rosa montero: lucy
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“Lucy”
Rosa Montero, El País, 7 de julio de 1991
Hará cosa de un mes que sé que Lucy existe, desde que su historia apareció en la televisión
norteamericana, en un interesante programa de divulgación científica sobre el lenguaje. Lucy es un
chimpancé. Al poco de nacer fue adoptada por una pareja de Nueva York, ciudad que siempre se ha
distinguido por el exotismo y la excentricidad de sus animales domésticos: ahora, por ejemplo, se
puesto de moda tener en casa orondos cerdos vietnamitas y pasearlos por la Quinta Avenida con un
lazo.
El caso es que Lucy fue recogida cuando no era más que una pizca de mono, una bola peluda. La
criaron y educaron en la ciudad, como a un humano. Le enseñaron el lenguaje de los gestos de los
sordomudos para comunicarse con sus dueños. Lucy no es el único primate inferior que sabe hablar
por medio de sus manos: hace ya más de quince años que la psicóloga estadounidense Francine
Patterson inició su célebre experimento con la gorila Koko, a quien enseñó el lenguaje de los sordos.
Hoy Koko es capaz de entender mil signos y de usar quinientos. Mantiene conversaciones, plantea
preguntas, maneja conceptos. Es un logro inquietante y formidable.
Lucy también hablaba. Se crió en la casa, como un niño. Vivió asé, con los suyos durante dieciséis
años. No conocía otra selva que la de Manhattan. Entonces algo les sucedió a los dueños. No
pudieron mantenerla por más tiempo en casa y, pensando en buscarle un buen acomodo, mandaron al
animal a una reserva zoológica de África. Allí la metieron con otros chimpancés en una gran jaula.
Los cuidadores advirtieron enseguida que Lucy no se encontraba bien, apenas si comía, y se
mantenía todo el tiempo acurrucada en una esquina de la jaula, como si se sintiera atemorizada por
sus compañeros. Algún tiempo después acertó a pasar por el zoológico un visitante que entendía el
lenguaje de los sordomudos. Descubrió, estupefacto, que, desde el otro lado de los barrotes de su
encierro, un chimpancé le decían una y otra vez por medio de señas una grase frenética:”Help out,
please”, que viene a ser algo así como ”Ayuda salida, por favor”.
El programa de televisión contaba la historia como de pasada, y no decía si rescataron a Lucy de su
infierno o si aún sigue allí, entre rejas, gritando sus gritos sin sonido. No hay ningún alivio, por tanto,
para el estremecimiento que produce el asunto.
Cabría preguntarse por qué este relato sobre el sino de Lucy resulta tan desagradable y doloroso. Si,
desde luego, es una perfecta fábula moral sobre la responsabilidad del ser humano en relación con
los animales. Y, por otra parte, casos como el de Lucy, o como el de Koko, enturbian un tanto nuestra
ínfulas de reyes de la creación. Porque a los humanos nos gusta creer que entre nuestra perfección
biológica y la ciega existencia animal media un abismo, y las criaturas fronterizas y crepusculares
como Lucy o Koko nos destrozan loa teoría y nos dejan el ego de la especie hecho un guiñapo.
Pero, aun siendo todo esto inquietante, a mí me parece que lo que más descorazona de la historia a
del Lucy es otra cosa. Es, sobre todo, su soledad absoluta, inacabable. Lo más angustioso es imaginar
a la chimpancé hablando desesperadamente con todas y cada una de las personas que pasaran por
delante de la jaula. Ella creía estar utilizando el lenguaje de los hombres y las mujeres, pero no
conseguía que la entendiera nadie, Lucy, en fin, se expresaba mediante un código humano que, en
realidad, le era ajeno; pero los humanos que la veían pensaban, sin duda, que gesticulaba como un
mono. Es difícil encontrar un ejemplo más exacto y patético de la incomunicación.
Eso es lo que más escuece; el encuentro total de Lucy con el resto del mundo. Los chimpancés la
asustan, las personas la ignoran. Es un monstruo, porque no hay lugar para ella dentro del antiguo
orden de las cosas.
La historia de la literatura está llena de monstruos, desde Quasimodo a Frankesnstein: criaturas
únicas y trágicas abrumadas por el peso de su singularidad. No es casual que estos seres, siempre
inocentes y siempre desgraciados, emocionen tanto, generación tras generación, a sus lectores. En el
drama del monstruo se reflejan nuestros miedos a no ser aceptados. Nuestras diferencias
vergonzantes y secretas con la norma. Y, sobre todo, ese núcleo básico de lo que eres, esa sustancia
que nunca sabrás expresar y nadie podrá entender. La soledad profunda.
Lucy representa todo esto en su estado más puro. Perpleja y doliente, víctima de todos, olvidada en
su jaula, esta pobre chimpancé es más angustiosamente humana que muchos humanos que conozco.