retratos espanoles bastante parecidos ernesto gimenez caballero

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Ernesto Giménez Caballero nació en Madrid rayando el siglo. Se doctoró en Filosofía y Letras, en 1919 inauguró la cátedra de español en la Universidad de Estrasburgo y ganó después la del Cardenal Cisneros en Madrid votado por Unamuno. Su primer libro Notas marruecas de un soldado (1923) le valió un proceso por incitar la formación de un haz de combatientes para salvar a España. En 1927 fundó La Gaceta Literaria, periódico de las letras promotor de la «generación del 27». Asimismo creó el primer cine-club, la «galería» del arte nuevo, exposiciones de libros, y patrocinó viajes de intelectuales. Entre sus obras destacan sus libros vanguardistas Carteles (1927), Los toros, las castañuelas y la Virgen (1927), Yo, inspector de alcantarillas (1928), introductor del surrealismo, y Julepe de menta (1928). Su Carta a un compañero de la joven España (1929) fue el manifiesto del que surgiría el nacional-sindicalismo y toda la ideología que llevaría en 1939 a una victoria nacional a través de libros como Circuito imperial (1930), La nueva catolicidad (1932), Manuel Azaña (1932), Roma madre (1939, Premio Internacional), España nuestra (1943). Escribió también La Europa de Estrasburgo (1949), Norteamérica sonríe a España (1952) y la gran obra pedagógica Lengua y literatura de la Hispanidad, así como Revelación del Paraguay, donde estuvo varios años de embajador. Es autor de notables documentales cinematográficos, entre ellos Revelación del Escorial. Sus últimas obras son: Bolívar ante un español, que se publicará en Caracas, para el Bicentenario bolivariano, y una Literatura hispanoamericana (en sus «Textos esenciales» en el Instituto de Cooperación Iberoamericana.) En 1979 publicó Memorias de un dictador.

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«Ni está el mañana —ni el ayer— escrito.»

ANTONIO MACHADO El dios Ibero

1. La colección ESPEJO DE ESPAÑA, bajo el signo de Editorial Planeta, pretende aportar su colaboración, no por modesta menos decidida, al cumplimiento de una tarea que, pese a contar con tantos precedentes ilustres, día tras día se evidencia como más urgente y necesaria: el esclarecimiento de las complejas realidades peninsulares de toda índole —humanas, históricas, políticas, sociológicas, económicas...— que nos conforman Individual y colectivamente, y, con preferencia, de aquellas de ayer que gravitan sobre hoy condicionando el mañana.

2. Esta aportación, a la que de manera muy especial invitamos a colaborar a los escritores de las diversas lenguas hispánicas, se articula inicialmente en siete series:

I los españoles II biografías y memorias

III movimientos políticos, sociales y económicos IV la historia viva V la guerra civil

VI la España de la posguerra Vil testigos del futuro

Con ellas, y con las que en lo sucesivo se crea oportuno incorporar, aspiramos a traducir en realidades el propósito que nos anima.

3. Bueno será, sin embargo, advertir —puesto que no se pretende engañar a nadie— que somos conscientes de cuantas circunstancias nos limitan. Así, por ejemplo, en su deseo de suplir una bibliografía inexistente muchas veces, que cabe confiar estudios posteriores completen y enriquezcan, ESPEJO DE ESPAÑA en algunos casos sólo podrá intentar, aquí y ahora, una aproximación —sin falseamiento, por descontado, de cuanto se explique o interprete— a los temas propuestos, pero permítasenos pensar, a fuer de posibilisias, que tal vez los logros futuros se fundamentan ya en las tentativas presentes sin solución de continuidad.

4. Al texto de los autores que en cada caso se eligen por su idoneidad manifiesta para el tratamiento 'e los temas seleccionados, la colección incorpora-

un muy abundante material g-áfico, no, obviamente, por razones estéticas, sino en función de su interés documental, y, cuando la obra lo requiere, tablas cronológicas, cuadros sinópticos y todos aqueljos elementos que pueden complementarlo eficazmente. Se trata, en definitiva, de que cada uno de los t ' tulos, en su unidad texto-imagen, responda a la voluntad de testimonio que preside las diversas series.

5 Sería ingenuo desconocer, empero, que este ESPEJO que, acogido a la definición que Stendhal aplicara a la novela, pretendemos pasear a lo largo del camino, según se proyecte a su izquierda o a su derecha recogerá, sin duda, sobre los mismos hombres, sobre los mismos hechos y sobre las mismas ideas, imágenes diversas y hasta contrapuestas. Nada más natural y deseable. La colección integra, sin que ello presuponga identificación con una u otra tendencia, obras y autores de plural ideología, consecuente con el principio de que ser liberal presupone estar siempre dispuesto a admitir que el otro puede tener razón. Aspiramos a crear un agora de libre acceso, cerrada, única excepción, para quienes frente a la dialéctica de la palabra preconicen, aunque sólo sea por escrito, la dialéctica de la pistola.

6 Y si en algunas ocasiones la estampa que ESPEJO DE ESPAÑA nos ofrezca hiere nuestra sensibilidad o conturba nuestra visión convencional, unamos nuestra voluntad de reforma a la voluntad de testimonio antes aludida y recordemos la vigencia de lo dicho por Quevedo: «Arrojar la cara importa, que el espejo no hay de qué.»

RAFAEL BORRAS BETRIU Director

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Retratos españoles (Bastante parecidos)

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Ernesto Giménez Caballero Retratos españoles (Bastante parecidos) Prólogo de Pere Gimferrer

Premio Espejo de España 1985 ex aequo con "Tragicomedia de España", de Emilio Romero

EDITORIAL PLANETA BARCELONA

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ESPEJO DE ESPAÑA Dirección: Rafael Borras Betriu Serie: Biografías y memorias

© Ernesto Giménez Caballero, 1985 Editorial Planeta, S. A., Córcega, 273-277, 08008 Barcelona (España) Edición al cuidado de María Teresa Arbó Cubierta de Hans Romberg (realización de Jordi Royo) Ilustración cubierta: fragmento de "Santiago el Grande", de Dalí, 1957

Procedencia de las ilustraciones: Alberto Viñals Gisbert, Archivo Editorial Planeta, Archivo Vendrell, Cifra, Colita, Diez Solano/Cover, EFE, Europa Press, F. Cátala Roca, Federico Arborio Mella, Filmayer, Goyenechea, Gyenes, J. J. Muñoz, Kindel, Luis Arenas, Mas, Patrick Damien/Visions, TVE y Zardoya

Maquetas de ilustración interior: Eduardo Asensio Producción: equipo técnico de Editorial Planeta Primera edición: marzo de 1985 Depósito legal: B. 7.392-1985 ISBN 84-320-5837-8 Printed in Spain/lmpreso en España Talleres Gráficos "Dúplex, S. A.", Ciudad de la Asunción, 26-D, 08030

Barcelona

Esta obra obtuvo el Premio Espejo de España 1985 ex aequo con «Tragicomedia de España», de Emilio Romero. El Premio fue concedido por el siguiente jurado: Manuel Fraga Iribarne, teniente general Diez Alegría, Ramón Garriga Alemany, José Manuel Lara Hernández y Rafael Borras Betriu.

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ÍNDICE

Retrato de un retratista 9

PRÓLOGO 11

RETABLOS

El mistérico Santiago 13 San Isidro, hoy pobre madrileño 16

MINIADOS MEDIEVALES

Alfonso, el rey sabio de las joyas 22 Maynete 25

ÓLEOS ÁUREOS

La abuela y la nieta 28 Loyola (y, al fondo, Lenin) 32

La Santa 35 Así surgió el Quijote 39

Cuando se debe matar a un rey 42 Siempre actual Quevedo 47

Segismundo y Polonia 51 Gracián, desde Paraguay 54

Sevilla (Don Juan y Murillo) 60 Poesía y burla 62

MÁRMOL NEOCLÁSICO

Jovellanos (y su mensaje a Arnesto) 66 ACUARELAS ROMÁNTICAS

Actualidad de Quintana 77 El profeta español del socialismo 79

El precursor del consenso 81 Un Kierkegaard catalán 84

Aquel embajador en EE. UU. 87 GRABADOS FIN DE SIGLO

El egabrense Valera 90 Ganivet y Granada 94

DEL 98 Ante la tumba de Unamuno 98

Maeztu (el mestizo vasco-inglés) 100 Baroja y Madrid (¿fue un nazi?) 103

Mi Azorín 107 Antonio Machado, un caballero andaluz 109

Los RAMONES

Ramón y Cajal 113 Don Ramón (Menéndez Pidal) 116 Ramón María del Valle-Inclán 119

Ramón Pérez de Ayala 121 Juan Ramón 121

Ramón (inaugurando el 900) 124

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BRONCES DEL 900

Ortega 129 Eugenio d'Ors 133

Marañón 136 Picasso 139

FOTOGRAMAS: TRES VASCOS Y DOS ANDALUCES

Bas te r ra 143 Castiella 146

Areilza 148 Un g ranad ino con pasapor t e U.S.A. 151

El ma lagueño de la Residencia 154

DIBUJOS AL CARBONCILLO: LOS DEL 27

El bibliólogo del Vanguard i smo (G. de Torre) 157 Dalí 159

Buñuel 163 Lorca 165

Alberti 168 Gera rdo Diego y los profesores 172

Un pros i s ta del 27: Bergamín 174

MURALES

Mural heroico 177 Rami ro , el Precursor 177

José Antonio, el Már t i r 183 Franco , el Victorioso 186

Mural religioso 191 Un mís t ico fracasado, Dionisio 191

Aquel cur i ta 194 POSTALES POLÍTICAS

Pr ie to (creía en Dios y Lequer ica no) 198 Azaña (le faltó u n a h en su nombre) 200

Fraga 202 Felipe González 205

VÍDEOS, HOY

Miguel Hernández 209 Cela 212

Bue ro Vallejo (un tradicionalis ta) 215 Rafael García Se r rano 218

La dis idencia (o F e r n a n d o Sánchez Dragó) 222

EPÍLOGO

Auto r r e t r a to (de carne t ) 227

índice onomástico 229

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Retrato de un retratista

No he visto nunca, cara a cara, al retratista de esta pinacoteca singular, con tonalidades de óleo noble, con novedades de cinta magnética, con carboncillo rápido y nervioso o ácidos que revelan placas impensadas en un laboratorio negro y plateado de fotografía imaginaria al minuto. Por dos veces estuve a punto, con dos de mis mejores amigos, de coincidir con él: en Barcelona, en lo antiguo de las Ramblas verdes y la calleja de piedra gris de las cercanías del Ateneo, con Juan Ramón Masoliver, el otro vivacísimo; en Madrid, bajo las campanadas de la luz de abril en el paseo del Prado, con Octavio Paz, mi­rando en la claridad de estuche traslúcido de la rotonda del Pálace unos li­bros con dedicatorias historiadas, inverosímiles, de impulso proyectado hacia lo excesivo. Elidida, la presencia se adivinaba siempre veloz, resuelta, esqui­nada, imperiosa, tal como describiera a Ernesto Giménez Caballero la «carica­tura lírica» que le dedicó Juan Ramón Jiménez en Españoles de tres mundos: «Escurridizo, tirante, ubicuo este madrileño futurero, fotografiado siempre desde sitio atrevido.»

En estocadas, en fintas, cuando no en cintarazos o en volatinerías, el re­trato del retratista está, precisamente, en los retratos que él traza de los de­más: vivos, muertos o fabulados. Una imaginación de ingeniería verbal insu­rrecta, que recuerda a veces la vitalidad de los fogonazos de otro octogenario en ebullición, el Gerardo Diego de Cometa errante, convoca aquí a la vez a la vanguardia y al esperpento de la vanguardia, descompone prismáticamente el espectro de colores de la luz solar sobre el mapa ibérico. A éstos y aquéllos vemos de cerca o de lejos, de frente o de refilón, en el ayer fundacional y mí­tico o en el ahora mismo más movedizo. Nuestra simpatía, nuestra empatia, y ni que decir tiene que nuestra ideología, pueden, aquí y allá, disentir, si­tuarse en lo antagónico respecto a sucesos o valoraciones. Pero tal cosa per­tenece a la materia del libro, no a su existencia como artefacto literario. Una inventiva constante, una capacidad ininterrumpida de delirio visionario orga­nizado y sistemático se ha puesto aquí fulgurantemente en movimiento y dis­para, una tras otra, imágenes y cláusulas verbales. No se nos pide sino ser es­pectadores del portentoso fenómeno: como en la pirotecnia que describen unas redondillas de Calderón, el «polvorista artificial» ha suscitado en estas páginas un «rayo material» y, si se tercia, no dudará en volverlo contra sí mismo. El envite está en la palabra. A todo o nada, se apuesta por la escritura en festival de cohetería libérrima. ¿Hay un libro más sorprendente?

PERE GIMFERRER

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Prólogo

Yo os ruego que estos Retratos de españoles (creo que bastante parecidos) me ayudéis a situarlos debidamente ante vuestra atención. No como un LIBRO-MUSEO. Más bien —como diría Machado— como GALERÍAS (encristaladas y sucedáneas). Y arbitrariamente epoquizadas. Cada retrato, su época. Pero a la vez, sintiéndolo de hoy, coetáneo. No olvidéis que yo por bastantes años he llevado las figuras literarias nuestras y alógenas, a la comprensión de muchas juventudes de España y América. Y que algún día mi «gran» obra Lengua y Literatura de la Hispanidad, exaltada por Menéndez Pidal, Ortega, Américo Castro, la Compañía de Jesús y pedagogos de la Institución Libre de Enseñan­za, y tomada como modelo para la pedagogía estatal por el Ministro de Edu­cación Joaquín Ruiz Giménez, formaría muchas mentes —algunas muy ilus­tres— que llevaron prendida para siempre la comprensión de lo hispánico. Ün día, cuando yo haya desaparecido, las Academias —hasta la Española— me rendirán la justicia que creo haberme ganado.

Este libro es una variante literaria de ese empeño hispanizador a través de unas cuantas figuras encaprichadas, sin rigor alguno.

Mi ilusión hubiera consistido en «Cartelizarlas» como hice ya con gran éxito en mi segundo libro —tras el de Notas marruecas de un soldado (1923), Carteles (1927), publicado por Espasa-Calpe y antes expuestos muchos de ellos en la Galería Dalmau de Barcelona junto con otra exposición de mi ya cama-rada Salvador Dalí. Colección que comprara el bibliófilo Gili y que ahora va a editar la gran revista Poesía dirigida por Gonzalo Armero.

Y todavía aun me quedaría otra aspiración: cinematizarlas, llevarlas al video, a -la cineteca individual. Pues todas las materias culturales deberían ya visualizarse y poder estudiar las carreras o profesiones, sin moverse de una estancia, de un hogar. Las Universidades se han quedado en el Medievo, hasta con peregrinaciones jacobeas para lograr escuchar a un Catedrático. ¡El Cate­drático! El hombre del birrete y la cadira o cátedra y los pobres alumnos a los pies de su tarima ¡para no enterarse de nada!

Hay que sustituir los libros de texto por los videos de texto, y que los me­jores profesores del mundo expliquen a solas su materia a cada alumno tal como Aristóteles a Alejandro o Nebrija a la Reina Isabel. Y luego los exámenes automatizarlos también. Hace muchos años que vengo iniciando esta revolu­ción pedagógica. No ir a la Universidad sino que la Universidad venga a nues­tro hogar. Pero entretanto os ofrezco estas Galerías a la antigua. Estas espa­ñolidades a punta de pluma... que ya iniciara en mi Gaceta Literaria, la cual además de fundar el primer CINECLUB en España también una GALERÍA junto a la Gran Vía (Miguel Moya, 4) desde donde se lanzó el mueble metálico, la nueva arquitectura y la artesanía nacional. (Y hasta de ese local saldría poco después, un Himno revolucionario.) Como un Espejo de España, la España ge-nuina, la espiritual, será este libro. Clásico, en el sentido de haber logrado aquella consigna inmortal de ut pictura poesis. La poesía como un cuadro. (Figuras: con sus paisajes españoles, al fondo.)

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Retablos

El mistérico Santiago

Si se admitiera concebir un antecedente fabuloso a la emblemática cristiana de Santiago en la tradición del genio de Occidente, o de libertad, en su peren­ne lucha con el de Oriente, o despótico, sólo podría admitirse el hasta ahora por nadie evidenciado que yo sepa: el de Herakles o Hércules (procedente de Melkart, como Santiago: de Palestina), pero símbolo máximo en la defensa del destino occidental, con sus hazañas milagrosas o «trabajos». Hijo de Zeus, el señor del Trueno, y, por tanto, auténtico Boanerges, Herakles o Hércules poseyó los mistéricos poderíos que luego Santiago. Como alexicacos curaba los males, como kalinkos ayudaba a las victorias, como egemonios conducía a los caminantes o peregrinos.

Si Santiago recibió su evangélico mandato de una aparición virgínea so­bre una columna o pilar cesaraugustano: Hércules erigiría —por críptica inspiración— columnas o pilares en el Estrecho hispano marroquí: Abyla y Calpe, Ceuta y Gibraltar. Llevando el «Plus Ultra» al más allá del mar tene­broso, el de La Coruña, donde levantara otro pilar, la «Torre de Hércules», que aún perdura en forma de faro, de ojo en la noche hacia el Atlántico, ha­cia la América, donde navegaría luego Santiago para pacificar indios, nuevos infieles, tras vencer a los de la Península con sus apariciones victoriosas en Clavijo, Coria, Baeza, y Oran, en África. Esa África donde Hércules ya acu­diera antes que Santiago para sostener el Atlas y proteger el Estrecho.

Además, allá en La Coruña, la «Torre de Hércules» estaba erigida sobre una tumba, la de Gerión. Y al cristianizarse aquellas zonas es donde apare­cería cercana otra tumba: la del mismísimo Santiago, bajo un campo este­lar: Compostela. Santiago, el del camino de estrellas o vía láctea que la fá­bula atribuyó en la antigüedad a la cabra Amaltea, nutridora de Zeus y de Hércules, cuya fuerza y prestancia viril harían de él un don Juan a lo divino con su símbolo: la Concha del Amor, que se convertiría en sacra Venera para los peregrinantes santiagueños, ansiosos de salvación, en busca de aquel pa­raíso que el Maestro esculpiera en el pórtico glorioso de la catedral compos-telana y que Hércules situara en esa costa atlántica de las Hespérides. Es decir, que si existe alguna continuidad arcana entre Herakles y Santiago sería esa de la defensa de Occidente. Herakles, abriendo puertas en el Mediterrá­neo con sus columnas, y en el Atlántico con su «torre» o columna, de donde procedería el nombre de Cruña o Coruña. Y Santiago encauzando las pere­grinaciones medievales de Europa hacia ese hasta entonces tenebral Finiste-rre o fin de la Tierra.

Tras la crisis que el mito de Hércules sufriera por cristianización medie­val de los cultos paganos, su renacer ya apuntó en siglos como el XIII con evocaciones en el Libro de Aleixandre (Alejandro Magno fue el Hércules his­tórico de la Helenidad). Y también se le alude en la General Estoria, de Al­fonso el Sabio, estudiado por F. Rubio Álvarez, Andanzas de Hércules por Es­paña, según la «General Estoria» de Alfonso el Sabio. Zamora Centeno en 1483, escribió sobre Los doze trabajos de Hércules. Y Pérez de Oliva se ocu­pó de su nacimiento. Así como don Enrique de Villena, de sus hazañas, se­gún comentara Margarita Morreale relacionándolo con humanistas como Co-

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luccio Salutati, que pusieron de moda la fábula heraclida. (Que a mí me ins­piraría en 1928 mi libro Hércules, jugando a los dados.)

Santiago, al llegar el barroco, había ya cumplido su vasta y divina misión de liberar a España de infieles. Primero, moros, expulsándolos de la Penínsu­la y ayudando a establecerse los hispanos en Marruecos, en la tradición «ro­mana» de aquellos emperadores que a Marruecos denominarían «Hispania Nova». Lo mismo que luego los españoles a Méjico: «Nueva España.» Por lo que de hecho Marruecos llevaría ese nombre tradicional hasta hoy. Y así propuse al delegado de Turismo en Melilla lo divulgase ampliamente. Ma­rruecos: una España fraterna de la peninsular en veinte siglos. Desde Roma. Y segundo, limpia de infieles la tierra hispana, también la nueva americana convirtiendo a los indios a la fe de Cristo, lo que aún atestiguan más de cin­cuenta ciudades y lugares con el nombre del Apóstol (Santiago de los Caba­lleros, Santiago de Chile, Santiago Tlatelolco, Santiago del Estero...).

Primero «cerró» España y luego su imperio. Y así, segura ya de invasio­nes infieles, con milicias nuevas y místicas como la de Jesús y del Carmelo, el hasta entonces «Patrón de España» debió compartir tal patronaje con una carmelita, Teresa, por incitaciones, entre otras, de un jesuíta como el padre Mariana. (Aunque con protestas como la del caballero santiaguista don Fran­cisco de Quevedo.) Surgiendo nuevas protecciones para España, como la propia del Pilar, enlazada a Santiago por la aparición milagrosa de la Virgen en Zaragoza. Acentuándose el culto mariano con otras Vírgenes, como la de Guadalupe. Cierto que el voto y ofrenda a Santiago perduraría hasta nues­tros días. Pero no su culto bélico. Porque aunque España tuviera, desde Es-topiñán, sobresaltos con Marruecos y otras zonas africanas, no se le había planteado la posibilidad de que África tornara a despertar en la historia como en tiempos ibéricos, cartagineses, árabes y turcos o piratescos. Impulsada ahora por nuevos Hannones, Abderramanes y Bayacatos, llamados «dirigentes soviéticos». De ahí mi sobresalto de poeta o visionario, que me llevó, primero a La Coruña y Compostela antes de trasladarme místicamente a Melilla, mu­sitando en el alma aquel viejo verso del Cid: «Los moros llaman Mafomat y los cristianos, Santi-Yague.» El Santiago que de nuevo habrá que rezar y cla­mar. Como me acaeció cuando en 1975 hube de viajar a Melilla para una con­ferencia, tras haber dado otra en Ceuta, con cierta alarma que no quedaría defraudada. En Ceuta habían estallado varias bombas puestas por musulma­nes y se temía lo mismo para Melilla.

Como así ocurrió, pero de forma milagrosa, milagrosa para nosotros los cristianos.

Yo estaba a primeras horas de la tarde en el hotel preparando mi diser­tación cuando hube de tirar los papeles por el aire ante una explosión terro­rífica que rompió cristales y nos sacudió. Sin embargo, el atentado había ocu­rrido lejos, en el muelle, al querer un marroquí volar los depósitos de gasoli­na con lo que hubiera perecido parte de la ciudad. Pero por impericia o mila­gro jacobeo —fue jacobeo el milagro— lo único que voló fue la cabeza del terrorista. Algo espontáneo y clamoroso lo que en un momento se organi­zó: una manifestación para vitorear al Capitán General —por cierto amigo mío— que hubo de asumir los gritos de alegría y salvación dedicados al cielo. Pues había sido un milagro. Como ya la otra vez cuando la «Manglanilla (o astucia) de Melilla» que exaltó nuestro Ruiz de Alarcón, salvada la ciudad por otra intervención milagrosa sin duda jacobea. Aunque nadie lo sospechara. (Santiago tiene varias recordaciones de imágenes y milagros en la Melilla vie­ja.) De una de ellas fuera testigo nada menos que el libertador venezolano Miranda, quien sirvió en esta plaza y se salvó y la salvó de un incontenible ataque marroquí. ¿Qué forma tomaría entonces Santiago para su intervención? ¿Y ahora en esta que yo mismo viví? Sólo pude saberlo cuando al día siguiente al regresar a la Península en un avioncito Spantax allí abajo, por el Estrecho, entre Ceuta y Melilla precisamente divisamos como un enorme y fantástico caballo blanco sobre el mar cerrando España. Pero lo que parecía desde el aire como un Pegaso o hipogrifo fabuloso no era sino un portaviones con es-

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La torre de Hércules aún perdura en forma de faro, de ojo en la noche hacia el Atlántico, hacia la América.

