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Rodolfo Walsh, 1977, Carta abierta a la Junta Militar. 1. La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años. El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades. El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron. Ilegítimo en su origen, el gobierno que ustedes ejercen pudo legitimarse en los hechos recuperando el programa en que coincidieron en las elecciones de 1973 el ochenta por ciento de los argentinos y que sigue en pie como expresión objetiva de la voluntad del pueblo, único significado posible de ese "ser nacional" que ustedes invocan tan a menudo. Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina. 2. Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio.1 Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados. De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda un ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras. La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana y el "submarino", el soplete de las actualizaciones contemporáneas.

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Rodolfo Walsh, 1977, Carta abierta a la Junta Militar. 1. La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años. El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades. El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron. Ilegítimo en su origen, el gobierno que ustedes ejercen pudo legitimarse en los hechos recuperando el programa en que coincidieron en las elecciones de 1973 el ochenta por ciento de los argentinos y que sigue en pie como expresión objetiva de la voluntad del pueblo, único significado posible de ese "ser nacional" que ustedes invocan tan a menudo. Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina. 2. Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio.1 Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados. De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda un ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras. La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana y el "submarino", el soplete de las actualizaciones contemporáneas.

2. Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido. 3. La negativa de esa Junta a publicar los nombres de los prisioneros es asimismo la cobertura de una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga. Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias desatadas en los mismos lugares y en fecha inmediata a las acciones guerrilleras. Setenta fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la Masacre del Año Nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela forman parte de 1.200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos. Depositarios de una culpa colectiva abolida en las normas civilizadas de justicia, incapaces de influir en la política que dicta los hechos por los cuales son represaliados, muchos de esos rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros, opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de "cuenta-cadáveres" que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam. El remate de guerrilleros heridos o capturados en combates reales es asimismo una evidencia que surge de los comunicados militares que en un año atribuyeron a la guerrilla 600 muertos y sólo 10 ó 15 heridos, proporción desconocida en los más encarnizados conflictos. Esta impresión es confirmada por un muestreo periodístico de circulación clandestina que revela que entre el 18 de diciembre de 1976 y el 3 de febrero de 1977, en 40 acciones reales, las fuerzas legales tuvieron 23 muertos y 40 heridos, y la guerrilla 63 muertos.3 Más de cien procesados han sido igualmente abatidos en tentativas de fuga cuyo relato oficial tampoco está destinado a que alguien lo crea sino a prevenir a la guerrilla y Ios partidos de que aún los presos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento. Así ha ganado sus laureles el general Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, antes del 24 de marzo con el asesinato de Marcos Osatinsky, detenido en Córdoba, después con la muerte de Hugo Vaca Narvaja y otros cincuenta prisioneros en variadas aplicaciones de la ley de fuga ejecutadas sin piedad y narradas sin pudor.4 El asesinato de Dardo Cabo, detenido en abril de 1975, fusilado el 6 de enero de 1977 con otros siete prisioneros en jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército que manda el general Suárez Masson, revela que estos episodios no son desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las 3 Armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno. 4. Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos casos han

trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud genocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas.5 Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, "con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles" según su autopsia. Un verdadero cementerio lacustre descubrió en agosto de 1976 un vecino que buceaba en el Lago San Roque de Córdoba, acudió a la comisaría donde no le recibieron la denuncia y escribió a los diarios que no la publicaron.6 Treinta y cuatro cadáveres en Buenos Aires entre el 3 y el 9 de abril de 1976, ocho en San Telmo el 4 de julio, diez en el Río Luján el 9 de octubre, sirven de marco a las masacres del 20 de agosto que apilaron 30 muertos a 15 kilómetros de Campo de Mayo y 17 en Lomas de Zamora. En esos enunciados se agota la ficción de bandas de derecha, presuntas herederas de las 3 A de López Rega, capaces dc atravesar la mayor guarnición del país en camiones militares, de alfombrar de muertos el Río de la Plata o de arrojar prisioneros al mar desde los transportes de la Primera Brigada Aérea 7, sin que se enteren el general Videla, el almirante Massera o el brigadier Agosti. Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre "violencias de distintos signos" ni el árbitro justo entre "dos terrorismos", sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte.8 La misma continuidad histórica liga el asesinato del general Carlos Prats, durante el anterior gobierno, con el secuestro y muerte del general Juan José Torres, Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruíz y decenas de asilados en quienes se ha querido asesinar la posibilidad de procesos democráticos en Chile, Boliva y Uruguay.9 La segura participación en esos crímenes del Departamento de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal, conducido por oficiales becados de la CIA a través de la AID, como los comisarios Juan Gattei y Antonio Gettor, sometidos ellos mismos a la autoridad de Mr. Gardener Hathaway, Station Chief de la CIA en Argentina, es semillero de futuras revelaciones como las que hoy sacuden a la comunidad internacional que no han de agotarse siquiera cuando se esclarezcan el papel de esa agencia y de altos jefes del Ejército, encabezados por el general Menéndez, en la creación de la Logia Libertadores de América, que reemplazó a las 3 A hasta que su papel global fue asumido por esa Junta en nombre de las 3 Armas. Este cuadro de exterminio no excluye siquiera el arreglo personal de cuentas como el asesinato del capitán Horacio Gándara, quien desde hace una década investigaba los negociados de altos jefes de la Marina, o del periodista de "Prensa Libre" Horacio Novillo apuñalado y calcinado, después que ese diario denunció las conexiones del ministro Martínez de Hoz con monopolios internacionales. A la luz de estos episodios cobra su significado final la definición de la guerra pronunciada por uno de sus jefes: "La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal".10 5. Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada. En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor

que necesita un obrero para pagar la canasta familiar11, resucitando así formas de trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales. Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisioncs internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9%12 prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron.13 Los resultados de esa política han sido fulminantes. En este primer año de gobierno el consumo de alimentos ha disminuido el 40%, el de ropa más del 50%, el de medicinas ha desaparecido prácticamente en las capas populares. Ya hay zonas del Gran Buenos Aires donde la mortalidad infantil supera el 30%, cifra que nos iguala con Rhodesia, Dahomey o las Guayanas; enfermedades como la diarrea estival, las parasitosis y hasta la rabia en que las cifras trepan hacia marcas mundiales o las superan. Como si esas fueran metas deseadas y buscadas, han reducido ustedes el presupuesto de la salud pública a menos de un tercio de los gastos militares, suprimiendo hasta los hospitales gratuitos mientras centenares de médicos, profesionales y técnicos se suman al éxodo provocado por el terror, los bajos sueldos o la "racionalización". Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes. Ciudades a media luz, barrios enteros sin agua porque las industrias monopólicas saquean las napas subtérráneas, millares de cuadras convertidas en un solo bache porque ustedes sólo pavimentan los barrios militares y adornan la Plaza de Mayo , el río más grande del mundo contaminado en todas sus playas porque los socios del ministro Martínez de Hoz arrojan en él sus residuos industriales, y la única medida de gobierno que ustedes han tomado es prohibir a la gente que se bañe. Tampoco en las metas abstractas de la economía, a las que suelen llamar "el país", han sido ustedes más afortutunados. Un descenso del producto bruto que orilla el 3%, una deuda exterior que alcanza a 600 dólares por habitante, una inflación anual del 400%, un aumento del circulante que en solo una semana de diciembre llegó al 9%, una baja del 13% en la inversión externa constituyen también marcas mundiales, raro fruto de la fría deliberación y la cruda inepcia. Mientras todas las funciones creadoras y protectoras del Estado se atrofian hasta disolverse en la pura anemia, una sola crece y se vuelve autónoma. Mil ochocientos millones de dólares que equivalen a la mitad de las exportaciones argentinas presupuestados para Seguridad y Defensa en 1977, cuatro mil nuevas plazas de agentes en la Policía Federal, doce mil en la provincia de Buenos Aires con sueldos que duplican el de un obrero industrial y triplican el de un director de escuela, mientras en secreto se elevan los propios sueldos militares a partir de febrero en un 120%, prueban que no hay congelación ni desocupación en el reino de la tortura y de la muerte, único campo de la actividad argentina donde el producto crece y donde la cotización por guerrillero abatido sube más rápido que el dólar. 6. Dictada por el Fondo Monetario Internacional según una receta que se aplica indistintamente al Zaire o a Chile, a Uruguay o Indonesia, la política económica de esa Junta sólo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S.Steel, la Siemens, al que están ligados personalmente el ministro Martínez de Hoz y todos los miembros de su gabinete.

Un aumento del 722% en los precios de la producción animal en 1976 define la magnitud de la restauración oligárquica emprendida por Martínez de Hoz en consonancia con el credo de la Sociedad Rural expuesto por su presidente Celedonio Pereda: "Llena de asombro que ciertos grupos pequeños pero activos sigan insistiendo en que los alimentos deben ser baratos".14 El espectáculo de una Bolsa de Comercio donde en una semana ha sido posible para algunos ganar sin trabajar el cien y el doscientos por ciento, donde hay empresas que de la noche a la mañana duplicaron su capital sin producir más que antes, la rueda loca de la especulación en dólares, letras, valores ajustables, la usura simple que ya calcula el interés por hora, son hechos bien curiosos bajo un gobierno que venía a acabar con el "festín de los corruptos". Desnacionalizando bancos se ponen el ahorro y el crédito nacional en manos de la banca extranjera, indemnizando a la ITT y a la Siemens se premia a empresas que estafaron al Estado, devolviendo las bocas de expendio se aumentan las ganancias de la Shell y la Esso, rebajando los aranceles aduaneros se crean empleos en Hong Kong o Singapur y desocupación en la Argentina. Frente al conjunto de esos hechos cabe preguntarse quiénes son los apátridas de los comunicados oficiales, dónde están los mercenarios al servicio de intereses foráneos, cuál es la ideologia que amenaza al ser nacional. Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán dcsaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas. Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles. Rodolfo Walsh. - C.I. 2845022 Buenos Aires, 24 de marzo de 1977.

Graciela Daleo, 1996, sobre "El fin de la historia", novela de Liliana Heker (ver Textos), publicado en Radar, Suplemento de Página 12, 8-9-96. Si cuestiono la elección de "Leonora" como protagonista me argumentarán el derecho de la autora a elegir sus personajes. Es ficción, dirán. ¿Ficción? Identidades disfrazadas en todo caso. La mayoría de los personajes es real, como lo es la historia central. ¿Por qué no escribirla entonces? Repregunto: ¿por qué escribir esa historia? Sigo: ¿por qué quienes hablan de los 70 -salvo excepciones- dedican su pluma a los que quebró el terror? ¿Para no desentonar con la visión que va desde la teoría de los dos demonios hasta el "si está vivo por algo será"? Se digiere fácilmente una historia de "Guerrilleros y militares. La colaboración" (como dice la faja del libro de Liliana He-ker). Pero no tienen casi demanda las historias de militantes -desaparecidos o sobrevivientes- de aristas poco estridentes y pequeñas resistencias empecinadas, dignas: de caminatas por la cornisa en el ilimitado tiempo de cautiverio: las que lleven a romper la ecuación perversa "sobreviviente = colaborador"; esas que pueden hacer pensar que no siempre el poder logra sus objetivos. No fue la inteligencia, el pasarse de bando ante una 'oferta" de vida, ni la habilidad para seducir torturadores lo que volvió a la superficie a escasos puñados de desaparecidos, como narra este libro. Quienes estamos vivos lo estamos porque los militares así lo decidieron. ¿Benevolencia, premio, piedad? No. Propósito perverso de largo alcance que se devela si se rompe con el "si está vivo por algo será". Fue una decisión de los dueños de la vida y la muerte con dos mandatos implícitos: para nosotros Aterroricen" (contando o silenciando lo vivido y muerto en sus manos; cosa que procuramos desintegrar haciendo del relato del horror un instrumento de lucha por memoria, juicio y castigo a los dictadores); y para la sociedad "Desconfíen" (del que cayó y salió vivo, del que intente hacer algo para construir un mundo "del que no tuviéramos que avergonzarnos"; y que también puede desintegrarse si se lucha por la justicia y se desmonta la visión de "los dos demonios"). Años antes de su quiebre, dice el libro, Leonora "muestra la hilacha", como si su vida militante previa al cautiverio la hubiera predestinado a la conducta dentro del campo de concentración. ¿Es sólo "el fin de la historia de Leonora", o pretende ser el fin de la historia de aquellos a quienes "Diana" pensaba homenajear: "Los muertos de una generación que... creyó tocar el socialismo con las manos. Y a los sobrevivientes de esa generación, ¿por qué no?" ¿Qué queda de esa generación, si para los militantes dignos y resistentes -apenas un par- el único destino es la muerte, y los vivos lo están porque se pasan de bando desde la inteligencia, la seducción, la traición? Quienes con el dominio del terror provocaron quiebres como el de Leonora -Escualo, Halcón, Ángel- tienen sus identidades cubiertas: incluso el grupo político del padre de Leonora, con asiduos contactos con el almirante, no tiene nombre. Pero esa discreción se abandona para señalar como montoneros a quebrados y colaboradores. ¿Quiere asentar que ése es el destino inscripto en los montoneros? Una larga lista de nombres reales prueba lo contrario. Otra vez los dos demonios planean sobre los años en los que luchamos por un mundo del que no tuviéramos que avergonzarnos. Uno de los personajes le recuerda a Diana: "Esta no es una historia de héroes, es una historia de asesinos y asesinados. Y también es una historia de sobrevivientes". No todos terminan como Leonora, aunque pocas plumas se interesen en ellos.

Jorge Monteleone, 1987, de UNA MIRADA CORROIDA-Sobre la poesía argentina de los años ochenta, ensayo, publicado en (ver citas). LA VENTANA INDISCRETA: MIRADA, CUERPO, LENGUAJE Jeff miraba, es decir, James Stewart miraba, casi inmovilizado.1 Es un fotógrafo y su oficio es mirar. A su lado se halla rota la cámara y la serie de imágenes, colgadas sobre la pared, prueban que su oficio es peligroso. Son fotos de coches de carrera. Jeff se accidentó fotografiando esos objetos raudos, queriendo fijar la velocidad, deseando el movimiento en el reposo. En ese vértigo su cuerpo se quebró: una rueda se suelta y lo hiere. Pero el yeso en su pierna no es más que la realización de una inmovilidad esencial. ¿Qué objeto no es raudo? Aunque esa vibración del objeto es una ilusión de la mirada que cree oscilar, moverse con él: la retina está fija.2 Se diría que la condición de la mirada escrutadora impone la detención del cuerpo. Basta que mire mi objeto, para que el objeto-medusa me petrifique. Ese fotógrafo enyesado, con su cámara destrozada y su pierna rota, que observa sentado junto a la ventana del contrafrente – la rear window – es la representación misma de la mirada. "¿No somos todos voyeurs?", pregunta Hitchcock al referirse a su film Rear window.3 El ojo de Jeff es la ventana, la ventana es la lente de Hitchcock, la lente es la pantalla cinematográfica, la pantalla es nuestro ojo. Aquello que se desliza de un estrato a otro, de un punto a otro, es la mirada. Rear window, la ventana indiscreta es, también, pura expresión cinematográfica – la frase es de Hitchcock –, en cuanto la inmovilidad de Jeff es la nuestra, en cuanto su pasión por lo que se ve, por lo oculto a los ojos, es para nosotros el campo ciego, el fuera de campo, el campo off de la pantalla.4 En la relación de ambos campos la mirada se establece. Mirada codiciosa: su pasividad esencial implica dejarse habitar por el objeto, pero en cuanto éste comporte un indicio, una ocasión, un pasaje. Tanto Jean Starobinski como Roland Barthes consideran la mirada un exceso. Para uno la mirada, el deseo de la mirada, el ver concupiscente siempre busca en otra parte. para el otro, la significancia de la mirada siempre implica un desborde, un más allá de la apariencia. Lo atravesado por una mirada deseante parece y aparece más real que lo ofrecido a la vista.5 En tal sentido, la ventana es una abertura que está detrás, rear, es decir, en el contrafrente. Ese estar ahí del objeto, ese situarse enfrente, que en el vocablo alemán Gegenstand aparece con claridad en la partícula gegen, ese delante de la partícula ob en el latino objectum, establece con la mirada una relación contraria, ya que busca su revés, su más allá. Se diría que la mirada aspira a ser una rear window imposible, una ventana al contrafrente de lo visto: el objeto es, virtualmente, inagotable. Por ello se habla de una vista segunda. de un desfase, de una falta de colmatación, de una pérdida, de un intervalo. Porque Jeff mira, pero no ve lo que mira en primera instancia, ya que hay una zona ciega donde se desliza una verdad que debe desocultarse. Sospecha, todos sospechamos, que en la habitación de enfrente, en la penumbra ignorada, se llevó a cabo un asesinato. "La visión – señalaba Merleau Ponty – es un pensamiento sujeto a cierto campo, y es a eso que se llama un sentido.6En ese caso, debería hallarse el sentido oculto, es decir, debería -despejarse esa momentánea ceguera del campo donde la mirada familiar, consuetudinaria, no advertía lo siniestro.7A fuerza de mirar, repetidamente aquello que desborda el campo de la visión pero, sin

embargo, estuvo siempre allí, a fuerza de retornar críticamente a lo mirado, sería posible entrever una verdad suplementaria, aunque siempre incompleta. Despedazada, como el cuerpo de la víctima. El objeto de la mirada de Jeff es el asesino, es el otro, es lo que ingresa para detener la mirada, para sacar los ojos, para segar la vida. Jeff olvida que también puede ser objeto de miradas: ahora mismo el asesino, que subió hasta su cuarto, lo mira. El sentido mira, ojea: el mal de ojo es el instante de fulguración de la mirada. su fascinado vértigo nauseoso. Jeff tiene un solo recurso ante quien se acerca: enceguecerlo. Dispara los flashes de su cámara rota sobre el rostro del asesino, que retrocede una y otra vez, obnubilado Pero el asesino alcanza a su rival: Jeff es arrojado por la ventana, atraviesa el marco, cae. ¿El sentido desborda, traspasa el límite del campo visual? La caída nos advierte que la primera muestra desatendida del objeto, el cual se habría sustraído a un espacio otro, oculto, era, en verdad, la única. Más allá del campo visual no hay nada, ya que sólo se mira lo que es posible ver desde una cierta posición de sujeto. Desde dicha posición se ve algo en apariencia velado que, sin embargo, está a la vista. Ni siquiera lo visible es una palabra potencial, lo visto que se actualiza en la lengua. Jeff había intentado explicar el asesinato, determinar lo visible, discurrir, nombrar para completar aquello de lo cual carecía la visión. Esta discursividad era, para Hitchcock ruido. Así lo decía a François Truffaut: "Un ruido entre los demás, un ruido que sale de la boca de los personajes, cuyas acciones y miradas son las que cuentan una historia visual”. Ver/hablar: cuerpo y represión En este nivel metaficcional se define la disyunción ver-hablar, la no homología entre lo visible y lo enunciable, cuyo modelo más evidente es observable en el cine, como apunta Deleuze al analizar la noción de estratos o formaciones históricas, el campo del saber, en Foucault. Si bien no existe homología entre lo visible y lo enunciable, dado que el objeto del enunciado no es isomorfo respecto del objeto visible, habría en cambio una mutua implicación, un entrecruzamiento simultáneo entre hablar y hacer ver. Son bien conocidas las argumentaciones de Foucault en Vigilar y castigar, según las cuales el derecho penal define enunciados de delincuencia y la prisión se muestra como espacio de visibilidad, así como el enunciado jurídico reproduce presos y la institución punitiva engendra delincuencia.10

Cuando Foucault analiza la lógica de los suplicios que impera en Francia en el siglo XVIII, antes de la Revolución, describe la forma secreta en la cual se desarrollaba el proceso criminal, y el modo en que el poder del soberano se manifestaba ajeno a la multitud y autosuficiente. Asimismo, describe la visibilidad pública de la pena, por la que el cuerpo del culpable se transformaba en cuerpo parlante del poder de la ley, de la Verdad del crimen. En el cuerpo exhibido a la vista de todos se reunían la manifestación de la verdad y el poder del soberano." Se memorizan los signos de la tortura en el cuerpo del supliciado: el trazo del castigo, así legible, obra como un exemplum. Cada formación histórica, sugiere Foucault, ve y hace ver todo lo que se puede. Pero la lengua no se libra de la caligrafía de sangre. La articulación de lengua y cuerpo torturado fue escenificada literariamente de un modo simple, pero aterrador, en "La colonia penitenciaria” de Franz Kafka: la aguja que escribe sobre la espalda del condenado con su propia sangre. George Steiner tuvo la náusea de advertir el modo en que el idioma alemán, como organismo vivo o cuerpo de vocablos, era degradado hasta la pudrición durante el régimen nazi; de qué manera el temor y el temblor constituían su sintaxis, la jerga de la noche y de la niebla. Toda la acción represiva, las estrellas amarillas, los largos trenes que atravesaban campos de escoria muda, el humo de los

hornos, se acompañaban de registros, descripciones, información precisa, conjuras e insultos. La culpable condición de judaísmo se fundaba a tai punto en el nombre – empezando por el nombre propio – y se ejercía en el cuerpo. Steiner tituló su ensayo "El milagro hueco" al referirse, en 1959, al milagro alemán de la posguerra, cuando se olvidaba deliberadamente el genocidio en nombre de una prosperidad futura. "Los maestros que pretendían contarles algo del período nazi recibían nota oficial que afirmaba que tales asuntos no eran para niños”, señala. Pero esta lengua que no fue inocente, distraída de la institución escolar, por funcionarios conciliadores, tuvo su marca. "Todo se olvida, pero un idioma", escribe George Steiner.“ La dictadura argentina de 1976 trazó en la lengua su marca, articulada en signo ominoso sobre los cuerpos: la herida, la punición, el borramiento. Y aun un límite, una prohibición implícita en la memoria de esa marca, que impediría decirlo todo sobre ella e incluso decir, hablar, proferir aquello que, acaso, podría ser castigado en el futuro. La lengua se construye en el ademán de muerte que generó vocablos propios de la acción punitoria: proceso o desaparecido. Hasta en los detalles mínimos de la convivencia – como Piglia lo advirtió cuando en los espacios autorizados para la parada de vehículos leía: zona de detención –.“ El terrorismo estatal establecía enunciados de culpabilidad desde una lógica de guerra, donde el culpable era, virtualmente, anónimo. No porque careciera de nombre, ya que de hecho se lo registraba para el exterminio, sino porque su individualidad jurídica, el contrato social que el nombre personificaba, se hallaba abolido. "El enemigo —reza ese enunciado abominable— no tiene bandera ni uniforme, ni siquiera tiene rostro (...). Sólo él sabe que es el enemigo”." Esto que se enuncia como subversión es lo que no se ve, es el no visible: el desaparecido. Si el enunciado de culpabilidad sindica la actividad esencial del subversivo como el disimulo, la infiltración para la violencia, el verdugo castiga identificando al presunto disimulador, identificándolo en su mismo cuerpo inerme con la tortura, para, luego, hacerlo desaparecer. Esa legalidad inicua, que reclama adecuarse a las "tácticas del enemigo”, ya establece por anticipado que, si el enemigo es invisible, el castigo sobre el cuerpo que proclamará su verdad criminal no implica otra cosa que la desaparición. Como señala Foucault, "en los 'excesos' de los suplicios se manifiesta una economía del poder”." Como escribe Kafka en "La colonia penitenciaria”: "la culpa nunca se pone en duda”. Hablar no es ver, decía Blanchot, pero ver ¿es no hablar? Y, sobre todo, no ver ¿es callar? En la nominadora muerte del innominado, en la punición invisible a los ojos, se trastorna el régimen de la mirada y de toda la discursividad del espacio público: el habla de una lengua que se usa para la invisibilidad, que nombra para hacer desaparecer y que repone, en el lugar de todo nombre, el hueco de un cuerpo que ya no mira. Para hablar de los anagramas saussureanos, Starobinski se valió de la fórmula: “les mots sous les mots”, las palabras debajo de las palabras; en la Argentina, los nombres se sospechaban redistribuidos como gramas del exterminio: "les morts sous les mots", los muertos debajo de las palabras. Si hay un desfase entre el objeto y la mirada, pero los cuerpos visibles han desaparecido y sólo pueden ser nombrados en el silencio, ¿qué fantasía enunciativa podría colmar ese hiato, qué suturar esos cortes, esa lengua cortada como el ojo que atraviesa de parte a parte la navaja? Poesía argentina, 1980-1984: una mirada corroída En el origen de la lengua poética de la nueva poesía argentina de los años ochenta se halla esta marca: la percepción baldía de un ojo que se corrompe, una mirada corroída. El campo enunciativo de la culpa y el régimen de invisibilidad al que se somete el

cuerpo culpable han enloquecido la mirada enunciativa del sujeto imaginario del poema. El enunciado poético es un ojo en suspenso: establece una significación en su "campo visual" de irrealidad, cuya apertura ideal es el blanco de la página: su objeto es otra palabra, otro enunciado. El sujeto imaginario mira, desea mirar." el enunciado abre el párpado. Ojo imaginario, tiene confianza o busca satisfacción. Confianza fenomenológica, ganada en un campo de visión y mediante un objeto mirado que se abre en su devenir palabra; fantasía del objeto deseado, cuya vacante mnémica, trazada en su antigua percepción, llena un signo. Todo el orden de la mirada puede atribuírsele, aunque como ilusión. Cuando el lenguaje de la comunidad en la que se lleva a cabo esa transposición metafórica se halla comprometido en el exterminio, si la lengua nomina en la desaparición o traza letras de sangre, la condición misma del enunciado que mira en el poema no es la inmovilidad, sino la muerte. O peor: un muerto-vivo. Undead: en el enunciado zombie, retorna lo reprimido. En una relación médica sobre los vampiros, del siglo XVIII, se lee que los cadáveres de los brujos póstumos, o vampiros, no se pudren, sino que permanecen enteros y ligeros; que estos vampiros inquietan a los vivos con rumores, apariciones y ahogos.16 Es el estado de la palabra, que hiere el ojo y el oído, para Liliana Lukin: "no se pudre/ dada su condición/ de testigo de cargo// pero apesta”.17 Y además: "El cuerpo más cuerpo es el cuerpo muerto.18 Deseo, mirada inútil: el campo ciego de la mirada es ahora un cuerpo que está callado y el campo de la visión enmarca objetos que no están en su lugar: "donde lo que se mira está// callado:// más el barro.19" O bien: "los muertos no están en su lugar// tanto silencio/ descompone".20 Sólo se ve con el ojo cerrado, o cosido: como sugiere Nicolás Rosa, la palabra en Lukin suple la falta creando un nuevo hueco.21 O, además, una palabra imposible: "un silencio/ como mirar al asesino en los ojos/ mientras se recuerdan los ojos del asesinado”.22 Mirar los ojos abiertos en el barro del zanjón o en el limo que dejaron de mirar para siempre; mirar con los ojos suturados lo que ven las cuencas vacías; mirar con imposibles ojos la viscosidad hialina que no se podría olvidar: los ojos del verdugo. O bien, para conjurar ese mal de ojo, está la figa. La higa, el gesto obsceno, de Néstor Perlongher: "Chupa, lame esta hinchazón del español”.23 Góngora escribía "Cuando verdades no diga/ una higa”, que es como decir: “Era ver contra toda evidencia/ Era callar contra todo silencio/ Era manifestarse contra todo acto/ Contra toda lambida era chupar: Hay Cadáveres”, según Perlongher.24 El enunciado poético de Perlongher es ojo barroso: puesto que no puede mirar, invierte el lugar del ojo hacia la apartada boca quevedesca, la lengua de letrina, el ojo del culo. Grafitti porno, cuando no de oro, la voz del orificio. Orífice: escribe la leyenda áurea en la pared del mingitorio. En ese espacio visual donde sólo proliferan menesterosos restos, los alucinados significantes se devoran entre sí. El poema espacializa un verso repetido – Hay Cadáveres – y finaliza con cuatro hileras de puntos suspensivos, es decir, con la inversión misma del enunciado invertido. El enunciado final del poema "Cadáveres” abre los ojos – o los cierra, da lo mismo – sobre la oquedad que el nombre cadáver recubría: ................................ ................................ ................................ No hay nadie?, pregunta la mujer del Paraguay. Respuesta: No hay cadáveres.25

Mientras la poesía de Perlongher afirma y niega emplazada en la negatividad de un

deseo heterogéneo, el negarse y afirmarse de la poesía de Arturo Carrera se juega en un deseo afirmativo y engendrador. Los niños suelen representar esa promesa del deseo que abre una posibilidad infinita de comprensión y sorpresa desde el acto mismo del nacimiento. Mirada del lactante, el ojito en la punta de unos dedos que reconocen, vocecita en el juego diminuto: "rozar, mirar, mirar, pujar, mirar, mirar, pujar, avanzar por huesecillos blandos, camino del deseo. Lejos. Muy lejos”, escribe Carrera cuando la partera canta.26 Pero también: en el fondo el deseo y el lenguaje mezclan y pudren todo”.27 El campo de Carrera es el campo del deseo óptico, un sentido de la repetición y de la multiplicidad, aliciente de la palabra pura que al deseo raptaría. Pero por cada niñito que se divisa en el horizonte de ese campo – "repetición en su nombre nombrado” –, un cuerpo desaparece en el campo de exterminio, elidido en su nombre ignorado. Hay una pregunta en el poema "Un día en la esperanza”, aparecido en Arturo y yo, que suele reaparecer en la poesía de Carrera y acaso alude al instante siempre aguardado de la realización del deseo. La pregunta es: "¿Debo escribir?". Pregunta que no se habría formulado, si el poema no terminase de este modo: "Esta ventanilla está empañada/ No veo bien”.28

"El gran síntoma de descomposición de un discurso – Se editoraliza hacia 1982 la revista XUL – como lectura de la realidad, se produce cuando su mentira se vuelve legible".29 De allí la doble operación del grupo de poetas afines: la ilegibilidad primera recupera para el ojo su crítica de lo mirado al recodificar un enunciado espúreo. El espacio de la página se vuelve un campo de visión para mirar palabras como cosas, objetos ofrecidos a las miradas que las resignifican. Topografía de la página cuyos accidentes e itinerarios suponen modos complementarios de sentido. Topografía como tipografía: figuras verbales que se implican en una retórica de lo objetal. La mirada corroída se readiestra para mirar con esta lente de mosca: la palabra diseminada por un ojo facetado. La infamia de la campaña al desierto, que la dictadura vindica como gesta simbólica, es recusada en el título que reúne una antología de XUL: Campaña poética al desierto. El desierto ganado supone trazar otra frontera, dislocar, el mapa, redistribuir los límites del campo del sentido. Pero el texto se vuelve ilegible, opaco: su valor de visibilidad, su carga informacional la obtiene del blanco, el espacio de la página, que remeda el blanco de un ojo al lanzar una mirada centrífuga. El campo visual que se recorre en los poemas de la antología de los poetas agrupados por Ultimo Reino es el espacio imposible que no deja de parpadear como un Argos, noche de ojos desterrados, circuito del lemur. Enunciado que mira en el ámbito del poema de Víctor Redondo: "El espacio y el espacio que lo rodea".30 El cadáver no está y es por eso que hay nombre, siempre que se entienda como pura representación de una nada, vocablo que resiste al lenguaje, negación en acto. El sujeto que mira puede decir siempre el sintagma más radical de la irrealidad: yo estoy muerto. El lenguaje "se alimenta de lo que no puede ser dicho. Y de lo que desconoce (lo que resiste al lenguaje)”, escribe Redondo.31 El percepto es hablado como una fotografía cuyo valor, tarde o temprano, es el diferimiento de un cuerpo muerto, enunciado cuyo rostro tiene un cuerpo desaparecido: “Estamos velando un rostro que partió de una foto al encuentro de su cadáver”, se lee.32 La lógica es equivalente a la de XUL, pero inversa. Equivalente, no igual: como utópica negatividad del lenguaje. Puesto que la condición de visibilidad del poema de Ultimo Reino es la de un lenguaje imposible que en relación al mundo es una nada, ese poema es, casi siempre, legible. Hay otros modos que los nombrados para restaurar el lenguaje, lo cual supone, analógicamente, recomponer la mirada poética, restañar la herida, disipar la sombra de las cegueras. Pero ya no hay inocencia, ni pureza de la mirada. Apenas un inquieto vacilar de la lengua en su capacidad de nombrar el mundo real. lo cual admite no tanto

un modo de mirar, como una crítica de la mirada o, al menos, cierta sospecha. En la poesía de Laura Klein, que explora a menudo la dimensión corporal, orgánica del lenguaje en su deriva anatómica, se advierte con claridad el conflicto primario entre ver y hablar en el contexto de una lengua culpable. Esa lengua impide dar cuenta de lo real, al punto que el texto poético apenas puede contraer la obligación de hacerlo: el lenguaje del poema es como el pago de esa fianza patética. "De fianzas la toda realidad”, escribe Klein y enuncia el centro negro que funda la mirada corroída: “la cosa fue matar y corregir/ matar y colegir que los ojos no saben/ hubo un fogueo cabezas tristes/ el material de libros enormes/ bajo pena”.33 Fianza pagada por los libros enormes y penosos, apenados, bajo pena (de muerte). En otro poema, Klein construye el tópico de la mirada poética a partir de lo que alcanza a ver el sujeto imaginario del poema, representado ahora como "una loca que cose frente a una, ventana seca”. La ventana es el encuadre ideal de una visión elegida, pero su sequedad es el índice del mirar baldío. Serie de imposibles: la mirada de la mujer enloquecida por la historia; la mirada que no puede convertirse en texto (el tejido que se cose y: compone); el texto que sólo puede definir su acervo en el balbuceo (ese tartamudeo sintáctico del poema); el balbuceo que remata en el silencio: “como loca que cose frente/ a una ventana seca/ y defendiera el ojo de mirar/ por si puras hubiera algo/ que guardar y éste su acervo/ defínese cayendo al silencio/por descuido inefable. o historia".34

(…) Ciertos modos de la poesía argentina de los años ochenta equivalen a miradas de ojos descentrados, fuera de sus órbitas y, asimismo, revelan el intento de hablar otra vez sin olvido en la lengua. Son, digamos, como los nombres escritos debajo de esas fotografías de hombres y mujeres desaparecidos, que han circulado con insistencia junto a la pirámide de Mayo como un anillo frágil de caras. Aquello que la lengua memoriza. Tienen una historia, nunca un epitafio. Ya que jamás podrán intercambiarse por pactos como actas de defunción. De un modo u otro, el poema abre los ojos a la verdad y en ellos – aun con ignorancia, con distracción, con defensiva ironía – el lenguaje declara lo que no puede permanecer oculto. 1 La primera parte de este ensayo, es decir, la referida a ciertas nociones teóricas, apareció bajo el título "La ventana indiscreta. Nota sobre mirada, cuerpo y lenguaje", en Paradoxa, 7, Rosario, 1993, pp. 96102. Con la excepción de algunas ampliaciones y notas incorporadas en esta edición, apareció anteriormente con el mismo título en: Roland Spiller (Ed.), Culturas del Río de la Plata (19731995). Transgresión e intercambio, LateinamerikaStudien, 36; Frankfurt am Main, Vervuert Verlag, 1995, pp. 215. 2 "La mirada y el paisaje permanecen como pegados uno al otro, ninguna sacudida los disocia – escribe Maurice MerleauPooty –; la mirada en su ilusorio desplazamiento, lleva el paisaje consigo y el deslizamiento de éste no es en el fondo mas que su fijidad en la punta de una mirada que uno cree en movimiento” (Fenomenología de la percepción, Barcelona, 1984, p. 70). 3 François Truffaut. El cine según Hitchcock, Madrid,1985,p.187. 4 "El espacio fílmico está dividido en dos campos: en términos técnicos, el espacio in y el espacio off. Podríamos decir, entre el campo especular y el campo ciego. El campo especular, el espacio in, es todo lo que se ve sobre la pantalla; el espacio off, el campo

ciego, es todo lo que se mueve en el exterior o bajo la superficie de las cosas, como el tiburón en Tiburón. Lo que nos hace entrar en estos films, se debe a que somos apresados, con más o menos fuerza, en las pinzas de estos dos campos, in y off. Si el tiburón estuviese todo el tiempo en pantalla, rápidamente seria un animal domestico; lo que da miedo es que no esté allí. El punto de horror reside en el punto ciego. Dicho de otro modo. si el cine produce, como se dice habitualmente, una fuerte impresión de realidad, se debe menos a causa del realismo fotográfico y del movimiento, que al hecho de poner en juego dialécticamente los dos campos" (Pascal Bonitzer, "La visión parcial", en Cinegrafo, 1. Buenos Aires, noviembre de 1981, p. 39). 5 Cfr. Jean Starobinski, "Prólogo" a L’oeil vivant, Paris, 1971, pp. 727 y Roland Barthes, "Directo a los ojos", en Lo obvio y lo obtuso, Barcelona, 1986. pp 305310. 6 Op. cit. p. 232. 7 Lo siniestro es una traducción tentativa aunque inexacta de das Unheimliche, en co-oposición a das Heimliche, que preserva la ambigüedad significativa de lo familiar y acostumbrado, por una parte, y de lo oculto y disimulado, por otra. Acaso en esta ambigüedad se juega el sentimiento horroroso de lo unheimlich. De hecho, Sigmund Freud observa que el significado del término das Heimliche evoluciona hasta coincidir con el de su antítesis, das Unheimliche. Esta ambigüedad bien podría jugarse en la peculiar dinámica de presencia y de ausencia de lo visto por el ojo deseante. No debe olvidarse que Freud utiliza la figura del arenero (der Sandmann) para señalar el sentimiento de lo siniestro, inherente a la idea de ser privado de los ojos. Cfr. en Lo siniestro "toda la temática de los ojos, lo visto, la mirada. (Sigmund Freud, Obras Completas, Buenos Aires, 1988. pp. 2483-2505). 8 Op. cit., p. 181. 9 "Existe disyunción entre hablar y ver, entre lo visible y lo enunciable: lo que se ve nunca aparece en lo que se dice, y a la inversa. La conjunción es, imposible por dos razones: el enunciado tiene su propio objeto correlativo, y no es una proposición que designaría un estado de cosas o un objeto visible como desearía la lógica; pero lo visible tampoco es un sentido mudo. un significado de potencia que se actualizaría en el lenguaje, como desearía la fenomenología. El archivo, lo audiovisual es disyuntivo. Por eso no debe extrañarnos que los ejemplos más complejos de la disyunción ver-hablar aparezcan en el cine" (Gilles Deleuze, Foucault. Buenos Aires, 1987, p. 93) 10 El campo del saber supone y constituye relaciones de poder, según la teoría de Foucault. El poder opera en esa bifurcación no homologable; Cfr. Gilles Deleuze, "Los estratos y formaciones históricas: lo visible y lo enunciable (saber)", en FoucnuLt, ed. cit., pp. 7598. 11 Cfr. Michel Foucault, Vigilar y castigar, México, 1988, pp. 3874. 12 "El milagro hueco”, en Lenguaje y silencio, Barcelona, 1982, pp. 133150. 13 Ricardo Piglia, Crítica y ficción. Buenos Aires, 1990, p. 182. Cfr. además: Noé Jitrik, "Dictadura y lenguaje: las escuelas del terror", en El Periodista. 147, Buenos Aires, 39 de julio de 1987. 14 Citado en Alvaro Abós, El poder carnívoro, Buenos Aires, 1985, pp. 3031. Sobre el discurso de la dictadura es de interés el capítulo I de este libro: "El verbo: el discurso pervertido", pp. 1375. 15 Michel Foucault, op. cit., p. 40. 16 Gerard Van Swieten, "Rapport médical sur les vampires", en Ornella Volta y Valerio Riva (comp.), Histoires de vampires. Paris, 1961, p. 81. 17 Liliana Lukin, Descomposición, Buenos Aires, 1986, p. 17. Los poemas que lo integran fueron escritos entre 1980 y 1982. Beatriz Sarlo alude a este libro de Liliana

Lukin y a los de Laura Klein (A mano alzada) y Daniel Freidemberg (Diario en la crisis) – citados más abajo – en su ensayo: "Los militares y la historia: contra los perros del olvido". Punto de Vista, 36, Buenos Aires. julio-octubre de 1987, pp. 58. 18 Idem, p. 23. 19 Idem, p. 31. 20 Idem, p. 42. 21 Cfr. Nicolás Rosa, "Estados adquiridos". en Los fulgores del simulacro, Santa Fe, 1987, pp. 213219. 22 Liliana Lukin, op. cit., p. 21. 23 Néstor Perlongher, Alambres, Buenos Aires, 1987, p. 11. 24 Idem, p. 59. 25 Idem. p. 63. Sobre la poesía de Perlongher y sobre Alambres en particular, es de gran interés: Nicolás Rosa, "Seis tratados y una ausencia sobre los 'Alambres' y rituales de Nestor Perlongher", en Los fulgores del simulacro; ed. cit., pp. 227257. Reproducido como "Tratado I" en: Nicolás Rosa, Tratados sobre Néstor Perlongher, Buenos Aires, 1997, pp. 1959. 26 Arturo Carrera, La partera canta. Buenos Aires, 1982, p. 107. 27 Idem, p. 128. 28 Arturo Carrera, Arturo y yo, Buenos Aires, 1984, p. 22. Como declara el autor, este libro comenzó a escribirse en 1979. El poema "Un día en la esperanza” fue publicado como separata en XUL, 4, Buenos Aires, agosto de 1982. 29 XUL, 4. Buenos Aires, agosto de 1982, p. 3, Vease también en el mismo número: Denis Ferraris, "Acerca de la noción de legibilidad en literatura", pp. 4046. Como un virtual manifiesto teórico de la poética de XUL, véase: Roberto Ferro, "Una poética posible”, en XUL, 3, Buenos Aires, diciembre de 1981, pp. 710. 30 Antología Ultimo Reino, Buenos Aires, 1987, p. 51. Originalmente en Víctor Redondo, Circe, cuaderno de trabajo 19791984, puenos Aires, 1985. 31 Idem, p. 55. Originalmente en Circe, cuaderno de trabajo 1979 1984, ed. cit. 32 Idem, p. 54. 33 Laura Klein (De fianzas la toda...)", en Nueva Poesía Argentina durante la dictadura (1976-1983). Selección y prólogo de Jorge Santiago Perednik. Buenos Aires, Calle abajo. 1989. p. 72. 34 Idem, p. 71. Incluido en: Laura Klein, A mano alzada, Buenos Aires, 1986. La potencia connotativa de este poema está lejos de agotarse en este breve comentario. Baste señalar que el vocablo "loca" alude a varios contextos discursivos que podrían rastrearse. Menciono, al menos, la combinación de dos: el discurso de la locura como lugar desplazado de una verdad interdicta y el discurso femenino como lugar desplazado por una enunciación (masculina) dominante. En el marco de la dictadura de 1976, el reclamo de las Asociaciones de Madres y Abuelas por sus hijos desaparecidos, que fueron llamadas "las locas de Plaza de Mayo", forma parte de ese tipo de discursividad social.

Marcelo Percia, 1998, en No todos somos cualquiera (la cuestión política como vacío disciplinario), ensayo. I. En 1895, consultado por el doctor Ernest Bloch, Freud recomienda tratamiento para un niño de seis años que sufre pesadillas. El chico sueña que lo persiguen, que cae en un abismo y que lo castigan hasta morir. El padre, un funcionario de la aduana austríaca, no acepta el consejo porque teme que lo acusen de maltratar a su hijo. El muchacho de las pesadillas será conocido como Adolf Hitler. El episodio se difunde en un Congreso Mundial de Neurología celebrado el año pasado en Buenos Aires. Algunos desmesurados creen que la ciencia puede sanar al mundo. Tal vez el holocausto, piensan, se hubiera evitado de haber atendido a tiempo a ese chico. La indicación de Freud, suponen, pudo cambiar la historia. II. Un informe de los psiquiatras de la Corte Suprema de Justicia concluye que Alfredo Astiz no es un enfermo mental. Los especialistas argentinos encuentran rasgos esquizoides, paranoides, perversos y depresivos en el imputado. Dicen que tests de personalidad revelan que Astiz experimenta placer ante el dolor ajeno. Afirman que esa característica es común a muchos torturadores. III. El 15 de enero de 1973 se estrena en el teatro Payró de Buenos Aires El señor Galíndez de Eduardo Pavlovsky. Una dramática testimonial del terrorismo de Estado en la Argentina. La obra relata espesuras existenciales que desbordan las psicologías. Pone en escena lugares comunes del horror. Acciones familiares (esperar a alguien, limpiar una mesa, barrer el piso, tender una cama, ir al baño, ordenar papeles, hacer gimnasia, leer una revista). Impaciencias y movimientos apaciguadores. Opiniones generales sobre cómo se pierde el romanticismo, sobre el sabor de la intimidad o sobre la inconstancia de la juventud. Imágenes cotidianas: tapas de revistas con actrices y modelos, fotos de futbolistas y boxeadores. Cosas que pasan en la proximidad de los cuerpos que esperan: exasperaciones, acercamientos, rechazos, confusiones, violencias. Sorpresivas confidencias. Especulaciones sobre qué quiso decir (de verdad) el otro. Sentencias y enseñanzas que hablan con la voz de la experiencia. Momentos en los que es inútil hablar. Conversaciones agrietadas por sospechas y desconfianzas. Gestos inocentes y divertidos. De pronto un hombre habla con la mujer por teléfono. Pregunta por su hija: si la abrigó o si repasó las tablas de multiplicar. (Hola, Rosi, el papi habla. ¿Cómo le va a la muñequita? ¿Me querés mucho? Y cómo no te voy a querer si soy tu papi. Bueno, hacé los deberes y obedecela a la mami. Sí, mi vida, sí. Chau, tesoro.). Le manda besos. No quiere que la suegra se meta en su casa. No recuerda dónde puso la boleta de la luz. Se enoja cuando lo celan. Cosas que pasan. Movimientos colgados de nada. Cabos sueltos. Datos imprecisos, casi innecesarios. Automatismos de chicos que se defienden. Que se sienten jodidos por un extraño. Rebeldías que se muerden la lengua cuando hablan con la autoridad. Pequeñas costumbres y minucias. Hazañas miserables. Expresiones disparatadas, ocurrentes, absurdas. Modales de pibes de barrio que respetan a sus mayores. Obsecuentes que reciben, por teléfono, órdenes de Galíndez (Hola. Sí, señor. ¿Cómo le va a usted, señor? Muy bien, muchas gracias señor. Pierda cuidado señor. ¿Cómo? Sí, señor estoy escuchando. Perfecto, señor. Sí, señor...y bueno, nuestra misión es esperar, señor. Comprendido, señor. ¡Entendido! ¡A sus órdenes, señor!). Nerviosismo de cuerpos a punto de estallar. Delirantes que laburan para Galíndez aunque nunca le vieron la cara. Desesperados que intuyen que no son imprescindibles. Que temen perder su protección. Que saben que cualquier sacudida de las circunstancias puede hacer también de ellos hombres muertos. Esclavos de leyes mafiosas.

Dependientes de la fragilidad e inestabilidad de sus pactos. Ambiciosos que luchan por progresar. Hijos de puta que tienen miedo. Que están muertos de miedo. IV. Los responsables de actos de terrorismo de Estado en la Argentina deben ser procesados y condenados. No necesito argumentar razones psicológicas o psicoanalíticas para justificar esta afirmación (no se trata de decir que hay que recordar para no repetir, elaborar para no sufrir, o que un pasado traumático se cierne como pesadilla en el presente). No hablo en nombre de las humanociencias. Expreso una voluntad. Eso es todo. No necesito peritajes psiquiátricos ni psicológicos para constatar una supuesta inclinación al horror que, tal vez, podría hallarse en cualquiera de nosotros. Me parece necesario (volver a) situar los hechos de terrorismo de Estado como parte de la racionalidad del capitalismo en la Argentina. Los saberes que explican el mal como monstruosidad personal o patología moral tienen, al cabo, un efecto encubridor. Sustraen de la discusión el problema de la funcionalidad política de la barbarie. ¿Cómo son los torturadores de la obra de Pavlovsky? Son hombres comunes: padres, hijos, maridos, empleados, trabajadores. Pero que sean personas como todos ¿significa que cualquiera puede ser un torturador? ¿Que la mayoría tenemos un costado perverso que desconocemos? ¿Que, dadas las circunstancias, ninguno resistiría la tentación de violar un cuerpo indefenso? ¿Que el mal gobierna en la intimidad del deseo? ¿Que la civilización es una sofisticada barrera de contención para el descontrol pulsional? ¿Que, incluso, las personas más buenas y solidarias son malvados travestidos? ¿Que el bien es sublimación del mal? ¿O que hasta perdedores, tristes, melancólicos (inofensivos socialmente) son sádicos atemperados que ejercitan la violencia contra sí mismos? La igualación de todos ante el mal (ya sea como tendencia pulsional o formación de goce) es discutible. Propaga una difusión de principios universales y homogéneos. Un reinado indistinto y general. Un apartado moral en el que todos somos, en potencia, culpables. Por mi parte, insisto en plantear el problema de la subjetividad como espacio político de una pregunta: ¿por qué no todos somos cualquiera? V. Recuerdo un relato de Franz Kafka que se llama En la colonia penitenciaria. Transcurre en una isla de seguridad y disciplina severas. Un extranjero es invitado a presenciar la ejecución de un hombre condenado por desobedecer e insultar a un superior. El castigo consiste en inscribir sobre su cuerpo la disposición que él mismo violó. Por ejemplo: “Honra a tus superiores”. El detenido no sabe que ha sido procesado ni tuvo oportunidad de defensa. En un valle desierto, el oficial y el extranjero hablan junto a la máquina inventada para la ejecución. La descripción del aparato ocupa casi toda la narración. También están presentes un soldado y el condenado. El procedimiento de castigo no cuenta (ahora) con muchos partidarios en la colonia. El oficial explica el funcionamiento del artefacto vestido con un estrecho uniforme de gala cargado de charreteras y adornos. Hace mucho calor y respira fatigado. Sube escaleras, examina piezas, revisa engranajes, ajusta tornillos. Cada tanto se lava las manos. Todo lo hace con cuidado. Recuerda que, en tiempos del antiguo comandante (quién diseñó y construyó la máquina) la colonia era una organización ejemplar. Muestra orgulloso el aparato. La Cama cubierta de algodón sobre la que se coloca al condenado. Las correas para atar pies, manos o sujetar el cuello. Una mordaza para que la víctima no grite ni se muerda la lengua. El mecanismo, conectado a una batería eléctrica, que

realiza imperceptibles y rápidas vibraciones. Las oscilaciones calculadas y sincronizadas con los movimientos de la Rastra: un dispositivo de agujas que rasgan el cuerpo estremecido del condenado ( “unas sirven para escribir y otras, más cortas, arrojan agua para lavar la sangre y mantener limpia la inscripción.”). Por último, el Diseñador que dirige y regula el movimiento de las agujas de acuerdo a la inscripción de cada sentencia. En la lógica de En la colonia penitenciaria no se persigue la confesión del inculpado. O su examen de conciencia. Ni el arrepentimiento. Tampoco alcanza con tatuar la ley sobre su cuerpo. Se pretende ir hasta lo más hondo: hacer hablar al alma con las palabras del poder. El oficial exhibe diseños preparados por el antiguo comandante. Planos llenos de líneas indescifrables. Las inscripciones ocupan sólo una franja del total de la superficie. El resto está cubierto con hermosos adornos. El procedimiento dura doce horas. Cuando el condenado traspasa la experiencia del dolor, comienza a descifrar el secreto (“estira los labios hacia afuera como si escuchara”). El oficial se disculpa por el chirrido espantoso de una rueda. Explica que el nuevo comandante redujo las partidas de mantenimiento. Cada tanto se rompe o descompone algo. Los repuestos no se consiguen, llegan tarde o son de mala calidad. Incluso, al no cumplirse la norma de ayuno, los condenados dejan la máquina peor que una pocilga. A veces, la sangre y excrementos humanos afean la visión de la sentencia o la ensucian. VI. No expongo la historia como símbolo de injusticias, ni como muestra de inhumanidad o como parábola de que el poder inscribe sus intereses y normativas en los cuerpos de los débiles. Tampoco como ilustración del dicho “la letra con sangre entra”. No busco metáforas brutales para volver a denunciar el terrorismo de Estado en la Argentina. No conviene abusar de las alegorías. Entre otras cosas, por la estrechez de los simbolismos y la ingenuidad de los paralelos. Las simplificaciones gustan de apariencias unívocas y de correspondencias perfectas. Me intereso por la ficción como relato de un singular. Como narrativa que resiste la tentación de lo general, de lo homogéneo o de la interpretación disciplinaria. Tanto En la colonia penitenciaria como El señor Galíndez me sorprenden por cómo la racionalidad participa del horror. Cómo traza su ruta entre equívocos, absurdos o lógicas que parecen inofensivas. Cómo, a veces, esa inteligencia realiza sus metas sin estremecerse ante la tortura y la muerte. Para los protagonistas de El Señor Galíndez o para el oficial de En la Colonia Penitenciaria no es evidente que están haciendo mal. Permanecen inocentes y viven sus actos sin culpa. Lo defectuoso (si existe) aparece desplazado en otra parte: en alguien que cambia las órdenes haciéndose pasar por Galíndez o en el nuevo comandante que no entiende la estética del procedimiento. VII. Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén (1963) observa que uno de los responsables de asesinar a millones de seres humanos, no parece un hombre malo. Es un burócrata obstinado en hacer correctamente su trabajo. Una criatura meticulosa que no manifiesta odio personal contra sus víctimas. Ni goza, enfermizo, con el sufrimiento de los condenados. Interpreta y satisface a sus superiores. No es un monstruo. Dirige uno de los más atroces programas de exterminio de la historia de la humanidad, como si administrara una oficina de correos. Hannah Arendt llama banalidad del mal a esa práctica común y rutinaria

del horror. Al empeñoso deseo de obedecer y cumplir órdenes. Sin importar el precio. Sin dudas ni remordimientos. VIII. Nada asegura que los criterios diagnósticos en uso entre psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas sean más confiables que las conclusiones de Cesare Lombroso. Un médico carcelario (inspector de manicomios y experto en psiquiatría, ciencia penitenciaria y medicina legal) que a fines del siglo XIX identifica la suma de rasgos morfológicos que delatan la presencia del mal. Según Lombroso el gusto por el horror es un resto de nuestra herencia animal. Los criminales son criaturas gobernadas por instintos primitivos. Para apoyar su argumento, recuerda que entre animales la crueldad es moneda corriente. Presenta ejemplos: el de una hormiga cuya furia homicida la impulsa a matar y despedazar a una pulga; o el de una cigüeña que, junto con su amante, asesina a su marido; o el de unos castores que se asocian para matar a un vecino solitario; o el de una hormiga macho que, como no tiene acceso a las hembras reproductoras, viola a una obrera hasta provocarle la muerte en medio de atroces dolores. Lombroso está convencido de que el mal por el mal puede ser detectado en forma precoz. Un gran número de signos físicos y morales distinguen a los criminales de las personas honradas. Compara cerebros y cráneos de acuerdo a sus tamaños. El diámetro de las mandíbulas, la espesura y el color de los cabellos, el tipo y las formas de las barbas, la palidez y tersura de los rostros. Alerta que los homicidas tienen manos gruesas y cortas. Los ladrones y salteadores de caminos desarrollan dedos largos. Los estafadores son zurdos e inteligentes. Los abusadores de menores tienen talla pequeña y peso abultado. Los autores de heridas se apasionan por el juego. Los insanos son casi siempre alcohólicos. Muchos criminales temen a Dios. Los ladrones son poco religiosos. Los incendiarios casi todos locos. Los homicidas nunca totalmente calvos. Los violadores de mujeres vírgenes exhiben narices protuberantes. Los hombres honrados tienen la nariz con forma de pico ganchudo, ya ondulosa, mejor larga, de mediana longitud, con base muy frecuentemente baja, en casi ningún caso desviada. Los degenerados presentan las orejas separadas de la cabeza. Los sometedores de niños o niñas llevan una arruga especial en la frente que denuncia la marca del vicio. Las personas rectas y probas despiden secreciones menos ácidas. Los hombres y mujeres infames carecen de gusto. Los criminales tienen el paso izquierdo muchos más largo que el derecho. Casi todos los reos comunican sus pensamientos por medios de señales. Los homicidas y ladrones poseen un lenguaje con cuarenta y ocho gestos innatos. Los desenfrenados tienen debilidad por los tatuajes. Los violadores tapizan su piel con signos obscenos y jactanciosos. (Lombroso comenta el caso de un condenado que llama su atención. Un hombre que lleva la historia de sus crímenes grabada sobre su cuerpo. Un sujeto sin moral que exhibe, en la piel, la lista de sus amantes. Y escribe lo que sigue: “Junto a éstas figuras y al lado de otras que el respeto al público me prohibe citar, veíase con sorpresa el diseño de una tumba con este epíteto: ‘A mi querido padre’. ¡Extrañas contradicciones del espíritu humano!”). Pero una de las rarezas más notables de los criminales de Lombroso es la resistencia al dolor. Cita el caso de un ladrón que se deja amputar una pierna sin gritar, entreteniéndose después en jugar con el pedazo cortado. O el de un asesino que, terminada su condena, ruega que le permitan continuar en prisión; y que viendo rechazado su pedido se desgarra (con el mango de una cuchara) sin expresar malestar. O el de un condenado que antes de ser decapitado, es atenazado en ocho lugares diferentes, sufriendo esos tormentos sin quejarse. Lombroso considera que esa analgesia explica la insensibilidad moral y la indiferencia por la vida de un semejante. Razona que cuando vemos sufrir a otra persona evocamos, ayudados por la memoria, sentimientos similares. La identificación es el móvil de la compasión. Pero cuando no hay sensibilidad tampoco hay compasión. IX.

No se trata de ridiculizar las teorías de la escuela italiana de Cesare Lombroso. O de aprovechar su lado cómico cien años después. El conjunto de signos que, según Lombroso, delatan secretos del alma humana configuran un mamarracho totalizador. Pero no conviene desairar ese proyecto cientificista. Creo que sobrevive, aunque bajo formas más sutiles, en muchas de nuestras ideas. No es que el mapeo de la antropología criminal esté mal hecho o que sus datos no sean confiables. Tampoco me parece que estemos a salvo del ridículo con aplicaciones psicosociológicas. O con diagnósticos hechos con palabras freudianas. X. Circula entre mis colegas una especie de bestiario psiquiátrico internacional que colecciona fábulas (que designa como observaciones empíricas) de miles de criaturas sufrientes. Un compendio clínico que se usa como manual de fácil y rápido manejo. Una taxonomía de los comportamientos de hombres y mujeres que se sienten tristes, ansiosos, aterrorizados, deprimidos, dependientes, impulsivos, insomnes, desorganizados, inseguros, distraídos, irritables, desmemoriados. Un listado de rasgos que hacen distinción en una multitud de pacientes. Una concertación diagnóstica flexible en la que, de alguna manera, encajamos todos. Una bolsa ejemplar en la que entra un poco de todo pero no mucho de cualquier cosa. Un asunto de igualaciones diagnósticas y estadísticas. Un breviario de reacciones que silencian eso inclasificable que en cada uno hace diferencia. Un espectáculo de fijezas que hace olvidar lo que en cada cual provoca sentido. Colecciones de lugares comunes y homogéneos que alisan pasiones que son irregulares. Tal vez, la pregunta por lo singular restituya lo accidental e indecidible. Las arrugas caprichosas de la subjetividad. También la necesidad de pensar la cuestión política como vacío disciplinario. Comento (con algunos retoques) la sumatoria de características que exhibe el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, el DSM IV, de la American Psychiatric Association, para trastornos obsesivos-compulsivos de la personalidad. Los torturadores de Pavlovsky, el oficial de Kafka, o la banalidad de Eichmann pueden incluirse en los dominios fiables de ese casillero. Son gente preocupada por el orden, la perfección y el control de sí mismos y de los otros. Personas poco flexibles y casi nunca espontáneas. Exageradas con las reglas, detalles triviales, protocolos y horarios. Interesadas más en los aspectos formales que en los objetivos de la actividad que llevan adelante. Contrariadas cuando las rutinas son alteradas por retrasos y otros inconvenientes. Tienen dedicación excesiva y mucha concentración en su trabajo. No se toman una tarde para descansar, un fin de semana para distraerse o un momento para relajarse. Hacen su tarea con mucho cuidado y organización. Son respetuosas de la autoridad. Cumplen las normas al pie de la letra. No les gusta delegar. Insisten en que todo se haga a su manera. Dan instrucciones pormenorizadas sobre cómo se tiene que hacer cada cosa. Suelen ser avaras y egoístas. Temen catástrofes futuras. Con frecuencia son hostiles y agresivas. Viven sumergidas en una sensación de urgencia. XI. A fines de la década del setenta, trabajo como psicólogo en el Centro de Salud Nº3 de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Una compañera me recomienda para coordinar grupos de adolescentes con problemas vocacionales. Me permiten ingresar al Servicio de Psiquiatría Preventiva. Pero, al tiempo, el jefe del Servicio opina que no tiene sentido que chicas y chicos hablen de lo que les pasa en voz alta sin plan ni conducción. Decide aplicar entre los consultantes el Test de Szondi. Una prueba ideada por un médico húngaro obsesionado por la incidencia de la dinámica instintiva en el destino de la gente. A diferencia de otros tests proyectivos que se proponen deducir fuentes ocultas de nuestros actos a través de láminas de manchas o de escenas dibujadas, Szondi elige investigar con fotografías de enfermos mentales. Busca activar impulsos que hacen guarida en zonas

sombrías e indecibles del alma. Quiere espiar el campo de batalla vivo de la herencia. Visitar comarcas que combaten en cada uno de nosotros. Según Szondi las formaciones de carácter o las tendencias profesionales son resultado de complejas pulseadas en la mesa del alma. Incluso cree que los individuos insanos son criaturas que padecen una sobredosis instintiva inmanejable. Dice que su prueba permite pronosticar el destino. Predecir amores, trabajos, amigos, enfermedades, la muerte. Agrupa 48 fotografías en seis series de ocho imágenes cada una. Cada serie contiene figuras representativas de un factor instintivo. Son imágenes seleccionadas entre miles de enfermos mentales: hermafroditas, asesinos sádicos, epilépticos genuinos, histéricos, esquizofrénicos catatónicos, esquizofrénicos paranoicos, depresivos melancólicos y maniáticos. Los retratos, en gran parte extraídos de libros de psiquiatría de principios de siglo, corresponden a personas de diferentes países. Recuerdo la sala en penumbras. El jefe del Servicio dice: “voy a mostrarles unas fotografías. Mírenlas y elijan la de la persona que consideren más simpática. Opten pronto, sin pensar mucho”. Un proyector expone, enseguida, la primer serie de ocho fotografías. El clima es íntimo, casi secreto. Los chicos tienen que consignar sus elecciones en un formulario. Imágenes que actúan, según Szondi, como un despertador de pesadillas instintivas. Al rato, pide otra, también, simpática y, más tarde, dos antipáticas. El jefe del Servicio lamenta no seguir las indicaciones de Szondi al pie de la letra: aplicar la prueba por lo menos diez veces. Pocos chicos sobreviven a la segunda toma. Pero, a pesar de obstáculos e impurezas, saca conclusiones: una vez expuso que, según sus cálculos, una jovencita presentaba tendencias masoquistas; pero que, sus exigencias sádicas, se encontraban (por suerte) bien sublimadas. Y que, por lo tanto, era conveniente (a fin de completar una correcta canalización pulsional) recomendarle que se desempeñe como niñera, o tal vez como pediatra o, incluso, como psicóloga infantil. Detectaba, además, en la muchacha signos inequívocos de frigidez, pero por cuestiones éticas mantenía el dato en reserva. Otra vez encontró en un chico, que se había burlado del test en forma agresiva, los signos de Cain. Dijo que el muchacho juntaba odio y que sus elecciones denunciaban rasgos latentes de homosexualidad anal. Recuerdo que casi todas las imágenes eran feas. Retratos de gente rara. A veces, no distinguía si se trataba de hombres o mujeres. Algunos me despertaban miedo. Otros me ponían triste. Una de las mujeres (la de la letra k de la serie V) me parecía bonita. Una vez me noté parecido al hombre de la serie III que tenía la letra m. Por si acaso, nunca lo mencioné. Tenía bigotes y una sonrisa que me era familiar. XII. En ocasión de la sanción de la Ley de Obediencia Debida (1987), tratamos1 de explicar las razones subjetivas del acatamiento ciego a una autoridad. Intentábamos no caer en lugares comunes: como la exageración de un deber, o el cumplimiento irreflexivo de un encargo irracional, o la presión moral por pertenecer a una institución disciplinada, o la subordinación de almas dóciles y sumisas, o la activación de impulsos crueles, destructores y serviles propios de una supuesta naturaleza humana. Pensábamos que la obediencia criminal no se explica porque un individuo sufre influencias del medio o experimenta impulsos irrefrenables. Incluso advertíamos que psicologías del individuo obediente, o estudios sobre instituciones autoritarias (que analizan la familia, la escuela, la iglesia o el ejército) o teorías sobre patologías sociales de acatamiento, pueden tener efectos despolitizadores.

