lo quisiera tan mal.

Recostada contra el muro Lucía se decía:

- N o es necesario querer mal a una persona para delatarla y ha­cerla perder la vida.

¿ Quererlo mal? Oía hablar a la anciana sin escucharla y seguía pensando:

- Sin él la vida y la muerte eran para mí como una monstruosa broma de Dios.

y cuanto más ciega se había sen­tido Lucía por aquel hombre, mejor supo disimularlo. · Nadie en el pueblo lo pudo sospechar. Lucía tuvo sin embargo un confidente. Era el )nenos a propósito y quizás el menos seguro: sU abuelo, un viejo de noventa años que se pa­saba la vid,," sentado al lado del fuego, mi.rando· las llamas. A veces movía los labios en silencio y Lu­cía adivinaba que estaba rezando. Aquel viejO parecía pertenecer ya al mundo· de los muertos.

Estaba Lucía pensando en él cuando sintió que perdía el equi­librio y se apoyó con las dos manos en el muro. Viendo a Lucía vacilar, la vieja · hornera le dijo desde la ventana:

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6 RAYON SENDER

- Anda, hija, que \levas más peso del que puedes aguantar.

Ella se sintió aliviada por aquella compasión; pero las palabras te­nían - sin que lo quisiera la an­ciana - un doble sentido que la mortificaba. Ibá a marcharse cuando la anciana le preguntó:

- ¿ Vas al vado? - Sí, señora. Echó a andar hacia el río, por

entre las tapias terrosas de los últi- . mos huertos. Ir al fío era para Lu­cía una aventura. A veces el río le hablaba, a veces no le decía nada; pero ver los árboles · en la orilla cabeza abajo y oír a lo lejos las canciones de los arrieros le bas­taba.

- Ahora dicen que el río baja crecido.

Seguía con el rumor de las pala­bras de la anciana en sus oídos y con la imagen del ahuelo sentado al lado del fuego en su recuerdo. El ahuelo conocía los sentimientos de la nieta desde que un día olvi­dando ésta su presencia y creyendo que estaba 501a se puso a monolo­gar en voz alta. Sabiendo que las mozas despedían con un beso al no­vio cuando se iba a:l servicio mili­tar, Lucía iba y venía por la cocina murmurando vagas palabras.

- Si cae soldado en las quintas, ese beso se io daré yo, aunque no somos novios.

El anciano la miró de reojo y ella se turbó. Entonces dijo el viejo.

- ¡ Condenadas! i Por cada beso Os debía salir un grano!

Desde entonces Lucía no se re--

cató del· abuelo pensando que puesto que las precauciones eran ya inútiles lo mejor sería obligarlo con' sus confidencias. Como ella esperaba, el viejo le guardó el se­creto. Pera el mozo cayó soldado y

'el beso ne se lo dió Lucía, sino su henDana Joaquina. Tampoco eran novios, pero lo fueron desde aquel día. Fué Joaquina también quien

. hizo el ramillete ·que el mozo debía llevar en la cinta del sombrero el día de las quintas. Lucía anduvo por la casa como un fantasma y al día siguliente robó a su hermana el ramillete que el novio según la costumbre le había devuelto y lo arrojó al fuego bajo la mirada cómplice del abuelo que reía y murmuraba:

- i Las mujeres siempre con la suya!

Después de quemar el ramillete Lucía miró al viejo con recelo, pen­sando:

- ¿ Me traicionará? ¿ Se lo c!irá a Joaquina ? El :viejo se dió cuenta y le dijo:

- Vamos, no seas simple. Hay otros hombres en el mundo y bien miradó tanto vale uno como otro.

- Para mí - replicó eUa - no hay más que uno.

- Sonreía el abuelo. Si aquel mozo no se casaba con Lucía sino con Joaquina, ¿ qué iba a pasar? Lucía le devolvia le pregunta con una sombra de angustia en los ojos y el viejo se contestaba a sí mismo:

- Nada. No pasará nada. En la

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EL VADO 1

vida no pasa nad~. cuando suceden esas cosas,

En lo alto de la chimenea mugía el viento dramáticamente como si quisiera desmentirle 'y el viejo pre-guntaba: '

- ¿ Te ha hablado de amores al­guna vez?

- No hacía falta. Nos lo tenía­mos todo dicho desde pequeños.

Los ojillos del anciano parecían contener una expresión agria de re­gocijo, como si en todo aquello hu­biera un secr,eto humorístico que Lucía no conocía. Al verlo distante y burlón, ella se calló precisamente en el momento en que iba a CODw

tarIe algo que no había dicho nun­ca a nadie.

Ahora yendo . al río re'cordaba. lo que aquella Roche quería contarle a SU abuelo. y pensaba:

- El se hubiera burlado de mí.

En el fondo no era nada, pero para ella aqu.el hecho tenía una sig­nificación tremenda. Era una tarde de mayo entre dos luces. Vol­vía de las pardinas de su padre y pasó cerca de un campo donde es­taba ,,1 mozo segando alfalfa. La llamó y Lucía se acercó y le dijo:

- Ya se ha puesto el sol y es hora 'de plegar.

El decía que quería acabar de se­gar aquel campo.

- ¿ y vas a segar a oscuras? Señaló él la raya. del horizonte.

Detrás de Lucía asomaba una luna llena que se alzaba rápidamente. Y los dos hablaban por hablar, sin decir nada. El se puso a enseñarle

a daUar. Era buen dallador y lo sabía:

- Mira, Lucía. Iba avanzando, y movl~ndo a un

la,w y a otro I'a segur con una cierta solemnidad. Quedaba en la ancha hoja de acero cGmbada -d,el mismo color de la luna - una vibración musical.

- Es mil&' fácil - decía. Le dló , a ella la dalla ,y sltuán­

d')se detrás o contra su costado po­nía ias manos sobre las de ella y segaban juntos. Avanzaban muy lentemente. Ella sentía en su cuerpo el calor de él y se resistía a avanzar para que el contacto fuera más estrecho. Percibió en su cuello el aliento acelerado de él, que soltaba la dalla y la abrazaba

,buscándole -los. senos; pero en aquel momento se oyeron las voces de otros campesinos que se acercaban y "lIa asustada se desprendió y corrio al camino. Fué regresando al pueblo sola, lentamente, espe­rando todavía que él la alcar .. zara. Pero los campesinos que ,lo busca­ban volvieron en grupo con él.

Pensando en su abuelo decía: - Hice bien en callarme. El

abuelo hubiera creído que yo le ocultaba una parte de lo sucedido. Hubiera pensado que había suce­dido todo, por esa tendencia que tienen los viejos a pensar lo peor.

Ahora estaba el abuelo en el ce­menterio y cerca de él reposaba el cuerpo amado. Y ella había que­dado sola en la tierra e iba al río con el corazón turbado por las pa­labras de la madre del muerto.

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8 RAMON SENDER

Pasaba cerca del campo de al· faifa. Había tres hombres traba­jando y el campo no estaba sem~ brado de alfalfa, sino de remola­cha. Pensando en su delación sen­tía ella un remordimiento sordo, adherido a su alma como una hierba venenosa. Le quedaba en el recuerdo la imagen del hombre jo­ven que buscaba sus senos tem­blando. Poera por una · rara casua­lidad siempre lo veía con los bra­ZOs levantados como cuando ·salÍa del horno rodeado por la guardia civil. También tenía los .brazos por encima de ·la cabeza cuando 10 en­contraron caído en tierra al lado· del camino .del cementerio. · Joa­quina fué con su suegra y, después de cortar un mechón de cabellos

al cadáver y envolverlos en un pa­ñuelo que besó con unción, se la llevaron de allí y se fué llorando. La madre se quedó sola, mirando al hijo. Poco después llegó Lucía, que se arrodilló al lado del muerto y lo besó eQ., la boca. La madre, conmovida, rompió a llorar y la abrazó :

- Sí, hija - decía entre lágri­mas' -. Así es como él merecía que lo quisieran.

y~ en el ·río Lucía se d.escargó la canasta, se sentó sobre ella y con las manos en -las rodi'llas se hizo. atrás, inclinó la cabeza sobre un hombro y entornando los ojos, dijo:

- ¿Cómo pUM yo hacer aquéllO?

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EL VADO 9

el agua pensaba: - Hace' dos años que no

m., ha llegado el aliento al corazon.

