rosa. "soroco, su madre, su hija"

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Cuento de Joao Guimaraes Rosa

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    Minas

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  • SOROCO, SU MADRE, SU HIJAI

    AQUEL CARRO SE HABA. DETENIDO desde la Vspera en los rie-les suplementarios, haba llegado con el expreso de Ro y all estaba en el desvo, el de adentro en la explanada de la esta-cin. No era un vagn comn de pasajeros, de primera, sino ms aparatoso, todo nuevo. Si uno se fijaba poda notar las di-ferencias. As, repartido en dos, en uno de los compartimientos las ventanas de rejas, como en la crcel, para los presos. Se sa-ba que, despus, iba a rodar de regreso, enganchado al ex pre-so de ah abajo, formando parte del convoy. Iba a servir para llevar a dos mujeres, muy lejos, para siempre. El tren de pro-vincia pasaba a las 12:45.

    Las muchas personas ya estaban agrupadas a orillas delco-che, esperando. La gente no quera dejarse entristecer: conver-saban, cada una buscando hablar con sensatez, como si su-piese ms que los otros la prctica del acontecer de las cosas. Siempre llegaba ms gente- el movimiento. Aquello casi al final de la explanada, del lado del corral de embarque de ga-nado, antes de la garita del guardafrenos, cerca de las pilas de lea. Soroco iba a traer a las dos, conforme. La madre de Soro-co era de edad, contaba con ms de setenta. La hija, slo aqu-lla tena. Soroco era viudo. Fuera de ellas, no se le conoca pa-riente alguno.

    La hora era de mucho sol-la gente cazaba un modo de quedarse bajo la sombra de los cedros. El carro recordaba una

    1 La traduccin de los cuatro cuenros de Primeiras estrias que se incluyen en esta anrologa se apoya en la de Primeras historias, Seix Barra), 1967, realizada por Virginia F. Wey, con quien la actual traductora se declara en deuda por ms de una razn.

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  • 356 SOROCO, SU MADRE, SU HIJA

    barcaza en seco, navo. Uno miraba: en los destellos del aire, pareca que estaba torcido, que en las puntas se empinaba. La curva panzona de su tejadito alumbraba en negro. Pareca cosa de invento de muy lejos, sin ninguna piedad, que uno no pu-diese bien imaginar ni acostumbrarse a ver, que no fuese de nadie. A donde iba, a llevar a las mujeres, era un lugar llama-do Barbacena, lejos. Para el pobre, los lugares son ms lejos.

    El guarda de la estacin apareci, uniforme amarillo, con el libro de tapas negras y las banderitas verde y roja bajo el bra-zo. -"Anda a ver si pusieron agua fresca en el carro ... ", or-den. Despus, el guardafrenos anduvo revisando las man-gueras de enganche. Alguien dio el aviso: -"Ah vienen!" Apuntaban de la Calle de Abajo, donde viva Soroco. Era un hombrn, de cuerpo talludo; con cara grande, barba, peluda, enmugrecida en amarillo; y unos pies con alpargatas: los nios le tomaban miedo; ms por la voz, que era casi poca, gruesa, que luego se afinaba. Venan como un venir de comitiva.

    Ah, paraban. La hija -la joven- se haba puesto a cantar, levantando los brazos; la cancin no se mantena segura, ni en la tonada, ni en el decir de las palabras - nada. La joven pona los ojos en alto, como los santos y los espantados, vena ador-nada con disparates, un aspecto de admiracin. As con paos y papeles, de diversos colores, una capucha sobre los desparra-mados cabellos, y enfundada en tantas ropas y an ms mez-clas, tiras, cintas, colgadas - girandulejas: materia de loco. La vieja iba de negro, con una tnica negra, acompasaba dulce-mente con la cabeza. Aunque distintas, se asemejaban.

    Soroco les daba el brazo, una de cada lado. De mentirita pa-reca entrada a la iglesia, como en casorio. Daba tristeza. Co-mo en un entierro. Todos se quedaban aparte, la chusma de gente sin querer fijar la vista por aquellos desmanes y des-propsitos, de dar risa, y por Soroco- para que no parecie-ra que no les importaba. l, hoy, estaba calzado con botines ,

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    Y de saco, sombrero grande, puesta su mejor ropa, los pocos trapos. Y estaba reportado, achicado, humildoso. Todos le pre-sentaban sus respetos, de lstima. l contestaba: - "Dios os pague esta atencin ... "

    Lo que entre ellos se de~\J.n: que Soroco haba tenido mucha paciencia. Cmo no iba a sentir falta de esas pobrecitas tras-tornadas, sera hasta un alivio. Eso no tena cura, ellas no iban a volver, nunca ms. Antes, Soroco haba soportado repasar tantas desgracias, vivir con las dos, luchaba. Entonces, con los aos, ellas empeoraron, l no poda ms solo, tuvo que pedir ayuda, fue necesario. Tuvieron que ver por su socorro, deter-minar. las medidas de misericordia. Quien pagaba todo era el gobterno, q~e haba enviado el carro. De modo que, por fuerza de eso, tban ahora a redimir a las dos, en un hospicio. El seguirse.