1Junto con Edgardo Gili.

Pero caíamos en una argumentación (si no peor) por lo menos equivalente. Intuíamos que un modo de reponer el problema político en el centro de las teorías del sujeto era pensar las relaciones entre deseo y poder. Cito un fragmento del razonamiento: “¿Cuáles son las condiciones del sujeto que posibilitan que desee acatar sin límites las exigencias del poder? El que obedece ciegamente se halla poseído por una creencia: reencontrar, a cambio de la sumisión, aquello que le falta. Si el deseo se define por la carencia de objeto, esa falta (constitutiva del sujeto) moviliza la persecución desesperada de algo. Una ausencia que halla sustitutos pasajeros en los objetos cincelados por la historia social. La obediencia ciega es una de las figuras que ofrece el poder para cautivar al deseo. Pero no se trata de un objeto más: es una modalidad de lazo social que produce subjetividad.” Es cierto, la potencia deseante puede estar al servicio de cualquier cosa (incluso, claro, de la muerte, la tortura y otras formas de crueldad). Pero, al cabo, el argumento es ingenuo. El análisis de los actos de terrorismo de Estado (a pesar de considerar la fascinación por el poder, el amor por la autoridad, el deseo de formar parte de una voluntad superior o la complicidad de intereses) choca contra un resto que resiste las explicaciones disciplinarias. ¿Por qué militares argentinos no dudan de la moralidad de sus crímenes? ¿Por qué, ni siquiera reconocen a esos hechos como criminales? ¿Por qué no lamentan haber hecho lo que hicieron? ¿Por qué desearon hacerlo? El haberlo hecho no sólo es un verosímil moral e ideológico, sino una realización política. No todos (es decir no cualquiera) se hace sujeto de una voluntad así. El horizonte de opciones posibles se resuelve en forma distinta para cada cual. Tal vez el misterio de la diferencia sea terreno de la angustia, pero, también, de la política. XIII. La existencia habla muchos idiomas. Algunos extraños e indescifrables. Entre todas esas lenguas, no obstante, aprendemos a vivir. Cada cosa admite más de una interpretación. Vagamos sin contar con verdades absolutas. Es difícil desandar las sendas y trayectos que conducen al establecimiento de una verdad para cada uno. La subjetividad es territorio de consentimientos, sublevaciones e indiferencias. Cuando un pensamiento intuye (o constata) que el Estado, el Derecho, la Justicia, la Moral, la Ley son convenciones enloquecidas en manos de un enemigo, estalla (otra vez) en angustia, soledad, desierto. Tal vez los saberes disciplinarios son terapéuticas que vienen a asistir a la razón después de la estampida. Calmar la angustia, acompañar la soledad, llenar el desierto. Pero la razón disciplinada, al cabo, parece un alma sobremedicada. Un conjunto de explicaciones planas. El desastre pone a la vista un estado de vértigo, de tensión, de peligro. La asistencia de ese desgarro (cuando no sólo es acción apaciguadora o pensamiento complaciente) necesita interrogarse por las razones políticas de la barbarie. Tal vez esa pregunta sea un modo de crítica. Que no logra ocultar, por momentos, su desorientación.

Beatriz Sarlo, 1987, de LOS MILITARES Y LA HISTORIA:Contra los Perros del Olvido, en Revista Punto de Vista, Nº 30, 1987. muertos que hablo y que me hablan en las palabras que palabro/ estas mismas palabras que cierran mi voz como una noche/ o como rostros compañeros que giran bellos de su luz como palabras/como sombras apalabrándose a la muerte Juan Gelman, "Nota XXIII", Si dulcemente Dos enterradores trabajaban de sol a sol. Hacían fosas comunes con sus yodos y lavas, y su condena era reiniciar diariamente la tarea. porque los muertos de ese campo eran una síntesis de crueldad. De la inteligencia, la fantasía, el rigor y el placer de dar la muerte. Reunidos en un sueño de la especie. Renovado el crimen en sus formas históricas. Latente como estructura igual al infinito intercambio de dentelladas en que viven los animales. Antonio Marimón, "La tarea", La escritura blanca Qué dice la literatura? ¿De qué hablan estos poemas? ¿Qué dirán esos mismos libros mañana, dentro de algún meses o diez años? La parábola kafkiana de Marimón sobre el exceso científico para la muerte, la síntesis casi conceptista de Gelman contra la muerte que lo ocupa de manera incesante, ¿desaparecerán o no serán entendidas cuando pase el tiempo? Leemos para olvidar y, también leemos para no olvidar. Se escribe para olvidar, y el efecto de la escritura es que otros no olviden. Se escribe para recordar y otros leerán mañana ese recuerdo. Olvido y recuerdo, esa oscilación permanente producida por impulsos contrarios: escribir para que se sepa / borrar marcas, señales, rastros, disfrazar el presente, la persona, los sentimientos. La ambigüedad radical de la literatura se manifiesta escondiendo y mostrando palabras, sentimientos, objetos; los nombre y, al mismo tiempo, los desfigura hasta volverlos dudosos, elusivos, dobles. La literatura pone obstáculos, es difícil, exige trabajo. Pero su dificultad misma resguarda la permanencia de lo dicho. Nadie que haya leído podrá borrar por completo el residuo de una lectura: se pierden los detalles o el diseño general, el orden de los sucesos o el de las imágenes, pero algo permanece desafiando el tiempo y el olvido: las opresiones que aplastan a K., el fulgor de unos tomates rojos, la forma de una fantasía de mujer, el goce del amor adúltero, dos

hermanos que discurren, a la hora de la siesta, sobre el fracaso, moscas sobre el cadáver de un animal, la mirada de una desconocida que pasa. Con esos restos, los lectores reconstruimos experiencias de lectura, en las que se mezclan el placer, el reconocimiento, la extrañeza, la felicidad, la melancolía o el horror. Lo leído es una masa de recuerdos que se activan cuando citamos, comparamos, sentimos nuevamente: es el saber de la lectura el que se cruza con otros saberes, cuando volvemos a leer y recordamos como leímos. Conocemos el lenguaje y nos reconocernos en las lecturas, a partir de las que se encadena un repertorio abierto de cualidades; kafkiano, borgeano, arltiano, balzaciano... Estos adjetivos se usan referidos, incluso, a trivialidades de lo cotidiano, porque, surgidos a partir de algunos escritores y algunos textos, iluminan exactamente la configuración de un hecho, la dimensión de una experiencia, la forma de un sentimiento, la conciencia de un límite. Los escritores (también los realistas) escriben como no se habla y, en esa diferencia crucial, nos atraen. A veces escriben de lo que no se habla todavía o transforman por completo aquello de lo que se habla demasiado. Como sea, lectores muy diferentes se conmueven, se irritan con una fuerza que, muchas veces, los críticos renuncian a explicar. La literatura permanece en nosotros y decimos, entonces, ‘borgeano' porque hay un rastro, una configuración imaginativa, que parece interpretar de determinado modo un momento de la experiencia. Allá, en el fondo, los textos de Borges se debaten contra esta asimilación que, al mismo tiempo y de manera inevitable, producen. Las lecturas nos atraviesan: alguien no puede dejar una nota banal sobre la mesa de su cocina, sin recordar vagamente la nota sobre las ciruelas que, en un poema, escribió William Carlos Williams, tan idéntica a lo nota que se redacta sin pensar y tan absolutamente distinta, lejana, perfecta. Del mismo modo, azaroso si se quiere, todo recuerda a Saer cuando algunos trozos de hielo se derriten en un plato, junto a un sifón estriado y unas rodajas de salame que se recortan nítidamente sobre una superficie blanca. Nos sucede esto, a los lectores. Más allá de nuestro deseo o de una voluntad consciente, de manera distinta en cada uno de nosotros, la literatura nos asalta, se filtra en las relaciones con el lenguaje y las experiencias, propone figuras y relaciones, organiza. La literatura se resiste a esta inclusión en la vida pero, contradictoriamente, la provoca y la necesita. Esta tensión define el lugar siempre disputado, funcionalmente innecesario e indispensable al mismo tiempo, del arte. Pone las cosas en el límite, puede tocar ese núcleo duro que está más allá de lo que otros discursos explican. Se empeña en morder ese centro desplazado, reprimido o ignorado. Disputando con otras formas de simbolizar, contradiciendo muchas veces el sentido común y la jerarquía de valores colectivos, hablando de lo que se calla, opuesta por su exceso, por su permanente gasto de sentidos a la economía que rige una relación 'normal' con el lenguaje: la literatura es, por lo menos desde el siglo XIX, casi siempre incómoda y, en ocasiones, escandalosa. Abre la ambigüedad allí donde las sociedades quieren cerrarla; dice, por el contrario, cosas que las sociedades preferirían, no escuchar; juega, con ingenio, con futilidad, a reorganizar los sistemas lógicos y los paralelismos referenciales; malgasta el lenguaje porque lo usa perversamente en fines que no son sólo práctico-comunicativos; rodea las certidumbres colectivas y trata de fisurarlos; se permite la blasfemia, la inmoralidad, el erotismo que las sociedades admiten solo como vicios privados: opina, con excesos de figuración o de imaginación ficcional, sobre historia y política; puede ser cínica, irónica, trabajar la parodia, ejercer la comicidad sobre temas que el consenso o la imposición decidieron serios o clausurados; en el límite, puede hablar sin hablar, usar el lenguaje para no decir propiamente nada, exhibir esa imposibilidad en la escena de los textos; falsifica,

exagera, distorsiona porque no responde a los regímenes de verdad de los otros saberes y discursos, sin dejar de ser, a su modo, verdadera. La literatura moderna, formalmente, se opone a los modelos discursivos autoritarios. Sin duda, puede ser censurada, es posible interrumpir indefinida o parcialmente su circulación, pero, hasta hoy, no ha sido posible liquidar desde afuera su forma extraña y persuasiva de decir. Lo que está escrito, lo que fue leído alguna vez, permanece empecinadamente y trabaja en la memoria: Mientras respiren los hombres y los ojos vean, vivirán estas líneas y le darán vida. Un tópico, sin duda, que nuestra experiencia de la literatura tiende a confirmar. ¿Con qué, a partir de qué, trabaja la literatura en nuestra memoria? Y también, ¿cuánto saber hace posible la actividad de su saber? “Le dormeur du val" es un poema del soldado muerto, del joven reclutado de la guerra franco-prusiana. Sin esa guerra, es probable que el poema no hubiera sido escrito; casi todos los que leyeron el texto saben de esa guerra y pueden imaginar las razones que el muy joven Rimbaud, alguien de la edad de ese soldado muerto, combinó en la escritura del poema. Es la guerra vista desde la muerte de un muchacho que parece dormido, bello y calmo, recostado sobre la hierba, junto a un arroyo arrancado de un paisaje de pastoral: el contraste es demasiado intenso y por eso la guerra, de la que el poema no habla, se manifiesta más brutal todavía en los dos agujeros de bala abiertos sobre la nuca blanca, única marca de la muerte que no ha desfigurado el rostro ni el cuerpo. Con una fuerza poco ostentosa, la guerra se va apoderando de los versos de Rimbaud para contradecir, en el curso del soneto hasta su cierre, todos los tópicos de juventud saludable y rústica, calma eclógica y naturaleza amena que se esbozan al principio. Recordar el poema implica recordar, aunque sólo sea por un ramalazo, la guerra. Es imposible ignorarla porque avanza, sin que se la mencione, para destruir, en el final, la tranquilidad impresionista del paisaje. La muerte domina el cuerpo del soneto, precisamente por ausencia: pero los lectores saben que, está allí y no podrían recordar el poema como el de una siesta campesina a lo Millet. Quizás fue nuestra primera noticia de la guerra franco-prusiana y, en muchos casos, quedará como la más firme y perdurable. en paz descansen proclaman hombres como ratas después del banquete con precoz aliento se levantan Laura Klein, A mano alzada Hay textos literarios (y no necesariamente los realistas, los que parecen más cercanos a una trama referencial) que seguirán siendo entendidos en su trabajada y compleja relación con la historia. Es posible que no estén allí todas sus claves, pero los interrogantes que abren necesitan también de la historia para intentar una respuesta. Dejan sus preguntas abiertas, provocan con ellas. Un poeta, dice Denise Levertov, en una paráfrasis corregida de Ibsen, es alguien que, de algún modo, registra las preguntas de su tiempo. Leer puede, entonces, ser el descubrimiento/reconocimiento de esas preguntas que fundan la historicidad de un texto y, paradójicamente, su permanencia. Para Levertov, el poeta intenta no respuestas sino preguntas: interroga lo que en una época parece desbordar todo principio de comprensión, la resistencia que lo horrible, lo siniestro, lo sublime o lo trágico erigen frente a otras formas del discurso y de la razón.

Los poetas no explican, sino que señalan esas zonas; las figuran y desfiguran articulándolas, de manera subterránea, en los textos más disímiles: un "argumento detrás del argumento", que atraviesa el lenguaje y la forma. Lectores de estos textos, a veces nos preguntamos cómo alguien llegó a escribir lo que escribió, y suponemos que un orden biográfico puede llegar a conectarse con nuestro propio orden de experiencias. Estos órdenes, por cierto, no se superponen, sino que se tocan, se aproximan y se alejan, sorprenden a veces por su similitud, y otras por la diferencia con que situaciones reconocibles son procesadas en la forma poética. El orden del poema alude al orden y al desorden de un mundo que no es sólo el del poema. Logra que ese mundo, ese otro orden de experiencias, se universalice o se historice sin perder el tono, la textura verbal que son propiedades del texto. En Diario en la crisis, Daniel Freidemberg escribe "En caso de que": Si rompen la puerta, si con un golpe inconfundible y preciso la echen abajo y se oye a mi hijo llorar ¿qué va a entrar? ¿El invierno (hojas de plátano o de un viejo diario – incluidas)? ¿El silencio eterno de los espacios infinitos? ¿Santos marchando acudirán? ¿la lluvia acaso y tiemblen las cortinas? ¿Y si, supongamos que ocurre, la rompen y el visitante parpadea, dice "perdón", se quita el sombrero, "estaba equivocado"? Habría que hacerle pagar, entonces, los daños, exigirle una explicación por el flagrante incumplimiento de lo que esperábamos de él yo y la historia. Podrá leerse este poema de muchos modos, pero me atrevería a sostener que no puede ser del todo entendido fuera de un cierto orden biográfico colectivo. La hipótesis con la que empieza y la del título (en caso de que / si rompen la puerta) formó parte de una obsesión que persiguió a muchos en los años recientes. Yo y la historia esperan siniestros visitantes, mensajeros de la muerte; por eso, el golpe que temen es inconfundible y preciso y ellos, los que la echan abajo, no son nombrados ni por el pronombre. Para conjurarlos, aparece el hombre chaplinesco y kafkiano que saluda sacándose el sombrero: fantasía irónica de un pedido de explicación o el pago de los daños. ¿Quién quiere o puede hacerse el sordo? Para olvidar a ellos, los que echan puertas abajo con un golpe inconfundible y preciso, habría que construir un aparato de leer que pueda borrar los restos del miedo y de la esperanza irrisoria; que niegue el saber del poema sobre el miedo y las formas de conjurarlo: el viento, la lluvia o los santos marchando. No hay forma de borrar todo esto. Si en diez años vuelvo a leer el poema de Freidemberg, reconstruiré seguramente este nudo de memorias del miedo y de la violencia. Leyes podrán amnistiar a quienes echaban abajo las puertas; pactos de olvido podrán ser suscriptos; otros podrán contar la historia según líneas de interpretación impuestas por la fuerza. Seguramente. Pero si vuelvo, si alguien vuelve a leer

"En caso de que", el poema traerá, de nuevo, ese relámpago de terror y de esperanza irrisoria. Los textos existen: No me refiero solamente a discursos fuertemente referenciales, como el informe de la CONADEP y las actas de los juicio. Hay novelas, poemas, testimonios, en un arco que va desde la extrema representación realista hasta las transformaciones más distanciadas. Son obstáculos puestos ante la invitación, la posibilidad o la imposición del olvido; se obstinan frente a la hipocresía de una reconciliación amnésica que quiere hacer callar lo que, de todas formas, se sabe. ¿Que hacer con estos textos: encerrarlos, esconderlos, quemarlos? Hablan sin detenerse, construyen y reconstruyen lo que, desde otros lugares de la sociedad argentina, se pretende cegar: para lograrlo, habría que suprimir buena parte de la literatura argentina de estos últimos diez años. Y sería una empresa inútil o una impensable operación que destruya por completo lo que ya es materia de la memoria. Si el discurso oficial, bajo el reclamo militar, establece la reunificación por el olvido, otros discursos son portadores del pasado. "Pandora huele", escribe Liliana Lukin: una palabra si se guarda mucho tiempo larga heces materias hirientes al ojo y al oído humedades hace sangre por varios de sus partes no se pudre dada su condición de testigo de cargo pero apesta Pandora la literatura insiste en tener abierta la caja que otros quieren cerrar. La pretensión de los militares, dar vuelta la hoja ya escrita de la historia, podrá acatarse en algunas instancias. Pero no en otras: las palabras, efectivamente, son testigos de cargo. Ya se probó, en la Argentina, que su circulación puede ser interrumpida, pero también que, tenazmente, vuelven a hacerse oír. Apestan pero no se pudren, no se desintegran. Las palabras, contra toda evidencia del sentido común, son más pertinaces que los cuerpos. Estos pueden desaparecer, ser tirados al mar (“un náufrago acaba de nacer", escribe también Lukin), pero los textos que recuerdan esa desaparición, los poemas donde hay dedos que "parecen cuervos... agitándose sobre el agua", regresan, abierta la caja de Pandora, a decir precisamente lo que están diciendo. Leímos la literatura de estos últimos años, poniendo un orden, el de las palabras, en contacto con el orden de una biografía colectiva. Para olvidar, sería preciso no sólo destruir nuestro recuerdo, sino también cerrar esa caja de Pandora, la literatura. Habría que borrar el rastro material de las escrituras, su huella impresa, y el rastro de la

memoria de las lecturas. Para dar vuelta la página y escribir otra que la contradiga, sería preciso que olvidáramos dos veces: lo que sucedió con cada uno de nosotros, y lo que con este material colectivo, identificable o anónimo, trabajó la literatura. Sarmiento encabezó el primer gran libro escrito en la Argentina con una cita clásica sobre la obstinación de las palabras. Soberbio y desmedido, le dio sin embargo un lugar a la escritura en una cultura nacional entonces casi inexistente. Más de un siglo después, los militares exigen que se repitan, en el orden simbólico, las desapariciones practicadas en el orden real. La tarea me parece no sólo indeseable sino imposible. La historia es un horizonte de debate entre narraciones diferentes, que reaparecen aun cuando se las haya condenado al olvido. Las palabras siguen pesando. Es cierto que las sociedades no pueden vivir en un recuerdo permanente e igualmente nítido, infinito y perfecto en su repetición. La remisión al pasado no es una necesidad puntual en cada pliegue del presente. Puede suponerse una transacción entre olvido y recuerdo, donde los hechos, discursos, prácticas, nombres, fechas no están en la conciencia todos al mismo tiempo y completamente iluminados. Pero parece también casi imposible eliminar el objeto del recuerdo; impedir que ese recuerdo siga construyéndose, repitiéndose, alterándose. No es posible olvidar del todo sino por un acto de amnesia que, ante las pruebas, sería un acto de locura. Frente a "los perros del olvido" mentados por Gelman, están los certidumbres y las dudas de lo que ya fue escrito. Referencias Daniel Freidemberg, Diario en la crisis, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, Col. "Todos bailan", 1986. Juan Gelman, Si dulcemente, Barcelona, Lumen, 1980. Laura Klein, A mano alzada. Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, Col. "Todos bailan", 1986. Liliana Lukin, Descomposición, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1987. Antonio Marimón, La escritura blanca, México, UNAM, 1981.

Héctor Schmucler, 1997, sobre El fin de la Historia, novela de Liliana Heker, en Revista El ojo mocho, nº 9/10, 1997. 'Los relatos de la traición' Desde que el mito bíblico consagrara a Judas Iscariote como arquetipo de la traición, el traidor no ha dejado de ser uno de los enigmas que habitan Occidente. Empezando por este Judas, tal vez el más trágico de los personajes evocados en el Evangelio, cuya exégesis oscila entre la pura encarnación satánica y la figura del que se sacrifica -eternizando su arrepentimiento-, para que el anuncio salvífico pudiera consumarse. El traidor, entonces, entre el que entrega (traditor, entre-gador) o el que desespera por apresurar el cumplimiento de los tiempos. San Juan, en el relato neotestamentario, instala, juntas, la condena y la necesariedad de Judas: "¿No os he elegido yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es el diablo. Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote, porque éste le iba a entregar, uno de los Doce" (Evangelio de Juan, 6, 70-71). Es Jesús el que habla allí y deja planteadas las preguntas abismales: entre ¡os elegidos, también se encuentra quien no debería estar, aunque éste es el único que no puede faltar. Judas es el que logra confundir a quien todo lo sabe y el que, a su vez, es condición para su gloria: "Ahora mi alma está turbada / Y ¿qué voy a decir? / Padre, líbrame de esta hora / Pero ¡si ha llegado esta hora para esto! (Evangelio de Juan, 12, 27). En su relato Judas Iscariote (1907), el ruso Leónidas Andreïev muestra un Judas impaciente por el advenimiento de esa hora, desesperado ante la aparente inactividad de Jesús. Al entregar al Maestro, el Judas de Andreïev escapa de una tensión que le resulta insoportable, pero además, precipita los acontecimientos. Judas está convencido de que los discípulos defenderán a Jesús y que el pueblo lo aclamará. Que el medio para desencadenar la "gloria" fue un acto que los hombres inflamarían con la palabra de traidor pegada a su imagen, era irrelevante ante la majestuosidad de los efectos. Judas no podía sospechar de que su persistir en el tiempo iba a ser consecuencia de la derrota de su gesto. Su recuerdo -si alguno quedaba de él- tendría que estar unido al triunfo de Cristo. Pero ios discípulos no defienden a Jesús ("mirad que llega la hora -ha llegado ya- en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo", Evangelio de Juan, 16, 32), ni el pueblo lo aclama ("si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros", Evangelio de Juan, 15, 18), ni el Maestro permanece para reinar. Judas no puede entender que el sacrificio y la soledad inmensa que el ausente deja en quienes se entregaron a Él significan una forma del triunfo. Entonces, las preguntas que atravesaron su existencia regresan para ampliar sin límites el vacío que lo agobia: "¿Quién engaña al pobre Judas? ¿Quién tiene razón?". Ningún arrepentimiento será aceptado, ninguna restitución del dinero maldito amenguará su culpa y su propio suicidio será visto con indiferencia. El enigma de Judas Nadie puede apiadarse de la conciencia del traidor: sólo la tragedia. El traidor no tiene reparación posible porque el mundo descansa al encontrar un culpable, al descubrir una circunstancial y tranquilizante explicación al espanto del mal encarnado. Ninguna desdicha pude compararse con el tormento de un arrepentimiento en el que nadie cree. Salvo que ese arrepentimiento se haga visible con otra traición que compense el daño de la primera. La inquietante cercanía entre traidor y héroe ha conmovido todas las tradiciones éticas y políticas: el heroísmo puede ser visto como un acto de traición por

quienes se ven afectados por una determinada conducta, si aceptar la posibilidad de la traición habla de valores indecisos, con frecuencia la calificación de traidor exige de quien la pronuncia la práctica de una amoralidad extrema: pensar a los seres humanos como meros instrumentos de una razón incuestionable. La libertad humana -ese principio sin el cual la responsabilidad es inconcebible- encierra la posibilidad de que quien la ejerce sea señalado como traidor. Si la responsabilidad y la libertad son condiciones de cualquier andamiaje moral -sustento, a su vez, de la existencia misma de los seres humanos-, el concepto de traición pone en juego una compleja trama que condiciona las conductas humanas, incluida la decisiva presencia de una indefinida realidad que se expresa en la idea de mal. El enigma de Judas mortificó el pensamiento. En el siglo II, ciertos gnósticos habían resuelto el dilema mediante la inversión del recorrido efectuado por algunos evangelistas. No se trataba (como 1700 años después lo intentara An-dreïev) de explicar a Judas el traidor, como aquél que había acelerado la redención humana al entregar a Jesús a sus verdugos. Para los cainitas, Judas Iscariote pertenece a una raza superior, la del Dios de la Luz. Sus antecedentes eran otros "réprobos" de la Biblia, como Esaú (destinado a ser "oprimido" y a desprenderse con ligereza de su progenitura (Génesis, 15, 23 y 15, 32) y, en el origen, Caín (de allí el nombre de la secta), quien había sido el fruto de una unión de Eva y un superior. El asesinato de Abel engen-drado por un poder inferior- era. en consecuencia, el símbolo de la victoria de te divinidad sobre el Demiurgo inferior Para Hans Jonas, en su notable estudio sobre los gnósticos, "el pecado, en los cainitas, es en realidad un camino de salvación y en consecuencia la inversión teológica de la idea misma de pecado". Apar-tir de los escritos de Ireneo (125-202). padre fundador que alegó fuertemente contra el gnosticismo, Jonas sostiene que para los gnósticos la "libertad de hacer todo se transforma en obligación positiva de cumplir todo tipo de acciones (...) como medio para alcanzar adecuadamente la libertad más que como manera de ejercerla". Al borrar la ¡dea de falta, la traición -que es un acto perteneciente al espacio de la moral- desdibuja cualquier identidad. Hans Joñas reconoce en el gnosticismo de los primeros siglos de la era cristiana, una vocación sostenida por el nihilismo. "El yo descubre que no se pertenece, sino que es el ejecutor involuntario de los designios cósmicos". Una nueva y reforzada vigencia del nihilismo es la que estamos viviendo en los dos últimos siglos; hace casi dos mil años y ahora se subvierte la idea de ley en el sentido de una ética que hace hombre al hombre. La traición, en el marco del nihilismo gnóstio (donde "la trascendencia se encuentra despegada de cualquier normativa con el mundo"), no tiene lugar. En el nihilismo moderno ("infinitamente más radical y más desesperado que el nihilismo gnóstico") también se desvanece la raigambre ética de la traición, para transformarse en un instrumento técnico de la construcción del poder. La amoralidad esencial En Los demonios (1871), Fiodor Dostoievsky describió para siempre la amoralidad esencial que subyace en la concepción del poder preconizada por el nihilismo y la necesidad de la presencia del traidor para la lógica argumental que la sustenta. El traidor no sólo se presenta como el ser extraño y peligroso que hay que combatir, sino que se vuelve necesidad sustantiva para legitimar la positividad de la acción política. La traición explica la derrota o, si el traidor es destruido y se logra el triunfo, confirma la justicia de los vencedores. Dostoievsky relata lo que una y otra vez se repetirá en la práctica política del largo siglo que siguió a la publicación de su novela: "La fuerza esencial, el cemento que todo lo solidifica reside en la vergüenza de la opinión propia".

Un paso decisivo y previo a la formulación de los objetivos y métodos de la acción de un grupo es definir el perfil del enemigo. El traidor, que sintetiza degradadamente todos los rasgos de ese enemigo, no puede lograr ningún atenuante que permita compensar su culpa: cualquier intento de comprenderlo entraña la posibilidad de renocer cuánto del otro hay en uno mismo. El traidor, en consecuencia, requiere ser pensado como un otro absoluto: la traición posee una esencialidad que la separa drásticamente de nuestra propia experiencia. Sólo así logramos que la culpa no nos toque y exorcizamos el mal que de otra manera también podría instalarse en nosotros; afirmamos nuestra inocencia. La traición señalada en el otro nos protege: quedamos resguardados en un bando unificado por el miedo y la vergüenza. La absoluta ajenidad del otro, que está en el centro del nihilismo contemporáneo, construye el drama relatado por Dostoievsky en Los demonios: un mundo en el que "todo está permitido". Antes se había proclamado -sin la infinita consternación de Nietzsche- que "Dios ha muerto". Sólo queda el poder, del cual Los demonios es una verdadera teoría compendiada en el consejo de Stavrouguin a Ver-jovenski: "Convenza a cuatro miembros del círculo para que maten al quinto so pretexto de que va a denunciarlos, y entonces los tendrá a todos como amarrados a un nudo, por la sangre derramada. Se convertirán en esclavos de usted y no osarán rebelarse ni pedir cuentas". La impiadosa historia del siglo ha repetido hasta el hartazgo la imagen del traidor como causa de los fracasos colectivos y las decepciones individuales. (Berdiaev, a comienzos del 1900, había escrito: "Los demonios no es una novela de la época contemporánea sino de la futura"). El expediente de la traición alimentó las peores descripciones de la realidad, en la que todo razonamiento se disuelve en la dicotomía amigo/enemigo: desde el affaire Dreyfus hasta las persecuciones soviéticas se dibuja un continuo relato de ignominias que se sustentaron en la ideología de la traición. Ideología que cubre, todos los días, casi todos los lugares. El fin y el comienzo Las anteriores reflexiones sobre los relatos de la traición no son otra cosa que el intento de orientarme frente al malestar que me produjo la lectura de una novela que por momentos bordea los imprevisibles límites de lo humano y que opta por cerrarse estableciendo un "fin de la historia", allí donde, en realidad comienza el drama. El libro de Liliana Heker, El fin de la historia, afianza la cadena de distorsiones que, con singular persistencia, han actuado sobre la construcción de la memoria vinculada a los infames años 1970 en la Argentina. Después de que Primo Levi enseñara la presencia del horror en la normalidad de la vida de las prisiones de los campos de concentración nazi, después de que Hannah Arendt puso en evidencia la banalidad -la forma cotidiana y rutinaria- con que el mal absoluto muestra su rostro, no queda lugar para la ingenuidad en la literatura. Que una guerrillera se enamore de quien la ha torturado no cabe en una descripción preocupada por el suspenso voyeurista de descubrir cuándo hicieron el amor por primera vez; la escritura, si algo puede decir, sólo debería narrar su propia impotencia para nombrar lo inabarcable. ¿Qué extraña traición se teje entre el autor y su palabra cuando la tragedia -no es otro el tono que merece la agonía de las personas reales que padecieron el destino de Leonora- se resuelve en divertimento literario? Saturado por su propia biografía, Liliana Heker hace de El fin del la historia un espejo multiplicado en el que la novelista de ficción Diana Glass, busca descubrir su intimo rostro en la imagen de su amiga montonera, pero sólo encuentra ecos de sucesivas traiciones.

¿Qué escucha- y sobre todo qué no puede escuchar- Diana Glass en el relato que le hace Leonora? El que se siente traicionado sólo tiene oídos para escuchar traiciones. Diana Glass / Liliana Heker esperaba ser redimida-¿redimida tal vez de la culpa de ser escritora y no guerrillera?- por el acto sacrificial de Leonora. Su reaparición es escandalosa: la sobrevivencia de la "elegida" para el holocausto es, ante todo, una traición para quien, en la muerte del otro, espera un sentido para seguir viviendo. El personaje ha abandonado el papel que le corresponde, y Liliana Heker sólo puede diseñar otros personajes que dicen discursos cuando lo único que podrían "decir" es que están condenados a buscar palabras inexistentes para relatar una historia sin fin que tal vez haya comenzado cuando ese hombre venido de Cariot, Ish-Qua-riot, el más desesperado de todos, llegó a sospechar que Jesús podría traicionar su destino de Salvador.

María Seoane y Héctor Ruiz Núñez, 1986, de “La noche de los lápices”, Ed.Planeta, 1986 LOS CHICOS Francisco López Muntaner 16 años

secuestrado 16.9.76 desaparecido María Claudia Falcone 16 años

secuestrada 16.9.76 desaparecida Claudio de Acha 17 años

secuestrado 16.9.76 desaparecido Horacio Angel Ungaro 17 años

secuestrado 16.9.76 desaparecido Daniel Alberto Racero 18 años

secuestrado 16.9.76 desaparecido María Clara Ciocchini 18 años

secuestrada 16.9.76 desaparecida Pablo Alejandro Díaz 18 años

secuestrado 21.9.76 reaparecido PROLOGO A LA NUEVA EDICIÓN (1992) HAN PASADO YA SEIS AÑOS desde la madrugada del 7 de junio de 1986, primeras horas del Día del Periodista, en la que escribimos la última frase del prólogo a la primera edición de este libro. En esa vigilia tensa y conmovedora, nos debatimos en la imposibilidad de escribir un epilogo a la historia que, por primera vez, contaríamos a los jóvenes de las generaciones venideras. Aún hoy, podemos recordar a los estudiantes secundarios que nos acompañaron en la búsqueda de la verdad, la alegría por el advenimiento de la democracia, la mordaza ferrosa de los organismos de seguridad, las definiciones y balbuceos de la Justicia, el movimiento zigzagueante de la memoria histórica en la conciencia de los argentinos. Aún hoy, recordamos la impotencia por desconocer el destino final de los chicos secuestrados el 16 de setiembre de 1976 en el operativo ordenado por el general Ramón Camps, pero también nuestras esperanzas: que la impunidad jurídica sería reparada por la justicia porosa de la condena social; que mientras existiera un joven que deseara un mundo más solidario y justo, ninguno de los adolescentes secuestrado en la Noche de los Lápices desaparecería para siempre. En la delgada película del tiempo transcurrido en nuestra historia sin fin, han quedado impresos, sin embargo, numerosos acontecimientos. Lo que era esperanza, fue certeza. Lo que era temor, fue realidad. Seis meses después de terminar este libro, entre gallos y a medianoche fue sancionada la ley de Punto Final. Un año más tarde, la de Obediencia Debida. Los miembros de las fuerzas de seguridad y civiles responsables de los hechos aquí narrados fueron sucesivamente desprocesados, y algunos procesados y condenados. Sus nombres figuraron en todas las listas de acusados del juicio a las juntas militares y en el informe de la Conadep. Los delitos que se les imputaron no fueron sólo la elaboración y ejecución de "un plan criminal", el detalle

de esta sentencia genérica incluía la terrible certeza de que no sólo habían exterminado a miles de opositores adultos sino también a más de 232 adolescentes entre 13 y 18 años, en la noche y niebla (NN) de la represión ilegal iniciada el 24 de marzo de 1976. No repetiremos la cadencia de acontecimientos políticos que llevaron a los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem a esgrimir razones de Estado, o simplemente humanitarias, para desprocesar primero e indultar luego a los máximos responsables de la mayor tragedia argentina del siglo XX, como fue definido por el fiscal Julio César Strassera en su alegato final en el juicio a las juntas militares. Tampoco repetiremos los nombres de los criminales porque alimentamos la utopía de que sus acciones se perderán en la noche de los tiempos, mientras aquéllo que quisieron matar vivirá en otros cuerpos. Es sabido por todos los ciudadanos que ninguno de los indultados ha podido eludir la condena pública cuando intentaban vivir como si nada hubiera ocurrido. Fueron bíblicamente castigados, aunque no eran piedras sino palabras las arrojadas, cuando tramitaban sus registros de conductor (Emilio Massera), cuando trotaban en los bosques de Palermo (Jorge Videla), cuando tomaban café en una confitería de Palermo (Ramón Camps), cuando eran descubiertos conduciendo su auto (Luis Vides), cuando peinaban su perro pastor inglés con la ternura de un padre en una plaza de la ciudad (Miguel Etchecolatz). El veredicto de la sociedad los declaró culpables y construyó cárceles invisibles pero invulnerables. Los motivos de este repudio cívico no parecen radicar en un deseo atávico de venganza: sí en las ansias de justicia plena, en la necesidad de escuchar una sola palabra de arrepentimiento, jamás pronunciada por los indultados, que consolidara la esperanza de que nunca más la lógica de los fusiles mutilará y segará la vida de los argentinos. Muchas veces en estos años, sentimos el impulso de continuar investigando sobre el destino final de los chicos desaparecidos. Nunca dejamos de preguntar a funcionarios del gobierno, a familiares, a miembros de las entidades humanitarias, a los científicos del Equipo Argentino de Antropología Forense si sabían algo más sobre ellos. La respuesta era: nada. Nada. Ningún cuerpo, ni una sola tumba. La nada que confirmaba el asesinato. Sin embargo, hubo una puerta entornada en esa búsqueda: un testimonio decisivo nos permitió probar lo que la Justicia, entonces, no pudo probar por la sola declaración de Pablo Díaz. Uno de los autores de este libro mantuvo una prolongada conversación con Emilce Moler, una de las adolescentes secuestradas en la noche del 16 de setiembre de 1976, reaparecida algunos meses más tarde y que por decisión personal no había prestado aún declaración ante la Conadep ni ante la Cámara Federal que juzgó a las juntas militares. La entrevista con ella se realizó un día de setiembre de 1986, en la sala de estar de un hotel en Mar del Plata, y se extendió desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde. El compromiso de quien escuchaba respetuosamente los secretos celosamente guardados durante una década fue no reproducir jamás los detalles revelados. Sólo podemos afirmar que el conmovedor testimonio de Emilce Moler refrendó, lo sucedido en los primeros días del secuestro de los adolescentes alojados en el campo clandestino de detención Arana, División Cuatrerismo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, incluida su tortura. El 5 de agosto de 1986, Emilce y su padre, el comisario inspector Moler, declararon finalmente por exhorto ante la justicia, brindando un testimonio decisivo para el conocimiento de todo lo sucedido durante aquellos días trágicos.

Al escuchar ese testimonio, pensamos que, simultáneamente al tiempo del dolor, se gestaba un tiempo nuevo, vital, definitivo en la historia de los más jóvenes, que seguían leyendo las aventuras de Sandokán, que continuaban escuchando las canciones de Charly García, pero en un país distinto al que habitaron los chicos que los habían precedido. Y, efectivamente, los adolescentes que se iniciaron en la edad de la razón con el renacimiento de la democracia, crecieron más libres al poder comprender muchas de las causas de los enfrentamientos y las pasiones sociales y políticas de los años setenta. Si en el período comprendido entre 1973 y 1976 había ocurrido el bautismo político de los estudiantes secundarios en el seno de una sociedad turbulenta y atormentada por la violencia y las proscripciones, fue sólo a partir de 1984 cuando su organización gremial se extendió masivamente en paz como un derecho democrático adquirido. El 12 de noviembre de 1984 fundaron la Federación de Estudiantes Secundarios (FES) con la participación de 450 delegados, representantes de 77 centros de estudiantes de la Capital Federal y de más de 100.000 estudiantes. Pero fue durante 1986 cuando lograron la mayor presencia en actos, marchas, reuniones y en la constitución de su propia memoria histórica. El testimonio de Pablo Díaz, sobreviviente de la Noche de los Lápices, escuchado en los lugares más recónditos del país y del mundo; la aparición de las siete ediciones de este libro, traducido al italiano, alemán y portugués, y la difusión de la película dirigida por Héctor Olivera, vista por 3 millones de argentinos, que el 26 de setiembre de 1988 alcanzó en Canal 9 49,7 puntos de rating, uno de los más altos en la televisión nacional, luego del conseguido por las imágenes del viaje de los hombres a la Luna, y de la final de un mundial de fútbol, potenciaron la actividad de los adolescentes, y el aprendizaje de los adultos. Ya nunca más los padres dejarían solos a sus hijos en el reclamo de sus derechos civiles y políticos, como ocurrió amargamente en los años setenta. Las movilizaciones en defensa de la escuela pública durante 1992 han sido un ejemplo elocuente, entre otros, de este aprendizaje. Tal vez porque los adolescentes intuyeron que estaban fundando su propia historia, tal vez porque eran la herida más abierta de una sociedad que emergía de una larga pesadilla, o porque sabían que muchos de sus sueños habían quedado truncos, se asumieron de inmediato como herederos naturales de las banderas estudiantiles y del compromiso social de los chicos secuestrados aquel 16 de setiembre de 1976. El reclamo por el boleto estudiantil gratuito se extendió a todo el país. El Congreso Nacional y numerosos parlamentos provinciales legislaron sobre su aplicación. En la mayoría de los centros de estudiantes de los colegios secundarios florecieron agrupaciones bautizadas "16 de setiembre", en homenaje a los chicos desaparecidos en La Plata y, al mismo tiempo, como una nueva identidad unitaria de los adolescentes que exigía, siempre, un país más justo en el que valiera la pena crecer y soñar. Y es esa herencia vital en los ideales inquietos y conmovedores de nuestros jóvenes lo que engarza a los militantes secundarios desaparecidos en los años setenta en la cadena memoriosa de las generaciones venideras; la misma herencia que seguramente impulsó a los estudiantes del colegio Otto Krause a crear en 1987 una consigna que se propagó veloz como la luz: "Vano intento el de la noche, los lápices siguen escribiendo". La misma cadena memoriosa que inspiró en 1991 a los estudiantes del colegio Nicolás Avellaneda para escribir en un mural el epílogo trascendente de esta historia: "Los lápices eran de colores".

(…) LA NOCHE DEBAJO DE EL DÍA EN LA MAÑANA DEL VIERNES 17 de setiembre, Pablo repasó las páginas del diario El Día, por segunda vez y ya con escasas esperanzas. Sobre la suerte de los chicos, nada. En primera plana, a cinco columnas, la declaración inicial del Consejo Federal de Educación reunido en Tucumán: "El Estado está inserto en un orden cristiano y debe proteger la esencia de la nacionalidad, las instituciones, la paz, el orden, los símbolos nacionales, la moral y la integridad de la familia". De acuerdo a las noticias que había recopilado durante el día anterior, no correspondía al Estado extender esa protección a sus compañeros. El día 16 tenía transcurrido sólo treinta minutos. Rosa Matera se acomodaba al sueño leve de sus setenta y ocho años, cuando escuchó los primeros golpes en la puerta, en seguida otro sobre los muebles heredados de sus padres, los pasos duros en el living y las voces extrañas. Encontró fuerzas para salir de su dormitorio y gritó con las entrañas, porgue sus pulmones estaban enfermos, para impedir que los seis o siete hombres maltrataran a María Clara y a Claudia. La empujaron con las armas hasta su cama, pero se repuso y volvió a escuchar el interrogatorio. Vio las cabezas gachas de las chicas, vendas en sus ojos. Entonces la encerraron y ataron al picaporte. Las frases le llegaron a trozos. Luego, silencio. Se arrastró hasta la ventana y vio a Claudia y a María Clara forzadas a subir a un camión del Ejército. El living había quedado desierto. Sólo unas láminas y el collage inconcluso sobre la mesa. Apenas llegaron el doctor Falcone y Nelva Méndez, avisados por el portero, al departamento del sexto piso de la calle 56 Nº 586, Rosa se desmayó. 15 El almirante Isaac Rojas había celebrado en el Luna Park otro aniversario de su golpe contra Perón. Más adelante, la página de espectáculos. No era habitual insertar allí noticias sobre detenciones de estudiantes, pero Pablo quiso asegurarse. David Niven en Tigres de papel y Vittorio Gasman en Nos habíamos amado tanto brillaban desde la nómina de películas. En otra ocasión se hubiera detenido a considerar cuándo las vería: le gustaban los filmes románticos. Al costado, la reposición de Yo tengo fe, de Palito Ortega, la programación de televisión y los horarios de funciones del circo Eguino Bros. Las dos y treinta y cinco. El grupo encapuchado irrumpió en el N°- 2539 de la calle 73 al grito de "¡Ejército Argentino, entreguen las armas!". Se abalanzaron sobre Ignacio Javier de Acha y Olga Koifmann que estaban acostados y los empujaron hasta la pared de la cocina: "Los libros, ¿dónde están los libros y las armas?". "No tenemos armas, y los únicos libros son los de los chicos, de la escuela", balbuceó Olga. El pequeño Pablo había quedado hipnotizado por el, cañón de una de las armas. "Por favor, tengan cuidado, está recién operado del corazón, tiene sólo tres años." "Señora, no complique las cosas", advirtió uno de los encapuchados. "¿Quién es ésta?", preguntó por Sania, de II años. "¿ Y éste, qué hace?" "Es Claudio, va al bachillerato, al Colegio Nacional", contestó Ignacio de Acha. "Bien, debemos llevarlo por razones de seguridad del Ejército." Olga vio cómo lo arrastraban en ropa interior por el pasillo, gritó que la dejaran alcanzarle un pantalón y lo besó y acarició apenas. Eran las cinco de la mañana cuando los de Acha atravesaron plaza Italia, y se detuvieron un segundo para abrazarse y llorar.16

¿Qué hacer? Después de lo de la madrugada del 16, sentía miedo de ir al colegio y también de quedarse en su casa. En un momento, se le había ocurrido preguntar por los

chicos en las comisarías pero inmediatamente se asustó de su atrevimiento. El impulso de acudir a su padre aumentó su inquietud, y lo descartó. Al anochecer fue a la estación de servicio donde trabajaba uno de sus amigos del barrio, en 13 y 520. Que lo ayudara a pensar cómo sobrevolar esos días hasta que la tormenta amainara. Las cuatro y cuarenta. Calle 116 Nº 542. Olga Fermán de Ungaro pidió tiempo para vestirse a los ocho hombres del Ejército que querían entrar, y se desesperó hasta el cuarto de Daniel y Horacio para avisarles. Los chicos tuvieron tiempo de desprenderse del arma que escondían debajo de la almohada: el libro de Politzer, que voló por la ventana. Prisionera en la cocina, Olga escuchó el interrogatorio y los golpes. Horacio y Daniel repetían que no sabían nombres, que no conocían a las personas por las que preguntaban los encapuchados. Le dijeron: "Los llevamos para interrogarlos. Más tarde se los devolveremos, señora". Y escuchó cómo los arrastraban desnudos por las escaleras. Cada escalón le desgarraba el pecho, desde el quinto piso hasta la planta baja.l7 Se les ocurrió que la misma estación de servicio podía servir de escondite. Juntos, la revisaron de arriba a abajo. Pronto se desanimaron; no había huecos en las paredes, la oficina era de vidrio transparente y el foso para coches demasiado peligroso. Tomaron mate un largo rato, hasta que una idea salva-lora les despejó la angustia. ¿Quién sospecharía que dentro de una expendedora de hielo Rolito estaba durmiendo un hombre? Pablo tendió la frazada sobre el colchón de diarios, dentro de la expendedora. Acostado, acarició la idea de que estuviera en servicio. Podría copiar a aquellos famosos de Hollywood que pagaban montañas de dólares para ser congelados y revivir luego de años de vida latente. El sólo necesitaba que pasaran esos días. Ese domingo 19, desde el suplemento de El Día, el astrólogo Horangel vaticinaba: "El país tiene un porvenir muy destacado en 1977 (...) y entra como un balazo en 1980". Pablo no hubiera podido percibir la trágica literalidad de "como un balazo" porque la muerte, en la adolescencia, es ajena. De otra manera, hubiera sentido el tiempo suspenderse y un muro delante de su historia. Pero no leyó la predicción, preocupado por lo que haría al día siguiente. Las cinco de la madrugada. Después de rajar a culatazos la puerta del Nº 2123 de la calle 17, los seis hombres uniformados con ropa de fajina del Ejército, sólo dos a cara descubierta, le exigieron a gritos a Irma Muntaner de López que los llevara hasta sus hijos. Los precedió, encañonada, por el pasillo lateral de la casa. Cinco autos grandes en la puerta y hombres parapetados en los techos. Supo que buscaban sin precisiones cuando entraron al almacén donde dormían Pan-chito y Víctor. "¿Dónde están las armas?". preguntaron. Panchito negó que las tuvieran, pero insistieron: él debía tener asignada una. El grupo que se había desplazado para revisar el resto de la casa regresó frustrado: ni armas ni volantes. Como machacaban con la acusación de armas escondidas, Panchito les señaló el ropero que compartía con su hermano. Encontraron un rifle de aire comprimido, viejo y partido en dos, y una pistola de aire comprimido, pero nueva. "¿Nos estás cargando?", gritaron furiosos. "Nos lo tenemos que llevar, señora. Cuando conteste lo que queremos saber se lo devolvemos." Panchito se atrevió: "Es que yo no sé nada". "Entonces, pibe", amenazó uno de ellos, "atenete a las consecuencias". Irma les rogó que lo dejaran vestirse. Vio cómo sacaban un pulóver y un pantalón azul del ropero. Trató de seguirlos pero la amenazaron con una ametralladora.

Apenas desaparecieron corrió a la casa de Luis, su hijo mayor, que era quien más la preocupaba. A Panchito ya se lo devolverían.18

¿Cuánto tiempo resistiría sin actividades, con la angustia del futuro, visitando sobresaltado a su gente? En la tarde del 20, Pablo regresó a su casa y habló con su padre sobre su actividad estudiantil y el secuestro de los chicos. El profesor opinó que nada grave podía pasarle, que permaneciera en casa, que después de todo él no había cometido ningún delito. No logró tranquilizarse. Hizo una ronda por las casas de sus amigos y terminó cenando en lo de "Bachicha", como le decían a su amigo Juan Diego Reales. Comió como nunca. —Mirá —bromeó con Diego—, creo que de esta noche no paso, así que prefiero estar con la panza llena. A las cuatro, la primavera irrumpió armada en el 435 de la calle 10. Daniel Díaz se asomó por la ventana de la planta alta respondiendo a los culatazos sobre el portón de entrada. —Deja —le gritó Pablo—, me vienen a buscar a mí. Bajaba la escalera en ese momento subiéndose los pantalones. Los ocho hombres con pasamontañas cubriéndoles la cara vestían ropas diversas; algunos, bombachas del Ejército. Lo empujaron y le apoyaron una pistola en la nuca, mientras obligaban al resto de la familia a tirarse a su lado. Lo intimaron a entregar lo que tenía escondido. —No entiendo, yo no escondo nada —respondió Pablo. Los escuchó identificarse como Ejército Argentino. "Después me dijeron que habían robado, que se habían llevado un bolso de mi hermana, una cámara fotográfica, una joyas de mi madre. Al living entró el hombre que daba las órdenes, lamentándose de que en la casa no había nada especial. Un señor de cuarenta y cinco años, canoso, a quien posteriormente por fotos pude reconocer como el comisario Vides." Lo arrastraron hasta la puerta y lo tiraron dentro de uno de los cuatro coches, sobre alguien que ya estaba boca abajo, encapuchado. Imaginó a los vecinos cerrando sus ventanas y dejándolo solo cuando los secuestradores gritaron: "¡Bajen las persianas o tiramos!", y esa representación ahondó su miedo. "¿A dónde me llevan?", balbuceó, y recibió un culatazo seco en la espalda. Cerca de media hora más tarde y después de una travesía por la ciudad, frenaron frente a un portón. "Me mostraron después un croquis y creo reconocer que era Arana. Se decía campo de concentración Arana." Pablo era el último de los marcados. La jaula de La noche de los lápices se había completado. Hacía frío, amanecía. Era martes 21, Día del Estudiante. LOS DUEÑOS DE LA MUERTE El coche se detuvo en un espacio abierto. Lo bajaron a empujones y lo tiraron, atado y encapuchado con su pulóver, en una especie de hall. "Quédate tranquilo. Ya vamos a hablar", le decían voces alternadas. Temblaba y transpiraba a pesar del frío de la madrugada. "Ahora me piden documentos, me toman las huellas y me largan", intentaba tranquilizarse. Se inclinó hacia atrás para poder observar el lugar por debajo del pulóver. Una pieza pequeña, desnuda, con una puerta de hierro con mirilla y dos ventanas clausuradas. Se asustó cuando le sacaron con rudeza el pulóver y le colocaron una venda de tela roja, algo traslúcida. —¿Vos en qué andás? —le preguntó el cuarentón canoso. —No sé dónde estoy —

tartamudeó. —Vamos, ¿cuál es tu grado en la guerrilla? ¿En qué organización estás? A través de la venda intuía los contornos. Entre ellos no se llamaban por sus nombres. Uno lo mantenía parado frente al canoso. Su garganta se contraía, filtrando una voz cortada. —¿Cómo funcionan en tu colegio? ¿Vos qué haces ahí? —insistió el canoso. —Yo estoy en el centro de estudiantes —reconoció. —Pero hacen circular revistas, ¿no? ¿Qué revistas leés? —No, no... no leo nada. Trajeron a otro secuestrado, también atado y vendado. Sin hacerle saber que él estaba ahí, le ordenaron que hablara sobre Pablo Díaz. Contestó que era un chico que estaba en el centro de estudiantes de "La Legión", simpatizante de la Juventud Guevarista, y que había participado en las movilizaciones por el boleto secundario. Que no sabía nada más. Cuando se lo llevaron, sentenció el cuarentón: —Te salvaste. Aunque sólo vas a vivir si yo quiero. Después, el dios lo mandó tirar como un fardo en un calabozo. LA MAQUINA DE LA VERDAD "Ya era de día, no sé, ahí uno se daba cuenta cuando era de día o cuando era de noche por las torturas, casi siempre de noche, cuando no se podía visualizar la luz y empezaba a escuchar los gritos de las mujeres. Entonces uno se daba cuenta de que había llegado la noche." Oyó disparos y silbido de balas varias veces durante el día. Sabía que estaba en las afueras de la ciudad pero no lograba reconocer el olor a carne chamuscándose que entraba a ráfagas por las ranuras. "¿Qué quemarán?" Aún no sabía. El ladrido de los perros, lo confirmaría después, anunciaba la noche. La puerta se abrió rechinando. Lo arrastraron entre dos policías (podía distinguir la ropa de fajina y el ruido de los borceguíes) hasta una pieza, lo desnudaron aunque se resistió, y lo tiraron sobre un catre húmedo. —Ahora te damos una sesión para que no te olvidés —le anunciaron mientras lo vendaban con una cinta resistente, opaca. Lo sumergían en la nada. Respiró cuando escuchó decir que le darían con la máquina de la verdad. Eso estaba bien, quería que la trajeran rápido, que el aparato que usaban en las películas policiales moviera su aguja de un lado a otro. Así se darían cuenta de que no mentía. "Seguro que después me largan." —Sí, que traigan la máquina —gritó. Lo picanearon en los labios, en las encías, en los genitales. Y subía el olor a su carne quemándose, hinchándose violenta. Ahora sabía. —Dále, decínos el nombre de un chico y te dejamos —escuchó a uno. —¿Así que querías ser agrotécnico para servir a la patria? —se divirtió otro. En sus gritos no había nombres. No se los daría. —Si vas a cantar, abrí la mano.— Cerraba los puños para resistir. —Dále, un chico, el nombre de un chico. —Y la pregunta se repetía invariable e incansable—: Vamos, el nombre de un chico... Se olvidó del tiempo. Cuando lo dejaron en el calabozo, desnudo y vomitando, lo único que quería era agua. —Si te damos agua, reventás como un sapo, pibe —le dijeron los guardias. Por los gritos, por el movimiento de los coches y los ladridos, reconoció otra noche. ¿Habían pasado dos días completos? No dejaron que durmiera tranquilo. Lo llevaron ante un escribiente que no reparó en que tenía la venda corrida y podía

espiar. Vio la máquina de escribir, los bigotes espesos y el uniforme de policía de la provincia. —A ver, me vas a contar todo lo tuyo —dijo el escribiente—. Desde que naciste. Y no supo por qué raro impulso fue exponiendo su corta historia ante ese extraño. De modo desprolijo, a borbotones. Fragmentos triviales y episodios queridos. Habló de la infancia, del secundario, de su familia. Y el nombre de cada uno de los suyos era un ahogo. Como un huérfano reciente, extrañaba el calor de cuerpos conocidos. Lo obligaron a firmar sin leer la declaración y lo devolvieron al calabozo. Ellos no sabían que al obligarlo a recordar su historia le habían permitido atrapar imágenes de amor. En ese ensueño se adormeció. No importaba que hiciera frío, que tuviera puesto sólo un pantalón y hubiera perdido los zapatos. LOS PERROS Gritó como nunca por el pasillo largo mientras lo arrastraban a la pieza mugrienta donde se fundían en un hedor único la perversidad y la carne quemada. Otra vez los hombres sobre él. El aliento contenido, la picana perforándole la piel, los músculos, la boca siempre abierta y el dolor en oleadas. —No te vas a meter más, pendejo. Ya vas a ver. —Y una descarga. Abría y cerraba las manos para que pararan, pero no había nombres. Lo giraban en el catre, arriba, abajo... Olor a mierda, olor a mierda. Abría las manos pero no había nombres. —¿Así que querés jugar, hijo de puta?— Otra descarga. Como un bramido, escuchó: Traéme la pinza. Y sintió un tirón brutal en un pie, que su grito no pudo cubrir. —¡Me quiero morir, me quiero morir! ¡Por favor, basta, basta! —y sus alaridos se resolvieron en sollozos—. Por favor..., ¡mátenme! Se despertó en el calabozo, ensangrentado, y palpó el vacío de su uña arrancada. La vida y la muerte, el delirio y el tormento se mezclaban como en una pesadilla. Al tercer día, logró saber algo más sobre los otros detenidos. "Por los nombres pude escuchar que ahí estaban Víctor Treviño, Walter Docters, Néstor Eduardo Silva y su novia, a quien le decían 'la negrita', y José María Schunk, al que le decían 'Carozo'. Había una chica que le decían 'la paraguaya'; ellos se jactaban de que hubiera muerto allí. Se jactaban, digo, porque decían: Se murió, tirála a los perros. Se te murió a vos, dijo uno, entérrala. Pienso que la llevaron al mismo lugar donde me torturaban a mí; ella gritaba. Después vino ése que dijo: Tírala a los perros." 19

Fue esa noche, o la siguiente, que vino un sacerdote a ajustarle los nudos de la venda y a decirle que se confesara porque lo iban a fusilar. —No, padre, que no me maten. Por favor, avise a mi casa, dígales dónde estoy. —No te hagás el tonto, confesáte. ¿En qué andabas? —Sólo en lo del boleto escolar, en el centro de estudiantes. .. en serio, por favor, padre. —No te preocupés, te mandamos a un lugar donde vas a estar mejor que acá. Lo sacó del calabozo y lo arrastró hasta un muro. Quedó temblando de espaldas al paredón. No estaba solo, había un grupo de chicas que gritaban "¡mamá, mamá, me van a matar! ¡Mamá!". Una voz de hombre que repetía "¡viva la patria! ¡vivan los Montoneros!". Sonaron las descargas. ¿De dónde le brotaba sangre? Lentamente fue recuperando su cuerpo —el pecho, la cabeza, el vientre—; no había sangre, no estaba muerto.