Un día, meses atrás, había salido de su casa desesperada y había ido a la plaza del pueblo - vivía al lado, en un -pequeño caUejón ciego -

. dispuesta a pr.egonar su culpa­bilidad; pero una vez allí se sintió sin fuerzas. Veía los grupos de campesinos tomando el sol y pen­saba:

- Si lo digo se enterarán tam­bién mi hermana y su suegra; N o podría sufrir la idea <te que ellas llegaran a saberlo.

Aquel día que salió a la plaza dispuesta a publicar su crimen, en lugar de detenerse siguió andando y se metió en el atrio de la iglesia. Ya allí se volvió a mirar, indecisa. " La plaza era pequeña, cuadrada, y rodeada de soportrules de piedra carcomidos. Encima de las casas, por el lado del Alyuntamiento, se veía flotar en el aire una cometa con el rabo sacudido por el viento. La plaza daba una impresión de in­tilI\idad familiar. Pero desde la guerra la gente se miraba con una

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indiferencia detrás de la cual se veía un inmenso recelo. Los cam­pesinos se diría que tenían en los ojos r.eft.ejos rojizos, como los hu­rones. Lucía entró en la iglesia y se fué' derecha al altar mayor. Te­nía más ganas de llorar que de re­zar, pero· no hacía lo uno ni lo otro. Se limitaba a pedir a Dios que la castigara, que la hiciera pa­gar su crimen. Cuando iba a mar­charse vió un confesonario y den­tro al cura.

- Ire ahí - se dijo - y confe­saré toda mi miseria.

Una duda la contenía: - ¿ No sabe ya Dios que fuí yo

quién delató al marido de mi her­mana para que lo mataran?

Pero quizá Dios quería · que lo confesara arrodillada a los ·pies del párroco. Y se acercaba pensando:

- j Qué descanso, si me impusiera una penUencia penosa, un gran sa­crificio !

Recordaba con placer aquellas leyendas de g.randes pecadores obli':' gaaOS a ir ,descalzos a Roma men­digando el pan por ,los caminos.

- No a pie - se decía, con saña - sino de rodillas; de rodillas iría yo.

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10 RAMON SENDER

El cura le sarla :

dIjo después de confp.-•

- Hija mía, no es necesario que te arr.epientas de haber denunciado a un enemigo de Dios. Lo único malo es que 0(0 hayas hecho empu­jada por una pasión culpable.

ELla recordaba al muerto caído en SU sangre. Aquel no podia ser un enemigo de Dios, ¿ Qué Dios sería aquel si pOdía considerar ene­migos suyos a hombres como el marido de su hermana? ¿ Cómo podía Dios h acer enemigo ·suyo a un hombre limitado en su honra­dez campesina a su trabajo iy al

• cuid~do de su familia? Olvidó que estaba en el confesionario y dijo en aIta voz :

_ . N () es verdad, señor cura. El enemigo de Dios era yo.

El cura se escandalizó: - Cállat~ ¿ Estás loca? Luego, viéndola llorar añadió: - ¿ N o eres, tú, Lucía la del ca­

llejón ?

L e dió la absolución y Le impuso una pequeñ a penitencia, no por la d elación, sino por la pasión culpa­ble.

Despues salió del confesonario y se dirigió a la sacristía, volviéndose dos veces a mirar a aquella mujer con una curiosidad a larmada. Lu­cía salió del templo sintiéndose más Culpable todavía. Al llegar a l atrio pensó con cierto gozo :

- El cura sospech a que yo soy • una rOJa.

La idea de que la denunciara, de que la encarcelaran, de que la ma-

taran Incl\,lsp, como habían matado a otras, le gustaba.

- Esa sería quizá s la única· :pe­nitencia que podría salvarme.

Pero ni el cura la denunció ni sucedió nada.

y ella seguía en vano buscando una forma .de expiación. Por las noches, en sus sueños, se le pre­sentaba el muerto· y la miraba sin decir nada. Llegó un momento en que tenía miedo de dOl'lnir. Y des­pierta se r epetía:

- i Si yo tuviera fuerzas para decírselo a mi· hermana!

Ahora, junto al río, oyendo en la lejanía el cimbal de ,la ermita pen­saba:

- Tres noches llevo en vela escuchando el aire contra · la chi-" menea y pensando qué podría yo hacer para que este remordimiento no me siga quemando por dentro.

Prefería morir. - Si muero iré al infierno - se

decía -. La confesión y la absolu­ción del cura no sólo no valen, s ino que me parecen un pecado tam­bién.

Lucía creía cor..J.o tantas otras personas que el infierno era un lu­gar donde los pecado;oes se quema­ban a fuego lento por t oda la eter­nidad. Esa eternidad en el fuego le parecía más tolerable que aquella imposibilidad d el sosiego interior.

Lavaba . A veces go!peaba .'"!l agua con. tanta violencia que le salpicaba el rostro y las gotas caían por sus mejillas como si ¡,lorara. Pero no

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EL VADO 11

lloraba. Nunca había llorado desde aquel día en el confesonario.

Estaba de espaldas a las huertas y al pueblo. Era ya más de media mañana, No podía tolerar el tener a sus espaldas ·Ia 'colina ' I.é,jáha donde . se alzaba el cementerio. Cuanto más pensaba .en aquéllo más dificil se' le hacía. Se levantó y alzando la canasta la apoyó en su cadera izquierda. Luego buscó el vado y pasó a pie seco por las losas que emergían a cortos espa­cios. Ya en la orilla opuesta veía el pueblo y el cementerio. Y tra­taba de retener el rumor de Jas aguas que al pasar por el vado le hablaban diciendo palabras que no conseguía descifrar.

El viento seguía arrastrando las nubes sobre el azul. Lucía se arro­dilló al lado .del agua y se quedó un momento a cuatro manos mi­rando las burbujas que se forma­ban alrededor de las piedras.

- Podría yo morir, quizá . . Morir como murió él.

Pero si moría - seguía pensan­do -, ¿ cómo podría comprobar después que había pagado y sentir que el sosiego volvía a su corazón? Las ·nubes y el azul pasaban por debajo del agua y ella los miraba atentamente hasta marearse. En~ tonces cerraba los ojos, se sentaba sobre los talones y volvía a respi­rar hondo. Se sentía fuerte por !ue,'a con SUs brazos curtidos por el aire y el sol, una mecha de ca~ bello ' escapada del pañuelo azotán­dole la mejilla, las rodUlas redon-

das y poderosas sobre la piedra; pero por ,dentro se reconocía débil, lamentable, d"",amparada.

- Todo 'l1ora dentro de una. Aquel llanto interior no salía a

los ·. ojos, pero hacía la mirada más blanda y la línea de oJos labios más amarga.

Vió que se · acercaba al río otra mujer por el camino por donde ella había venido. Tardó en ver que era sto hermana Joaquina.

- La vieja le ha dicho que yo he venido a lavar al vado.

Al principio se alegró, pero des­pués, a medida que se acercaba, se sentía más indiferente y extraña. Sin embargo gritó su nombre, pero no debió ser oída porque soplaba el viento en dirección contraria.

Al llegar Joaquina dejó la ca­nasta junto a la orilla más próxi­ma. El río, que por alU tendría una anchura de treinta o cuarenta me­tros ,las separaba. J oaquina se qui­taba el pañuelo de 'la cabeza ¿ara doblarlo de nuevo en un triángulo· perfecto y entretanto daba frente al viento de modo que el pelo se mantuviera hacia atrás. Volvió. a ponerse el pañuelo, se arrodilló al lado del agua y antes de comenzar a lavar dijo, lo mismo que su sue­gra:

- Hoy se cumplen dos años. Lucía no contestaba. Después de

un silencio lleno de evocaciones tristes, Joaquina añadió:

- Quería quedarme en casa, pero mi suegra ha ido al horno y yo no podía estar sola.

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12 RAMON SENDER

Lucía pensaba: - ¿ Tampoco ella tolera la sole­

dad? ¿ Tiene también secretos? ¿ Quizá un secreto angustioso?

Quería que todo el mundo los tu­viera. Miraba a su her.mana y veía en el suelo al lado de la canasta un trozo cuadrado de j'abón.

- Cuando vivía él - pensaba -venía a lavar con dos pedazos. Pero ahora es pobre.

Tenía la impresión de que aquella frase - « pero ahora es pobre » - la repetía el murmullo del agua, un poco más ahajo, con~ tra las piedras del vado.