Descubrimiento por el obispo Teodomiro del sepulcro del apóstol Santiago hacia el año 813. Pintura del año 1129 que se conserva en la catedral de Santiago de Compostela.

Santiago encauzaba las peregrinaciones medievales de Europa hacia ese hasta entonces tenebral Finisterre o fin de la tierra.

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cuadrillas de combate cuyas blancas alas irisadas al sol sobre el azul atlántico parecían eso: la encarnación acorazada, norteamericanizada, del Herakles an­tiguo y del Sant Yago medieval puestos al día y con la misma misión de de­fensores de Occidente, como matamoros. Santiago nos había salvado el día anterior. Santiago fue el que segó la cabeza del terrorista. Yo lo expliqué a dos amigos que volaban conmigo en el Spantax y no acertaban a creerlo. Pero me santigüé constatando cómo cerraba —una vez más— España. Por lo que hoy cuando estas alarmas escribo es porque no está lejos otra intervención no sabemos en qué momento. Pues las recientes conversaciones de nuestro Ministro catalán de Defensa con el rey Hassan II no han sido tan tranquiliza­doras como para olvidar al hasta ahora invencible salvador de España y de Occidente. ¡Santiago! ¡Ciérranos! ¡Sálvanos otra vez España!

San Isidro, hoy pobre madrileño

«Cosas hay que los que nacimos en esta villa las sabemos en naciendo, sin que nadie nos las enseñe y diga» (Lope. Prólogo al Isidro).

Sí. Tiene razón mi paisano Lope: los nacidos en Madrid sabemos, en na­ciendo, cosas que nadie nos las enseñó ni dijo. Y una de las cosas más esen­ciales que supimos —Lope en su tiempo y nosotros ahora— es la trascenden­cia que para el destino de Madrid y España significa el culto y devoción de San Isidro. Desde la época de Lope —por 1622— cuando se canonizara al Santo, con fiestas madrileñas imborrables. ¿Sabéis, madrileños y españoles, lo que significa hoy para nosotros el «Misterio» de San Isidro Labrador como Pa­trón de la capitalidad española? Pues significa nada menos, lo mismo que en los tiempos cruciales de Lope: el ansia de advocar bajo su Imagen protectora la Unidad de España, la Grandeza de España y la Libertad de España, recon­quistadas y en peligro de perderse. Por no decir que perdidas, en esta Espa­ña de las autonomías. Hasta la de Madrid mismo.

Significa, un afán trágico, angustiado, para que los cielos «non destruyan por los nuestros pecados» una España liberada a fuerza de sangre y de inena­rrables sacrificios.

Yo os pido que pongáis vuestra pasión en escucharme un momento. Y os prometo que mi pasión por San Isidro sabrá desentrañaros luminosamente el secreto litúrgico de Madrid: el misterio español de San Isidro. Porque, ¿quién fue San Isidro? ¿Qué divino arcano nacional encierra para nosotros la Imagen de San Isidro?

San Isidro: el «Misterio» de la Unidad española

Todas las historias están conformes en que San Isidro naciera hacia el si­glo xi. ¿Y por qué en el siglo xi? ¿Qué pasó por Madrid en el siglo xi para que naciera San Isidro? ¿En aquel Madrid, mezquino villorrio, medio sarrace­no, medio separado aún de la España cristiana y de sus Caudillos liberadores? Pues por Madrid pasó —en el siglo xi— esto: «el cuerpo nacional de San Isidoro, rescatado de las infieles tierras del Sur por Fernando I (el Unificador de Navarra y Castilla). Rescatado para ser conducido a León, al Cuartel Gene­ral de aquella primordial España liberadora, donde fue depositado el 23 de diciembre de 1063 en una basílica que desde entonces se llamaría de San Isi­doro, que constituyó «el más primitivo Escorial de España»; el más primitivo panteón regio de aquel primer imperio leonés de España.

La ceremonia de traslado de Isidoro desde su tumba desterrada en el Sur infiel hasta el Escorial leonés, a hombros de cristianos combatientes tuvo un significado reunificador y vindicativo. Isidoro había representado, el siglo vn, en Toledo, la figura fundacional de una España por vez primera Unida. Había sido el Héroe y el Santo que, recogiendo la tradición cesárea de Roma, la

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había fundido con el racismo germánico en una españolísima monarquía his-panogoda: católica. Isidoro fue el creador —genial y divino— de nuestra pri­mera Unidad española de raíces romanogermánicas.

Al perecer esa Unidad nacional en el Guadalete (año 711) bajo el Oriente, la Península había quedado rota: dividida en dos Españas. Una «nacional y cristiana» —muy chiquita—, por las breñas galaicas y pirenaicas. Y otra Es­paña Oriental —inmensa—, por el Centro, Sur y Levante. La reconquista o Liberación española, iniciada por los Reyes Caudillos desde el siglo VIII , ten­dió a reconquistar —sobre todo— dos símbolos unitarios: Toledo, con su Al­cázar como capital. Y el cuerpo de Isidoro como signo de una España Uni­ficada.

Por tanto: aquel traslado de Isidoro en el siglo XI, desde el Sur hasta el Escorial leonés, adquirió un sentido nacionalista tremendo. De ahí que al pa­sar el Santo nacionalista por aquel fugare jo que era Madrid entonces —pero lugarejo misterioso preñado de futuro— dejase, en un milagro de adivinación, caer una semilla de su nombre, Isidoro —sobre un humilde labrador que aca­baba de nacer: Isidro. Porque el nombre de Isidoro sería el nombre campe-sinizado, labrieguizado, amadrileñado, de ISID(0)RO.

Y es así como ISIDORO DE MADRID había de representar andando el tiempo (siglo xvi), al trasladarse la Corte de León, de Toledo y del Escorial a Madrid, el mismo símbolo Unitario que en siglo xi representara Isidoro de Sevilla. Decir en 1662 ¡San Isidro! significa —por tanto— lo mismo que ex­clamar en 1063 ¡San Isidoro! ¡Unidad romano-germánica! ¡Unidad católica y capitalicia de España!

San Isidro: el misterio de la grandeza española

Escuchadlo y comprendedlo bien. No me cansaré de repetirlo: San Isidro fue para el Madrid recién fundado como capital en el xvn el mismo signo unita­rio que fuera su progenitor San Isidoro en el XI. San Isidro de Madrid fue su heredero Nacionalista.

¿Y eso por qué? —me preguntaréis—. Pues porque el Madrid del si­glo xvi necesitaba enlazarse a la tradición unificadora e imperial de España. Necesitaba cuajar un abolengo central y capitalicio que por sí mismo no po­seía. No olvidéis que Madrid fue nombrada Capital de España de la nada, de repente: por decreto. Como proyección burocrática de Toledo y de El Esco­rial (ya estrechos e inservibles como puestos de mando para movilizar toda la mecánica inmensa del Imperio español).

Madrid —cuando en 1562, por decreto de Felipe II fue instituido «Capital de España» era un lugarón que sólo tenía de capital su afortunado enclave céntrico— cercano a El Escorial y Toledo y rodeado, como por una corona, de todas las ciudades tradicionales de Castilla. Por lo demás, Madrid no era nada: ¡absolutamente nada! Cuatro caserones de mala muerte, algún viejo palacio como el de los Vargas, un destartalado Alcázar fortaleza, algunas iglesucas y unas cavas defensivas con barrios de aljama y morería. Todo ello rodeado de un pobre riachuelo y de encinares y madroñales salvajes, donde aún rondaban fieras de acoso para cetrerías caballerescas. Madroños y osos «pardos»: Ma­drid era una villa de «pardillos», de villanos labriegos, de auténticos «isidros». Por consiguiente, el Monarca fundador no sólo tuvo que ordenar pragmáti­cas urgentes para habilitar oficinas y covachuelas, sino también otras volun­tades más secretas y profundas para dotar a Madrid de categoría metropoli­tana. Porque Madrid nacía —por voluntad histórica del César Felipe— con la pretensión de ser la Roma de un Imperio superior al antiguo romano: de ser un sucedáneo de la Catolicidad del Orbe. (Como lo consiguiera luego Lenin con Moscú.)

Necesitaba —por tanto y en seguida— si no un San Pedro, al menos un Santo de fundacional nombre español. Y ése fue el origen hondo y hermoso de que Isidro —el lugareño del Manzanares— pasase a representar lo que Isi-

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doro representara en el Tajo toledano o Pedro en el sacro Tíber: un santo ecuménico.

La misión de dotar de grandeza a aquella «Propaganda Fide» quedó en­cargada a los teólogos y artistas de la Corte austríaco-española. En un primer momento no fue posible hacer nada. ¡Era Madrid tan insignificante, tan des­nudo! Hubo que esperar hasta 1622, en que ya el primitivo recinto de Madrid pudo ensancharse «urbanamente» más allá de las Puertas de Moros, Cerrada y de Guadalajara, más allá de las Cavas, surgiendo las primeras construccio­nes cortesanas (las Descalzas, la Encarnación, el Palacio de los Consejos, el Puente de Segovia, la calle de Platerías, los Corrales de Comedias...)- Hubo que esperar a que nacieran madrileños con posibilidades de prestigio (Feli­pe III , doña Juana de Austria, Antonio Pérez, Ercilla, Acuña, Rojas Villandran-do, Lope de Vega, Calderón, Quevedo, López Madera, Tirso de Molina, López de Hoyos, Caramuel, Fernández de Oviedo, Nieremberg, Cervantes en Alcalá). (Leed mi reciente Madrid cervantino el barrio más espiritual de Europa, edita­do por nuestro Ayuntamiento.) Sólo hasta entonces —1622— no fue posible abordar el primer «golpe de Estado» madrileño con propósito universalista: las fiestas de canonización de tres Santos ecuménicos del Imperio: San Igna­cio, Santa Teresa y San Francisco Javier. Uniendo a ellos al santo hasta en­tonces local y humilde: Isidro de Madrid.

En 1622 San Isidro pasa a la universalidad de los santos españoles: a su misma «categoría». Y son encargados los mejores poetas de la época de exaltarlo como emblema de la Grandeza de España. Sobresaliendo, entre todos, Lope: el más genial y madrileño, el que comprendiendo mejor la angustia dramática de Madrid puso todo su talento creador en hacer de Isidro una figu­ra mundial y grandiosa. Y ésa fue la razón de que Lope escribiera sobre Isidro en todos los tonos y géneros literarios. Para el teatro compuso: San Isidro Labrador de Madrid. Otra comedia en 1627. Otra sobre San Isidro y Alfon­so VIII el de las Navas. Otra sobre El Alcaide de Madrid. En prosa: una Breve suma del bienaventurado San Isidro. La relación de las fiestas en su canonización. En verso lírico, tanta composición suelta que no puedo ni alu­dirlas ahora. Y en verso épico: su poema Isidro, que quiso ser como la epo­peya madrileña —a lo Tasso o Ariosto— en redondillas españolas.

Lope no ocultó su objetivo de propaganda nacional y celeste diciendo que «quería ser el cronista del santo», el Homero de las vegas madrileñas para «aumentar la devoción de muchos» por todas las tierras, «hasta las antar­ticas».

Poco después de tal eclosión poética, comenzó la ofensiva arquitectónica. En 1626 principiarían las obras para una «catedral» de San Isidro como para un San Pedro madrileño. En la calle de Toledo, junto al Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, a quien se debió la dirección tácita de todo ese ímpetu nacional y católico por San Isidro. La Compañía de Jesús fue la auténtica fun­dadora de Madrid como centro católico e imperial del orbe hispánico.

Tras la Unidad de España vino así a asumir San Isidro la Grandeza e Im­perio de España.

San Isidro, o el misterio de la Libertad española

La Compañía de Jesús, auxiliada por grandes poetas sacerdotes como Lope y Calderón, fue la creadora de Isidro como símbolo de la Unidad y Grandeza de España en su sede imperial y austríaca de Madrid. También a la Compañía habría de deberse el tercer símbolo de Isidro como representante de la Li­bertad de España. ¿Qué Libertad? Pues la Libertad en la concepción moral del mundo. Isidro quedó convertido desde entonces en una bandera de comba­te contrarreformista. Precisamente porque su vida familiar pudo ser piadosa­mente equiparada nada menos que a la divinamente ejemplar de la «Sacra Familia». Si para la Unidad de España Isidro fue el heredero de San Isidoro; si para la Grandeza de España fue el compañero canonizado de tres Santos

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Cuando Madrid fue instituida por decreto de Felipe II capital de España, Isidro —el lugareño del Manzanares— pasó a ser un santo ecuménico. («San Isidro labrador», cuadro de F. Ribalta.)

Lope, comprendiendo la angustia dramática de Madrid, puso todo su

talento creador en hacer de san Isidro una figura mundial y grandiosa.

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imperiales (Ignacio, Javier y Teresa); Isidro, para la Libertad de España, vino a representar —ante la piedad popular— como a San José madrileño.

O sea: como el Sacro Esposo de una María (María de la Cabeza) y como el Padre de un Niño divino (San Illán).

Y a igual que San José —también Isidro— tuvo dudas sobre María, y también el cielo se las disipó haciendo que su Esposa atravesase el Manzana­res sobre su simbólico velo, la casta y castiza mantilla. A igual que San José fue Isidro un Santo operario, trabajador, proletario, humilde: floreciéndole la aguijada en nardos de agua. La «Sacra Familia» de Isidro, digna de pintar­se por Murillo, fue la bandera contrarreformista que la Compañía ordenó para combatir la moral renacentista y platonizante del adulterio, del materia­lismo histórico, con que el Renacimiento había infestado tierras y almas. Illán, Isidro y María (Jesús, José y María) significaron la exaltación del Matrimonio, del Hogar, la santidad del Hijo contra el individualismo humanista y estéril de Laura y don Juan. Misión celestemente demográfica. Misión que habría, sin embargo, de fracasar al poco tiempo. Porque todo ese esfuerzo españolí-simo de los Austrias y los jesuítas por dotar a Madrid de Unidad y Universa­lidad habría de venirse abajo con las infiltraciones y tradiciones de los eternos enemigos. Con aquellas dinásticas familias «ilustradas» que tras escamotear el prestigio del Escorial, traspasándolo a Versalles, arruinaron Madrid, expul­saron a la Compañía de Jesús, entregaron España a Napoleón y Wellington, trayendo un desastre colonial, los más atroces 98: hasta que al fin, las turbas de Blum y de Stalin incendiaron la Catedral del Santo madrileño tratando de pulverizar las cenizas de aquel humilde pardillo —Isidro— símbolo de la an­tigua Unidad, Grandeza y Libertad de España.

Ahora comprenderéis, madrileños y españoles, nuestra pasión iluminada por esta resurrección de San Isidro. Ahora comprenderéis por qué Isidro —como nombre (Isidoro)— debería volver a ser el símbolo de nuestra Unidad. Y, como aspiración jerárquica, símbolo de nuestra Grandeza. Y como bande­ra moral genuina, símbolo de nuestra Libertad. «Cosas hay que los que naci­mos en esta villa las sabemos en naciendo, sin que nadie nos las enseñe y diga.» Por eso —como antes Lope— nosotros conocemos hoy el Misterio de San Isidro.

Nosotros: que nacimos junto a su Catedral y nos bautizamos en su parro­quia y comulgamos por vez primera en su Capilla de San Andrés. Nosotros: cuya infancia discurrió por sus mismos barrios y paisajes: y fueron nuestros estudios en su Colegio Imperial de la calle de Toledo: y a su Cofradía per­tenecemos. Nosotros: cuya tumba nos espera —con nuestros seres familiares más queridos— en su cementerio riberas del río. Nosotros sabemos por eso —como Lope y nuestros paisanos— secretos que nadie nos dijo y hoy os co­municamos. Secretos que sólo son en el fondo de piedad y de amor: de amor inmenso e incontenible por el Destino de nuestro pueblo.

Por eso cuando el 22 de octubre de este pasado año leí que el Nuncio de Su Santidad Monseñor Innocenti, mi antiguo colega en el Cuerpo diplomá­tico de Asunción, iba a ofrecer un Tedeum en la Catedral de Isidro, calle de Toledo frontera a mi casa natal de la Colegiata, un Tedeum en gratitud por la reciente venida de Su Santidad a España y su conmemoración de la obra catolizadora en América, me precipité con antelación para encontrar sitio re­cordando otros actos semejantes en tiempos anteriores de hace años en que la masa popular y las autoridades desbordaban todo ámbito. Pero mi asombro y mi tristeza fueron grandes. Del casi centenar de sitiales para jerarquías po­líticas y sociales sólo cuatro fueron ocupadas, dos por funcionarios municipa­les, otra por un diplomático jubilado y otra por mí mismo. Al llegar el Nun­cio hubo el Maestro de ceremonias de incitar al pueblo menudo para ocupar tales sitiales vacos, en molesto e irrespetuoso tumulto. Me pasé el Tedeum contemplando el Arca áurea donde parece ser que están los restos isidreños. Y a la salida, en un rapto de inspiración me marché al río. Acertando. Allí de pie medio escondido tras un árbol, Isidro, las manos en oración y los

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ojos al cielo. Nada de arado ni de bueyes. Los había vendido. Estaba en paro. María lavaba un mono azul en el Manzanares para recambio del astroso que Isidro portaba. E Illán, junto al puente de los cementerios, con otros chicos se acercaba a los coches parados ante el semáforo para intentar limpiarles los parabrisas. Y alcanzar una limosna.

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Miniados medievales

Alfonso, el rey sabio de las joyas

—De todas vuestras obras, rey Alfonso, ¿cuál estimáis la más desconocida? —El Lapidario. El libro de las piedras que hice componer al judío Yheju-

da Mosca en Toledo, inspirándose en Abolay, y éste en Aristóteles, y éste en la sabiduría primordial de que el cielo es de piedra: la petra genitrix, que al caer sobre la tierra la fecundó y nació el hombre. Por eso cada piedra sigue depen­diendo del cielo y cada humano de su estrella.

—Ahora comprendo por qué Deucalion arrojaba los huesos de su madre (hechos piedras) para fecundar el mundo.

—Y por ello también existen las piedras «preciosas», las «joyas» o alegrías de los ojos. Obras maestras del Creador. Un traductor sirio que tengo en el Alcázar me ha enseñado que, en sánscrito, la «esmeralda» se llamó «esmagar-bhaja» o «nacida de la vida». Y que el «diamante» o pakka significa «madu­ro», mientras el simple cristal sólo es agraz.

—También recuerdo, rey Alfonso, que en muchos primitivos y en la tra­dición mágica las «minas» y las «embocaduras de los ríos» se adoraban como «matrices de la tierra madre». Y los aerolitos, como sémenes divinos. Y por tanto que una piedra para hacerse preciosa tiene que madurar en el vientre mineral. Y por eso el oro, que cumplió esa perfección, vale tanto.

—Estoy muy gozoso de que El Lapidario se haya editado en España. Y a manos de una mujer que creo es también algo toledana, de Puebla de Montal-bán, y quizá emparentada con Yhejuda Mosca.

—Yo la conozco. Una antigua alumna mía. Con nombre esotérico, Sagra­rio, y «Monte albo» o Montalbo, con unos extraños ojos que recuerdan la pie­dra llamada en caldeo y arábigo «magnitat» y en latín «magnetes», y en cas­tellano «aymant» o «imán».

—Mis estrelleros me han informado que mi Lapidario ha sido transcrito de un ejemplar escurialense compuesto por cuatro «Pedrologías» o trata­dos de las piedras. El de las «Preciosas», según los signos del Zodíaco; el de las fases de tales signos, el regido por los planetas y el por orden alfabético.

—Pero es una edición que, aun siendo magnífica, le falta el haber sido ilustrada por Dalí.

Al oír mi sugerencia, el rey Alfonso se enardece. —Giménez Caballero, usted es amigo de Salvador. ¿Puede lograrlo aún?

Que me pida lo que quiera. Dalí es el último estrellero que queda en España, el único que ha comprendido lo que mi contemporáneo, el místico Eckhardt, afirma de Dios: ser como una «centella», un puro resplandor, una joya, una piedra preciosa.

—Yo también lo entiendo, sabio rey Alfonso. Porque la «joya» ¿qué es sino alegría y gozo? Pues «joya» procede de «gaudium»: gioia, joie, jewel.

—Y ésa es la causa de que las joyas, las preciosas piedras, curen y sanen, sean medicinas del alma.

—El error de la actual farmacología es haber abandonado la gliptotera-pia, ¡don Alfonso! Qué hermoso nombre, aunque no se entiendan, tienen al­gunas «lápidas» de vuestro Lapidario: «astarnuz», «berlimaz», «magnicia», «mecakucan»... O sea «bezahar» enlazada a la luna... y «que el que la traxiera

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El rey Alfonso X el Sabio. Tumbo A. del archivo de la catedral de Santiago de Compostela.

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consigo aguzárasele la memoria et entendrá bien las cosas que oyere et non se le olvidarán».

—¿Por qué los pintores no tornan a la sensualidad de lo lapidario y le dan sacralidad otra vez?

—Yo he recomendado a una pintora granadina, amiga, con ojos zahoríes: una pintura de sortilegio, gitana y embrujada, incrustando hechizos y amule­tos en las telas.

—Sólo los lapidarios podrían ofrecer a los pintores carmines de espinela, de carbunclo y almandino. Verdes y amarilleces de crisoberilo, de crisolita, de turmalina; azules de coridón, de chorlo, turquesados y oro martelé.

—La editora de vuestro Lapidario, rey Alfonso, creo que piensa continuar su estudio en los aspectos fonético y morfosintáctico.

—¿Y para qué? ¡Que ahonde en el texto de Abolay! Y se haga hechicera. Y con ese nombre sacral de «Sagrario» como de «Custodia». Y que descifre signos...

—¿Cuáles serían, rey Alfonso? — ¡Oh muchos!.. . El zafiro es ángel caído; el coral, vegetalidad; el rubí,

sangre divina. Y propague que la «joya» no será abatida por nadie, nunca. Ni por el comunismo, como lo intuyó ya Platón. La materia está concebida por Dios como joyería... El macho se enjoya en su celo. La flor, para el insecto. El cielo para el éxtasis religioso en la noche. Y el mundo es el lapidario del Creador. Por eso yo quiero tanto a mi Lapidario y doy las gracias por haberlo salvado.

—Sí, rey Alfonso. Permitidme, como uno de vuestros troveros, entonar una cantiga a las joyas como piedras del cielo. Por ello siempre he admirado aquella escuela poética de Colombia (país de las más bellas esmeraldas y de oro sacro), nominada por sus poetas PIEDRA Y CIELO. Allá por el 27, con León de Greiff y el recuerdo de Neruda al fondo. Y con líricos como Eduardo Carranza, inolvidable amigo, del que era aquel verso definitorio «que por la escala de la luz va al cielo» (retorna al cielo). ¡Qué prodigiosa definición de la joya!