El terror había congelado los gemidos. Hasta que una voz quebró el silencio: —¿Se cagaron, eh? Esta vez se salvaron... Y a vos, ¿te gusta gritar Montoneros?, ahora te vamos a hacer gritar, hijo de puta. "Habían pasado, yo calculo, cinco o seis días. Podían haber sido siete, no sé muy bien, pero yo había entrado el 21 de setiembre." Una noche lo trasladaron. Para entonces, ya sabía que el lugar que dejaba era Arana, la División Cuatrerismo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, dependiente de la Comisaría 5º de La Plata, en 137 y 640. También, que uno de los jefes era un tal subcomisario Nogara. SOY PABLO DÍAZ Ahora estaba amontonado junto a catorce o quince personas dentro de un micro, atado y vendado, cubierto con una remera que no era suya. ¿Qué pasaría en la ciudad?, ¿su familia lo estaría buscando? Su padre estaría muy jodido. Su padre... Extrañaba aquella cama improvisada dentro de la expendedora Rolito. En aquellos días, cuando Pablo soñaba con hibernar como Walt Disney, Saint Jean visitaba la República de los Niños. El general se trasladó con una corte de funcionarios a supervisar los trabajos de reparación y conservación de la ciudad. Recorrió el pequeño puerto que reconstruía la Marina de Guerra, el estadio, el cine, la casa de los muñecos, el desolado Palacio de Justicia. En realidad había ido a controlar la remodelación del edificio destinado a mostrar a los chicos las "gloriosas" actividades del Ejército Argentino. El motor en marcha hizo que Pablo regresara al miedo. Uno de los guardias se sentó sobre su espalda. Estaba acostumbrándose a calcular los trayectos con un reloj imaginario. "No es tan fácil irse del tiempo", pensó. Esta vez había viajado el triple que la vez anterior, cuando el destino era Arana. En el vaivén; su cuerpo tocaba otros, gente acostada boca abajo como él. Nadie decía una palabra. Escuchó que abrían y cerraban un portón cuando el micro se detuvo; la marcha lenta y después un breve giro a la izquierda. —A ver, vamos, abajo. Vos, vos... — dijo uno. No se movió hasta que lo tironearon fuerte de la remera (lo obsesionaba saber a quién pertenecía), y gimió por el sacudón de su cuerpo ablandado por la picana, débil. Había escalones, y el individuo que lo sostenía no soportaba su peso muerto. "Este se me cae", maldecía. Calculó que habían subido un piso, unos pasos cortos en un entrepiso, otro piso, y que estaban en la parte más alta porque el calor crecía y la sensación de encierro también. Lo tiraron dentro de un calabozo y la puerta de hierro se cerró, pesada. Escuchó ruidos iguales de otros cerrojos, sellando la oscuridad. El silencio posterior le confirmó que los guardias se habían ido. Alguien gritó. —Soy Ernesto Ganga, no tengamos miedo, somos todos compañeros. El eco retumbó en la galería de calabozos. —Soy Pablo Díaz —contestó. Los demás nombres se escucharon en distintos tonos, en rosario, como cuando pasaban lista en la escuela. "Empezamos a hablar de dónde estábamos. Creíamos que en la Brigada de Investigaciones de Banfield. Allí estaban Graciela Pernas, Horacio Ungaro, que tenía 17 años, María Claudia Falcone, de 16, Francisco López Muntaner, de 15, Daniel Alberto Racero, creo que tenía 18 años, Claudio de Acha, que tenía 17, pero después

me dijo que el 21 de setiembre había cumplido 18. Espero no olvidarme de ninguno: María Claudia Ciocchini y Osvaldo Busetto." En los espacios que les dejaba el cambio de los tres turnos de guardia, intentaron explicarse por qué estaban allí. Por los interrogatorios, se convencieron de que el motivo era su participación en la lucha por el boleto escolar. Los torturadores querían saber qué hacían en el centro de estudiantes, por qué pedían un boleto secundario, qué grados tenían en las organizaciones guerrilleras, el nombre de su responsable y sus nombres de guerra. Después se habían conformado con pedirles "el nombre de otro chico". En ese único tema se fueron los primeros días. No les dieron de comer durante toda la semana, pero el hambre compartido parecía menos hambre. A pesar de la soga al cuello y las manos atadas a la espalda, el cuerpo llagándose sobre la baldosa fría y rota del calabozo, de la penumbra quebrada por un hilo de luz. El terror era permanente, apenas conjurado a ratos por el recuerdo de cosas compartidas antes. Faltaba establecer un código clandestino porque no siempre era posible comunicarse a gritos. Lo propuso otro secuestrado, Néstor Silva, el día en que a Pablo lo confinaron toda la noche en el anteúltimo calabozo de la galería, inundado por diez centímetros de agua. Pablo repitió: "Un golpe, la A; otro, la B; tres, la C..." —Caminá, loco —le gritaba Néstor—, si no te vas a morir de frío. Yo golpeo todo el tiempo para que no te duermas. Había cinco pasos desde la puerta a la pared y, esa noche, Pablo contó más de treinta mil. EL POZO Hacía más de dos meses que le habían cambiado la venda por unos algodones sostenidos con cinta adhesiva. Los ojos le picaban y la supuración formaba una masa gomosa con los algodones y las pestañas. A pantallazos, había aprendido a reconocer el lugar, cuando se atrevía a levantar la venda sobresaltado por el llanto nocturno de las mujeres, que gritaban "mamá", y los pasos de la guardia. Por la mirilla de su calabozo recorría el mapa de ese infierno quieto, perturbado por los traslados, los cerrojos, los gritos, donde los días eran iguales a las noches: una tumba de pasillos y ventanas tapiadas. A veces, el timbre del teléfono en alguna oficina cercana le mentía sobre la existencia de un mundo exterior. ¿Cuántos kilos había perdido? ¿Cinco, seis, diez? Del pelo de su barba le subía, pegajoso, un olor rancio. Estaban en un pabellón con dos galerías, y el techo coincidía con el de los calabozos. Probablemente, sobre sus cabezas estaba la terraza. Veía un ventiluz tapiado a medias con alambres cruzados, y en el corredor tres ventanas de paño fijo, formando cuadrados de vidrio sobre las paredes blanqueadas a la cal. Al final del pasillo estaban los baños con piletones de cemento; una pared dividía los correspondientes a cada galería. En el otro extremo, puertas enrejadas y el banco donde la guardia se sentaba a vigilar el depósito de secuestrados. "De aquí no se escapa nadie", pensó. Contó doce calabozos en cada galería. Por lo que pudo observar, dieciocho estaban ocupados; el resto parecía destinado a los detenidos en tránsito. En el primero de su fila estaban Graciela Pernas y Alicia Carminatti; después venía el suyo, que a veces compartía con José María Noviello. Al lado, Osvaldo Busetto. Seguían: Ernesto Ganga, una embarazada 20, "la negrita" y otra embarazada21. Dos calabozos libres y el de Néstor Silva; después el calabozo inundado, cercano a los

baños. En la hilera de atrás estaban, en orden: Víctor Carminatti y María Claudia Falco-ne, que a veces cuidaba a una embarazada22; un calabozo para tránsito, luego Panchito López Muntaner, y al lado María Clara Ciocchini, que compartía la pared con Daniel Racero. En las tres celdas siguientes estaban Claudio de Acha, Horacio Ungaro y otra embarazada. Seguramente ésa sería la disposición definitiva porque en las puertas de las celdas habían colgado cartelitos con el nombre de cada uno. ¿El orden tenía que ver con la militancia de los prisioneros? De un lado habían encerrado a todos los peronistas. UN HOMBRE "Un, dos, tres, arriba, respirar." No querían pensar en cosas dolorosas, así que decidieron hacer gimnasia. Y cantar. A veces, Pablo hacía coro con Claudio o con Panchito y María Claudia; era tan desafinado que terminaban a las carca- jadas. Si la moral bajaba se iban a la mierda o, lo que era peor, desaparecían del todo. Daniel no siempre se plegaba al canto. Caía en silencios prolongados y podía pasar horas y hasta un (…) 15. Nelva de Falcone. Su testimonio en el juicio a las juntas militares. Fojas 1130/33. Mayo, 1985. 16. Olga de Acha. Su testimonio en el juicio a las juntas militares. Fojas 1089/93. Mayo, 1985. 17. Nora Ungaro. Su testimonio en el juicio a las juntas militares. Fojas 1154/56. Mayo, 1985. 18. Irma Muntaner de López. Reportaje de los autores. Diciembre, 1985. 19. "La paraguaya": Marlene Katherine Kegler Krug, secuestrada el 24 de setiembre de 1976. Permanece desaparecida. 20. Se trataría de la embarazada Stella Maris Montesano de Ogando. 21. Se trataría de la embarazada Gabriela Carriquiriborde. 22. Se trataría de la embarazada Cristina Navajas de Santucho.

Ramón Alcalde, 1983, de “Ilusiones de isleño”, en Revista Sitio nº 3, 1983. (…) En este camino de acceso o de recuperación de lo trágico, sin cuya presencia no conozco literatura nacional que haya ascendido al interés y la perduración universales, los escritores argentinos de 1976—1983 tienen una ventaja: la de haber sido sumidos y haber quedado atrapados en la tragicidad transubjetiva de una historia que parece cerrada como destino de deshumanización. El Proceso, Malvinas, y (aunque no quiero ser grajo de mal agüero) todo lo que nos queda por pasar. (Daniel, marinero conscripto c/63, obtuvo finalmente que lo embarcaran en el General Belgrano. Hasta entonces, era asistente del Capitán de Fragata y paseaba los afghanos de su esposa por la Base. No es un lumpen ni un villero. Vive en una Tarzán muy decorosa, sobre un lote propio, o propio de un tío o un compadre que faltó un día. Manotea con la lectoescritura y la Klassen-bewusstsein, su conciencia de clase, a pesar de que él y sus correntinos progenitores hablan, con ocasionales añamembüíes, uno de los castellanos más castizos que jamás escuché, incluido el de mi abuela, que era de Santillana del Mar, donde tenía fincas, y hermanas en las Huelgas de Burgos. Vive allí, en un pseudopodio rural del conurbano, desde donde se viajan dos horas para llegar a la fábrica o a la obra, cuando las hay. La Capital, a la que el padre de Daniel, que tiene 45 años y hace 20 que llegó de la chacra tabacalera de Goya, no conoce sino por haberla cruzado una vez, cobra ahí perfiles de Catay o de Tierras del Preste Juan. Los chicos de primer grado, en sus casas, toman la sopa íntegra, se dejan vacunar contra la parálise o se lavan sin chistar los pieses (las niñas las partes pudendas) antes de meterse en la cama, con el compromiso de que, cuando sean grandes y cumplan 15 años, irán a conocer el zológico y la escalera mecánica del suterráneo. Por promesas a la Virgencita, en cambio, la familia camina en una noche los 30 kilómetros a Lujan, los tres últimos trechos con garbanzos en los zapatos, y sube de rodillas la escalera del Camarín, menos doña Tarsila, por la artrosis. Dice Daniel que, cuando oyeron el sacudón y la explosión, y empezó a salir fuego de la sala de máquinas, todos corrieron a las balsas. El llegó cuando no quedaban, y tuvo que tirarse al agua, para que lo alzasen. Pero en una de las dos a las que llegó nadando, un oficial, con la 45, no dejaba subir, porque estaba repleta y si subía uno más, se hundían todos al carajo. En la otra iba un flaco santiagueño, que había viajado con él desde Constitución cuando los incorporaron, y lo alzó. Anochecía. Al ratito empezaron a oír los gritos de los que estaban en la otra balsa, que venía suelta porque no la habían podido amarrar a las demás con los cabos que se tiraron. Había nada más que dos o tres tripulantes, que no podían calentar con la irradiación de sus cuerpos la carpa hermética, y tenían mucho frío. "Viera como gritaban. Nosotros no podíamos hacer nada. Después se hizo oscuro del todo. No los veíamos, pero los seguíamos oyendo. A eso de las cuatro, dejamos de sentirlos. Entonces me dormí, aunque se me helaban los pies. Al principio, soñaba todas las noches. Pero el dotor de la Base me dijo que no tenía que pensar más. Ahora no sueño casi nunca". Daniel volvió indemne al Barrio. En el Pul de la estación, los sábados que se corre hasta allá, lo saludan como un Agamenón; la Perla, el rosquete que durante lustros le negó, lo entrega ahora de buen grado. Un cuerpo taragüí, que ningún año olvida el vasito de caña con hojas de ruda los 21 de junio (tiene que ser ruda macho), no es fácil de gangrenar, y no necesita que le amputen piernas sin anestesias, como hubo que hacer en Puerto Argentino, dos horas antes de la rendición de Menéndez, porque se había acabado.) Cuerpos supervivientes como el de Daniel son los que me interesan para lectores. Ilusionadamente, siento que para ellos hay que escribir, como hay que hacerlo para los mutilados, los torturados o para esos nietos de mis amigos a los que algún día los abuelos tendrán que contarles que, "Bueno, resulta que un día estábamos mirando la televisión y nos hablaron de la comisaría. Que te pasáramos a retirar del Patronato de la Infancia. —¿Y yo cuántos meses tenía? —A ver, dejáme pensar... y tendrías 18 porque..." Y no basta escribir para ellos Solicitadas o Hábeas Corpus. Eso, por supuesto. Pero también habría que escribirles, de

alguna manera especial, de lo que la literatura escribe, es decir, de todo: de Aquiles, de Clitemnestra, del piadoso Eneas, de Beatriz y de Laura, de las cloacas de París, de la Walpurgisnacht, del perro Cipión y del perro Berganza (sin olvidar al compendioso Kater Murr), de las catleyas que Swann y Odette hacían juntos después que aquél encontró la primera en el corsage de ésta, y hasta de lo que le aconteció a Sancho la noche de los batanes, o a Estrepsíades cuando vio llegar a las Nubes. De la rosa, también, ¿por qué no?. Y de la "gota de agua donde se ve el universo entero". Los sobrevivientes ¿no lo somos todos? necesitan que se les hable de esto. No he de ser yo quien los deje solos con esa cancelación de sentido del mundo, esa pérdida de orientación que, argentinos, vivimos y seguimos viviendo. Y no es la misma que la de Eva, Gardner, Raskolnikof, Gregorio Samsa. Para hablarles como necesitan oír y como necesito escribirles, mi mano tiene que apretar la pluma o pulsar la tecla de la Lettera 22 con un pulso distinto, que todavía no sé cuál es. Me va mucho en descubrirlo, y sé que dejando territorio argentino no lo he de encontrar, o por lo menos que el abandonarlo no me lo garantiza ni me lo facilita. A otros posiblemente sí. Eso se sabe después. O en el ínterin. De todas maneras, si me fuera, no estaría mirando con el rabillo del ojo hacia atrás. Como Orfeo o la señora Lot. Y comprendo que a Perlongher, que optó por lo contrario, le resultemos patéticos los de SITIO, con nuestras ilusiones tan gélidas, tan desérticas, con nuestros guardapolvitos blancos cantando "Salviargentina" en Puerto Riberino o tomados de la mano con nuestras noviecitas de Parque Lezica, cambiando Nerudas por Alfonsinas. Perlongher, retrotraído a un Estado en el que no está; si no mira mucho a su alrededor, ni se dará cuenta del Escuadrâo, de Macunaima, de Joâo das Mortes Matador do Cangaceiro. No necesitará correr como nosotros, iluso, tras imposibles ilusiones de "relaciones sociales nuevas". Fuera de su Estado (el de su pertenencia originaria), escribe como si viviera fuera de todo Estado. Como los animales y los dioses (diz Aristóteles) como el filósofo (diz Nietzsche). No como Demódoco, que cantaba las hazañas de los aqueos a cambio de un pernil de cerdo bien dorado, chorreante de grasa y de sangre. Tal vez como Epicuro: "Ibi patria, ubi bene" (donde bien me va, ahí está mi patria). No vivió nuestras ilusiones. Tampoco el odio, la humillación, el dolor reales, que vivimos los de SITIO. Manténgase en su ínsula, Perlongher con su ilusión extraterritorial, pero acepte, aunque más no sea como hipótesis, que podamos haber cambiado, y no por mala fe. La preocupación por la literatura y cómo escribir me ha distanciado demasiado de la política concreta, cuya evaluación es el fulcro semitácito de la evaluación que Perlongher hace de nuestras ilusiones como infantiles —por ser de realización imposible— y, consiguientemente, ilegítimas, inmorales. La enajenación en que incurrimos no hubiera sido factible, si no nos hubiéramos encontrado incluidos en una política incorrecta. En una guerra perdida de antemano, por la desigualdad de fuerzas entre los contendientes; lanzada por un Estado siniestro (el argentino) con- tra otro Estado (no se aclara si no siniestro o menos siniestro) que, si por él hubiera sido, nunca habría recurrido a la guerra para retener la undisturbed possession (la posesión incontrovertida o "pacífica", como dicen los jurisconsultos) sobre unas tundras subpolares. Perlongher ni siquiera toma en cuenta que, para que haya guerra, tiene que haber dos bandos, que cualquiera fuera el desatino del gobierno argentino al invadir las islas, el gobierno inglés pudo haberse abstenido de la guerra y el estadounidense pudo no haberlo ayudado, política y militarmente. Sin Ascensión, sin satélite, sin espionaje de CÍA en Argentina, sin armamento y materiales avanzadísimos, la recuperación inglesa de Malvinas hubiera sido mucho más difícil, y acaso impracticable. En cualquier caso, infinitamente más costosa. Borges condena las guerras por parcelas territoriales, en última instancia, cualquier guerra, pues siempre hay un territorio en juego. Ácrata consecuente, "con la tripa del último fraile" —como Riego— "ahorcaría al último rey". Perlongher, elípticamente, exceptúa: hay guerras y guerras. Si SITIO se hubiera hecho cargo de otra guerra en Argentina, la que alude mediante zanjas, SITIO hubiera estado históricamente en lo cierto y políticamente en lo recto. Su opinar sobre Malvinas habría sido menos progobiernos militares del Proceso. Por ahora, Perlongher, no voy a hablar de esa guerra que usted dice que obliteramos. Pero le

propongo un trato. Usted viene a Buenos Aires y explica públicamente las coincidencias que ve entre Prado del Ganso (o Ganso Verde) y Tapiales o Azul. Me comprometo a exponer mi punto de vista en igual número de páginas, para ver si y en qué discrepamos al respecto. Pero con una condición: usted me presta por un tiempo su deptito de Sâo Pablo, por si las Tres Moscas. Con estas aclaraciones previas, intentaré explicar mis ilusiones personales, no la de los otros integrantes de SITIO. Ante todo, me parece imperdonable que se nos presente como si en algún momento hubiéramos creído que la intención de la Junta fue llevar hasta sus últimas consecuencias el enfrentamiento contra el imperialismo estadounidense e inglés y contra sus aliados de la NATO, o que estuviera dispuesta a cumplir en lo interno las transformaciones políticas y económicas que ese enfrentamiento, para tener sentido y alguna posibilidad de éxito, requería. Todo el "Entredicho" (aunque con palmaria ineficacia, puesto que un lector como Perlongher pudo leerlo al revés) plantea exactamente lo contrario). (…)

Sobre víctimas, sobrevivientes, testigos. Silvia Tabachnick, 1998, de «Palabras guardadas», en Revista Estafeta 32, Nº 0, Fac. F. y Letras y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, 1998. (...) Sobreviene entonces otro modo de silencio, que Lyotard ha vinculado con el concepto de differend: "el estado inestable y el instante del lenguaje en que algo que debe poderse expresar en proposiciones no puede serlo todavía (.. ) Entonces, los seres humanos que creían servirse del lenguaje como de un instrumento de comunicación aprenden por ese sentimiento de desazón que acompaña al silencio, que son re-queridos por el lenguaje, y no para acrecentar a beneficio suyo la cantidad de las informaciones comunicables en los idiomas existentes, sino para reconocer que lo que hay que expresar en proposiciones excede lo que ellos pueden expresar actualmente y les es menester permitir la institución de idiomas que todavía no existen" (Lyotard, 1991,pag.26). Víctima, sobreviviente, testigo: esta secuencia articularía por "etapas" la "trayectoria" biográfica paradigmática de un sujeto atravesado por la experiencia del horror- lo anterior, las vísperas de la catástrofe, será ya y para siempre una infancia (y ajena): fragmento suelto que el testimonio, por su propio régimen, no podría asimilar. Pero la relación entre estas tres inflexiones de la subjetividad - víctima, sobreviviente, testigo- recusa la linealidad de una secuencia cronológica progresiva. La conversión identitaria nunca es completa, permanece inacabada: entrelazadas, las tres figuras conviven para siempre, se pasan mensajes, se escuchan entre sí, se interrogan, se interpelan. Lógica del espectro (Derrida, 1995): la víctima habita al sobreviviente, ni ausente ni presente, entre la vida y la muerte, le repite mudamente su consigna, refrenda el pacto, desaparece/reaparece/desaparece... Sujeto de/a la promesa, el sobreviviente, toma la palabra en nombre de las víctimas y bajo juramento, presta testimonio: "El testimonio, en cuanto testimonio prestado, en cuanto atestación, siempre consiste en un dis- curso. Ser testigo consiste en ver escuchar, etcétera, pero prestar testimonio siempre es hablar, emitir y asumir, firmar un discurso. No se puede prestar testimonio sin un discurso. " (Derrida, 1998, p. 119) Acto performativo, ritual de veridicción, el testimonio, disipa la aparente homogeneidad entre las figuras de la víctima, el sobreviviente y el testigo, definidas fenomenológicamente en el orden existencial de la experiencia, de lo vivido. La condición de víctima es el producto de la cosificación del sujeto, de su conversión en objeto (clasificable, numerable, elemento pasible de adición o sustracción); concierne a la monstruosa singularidad de las "vivencias" del horror, de la violencia sistemáticamente ejercida sobre cuerpos inermes mediante una tecnología de la vejación y de la gestión perversa de las percepciones y las sensaciones (dolor, miseria, hambre, sed, enfermedad, mutilación, frío, suciedad, despojo...) Recusando la ética de la piedad y el discurso compasivo en que se expresa Alain Badiou ofrece una imagen, des-sacralizada, literalmente des-piadada de la víctima: "En tanto que verdugo, el hombre es una abyección animal, pero es preciso tener el coraje de decir que en tanto victima en general no tiene un valor mayor. Todos los relatos de torturados y sobrevivientes lo indican con fuerza: si los verdugos (...) de los

campos pueden tratar a sus victimas como animales destinados al matadero (...) es que las víctimas han devenido animales, Se ha hecho lo necesario para eso" Pero agrega a continuación: "Que algunos, sin embargo, sean aún hombres (y den testimonio de ello) es un hecho comprobado. Pero justamente, es siempre por un esfuerzo inaudito, saludado por sus testigos (…) a la manera de una resistencia casi incomprensible, en ellos, que no coincide con la identidad de víctimas " (Badiou, 1995, pag.104) Es la noción misma de "identidad"-conceptualmente inseparable de cierto ejercicio de libertad o de la decisión de resistencia - la que parece fallar y diluirse cuando se intenta referir la condición de privación absoluta de la víctima (de su pasado, de su futuro, de su cuerpo, de la propia imagen, de la palabra), cuando el nombre propio es confiscado y permutado por la cifra de una aritmética demencial y cuando resulta imposible también (auto) designarse, reconocerse en la imagen de un sujeto colectivo. "En los campos de concentración -postula Lyotard (1991, pag. 118)- no habría habido sujeto en la primera persona del plural ( ... ) No sería posible ninguna oración referida a esa persona, como por ejemplo: hacíamos esto, experimentábamos aquello, nos hacían sufrir esta humillación, nos arreglábamos de tal manera, esperábamos que.. ". Sin embargo todo testimonio está entramado en ese tipo de enunciados ; hay un "nosotros" retrospectivo en la rememoración. Esos enunciados colectivos "eran" imposibles en y desde el presente (por designar así un "estado" sustraído a toda continuidad temporal) de la víctima como tal, en singular, pero un "nosotros" emerge, se reconstruye, en el pretérito imperfecto -pasado/presente- en que se enuncia el testimonio. Es por esa declinación plural, que los testimonios de los sobrevivientes -tan distantes de la biografía, como ajenos a la crónica criminal- pertenecen al registro de la Historia. Hay además un "nosotros", que marca la diferencia literalmente vital entre la condición de víctima -despojada no sólo de toda posibilidad de identificación en primera persona, singular o plural, sino más radicalmente, enmudecida -y la identidad del sobreviviente. En este último caso la auto-inclusión en una identidad colectiva constituye una condición capital precisamente de supervivencia. Ese nosotros enunciado por los sobrevivientes, no "después" sino durante el transcurso mismo del encierro, no es retrospectivo sino prospectivo -urdido de esperanza, sosteniendo un porvenir -y antagónico. Es Ernesto Laclau (1990) quien ha distinguido la amenaza como el modo específico que asume la negatividad en la constitución de identidades colectivas. Refiriéndose al caso de los prisioneros políticos durante la última dictadura en Argentina - sólo parcialmente homologable al de los secuestrados en los centros ilegales de detención - Emilio De Ipola (1994, Pag. 12) señala que "la amenaza, proveniente de la autoridad carcelaria, era una condición primaria para la constitución de una identidad específica en tanto sus destinatarios desde los gestos mínimos de ocultar, mentir, disimular o fingir, hasta las audacias del alegato, la protesta o inclusive la contra-amenaza, eran capaces de poner en marcha, concertadamente, acciones colectivas de resistencia a ella (y de autodescubrirse así como los sujetos de esas acciones)”. Pero en la perspectiva de De Ipola, si bien la amenaza constituye la condición al mismo tiempo «primaria» y "primera" en la constitución de la identidad colectiva, este proceso requiere para su consolidación de la intervención de la creencia. En el caso específico que describe, la creencia en la liberación futura de todos los detenidos habría operado como fundamento de un "pacto originario" por el cual todos se comprometieron a

denunciar públicamente lo acontecido (el asesinato de dos prisioneros) una vez recuperada la libertad. En este texto - también testimonial en una de sus dimensiones - De Ipola destaca específicamente la correlación entre amenaza y creencia como condiciones de posibilidad para la emergencia de un sujeto colectivo , pero hace jugar también otros dos elementos: la promesa - acto performativo que por sí mismo "proyecta" al sujeto - y el pacto. La creencia constituiría entonces una condición necesaria pero no suficiente para la formación de una identidad colectiva: el "nosotros-a-futuro" se configura performativamente en la promesa compartida en ese pacto -incluso tácito, no necesariamente explícito que convierte a los sujetos en co-jurados. En este paradigma se reorganiza la tensión entre víctima, sobreviviente y testigo: la creencia sostiene la identidad colectiva del sobreviviente y al mismo tiempo lo exonera de una autopercepción victimizada. Pero la promesa, en cambio, el compromiso asumido, el pacto de denuncia, prefigura en el sobreviviente al testigo.

Martín Caparrós y Eduardo Anguita, 1998, de La Voluntad III, Ed.Norma, 1998. (…) ... Horacio empezó a pensar que quizás no tendría más remedio que irse del país. No quería, pero lo estaban empujando. Unos días después se encontró con tres amigos, viejos compañeros de militancia que no andaban en nada, en la casa de uno de ellos. Comieron una pizza, tomaron un par de cervezas y charlaron sobre lo que estaba pasando. Los tres trataban de mantenerse fuera de cualquier circulación, haciendo vida hogareña, escondiéndose en sus empleos, hablando sólo con los amigos muy confiables. Cualquier encuentro, cualquier paseo, cualquier palabra fuera de lugar podía traer peligro. En esos días, mucha gente evitaba todo lo posible la amenaza de los espacios públicos y se refugiaba en lo más privado: —Sí, por ahora la cosa es ver dónde podemos guardarnos hasta que pase un poco el vendaval, ¿no? Cómo carajo hacer para tener una vida más o menos normal en medio de todo este quilombo... —Sí, la otra es irse. Yo no creo que el exilio se justifique en un caso como el mío, pero acá las posibilidades se van cerrando cada vez más y... Horacio no tenía trabajo: desde su vuelta de Salta no había conseguido nada y estaba viendo si podía hacer unas encuestas o algo así. Un trabajo donde nadie le preguntara mucho, donde no tuviera demasiada exposición. Seguían charlando, y el clima era turbio, desesperanzado. —Che, ya son como las once. Mejor vayamos yendo, que no conviene andar muy tarde por la calle. —Bueno, yo los puedo llevar en el coche. Es mejor que andar en colectivo a estas horas. Ya estaban llegando a Primera Junta, a dos cuadras de la casa de Horacio cuando se les cruzó por delante un falcon bordó, y un peugeot blanco por detrás. De los dos coches se bajaron cuatro tipos jóvenes, pistolas en la mano: —¡Abajo, abajo todos! ¡Vamos, rápido, manos arriba, pegados contra las puertas! Dos de los tipos los seguían apuntando mientras los otros dos los palpaban de armas, les pedían documentos, les preguntaban qué estaban haciendo. Horacio tuvo un momento de pánico; después pensó que seguramente no era nada personal, que debían estar haciendo controles de rutina. Sólo esperó que su nombre no saltara, que no estuviera en una lista de buscados. -Bueno, ya está, no pasa nada, ya pueden irse. Circulen, circulen. Horacio y sus amigos volvieron a subirse al coche. El dueño tardó como un minuto en arrancarlo: le temblaba la mano. Cuando lo dejaron en su casa, Horacio miró para todos lados antes de abrir la puerta y, cuando entró en el departamento, le dijo a su mujer que ya no podía seguir así, que se tenía que ir de la Argentina. (…) ... —Hemos ganado y debemos seguir ganando. Si algo faltaba para que los argentinos nos identificásemos plenamente, con esto se logró. Dijo, eufórico, el almirante Massera. En la ESMA, Graciela fue una de las designadas para salir. Prepararse quería decir que tenía que vestirse bien y maquillarse: los marinos de la ESMA solían decir que las mujeres militaban porque eran feas y los hombres no les daban bola. Entonces, para las secuestradas, una de las formas más primarias de simular que se estaban recuperando consistía en mostrarles que empezaban a preocuparse por su aspecto: que querían "recuperar su estilo femenino, volver a ser mujeres normales'. Así que los marinos les daban cosméticos que iban sacando del pañol donde guardaban todo lo que les habían robado a sus víctimas. Graciela se cambió de ropa, se pintó los labios y se guardó el rouge en la cartera que siempre llevaba. Era curioso: llevaba cartera incluso para ir desde Capucha hasta la Pecera. Era una forma de suponer que seguía en el mundo.

—Bueno, señores, ya bajamos. La subieron en un peugeot 504 verde, con el subprefecto Febres, un suboficial de comunicaciones, Alberto Mendoza, y otros dos marinos. Iban siguiendo a otros tres coches de la ESMA, en busca del fervor popular. El fervor era mucho mayor que todo lo que Graciela había podido imaginar. Subieron por Republiquetas; cuando llegaron a Cabildo había miles de personas con vinchas y banderas, gritando, tirando papelitos, abrazándose. Graciela pensó en las movilizaciones de 1973: era, de alguna forma, parecido. Tanta gente en la calle, tanto entusiasmo patriótico. En ese momento, en todo el país, millones de personas daban los mismos gritos, revoleaban banderas, se besaban, eran felices, se felicitaban, estaban orgullosos de ser argentinos. —¡Sí, sí, señores,/ soy argentino,/ si, sí, señores,/ de corazón,/ porque este año,/ desde Argentina.../ En algún lugar de la ciudad, Sergio Renán filmaba una película sobre el mundial, La fiesta de todos, donde el historiador Félix Luna comentaría tanta alegría: —Estas multitudes, delirantes, limpias, unánimes, es lo más parecido que he visto en mi vida a un pueblo maduro, realizado, vibrando con un sentimiento común, sin que nadie se sienta marginado o derrotado. Y tal vez, por primera vez en este país, sin que la alegría de unos signifique la tristeza de otros. Esta fue nuestra fiesta, nuestra mejor fiesta, porque fue la fiesta de todos. Graciela le dijo al subprefecto que le gustaría mirar mejor. Febres corrió la tapa del techo y ella se paró en el asiento y, con medio cuerpo afuera, lloró en silencio, despacito. Si yo me pongo a gritar, acá, ahora, que estoy secuestrada, nadie me daría pelota, pensó, y siguió llorando. Era difícil sentirse más sola. La caravana de la ESMA se quedó un rato atascada en el mar de coches,: hasta que alguien decidió que fueran a cenar al Mangrullo, una parrilla de Olivos, sobre Maipú. El Mangrullo también rebosaba de gente que cantaba, saltaba y bailaba, pero los marinos debían tener influencias porque les prepararon una mesa larga en un salón del fondo. Secuestradores y secuestrados pidieron asado y vino tinto, brindaron y cantaron. —¡Y el que no salta es un holandés,/ Y el que no salta.../ En el salón Dorado del Plaza Hotel, los futbolistas recibían el agasajo del general Videla y sus compañeros de gobierno: este Mundial será un símbolo de paz, esa paz que deseamos para todos los hombres, fruto del esfuerzo conquistado día a día, esa paz que merezca ser vivida, a cuyo amparo el hombre pueda realizarse plenamente en un clima de dignidad y libertad... Dijo el presidente y entregó a Daniel Passarella el trofeo Fair Play, porque el equipo argentino había sido designado como el más caballeroso del torneo. En la parrilla de Olivos, Graciela Daleo vio la mirada triste de la Negra Nuda Oraci, miró el cuchillo que tenía en la mano y decidió que tenía que hacer algo. Que no aguantaba más esa simulación, que si seguía ahí iba a estallar, a joder el teatro tan difícilmente sostenido durante tantos meses. —Señor, ¿puedo ir al baño? Graciela entró, puso la traba, confirmó que nadie pudiera abrir la puerta, sacó de su cartera el lápiz de labios y empezó a pintar las paredes de azulejo: "Milicos asesinos. Massera asesino. Viva Perón. Vivan los Montoneros". Se sentía desatada, libre de tanta simulación. Cuando gastó todo el lápiz rojo se volvió a la mesa. —¡Vamos, vamos! Argentina,/ vamos, vamos/ a ganar...! Graciela se sentó y empezó a preocuparse: ahora van a ir al baño, se van a dar cuenta de que fui yo por el color de lápiz de labios. Me van a revisar las pinturas, me van a descubrir; por qué no habré tirado el lápiz. Quería salir lo antes posible de ese restorán. Era terrible: estaba impaciente y no veía el momento de que los llevaran de vuelta a la Escuela de Mecánica de la Armada.

Testimonios/ESMA Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin, Elisa Tokar, en Ese infierno-Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA, Ed.Sudamericana, 2001. Prólogo de León Rozitchner. “Y huirá la tristeza y el gemido”1

Lo que vamos a leer es el resultado de un largo tiempo suspendido, el de un pequeño puñado de mujeres marcadas para siempre por una experiencia de los límites extremos del sufrimiento, sobre fondo de decenas de miles de asesinados. “Nos costó veinte años reunirnos”, dice una de ellas para explicar ese reacomodamiento a la vida que tuvieron que sufrir para poder hablar del pasado. Todo ese largo plazo fue necesario para recordar entre sí la experiencia del horror que habían vivido. La llaga abierta por la tenacidad de la memoria no les trajo sin embargo ese sosiego que, en medio del desgarro, intentan alcanzar sin conseguirlo. Las huellas del horror del genocidio permanecen, indelebles. Este libro se plantea el interrogante crucial: ¿es posible la vida en sociedad cuando tantos seres humanos, amparados en la impunidad del poder, se complacen con la tortura y el asesinato? ¿Por dónde comenzar a pensar el fundamento posible de una “patria”, para el caso la Argentina, después del genocidio? El genocidio es la matriz donde se muestra, con oscura y monstruosa evidencia, el mal absoluto que el poder es capaz de ejercer contra sus habitantes. Antes pensábamos: eso, el genocidio, pasa en Europa, en África, pero en la Argentina no. La inmigración que llegó al país abrió una distancia con su propio pasado y negó la tradición de odio y de muerte de la que venía, aún ése que estuvo en el origen de la colonización americana. A nosotros, océano por medio, no nos podía pasar lo que allí, en otras latitudes, sí pasaba. Olvidamos la existencia de una internacional del terror y de la muerte, que abarcó también a la Argentina, aún en nuestro propio pasado no lejano. Sobre ese olvido se amasó la inocencia de las últimas generaciones de argentinos. Y de pronto nos sorprendió nuevamente el horror que circulaba ya desde antes por las tenebrosas entrañas de sus herederos. Hemos tenido que llegar hasta ese extremo límite para comprender los cimientos criminales sobre los que nos asentamos. Porque todo genocidio, todo asesinato gozoso, plantea el interrogante más crucial: ¿cuáles son los abismos más oscuros de la humanidad, siempre presentes, en los cuales sumerge sus raíces nuestra propia sociedad actual? Este libro transcribe el encuentro de algunas de las sobrevivientes del Campo de exterminio de la ESMA. Está inscripto en un largo debate “frente a lo inexplicable”, la criminalidad humana, algo que permanece como la incógnita más escandalosa, más paradójica e incomprensible para muchos que piensan y sufren esta ignominiosa realidad que caracterizó, sobre todo, al siglo XX, y que también alcanzó a la sociedad argentina: los genocidios de millones de personas realizados, en apariencia, de una manera considerada como “banal”. Pensamos, sin embargo, que bajo la apariencia de la “banalidad del mal” -según la expresión de Hannah Arendt- el crimen y el asesinato, individual y colectivo, de Estado y hasta popular, esos crímenes aunque normalizados y burocráticos nunca pueden ser ni son algo banal. El mal que lleva a gozar de asesinar y torturar a otro ser humano nunca puede ser, creemos, algo indiferente para quien lo ejecuta. Hasta la rutina asesina en los campos de tortura y de exterminio, pensamos, debe resonar en los laberintos más oscuros de la propia subjetividad del asesino que se goza y se exalta con el sufrimiento y la muerte de un semejante. Algo de lo más propio debe morir definitivamente cuando se mata y se tortura al otro: seres agusanados

1 Isaias, 35-10.

por la muerte, aunque hagan todos los ademanes de la vida. Convertir el crimen en banal es la distancia que la institución prepara en el mismo asesino para anestesiar la conciencia y el sentimiento del crimen que ejecuta. ¿Es quizás esta sospecha, la de que el asesino se convierte en un espectro de sí mismo por el mal que hace, nuestra última esperanza para no desesperar de los mortales? Sólo queda contar con que esto existe para aprender a vencerlo por medio de la vida. Este empuje asesino no forma parte de la “esencia” universal de todos los hombres, aunque hay que terminar por aceptar que está muy extendido. No podemos creer que entre las pulsiones “naturales” más primitivas esté contenida la violencia del asesinato del otro como fundamento de la vida. Podrá el asesino formar parte de una máquina burocrática de exterminio, estar presente el crimen en su vida cotidiana como una especialización profesional -tal como la del verdugo antiguo- entre las múltiples que solicita el Estado moderno, arropada bajo los mil pliegues de una superficialidad y un acostumbramiento atroz, pero el goce en la tortura y el asesinato siempre será un hecho humano que no puede ser universalizado. Es un acto al que no todos los hombres se someten y cuya realización llevaría a muchos a afrontar la propia muerte para no realizarlo. Pero quienes lo sufrieron, ¿pueden pensar siquiera esto que decimos? ¿Podríamos sostener que existe “el deseo humano de derramar sangre humana (...) una lógica inexorable, humana y ominosa del crimen”, como afirma Jack Fuks? ¿O afirmar, por el contrario, que “matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los hombres”, como escribe Hannah Arendt? Creo que debemos tomar partido por la vida. Decir que el crimen se ha banalizado quiere decir que lo más hondo de cada asesino se ha destruido. Pero también se destruye la sociedad que lo tolera con indiferencia. La banalidad sólo califica a la institucionalización del crimen, su rutina, no a la metamorfosis profunda que se produce en quienes lo cometen y lo aceptan: siempre está como fundamento alguna institución social que lo promueve. Aún el crimen más individual es colectivo. Tanto la humanización como su contrario, la criminalidad, son un producto social. El asesino sostenido por una institución -imaginaria o real, presente o pasada- siempre es un individuo que se cree impune en la ejecución del crimen. Está siempre protegido por un poder colectivo. Y también lo estuvo aquí, como en Alemania, cuando la población en general dio muestras de absoluta indiferencia. Para que el crimen no quede sólo brotando, implacable, de la mísera figura del asesino, es necesario trazar la línea que lo incluye en el poder que se lo exige. Esta criminalidad no hubiera podido desatarse sin el apoyo y la necesidad estratégica de otros grupos y poderes. Porque la impunidad y la falta de riesgo son el escudo que los cobardes necesitan para ejecutarlo. En el extremo estremecedor de la picana, en la oscuridad de la capucha, en los vuelos de la muerte estaba, para animarse a ser asesinos, el sostén que les daba la impunidad de la influencia criminal de los Estados Unidos y de la Iglesia en la formación de los cuadros militares. ¿Se hubiera desatado la avidez de dolor ajeno y de sangre sin ambos imperios que los protegían?, ¿si la Iglesia no hubiera puesto su experiencia milenaria en hogueras, cepos y desollamientos?, ¿si los militares no hubieran asesinado desde antiguo a los indios y matado a los peones que hacían huelga? No. El genocidio no hubiera sido posible sin la preparación recibida en las escuelas de Inteligencia y de Guerra de los Estados Unidos y Europa, y sin el apoyo del poder de la Iglesia y de los intereses económicos ligados al dominio nacional y del imperio. Regímenes militares que, como es sabido, fueron una respuesta criminal a la transformación social que se temía. Se iniciaron en Brasil en 1964, en Bolivia en 1971, en Uruguay en 1972, en Chile en 1973, en el Paraguay desde 1954 y en la Argentina en 1976. No sólo tenían rasgos comunes: había conexiones de fines entre ellos. El genocidio argentino es una estrategia política criminal de un sistema histórico productor de muerte. Es el Cuarto Reich neoliberal triunfante que, en la presencia de los Estados Unidos, ocupa ahora el lugar del Tercer Reich nazi vencido.

Nuestras sobrevivientes viven bajo este mismo insistente e implacable interrogante: ellas, obsesionadas, se siguen preguntando -y será una pregunta que las acompañará toda la vida- con la necesidad de comprender lo incomprensible: el misterioso designio de haber transitado también ellas los límites del horror y haber quedado vivas cuando muchos miles fueron muertos. ¿Cómo justificar el privilegio de haber salvado la vida cuando tantos la perdieron? Sentir la culpa de estar vivas es la más cruel de las formas para anular la vida. Es difícil sentirse una persona “elegida” por el destino para sobrevivir, cuando quienes eligieron fueron los torturadores y los asesinos de sus propios familiares y compañeros. ¿Pensaremos, acaso, que fue la piedad de los asesinos la que las dejó con vida? No. Fue el interés por conservarlas, luego de torturarlas, como inteligencia esclavizada. La ESMA fue un Campo de exterminio de la Armada, pero de concentración sólo para los pocos sobrevivientes que pudieron ser utilizados como “materia gris esclava” para el proyecto político del Almirante Massera. Se construyó como un micromundo que, en pequeño, sintetizaba y condensaba las mismas formas de dominio y de destrucción extendidas luego a toda la ciudadanía. Se expandió, como terror amplificado, abarcando a la sociedad anonadada, y son sus consecuencias las que aún estamos viviendo. Esto explica, en gran parte, la supervivencia de los pocos que escaparon, no a la tortura, que sufrieron, sino a la muerte. “La oficialidad montonera que quedó viva no fue por casualidad, sino que había un grupo de marinos, con Massera a la cabeza, que tenían un proyecto político y ahí entra en escena 'la materia gris montonera'.” “Se proponían usar las mentes montoneras para organizar su movimiento.” “Para nosotras la caída fue el principio de una nueva etapa. Para la mayoría, en cambio, caer en manos de esos asesinos realmente fue el principio del final.” El empuje popular temido, transformado en “blanco” de guerra, constituye el fondo de esta estrategia que llevó a las mismas Fuerzas Armadas a querer apoderarse de las “armas" ideológicas del “enemigo". Querían apropiarse de una pasión social transformadora y convertirla en una “tecnología” exitosa para embaucar al pueblo. Esta astucia, pensaban, les permitiría una manipulación política: pasar de la guerra armada asesina a una política pacificada más eficaz y destructiva, siempre sobre fondo del terror y el desprecio. Las consecuencias del terror sobre las personas muestran, como técnica subjetiva, su eficacia disolvente en lo más inconsciente y primario de cada ser humano. Repetimos: este asesinato del alma y la tortura de los cuerpos en la ESMA se expandió, al mismo tiempo, a todo el cuerpo social, y lo reorganizaron para la sumisión o el desconsuelo. Construyeron a los actuales sujetos aterrados de la sociedad neoliberal postgenocida, cuyas consecuencias desoladoras estamos viviendo. Mas allá de la angustia que se aviva en la lectura del libro, hay que tratar de pensar la matriz política que subyace en los Campos de exterminio. Allí se mostró al desnudo el fundamento mortal y sanguinario de los distintos poderes de la sociedad que nos oprime. Las condiciones organizadas por el terror condensan, en pequeño, las formas amenazantes que, amplificadas, aún hoy en día determinan la vida de la gente. Las sobrevivientes de la ESMA expresan las transformaciones personales que sufrieron y que, aunque amenguadas, se extendieron a toda la sociedad: la amenaza de muerte penetró en los sujetos y produjo el aniquilamiento de las fuerzas civiles. Podemos señalar cuatro de estas agresiones, quizá las más crueles que ellas vivieron y que, expandidas, se encuentran ahora como amenaza latente en cada uno de nosotros: • Quitarle todo sentido a la vida. “Yo no pensaba y me daba todo lo mismo.” “Yo recuerdo que no pensaba nada, no tenía un proyecto de vida”. “Me había matado a mí misma, me había autodestruido.” “El único mundo era el presente sin expectativa de futuro. El hoy absoluto sin proyecto.” • Predominio del poder de darnos muerte. “Se ponían locos cuando un detenido intentaba escapar a su poder de decisión sobre la vida y la muerte.” • Complicidad de las instituciones disciplinarias (para el caso, la Iglesia Católica).

“Recuperadas para la sociedad occidental y cristiana, decía el Tigre Acosta, que pregonaba a Santo Tomás de Aquino.” “Él hablaba todas las noches con Jesusito, y Jesusito le decía quién se quedaba y quién 'se iba para arriba'.” • Identificación con el represor. “Identificación muy fuerte con los represores, hasta la cadencia de la voz del Tigre, los chistes, la forma de pararse.” “Ideológicamente parecían totalmente identificadas. (...)Algo les cambió internamente y se identificaron con ellos.” Estas cuatro consecuencias, amenguadas pero vivas y dolientes, se expandieron disolviendo las energías de cada ciudadano. Es el fundamento del terror político presente aún en nuestra “democracia”. Para que el neoliberalismo triunfara fue necesario que la muerte hiciera “tronar el escarmiento”, como la frase que aprendimos en la escuela desde niños, y nos quedáramos solos, indefensos, desolados dentro de la sociedad misma. “A mí no me quedaba nadie, nadie. Empecé a llamar y estaban todos muertos.” Capítulo 1.Un manto de memoria Ten cuidado... No vayas a olvidarte de aquello que tus ojos han visto... Enséñaselo a tus hijos y a los hijos de tus hijos.

DEUTERONOMIO, 4: 9

Nos costó empezar. No recordamos de quién fue la idea. Pero hablar, dejar un registro de lo vivido en la Escuela de Mecánica de la Armada, surgió repentinamente en todas nosotras como una urgencia casi física. Somos cinco mujeres. Algunas compartimos el encierro: somos amigas desde entonces. Otras no nos conocíamos más que por el nombre, porque nuestro cautiverio no coincidió en el tiempo. Pero haber pasado por ese infierno fue contraseña suficiente. Ahora, somos hermanas. Empezamos a reunirnos para hilar nuestros recuerdos en 1998, mientras resonaban todavía los ecos del vigésimo aniversario del Golpe y los jueces encarcelaban a algunos jefes militares. Después de haber pasado por un Campo de Concentración, uno puede llevar una vida en apariencia normal. Trabaja, lleva a los chicos al colegio, viaja, hace las compras, va al cine. Hasta que, algunas veces contundente, demoledor e incendiario como un rayo, otras suave, engañoso y envolvente como la niebla, el Campo de Concentración se hace presente. Y entonces, uno se paraliza: se perciben los olores, se ve la oscuridad, se escucha el arrastrar de las cadenas, el ruido metálico de las puertas, los chispazos de la picana, se siente el miedo, el peso de las desapariciones. Sobre todo, las ausencias que dejan las desapariciones. Periódicamente, desde hace muchos años, a veces disparados por hechos concretos -como la citación a declarar en un juicio, la noticia sobre la recuperación de un bebé o el aniversario de una “caída” -, otras por una cara vista en la calle, una fotografía vieja, una carta amarillenta en un placard, una lectura... los recuerdos nos acechan y nos atrapan. Durante un tiempo estuvimos convencidas de que había sido suficiente declarar ante la Justicia. Algunas de nosotras pudimos hacerlo inmediatamente después de la liberación, en el exterior otras, cuando volvió la democracia al país, en el juicio a las Juntas, para un tercer grupo, por distintas razones, el proceso fue más largo. Pero todas sabíamos que habíamos vivido otro tipo de historias, no contadas todavía. Historias de odios, de solidaridad, de afectos, de cobardías, de desafíos, de resistencias... De muerte, pero también de vida. En la ESMA, como en todo Campo de Concentración, hubo luces y tinieblas. Podríamos morir ahora o simplemente olvidarlas. Y creímos que era ya tiempo de asegurarnos de que no se perdieran. Recordarlas es incómodo... Son historias difíciles de decir. Provocan angustia, reavivan dolores. Nos confrontan con pasiones olvidadas, con situaciones límite. Jorge Semprún, sobreviviente del Campo de exterminio nazi de Auschwitz, pudo escribir sus historias después

de cuarenta años. Convocarlas antes, dice, le hubiera impedido vivir. Para nosotras -salvando las distancias-, esta experiencia colectiva de recordar, sistemáticamente, pudo darse recién después de veinte años. Recogerla en charlas grabadas, durante tres años y medio, tuvo sus dificultades. Quisimos hacerlo de todos modos. Tenía que quedar registro en algún lugar, además de los expedientes judiciales -donde sólo están los hechos crudos, objetivos-, de lo que pasó en la ESMA, tal vez el más maquiavélico de los proyectos represivos de la última Dictadura... Decidimos recordar en conjunto, porque creemos que sobrevivir en ese sitio fue una empresa colectiva. El aislamiento era una herramienta que los represores usaban para hacernos sucumbir, para quebrarnos: en Capucha, para los secuestrados, las reglas eran el tabique, la capucha y la prohibición de hablar con los compañeros. Resolvimos ser sólo mujeres en el grupo, porque, para nosotras, haber pasado por el Campo tuvo tintes especiales vinculados con el género: la desnudez, las vejaciones, el acoso sexual de los represores, nuestra relación con las compañeras embarazadas y sus hijos. A nuestros compañeros varones de cautiverio seguramente atravesar la ESMA les significó sensaciones diferentes. El lugar elegido para nuestros encuentros fue una habitación en la casa donde vive Miriam. El momento, por lo general, la tarde de los sábados... Nunca, casi hasta la última charla, tuvimos en claro qué hacer con esas grabaciones recogidas por un viejo pero noble grabador que Munú llevaba y traía en una bolsita plástica en su cartera, junto con pilas y casetes. “A lo mejor, depositarlas en una caja de seguridad”, decía una. “Darlas en custodia a algún organismo de Derechos Humanos, o entregarlas al Archivo Histórico Nacional”, proponía otra. La decisión de publicarlas surgió casi al final, y fue el resultado de muchas discusiones, la superación de muchos miedos y reparos. Habíamos hablado así, entre mujeres, sin otro testigo que nosotras mismas, nuestro afecto y nuestra comprensión, la comprensión que solamente puede darle al otro quien padeció lo mismo. Develar cosas que habíamos callado durante tanto tiempo nos hacía sentir demasiado expuestas. En algún momento de nuestras vidas, todas nos enfrentamos a la desconfianza que provoca el ser sobreviviente después de haber estado en poder de un enemigo que aniquiló a la mayor parte de sus prisioneros. Y en estas charlas nosotras mismas, una y otra vez, volvemos a interrogarnos como en una letanía: ¿Por qué estamos vivas? En una entrevista hecha por Miriam, un sobreviviente de la lista de Schindler se pregunta: “¿Por qué nosotros? ¿Y los otros?” Ni él ni nosotras conocemos la respuesta. En el cuarto de la terraza que elegimos para reunirnos había ventanas desde donde se veía el cielo, unas veces límpido, otras negro de tormenta. Hubo siempre ruedas de mate y café, cigarrillos y facturas, idas y venidas. A pesar de que pusimos un límite de una hora y media de grabación por encuentro, y de que ahuyentábamos el espanto con la risa, dejábamos las reuniones con las heridas reabiertas. Y un buen día, Liliana, una de las que con mayor decisión habían empezado a venir, dijo que no lo soportaba más. Estuvo ausente casi un año, cicatrizando... Y volvió, con más fuerza que antes. La recibimos casi sin preguntas y con los brazos abiertos. Unidas por el Campo, por una relación casi sanguínea, estamos acostumbradas a acompañarnos y aceptarnos en las buenas y en las malas. Durante los años de nuestras citas para la memoria, la vida también nos sacudió. Elisa atravesó durante la primera época de nuestras reuniones la última parte de un tratamiento de quimioterapia, que enfrentó con la misma voluntad de vivir que había mostrado en el Campo. Cristina fue elegida concejal, y su agenda se hizo más y más poblada a medida que, con sus compañeros de hoy, debió enfrentar corrupciones, pragmatismos y las dificultades de construir un proyecto colectivo (males de estos tiempos que mucho tienen que ver con esta historia). La única hija de Liliana, como tantos otros pibes de su edad, dejó el país para seguir su vida en otro lado junto a su padre. Miriam recorrió como periodista los Campos de Concentración nazis en Europa y trabajó sobre las historias de sobrevivientes del nazismo. Encontró en ellas puntos de contacto que la sacudieron más de lo que hubiera sospechado.

Munú pudo por fin expresar en una obra plástica un homenaje a su compañero desaparecido y comenzar a llorar su dolor. Cada una atravesó experiencias únicas, irrepetibles. Tenemos distintas posiciones frente a muchas de las situaciones vividas en el Campo. Sin embargo, no necesariamente eso se reflejó en un debate. En ocasiones, por el contrario, alguna se hundía en un silencio melancólico que las otras tratábamos de quebrar sin éxito. Fueron muchos los días en que ese silencio fue de todas, porque nos enmudecía el estupor que nos causaba la confesión de una de nosotras. Pero fueron más los momentos en que la risa inundó la mesa. El humor fue para el grupo una de las herramientas para ahuyentar la angustia, que de otra manera se habría vuelto insoportable y nos habría impedido seguir adelante. La distancia y la frialdad aparente con las que relatamos algunos hechos fueron otros de los recursos con que nos sobrepusimos a los golpes que nos asestaba el pasado... Para que estas charlas fueran posibles, hicimos un culto del afecto y la tolerancia. No existieron presiones: cada una contó lo que se sintió en condiciones de recordar. Nuestra memoria fue un animal por momentos rebelde, corcoveante, difícil de domar. Seguramente este libro sería distinto si hubiera sido escrito varios anos atrás, o dentro de una década. No siempre estuvimos solas. Adriana Marcus1 también estuvo secuestrada en la ESMA. Es ahora una médica que vive en Zapala y atiende desde su lugar de trabajo en el hospital público a la población suburbana y rural, incluidas comunidades mapuches, visitándolas en sus parajes distantes de la ciudad, adonde casi nadie llega. Dejó varias veces su trabajo para viajar a Buenos Aires en ómnibus y unirse a nuestros “tés canasta”, como ella con su particular ironía los llamaba. No estuvo en todos, pero es una de nosotras. Sus historias son una parte sustancial de nuestro testimonio. El caso de Mirta Clara2 fue diferente. Estuvo presa en una cárcel legal durante ocho años, y trabaja como psicoanalista con víctimas de la represión. Por ambas razones, fue una de las primeras personas que leyeron nuestro material y estuvo en uno de nuestros encuentros. Desde que conocimos su punto de vista, su análisis agudo acerca de las similitudes y diferencias entre la cárcel y el Campo de Concentración, pensamos que su inclusión era imprescindible. Sin embargo, no pretendimos hacer interpretaciones psicológicas o filosóficas más allá de las que se dieron naturalmente en las conversaciones. Únicamente cosechamos recuerdos, tal como pudimos hacerlo en esta etapa de nuestras vidas. “Qué manto de memoria colectiva se podría tejer con esos pedacitos de memoria no dichos, fragmentados, dispersos, que los testigos y víctimas guardan para sí, como inmovilizados en su antiguo lugar. Un manto consolador y abrigador contra repeticiones posibles. Los crímenes del pasado perviven en lo que se calla de ellos en el presente." Nuestro libro es sólo un pedacito de ese "manto de memoria" del que habla Juan Gelman. Hubo cientos de sobrevivientes, hay decenas de miles de familiares de desaparecidos. Son muchos los trozos que tienen que ser unidos trabajosamente todavía para que el manto, inmenso, paternal, nos abrigue a todos, definitivamente. Capítulo 6. Bebés bajo custodia Voy a contarte el cuento de tu venida al mundo en los subsuelos del miedo, sobre una mesa, un día de primavera al mediodía, el día del encuentro. El día del encuentro voy a contarte la historia de esta hermana incompleta, la historia de tu ausencia, del vacío en cada cumpleaños, cada Año Nuevo, cada diploma, cada vacación, cada entierro.

MARIANA PÉREZ ROISINBLIT, “El cuento”. Dedicado a su hermano Rodolfo, nacido en el sótano de la ESMA. 4 de febrero de 1999. En la ESMA funcionaba una maternidad clandestina. Las mujeres embarazadas eran llevadas allí incluso desde otros Campos de Concentración. Mientras llegaba el momento del parto, unas pocas secuestradas, aprovechando la tolerancia de algunas guardias, pudieron acompañarlas, sostenerlas y a la vez ampararse en su inusual dulzura y fortaleza. Engañadas por los marinos, la mayoría nunca sospechó que sus bebés no llegarían a manos de sus familias e iban a convertirse en botín de los militares. Era un destino demasiado cruel para imaginarlo.

Elisa: ¿Vos, Liliana, caíste en Mar del Plata con las embarazadas? Liliana: En la misma época, no al mismo tiempo. Cayeron Liliana Pereyra y Patricia

de Rosenfeld, la mujer de Walter, la mamá del chiquito rubio que después nació en la ESMA. De los padres, ¿no se supo nunca nada, de Walter, de Patricia...?

Miriam: Se saben algunas cosas: la gente del Equipo de Antropología Forense encontró el cadáver de Liliana. Fue fusilada después de parir.

Liliana: ¿Dónde encontraron el cuerpo? Miriam: En Mar del Plata. Liliana: A Pati y Liliana las secuestraron en la misma época que a mí, en noviembre

de 1977, y con pocos meses de embarazo. Estarían de tres o cuatro meses. Elisa: Pati fue la última embarazada que yo vi estando dentro de la ESMA. Fue antes

de que desalojaran la Pieza de las Embarazadas, en el tercer piso. Estoy segura de que apuraron muchísimo esos partos, los indujeron, porque venía el Mundial de Fútbol y temían que hubiera inspecciones en la ESMA de organismos internacionales o de periodistas. También me acuerdo de Cristina Greco, a quien llevaron a la ESMA más o menos en febrero del 78 desde Aeronáutica. Estaba muy preocupada, porque ella, unos meses antes, había sido secuestrada, liberada y había vuelto a caer, y PEDRO BOLITA la había reconocido. Estuvo poco tiempo en Capucha, donde la conocí cuando tuvo a su bebé. Se los llevaron a los dos.

Munú: ¿La Pieza de las Embarazadas es la que estaba debajo de Capuchita? Elisa: Sí, abajo de Capuchita. Munú: Una pieza grande. Elisa: Cuando los del Mini-staff todavía estaban en la ESMA, antes de que los dejaran

dormir afuera, dormían en ese cuarto, hasta febrero o marzo de 1978. En ese momento a las embarazadas las tenían en una pieza de enfrente, en una habitación que luego usamos como Comedor. Cuando los del Mini-staff dejaron de dormir en la ESMA, a ellas las pasaron a esa pieza. Allí estuvieron Pati, Lili y Bebe. Estoy segura de que la última embarazada que quedo allí fue Pati.

Miriam: ¿Ustedes sabían que a los bebés no los entregaban a las familias? Liliana, Munú: No. Elisa: Sí... se sospechaba. Miriam: ¿Sospechabas? Elisa: En una primera etapa parecía mentira tanta atrocidad. El hecho de que los

separaran de sus padres ya era un castigo. Miriam: Personalmente, nunca imaginé algo tan horrible, nunca. Liliana: Yo nunca terminé de aceptar que la gente estaba muerta. Para mí la incógnita

sobre los bebés era la misma que sobre el resto de los desaparecidos. Tardé años en aceptar que estaban muertos y años, también, en aceptar que los bebés no estaban con sus familias.

Elisa: En la Pecera y en Capucha se decía que iban a parar a manos de oficiales que no podían tener hijos. Incluso se comentaba que existía una lista de oficiales que los querían.

Miriam: Yo no escuché eso dentro de la ESMA, nunca.

Liliana: Yo tampoco. Elisa: ¿Vos, Miriam, pensabas que los daban a la familia? Miriam: Claro, porque a las compañeras les hacían escribir una carta dirigida a sus

familiares, generalmente a sus madres o suegras, pidiéndoles que criaran a ese bebé con amor hasta que pudieran reunirse con él. Así se quedaban tranquilas...

Elisa: Les compraban ropa; el gordo SELVA, por orden de los marinos, compraba el ajuar de cada bebé. Eso me lleva a sostener que eran entregados a familias conocidas de ellos. De otra forma no tiene sentido el esmero para que los chicos estuvieran bien vestidos. Por eso me extrañaron tanto dos casos de los que supe después: el de un chiquito que apareció en Casa Cuna, Emiliano Hueravillo, y el del hijo de Patricia de Rosenfeld, que fue restituido a su familia. Hace poco tiempo, comentando con una compañera sobre este caso, ella pensaba que como el chico tenía origen judío ningún militar lo quería.

Munú: Hay otros niños de origen judío que están desaparecidos. Liliana: ¿Es el único caso de la ESMA de bebé restituido? Miriam: No, también los de Mo. y Pe. Aunque se trata de otro tipo de casos, no se

puede comparar, porque ellas eran del Mismo stqff. Munú: A esos bebés los dejaron con sus madres. Nunca se los sacaron. En el caso

Rosenfeld desaparecen a la madre y dejan al bebé con la familia de ella. Liliana: Sí, no siempre hicieron lo mismo. Miriam: En la mayoría de los casos mataron a la madre y desaparecieron al bebé.