Lejos se oyó un disparo ,de caza­dor. Como siempre que oía tiros Lucía se sobresaltó. Se había in­corporado y en lugar: 4e volvers~ a arrodillar se levantó y fué a ten­der una sábana sujetando -las esqui­nas al suelo con cuatro piedras. Entretanto el corazón se le iba cal­mando. Volv1a a sU puesto cuando vió que las nubes ocultaban el sol en el espacio que abarcaba su vista. Pero por entre el conglome­rado de nubes se abría una pe­queña claraboya y se filtraba por ella un rayo dorado que bajaba sobre el cementerio. Lucía miraba aquello como un milagro y al arro­dillarse otra vez para seguir la­vando parecía que iba a ponerse en

•• oraClOn.

- Ese disparo me recuerda los de aquel día. .Sonaron aquellos ti­ros como un trueno y yo los oí desde la cama y aunque no sabía nada, me sonaron en las entrañas

y llevé el eco en la cabeza día y noche más de tres meses.

Su hermana hablaba. Decía que aquel día eq viento del sur era tibio. Un viento abochornado que iba empujando las nubes a las monta--nas.

- Mi suegra dice que si las nu­bes no pasan la sierra, volverán a bajar y habrá nieve,

Lucia: ~allaba. Los .golpes de la ropa mojada contra :las losas · se oían por encima del murmurar del agua. El acento de Joaquina, era natura-} y tenía a veces como una inflexión de alegría.

- Se ha acost'!lmbrado a SU :pena porque es una pena honrada -murmuraba Lucía.

Más arriba el agua parecía reirse de Lucía y ella mirando a su her­mana se decía :

- Si yo pudiera enseñarle los adentros de mi conciencia ...

Detrás de Lucía pasaba un ca­mino que conducía a la aldea del otro lado del río y por el -camino un arriero con un par de mulas. Iba cantando una canción obscena y alzaba la voz cuando las palabras eran más procaces para que llega­ran a los oídos de .Lucía.

- Me ve lavando en esta orilla del río - se dijo ella - no siendo

del pueblo de este lado, sino del otro, y para molestarme canta esas porquerías. Como no soy de su aldea es muy probable que piense que soy una cualquiera y que no merezco ningun respeto. Sólo las mujeres de .su pueblo son decentes. Pero ni ~n su aldea ni en ninguna

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EL VADO 13

otra merezco respetos yo. N o soy lo que él cree, pero soy algo peor.

J aaquina acababa de decirle algo, pero el rumor del agua había arrastrado sus palabras, que pare­cían agitarse entre las piedras del vado. Viendo poco después que el viento estaba en calma alzó la' voz sobre el fragor del río:

- Ayer, pasada la media noche, vino mi suegra a la alcoba y m e dijo: « Hoy se 'cumplen años. » Yo le pregunté: ¿ No es mañana? Y ella dijo: « No; . es hoy porque han tocado ya las doce en la iglesia. » Estaba es'perando q~e sonaran las doce para venir. Luego se puso a Horar. Yo lloré también hasta que

me quedé dormida y hoy me en­cuentro mejor.

Lucía callaba: - También yo las oÍ, las doce,

sin dormir y ni Horé ni me quedé dormida.

Oía todavía detrás de eHa al campesino que insultaba alegre ... m ente a las mujeres del pueblo ve-­cino y Lucía sonreía amargamente y pensaba:

- Soy peor que eso, mucho peor que eso. Ojalá · tuviera razón ese badulaque y no fuera más que una puta.

Luego contestó a su hermana: - Dichosa tú que puedes Uorar

todavía.

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RAMON SENDER

LUCIA mirando sU propia imagen en el agua quieta y cerrando después los ojos

como si con .?quella diera más ím­petu a- su determinación, dijo:

- Tengo que hablar. Tengo que decirlo todo.

Sintió que la sangre acudía a su cabeza y que el corazón se revolvía en su pecho como un pájaro preso:

- Voy a hablar. Voy a decirlo.

Se asombraba de sí misma, de la facilidad con que había hecho s.u decisión y esperaba el momento de comenzar. Al otro lado del río J oa-

• quina se incorporaba, se sentaba sobre los talones y preguntaba:

- ¿ Qué dice eSE) s insubstancia?

Pero el arriero se alejaba ya. Lu-•

cía no atreviéndose a mirar a su hermana contemplaba su propio rostro en el 'agua quieta. Era duro y blanco como el de una estatua.

- Voy a h a blar y no sé cómo decirlo ; pero sé que voy a d~cirlo

todo. . Gritó con una voz aguda y agria

sin dejar de mirarse en el río: - i Joaquina !

. Q .? - ¿ up..

III

Lucía aturdida por la seguridad de que la estaba oyendo, dijo:

- Soy más miserable que una rata. de jfiul.;¡,d13.::".

- ¿ Tú ? ¿ Por qué? Lucía gritó, sintiendo que con

cada palabra se le iba el alnla : . . - Porque yo fuí quien delató a

tu marido para que lo mataran. . No se atrevía a alzar la cabeza. - Me está mirando, - . pensaba

- me está mirando ahora y yo no podría cruzar mi mirada con la de ella.

Se sentía fatigada como si l ~ hubieran extraído la mitad de la sangre de ,las venas. Pero iba poco a poco recobrándose. El viento era húmedo y parecía tan luminoso como las mi'sInas nubes. Algunas palabras' volvía a metérselas por la boca y a encerrarlas otra vez en el corazón. Había sucedido a Sll:S vo­ces un silencio llene de los peque­ños ruidos del campo. El arriero que cantaba la canción obscena se h a bía perdida en el horizonte. Lu­cía sentía en el alma una luz nueva y gustosa. Ya ·10 había dicho y dentro de ella y fuera todo cam­biaba. El muerto ya no era el fan­tasma terrible, sino el recuerdo del

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EL VADO lIS

hombre amado. Se agradecía a sí misma el haber hablado. Se inclinó hacia atrás, irguiendo el busto. De las nubes plOmizas bajaba un haz de rayos amarillos sobre el río. Los pechos se le alzaban henchidos de generosa luz. Se atrevió a mirar a J oaquina. Le estaba agradecida no

. sabía de qué. Ella la miraba en si- · lencio y 'Sonreía. ¿ Cómo era posi­ble que sonriera después de haber oído aquéilas palabras?

- Espera - dijo por fin, retor­ciendo una prenda blanca para que escurriera el agua -. Espera que pase esta volada de aire porque se lleva tus palabras y no te oigo.

Lucía se estremeció: - ¿ Por qué no me ha oído? Había hecho un e-sfuerzo gigan-

tesco y ahora se iba dando cuenta de que no sería capaz de volver a intentarlo. Las sombras del agua entre las piedras, con los contornos de las nubes plásticos y movibles, formaban rostros humanos y todos parecían el de él. De frente, de per­fil, de espaldas. EUa lloraba por dentro . Su rostro se contraía como si realmente ·llorara, su respiración era gemebunda, pero SUs ojos se­guían secos. Lloraba sin lágrimas. Un momento pensó que podía ha­ber alguien a sUs espaldas, alguien que la hubiera oído. Entre alar­mada y alegre por esa posibilidad volvió lentamente la cabeza. No había nadie. Su hermana quería saber:

- ¿ Qué decías ? Lucía vacilaba, medía sus fuer­

zas: Su hermana volvió a pregun-

tar- y eHa respondió con el acento inseguro del llanto:

- Nada. No decía nada. Miraba el agua y calculaba su

profundidad. -. Si el rí~ bajara crecido como

me habían dicho, yo podría volver a decirlo una vez y otra hasta que me oyera y después dejal'me caer en el agua. El río se me llevaría lejos, de modo que no tendría que ver ya nunca ·la cara de mi her­mana~. Me ahogaría antes de que elle llegara a mi lado.

Cada una de estas reflexiones era como un hilo de acero que diera vueltas por sus entrañas clavándo­sele en el corazón cuando respi­raba. Seguía viéndose reflejada en el río. Cada vez que el agua se aquietaba y la imagen aparecía ní­tidamente, ~arrojaba sobre ella una camisa o una sábana.

- i No puede sel' ! - murmuró entre dientes.

El viento llevó esta frase a la otra orilla y Joaquina preguntó:

-, ¿ Qué es lo que no puede ser? Era como si una fuerza oculta

dirigiera la intensidad del viento para decidir qué palabras debían perderse en la distancia o ser oídas. Volvía a agitar el agua para borrar su propia imagen y pen­sab2. :

- A los criminales los encarce­lan y con eso pagan, a los asesinos los ahorcan y pagan también, pero a mí, sin castigo . de los hombres, ¿ qUién me hará pagar? Si voy a un juez a contarle mi crimen me pasará lo mismo que con el cura.