— ¡Joya y poesía! Se podría decir que la Humanidad no vive de pan sino de joyas. Más imprescindibles que aquél. Es significativo que la palabra «alha­ja», en árabe, quiera decir «lo necesario». Y lo necesario siempre es la ilusión, la poesía. El vellocino de oro de los argonautas, el oro del Rin, el Eldorado de los conquistadores españoles. Los diamanteros de Amsterdam y Bruselas juegan como querubines con estrellas sobre fondos aterciopelados.

— ¡Diamantes! Es evocar Golconda, Minas Gerais, Arizona, Toluca, El Cabo. Al diamante le llamaron los griegos «adamas», el invencible. Y la his­toria de sus hallazgos equivale a la de estrellas y constelaciones. El Culliman, el Excelsior, el Gran Mogol, el Kohinoor, cantando por el Mahabharata. El Orlof, el Nizam, el Regem, el Estrella del Sur.

—El hombre inventó la joya antes que nada. Ornándose de plumas esmal-teñas, conchas nacaradas, dientecillos de fieras, metales nobles, piedras raras o «preciosas». La joya era hermosura. Y, sobre todo, poder.

—Y ése es vuestro secreto, rey Alfonso. Los de las joyas fueron circuns­tantes. El loto dio el ideal de la alhaja egipcia. La serpiente inspiró brazaletes desde las más antiguas culturas. La mariposa se hizo pedrería. Y el Sol oro. Y la Luna plata. Y el lucero, diamante. Y el místico escarabajo, malaquita. Y el cielo, zafiro. Y el agua reflejando el follaje esmeralda. La sangre coaguló en coral. La noche se adensó en azabache. Y el atardecer, en amatista. Y el cora­zón latió en rubí. Y si os parece, rey Alfonso, que como el cosmos el cuerpo femíneo hizo de la carne irradiación. Para la cabeza, la corona, la diadema, el garvín, la piocha, el prendedor, el rascamoño, el agujón, la lunecilla, la peina filigrana.

»Para la oreja, el arete, la arracada, el zarcillo, el pendiente (entre los sal­vajes, para el labio o nariz, el bezote).

«Para el cuello, el collar, la gargantilla. Y hacia el pecho, la cadena, el me­dallón, el camafeo, el aderezo, el guardapelo, el cabestrillo, la cátela, la higa, la

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fíbula, el broche, el brocamanteo, el firmal, el dije, la patena, el filis, el petillo, el alcorcí, el lazo, el alfiler. Para el brazo, el brazalete y en su pulso, la pulsera. Para los dedos, el anillo, la sortija, el cabujón, el pasador, el dedil, la tumba­ga, el tresillo, la lanzadera, el sello, la alianza, el cintillo, el anular, el torzuelo.

»Para el ceñimiento, el cinturón, la jarretera, la hebilla, la agujeta, la vi­rola, el alezo. Para el tobillo, la ajorca.

—El orbe entero: joyería en la mujer. Por eso nuestro fray Juan de la Cerda diría que una mujer bien aderezada es como ver el mapa del mundo.

—Sois muy sabio y algo más que sabio, rey Alfonso. Permitidme que os incluya en uno de mis muy fabulosos Retratos de españoles.

Maynete

Vino a Madrid el Comité patrocinador del premio Carlomagno para hacer en­trega del mismo al Rey. Con motivo de esta concesión a nuestro Monarca Juan Carlos de Borbón se escribió sobre el Emperador franco, el de la barba flo­rida, pero creo que muy poco de sus relaciones con España. Dejemos las de mala recordación, o sea, cuando inició la Marca hispánica u origen del futuro separatismo catalán. Y vengamos a las de fantástico recuerdo: las de sus amo­res juveniles en Toledo.

Pero ante todo la verdad. El verdadero Carlomagno no tenía «la barba florida», invención de juglares posteriores por creer que la barba era símbolo de fuerza (y no de democracia y libertad como ahora). Carlomagno era —en rigor— un alemanote de cabeza cuadrada, ojos redondos caídos, gordo, ágil, amigo de comer y beber y con nueve mujeres entre esposas y concubinas.

En la leyenda fue el restaurador del Imperio Romano, y sólo fracasó don­de luego Luis XIV y Napoleón, en España.

Un moro de Zaragoza le hizo promesas, que luego, al no cumplirse, no pudo quedarse con Cataluña y al volver se encontró con los precursores de la leal Infantería española que le prepararon lo que en romances aún cantaba don Quijote:

mala la hubisteis franceses en esa de Roncesvalles...

Pero junto a este Carlomagno invasor de España, precursor de Bonapar-te y del Frente Popular (y esperemos que no de Mitterrand), existe otro muy poco conocido. Familiar. Entrañable para los españoles: MAYNETE. Carlos Maynete, diminuto de Magno, Maynete o Chiquito. El que se escapó de París, aún mancebo, para que no le asesinaran y se refugió en Toledo, del que se enamoró. Y mucho más de una toledana guapísima, Galiana, a la que también deseaba el moro Bradamante. Y por esa Galiana lucharon, y Maynete la logró, así como la espada Durandarte, símbolo del Imperio.

Y eso ocurrió, según Menéndez Pidal y Barres, cerca de Olias del Rey, de donde era mi abuelo, por lo que yo soy también un poco carolingio. Y ello me movió a poner tal episodio en mi guión para TVE, «Dos americanos en Toledo o el reloj de arena», que entusiasmó a Azorín (aún conservo su autógrafo «To­ledo asusta al tiempo»). Y a Gregorio Marañón. Y su hijo me reunió en su Cigarral con gentes del cine para realizarlo... y hasta ahora. Son todos los episodios literarios de la historia toledana.

La fábula cuenta que Maynete se llevó a grupas hasta París a Galiana, cuyo nombre aún perdura en la toponimia de nuestra imperial ciudad. Aquello fue un anticipo de Napoleón III y Eugenia de Montijo. Sólo que el tercero de los Napoleones no tuvo la grandeza de Maynete, aunque Eugenia sí la belleza de Galiana. Como lo atestigua su exaltador Merimée cuando venía a su palacio madrileño en la Plaza del Ángel, donde después se levantaría un hotel.

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¡Qué suerte tuvo el totalitario Carlomagno! ¡Qué sabia la propaganda francesa con sus dictadores!

Cario Magno, Charlemagne, tuvo la suerte como francés de ser presenta­do como «un enviado de Dios» para restablecer el Derecho, conculcado por sus parientes los bárbaros germánicos, hasta merecer ser coronado por León III en Roma —la Roma de César— aquella Navidad del 800.

¡Grande y pacífico! Y con el intelectual Alcuino al lado, precursor de un Madariaga. Era el triunfo del Derecho. Así decían los anales regios: «Le saint jour de Noel le Roi se relevait, le Pape lui placa sur la tete una Couronne et tout le peuple romain l'acclama en ees termes: ¡A Charles Auguste, couronne par Dieu grand et pacifique empereur des Romains, Paix et Victoire!» Grande y pacífico. Lo que quiso el otro Charles: De Gaulle. Y luego Mitterrand. Y an­tes Luis XIV.

De Gaulle se murió sin construir su «forcé de frappe» y sin echar a ca­minar «la Europa del Atlántico a los Urales». Que ahora se intenta con ese gaseoducto soviético-francés a través del esqueleto germánico. Frente a los norteamericanos, ya olvidados La Fayette y Rochambeau.

Nunca Carlomagno dejó de estar presente en España. No podemos olvidar que José Antonio organizó unas cenas «Carlomagno». Aunque yo le propuse fueran de Carlos V, que tampoco estaba mal como glotón. Pero Carlomagno era Carlomagno. Y se comprende el orgullo de aquel muchacho francés cuan­do el maestro le preguntó un día:

«—¿Quién fue el primer hombre sobre la tierra? »—¡Charlemagne! »—Mais voyons. ¡Adán! ¡Adán! »—¿Adán? ¡Eso sería en el extranjero.»

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Frente a ese Carlomagno invasor de España, precursor de Bonaparte y del Frente Popular

(y esperemos que no de Mitterrand), existe otro muy poco conocido:

Carlos Maynete, diminutivo de Magno, Maynete o Chiquito, que se refugió

en España y tuvo amores con una toledana.

Nunca Carlomagno dejó de estar presente en España. No podemos olvidar que José Antonio organizó unas cenas «Carlomagno». Aunque yo le propuse fueran de Carlos V (en la foto), que tampoco estaba mal de glotón.

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Óleos áureos

La abuela y la nieta

La abuela Isabel

Llamo abuela a Isabel para llenar su recuerdo de ternura. (Pero no por otra cosa.) Llamo abuela a Isabel porque todos ya —unánimes más de veinte na­ciones— nos sentimos sus nietos. (Pero no porque Isabel haya jamás enve­jecido.)

Isabel está fuera del tiempo. Y quizá lo estuvo siempre. Y como aquella «Gran Abuela» de la que hablaba el Popol Vuh y con la que se enlazaría en la fábula americana. Por eso es la más fabulosa, entre todas las mujeres ideales de América. Con fabulosidad absoluta. Porque esas mujeres arquetípicas ame­ricanas, las hay creadas por la fantasía legendaria de sus poetas. (Tal que la Princesa Coyllur, María la de Cali, Blanca del Iguazú, la Cautiva de la Pampa; Cumandá la ecuatoriana...) Las hay: creadas por la Historia misma, como Te­resa la de Bolívar, Lucía Miranda, la Malinche. Y hasta santificadas en devo­ción como Rosa la de Lima, Sor Juana Inés la de Méjico, Mariana de Jesús la quiteña... Y las que no fabulosas —en la Femineidad americana— son Vír­genes de Culto, mariolatrías: Virgencita de Guadalupe la mejicana, la de Lu­jan argentina, Copacabana en Bolivia, Chinquinquira en Colombia, Coromoto en Venezuela, Characato en el Perú, Guápulo en el Ecuador, Caacupé en el Paraguay, Andacollo en Chile... Más: la fabulosidad de Isabel es otra cosa, otra cosa... ¿Cómo os la podría yo explicar? Isabel fue una mujer tan de carne y hueso como Teresa la de Bolívar. Y ambas, españolas. Tanto que si Isabel representó la Abuela o fundadora de América, Teresa resultaría su Nieta, la Emancipadora. Ambas: Isabel y Teresa figuras históricas.

Pero Isabel fue algo más que fuera su nieta, mucho más que una figura histórica sujeta por el tiempo... Y, sin embargo, Isabel aunque catolicísima —Isabel la Católica—, no llegó a Santa, no está en los altares como una Vir­gen Madre.

¿Cuál es entonces el Misterio de Isabel, la fabulosidad de Isabel?

Para mí la fabulosidad de Isabel (y ahora creo que vais a entenderme) perteneció a la mítica. Isabel fue un mito encarnado en una mujer. El «mito del poder civilizador», cuyos atributos fueron y serán siempre éstos: el haz de rayos o flechas y el yugo de dominio u ordenación. Atributos cedidos por la misma divinidad que creó el mundo: a todos sus héroes civilizadores como representantes suyos sobre la tierra y en lo político.

Sabéis —sí— que donde nació Isabel en España se llamó «Ávila» (aquel mágico y rubio Madrigal de las Altas Torres). Pero lo que quizá no sepáis es que Ávila era y es la ciudad más mítica de España; porque su fundador origi­nario —el abuelo de la abuela Isabel— se llamó «Avil». Héroe de Luz, de or­denación, de civilidad: el que domeñó la patria ibérica muchos milenios antes de nacer Cristo y construyó antes que nadie —paleolíticamente— las primeras murallas de su ciudad: «Ávil-a.» Siendo sus atributos el haz de rayos o flechas y el yugo justiciero. Representando para Iberia lo que el héroe Agni para

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India, Osiris para Egipto, Teseo para Grecia, Moisés para el pueblo elegido, Rómulo para Roma... e Isabel para la Hispanidad.

Isabel, la unificadora de España, Isabel la fundadora de América. Eso es Isabel. Eso fue Isabel. Eso será siempre la abuela Isabel: un ser mítico, de casta celeste, que se encontraría con la raza solar de los incas, con los mitos mayas-quichues, con la fabulosidu ' 'el Plata y su realeza argentina, blanca; blanca y celeste.

Por eso la tierra de Isabel, el paisaje de Isabel: Ávila, Arévalo, Toro, Ma­drigal, Olmedo, Dueñas, Medina, Valladolid, Segovia..., posee esa caracterís­tica de «tierra y cielo», del mito hecho humanidad. Ya lo vio Gracián cuando hablaba de la misión isabelina: «juntar la tierra con el cielo», coincidiendo con el cronista de Indias Pietro Mártir, que llamó a Isabel «caída del cielo a Castilla». Por eso no se explicó España hasta aparecer Isabel. Cuyo rostro es el mismo de la Península. La corona torreada: los Pirineos. La melena color trigo: Castilla. La nariz delicada: Portugal. La boca: dulce sangre por la aber­tura del Guadalquivir. Y el cuello: de Granada a Gibraltar. Siendo los ojos, allá por Galicia, atlánticos, claros, azules, escrutando a lo lejos, ¿el qué? Es­crutando las tierras hasta entonces ignoradas: las Indias. ¡América!

Por eso Isabel —y ningún otro rey de entonces— adivinó a Colón. Y le dio la clave del descubrimiento. Y por eso ella y ningún rey más de España, ni su Fernando mismo, vio que América se conservaría para España mientras ofreciera a sus queridos americanos: «Dignidad» y «Libertad», las dos cláu­sulas inmortales de su testamento. Libertad y Dignidad, es secreto de todos los héroes civilizadores. El secreto del yugo y las flechas, símbolo de Isabel. El mismo del abuelo Avil.

Yo comprendo que el recuerdo de Isabel nos llene de ternura infinita, como el de una abuela ideal, soñada. Y que debió bautizar con su nombre el Continente por ella dado a luz: Isabelia. Del que se hizo vocero furibundo aquel famoso poeta «Cristobalia» en Madrid, de barba cerrada y negra, que hablaba todo en versos, ¡y qué versos! Y terminó en el manicomio.

Los «12 de octubre», al conmemorarse la Hispanidad ante el monumento de Isabel la Católica en el paseo de la Castellana, con todos los representan­tes diplomáticos y académicos, allí se presentaba «Cristobalia», al pie del ig­naro orador de turno. Y en cuanto pronunciaba la palabra ¡América!, una voz huracanada de ira y vindicación sonaba bajo él: ¡No! ¡Isabelia! ¡Isa­belia! El conmemorador titubeaba y seguía. Y si se le ocurría mencionar a Vespucio, entonces es cuando al poeta isabeliano se le encrespaba la barba y organizaba el tumulto mientras llegaban los guardias a llevárselo... ¡América es la de Vespucio! ¡Que era un italiano sucio! ¡Démosle en el occipucio! ¡Y hasta cortarle el prepucio! ¡Sí, señor Levillier, a Américo Vespucio! ¡Isa­belia! ¡Isabelia!

La nieta María Teresa

En febrero de 1803, Simón Bolívar acababa de enviudar. Tras un frenético matrimonio de amor, que no había durado ni un año: desde mayo de 1802 a enero de 1803. Y se encontraba viudo sin cumplir aún los veinte. Que era la edad, con unos pocos más, de su amada mujer muerta: la madrileña María Teresa Rodríguez de Toro y Alaiza. Muerta al ser trasplantada, en luna de miel, de la calle Fuencarral, número 2, a la calidez venezolana, la tierra natal de su marido, Simón Bolívar. Yo he visto la quinta de San Mateo, cerca de Caracas, donde pasaron esos meses de boda Simón y María Teresa. Y recorrí sus estancias como escuchando aún suspiros y promesas. Y corté del jardin­cillo unas flores rojas, que aún guardo como símbolo de la sangre que desde entonces, desde febrero de 1803, en vez de cuajarse en un hijo de carne y hue­so de aquel romántico matrimonio, se cuajaría en una veintena de filialidades nacionales, de pueblos hijos de América y de España.

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Un historiador de Bolívar ha dicho que la muerte de esa madrileña fue «uno de los acontecimientos claves de la historia del Nuevo Mundo». El pro­pio Bolívar lo reconoció. «Si no hubiera enviudado, quizá mi vida hubiera sido otra; no sería el general Bolívar, ni el Libertador (de Hispanoamérica), aun­que convengo en que mi genio no era para ser alcalde de San Mateo.»

Que María Teresa fue para Bolívar algo único y fatal lo revelan también esas otras palabras suyas: «Volví de Europa para Caracas en el año 1802, con mi esposa, y les aseguro que entonces mi cabeza sólo estaba llena de los en­sueños del más violento amor y no de ideas políticas, porque éstas aún no habían golpeado mi imaginación. Muerta mi mujer y desolado yo con aquella pérdida precoz e inesperada, volví a España, y de Madrid pasé a Francia, y después a Italia... Y la política empezó a atraerme.» «Sin la muerte de mi mujer —aún añade en otra ocasión— no hubiera hecho mi segundo viaje a Europa, y es de creerse que en Caracas o San Mateo no me hubieran nacido las ideas que adquirí en mis viajes... La muerte de mi mujer me puso tem­prano en el camino de la política y me hizo seguir el carro de Marte en lugar de seguir el arado de Ceres. Vean ustedes si ha influido o no sobre mi suerte.»

Cuando Bolívar —veinteno— pasó viudo por Madrid, camino de las ideas emancipadoras de todo un mundo, lo primero que hizo: ir a abrazar al padre de María Teresa, el viejo don Bernardo, para llorar juntos. «Jamás he olvidado aquella escena —diría Bolívar más adelante, en pleno triunfo de batallas, lau­reles y adoraciones de otras mujeres—, aquella escena de delicioso tormento, porque es deliciosa la pena de amor.»

¿Y cómo fue esa mujer, esa María Teresa, cuyo amor y cuya muerte re­sultaron claves para la emancipación de América? Así como existe una minia­tura de Bolívar por esas fechas de amor —aún los rasgos suaves, la mirada dulcísima, el pelo delicadamente alborotado, la boca fina y tierna: un alto co-bartín acariciando su barbilla con dos puntas blancas como los dedos de ella— de ella, en cambio ignoro retrato alguno, sino que toda su belleza estaba en la palidez y en la ternura.

Ya sabéis que Simón Bolívar se había quedado huérfano muy pronto. De su padre, don Juan Vicente, a los tres años, y de su madre, doña Concepción, a los nueve. Simón era el menor de cuatro hermanos (otro chico, Juan Vicen­te, y dos chicas, Juana y María Antonia). Simón había nacido en Caracas el 24 de julio de 1783. Su nodriza, una dama cubana. Su aya, la negra Hipólita. Sus maestros, el humanista genial de Venezuela, don Andrés Bello, y luego el fantástico, pero genial también, don Simón Rodríguez («Robinsón»), el prime­ro que le iniciaría en las ideas napoleónicas y liberales, que nunca arrollaron las católicas y genuinas de su progenie españolísima. Por eso lo primero que Simoncito hizo al llegar a España —a los diecisiete años, para perfeccionar su educación y servir al Rey como alférez— fue desembarcar en Santoña y vi­sitar el pueblo de «Bolívar», junto a Marquina, que todos los hispanoamerica­nos debieran visitar hoy, pues aún está intacta la casa solariega de los Bolí-bares fundadores, hidalgos molineros (piedra de molino sobre el prado «Bo-lu-ibar», Bolíbar). Y de donde saldrían como jerarcas de América, desde los inicios de la conquista. Los Bolívares siempre gobernaron a América. Por eso ha podido decirse que Simón la emancipó desde 1810, no para separarla de España, sino para que no cayera en manos de Napoleón y Francia, como ha­bía caído España, y hacer «otra España», ya libre y federada voluntariamente un día con la América nueva.

Pues bien: cuando Simón aquella tarde de 1800, no sabiendo qué hacer se metió en casa de su amigo el marqués de Ustariz, en la calle de Atocha, número 8, su suerte estaba echada. Probablemente ella —María Teresa— es­taría en un sofá, en la penumbra del atardecer, antes de llevar los velones para que se sentase al piano, pues adoraba la música. Simón se presentaría con su pantalón de casimir blanco, su frac azul turquí, su chaleco de piel du diable, su cabello ensortijado, sus ojos de fuego y la piel pálida. Quizá Simón venía de oír cantar aquella copla de moda a la Pulpillo: «No me toques —que llevo peineta— basquina de flecos, y al lado mi chulo...» Y al contraste ante

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Isabel —y ningún otro rey de entonces— adivinó a Colón. Y le dio la clave del descubrimiento. (Colón ante Isabel la Católica, cuadro de E. Llorens, 1880.)

Bolívar amó a María Teresa con el frenesí con que amaría luego a América. (El momento de su boda en Madrid, el 26 de mayo de 1802, en un cuadro de Tito Salas.)

«La muerte de mi mujer me puso temprano en el camino de la política»

(Simón Bolívar).

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la noble, la chispa brotaría entre la hija del venezolano don Bernardo, Mar­qués de Toro y de doña Benita Alaiza, oriunda de Valladolid, y Simón Bolívar, hijo de venezolanos, pero procedente de la tierra más hidalga de España. El idilio duró más de lo que quería Simón... Que quiso casarse en seguida. Pero se vio obligado a acudir a Bilbao y a Francia antes de poder efectuar su boda, el 26 de mayo de 1802, en la iglesia madrileña de San José, que entonces es­taba como filial de San Ginés, en el palacio de Frías, calle de Piamonte.

Bolívar amó a María Teresa con el frenesí que amaría luego a América. Como si María Teresa fuese la clave de lo que había de pasar. Hay quien cree —la gente ignara— que Bolívar se puso a independizar a América para olvidar a su amada. Y se entregó a manos fugaces y carnales por la misma razón. Yo no lo creo. Y quizá soy yo el ignaro. Yo creo que Bolívar vio en el alma y en el genio de aquella madrileña «otra España que la oficial y atroz que él había encontrado: la de María Luisa y Godoy» (corrupción y traición, cobardía). Una España aquella oficial y borbónica, sin posibilidad ya de enmienda; desviada del genio romanogermánico y fundacional de España. Y que entonces, sacu­dido Bolívar por la pureza de casta y destino de María Teresa, juró otro jura­mento indecible y secreto: volver a la España «purísima» de su amada, a reha­cer todo, en filialidades, en hijos de España y América, ya que no le diera María Teresa los de carne y hueso. De ahí, de ese sueño de amor inmenso y genial, inspirado por María Teresa, la madrileña, surgirían veinte naciones libres. Y de la catolicidad de ese sueño de amor, la nueva que hoy late en todas nuestras entrañas de descendientes: la universalidad de lo hispánico. (Invito al lector de este Retrato a ver mi reciente Documental de Televisión Española y Colombiana El Madrid de Bolívar. Y a leer mi próximo libro en Planeta Bolívar ante España (y sus Autonomías).

Loyola (y, al fondo, Lenin)

¿Es simplemente una malignidad política el propagar que tras el Estatuto Vasco apunta, larvada, una república soviética?

Basándose en la hipótesis más o menos científica de las afinidades prein-doeuropeas entre el vasco y el caucásico y que por eso se dice, allá y aquí, por ejemplo «gari» al trigo y «garagar» a la cebada.