Hubo ciertas excepciones. Elisa: El bebé de Liliana no apareció nunca, pero al hijo de Patricia de Rosenfeld se lo

entregaron a la familia de ella. La abuela que lo había recibido estaba aterrorizada y no les avisó a los abuelos paternos. Por eso siguieron buscando al niño aún cuando lo tenía ella.

Miriam: ¿Los marinos mismos lo entregaron? Elisa: Alguien de la ESMA se lo entregó. Liliana: Qué raro es, ¿no? Miriam: Habrán pensado que el chico era enfermo o algo así. De otro modo no se

explica. No me convence la versión de que lo rechazaran por ser judío. Elisa: Quica y Chiche pidieron mucho por Patricia, era la única embarazada que

quedaba en ese momento; insistieron para que la dejaran, hablaron con los oficiales durante mucho tiempo. Los marinos aducían que no la dejaban viva porque el marido estaba desaparecido, no había ninguna posibilidad de que ella quedara con vida. Eso era lo que le decían a Chiche, lo que decía el TIGRE...

Miriam: Y el bebé por qué creen... Elisa: Yo creo que le habrán dado el bebé a la abuela frente a esa insistencia. Yo me

enteré de esto porque, cuando trabajaba en el negocio de mis viejos, una vez vino una Abuela de la Plaza y me preguntó si conocía al chico. Entonces le respondí: “A Sebastián lo acuné”. Me dijo que el nene estaba muy angustiado, entonces le escribí una carta contándole lo que sabía sobre su nacimiento, las expectativas de su mamá, todo lo que ella lo quería y lo cuidaba. Le conté en esa carta la historia que yo había compartido con su mamá durante parte del embarazo adentro de la ESMA. Viki, para esa misma época, fue a visitarlo y le dio una pulsera que era de la madre. Después me contaron la otra parte de la historia, que los otros abuelos lo buscaban porque la abuela que lo tenía no había dicho nada. Luego de varios años, la misma abuela que había hecho de correo volvió a llamarme, para repasar esa historia, para confirmarla, porque así como a Pati la llevaron desde Mar del Plata a la ESMA, a su compañero, el papá de Sebastián, lo llevaron a La Cacha y los testimonios de los sobrevivientes de ese Campo cuentan que él decía que su hijo, a quien no conoció, había quedado en Mar del Plata, y esto generaba una confusión. ¡No podemos dudar de las pocas certezas que tenemos! ¡Hemos denunciado siempre dónde nació Sebastián porque lo conocimos, estuvimos con él y con su mamá! Por suerte, el chico sabe la verdad, no tiene ninguna confusión.

Munú: Vaya a saber cómo fue el traslado del papá a La Cacha y por qué se habrá quedado con la idea de que su hijo estaba en Mar del Plata... había muchos traslados de detenidos entre Campos.

Miriam: Sí. Mi caso fue especial porque pasé de Fuerza Aérea a la ESMA, pero no para ser interrogada. Otra gente era llevada de Campo en Campo para sacarle información, para torturarla de nuevo después de meses de haber caído. Lo hacían para confrontar declaraciones, para ver si los secuestrados les mentían.

Munú: Yo recuerdo el caso de Patricia Roisinblit, a quien traen de otro chupadero. Cuando llegó le faltaban unos días para parir, entonces la tuvieron más o menos veinticuatro horas en el Sótano, en Enfermería, y luego la subieron al Altillo.

Miriam: Sí, la traían de Fuerza Aérea, ella misma me dijo que estaba en Aeronáutica. Hablamos mucho de eso porque el lugar donde la tenían, una casa en zona Oeste, también parecía un centro operativo donde tampoco había otros chupados, igual que en la casa donde había estado yo.

Munú: ¿Se acuerdan de que la pusieron en una piecita chiquita...? Miriam: Que estaba en el Pañol, en el tercer piso, donde guardaban las cosas robadas

en los allanamientos, debajo de la escalera que iba a Capuchita. Era una baulera, sin ventilación.

Munú: Sí, al costado de lo que había sido la Pieza de las Embarazadas. Estuvo unos días ahí y la bajaron en el momento del parto. Después estuvo como tres días más con el bebé...

Miriam: ¿En el Sótano, en la Enfermería? Munú: Sí, en la Enfermería, y es cuando... Miriam: ¡Ah!, por eso no la vi más. Munú: Claro, es cuando nos ponen a Andrea y a mí a cuidarla a ella y al bebé, a

ayudarla a lavarse y atenderlo. Todo el mundo pedía que trajeran a José y nunca lo trajeron. Elisa: ¿José quién era?, ¿la pareja? Miriam: El esposo de Patricia... José Manuel Pérez Rojo. Munú: Había mucha gente que lo conocía y pedía para que lo trajeran a la ESMA. Miriam: Pero no hubo caso, decían que no podían porque no era su jurisdicción, que

pertenecía a otra Fuerza. MARIANO me dijo eso. Elisa: ¿Eso fue a fines de 1978? Miriam: En noviembre. Yo conocía a Patricia y a su marido, que había sido mi

responsable en Oeste Provincia. La última vez que la vi afuera, estaba embarazada de Mariana, su hija mayor. En la ESMA, la visitaba en la piecita. Había tratado de convencerla de que pidiera quedarse, le decía que así tendría una posibilidad mayor de sobrevivir y que después se podía pedir que lo trajeran a José. No podía asegurarle que en la ESMA iba a vivir, ni decirle, porque no lo sabía, que en Fuerza Aérea iban a matarlos a los dos. Lo que nunca me imaginé, en ningún caso, fue que a los bebés los robarían, que los recién nacidos no iban a llegar a las familias. Era demasiado terrible para imaginarlo.

Munú: Yo la había visto abajo y también me metía en esa piecita cuando estaba arriba. Hacia muchísimo calor y en ese cuartucho era inaguantable. Aunque no se podía, le dejábamos la puerta abierta. Hasta que no la trajeron a ella, nunca me había enterado de cómo funcionaba la ESMA con respecto a las embarazadas. Sabía que las había habido, pero no si habían sido trasladadas, si eran de la ESMA o si también las traían de otros chupaderos. Esas cosas habían pasado bastante tiempo antes de la llegada de Patricia en noviembre de 1978.

Elisa: Bastante antes no, meses antes. El último embarazo había sido en abril de ese año y vos caíste en junio. Por eso no viste a ninguna, pero hubo muchas.

Munú: El 15 de noviembre nació el niñito de Patricia. El bebé nació en la Enfermería. La atendió un médico llamado MAGNACCO. Quica y Andrea ayudaron en el parto y después también te dejaron entrar a vos, Miriam. Patricia le puso de nombre Rodolfo en honor a un compañero que había caído.

Miriam: Sí, yo entré cuando le cortaban el cordón. Tenía un zarpullido en la cara por el esfuerzo, pidió que le pusieran al bebé sobre el pecho. Estaba feliz... El médico le dijo que se había portado bien... y ella le respondió que en el parto anterior se había portado mejor.

Munú: Después la vi dos o tres días más hasta que se los llevaron. Estaban en la Enfermería, donde yo había dormido cinco meses; era un lugar muy familiar para mí y ahora estaban ella y el bebé. Es un cuadro demasiado terrible y contradictorio. Un chupadero, una mujer secuestrada, un niño recién nacido, yo, y la incertidumbre de qué sería de nuestras vidas. Tan juntas, encimadas, superpuestas la vida y la muerte. Hablé mucho con Patricia, en realidad ella hablaba mucho; me contaba cómo era el Pozo donde estaba con su compañero, su gran temor a la tortura cuando la llevaran nuevamente. Nunca me dijo que tuviera miedo de que la mataran. Lo que mejor recuerdo son sus ganas de vivir, sus proyectos, la casa con la que soñaba para su familia. Un día, cuando me bajaron, ya no estaban. Fue un dolor diferente de todos los demás, una invasión de tristeza... Sus abuelas y su hermana nunca dejaron de buscar a Rodolfo.

Elisa: En los casos que yo conocí también se las llevaron enseguida de que nacieron los bebés. En mi época estaba prohibido entrar en la Pieza de las Embarazadas, lo hacíamos con la precaución de que nadie nos viese.

Munú: Para esa misma época cayó una pareja; la chica tenía un embarazo muy avanzado, a él lo torturaron mucho. Todo pasaba en el Sótano... vivíamos así...

Miriam: Las parturientas... con los torturados, con los moribundos... Munú: A la compañera la pusieron en un cuartito y a él en la Enfermería. Luego la

llevaron a ella también para allí. Él hizo como tres paros cardíacos. MANZANITA, el médico, lo sacaba del paro y seguían torturándolo. Esta chica parió enseguida y la dejaron irse con su bebé; estuvieron unos días.

Miriam: ¿Y a él no? Munú: A él lo dejaron adentro. Lo que no sé es qué pasó después. Elisa: ¿Quién era? Munú: Le decían Luis. Supongo que deben de haber sido liberados y que al niño lo

tendrán ellos. El niño nació y estaba con ella en la Enfermería. Miriam:¿No sabés quién la asistió en el parto? Yo no me acuerdo de esa situación. Munú: Es que no subió nunca, todo esto pasaba en el Sótano. Por ahí Liliana podría

acordarse de algo. Liliana: Me acuerdo del hecho y de la pareja, pero no de cómo se llamaba la chica. Y

también me quedé con la idea de que la liberaron, pero esas cosas nunca sabés si son ciertas. Elisa: Víctor y Lita cayeron con su bebé de veinte días. Él denuncia en su testimonio

que torturaron al hijito. Miriam: Sí, al bebé le pasaron la picana por la piernita. Munú: En su testimonio dice que un tal PIRAÑA, de Prefectura, entró en el lugar donde

lo estaban torturando, trayendo a su bebé sujeto de los pies, y le dijo que si no colaboraba iba a hacer estallar la cabeza del niño contra la pared. Y le aplicó corriente. (silencio y suspiros)

Miriam: En mi declaración ante el juez Bagnasco, en la causa por el hijo de Patricia Roisinblit, me preocupé por remarcar que con las embarazadas realmente había habido un sistema armado, que el suyo no había sido un caso excepcional. Que muchas detenidas parieron en la ESMA, y que incluso traían embarazadas de otros Campos. Fue, sí, el único parto que yo presencié y la única embarazada con la que tuve un contacto estrecho. Declaré que había otras detenidas que tenían “permiso”, entre comillas, para acompañar a las embarazadas. Viki me aclaró que el permiso no era tan explícito. ¿Cómo era, Elisa? Vos siempre hablabas con ellas.

Elisa: Uno se metía cuando los VERDES que estaban en ese momento te lo permitían. Al principio era terrible, con el tiempo creo que las medidas de seguridad y aislamiento fueron poniéndose más laxas. Cuando yo caí, las embarazadas estaban encerradas con llave. Cuando tenían necesidad de ir al baño golpeaban con fuerza la puerta desde adentro para que

la guardia les abriera. Era imposible hablar con ellas. Era la época en que estaban María José, las dos Susanas: la Silver de Reinhold y la Pegoraro. A Susanita Silver la conocía de la Facultad de Derecho, la vi en el baño y me contó que con algunas guardias iba a poder entrar en la pieza. Mientras estuve en Capucha no pude lograrlo. Pero cuando empecé a circular por la Pecera me resultó más fácil; de todas maneras, ya para esa época no había llaves de por medio, nada más que puerta cerrada, o sea que cuando iba al baño, en un descuido de la guardia, siempre trataba de entrar. Para mí era una necesidad verlas, me conectaban con la vida, con la ternura, siempre tirando para adelante. Con una fuerza increíble. Cualquier prenda que llegaba a sus manos, si era de lana, la destejían y la transformaban en ropa para sus bebés. Así pude conocer a Laurita, la hija de Susanita. A Federico, hijo de Liliana Pereyra. A Juan, hijo de Alicia Alfonsín, y a Sebastián, hijo de Pati de Rosenfeld.

Munú: Muchos bebés nacieron en la ESMA. Los dos partos que hubo estando yo fueron en el Sótano, pero por lo que vos decís antes eran arriba.

Elisa: Es que estuvimos en épocas distintas. La mayoría de las chicas embarazadas que yo conocí tuvieron arriba, en el tercer piso, otras en la Enfermería del Sótano, y a Susana de Reinhold la llevaron al Hospital Naval para hacerle cesárea.

Miriam: ¿Había consultorios médicos en otro edificio de la ESMA? Munú: No sé. Cuando traían a algún herido decían que lo llevaban al Naval y cuando

Liliana se ahogó con comida también la llevaron allí. Liliana: ¿Cuántos bebés se supone que nacieron en la ESMA? Miriam: Quica dice que ella presenció diecisiete partos. Y habrá habido otros que

seguramente no presenció. Munú: ¡Las embarazadas eran el cuadro más espantoso! ¡Era la posible muerte

pariendo vida! Elisa: Ahora lo podernos ver como el cuadro más espantoso. En aquel momento, para

mí, entrar en la Pieza de las Embarazas era un bálsamo; del clima tenso de Pecera pasar por ese cuarto era una caricia. A pesar de la angustia que las envolvía, parecían un canto a la vida, siempre haciendo cosas para la gente de Capucha, para sus hijos. Con miga de pan hicieron todas las piezas de un juego de ajedrez y, cuando se enteraban de que alguno de nosotros iba de visita, nos mandaban figuras bordadas para hacer cuadros. Más de una vez hasta los VERDES llegaron a pedirles alguna manualidad para regalarles a sus novias. La fortaleza de esas mujeres era envidiable. 1 Adriana Marcus nació el 12 de octubre de 1955 en Capital Federal. Cursaba quinto año de la carrera de Medicina en la Universidad Nacional de Buenos Aires cuando la secuestraron, el 26 de agosto de 1978. También realizaba la práctica hospitalaria en el Hospital Castex, de San Martín, y trabajaba como enfermera en una clínica. El 24 de abril de 1979 fue puesta bajo libertad vigilada y obligada a trabajar hasta el mes de febrero de 1980. Hoy es médica general en el hospital de Zapala, Neuquén, a cargo del área Programa Urbano y Rural. 2 Mirta Clara fue detenida el 9 de octubre de 1975 y estuvo incomunicada durante un mes junto a su esposo, Néstor Carlos Sala, en la Brigada de Investigaciones de Resistencia, Chaco. Permaneció como detenida legalizada en las cárceles de Chaco, Formosa, Ezeiza y Devoto hasta el 9 de noviembre de 1983, fecha en que recuperó su libertad. Su esposo fue fusilado en la Masacre de Margarita Belén (Chaco) el 13 de diciembre de 1976. Mirta es psicóloga e investiga sobre los recursos utilizados para sobrevivir ante una situación limite de sometimiento.

Texto de y sobre la Ley de obediencia debida, 1987, en Revista Sitio nº 6.

( Versión facsimilar)

SITIO 6Entredichos

Argumentos

Ramón Alcalde: Crimen y perdón 6 Jorge Jinkis: Inventar lo posible 42 Luis Gusmán: La Ley de obediencia debida no es "reserva textual" 48

Los textos de la Obediencia Debida

Juan Octavio Gauna: Dictamen ante la Corte Suprema de Justicia de la

Nación (causa Ramón JA. Camps y otros) l 8

Congreso Nacional: Ley 23.521, de "Obediencia Debida" 23

Jorge A. Bacqué: Voto en disidencia (causa Ramón J.A. Camps y otros) 23

a) Inconstitucionalidad de la Ley de Obediencia Debida 33 b) Cualquiera sea su carácter, la Ley de Obediencia Debida no es aplicable al delito de tortura 27 c) Las quejas de los inculpados no son atendibles 27 d) Alcances de la obediencia prescripta por el artículo 514 del Código de Justicia Militar 30 e) Los hechos atroces no son exculpables por obediencia debida 31 f) Análisis doctrinario del artículo 514 38 g) ídem de otras normas del Código de Justicia Militar 40 h) La ley 23.049 es constitucional* 41

* Los subtítulos no son del original

Entredichos

El último número de SITIO se publicó en mayo de 1985. Nuestro silencio pide una justi- ficación. No fue producto de una decisión reflexiva: el intervalo se nos fue alargando insensiblemente, como si no dependiera de nosotros o estuviera determinado por la esperade algunas condiciones que desconociéramos o sobre las que no tuviéramos poder. Sólo sabíamos que el desgano, acedía casi, era compacto y unánime entre nosotros.

Nos habíamos asignado un lugar en el campo intelectual tal como estaba configurado en 1981 cuando comenzó a aparecer nuestra revista, y esta configuración había cambiado esencialmente al inaugurarse el gobierno constitucional: cese de la represión, eliminación de la censura, vigencia de los derechos y garantías individuales, apertura de las instituciones educacionales y de acción cultural, nuevas relaciones internacionales, revisión de lo actuado durante la dictadura miliar en lo referente a ilícitos económicos y violaciones de los derechos humanos, federalismo. Dentro de este marco: retorno de los exiliados —con discursos nuevos o con los de siempre—, aparición de una prensa política (semanarios), activa producción cinematográfica, conciertos multitudinarios, manifestaciones incesantes, huelgas no reprimidas, volantes y propaganda mural casi hasta la saturación, programas "cuestionadores" en televisión y radio. Se habló de "destape". Muchos lo creyeron en exceso.

Aliviada, SITIO sucumbió a las delicias de Capua. Estábamos mucho menos solos, renacía la división del campo intelectual. Había otra vez, cada uno en lo suyo, literatos, artistas, políticos, educadores, filósofos, sofistas. Además, nos sentíamos tutelados y relevados en preocupaciones fundamentales. Comisiones de Derechos Humanos a cargo de prohombres y promujeres que daban plenas garantías; juristas que velaban por la justicia; filósofos en ministerios y asesorías que vigilaban la ética y

eran escuchados o consultados por el Príncipe tanto como Platón, Agustín o Campanella hubieran podido desear; humanocientistas que encuestaban, describían, planificaban; lingüistas que desmontaban las insidias de los discursos, psicoanalistas de por aquí y de ultramar que acorralaban a Ello para que, pronto, cuanto antes, a l l í donde él había estado, adviniera Yo. "Democracia, Racionalidad, Modernización, Postmodernidad, Diálogo". Diálogo, sobre todo; con FMI, con los Bancos Acreedores, con la Comunidad Económica Europea, con Juan Carlos, con Reagan. Y no por necesidad o conveniencia meramente empírica, contingente, sino "por una profunda vocación".

Toda una Primavera. Una Primavera Kitsch, que demasiado duró, si bien se piensa. Pero la última Pascua no vino a cerrar la Cuaresma, sino a inaugurarla. Lo inimaginable para muchos en 1984 se ha hecho Realidad. Una Realidad que retorna con rasgos reconocibles, pero que puede —y es de temer que lo haga— desembozarse mucho más. Como a la Ley de "Punto Final" la siguió la Ley de "Obediencia Debida", a ésta la seguirá... lo que se quiera pedir. Sería más que ingenuidad esperar otra cosa. No pedirán, previsiblemente, menos que la Ley de "Autoamnistía" derogada en 1984. Se hará de mala gana, bajo protesta; "no gustará" a nadie; será el último escuerzo que se trague, el último ricino; la postrer renuncia que permitirá salvar la Democracia al menos para la Posteridad... Pero se hará.

SITIO se siente nuevamente convocada. En medio del retintín monocorde de los gingles, de la destemplada polifonía de estos años, no escuchó ninguna voz a la que pudiera sumar la propia, y ésta se le quedaba en la garganta. Vio, con pena, que muchos no supieron administrar su silencio ni preservar su palabra. Hablaron demasiado; demasiado pronto; donde no era pertinente. Exultaron en exceso,

profirieron lo irrecuperable. Y se quedaron afónicos. Por supuesto, convalecerán —tienen una larga práctica— y se las ingeniarán para graznar su nuevo canto del Fénix.

Nuestro despertador fue un "¡Compatriotas, Felices Pacuas!", que en el momento de escucharlo recibimos más bien crédulamente, como los representantes de los partidos políticos reunidos en el Congreso, los millones de argentinos que, delante del balcón de la Casa Rosada, de las alambradas de Campo de Mayo o en las plazas de todas las ciudades y pueblos de la República, aguardaban hacía 48 horas el desenlace de un enfrentamiento en que se jugaba todo lo ocurrido en la Argentina durante los 11 años que han pasado desde 1976, nuestro presente inmediato y nuestro futuro, por un lapso imposible de prever.

En efecto; el Presidente de la Nación y Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas (así reza la Constitución) había decidido trasladarse en persona al baluarte de los sublevados, un grupo de oficiales, pequeño, pero que el resto de sus "camaradas de armas" se negaba a reprimir. Iba —dijo— a exigirles, en persona, la obediencia debida y la rendición. Y lo que las armas de la ley no habían logrado, mágicamente, pareció lograrlo el Diálogo, o la diosa Peithó.

Con muy pocas excepciones, el Presidente fue creído: segundo milagro de Peithó.

Los días siguientes Diálogo se transforma en tromba. Con otros interlocutores: los legisladores del partido oficialista y los de los partidos pequeños; los jefes militares; los jueces. Recalcitran algunos. Se los convoca a nuevos diálogos más íntimos, se les exponen razones de estado, argumentos que no son para catecúmenos, sino que suponen almas más templadas y firmes en la fe. El whip* Jaroslavsky y el entonces procurador general de la Nación, Juan Octavio Gauna, promovido ahora a secretario del Interior (por lo tanto, dicho sea incidentalmente, el superior inmediato del jefe de la Policía Federal) trajinan en los detalles menos limpios del acatamiento que habrá de asegurar la exculpación por obedien-

* Whip: "Azote, látigo, zurriago, fusta"; en política, "diputado encargado de velar por los intereses de su partido en el Parlamento o Congreso, exhortador, llamador". No nos tomará a mal el diputado Jaroslavsky que usemos con él esta rancia metáfora, tomada del vocabulario legislativo de las dos Grandes Democracias, nuestra inspiración y modelo institucional; ni tampoco los señores diputados integrantes de su bloque. Ellos sabrán pasar por alto los "comparantes"de la relación metafórica: canes/mozo de traílla, que en el uso actual de la designación están absolutamente sublimados.

cia debida en los hechos de la guerra sucia. El mensaje del Poder Ejecutivo se vota gregariamente como ley. La Suprema Corte acelera el fallo en el recurso interpuesto contra la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional por los defensores de los implicados en la "Causa Camps". La mayoría (jueces Caballero, Belluscio, Fayt, Petracchi) revoca la sentencia del tribunal a quo y dispone la absolución de Norberto Cozzani, cabo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, y la del "médico" Jorge Antonio Bergés, adscripto como oficial principal a la misma repartición como coautor, de tormentos en repetidas ocasiones a personas secuestradas y encarceladas clandestinamente. (La intervención del facultativo había sido para controlar el estado cardíaco de los torturados y aconsejar o desaconsejar la prosecución del tormento; es decir, no dejar morir a las víctimas hasta que hubieran revelado la información que ocultaban, real o supuestamente.)

Todos estos hechos son de público dominio y SITIO no aportará ninguna información o anécdota nueva. Cree, sí, que resultará útil contribuir a la difusión de algunos textos oficiales (Autos del juicio) escatimados por los diarios o publicados en compilaciones de circulación restringida al público especializado, como es la revista La Ley. Y también cree que debe rendir homenaje a los jueces de la Cámara Nacional y al doctor Jorge A. Bacqué; a éste por lo ejemplar de su voto y por haber sido el único de los miembros de la Corte Suprema que propuso declarar inconstitucional la Ley de Obediencia Debida ¡Hay —pocos— jueces en Berlín! El dictamen del abogado Gauna lo incluimos: a) para contraste; b) para oprobio; c) como una confirmación más de que "el hombre es el estilo".

En este número no publicamos poemas, relatos, ensayos o notas de crítica literaria. La Literatura —la que nos interesa— no ha tenido tiempo aún de replantearse su sentido en una sociedad cuyo sistema de valores ha quedado trastocado por la sanción de la Ley de Obediencia Debida y por la aplicación jurisprudencial que de ella hizo la Corte Suprema. No sólo la Literatura, por supuesto, sino también las restantes prácticas culturales articuladas con aquel sistema arquitectónico. Tebas "se agostaba en las semillas sembradas en su tierra, en sus rebaños de bueyes, en los partos estériles de las mujeres", y Apolo exigía que expulsara al impuro cuyo crimen había poluido a todos o que "compensara una muerte con otra muerte". Mientras tanto, la ciudad contaminada no podía producir sino contaminación, ya

emprendiera solemnes procesiones, torneos o himnos. Nuestra purificación es más difícil de imaginar, o mucho menos, según se mire. De todas maneras, el primer acto posible y al alcance de cualquiera es no dejarse distraer. Evitar que la angustia se nos disipe aventada por una cotidianidad que nos sigue reclamando ¡as mismas tareas, los mismos gestos. La sanción de la Ley, el fallo que la aplica, no son dos "eventos" más, enhebrados entre cualesquiera otros dos, grises ya en una memoria domesticada para el olvido lo más acelerado posible... de cualquier cosa que obstruya el ingreso del nuevo bit que empuja impaciente porque el que viene detrás lo está empujando a él. La capacidad de horror también se embota y llega a atrofiarse, ¿Cómo, si no, explicar la acción de los exculpados y la de los exculpantes! ¿Cómo entender el repudio que en su momento concitaron los verdugos y la indiferencia tan generalizada con que se recibió el voto de los legisladores que los exime no sólo de castigo (lo que podría aceptarse como acto de conveniencia puramente política a cambio de evitar un mal mayor o conseguir un bien) sino de culpa? Los legisladores no tuvieron siquiera la obligación de los jueces, —que no hacen las leyes sino las aplican— de circunscribirse a un cuerpo de normas preexistente. Su único límite, en la medida en que es la fuente misma de su potestad, la Constitución Nacional, fue precisamente el que trasgredieron, y en un punto, el Artículo 189, que es su razón de ser. Se negaron a sí mismos, y nos implicaron a todos en su negación, en cuanto sujetos de derecho.

SITIO no acepta ningún nihilismo. Este presente contaminado y este futuro inmediato de culpabilidad y de vacío axiológico no es —como

el de Tebas o el de Sodoma y Gomorra— resultado de actos privados llevados a cabo en la intimidad por instrumentos de la malignidad de los dioses, no se transmite ineluctablemente de padres a hijos generación tras generación. Es el producto de un pasado político, es decir generado por nosotros mismos, los ciudadanos, en nuestros enfrentamientos por el poder dentro de la civitas. Una obra nuestra que podemos anular con un obrar contrario.

Y la Literatura (como la entiende SITIO), cualquiera sea la estética que adopte es, o tiene que quererlo ser, productora de efectos, de cambios en las conciencias, cambios que, de alguna u otra manera, antes o después, se transforman en conductas. Tiene, sobre cualquier otra práctica cultural, la ventaja de poder darse cada vez un comienzo absoluto, de estar exenta de cualquier condicionamiento o respecto (aun los preestablecidos por ella misma) al que tuviera que atenerse como norma.

Elige su plano de referencia: lo histórico-real; lo puramente imaginario; lo simbólico; lo posible lógico y lo lógicamente imposible: el epos, el apólogo, la canción, el oxímoron, el emblema o el enigma. No tiene que dar cuenta a nadie, pero elige tener que dar cuenta a todos y sobre todo. Acepta ser irresponsable para ejercitar con mayor plenitud su responsabilidad consigo misma.

¿A quién recurrir más pertinentemente para imaginar una política como la Argentina necesita inventar. Y que tiene que comenzar por ser declaradamente utópica, situada más allá del horizonte de posibilidades al que remite la trajinada definición de la Política como "arte de lo posible", que hasta ahora y entre nosotros sólo ha servido de taparrabos para todas las claudicaciones ante los Dueños de La Realidad.

Ramón Alcalde, Eduardo Grüner, Luis Gusmán, Jorge Jinkis, Mario Leuin

Crimen y perdón

Ramón Alcalde

"En realidad, el pecado no tiene domicilio propio en ninguna ciencia. El pecado es objeto de predicación,

en la cual el individuo habla como individuo al individuo" Kierkegaard, El concepto de la angustia.

ítems para un vocabulario del perdón, la culpa, la inocencia

I) Absolución, en un juicio, es la sentencia del juez que, después de escuchar a las partes y evaluar los cargos y los descargos, declara no culpable al incriminado por otro; en el sacra mento católico de la confesión, es la fórmula (signo eficaz de la gracia) mediante la cual el sacerdote, en nombre de Dios y por aplicación de los merecimientos de Cristo, perdona al con fesando los pecados de que él mismo se acusó. El juez decide si el acusado cometió o no el hecho de que se lo acusa. Si lo encuentra culpa ble, no puede no condenarlo a una pena ni per donársela. El sacerdote decide si el penitente está arrepentido y tiene propósito firme de enmienda, y exige para el perdón, si se ha oca sionado daño a terceros, que ese daño sea reparado. Sin estas condiciones, no puede per donar. En cuanto a la pena, no la condona (no podría) sino que la conmuta: en vez de un casti go en la Eternidad impone un castigo (sim bólico) en el Tiempo (de su vida). Ese castigo puede incluir la reparación pública del per juicio cometido.

Juez y sacerdote, pues, cada uno en su plano, natural o sobrenatural, no pueden atenerse a otro criterio que la justicia: el sacerdote que absolviera para obtener un beneficio personal o para otro sería sacrilego; el juez que hiciera lo mismo, prevaricaría.

II) Indulto es el acto del monarca que a su arbitrio (si es absoluto) o de acuerdo a una constitución (si no lo es) libera de la pena a un condenado previamente por un juez. El Presi dente de una república, en este aspecto, se homologa a un monarca constitucional. Para simplificar, llamaremos a ambos "el Príncipe".

El indulto del Príncipe se presenta a sí mismo como un acto de clemencia o de gracia, pero en verdad es un acto de prudencia o de imprudencia, según como haya sido concedido.

Y es evidente que no podría estar basado en la compasión o alguna determinación subjetiva equivalente, sino en el recto juicio o discernimiento del bien o del mal que para la civitas puede derivarse: salus populi summa lex. Y es inimaginable que un Príncipe prudente indultase (perdonase y dejase en libertad) a un condenado que se jactase de la acción por la que fue penado, anunciara públicamente su decisión de vengarse o su voluntad de seguir realizando esa acción siempre que le pareciera conveniente. O si constase al Príncipe que tal es el propósito de aquél, aunque no lo hubiera manifestado.

Es, pues, evidente que el Príncipe debe tener como norma la conveniencia o inconveniencia del indulto, pues la justicia ya quedó asegurada con la condena y la imposición de la pena. Su cumplimiento o no es contingente, accesorio.

III) Amnistía es una figura que en parte coincide con el indulto y en parte no. Ante todo, supone una ley sancionada por la autoridad competente, el soberano o la(s) asamblea(s). En este caso, el Príncipe concurre no vetándola, si la Constitución le otorga tal derecho. Como cualquier ley, ésta supone una autoridad de aplicación, distinta en principio de la autoridad legiferante, salvo que sea ésta misma, pero actuando en otra función. Como cualquier ley, ésta, por supuesto, tiene que tener un carácter de generalidad absoluta o relativa, en lo cual se diferencia liminarmente del indulto, que siempre es particular.

Pero difiere también de él por una doble eficacia en lo que hace a la temporalidad: a) hacia el futuro (es decir desde el momento de su promulgación) precluye cualquier acción por los delitos especificados por ella; b) hacia el pretérito, condona las penas ya impuestas y suspende las acciones en curso. . Los legisladores, pues, no revisan la cualidad de los hechos cometidos: lo que fue delito no deja de serlo; sus autores efectivos, incri-

minables, incriminados o ya condenados, no son exentados de la autoría. Pero el Estado renuncia a la vindicta, "olvida", se desinteresa, decide "hacer como si" los delitos no se hubieran cometido.

El criterio del legislador amnistiante, como el del Príncipe indultante, es también la conveniencia. Pero el ejercicio de la prudencia que se le exige tiene que tener en cuenta factores mucho más complejos que el indulto. Las leyes de la civitas no son un acervo, sino que guardan entre sí relaciones estructurales, y la adición, supresión o modificación de cualquiera afecta a todo el sistema, directa o indirectamente. La conveniencia concreta e inmediata de una ley tiene que ser evaluada en función de la totalidad de las leyes vigentes, y aun las idealmente posibles. Supone una evaluación mucho más histórica y política.

Podemos olvidarnos, desinteresarnos sólo de lo que estamos seguros de que no ha de perjudicarnos. Las leyes de amnistía se presentan siempre como magnanimidad, magnanimidad que —en política— sólo puede permitirse el vencedor seguro de su fuerza. La amnistía, obviamente, supone la discordia, o la guerra civil, ya superada. Del único modo como se superan las guerras: reduciendo a la impotencia definitiva al adversario o eliminando el motivo del enfrentamiento mediante alguna reestructuración del estado de cosas inicial. De lo contrario, la magnanimidad se convierte en irresponsabilidad. Es evidente que bajo el miedo o la coacción no puede hablarse de magnanimidad sin mofarse de las palabras, y que un "olvido" sancionado en esas condiciones es, a lo sumo, el olvido del avestruz, que se ciega para no ver ella, o el del camaleón, que se mimetiza para que los otros no lo vean. Sólo que el camaleón puede recuperar su color una vez pasado el peligro inmediato: los humanos, si lo perdemos, lo perdemos para siempre. Los miembros de la Asamblea Francesa que votó la ejecución de la familia real fueron tiranicidas o regicidas (según cómo se los mirase) hasta su muerte, y lo siguen siendo para la Historia.

IV) Exculpar, en sentido jurídico estricto, resulta sinónimo de absolver, tarea del juez. Pero en sentido más amplio significa creer o sostener aunque no se lo crea) que alguien no es culpable, y equivale a excusar o a cohonestar, según que se niegue el hecho o se le busquen atenuantes. El abogado que conoce la culpabilidad de alguien porque éste se la manifestó al encomendarle su defensa, no puede luego, en el juicio, admitir que su cliente es responsable de lo que le incriminan: tiene que hacer todo lo posible porque parezca inocente o menos culpable.

V) Otras dos formas de eximir de culpa o de pena se han conocido en Occidente: la compur gación y la Redención (etimológicamente "res cate"). En la compurgación antigua o medieval (juicio de Dios) el acusado se somete o es sometido a una prueba (sostener, por ejemplo, un hierro al rojo con la mano) cuyo buen resul tado depende de una suspensión de las leyes naturales, y por lo tanto es un testimonio indi recto de la omnisciencia divina en favor de su inocencia. En la Redención, la misericordia de Dios Padre para con el género humano y su deseo de anular la pena que El mismo le había impuesto por el Primer Pecado hizo que su Hijo se subrogara, padeciera y fuera ajusticiado para cancelar aquella pena y para borrar el reato del pecado en sus descendientes (me diante el sacramento del bautismo). Pero ni la misma omnipotencia divina podría hacer que un pecado cometido no haya sido cometido o que deje de ser —retroactivamente— pecado o delito. Esta última consideración nos intere sará más adelante.

¿A dónde apuntan estas sutilezas casi escolásticas? ¿De qué se está hablando? De la misma cosa, de la aprobación de la Ley de Obediencia Debida, de la sentencia de la mayoría de la Corte Suprema, de su aberración. De sus consecuencias morales para la sociedad argentina en su conjunto, civiles y militares. No para los exculpadores: ellos no necesitan exégetas, porque al hacer lo que hicieron no dudaban sobre su licitud o moralidad; ni necesitan jueces: los tienen, recónditos y unánimes, cada uno en la propia conciencia. Sus Erinias y sus Némesis. ¿Qué sentido tiene acosarlos más? Si ellos mismos —sesgadamente— lo han reconocido en el momento mismo de actuar (señalaremos luego de qué manera). Precisamente, entre exculpantes y exculpados hay esta diferencia: éstos no lamentan haber hecho lo que hicieron (no podrían lamentarlo, porque no lo reconocen como crimen; les dijeron: "¡Hágalo!", y lo hicieron); aquéllos, los cohonestadores, deploran haber actuado como actuaron y aducen la necesidad.

VI) Están, además los que proclaman que la represión ilegal no fue un delito sino, por el contrario, el cumplimiento heroico de un deber, merecedor del reconocimiento expreso de toda la sociedad, y reivindican los medios empleados como aptos y legítimos dada la "suciedad" de la guerra. Este grupo es más amplio y representa tivo de lo que algunos quisieran. Incluye, en primer término, a los voceros oficiales de las Fuerzas Armadas (que, por una ironía o una revancha de la Historia, son todos los sucesivos comandantes en jefe del Ejército nombrados

por el gobierno de la UCR), los militantes de FAMUS, diarios como La Nación, los partidos políticos de "centro" y, en distinto grado de conciencia y adhesión, cuantos votaron en favor del gobierno en las últimas elecciones, sin que esto implique que ninguno de los que votaron en contra deba incluirse. Extremando la exigencia, y aun a riesgo de ser tachado de distribuidor de méritos y desméritos, diría que todo el que consienta en olvidar, en darlo todo por terminado, en primer lugar si se trata de un intelectual.

El fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal condenando a Ramón JA. Camps, Ovidio P. Riccheri, Miguel O. Etchecolatz, Jorge A. Bergés, Norberto Cozzani

La Cámara analiza las causas de justificación opuestas por los defensores de los acusados, las cuales son sustancialmente dos: a) el carácter de guerra revolucionaria en cuyo marco los hechos inculpados se produjeron; b) el deber de obediencia a las órdenes recibidas, prescripto por el Código de Justicia Militar. Obviamente, la última afirmación vale especialmente para Etchecolatz, Bergés, Cozzani.

a. La guerra revolucionaria

Este punto ha sido tratado ya por la Cámara y por la Corte Suprema en la Causa contra los ex comandantes en jefe (causa 13/84), por lo cual en algunos aspectos el tribunal se remite a los anteriores pronunciamientos, que sin embargo amplía y profundiza en función de la controversia presente.

La Cámara acepta como legítima la decisión de reprimir a las organizaciones insurreccionales armadas, dispuesta por los Decretos 261, 2770, 2771, 2272 del año 1975. No discute la calificación de los objetivos y el modus operandi de dichas organizaciones tal como los describen los defensores, para centrarse exclusivamente en la discusión de los medios elegidos para reprimirlas y en la responsabilidad personal de los acusados en la aplicación de esos medios.

Es imposible no destacar aquí algo que la Cámara debió tomar en cuenta: el cambio de perspectiva introducido por los defensores al caracterizar las organizaciones insurreccionales armadas y su accionar, respecto de la adoptada oficialmente en el momento en que se llevó a cabo su represión. Entonces se trataba

de bandas de delincuentes; ahora se trata de la subversión terrorista o del terrorismo subversivo.

El accionar de una banda de delincuentes consiste en delinquir, cometer delitos penados por el Código Penal. El terrorismo, los secuestros serían aquí los delitos en cuestión. Las Fuerzas de Seguridad o las Fuerzas Armadas convocadas legalmente por insuficiencia de aquéllas debían reprimirlas dentro de los límites generales de los códigos civil y penal. Una banda de cuatreros, por ejemplo, tiene que ser reducida con el empleo de los medios adecuados a su peligrosidad, y sus integrantes tienen que ser apresados, encarcelados, puestos a disposición de la justicia civil, que los procesará por el delito de abigeato. En su captura no puede hablarse, como no sea metafóricamente, de "victoria" y "derrota", sino de "éxito" o "fracaso". Derrota y victoria se obtienen en las batallas que forman parte de una guerra entre un Estado y otro, o entre una facción y otra. En Roma había para cada una de estas dos modalidades de la guerra una denominación distinta: guerra contra el hostis, el enemigo extranjero, y guerra contra el inimi-cus, el conciudadano enemigo de otros conciudadanos. Y para con cada uno había obligaciones y derechos distintos. Al hostis vencido, por ejemplo, se lo podía reducir a la esclavitud: al inimicus, no.

Hacer la guerra es oficio de las Fuerzas Armadas, reprimir la delincuencia lo es de las Fuerzas de Seguridad. En la guerra contra el enemigo externo rigen normas especiales (las del derecho internacional) y la conducta de los miembros de las Fuerzas Armadas se gobierna por el Código de Justicia Militar. La guerra civil o intestina no tiene un derecho propio, sino que debe librarse mediante normas analógicas o eventualmente dictadas ad hoc. La sustitución de "represión de la delincuencia" por "lucha en la guerra revolucionaria" (que paradójicamente confirma la reivindicación que hacían en su momento las organizaciones insurreccionales armadas) no tiene, pues, otro sentido que mejorar retroactivamente la condición de los represores que incurrieron en actos imposibles de justificar desde el derecho civil intentando legitimarlos mediante su inclusión en el derecho militar, y dentro de éste, en las normas para tiempo de guerra. De ahí la importancia que tiene que otorgar la Cámara a la caracterización de la "guerra revolucionaria" alegada y el marco de legalidad dentro del cual debió librarse.

Como dijimos anteriormente, la Cámara acepta el carácter de guerra que los defensores

atribuyen a la represión y dentro de ella, el de guerra "revolucionaria", es decir, una guerra civil en la cual uno de los bandos no se propone meramente reemplazar al otro en el control del Estado, sino también reestructurar todo el sistema jurídico vigente. No es esto, por supuesto, lo que los defensores quieren destacar, sino la existencia de condiciones y métodos empleados por los revolucionarios en este tipo de guerra intraterritorial, que son distintos de las condiciones que se dan y de los métodos que se emplean en las guerras extraterritoriales. A esos métodos los llaman, en conjunto, "sucios".

Y dice la Cámara: "Los fines pérfidos de la subversión terrorista, puestos en comparación con los perseguidos por los enjuiciados, no pueden servir para justificar a los últimos, desde que [...] lo que se juzga no son los fines sino los medios empleados" (f. 8802 vta.). Y a continuación reproduce un párrafo de su dicta men en la Causa 13/84 en la que había conde nado a los comandantes en jefe de las Juntas Militares: "Es cierto que los comandantes están en el banquillo de los acusados, pero ello no es por haber obtenido la victoria sino por los métodos empleados para ese fin. No es por haber acabado con el flagelo subversivo. Es por dejarle a la sociedad argentina menoscabados, hasta lo más hondo, aquellos valores que pertenecen a su cultura, sus tradiciones y su modo de ser, y que eran, precisamente, por. los que se combatía".

Y al cerrar el apartado en que evalúa los argumentos defensivos basados en el carácter de la "guerra revolucionaria" resume demoledo- ramente su razonamiento: "Si el Estado lucha por la protección de los valores fundamentales, esto es la libertad del individuo, su dignidad y el régimen de garantías que es su necesaria consecuencia, no puede en los hechos recurrir a medios que importan la admisión de que entre él y el terrorismo subversivo no hay otra dife rencia que una ideología distinta. Se lucharía así, de ambos lados por el poder. Ello, desde la perspectiva estatal resulta inadmisible" (f. 8804 vta.).

Los argumentos con los que descalifica el intento de justificar el empleo de cualquier medio represivo en función del carácter peculiar de la guerra revolucionaria son lo s siguientes:

1) "Los hechos de represión sobre los que este juicio versa" no conforman "la reacción aceptable de una respuesta bélica". "El cerco y ¡a reducción por el fuego, aun de armas de gran poder [...] constituye una reacción del Estado coherente con aquel ataque [el propio de la guerra revolucionaria]. El secuestro, la tortura

y la eliminación clandestina del oponente ya indefenso no son actos de guerra alguna" (f. 8000 vta.).

2) "Puede admitirse que 'la sociedad argenti na no tuvo otro recurso [...] que emplear la fuerza para repeler la violencia de la subver sión desatada'. No puede compartirse, en cam bio, que su empleo pudiera ser ilimitado [...], como tampoco que el poder del Estado encarga do de aquélla es el único árbitro para estable cer los recursos conducentes sin que la justicia pueda reverlos" (f. 8801).

3) "De modo alguno —se ha dicho a propósito de que en la guerra no rige ningún tipo de derecho y por tanto no es justificable [sic]— este tribunal de justicia puede aceptar seme jante proposición, pues es evidente que ella deja de lado una tradición jurídica y cultural a la que no han permanecido ajenas las fuerzas armadas. Sostenerla, además, importa la negación de un rango esencial del Derecho, su plenitud hermética. No puede haber orde namiento jurídico si sus disposiciones no alcan zan a todas y cada una de las conductas humanas; frente a él serán necesariamente lícitas o prohibidas, la postulación de una ter cera clase sólo encubre una manera torpe de pretender justificación cuando no se encuentra manera jurídicamente posible de fundarla" [la Cámara está transcribiendo aquí otro párrafo de su fallo en la causa 13/84, y lo hace a f. 8801 vta.].

4) Tampoco puede aceptarse que las guerras contemporáneas se efectúen haciendo caso omiso de las leyes y los códigos de guerra. "Que las leyes internas o internacionales, que los usos de guerra o cualquier otra disposición nor mativa no sea respetada o no lo sea en un grado deseable, no quiere decir que no deba ser observada y que su inobservancia deba quedar impune. Lo contrario llevaría a una regresión inadmisible en este estado de civilización" (f. 8801 vta.).

b. Análisis de la eximente de obediencia debida alegada por los defensores

Comienza la Cámara recordando los hechos imputados a lo s procesados, hechos que "pertenecen al modo ilegal de reprimir la subversión terrorista establecido en la sentencia dictada en la causa nº 13/84 [...] consistentes en secuestrar a personas sospechosas de ser subversivas, alojarlas clandestinamente en locales policiales dependientes de la Dirección General de Investigaciones, someterlas a condiciones inhumanas de vida y a interrogatorios realizados bajo tortura para obtener informa-

ción y, por fin, 'legalizarlos' poniéndolos a disposición del PEN o de la justicia civil o militar, o bien eliminarlos físicamente" (f. 8811). "Todos los acusados niegan la realidad de los sucesos que les endilga el Fiscal, o han admitido, en algunos casos de gran difusión, haber intervenido en ellos, pero en forma absolutamente legal" (ibíd.).

Contradiciéndose con esto, puntualiza la Cámara, los defensores oponen la eximente de obediencia debida. Y aquí parece necesaria una digresión. ¿Qué sentido puede tener este artilu-gio defensivo, que recuerda el chiste judío del caldero agujereado, recogido por Freud: "En primer lugar, B no me prestó ningún caldero; en segundo lugar, ya estaba agujereado cuando B me lo prestó; en tercer lugar, ya se lo devolví"? Una interpretación posible: la reivindicación de la obediencia —ciega— debida tiene para los defensores y para una ideología militar predominante mayor importancia aún que la reivindicación de los medios ilegítimos o inhumanos en la guerra cuando es sucia (es decir, ensuciada por el enemigo). La obediencia ciega de órdenes delictivas, antijurídicas y/o inhumanas vale para cualquier guerra, sucia o limpia, contra un enemigo externo o contra una facción interna. Ningún subordinado puede jamás desobedecer una orden, en combate o fuera de él; la determinación de la legitimidad y moralidad de la orden es incumbencia exclusiva del Mando Supremo, y sus designios —como los de la divinidad— son inescrutables, aun cuando decida sustraerse al plexo jurídico que estructura la civitas y del cual deriva la propia autoridad, y colocarse fuera de él. ¿Dónde caerá entonces este afuera del interés común de l o s ciudadanos y del Estado nacional? Sólo en el orden inconfesable de los intereses de la propia parcialidad, de algún sector interno o de algún otro Estado.

Si esta interpretación es acertada, la inmoralidad de la obediencia ciega se desemboza más allá de su torpeza abstractamente moral como instrumento de una inmoralidad política, de una traición y/o de una venalidad. Los oficiales que a ciegas obedecieron a Galtieri trasladándose a Nicaragua para, mezclados con los mercenarios de la CÍA, luchar junto con los subversivos O.K. (los "contras") en la limpia guerra sucia centroamericana ponen de manifiesto con mucha mayor claridad que Cozzani o Bergés el sentido de este ciego obedecer. (No recordamos que entre las muchas jeremiadas orales, escritas, fílmicas, y entre los muchos denuestos contra "los milicos que arruinaron la Nación" se haya insistido especialmente en esta transgresión, no menos grave, en el fondo, que cualquiera de las demás.)

Al hablar en el párrafo anterior de "una ideología militar predominante" —no sólo dentro de las Fuerzas Armadas sino en el antimilitarismo pequeño burgués que desearía verlas esencial y definitivamente coaguladas en el rol de gendarmes y mercenarios en que se han ido situando desde 1930— se pretende marcar que es sustituible por otra. Y que, por utópico que parezca actualmente, ése es un objetivo inexcusable de cualquier política que se proponga realmente la liberación nacional y social, aunque más no sea para evitar derrotas infamantes y refuerzos de la dependencia, como la de Malvinas frente a Estados Unidos e Inglaterra, donde junto con las Fuerzas Armadas de Galtieri, Anaya, Lami Dozzo, fuimos derrotados todos en cuanto nación. ¿No le parece, Caputo, o en el Centre pour la Recherche Scientifique se piensa de otra manera? Do you agree with us, dear Sourrouille?

Cerrando la digresión: la defensa de los inculpados —por el razonamiento del caldero agujereado— acumula las siguientes excusaciones: 1) el artículo 514 del Código de Justicia Militar exige la obediencia ciega, aunque la orden sea ilegítima; 2) los acusados estuvieron sometidos a coacción psicológica; incurrieron en error insalvable, tomando por legítimas las órdenes recibidas; no tenían posibilidad de examinar las órdenes, que les fueron impartidas en actos de servicio y en funciones de combate; 3) el artículo 11 de la Ley 23.049 (que excluía de la obediencia debida las "órdenes atroces y aberrantes") no es una interpretación potestativa para los jueces sino una modificación retroactiva del artículo 514, más gravosa para los acusados.

Terminada la enumeración, la Cámara comenta: "Como se ve, la alegación defensiva es general y abstracta, sin referirse a las circunstancias concretas de algún caso particular", pero decide, sin embargo, analizar las alegaciones, como pormenorizadamente lo hace.

Una segunda digresión: ¿Por qué la Cámara, si descalifica como inapropiada la argumentación, no la rechaza lisa y llanamente? Para un lego en Derecho esto resulta difícilmente comprensible, pero no puede dudar que la Cámara tuvo sus razones, y que éstas fueron buenas, dado el tratamiento inobjetable que hace de cada uno de los puntos y que resalta más cuando se lo contrasta con el dictamen del procurador fiscal que recomendó anular la sentencia y con el voto de la mayoría de la Corte Suprema. De todas maneras, se impone insistir —desde afuera de la técnica jurídica— sobre ese rasgo de "generalidad y abstracción" descalificado por la Cámara.

La imposibilidad de asumir abiertamente la autoría y la apología de los medios empleados (con la única excepción de las declaraciones atribuidas al coronel Seineldin, cuya autenticidad no termina de aclararse satisfactoriamente, como tampoco la índole exacta de sus actuales tareas en Centroamérica), es la demostración más evidente que pueda desearse de que la ideología militar a la que aludimos en un párrafo anterior es una ideología de encubrimiento y que el único modo de neutralizarla es poner de manifiesto los intereses reales a cuyo servicio ha sido articulada. Insistir exclusivamente en sus resultados, las atrocidades, sin cuestionar su sentido tiene tantas posibilidades de eficacia para modificarla como hubiera tenido en el siglo XV discutir con Tomás de Torquemada sobre el Auto de Fe de 1481 en Sevilla.

La Cámara analiza detalladamente en 12 fojas (24 carillas) la argumentación de la Defensa. Aduce y evalúa las opiniones de los tratadistas nacionales, recorre las prescripciones del derecho positivo y la jurisprudencia existente (que se remonta a 1886 y comprende fallos de la Corte Suprema, la propia Cámara Nacional, la Cámara del Crimen de la Capital, el Tribunal Supremo de las Fuerzas Armadas y el Superior Tribunal de la Provincia de Tucumán), y entra ella misma en el debate doctrinario, tras dejar aclarado que se ve necesitada de hacerlo "porque la articulación defensiva obliga a incursionar en el asunto ["naturaleza y función de la eximente" de obediencia debida] a fin de examinar su aplicabilidad en los hechos de autos" (f. 8820). Los tres puntos fundamentales son: a) el deber de obediencia; b) el carácter vinculante o no de los mandatos antijurídicos; c) la naturaleza y función de la eximente de obediencia debida.

a) Respecto del deber de obediencia, la Cámara discurre así: en el Derecho moderno la única clase de obediencia tomada en consideración es la obediencia jerárquica administrativa (no, por ejemplo, la obediencia doméstica al pater familias). No existe organización administrativa sin relación jerárquica, imprescindible para su funcionamiento. Dentro de ella, los órganos inferiores deben obedecer a los superiores. Este deber de obediencia no es absoluto ni incondicional, sino que está limitado por el "derecho de examen" del subordinado acerca de la legalidad externa y el contenido de la orden: si la orden no reúne los requisitos de validez, debe desobedecerla. La legislación argentina vigente lo establece así en la Ley 22.140 ("Régimen jurídico básico de la función pública"), artículo 27 (prescriptivo) y artículos

31 a 33 (punitivos), para toda la administración pública, y la Ley 19.101, artículo 1-, junto con el artículo 1º del Reglamento de Justicia Militar, para los militares.

b) El problema de los límites de la obedien cia debida se vincula con la cuestión teórica de si deben obedecerse o no las órdenes de contenido ilícito. El tema, dice la Cámara, es objeto de arduas discusiones, pero es inaceptable que el Derecho ordene cumplir un mandato delictivo cuando el sujeto sabe que lo es. Y la privación absoluta del derecho de examen y decisión es imposible, pues supondría una contradicción del orden jurídico.

c) Pero los defensores alegan que el orde namiento jurídico militar consagra la obedien cia ciega. Este, para la Cámara, es el punto central de toda la cuestión y sobre el cual tiene que pronunciarse el Tribunal: si efectivamente el derecho militar impone la obediencia ciega, los acusados que cumplieron órdenes ilegítimas son inocentes, y de lo contrario son culpables.

¿Sanciona efectivamente el derecho vigente argentino la obligatoriedad de un mandato antijurídico?, se pregunta la Cámara. En el derecho común, la posibilidad está excluida por el artículo 248 del Código Penal, pues prevé penas para quien cumpla órdenes ilegales sabiendo que lo son. En el derecho penal militar "los textos legales que guardan atinencia con la cuestión no son suficientemente claros". (Volveremos más adelante, por cuenta propia, sobre esta "insuficiencia" y sobre sus posibles razones.)

Guillermo Fierro, según la Cámara "un prestigioso autor", en un "valioso trabajo sobre el tema", La obediencia debida en el ámbito penal y militar, Buenos Aires, 1984, elucubró para disipar esta aflictiva oscuridad, con tanta eficacia, que, siempre según la Cámara, "su tesis ha sido seguida por la mayoría de las defensas". Lo valioso del trabajo consistiría (creemos que irónicamente) para el Tribunal, en que en torno de la tesis de que el subordinado militar "debe cumplir irremediablemente las órdenes que se le impartan aun cuando ellas fueran delictivas [...] brinda una interpretación sistemática de diversas disposiciones del Código de Justicia Militar [. . .] que consagran la vigencia de órdenes vinculantes" (f. 8817). Los argumentos del rábula Fierro son los siguientes: 1) el Código Militar no precisa si la orden vinculante es lícita o ilícita; 2) prevé la posibilidad de que en cumplimiento de la orden se cometa un delito; 3) contempla como atenuante de la desobediencia (siempre que no haya sido frente al enemigo) de una orden de servicio el que el superior haya incurrido en abuso de autoridad; 4)

excluye la posibilidad de no obedecer o suspender la ejecución de la orden en virtud de cualquier clase de reclamación. A esto, la Cámara, previa zalema, responde: "Estas razones no acreditan, a criterio del Tribunal, que la ley militar consagra el deber de la obediencia a deberes antijurídicos" (f. 8817) y refuta sucesivamente los paralogismos del causídico. Y concluye con una distinción que, ella sí, aventa por completo la bruma y la calígine tan provechosa para la ideología militarista a que ya hemos aludido y que en este punto expresa Fierro: "Cierto es que un acto de servicio (artículo 878 del Código de Justicia Militar) no puede ser delictivo, pero ello no quita que en ocasión o en la ejecución del acto de servicio se cometa un delito común" (f. 8818). Es decir, glosamos nosotros, que la intención del mandato legítimo nunca puede ser ilegítima ni percibida como tal por el subordinado, aun cuando de hecho derive en la comisión de un delito, que será entonces justiciable según las normas generales del derecho, tanto en lo que respecta al subordinado como al superior. La jurisprudencia, detalla la Cámara, es coincidente con esta interpretación.

Queda, pues, establecido por la Cámara que el mandato no puede ser antijurídico; falta ver hasta qué punto la "obediencia debida" a las órdenes del superior puede ser eximente en este caso. Y la Cámara se excusa a necessitate (la Defensa la obliga) por entrar en el debate doctrinario.

Su conclusión es: la obediencia debida en los mandatos antijurídicos sólo es admisible como un caso de "error de prohibición insalvable sobre los presupuestos objetivos del deber de obediencia" [...] y si tal error es o no es superable, es decir, la aplicación de las reglas comunes en materia de error" (f. 8822). Dentro de este encuadre, "el artículo 11 de la Ley 23.049, interpretando el artículo 514 de la Ley Militar, se inclina por otorgar a la obediencia el carácter de error insalvable sobre la legitimidad de la orden" (ibíd.). (Por lo cual —la Cámara no lo explícita— no es una agravación retroactiva —y por ende inconstitucional— como habían alegado los defensores.) Y "establece una regla procesal más favorable para el personal de las Fuerzas Armadas y de Seguridad que cometió delitos en virtud de las órdenes recibidas en la lucha contra la subversión [...] teniendo en cuenta el contexto de coerción psicológica en que se desenvolvieron los hechos [...], autorizó a los jueces a presumir la existencia de error en todos los casos en que por la ubicación en la cadena de mandos (capacidad decisoria) o por el carácter mani-

fiesto de los delitos (hechos atroces o aberrantes) no resultaba posible ignorar la ilicitud de lo que se hacía" (f. 8823 vta.). No modifica, pues, el artículo 514 del Código Militar, sino que se limita "a establecer una presunción favorable potestativa para el juez, respecto de la conducta observada por cierto personal militar en la represión del terrorismo" (f. 8824).

Resumiendo: 1) cualquiera sea la descripción que se adopte, represión policial sui generis de bandas terroristas o guerra civil, sui generis también porque no habría sido entre dos sectores de la población sino entre dos organizaciones armadas, legal la una, ilegal la otra, los medios empleados son esencialmente ilegítimos y contrarios al derecho internacional y a los valores morales y religiosos Sobre los que se funda; 2) ciertas órdenes impartidas dentro de este marco no sólo no debían ser obedecidas sino que no podían ser obedecidas. Tales órdenes son, precisamente, las que tenían como objetivo llevar a cabo los "delitos atroces y aberrantes" previstos por la Ley 23.049, sancionada por el mismo gobierno radical que, posteriormente al fallo de la Cámara, promueve la Ley 23.521 que pérfidamente excluye a la tortura de estos delitos de lesa humanidad. Sobre esto volveremos más adelante.

El voto del juez de la Corte Suprema Jorge A. Bacqué

La conclusión a la que llega es la misma que la inferida por la Cámara Nacional, pero se hace cargo de dos hechos acontecidos en el ínterin: el dictamen del procurador Gauna y la sanción por el Poder Legislativo de la Ley 23.521, cuya constitucionalidad han objetado los representantes de los particulares damnificados, en tanto que los defensores de los condenados la aceptan y se acogen a ella. Oblicuamente, en la medida en que los usos curialescos lo permiten, cuestiona también el voto de la mayoría de la Corte. Pero además desplaza en cierta medida el eje argumental de la Cámara y sitúa el caso en un contexto histórico, jurídico y filosófico-político mucho más amplio. Como méritos adicionales merecen destacarse: 1) el énfasis en el carácter trascendental de la cuestión sub iudice para la vida institucional de la Argentina y la consolidación de sus instituciones democráticas; 2) el haberse desentendido olímpicamente de toda la chachara ideológica de autorzuelos de segundo orden, para insertarse en la gran tradición jurídica occidental, desde el Derecho Romano hasta la praxis contemporánea.

El texto habla por sí mismo, y por eso lo

publicamos en su integridad. Las líneas que siguen no tienen otra finalidad que destacar la significación de algunos puntos.

1. Carácter de la Ley 23.521, llamada de 'Obediencia Debida". El voto no le reconoce, ante todo, el carácter de ley: "Constituye jurídicamente el ejercicio de la función judicial. Por eso, por su carácter de "sentencia del Legislativo", es que la ley no se declara aplica ble a los procesos ya juzgados" (parágr. 4). Tampoco es una verdadera ley de amnistía, "pues [...] en razón de que la amnistía consti tuye tanto una causa de extinción de la acción penal, cuando la condena no está firme, como una causa de extinción de la pena, cuando sí lo está" (ibíd.). Pero, cualquiera fuera su validez, "tampoco sería aplicable a la presente causa" (ibíd.). En el parágrafo 8 se amplían los funda mentos: "El Congreso de la Nación, a diferencia de los jueces, tiene como objetivo fundamental el elaborar normas generales y abstractas que han de regir las futuras conductas indivi duales"; y el parágrafo 9 extrae la consecuen cia: "es indiscutible [...] la facultad judicial de emitir pronunciamientos definitivos sobre el derecho alegado, lo cual implica naturalmente la atribución de determinar la existencia de las circunstancias fácticas del caso concreto".

2. La Ley 23.521 es inconstitucional porque infringe el principio de la división de poderes. Se lo demuestra en los parágrafos 10-12, y la razón aducida es que establece una presunción absoluta, obligatoria para los jueces, de que 'las personas mencionadas en ella actuaron en un estado de coerción y en la imposibilidad de inspeccionar las órdenes recibidas, vedándoles a los jueces de la Constitución toda posibilidad de acreditar si las circunstancias fácticas men cionadas por la ley (estado de coerción e imposibilidad de revisar las órdenes) existieron o no en realidad" (parágr. 10). A consecuencia de ello, viola "la garantía del debido proceso que asegura la defensa en juicio de las per sonas y de los derechos" (parágr. 12).