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16 RAMON SENDER

Se incorporaba: para respirar máJ=; hondo y volvía a decirse:

- No puedo vivir. Llevo dos años de suplicio y algunas veces estoy tan confundida que no po­drí~ ya decir si quise u odié a aquel hombre. La pena es más ,grande que el recuerdo del cariño.

Era extraño que no le preocupara lo que aquella sombra pensaba de ella si es que los muertos pue.den ,pensar algo de los que los mataron.

- Lo hice por mi 'locura de hem­bra y aunque parece difícil de en­tender, en ese lugar donde él está ahora se entienden todos los miste­rios.

Estaba segura de que él la per­dona.ba, pero quien no se podía perdonar era ella.

Su herqlana nunca lo entendería. Quizá ninguna mujer quisiera en­tenderlo: Un hombre, era más fáci.

- Puede que el abuelo lo barrun_ tará cuando me miraba sin decir nada.

Lucía se acogía a aquella imagen del abuelo para aligerar la presen­cia de la imagen del hombre que­rido. Veía a su abuelo, como siem­pre, al lado de1 fuego. Llevaba un gorro de piel d.e cabra y cuando ella era niña solía sentarla en sus ro­dillas e iraitar el trote de un ca­baNo, mientras cantaba:

El alcalde de M aniZa laonperol-il1tt, la-mpel'olana, tenía una hija moscarda

• • JU, JU.

Aquella hija moscarda había in­trigado a Lucía desde los años dE> su infancia. No sabía lo que quería decir -la expresión pero - le sugería una mujer con patas de moscar­dón, con un pico elástico que se contraía o se a -largaba para chu­par la miel. Cuando preguntaba al abuelo lo que era una hija moscar­da él se enfadaba:

- Si me cortas la canción la re-mato y se acabó.

Ella se decía:

- Tampoco él lo sabe. Oía L~cía hablar a su hermana

al otro lado de1 río. - ¿ Por que no vuelvo a decirlo

-- se preguntaba - ahora que el aire se -está quieto?

Alzaba los ojos y viendo a J oa­quina alegre se sentía sin fuerzas. Pero apretando los dientes murmu­raba:

- Yo hablaré aunque tenga des­pués que enterrarme viva.

Su hermana le preguntaba algo y ella no entendía.

- ¿ Qué dices? - No nos oímos. ¿ Por qué no

vienes a lavar a este lado del río '!

Lucía no respondió. Si iha a su lado no se atrevería a hablar. Escu­chaba Lucía un poco más abajo el agua cayendo entre las piedras en una oquedad cavada por el río. El agua al caer en aquella poceta pa­recía decir: « Lamperolina-lampe­rolana » con una pequeña voz sus­pirada. Acostumbrada a los mu r­mull0S éstos cambiaban a menudo

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EL VADO 17'

y le daban impresiones diversas. J oaquma decír. a grandes voces:

- L()s mozos hablaban el otro día de los que habían ido con el soplo a la guardia civil y decían que el día de los cuchillos largos ... - miraba a los dos lados y detrás de ella, antes de continuar - que el día de los cuchillos largos se acerca y que ese día serán los avis­pones los primer.0s que caerán.

Al oír los avispones Lucía se quedó confusa. Había oído llamar a los delatores soplones y de otras diversas maneras; ,pero av ispones era la primera vez. Le quedaba esa palabra en la imaginación ligada a la canción .del abue10. Aquella hija mosca?'da con patas peludas 'y hoci­co ' succionante y alas pardas y zum­badoras pOdría ser una avispa, una avispona. Los avispones eran como grandes moscas, mayores quizá, que las mosGas de establo.

y oía ' el agua en la paceta. Ahora decía: « Lamperolino-Iana ». Su hermana le hablaba y ella no la oía. Si el viento se había llevado las palabras cuando Lucía .confe­saba 'Su crimen, ¿ a qUién protegía aquella fuerza misteriosa? ¿ A Lu­cía? Ella negaba:

- Se me pudre ese secreto y me está corrompiendo' toda. Sería como volver a la vida, si ella me hubiera oído.

Entonces aquella fuerza oculta protegía a Joaquina, que perdería su conformidad y su resignación cuando supiera que la denuncia la había hecho su misma hermana. Lucía repetía en su imaginación:

delatora, acusadora, soplona, trai­dora, avispona. Y luego, moscarda. Aquella imagen de la hija moscar­da que la acompañaba en la niñez e patas peludas, hocico contráctil -era ella misma. La piel de los bra ­zos se le erizaba como si le fueran a nacer pelos. La greña que gol­peaba su mejilla, su alzaba a Vi!ces cómo una antena de insecto. En el reflejO del agua sus brazos apoya­dos verticalmente - y sobre ellos el busto descansando - parecían tomar la forma quebrada de las patas de 'las moscas. Moscarda. Pero, Lucía nunca había podido imaginar el rostro - sobre todo los ojos - de aquella hija mos­carda. Joaquina gritaba desde el otro lado:

- Nos hemos dejado pasar ... el viento se nevó la mitad de la frase pero se oyeron algunas síla­bas hacia el final: - \ida... el mida ...

Lucía veía un manojo de junco::; verdes que surgían del agua finos y cimbreantes. Tenían las raíces dentro del río. Los espacios libres entre. los juncos formaban un labe­rinto verde en el cua'} se debatía un morcandón gris, tratando de salir. Lucía sin' dejar de mirarlo oía palabras sueltas de Joaquina :

- El sol adelanta... y pasar ... lida .. el mida ...

No era seguro que hubiera di­cho « lida » ni « mida ». Lucía miró a su hermana y cuando la vió sacar de la canasta medio pan. abrirlo en dos mitades y mostrar algo amarillento - queso o quizá

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una tortilla o tal vez ambos -comprendió que le había dicho « la comida ». El sol había rebasado el cenit. Lucía miró los juncos. El I:1oscardón seguía ' preso y al ale­tear tratando de huir producía un rumor áspero. Su hermana la invi­taba a comer. Lucía dijo que no

r porque sent.Ía como un obstáculo encima del estómago, entre los pe­chos, que la moles taba.

Pero el río seguía repitiendo e l c:stribillo de la canción ' del viejo. A vec,es e l viento desflecaba el ch o­l'TitO de agua que caía entre las piedras sobre la poceta y el agua no decía « lamperolina », sino otra cosa. Oía mejor a l río que a su her­mana. El idioma del río le era ya familiar. Cuando el agua se desfle­caba con el viento decía «al be rige».

Lucía vió a J oaquina comer y sintió Un hambre repentina. Mi-

raba el jabón como si fuera un ·manjar. Aun sabiendo que era ja­bón tlavarÍa en él los dientes ' a gusto. Debía ser blando y duro a un tiempo, como el queso. Se leo. vantó y fué a cruzar por el vado para comer con su hermana ·pero al pisar un.a piedra cubierta de li­quen resbáló y para sostenerse y n o caer tuvo que meter el pie en el agua. Esta le llegó casi a la rodilla. Con la impresión, del agua fría y del poder de la corriente que empu­jaba su pierna río abajo se llevó un susto enorme. Regresó despacio al lado de la canasta. Iba a decirle a su h ermana que no tenía hambre ya, pero pensó que carecía de im­portancia y se acomodó otra vez al lado del agua mirando el mos­cardón de los · juncos.

_ . Cuántas ganas de vivir - se dijo - en una cosa tan pequeña y tan fea.

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EL VADO 19

ESTUVO largo rato tendiendo ropa. Cuando terminó y vol­vió a la orilla se quedó un

momento escuchando. Hacia la parte central del río el agua bajaba en masas vidriosas color azul y verde. A fuerza de oír todo el día el fragor de las aguas llegaba como siempre - hacia la media tarde -a encontrarle un sentido. Al choca • .' el agua con un grupo de piedras que emergía del centro d-el }·echo ,~ l

río decía: « Mosca-mosca ». Y agu­zando el oído creía escuchar: « moscarda ». El insecto ya no estaba en los juncos. Quizá la co­rriente lo había arrastrado. Lucía oía un poco más abajo: « Tú ha­blarás ... tú hablarás... » El agua repetía esa frase una y otra vez; « ¿ Yo ? ». Pero el agua ligaba este rumor con el anterior: « Moscarda, tú hablarás ... Moscarda, tú habla­rás... » Lucía, con los ojos muy abiertos seguía preguntándose en silencio: « ¿ Yo? ». Miraba al otro lado .d·el río, cerca de la orilla. Las nubes rojas de poniente se re-o flejaban en al agua.