Pero yo no voy ahora a divagar sobre tema tan impreciso y caliente, sino a recordar, como católico, la experiencia proyectada en mi documental de No-Do, sobre las misiones jesuítas en Paraguay («Paraguay, corazón de Amé­rica») estrenado en Roma sede de la Compañía de Jesús; premiado interna-cionalmente en Florencia y difundido por varios países, pero no lo bastante para poder llevar a las gentes la convicción de que el sueño utópico de Lenin, heredado del de Moro en 1516, la felicidad sobre la tierra, lo realizó sin utopía alguna, el espíritu de San Ignacio con los indígenas del Guaira. Y que se ave­cinan momentos en que ese espíritu ignaciano torne a vencer el cada vez más comprometido y periclitado del leninismo. Y que aquellos jesuítas que hoy luchan heroicamente en este sentido, merecen más comprensión de aquella que se les viene otorgando. Por ejemplo: yo fui testigo de la tarea evangélica de un padre Llanos en el Pozo del Tío Raimundo en las Vallecas madrileñas, cuando le acompañé, hace años, en tal misión como albañil.

Es cierto que el rostro triangular de Lenin coincide, en cierto modo, con los anchos arcos cigomáticos de Loyola. Yo una vez publiqué esas dos faces confrontadas. Y en lo que diferían no era en esos pómulos prominentes, ni en su braquicefalia, ni en el bigote y barbeta, ni siquiera en cierta oblicuidad palpebral, sino en la implacabilidad cruel y burlona de la mirada leniniana frente a la decisión sublime y como celeste de la de Ignacio.

Tema enormemente atrayente ¡que ya abordara el gran historiador aus­tríaco Fulop Muller! «Estos dos hombres, el creyente más grande del siglo xvi y el ateo más grande del siglo xx, se han adentrado con férrea resolución en

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¿Es simplemente una malignidad política el propagar que tras el Estatuto Vasco apunta,

larvada, una república soviética? (Los Reyes de España con Carlos Garaicoechea

en Guernica en 1982.)

«La libertad es un prejuicio burgués», dijo Lenin.

San Ignacio precisó la Ordenanza de la Obediencia en su Orden, exigiéndola «ciega»

con «obediencia de cadáver». (San Ignacio de Loyola y el Papa Paulo III

en la fundación de la Compañía de Jesús, cuadro de Valdés Leal.)

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el profundo problema de la naturaleza humana y no se han contentado con un ligero cambio en la superficie, sino que han modelado completamente el entendimiento, las creencias, las nociones y la voluntad de la juventud sobre que han actuado.

»Nadie, como Ignacio y Lenin, ha comprendido el secreto de llevar de la teoría a la práctica, esa fuerza sólo capaz de sujetar a millones de seres de todas las partes del mundo a una organización de unidad y exacto fundamen­to: el secreto de "la obediencia absoluta".

»Hay un abismo ideal entre ellos, sí, y media cuatro siglos. Pero lo que les une —no obstante— es la visión de las profundas raíces de la naturaleza humana que permanecen inmutables a través de los tiempos.»

Quizá la primera vez que se hizo el acercamiento de Lenin con San Igna­cio fue aquella de los orígenes mismos y literarios del bolchevismo, año de 1871 a través de Fedor Dostoyewski. O sea: cuando no sabiendo aún el genial ruso cómo denominarla llamó a tal doctrina «Chigalevismo». Tomando ese nombre del conspirador Chigalev. Y cuya clave fundamental era «la obedien­cia ciega». «La Cultura —decía Chigalev— no es necesaria. Estamos ya hartos de ciencia. Aun sin más ciencia queda un material para tirar un milenio. Lo que urge crear ante todo es "la obediencia". Sólo de obedientes es de lo que escasea el mundo. Toda sed de cultura lleva en sí ya un impulso aristocrático; añadid a esta necesidad la de tener familia y amor y en seguida nacerá el ansia de propiedad. Todo debe reducirse a un común denominador, a la com­pleta "Igualdad".

»Sólo lo indispensable es indispensable. Rectores y absoluta obediencia y absoluta igualdad... Sólo a intervalos se podrán permitir convulsiones. El aburrimiento es una sensación aristocrática... Bajo el Chigalevismo no exis­tirán los deseos. Los deseos y sufrimientos para nosotros los rectores.»

Dos son las obras dostoyewskianas que tocan tal tema. Los poseídos (1817) y Los hermanos Karamazov (1879), donde inserta aquel alucinante pasaje del Gran Inquisidor de Sevilla ante Cristo... «¡Oh!, dice el Inquisidor, ellos no podrán ser libres hasta que renuncien a su libertad. Pero hasta que los hom­bres no comprendan esto seguirán siendo pobres infelices... Nosotros les da­remos una felicidad tranquila y humilde, la felicidad de las criaturas débiles, pues esto es lo que son. Y que no tienen derecho a enorgullecerse. Les obli­gamos a trabajar. Y en sus horas libres de trabajo haremos de su vida un juego con cantos, coros, bailes inocentes... Y hasta les perdonaremos sus pe­cados... Y todos serán felices. Menos nosotros los rectores... Porque sólo no­sotros, los que custodiamos el misterio, seremos infelices. Porque nosotros tomaremos sobre nosotros la maldición del Conocimiento del Bien y del Mal.»

«La libertad es un prejuicio burgués —dijo Lenin—. La libertad de con­ciencia de los síngulos, de los individuos, el escoger entre el Bien y el Mal es peligroso para la felicidad de las masas. La única vía para obtener esa feli­cidad no consiste más que en "la obediencia ciega".»

Todas las órdenes católicas de la Edad Media hicieron de la obediencia puntal de fundamento. San Basilio, fundador del monaquismo oriental, habla­ba de poner la vida en mano de los superiores «como el hacha en manos de un leñador». Los cartujos: «como oveja a la matanza». San Francisco con «obediencia de cuerpo muerto». Y así San Bernardo. Y San Agustín. Y Kem-pis, el de los «Hermanos de la vida en común». San Ignacio precisó la Orde­nanza de la Obediencia en su Orden, exigiéndola «ciega» con «obediencia de cadáver».

«Al que se le permite el fin, también el medio», decía el jesuíta Ilsung en su Arbor Scientiae, 1653. Y asimismo el padre Busembaum en 1693. Esta mo­ral, según el nihilista Neciaev, la utilizaría Bakunin para sus terribles fines. Así como Lenin: «Para nosotros la moralidad debe estar supeditada, en todo y por todo a nuestro fin, al interés de la lucha de clases. Morales son todos los medios que valgan para este fin.»

Kostiuska Rutskin, redactor de periódico de Fábrica, inventó el crear una bandera simbólica para dos «brigadas de choque» en el trabajo y premiar

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con ella a la vencedora. Era el viejo secreto pedagógico del estímulo: la ética loyolesca de la «Emulación»...

Podríamos proseguir en este tema confrontativo. Pero sólo para destacar la antítesis de ambas aparentes coincidencias. Porque la santidad de Loyola es lo contrario siempre del diabólico fanatismo de Lenin. Así como Vasconia de Rusia. Si Vasconia tiene capacidad de fe religiosa, quizá como pueblo al­guno en la Península, también de libertad. Porque fundamentalmente el vasco es un «europeo». El más europeo de los españoles, desde la prehistoria. El más «civilizado» en el sentido profundo, porque su esencia es la ACCIÓN.

Y por eso torno a afirmar y reafirmar que Vasconia, ante el final desmem­bramiento de España, en este último 98 de España, ante la crisis de lo que emprendiera Azcoitia en el XVIII, con sus Caballeritos, retorne al impulso lo-yolesco de Azpeitia y de Deusto. (De Deusto, donde se originó la ETA.)

Ha comenzado (sin hablar de España) una nueva Reconquista. En una nueva Refundición. La de una nueva Unidad. Y —a lo lejos— de un nuevo Imperio.

La Santa

¿Fue Américo Castro el primero en señalar —¿por 1929?— que «nadie sospe­chaba que el "linaje" de Teresa Sánchez de Cepeda guardase relación con su vida religiosa y con el sesgo y estilo de la obra escrita»?

¿Y que su decisión de entrar en la vida religiosa se debió a los peligros de tal linaje en esos momentos inquisitivos? Por 1946, don Narciso Alonso Cortés, investigando en el Archivo de la Real Cancillería de Valladolid, encon­tró, casualmente, un «Pleito de la familia Cepeda», que publicó en el Boletín de la Real Academia Española ese mismo año y en el cual el padre de Teresa, don Alonso, y sus tres hermanos protestaban, por pagar ciertos impuestos, contra el concejo de Majalbálago, al no considerarlos hidalgos, sino «cristia­nos nuevos». O sea, como hijos de Juan Sánchez de Toledo —abuelo de la santa—, rico mercader de seda fina y judío practicante.

Es más, el padre de Teresa fue educado, sus primeros años, en la ley mosaica, según ha revelado recientemente (enero-junio de 1982) sor Esperan­za de Sión en la revista El Olivo («La "israelita" Santa Teresa y su tiempo»). Por lo que el padre de Teresa, aunque ya católico fervoroso, debió trasladarse a Ávila para mayor seguridad. Comprando un título de hidalguía. Se había casado dos veces: una con doña Catalina del Peso, de la que tuvo tres hijos, y luego con doña Beatriz de Ahumada, que le dio siete varones y dos niñas, una de ellas Teresa. La cual nunca habló del linaje de sus padres, sino sólo «como virtuosos y temerosos de Dios». Teresa fue dos veces denunciada al Santo Tribunal, y en cuyo archivo quedó el Libro de su vida hasta varios años después de morir la Santa. Se ha dicho también que ese complejo racial fue el que la llevó a profesar como a tantos otros «cristianos nuevos». En plena juventud, belleza, adoración de todos. Y que ya en el convento, según contó su enfermera y secretaria, Ana de San Bartolomé, «se recibían y acogían va­rias de las llamadas "israelitas"». Así como también se ha observado que sus protectores fueron siempre comerciantes y banqueros, «cristianos nuevos», frente a ciertos nobles, que no pasaban de las promesas y de la altivez en el trato. «Con doña Luisa de la Cerda, la abandonó cuando más necesitaba su apoyo, la de Alba muy desigual, la de Éboli, que se burlaba de sus escritos, por lo que un día exclamó la Santa: "Dios me libre de estos señores que todo lo pueden y tienen extraños reveses."»

Para esa sor Esperanza de El Olivo la reforma teresiana fue «una revo­lución contra la sociedad de su tiempo, tras un Estado sin violencia, un reino de amor y libertad, sin odio ni miedo». Era una revolución tan radical que Teresa encontró tremendas oposiciones y cuyo alcance y osadía no sabríamos medir en nuestro siglo de democracia. Teresa se alinea con la denuncia cáus-

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tica y dolorida que rebosan La Celestina, El Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache. Castro y otros exegetas recuerdan que en esa línea del «cristiano nuevo» estuvieron escritores ya del siglo xv, como otra Teresa, la de Carta­gena, con su Arboleda de enfermos, y grandes nombres del xvi al xvn: Juan de Ávila, Fray Luis de León, Mateo Alemán, San Juan de la Cruz... y hasta el propio Cervantes, cuyo judaismo se ha querido poner en atroz relieve con el serial proyectado por RTVE, supervisado por Cela y dirigido por Ungría (ape­llido semita). Pero la verdadera revolución que aportaron los místicos espa­ñoles, fueran o no de origen judaico, fue: su propia mística, como evasión individual, como germen de la futura libertad de conciencia y, por tanto, como incipiente base de la actual democracia. Misticismo diferente al de un Abe-narabi o un Lulio. (No en vano nuestro mejor exegeta de esa mística es el gran liberal Pedro Sainz Rodríguez.) Mística germinada en la Europa del xv —en Flandes, París—. Con la Vita Christi de un Ludolfo de Sajonia tradu­cida por nuestro franciscano Ambrosio de Montesinos y que tanto influyó en Santa Teresa. Otro cartujo influyente fue Dionisio de Rickel, colaborador de Nicolás de Cusa. Otro, Van Herph con su Teología mística. Y Taúlero, discípulo de Eckhardt. Mística de «a solas con Dios y contento». Relacio­nada con el movimiento renacentista y antimedieval de «libertad de concien­cia» originada en la «devotio moderna» de los «Hermanos de la vida en co­mún» fundada por Groóte en Deventer y de la que saldría Erasmo en contacto con un Ruisbroquio y su «Dios personal». Por eso se ha dicho que el fenó­meno místico no puede explicarse sino como un final renacentista.

Se ha acusado a nuestra «Iglesia del imperio», por su Inquisición. Que todavía han querido exponer sus horrores en exposición del palacio de Veláz-quez. Cuando su verdadera característica fue la «misericordia» para salvar el orbe católico más hermoso de la historia. ¡Pobre Inquisición española al lado hoy de una CÍA o una KGB! La mística aparecía peligrosa porque evitaba el intermediario inquisitivo. «No son menester terceros para Vos», decía Teresa a Cristo.

Pero la mística fue también una «indagación del subconsciente» no sólo para la «intimidad amorosa», que se desarrollo en escritores del xvn y del xvni, sino en nuestro tiempo para el arte más nuevo hasta hace poco: el surrealis­mo. Tan es así que yo mismo, al iniciar esa literatura en España con el Yo inspector de alcantarillas (1927) ya advertí no inspirarme en Freud, sino en nuestra mística. « ¡Yo en yo! ¡En mí! ¿Cómo llegar a él? Sólo sabía que cuan­do llegaba a él no quería desasirme ni abandonarle, como decía Santa Teresa de su propio yo: "No osa bullir ni menearse, que de entre las manos le parece se le ha de ir aquel bien."»

Santa Teresa no fundó la Orden del Carmelo, sino que la reformó, la vol­vió a crear. La Orden del Carmelo fue ya fundada en el siglo xn por un monje y cruzado calabrés llamado Bertoldo, en honor de la Virgen del Carmen o del Carmelo, monte sagrado del Líbano en Siria, donde hacía siglos el profeta Elias, según contaba la Biblia, subió al cielo en un carro de fuego.

Las Reglas o Constituciones de esa primitiva Orden del Carmelo fueron aprobadas por el Papa Inocencio IV en 1243, gracias a San Alberto y el Car­denal Hugo. Pero luego —en el Renacimiento, año de 1431—, el Papa Euge­nio IV permitió que se «mitigasen» o «relajaran». La Reforma de Teresa con­sistió en volver al espíritu primitivo —los Carmelitas Descalzos— y sus Cons­tituciones fueron, tras mucha lucha, aprobadas por Pío IV en 1562.

Esas Constituciones nos hacen ver minuciosamente cómo fue la vida mo­nacal en el siglo xvi.

En las Reglas de Teresa vemos que sus monjas, tras rezar maitines des­pués de las nueve y tañer la campana, se recogían a dormir a las once. Si era verano se levantaban a las cinco. Si invierno, a las seis. Rezaban en el coro. Acudían al refertorio para comer en silencio. Decían vísperas a las dos. Luego tenían una hora de lección. Teresa fijó todas las horas y minutos, el «Orden de las cosas espirituales» de sus monjas (comuniones, ayunos, misas, silencios, fiestas, libros de lectura). En lo «temporal» dictó como norma esencial que

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¡Pobre Inquisición española al lado

de una CÍA o una KGB!

La mística aparecía peligrosa porque evitaba el intermediario

inquisitivo. «No son menester terceros para Vos», decía Teresa a Cristo.

(«Éxtasis de Santa Teresa», por Bernini.)

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se viviera de limosna sin poseer nada propio. Y cómo debía ser el hábito, la clausura, el recibir novicias, la portera, la sacristana, la receptora, la celado­ra, la maestra de novicias. Codificando con penitencias las culpas, según fue­sen leves o más graves. Y cuidando mucho los casos de enfermedad y muerte de sus hermanas carmelitas.

Para que tales Constituciones pudieran cumplirse, Teresa de Jesús fundó Casas o Conventos a su ejército carmelita, que ella fue edificando como for­talezas a lo largo de toda Castilla: en Ávila, Medina del Campo, Malagón, Va-lladolid, Toledo, Pastrana, Duruelo, Salamanca, Alba de Tormes, Segovia, Se­villa, Caravaca, Villanueva de la Jara, Palencia, Soria, Burgos. Menudamente relató la Santa en su Libro de las Fundaciones todos los trabajos, aventuras y peligros que le costó su obra fundadora. A veces esos conventos eran casu-chas abandonadas o derruidas. En Medina llegaron a media noche de un 14 de agosto estando a punto de ser cogidas por un encierro de toros. A oscuras dieron con el caserón que debía ser convento, lleno de bichos y cascotes. Pero ella y sus monjitas pasaron toda la noche alegremente limpiando, improvisan­do campanitas, celdas y velando un altar en mitad de un patio, como don Quijote velaría sus armas. Y así por todas partes, con voluntad férrea de con­quistadora. Cuando murió Teresa dejó diecisiete conventos fundados por su mano y una organización perfecta para que sus huestes carmelitas pudieran proseguir el «Camino de perfección».

Santa Teresa escribió uno de sus mejores libros, Camino de perfección, para educar a sus huestes carmelitas en la vía de la oración hacia Dios. Las monjas deberán hablar poco, no porfiar, tener alegría, ser fervorosas. Pero, sobre todo, deberán ejercitar tres cosas esenciales para alcanzar el camino de perfección del alma: amor de unas con otras, desasimiento del mundo. Y ver­dadera humildad.

Con esos tres materiales divinos —del amor, el desasimiento y la humil­dad— podían edificar el alma un Castillo interior donde habitara Dios mismo.

Cuenta el padre Yepes que pasando una tarde de mucha tormenta por Arévalo, encontró allí a Santa Teresa que iba para Ávila. Como el temporal arreciase se refugiaron en un aposento donde Teresa, quizá exaltada por los relámpagos y la lluvia, comenzó a referir al padre Yepes la visión que acababa de tener del alma «como un globo hermosísimo o un diamante muy claro de cristal manera de Castillo, con siete moradas y en la séptima, que estaba en el centro, el Rey de la gloria con grandísimo resplandor. Fuera de esta luz diamantina todo era tinieblas, inmundicias, sapos y víboras».

A la mañana siguiente se arrepintió Santa Teresa de haber confesado esta visión: «¡Cómo me descuidé anoche con vos! —dijo—, no sé cómo ha sido. Estos mis deseos... me han hecho salir de medida.»

Del alma como castillo o corte ya había hablado Osuna, maestro de San­ta Teresa. Y Juan de Mena puso la alegoría de su Fortuna en un castillo con tres círculos. Y un trovador provenzal del siglo xn escribió sobre el «Castillo del Paraíso». Y en ese mismo siglo, el Dante situó el viaje del alma a través de tres grandes círculos: Infierno, Purgatorio y Paraíso, tomando esta compara­ción de místicos musulmanes como el murciano Benarabi, quien dividía el Paraíso en «Siete Moradas». También este número de siete aparece en las «siete armas espirituales» de Santa Catalina de Bolonia.

Lo mismo que la mística oriental (india, judía, árabe) y la mística occi­dental (griega, italiana, francesa, germánica) habían dado al catolicismo imá­genes para representar el alma alegóricamente («castillo», «espejo», «huer­tos»), así también venía de antiguo el dividir los grados de oración, la ascen­sión del alma hacia Dios.

El éxtasis es el llegar a la cima a través de todos los escalones o grados de la oración: es el llegar a la última y secreta morada del corazón: al «cen­tro muy interior del alma», donde se encuentra al fin a Dios, como un Esposo que aguarda a su amada el Alma.

Teresa, con su candor angélico y castizo, compara ese momento de amor supremo y divino de unión de «su alma española y Dios» a dos velas que se

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juntasen tanto que toda la fuerza fuese una; a la lluvia del cielo caída sobre la de un río; a un arroyico fundido en el mar; a la claridad de una estancia con dos ventanas, por donde entrase esa claridad.

Teresa armoniza, con genio de España, las dos corrientes contradictorias del misticismo universal. No cae en la confusión de Dios y ei Alma (panteís­mo oriental), en la absorción de Dios por el alma (individualismo occidental). En Teresa —Dios y el Alma— se unen como Esposo y Esposa, en místico matrimonio, sin confundirse ni absorberse. Unidos, pero distintos. Por eso, como final o conclusión de su mística, dice Santa Teresa que «cuando se des­cuida el Alma, el mismo Señor la despierta. Pues pasa presto aquella merced del Señor y después se queda al Alma sin esta compañía».

Esta fe y esta acción, este amor con obras, es lo que caracteriza la místi­ca genial y española —en su Edad de Oro— de Teresa de Jesús.

Así surgió el Quijote

Cervantes, conducido por corchetes, ante la cárcel de Sevilla, Miguel la con­templa con ironía. (¡Al calabozo!)

El calabozo. Miguel, junto a la puerta que se cierra. Penumbra. Una larga reja, un patio. Junto a su luz, una gran tina de agua, donde de vez en cuando beben los presos. En esa gran tina se refleja el cielo a través de la reja. Vale también de espejo ese agua tersa a los que se inclinan sobre ella. Ratones. Telarañas. Un cántaro desvencijado. Una vieja armadura (morrión y grabas), que valen de vasija; yunque y martillo para ablandar el pan. Una caña para espantar las sabandijas. Están en el calabozo la Montiela (bruja), Chiquizna-que (rufián), Chanfalla (picaro), Rinconete (muchacho), Gavilán (cuatrero), Ni­colás el Romo (jifero), doña Estefanía (mujer pública), Maldonado (gitano), un arbitrista, un alquimista matemático y la Gananciosa. (Un fondo de guitarra mal tocada. Ronquidos, martillazos —majando pan duro con unos trozos de armadura añosa—. Rezos de una vieja. Toses al entrar Miguel.) Miguel inicia lentamente los peldaños de piedra.

Miguel, terminando de bajar los peldaños, mirando a uno y otro lado con curiosidad y tristeza.

El arbitrista a Miguel. Arbitrista: ¿Quiere sentarse Vuestra Merced? ¿En­tiende de números? Por no entender me veis acá... Arbitrista: Entonces no puedo confiar en Vuestra Merced para participarle de mi prodigioso arbitrio.

Alquimista, acercándose al arbitrista y Miguel, al grupo. Alquimista: No hacedle caso... Molesto el arbitrista: Sí que lo hagáis... Tengo un arbitrio para presentar al Gobierno y remediar la miseria de estos tiempos... Dogmático. Alquimista: No hay más arbitrio que la piedra filosofal, y ésa ya la tengo yo lograda. Primero di con la cuadratura del círculo —circulum quadravi quum nemo quadrat—. Después, con arte hermético, destilé orina de muchacho ber­mejo en cuerpo de vaca mojada. (Haciendo raros dibujos.) Socarrón. Miguel: ¿Y por eso vinisteis a este sitio? Alquimista: No, sino que necesitando algún oro, se me fue la mano con un platero de la calle la Sierpe.

El arbitrista. Altaneramente despreciativo. Arbitrista: Mi arbitrio no es de mentecato como el del alquimista... Con acentuado misterio... Escuchad: Hase de pedir en Cortes que todos los vasallos de Su Majestad sean obligados a desayunar una vez al mes a pan y agua. Y con esto, en veinte años, queda desempeñado el Gobierno.

Miguel, riéndose. Hablan en voz baja, como conspirando. Arbitrista: ¿Os reís? ¿Conocéis a punto las deudas grandes del Gobierno? Perdióse la Armada Invencible... Cádiz fue saqueada por los ingleses; hubo nuevos desastres en África; las guerras de Flandes e Italia van mal... Miguel: Sí... Ya sé que Es­paña va como yo... Arbitrista: ¡Esperad! Os diré las deudas 'de Su Majestad hasta el último maravedí...