3. La Ley 23.521 no es una ley de amnistía, y aunque lo fuera, "no tendría ningún efecto para borrar su invalidez respecto del delito de tortu ra. La amnistía supone la extinción de la acción penal y de la pena, pero no "el progreso de la acción civil contra el autor del hecho amnistiado", y la Ley en consideración "pone al particular damnificado en la situación de que su posible deudor civil sea considerado 'a priori' como subordinado a la orden de un supe rior, lo que perjudica a aquél desde el punto de

vista procesal" (parágr. 12). Por otra parte, "la finalidad primordial de la amnistía es la de alcanzar sólo a los delitos políticos y a los comunes que tuvieran una relación atendible con el móvil político alegado" (ibíd.). En consecuencia, quedan excluidos de la amnistía los delitos de características atroces y aberrantes, que ningún fin político puede justificar, y el artículo 18 de la Constitución Nacional, que abuele "toda especie de tormentos y los azotes" constituye "una valla infranqueable para la ley bajo examen".

4. Aun cuando la amnistía —por vía de pura hipótesis— alcanzara al delito de tortura, la Ley 23.521 no tiene ese carácter, pues "se ha fundado en una condición definida por una condición personal —el grado militar— en lugar de la característica del hecho amnistia do", lo que es contrario al principio de igualdad y al carácter general que deben tener las leyes de esta clase.

5. Límites de la eximente de obediencia debi da y exégesis del artículo 514 del Código de Justicia Militar. El análisis se efectúa en los parágrafos 29 a 50, y su centro está situado en los parágrafos 32-41: "Una imponente tradición jurídica que parte del derecho romano excluye toda posible excusa a la obediencia debida a los hechos atroces".

En el derecho romano y en el medieval "la atrocidad del hecho aparece como indicador del conocimiento de la ilicitud, que, entonces, no puede ignorar el subordinado" (parágr. 32), y "el panorama de reglas de derecho tradicional arriba trazado comprende también al derecho militar" (parágr. 33). La tradición cristiana, desde San Agustín hasta el Concilio Vaticano II, se ha mantenido fiel "al principio proclamado en los Hechos de los Apóstoles (capítulo 5, versículo 29) de que debe obedecerse a Dios antes que a los hombres". El Vaticano II expresa taxativamente que los actos que se oponen deliberadamente al derecho natural y de gentes "y las órdenes que mandan tales actos son criminales, y la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan. El derecho penal liberal prolonga la tradición escolástica y centra la cuestión en saber si el subordinado tuvo o no conocimiento del carácter delictivo de la acción ordenada. Como antecedentes jurisprudenciales internacionales, el juez Bacqué cita el Código Penal Militar para el Imperio Alemán, de 1872, la República Federal Alemana, el Tribunal Militar de los Estados Unidos con sede en Nuremberg (1948), la Comisión Militar de los Estados Unidos en el caso del Atolón de

Jaluit (1945), la Corte del Distrito de Jerusalén en el caso Eichmann (1961), el Juez Militar de Estados Unidos en el "Caso Calley" (Guerra de Vietnam, 1971), y otros, que el lector puede recorrer en los apartados f y g del parágrafo 35. En los parágrafos 36 a 42 se examinan los antecedentes argentinos y se incorpora la consideración de los compromisos internacionales asumidos por nuestro país en esta materia.

Hasta aquí, el juez Bacqué se ha ocupado del aspecto doctrinario de la eximente de obediencia debida. Pasa ahora a ocuparse de lo que constituye la norma positiva en torno de la cual gira el litigio: el artículo 514 del Código de Justicia Militar.

La exégesis se cumple en los parágrafos 42 a 47, tiene carácter sistémico (el artículo 514 y sus disposiciones concordantes) y corrobora el sentido atribuido por la Cámara: 1) el inferior que cumple la orden ilegítima es responsable por el acto producido; 2) en los mandatos manifiestamente ilícitos el subordinado no necesita disponer del poder de revisión de las órdenes, que en el ordenamiento militar es menor que en el general, pues la ilegitimidad evidente no requiere examen para ser percibida; 3) sí, en cambio, vale la eximente en los casos en que el contenido delictivo no es manifiesto; 4) lo afirmado anteriormente es independiente del lugar sistemático que ocupe la obediencia jerárquica en la teoría del delito, sobre lo cual no hay unanimidad en los teóricos, ya que tanto los que admiten la obediencia debida como eximente autónoma, como los que la consideran un supuesto de coacción o como un caso de error limitan el deber de obedecer a los casos en que la ilegitimidad de la orden no es manifiesta; 5) sólo la existencia de este límite hace que el artículo 514 del Código de Justicia Militar sea compatible con las normas establecidas en la Constitución Nacional; 6) por todo lo dicho, la opinión de que sólo el exceso en el cumplimiento de la orden implica delito para el inferior es insostenible. A esta altura, el juez Bacqué resume lo ganado por su exégesis. Como ya lo ha sentado la Corte Suprema, "por encima de lo que las leyes parecen decir literalmente, es propio de la interpretación indagar lo que ellas dicen jurídicamente. En esta indagación no cabe prescindir de las palabras de la ley, pero tampoco atenerse a ella, cuando la interpretación razonada y sistemática así lo requiere".

En el parágrafo 48 el juez Bacqué refuta las consideraciones mediante las cuales los defensores, el procurador Gauna y la mayoría de la Corte intentan deducir indirectamente la interpretación del artículo 514 como una prescripción de obediencia ciega, y en el 49 aduce la

jurisprudencia del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en lo concerniente a este punto. Asombra que Gauna y el voto mayori-tario de la Corte no hayan hecho la menor mención de ella, aunque más no fuera para refutarla. Por último, en el parágrafo 50 descarta, como la Cámara, que la ley 23.049 pueda considerarse un agravamiento o ser tenida por inconstitucional.

El dictamen del procurador Gauna

Ocupa un lugar muy especial en la cronolo- gía de los pasos procesales: 1) es posterior a la sentencia de la Cámara Nacional y la apelación de los defensores ante la Corte Suprema; 2) es anterior a la promulgación de la ley 23.521 de "Obediencia Debida" (el fallo de la Corte Suprema, en cambio, es posterior a la sanción de la Ley). No se ha producido, pues, todavía el hecho nuevo al que tuvieron que atenerse los jueces de la Corte. Gauna está limitado por el mismo sistema de normas desde el cual acusó el fiscal de Cámara, se defendieron los acusados, sentenció aquel Tribunal.

Gauna dictamina en contra de la sentencia de la Cámara Federal y hace suya la argumentación en favor de la eximente de obediencia debida opuesta por los acusados. Se llega de esta manera a la paradoja de que dos representantes del interés del Estado (y por ende de la sociedad en su conjunto), el fiscal de Cámara y el procurador general, se pronuncian en sentido contrario. Por supuesto, para comprender la paradoja, en dos momentos históricos distintos: el fiscal, cuando el interés político del gobierno consistía en no dejar impunes los delitos cometidos en la represión del Proceso; el procurador, cuando ese mismo interés necesitaba la marcha atrás y la exculpación. El punto de inflexión, naturalmente, fue la rebelión de Semana Santa y el acuerdo secreto del presidente con los sublevados o con los representantes de las Fuerzas Armadas en conjunto. El dictamen de Gauna es el trampolín que lleva a la Ley 23.521 y responde a la misma inspiración. (Distintas interpretaciones periodísticas —especialmente las de los diarios promotores de una amnistía en favor de los militares comprometidos—, interpretaciones a las

que, como es obvio, no se puede otorgar credibilidad absoluta ¡son, precisamente, periodísticas y en la Argentina de hoy!, pero que tienen gran verosimilitud, aseguraban que el Gobierno no tuvo más remedio que forzar la Ley de Obediencia Debida porque los sondeos en el ámbito de la Suprema Corte indicaban que ésta ratificaría la sentencia de la Cámara.) Sólo un

bondadoso puede dejar de ver la secuencia causal entre la activa militancia radical de Juan Octavio "Yuyo" Gauna, su dictamen, su promoción a subsecretario del Interior en el gabinete del alfonsinismo derrotado.

Pero un mínimo examen interno del dictamen basta para poner de manifiesto su función. El filólogo que pueda superar su rechazo moral encontrará una compensación hedonística ante esta reviviscencia, un poco lúgubre, del estilo krausista-irigoyenista de las "patéticas miserabilidades" y las "vitales comprensiones de la sabiduría humana", estilo aplicado ahora, eso sí, a la justificación forzada de dos esbirros (véanse, para evaluarlo, sobre todo los apartados VI y VII). Los errores de ortografía en que redunda el original, han sido corregidos en la transcripción de La Ley, que a nuestra vez reproducimos).

La articulación del dictamen está determinada por una inversión de aquel "No me gusta, pero lo hago" que se ha convertido ya en proverbial: "Lo hago, pero no me gusta". ¿Cuál es la diferencia entre las dos colocaciones? En la primera, la del presidente y los legisladores que votan la "ley" de Obediencia Debida, están abarcadas dos acciones discontinuas y diferentes sujetos de la acción: "Yo envío el proyecto de ley para que otros (los legisladores) lo aprueben" y "Nosotros lo aprobamos para que otros (los jueces) lo apliquen". Encargo a los otros que hagan lo que a mí no me gusta. En Gauna, la abnegación es total: "Yo lo hago (exculpo) y a mí no me gusta". Claro que en la expresión del disgusto reaparece la escisión: "Yo lo hago, señor presidente y correligionario, pero usted reivindíqueme y reivindíquenos a todos reformando esa ley inicua, el Código de Justicia Militar, más adelante, cuando lo pasado ya esté terminado de pisar". Le deseamos al señor procurador general que su conciencia quede satisfecha.

Pero alguien dirá tal vez: "No veo demasiado que criticar. Lo que en definitiva dice Yuyo es dura lex, sed lex, viejo adagio de un pretor". De acuerdo, pero lo que el pretor significaba era: "La ley es ciertamente dura, estricta, para con el transgresor, en función de la cualidad del delito, pero no puedo dejar de aplicarla". Lo que Yuyo dice: "La ley es dura para con el juez: no le deja resquicio para la exculpación. Por eso no me gusta y la tergiverso". ¿A qué viene esto? ¿Se tratará de una confesión, de un pedido de, comprensión, de un apoyo solidario frente a un sufrimiento extenuante e incontenible? Si así fuera, podría aspirar a alguna conmisceración histórica, como el "¡peccavi!", ¡pequé! del arrepentido que se autoacusa ante la fraternal congregación.

Pero no es nada de eso. Es una reivindicación política dirigida a la generalidad y por lo tanto una implícita exigencia para el futuro: "Hice (sobreponerme al disgusto) lo que cualquier ciudadano debe hacer en mi lugar". No son, pues, exactamente, lágrimas de cocodrilo: es una propuesta práctica. Lo cual la torna más ominosa aún. ¿Qué límites pueden imaginarse para una política así? ¿O es que queda ya alguno por traspasar?

Desde fuera del derecho positivo

A lo largo de este debate jurídico-legislativo cuyos momentos principales hemos tratado de destacar y dentro del cual hemos intentado contraponer la coherencia jurídica y el recto criterio de la Cámara Federal y del juez Bacqué a las argumentaciones sofísticas del procurador Gauna, la mayoría de la Corte Suprema, el presidente de la Nación y los legisladores —oficialistas o no— que votaron la Ley de Obediencia Debida ha circulado un supuesto no cuestionado expresamente por nadie, que puede implicar una cierta petición de principio y debilitar hasta la mejor de las opiniones vertidas: la disciplina militar, "valor supremo de los ejércitos", tiene cualidades específicas, que se transmiten también a la modalidad de la obediencia. (La expresión más servil de esta tesis se encuentra en el apartado IV del dictamen de Yuyo, que es quien más necesita convencerse a sí mismo.) ¿Pero en qué consistiría esta tan mentada especificidad, que genera la inclusión en el código foral correspondiente de prescripciones reiteradas, yuxtapuestas caóticamete y en parte contradictorias, lo que no sucede en el código general cuando legisla sobre el mismo tema?

¿Consistirá tal vez en que algunas de las órdenes militares implican poner en riesgo la vida del subordinado y por lo tanto hay que extremar las precauciones para que éste —llevado por el apego innato a la propia vida— no eluda la orden y haga peligrar el éxito de la acción conjunta? No parece, pues lo mismo sucede cotidianamente en tiempo de paz y en tiempo de guerra en las instituciones de seguridad pública: policía, gendarmería, prefectura marítima, agentes penitenciarios. De hecho, la represión del delito ha costado en la Argentina un número mayor de víctimas que el ocasionado por los esporádicos conflictos bélicos.

Tampoco surge la especificidad si se considera el fundamento, la función o los alcances del vínculo de subordinación y su necesidad en la vida cívica general. Si el contador general de la Nación emite una orden de pago ("Pagúese"), el

tesorero que custodia los fondos no puede dejar de pagar. Si quedara librado al arbitrio del tesorero o cajero de cada repartición pagar o no pagar, cuánto, cómo, cuándo hacerlo (por ejemplo, rehusar el pago porque está destinado, a su juicio, a un empleado ocioso o incompetente o a una reparación edilicia que le parece postergable o estéticamente desacertada), las finanzas de la Nación y la actividad económica general quedarían desarticuladas. En tiempo de guerra, ello llevaría inevitablemente a la derrota. Cuando un médico hospitalario prescribe una dosis de antibiótico, el enfermero debe aplicar la exacta posología. Etcétera.

Es verdad, empero, que la urgencia del combate en su fase extrema, la lucha cuerpo a cuerpo puede (no siempre) exigir objetivamente la inmediata ejecución, y en tal caso hacer razonable una suspensión de la inspectio (examen de la orden) o de la remonstratio (objeción a la orden). (En las argumentaciones en torno de este punto se incurre en otro supuesto secundario: objetar implica desobedecer o rebelarse, lo cual de ninguna manera se sigue. Alguien puede objetar una orden con el fin de aclararla o perfeccionarla para poder cumplirla con mayor convencimiento y eficacia o para asegurar mejor la funcionalidad perseguida, y un superior sensato recibirá esta objeción como una contribución al propio mejor desempeño y como una prueba de lealtad del subordinado.) Pero la perentoriedad de algunas órdenes no tiene nada que ver con la especificidad o no especificidad del vínculo en sí mismo, sino con la temporalidad y la causalidad concretas de la acción pedida. Lo mismo vale, por ejemplo para la orden de un cirujano a su ayudante en plena operación quirúrgica o de un capitán de barco a su piloto en el momento de encarar la entrada a puerto. La situación límite de la guerra (que es sólo una interrupción de la paz, no un estado inveterado): evitar que el enemigo mate/matarlo a él, es tan sólo una de las situaciones extremas que la vida social presenta en cada instante, pública y privadamente.

Singularizar absolutamente la guerra en cuanto actividad antropológica, como no sea por su globalidad, interferencia con el orden de las conductas en tiempo de paz o la magnitud de los intereses en juego, es un modo de ideologizarla, de obnubilar sus componentes reales, o de simplificarlos, y por lo tanto de hacer indirectamente más vulnerables e ineficaces a las Fuerzas Armadas y a la Nación en su conjunto. Es axiomático en la teoría de la guerra que la calidad de un ejército es función de la calidad de sus soldados y que a igualdad (y hasta inferioridad) de condiciones materiales (armamen-

to) es el factor decisivo. ¿Suponen los ideólogos de la tecnocracia amoral militar que la calidad del soldado se asegura mejor reduciéndolo, como los esclavos aristotélicos o catonianos, a la condición de "instrumento parlante", por oposición al arado o a los bueyes? ¿Que un torturador será más confiable en el combate que un hombre para el cual todo otro hombre —incluso el enemigo externo— es sagrado en cuanto hombre? Para no remontarnos a los ejércitos del despotismo oriental en la Antigüedad, el ejército de la dictadura militar argentina en Malvinas es prueba de lo contrario. La reorganización de nuestras Fuerzas Armadas que todos los partidos políticos dicen desear, no puede excluir la revisión de supuestos ideológicos como éstos. Si esto se omite, de nada servirá replantear las incumbencias, redimensionar los efectivos, reformular su capacitación, redistribuir unidades, reemplazar conscriptos por mercenarios, cerrar los Liceos, devolver los capellanes a los conventos o sustituirlos por instructoras de Educación Democrática o psicopedagogas. ¿Y usted piensa que nuestros partidos serán capaces de hacerlo? ¿Estos? ¿Me lo pregunta en serio?

¿Qué haber hecho?

Toda crítica política de hechos concretos y puntuales formulada a título individual (es decir, fuera del encuadre de un partido u organización política comprometida en la acción) tiene que cuidarse escrupulosamente de incurrir en enjuiciamientos desde normas abstractas y absolutas de verdad o valor. Las decisiones políticas versan siempre sobre posibilidades dadas, que con mucha frecuencia revisten la forma de dilemas y tienen que tomarse sobre la marcha y en condiciones desfavorables.

Este artículo podría incurrir en la falla censurada en el párrafo precedente si no se hiciera cargo de la pregunta: ¿Tenían el presidente, los legisladores, el partido oficial otra posibilidad de conducta que no fuera conceder la exculpación que se les exigía? Esta pregunta ha sido respondida ya por otros de maneras opuestas entre sí: 1) hicieron lo que correspondía hacer; 2) hicieron lo único que se podía hacer; 3) traicionaron al pueblo y la Nación. Un cuestionamiento muy atendible, dentro de esta tercera modalidad, ofrece, además, una explicación de la supuesta traición: "Cedieron ante los rebeldes para desmovilizar a las masas, ante la posibilidad de ser rebasados por ellas".

Este último reproche (hay que insistir, que tiene fuertes argumentos doctrinarios, políticos

e históricos a su favor) da por supuesto que la resistencia inmediata era posible, que a las armas se le debían oponer los pechos (la pro- puesta rezaba: retener a la gente en Plaza de Mayo; dejar que se lanzara contra las alambradas de la Escuela de Infantería; convocar a una huelga general por tiempo indeterminado

y a un paro civil). La posición clásica marxista- leninista objeta: propuestas tales tienen que ser formuladas cuando pueden ser respaldadas

por una organización previa de las masas y proceden de un partido reconocido por ellas que

asume la conducción de las acciones futuras. De lo contrario, la espontaneidad puede llevar

al suicidio o, lo que es peor, a una derrota y a un retroceso de conciencia. De todas maneras, la hipótesis en juego es que existió, producida ya la sorpresiva (?) rebe-lión, una alternativa inmediata viable para defender las instituciones de la democracia representativa. Pero supongamos por un momento lo contrario: la posibilidad no existía,

y la única opción era o abandonar el gobierno a las Fuerzas Armadas (por hipótesis también, totalmente unificadas detrás de los rebeldes y

decididas unánimemente a asumir el poder si las demandas no eran satisfechas en el acto) o ceder en la exculpación de los delitos atroces. En tal hipótesis, ¿qué haber hecho?

Exculpar, jamás. No sólo porque el some-terse no garantizaba en absoluto que la

exculpación fuera la última exigencia (Caridi, a los pocos días proclamaba "El ejército

aguarda una pronta reivindicación", 26/7/1987) ni tampoco porque no podía llevar más que a

una reconsolidación de los sectores antidemocráticos de las --es Fuerzas, sino porque una democracia que se niega a sí

misma en lo que es su razón de ser, la defensa y promoción de los valores últimos de la

existencia humana, deja de ser una democracia, por más que retenga todas sus

formas externas. Deja de ser democracia y se con-

vierte en una societas sceleris, una confabulación para el crimen, donde la voluntad de perseguir el bien común es reemplazada por la lucha permanente y sorda para promover el interés personal a costa de los demás, y donde el único lazo social está constituido por esa misma intención.

¿Qué haber hecho entonces, además de rehusar, que es un modo del hacer? Si la pregunta significa: ¿qué otras acciones concretas debieron producirse?, este artículo no puede dar una respuesta, que exigiría un nivel de información veraz sobre el cuadro de situación que no existe. Pero sí puede asociarse a la conclusión a la que llega el tratado Vom Kriege, "De la guerra", de Karl von Clausewitz, cuando analiza la situación de una nación enfrentada a una superioridad enemiga irreversible y en las circunstancias más absolutamente desfavorables: "La salvación del país depende entonces de la extrema exaltación del patriotismo y de la energía moral de sus fuerzas vivas [...], ellas deben depositar su última fe en la superioridad moral que la desesperación concede al verdadero coraje. Explotando entonces las mayores temeridades y los ardides más audaces, si la suerte no debe coronar ya sus esfuerzos, sucumbiendo con gloria legarán por lo menos a la nación el derecho de renacer algún día sobre sus cenizas". Es decir, exactamente lo que no se hizo. De esta culpa los exculpadores no podrán nunca ser exculpados por la Historia. Una culpa para la cual las designaciones del lenguaje jurídico son insuficientes, pues "delito", "crimen" no la recubren adecuadamente. En el lenguaje religioso, "impiedad", "pecado". Término que no implica adhesión a ninguna teología o teodicea en particular: el pecado es connatural a los dioses mismos (Urano, Crono, Moloch, Elohim), y las teologías se inventaron para independizarlo de ellos y reservárselo a los hombres. En algunos casos, parecen haberlo conseguido.

Opinión del Procurador General de la Nación

/. El recurso extraordinario de fs. 942719459: cuestiones materias de dictamen. Contra la sentencia dictada por la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal a fs. 8323/8867, que condenó al cabo Norberto Cozzani a 4 años de prisión e inhabilitación absoluta perpetua por considerarlo autor responsable del delito de aplicación de tormento, reiterado en cuatro oportunidades (punto 18 del fallo), los abogados defensores del nombrado dedujeron recurso extraordinario a fs. 9427/9459. Se agravia el recurrente por cuanto la Cámara desestimó su planteo de inconstitucionalidad de la ley 23.040, derogatoria de la ley 22.924 cuya aplicación reclama; cuestiona, asimismo, la regularidad del procedimiento y sostiene la arbitrariedad de la decisión recurrida. Por último, critica la sentencia por no haber hecho lugar a la eximente de obediencia debida, oportunamente invocada por la defensa con base en el art. 514 del Cód. de Justicia Militar.

A fs. 9708/9710 la Cámara concedió el recurso sólo en cuanto concierne a la inconsti tucionalidad art iculada en relación a la ley 23.040 (consid. I) y en cuanto a la interpretación del art. 514 del Cód. antes citado (consid. X), denegándolo en los restantes aspectos. Esta denegatoria ha motivado la interposición de una queja que tramita por separado, sobre cuya admisibilidad me expido en el expediente respectivo.

Corresponde tratar aquí, pues, únicamente los temas por los cuales se concedió el recurso. A tal fin, estimo conveniente, desde el punto de vista metodológico, considerar en primer término la cuestión referente a si es o no admisible la eximente aducida por la defensa, ya que de ser ella aplicable tornaría abstracta la otra cuestión materia de agravio, que consiste en la pretendida aplicabilidad al caso de la

amnistía contemplada por la ley 22.924. En efecto, si se concluye que el imputado no es penalmente responsable, carece de interés establecer la eventual aplicabilidad a su respecto de la referida amnistía.

II. Los agravios concernientes a la obediencia debida. Con relación a la incidencia en el caso de esta eximente, los defensores del imputado cuestionan minuciosamente los argumentos expuestos en la sentencia. Sostienen, en esencia, que quien ha cumplido una orden del servicio, no es jurídicamente responsable conforme al principio de la obediencia debida, el cual comprende, a su entender, aun los mandatos antijurídicos. Añaden, que en el ámbito militar es casi inexistente la facultad de inspección de las órdenes por el inferior y que la disciplina y la obediencia son conceptos primordiales en una fuerza armada. Aluden también al clima social que se vivía en la época en que habría actuado el imputado, a quien —dicen— no se atribuyó exceso en la ejecución de las órdenes recibidas. Luego de otras consideraciones, sostienen que la diferenciación que hizo la Cámara acerca de la manifiesta ilicitud de los actos, calificándolos en concordancia con la ley 23.049, art. 11, como atroces y aberrantes, no existía al momento de la comisión de los hechos y, por interpretativa que pretenda ser dicha ley, su aplicación al caso concreto violaría los arts. 2° del Cód. Penal y 18 de la Constitución Nacional.

Es mi opinión que, en la medida que los precedentes agravios implican poner en tela de juicio la inteligencia del art. 514 del Cód. de Justicia Militar, esto es, de una norma de carácter federal, el recurso es procedente desde el punto de vista formal y ha sido bien concedido en este punto.

III. Diversos enfoques sobre el tema. En cuanto al fondo del asunto, cabe puntualizar que la norma antes citada

delimita los alcances de la eximente de obediencia debida en el ámbito propio del ordenamiento penal militar, en el cual corresponde que sea examinada aquí, por lo que cabe anticipar que las consideraciones que efectúa el a quo acerca de su incidencia en el ámbito administrativo y el derecho penal común resultan inatingentes en este caso. En cuanto concierne al citado ordenamiento especial, se han esbozado diversas orientaciones interpretativas.

En un extremo, están quienes propician una inteligencia excesivamente rígida de la inserción de la obediencia debida en ese marco, sosteniendo que ella ha de comprenderse como una obediencia pasiva sin limitación alguna. Bajo esta óptica, los subordinados serían meros instrumentos que no tienen ni deben tener otra voz, otro pensamiento, otra voluntad, que las de sus jefes. Obediencia debida es así equivalente a obediencia ciega.

Frente a esta postura, hay otra opuesta que, mediante diversas variantes, se caracteriza por negar la extremidad en la obediencia. En esta línea se halla el enfoque que informa el pronunciamiento recurrido, conforme al cual el tema debe ser analizado en el campo de la culpabilidad. Y en ese terreno, concibe a la eximente como "un error de prohibición insalvable sobre los presupuestos objetivos del deber de obediencia (...), es decir tanto los formales como los sustanciales". De este modo presupone la existencia de un poder de revisión del subordinado respecto de la legitimidad de la orden recibida.

Al referirse a esta cuestión. V.E. parece haber receptado una idea distinta, al decir que el art. 514 del Cód. de Justicia Militar "exime de responsabilidad al inferior por el cumplimiento de una orden del servicio, aunque hubiera consistido directamente en la comisión de un delito, siempre que no se hubiera excedido en su cumplimiento, y declara único responsable al supe-

rior que la hubiera dado" (causa V. 152, L. XX, "Videla, Jorge R. s/excep-ción de incompetencia", sentencia del 7 de abril de 1987, consid. 15 —Rev. La Ley, Suplemento diario del 4/6/87, p. 4-).

Es esta última, la inteligencia que, mi juicio, mejor se adecua a la sistemática de la legislación militar en vigencia, porque refleja sin duda la tesitura que ella ha receptado entre las varias opciones posibles.

IV. Alcances y fundamento del deber de obediencia en el ámbito militar. El principio rector consiste, a mi ver, en que todas las órdenes impart idas mediante el ejercicio regular del mando, esto es, las que provienen de un superior (art. 877, Cód. de Justicia Militar) jerárquicamente habilitado para impartirlas, y guardan relación con las actividades reglamentariamente a tr ibuidas a las fuerzas armadas, deben ser obedecidas.

Ese deber de obediencia no significa, por cierto, el deber de obedecer cualquier orden, s ino únicamente aquéllas vinculadas al servicio, es decir, referidas a las "funciones específicas que a cada militar corresponden por el hecho de pertenecer a las fuerzas armadas" (art. 878, Cód. de Justicia Militar; conc. art. 6º, Reglamentación de Justicia Militar). Y estas órdenes deben ser ejecutadas aunque ellas pudieran derivar en la comisión de un delito; vale decir, que si el superior ha apreciado mal la situación y la orden de servicio resultare ilegítima, sólo él será responsable de las consecuencias criminosas de tal situación, y no el inferior que la hubiere cumplido sin exceso, toda vez que a este último le está vedado el derecho a revisar su contenido.

Así está claramente concebido, a mi juicio, en el art. 514 del Cód. castrense que es , obviamente , la norma específica aplicable al caso, por encima del régimen legal que en el parecer del tribunal a quo pudiera resultar más conveniente o deseable. La obediencia de la orden por el subordinado, cualquiera fuese el contenido, deja a salvo regularmente su responsabilidad, por cuanto la ubicación en la cadena de mandos descarta la existencia de capacidad decisoria propia y excluye la revisión de la orden, salvo en lo concerniente a verificar la competencia de quien la emitió y su vinculación con el orden y las funciones militares, esto es, con el "servicio".

Es t iempo de seña la r que un análisis sistemático de diversas disposiciones del Código de Justicia Militar corrobora dicha conclusión.

En particular, los arts. 667, 674 y 675 del Cód. citado, a los que se hace referencia en el fallo, enfatizan indu-

dablemente, a mi entender, ese deber de obediencia incondicional. El primero, en cuanto define la insubordinación como la acción del militar que "hiciere resistencia ostensible o expresamente rehusare obediencia a una orden del servicio que le fuera impartida por un superior". El segundo, en cuanto define la desobediencia como una figura penal complementaria de la anterior que comprende a quien "sin rehusar obediencia de modo ostensible o expreso, deja de cumplir, sin causa justificada, una orden del servicio".

Cabe detenerse en el examen de estas dos disposiciones por cuanto la Cámara parece deducir de la segunda un cierto poder de revisión del subordinado, a raíz de la expresión "sin causa justificada" que allí se emplea.

Pero al razonar así no se ha advertido que la figura básica es la contenida en el art. 667, donde ninguna excepción se contempla con respecto a la imperatividad del cumplimiento de la orden. Y es claro que si la hubiera, tendría que estar contenida en esta figura, donde se prevé una actitud deliberada (ostensible, expresa) en el sentido de no acatar la directiva; si en algún caso esta negativa fuese admisible, sólo allí pudo estar prevista.

Por el contrario, la figura complementaria del art. 674, contempla una conducta omisiva (dejar de cumplir) que resulta de por sí equívoca, ya que esa omisión podría originarse tanto en una reticencia a ejecutar la orden como en una circunstancia distinta y ajena a la voluntad del inferior (v .g r . : la imposibilidad material de cumplirla). Es por eso y no por otro motivo que este texto legal deja a salvo la posibilidad de que el subordinado "justifique" su proceder, mostrando que no hubo una resistencia oculta o inexpresada a cumplir el mandato. Pero es claro que no podrá invocar un juicio personal adverso al contenido mismo de la orden.

Así lo corrobora el antes aludido art. 675, conforme al cual, "ninguna reclamación dispensa de la obediencia ni suspende el cumplimiento de una orden del servicio militar".

Tampoco puede hallarse un argumento contrario a la obligación irrestricta de obedecer órdenes —aun las de contenido delictivo— a partir del art. 187 del Cód. de Justicia Militar, que impone el deber de denunciar cuando se tuviere "conocimiento de la perpetración de un delito". Esta directiva no podría alcanzar al subordinado que recibe una orden del servicio respecto del contenido de esta misma, reitérase aquí el valladar del art. 675 del Cód. de Justicia Militar. Además, importaría una incoherencia suponer que pueda configurarse "encubrimiento" respecto de los propios actos. Por

otra parte, la regla aludida prescribe efectuar la denuncia ante el "superior de quien dependan", con lo cual, si el deber legal tuviera el alcance que se pretende, estaría el subordinado en la absurda situación de radicar su denuncia ante el propio autor del ilícito, esto es, el superior que le impartió la orden.

Por cierto que estas consideraciones de ningún modo tienden a consagrar una suerte de impunidad por los delitos derivados del cumplimiento de órdenes del servicio, ni suponen admitir una "mecanicidad irresponsable", en la terminología de la sentencia. Por el contrario, la responsabilidad penal por el ilícito cometido queda en estos casos desplazada, por imperativo legal, a quienes emitieron las órdenes en cuestión.

El fundamento que subyace a este sistema normativo consiste en que no habría posibilidad de organización militar, con todos los requerimientos que ella comporta, si el subalterno pudiera poner en cuestión la legitimidad de las órdenes que se le imparten, estudiarlas con frialdad y darles o no cumplimiento según los dictados de su conciencia. Este razonamiento puede no adecuarse a otros tipos de organizaciones que carecen de las características propias de los ejércitos, por eso, no parecen atingentes al caso "sub lite" las consideraciones que efectúa el tribunal con respecto al alcance del deber de obediencia en el ámbito administrativo.

V. El deber de obediencia como eximente de responsabilidad penal. Al encarar este tema, preciso es advertir que la cuestión insinuada en el fallo en el sentido de que no sería aceptable que el derecho ordenara cumplir un mandato delictivo, involucra un pseudo-problema, originado tal vez en un planteo incorrecto del asunto.

En primer lugar, no hay duda que el deber de obediencia es incuestionable cuando las órdenes son legítimas tanto en los aspectos formales como en el contenido sustancial. Por eso, como ha observado Kelsen, no es mucho lo que se adelanta en el análisis del tema si se parte de la premisa que sólo deben ejecutarse las órdenes regulares. El problema auténtico —ha dicho el autor citado— que escapa a tal premisa, consiste en determinar quién decide si la orden que ha de ejecutarse es regular; y a esta pregunta dos respuestas son posibles: o bien decide quien ha de ejecutar la orden, o bien una instancia diferente, que puede ser el mismo que emitió la orden. Y esta cuestión no puede resolverse sino sobre la base de los preceptos positivos (Kelsen, Hans, "Teoría general del Estado", p. 374, trad. Luis Legaz Lacambra, Ed. Nacional, México, 1973).

La cuestión planteada en estos términos ofrece una gama de soluciones posibles según el alcance de las facultades de inspección que el orden normativo de que se trate confiera a los subordinados. Si a éstos se les impone obedecer incondicionalmente, restringiendo su poder de inspección a los aspectos extrínsecos de la orden (competencia del superior, vinculación con el servicio), la cuestión referente a la legitimidad del mandato queda diferida a un examen posterior y a una instancia distinta.

En tales situaciones, señalaba con acierto Sebastián Soler, es evidentemente equivocado hablar de inculpabilidad del subordinado por un presunto error de éste acerca de la legalidad de la orden, puesto que tanto el conocimiento como el error son, en estos casos, absolutamente irrelevantes ("Derecho penal argentino", t. I, p. 261. Ed. Tea, Buenos Aires, 1970). Por eso, es preciso tener presente —como advertía el propio Soler— que no se trata, en estos supuestos, de imponer o no el deber de obediencia a órdenes ilegales, "sino de juzgar al que cumple una orden formalmente correcta y sustancialmente delictuosa, cuando el derecho quita al subordinado todo poder de inspección, según ocurre, a veces, en un orden jurídico, aun en la más pura democracia" (Soler, S., op. cit., loc. cit.). El eminente penalista concluía, más adelante, señalando que el "efecto que debe acordarse a la existencia de una orden que debía ser cumplida sin examen consiste en el traslado de la relación imputativa, ... la cual debe ser directamente atribuida ... a quien impartió la orden jurídicamente irrecusable" (op. cit., p. 262).

La certeza de esta doctrina, que atribuye carácter objetivo a la eximente de obediencia debida, ha sido destacada por el español José María Rodríguez Devesa, quien afirma: "Debe también, a mi entender, desterrarse el defectuoso sistema de reducir la obediencia a otras causas de exclusión de la responsabilidad criminal, como son el error o la coacción, pues en tal supuesto la obediencia a órdenes superiores carecería de propia sustantividad y sería superfluo todo debate sobre ella ..." ("La obediencia debida en el derecho penal militar", Revista Española de Derecho Militar, núm. 3, p. 32. Madrid, 1957).

Estas afirmaciones son tanto más ciertas respecto de nuestro derecho positivo, el cual admite por separado como eximentes a la obediencia debida y al error, de modo que resulta equivocado admitir la primera tan sólo en la medida en que puedan verificarse los presupuestos fácticos de la segunda. En efecto, el Código Penal contempla

el error o ignorancia de hecho no imputables en el art. 34, inc. lº, y la obediencia debida en el inc. 5º del mismo artículo. El error es aplicable en el ámbito penal militar, conforme la remisión que efectúa el art. 510 del Cód. de Justicia Militar, la segunda, a su vez, rige también en ese ámbito con la especificidad que resulta del art. 514 del mismo Código.

Ante este panorama normativo, es claro que carecería de sentido regular como causa de no punibilidad independiente a la obediencia debida, si su procedencia quedase subordinada a la existencia de error en el agente, toda vez que para excluir la punibilidad de éste hubiera bastado la referencia al error de hecho, el cual descarta la culpabilidad con abstracción de una situación de dependencia jerárquica.

A mi juicio, pues, es claro que la operatividad de esta eximente no queda circunscripta a un análisis de los condicionamientos subjetivos del subordinado, de su acierto o error en el examen de la legitimidad sustancial de la orden, toda vez que ese examen le está vedado al menos en el contexto de la ley militar vigente al tiempo en que tuvieron lugar los hechos que originan esta causa.

Ello no obsta, sin embargo, a que simultáneamente con la causal de impunidad basada en la obediencia debida, puedan incidir en el caso circunstancias particulares configurativas de error o coacción, excluyentes de la culpabilidad. Más aún, creo que si se adoptase el criterio que recepta la sentencia en cuanto a la caracterización de la eximente de obediencia debida como causa de inculpabilidad, el peculiar contexto en que acaecieron los hechos "sub lite" la tornarla procedente, como luego se verá.

VI. La incidencia de la eximente en el caso. En nuestro país, la doctrina mayoritaria, aun bajo distintas ópticas, es conteste en aceptar que cuando el inferior o subordinado carece de facultades para revisar la orden o no tiene el deber de revisarla, queda excluido en su responsabilidad penal ante el deber de obediencia, aunque se tratase de un delito (conf.: Sebastián Soler, op. cit., ps. 260 y sigts. Carlos Fontán Balestra, "Tratado de derecho penal", t. II, p. 331, Buenos Aires, 1966; Ernesto Ure, "Obediencia debida e inculpabilidad", Rev. La Ley, t. 126, p. 976; Lucio Eduardo Herrera, "Reflexiones sobre la obediencia debida", Revista de Derecho Penal y Criminología, núm. 1, 1970, p. 22; Guillermo J. Fierro, "La obediencia debida en el ámbito penal y militar", ps. 123 y sigts. Ed. Depalma, 1984; Alberto Campos, "Derecho penal", p. 224; entre otros).

Más allá de cómo pueden verse las cosas bajo el prisma de los principios del derecho penal común, ciertamente nos hallamos frente a un régimen normativo de excepción dentro del cual una disposición clara y expresa, como es el art. 514 del Cód. de Justicia Militar, desplaza la autoría del hecho delictuoso del subordinado al superior de quien emanó la orden. Por eso, como sostuve en mi dictamen en la causa 13/84, C. 895, L. XX, por encima de las discrepancias doctrinarias en cuanto a las categorías en que corresponda ubicar a los protagonistas de los hechos, no parece dudable que el art. 514 citado consagra la autoría del superior que imparte la orden. Sobre esta base, y sin necesidad de analizar el punto desde la perspectiva del derecho penal común (específicamente con apoyo en el art. 45, Cód. Penal) pueden extraerse conclusiones válidas dentro del régimen de excepción que comporta el derecho penal militar, donde por imperio de una norma específica la calidad de autor se desplaza del subordinado al superior, de modo que a los fines de la responsabilidad penal sólo este último es autor y resulta incriminado como tal, en tanto que el transmisor o ejecutor de la orden de contenido irregular, privado como está de toda posibilidad de revisión o examen de dicho contenido sustancial, resulta alcanzado por una eximente de naturaleza objetiva, así definida en el tantas veces citado art. 514 del Cód. de Justicia Militar.

Este criterio viene hoy impuesto, además, por cuanto se hubo resuelto, con alcance de cosa juzgada, en la causa 13/84, C. 895, L. XX, desde que la pauta que allí prevaleció en punto a la atribución de los hechos a los altos mandos militares que elaboraron los planes estratégicos de la lucha contra la subversión y emitieron las órdenes generales o participaron en la elaboración de los planes contribuyentes, no podría ser compatible ahora con una atribución de esos mismos hechos a los subordinados que sólo estuvieron en condiciones de transmitir o ejecutar aquellas directivas, salvo que, por propia iniciativa, se hubiesen extralimitado o cometido otros delitos en provecho propio.

En la segunda situación es posible incluir con total certeza a quienes en la cadena de mandos revistaban como oficiales jefes y subalternos, suboficiales y tropa, así como las jerarquías equivalentes de las fuerzas de seguridad, sin perder de vista que éstas actuaron bajo control operacional de los mandos militares. En los supuestos preindicados es factible establecer "ab initio" la operatividad de la eximente de obediencia debida que contempla el art. 514 ya mencionado. En cambio,

esto no es posible predeterminarlo en relación a los oficiales superiores que tuvieron mando efectivo y capacidad decisoria en el tiempo que acaecieron los hechos, en la medida que hubieran tenido acceso a la elaboración de los planes antedichos y, de ese modo, hubieran participado en el proceso de creación de las órdenes de cuya ejecución se trata.

En consecuencia, el recurrente Norberto Cozzani quien revisaba como cabo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires al tiempo de los hechos que se le imputan, debe considerarse alcanzado por esta eximente, por lo que estimo que el fallo condenatorio deberá revocarse en este aspecto.

Preciso es destacar, todavía, que otras consideraciones, vinculadas al contexto general en que acaecieron los hechos y a cómo él influyó en el ánimo de quienes ejecutaron órdenes ilegales, también conducen a conclusiones similares a las expuestas.

VII. Convergencia de otras eximentes (causales de inculpabilidad). En efecto, para el correcto ejercicio de la actividad jurisdiccional, máxime en redor de la contemplación jurídica del caso que nos ocupa, resulta insoslayable no perder de vista ese contexto fáctico dentro del cual se produjo el obrar incriminado, esto es, bajo la hipótesis de una guerra revolucionaria cuyos genuinos alcances, reales o potenciales, sólo estuvieron en condiciones de conocer y valorar plenamente quienes deliberaron y planificaron la acción, mas no aquellos que la ejecutaron.

Estos últimos, en cambio, no sólo hallábanse alcanzados por "órdenes de servicio", generales y reglamentadas nítidamente, y por ende vinculantes para ellos dentro de un marco estrictamente objetivo, estaban a la vez inmersos en una dinámica que resultaba, de hecho, insusceptible de evaluación y, consecuentemente, inobjetable. Para quienes así obraron, no parece factible sostener en términos jurídicos la exigi-bil idad de una conducta dis tinta, porque en todo caso se hallarían en el supuesto que en doctrina se denomina "justificación putativa", caracterizada por la creencia errónea del sujeto en que existen circunstancias que le autorizan u obligan a proceder como lo hace, circunstancias que, de haber existido, habrían justificado la conducta (conf. Soler, Sebastián, op. cit., t. II, ?. 76; Núñez, Ricardo, "Tratado de derecho penal", t. II, p. 114). Esta s i tuación configura una causa excluyente de la culpabilidad que coincide en el caso con la eximente antes analizada.

Accediendo, pues, a una perspectiva distinta a la expresada en el parágrafo

precedente, esto es, observando la cuestión en el terreno de la culpabilidad —como lo hace el a quo—, podría afirmarse que el cumplimiento de las órdenes o directivas, en tanto correspondían a los planes aprobados y supervisados por los mandos superiores de las Fuerzas Armadas y la Junta Militar, habría inducido a los subordinados a obrar con error insalvable sobre la legitimidad de la orden recibida.

Ha de admitirse la ya aludida particularidad del contexto fáctico, que estaba reflejada en la circunstancia de que los propios comandantes, al tiempo de los hechos investigados, constituían la máxima autoridad legislativa, en cuya virtud dictaron las leyes 21.460, 21.461, 21.267 y otras, incluso la modificación del Código Penal. A ello debe sumarse una situación de beligerancia subversiva, reconocida por la Cámara y por V.E., así como que las directivas y el sistema de lucha antisubversiva, emanaba de los propios comandantes en jefe, a partir de los decs. 261, 2770, 2771 y 2772 del año 1975, dictados por el entonces gobierno constitucional.

Tiene dicho V.E., por el voto de uno de sus ministros en la causa C. 895, L. XX, sentencia del 30 de diciembre de 1986, que en el contexto materia de análisis, el "dominio del curso de los acontecimientos por el superior limita el campo de decisión autónoma del subordinado y reduce a proporciones mínimas la posibilidad de acceder a la licitud o ilicitud de la orden emitida, máxime si el deber de obediencia, fundamento de los ejércitos, constriñe al subordinado a riesgo de sanciones explícitas" (ver voto del doctor Fayt, consid. 17). En el mismo sentido, añadió que "el desmedido poder de hecho y la incontrolada capacidad legisferante alcanzados por los acusados (miembros de la Junta Militar), pudo mover a sus subordinados a una obediencia cuyos limites les era muy difícil de precisar, tanto subjetiva como objetivamente, circunstancia que no puede dejar de valorarse", y que, en cuanto permitió atribuir responsabilidad delictual a los altos mandos de cada una de las fuerzas armadas, "aleja responsabilidades respecto de quienes cumplieron órdenes, —sin agregarles en su cumplimiento, por propia iniciativa, hechos aberrantes, ni cometer en provecho propio delitos comunes—..." (ver consid. 24 del voto citado).

A ello debe agregarse, asimismo, todo el sistema legal de preparación del instrumento militar, que suma a la amenaza de sanciones a la desobediencia la formación y el entrenamiento destinados a incorporar el hábito del cumplimiento inexorable de las órde-

nes, y el condicionamiento psicológico que los mandos superiores consideran adecuado a las características del enfrentamiento para el cual preparan a sus tropas.

La creencia en la legitimidad de la orden, en estos casos, sería equivalente al convencimiento insuperable de obrar conforme a derecho. Y debe destacarse que cuando no se conoce la antijuridicidad por error invencible, fundado en circunstancias apreciadas erróneamente por el agente, la doctrina universal, incluida la nacional y la jurisprudencia mayoritaria de nuestro país, considera que queda excluida, sin más, la culpabilidad. Algunos directamente por vía del error denominado "de hecho" en el art. 34, inc. lº del Cód. Penal, y otros por la exclusión del dolo, o por el directo desconocimiento de la antijuridicidad o de la prohibición del hecho (conf. Roberto A.M. Terán Lomas, "Derecho penal: Parte general" t, 2,, p. 57, parág. 319, Ed. Astrea 1980; Ricardo Núñez, "Derecho penal argentino", t. II, p. 114 y en "Manual de derecho penal", ps. 232 y sigts.; Sebastián Soler, op. cit., t. II, parág. 40, VIII; Lucio Eduardo Herrera, "El error en materia penal", ps. 123 a 315 y la jurisprudencia allí citada, Ed. Abeledo-Perrot, 1971; Carlos Fontán Balestra, op. cit., t. II, ps. 314 a 330; Luis Jiménez de Asúa, "Tratado de derecho penal", t. VI, ps. 683 y sigts., Ed. Losada, 1962; entre otros).

Cabe agregar a lo expuesto que, en todo caso, dadas las especiales circunstancias ya reseñadas, la resistencia a la orden hubiese supuesto, además de las sanciones específicas contempladas por la ley militar (arts. 667, 674, 675 y concs., Cód. de Justicia Militar), la asunción de un riesgo en medida no exigible. Esto supone la convergencia, en tales hipótesis, de la otra causal independiente de exculpación, cual es la coacción que prevé el art. 34, inc. 2° del Cód. Penal.

VIII. Inatingencia del art. 11 de la ley 23.049 en este caso. La formulación precedentemente expuesta conduce a sostener la operatividad del art. 514 del Cód. de Justicia Militar, aunque las órdenes hubiesen estado dirigidas a la comisión de los actos individualizados en la última part. del párr. 2º del art. 11 de la ley 23.049. Una inteligencia contraria, que excluyera totalmente la aplicabilidad del art. 514 en tales supuestos, resultaría inadmisible, por cuanto importaría alterar su propio carácter, al par que desembocaría en una modificación de la ley penal con posterioridad a los hechos investigados, susceptible, por tanto, de conculcar la garantía consagrada en el art. 18 de la Constitución Nacional.

En efecto, el art. 11 de la ley 23.049

se presenta a sí mismo como una norma interpretativa del art. 34, inc. 5º del Cód. Penal, y dispone que éste sea entendido de conformidad con el art. 514 del Cód. de Justicia Militar. En esto no se innova respecto de lo que prescribe el art. 510, "in fine" del Cód. castrense. Pero en realidad, el párr. 25

del art. 11 citado, concluye convirtiéndose en una interpretación no ya del Código Penal sino del art. 514 de la ley militar.

Si así se entendiera, surgen dificultades insalvables, por cuanto dicho párrafo al establecer una distinción acerca del contenido posible de las órdenes, vendría a imponer como principio no sólo el poder, sino el deber, de los subordinados de examinar ese contenido. Con lo cual, no solamente se contradice la letra del texto legal que se pretendía "interpretar" (art. 514, Cód. de Justicia Militar), sino también toda una serie de disposiciones insertas en el mismo Código que regulan el deber de obediencia como un mandato irrecusable para los subordinados, cuyo poder de revisión queda restringido —como ya hemos visto— a los aspectos extrínsecos de la orden (competencia del emisor, vinculación con el servicio).

Esta norma que se dice interpretativa, pues, no puede admitirse como tal, porque no sería posible compatibilizar la "interpretación" que ella indica con todo el conjunto de normas que integran el Código castrense. Por eso, si algún sentido cabe asignarle, sería el de constituir lisa y llanamente una disposición modificatoria de dicho Código.

Pero, claro está, así entendida no es posible proyectar sus efectos hacia el pasado, no es posible aplicarla retroactivamente, porque si así fuese, habríase conculcado el art. 18 de la Constitución Nacional.

En consecuencia, toda vez que frente a varias interpretaciones posibles de una norma, ha de preferirse aquella que la concilia y no la que la opone al texto constitucional (Fallos: t. 285, p. 60, t. 296, p. 22; t. 297, p. 142; t. 299, p. 93; t. 301, p. 460; t. 302, p. 1600 —Rev. La Ley, t. 150, p. 32; t. 1976-D, p. 515; t. 1977-C, p. 455; t. 1978-B, p. 67; Rev. La Ley, t. XLI, J-Z, p. 1901, sum. 63; Rev. La Ley, 5. 1981-D; p. 591, fallo 35.985-S—, t. 306, p. 1964, y muchos otros), corresponde concluir en el criterio señalado que mantiene la aplicabilidad del art. 514 del Cód. de Justicia Militar en la forma antes expuesta, esto es, sin la incidencia del señalado párrafo del art. 11 de la ley 23.049.

IX. Consideraciones finales sobre el tema. A esta altura final de mi dictamen, creo necesario remarcar que la

interpretación legal que propongo es la única que juzgo posible en función del sistema normativo vigente al tiempo en que los hechos acaecieron, el cual, por lo demás, es el único constitucionalmente aplicable.

Creo, asimismo, pertinente resaltar —a fin de dejarlo esclarecido— que dicha correcta inteligencia del sistema legal vigente al tiempo de los hechos criminosos que se juzgan, en tanto importa desplazar la responsabilidad penal hacia quienes los ordenaron, no desemboca, es obvio, en la impunidad de los mismos. Sólo impide lo que sería antijurídico, esto es, condenar igualmente por ellos a quienes automatizados en el régimen de obediencia irrestricta tenían el deber legal de cumplirlos, bajo el imperio de esas normas que correlativamente excluyen sus responsabilidad.

Empero, no puede, desde ya, escapársenos que, tanto el tenor, cuanto la magnitud, de los hechos que conformaron la característica de los actos de servicio ordenados sistemáticamente por la superioridad en el marco de la guerra antisubversiva, a través de reglamentaciones detalladas y expresas, tienden a hacer reflexionar acerca de la conveniencia de modificar la norma del art. 514 del Cód. de Justicia Militar en vigencia al tiempo de los sucesos que se juzgan, que data de 1951, teniendo en cuenta las mejores tradiciones de nuestro derecho en la materia. Se daría así respuesta adecuada al interrogante que, hacia el ocaso del pasado siglo, formulaba Manuel Obarrio —que por entonces presidió, justamente, las comisiones codificadoras de la justicia militar— "¿el crimen común puede alguna vez entrar en las reglas u órdenes de un ejército?" ("Curso de derecho penal", ps. 352 y sigts. ed. de 1902), Ed. Lajouane.

Mas estos reparos acerca de la conveniencia del precepto aludido, por razones ya expuestas, no pueden jugar desde el punto de vista de la rigidez jurídica, en disfavor de su aplicación indefectible y sólo pone en evidencia, a mi juicio, la seguramente no menos indefectible necesidad de su reforma, tal como en la fecha, impulsado por la trascendencia e importancia que no se puede dejar de advertir en el calor del estudio de este complejo y delicado tema, lo propongo en mi carácter de Procurador General de la Nación, mediante un informe específico, al Presidente de la República.

Porque el sistema de la obediencia extrema de las órdenes militares, que consagra nuestro Código casi en soledad en el ámbito de la legislación comparada, ha venido a emerger —a la luz de los detalles constantes en la causa, que atestiguan en su cruda y

estremecedora realidad l a s reprochables actuaciones a través de las que se llevó adelante esta lucha, generada por un contendiente artero que se valió de no menos reprochables métodos— ha venido a emerger, digo, como un mecanismo coadyuvante a la inadmisible potestad de los altos mandos castrenses para concebir y ordenar medios de combate que, más a l l á de lo objetable que resultan desde el punto de vista moral y aun espiritual, son incompatibles con el Estado de Derecho que funda nuestra filosofía política.

Y si es una verdad esencial aquella a la que se refería en su citada obra Obarrio, en el sentido de que "el militar, por el hecho de serlo, no abandona su calidad de hombre, no es un desheredado que haya perdido la protección y el amparo de las leyes", es nítido que la propia defensa de los derechos inalienables de la persona del militar es la que motiva, a su vez, la necesidad de esa disminución del concepto extremo de la obediencia, legislando con mayor precisión sus límites y preservando, a la vez, la disciplina que es esencial a los ejércitos. De otro modo, esa extremidad del concepto, puede obligar a la aceptación de órdenes que impliquen la autoría de actos que no debieran, en rigor, presentarse como integradores del servicio, por la sola e incontrovertible razón de que, como quedó dicho, soslayan lo insoslayable, esto es, la dignidad y la condición del hombre, y que degradan tanto no sólo los derechos humanos de las víctimas cuanto, al unísono, los de quienes así instruidos y automatizados deben, bajo la presión de la mencionada incondicionalidad, cumplir con el deber de llevarlos a cabo.

X. El recurso extraordinario de fs. 9382/9402. La sentencia en dictamen, en cuanto condenó al oficial principal médico, Jorge A. Bergés a 6 años de prisión e inhabilitación absoluta perpetua por considerarlo coautor responsable del delito de aplicación de tormento, reiterado en dos oportunidades (punto 16 del fallo), fue recurrida por el defensor oficial del encartado según apelación extraordinaria obrante a fs. 9382/9404. Se agravia el recurrente por cuanto la Cámara desestimó su planteo de inconstitucionalidad de la ley 23.040, derogatoria de la ley 22.924 cuya aplicación reclama, y junto a otras potestades invoca la eximente de la obediencia debida.

A fs. 9708/9710 el a quo concedió el recurso sólo en orden a la tacha de inconstitucionalidad formulada en relación a la ley 23.040 (consid. I). La denegatoria por los restantes agravios motivó la queja individualizada según registro del tribunal como C. 520, L.

XXI, en la que he dictaminado en el día de la fecha. Al propiciar en dicha presentación directa acoger favorablemente la eximente de la obediencia debida, en mérito al grado de revista del imputado en la Policía de la Provincia de Buenos Aires, se torna abstracto el tratamiento del otro planteo por el cual fue concedida la apelación.

XI. El recurso extraordinario de fs. 9460/9509, planteo de inconstitucionalidad de la ley 23.040. La sentencia en consideración también condenó al General (R.) Ramón J.A. Camps a 25 años de reclusión e inhabilitación absoluta perpetua, por considerarlo autor responsable del delito de aplicación de tormento, reiterado en sesenta y tres oportunidades (punto 8 del fallo) y al General (R.) Ovidio P. Riccheri a 14 años de reclusión por considerarlo también autor responsable del delito de aplicación de tormento, reiterado en 20 oportunidades (punto 10 del fallo).

Contra tal pronunciamiento el defensor oficial interpuso recurso extraordinario a fs. 9460/9507 el que fue concedido por el a quo a fs. 9708/9710 sólo en punto a la tacha de inconstitucionalidad vertida en relación a la ley 23.040.

La finalidad de la apelación, es obtener mediante la descalificación de la ley referida, la plena validez de la llamada "ley de pacificación nacional" 22.924.

El tema propuesto ya fue analizado por este Ministerio Público en el punto I del dictamen que emitiera "in re" C. 895, L. XX, "Causa originariamente instruida por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en cumplimiento del decreto 158/83 del Poder Ejecutivo Nacional", en la que dictara sentencia el tribunal, con fecha 30 de diciembre de 1986 (Rev. La Ley, t. 1987-A, p. 535).

En el precedente apuntado, abordé, tres cuestiones al respecto, a saber: 1) si el órgano legislativo carecía de facultades para anular o declarar inconstitucional una ley, o si ello era tarea propia y exclusiva del órgano judicial; 2) si la declaración de nulidad de la ley de amnistía conculcaba el art. 18 de la Constitución Nacional y 3) si la retroactividad de la aplicación de la ley 23.040 vulneraba derechos irrevocablemente adquiridos, contrariando la garantía consagrada por el art. 17 de la Constitución Nacional.

Atento los temas propuestos, al igual que la causa precitada, estimo que los agravios suscitan cuestión federal suficiente para su tratamiento en la instancia extraordinaria, por lo cual, el recurso ha sido bien concedido, resultando procedente desde el punto de vista formal.

En cuanto al fondo del asunto, es mi parecer, que la sentencia recurrida debe confirmarse en este aspecto, en mérito a los fundamentos desarrollados en el dictamen referido, conforme a los cuales, la ley 23.040 no se halla en pugna con cláusula constitucional alguna, a los que me remito en homenaje a la brevedad, como a los que, en igual sentido, ilustran los votos de los ministros del tribunal (doctor José S. Caballero, consids. 2o a 9º; doctor Augusto C. Belluscio, consids, 2º a 7º; doctor Carlos S. Fayt, consids. 11 a 14; y doctores Enrique S. Petracchi y Jorge A. Bacqué, consids. 2º a 8°).

XII. Conclusión. En virtud de lo expuesto, opino que deberá revocarse el pronunciamiento recurrido en cuanto no acogió la eximente de obediencia debida con relación al cabo Norberto Cozzani y confirmarse en los restantes aspectos que han sido materia de agravio. — mayo 6 de 1987. — Juan O. Gauna.

Buenos Aires, junio 22 de 1987.

Ley de Obediencia Debida

Artículo Primero: Se presume sin admitir prueba en contrario que quienes a la fecha de comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de seguridad, policiales y penitenciales, no son punibles por los delitos a que se refiere el artículo 10 punto 1 de la ley número 23.049 por haber obrado en virtud de obediencia debida.

La misma presunción será aplicada a los oficiales superiores que no hubieran revistado como comandante en jefe, jefe de zona, jefe de subzona o jefe de fuerza de seguridad, policial o penitenciaria si no se resuelve judicialmente antes de los 30 días de la promulgación de esta ley que tuvieron capacidad decisoria o participaron en la elaboración de las órdenes.

En tales casos se considerará de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad.

Artículo Segundo: La. presunción establecida en el articulo anterior no será aplicable respecto de los delitos de violación, sustracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil y apropiación extorsiva de inmuebles.

Artículo Tercero: La presente ley se aplicará de oficio. Dentro de los cinco (5) días de su entrada en vigencia, en todas las causas pendientes, cualquiera sea su estado procesal, el tribunal ante el que

se encontraren radicadas sin más trámite dictará respecto del personal comprendido en el artículo 1, párrafo primero la providencia a que se refiere el artículo 252 bis del Código de Justicia Militar o dejará sin efecto la citación a prestar declaración indagatoria, según correspondiere.

El silencio del Tribunal durante el plazo indicado por el previsto en el segundo párrafo del artículo lro., producirá los efectos contemplados en el párrafo precedente con el alcance de cosa juzgada.

Si en la causa no se hubiere acreditado el grado o función que poseía a la fecha de los hechos la persona llamada a prestar declaración indagatoria, el plazo transcurrirá desde la presentación de certificado o informe expedido por autoridad competente que lo acredite.

Artículo Cuarto: Sin perjuicio de lo dispuesto por la Ley Nro: 23.492, en las causas respecto de las cuales no hubiera transcurrido el plazo previsto en el artículo lro. del primer párrafo de la misma, no podrá disponerse la citación a prestar declaración indagatoria de las personas mencionadas en el articulo lro. de la presente ley.

Artículo Quinto: Respecto de las decisiones sobre la aplicación de esta ley, procederá recurso ordinario de apelación ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el que podrá interponerse dentro de los cinco (5) días de su notificación. Si la decisión fuere tácita, el plazo transcurrirá desde que ésta se tuviere por pronunciada conforme con lo dispuesto en esta ley.

Artículo Sexto: No será aplicable el artículo 11 de la ley Nro: 23.049 al personal comprendido en el artículo lro. de la presente ley.

Artículo Séptimo: Comuníquese al Poder Ejecutivo Nacional.

Voto del doctor Bacqué

a) Inconstitucionalidad de la Ley de Obediencia Debida.

1) Que llegan las presentes actuaciones a conocimiento de esta Corte en virtud de los recursos extraordinarios interpuestos a fs. 9382/9402, 9403/ 9407, 9427/9459, 9460 y 9561/9566, contra la sentencia dictada por la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal del Capital Federal que condenara a Ramón J. A. Camps a la pena de 25 años de reclusión, inhabilitación absoluta perpetua, accesorias legales (art. 12, Cód. Penal), accesoria de destitución (art. 538, Cód de Justicia Militar) y pago de las costas (art. 29, inc. 35, Cód. Penal), como autor responsable del delito de aplicación de tormentos reiterado en setenta y tres oportunidades (arts. 2º, 55 y 144 tercero, párr. I9, conforme ley 14.616 del Cód.