- Parece - se dijo - que han volcado un brasero encendido en el

IV

río y las brasas bajan, bajan sin apagarse.

Comenzaba a hacer demasiado frío, pero quería terminar su faena y se puso a lavar más aprisa. Escuchaba el agua: « Moscarda, tú hablarás ... tú hablarás ... pero no lo dirás. » En este momento Joaquina daba voces otra vez:

- Arde y ... !ica ... !ida. - ¿ Qué? - Tarde ... y quiro ... quida. Sin haber entendido, Lucía con­

testó: - ¡Ah! Miraba las pequeñas somb:'as de

las cosas queriendo por ellas y' por el sol saber la hora, pero todo el día la luz y las sombras habían estado vacilando. Ahora mismo con el fuego bajo el agua se hubie ra dicho que no sabía si era el atar­decer o el amanecer.

- '" arbo ... en la ... vita ... rtal. .

Llegaban las palabras mezclada::; con el rumor del agua; pero era éste al que atendía. Para oirlo me­jor se quedaba suspensa con una prenda mojada en las manos, sin decidirse a ech'arla otra vez al agua.

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Lejos se oía otra canción. - No es el mismo arriero de

antes - penso Lucía - pero quizás está diciendo también cosas desver­gonzadas.

Metió una camisa en el agua y comenzó a enjabonarla.

- El día alarga ya por la parte del toza!.

Esta vez habían llegado las pala­bras de Joaquina enteras. Y las aguas decían cosas sin sentido : « Arrarasar... arrarasarás... » La paceta en lugar de « alberige » re­petía « atla, .. vitla.. . tlatletha... ». Lucía pensaba:

- Todo cambia. AIlora comen­zará a cerrarse el cielo encima del pueblo . y los pájaros 'se irán a dor-

• mu", . , Efectivamente había sobre la

aldea una larga estría luminosa por donde se veía la desnudez del día que se acostaba.

- Todas las cosas, dormirán. To­das las cosas dormirán en la noche. menos el viento y yo. Y el río. El río tampoco dormirá.

El río y el viento corrían con prisa a otra parte donde había "quizá sombras temibles. Lucía te­nía miedo a la noche.

- Tengo miedo como aquel perro que ladra lejos.

Otro perro contestaba en otro lu­gar.

- No es el amanecer, sino la tardada. En el amanecer se oyen los ga:llos y en la tardada, los pe­rros.

Poco después éstos se callaron.

El agua decía: « Moscarda, tú ha­blarás ... »

Después de un largo espacio en el que sólo se oían los golpes de la ropa mojada contra la piedra Lu­cía oyó cerca el} canto breve y sil­bado de una lechuza. No sabía g; había sido " a la derecha o a -la iz­quierda, pero quedaba vibrando en el aire. Las lechuzas vivían en los cementerios y se pasaban las no­ches mirando las cruces blancas. Tampoco dormían. Otra vez oyó el silbido repetido dos veces.

- Ahora - se dijo - ha sido detrás de mí.

La idea de una lechuza llegando del cementerio la inquietaba. Para tranquilizarse se dijo que quizás aquel buho no venía del cementerio de su puebl6, sino del otro. Su her­mana había tenido siempre miedo a las lechuzas que Se beben el aceite de las lámparas y miran a los campesinos que duermen en las eras.

Terminaba de lavar. La poceta decia otra vez: «lamperolino-Iana». y lejos, a su espalda, se oía la campana de una iglesia, pero no la hacía sonar el , viento, sino el sa­cristán, porque era el toque diario de oración. Veía a su hermana que dejaba de lavar para rezar un ave­maría.

- Rez~ por él - pensó - pero .esa campana y ·esa iglesia no son de n 11estro pueblo.

Se quedó escuchando el silbo del buho.

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EL VADO 21

- Esa lechuza debe ser también de la iglesia del pueblo de al lado.

Esta vez hábía sonado muy cerca,

- Hay animales que la miran a una desde la sombra y una no los ve ..

El agua repetía: « Moscarda, tú hablarás ... pero no lo dirás nunca. No lo ' dirás nunca más. Nunca, nun ... ». Trabajaba Lucía con"furia, puesta SU atención en las cosas que la rodeaban, como si temiera que , pudieran cambiarse en quimeras o seres vivos. Por fin miraba al cielo que iba acabando de cerrarse, Todo era gris plomo menos las piedras de la glera que comenzaban a ser más blancas que las nubes. Tam­bién el agua brillaba en las som­bras como si tuviera luz debajo.

- ¿ Me atreveré a repetirlo aho­ra, ahora que va oscureciendo? ¿ O después cuando sea completa­mente de noche ,?

Las brasas bajo el agua se ha­bían apagado. Las nubes, que no habían podido pasar la sierra re­gresaban y acababan de cubrir el cielo. Tenuinó de lavar y se acercó a cuatro manos a los juncos. De­bajo del agua parecía removerse aun el moscardón. Con un palito. lo hizo salir a flote. Al sentirse fuera del agua el insecto echó a vo­lar y tropezando con la frente de Lucía dejó en ella una huella fría y húmeda. Ella dió un grito. Al otro lado del río su hermana la llamó.. alarmada y Lucía la tran­quilizó. En -las sombras apenas se veían, pero habiendo amainado el

viento se oían mejor. Lucía se puso a recoger apresuradamente la ropa tendida. Su hermana hacía lo mis­mo. El río parecía repetir con una mecánica obstinación: « ... tú ha­blarás y no lo dirás ... nunca, nunca,. nunca más_ ». Río abajo se levan-

• • • taba la niebla que cubna a trechos la orilla opuesta. Lucía se decía

' que aquel era el momento .de inten­tar decirlo otra vez. Las sombras y la niebla parecían defenderla. Llamó:

- i J oaquina ! y pensaba. : - Me contestará, se 10 diré y

d~spués... ¿ qué haré después?

Podría marcharse con la canasta en dirección contraria, en dirección al pueblo de al lado. Como en ese pueblo sería forastera los mozos se atreverían a decirle procacidad~s, pero aunque la l·lamaran con la pa­labra infame - y ella se la decía otra vez a sí inisma en la imagina­ción - aquello no sería nada para lo que en el fondo merecía. Como aquel pueblo estaba demasiado cerca del suyo no pOdría detenerse allí. Seguiría andando día y noche hasta llegar a un país donde nadie la - conociera. Joaquina no le con­testaba. Volvió a gritar:

- i Joaquina !

Las sombras eran más espesas y tenía la impr,esión de que en ellas era más difícil hacerse oír. Pero en aquel momento -le !legaba nítida­mente la voz de su hermana:

- Vámonos, que ya cantó la le­chuza.

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22 RAMON SENDER

Era tradicional en la familia qu\' una mujer honrada no de..he estar en el campo a la hora de ca.ntar la lechuza. Lucía no quería cruzar el l'Ío. Veía el, vado invitándola, pero se decía:

- Tengo que hablar y es más fácil hablar desde aquí.