    De repente la vieja desapareci del brazo de Soroco, fue a sentarse en el peldao de la escalerilla del coche. - "No hace nada, seor guarda ... " La voz de Soroco era muy dcil: -"Ella no acude cuando se le llama .. . " La joven, entonces, torn a cantar, vuelta hacia la gente, al aire, su cara era un reposo es-tancado, no quera darse en espectculo, mas representaba grandezas de otros tiempos, imposibles. Se vio a la vieja mi-rarla con un encanto de presentimiento muy antiguo_ un amor extremado. Y empezando bajito, pero despus forzando la voz se puso a cantar, tambin, tomando el ejemplo, la mis-ma cancin de la otra, que nadie entenda. Ahora cantaban juntas, no paraban de cantar.

    Como ya estaba llegando la hora del tren, haban de dar fin a los preparativos, hacer entrar a las dos al vagn de ventanas escaqueadas de rejas. As, en el consumarse de las cosas sin ninguna despedida, que ellas ni habran de entender. E~ esa diligencia, los que iban con ellas, por bienhechores, en el lar-go viaje, eran Nenego, despabilado y animoso, y Jos Beni-

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    to, persona de mucha cautela; stos servan para ponerles la mano, en toda conyuntura. Y suban tambin al vagn unos muchachitos, cargando los atados y valijas, y las cosas de co-mer, muchas, pues no se iba a hacer mengua, los paquetes de pan. Al fin, Nenego an se asom a la plataforma, para los ademanes de que todo estaba en orden. Ellas no habran de dar trabajos.

    Ahora, seguro, lo que slo se escuchaba era lo animado del canto de las dos, aquella chirima que ahogaba: que era cons-tancia de las enormes diversidades de esta vida, que podan doler, sin jurisprudencia de causa ni lugar, por lo antes, por lo despus.

    Soroco. Ojal se acabara aquello. El tren llegaba, la locomotora ma-

    niobraba para engancharse al coche. El tren pit y pas, y se fue, lo de siempre.

    Soroco no esper a que todo desapareciese. Ni mir. Se que-d con el sombrero en la mano, la barba ms cuadrada, sordo - lo que ms espantaba. El triste del hombre, all, definido, embargado por poder decir algunas de sus palabras. Al sufrir el as de las cosas, l, en lo hueco sin orillas, bajo el peso, sin quejas, todo ejemplo. Y le hablaron: -"El mundo es as ... " To-dos, en el ancho respeto, tenan la vista neblinosa. De repen-te todos queran mucho a Soroco.

    l se agit de un modo desconcertado, jams sucedido, y se volvi para irse. Regresaba a casa, como si se estuviese yendo lejos, sin tomar en cuenta.

    Pero se detuvo. En eso, se puso raro, pareca que iba a per-der lo de s, dejar de ser. As, en un exceso de espritu, fuera de sentido. Y pas lo que no se poda anticipar: quin iba a pen-sar en aquello? En un romper -l empez a cantar, alto , fuerte, pero slo para s- y era el mismo desatinado canto que las dos tanto haban cantado. Cantaba continuando.

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    La g~nte se hel, se hundi - un instantneo. La gente ... Y fue sm estar de acuerdo, nadie entendera lo que se hicie-ra: to.dos, de una vez, por compasin a Soroco, empezaron, tambtn, a acompaar aquel canto sin razn. Y con las voces tan altas! Todos caminando, con l, Soroco, y canta que can-ta~do, tras l, los de ms atrs casi que corran, nadie que deJase de cantar. Fue algo de no salir ms de la memoria. Fue un caso sin comparacin.

    Ahora la gente llevaba a Soroco a su casa, de verdad. La gente, con l, iba hasta adonde iba ese cantar.

    De Primeiras estrias, Editora Jos Olympio, 1964

    Traduccin de Valquiria Wey