Penal); a Ovidio P. Riccheri a la pena de 14 años de reclusión, inhabilitación absoluta perpetua, accesorias legales (art. 12, Cód. Penal), accesoria de destitución (art. 538, Cód. de Justicia, Militar) y pago de las costas (art. 29, inc. 3º, Cód Penal), como autor responsable del delito de aplicación de tormentos reiterado en noventa y cinco oportunidades (arts. 2º, 55 y 144 tercero, párr. lº, conforme ley 14.616 del Código Penal); a Jorge A. Bergés a la pena de 6 años de prisión, inhabilitación absoluta perpetua, accesorias legales (art. 12, Cód. Penal), como coautor responsable del delito de aplicación de tormento reiterado en dos oportunidades (arts. 2º, 55 y 144 tercero, párr. lº; a Norberto Cozzani a la pena de 4 años de prisión, inhabilitación absoluta perpetua, accesorios legales (art. 12, Cód. Penal) como autor responsable del delito de aplicación de tormento, reiterado en cuatro oportunidades (arts. 2º, 55 y 144 tercero, párr. Iº, conforme ley 14.616 del Código Penal) y absolviera a Ramón J. A. Camps en los hechos núms. 21, 36, 63, 75, 76, 159, 162, 165,173, 174, 191, 209; a Miguel O. Etchecolatz en los hechos núms. 21, 36, 63, 65, 75, 76, 159, 162, 165, 173, 174, 175, 191 y 209; a Alberto Rousse en el hecho núm. 157.

2) Que tales recursos fueron en parte concedidos y en parte denegados, lo cual dio lugar a que se dedujeran las quejas presentadas por el f iscal de Cámara, el representante de los parti culares damnificados y de los defen sores de los imputados Riccheri, Camps, Bergés, Etchecolatz, y Cozzani, los casuales corren agregados por cuer da.

3) Que el representante de los par ticulares damnificados ha planteado la inconstitucionalidad de la ley 23.521, sancionada por el Congreso Nacional cuando la presente causa ya se encon traba a estudio de esta Corte. En con secuencia, se dio vista a los procesados a fin de que contestaran los citados planteos de inconstitucionalidad. En los escritos correspondientes, los letra dos de los acusados argumentan, en primer lugar, que la ley en cuestión es constitucionalmente válida. Dichos planteos serán tratados "in extenso" en los siguientes considerandos.

También alegan que el representante de los particulares damnificados carece de personería para promover la actividad jurisdiccional de esta Corte. En lo que a este punto se refiere, basta remitirse al pronunciamiento citado "in re" "Fernández Meijide, Pablo s/ averiguación por privación ilegitima de la libertad", Recurso de hecho, F. 296. XXI, del 22 de agosto de 1985, para rechazar los planteos de la defensa al respecto.

4) Que, del análisis literal del art.

3° de la disposición cuestionada, surge que ésta sólo resulta aplicable a aquellos procesos en los cuales aún no se hubiese dictado sentencia. Ello se desprende de las mismas disposiciones de la ley, que establecen medidas sólo susceptibles de aplicación en aquellos casos de procesados en juicios en los cuales no hubiese recaído sentencia.

Este no es el caso del presente, pues el tribunal superior de la causa lo ha hecho a fs. 8323, y sólo resta que la Corte se pronuncie sobre recursos Federales no susceptibles de variar lo resuelto acerca de los hechos alegados, salvo en el caso, ya descartado por el presente pronunciamiento, de que aquel tribunal hubiera caído en arbitrariedades manifiesta.

El restringido ámbito de aplicación de la ley bajo examen a que se refiere el primer párrafo de este considerando, es coherente con la naturaleza de esta "ley", la cual, si bien lo es en sentido formal en razón del órgano que la ha dictado, constituye jurídicamente el ejercicio de la función judicial. Por esto, por su carácter de "sentencia del Legislativo", es que la ley no se declara aplicable a los procesos ya juzgados.

Esta interpretación de la naturaleza de la ley 23.521, está impuesta no sólo por la claridad indudable de su texto, sino también por la inteligencia que dio a él el presidente de la Cámara de Diputados que apoyó la iniciativa, a propósito del desistimiento parcial de recurso extraordinario del cabo Cozzani, presentado por él ante esta Corte el día en que comenzó el tratamiento de la ley en el Parlamento. En efecto, el diputado Pugliese opinó (acertadamente) que ese desistimiento transformaba en firme la sentencia dictada contra él en el aspecto desistido.

Sin embargo, si la ley hubiera pretendido alcanzar también a los casos ya juzgados, por incorporar para el futuro una regulación legal más benigna de la excusa de la obediencia, que pudiera ser aplicada también retroactivamente en virtud del principio de la ley más benigna, habría alcanzado inclusive al cabo Cozzani.

Lo mismo habría tenido que ocurrir para que esta ley fuera una ley de amnistía, pues, más allá de la inconstitucionalidad que podría afectarla como tal, conceptual y jurídicamente no podría dejar de beneficiar a los autores ya condenados, en razón de que la amnistía constituye tanto una causa de extinción de la acción penal, cuando la condena no está firme, como una causa de extinción de la pena, cuando sí lo está.

Por consiguiente, esta "ley", cualquiera que fuese su validez, no resultaría de aplicación a la presente causa. Empero, dado que la mayoría de este tribunal considera lo contrario, como si

la ley impugnada fuese formalmente aplicable, se torna imperioso analizar la cuestión atinente a su validez constitucional, dado que la doctrina que se siente a este respecto puede ser decisiva para las múltiples causas abiertas a lo largo y a lo ancho del territorio del Estado, a las que sí se proclama aplicable el texto de la ley 23. 521.

5) Que siendo un principio funda mental de nuestro sistema político la división del Gobierno en tres grandes departamentos , e l Legislat ivo, e l Ejecutivo y el Judicial, independientes y soberanos en su esfera, se sigue for zosamente que las atribuciones de cada uno le son peculiares y exclusi vas, pues el uso concurrente o común de ellas harían necesariamente desa parecer la línea de separación entre los tres altos poderes políticos, y destrui ría la base de nuestra forma de gobier no (Fallos, t. 1, p. 32). Tal conclusión surge claramente del estudio de los autores que forman parte de la gran tradición liberal europea de la cual nuestra Consti tución Nacional es directa depositaría. Así, Montesquieu señalaba en su clásica obra "Del espíritu de las leyes" (t. I, libro XI, capítulo VI, ps. 168/169, ed. 1973, París) al respecto:"...Existen en todo Estado tres clases de poderes: el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo de las cosas que dependen del derecho de gentes y el Poder Judicial de aquéllas que dependen del derecho civil. Por el primero, el príncipe o el magistrado hace las leyes por un tiempo o para siempre y corrige o deroga aquéllas que han sido hechas. Por el segundo hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los crímenes o juzga los dife rendos entre particulares. Se llamará a este último, el poder de juzgar al otro, simplemente, el poder Ejecutivo del Estado. Cuando, en la misma persona o en el mismo cuerpo de la magistratu ra el Poder Legislativo está unido al Poder Ejecutivo, no existe libertad pues se puede tener que e l mismo monarca o el mismo senado haga leyes t iránicas para ejecutarlas t iránica mente. Tampoco existe libertad si el poder de juzgar no está separado del Poder Legislativo o del Ejecutivo. Si aquél estuviese unido al Poder Legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbi trario, ya que el juez sería legislador... Todo estaría perdido si el mismo hom bre o el mismo cuerpo de príncipes o de nobles o del pueblo, ejercieran estos tres poderes de hacer las leyes, el de ejercitar las resoluciones públicas, el de juzgar los crímenes o los diferendos de los particulares..."

6) Que la Constitución Nacional,

"legado de sacrificios y de glorias, consagrados por nuestros mayores a nosotros y a los siglos por venir" (Fallos, t. 205, p. 614), tuvo muy en cuenta las solemnes advertencias citadas en el considerando anterior, al establecer un sistema de distribución de funciones (ejecutivas, legislativas y judiciales) ubicadas en órganos separados e independientes entre sí.

7) Que dentro del mencionado sis tema institucional, le corresponde al Poder Judicial de la Nación, "el co nocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución y por las leyes de la Nación (art. 100, ley fundamental) lo que significa, indudablemente, que "la competencia y la obligación del Poder Judicial es decir qué es derecho" ("Marbury v. Madison", 1 Cranch 137, L. Ed. 60, 1803). Tan impor tante atribución del Poder Judicial no puede extenderse — si es que no se quiere destruir el delicado sistema de equili brio entre los poderes del estado— a cuestiones abstractas o genéricas sino únicamente a aquellos casos concretos donde sea necesaria una decisión judi cial para resolver una controversia o litigio que se produzca por acción de una parte o defensa de la otra a la aplicación práctica de la ley (doctrina de Fallos, t. 1, p. 27; t. 95, p. 51; t. 115, p. 163; t. 156, p. 318; t. 242, p. 353; t. 243, p. 176; t. 256, p. 104; t. 306, p. 1125, entre otros).

8) Que correlativamente a las limi taciones impuestas al ejercicio del Poder Judicial , la Carta Magna ha señalado precisos confines al Poder Legislativo para la realización de sus importantes atribuciones. Es así que el Congreso de la Nación, a diferencia de los jueces, tiene como objetivo funda mental el de elaborar normas gene rales y abstractas que han de regir las futuras conductas individuales. Tal característica distintiva de las normas legislativas fue señalada con singular acierto por Jean Jacques Rousseau: "... Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los sujetos en grupos y a las acciones como abstractas, nunca a un hombre como individuo ni a una acción particular. Así la ley bien puede establecer que habrá privilegios, pero no se los puede dar a una persona, la ley puede crear muchas clases de ciu dadanos, hasta asignar las cualidades que darán derecho a estas clases, pero no puede designar a ta les y cuáles para ser admit idos en el las, puede establecer un gobierno real y una suce sión hereditaria, pero no puede elegir un rey ni nombrar una familia real; en una palabra, toda función que se rela ciona con un objeto individual no pertenece al poder legislativo..." ("El contrato social", cap. VI, p. 259, ed.

1975, París). También la Corte Suprema de los Estados Unidos ha puesto claramente de relieve la diferencia básica que existe entre los poderes legislativo y judicial. Así el juez Oliver Wendell Holmes, al expresar la opinión de la corte " i n re" "Prentis v. Atlantic Coast Line" (211 U. S. 210), dijo lo siguiente sobre este punto: ..."Una indagación judicial investiga, declara y aplica responsabilidades tal como aparecen en hechos presentes o pasados y bajo las leyes que se presumen ya existentes: ese es su propósito y su fin. Por el contrario, la legislación mira al futuro y modifica las situaciones existentes al crear una regla que ha de ser aplicada de allí en más a todos o algunos de aquellos sometidos a su poder..." (p. 226). Los comentaristas de la Constitución de ese país han seguido los principios desarrollados por el citado alto tribunal. Así expresa Cooley ("A treatise on the constitutional limitations", vol. I, p. 183, ed. 1927); "... se dice que lo que distingue a un acto judicial de uno legislativo es que uno es la determinación previa de lo que el derecho será para la regulación de todos los casos futuros que caigan bajo sus disposiciones..." La citada doctrina fue receptada textualmente por Joaquín V. González en su célebre "Manual de la Constitución Argentina" (ver en ese sentido, núm. 306 y esp. nota 6). Puede concluirse, así, que el concepto básico sobre el que se apoya la clásica distinción entre la elaboración de la ley y la emisión de órdenes particulares —lo cual evidentemente ha sido receptado por nuestra Constitución ..."es que el legislador ha de demostrar su confianza en la justicia de sus pronunciamientos comprometiéndose a su aplicación universal a un número desconocido de ocasiones futuras y renunciando al poder de modificar su aplicación a casos particulares..." (F. A. Hayek, "Nuevos estudios en filosofía, política, económica e historia de las ideas", p. 88, Buenos Aires, 1981)

9) Que resulta indiscutible, de todo lo dicho, la exclusiva facultad judicial de emitir pronunciamientos definitivos sobre el derecho alegado, lo cual impli ca —naturalmente— la atribución de determinar la existencia de las cir cunstancias fácticas del caso concreto.

10) Que la ley 23.521, cuya consti tucionalidad se impugna, dispone lo siguiente en su art. Iº: "Se presume sin admitir prueba en contrario que quienes a la fecha de comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Arma das, de seguridad, policiales y peniten ciarias, no son punibles por los delitos a que se refiere el art. 10, punto 1 de la

ley 23.049 por haber obrado en virtud de obediencia debida.

"La misma presunción será aplicada a los oficiales superiores que no hubieran revistado como comandante en jefe, jefe de zona, jefe de subzona o jefe de fuerza de seguridad, policial o penitenciaria si no se resuelve judicialmente, antes de los 30 días de promulgación de esta ley, que tuvieron capacidad decisoria o participaron en la elaboración de las órdenes.

"En tales casos se considerará de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad". De tal forma la norma transcripta establece que las personas mencionadas en ella actuaron en un estado de coerción y en la imposibilidad de inspeccionar las órdenes recibidas, vedándoles a los jueces de la Constitución toda posibilidad de acreditar si las circunstancias fácticas mencionadas por la ley (estado de coerción e imposibilidad de revisar las órdenes) existieron o no en realidad. Es decir, la disposición en examen impone a los jueces una determinada interpretación de las circunstancias fácticas de cada caso particular sometido a su conocimiento, estableciendo una presunción absoluta respecto de la existencia de aquéllas.

Podría objetarse a esta afirmación que no es ajena a la función legislativa la de establecer presunciones (por ejemplo, art. 1113, Cód. Civil).

Sin embargo, el empleo de presunciones absolutas en materia probatoria, dentro del proceso penal, ha sido tradicionalmente anatematizado por la doctrina. Así, por ejemplo, es sumamente ilustrativo lo dicho por Carrara sobre este punto: "... La verdad no puede ser más que una. La justicia no es justicia si no se apoya en la verdad verdadera. Las verdades presuntas no equivalen a la verdad verdadera, porque no son más que ficciones de la ley, que pueden no ser verdaderas. Por lo tanto, en derecho penal nunca deben existir presunciones "juris et de jure", ni presunciones autocráticamente impuestas por el legislador, que obliguen al juez a declarar verdadero lo que la más palpable evidencia demuestra como falso. Sobre el lecho de Procusto no se administra la justicia ni la suerte de los ciudadanos puede confiarse a la conciencia de los jueces, obligándolos a un mismo tiempo a renegar de la propia conciencia". ("Práctica legislativa",observación XX, p. 361, citado por Eugenio Florián "De las pruebas penales", t. I, p. 162, 2º ed., 1976). Y aun cuando se afirmara

que estos principios tienen como objetivo fundamental tutelar los derechos del acusado, no se observa, empero, cuál puede ser la base para otorgar distinto tratamiento a quien acude ante un tribunal peticionando el reconocimiento o la declaración de su derecho —así fuere el de obtener la imposición de una pena— y el de quien se opone a tal interpretación, puesto que la carta fundamental garantiza a todos los litigantes por igual el derecho a obtener una sentencia fundada, previo juicio llevado en legal forma, cualquiera sea la naturaleza del procedimiento —civil o criminal— de que se trate (Fallos, t. 268, p. 266, consid. 2º). Por otra parte, una ley penal que establece una presunción absoluta de inocencia en favor del acusado, bien puede lesionar los derechos de éste, pues no le permite probar su inocencia en juicio.

Desde otro punto de vista, debe precisarse que las presunciones legales sólo en apariencia son "juicios de hecho", pues su real función consiste en la atribución de deberes y derechos en el plano estrictamente normativo-general, a través de elipsis verbales, históricamente condicionadas.

Como toda norma general, tiene la vocación de ser aplicada a un número indeterminado de casos, lo cual está garantizado por la circunstancia de que su ámbito de aplicación temporal abarca el futuro, al cual se halla la norma naturalmente destinada. Y si bien es cierto que los efectos de los hechos ocurridos en el pasado son también alcanzados por un cambio normativo, tal potestad legislativa reconoce limites constitucionales que expone Cooley al expresar los requisitos que debe tener una ley aclaratoria para no ser considerada como contraria al principio de la división de poderes: "La decisión de esta cuestión debe quizá depender del propósito que existía en la mente de la legislatura al sancionar la ley declarativa, si la intención era otorgar un efecto retroactivo a la regla declarada, o, por el contrario, establecer una interpretación de la ley dudosa para la determinación de los casos que pudiese aparecer en el futuro. Aquélla siempre es competente para cambiar una ley cuando la ley sólo ha de tener efecto para casos futuros, no constituye objeción a su validez que presuma que la ley fue en el pasado lo que ahora se declara que ha de ser para el futuro. Pero la acción legislativa no se puede hacer retrotraer respecto de controversias pasadas y revocar las decisiones que los tribunales, en el ejercicio de su indudable autoridad, han hecho, pues ello no sólo sería el ejercicio del Poder Judicial, sino también su ejercicio en la forma más objetable y ofensiva,

dado que la legislatura estaría actuando como un tribunal de revisión al que las partes podrían apelar cuando estuviesen insatisfechos con las decisiones de los tribunales (ver en el mismo sentido, Willoughby, "The Constitutional Law of the United States", vol, III, parág. 1064, 2º ed., 1929). La citada doctrina fue recibida en el voto de los doctores Roberto Repetto y B. A. Nazar Anchorena, con expresa remisión a los autores mencionados, en Fallos, t. 187, p. 330: "...Que podría suceder que en lugar de interpretar lo que era oscuro o dudoso, se dicten en el curso de la tramitación de la causa leyes que, bajo la apariencia de aclaratorias, alteren o modifiquen la situación creada a los litigantes por el cuasicontrato de la litis contestación... Por el empleo de tales leyes es factible resolver contiendas entregadas a la decisión de la justicia, como evidente invasión de un poder por el otro..." (p. 351).

Los citados magistrados finalizaron su voto señalando que una ley de las características mencionadas constituía una grave violación a los principios constitucionales básicos y dejaron sentada la siguiente doctrina, de especial aplicación al caso de autos: "...que de aplicarse tal ley al presente juicio, resuelto ya en dos instancias y pendiente de la tercera ante esta Corte, se violaría el principio de la división de poderes establecidos por los arts. 36, 86 y 94 de la Constitución Nacional (Fallos, t. 184, p. 620; t. 185, p. 32)..." (p. 352).

Cierto es que en el campo del derecho penal —en el que no rige la doctrina de los derechos adquiridos en contra de los imputados— es concebible la aplicación con efectos retroactivos de las nuevas leyes, siempre y cuando constituyan verdaderas normas gene-, rales, y, por consiguiente, se refieran "también" al futuro,. Esto significa que, sin duda, lo que es siempre incompatible con el carácter normativo-general propio de la leyes es que ella sea dictada con el propósito de regir sólo y exclusivamente para el pasado.

Por consiguiente, la ley 23.521, en la medida en que no establece regla alguna aplicable a hechos futuros, no cumple con el requisito de generalidad propio de la función legislativa y, por tanto, infringe el principio de la división de los poderes.

Esta cualidad de la ley se agrava, pues l a s "presunciones" que e l l a establece no son elipsis verbales para establer reglas de derecho (interpretativas), sino meros juicios de hecho, que sustituyen al criterio autónomo del juzgador sobre las circunstancias discutidas en el proceso por la apreciación arbitraria del legislador.

11) Que, por lo tanto, el Congreso carece de facultades, dentro de nuestro

sistema institucional, para imponer a los jueces y especialmente a esta Corte una interpretación determinada de los hechos sometidos a su conocimiento en una "causa" o "controversia" preexistente a la ley en cuestión, ya que de otra norma el Poder Legislativo se estaría arrogando la facultad —privativa de los jueces— de resolver definitivamente respecto de las "causas" o controversias" mencionadas. Así, Cooley es sumamente i lustrat ivo cuando señala expresamente: "... La legislatura carece de toda facultad para realizar una determinación conclusiva de los hechos", (op.cit. nota al pie de la p. 182. Conf. asimismo Campbell Black, "Handbook of the American Constitutional Law", 3o ed., 1910, ps. 87/90 y sus citas). Tal decisión final corresponde únicamente a los jueces y en última instancia a esta Corte Suprema toda vez que ésta es "...el tribunal en último resorte para todos los asuntos contenciosos en que se les ha dado jurisdicción como pertenecientes al Poder Judicial de la Nación. Sus decisiones son finales. Ningún tribunal las puede revocar. Representa, en la defensa de sus atribuciones, la soberanía nacional y es tan independiente en su ejercicio, como el Congreso en su potestad de legislar, y como el Poder Ejecutivo en el desempeño de sus funciones..." (Fallos, t. 12, p. 135).

Es por tales razones que sería difícil encontrar una violación más patente de principios fundamentales de nuestra Constitución que la de la ley cuya validez se cuestiona, toda vez que cualquier disposición que inhabilite al Poder Judical para cumplir con su obligación constitucional de juzgar —como ocurre en el caso— significa, además de un desconocimiento a la garantía individual de ocurrir ante los tribunales, una manifiesta invasión en las prerrogativas exclusivas del Poder Judicial (ver en este sentido, dictamen del Procurador General en Fallos, t. 243, p. 449).

Dado que es un punto de partida constitucional indiscutible que cada poder ha de tener un ámbito propio y exclusivo de su función, debe haber entonces un campo de cada función que no pueda ser ejercida de modo concurrente por los otros poderes del Estado. Por consiguiente, si la función de determinar las circunstancias de hecho de cada caso por el conocimiento de las pruebas arrimadas a la causa, y su subsunción en la norma jurídica, no constituyeran la materia propia y exclusiva del Poder Judicial, carecería de todo sentido la enfática prohibición del art. 95 de la Constitución Nacional, porque no subsistiría ninguna función que fuera propia y exclusiva de los jueces de la Nación.

12) Que, por lo expuesto, el art. Iº

de la ley 23.521, es contrario al principio de la división de poderes (arts. lº, 94, 95 y 100, Constitución Nacional), no menos que a la garantía del debido proceso que asegura defensa "en juicio" de la persona y de los derechos (doctrina de Fallos, t. 129, p. 405; t. 184, p. 162; t. 205, p. 17; t. 247, p. 652, entre otros), de lo que deriva el agravio al derecho de l o s impugnantes para obtener una debida resolución judicial (ver en este sentido el ya citado precedente de Fallos, t. 268, p. 266).

13) Que la ley 23.521 no puede ser considerada jurídicamente como una ley de amnistía, porque no cumple con decisivas características de su definición: la amnistía supone la extinción de la acción penal y de la pena.

La amnistía no impide el progreso de la acción civil contra el autor del hecho amnistiado; y la ley bajo examen, por el contrario, pone al particular damnificado en la situación de que su posible deudor civil sea considerado "a priori" como subordinado a la orden de un superior, lo que perjudica a aquél desde el punto de vista procesal.

Aun admitiendo por vía de hipótesis que la disposición examinada, más allá de la denominación que le diera el legislador fuera, en realidad una ley de amnistía, ello ningún efecto tendría para borrar su invalidez respecto del delito de tortura. Por una parte, cabe señalar que una firme tradición histórica y jurisprudencial, a la que se refieren "in extenso" los consids. 39 y 40 de este fallo, ha considerado que la finalidad primordial de la amnistía es la de alcanzar sólo a los delitos políticos y a los comunes que tuviesen una relación atendible con el móvil político alegado. En consecuencia, se consideró que quedaban excluidos de los beneficios de la amnistía los delitos de características atroces o aberrantes. Cabe agregar que ningún fin político puede justificarlos. Por otra parte, la clara formulación del art. 18 de la Constitución Nacional que en su parte pertinente establece: "... quedan abolidos para siempre... toda especie de tormento y los azotes...", también constituye una valla infranqueable para la validez de la ley bajo examen. Este mandato constitucional forma parte de las convicciones éticas fundamentales de toda comunidad civilizada, que no puede permitir la impunidad de conductas atroces y aberrantes, como lo es la tortura. Es por tal razón que el gobierno constitucional, instaurado a partir de diciembre de 1983, adoptó desde el inicio de su mandato medidas tendientes a hacer efectivo el imperativo constitucional, como lo fue la reforma al art. 144 ter del Cód. Penal en cuanto equiparó la pena de delito de tortura al de homicidio. En este sentido, resulta útil recordar las palabras

del Poder Ejecutivo dirigidas al Congreso de la Nación en ocasión de remitir el proyecto en cuestión: "... Constituye uno de los objetivos primordiales del actual gobierno instaurar un régimen de máximo respeto por la dignidad de las personas. Esa dignidad ha sido y es menoscabada con frecuencia mediante tratos inhumanos infligidos sobre quienes se encuentran imposibilitados de ejercitar su propia defensa. Estos hechos adquieren especial relevancia cuando los malos tratos revisten sus modalidades más graves, como la tortura y las sevicias. Dado que los sufrimientos de estas últimas comportan, lesionan principios morales fundamentales a los que el gobierno constitucional adhiere sin reservas, se introducen modificaciones al cap.I del título V, libro segundo del Cód. Penal... " (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, del 15 de marzo de 1984, ps. 1932/1933). Tal principio ha sido también expresado por esta Corte en Fallos, t. 254 p. 315 cuando se dijo, respecto de la posibilidad de amnistiar delitos atroces y cometidos de manera inhumana, lo siguiente: ".. . El perdón indiscriminado de tales delitos rayaría, en efecto, con la arbitrariedad en el ejercicio del poder normativo..." (consid. 5º). Si bien cabe adherirse sin reservas a tal doctrina, resulta necesario apartarse del fallo mencionado cuando señala que de haber decidido el Congreso incluir expresamente tales delitos en una ley de amnistía, ello no habría sido revi-sable por el Poder Judicial, atento a las razones que se ha expresado.

Finalmente, y en caso de aceptarse —a modo de hipótesis— que la amnistía también puede alcanzar al delito de tortura, corresponde señalar que no se podría atribuir tal carácter a la ley 23. 521, pues esta última se ha fundado en una condición definida por una calidad personal, —tal el grado militar—, en lugar de una característica del hecho amnistiado. Tal proceder es contrario al principio de igualdad (art. 16, Constitución Nacional), y al carácter general que deben tener las leyes de esta clase (art. 67, inc. 17, Constitución Nacional) "perdiendo de vista la identidad de las infracciones amnistiadas" (Fallos, 1.102 p. 43).

b) Cualquiera sea su carácter, la Ley de Obediencia Debida no es aplicable al delito de tortura.

14) Que, en consecuencia, si se parte del principio —pacíficamente aceptado por esta Corte— según el cual la amnistía borra el carácter ilícito del hecho. (Fallos: t. II, p. 405; t. 152, p. 95; t. 178, p. 157, entre otros —Rev. La Ley, t. 7, p. 200—), cabe concluir que el Congreso carece de faculta-

des para conceder amnistías respecto del delito de tortura. En consecuencia, debe resolverse que el art. Iº de la ley 23.521, cuya inconstitucionalidad se declara, es inaplicable a la presente causa, debiendo entonces esta corte resolver el caso con prescidencia de la citada norma.

c) Las quejas de los inculpados no son atendibles.

15) Que corresponde ahora consi derar los agravios que oponen los recursos de hecho interpuestos. Al respecto, el agravio de inconstituciona lidad de la ley 23.049, sobre cuya base se avocara el a quo en el caso y que fuera traído por los defensores del imputado Etchecolatz, resulta tardío toda vez que —como bien lo señala el a quo— aquél debió haber sido deducido contra el auto que resolvió el avo camiento del tribunal de grado (Fallos: t. 270, p. 52; t. 271, p. 272; t. 295, p. 753; t. 302, p. 468, entre otros). A mayor abundamiento, conviene señalar que la cuestión alegada ya ha sido resuelta en favor de la constitu cionalidad de la norma citada, con forme lo decidiera esta Corte en la sen tencia obrante a fs. 2219/2237 de la ya aludida causa C. 895. XX, publicada en Fallos: t. 306, p. 2101.

16) Que, por su par te , l a que ja planteada por el defensor oficial de Ovidio P. Ricchieri —en virtud de la denegatoria del recurso extraordinario interpuesto— afirma que el juzgamien to de su defendido, por parte del a quo sin previo dictado de un decreto presi dencial que así lo dispusiera, como asimismo s i n la intervención del Consejo Supremo de l a s Fuerzas Armadas, importa agravio de la defen sa en juicio, al privar injustificada mente la doble instancia judicial. Acerca de ello, conviene recordar que ya esta Corte tuvo oportunidad de establecer "in re" I. 57.XXI "Incidente de competencia en la causa Conadep s/denuncia", del 3 de febrero de 1987, que no configura materia constitucio nal los agravios que se derivarían de la avocación del a quo dado que, si bien la doble instancia no puede suprimirse arbitrariamente cuando el legislador lo ha establecido, en la especie es la propia ley 23.049 la que otorga faculta des de avocación a las cámaras fede rales.

17) Que la queja intentada por el defensor particular del acusado Cozzani, en la que se afirma que la actividad instructoria secreta llevada a cabo por el a quo violaría la garantía de defensa en juicio, no es apta para habilitar la instancia extraordinaria, si se tiene en cuenta que resulta admisi ble —como lo señala el a quo— flexibi lizar el procedimiento establecido en el

Código castrense cuando ello no implique la existencia de vicios graves en el procedimiento. En conclusión, esta Corte opina que en el caso se ha cumplido con los requisitos del debido proceso, los que comprenden, para el imputado, la oportunidad de ser oído, de conocer los cargos que se formulan en su contra y de producir pruebas en su favor (Fallos, t. 63, p. 102; t. 100, p. 408; t. 182, p. 502; t. 187, p. 627; t. 191, p. 85 —Rev. La Ley, t. 17, p. 183; Rep. La Ley. t. III, A-I, p. 775, sum. 21; Rev. La Ley, t. 24, p. 922— y el citado Fallo C. 895. XX, entre muchos otros).

18) Que también resulta conforme a derecho la denegatoria del recurso extraordinario interpuesto por los defensores particulares del acusado Cozzani, en punto a las recusaciones de los miembros del tribunal de grado, toda vez que dicha cuestión precluyó al rechazarse el recurso extraordinario sobre ese mismo punto en la resolución dictada por esta Corte "in re" C. 1083. XX. "Recurso de hecho ", del 30 de diciembre de 1986.

19) Que el a quo ha denegado el recurso extraordinario interpuesto por el defensor oficial del acusado Bergés, respecto de los casos de Jacobo Timerman y Ramón Miralles. El men cionado letrado se agravia —en primer lugar— de la decisión del tribunal de grado de otorgar preeminencia a cier tos elementos de prueba sobre otros, al dar por acreditadas las torturas sufridas por Jacobo Timerman. Concretamente, el apelante hace refe rencia a los testimonio de Roberto A. Cabrera y de Sergio A. Verduri, según los cuales el citado Timerman no fue sometido a tormentos en la Sub- Comisaría de Don Bosco. El apelante se agravia del hecho de que las men cionadas declaraciones no fueron tenidas en cuenta por el a quo, a pesar de haberse mencionado expresamente que los testigos en cuestión no tenían impedimento alguno para declarar. Al respecto cabe señalar, como bien lo observa el Procurador General, que la idoneidad de los testigos no supone necesariamente que el juez se vea obli gado a otorgar plena fe a sus mani festaciones, máxime cuando —en el caso — los nombrados, oficiales de policía, prestaban servicios en la cita da repartición policial. Tampoco pare cen irrazonables los argumentos uti lizados por el a quo para desechar las deposiciones de los médicos policiales Osvaldo H. Raffo y Jorge A. Zenoff al señalar —respecto del primero— la vaguedad de sus declaraciones y del segundo de los nombrados que el exa men médico que habría hecho en la persona de Timerman fue realizado con anterioridad a la fecha de inicia ción de las torturas. En lo que respecta

a las declaraciones de Miguel C. Pita y Fernando Vivanco, ambos miembros del Consejo de Guerra Especial ante el que prestó declaración Timerman, es perfectamente razonable lo expresado por el a quo en el sentido de que era comprensible que Timerman no hiciera a aquéllos ninguna denuncia sobre las torturas por él sufridas. En igual sentido, corresponde resolver los agravios del apelante respecto del caso núm. 285 (Ramón Miralles) toda vez que las pruebas de cargo mencionadas por el a quo —declaración de Jacobo Timerman, Julio C. y Carlos E. Miralles y la imputación de la víctima— llevan razonablemente a concluir que el nombrado Bergés participó en el hecho. Cabe concluir, entonces, que ninguno de los planteos reseñados alcanza, conforme, a una reiterada jurisprudencia de esta Corte, a sostener la tacha de arbitrariedad que permita habilitar la instancia extraordinaria. (Fallos, t. 240, ps. 252 y 440; t. 242, ps. 179, 252 y 308; t. 352 —Rep. La Ley, t. XIX, p. 1145, sum. 205; Rev. La Ley, t. 96, p. 501; t. 102, p. 147— t. 245, p. 524; t. 248,p. 68, entre otros). En igual forma, deben resolverse las discrepancias del apelante respecto del monto de pena aplicado al imputado Bergés, ya que ello sólo configura una cuestión de derecho común, ajena a la instancia federal (Fallos, t. 226, p. 697; t. 265, p. 145: t. 294, p. 398, entre muchos otros —Rev. La Ley, t. 73, p. 91; Rep. La Ley, t. XXVII, p. 1625, sum. 181; Rev. La Ley, t. 1976-D, p. 640, fallo 33.162-S—.

20) Que los argumentos de la defensa del acusado Etchecolatz, tendientes a obtener la apertura del recurso extraordinario basándose en la supuesta arbitrariedad en que habría incurrido el a quo al dar por acreditada la autoría del nombrado, tampoco puede admitirse. En efecto, no parece arbitraria —en primer lugar— la conclusión a la que arriba la sentencia apelada (cap. VII) en el sentido de que la Policía de la Provincia de Buenos Aires tuvo un ámbito de acción propio en la lucha antisubversiva, con independencia del control operacional que ejercía sobre aquélla el Comando de la Zona de Defensa I. Ello parece estar corroborado por las declaraciones del procesado Camps al manifestar aquél que, cuando no recibía órdenes del Primer Cuerpo de Ejército, quedaba librado al declarante el procedimiento a adoptar.

Tampoco resulta procedente el recurso intentando en lo concerniente al cap 8. de la sentencia recurrida cuando el a quo dio por probado que las personas detenidas ilegalmente estaban a cargo de personal policial. Ello se encuentra ratificado ampliamente por los testimonios de las vícti-

mas citados en el mencionado capítulo, sin perjuicio de que los elementos policiales en cuestión se encontraron bajo el control operacional de las fuerzas armadas y que en las dependencias de la policía existiesen "áreas restringidas" a las que sólo tenía acceso el personal militar. En lo que respecta a lo manifestado por el tribunal de grado, en el cap. 9º de la sentencia, no se observa que aquél haya incurrido en una conclusión arbitraria o irrazonable al dar por probado que las órdenes impartidas por el Comandante de la Zona I y siguiendo la cadena de mandos, por el jefe de la policía de la provincia y por el director general de investigaciones, respondían al sistema ilegal ordenado por el Comandante en Jefe del Ejército para ejecutar las operaciones antisubversivas. En primer lugar, cabe señalar que resulta perfectamente aceptable, a los fines de dar por probados los extremos mencionados, el remitirse — como lo ha hecho el a quo— a los elementos de cargo existentes en la causa núm. 13, toda vez que las conclusiones a las que se arribara en aquélla fueron ratificadas, en el punto, por esta Corte. Por otra parte, los numerosos testimonios citados por el a quo en su pronunciamiento (por ejemplo María H. Sanz de Mayor, Raúl E. Petruch, Jacobo Timerman, Carlos E. Miralles, etc) llevan a concluir que los individuos que realizaban los procedimientos de detención ilegales respondían jerárquicamente a la autoridad militar suprema en el país. Tampoco puede tener éxito el reproche de arbitrariedad de la defensa al señalar ésta que la sentencia del a quo habría incurrido en autocontradicción respecto de los casos núm. 57 (Mainer) y 58 (Bravo). Ello es así, debido a que en el caso núm 57 el tribunal de grado basó su absolución en la circunstancia de que no se habría probado que la víctima hubiese estado alojada en una dependencia policial, mientras que en el segundo de los casos mencionados dio por probada dicha circunstancia. En punto a los agravios de la defensa respecto de los casos de Silvia Fanjul, Dante Marra Rodríguez, Lidia Papaleo y Destéfano, no se observa en qué consiste la autocontradicción en que habría incurrido el a quo. Por el contrario, resulta perfectamente lógico afirmar, por un lado (caso núm. 257), que la prueba del cuerpo del delito se encuentra fortalecida por la circunstancia de que era usual la aplicación de torturas en el lugar de detención, y por el otro, señalar que en casos excepcionales (por ejemplo núm. 251) hubo detenidos que no fueron torturados. Tampoco constituye, por parte del a quo, una decisión arbitraria el haber prescindido (caso núm. 250) del certificado médico según el cual los miem-

bros del llamado grupo Graiver no fueron torturados toda vez que los jueces no están obligados a ponderar una por una y exhaustivamente todas las probanzas agregadas, sino sólo aquellas que estimen concernientes para fundar sus conclusiones (Fallos, t. 276, p. 378; t. 279, ps. 140 y 171; t. 297, p. 526, entre muchos otros).

Por consiguiente, no puede afirmarse que la sentencia en examen sea producto —en los puntos que se acaban de analizar— de la sola voluntad de los jueces o no tenga más base que la afirmación dogmática de quienes suscriben el fallo, contrariamente a lo afirmado por la defensa; supuestos éstos donde sí se podría tachar de arbitrario el pronunciamiento apelado (Fallos, t. 236, p. 27; t. 241, p. 405; t. 247, p. 366; t. 294, p. 131; t. 295, p. 417; t. 301, p. 259; t. 304, p. 583, entre muchos otros). En tal sentido cabe recordar, según una larga y pacífica jurisprudencia de esta Corte, que la tacha de arbitrariedad no tiene por objeto la corrección, en tercera instancia, de sentencias equivocadas o que se estimen tales, sino que atiende sólo a los supuestos de omisiones y desaciertos de gravedad extrema a consecuencia de las cuales, las sentencias quedan descalificadas como actos judiciales (Fallos, t. 275, p. 505; t. 276, ps. 9 y 46; t. 284, p. 189; t. 300, p. 346, entre muchos otros). Cabe agregar que los precedentes de esta Corte, citados por el recurrente en apoyo de su tesis, no son aplicables al caso dado que se refieren a procesos penales en donde el tribunal había intervenido como tercera instancia ordinaria de apelación.

21) Que el recurso de queja interpuesto por los señores defensores particulares del acusado Cozzani en punto a la supuesta arbitrariedad de la sentencia apelada tampoco puede prosperar. En efecto, la circunstancia de que el tribunal de grado no se haya expedido acerca de la constitucionalidad de la ley 23.049 a pesar de haber sido planteado ese punto en los letrados mencionados en ocasión de formular su defensa, no constituye una causal de arbitrariedad dado que la cuestión ya era en ese momento extemporánea, conforme se resolviera en el consid. 15 de la presente. Por otra parte, no se observa que el a quo haya realizado una interpretación "caprichosa" de las pruebas de cargo al dar por acreditada la autoría de Cozzani en los casos núms. 243, 257, 260 y 261, dado que el análisis de los elementos de convicción empleados por el a quo llevan a la razonable certeza acerca de aquélla. Resulta correcto lo señalado por el tribunal de grado cuando afirma que las naturales discrepancias existentes entre las respectivas declaraciones, lejos de invalidar la prueba, lle-

van al convencimiento respecto de la espontaneidad, sinceridad y verosimilitud de los testimonios en cuestión. En ese sentido, cabe recordar una vez más que el recurso extraordinario no es procedente en los casos en que el apelante se limita a plantear su discrepancia con los criterios de selección y valoración de las pruebas que han utilizado los jueces de la causa (Fallos, t. 280, p. 320 Rev. La Ley, t. 144, p. 611, fallo 27.641 -S; t. 295, p. 165; t. 297, p. 333; t. 302, p. 1030; entre otros —Rev. La Ley, t. 1981 -A, p. 549—).

22) Que el defensor oficial de los acusados Camps y Ricchieri manifiesta en su queja que no está probado en autos —contrariamente a lo sostenido por el a quo— que aquéllos hubieran recibido y retransmitido las órdenes que dieron lugar a la ejecución de los hechos por los que fueron condenados. Cabe señalar, empero, que existen en autos numerosos elementos de prueba que ratifican la conclusión de la sentencia apelada, entre los que se encuentran las propias declaraciones del imputado Camps. Por lo demás, las declaraciones de las víctimas, que ya fueron mencionadas en el consid. 20 de la presente, aportan una fuerte presunción en tal sentido, máxime cuando en el caso se trataba de órdenes destinadas a cometer hechos ilícitos, las cuales debido a su clandestinidad resultan de más difícil prueba. Los agravios del apelante constituyen en este punto, sólo una discrepancia con la valoración de la prueba hecha en la instancia inferior, lo que no permite entonces habilitar la instancia extraordinaria a su respecto. Tampoco es procedente la queja en punto a la acreditación del dominio que poseían los acusados Camps y Ricchieri sobre los hechos que ocurrían en las dependencias de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, durante sus respectivas jefaturas al frente de aquella institución. En tal sentido, son excluyentes las probanzas citadas por el a quo en el Cap. XIII de su sentencia, donde se mencionan diversas declaraciones de funcionarios policiales (Wolk, Tarella, Rojas, Belich, etc.) que indican claramente el control que los acusados tenían sobre los acontecimientos ocurridos en las dependencias policiales. El apelante también se agravia de la interpretación arbitraria que el a quo habría hecho de los elementos de prueba en los casos núms. 98, 105, 124 y 130. Respecto del caso núm 98, resulta evidente que la queja no es procedente ya que, más allá de las imprecisas declaraciones acerca de la intervención de militares uruguayos en la aplicación de las torturas sufridas por las víctimas, existen en la causa numerosos elementos de prueba que señalan claramente que aquéllas fueron pri-

vadas de su libertad y torturadas en lugares donde ejercían autoridad los elementos de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. La misma solución es aplicable al caso núm. 124, ya que no es posible concluir del examen de las pruebas correspondientes, que las autoridades policiales de la Provincia de Buenos Aires fueran ajenas al hecho en cuestión.

Distinta debe ser la conclusión, empero, respecto de los núms. 105 y 130. En efecto, del examen de las constancias citadas por el a quo no surge —en primer lugar— prueba alguna de la supuesta privación ilegítima de la libertad de que habría sido víctima Alfredo Moyano (caso núm. 105). Por otra parte y en lo referente al caso núm. 130, únicamente consta como elemento indiciario —por sí solo insuficiente— la declaración de la víctima, ya que las manifestaciones de Zafiro A. Illarzen Frugoni nada aportan sobre el punto. En consecuencia, el pronunciamiento apelado resulta arbitrario en este punto ya que se sustenta en pruebas que no se encuentran en autos (Fallos, t. 235, p. 387; t. 239, p. 445; t. 291, p. 540, entre otros). Por tal razón, corresponde revocar la sentencia recurrida en los casos mencionados.

Sin embargo la absolución respecto de los hechos mencionados no ha de tener ninguna influencia sobre el monto de pena a aplicar al imputado Riccheri toda vez que la cantidad de hechos atribuidos al acusado sólo es relevante para determinar la escala penal, prevista en el Código Penal. Ello así, una vez delimitado ese marco, la individualización de la pena a aplicar depende de las pautas que a ese fin establecen los arts. 40 y 41 de la ley de fondo, entre las que no se halla el número de hechos ilícitos cometidos (ver en tal sentido, el ya citado pronunciamiento C. 895, del voto de los doctores Petracci y Bacqué). Todas las consideraciones precedentes, en relación a los casos núms. 105 y 130 son también aplicables al acusado Miguel O. Etchecolatz, aun cuando no ha mediado recurso del nombrado sobre este punto (Fallos, t. 300, p. 1102, entre otros).

23) Que no es procedente el recurso ext raordina r io in te rpues to por e l Fiscal de Cámaras contra la sentencia del a quo en cuanto aquélla absolvió al imputado Rousse respecto de los tor mentos que sufriera Lidia Papaleo (caso núm. 257) ya que no configura arbitrariedad la circunstancia de que el tribunal apelado haya dado, en el caso, preferencia a determinado ele mento probatorio sobre otro (ver en ese sentido la jurisprudencia citada en el consid. 20 de la presente).

24) Que la queja traída por el repre sentante de los particulares damnifica-

dos en los casos núms. 21, 36, 63, 75, 76, 159, 162, 165, 173, 174, 191, 192 y 209, respectivamente, se agravia del criterio empleado por el a quo al determinar el punto de arranque del plazo de prescripción respecto del delito de privación ilegítima de la libertad. Tal planteo no es idóneo para habilitar la jurisdicción extraordinaria toda vez que remite a la consideración de cuestiones de hecho y prueba, que no han sido resueltas de una manera irrazonable en la sentencia apelada. A mayor abundamiento conviene señalar que ya esta Corte resolvió "in re" C. 895. XX, que el plazo de prescripción debe comenzar a contarse desde el momento en que el autor perdió el dominio de la acción con respecto a los delitos, lo que evidentemente fue tenido en cuenta por el a quo en el caso. Por otra parte, y como bien lo señala el tribunal de grado, no es posible introducir una nueva causal de suspensión de la prescripción que no se encuentra legislada, como lo seria la imposibilidad de iniciar la acción penal correspondiente durante el régimen de facto.

25) Que no corresponde entrar al estudio del recurso extraordinario interpuesto por la defensa del acusado Cozzani respecto de la interpretación del art. 514 del Cód. de Justicia Militar en virtud del desistimiento for mulado por el nombrado el día 15 de mayo de 1987 en lo referente a ese punto.

26) Que los procesados Bergés, Camps, Riccheri y Cozzani plantean la inconstitucionalidad de la ley 23.040, considerando que dicha norma lesiona los pr incipios const i tucionales de irretroactividad de la ley penal y del debido proceso. Si bien los recursos interpuestos resul tan formalmente procedentes, corresponderá confirmar la sentencia en ese punto, pues esta Corte ya tuvo oportunidad de estable cer "in re" C. 895. XX "Causa origina r iamente ins truida por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en cumplimiento del decreto 158/83 del Poder Ejecutivo Nacional", del 30 de diciembre de 1986, que la ley 23.040 no vulnera el principio de la irretroactivi dad de la ley penal, toda vez que el tri bunal declaró en dicha ocasión la inconstitucionalidad de la ley de facto 22. 924, derogada por la norma citada en primer término. (Del voto de los doctores Petracchi y Bacqué).

27) Que respecto de la denegatoria del recurso extraordinario interpuesto por los defensores del procesado Etchecolatz, en relación a la validez de la ley 23.040, cabe señalar que aquél resulta procedente dado que los agravios de carácter constitucional allí expuestos parecen cumplir con los requisitos formales del recurso extraordinario. Corresponde, sin

embargo, y entrando al fondo de la cuestión, rechazar los planteos formulados con los mismos argumentos que se mencionan en el considerando anterior.

28) Que la queja intentada por los defensores del acusado Etchecolatz respecto del monto de pena aplicada a éste no puede tener andamiento pues los agravios expresados se remiten a cuestiones de hecho y prueba y derecho común, ajenas a la jurisdicción extraordinaria de la Corte (doctrina de Fallos: t. 256, p. 416; t. 258, p. 255; t. 263, p. 251; t. 269, p. 43; t. 292, p. 478 —Rep. La Ley, t. XXVIII.p. 2083, sum. 498; Rev. La Ley, t. 1976 -B, p. 460—, entre otros). A mayor abundamiento, cabe señalar que los precedentes de esta corte citados por el abogado defen sor de Etchecolatz en apoyo de su planteo, no son aplicables al caso en estudio, toda vez que en dichas oca siones el tribunal revisó los montos de pena aplicados por los jueces de la instancia inferior en vir tud de los recursos ordinarios de apelación inter puestos.

d) Alcances de la obediencia prescripta por el artículo 514 del Código de Justicia Militar.

29) Que las quejas intentadas por los defensores particulares de los acu sados Bergés y Etchecolatz sobre el tratamiento que hiciera el a quo del tema de la obediencia debida devienen formalmente procedentes toda vez que, más allá de las cuestiones de hecho y prueba planteadas por los recurrentes, surge del análisis de los agravios una discrepancia con los criterios sentados por el a quo al fijar los límites de dicha eximente, lo que lleva necesariamente a la exégesis de la norma federal apli cable al caso, como lo es el art. 514 del Cód. de Justicia Militar.

30) Que conviene antes de entrar al examen de los agravios del procesado Bergés señalar que los hechos que se imputaron al nombrado son de aque llos que pueden ser calificados como "atroces y aberrantes".

Con respecto al acusado Etchecolatz, el a quo dio por probada la autoría mediata del nombrado —arts. 514 del Cód. de Justicia Militar y 45 del Cód. Penal— en el delito de imposición de tormento (art. 144 tercero, párr. Io, conf. ley 14.616 y art. 2º, Cód. Penal) reiterado en 91 oportunidades (art. 55, Cód. Penal, tal como ha sido individualizado por el tribunal de grado a fs. 8832 vta. de la presente).

31) Que el análisis de las causas de impunidad antes aludidas pone en las actuales circunstancias, a los jueces que integran es ta Cor te , ante una gravísima responsabilidad, que ha de ser afrontada teniendo en cuenta el

compromiso que los liga con el pueblo argentino y con la tradición ética y jurídica del orden cultural al que éste pertenece.

En el primer aspecto, se impone la percepción del momento por el que atraviesa la sociedad argentina.

Hay ocasiones en la vida de los pueblos, en las cuales se dan inéditas experiencias colectivas, vivencias emocionales propagadas e intensas, que conducen a l a s grandes decisiones capaces de determinar un nuevo rumbo en su historia.

Es evidente que el pueblo argentino ha resuelto constituir, llevando por fin a la realidad el mandato de los fundadores, una comunidad política basada en la libertad y dignidad de todos los hombres.

Pertenece al concepto de tal comunidad política, que nadie pueda ser indiferente al devenir del conjunto, principalmente porque participando en la búsqueda de aquellas finalidades cada uno acrecienta el valor ético de su actuar. La comunidad política democrática, para no perder su esencia, debe hacer que su servicio resulte en la dignificación de quienes lo prestan.

No cualquier sociedad política es, pues, una República. La República es cosa del pueblo, dice Cicerón, y el pueblo no es !a multitud agrupada de cualquier modo, sino por la persecución del bien común y el consenso del derecho.

La misión de este tribunal consiste en el servicio a la conciencia jurídica del pueblo, que cumple al hacer explícitos los valores de la tradición humanista que se cuenta entre los principios determinantes de su nacionalidad.

En punto al sentido y alcances de la obediencia debida, ha de reconocerse, como en otros campos, una diferencia entre las máximas de esa tradición, aceptadas como patrones obligatorios en el plano ideal, y pautas prácticas de conducta que corresponden a una visión del hombre alejada de los postulados de la libertad. Al recordar la criminal tragedia del nazismo, un distinguido jusfilósofo católico alemán escribía: "...A través de muchos siglos nos han enseñado una filosofía y una teología del orden, que la obediencia a la superioridad... era la virtud más elevada y que el obediente no sobrelleva ninguna responsabilidad por lo que hizo cuando le fue ordenado. Así los ciudadanos han seguido regulaciones reprobables, los soldados órdenes criminales, los jueces injustas leyes..., sin remordimiento, y esto no sólo en tiempos de la dictadura. Resistir no era cosa suya —esto habrían de hacerlo algunos responsables en posiciones de liderazgo, que pudiesen abarcar mejor

la situación—" (Arthur Kaufmann, prólogo a la obra colectiva "Widers-tandsrecht", p. XTV, Darmstadt, 1972).

Por el contrario, las filosofías que proclaman el orden de la libertad han venido reclamando que la obediencia esté penetrada de responsabilidad cívica y de sentido de humanidad. Ya los comentaristas medievales desarrollando soluciones del derecho romano, determinaron que el limite de toda obediencia se hallaba en los llamados crímenes atroces, para distinguirlos de los crímenes más leves. El liberalismo del siglo XIX acentuó el nivel de la propia responsabilidad en la obediencia, inclusive la militar, declarando punibles los delitos cometidos por mandato superior, siempre que la ilegitimidad de éste fuera por completo manifiesta. La primera posición corresponde al constitucionalismo de los sistemas estamentales y la segunda es la del estado de derecho democrático.

De conformidad con esta última, interpretaron los tribunales civiles y militares de nuestro país las normas particulares de la obediencia militar, pero el art. 11 de la ley 23.049 se contentó con las antiguas pautas de los comentaristas, sin duda, por la inexistencia del estado de derecho en el tiempo al que la norma resulta aplicable.

Esta exigencia afincada en tan vieja tradición, representa el límite infranqueable que nos separa de la barbarie.

Sobre la vieja ideología del orden autoritario se ha instalado lo que algunos filósofos apelan razón instrumental, desinteresada del valor de los fines, productora de "hombres-máquina" que sólo saben de la ciega aplicación de una técnica, y en esto encuentran su justificación. La existencia de tal mentalidad ha quedado probada de manera estremecedora en los procesos de la índole del presente.

Más allá, la atmósfera de nuestro tiempo está aún impregnada por los grandes fanatismos que dieron en buena parte por tierra con los ideales que parecieron comenzar a concretarse en el siglo XIX.

Basta recordar las palabras de Buber: "En todas partes, sobre la superficie entera del mundo humano —Oriente y Occidente, a derecha e izquierda— desgarran sin impedimentos del plano de lo ético y exigen de ti el "sacrificio". Una y otra vez, cuando pregunto a las almas jóvenes de buena condición:

"¿Por qué renunciáis a vuestra integridad personal?", me responden "también esto, el más difícil de los sacrificios, es lo necesario para..." No importa cómo se complete la frase: "para poder lograr la igualdad" o "para poder lograr la libertad". Y traen el sacrificio fielmente. En el dominio de

Moloch los honestos mienten y los compasivos torturan. Y creen real y sinceramente que el fratricidio preparará el camino para la hermandad" (Martín Buber, "Eclipse de Dios", p. 106, traducción de Fabricant, Buenos Aires, 1970).

Frente a las perversas causalidades que ejercen acción en la vida contemporánea, parece casi ridículo rescatar del polvo de los anaqueles los grandes y viejos principios del humanismo ético y jurídico para reclamar su efectivo acatamiento.

Sin embargo, nada resulta más pragmático y realista que hacerlo, y sin concesiones. Es de toda evidencia que la idiotez técnica, el fanatismo desatado y la "Realpolitik" han puesto a la humanidad, por primera vez en su historia, en el riesgo cierto de un retroceso incalculable en el modo y condiciones de su existencia.

Sólo la convivencia guiada por el incondicional respeto a la dignidad de cada hombre puede salvarla de tal retroceso.

Tal es el punto de partida para la elaboración técnica de la problemática planteada en la causa en torno a la obediencia debida en el orden militar.

Conviene pasar ahora, primeramente, al examen de la tradición jurídica mencionada y luego, al del modo en que durante la época inicial del estado argentino fue recibida entre nosotros.

e) Los hechos atroces no son exculpables por obediencia debida.

32) Que, como se lo ha señalado en el considerando anterior, una imponente tradición jurídica que parte del derecho romano excluye de toda posible excusa a la obediencia debida a los hechos atroces.

Aunque en las Pandectas el único pasaje de origen indudablemente clásico, concerniente a la materia, perteneciente al Comentario de Ulpiano al Edicto (Digesto, libro IX, título IV, L.2, pr.l) esté sujeto a controversia. (Ver Giuseppe Bettiol, "L'ordine dell 'autoritá nel diritto pénale", (ps. 11/13 Milán, 1944), son muchísimos los textos, cuya redacción definitiva proviene del período post-clásico o justiniano, que limitan el deber de obediencia a los delitos "quae non habent atrocitatem facinoris", lo cual puede traducirse, muy aproximadamente, en el sentido de hechos que carezcan de la atrocidad correspondiente al delito grave (Digesto, L. 43, libro 24, título II, pr. 7; Digesto, Libro 44, título 7, pr. 20; Digesto, libro 50, título 17, pr. 157; Digesto, Libro 25, libro 2, título 21, pr. 1; Digesto, 47, libro 10, título 17, pr. 7, ver también el Código Teodosiano, libro IX, 10, 4).

A partir de estas fuentes, los glosadores y post-glosadores negaron en los delitos gravísimos el deber de obediencia por parte de los subordinados. (Bettiol, op. cit., reseña las opiniones de Baldo, Decio, Accursio, Bartolo, Godofredo, Próspero, Farina-ccio, Jason de Magno, ps. 23 a 27).

Conviene advertir que el concepto de "atrocitatem facinoris" resultó, en la corriente principal del derecho medieval, en la distinción entre los hechos de especial gravedad y los leves, contándose entre los primeros los que causaban un daño de magnitud, tanto como los castigados con la pena de muerte (Bettiol, op. cit., ps. 24/25, nota 4º).

Dentro de esa concepción se mueve un conocido texto de las Partidas, donde se lee: "...más aquél lo deue pechar, por cuyo mandato lo fizo. Pero si alguno destos desfonrrasse, o firiesse o matasse a otro, por mandado de aquél en cuyo poder estuiesse, non se podría escusar de la pena, porque non es tenuda de obedecer su mandado en tales cosas como estas; e si lo obe-desciere e matare, e fiziere alguno de los yerros sobredichos, deue ende auer pena, también como el otro que lo mandó fazer..." (ley 5, titl. XV, partida VII).

Estas soluciones no sólo alcanzaban a la obediencia doméstica del siervo y del "filius familiae", sino que se extendían a la obediencia a los magistrados. En ese caso se diferenciaba entre las órdenes impartidas en la esfera de la función y las ajenas a ella. En el segundo supuesto, la responsabilidad del que obedecía a la orden de cometer un delito nacía fuera éste atroz o no. En la primera hipótesis, existía la obligación de obedecer el mandato ilegítimo, excepto que el hecho ordenado fuera atroz (ésta es la opinión de Odofredo que menciona Bettiol, op. cit., ps. 25/26).

La atrocidad del hecho aparece como indicador del conocimiento de ilicitud que, entonces, no puede ignorar el subordinado.

Por ese camino se llega a la opinión de Gandino, en la cual ya no se menciona el carácter de atroz del hecho, sino si el mandato está abiertamente contra la ley o es abiertamente según la ley o dudoso. La punición queda reservada para el primer caso (ver la indicación de Bettiol, op. cit., p. 26). En parecido enfoque se sitúa la opinión de Odofredo y Alberico de Rosciate en el sentido de que cabe calificar de atroces a todos los hechos cometidos con dolo directo (Bettiol, op. cit., nota 4, ps. 24/25).

Párrafo aparte merece el tema del tratamiento de la conciencia dudosa acerca de la ilicitud del acto ordenado en la obediencia debida, tratada por

Grocio, cuya opinión, entre nosotros, recuerda Tejedor en el "Curso de derecho criminal" (Primera parte, 2* ed., ps. 50/51, Buenos Aires, 1871). Al analizar el tema de la obediencia con relación a la participación en la guerra, el gran internacionalista enfrenta al común criterio medieval sobre la excusa al que obedece dudando del carácter ilícito de lo mandado.

El autor, siguiendo la tradición de la filosofía clásica, estima que si existiendo duda no resulta, empero, posible la abstención de todo actuar, es preciso inclinarse por lo que aparezca como el mal menor y en la hipótesis de guerra, la desobediencia constituye el mal menor frente al homicidio, sobre todo de un gran número de inocentes ("Droit de la guerre et de la paix", t. II. libro II, cap. XXIII, ps. 547 y sigts., y cap.VI, núm. 4, ps. 607/613, trad. con notas de diversos autores a cargo de M. P. Pradier-Foderé, París, 1867).

33) Que el panorama de reglas de derecho tradicional arriba trazado comprende también a la obediencia militar, como lo demuestra el derecho canónico de la época. Existe un famoso pasaje de San Agustín (Ciudad de Dios, I, cap. 26), que ha sido invocado a favor de la obediencia ciega —si bien tronchándolo de su contexto— cuyo vocabulario e imagen se retoman en el decreto de Graciano, para deducir en cambio, que el soldado, que obedece la orden de matar, está justificado en cuanto actúe en cumplimiento de la ley (Bettiol, op. cit., p. 22).

Por otra parte, el sentido del pasaje referido del obispo de Hipona y de otro similar (De libero arbitrio, libro I), cit. por Graciano, queda aclarado por lo que expresa en el Contra Fausto, libro XXII, cap. LXXV: "Por lo tanto, un hombre de bien que empuña las armas sometido por un rey, aun sacrilego, puede hacer legítimamente la guerra bajo sus órdenes, si, respetando el orden de la paz pública, él está cierto de que aquello que le es ordenado no está contra el mandamiento de Dios o también cuando él no estuviera bien seguro; pues entonces la iniquidad del mandato hace al rey criminal y el deber de obedecer justifica al soldado" (Grocio, obra y volumen citados, p. 609).

En consecuencia, el padre de la Iglesia sigue, también en el campo militar, la común doctrina eclesiástica, según la cual es obligatorio desobedecer a las órdenes contrarias a la ley divina (F. Blasco Fernández de Moreda, "El valor exculpatorio de la ignorancia, el error y la obediencia debida en el pensamiento jurídico-penal español", en Rev. La Ley, t. 74, p. 848, ver en especial p. 858; Bettiol, op. cit., p. 21, nota 4). El privilegio que reconoce a la situación de obediencia

castrense existe en cambio por el reconocimiento de que sólo la seguridad sobre la ilicitud del mandato produce responsabilidad para el subordinado, mientras que la conciencia dudosa, habitualmente originante de culpabilidad, obra aquí como una eximente. Esta última idea tendrá luego consecuencias decisivas en la materia considerada.