La idea de quedarse toda la no­che hablándole a su hermana -sin verla - a traves del río, le en­cantaba. Pero su hermana la lla­maba otra vez. Lucía no respondió, aunque apresuró SUs movimientos acabando de recoger la ropa. Cuando se dispuso a levantar la ca­nasta del suelo vió alzarse de la tierra misma, detrás de un arbusto, un hombre en mangas de camisa con los brazos abiertos. ·Iba hacia ella y agitaba las manos por enci­ma de la cabeza. Lucía dejó caer la canasta con los ojos desencaja­dos. Emitía un gañido gutural agu­do y sostenido. Luego acertó a gri­tar otra vez el nombre de su her­mana. Vió que aquella aparición se alzaba por encima del arbusto y flotaba en el aire. Se apartaba un poco de ella, se estaba quieta y luego volvía a acercársele. Lucía retrocedió de espaldas hasta sentir sus d~s pies en el agua. En lugar d e salir otra vez a la glera giró sobre sí misma y echó a correr río adentro. La sensación de estar de espaldas al fantasma, de tenerlo de­trás .y no verlo la horrorizaba y corría sin ver dónde ponía los pies. Sintió el contacto frío del agua en las piernas, en los dos muslos y en el vientre. Gritaba como un animal

herido y seguía percibiendo en el aire al fantasma con dos ojos secos como si fueran de cartón y una boca morada. Cayéndose y levan­tándose, sin dejar de gritar, llegó a la otra orilla. Detrás de ella flo­taba el fantasma. El río repetía · aHí mismo, a su lado: « Moscarda, tú hablarás ... perQ no lo dirás nun­ca, nunca ... ». Qüería hablar, pero no hacía más que gargarizar síla­bas inconexas. El fantasma pare­cía ahora descender y regresar poco a poco, rasando la tierra, ha­cia el río. Lucía clavaba las uñas en el hombro de su hermana , pero en lo · que decía mostraba una cal­ma y una flojedad extrañas :

- ¿ No oyes? - ¿ Qué? - preguntaba Joa-

• qUIna.

o Tradando en vano de -imitar el ru­mor del río, Lucía, cuyos dientes castañeteaban - estaba completa­mente mojada - iba diciendo.

- Moscarda, tú hablarás, pero no lo dirás nunca, nunca ...

- ¿ Por qué dices eso? - ¿ No lo oyes? - repetía Lu-

cía señalando un lugar en la orilla del río: - Se ha ido, pero no ha cruzado el vado. E stá ahí, ahí mis­m".

Joaquina decía que lo que había visto flotando en el aire era una camisa blanca. L a había dejado tendida en una zarza y la arrebató el viento. Lucía temblaba de frío y de miedo. Su hermana la empu­jaba hacia el camino de la aldea y ella se dejaba llevar volviendo la

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EL VADO 23

cabeza atrás, pero de pr.onto se de­tu"o :

- No me lo pidas - gritó histé­ricamente -. Yo me conozco bien y te conozco a ti. No me lo pidas. ¡ De aquí en adelante ni un paso más!

J oaquina la tomaba por un brazo y ella la rechazaba:

- i Lo he jurado! j Ni un paso más sin decírtelo!

• P ero su henna na la obligaba a

seguir andando. Al pasar junto al campo sembrado de remolacha Lu­cÍ2. dije, :

- El día de los cuchillos largos Se acerca y ese día caeré. Caeré la

• prImera. - ¿ Por qué? - Soy una delatora. No me mi-

res, n o me toques. Mátame, pero no me toques. i Soy una delatora!

. T' ? - ¿ u..

Otra vez se c ía. el cinlbal de la ermita sacudido por el viento. En cambio n o se veía el cementerio.

- ¿ No lo oyes? - 'repetía ' Lu-• Cla.

Inclinaba la cabeza del lado del río tratando de oír el rumor del agua,

- Quiero ir al puente. - ¿ Para qué? - Para ir al pueblo del otro lado

del río. Pero por el puente, no por el vado.

Llevaba en los oídos el estribillo del agua: « "Moscarda, tú hablarás, pero... ». Su hermana la vió tan

ohstlnada que acabó por decirle que iban al puente y que el puente estaba en la dirección de la aldea. Lucía se dejaba llevar, temblando.

- No me empujes - le gritó de pronto -. Mátame, pero no me eln-

• pUJes.

- Yo no quiero matarte, mujer. - Pero los mozos me matarán

por avispona, por moscarda.

- ¿ y a quién has d-elatado ?

- A tu marido. Lo delaté para que lo fusilaran.

Joaquina sentía tanta lástJma que no acertaba a hablar atenta a contener sus lágrimas. Puso a su henl1ana por los hombros para abrigarla n1ejor su propia toquilla, le rodeó -la cintura con el brazo y le dijo :

- Vamos mas deprisa. Lucía parecía entenderlo al revés

y se detenía :

.- Se lo dije a los guardias y fu e­ron al horno. Lo sacaron :Y lo ma­taron.

- ¿ Tú se lo dijiste a los guar­dias?

- Sí. Y nadie lo sabe. Ni siquiera ellos lo saben.

En las sombras de la noche las luces de las primeras casas se acer­caban. Lucía se desprendió de su hermana y se puso a andar más d.eprisa diciendo que había que lle­gar cuanto antes al puente. Joa­quina preguntaba:

~ ¿ y habiéndólo dicho tú a los

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guardias ,ellos no saben que eras t · ? u.

- No. No lo han sabido nunca. Joaquina abrazó más estrecha­

mente a su hermana sin dejar de ·· andar, Las luces de las casas le pa­recían a Lucía luces de fiesta.

- Qué lindo está el puente - re­petía.

Miraba alrededor con el temor de ver aparecer de nuevo al fantasma y repetía:

- Se quedó allá, pero yo se muy_ bien que va a volver.

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EL VADO 25

OAQUINA la hizo entrar en su casa para evitar el ir hasta el centro de la aldea,

le quitó la ropa al lado del fuego y cuando fué a ponerle otra seca Lucía se negó. Le jQven viuda y la suegra se cambiaban miradas a es­paldas de Lucía,que 'seguía negán­dose:

- ¿ Para qué? ¿ Para qué quie­ro yo las ropas ?

La anciana le decía:

- Hazl0 por mí, que me parte el corazón verte en cueros cmno una parva que no se puede valer.

Por fin consiguieron vestirla y le hicieron tomar un tazón de leche caliente. Lucía miraba el fuego y de vez en cuando apartaba l~, mi­rada y la ponía en la suegra de su hermana con una expresión tí­mida. Después miraba a la ventana y volvía a su ,inquietud:

- ¿ Podrá entrar por allí?

Cuando el viento sonaba en la chimenea Lucía se quedaba absorta oyéndolo y decía entre dientes:

- Es él. ¿ Por qué no le abren? Es el.

v

Sin dejar ' de llorar, la suegra se anudó el pañuelo bajo la barbilla y salió diciendo que iba a buscar la canasta. Lucía, con la voz cris­pada, gritó:

- i No vaya allí! Pero luego, al cruzar la mirada

con la anciana, añadió dulcemente: - Pero si es que va, no pase el

río · por el vado. La suegra prometió ir por el

puente y salió. Al salir se encontró a una veci~a a quien le dijo:

- Pobre Lucía. No me extraña lo que le pasa porque siempre fué la que hizo más sentimiento por la muerte de mi hijo.

Estuvo Lucía largas horas senta­da al lado del hogar. Cuando veía a su hermana volvía hacia ella un rostro tenso y unos ojos suplicantes y repetía:

- Ya lo sabes, Joaquina. Yo soy la culpable de todo.

Luego se quedaba mirando a la ventana sin pestañear como si espe­rara al muerto. Sintiendo en la frente la huella fría del contacto del moscardón y queriendo hacerla desaparecer se la frotaba obstina­damente con las dos manos. Vién-

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26 RAMON SENDER

dola hacer eso su hermana pen­saha: .

- Pobre Lucía. Es la locura, que la trabaja por dentro.

Cuando ' J oaquina quiso que su he.:;'imana se acostara, no tuvo que de::::Írselo más que una vez. Lucía parecía gustar ahora de la obe· diencia. Viéndose sola en el cuarto de su hermana. se acercó a mirar los retratos de boda. En uno esta­ba n los novios de cuerpo entero y en otro' sólo de busto. Vió un alfi­ler sobre la cómoda y con él pin­,chó los ojos a la imagen de su her­m a Da. Dejó el alfiler clavado en uno de los retratos. Después en lu­g Zl.r de -ir al lecho se sentó en una silla y estuvo contemplándolo desde

• • UP. nncon.

Cerca del amanecer el frío y la fatiga la hicieron claudicar. Se acercó al lecho, se dejó caer de tra­vés y se quedó dormida. Despertó por la mañana, cubierta con .dos mantas que alguien le había echado encima. Viéndose allí se decía:

- Esta no es mi cama, " sino la de Joaquina y su marido. ¿ Por qué no estoy en" la mía?

Fuera, al otro lado de la puerta, oía sollozar a la suegra. Y pen­sab~. :

- Están ahí las dos y no saben si entrar o no, porque creen que estoy durmiendo. No recordaba nada del dia anterior desde que vió al muerto flotando en el aire. Tenía la impresión de que alguien la había llevado en vilo hasta la aldea donde la esperaba · el pueblO

entero. Recordaba haberse caído en el río, pero no sabía cómo salió. Re­cordaba también aquellas palabras de las " aguas en el vado : « Moscar­da, tú hablarás ... · pero no '10 ' dirás nunca, nunca » Lucía se pregun­taba de pronto:

- ¿Hablé ayer? Y si hablé, ¿ lo dije todo? ¿ Lo dije o no? ¿ Y cómo " lo dije?