Alquimista, acercándose con acentuado desprecio. Éste no está aquí por

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ladrón, sino por loco. Los dos se vuelven, Miguel se levanta. (Voces de riña.) Nicolás y Chanfalla. Jugando a los naipes. Riñen. Miguel, curioso. Nico­

lás: si tuviera aquí mi cuchillo de cachas amarillas te lo metía por la barriga. Rinconete: Cálmese ese señor jifero Nicolás el Romo, que por meter esas ca­chas por otra barriga se ve en este palacio. Chanfalla, muy excitado, sin aten­der a las palabras de Rinconete. Chanfalla: ¡Alcance los naipes el señor Romo y no quede un as debajo... Y no sirva de punto y once!... ¡Envidio a las vein­tiuna!

Doña Estefanía, mirando con desdén el grupo anterior, acercándose a Chi-quiznaque con exagerados gestos de gran dama y mucha coquetería. Doña Es­tefanía: ¡Basta Chiquiznaque, por hoy! No majes más mendrugos para esta sopa. Chiquiznaque, abrazando a doña Estefanía. Chiquiznaque: El hierro for­talece los humores del cuerpo y espesa la sangre... ¿Echamos una rata a la sopa?... ¡Madre Montiela! ¿Queréis tocino? ¿O estáis ya untada y en trance?

La madre Montiela, echada, tapándose con una manta sucia y rota, se vuelve hacia Chiquiznaque, incorporándose, gruñe. Montiela: Calla, malvado, y déjame en paz con Dios y la poca vida que me queda.

Chiquiznaque y doña Estefanía, abrazados y riendo a carcajadas de la Montiela. Miguel, curioso. Miguel: ¿La tenéis por judía y bruja? Doña Este­fanía se separa de Chiquiznaque y, coqueta, mira a Miguel. Chiquiznaque: ¿Risa, la Montiela? Ésa es la que congela las nubes... Se acerca con grandes gestos a madre Montiela... Remedia doncellas y hace nacer berros en una artesa, y con ciencia de «Tropelía»... Se arrodilla junto a ella y, burlón, la arropa... Cambia a los hombres en animales. La Montiela le da la espalda, echándose; intenta taparse la cara con la manta, pero coincide un enorme agujero sobre su rostro. Chiquiznaque ríe estruendosamente. Montiela: A ti no te podré cambiar, porque eres ya un asno...

Gavilán, despertándose sobresaltado por la mordedura de un ratón, oyen­do las últimas palabras de la Montiela. Gavilán: ¡Madre Montiela, a ver cuándo nos hace a todos salir de acá volando en una escoba! Que me comen los ratones...

Maldonado, punteando las cuerdas de una guitarra, se acerca con despre­cio a Chiquiznaque, que machaca ahora un cinto de cuero. Maldonado: ¿Quie­res ya callar, Chiquiznaque, con darle al morrión como si fuera con esas gre-bas o quijotes del diablo?... Chiquiznaque: Si tú punteas esas dos cuerdas que te quedaron, también puedo yo «majar» con estos quijotes de esa arma­dura rota... Vosotros los gitanos sólo sabéis de quijadas de burros y no de quijotes y grebas...

La Gananciosa, cruzando y acercándose a la tina, empujando a Miguel, al pasar, con cierta gracia y coquetería. Gananciosa: Mardonao, ¿quieres agua..., pero no del morrión, sino de esa que voy a besar con estos labios de rosa?... Se la ve reflejando el rostro. Aprovecha para acicalarse sobre el espejo lí­quido.

El arbitrista, acercándose a Miguel. Con mucha curiosidad a Miguel: Y Vuestra Merced ¿quién es?

Con ironía desafiante, mirando a todos. Miguel: ¿Yo?... Un hidalgo... de un lugar de la Mancha... que estuvo un día con don Juan de Austria en Le-panto, y combatió en Túnez, y sufrió cautiverio por Dios y el Rey en Argel. Y preparó la Armada Invencible... Y amó a una Princesa...

Las frases de Miguel provocan una carcajada de todos los presos. Chi­quiznaque: ¡Sois un gran capitán lo menos!... ¡Un Príncipe!

Miguel, sintiendo el peso aplastante de la carcajada. Sus labios tiemblan de rabia y de tristeza. Siente repentinamente sed. Se acerca a la tina. Se con­templa viejo, triste y con la misma figura y rostro que tendrá don Quijote. Voces: ¡Viva el Príncipe! ¡Viva el Príncipe!

Doña Estefanía, con exagerados ademanes, pidiendo silencio. Doña Este­fanía: ¡Silencio!... ¡Tenemos acá con nosotros a don Amadís de Gaula!... Acercándose a Chiquiznaque... ¡Chiquiznaque, ponle el morrión, ajúsfale a las piernas los quijotes y dale esa caña de los ratones como lanza!... Chiquiznaque

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«¿Quién soy?... Un hidalgo... de un lugar de la Mancha... que estuvo un día con Juan de Austria en Lepanto, y combatió en Túnez, y sufrió cautiverio por Dios y el Rey en Argel. Y preparó la Armada Invencible... Y amó a una princesa...»

«He de escribir algo de que os divertiréis y reiremos todos y reirá el mundo... Os voy

a contar las aventuras de un Ingenioso Hidalgo... de... ¡Don Quijote

de la Mancha!» (Óleo de Daumier.)

Placa que conmemora el lugar donde estuvo preso Cervantes y en donde «se engendró» —ironías del destino— el «Quijote».

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se acerca a Miguel, que bebe; le encasqueta el morrión, un trozo de armadura y la caña como lanza. Risas.

Miguel, mirándose en el agua por un momento con la misma facha que ha de tener don Quijote. Se vuelve a todos riendo y medio sollozando, acer­cándose al arbitrista. Miguel: Amigo... ¿Me dais vuestro cartapacio? También hago el oficio de escribir; tengo mis puntos de poeta y novelista... Y he de escribir ahora algo de que os divertiréis y reiremos todos y reirá el mundo... Poniéndose a escribir ante la estupefacción de todos, que guardan el mayor silencio... Os voy a contar, amigos, las aventuras de un ingenioso hidalgo... de... ¡don Quijote de la Mancha!...

A la luz de un candil. Miguel y el grupo formado por los presos que le rodean. Miguel tiene unos papeles. Miguel: Escuchadme, amigos, y veréis que no os engañé... Del manuscrito sostenido por las manos de Miguel. Miguel: En un lugar de la Mancha... de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mu­cho tiempo que... vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor... Los ratos que estaba ocioso —que eran los más— se daba a leer libros de caballerías..., y de mucho leer se le secó el ce­rebro, de manera que vino a perder el juicio... Y vino a dar en el más extraño pensamiento en que jamás dio loco del mundo: hacerse caballero andante... Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabue­los. No tenía celada, sino morrión simple... Y para probar si era fuerte sacó su espada y le dio dos golpes...

Miguel (leyendo, con risa amarga), a sí mismo, y al cabo, se vino a llamar don Quijote de la Mancha...

Los presos, riendo, muy divertidos y comentando; Chiquiznaque impone silencio. Chiquiznaque: ¡Chitón! Miguel continúa leyendo. Miguel: No le fal­taba sino buscar una dama de quien enamorarse... Hasta que halló a quien dar nombre... (Estefanía con gestos de «gran dama», levantándose y acercán­dose a Miguel.) Una moza labradora de muy buen parecer... llamábase Aldon-za Lorenzo..., y buscándola un nombre que no desdijese del suyo, vino a lla­marla Dulcinea del Toboso. (Risas de los presos.)

Cervantes ha dejado de leer y se ríe también con los otros. Doña Estefa­nía se ha colocado junto a Cervantes y le acaricia de pronto la frente. Cer­vantes se vuelve, y, entre las manos de esta mujer, solloza.

Cuando se debe matar a un rey

Entre el elenco de tratadistas españoles contra el Tirano que cita el inolvida­ble F. J. Conde en su Saber político en Maquiavelo (Instituto Nacional de Es­tudios Jurídicos, 1948) no figura el padre Mariana y sí otros jesuítas como Gracián, Ribadeneyra, Márquez y escritores como Quevedo y Saavedra Fajar­do. Y, sin embargo, no hubo libro de mayor resonancia que aquel De Rege et Regis Institutione (1599), donde el famoso «príncipe» (1513) del florentino Ma­quiavelo, precursor de todos los totalitarismos posteriores, fuera más sabia­mente atacado por defender al «príncipe cristiano» y a la «monarquía católi­ca». Encargado por el propio Felipe II para educación de su hijo a través de su preceptor, García de Loaysa, amigo y compueblano de Mariana. Tratado que, por reacción contra la España imperial y católica y contra la Compañía de Jesús en su conquista espiritual de Europa, fuera impugnado y hasta que­mado en París. No obstante ser su doctrina la más pura y tradicional de la Iglesia al hacer dimanar el poder de Dios y de Dios al pueblo. Por lo «que son los reyes para la sociedad y no la sociedad para los reyes».

El padre Mariana había nacido en Talavera de la Reina, a finales de mar­zo de 1536. Criado en la cercana Puebla Nueva por padres adoptivos, estudian­te en Alcalá, novicio de Jesús en Simancas, ordenado en Roma, maestro en Sicilia, luego en París, donde se doctoró, viajero por Flandes y regresado a España tras veinte años de ausencia, para asentarse en Toledo, «luz y forta-

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leza de España», y morir un 16 de febrero (1624), casi nonagenario, dejando una obra, que si le valió persecuciones y envidias, también el consuelo de una gloria final.

Y que es urgente evocar sobre todo en lo referente a la Institución Regia. —¿Y cómo? —me pregunta su mejor y más reciente biógrafo, Manuel Ba­

llesteros. —Pues marchando a uno de los lugares más desconocidos e idílicos des­

cubierto por el propio Mariana y cuya paz le inspiraría su libro sobre la mo­narquía, El Piélago, no lejos de Talavera. ¿Lo conoces?

—No. —Pues vamos ahora mismo.

El Piélago

Y es allí, albergado en rústica cabana, donde el humanista que llevaba Ma­riana en su cultura, agónica entre Renacimiento y Contrarreforma, descubre el paraíso sobre la tierra, la Edad de Oro no desaparecida, la localización del lugar que Tomás Moro no encontrara para Utopía (1516) (U-topos, lugar nin­guno) antes de que otros jesuítas en 1607 lo revelaran también, allá en el Guai­ra americano, para instalar sus Reducciones a la mayor felicidad del indio. Y gloria de Dios. «Un jardín conjunto, donde bullen las aguas de una fuente inagotable, bajo la sombra de castaños y nogales, ciruelos, morales y otros árboles. No sin razón se ha creído que pudo ser tan deliciosa llanura consa­grada a Diana, diosa tutelar de los bosques... Es además la temperatura ad­mirable. De noche, como de día, puede uno pasar las horas sin molestia y sin fatiga, ya bajo la copa de los árboles, ya bajo el sencillo techo de una rústica cabana. Soplan templadísimos vientos puros, brotan de todas partes las más frescas aguas, cosas todas por las que no sin razón fue aquel lugar llamado Piélago. Alegre es allí el sol, alegre el cielo, alegre por demás la tierra. Baste decir, por fin, en su elogio, que dio la antigüedad el nombre de "Elíseos" a tan afortunados campos. Uvas, higos, peras, jamones excelentes, peces, aves, carnes y vinos ¡qué podrían hacernos olvidar la patria! »

¿Escuchamos a Horacio, a fray Luis, a Ronsard, a Camoens, porque como éste «da fresca térra se namora»? ¡Feliz Mariana! ¡Beatus Ule! ¡Piélago! ¡Campos Elíseos, a cuatro leguas de Talavera, que podrían hacernos hasta ol­vidar la patria! Pero Mariana no sólo no la olvida sino que en ese rincón edénico es donde se inspira para librarla del peor de los monstruos: un rey tiránico.

La educación del príncipe

Era por 1590. Había llegado allá invitado por un amigo canónigo de Toledo y teólogo llamado Calderón, con dos criados, Ferrera y Navarro, para prepa­rarles algún sustento. Y, mientras paseaban o reposaban bajo algún árbol en la siesta o la noche clara, dialogar e ir inspirándose en un tema que su amigo Loaysa le encargara tratase e imprimiese: el cómo educar al que sería Feli­pe III y debería recoger el orbe del imperio. Y es en ese silencio y soledad nemorosa donde iba a surgir el De Rege et Regis Insíitutione. Porque: «¿Qué cosa puede haber más agradable mientras se está disponiendo la cena que oír hablar sobre el modo de educar a un príncipe?»

El tratado constaría de tres libros. El primero sobre las formas de go­bierno prefiriendo la monarquía siempre que el príncipe fuera para el pueblo y no el pueblo para el gobernante, ya que se convertiría así en tirano. «Y aun­que el asesinato es siempre un crimen, deja de serlo y glorifica al que lo co­mete cuando, a falta de otros medios, se ejecuta sobre el cuerpo de un gober­nante para quien hayan sido los pueblos un juguete y la justicia una mentira.»

Y sin embargo estas afirmaciones, con otras no menos severas, no hubie­ran tenido trascendencia de no haberse utilizado en Francia para un escándalo

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internacional contra la Compañía de Jesús, más que contra Mariana, por ha­ber extendido su influjo hasta el propio Enrique IV, su gran protector, y que fue la víctima de un asesino, Ravaillac, que el 10 de mayo de 1610 lo apuñala­ría. Creyéndose se inspirara en la obra de Mariana, lo que era absurdo, pues, como señalara Catón, ni la conocía ni sabía latín para entenderla. Pero valió para ser quemada bajo las torres de Notre Dame de París bajo la incitación de la Universidad y del Parlamento, que expresaban así aquel «odio» de Fran­cia y las demás naciones contra el Imperio de España.

El Tratado se componía de otros dos libros más, sobre una pedagogía crí­tica el segundo y sobre el gobierno y defensa del Estado el tercero. Y aunque Cirot lo califique de «le plus hardi que posséde la litterature politique de l'Es-pagne» y luego fuera utilizado por revolucionarios y republicanos (un Pi Mar-gall fue el editor de Mariana en la Biblioteca de Autores Españoles por 1845, ya traducido), la realidad es que Mariana no hizo sino reiterar lugares comunes desde Cicerón y Catón en la antigüedad, hasta santos como Agustín y Tomás de Aquino, tratadistas como Salisbury o Gerson. Habiendo pasado no sólo la revisión de tres examinadores de la Compañía, de un delegado del general de la misma, del propio García de Loaysa, preceptor de Felipe III, sino de un censor como el mercedario Pedro de Uña, que exclamó alborozado: «Aunque el autor no tuviera otras obras que le hiciesen célebre, bastaría por sí solo este tratado "del rey y de la institución de la dignidad real" para demostrar su buen juicio y erudición profunda. Con especial cuidado y esmerada aten­ción leí la obra por mandato del rey y la hubiera leído una y mil veces...: tanto era el placer que me causó.»

Muchas más molestias le causaría a Mariana, no su valiente crítica de «las cosas» de su propia Compañía de Jesús, sino uno de los Siete Tratados aparecidos en 1609 en Colonia, sobre De mutatione Monetae, acusando a go­bernantes la acuñación de baja ley que pondría en peligro, como sucedió, la fortaleza económica del Imperio. Ya Vives y Pedro de Valencia se habían opuesto a la libertad del rey en la acuñación de la moneda. Pero contra Ma­riana se sintió aludido el duque de Lerma y sus funcionarios, que, unidos a envidiosos, como un tal Mantuano y algún otro magnate, le llevarían a prisión casi un año en San Francisco de Madrid, y, aun liberado, todavía un confesor del rey, el padre Aliaga, quiso llevarle a la Inquisición. Mal recuerdo de la nueva capital española, Madrid, para aquel imperial toledano, hijo de Ta-lavera.

En Talavera

Ya en el pueblo, aún alguna casa de traza añosa. Pero apenas el emporio tu­rístico que recomendara el propio Mariana. («Es verdaderamente de admirar que reuniendo tantas y tan buenas dotes estén aquellos lugares faltos de quin­tas, ni hayan merecido ser durante los «rigores del agosto moradas de recreo y de placer para los ricos, que difícilmente podrán encontrar otros más ame­nos, saludables ni fecundos.»)

Por el castillo de Bayuela y Cardiel de los Montes, hasta la Atalaya del Alberche, hicimos nuestro regreso a Talavera.

Talavera —decía Mariana—, «en los confines de la Carpetania y los Vecto-nes y la antigua Lusitania, ciudad noble, famosa, con grandes ingenios, que Ptolomeo llama Libora; Livio, Ebora; los godos, Elbora, y nosotros Talave­ra... Sospecho que "Tala", es la lengua antigua de España, es lo mismo que "pueblo", como Talaván, Talarrubia, Talamanca..., y que de "Tala" y "Ebura" se forjó el nombre de Talavera».

—Hay quien cree —dijo Ballesteros— que Ebura venga de Briga. —Briga es céltico y dio «burgo», «Brianza», «brigante». Pero mi instinto

toponímico me revela que «Tala» es «ciudad», como decía ya Mariana. Pero el «vera» tiene que proceder de la raíz «ibr», agua (Ebro). Lo que daría «Ciu­dad junto al agua, ciudad del Tajo».

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"Aunque el asesinato es siempre un crimen, deja de serlo y glorifica al que lo comete cuando, a falta de otros medios, se ejecuta sobre el cuerpo de un gobernante para quien hayan sido

los pueblos un juguete y la justicia una mentira.» (Del libro «De Regi et Regis Institutione», escrito por el padre Mariana por encargo de Felipe II.)

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La Puebla Nueva

Al atardecer dejé a Ballesteros con mi familia talaverana y marché a La Puebla Nueva —que él ya conocía—, donde Mariana se crió con padres adoptivos: los Salguero, ya que el auténtico, por su calidad eclesial, y la madre, una tal Ber­nardina Rodríguez, no pudieron legitimarlo. Eran pocos kilómetros atravesan­do el río y pasando aquel cerro negro de mi infancia que desde la finca de mi abuelo me parecía el Finisterre talaverano. Tras él, una meseta verdeante de alcaceles. Mancheguidad ya. Una vaguada y un riancho, y La Puebla Nueva, que debería llamarse Vieja por haber acogido aquel que, según Saavedra Fa­jardo, se teñía las barbas de canas para parecer más anciano de lo que era.

Al fotografiar el casar junto al cuartelillo de la Guardia Civil, salió sos­pechoso un cabo para pedirme explicaciones. Y entonces le conté la vida de Mariana, y cómo había escrito una historia de España que no ha sido aún mejorada. Primero porque se formó estudiando desde Orosio a San Isidoro, Jiménez de Rada y Alfonso el Sabio, todo lo mejor. Luego, porque superó a sus coetáneos más localistas, como el andaluz Morales; Zurita, el aragonés; Ocampo, el castellano; Garibay, el vasco. Y porque ya escrita, ningún histo­riador español pudo vivir como Mariana «el hecho del imperio». Y no le cité al asombrado guardia civil, que me quiso invitar a café, citas imperiales que recordaba con exactitud. Pero a vosotros, por lo menos ésta: «Ahora que el imperio de los reyes se extiende mucho por el continente, y en los mares ape­nas tiene por límite los límites del orbe.» Pero se iba la luz y quería fotogra­fiar la casa donde dicen que viviera y la parroquia donde le bautizara el ba­chiller Martín Cervera, clérigo. Me mostraron un caserón con escudo y un portalón tapiado. No era seguro. Cruzaron unas cabras, y tras ellas un labrie­go con rostro menudo y de marfil como debió de ser el de Mariana, según el retrato del antiguo colegio imperial, en la calle de Toledo madrileña, donde yo estudiara, San Isidro.

El secreto de Mariana

Talavera dio, como dijo Mariana, «varones ilustres». Desde su amigo García de Loaysa a conquistadores de América como Francisco de Aguirre, funda­dor de La Serena, en Chile, o el catedrático Frías de Albornoz, en Méjico. Pero universalidad como la suya, ninguna, de las más excelsas de España. «Príncipe de los historiadores españoles» se le denominó. Como a Cervantes de los novelistas; y a Garcilaso de los líricos; y a Teresa, de la mística; y a Lope, del drama; y a Vives, de la filosofía. Desde Toledo, donde se afincó, sintió aquella capitalidad imperial antes de que Madrid la hundiera en el re­cuerdo y traicionase lo que Toledo había creado. Sólo desde Toledo pudieron escribirse aquellas órdenes salvacionales: «Búsquense para nuestros Tercios hombres de todos los distintos puntos del imperio, porque además de verse aseguradas nuestras conquistas encontraremos en ellos la fuerza que necesi­tamos para llegar a sujetar el orbe. Tenemos ya el paso abierto para ir a enar­bolar nuestras banderas en las más lejanas e indómitas naciones.» Por eso escribió su De Rege et Regís Institutione, para advertir a Felipe III de las «amenazas graves» que sobre el imperio y sobre él, como rey, se cernían. Aunque no la de que le dieran muerte, ya que fue precisamente lo contrario de un tirano, un tiranizado por validos y camarillas... Hay quien pensó que el objetivo íntimo de Mariana fuera Felipe III , a quien conociera personalmente en Toledo. Pero no...

Mariana, si aconsejó el tiranicidio, fue en la tradición más sublime de la Iglesia. Para defender a la Iglesia misma, frente a todo cesarismo o estadola-tría, que en el Renacimiento había encontrado su expresión política en El Príncipe, de Maquiavelo, y religiosa, en el nacionalismo luterano.

«No puede separarse la religión del Gobierno sin la ruina de entrambos; del mismo modo que no puede separarse el alma del cuerpo. Por eso se reco-

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noció la necesidad de establecer una cabeza, a la cual obedecieran todos los príncipes de la Tierra y respetaran todos.» Y ya, dentro de la Iglesia, una nue­va milicia, la suya, la de Jesús, cuyos sacerdotes «se crían para soldados, para andar por las plazas, mesones y hospitales y vivir entre soldados, herejes y gentiles».

Como el propio Mariana realizó andando por plazas europeas, mesones flamencos e italianos, hospitales militares y de pobres, afrontando heréticos y persecuciones, dando doctrina a niños, confesando a pecadores, inquiriendo pecados, compilando todo el saber de su época para escribir por vez primera una historia española «ordenada» y hacerla conocer a los mismos que la es­taban realizando. Dándoles así conciencia de ser el pueblo elegido para la ma­yor gloria de Dios.

Y abatir a todo tirano que se opusiera. Secreto de Mariana... En estos momentos de tiranías mundiales y espiri­

tuales agonías, nada mejor que recordar ese secreto del toledano talavereño. ¡Mariana!, resistente a través de siglos. Alcázar místico de nuestra historia y de nuestra fe.

Siempre actual Quevedo

Y quizá ahora más que nunca en la historia de sus actualizaciones. Las que le brindaron del xvn al XVIII seguidores como Vélez de Guevara, Francisco Manuel de Meló o un Diego de Torres Villarroel, en España, o un Scarron o un Restif de la Bretonne, en Francia. Y, ya en nuestros días un Ramón, un Borges, un Solana, un Bergamín, un Alberti, un Neruda, un Cela, un Goytisolo. Y la perenne popularidad de sus chistes y letrillas o el nombre de «quevedos» como lentes enconchados para mirar el mundo por dentro y por fuera.

Quevedo, bautizado en San Ginés, estudiante en el hoy Instituto de San Isidro (el mío), ayer Colegio Imperial; cofrade del Olivar y San Sebastián (mis parroquias), con calle a su nombre (antes del Niño), donde tenía casa y viviera Góngora, junto a las mansiones de Cervantes y Lope. Y con un monu­mento y una glorieta, ¡Quevedo! (Con parada de Metro.)