El principio, proclamado en los Hechos de los Apóstoles (cap. V, versículo 29), de que debe obedecerse antes a Dios que a los hombres, ha encontrado un valiosísimo desarrollo en la ética cristiana de todos los tiempos, para culminar en expresiones de Pío XII, quien señaló: "No está habilitada ninguna instancia superior para disponer un acto inmoral; no existe ningún derecho, ninguna obligación, ninguna licencia para cumplir un acto en sí inmoral, lo mismo que si él es ordenado, igual si la negativa de obrar entrañe los peores daños personales..." (alocución al VI Congreso Internacional de Derecho Penal, 3 de octubre de 1953).

De igual modo, Juan XXIII en la Encíclica "Pacem in Terris" expresa que "...aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atrepellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban..." (Revista de Derecho y Ciencia Sociales, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales y Colegio de Abogados de Concepción. Universidad de Concepción (Chile) año XXXI, julio-setiembre de 1963, núm. 125, p. 20).

En la misma línea, pero ya con referencia específica a la guerra, la Constitución "Gaudium et spes" del Concilio Vaticano II, Núm. 79, luego de afirmar la obligatoriedad del derecho natural de gentes y de sus principios fundamentales, proclamados cada vez con mayor firmeza por la conciencia del género humano, expresa que: "...Los actos, que se oponen deliberadamente a tales principios, y las órdenes que mandan tales actos, son criminales, y la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan..." (Documentos del Vaticano II, B.A.C., Madrid, MCMLXXII, p. 282).

34) Que los lincamientos de la escolástica cristiana y de la tradición jurídica formada a su amparo, han sido prolongados en el derecho penal liberal. Este, acentuando el valor de la responsabilidad personal, no privilegia la distinción objetiva entre delitos atroces —no excusables por la obediencia— y delitos leves, que sí lo son, y da preferencia a la idea ya puesta de manifiesto en algunos autores del derecho antiguo mencionados en el consid. 32, según la cual interesa, ante todo, el conocimiento que del carácter

delictivo de la acción ordenada tuviere el subordinado.

Chaveau, en un pasaje citado en la nota explicativa al art. 45 del Título III del Cód. de Tejedor, expresa: "Los antiguos jurisconsultos, siguiendo la ley romana, distinguían los crímenes atroces de los ligeros, la orden del príncipe no justificaba al que cometía los primeros, pero, en cuanto a lo demás, la orden protegía de toda especie de castigo". Livingston ha reproducido la misma distinción en el Código de Luisiana: los simples soldados que cometen un delito siguiendo la orden de sus oficiales no incurren en pena; pero si cometen un crimen, la orden ya no es causa de justificación (arts. 36 y 37). Esta distinción parece fundarse en que los agentes inferiores están menos en aptitud de apreciar la criminalidad de la orden cuando no tiene por objeto más que un simple delito, cuya inmoralidad es menos resaltante. Pero la más o menos gravedad del hecho, en nada cambia la cuestión de intención. ¿El agente ha creído o no legítima la orden? ¿se ha percibido o sospechado la criminalidad de la orden? Toda la cuestión está aquí. Si comete a sabiendas un delito, es responsable. La exigüidad del hecho no puede descargarle la culpabilidad relativa que pesa sobre él, y sólo puede producir en su favor una presunción de falta de discernimiento. (V. Rodolfo Moreno, "El Código Penal y sus antecedentes", t. 2, ps. 268/269, Buenos Aires 1962, el pasaje transcripto forma el párrafo final del núm. 281 de la obra de Chaveau Adolphe y Faustin Helie, "Theorie du Côde Penal", t. I, ps. 577, 579, 4º ed., París, 1861).

Una clara expresión de la tendencia enunciada se encuentra en el hoy derogado Código Penal Militar para el Imperio Alemán del año 1872, el cual prescribía que si en la ejecución de una orden sobre objetos del servicio se lesionaba una ley penal sólo sería responsable el superior; pero que el subordinado obediente recibiría la pena del partícipe cuando hubiera excedido la orden recibida o cuando, hubiera sabido que la orden del superior se referia a una acción tendiente a ejecutar un crimen o delito civil o militar (v. "Código de Justicia Militar para el Imperio Alemán", p. 85, por Paul Henz y Georg Ernst, Berlín, 1908).

Esta norma ha sido aplicada por los tribunales de la República Federal Alemana, para destacar que, de todos modos, la obediencia militar recibe en la ley un tratamiento privilegiado. En efecto, mientras la conciencia dudosa sobre la ilicitud, según las reglas generales del derecho penal no excluye la culpabilidad, en el caso del parág. 47

del Cód. Penal Militar, sólo el conocimiento seguro de tal ilicitud permite reprochar la acción a los subordinados (sentencia del Tribunal Supremo Federal en casos penales, t. 5º "Entscheidungen des Bundesgeris-chtshofes in Strafsachen" - 5 Band., 1954, Colonia, Berlín, p. 239, en especial, p. 241).

Durante la República de Weimar el tribunal Supremo Alemán hizo una interesante aplicación del aludido parág. 47. En esa ocasión se dijo que: "Si bien es cierto que puede ser argüido en favor de los subordinados militares, que están bajo la obligación de no cuestionar la orden de su superior y que pueden contar con la legalidad de la misma, esa confianza no puede alegarse que existe, si tal orden es universalmente conocida a todos, incluso a los acusados, sin lugar a dudas, como contraria a la ley. Esto sucede rara y excepcionalmente, pero este caso es precisamente uno de ellos, porque en la presente circunstancia, fue perfectamente claro para los acusados que matar a personas indefensas en los botes salvavidas no puede ser otra cosa que la violación de la ley. Ellos debieron comprender que la orden dada por Patzig tenia por objeto valerse de sus subordinados para violar la ley y, en consecuencia debieron haberse negado a obedecerla. Como no lo hicieron, deben ser condenados (ver Luis Jimenez de Asúa, "Tratado de Derecho Penal", T. 6, p. 856, Buenos Aires, 1962).

35) Que los horrores de la Segunda Guerra Mundial y también de la del Vietnam, dieron lugar a una importante actividad jurisprudencial acerca de la obediencia militar. Resulta útil presentar una reseña de los más significativos:

a) Tribunal Militar de los Estados Unidos con sede en Nüremberg.

Caso del Comando Supremo (1948): En esta oportunidad se juzgó a los miembros del Comando Supremo Alemán, durante la Segunda Guerra Mundial, por la acusación de haber participado en la comisión de "atrocidades y delitos" contra prisioneros de guerra y población civil en general. Entre los hechos que se les imputaban, se incluían: "homicidio, exterminio, maltrato, tortura, ...asesinato de rehenes, ...devastación no justificada por la necesidad militar (la bastardilla nos pertenece).

Al tratar el tema de la obediencia debida, alegado como defensa por los acusados, el tribunal comenzó transcribiendo los parágs. 4 (a) y (b) del art. II de la ley 10 del Consejo de Control: "...(b) El hecho de que alguna persona haya actuado obedeciendo una orden de su gobierno o de su superior, no lo libera de responsabilidad por la

comisión de un delito, pero puede ser considerado como un atenuante...".

Respecto de los argumentos de la defensa, en el sentido que sólo el Estado o su líder eran responsables de las atrocidades cometidas, el tribunal señaló: "...constituiría un total desprecio por la realidad y una mera ficción jurídica decir que sólo el Estado, un ente inanimado, puede ser culpable, y que no se puede atribuir culpabilidad a sus agentes, en su carácter de seres vivientes, que han planeado y ejecutado sus delitos". Tampoco puede aceptarse, ni aún bajo una dictadura, que el dictador —por más absoluto que éste sea— se convierta en el chivo expiatorio sobre el cual todos los pecados de sus subordinados quedan lavados y que cuando aquél se refugia en un "Bunker" donde es presumiblemente destruido, todos los pecados y la culpabilidad de sus subordinados se destruyen con él. Los acusados, en este caso, se encontraban en una posición difícil de recibir órdenes obviamente delictivas, pero no puede reconocerse como defensa la obediencia servil de órdenes claramente delictivas, debido al temor de algún inconveniente o castigo que no constituían una amenaza inmediata. Para establecer la defensa de la coacción o del estado de necesidad ante el peligro, debe probarse la existencia de circunstancias tales que un hombre razonable se habría dado cuenta que estaba en tal inminente peligro físico de tal forma que se viera privado de elegir el bien y no cometer el mal. No se ha probado que tal circunstancia haya existido en el caso. Por otra parte, no es un concepto nuevo que las órdenes superiores no constituyen una defensa respecto a la conducta penal. El art. 47 del Cód. Penal Militar Alemán, adoptado en 1872, decía lo siguiente: "Si a través de la ejecución de una orden en asuntos de servicio, se violase una ley penal, entonces sólo es responsable el superior que dio la orden. Sin embargo, le corresponde al inferior que obedeció la pena del partícipe cuando: 1) Se hubiera excedido en la orden por él recibida, o 2) tuviese conocimiento que la orden del superior correspondía a una conducta que tenía como objetivo la comisión de un crimen o delito civil o militar..." Es interesante señalar que un artículo de Goebbels, el Ministro de Propaganda del Reich, que apareciera en el "Voelkischer Beobachter", el periódico oficial nazi del 28 de mayo de 1944, contenía la siguiente correcta interpretación de la ley: "en ninguna ley militar se prevé que un soldado, en el caso de un crimen despreciable, quede exento de castigo, porque pase la responsabilidad a su superior, especialmente si las órdenes de este último están en evidente contradicción con la

moralidad humana y toda la costumbre internacional de la guerra..." . El tribunal reconoció, más adelante, que si bien era cierto que los procesados no estaban en condiciones de determinar la legitimidad de muchas de las órdenes recibidas, no era menos cierto que: "...ciertas órdenes de la 'Wehrmacht' y del ejército alemán eran obviamente delictivas, no era necesario un asesoramiento político para determinar la ilegalidad de tales órdenes. Bajo cualquier patrón de las naciones civilizadas eran contrarias a las costumbres de la guerra y a los patrones aceptados de humanidad. Cualquier oficial con mando, de inteligencia normal, debe ver y comprender su naturaleza delictiva. Toda participación en implementar tales órdenes, tácitamente o de otra manera, cualquier aceptación silenciosa en su cumplimiento, llevada a cabo por su subordinado, constituye un acto criminal por su parte...".

b) Comisión Militar de los Estados Unidos. Caso del Atolón de Jaluit (1945): En este caso se juzgó a jefes militares japoneses por crímenes de guerra, consistentes en el homicidio de prisioneros de guerra estadounidenses. Con respecto al tema que nos ocupa, el tribunal señaló, con cita en prece dentes jurisprudenciales, que: "...el soldado está obligado a obedecer sólo las órdenes legítimas de sus superio res. Si recibe una orden de cometer un acto ilícito, no se encuentra obligado, ni por su deber ni por su juramento, a realizarlas. Lejos de ser tal orden una justificación, convierte a aquel que dio la orden en cómplice del delito...". Y más adelante, citando un caso donde un soldado estadounidense había asesinado a un ciudadano de Nica ragua, se dijo: "...una orden ilegítima en sí misma y no justificada por las reglas y usos de la guerra, o que sea sustancialmente ilegal, de tal forma que una persona de sentido y entendimiento ordinarios hubiera sabido tan pronto como escuchó la orden leída o dada que aquélla era ilegal, no otorga protección por un homicidio, siempre y cuando el acto por el que pueda ser acusado tenga todos los elementos necesarios para constituir el mismo delito en el derecho".

c) Corte de Distrito de Jerusalem (1961): Caso Eichmann: Sobre el punto que nos interesa el Tribunal dijo, remi tiéndose a jurisprudencia anterior, lo siguiente: "...La característica distinti va de una 'orden manifiestamente ile gal' tendría que flamear como una bandera roja encima de la orden, como una advertencia que dice 'Prohibido'. Aquí no interesa la ilegalidad formal, oculta o semioculta, ni la ilegalidad que sólo es discernible a los ojos de un experto legal, sino una violación fla grante o manifiesta del derecho, una

ilegalidad definida y necesaria que aparece sobre la faz misma de la orden, el carácter claramente distintivo delictivo de la orden o de los actos ordenados, una ilegalidad que salte a la vista y que repugne al corazón, siempre y cuando el ojo no sea ciego ni el corazón pétreo o corrupto esa es la medida de 'ilegalidad manifiesta' que se requiere para liberar al soldado de su obligación de obediencia y hacerlo penalmente responsable de sus actos...". Más adelante, la Corte señaló lo que habían ya observado otros tribunales, a saber: que ni siquiera los nazis derogaron el art. 47, inc. 2Q del Cód. de Justicia Militar Alemán que establecía la responsabilidad del inferior cuando éste hubiese sabido el carácter delictivo de la orden.

Por último, el Tribunal rechazó el argumento defensista, según el cual Eichmann había actuado coaccionado por sus superiores "...Si bien el acusado mostró una obediencia propia de un buen nazi, y miembro de la SS, a los cuales se les inculcaba una obediencia total y rígida, ello no significa que llevó a cabo sus órdenes únicamente porque se lo habían ordenado. Por el contrario, cumplió con sus deberes en todos los casos, también con convicción interna, de todo corazón y gustoso...".

d) Corte Suprema de Israel (1962): Llegada la causa en apelación, el tribunal se refirió con una cita doctrinaria a los graves problemas que tiene un soldado ante la disyuntiva de cometer un delito o verse ante la posibilidad de ser sometido a una Corte Marcial por desobediencia: "...No es fácil para nadie, menos aún para el soldado de escasa educación, decidir si una orden dirigida a él es razonablemente necesaria para sofocar un disturbio ...Para empeorar las cosas, él se encuentra sometido a dos jurisdicciones diferentes" (Glanvi l le Will iams, "The Criminal Law", etc., 2º ed., p. 297) "... La solución intermedia que otorga el derecho penal general en este país —de acuerdo a la trascendencia del derecho inglés— es que tal excepción es admisible cuando existió obediencia a una orden no manifiestamente ilegal...".

En lo que concierne al problema de la coacción, se citó un fallo de un tribunal estadounidense: "...la amenaza, empero, debe ser inminente, real e inevitable... El test que debe aplicarse es si el subordinado actuó bajo coacción o si el mismo aceptó el principio involucrado en la orden. Si la segunda proposición es correcta, la excusa de la orden superior fracasa... Cuando la voluntad del actor se confunde con la voluntad del superior, en la ejecución de un acto ilegal, el actor no puede argumentar haber actuado bajo coacción de órdenes superiores..."

e) Instrucciones del Juez Militar en el caso "Calley" (1971): el teniente Calley fue juzgado por un tribunal militar por la masacre de civiles en la aldea vietnamita de "May-Lai".

Sobre el tema de la obediencia debida se dijo:

"A los soldados se les enseña a obedecer órdenes, y se le presta especial atención a la obediencia de órdenes en el campo de batalla. La eficiencia militar depende de la obediencia de órdenes. Por otro lado, la obediencia del soldado no es la obediencia de un autómata. Un soldado es un agente racional, que está obligado a responder, no como una máquina, sino como una persona. El derecho tiene en cuenta estos factores al determinar la responsabilidad penal por actos realizados en cumplimiento de órdenes ilegales. Los actos del subordinado hechos en cumplimiento de una orden ilegitima dada por su superior quedan excusados y no le imponen responsabilidad penal, a menos que la orden del superior sea de tal naturaleza que una persona de sentido y entendimiento normales se hubiera dado cuenta, teniendo en cuenta las circunstancias, de que la orden era ilegal, o que el acusado sabía perfectamente que la orden era ilegal..." (todos los fallos transcriptos se encuentran en el libro "The Law of War, a documentary history", Vol. II, editado por León Friedman).

0 Tribunal Supremo Alemán, Sala Penal, (1952) BGH st. 2, 234: En este caso se juzgó a dos antiguos funcionarios del régimen nazi que colaboraron en el trasporte de miles de personas hacia campos de exterminio, donde la mayoría de ellas fueron asesinadas. Los acusados alegaron en su defensa haber actuado en cumplimiento de disposiciones legales que ordenaban la detención de "enemigos del Estado".

Sobre este punto dijo el tribunal lo siguiente: "En la conciencia de todos los pueblos civilizados existe, a pesar de las diferencias que muestran los específicos ordenamientos jurídicos nacionales, un claro núcleo fundamental del derecho el cual, conforme a una convicción jurídica general, no puede ser violado por ninguna ley ni por ninguna otra medida de la autoridad estatal. Comprende determinados principios fundamentales, el comportamiento humano, considerados inviolables, los cuales se han venido formando a lo largo del tiempo sobre la base de convicciones éticas fundamentales y que son jurídicamente vinculantes, sin importar que existan disposiciones específicas de los ordenamientos jurídicos nacionales que parezcan permitir su desconocimiento... Las disposiciones legales que de ninguna forma tienen como objetivo la justicia, que niegan concientemente el

concepto de igualdad y desprecian claramente las convicciones jurídicas comunes a todos los pueblos civilizados, que se relaciona con el valor y la dignidad de la persona humana, no crean ningún derecho y una conducta realizada conforme a aquéllas sigue constituyendo un injusto en aquellos casos de violaciones evidentemente groseras contra los principios básicos de justicia y humanidad; no sólo debe negarse la legalidad de las medidas estatales: la grosería y lo evidente de la violación será también un seguro indicio de que aquéllos, que ordenaron, ejecutaron o promovieron las órdenes, actuaron con conciencia de su antijuridicidad... En un estado que tiene aparentemente como objetivo servir a la justicia y respetar la dignidad y el valor de la persona humana, se estará lejos de creer que sus normas legales y disposiciones puedan contradecir los principios de igualdad y humanidad..."

En un fallo posterior (1964) el mismo tribunal rechazó los argumentos del acusado acerca del error sobre la legitimidad de las órdenes respecto de la matanza de civiles indefensos: "...El sabía, a pesar de su largo adoctrinamiento en la SS, que estaba dirigido al aprendizaje en la obediencia ciega, que no toda orden es 'sagrada' y que no toda orden del líder nazi obligaba a la obediencia incondicionada, sino que el deber de obediencia tenía un límite. Aun frente a Hitler, Himmler u otro líder nazi, fijado por la ley y la moral y que a tales órdenes, que estaban tan evidentemente en contradicción con toda moral humana y todo orden jurídico —como es el caso aquí de la orden de matar—, se les debía negar obediencia si es que no deseaba colaborar en forma consciente en un delito...".

Más adelante, el tribunal rechazó la alegación del acusado de haber actuado coaccionado por sus superiores ya que "el comportamiento global del acusado deja entrever claramente su disposición interna de ejecutar por medio de su escuadrón, la orden recibida..." (Este último fallo se encuentra transcripto en el l ibro "Justiz und NS Verbrechen", t. XX, ps. 23 y siguientes).

g) Sentencia del tribunal Supremo Alemán, del 22 de noviembre de 1952 (BGH st. 2, 251): los acusados, integrantes de la SS, habían asesinado a cuatro civiles indefensos en cumplimiento de una orden del superior.

El tribunal rechazó las excusas de los imputados que alegaban haber actuado bajo la eximente de la obediencia debida de esta manera (ps. 257/258). "...El derecho penal no conoce una causal de exculpación, basada en la ciega obediencia y no la puede reconocer ya que, de tal forma, renunciaría a los fundamentos de la

responsabilidad del ser humano como persona. Aun el mismo juramento nazi a la bandera ...el cual obligaba a los soldados a una obediencia incondicional respecto de Hitler, no eliminó la excepción obligatoria del parág. 47 del Cód. Penal Militar. Aun cuando el juramento de la SS y la pertenencia a aquéllas estableciese la obediencia ciega, ello sería jurídicamente irrelevante. Quien se somete voluntariamente a una voluntad ajena, sigue siendo penalmente responsable. Los códigos penales militares de casi todos los estados muestran que las condiciones militares no justifican una eliminación sino tan sólo una restricción de la responsabilidad del subordinado. El parág. 47 del Cód. Penal Militar alemán aplicaba al subordinado la pena del partícipe cuando aquél ejecutaba una orden del superior que reconocidamente estuviese dirigida a la comisión de un crimen o delito. En el ámbito del derecho anglosajón, últimamente, sólo disculpa el no haber podido reconocer la antijuricidad ...Los acusados se remiten así en vano a un supuesto derecho especial de las SS. Para ellos, sólo sería de aplicación el parág. 52 del Cód. Penal y de ninguna manera el parág. 47 del Cód. Penal Militar. En el mejor de los casos la orden podría tener alguna relevancia en tanto aquélla contuviese una amenaza que involucrara un peligro mortal o corporal. De acuerdo a las constancias del juicio la orden no pertenecía a esa categoría. Los acusados no se encontraban, así, en estado de necesidad de acuerdo a la convicción del tribunal de grado. Tal como éste lo ha comprobado, los acusados no tenían que temer un peligro de muerte o corporal si se rehusaban a cumplir la orden. Tal temor no fue expresado entre ellos y tampoco a terceros y la participación no fue prestada como consecuencia de aquél, sino que ejecutaron la orden —reconocida como antijurídica— debido a que la consideraban vinculante en su condición de integrantes de las SS y de nazis convencidos. Ello no constituye un estado de necesidad, sino un accionar responsable motivado en una ciega obediencia voluntaria por propia responsabilidad".

36) Que en nuestro medio las tendencias liberales en la materia tratada se manifiestan, en el siglo pasado por intermedio de Carlos Tejedor, quien se ocupa de él apoyándose en Chaveau y Pellegrino Rossi.

En tal marco dice que... "Tratándose de los militares principalmente, se ha sostenido la doctrina de la obediencia pasiva. Los militares, se dice, no deben juzgar ni ver, sino con los ojos de sus jefes. El jefe sólo es responsable de una orden criminal. Esta doctrina nos parece demasiado

absoluta. Toda obediencia debe cesar cuando la orden es abiertamente criminal. No es cierto que tampoco los militares sean siempre ciegos instrumentos. La ordenanza los obliga muchas veces a verificar la legitimidad de las órdenes que reciben..." (Carlos Tejedor, "Curso de derecho criminal, Primera parte", ps. 49, 50, 2º ed. Buenos Aires, 1871). En la nota 3 de este párrafo, manifiesta Tejedor que "La obediencia pasiva sólo es indispensable al despotismo. Los antiguos distinguían los delitos atroces de los lijeros" (loc. cit. al pie).

En páginas precedentes afirma el autor citado "Que difícilmente se admitiría la orden superior como justificación de un verdadero delito; porque bajo nuestra forma de gobierno, y por el espíritu de nuestras instituciones la obediencia no tiene el alcance que en los tiempos antiguos" (op. cit., p. 30).

37) Que las mismas ideas fueron sustentadas en los momentos iniciales de nuestra organización nacional, como lo revela el debate de la ley 182 del Congreso de la Confederación, en oportunidad de discutirse la norma que sancionaba penalmente a quienes ejecutaban un arresto o prisión sin orden escrita.

El senador Palma se opuso a esta norma, objetando que..."si los ejecutores fueran personas que entendieran el derecho, enhorabuena que sufrieran la pena; pero los delitos que se cometen por ignorancia del derecho, éste no perjudica al que los comete. Por consecuencia yo estaré contra esa pena: al mandatario ignorante que obedece por hábito de sumisión impulsado tal vez por la educación militar que reciben nuestros hombres de campaña. El día que consigamos civilizar estas masas, entonces será la época oportuna de exigir del hombre vulgar ó del pueblo, el cumplimiento exacto de sus deberes en sociedad". La respuesta que a esta opinión brindara el senador Vega merece, por su claridad y el valor que conserva en nuestros días, como lo demuestran los hechos que se juzgan en el "sub iudice", ser transcripta también literalmente... "supongamos que un jefe de policía manda ser muerto a un ciudadano. Yo pregunto si los ejecutores de esta orden, son o no responsables del asesinato; indudablemente que sí, porque los ejecutores de la orden deben saber que su superior, el jefe de policía no tiene facultad para expedir órdenes de semejante carácter...".

"Para esto no creo que sea necesario tener perfecto conocimiento del derecho, sino que basta comprender los deberes inherentes al cargo que se ejerce; basta que el funcionario sepa que no debe obedecer a ciegas a su superior; basta que sepan los vigi-

lantes que no son viles esbirros del poder absoluto..."

"Para moralizar la administración, para garantizar al ciudadano contra los avances del poder, es preciso que los ejecutores tengan también una pena (confr. Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores del Congreso Nacional; núm. 25, sesión del 2 de julio de 1863, p. 231, 1º y 2º columnas).

La entera tradición de la jurisprudencia humanística y del liberalismo está sintetizada en el expresivo dictamen del Procurador General, doctor Francisco Pico en el caso de Fallos, t. 5, p. 181 (ps. 188/192) que la Corte Suprema hizo suyo y que se transcribe: "La orden de un superior no es suficiente para cubrir al agente subordinado que ha ejecutado esa orden, y ponerlo al abrigo de toda responsabilidad penal, si el acto es contrario a la ley, y constituye en sí mismo un crimen".

"¿Por qué? —Porque el hombre es un ser dotado de voluntad y discernimiento: no es un instrumento ciego e insensible".

"El no debe obediencia a sus superiores, sino en la esfera de las facultades que éstos tienen".

"Y aun dentro de esa esfera, si el acto const i tuye evidentemente un crimen, como por ejemplo, si un oficial que manda un puesto ordena a sus soldados que hagan fuego sobre los ciudadanos inofensivos y tranquilos que pasan por la calle; si el jefe de una oficina de contabilidad ordena a sus subordinados que consignen en los libros partidas falsas ó falsifiquen documentos; si un jefe militar ordena a sus soldados que host i l icen al Gobierno. En estos casos y otros semejantes, la obediencia no es debida, porque es evidente que esos actos son crímenes que las leyes reprueban y castigan, y el agente que los ejecuta debe sufrir la pena, sin que pueda ampararse de una orden que no ha debido obedecer, si no hubiese tenido la intención criminal".

"Esta es la doctrina uniforme de los jurisconsultos, conforme con la disposición de la ley 5, tit. 15, 1* parte".

"El principio no puede ofrecer dudas, sino en los casos oscuros, en que no es fácil discernir si el acto que se manda ejecutar está o no prohibido por la ley, si se halla o no dentro de las facultades del que lo ordena. Si en estos casos puede ser absuelto el agente, no es seguramente porque la orden lo libre de responsabilidad, sino porque no ha habido conocimiento ni intención de cometer un crimen".

Así como Francisco Pico trazó, en los albores de la actividad de la Corte Suprema reglas dogmáticas concernientes a la obediencia militar, José María Moreno en su célebre informe

del año 1874 dio las razones de carácter político institucional en que se basan dichas reglas. El ilustre jurisconsulto manifestó... "Cuán diferente, entonces es la condición política y civil de militar, según la Constitución, y según los principios y máximas de la ordenanza española".

"El militar entre nosotros, es el ciudadano a quien la nación ha entregado las armas para defender la integridad de su territorio contra los ataques del exterior, y el imperio de la Constitución y de las leyes, en el interior. A él están confiadas la guarda de la Constitución, el respeto a la ley, la conservación de las libertades y garantías del pueblo, de que forma parte. Su primordial deber, cuyo cumplimiento garante bajo la fe del juramento, es defender la Constitución y las leyes, a que está ligada íntimamente la existencia de la patria, contra cualquiera que osara conculcarlas, sirviendo así los intereses del pueblo, tínico soberano de que emana toda autoridad y todo poder constituida en el Estado".

"Lejos de servir los intereses de una persona y de considerar las determinaciones de su voluntad como la única regla de sus actos, el militar argentino sólo puede servir los intereses del pueblo, y únicamente puede considerar como regla invariable de sus actos las prescripciones de la Constitución y las leyes, de que en ningún caso les es lícito prescindir, cualesquiera que sean las órdenes que reciba de una autoridad superior en jerarquía. El mayor crimen que pudiera cometer, es la traición a la patria, es la violación de la Constitución, es el desconocimiento de la soberanía del pueblo, es en fin, la conculcación de las leyes; porque entonces volverla sus armas contra su patria, habría violado la fe de su juramento y habría conspirado contra la naturaleza y fines de la institución a que pertenece..." (Obras Jurídicas del doctor José María Moreno, reunidas y publicadas por los doctores Antonio E. Malaver y Juan José Montes de Oca, t. 3º, ps. 281/282, Buenos Aires, 1883).

38) Que cabe observar, luego de esto, que si la obediencia ciega es absolutamente incompatible con el régimen republicado, sus raíces filosóficas son de tal índole que no se concilian Con los sentimientos corrientes aún en regímenes políticos de otras características.

Grocio (op. y vol. cit., p. 608), pone de relieve la razón por la cual Aristóteles no responsabiliza al siervo por la acción ilícita ordenada por el dueño. En el libro V de la Etica a Nicómaco, recuerda el maestro holandés, el Estagirita cuenta entre aquéllos que llevan a cabo una acción injusta, sin obrar, empero, injusta-

mente, al servidor del señor que da la orden, y es éste, como principio de la acción, quien obra injustamente, dado que en el servidor la facultad de deliberar no es completa.

En realidad, Grocio ofrece un resumen de varias ideas que se hallan, efectivamente, en el libro V de la ética a Nicómaco (especialmente, cap. 6 —parágs. 1134 a y 1134 b— cap. 8 —parág. 1135 a— y cap. 9 —parág. 1136 b—), y utiliza parte de la exposición sobre este último que efectúa Tomás de Aquino en el comentario a la ética mencionada. El parágrafo pertinente del comentario, aclara muy bien el texto aristotélico y se expresa así: ..."Dice que de múltiples maneras se dice que se hace una cosa. De una como lo hace el agente principal; de otra como lo hacen ios instrumentos. Es de esta manera como puede decirse de ciertas cosas inanimadas —como la flecha, la espada o la piedras—, matan, o que la mano mata, o que mata el siervo que obedece una orden. De los cuales ninguno, hablando formalmente, hace lo injusto aunque haga cosas que sucede que son injustas, porque hacer lo injusto —como sea voluntario— le compete al que tiene principio de la acción, como se ha dicho..." (Santo Tomás de Aquino, "Comentario a la Etica a Nicómaco", lección XV, núm. 1071, p. 308, traducción y nota preliminar de Ana María Mallea, Buenos Aires, 1983).

Ahora bien, según Aristóteles, la acción voluntaria es la que depende del agente y está realizada con discernimiento (cap. 8 —parág. 1135 a—), y la capacidad de discernir lo justo de lo injusto sólo se da entre libres e iguales, entre los que no figuran los esclavos (cap. 6 —parágs. 1134 a y b—).

Grocio dice, en una nota del loc. cit., que Temistio —un filósofo y retórico del Bajo Imperio— observa que los príncipes se asemejan a la razón, y los soldados a la cólera (que es ciega). O sea que con la desaparición de los ejércitos cívicos, y la transformación de los soldados-ciudadanos en mercenarios, se equiparó en la Antigüedad su condición a la servidumbre.

El conocido rechazo de Aristóteles al principio de libertad e igualdad de "todos" los seres humanos, su afirmación de que el esclavo participa de la razón sólo hasta el punto de reconocerla pero no de poseerla (Política, libro I, cap. 5, parág. 1254 b), es pues el sustento de la obediencia ciega y totalmente irresponsable.

La obediencia ciega, hija de la servidumbre antigua, sólo tiene su lugar lógico, contemporáneamente, en los regímenes autocráticos, como lo observa Kelsen. Al referirse al tema, el gran jurista destaca que la confusión

entre la instancia que dicta la norma ilícita y la que juzga la desobediencia a ésta "es una característica de la organización autocrática de las autoridades y sólo se justifica desde aquel punto de vista que considera más importante la obediencia que la juridicidad. De la mentalidad de este tipo autocrático de organización proviene también la teoría según la cual el órgano está obligado a cumplir incluso las órdenes irregulares por ilegalidad o inconstitucionalidad, no pudiendo negarles obediencia ni aun por su cuenta y riesgo. Pero esto no puede afirmarse absolutamente como una consecuencia de la naturaleza de la relación entre los órganos o de la de las disposiciones mismas, sino sólo como precepto de Derecho positivo, allí donde exista" ("Teoría general del Estado", p. 379, traducción directa de Luis Legaz Lacambra, México, 1959).

En fin, quede en claro que la obediencia ciega y nuestro orden constitucional se excluyen mutuamente. Como la función de la Corte Suprema es aplicar la Constitución, la hermenéutica que realice de las normas sobre obediencia militar no podrá ser ajena ni a los principios republicados y democráticos, ni a la tradición jurídica milenaria que también en esta materia delicada postula, ante todo, el reconocimiento en el subordinado de su calidad de ser razonable, y por ello le exige que así se comporte, no excusándolo con pretextos que denigran la calidad de ciudadanos que necesariamente poseen en una República quienes deben dedicarse a la honrosa profesión de las armas.

39) Que tampoco cabe a esta Corte adoptar una interpretación de la obediencia militar que pudiera entrar en pugna con los compromisos internacionales contraídos por el Estado Argentino.

Al respecto, cabe recordar que la ley 23.338, sancionada el 30 de julio de 1986, promulgada el 19 de agosto de ese año y publicada en el Boletín Oficial del 26 de febrero de 1987, ha aprobado la convención contra las torturas y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1984 y firmada por el Gobierno argentino el 4 de febrero de 1985.

El instrumento ratificatorio fue firmado por el Presidente de la Nación el 2 de setiembre de 1986 y depositado en la sede de las Naciones Unidas el día 24 del mismo mes y año, según el informe que consta en la Secretaría del Tribunal.

Este tratado no parece formar, todavía, directamente parte de nuestro derecho interno, pues de las veinte ratificaciones requeribles por su art.

27, según las informaciones de la Cancillería Argentina, se han producido diecinueve. Sin embargo la convención aludida tiene plenos efectos en cuanto a la creación de responsabilidad internacional para el estado argentino en virtud de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, del 23 de mayo de 1969, cuyo art. 18 dispone, en lo pertinente, que "Un Estado deberá abstenerse de actos en virtud de los cuales se frustraren en el objeto y el fin de un tratado:"

"—si ha firmado el tratado o ha canjeado instrumento que constituyen el tratado a reserva de ratificación, aceptación o aprobación, mientras no haya manifestado su intención de no llegar a ser parte en el tratado;"

"—si ha manifestado su consentimiento en obligarse por el tratado, durante el período que preceda a la entrada en vigor del mismo y siempre que ésta no se retarde indebidamente".

El art. 2º de la convención contra la tortura establece que "1) Todo Estado Parte tomará medidas legislativas, administrativas, judiciales o de otra índole eficaces para impedir los actos de tortura en todo territorio que está bajo su jurisdicción".

"2) En ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la tortura".

"3) No podrá invocarse una orden de un funcionario superior de una autoridad pública como justificación de la tortura".

40) Que la idea según la cual la inhumanidad de un hecho penal impide desincriminarlo se ha mantenido viva en toda nuestra historia jurídica desde la organización nacional. Cuando el art. 11 de la ley 23.049, excluye de su ámbito de aplicación a los hechos atroces o aberrantes, no hace sino continuar una línea habitual, puesta de manifiesto por la legislación y la jurisprudencia en los campos de la amnistía y de la extradición.

Especial relieve tiene, al respecto, el debate de la ley 714 del año 1875. En el proyecto original se establecía que el beneficio no alcanzaba a quienes hubiesen ordenado fusilamiento sin autoridad legal "ó ejecuciones a lanza y cuchillo, siendo responsables de estos crímenes los que los ordenaron, ó autorizaron sin castigarlos, y los ejecutores de tales actos de barbarie".

La comisión respectiva, de la cual formaba parte Sarmiento —entonces senador por su provincia— propuso también una ley de indemnidad, que en lo fundamental expresaba: "Los ejecutores de las Ordenes del Presidente de la República, ó de cualquier otra autoridad legal, con el objeto de

reprimir rebeliones ó sediciones, o de someter fuerzas amotinadas, o para la ejecución de leyes del Congreso resistidas por personas armadas, que hayan hecho uso de las fuerzas de línea o de la Guardia Nacional, quedan exonerados de toda responsabilidad, y libres de toda acción judicial, por sus actos en la ejecución de esas órdenes, anteriores a esta ley aun cuando ellos sean irregulares, o adolezcan de cualquiera omisión".

Un tercer proyecto creaba límites al de indemnidad. En efecto, se preveía que: "Art. Io: Las ejecuciones a lanza o cuchillo practicadas en alzamientos, rebeliones, u otros actos en que arrogándose poder para ejercer actos de justicia o venganza; o so color de autoridad legal, se dispone de la vida de los hombres de esa manera, están incluidos en los crímenes que el derecho y la ley de las naciones declaran crímenes contra la humanidad y la sociedad entera, y por tanto, fuera de las leyes de la guerra o las garantías civiles". "Art. 2o: Quedan sujetos a esta categoría de crímenes el jefe de la rebelión o banda armada que lo cometiere, consintiere entre los suyos sin castigo ejemplar, y el ejecutor o ejecutores inmediatos del crimen". Diario de Ses i ones de la Cá ma ra de Senadores de la Nación, año 1875, t. 1, ps.155/156.

La cautela que significaba el último proyecto transcripto no dejó conforme al senador Rawson, quien, evidentemente, temía la impunidad de otros actos crueles. Así surge de sus palabras... "me he hecho esta pregunta ¿Qué son estas irregularidades? ¿Cuál es el alcance de esta remisión? En seguida: ¿tiene el Congreso derecho para legislar suprimiendo las acciones civiles o criminales que se deriven de la ejecución de actos de autoridad com- ' petente, sólo por el hecho de ser en ejecución de órdenes superiores? A todas estas inquisiciones es de mi parte, no he hallado sino una sola respuesta. Las irregularidades entre nosotros, en ejecución de órdenes, son crímenes o delitos graves, y los delitos o crímenes no pueden ser remitidos por ninguna ley humana ¿Por qué? Porque son violaciones al derecho, que ninguna legislación el mundo tiene derecho perfecto para hacer olvidar o poner fuera del alcance judicial" (Diario de Sesiones citado, p. 170).

En definitiva, el proyecto sancionado se limitó a los delitos puramente políticos, con exclusión de los delitos comunes ordenados o cometidos con ocasión de la rebelión o sedición (ver Diario de Sesiones citado, p. 267).

41) Que la distinción, firmemente mantenida por la jurisprudencia entre delitos políticos y delitos comunes conexos, está mantenida, desde

entonces, en la jurisprudencia de esta Corte Suprema con la idea de excluir de la impunidad acciones de barbarie o vandalismo. Así en el caso de la excarcelación de Ricardo López Jordán (Fallos, t. 21, p. 121) se puso de relieve que la impedía la circunstancia de haber autorizado durante la rebelión "gran número de homicidios, siendo las víctimas unas veces fusiladas, otras ejecutadas a cuchillo; por haber hecho azotar un considerable número de individuos, muriendo uno de ellos inmediatamente después"... El tribunal agregó "que aunque es posible que en definitiva no resulten todos esos cargos suficientemente justificados, aunque es posible que el acusado logre desvanecerlos, 'y así es de desear que suceda, por su propio bien y por el honor del país y de la humanidad' " (p. 129).

Iguales consideraciones aparecen en Fallos, t. 254, p. 432, consid. 3o (p. 464).

Reviste interés advert ir que la misma doctrina fue aplicada para condenar a los responsables de la masacre de la Estación Pirovano (Fallos, t. 115, p. 302), ocurrida cuando un grupo de suboficiales y soldados participantes de la rebelión de 1905 se amotinaron contra los dirigentes locales de la insurrección y los asesinaron.

En el caso, la Cámara Federal de La Plata, cuya sentencia fue confirmada por la Corte Suprema, expresó que "...los homicidios llevados a cabo en oficiales y miembros de la junta civil revolucionaria y, especialmente, la muerte del teniente Verniard, no son formas o manifestaciones necesarias, tendientes a preparar o llevar a cabo el acto de rebelión o necesarios para la consecución y feliz éxito de la contra-rrebelión, que los procesados afirman haber tenido la intención de efectuar, contrarrebelión que ha podido llevarse a cabo, defendiéndose los procesados sólo a fuerza de inercia, en el caso que los revolucionarios hubieran pretendido seguir adelante en su empeño. Son actos de "barbarie inútil". Dupin observaba al respecto y con sobrada razón, "que la bandera de la insurrección, semejante al pabellón que cubre la mercancía, protegería la mezcla de todos los crímenes accesorios, de todas las atrocidades, tales como las venganzas privadas, el fusilamiento de prisioneros, el homicidio, las torturas, las mutilaciones, todo quedaría de este modo excusado en nombre de la política" (ps. 323/324).

Consecuente con la línea jurisprudencial expresada, la Corte Suprema interpretó la ley de amnistía 14.436 (Fallos: t. 254, p. 315) en el sentido de que ella no alcanzaba a los delitos atroces, cometidos de manera inhumana, carentes de relación atendible con el móvil político o gremial alegado

y agregó el tribunal que el perdón de tales delitos "rayaría, en efecto, con la arbitrariedad en el ejercicio del poder normativo, que aun cuando pueda escapar a la revisión jurisdiccional de esta Corte, sirve de pauta para evitar su consagración interpretativa —doctrina de Fallos, t. 251, p. 158 y sus citas" (la mención a este caso no significa que se comparta la última afirmación, que no encuentra sustento en la doctrina que invoca y resulta, además, contradictoria).

Esta doctrina fue aplicada por la Cámara Federal de Rosario en la causa referida a las torturas y muerte que sufrió el doctor Ingalinella (ver fallo del 19 de diciembre de 1963, Rev. LA LEY, t. 113, ps. 66 y sigts). Similar inspiración revela lo decidido en Fallos, t. 286, p. 59 (Rev. La Ley, t. 151, p. 348), acerca de que la ley de amnistía 20.508 "...no quiere beneficiar a los protagonistas de delitos comunes y entre ellos, a aquéllos que poniendose al servicio de la opresión, usurpando el poder y con abuso de autoridad, desencadenan el terror, el odio, y la violencia" (consid. 4º).

Por último, en el caso de la extradición del médico alemán Gerhard Bohne, acusado de ser jefe de la organización encargada de eliminar enfermos mentales en forma masiva y metódica, mediante el uso de cámaras de gas, camufladas como cuartos de duchas, la Corte Suprema produjo una sentencia de especial valor cuyos con-sids. 14, 15 y 16 se transcriben a continuación (Fallos, t. 265, p. 219 —Rev. La Ley, 1.124, p. 263—):

"14) Que, en consecuencia, ni la alegación de propósitos políticos, ni la de supuestas necesidades militares, puede ser admitida como fundamento para negar la extradición, cuando se trata de hechos delictuosos claramente contrarios al común sentir de los pueblos civilizados dada su específica crueldad e inmoralidad; esto sin perjuicio de señalar que tal alegación no es admisible en cuanto el empleo de la eutanasia, ninguna relación ostensible guarda con las infracciones políticas o militares".

"15) Que esta Corte Suprema ha negado el carácter de delito político a hechos part icularmente graves y odiosos por su bárbara naturaleza, segun así resulta de lo decidido en Fallos: t. 21, p. 121; t. 54, p. 464; t. 115, p. 312".

"16) Que en el "sub iudice" es evidente que las acciones enrostradas al acusado revisten esa índole por ser lesivas de sentimientos de humanidad elementales, dada la magnitud de los hechos de que se trata, la condición de enfermos indefensos que revestían las víctimas y el procedimiento empleado para eliminarlas; tanto ello, así, que no

en vano los mismos responsables de la 'operación T. 4' se preocuparon de ocultarla a los familiares de los sacrificados y al pueblo alemán, disfrazando al organismo encargado de llevarla a cabo mediante el empleo de denominaciones engañosas sobre su verdadera función, tales como las de 'Comunidad de Trabajo del Reich para Manicomios y Asilos', 'Fundación de interés común para la asistencia de Sanatorios' y 'Sociedad limitada de interés común para transporte de enfermos' ".

En conclusión, existe toda una noble tradición argentina que niega ingreso al campo de la impunidad a quienes sean responsables de atrocidades, y —cabe observarlo— la mayor manifestación de tal linaje de ideas y sentimientos se halla en el art. 18 de la Constitución, cuando decreta que "Quedan abolidos para siempre, toda especie de tormento y los azotes".

Obtenidos estos resultados, es preciso pasar al análisis técnico del art. 514 del Cód. de Justicia Militar y sus disposiciones concordantes, que debe verificarse a la luz de los principios reseñados.

f) Análisis doctrinario del artículo 514.

42) Que, cabe advertir en primer término que desde un simple examen gramatical del art . 514 del Cód. de Just icia Mili tar , se desprende, s in lugar a duda, que así como la irrespon sabil idad del ejecutor no cubre en ningún caso la responsabilidad de quien emitió la orden, la responsabili dad de éste no excluye, en todos los supuestos, el reproche de aquél.

En tal sentido, se ha afirmado al fallar en la causa C. 895. XX "Causa originariamente instruida por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en cumplimiento del decreto 158/83 del Poder Ejecutivo Nacional", sentencia del 30 de diciembre de 1986, que un detenido análisis de la norma, cuya interpretación viene cuestionada a esta instancia, permite afirmar que la ley militar atribuye responsabilidad a título de autor, al superior que dio la orden, exclusivamente, en los supuestos en que el inferior pueda ampararse en la eximente prevista en el art. 34, inc. 55 del Cód. Penal y, juntamente con el subordinado, cuando éste no pueda esgrimir en su favor dicha causal de impunidad (confr, consid. 15 del voto de los doctores Petracchi y Bacqué).

43) Que, sentado lo expuesto corres ponde pues determinar cuál es el alcance de la obediencia debida en el art. 514 del Cód. de Justicia Militar; ello obviamente implica delimitar, a su vez, en qué casos el superior y el infe-

rior deben ser considerados conjuntamente responsables.

Es oportuno recordar al respecto que el tribunal ha reconocido en el fallo antes mencionado —consid. 15 del voto de la minoría— que para el funcionamiento de la estructura militar resulta indispensable el mantenimiento de la disciplina y, por tanto, de la estricta obediencia por parte del subordinado de las órdenes impartidas con motivo de la ejecución de un acto de servicio, limitando la posibilidad de inspección del mandato recibido (art. 675, Cód. de Justicia Militar) y sancionando la falta de obediencia (arts. 667 y 674, Cód. de Justicia Militar).

Ahora bien, las condiciones que la disciplina militar impone, sí bien inciden en la modalidad con que debe prestarse obediencia, y aquí reside la diferencia con otros ámbitos, por ejemplo el administrativo, en nada influye respecto del carácter y límites de la obediencia en sí.

En efecto, de la circunstancia de que en el ámbito militar el poder de revisión del subordinado respecto de los mandatos que reciba se encuentra especialmente limitado, no se deriva que cualquiera sea el contenido de la orden, el inferior quedará exento de responsabilidad por su cumplimiento.

Ello es así primordialmente cuando se trata de un mandato manifiestamente ilícito, pues en tal hipótesis, el inferior que lo recibe no necesita gozar de poder de revisión alguno, toda vez que, al ser evidente su ilegitimidad, no hará falta que ejerza ningún examen para advertirla.

44) Que, de lo afirmado en el considerando anterior, se deduce que la causal de impunidad receptada en el tantas veces mencionado art. 514 del Cód. castrense, funcionará siempre dentro de los límites que ese mismo ordenamiento legal impone. Así, cuando la orden de que se trate sea de un contenido ilícito no manifiesto, en tanto el subordinado la reciba de su superior en ejercicio de sus funciones —acto de servicio—, y a su vez determine el cumplimiento de un acto que también para el inferior se enmarque en el ejercicio de su función, la eximente en análisis tendrá entonces operatividad. Fuera de esos límites, cuando como en el caso de autos, se está frente a un mandato cuyo contenido contradice de un modo evidente los principios y convicciones de la conciencia jurídica general, el subordinado que cumpla tal orden habrá excedido el ámbito en que la eximente de la obediencia debida funciona haciendo responsable sólo al superior que hubiera emitido la orden, y por lo tanto el inferior será junto con aquél merecedor de reproche penal por el hecho cometido.

Por ello, no es en verdad necesario,

para decidir en relación a los hechos juzgados en esta causa, determinar cuál es el lugar sistemático que ocupa la obediencia jerárquica en la teoría del delito, toda vez que cada una de las acciones por las que el a quo ha condenado al procesado, constituyen claros excesos respecto de los límites de la causal alegada.

En efecto, los autores que consideran a la eximente aludida como una causa de justificación, la limitan a los casos en que la orden no vulnere manifiestamente el ordenamiento jurídico, o suponga la imposición de un comportamiento que lesione la dignidad humana, o se oponga a las reglas generales del derecho internacional, etc. (confr. Hans-Heinrich Jeschek, "Tratado de derecho penal, parte general", vol. I, p. 539, trad. Santiago Mir Puig y Francisco Muñoz Conde, Ed. Bosch, Barcelona, 1978; Santiago Mir Puig, "Derecho penal, parte general", ps. 428, 439, especialmente 432, 2º ed., Barcelona, 1985).

Por otra parte, entre quienes entienden que se trata de un supuesto de coacción, en virtud de las consecuencias que el ordenamiento militar prevé para los casos en que el subordinado no cumpla con lo que se le ordena, merece destacarse la opinión de Edmund Mezger, quien considera que existen límites más allá de los cuales ya no puede obedecer el subordinado, sino que éste actúa culpablemente y es, en consecuencia, punible. Ello es asi principalmente, en opinión del autor citado, en aquellos casos en que se trate de órdenes que niegan más el ordenamiento jurídico (confr. "Derecho penal, libro de estudio, parte general", ps. 266, 267, trad. Contrado A. Finzi, Ed. Bibliográfica Argentina, Buenos Aires,1958). Asimismo, entre los autores nacionales que se inscriben en esta última línea Ernesto Ure (h) señala que, en razón de que aquel ordenamiento jamás puede imponer la ejecución de actos sustancialmente ilícitos, es menester aplicar con estrictez los requisitos que rigen para la coacción, o sea analizar si las consecuencias que pueden derivar para el subordinado del incumplimiento de la orden ilegítima, constituyen un mal inminente y mayor que el que es susceptible de producir la ejecución del acto (confr. "Obediencia debida e inculpabilidad", Rev. La Ley, t. 126, p. 976, esp. 979).

Corresponde agregar, además, que siempre resultará necesario verificar que el subordinado al cumplir lo ordenado y lesionar el bien jurídico del cual se trata, lo haga impulsado por la amenaza del mal que implicará el incumplimiento del mandato, dado que no cabría desde ningún punto de vista hablar de coacción si el inferior

actuase, como dijera la Corte de distrito de Jerusalén, al fallar en el caso Eichmann, "...con convicción interna, de todo corazón y gustoso..." (confr. "The law of war, a documentary histo-ry", p. 1684, Ed. by León Friedman, Rondon House, New York).

Por último, los autores que entienden que la obediencia debida comprende un supuesto error, posición mayoritaria en la doctrina, obviamente limitan la operatividad de la causal a aquellos casos en los que el mandato no se revela ilegítimo de manera evidente; ello es así pues, si bien el superior no tiene competencia para ordenar la comisión de un ilícito, ni el inferior para cometerlo, "...cuando la incompetencia no sea manifiesta, debe admitirse la eximente en favor del subordinado que obra de buena fe" (confr. Luis Jiménez de Asúa. "Tratado de derecho penal", t. VI, p. 827, Ed. Losada, Buenos Aires, 1962). En igual sentido, confr. Carrara, "Programa de derecho criminal, parte general", vol. 1, párr. 316, p. 214, trad. José J. Ortega Torres y Jorge Guerrero, Ed. Temis, Bogotá, 1977; Octavio González Roura, "Derecho penal. Parte general", t. II, ps. 48 y sigts. Ed. Abeledo, Buenos Aires, 1922; Raúl A. Ramayo, "La obediencia debida en el Código de Justicia Militar", Boletin Jurídico Militar, núm. 14, 1972, p. 9 y "La obediencia debida como causal de inculpabilidad", Rev. La Ley, t. 115, p. 1092, entre muchos otros).

45) Que la breve reseña efectuada en el considerando anterior, evidencia que la discusión doctrinaria se vincula con la determinación del lugar sis temático que a la obediencia debida corresponde otorgar en la teoría del delito. Sin embargo, ello nada-tiene que ver con la existencia de los límites dentro de los cuales es admisible la operatividad de la eximente, pues en tal sentido puede afirmarse sin he sitación alguna que, cuando se está en presencia de delitos como los cometidos por el recurrente, la gravedad y mani fiesta ilegalidad de tales hechos deter minan que, como lo demuestran los antecedentes históricos a los que se hiciera referencia anteriormente, resulte absolutamente incompatible con los más elementales principios ético-jurídicos sostener que en virtud de la obediencia debida se excluya la antijuricidad de la conducta, o bien el reproche penal por el ilícito cometido.

46) Que, por otra parte, sólo a par tir del reconocimiento de tales limites de la causal en estudio, es posible interpretar racionalmente el art. 514 del Cód. de Justicia Militar de modo tal que esa norma se ajusta además a las disposiciones establecidas en nues tra Constitución Nacional.

En efecto, sólo una interpretación

irrazonable y meramente gramatical del art. 514 del Cód. castrense puede conducir a afirmar que conforme a esa norma el inferior será responsable únicamente cuando, además de dar cumplimiento al mandato ilícito, se "exceda", esto es, lleve a cabo otro delito no comprendido en el marco de la orden.

Adviértase que tal sentido del término "exceso" sólo podría sostenerse si se acepta que la norma en cuestión consagra la responsabilidad objetiva de quien emitió la orden, quebrantando el principio de culpabilidad que, como lo ha reconocido este tribunal, consagra el art. 18 de la Constitución Nacional (confr. Fallos: t. 194, p. 386; t. 293, ps. 157 y 592; t. 303, p. 267; entre muchos otros); de otro modo no se podría explicar por qué el superior sería responsable de un hecho no ordenado por él. Al respecto señalaba Carlos Tejedor: "¿Cómo imputar al mandante un hecho que no ha querido? ...Los antiguos distinguían si el mandante podía prever el acontecimiento, si éste era la consecuencia probable de la comisión, se le consideraba autor. Pero en caso contrario, o si era nuevo el delito ejecutado, el mandante no respondía sino de la comisión" (confr. "Curso de derecho criminal", p. 32, 2ª ed., Buenos Aires, 1871). Cabe aclarar además, que si el ilícito no ordenado se encontrara alcanzado por el dolo eventual de quien emitió el mandato, entonces ya no seria posible hablar de "exceso" por parte del ejecutor, de otro modo se llegaría al absurdo de afirmar que la expresión "exceso" está empleada para referirse a un dolo directo del ejecutor alcanzado por el dolo eventual del superior.

47) Que, tales razones demuestran que el giro "...se hubiere excedido en el cumplimiento...", utilizado en el art. 514 del Cód. de Justicia Militar, sólo puede referirse, como ya se dijera en el consid. 44, a un exceso respecto de los límites de la eximente de la obediencia debida. Ello, por otra parte, se concilia con los antecedentes legislativos de la norma en examen.

En efecto, el art. 6º del Cód. Penal Militar de 1895 establecía en su inciso 1o la imposición de las penas de la complicidad al inferior "cuando se haya excedido en la ejecución de la orden que le fue dada", y en su inciso 2º, "cuando haya firmado, transmitido o ejecutado la orden de su superior que tenga por expreso objeto la comisión de un delito común o militar". A su vez, el texto de esa norma es del mismo tenor que el del art. 47 del Cód. Penal Militar alemán de 1872, transcripto en el consid. 35, que imponía a los subordinados la pena correspondiente al partícipe, cuando se hubiese "...excedido en la orden" (inc. 1º), o bien cuando

"...sabía que la orden del superior jerárquico concernía a una acción que tenga por objeto la realización de un crimen o delito común o militar" (inc. 2º).

Al comentar el parágrafo citado, los autores alemanes afirmaban que el inciso 1º constituía una disposición superflua, pues en caso de referirse a un hecho distinto del ordenado por el superior ninguna relación existiría con el problema de la obediencia debida (ver Handbuch der Gesetzgebung in Preussen und dem Deutschen Reiche, t. II, Militar Strafecht, Heer und Kriegsflote, por el doctor Julio M. Schlayer, Berlín, 1904, ps. 27 y sigts.; Militar Strafrecht Für Heer und Marine des Deutschen Reichs, de Kurt Essner von Gronow y Georg Sohl, Berlín, 1906, ps. 52 y sigts.; Lehrbuch des Deutschen Militar Strafechts, de Karl Hecker, Stuttgart, 1887, ps. 89 y sigts.; Militar Strafgesetzbuch Für das Deutsche Reich, de Paul Herz y Georg Ernst, Berlín, 1908, ps. 85 y siguientes).

Por ello, y lo precedentemente expuesto, una interpretación literal del art. 514 del Cód. de Justicia Militar, haría incompatible a dicha norma con el resto del ordenamiento jurídico y con los principios y garantías establecidas en nuestra Carta Magna.

En tal sentido, ha dicho esta Corte Suprema que, por encima de lo que las leyes parecen decir literalmente, es propio de la interpretación indagar lo que ellas dicen jurídicamente. Esta indagación no cabe prescindir de la palabras de la ley, pero tampoco atenerse rigurosamente a ellas, cuando la interpretación razonada y sistemática así lo requiere (confr. Fallos, t. 281, ps. 146 y 170; t. 283, p. 239; t. 291, p. 181; t. 293, p. 528; t. 300, p. 417; t. 301, p. 489).

g) ídem de otras normas del Código de Justicia Militar.

48) Que, cabe ahora detenerse en el examen de otras normas del Código de Justicia Miliar que se hallan vinculadas directamente con el tema en análisis.

En primer término corresponde señalar que lleva razón el a quo cuando afirma que la exclusión de la "remonstratio" en el art. 675 no conduce a sostener que frente a una orden de evidente ilicitud, el subordinado esté obligado a cumplirla.

Ello es así pues la no suspensión del cumplimiento del mandato que esa norma dispone, se refiere a aquellos supuestos en los cuales el subordinado tenga dudas acerca de la legitimidad del contenido de la orden. En tal hipótesis, el inferior no está dispensado de obedecer, y si por la ejecución de

la orden se cometiere un delito, el único responsable será el superior, pues la conducta del subordinado quedará amparada por la eximente de obediencia debida.

Por el contrario, ante una orden de contenido ilícito evidente, el inferior deberá, para no ser responsable juntamente con el superior por el ilícito cometido, desobedecer el mandato. En tal supuesto, si bien la conducta del inferior incurrirá en el tipo penal contenido en el art. 674 del Cód. castrense la expresión "sin causa justificada", que la citada norma contiene, al hacer referencia a un especial elemento de la antijuridicidad determina que frente a una orden manifiestamente ilícita, la acción típica quedará justificada.

Asimismo, dado que el tipo penal del art. 677 contiene todos los elementos del supuesto de hecho del art. 674, más aquel que demuestra un fundamento especial de lo ilícito, la resistencia ostensible o expresa ante el superior, que transforma a la desobediencia en más grave desde el punto de vista ético-social, resulta indudable que entre la mera desobediencia y la desobediencia calificada (insubordinación), existe una relación de especialidad, en la que la realización del tipo especial —insubordinación— no es sino una forma específica de realización del tipo básico —desobediencia—. Por ello, el elemento especial de la antijuridicidad contemplado en el tipo básico, obviamente es aplicable en el caso de la agravante, pese a no encontrarse expresamente mencionado, pues su aplicación surge de los criterios generales.

Por otra parte, respecto del art. 187 del Cód. de Justicia Militar, conviene aclarar que, conforme con lo dicho hasta aquí, en virtud de que un mandato de manifiesta ilegitimidad no genera el deber de obedecer, el inferior que reciba una orden de tales características debe, en primer lugar, desobedecer el mandato, con las consecuencias señaladas anteriormente —su conducta estará justificada— y, como cualquier otro funcionario público, deberá además denunciar el hecho para no incurrir en "encubrimiento". No se trata pues de la obligación de denunciar los propios actos, lo que de ningún modo podrá exigir la ley, dado que de ser así, quebrantaría el principio constitucional según el cual, nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo (art. 18, Constitución Nacional).

En cuanto al giro "...el superior de quien dependan...", utilizado en el art. 187, es evidente que no indica que el subordinado deba radicar la denuncia ante el emisor de la orden ilícita, sino ante el superior jerárquico del cual dependan tanto aquel que emite el

mandato como el subordinado que lo recibe.

Por último, resulta inobjetable la interpretación efectuada por los jueces de grado respecto del art. 516, en el sentido de que la atenuante de pena allí establecida encuentra a su fundamento en que el abuso del superior motiva la reacción del subordinado que, en virtud de esa provocación insuficiente, posee un menor contenido de injusto que da lugar a la atenuante, sin que exista relación alguna entre esa sanción y la supuesta emisión de una orden ilegal.

Ello se encuentra corroborado, como bien señala el a quo, en la circunstancia de que aquella norma contiene sólo ofensas, sea de hecho o de palabra, a la persona del superior, sin que pueda explicarse, si la razón de la atenuante fuera la ilicitud del mandato, la ausencia de la desobediencia en la enumeración que el citado art. 516 contiene.

49) Que la interpretación efectuada en los considerandos anteriores, en el sentido de que, conforme al ordenamiento jurídico militar de nuestro país, las órdenes de contenido ilícito manifiesto no poseen carácter vinculante para el subordinado, que en caso de ejecutarlas no quedará amparado por la eximente de la obediencia debida, ha sido la que tradicionalmente sostuvieron nuestros tribunales castrenses.

En efecto, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas ha establecido que la potestad de mando y el deber de obedecer no están atribuidos en forma discrecional, pues la primera ni se otorga a la voluntad omnímoda del que manda ni en obsequio a su persona, sino en bien del servicio, y correlativamente, el segundo no se cumple fuera de la órbita del derecho y del deber militar, única forma entonces para que ambos elementos, poder de mando y obediencia, puedan armónicamente complementarse sin lesionar el interés público y social, fin superior de todo servicio público (confr. Boletín Jurídico Militar, t. I, p. 77, núm. 264).