IJamó a su hennana y Joaquina llegó sobresaltada. Cuando la vió tranquila la dijo:

- ¿ Has dormido? - Sí. Creía que tenía que disculparse,

aunque no recordaba por qué:

- Joaquina, yo no quiero hace­TOS mal a tí ni a tu suegra.

- ¿ Por qué lo dices? - pre­guntaba J oaquina con lá stima.

- Por lo de ayer.

- Por eso no tienes que pasar pena .. Ayer te pusiste un poco ner­viosa y para no asustar a tu fami­lia pensamos que lo mejor era que te quedaras aquí.

Ella entendió de pronto:

- Ayer estuve loca. Siempre he tenido un ramo de locura, según dice la gente. Y estando loca, ha­blé .. ¿ Qué dije? Entre las cosas que dije, ¿ confesé mi crimen?

La posibilidad de haberlo dicho todo la deslumbraba. Pero si se lo había dicho todo a su hermana, ¿ por qué ella la atendía carifosa­mente, sin el menor resentimiento?

- No 10 cree. Piensa que yo estaba loca cuando 10 dije.

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EL VADO 27

Esto le dió UDa rara tranquilidad. Había encontra do sin buscarla una solución más consoladora que to­das las que había podido imaginar. Lo dijo todo y no había dicho na­da. Seguir dejando aquel malenten­dido en el aire era quizá curarse de su angustia para siempre. Sin dolor ni vergüenza para ella ni para las otras. Lucía miraba a 105 rincones del cuarto sin hablar y espiaba la expresión de su her­mana sin ver en ella más que la amistosa resignación de siempre.

Miraba también la lámpara col­gada del techo, una pantalla de tela de colores en forma de em­budo.

- Esa lámpara la vió él muchas veces estando acostado con J oa­quina.

Pero vol vira a preguntarse:

- ¿Qué dije ayer? Si lo dije todo ¿ por qué no lloran las dos? ¿ Por qué no me insultan?

Antes del mediodía, no pudiendo tolerar las dudas, llamó otra vez a su hermana y al verla en el um­bral de la puerta se arrepintió. ¿No sería mejor dejar el malentendido en pie sin pena ni escándalo? Pero una fuerza misteriosa la empujaba a hablar y a conducirse de otra manera.

- Acércate más - le dijo a Joa­quina.

Ya a su lado le cogió una mano:

- Dime le verdad. ¿ Qué es lo que sucedió ayer?

J oaquina la miró antes de con­testar. Viéndola tranquila dijo:

- Eso es lo que me pregunto yo también.

Lucía evitaba la mirada de su hermana.

- Solo recuerdo que se me apa­reció tu marido.

- Era una camisa que voló con el viento.

- Era tu marido.

J oaquina volvió a mirarla con lástima:

- Bien, Lucía. - y yo hablé. Mientras volvía a

casa hablé sin parar y dije muchas cosas, ¿ verdad?

- Sí. - Unas derechas y otras torci-

das. - No pienses más en eso, Lucía. - ¿ y qué dije? Miraba a su hermana con ojos

opacos y fijos. La hermana trató de sonreir :

- Nada. - Sí. Dije algo. ¿ Qué dije?

Joaquina vió el alfiler clavado en uno de los retratos y se acercó a arrancarlo. Despues miró a su her­mana:

- ¿ Has hecho tú esto?

Ella no recordaba. Miraba las fotos, veía los ojos de su hermana cubiertos de picaduras de alfiler y se decía a si misma:

- ¿ Quién ha podido hacer esto?

Su hermana cogió los dos retra­tos y salió con ellos. Lucía la oyó llorar escaleras abajo.

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28 RAMON SEN_D_ER

- Todos lloran menos ylJ.

Poco después volvió su hel'lnana con una taza de café. Lucía repitió SUs preguntas y Joaquina respon­dió:

- Ayer digiste que habías dela­tado a mi marido para que lo ma­taran.

- Si dije eso ... ¿ por qué te ríes? Viendo que no contestaba, aña­

dió :

- ¿ Qué clas~ de mujer eres tú si después de oír eso te ríes?

Su hermana a punto de llorar la acarició pasándole una mano por el cabello. Lucía se separó con un gesto brusco y dijo haciendo con las mandibulas el movimiento de masticar:

- No lo crees. No lo crees. Ten­go la boca seca como el esparto.

Su hermana le ofreció la taza y Lucía bebió. D espués se puso a contemplar la claridad que entraba por la · ventana. Aunque era casi m edio día la luz apenas iluminaba la habitación. Lejos se oí'a: aún el cimbal de la ermita agitado por el viento. Lucía se incorporó en la almohada:

- Lo que oíste ayer fue la pura verdad.

Joaquina seguía sin reaccionar, mi'rándola con sus ojos vacíos y Lucía gritó:

- ¿ No lo vas a creer? ¿ Y tú decías que querías a tu hombre? ¿ Y tú eres su viuda?

. Lucía saltó de la cama, ·para

acercarse a su hermana que había retrocedido hasta ,la pared:

- No eres su viuda. Una mala visión, eres. Un vieja. b.ruja. ¡Una vieeja bruuja !

A sus voces acudió la suegra, que se interpuso y trató de calmar a Lucía. ioaquina desde un rincón se lamentaba:

- ¿ Qué le he hecho yo para que me trate así?

La suegra llevó a Lucía á la cama y cuando la hubo acostado hizo una seña a Joaquina y salie­ron las dos. Lucía se estuvo inmó­vil mirando al techo y tratando de escuchar si las otras dos mujeres hablaban, discutían o lloraban. No oía más que sus pasos amortigua:­dos por las alpargatas subiendo y bajando por la esc~lera. Avanzada .ya la t e.rde Lucía llamó a grandes voces y acudió J oaquina :

- ¿ Qué quieres? - Quiero ir a mi casa.

Cuando la hermana o la suegra entraban en el cuarto lo hacían con el semblante tranquilo, pero tenían los ojos enrojeCidos de ha­ber llorado. Lucía nb volvió a ha­blar sino para repetir que queria ir a sU casa.

Poco después la vistieron y se dispusieron a acompañarla. Al lle­gar a la calle Lucía miró las nu­bes:

- Se puede tocar el cielo con la mano.

Añadió que no creía que volviera a apa .. 'ecer el muerto como el día

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EL VADO 29

anterior, pero después de haberlo dic~o miraba con recelo las esqui­nas y al ver que no había nadie alzaba · temerosamente la mirada a los aleros.

Cerca .de la plaza oyó Lucía a un viejo decir algo en relación con el vado del río y ~on una camisa que volaba y pensó:

- Están hablando de mí y tam­bién creen que aquello era sólo una camisa.

Lucía se dirigió a su hermana: _ . ¿ Por qué me miras así? La calma de Joaquina la irritaba

y añadió ásperamente. alzando la voz:

- i No me mires con esos ojos de paloma "Sin hiel!

- ¿ Yo? - i Sí, tú, mala hembra!

La hermana y la suegra acelera­ron el paso, temerosas. Al llegar a la puerta de su casa Lucía se vol­vió a mirar la calle como si no la hubiera visto nunca. Dentro, con­templaba también el patio, la esca­lera, un candil colgado. en un án­gulo. Fué al rincón de la cocina donde solía sentarse el abuelo y se dejó caer sobre las mismas pieles dé cordero. En el muro frontero' de la: cocina había una dalle col­gada sobre dos estacas de madera. Teníá la hoja combada y brillante. Lucía estuvo mirando aquella dalle fijamente. No parpadeaba . hasta que sentía turbia la mirada. Diri­giéndose a las cuatro o cinco per­son~s que había en la co~ina, repi­tió:

- Lo que dije ayer era la ver­dad. ¿ No lo oyen? Fuí yo quien lo mató.

Todos le decían que debía tratar ' de calmarse ahora que estaba en su propia casa.

- i Digo que lo maté yo! - re­petía.

Cuando dijo que quería ir al vado todos estuvieron de acuerdo para disuadirla. Al levantarse la rodea­ron varias personas entre las cua­lts había una ajena a la familia.