Es actual Quevedo, y más que nunca, por haber precedido a un Kierke-gaard, a un Unamuno, un Ganivet, un Heidegger, un Kafka y un Sartre. Como ha escrito Charles Marcilly, «Quevedo está en la línea del pensamiento estoico largamente fecundada en las letras españolas». Manejó mucho los filósofos paganos, como se ve en su serie de «Sonetos a la muerte» (ceniza gris en va­cío absoluto). Pero si estoico, «con sinceridad cristiana indisputable». ¿Since­ridad? ¡Valentía!, como él mismo afirmara: «La secta de los estoicos, que tanta vencidad tiene con la valentía cristiana si no pecara en lo demasiado de su insensibilidad.»

Periodismo de Quevedo

Pero sin acudir a esas altísimas precursiones del existencialismo, Quevedo es actual más que nunca como maestro de periodicidad, entendiendo por ello lo que todo el mundo olvida cuando habla de periodismo: la dimensión tempo­ral. ¡El tiempo!, y su periodicidad. La obsesión azoriniana del tiempo, otro periodista inolvidable de «nuestro tiempo». El que descendía a los antros del Metro de Madrid como Quevedo a las Zahúrdas de Plutón. Porque en el Me­tro y las Zahúrdas se podía exclamar entre rieles: « ¡Oh! Cómo te deslizas, vida mía.» Quevedo fue el heredero de los juglares mediévicos-primigénicos periodistas en escarnecer y burlar, pero enaltecer también famas y honras. Quevedo heredaba a un Arcipreste de Hita y al de Talavera. Y se le podría comparar con Aretino, en Italia, y luego Voltaire, en Francia. Quevedo estuvo

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ya en la línea de las primeras Gazetas barrocas del xvn, urracas o gazze par­lanchínas. Así como Quevedo prefiguró nuestros criticistas dieciochescos: Jo-vellanos y Cadalso. Y su obra, por lo revuelta, tiene mucho de «cajón de sas­tre» a lo Francisco Mariano Nifo. Quevedo antecedió a Larra en su incon­formidad de España. Quevedo: preludio del 98. Pues hay quevedismos en Unamuno, Maeztu, Baroja. Y luego Ortega, en sus folletones de El Sol, con «sutilezas del pensar» y «agudezas».

Ramón tuvo una «entrada a Quevedo» y escribió todo un «Quevedo» y sus greguerías joyas fueron del conceptismo barroco. Y luego Cela, con «la exageración de la exageración», como Tierno Galván definiera el estilo que­vedesco.

Según se acercaba su centenario fueron apareciendo documentaciones quevedescas, tanto en papeles suyos como en libros sobre él. Y de éstos quiero señalar el Quevedo de Gonzalo Sobejano (hijo de aquel Sobejano de Murcia que tanto estimé en mis ya lejanas murcianidades). Y autor, entre otros sin­gulares tratados, del Nietzsche en España, que tuve el orgullo de inspirarle, según él. Gonzalo Sobejano, profesor en Filadelfia, recoge en su obra una bi­bliografía quevedesca superadora de aquella de José Simón Díaz en su precio­so Manual de bibliografía de la literatura española. Mostrándonos cómo se multiplican los quevedólogos franceses desde Merimée y Bataillon con Bou-vier, Ma, Molho, Cros, Gendreau, Marcilly, Bochet... Los italianos, con Bellini, Martinengo, Levisi, Rovatta, Campagnuolo, Pinna, Morreale, Consiglio... Los alemanes, con Baader, Rothe, Stoll, Krankel, Koepe, Schmidt, Reichnardt, Von Jan, Kellermann... Los anglosajones, con un Green, Crosby, Morris, Baum, Bleznick, Moore, Pound, Parker, May, Wilson, Castanien, Iventosch, Randall, Pring Mili, McGrady, Price, Rivers, Walters, Johnson, Soona, Boyce... Surgien­do entre tales estudiosos comparaciones con Shakespeare, Montaigne, Goethe, Joyce.

Quevedo y el surrealismo

Pero en tal bibliografía quevedesca no he visto lo que da otra nueva actuali­dad a Quevedo. Su anticipación surrealista. Maestro de Sueños e inspector abisal de alcantarillas humanas... (¿Leería Freud a Quevedo?)

Cierto que el tema onírico es viejo como el mundo. Desde los brujos y chamanes prehistóricos a Luciano, Dante, el Román de la Rose, don Juan Ma­nuel, Boccaccio y luego Bunyan y Kafka.

Quevedo era aún muy medieval en sus sueños con modalidades grutescas o grotescas a lo Brueghel o Bosco. Pero anticipa a Goya. Y a mis camaradas del surrealismo del 27. Yo creo que la editorial Turner debería editar Los sueños quevedescos con ilustraciones de Dalí, Miró, De Chirico, Marx Ernst, Magritte, Tanguy, Man Ray, Penrose, Toyen, Styrsky...

Pero hay un Quevedo al que yo más venero por siempre eterno. El que se consideraba, en cuanto poeta o vidente, dictador de políticos. El de Polí­tica de Dios y gobierno de Cristo, de los que sentía intérprete y por eso la exigía, la dictaba a un Felipe IV y a los validos. «Yo empecé el primero a dis­currir para los reyes y príncipes. Yo (como el camino que sigo es nuevo) no puedo valerme de otro intérprete que de la consideración de la vida de Cristo.»

Precursor de libertad

El Quevedo de La hora de todos. Donde el Quevedo tradicionalista, aristócra­ta, monárquico, va sintiendo la nueva hora que se aproximaba sobre España, su España defendida frente a holandeses, franceses, italianos, ingleses y, sobre todo, judíos. La hora del mercantilismo y la burguesía, de la democracia, la técnica y la libertad. Y hasta -llega a concebir en La Fortuna con seso, o sea: con una programación del acontecer histórico, y no a la loca ventura, una hu-

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Quevedo: preludio del 98.

¿Leería Freud a Quevedo, maestro de sueños e inspector de alcantarillas humanas?

Quevedo: «Yo empecé el primero a discurrir para los reyes y los príncipes.» (Portada

de su obra «Política de Dios, gobierno de Cristo».)

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manidad social, un mundo sin esclavos, unas Naciones Unidas frente a las vesa­nías y guerras nacionalistas y con una economía sin tiranía dineraria.

Agónico, luchador Quevedo, actualísimo Quevedo. Pero sobre todo: ante la muerte.

Para comprender el sentido de la muerte en este poeta de la vida —que por eso afronta estoicamente, cristianamente el morir a cada momento— hay que evocar el famoso soneto del «Miré a los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes ya desmoronados, / de la carrera de la edad cansados...», en­tendiendo por «patria» no sólo su España, la del derrumbe histórico, sino su propia y personal vida. Por lo que «vencida de la edad sentí mi espada, / y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte...»

¿Cuándo esa visión? Sin duda cerca del 8 de septiembre de 1645, que ce­rraría sus ojos —ya sin quevedos— en aquel manchego y quijotesco pueblo de Infantes (de Villanueva de los Infantes), donde se refugiara a morir. ¿Cono­céis Infantes? Venid a él conmigo.

Infantes

El médico le diagnosticó que viviría tres días más, hasta el día 11. — ¡Ni tres horas! —respondió Quevedo. Y así fue. Tomando antes un espacio para dictar algunas disposiciones y

algunos chistes, como aquel sobre que dejara algún dinero para la música del funeral.

—¿La música? ¡Pagúela quien la oyere! —¿Dónde murió Quevedo? —pregunté en la Costanilla del Remedio. —Querrá decir dónde vivió. Ya esa respuesta era quevedismo puro. Pero me llevaron a la calle de

Quevedo, número 2. —Ésta es la casa, la de don Jesusillo. —¿Y quién era don Jesusillo? —Pues quién iba a ser, ¡un cura! En aquella casa había, que recordase a Quevedo, sólo la luz encalada y

sombría del patio, con cinco gatos y sobrándole cinco chicos que allí apare­cieron. ¡Tan mísero aquel rincón para el señor de la Torre de Juan Abad! Claro que murió pobre, aunque aparentando ínfulas y riquezas, y lo poco que le quedaba se lo robó su criado, que era gallego.

—¿Murió aquí Quevedo? —pregunté a la mujer que me enseñaba aquello. —Ahí lo dirá, en esos santos de las paredes (eran unos cromos de revis­

tas, uno de remeros vascos). —Y esas plantas junto al pozo ¿qué son? —Evónimos. Enfrente había un colegio de niños con columnas encaladas y un pozo. Su cuerpo está allá, en Santo Domingo, en una ermita nueva, bajo una

lápida. Quevedo estaba y seguirá estando en Infantes por todos los lados, en lo

que ese pueblo tiene de señorialidad y derrumbamiento. Estaba en la Cruz de Santiago que ostentaba la catedral en su portada, como Quevedo en su pecho. Estaba en esa Costanilla del Remedio que hacía esquina a su casa, donde había un médico llamado «Reguillo». Y una pensión como la del Buscón, lla­mada «Rufo». Y sobre todo una funeraria, un monumento de muerte. Y un cierto abogado de nombre godo «Ediberto». Y no lejos la cárcel, otro temario del gran barroco.

«Todo este mundo es prisiones, todo es cárcel y penar...» No lejos el viejo palacio de la Inquisición, el de doña Inés.

-•—Mire, esa casa en la esquina con balcón es la del caballero del verde gabán.

En Infantes todo parecía derrumbarse y tenerse tieso a la vez. —¿De qué vivía el pueblo?

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—¿De qué? De la labraduría. Pero Infantes tiene algo más que Quevedo y don Quijote. Un hombre que

de veras no temió a la muerte: Santo Tomás de Villanueva. Me enseñaron la casa donde nació (claro que tampoco nació ahí, sino en el cercano pueblo de Fuenllana). Veía portadas, escudos. Todo encalado con blancor de hueso, como tapando la vanidad de la piedra.

En otra calle me hablaron del duque de San Fernando, de la solera de los Melgarejo. En Infantes pensáis en la América de los conquistadores, la que Quevedo sólo vería a través de su Buscón huido.

Segismundo y Polonia

Si España ha dado dos universalidades en su literatura han sido la del Qui­jote y esa de La vida es sueño.

«Porque idea, esa de La vida es sueño no la hay más grande en ningún teatro del mundo», afirmó Menéndez y Pelayo. Añadiendo: «En la historia de la alegoría dentro de la literatura cristiana habrá que colocarle en un puesto muy cercano al Dante. Después de Sófocles, después de Shakespeare, debemos colocar a Calderón.»

Y es porque en Calderón culmina el drama de lo que entonces se llamaba «el libre albedrío» y hoy denominamos «la libertad». Y por ello enloqueció a los románticos. Primero a los alemanes y más tarde a los nuestros. Tras haber estado casi un siglo incomprendido por los racionalistas franceses, que impu­sieron en la España del XVIII —la poscalderoniana— los preceptos dramáticos de un Boileau a través de nuestro Luzán y su Poética.

Como consecuencia de la dramaturgia de un Lessing nace el romanticismo germánico de un Tieck y de los Schlegel, que descubren en Calderón toda la gloria olvidada del medievo cristiano: su espiritualismo. Hasta arrastrar al propio Goethe. Y en España, tras los mediocres y tardíos elogios de Bóhl de Faber en Cádiz, un Aribau en Barcelona y un Lista en Madrid, sólo surgió el entusiasmo de Menéndez Pelayo, quien vio en Calderón la esencia del genio de España, de su catolicidad, así como la dramatización del destino humano hacia la libertad moral.

Por eso no es arbitrario que Calderón situase el escenario de La vida es sueño sobre el país más romántico de Europa: Polonia. La católica Polonia. A la cual ya había dramatizado el propio Lope, Polonia y España.

Lope había presentado Polonia ante España a través de su Gran duque de Moscovia o el Emperador perseguido: el famoso «falso Demetrio», muy popular en la España lopista, y cuya historia se la precisó a nuestro Fénix de los Ingenios un jesuíta polaco. Iván el Terrible o gran duque de Moscovia —muerto por 1584— tuvo dos hijos: Teodoro y Demetrio. A los dos asesinó su pariente Boris Godunof, que se instaló como zar de las Rusias en el trono de Iván. Pero entre el pueblo cundió la noticia de que Demetrio no había muerto y que estaba escondido y protegido por la flor del Ejército de Polonia y por la Compañía de Jesús como un caudillo salvador. Y ese Demetrio falso o verdadero, como hijo de Iván y seguido por el pueblo, logra derrotar en Esmolensko a Boris, tomar Moscú, arrebatarle el trono y reinar un año, res­taurando el orden tradicional y la fe católica. Pero Boris consiguió, al fin, matar de veras a Demetrio y organizar una matanza de polacos entre las mu­chas que sufriera la mártir Polonia.

«La vida es sueño», drama polaco

Drama polaco fue La vida es sueño con un príncipe polaco: Segismundo. Y versos como aquellos de «¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción...», que parecen del poeta nacional de

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Polonia, Krasinski, el que moría por morir, como Santa Teresa: «No me asus­ta la muerte, sino la vida / al ver flotar mundos vacíos ante mis ojos. / La tierra me parece una fosa, / y muero porque no muero...»

Así como recorrí algo Varsovia cuando fui a Esmolenski durante la gue­rra, no pude visitar Cracovia y contemplar su castillo de Wawel, el de sus reyes, que hoy creo está convertido en museo. Y aquella capilla entre las die­ciocho de su catedral, consagrada a Segismundo. Y escuchar la campana Se­gismundo, la mayor de Polonia.

¿Se ha representado mucho La vida es sueño en Polonia? ¿Hay alguna evocación de Calderón allá tal como en Holanda? Breda posee en su Ayunta­miento una réplica del cuadro de Las lanzas velazqueño y a sus pies una car­tela con los versos calderonianos, en español y en neerlandés, sobre la rendi­ción de Breda. Aunque comprendo que la Cracovia actual rinda mayor culto a Lenin con un gigantesco complejo siderúrgico de su nombre. Lenin vivió en las montañas de los Tatra polacos, con su familia, y ocupó el chalet de Teresa Skupien en Bialy Dunajec, entre 1913 y 1914, preparando allí su revolución social con los dirigentes del partido.

Si La vida es sueño calderoniana es el drama más universal que existe ¿no será por desarrollarse en Polonia donde se han dado otras inolvidables universalidades? No me refiero tanto a la de un Chopin en la música o a la de María Sklodowska o a madame Curie para la ciencia como a esas de Lenin para lo social y la de Copérnico para el mismo Universo.

Copérnico

Si Lenin desde Polonia concibió una revolución romántica y mundial, antes, otro también genial revolucionario, pero polaco, la realizó. Y mucho más tras­cendental: cósmica. Nicolás Copérnico.

Copérnico nació en Torun, junto a la iglesia de San Juan y el Ayuntamien­to, donde su padre ejerciera de juez, y cerca de una famosa posada, El Delan­tal Celeste, reconstruida hoy, según creo, para gustar platos nacionales. La Universidad de Torun, que lleva su nombre, acoge a millares de estudiantes aspirantes a astrónomos y astrofísicos. Todo esto es bastante conocido por polacos y extranjeros. Pero mucho menos la relación de Copérnico con Espa­ña y que me revelara mi maestro Ortega: Copérnico había publicado su De revolucionibus orbium celestium en 1543, que aunque no desapercibida, tal obra era simplemente utilizada por los astrónomos a causa de sus datos mé­tricos. Pues bien: el primer europeo que «con toda solemnidad y decisión se adscribe al copernicanismo y hacer gemir las prensas de Toledo bajo la nue­va y maravillosa idea (la del giro copernicano en el orbe celeste) fue un an­gustiado español, fray Diego de Zúñiga (Didacus Astunica) en un Comenta­rio a Job».

Romántica Polonia

¡Romántica Polonia! ¡Heroica Polonia! ¡Calderoniana Polonia! Troceada una y otra vez y siempre resurgiendo. Aquel reparto de 1772 entre Rusia, Prusia y Austria. El de 1793 con patriotas al frente como Kosciuszko y Poniatowski. El de 1795. El del Congreso de Viena, 1813. El de 1848 ante su intento indepen-dista. El de la primera guerra mundial con héroes como Pildsuski. El de la última contienda. Y siempre esperando un nuevo Demetrio o un nuevo Segis­mundo que haga de esa vida dramática un sueño. ¿Walesa, el líder obrero?

¡Dramática Polonia! Aquella fosa de Katyn que yo vi, con la matanza de 1940. Desde la estación de Gniedowa fueron trayendo a los oficiales polacos prisioneros en camiones. Mirarían la libertad de los pinos circundantes, en sus copas, ascendiendo al cielo y al aire de primavera, donde siniestras vola­rían cornejas. Pero pronto sus ojos se abatirían a la cárcava silícea donde las

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No es arbitrario que Calderón situase el escenario de «La vida es sueño» sobre el país más romántico de Europa: Polonia. (Vista de Varsovia.)

¡Romántica Polonia! ¡Heroica Polonia! ¡Calderoniana Polonia! Siempre esperando un nuevo Segismundo que haga de esta vida dramática un sueño. ¿Walesa, el líder obrero?

Es a este Calderón romántico al que hoy entendería esta España adolorida. Porque sólo él supo darnos el

consuelo de que no todo es fracaso e ilusión, y aunque los sueños sueños sean, la vida es algo más. (Escena de «La vida es sueño» representada en la capilla

del Obispo de Madrid, en 1981.)

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ametralladoras en torno les fueran enterrando, mientras a los agonizantes, un tiro en la nuca, el Genikschuss, les inmovilizaría para siempre. La mayoría de aquellos cadáveres tenían el rostro aún, cuando los vi, desencajado por el es­panto, los cuerpos calcificados, momificados, algunos aún enteros, pelado el cráneo, rotos algunos dientes, la carne fibrosa, el ojo cristalizado, las manos engarriadas y los uniformes de plomo y barro como de escayola. ¡La oficiali­dad selecta de Polonia! Como en los tiempos, otra vez, de Demetrio... Pero lo que es la vida. Allí, tras más de dos años de enterramiento, donde parecía haber desaparecido toda vida, había vida aún. Aparecían fotografías, cartas, periódicos... Como mariposas de una resurrección primaveral. Polonia resu­citaba una vez más en su historia. Como resucitaría Segismundo tras el sueño de su cueva. Porque la vida no es sólo frenesí e ilusión, sino algo más divino que Calderón confiara al Segismundo redivivo y salvado: «Acudamos a lo eter­no / que es la fama vividora / donde ni duermen las dichas / ni las grandezas reposan.»

No, es Lope a quien se debe recordar en estos tiempos. Lope: el cantor dramático de nuestra unidad y de nuestro imperio. De España en el mundo. Sino ese Calderón que vio, como Segismundo, ya por 1681 antes de morir, cómo ese imperio se resquebrajaba y la unidad española había que acudir a defenderla como él fue personalmente a Cataluña y el entronque peninsular con Portugal fracasaba... Es a ese romántico Calderón al que hoy entendería esta España dolorida, entendería como nunca al que deberíamos rememorar y exaltar. Porque sólo él supo darnos el consuelo de que no todo es fracaso e ilusión, y aunque los sueños sueños sean, la vida es algo más. Pues:

aun en sueños ¡no se pierde hacer el bien!

Gracián, desde Paraguay

La comprensión —que no la influencia— de Gracián venía siendo muy recien­te. Porque su influencia, sobre españoles y sobre extraños: desde que publi­cara El Héroe por 1637.

Pero su comprensión —como la del Quijote, como la del Greco— muy tardía y desde fuera adentro: desde Europa a España. Ya lo presintió el pro­pio Gracián: «Fueron algunos dignos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre. Y si éste no es su siglo muchos otros lo serán.» Y: «¡Oh alabanza que siempre vienes de los extraños! ¡Oh desprecio que siempre lle­gas de los propios! »

Como el Quijote, como el Greco, Gracián quedó incompreso por sus coe­táneos. No importaba que un Quijote llevase catorce ediciones sólo en vida de su autor y fuese traducido a varias lenguas. Su autor recibió burlas, des­denes e indiferencia de un Lope, de un Quevedo, de un Calderón, de un Tirso, de un Suárez de Figueroa, de un Nicolás Antonio... ¡y del propio Gracián! Así, Gracián fue zaherido hasta por alguno de sus escasos amigos, como el canónigo Salinas. Y si el Quijote provocó un falso Quijote, el de Avellaneda (1614), Gracián toda una Crítica de Reelección (1658) del valenciano Lorenzo Matheu y Sanz. Y sin embargo, ese jesuíta aragonés oscurecido, maltratado por sus coterráneos —(«Son las patrias madrastras de la misma eminencia»)— les estuvo creando todo un estilo, el de su propia época, el «conceptista». In­fluyendo en españoles como un Martínez de Cuellar, un fray José Laínez, por citar los plagiarios evidentes y no los eminentes como un Quevedo, un Saave-dra Fajardo... El siglo XVIII siguió siendo de mutismo e ininteligencia para Gracián. No obstante las múltiples ediciones de sus obras en Amberes, Ma­drid y Barcelona. Pero los racionalistas del' 700 siguieron desentendiendo a un entendedor como Gracián que había introducido nada menos que el raciona­lismo criticista en España. Ni Lujan, ni Lampillas, ni el padre Juan Andrés, ni Quintana, ni Capmany, captaron el genio del universal bilbilitano. Y si nues-

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tro siglo XVIII no comprendió a Gracián menos nuestro Romanticismo. Hay que llegar a los albores de nuestra centuria para encontrar sus primeras pro­clamaciones en un Menéndez Pelayo, en un Adolfo de Castro y un Azorín.

Claro es que Gracián venía ya impuesto desde afuera. Sobre todo —como el Quijote— desde Alemania. Si los grandes descubridores del Quijote fueron los hombres de la Aufklárung y del Sturm und Drang y de la Metafísica: Les-sing, Herder, Goethe, Schlegel, Heine, Schelling, Hegel, Dilthey, también de Gracián: Goethe, Kant, Schopenhauer, Nietzsche. El Criticón es uno de los mejores libros del mundo. «Quizá la más grande y la más bella alegoría que haya sido escrita jamás», exclamaría el autor de El inundo como voluntad y representación, ya por 1818. Y Nietzsche: «Europa no ha producido nada más fino ni más complicado en materia de sutileza moral.»

«Gracián demuestra en experiencia de la vida una sabiduría y una perspi­cacia con las cuales no hay nadie comparable hoy.» Era Gracián el español que, traducidas todas sus obras al francés desde el xvn había inspirado nada menos que las Máximas de un La Rochefoucauld o Los Caracteres de un La Bruyére. Y a un Fénelon, un Vauvenargues, un Voltaire, un Chamfort y un Rousseau. De ahí que Francia posea hoy los más concienzudos estudiosos so­bre nuestro jesuita: Morel-Fatio, Coster, Bouillier, Rouveyre, Lanson, Sarraihl y otros más.

Era Gracián el aragonés universal que fue traducido al inglés antes de morir, en 1652, y no dejó ya de serlo hasta hoy. Incitando uno de los libros más clásicos de Inglaterra: el Robinsón Crusoe (1719) de Daniel Defoe, cuyos dos personajes Robinsón y el indio Viernes, el Civilizado y el Salvaje, no eran sino trasunto británico del Critilo y Andrenio gracianescos.

Este Gracián vertido al holandés, al húngaro, al ruso, al polaco, desde el siglo XVIII.

Original y genial como Cervantes. Y como Cervantes (y todos los espíritus genuinos de España) sin otras deudas, a su vez, que la paternidad romana o itálica. Desde los clásicos a los humanistas. Si Cervantes tuvo sus raíces en un Boccaccio, un Ariosto, Gracián en su paisano Marcial y en Séneca, entre otros latinos. Y en los modernos: Guarini, Marino, Botero, Alciato, Castiglio-ne, Peregrini, y, en su propio impugnado Maquiavelo. No en vano Italia ha dado después los más perspicaces comentaristas tanto de Cervantes (Toffanin, Casella) como de Gracián (Farinelli, Croce, Melé, Marone).