Asimismo, los límites dentro de los cuales la obediencia debida funciona impidiendo el reproche penal del subordinado, fueron establecidos con meridiana claridad en la sentencia dictada por el Consejo de Jefes y Oficiales el 16 de octubre de 1923, al establecer que el accionar del imputado, consistente en haber efectuado con su firma falsas certificaciones, no constituía delito "...en razón de haber procedido el acusado en cumplimiento estricto de órdenes emanadas de su superior inmediato, órdenes que el acusado ha podido razonablemente considerar encuadradas dentro de la más absoluta legalidad..." (ver Boletín Jurídico

Miltar, núm. 1, enero-junio de 1953; p. 76, núm. 260. La bastardilla se agre-ga).

h) La ley 23.049 es constitucional.

50) Que, en razón de todo lo expuesto, resulta equivocado afirmar que el art. 11 de la ley 23.049 agravó retroactivamente la situación de los procesados, al prescribir que los jueces no podían considerar alcanzados por la excusa de la obediencia a la comisión de hechos atroces o aberrantes. Esa era la conclusión que ya imponía el texto del art. 514 del Cód. de Justicia militar, cuya correcta y sana interpretación hace inadmisible considerar alcanzado por la eximente al subordinado que hubiera cumplido hechos manifiestamente antijurídicos y de

grave contenido de injusto, categoría respecto de la cual los hechos atroces y aberrantes sólo const i tuyen una especie.

Esta coincidencia de efectos para el caso concreto torna innecesario discutir la constitucionalidad de la ley 23.049, en tanto también ella pretendió en su origen condicionar la interpretación judicial de los hechos cometidos exclusivamente en el pasado, sin modificar el alcance del deber de obediencia, ni establecer reglas presun-cionales para el futuro.

Por ello, y oído el Procurador General: 1) se rechazan los recursos directos interpuestos, con excepción del promovido por el procesado Ovidio P. Riccheri, a quien se absuelve —asi como al procesado Miguel O. Etchecolatz— del delito de imposición

de torturas en perjuicio de Alfredo Moyano —caso núm. 105— y de Erlinda M. Vázquez Santos —caso núm. 130— sin modificar, empero, la pena que les fuera impuesta por el a quo (art. 16, 2* parte, ley 48) (consid. 22). Con costas en la medida en que los recursos no progresaron. 2) Se confirma la sentencia apelada en todo cuanto ha sido materia de recursos extraordinarios est imados procedentes , declarándose la inconstitucionalidad del art. 1º de la ley 23.521. Con costas. Notifíquese y devuélvase a la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correcional Federal de la Capital Federal. 3) Se tiene por desistido el recurso interpuesto por la Fiscalía de Cámaras respecto de la absolución del procesado Norberto Cozzani por el robo calificado que fuera imputado en el caso núm. 267. — Jorge A. Bacqué.

Inventar lo posible

Jorge Jinkis

Bibliográfica

A fines del año 1985, la Librería del Jurista editaba un Código de Justicia Militar1, comentado por los abogados Oscar Igounet (h), Oficial de Ejército del Cuerpo de Comando (R) y Oscar Igounet, Auditor de Guerra del Ejército (R). En la página 232, los autores indican un accidente (acepción geográfica del término) editorial, con palabra ávida de neutralidad: "Como curiosidad señalamos que —desde hace años— las ediciones del C.J.M., impresas en el Instituto Geográfico Militar, omiten los arts. 644, 645 y 646, y traen modificado el 643 en el que no figura, erróneamente, el requisito de 'frente al enemigo extranjero' ".

Los autores advierten, pues, dos omisiones, y distinguen a una como apenas "curiosa"; más severamente, a la otra como "errónea". El lector, profano en jurisprudencia militar, y tal vez algo indolente, postergó la aridez que presumía en el "error" y se inclinó por la "curiosidad". Buscó entonces los artículos citados en esta edición no impresa por el Instituto Geográfico Militar, y los encontró en el Tratado III, Libro II, Título I, bajo la siguiente leyenda: "Delitos contra los poderes públicos y el orden constitucional".

Ahora sí, la curiosidad fue suya, lo que extrañamente significa que se volvió curioso. Durante años —¿cuántos?—, y en lo que toca a los delitos contra los poderes públicos y el orden constitucional, los militares habían omitido, borrado (un verbo ya patrio), lo que está escrito en su propio código de justicia.

Profano, pero no tan sólo, también bizarramente incauto, el lector, también decididamente lector, consideró que era asunto que concernía al honor. Decidió entonces consultar el

1 Todas nuestras citas del código de justicia militar y de sus comentadores, provienen de esta edición. En la misma, también figura el decreto 1180/83, citado más adelante.

Código de Honor comentado2 del Mayor Auditor José Rivanera, prologado por el General de Brigada Auditor General de l a s Fuerzas Armadas, doctor Osear Ricardo Sacheri quien, siendo Coronel, había justamente dirigido y coordinado la redacción del C.J.M.

Lo buscó en el circuito de libros nuevos y viejos de las librerías jurídicas. Sin resultado. Tuvo acceso a enormes y desconocidos depósitos de libros jurídicos. Inútilmente. Inició el tercer círculo de este infernal peregrinaje por la biblioteca del séptimo piso de Tribunales; incluyó algunas bibliotecas municipales, algunas populares, hasta llegar por fin a la Biblioteca Nacional. El fichero lo hacía existir, allí estaba escrito que el libro debía estar, y aunque sabía que los libros se roban de todas partes, no podía creerlo.

El águila que sobrevuela la Catedral se posó, y fue un signo que apuntara hacia el Congreso: también allí tenía el libro una ficha, y también allí faltaba del estante. Salió envuelto en un aire musical: El ala es paño, el águila es bandera...

El infierno checo es un cielo sin grajos; el polaco, no menos metafísico, una eternidad que persigue su abismo. Pero aquí el círculo no es kafkiano, ni gombrowcziano, ni siquiera dantesco. Antes de morir, Balzac escribió el verdadero título de la comedia, ni divina ni humana, ni más que humana: L'envers de l'his-toire coniémporaine, es decir, la sociedad secreta . Sin embargo, la historia no es conspirativa.

Un código puede ser juzgado insuficiente, imperfecto, inadecuado, pero ¿quién ha visto nunca un código al que le falten artículos? No importa, pues, la suerte de esos artículos, como qué le sucede al código por su omisión. Imposible entonces desentenderse del "error".

2 Rivanera, J.: Código de honor comentado, Bs. As., Edic. Arayü, 1954

El honor militar

El artículo 642 del C.J.M., se encuentra bajo el Título II, Delitos contra los poderes públicos y el orden constitucional, Capítulo I, Rebelión, y su texto dice: "Cometen rebelión militar los integrantes de las fuerzas armadas que promuevan, ayuden o sostengan cualquier movimiento armado para alterar el orden constitucional o para impedir o dificultar el ejercicio del gobierno en cualquiera de sus poderes".

Este artículo tipifica genéricamente (aunque se toma el tiempo de ser claro: promover, ayudar, sostener; alterar, impedir, dificultar) el delito de rebelión militar; los artículos que le siguen sólo establecen las distintas modalidades que éste puede adquirir. Los autores, después de haber aceptado esto explícitamente, harán una interpretación invertida cuando encuentren que el artículo siguiente (643), discrimina las penas correspondientes a los culpables de rebelión militar para el caso en que esta se efectúe en el momento de hallarse "frente al enemigo extranjero". La deducción es desopilante: la configuración de las distintas modalidades de rebelión, declaran, dependerá de la materialización previa de la citada ilicitud: rebelarse frente al enemigo extranjero. En nuestro idioma: si no hay enemigo extranjero, tampoco habrá rebelión alguna. Como los autores también conocen la lengua, no renuncian a usarla: "En nuestra opinión es evidente que los golpes de Estado, encabezados por militares abusando de su cargo y de la fuerza que les fue confiada, no constituyen el delito de rebelión militar si no se verifica la existencia de enemigo extranjero o enemigo rebelde". Nos detendremos en esta interpretación pues, lejos de obedecer a una singular extravagancia, está aquí enunciado el comportamiento de hecho de las instituciones de las fuerzas armadas.

Cabría considerar que el espíritu del legislador (exposición de motivos de la ley 14.029) considerara que la conducta militar respecto del orden constitucional es digna de ser tenida en cuenta sólo en el caso de existir un estado de guerra can enemigo extranjero y que en cualquier otro caso, es decir, en tiempos de paz, los militares harían honor a la obediencia debida a la Constitución. Esta posibilidad que no se puede excluir, implica una imputación de ingenuidad política, a todas luces injusta con el General Osear Sacheri.

Agreguemos que si la rebelión se produjera en estado de guerra con enemigo extranjero, como resulta fácil presumir que en momento tan excepcional dicha rebelión facilita táctica o estratégicamente al enemigo, junto a la rebe-

lión —que es un delito contra el orden constitucional—, se estará agregando un delito contra la Nación (Título I), es decir, una traición.

Que las diferentes asonadas y golpes no hayan terminado de configurar el alzamiento político al que alude el art. 226 del Código Penal, es políticamente explicable. Pero que la justicia castrense no haya creído que debía entender, equivale a otorgar al fuero militar un carácter personal, y esto tiene consecuencias irreversibles.

Si no hay estado de guerra, un militar puede ser juzgado como cualquier ciudadano por el código penal. Si no obstante fuera pertinente juzgarlo en su calidad de militar, las fuerzas armadas como instituciones se verían necesariamente concernidas. Si no hay estado de guerra con enemigo extranjero, la pertinencia de un juicio podría establecerse en base a que, por ejemplo, algún oficial o, lo que no es lo mismo, las instituciones armadas, no hubiera acatado la Constitución. Si suponemos el caso de un respecto irrestricto de las fuerzas armadas por el orden constitucional, y conservamos la hipótesis de una acusación así motivada a un oficial, debe ponerse en marcha la justicia militar según lo establece su código. No hay otra forma de que las instituciones queden a salvo del compromiso en que la coloca uno de sus miembros.

Pero incluso suponiendo que el procesado sea considerado libre de méritos tanto por el código penal como por el código de justicia militar y los reglamentos disciplinarios, aun en este caso la mera existencia de un militar procesado debiera implicar la formación de un tribunal de honor. El reglamento de ese tribunal prefiere que sea el mismo imputado quien lo solicite y exige que también sus cama-radas lo hagan.

Si así no se hace, y esto es lo que efectivamente ha ocurrido, la acusación a cualquier integrante de cualquiera de las tres fuerzas alcanza a la institución de la que es miembro, sin imaginar ninguna malevolencia y por la sola virtud del proceder militar, o mejor dicho, por no haber procedido como lo exigen los códigos y reglamentos que definen la condición militar. Así pues, cuando los militares se quejan de que las críticas se dirigen a las instituciones, manifiestan un malestar para el que ellos tienen remedio.

Es cierto que apelando al honor se puede tener la misma suerte que cuando se busca El código de honor de Rivanera: es algo difícilmente hallable. Pero ¡quién sabe! Fueron militares (del Centro de Militares para la Democracia Argentina, CEMIDA) quienes pidieron la

formación de un tribunal de honor que examinara la actuación de Astiz (después de quedar librado de los cargos que se le hicieran), y fueron las autoridades militares y las autoridades políticas del Ministerio de Defensa quienes se negaron a conceder esa instancia.

La jurisdicción de los derechos que distinguen a una profesión, no es exterior a los deberes que la definen. Pero además, podría considerarse que una elección es tanto más decidida cuanto mayores pérdidas involucre. Y entre ellas, la elección de ser militar. Ahora está perdiendo hasta los beneficios secundarios que, en otra época, permitían que un hijo de familia numerosa soñara con resolver sus problemas económicos o al menos emigrar de su pueblo natal. Hubo tiempos en que los jóvenes que salían uniformados de sus cursos, todavía podían imaginar duelos con espadas más susceptibles que señoritas de sesenta. Por cierto, pero fueron otros tiempos que aquellos tiempos, también hubo otras espadas, pudores más viriles y empresas más dignas de aquellos celos.

Tomemos un término de comparación: quien elige ser sacerdote, sabe que elige excluir de su existencia, no tan sólo el pecado, sino también sacramentos como el matrimonio. Del mismo modo, quien elige defender la patria se encuentra expresamente inhibido por el código de justicia militar de faltar a su palabra de honor (si es un Señor Oficial), de automutilarse, o de practicar la pederastía, sin necesidad de que estos procederes estén o no considerados por el Código Penal. Estas y muchas otras restricciones, y leyendo los códigos puede advertirse que son más de las que uno se imagina, no impiden a nadie dejar de cumplirlas, pero vuelven responsables a cualquiera que haya elegido seguirlas. Así, las restricciones hacen de la condición militar una condición eminentemente ética, y en aquellas restricciones reside su honor.

Está claro, entonces, que el honor del que hablamos no es el que concierne a la axiología de alguna subjetividad, sino la nota que define más expresamente la condición militar. Esta insistencia tampoco es de otro tiempo: el 19 de mayo de 1983, un decreto (1180) firmado nada menos que por Bignone y Martínez Vivot, afirma: "El honor es la riqueza más grande que puede poseer un militar, mantenerlo sin mancha y sin tacha es el deber más sagrado de todo miembro de las Fuerzas Armadas". Consecuentemente, el mismo decreto aclara que ese deber está por encima de la vida (se entiende que incluye la propia), y establece que "...se podrá ordenar la iniciación o prosecución de las

actuaciones sin aguardar el pronunciamiento previo de la jurisdicción militar o disciplinaria. Similar procedimiento se podrá aplicar cuando se tratara de delitos o faltas ajenas a la jurisdicción militar".

Según este Decreto (que reglamenta los Tribunales de Honor en el ámbito castrense), todo miembro de las Fuerzas Armadas tiene la obligación de hacer saber a la superioridad que existe "un rumor o versión que afecta el prestigio o el honor de un camarada". O los cama-radas son sordos a los rumores, o se puede concluir que salvo excepciones, y es el caso decirlo: muy honrosas, los miembros de las fuerzas armadas han faltado a su código de honor y no han procedido como militares.

Nuestra última afirmación identifica la condición militar al honor, tal como lo quieren las tradiciones en las que se reclaman los mismos militares. En esta perspectiva se podría alcanzar una conclusión inesperada: aceptada aquella identificación, si se constata que hay, no ya faltas al honor, cosa de siempre, sino total desconsideración de las mismas por las instituciones castrenses, es posible concluir que se ha perdido la condición militar, es decir, que no hay miilitares.

Repitamos la noticia para los no enterados: en nuestro país, salvo las mencionadas excepciones y algunas personas de visita, no hay militares, no hay militares del país. Pero entonces, ¿qué son lo que la engañada gente llama "militares", esos de uniforme que no son maestros, ni ordenanzas, ni azafatas ni carteros? ¿Qué son en nuestro país los militares?

Exabrupto político

¿Qué son en nuestro país los militares? Conocemos las respuestas de historiadores y sociólogos, las que se remontan a la gesta sanmartiniana o a las invasiones inglesas; también las que incluyen en la tradición del ejército las masacres de los "bárbaros del interior". Seguramente ambas dicen verdad, pero atenernos a ellas sería disimular lo que nos importa.

La pregunta que formulo parece una pregunta porque está escrita, pero para comenzar a disponer de lo que sería un principio de respuesta, habría que convertir a la pregunta escrita en una pregunta verdadera, es decir, una pregunta que quiere una respuesta. De ningún modo se trata de lograr alguna forma de reconciliación entre militares y civiles. Tampoco de volver a conformarse con la

aspiración abstracta de un acatamiento de los primeros al orden constitucional. Por supuesto que nuestra historia política justifica imperiosamente la necesidad de esta exigencia mínima, pero no siempre se advierte que si es tan sólo esa exigencia la que domina las relaciones del orden constitucional con los militares, se les está reconociendo un rango de excepcionalidad que es urgente negarles. Si alguna vez queremos que los militares tengan una conducción política, es necesario contar con una respuesta política a la cuestión militar.

Primer punto pues: ¿queremos que haya militares argentinos? ¿Queremos los argentinos tener militares? Lo que sigue se dirige a quienes no pueden o no quieren responder negativamente. Ahora bien, si se ha dicho que sí, ¿cuáles? Nuevamente no se trata aquí de formular algún deseo, sino de hacer la práctica política de esta pregunta. ¿Qué significa esto? Lo imaginaremos (me explicaré sobre esta palabra) a propósito de nuestro pasado tan reciente y pasado.

Las elecciones que culminaron con el establecimiento de un gobierno democrático, no fueron alcanzadas tan sólo por la movilización —valerosa pero restringida— de los sectores populares; un largo y complejo proceso se resolvió en la crisis desencadenada a partir de la derrota bélica en Las Malvinas.

No hay militar, cualquiera sea su ideología, que crea poder explicar esa derrota tan sólo por la superioridad estratégica y material del enemigo; ni siquiera lo hicieron los militares ingleses, quienes concedieron haber usufructuado de las desinteligencias e ineficacia del mando argentino. Allí había razones militares para plantear una reforma de una envergadura no menos aguda que la crisis. Seguramente se habrían encontrado resistencias, pero debilitadas, grandes sectores la habrían apoyado (ahora lamentablemente lo sabemos), y no habrían sido pocos los oficiales que hubieran participado y hasta decidido protagonizar la iniciativa.

A nuestro juicio, fue ésa una de las contadísimas oportunidades que un país tiene en su historia de hacer en serio la pregunta de la que habíamos partido. Y se ha perdido. Se trata de no disimular que se ha perdido, pero también se trata de destacar que esas oportunidades existen.

No se puede intentar en dos líneas una explicación, pero quiero subrayar un elemento decisivo. Alfonsín ganó las elecciones del 83, porque indudablemente supo decir lo que una mayoría anhelaba. En lugar principal: la vigencia de las libertades constitucionales y el

restablecimiento del orden jurídico . Y no se ha hecho poco en ese sentido. Sin embargo, con una ceguera política que no se explica por el sufrimiento pasado, se confundió una generalizada y genuina vocación pacífica con las banderas del pacifismo. De este modo, la condena al terrorismo de estado se disolvió en el rechazo indiscriminado e inespecífico de cualquier hecho de violencia3. No hubo en aquel momento ninguna propuesta política seria de una reforma militar. No digo sólo que el gobierno no practicó alguna, digo también que nadie que tuviera una responsabilidad política la pidió.

El presidente decidió ejercer efectivamente el cargo de comandante en jefe de las tres armas. Esto puede hacerlo un hombre pacífico, hasta podría plantearse que es una condición necesaria. Pero un pacifista no puede tener una política militar. Como no la hubo, se apeló a la baja de unos 35 generales y, como toda estrategia, se confió en las virtudes de una "nueva educación", desde Borras hasta, en el otro extremo del abanico político, Osvaldo Bayer4.

Decir ahora que en aquel momento era posible una reforma militar, parece excesivo. Sin embargo, no se necesitaba demasiado: la voluntad política de hacerlo (que no es voluntarismo), y muy especialmente, una conducción política de las fuerzas armadas5. Tal vez entonces, la condena al terrorismo de estado y especialmente la determinación por vía jurídica de las responsabilidades por los delitos cometidos se habría podido encontrar, no sé con qué fuerzas armadas, pero seguro que no con las mismas. Pero así sugiero, no tan sólo que la lógica de la política no está reñida con la ética, sino que la ética puede tener su política.

Era posible

¿Por qué he nombrado a Alfonsín —aunque podría dar otros nombres—, si la crítica se

3 "Desmalvinizar" tuvo efectos nefastos en la política de defensa que se disimularon durante un tiempo por las repercusiones favorables [sic] en las relaciones interna cionales que, hay que reconocerlo, no se redujeron al rédito obtenido en los festivales cinematográficos.

4 Bayer, O.: "El que nace barrigón es al ñudo que lo fajen", en Fin de siglo, agost, 1987.

5 Hasta ahora, de las que conozco, la mejor propuesta de una reforma de la política militar fue hecha por militares. Cfr. "La reforma militar" del Instituto de Estudios Geopolíticos, en Cruz del Sur, año 3, nº 7, dirigida por A.B. Rattenbach. En ese mismo número, ver también: "El sis tema interamericano de defensa como paradigma de la seguridad nacional", de H.P. Ballester, J.L. García, C.M. Gazcón y A.B. Rattenbach.

dirige a la posición de tantos, y especialmente a la de tantos de los llamados "intelectuales". Es sabido que en política no se trata de esperar a tener poder para hacer algo, sino de hacer algo para tenerlo. Y hubo un tiempo en que Alfonsín supo hacer eso, en el 83, pero también antes, en la lucha dentro de su partido. Eso se llama inventar (verdadero nombre de lo que antes llamé imaginación).

¿No hay allí una lección para los intelectuales argentinos que, decepcionados, buscan modelos para asesor a los asesores del presidente , o se conforman con apenas desear hacerlo? Pero hay aquí demasiados equívocos. Digamos primero que la palabra "invención" no amplía el léxico político; ciertamente, la política en serio nunca estuvo hecha de otra cosa. Y en segundo lugar, ¿por qué llamar "intelectual" a la desesperanza que anima a ligeros revisadores de bibliografías? Quien escribe sabe que "lo que piensa" no es anterior ni exterior a la escritura, y sabe que ella inventa. El intelectual que apuesta a la escritura en el ensayo, es una figura política desaparecida, pero digámoslo nuevamente, ¡quién sabe!

Horacio González6 escribe, y allí encuentro una crítica que se anticipa a lo que aquí enuncio. "La argumentación política argentina —afirma— ha encontrado su forma clásica, el esquema descarnado en el cual se resumen todas sus manifestaciones superficiales o intermedias. Asistimos ahora a una traslúcida polaridad que opone a quienes esgrimen una razón de estado a quienes han elegido una razón de inviolabilidad de la intimidad ética". Indica el deslizamiento en el discurso oficial de la verdad como transparencia (la que no necesita explicación) a la verdad como necesidad de estado (sobre la que hay que decir: "no me gusta"). Según el autor, el discurso opositor ocupa el espacio ético que el "no me gusta" de Alfonsín diseña y hasta reclama que se ocupe, es pues la parte demorada e inexpresable de la conciencia que el otro precisó abandonar.

Según esto, la forma clásica de la argumentación política argentina sería la de una especie de neosartrismo ignorado de sí mismo. ¿O se trata de la conciencia bifronte del analista político? González cree que el presidente habría hecho lo difícil, la ley de exculpación, dejando que el círculo se cierre con otra voz que antes era suya, que dijese lo contrario: "A esta

6 Todas nuestras citas están tomadas de "¡Ah! Si yo fuera del MAS", en Unidos, año IV, nº 15. Las discrepancias que sostengo con el autor no llegan a serlo, al contrario, en lo que se refiere al papel conferido al estilo en el ensayo político.

ley no la voto ni amenazado de muerte ni con una pistola en la nuca". La voz de este diputado, agrega González, es una voz no creíble, no por falta de verosimilitud moral, pues no se trata de eso, sino porque carece de drama interior. Era fácil decirlo...".

González dice que es difícil hacer lo que "no me gusta", pero es difícil creer que lo crea. Si habla de intimidad ética y de drama interior, no le será difícil descubrir la facilidad con que alguien hace lo que no le gusta. Pero además, ¿drama interior? La ética, González, no es interior ni íntima. Y no porque lo haya dicho un diputado, sino porque, quien sea, lo ha dicho. La objeción a la Ley de Obediencia Debida es ética no porque la objeta, sino porque es un acto público. La intimidad del drama interior es sartrismo de cuarta, con el perdón de Sartre.

González pues construyó una escena en la que está el político haciendo "la difícil", y está el objetor de conciencia "que ignoraba que la política es 'jugar con fuego' ". Si ahora no discutimos ni lo que entiende por ética ni lo que entiende por política, y dejamos también en paz la conciencia, todo el ingenio se resuelve en la archifrecuentada separación entre ética y política. ¡Cuántas generaciones asistieron a esa apelación que hace de la política el arte de lo posible!

Lo más cómico es que siempre se entendió esa frase como si se tratara de adecuarse a los obstáculos de la realidad. ¿A quién no le gustaría aumentar los salarios suprimir la deuda y condenar a los culpables? Pero decirlo es fácil y hacer política es difícil. Bien, digamos que la política podrá o no estar reñida con la moral de algunos o de muchos. Pero no hablo de eso. El arte de lo posible no es acomodarse a lo ya existente, sino dar existencia a lo que se demostrará posible, es decir, inventarlo. Lo posible no es la limitación ni la impotencia. La política es una práctica que al dar existencia a una realidad virtual, demuestra (con todo el peso lógico del término) que era posible, y su eticidad reside en este poder de invención de lo posible.

Cuando se dice "no me gusta", no es que se hace lo posible, se hace una política. Pero cuando un intelectual dice: "En mi caso me gustaría apenas decir que el presidente tiene que cambiar de discurso... Discursos que teoricen el 'no me gusta' en vez de teorizar la 'incertidumbre' ", entonces González, hay que entender que al intelectual, como nos sucede a tantos, le gustaría un "no me gusta" menos discepoléano como usted dice, y un poco más teórico, más europeo o ¿cómo decirlo?, más francamente tilingo. Me gustaría, me gustaría, me gustaría que el "no me gusta" me guste.

Lo que el intelectual no entiende es que la ley de exculpación es ley, y no una opinión, un discurso o un hecho violatorio de la ley. Y que mucho antes de analizar si es una respuesta eficaz o no a una situación política, se trata de comprender que ha decidido sobre nuestra

historia, hacia adelante y hacia atrás, conmoviendo los lazos simbólicos de una sociedad hasta el extremo de un compromiso incalculable que, lamentablemente no lo dudo, retornará como fantasma ante las conciencias espantadas.

La Ley de obediencia debida no es "reserva textual"

Luis Gusmán

En este artículo se parte de la siguiente afirmación: la Ley de Obediencia Debida, en su letra de ley, no es reserva textual1. Después de semejante afirmación se pasará a demostrar, por vía de la argumentación, los efectos que se pueden leer en el campo de la ficción y en el campo de la política de la cultura. Que no es reserva textual, quiere decir que es un punto de pura denotación jurídica; que sanciona —y la sanción de derecho no admite múltiples interpretaciones jurídicas— a partir del principio límite, que es el de la obediencia debida como eximente de culpabilidad. Esto es, que se diferencia de otros acontecimientos que han servido como estofa de invención o como material de análisis, sobre todo en aquello que la literatura se ha dado a ficcionalizar (secuestros, torturas, desapariciones, exilio). La letra de la ley, en su funcionamiento y establecimiento jurídico de hecho, por estar en el código, no es materia de olvido, y produce efectos de discurso que se pueden situar al menos en dos puntos que aparecen como constantes: 1) el pasaje y el deslizamiento entre ficción y política, 2) el análisis del discurso en lugar del discurso político. Al ser traducido en poder del discurso, se puede verificar cómo el análisis político ha cedido su argumentación, su especificidad, a las ciencias llamadas sociales, transformándose en puro aparato tecnocrático, neutralizando con ello las consecuencias de su acción política. Produciéndose un fenómeno mimético por entrar esos

1 El término "reserva", en su procedencia ecológica, nos parece que mide con exactitud un campo que articula lo que se ha dado en llamar política de la cultura y lo que se podría denominar con cierta extensión "teoría del discurso". Una cita extraída del apartado "La crisis en los discursos" muestra en su cita la riqueza del término. Riqueza en términos de capital que se reproduce. Haciendo referencia a los sucesos de Semana Santa, O. Landi escribe: "¿Qué cambió cualitativamente en la configuración política del país? Por lo pronto, podemos ir conjeturando que produjo un profundo impacto en la ecología cultural y discursiva generada desde 1982", en Landi O. "La crisis de abril" Unidos, Bs. As., nº 15, agosto de 1987.

discursos a funcionar entre ellos de manera equivalente.

Ficción política, política de la ficción

Si se usa la figura casi del quiasmo como subtítulo será justamente para disolverla como figura, y para ubicar en ese lugar la argumentación que esa misma figura cumple como función puramente retórica, como fenómeno de un estilo metonímico que escamotea sus implicancias políticas. Por lo tanto, no se podrá reducir la Ley de Obediencia Debida ni sus consecuencias políticas a una polarización o enfrentamieno de discursos.

Vamos a partir primeramente del tratamiento que la ficción le otorga a la política, y específicamente en relación a la Ley de Obediencia Debida. Defendiendo nuestra afirmación, no hay reserva textual, y nos remitiremos por el momento a la participación de los escritores que se ha reducido a 1) reportajes, 2) encuestas, 3) notas periodísticas.

En un reportaje a Dalmiro Sáenz, aparecido en la revista Fin de siglo, se encuentra un componente decisivo que va a definir distintas posiciones de las enunciaciones discursivas. Esto es, la seducción, como categoría post-moderna de análisis, y la relación directa que se establece entre esa categoría y el poder de seducción otorgado al discurso. La estética como fenómeno aparece en los campos más diversos como un efecto de mimesis estilística. No se trata de descalificar este tipo de análisis u opiniones, sino de situar la función que cumplen en relación a un hecho como la Ley de Obediencia Debida.

Tomaremos la primera frase del mismo reportaje, que resume paradigmáticamente esta categoría en el discurso político bajo el título de "'Sembrar la semilla de la subversión": "En cuanto al advenimiento de un golpe, no sé si no es un

poblema más estético que ético"2. El otro punto que no es ajeno a los devaneos que produce la estética post-moderna es en relación a neutralizar el poder político del discurso político: "En la Argentina la seducción es un arma fundamental. La usa Alfonsín, la usaron todos los caudillos naturales. El conflicto de Semana Santa fue un típico ejemplo de seducción. Los tipos eran lindos, valientes, se vistieron de Malvinas, se pintaron los rostros, sacaron la cara por todos los demás, se enamoraron de sí mismos... Todo esto sin una gota de inteligencia, con seducción, con sabiduría, con instinto. Con la sabiduría de las especies en extinción".

Las declaraciones del autor, que siempre han asombrado por su matiz escandaloso, no son, sin embargo, singulares. Las encontramos en otros campos más caracterizados políticamente. Seducción que denuncia y que cae víctima de su propia denuncia, seducida por los argumentos que le otorga al discurso de Alfonsín: un poder de seducción tal que llega a alcanzar hasta el mismo Presidente. La seducción y el discurso se "independizan" de quienes lo pronuncian, comienzan a funcionar como personajes, entes, categorías, lugares de la enunciación que al desengancharse del enunciado restan la responsabilidad política de quienes los enuncian: "Aunque esta ley no tiene antecedentes en el mundo, en tanto legitima el asesinato y la tortura y ha escamoteado a la justicia a innumerables autores de crímenes atroces y aberrantes, el presidente Alfonsín, atrapado quizás por la seducción de su propio discurso, no tuvo inconvenientes en decir el 29 de junio, en Tandil, que 'la Argentina está a la cabeza del mundo en el respeto de los derechos humanos, desde que hemos consagrado la misma pena para el torturador que la que tenía el homicida' ".3

Ya sea soportando esta seducción, padeciéndola o ejerciéndola, la inflación de un discurso retórico impregna las declaraciones y los análisis de los escritores en dos polos discursivos dispuestos en: 1) análisis de las figuras; 2) instrumentación de las figuras de descripción caracterológica que unen lo psicológico a lo retórico y ocupan el lugar de un lenguaje pséudopolítico.4

2 Sáenz D. "Sembrar la semilla de la subversión" en Fin de siglo, nº 1, Bs. As., julio 1987.

3 Paz C. "La otra cara de la obediencia debida" en Crear, nº 21, Bs. As., agosto/septiembre 1987.

4 En relación a este punto, confrontar la crítica que H. González hace del uso caracterológico) que utiliza O. Soriano. Mostrando el deslizamiento entre ficción y política señala concretamente cómo el escritor describe la figura del Presi dente: "Rostro de boxeador vapuleado que busca aire en el rincón". H. González encuentra una analogía entre esa descripción y los personajes de Cuarteles de invierno. Unidos, n° 15, en González H. "¡Ah! si yo fuera del MAS", Bs. As., agosto de 1987.

Vemos cómo la distancia entre la ficción y la política se acorta. Nos encontramos con quien mediante los puntos suspensivos nos otorga la posibilidad de la polémica. Es D. Viñas, quien en el reportaje: "La literatura como una traición"5 muestra cómo este deslizamiento se hace posible por vía del recurso analógico. También allí, y más allá de las consideraciones literarias con las que se podría acordar o no, se puede leer la operación discursiva de este deslizamiento bajo el tópico de la relación entre el intelectual y la política. Ante la pregunta conclusiva: "Las referencias a lo que ocurre en la sociedad resultan obvias", D. Viñas responde: "Desde ya. Yo diría que en la literatura también se reproducen mediatamente el punto final y la obediencia debida. Si tengo un lector que acata mi texto cerrado —donde le propongo la sumisión, la humillación... —eso es la obediencia debida. Es un acatamiento. O un punto final, otra forma de esa metáfora que es la obra cerrada. Punto final. ¿Cómo 'punto final'? Puntos suspensivos para que el otro me replique. El punto final es una metáfora que va más allá del hecho literario. Es un emblema que tilda esta sociedad. 'Pongamos punto final en la política frente a los militares, frente a esto y lo otro y además en la crítica y la literatura' " y en otro fragmento del mismo reportaje: "Felices Pascuas. Ese es un texto de cierre, un punto final. Otra versión del famoso 'De casa al trabajo y del trabajo a casa'... Dejame hacer mi propio itinerario, viejo. Pero no: 'Felices Pascuas' y otras vez todo el mundo a casa. Punto final. Una propuesta posible para una práctica crítica y una producción literaria; por de pronto que la gente no rece. Que no dé órdenes tampoco. Y que no se desmovilice. La literatura tiene que ser la revolución permanente, viejo, de lo contrario no es literatura".

Más allá del reino de cada subjetividad, vemos en el tópico que cierra la respuesta cómo las relaciones entre política y literatura resultan ineficaces para dar cuenta, vía un análisis analógico, de las consecuencias políticas de la Ley de Obediencia Debida.

La Ley de Obediencia Debida parece resistirse como reserva textual, y pasa de la crítica literaria a la clasificación retórica. En todo funciona como reserva retórica, y ya que, como referente real que es, no da lugar a una ficcionalización, se la quiere homologar a una serie de producciones verbales en "una retórica perversa" que, vía la exhortación, la declamación, ofrecen lugar a un

5 Viñas D. en "La literatura como una traición" Reportaje a cargo de G. Saavedra. La Razón, Bs. As., 21 de junio de 1987.

discurso intimista.6 En una encuesta aparecida en la revista Fin de siglo, bajo el título: 'Visiones desde la cultura", y ante la pregunta: "¿Qué está en juego para la vida cultural argentina frente a la posibilidad de un golpe de Estado?', D. Viñas responde: "1. Una retórica perversa es lo que quizás defina el espacio cultural de la dictadura argentina entre 1976 y el '83, y va de suyo que esa eventual caracterización daría cuenta, en forma mediata y matizada, de los diversos momentos autoritarios que ha padecido nuestro país, por lo menos desde el golpe de Uriburu en 1930 hasta el de Onganía en el '66. Correlativamente, presumo, se podría esbozar una tipología con las más diversas figuras de esa retórica: desde la delación a la tortura pasando por la obsecuencia, el anónimo, la intimidación y las órdenes; en lugar de la metáfora tradicional correspondería describir y evaluar la censura, el eufemismo, la complicidad y las opiniones unánimes; así como un reemplazo de la sutil ambigüedad del oxímoron, ostracismo, excomunión y el exilio. Y listas negras, ortodoxia, calumnia y sospechas más o menos obscenas en lugar de la elipsis o la metonimia".1

El encabalgamiento entre ficción y política permite que la literatura funcione como shifter entre política e historia. Se produce ese desplazamiento para que la literatura funcione como reserva en relación al olvido. Una nueva figura, tan concreta como la sociedad, comienza a tomar el matiz de lo abstracto. La literatura ocupa el lugar de una memoria que no hace más que escamotear una posición política que no puede sostenerse desde el mismo discurso político. Porque la Ley de Obediencia Debida afecta ese discurso a posiciones asumidas políticamente. Por lo tanto, el discurso político se encuentra contaminado de términos que le otorgan una categoría psicológica a lo que es del orden de lo político. El pasado como "traumático" amenaza con retornar: "Que el pasado como trauma sigue bien presente —coagulado y presto a resurgir— ha quedado evidenciado de un modo brutal en el drama escenificado por esos 'carapintadas' poniendo en acto el espectro del 'chupadero' frente a una ciudadanía que vivaba a la democracia.

6 Viñas D. en "Alfonsín, recapitulación, insidias y pronósti cos". Vemos cómo el autor establece una analogía entre los hechos de Semana Santa, la Ley de Obediencia Debida, y la muerte del poeta H. Constantini, mediante un diálogo intimista con el Presidente en un estilo, también del mismo tenor: "¿Que los militares son de piedra, Alfonsín?" De lejos y con pistola al cinto; pero mirándolos de más cerca, a los ojos, Alfonsín ¿no son de piedra pómez?" Fin de siglo, nº 1, Bs. As., julio 1987.

7 Encuesta realizada por G. Saavedra bajo el título "Visiones desde la cultura" en Fin de siglo nº 1, Bs. As., julio de 1987.

Está claro que esa escisión está en la sociedad y que no puede hacerse al gobierno responsable de su existencia; también, que como dato de la realidad de esta transición no puede estar ausente del tratamiento de la cuestión militar".8

El pasado traumático parece retornar en diversos artículos bajo la figura del olvido. En un artículo de B. Sarlo: "Los militares y la Historia. Contra los perros del olvido".9 El aparato represivo se demostraría ahora impotente —por la resistencia que la literatura ahora le ofrece, porque habría "que construir un aparato de leer que pueda borrar los restos de miedo y la esperanza irrisoria". ¿Por qué la literatura aparece ahora como resistencia, cuando la lucha se plantea en otro frente? Sólo porque la literatura es la criada de turno que puede otorgar consistencia a un discurso que, al no poder sostener su discurso político, se desplaza hacia el lugar de lo literario. No es que la literatura históricamente no pueda aparecer como resistencia, sino que justamente los textos citados en referencia a la posibilidad de borramiento y de olvido ("para lograrlo, habría que suprimir buena parte de la literatura argentina de estos últimos diez años") hacen de la Ley de Obediencia Debida en vigencia un hecho del pasado.

Veremos ahora de qué manera actúa esa reserva literaria: "Leyes podrán amnistiar a quienes echaban abajo las puertas; pactos de olvido podrán ser suscriptos.; otros podrán contar la historia según líneas de interpretación impuestas por la fuerza... Los textos existen. No me refiero solamente a discursos fuertemente referenciales, como el informe de la CONADEP y la actas de los juicios". ¿Por qué en este momento en que lo que está en juego es la Ley de Obediencia Debida, ligada de manera directa a las actas de los juicios y al informe de la CONADEP, se produce un cambio de referente? Parece que es necesario desplazar el eje de lo judicial a lo literario: "Hay novelas, poemas, testimonios que van desde la extrema representación realista hasta las transformaciones más distanciadas. Son obstáculos puestos ante la invitación, la posibilidad o la imposición del olvido; se obstinan frente a la hipocresía de una reconciliación amnésica que quiere hacer callar lo que, de todas formas, se sabe". A esta altura el destinatario del mensaje se ha vuelto tan difuso que se podría preguntar ingenuamente: ¿quién lo sabe?, y desde qué lugar, o quién es el responsable de un pacto de olvido,

8 Vezzetti H. "La democracia posible" en Punto de vista, nº 30, Bs. As., julio/octubre de 1987.

9 Sarlo B. "Los militares y la historia. Contra los perros del olvido" en Punto de vista nº 30, Bs. As., julio/octubre de 1987.

cuando no existe nada más actuante que una ley vigente.

Es entonces, de manera tan singular, como la literatura se convierte en reserva textual actuante cuando la situación política obliga a cambiar de discursos: "¿Qué hacer con estos textos: encerrarlos, esconderlos, quemarlos? Hablan sin detenerse, construyen y reconstruyen lo que, desde otros lugares de la sociedad argentina, se pretende cegar: para lograrlo habría que suprimir buena parte, de la literatura argentina de estos últimos diez años. Y sería una empresa inútil o una impensable operación que destruyera por completo lo que ya es materia de la memoria. Si el discurso oficial, bajo el reclamo militar, establece la reunificación por el olvido, otros discursos son portadores del pasado". No se puede en la cita desconocer la función actuante de los verbos que definen el poder de los textos ("construyen, reconstruyen"), pero no se puede homologar una decisión política con sus implicancias y efectos jurídicos a la ambigüedad de un discurso oficial. Se trata en realidad de que se acude a esos textos para situarlos en el lugar de una decisión política con la cual es difícil de acordar.10 Y la figura social de la subjetividad escindida homogeniza un discurso oficial más allá de cualquier subjetividad. Esta instrumentación de la literatura en relación a un discurso político es una operación que se repite desde otros lugares. Términos como 'historia", "pasado" y "sociedad" serán los tópicos en juego cuando se entre en el análisis del discurso como análisis político.

La función política del análisis del discurso

La predominancia del análisis del discurso parece instalarse en un lugar ya conocido cuando se habla de política, el debate perpetuo entre discurso y acción o entre discurso/realidad.

El campo político se transforma en corpus político, y los trabajos de E. Verón son paradigmáticos respecto a este tipo de análisis. Justamente en su apartado: "El cuerpo político"11 la

10 Sarlo B. Respuesta a la encuesta realizada por G. Saavedra bajo el título "Visiones desde la cultura" en Fin de Siglo, nº1, Bs. As., julio de 1987. Vemos aquí cómo la autora se expide de manera crítica y sin ambigüedad respecto a la Ley de Obediencia Debida, cuando no hace equivaler literatu ra y política: "La ley que se acaba de aprobar no sólo disuelve todos los lazos de responsabilidad, sino que también comete el escándalo jurídico y moral de excluir a la tortura y al asesina to como delitos punibles".

11 El cuerpo político: "La principal limitación del esquema que acabo de presentar reside en el hecho de que trata el dis curso político, como si éste fuera sólo un fenómeno de lengua je, un ente de palabra." Verón E. "La palabra adversativa. Observaciones sobre la enunciación política" en: Verón E., Landi O. y otros: El discurso político, lenguaje y acontecimien tos, Bs. As., Hachette, marzo de 1987.

remisión a una especificidad no alcanza a cubrir bajo el matiz de la cientificidad los efectos que se desprenden del hecho de que sea el análisis del discurso el principal instrumento que impera en el análisis político, lo cual indica un déficit y una homogenización en este análisis llevado a cabo por los intelectuales de la política, y que conoce otras versiones: los intelectuales y la política, los intelectuales y la sociedad, donde por la conjunción y la sumatoria se configura una bolsa donde el eclecticismo siempre encuentra algo cada vez que mete la mano.

Lo que aquí se afirma es que la cientificidad del discurso político es una política. Una especificidad que intenta sustituir a una teoría política: el marxismo. Una constante que se podría verificar en la bibliografía, utilizada por este "cuerpo político". Una renovación técnica del discurso que va desde el post-modernismo, hasta Ducrot y Récanati. Y la única referencia a Marx aparece vía Lyotard: "A partir de Marx y Freud", en una extensísima bibliografía de un libro que se titula: El discurso político. Lenguajes y acontecimientos.

Horacio González12 señala este punto, y aparece como excepción cuando al analizar el discurso de Alfonsín desmonta la perífrasis "socialismo científico" por "marxismo": "Es obvio que mencionar al marxismo, supone un debate teórico muy específico que el Presidente no tiene por qué abordar. Pero cuando el Presidente quiere acusar a todas esas doctrina de 'reduccionistas y deterministas' no debe ignorar primero que en el marxismo existe esa polémica resuelta de modos muy diversos (basta recordar la obra de Gramsci, del estructuralismo marxista francés o de la Escuela de Francfort, en sus representantes actuales o pasados)". Sucede que esa perífrasis a la que se hace mención ("socialismo científico") viene desde otro campo, (los "ghost writers" del Presidente, a los que el mismo González hace referencia en otro artículo), si no habría que pensar que el Presidente debería conocer flaubertianamente los debates entre la Escuela de Francfort y el estructuralismo marxista francés. Es obvio que hay un desplazamiento de fuerzas del cuerpo político como discurso científico en relación al campo político. De tal manera funciona la referencia a un discurso supuestamente compartido ( la Escuela de Francfort, el estructuralismo) que se le podría criticar al Presidente no conocer; pero sí en cambio se le podría disculpar no abordar un debate teórico y específico sobre el marxismo.

En el mismo artículo, González, sitúa con acierto una nueva variante: la política que se

12 González H., "El discurso presidencial y la crisis argentina", en Cuadernos de la comuna, nº 1, Puerto General San Martin (Santa Fe), junio de 1987.

torna un asunto de profesionales: "Es cierto que esto ha dado lugar a deformaciones, tanto del lado de los profesionales de las ciencias sociales, como del lado de los profesionales de la actividad política".

Este es el espectro en que parece dividirse el campo político argentino. Esta dicotomía que se reconoce en diferentes lugares bajo el nombre de: "dos discursos", "teoría de los dos demonios", "democracia/teoría del conocimiento". Esta brecha entre profesionales de las ciencias sociales y profesionales de la actividad política delimita claramente, como lo establecen sus términos, una relación entre ciencia y actividad, que recuerda, sólo que de otra manera, la brecha entre teoría y práctica. Sin embargo, esta dicotomía va a encontrar su fractura en un lugar muy particular que es: el de la enunciación política. Porque en ese lugar confluye, de manera diferente, el sujeto. Por lo tanto, según se lo ubique en relación a esa enunciación, se definirá al sujeto político, ya que se deslindarán dos posiciones aparentemente opuestas: un sujeto como pura marca discursiva, abstracta; o un sujeto concreto, histórico. Es en ese punto que los semiólogos de la política encontrarán una diferencia efímera para reunirse nuevamente en un discurso homogéneo en nombre del paradigma de la cientificidad.

Veremos cómo la semiología del discurso político se desplaza lentamente de un lugar más semiológico hacia una teoría de la argumentación como análisis del discurso político. Un nuevo tópico surge entonces: una realidad discursiva, que pareciera ser para los distintos autores producto de múltiples y diferentes factores. Por lo tanto, el campo del análisis del discurso político se va a disponer de la siguiente manera: enunciación política, semiosis discursiva, producción de sentido, porque son éstos los lugares por los que ciencia y actividad, práctica y teoría, sociedad y sujeto van a ser articulados.

En el artículo de L. Aseff, "Predominancia del discurso. (Una crítica.)"13 encontramos una de esas versiones: "los hechos conocidos transformaron la sociedad haciendo que sus intelectuales escaldados por tanta acción y por tanto sufrimiento dirigieran como tantas otras veces su mirada hacia otros lenguajes".

La autora define esta inflación del análisis del discurso como una nueva hermenéutica dogmática que sería una obturación para las posibilidades del sujeto social. El discurso oficial, el oficialismo de un discurso, obligaría a una modernización del conjunto discursivo como medio de superar la crisis. Modernización que el gobier-

13 Aseff L. "Predominancia del discurso. Una crítica", en Cuadernos de la comuna (op. cit.), n° 2, julio de 1987.

no ejerce como consigna en otros planos. Ante un pensamiento político global la autora advierte que una fragmentación del discurso haría perder la globalidad del conjunto. En una cita de Julia Kristeva, que transcribe, la autora resume los puntos que aquí se han querido señalar: sujeto social, práctica política, definidos como crítica a la preeminencia discursiva; sin embargo, los hace equivaler bajo el paradigma de la cientificidad: "En un movimiento decisivo de autoanálisis, el discurso (científico) vuelve en la actualidad a los lenguajes para extraer sus (y de él) sus modelos. Dicho de otro modo, ya que la práctica social, es decir, la economía, las costumbres, el arte, es considerada como un sistema significativo 'estructurado como un lenguaje', toda práctica puede ser estudiada científicamente en tanto que modelo secundario con relación a la lengua natural, modelada sobre esa lengua y modelándola. Es justamente en ese lugar donde se articula la semiótica, o más bien se la busca".La autora concluye que estos efectos discursivos producen un desajuste entre lengua y práctica, y que en estos dos registros a dilucidar ge presenta la crisis del conocimiento: fragmentación del saber y preeminencia del análisis de lo discursivo. A los intelectuales se les abre un debate imprescindible: "el de la articulación de los fragmentos y las parcialidades alrededor de un sentido histórico, en pos de las transformaciones que contribuyan a una organización social más justa y más racional".14 Si la autora es coherente con su lectura crítica, no se entiende cómo puede terminar coincidiendo con una cita de E. Verón que se situaría paradigmáticamente en una posición diferente: "Ya que, como manifiesta E. Veron, no hay saber ni cuerpo teórico que no favorezca determinados intereses y obstaculice otros, por lo que los miembros de una comunidad científica, institucionalizada o no, deben tener claridad sobre eso, ya que nada en el funcionamiento de una sociedad es extraño al sentido".15 Es la mirada objetiva de la comunidad científica que vuelve impoluta a la ciencia que da cuenta del funcionamiento de la sociedad. Es decir que la crítica se junta a la cita en el tópico "comunidad científica", que aquí quiere decir discurso oficial homogenizado, oficial no en cuanto discurso del gobierno sino de una comunidad cultural. Es decir, que las diferencias sujeto social, versus "una perspectiva empirista de la enunciación" formulada por E. Verón, es una diferencia "teórica", a discutir científicamente, que implica posiciones políticas claramente diferentes, pero que se encuentra reunida nuevamente

14 Op. cit., en (13) 15 Op. cit., en (13)

bajo el tópico comunidad científica. Comunidad científica es una caracterización política de la política.

Trataremos de demostrar ahora el otro punto de lo que se venía argumentando: de cómo el análisis semiológico se desplaza hacia el análisis del discurso, fundamentalmente a una teoría de la argumentación, y qué lugar político va a ocupar justamente este punto de forzamiento. Esto quiere decir, casi equivalente al de comunidad científica. La política se va a reducir a un mero enfrentamiento de adversarios discursivos, perdiendo su carácter de teoría política. En esta economía discursiva vemos surgir el contexto de una polémica como dimensión del discurso político. Estos mecanismos de la enunciación política se definen de maneras específicas: "Desde nuestro punto de vista, la enunciación corresponde a un nivel de análisis del funcionamiento discursivo. En consecuencia, expresiones como enunciación y enunciado designan 'objetos abstractos' —como diría Chomsky— integrantes del dispositivo conceptual del analista del discurso, y no entidades o procesos concretos". Por supuesto, que esta abstracción es la que le permite a E. Verón decir que la hipótesis sólo se aplica al discurso político. Se refiere a que "la enunciación política parece inseparable de la construcción de un adversario"16 y que "la cuestión del adversario significa que todo acto de enunciación política supone necesariamente que existen otros actos de enunciación, reales o posibles, opuestos al propio. En cierto modo, todo acto de enunciación política, es a la vez una réplica, y supone (o anticipa) una réplica". Es en ese nivel de abstracción que se puede aplicar el mismo "modelo científico" a los discursos de De Gaulle, Miterrand o Perón.

En el discurso político como objeto, intervienen, para E. Verón, dos instancias: por un lado los discursos; por otro, las instituciones, que serán analizadas en relación a otros discursos sociales, lo que implica lo siguiente: como "una teoría de los discursos sociales parte del supuesto de que las unidades de análisis significativas en lo que hace al discurso, deben estar asociadas a condiciones sociales de producción más o menos estables, parece lógico situarse dentro del marco de contextos institucionales fácilmente identifica-bles, y sobre todo respecto de los cuales existen desarrollos teóricos abundantes, como es el caso del sistema político de las sociedades democráticas.11 Alguien que se refiere al discurso político no puede ignorar que hay una relación entre las condiciones sociales de producción —vale la elipsis— y los medios de producción con una teoría

16 Op. cit., en (11) 17 Op. cit.,en(ll)

política. Lo cierto, entonces, es que las entidades discursivas de enunciación abstractas, no lo son tanto. Ya que las condiciones de producción "ideales" son el sistema político de las sociedades democráticas.

La argumentación refuerza la abstracción cuando la función política pasa a definirse como la disposición retórica de adversarios polarizados en "Otro positivo, Otro negativo" como instancias discursivas. Si se aplica esta metodología, se puede ir efectivamente desde Miterrand a Perón con idénticos resultados. En ese punto encontraremos el reforzamiento del tópico: democracia/cientificidad.

Ahora nos dedicaremos a demostrar el punto de fractura. Lo encontramos inmediatamente en lo que para E. Veron define ese cuerpo político como objeto abstracto, es decir, el lugar de la enunciación: "A mi juicio para evitar toda perspectiva empirista de la enunicación, como por ejemplo, la que aparece en los trabajos de Ducrot. Dice Ducrot: 'Llamaré enunciación, el acontecimiento histórico constituido por la aparición del enunciado' ". No se es menos empirista si uno reemplaza "acontecimiento histórico" por "sistema político de las sociedades democráticas".

O. Landi en su libro El discurso sobre lo posible. (La democracia y el realismo político)18 basa sus argumentaciones en una metodología semejante, sólo que preocupado por la realidad política tiene que encontrar su diferencia respecto de la homogenización que el análisis del discurso propone en tanto modelo aplicado. Por lo tanto, será en el lugar de la enunciación donde se encuentre esa fractura. Es por eso que el punto fuerte de su argumentación es esta cita de Greimas, que le permite cubrir la brecha entre sujeto de la enunciación y el enunciado. Es por eso que apela a una relación contractual que actualiza la relación sujeto (histórico, social, político) y sociedad o historia o política) "El discurso es ese frágil lugar en el que se inscriben y se leen la verdad y la falsedad, la mentira y el secreto, sus modos de veridicción resultan de la doble contribución del enunciador y del enunciatario, sus diferentes posiciones no se fijan sobre un equilibrio más o menos estable proveniente de un acuerdo implícito entre los dos actuantes de la estructura de la comunicación. Es este entendimiento tácito el que es designado con el nombre de contrato de veredicción".

Pasaremos ahora a indicar el pasaje del sujeto semiótico a la constitución del adversario como lugar retórico. O. Landi la sitúa correctamente, aunque se pueden discutir sus conclusiones: "El lenguaje quedaba así reducido a sus funciones

18 Landi O. El discurso sobre lo posible. (La democracia y el realismo político), Bs. As., Estudio Cedis, marzo de 1987.

expresivas de entidades ya constituidas, cuando no ontologizadas: la sustancia clase, nación, estado, mercado... El descubrimiento de sus efectos llevó luego a la tentación semiológica. Un discurso remitía a otro, del que derivaba o al que se le oponía... El sujeto semiótico reemplazó al natural del mercado o de las relaciones de producción".

Este sujeto que define O. Landi es un sujeto político. Sin embargo, gira en su argumentación desde la "tentación semiológica" hacia el lugar del adversario como localización retórica: "Las formaciones discursivas homogéneas con competencia argumentativa, se generan mediante una serie de operaciones de constitución discursiva del adversario, desarticulación de su discurso, capaz de definir las preguntas de la sociedad y su temario público", pero siempre privilegiando el lugar de la enunciación política.

O. Landi hace pivotear su argumentación fundamentalmente sobre el caracter performativo del acto ilocutorio, como uno de los componentes en que basa su análisis del discurso político. Para esto parte de Ducrot: "Para este autor, un acto ilocutorio contiene la pretensión de la creación de derechos y obligaciones entre los interlocutores, esto es, de operar una transformación jurídica entre ambos". Dicha premisa le permite a O. Landi concluir justamente en la posibilidad de darle al lugar de la enunciación político-discursivo una definición que se acerque más a un realismo político: "Para el análisis del discurso político, la dimensión contractual que un enunciado ilocutorio instaura entre los interlocutores remite a su constitución mutua, a la definición de los atributos de sus identidades, a las posicionalidades simbólicas de poder que ocupan".

En19 "La crisis de abril", al referirse a la Ley de Obediencia Debida señala con precisión cómo "las filosofías del derecho" realizaron malabarismos para otorgarle un soporte a esa misma ley. Esta "crisis en los discursos" incumbe a los intelectuales de la política por la homogeneización que le otorgan al análisis del discurso como análisis político.

Una racionalidad abominable

Analizaremos ahora esas "filosofías del dere-cho"en su tratamiento de la Ley de Obediencia Debida como "categoría jurídica". La encontramos en "Un hecho de nuestra historia"20 de A. Katz. ¿Quién podría no acordar con el encabezamiento

19 Landi O. "La crisis de abril" en Unidos nº 15, Bs. As. , agosto de 1987. En la página 13, apartado "Desde el lunes" se puede leer con c laridad la posición cr í t ica del au tor en refe rencia a la Ley de Obediencia Debida.

20 Ka tz A . "Un he cho de nue s t ra h i s t o r i a " e n La c iudad futura, nº 5, Buenos Aires, julio de 1987.

del artículo?: "El concepto de obediencia debida es construido por una serie de discursos y prácticas que definen sus límites, que intentan establecer del modo más riguroso su campo semántico y así determinar las maneras de su posible utilización. Pero las sombras de las ideas propician la astucia de los lenguajes: la obediencia debida se convierte lenta, firmemente en una categoría jurídica". Sin embargo, es necesario aclarar que la obediencia debida no es un concepto y mucho menos una categoría jurídica, es letra de ley. Porque en lo que se nos invita a seguir leyendo veremos que esa "categoría jurídica" funciona como una invitación al silencio (ya transformada en "Un hecho de nuestra historia"): "En torno de la obediencia debida no se podrán de ahora en más, producir enunciados éticos, ni morales, ni ideólogos ni de ninguna otra índole". Porque será en nombre de la sociedad en cuanto ente abstracto que ésta funcionará como causa en relación a la Ley de Obediencia Debida. Esa figura que en el artículo comienza a tomar la forma de un plural: "Detrás de ella no se esconde el rostro del Gran Ejecutor del Poder, sino que es producida por el libre juego de las voces que emergen de la polis". Por supuesto que el autor no informa sobre estas voces ni de este"exceso de jurisprudencia" que es "producto de un fenómeno que Fou-cault denunció con claridad: 'La racionalidad abominable' ". Ante este "hecho de la historia contemporánea", toda la sociedad es responsable, y ahí es donde el autor encuentra la pluralidad que está buscando: "La obediencia debida como eximente de culpabilidad es, pues, de una triste manera, la culminación de ese proceso de racionalización de lo abominable, es el modo que, justo es decirlo, la sociedad toda encuentra para reterritorializar una historia cuyos lindes con la locura le provocaban un profundo temor de sí misma".

Seguramente Katz encuentra en el término sociedad el exorcismo para una racionalidad abominable. Una teoría antropológica acerca de la extraterritorialidad, o del cuerpo extraño "bastidiano" parecen otorgarle a Katz una consistencia topológica que le permite deslindar campos y responsabilidades: "En efecto, esto no es más que un reordenamiento topológico o, digámoslo de otro modo, una retaxonomización de los territorios de lo idéntico: al separar claramente —excluyéndolos de la ciudad— a aquellos, pocos, que planificaron la represión, al redimir a los demás —a los ejecutores— se ahuyenta la peligrosa posibilidad de que el mal habite en cada uno de nosotros, se exorciza ese lado perverso que no resistiría la tentación de profanar los cuerpos indefensos".

No habiendo una marca irónica, salvo una

argumentación por el absurdo, se supone que semejante posición se erige como crítica ante esa Ley, pero al fundamentarla en una racionalidad abominable se encuentra excedida por aquello mismo que esgrime como crítica: "Ño hay que lamentarlo: la convivencia con la locura propia no es cómoda. No es fácil aceptar que algunos hombres —hijos y padres, amigos de amigos: cualquiera que es todos - se hayan convertido en máquinas cebadas, en bestias amorosas del olor a sangre". No, Katz, claro que es difícil, prefiero no hacerlo. Es verdad que cuando se trata de amores y de bestiarios, cada cual se ceba donde quiere. Usted es bastante claro al respecto: "La instauración del principio de obediencia debida no responde tanto, pues, a negociaciones secretas ni a presiones de las Fuerzas Armadas como a la necesidad, compartida por la mayor parte de la sociedad, de expulsar de sí misma la posibilidad de la locura: ser torturador es una cosa, obedecer como se debe es algo muy distinto. Es más exactamente, lo contrario: el amor a la sangre se convierte en amor al deber... Al redimir al asesino la sociedad se redime a sí misma... Lo aberrante y lo atroz están siendo domesticados. La racionalización de lo abominable es, sin duda alguna, un hecho de nuestra historia". De esto último, de que es un hecho, no hay ninguna duda, sólo cabría agregar, un hecho actuante. Evitando leer las intenciones, leyendo lo que está escrito para un lector que no es ingenuo, cabría preguntar: ¿Quién encarna lo racional abominable?

La aplicación aberrante de una categoría socio-antropológica como lo hace el autor del artículo

citado, es de una racionalidad abominable. Está demostrado que: crítica cultural, ejercicio de la política, una política de la cultura nombran un conjunto de hechos discursivos homogeneizados que permite fácilmente el pasaje y la rotación entre todos estos lugares. Ficción política, análisis del discurso, política, muestran que dicha homogeneidad es dominante como discurso oficial, más allá de cada posición política. Donde en nombre de una supuesta "especificidad", los "especialistas" ceden sus argumentaciones políticas a los referentes de su propio discurso. En este caso, referentes señala la metodología o los instrumentos utilizados para sus propios análisis. Este discurso de las ciencias sociales acerca de la política, es una política.

Este referente homogéneo es un código compartido más allá de las diferencias, ya que hay un reconocimiento común en el paradigma científico. Por eso se produce un fenómeno mimético en el registro de las argumentaciones cuyos puntos de contacto y distanciamiento han sido marcados de manera exhaustiva. Pero este mimetismo se encuentra también como fenómeno estético y estilístico. Los dichos políticos, las frases estereotipadas, los gestos teatrales, las descripciones caracterológicas conforman una jerga "política" con restos de la literatura, las ciencias sociales, la psicología o el psicoanálisis, produciendo un lenguaje inédito que entra en relación mimética con esos discursos y funciona como un aparato formalmente vacío que deja espacio a una hibridez política.