Al oscurecer la llevaron a su cuarto. Ella se dejaba conducir como si no le quedara voluntad. Toda la noche estuvo gimiendo como si llorara, pero con los ojos secos. Su hermana se quedó levan­tada para asistirla. Cerca del ama­necer Lucía se durmió y al verla dormida J oaquiI~a se fué a acostar también. Con los ojos cerrados no sabía Lucía si lo que veía era sue­ño o realidad. Estaba otra vez en la orilla del río. Las .cosas que veía eran mucho más claras y t3nían más relieve que cuando las veía con los . ojos abiertps. La luz era tan fuerte que parecía penetrar todas las cosas.

El río se secaba y el lecho pedre­goso aparecía como si nunca hu­biera pasado ' el agua por encima. El vado, con las piedras alineadas en cortos 'intervalos, mostraba dos o tres matas secas color c.eniza. Al lado de una de las piedras. veía un agujero no mayor que los que sue­len hacer los ratones; pero Lucía lo miraba con una atención in-

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quieta. Estaba Lucía en el mismo lugar donde solía ponerse a lavar; pero la canasta, el jabón y la ropa misma se habían vuelto de vidrio. Lucía miraba aquel agujero en el que el aire se sentía palpitar y pro­ducir a veces un vacío succiona­dor que parecía aJtraer los objetos próximos. Esa succión alcanzaba un radio bastante extenso. Nadie podía imaginar hasta donde alcan­zaba. Las matas de hierb~ seca se doblaban, atraídas. Se inclinaban, resistían, volvían a doblarse. La succión era tan fuerte que se veía­a las raíces · asomar poco a poco fuera de la tierra. Por fin, ya arrancadas, no fueron directamente al 'agujero sino que cambiaban de lugar, acercándose, alejándose, gi­rando en un seglnento circular al­rededor del orificio. Lucía lo mi­raba atentamente:

- No es un agujero, sino un fo­rado. D~ pronto la resistencia de

aquellas matas de hierba fué ven­cida y el forado las tragó rápida~ mente. Para entrar por allí tuvie­ron que estrecharse y ahilarse. No quedó fuera ni una sóla brizna. Lucía miraba fijamente:

- Ese forado es la entrada de •

una galería estrecha que desciende muy hondo en la tierra y las po­bres hierbas, aunque muy apreta­das, van bajando, bajando. Segui­rán bajando hasta una profundidad siniestra.

A trechos el conducto debla ser duro, como abierto en la roca. A

veces blando, entre el limo y el barro. Pero j qué difícil sería 1ll1í dentr~ respirar! Cuando 10 miraba más atentamente, vió que a una distancia del forado mayor que 1 .. de las hierbas había algo que se movía en la tierra. Era un perro acostado, arrastrándose por el suelo. El perro estaba muerto y tan seco como las plantas. Aunque le­jos del orificio, parecía obedecer a la fuerza de ' atracción con movi­mientos lentos y continuos. Avan­zaba ,se detenía, resbalaba en com­ba. Pero. cada vez estaba más cerca. Cuando estuvo a dos metros fué- estrechándose, .y comenzó a en­trar ·en el forado. Al desaparecer dentro, Lucía se sorprendió de ver que el orificio seguía siendo del mismo tamaño que antes. Y pen­saba:

- Oh, esa fuerza que se ha; tra­gado las matas secas y el perro muerto, ¿ qué fuerza es esa? ¿ De dónde viene?

y añadía mirando aquella pe­queña sombra que parecía palpitar en el orificio:

- Nadie sabe lo que pasa 'allá adentro, allá abajo, pero respirar en esa estrechez debe ser imposi­ble.

La canasta, al lado de Lucía, se removía también e iba en dirección del forado. Lucía la sujetó con las dos manos. La canasta se detuvo un momento, pero volvió a resbalar arrastrándola también a ella. Lu­cía la soltó, aterrada, y vió que des­pués dé algunas vacilaciones y mo-

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EL VADO 31

vlmlentos lentos se acercó al orI­ficio y comenzó también a . estre­charse y a alargarse. Cuando desa­pareció dentro, Lucía sintió como un vaho humedo en el aire. Sin embargo sentía · el cielo, el aire, la luz, la tierra, quietos. El forado hablaba. Decía « lamperolina » y lo decía como cuando una persona habla en voz baja aspirando al mismo tiempo el aire.

- Habla . el forado hacia aden­tro.

Lucía no quería acercarse allí, pero sentía como si su rodilla, su codo hicieran movimientos invo­luntarios en la dirección del fo­rado. Se puso a cuatro manos para hacer una resistencia mayor. Sin embargo, su mano izquierda y su rodilla derecha resbalaron un poco. Retrocedió y se sintió girar sobre sí misma hasta quedar casi de espaldas al orificio. Avanzaba para alejarse y sin embargo vió de pron­to el forado delante de ella.

- He ,dado una vuelta. Quizá dos o más. ¿ Cuántas vueltas he . dado ya?

Sintió que un pecho se le alar­gaba como uno de esos globos de g8$ que llevan los niños, Cada vez era más agudo. Al mismo tiempo se le alargaba y afilaba también la nariz. Y gritaba en vano, cada vez más cerQa del forado. Y no podía gritar ya más y sin embargo no emitía sonido alguno. Y ade'más ...

.*. Las primeras luces del día mos­

traron el pueblo cubierto por la

nieve. ·Bajo el cielo, la tierra blanca también parecía muerta. Entre la nieve y las nubes, cuya quietud y silencio da,han una impresión reli­giosa, el humo de las, chimenQas , , subla lentamente. Los relieves de . piedra de los porches de la plaza parecían cubiertos de tiras de algo­dón.

Lucía se levantó de la cama com­pletamente desnuda. Anduvo por la habiltación sin saber qué hacer, abrió luego la puerta y bajó a la cocina.

- i Tantos años disfrazada, en·· gañando a la gente! ¡Pero 'ahora me verán tal como soy!

N o alzaba la voz para no desper­tar a los que dormían. Nadie se había levantado en la casa. lnsen· sible al frío, se sentó al lado del hogar apagado. Volvió a ver en f'l muró la dalle. Se levantó.

- Yo también sé dallar. Fué despacio, deSCOlgó la dalle y

estuvo mirando la hoja fijamente . Después salió al callejón sin cui­darse de su desnudez y cuando es­tuvo en el centro de la plaza, miró alrededor. No había nadie. Enme­dio de la nieve su desnudez bajo el cielo hosco tenía, UJl raro prestigio. Comenzó a segar erguida, tran­quila, lenta, atenta al roce musical de la ancha hoja de acero con la nieve que se alzaba como el ala de un cisne. Decía entre dientes:

- Yo pasé el vado y el forado, pero las nubes no pudieron pasar la sierra.

Iba avanzando, acompasando sus movimientos al ritmo de la dalle.

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32 RAMON SENDER

En la ventanas de las casas de al­rededor había, tras el cristal semi­cubierto -de vaho congelado, algún rostro humano con el asombro pri­mario y hon.do de los"· campesinos. Lucía se detenía a mirarlos y de-

• • Cla:

- .Sí, por mí. Por iní le dieron ocho tiros en el corazón.

La gente se santiguaba detrás de las ve.otanas. Y ella seguía segando

New-York, febrero 1948.

la nieve bla~ca bajo el cielo, sobre el suelo y oyendo en las gárgolas del tejado de la iglesia el agua del deshielo. Eran gárgolas en forma de quimeras, por cuya boca torcida salía el agua hablando. Como en el río, Lucía entendía ese lenguaje y acomodaba al ritmo de la frase sus pasos de dalladora: « Moscarda, tú hablarás ... tU hablarás ... y no lo dirás nunca, nunca, nunca ... »

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ACONTECIMIENTO LITERARIO

Celebrando el aniversario de la aparici6n de

publicaremos en nuestro número la immortal obra maestro de la literatura

espanola,

• • prOXImo del gran

• pIcaresca

DON FRANCISCO DE QU y VI LLEGAS, TITULADA

HISTORIA de la VIDA del BUSCON,

LA

LA

llamado DON PABLOS. que sera ofrecida integralmente en número extraordinario, siguiendo el texto original de 1626, con 284 notas

aclaratorias.

ESTA · CUIOADA EDICION DE

VIDA DEL BUSCON que viene a enriquecer la colección del alto valor literario que constituye

..... NOVELA ESPANOLA

aparecerá el día 15 de Junio pró~imo.

- PedIdos a la AdmInIstración -

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