Respecto a España —Gracián— debió parte de su formación, claro está, a otros varios ingenios. Entre ellos a don Juan Manuel. Y sobre todo, su fuerza moral —su gran secreto—, a San Ignacio.

Lo cierto es que Gracián en España no ha ido siendo comprendido hasta nuestros días. Y en nuestros días lo era aún sin cifra exacta. El mismo Me­néndez Pelayo tras llamarle «ingeniosísimo estilista de primer orden», «se­gundo de aquel siglo», le clasifica de «maleado por la decadencia literaria». Y de los estudios posteriores, salvo la fina denuncia de Azorín Un Nietzsche español.

Si yo creo haber dado en la cifra precisa —la agónica— de lo que era quintaesencia en Gracián no es porque posea mayor erudición, mayor talento que mis ilustres predecesores, sino por algo bien humilde y providencial: el haber enfocado el sino agónico (bivial y ambivalente) del universal jesuita aragonés: desde el Paraguay.

¿Y por qué desde el Paraguay? Porque, precisamente, desde el Paraguay es de donde mejor podía captarse la cifra de esa época difícilmente descifra­ble que suele llamarse el Barroco. Ese período histórico que va desde fines del xvi a fines del xvn.

El Barroco ha tenido muchos definidores, muchos exegetas. La mayoría: fijándose en su más accesible apariencia, la arquitectura. En sus fachadas. O en las convulsiones plásticas de pintores y escultores. Miguel Ángel, Greco, Borromini, Churriguera, Rubens, Puget. Todo lo más: en su poesía lírica, Ma­rino, Góngora, Sydney, Griphius.

Los más conocidos tratadistas del Barroco: Wolffling, Burckhardt, Rey-

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mond, D'Ors, Calcaterra, Hatzfeld, Isaacs, Focillon, Cisevsky, Chastel, De Reynold, Gillet, Kohler, Boase, Fierens, vienen a concluir —según su resumi-dor Jean Rousset— en dos características esenciales, esto es, en dos cifras: la del Movimiento y la del Ornato.

Así fue el Barroco. Así fue el xvn. Un querer evitar que el siglo xvi, hu­manista, desembocase en el ilustrado siglo xvni para que retrofluyese otra vez a los siglos medievales. Eso fue la máxima pluma del Barroco en España: el padre Baltasar Gracián, jesuíta, nacido en 1601 y muerto en 1658, sobre una tierra —la aragonesa— ya de por sí misma barroca, entrechocada, donde ve­nían pugnando las más impetuosas ondas del Occidente románico y cristiano contra las más crespas aguas del Oriente morojudío medieval.

¿Habéis visto una torre mudejar de Aragón de líneas grecorromanas y de tracerías moriscas en ladrillo? Ése sería el estilo, la cifra de Gracián. Su vida y su obra.

La vida contrastada de Gracián

La vida de Gracián, no larga, muy densa. Un perenne, indescifrable contraste. Magro de cuerpo y atleta de ánimo. No salir de su Aragón «la buena tierra de España», que exalta con frenético localismo, y, cuando sale: a la Universidad. Hombre de paz, sacerdote, y sin embargo, ardoroso de la guerra que siente, hasta tal punto, que no sólo la hace espiritual —polémica criticista—, sino real, en la de Cataluña (1646) donde interviene como capellán del Marqués de Leganés, tan heroicamente que merece ser glorificado como el «Padre de la Victoria». Ascético de costumbres, místico en su Comulgatorio y no obstante un sensual de belleza inteligible, en los jardines, la armería, la biblioteca, el museo, la amistad y la mesa del humanista Lastanosa y sus «amigos de elec­ción». Lastanosa, el procer de Huesca, el creador de aquel soto de Humanis­mo, aquella academia y delicia a la itálica que fue su casa sobre el yermo aragonés. «Quien va a Huesca y no va a casa de Lastanosa, no ve cosa.»

Gracián: impasible y requemado. Humilde e insurgente. Capaz de aten­der a apestados en hospitales y luego desobedecer a sus superiores no en­tregándoles su Criticón a revisar. Vida de Gracián: contraste y agonía. Por­que su drama fue el mismo del Barroco, con palabras suyas: «No comenzar a vivir por donde se ha de acabar.» No gustar del Humanismo para no aca­bar en la Ilustración. O dicho de otro modo y también por él: «No aguar­dar a ser sol que se pone.»

La obra de Gracián hay que oírla con extremada alerta. Como para acu­dir en su socorro. Su primera apariencia es la de una sorprendente diviso­ria de aguas entre Escolástica o mejor Neo-Escolástica {El Héroe, 1637; El Político, 1640; El Discreto, 1646; Agudeza y Arte de Ingenio, 1642-1646; Oráculo Manual, 1647, y El Comulgatorio, postuma 1655) y Utopía {El Cri­ticón, 1651-1657). Entre sus libros mozos y adultos (de 1637 a 1646) y los de su posterior madurez, El Criticón y El Comulgatorio, 1651 a 1657.

Heroísmo y cortesanía a lo divino

Gracián presbítero desde los veinticinco años, profesó en la Compañía de Jesús, el cuartel más nuevo y poderoso contra el «hombre sin cielo» del Renacimiento, a los treinta y cuatro. Su primera producción es de dos años después: El Héroe. Su misión en ese tratadito: la de combatir el Cesarismo del Quinientos, la Antigüedad pagana renacida. Lo mismo que en su Política y en su Discreto, fue la de contrarreformar la idea que de la Corte y del cor­tesano dejaran un Maquiavelo o un Castiglione.

Cuánto deseo y vaticinio para resucitar un nuevo Renacimiento heroico de una España que se iba, que se iba... De ahí, el descubrimiento de Gracián por los albores cesaristas del siglo xx, en la aurora del superhombre nietz-

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Gracián: humilde e insurgente. Capaz de atender a apestados en hospitales y luego desobedecer a sus superiores no entregándoles su «Criticón» a revisar.

«Europa no ha producido nada más fino ni más complicado en materia de sutileza moral», decía Nietzsche a propósito de «El criticón».

¿Habéis visto una torre mudejar de Aragón de líneas grecorromanas y de tracerías moriscas de ladrillo?

Ése sería el estilo, la cifra de Gracián. Su Vida y su Obra. (Torre

de Santa María de Teruel.)

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cheano, que Gracián llamaba «El hombre de excepción», y que hizo a Azorín proclamar, por 1902, ser Gracián un «Nietzsche español» y ser estudiado en este sentido como precursor de nuestra época por Erich Eckertz, Nietzsche ais Künstler, 1910, por Bouillier, Gracián et Nietzsche, 1926, por E. Melé, Bal­tasar Gracián ed il Nietzsche, 1928.

Gracián es el anticipador de la moral regeneracionista del 98 y por eso le proclamó Azorín. Y llegó hasta nuestra generación su gran seguidor Bergamín por dolerle España en el corazón y sentir que ya España agonizaba en Rocroy, 1643; en Münster, 1648; en las Dunas, 1658, el año que él muriera y se perdía Jamaica. Muriera: para no contemplar la Paz de los Pirineos, 1659, donde la hegemonía española pasaría a Francia, su país más detestado, como heroico fronterizo de Aragón que era Gracián, el Aragón de la Virgen del Pilar, de Palafox y Agustina, el Aragón antifrancés y antinapoleónico.

Conceptismo o nueva Escolástica

Si en El Héroe, El Político, El Discreto —Gracián, aunque impregnado de querencias humanistas y paganas— cumplió su misión de jesuíta edificando tres tratados ejemplares de Heroicidad Política y Cortesanía «a lo divino», tres diques contra la «razón de Estado» y contra el «hombre sin cielo», en Agu­deza y Arte de Ingenio, así como en su Oráculo Manual levantó otras dos ge­niales contenciones contra el método naturalista y experimental que se estaba adueñando de las mejores mentes.

El «Conceptismo», tenido por los tratadistas y los preceptistas, hasta hoy como una «escuela literaria» de decadencia, al igual del «Culteranismo», no fue tal. Como no lo fue el Culteranismo. Sino dos ingentes esfuerzos, de raíz religiosa, para remozar con el «Conceptismo» la «mentalidad silogística y alegórica» del glorioso Medioevo. Así como el «Culteranismo»: un ansia por convertir el llano, vulgar y nacionalista «romance» otra vez en lengua sabia, culta, latina, hermética, minoritaria, casi sacral.

Los dos exponentes españoles de ambas fluencias, espirituales más que literarias, fueron dos sacerdotes: Góngora y Gracián. Dos creadores de Con­trarreforma de Neo-Escolástica. Como en el teatro lo fue otra alma sacer­dotal: Calderón.

Novela, épica, pintura: todo empezó a adaptarse «a lo divino». Y eso fue­ron La Agudeza y Arte de Ingenio y El Oráculo Manual de Gracián. Dos trata­dos, de estilística y de moral, Neo-Escolásticos. En forma irruente, sorpresi­va, cautivante, deslumbradora.

¿Utopía o reducción?

Nadie ha dicho, que yo sepa hasta ahora, que El Criticón, la obra final y de­cisiva de Gracián, fue tal vez una utopía. Y no una «novela alegórica», como retórica y aproximativamente se le ha venido definiendo.

En El Criticón, Gracián se propuso su último y más genuino esfuerzo. Tratar no ya del Héroe, del Discreto, del Político, del Atento, del Prudente —no ya de su modo de expresión con agudeza de ingenio ni en aforismos—. Sino: del Hombre. Del Hombre entero. Cabal. Y Desconocido, que hubiera di­cho Carrel.

Critilo, náufrago en una isla (Santa Elena) encuentra a un Primitivo (An-drenio) al que enseña a hablar, a razonar, a vivir. Y se lo lleva a viajar, a discernir lo falso de lo verdadero, lo bueno de lo malo y buscar así la Felici­dad. Que ambos encuentran, al fin, en otra isla. Pero ésta con un nombre ya utópico: el de la Inmortalidad, en la que sólo pueden entrar los que poseen la Filosofía, la Razón y sus luces, la Atención, el Propio conocimiento, la En­tereza, la Circunspección, la Advertencia, el Escarmiento, la Sagacidad, la Cor­dura, la Curiosidad, el Saber, la Singularidad, la Dicha, la Solidez, el Valor, la

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Virtud, la Reputación, el Señorío, la Humildad, el Juicio, la Autoridad, la Tem­planza, la Verdad, el Desengaño, la Cautela, la Constancia y la Fama.

Se ha dicho que tras estos Critilo y Andrenio vendrán ya, 1719, Robinsón y Viernes de Daniel Defoe, con su gran utopía del industrialismo moderno. Y que, antes de Gracián, esa idea de enfrentar al Hombre Natural y al Razo-nal se hallaba en un cuento oriental que fue utilizado en el siglo xn por el arábigo-andaluz Aben Tofail en su Filósofo Autodidacto. Y que el título de Criticón se debía al Satyricon del inglés Barclay.

Pero lo cierto es que de esta obra cimera de Gracián es donde la agonía de su destino llega a la cima.

Se lo ha preguntado Rouveyre y nos lo preguntamos todos: ¿cómo es que un jesuíta —que ha dado hasta entonces pruebas de máxima disciplina con-trarreformista— en vez de hacerle ganar el cielo al Salvaje, le desembarca en un Templo racionalista e ilustrado como ese de la Inmortalidad?

Al no hacer eso Gracián entró en la línea de los utopistas, puesta de moda desde que en 1516 publicara su Utopía Tomás Moro. (U-Topos, «no hay tal lu­gar» como tradujo otro conceptista: Quevedo.)

En la línea del New Atlantis de Bacon (1627). En la de Civitas Solis de Campanella (1630). Línea en la que proseguirían un Varaisse D'Alais, un Mo-relli, un Rétif de la Bretonne, un Cabet. Esa línea que haría concebir la Igual­dad, Libertad y Fraternidad de la Revolución Francesa, preparada por los utopistas filósofos de la Enciclopedia. O aquella otra de los soviets anunciada por el Chigalevismo de Dostoyewski. Loca utopía de creer que la Felicidad habitaba en el Bon sauvage de Montaigne o en el Buen Obrero y Buen Cam­pesino de los comunistas.

De ahí que El Criticón —desde ese punto de vista— parece como un ge­nial precursor de la Filosofía racional y socializante. Tanto más que ya el título de Criticón, y algunos de sus pasajes, autorizan a pensar en un sesgo cartesiano de Gracián: «Revolviéndose sobre mí —dice Andrenio— comencé a reconocerme, haciéndome una y otra reflexión sobre mi propio ser. ¿Qué es esto? ¿Soy o no soy? Pero pues vivo, pues conozco y advierto, ser tengo. Mas si soy ¿quién soy yo?»

Revelación del Paraguay por Gracián

¿No cabría la posibilidad, señores, de que Gracián —que no salió apenas de su Aragón— imaginase el Paraguay, las Misiones, del Paraguay, la obra coetá­nea e inmortal de su Compañía de Jesús en Paraguay como lo que en realidad fue: una Reducción o Isla inmortal cristiana más que platónica, rodeada de aquel mundo mortal y perecedero de su época donde sólo predominan los vi­cios contrarios a las virtudes exigidas por Critilo? O sea: la Fiereza, el «Sal­teo», el Engaño, la Corte, la Falsirena, la Feria, la Reforma, la Cárcel de Oro, el Vulgo, la Fortuna, el Yermo de Hipocrinda, el Tejado de Vidrio, la Jaula de Todos, la Vejecia, el Palacio sin Puerta, la Casa de la Hija sin Padres, la Cueva de la Nada, la Rueda del Tiempo y la Muerte...

Los que crean que porque influido por su equívoca época y por la ante­rior —inequívoca— del Humanismo y por la que se cernía ya de la Ilustración —Gracián no dejó leer su libro a sus superiores y escribió sus Crisis en tres partes— tienen derecho a pensar que ese aragonés universal compuso una Utopía más.

Que le hizo acreedor de la fama moderna, de su revalorización en la épo­ca nietzcheana y superhumana, totalitaria, de la primera mitad de nuestro siglo.

Pero los que, como yo, piensen que Gracián —además de ese genio pre­cursor del siglo xx— tuvo otro aún de más realce y primor y no se desvió sino cautelosa, disimulada, tácitamente de su línea religiosa y católica, entonces habrán de afirmar ser El Criticón —escrito al mismo tiempo de su místico Comulgatorio— el gran poema de las Reducciones Jesuítas del Paraguay.

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Y que su «Isla Inmortal» está aún viva palingenética cerca de nosotros en esas ruinas, en mitad de la selva paraguaya. Que claman en silencio divino hacia una nueva morfogénesis del Hombre. De este Hombre americano que dejó de ser «natural» llevado por la mano piadosa y sabia de Critilo para re­correr cuanto hoy ha recorrido ya. Ese Hombre americano y ese Hombre asiático y ruso y está recorriendo ahora el africano: la falsedad de una vida sin más fin que la Tierra, sin esperanza tras la muerte, tras esta tierra deses­peradamente mortal.

Y entonces el gran secreto de lo que aún guarda el Paraguay en su selva lo habría revelado —crítico, implacable— El Criticón. Mostrándonos Gracián, antes de morir, con un gesto mudo de Santo, que la Isla de la Inmortalidad podía llamarse así, porque oculto en ella, en ese Paraguay, estaba: Dios.

Sevilla (Don Juan y Murillo)

Tenía razón Camille Mauclair cuando descubrió que el Tiempo se había dete­nido en el barrio sevillano de Santa Cruz (yo he hablado en él, Palacio de Pi­mío donde se instaló la Universidad Menéndez Pelayo). Hablar en él y enmu­decer por sus calles: Pimienta, Doña Elvira, Jamerdana, Santa Teresa... En­mudecer; porque tras aquellas rejas atisba aún Doña Ana de Pantoja. Y en aquella esquina Brígida esperando a Don Juan. Todo este barrio es el drama de Don Juan y, el tiempo no ha seguido adelante. Se ha detenido. Y sin em­bargo Don Juan ya no existe y mucho menos Doña Inés como novicia y vir­gen. (A pocos pasos, sobre un banco de piedra una pareja de adolescentes se hacían el amor y pasaba la gente y nadie se extrañaba.) Los celos, la vergüen­za, el honor han desaparecido. Dentro de poco las mujeres nacerán sin himen. Y sin embargo quizá no esté lejos la «vuelta a la virginidad» que inició el propio Don Juan cuando hastiado de vencer virginidades y rechazar cortesa­nas —una vez demolida la Capilla de San José y construido el Hospital de la Caridad— ordenó a su amigo y confidente el pintor Murillo, cofrade desde 1605 en la colación de San Bartolomé, la decoración del nuevo templo. ¿Con qué? Con la figuración de una mujer: divinamente pura. Purísima: la Inmacu­lada Concepción. ¡Don Juan, que había derrocado el culto de la virginidad, creó el de la Inmaculada! Y ahí están los lienzos de Bartolomé Esteban Mu­rillo. Y los de Valdés Leal, otro buen amigo, patrocinados por él para su sa­grario sevillano. Para la tierra andaluza, que pasa desde entonces a llamarse la de María Santísima. Hollando con pie de plata la plata de la luna (la luna símbolo de amor pagano) y aplastando la testa triangular de la serpiente (la vieja enemiga original).

La fama de Murillo se había detenido en el setecientos cuando, precisa­mente por su «fervor católico», no pudo pertenecer a la «escuela sabia y filo­sófica» de los que representaban «la belleza ideal» como era un Mengs. Al «clasicismo» exigido por un Ceán Bermúdez. Y, en el que, sin embargo, se daba ya entrada a Velázquez descubierto en ese siglo racionalista por ingleses y holandeses, y comparable, según Ortega, a un Descartes de la pintura. O sea, racionalidad frente a sublimidad o fervor religioso. Ese Velázquez que segui­ría de moda —según el propio Ortega— en 1870 para los impresionistas france­ses, los pintores al aire libre, a su vez influidos por los ingleses que elevaron hasta el cénit la fama de nuestro pintor. Por tanto, frente a este Velázquez anglofilo y cartesiano, Murillo quedaba como un jesuítico contrarreformista. Murillo, el exaltador de la Purísima. Murillo, el divinizador del «himen», el «virgo» intacto. Para un «himeneo» garantizado: un matrimonio perfecto: con hijos- de padre conocido. Y, por tanto creador de «patria», de tierra con «pa­ternidades fundacionales». Y donde los divinos celos harían del honor algo trágico y grandioso. Como se dio en aquel Lope de Almeida, que incendió su hogar en secreta venganza frente a un secreto agravio, médico de su honra.

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Todo este barrio es el drama de Don Juan. Tras aquellas rejas atisba aún doña Ana de Pantoja. Y en aquella esquina Brígida espera a Don Juan.

Sólo se podría concebir ahora a Don Juan viendo cómo el cantante

Julio Iglesias recibe públicamente besos hasta de niñas por haberlas engatusado

con sus canciones a través de las rejas o celosías de su micrófono,

como un símbolo fálico.

Si la virginidad tornara, el pobre Don Juan, hoy en las filas del desempleo,

podría trabajar a destajo, solucionando el problema de su reconversión.

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Y hasta locuras como la de aquel Veinticuatro de Córdoba que, además de su esposa, degüella a todos los criados que la guardaban.

El Culto de la Virginidad en la Mujer tuvo como místico fundamento el asegurar las estirpes, las familias, las razas, la tradición de los pueblos. El llegar al matrimonio con inefable garantía. Y si no lo lograba ofrendar su pu­reza a Cristo, místicamente. Por eso en nuestro Siglo de Oro imperial padres y hermanos defendían a muerte el honor de sus mujeres y era su peor enemi­go Don Juan. Todo ello parece hoy irrealidad y cuento. Y sólo se podría con­cebir ahora a Don Juan viendo cómo el cantante Julio Iglesias recibe pública­mente besos hasta de niñas por haberlas engatusado con sus canciones a través de las rejas o celosías de su micrófono, como un símbolo fálico.

Por eso ya no tienen hoy sentido las viejas coplas de advertencia a las doncellas o vírgenes —preservadas con anticonceptivos—: «No te fíes del hombre —de mí el primero— esto lo digo niña, porque te quiero.»

Y además, si nace una criatura, ahí está el Estado para ir cada día más, a comunizarla, a desfamiliarizarla, a desindividualizarla. Por eso, también cada día hay más síntomas, en los novísimos jóvenes, de una vuelta a la virginidad. Si esa virginidad tornara, ése sería el momento en que el pobre Don Juan —hoy en las filas del desempleo—, podría trabajar a destajo, solucionando el problema de su reconversión.

Poesía y burla

En estas GALERÍAS con óleos áureos —de nuestra Edad de Oro (siglos xv a xvn)—, he expuesto, ante todo, dos RETRATOS femeninos que explican por sí solos, la Conquista y la Emancipación de América (ISABEL y MARÍA TE­RESA). Para la MÍSTICA de esa religiosa EDAD: LO YOLA y LA SANTA de Ávila. Para la HISTORIA: el P. MARIANA. Como cuadro central: la Génesis del QUIJOTE. Como figura poliédrica e inmortal: QUEVEDO. Para lo dramá­tico recuerdo a LOPE y CALDERÓN a través de Polonia y la leyenda de DON JUAN en Sevilla (Tirso, Murillo). En la Prosa doctrinal un ambicioso panel sobre GRACIÁN. Y ahora quedaría escoger en la Lírica de Oro, ¿Garcilaso? ¿Fray Luis? ¿Herrera? ¿Góngora? ¿Epístola a Fabio? No. Algo muy descono­cido: la Poesía hecha Burla con LA MOSQUEA de VILLAVICIOSA.

El Poema del Cid representa la poesía heroica de la Reconquista de Espa­ña (siglo xn al siglo xv).

El Laberinto de Fortuna representa la poesía heroica de la Unidad de Es­paña o fin de la Reconquista (siglo xv).

La Araucana representa la poesía heroica del Imperio de España (si­glo xvi).

La Mosquea representa la burla de esa poesía heroica en la decadencia barroca de España (siglo xvn).

El autor

Quien compusiera Mió Cid era un juglar anónimo. Y su poesía, tradicional, llena de fervor heroico.

Juan de Mena, autor del Laberinto fue un trovador ilustre consagrado a la poesía como a un oficio divino.

Don Alonso de Ercilla, autor de La Araucana, fue un poeta y soldado que cantó las hazañas de su pueblo, en las que participaba.

El autor de La Mosquea era un doctor en leyes, un abogado originario de Cuenca, que no combatió en ninguna guerra y se hizo inquisidor y canó­nigo, pasando la vida apaciblemente en Murcia y en su tierra nativa del Júcar. Y para el cual escribir un poema fue como una travesura por la que pidió ex-

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«La Mosquea» de Villaviciosa era, en el fondo, una sátira de España, sus reyes y sus héroes,

a los que convirtió en moscas, piojos, chinches y hormigas.

La derrota de la Armada Invencible significó el comienzo de una época en la que ya se dudaba de la misión sagrada y alta del Imperio.

El vulgo se reía de Don Quijote, el Caballero de la Triste Figura, y se cantaban

las hazañas de un golfo: el Buscón.

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cusas. Y era, en el fondo, una sátira contra España, sus reyes y sus héroes, a los que convirtió en moscas, piojos, chinches y hormigas. Villaviciosa nació en 1589, un año después del desastre de la Armada Invencible, y murió en 1658, tras contemplar el desgobierno que produjeron los débiles reyes Felipe III y Felipe IV y sus validos o privados Lerma, Haro, Olivares, Uceda.

El poema

En La Mosquea, o epopeya de las moscas, hay dos bandos. Como también los había en Mió Cid (cristianos y moros), y en el Laberinto (moros ya cristianos), en La Araucana (cristianos e indios).

Aquí los dos bandos son moscas y hormigas. El asunto, que canta en doce cantos y en octavas reales, es el siguiente: en

el reino de Mosquea hay un rey llamado Sanguileon, el cual forma un ejército de tábanos, mosquitos y mirmiliones al mando de su general Sicoborón, para pelear contra el rey Granestor y su ejército de hormigas, pulgas, chinches, pio­jos y arañas, al mando del general Mirnuca. Vencen las hormigas y huyen las moscas.

Los héroes

En el Mió Cid el héroe es un caudillo feudal: Rodrigo Díaz de Vivar. En el Laberinto el héroe es un rey: Juan II , ayudado por el caudillo don

Alvaro de Luna. En La Araucana el héroe —en honor del cesar Carlos V— era un colectivo,

imperial: una parte de España (caudillos y soldados) y de otra parte los arau­canos de Chile.

En La Mosquea los héroes son insectos, bichos que ridiculizan las hazañas y batallas de la Reconquista, de la Unidad y del Imperio de España.

Estilo, lenguaje y versificación

El estilo de narrar, en el Mió Cid, era directo y objetivo; en el Laberinto era alegórico y subjetivo; en La Araucana era mezcla de estilo directo e indirecto, de objetivo y personal. Ahora, en La Mosquea, es una descomposición de esti­los épicos. Como una ensalada donde se mezclasen lo objetivo, lo alegórico y lo personal: el aceite, la sal y el vinagre. Las metáforas y las elipsis son ampulo­sas y retorcidas como columnas salomónicas. A todo lo cual llama el autor, cínicamente, «invención poética».

El lenguaje tiene la misma característica. Usa términos «vulgares» (tripa, peto, pulga, piojo) y «cultismos o latinismos» oscuros y enrevesados: macarró­nicos (lanciraspa, porcipelo, orbe duro, mirmilión).

La versificación es la tradicional de la épica culta o renacentista: la «octa­va rima u octava real», usadas por Ariosto y Ercilla. Ocho versos endecasílabos (11 sílabas) rimados: a b a b a b c c . La Mosquea tiene doce cantos, en recuerdo burlón de La Eneida, de Virgilio.

Los influjos literarios

En el Mió Cid había influjo de la epopeya germánica. (El Cid: héroe español parangonable a Sigfredo, a Beowulfo, a Parsifal, a Roland: Roland u Orlando.)

En el Laberinto había el influjo romanizante y florentino del Dante y su Divina Comedia. (Así como de Virgilio y Lucano.)

En La Araucana había el influjo renacentista de Ludo vico Ariosto y su Or­lando furioso. (Además de La Eneida y la Farsalia.)

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Ahora en La Mosquea, existe el influjo de otro italiano —no ya noble como Dante y Ariosto— sino un picaro, burlón, rencoroso y satírico, llamado Teófilo Folengo y con varios apodos (1491-1544). Autor de La Mosquea y de otro poe­ma, La Macaronea, escritos en «latín macarrónico», inventado por él. Es decir, en un latín mezcla de italiano y de dialectos, hecho como los macarrones con queso y manteca, bueno para burlarse de los héroes y sus hazañas. Villaviciosa lo reconoció en su prólogo a La Mosquea: hurtó cual ladrón las gracias al macarrón. Además Villaviciosa siguió la corriente medieval y oriental —arábi­ga— de los prólogos naturalistas, sin figuras humanas.

Por tanto, La Mosquea de Villaviciosa estaba en dos líneas de influjos lite­rarios antiheroicos.

Una: la de Folengo, el italiano macarrónico. El cual, a su vez, seguía la vena satírica y amarga de las burlas contra el heroísmo por falta de éxito en la unidad italiana, que ya había escrito Boccaccio (siglo xiv); Pulci (siglo xv), y hasta el propio Ariosto (siglo xvi, con su fina ironía).

Y otra línea antiheroica: la de los apólogos, exemplos o bestiarios medie­vales de origen oriental (indio y arábigo), en que se sustituían a los héroes por animales (Calila y Dimna), se exaltaba la astucia del zorro (Isengrin, Renard) sobre el valor del león, y se menospreciaba a las mujeres. (Corriente oriental que tuvo en la antigüedad sus representantes en el propio Homero, La Batra-comiomaquia o lucha de las ranas. Y en los fabulistas Esopo de Grecia y Fe-dro de Roma.)

La escuela burlesca de lo heroico

Esa línea antiheroica que venía de Oriente (apólogos de bestias y de la Italia satírica y sin unidad [Folengo]) reverdeció con La Mosquea de Villaviciosa, en España y en una época en que ya se dudaba de la misión sagrada y alta del Imperio. Esa época., cuando el vulgo se reía de Don Quijote, Caballero de la Triste Figura, y se cantaban las hazañas de un golfo: el Buscón, y se hacían pasquines y chistes contra los reyes, los ministros, los clérigos y las damas.

Y nacía como género romántico y burgués «el humorismo». A esa escuela humorística, barroca, crepuscular, otoñal, del heroísmo —co­

lor cárdeno y plata— pertenece el poema La Gatomaquia (1634), de Lope de Vega, o aventuras de la gata Zapaquilda y los gatos Marramaquiz y Micifuz. El coloquio de los perros Cipión y Berganza (en prosa), de Cervantes (1613). La Burromaquia, de don Gabriel Álvarez de Toledo (169...). La Perromaquia, de don Juan Pisón y Vargas, en el siglo XVIII: 1776.

Todavía, en el siglo xix, publicaba (1846) don Manuel Azcutia Los saltos de una pulga. Y en el siglo xx, con formas más nobles y dignas, Juan Ramón Ji­ménez, cantó a un borrico: Platero y yo. Y Antonio Machado Las Moscas.

VICTORIA DE LAS HORMIGAS, HUIDA DE LAS MOSCAS

Luego el Hormiga ¡la victoria canta! Y el tabanesco su desdicha llora y la caterva tras miseria tanta viendo que la Fortuna se empeora con temor el ejército levanta convocando los suyos, que a la hora viendo la vida de su rey perdida todos encargan a los pies la vida.

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Mármol neoclásico

Jovellanos (y su mensaje a Arnesto)

De todas las montañas de Cantabria —raíces europeas de lo español— aque­llas de Asturias representan un genio rector: a través de nuestra historia.

Galicia es la clave política del Finisterre. Santander, el origen de Castilla frente al mar. Vasconia, un secreto racial y religioso. Asturias: el Principado —primun caput—, cabeza roquiza donde una tradición señorial se viene embal­sando periódicamente, quizá desde milenios, para irrumpir, en determinadas crisis históricas de España, sobre el resto del país. Y salvarlo.

Frente a la suposición de que el nombre de Asturias sea autóctono, «ibé­ricamente greñudo», nosotros sostenemos que esa toponimia es europea, ar-chieuropea, encontrándola en Roma, en Norica, en el Cáucaso, en las culturas célticas.

Frente a la opinión vaga de que el paisaje determinante de Asturias lo constituya el valle —como entidad autóctona— nosotros afirmamos que la esencia geopolítica de tal paisaje es la cima, el castillo roquero, natural, vigi­lante. Alerta. Unificador.

Frente a las esencias de que la raza asturiana pertenezca al mundo telú­rico e infernal del minero, del corito, del guañino o del capsiense, nosotros aseguramos que desde el clactoniense, en el paleolítico inferior, existió siem­pre allí una raza clara y exquisita de señorío regio.

Frente a los que estiman que la historia asturiense es de esporádico es­plendor, en breves momentos de España, nosotros insistimos decididamente en asegurar a Asturias una función reguladora y constante de la Unidad his­pánica. Y frente a los que pensaban en un Destino proletario y secesionista, nosotros hemos proclamado ser lo astúrico una inmortal cantera de valores heroicos y fundacionales. No es menester recordaros la Cultura del Bronce en el siglo xn a. de C. Ni a Don Pelayo en el siglo VIII, a la mística del Hidalgo a lo largo del Medievo y del Renacimiento en España.

Basta con tomar el siglo más difícil, confuso y desolador de la historia nuestra —el XVIII— y mostrar una sola figura demostrativa por sí sola de to­das las afirmaciones anteriores: la figura de Jovellanos.

Pretensión ingenua

Mucho se ha comentado a Jovellanos. Es uno de los autores españoles con más obstinada bibliografía. Como si la erudición quisiera afanosamente, a fuer­za de datos y repasos, desvelar un resistente secreto de esa figura tan magna como contradictoria en nuestro Setecientos.

Sería inútil, por mi parte, querer rivalizar, en pesquisiciones jovellanis-tas, con la de Ceán Bermúdez, Cañellas, el fidedigno Somoza, o Adellac... Tampoco se me ocurriría contender en datos pedagógicos, políticos o poéticos con Bareño, Morel-Fatio, Santullano, Camacho, Cueto, Torres-Rioseco... Ni perseguir un estudio de su perfil al modo que lo hiciera Sempere Guarinos, Quintana, Menéndez Pelayo, Artiñano, Juderías, Del Río, Casariego y Bonet.

Si yo me acerco ahora a Jovellanos —aparte de servirme como prueba a

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mis afirmaciones sobre Asturias—, es con una pretensión bien ingenua, casi personal: saber lo que el gran don Melchor quiso decir con una serie de com­posiciones que yo llamaré su «Mensaje a Arnesto».

( Quién era Arnesto?

Cada cual vive de su fantasía, y la mía me ha hecho sentirme aludido con ese mensaje a un Ernesto, aunque ese Ernesto no sea yo. Pero pudiera haberlo sido en cuanto que, además —y basta—, soy español y de un tiempo (el pre­sente) con singular posibilidad para entender ese mensaje jovellanista como en ninguna otra época anterior.

Con ese Mensaje es la primera vez que el nombre de «Ernesto» o «Arnes­to» aparece solemnemente en la literatura española, como una golondrina nunciativa del romanticismo.

Ernesto era un hombre germánico y medieval: Ernst, «hombre de pro, serio, hidalgo». (De ahí el juego de palabras que hizo Osear Wilde en su co­media La importancia de llamarse Ernesto, es decir, de «ser importante».) (O/ Being Earnest, 1895.)

El santoral registra este nombre, cristianizado en un santo benedictino del siglo xn, el santo abad Ernesto de Zwiefalten, muerto el 7 de noviembre de 1148.

Pero este nombre fue —más que de santos— de guerreros y aristarcas. En el siglo xi hubo ya un héroe legendario con ese apelativo. Y a partir de entonces hasta hoy está lleno el Gotha de Ernestos: reyes, príncipes, duques, condes, margraves y landsgraves... (Casas de Asturias, Baviera, Brunswick, Hannover, Sajonia, Coburgo...)

El «Arnesto» de Jovellanos no pertenecía a ninguna de estas casas. Era un simpático marino andaluz. Y, además, de marino, historiador, poeta y solte­rón. Se llamaba don José de Vargas Ponce, nacido en 1760 y muerto en 1821.

Quien para sus singladuras académicas, eligió el llamarse unas veces «Poncio» y otras «Arnesto». Siguiendo la costumbre neoclásica de poner pe­luca impersonal —el seudónimo— a la característica tan personificada como el verónimo o nombre propio.

La mayoría de estos neo-renacentistas ilustrados buscaron sus pelucas poéticas en la guardarropía greco-latina, como en el Cuatrocientos y Quinien­tos las buscaran los poetas renacentistas de Italia, España, Francia, Inglaterra (Petrarca, Garcilaso, Ronsard, Spencer...).

Así, en el xvm, «Jovino» o «Fabio» fue el propio Jovellanos; «Batilo», Me-léndez Valdés; «Delio», Fray Diego González; «Polifemo», Forner; «Dalmiro», Cadalso; «Marco», Moratín; «Antioro», García de la Huerta; «Anfriso», Ma­riano Colón...

Pero eso resulta extraño y desviado de tal corriente neo-virgiliana el seu­dónimo germanizante de «Arnesto»... Como un prenuncio romántico... ¿Eli­gió Jovellanos —ese amigo ideal de «Arnesto»— para una intención específica y vaticinadora en su Mensaje?

Tal Mensaje está contenido en cinco composiciones: una epístola, dos sátiras y dos odas. Con ellas, y auxiliándome en ocasiones de referencias ideo­lógicas cercanas, en otras composiciones, expondremos este Mensaje.

La poesía del Mensaje

Y aquí viene una cuestión previa que se la han propuesto y a medias respon­dido muchos jovellanistas. ¿Fue ante todo un poeta don Gaspar Melchor y Bal­tasar de Jovellanos, nacido el día de Reyes, 5 de enero, en el Gijón de 1744?

Jovellanos mismo se niega capacidad al afirmar que siempre había mirado la parte lírica «como poco digna de un hombre serio, especialmente cuando no tiene más objeto que el amor».

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Pero Menéndez Pelayo, con su instinto certero, vio que Jovellanos, a pe­sar de sí mismo, fue en «dos o tres ocasiones» «gran poeta». Cuando la fuente inspiradora de tal poesía era moral, «el escándalo o la injusticia». Pues Jovellanos «amaba más la Verdad que la Belleza». Esa ocasionalidad poética de Jovellanos se reveló —esencialmente— en su Mensaje a Arnesto. Síntesis, para mí, de toda la obra jovellanista.

Jovellanos no tenía alma lírica —contra la aserción de Menéndez Pela­yo—. Pero sí corazón épico, como genuino astur. Y este epos heroico unas veces lo expresó en prosa, pocas en verso y siempre moralmente con su noble conducta vital.

La poesía de su Mensaje a Arnesto hay que considerarla, por tanto, en dos aspectos: uno, formal, retórico. Y otro como verdadera poesía: como creación, vaticinio, epopeya.

Los formales antecedentes poéticos de Jovellanos

Jovellanos —retóricamente considerado como poeta— queda encuadrado en el grupo de reacción neo-clasicista contra el barroco gongorino, grupo que ger­minado ya como tendencia a fines del xvn triunfó plenamente en el xvin.

En el siglo XVIII se confirmó la tarea purificadora y profiláctica de pro­poner como vacuna la «edición ejemplar». El terso Francisco de la Torre fue editado en 1753 por el erudito Joseph Velázquez. Garcilaso, en 1765, por Aza­ra. Fray Luis, en 1716, por Mayans... Y en «escuela retórica» de Garcilaso y Fray Luis —de lo toledano y salmantino— compusieron sus odas, églogas, ele­gías, idilios, Meléndez Valdés, Cadalso, Iglesias, Forner... y Jovellanos.

Pero todos estos poetas —llamados de la Escuela Salmantina o fray lui-siana, es decir, garcilasca en el fondo— ¿siguieron en sus poesías, efectiva­mente, a Fray Luis y a Garcilaso? (O sea —en último término— al genio del Renacimiento italiano que informara a los máximos poetas de España en la Edad de Oro, a Fray Luis y Garcilaso.)

Basta consultar al propio Jovellanos para darnos cuenta de la profunda desviación genial que se había verificado subrepticiamente en la poesía espa­ñola y, por tanto, en el destino mismo de España.

Italia —la Italia incitadora y mágica de nuestros clásicos y humanistas, la de Nebrija, Celestina, Cervantes, Garcilaso, Fray Luis, Epístola a Fabio, Hur­tado de Mendoza, Ercilla, Malara, Herrera...— habíase alejado para dejar paso... —siglo XVIII— a las pelucas de Versalles y a los alógenos dictámenes de mister Boileau. Es natural que el resultado fuera, en la política de España, en vez de un Carlos V... un Felipe V. En vez de un Garcilaso... un Meléndez Valdés. Y en vez de una nueva «clasicidad», un «neo-clasicismo a la francesa». Pero escuchemos este drama hispánico, del extravío en la inspiración genuina, al propio Jovellanos:

La fuga de la Ninfa (la inspiración) irrita mi deseo. La sigo a todas partes. La busco entre los griegos. Y sólo hallé sus huellas (que ya al latino pueblo del ático pasaron). Corrí el País (Italia) que un tiempo fue trono de las Musas. Y ya sobre su suelo de sangre, de despojos, y ruinas mil, cubierto la Ninfa no habitaba... Desde uno al otro extremo

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crucé la sabia Europa... ¡Y al fin la hallé en los pueblos (Francia. ¿Inglaterra?) a que uno y otro margen del Sena dan asiento! ¡Oh cuántos dones a sus influjos debo!

¿Qué ricos dones le trajeron esos influjos del Sena? Ya veremos como toda la vida y obra de Jovellanos consistió en irse re-genuinizando y re-cas-tando, acogiéndose a la tradición hispánica por el parón dogmático de la Con­trarreforma. Al par que se iba desprendiendo y descastando del Sena, que le traería en forma enciclopédica y total sobre su cabeza... a Napoleón. Huyendo del cual murió Jovellanos una noche de noviembre de 1811, agarrado a su roca asturiana, como a una España inmortal.

El «resistente secreto» poético de Jovellanos

Y aquí nos acercamos al «resistente secreto» que los eruditos jovellanistas han intentado desvelar una y otra vez, balanceándose en la alternancia de preguntar si Jovellanos era «tradicionalista» o «revolucionario», o «masón». Mientras no se vea el fenómeno histórico del barroco y de la Contrarreforma en el XVIII como un parón o trauma a lo iniciado por el Renacimiento español del xv al xvi no tendrá explicación alguna Jovellanos... ni toda la historia española a partir del siglo XVIII.

Contra lo que se cree, no tuvo culpa de este trauma vital —como se ha dicho— la Compañía de Jesús. Al contrario, en mi opinión, fue la única Orden monástica que procuró, hasta casi el martirio, salvar los métodos humanistas e itálicos de la cultura española. Pero sea lo que fuere, el caso es que Jove­llanos, nacido en 1744 y dispuesto a continuar en religión a Teresa o Ignacio (estuvo a punto de ser sacerdote), en poesía a Garcilaso, en filosofía a Vives o Fox Morcillo, en política a Mariana, en economía, náutica, matemáticas a todos los preclaros genios españoles del xvi... se encuentra que España está en manos de nadie. De esos fantasmas, de esas plagas, que describe patética­mente en su Mensaje a Arnesto. Y entonces —como cuando busca su Musa inspiradora—, tras recorrer con angustiosos ojos el horizonte, tiene que acu­dir perentoriamente adonde se ha refugiado en «aquel momento» la «lumbre europea» (la «centella» de que hablaba en el xv nuestro Pérez de Guzmán, la «scintilla» del místico Eckhardt o San Juan de la Cruz).

Jovellanos pide refuerzos donde los encuentra —¿en ambas orillas del Sena?—. Porque lo primero era despertar a España y salvarla. Hacerla reanu­dar el camino perdido. Reconducirla, si era posible, a nuevas Edades de Oro —otra vez a plenitudes— en su vida histórica... (Aunque al final, el nuevo medio elegido por Jovellanos y los dieciochistas españoles resultara m á s ca­tastrófico que el del barroquismo contrarreformista... Tan catastrófico que abocaría a la mismísima revolución.)

Pero tal consecuencia a posteriori no quita a Jovellanos su grandeza he­roica de salvador, de semidiós o Jove astur, que baja un día desde la alta roca asturiana —otra vez primer castillo de una reconquista económica y científica— a la yerta España con el ascua de su carbón natal; baja como un nuevo Prometeo, tras haber robado la «luz», el «fuego» a aquellas potencias que habrían de condenarle al fin, como a todo héroe auténtico, a roerse las entrañas con el buitre de la desesperación. Desesperación temperada en el caso de Jovellanos por su honda fe cristiana.

Y ahora veamos este boceto lineal del drama de Jovellanos en los gritos épicos y angustiosos de su Mensaje a Arnesto.

Ya no hay Edad de Oro para España. Ya no hay varones capaces de re­hacerla:

Jovellanos evoca la gesta de Sagunto, las proezas de Hernán Cortés:

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Sí, Arnesto disipóse cual espuma el tiempo bienhadado en que el valor de España vio asombrado el Lacio Imperio —el Moro— y Moctezuma. ¡Hubo, Arnesto, hubo día en que la Patria tuvo nombradla!

El triste presente

¡Déjame, Arnesto, déjame que llore los fieros males de la Patria mía que su ruina y perdición lamente! ¡Que levante el grito contra el desorden! ¡Oh infamia! ¡Oh siglo! ¡Oh corrupción!

España, «hoy llorosa y abatida, de todos despreciada», ve sólo triunfar el miedo, la pobreza y la pereza. La religión «ajada, escarnecida». «El adulterio» por doquiera. Y la «fiebre del oro ultramarino».

De árboles no hay que hablar, esto es un coco que asusta al propietario y al labriego. Y a quien los planta le apellidan loco.

Y con versos que preludian los de Antonio Machado, lírico jovellanista del Novecientos, exclama:

Campos sin árbol, seto ni edificio, plagados de amapola y jaramago. Y agua y bueyes y brazos sin oficio.

Hombres tristes, de oscuro y sucio porte. Casas de barro, calles de inmundicia. Pueblos, en fin, sin dicha ni deporte.

Los caminos: «Malas posadas y bendita gente sufriendo soles, lluvias y pedriscos.»

«Los talleres desiertos», «del arado arrumbado el oficio», «el saber sin estima, en torno el vicio». ¡España! ¡España! Presente triste:

España, flaca y amarilla, el ropaje rugado, destrenzado el cabello... Y, a su lado, postrados los leones de Castilla, alza sus manos bellas a los cielos, de bronce a sus querellas.

Las causas de esta triste España

Jovellanos —hombre del XVIII—, criticista e inductivo, no se limita a consta­tar esas «tristes realidades españolas». Quiere averiguar sus causas. La etiolo­gía de ese mal. Y encuentra la bacteria morbosa en las clases dirigentes y, por contagio, en el pueblo mismo.

Ante todo, en el Rey, el trágico Carlos IV. Alude a cómo su mujer la Rei­na y su amante Godoy llegan de la mano

hasta la alcoba donde a pierna suelta ronca el cornudo y sueña que es dichoso.

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Goya pinta a Jovellanos pensativo, viejo, angustiado, preguntando en silencio:

¿Qué es España? ¿Qué salvación puede tener España?

Jovellanos, entusiasta de Europa, de las ideas ilustradas, liberales y burguesas, tuvo que empuñar el arma cuando esas nobles ideas de su época quisieron ser impuestas por la fuerza, la tiranía y la invasión. (Goya reflejó en «Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío» todo el horror de la represión francesa en España.)

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Después, la Reina María Luisa:

Alcinda baja vestida al Prado cual pudiera una maja con trueno y rascamoño. Alta la ropa, erguida la caramba, cubierta de un cendal más transparente que su intención... Triunfa, gasta, pasa saltando las eternas noches del crudo enero. Con débil paso soñoliento y mustio yendo aún de Fabio (Godoy) de su mano asida hasta la alcoba...

Después, el Primer Ministro, Godoy: «A su lado derecho la princesa (su mujer); al izquierdo, en el costado, la

Pepita Tudó (su otra amante). Este espectáculo acabó mi desconsuelo. Mi alma no puede sufrirle. Ni comí, ni hablé, ni pude sosegar mi espíritu.»

Después, los nobles:

¿Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas de pardomonte envuelto con patillas de tres pulgadas afeado el rostro, magro, pálido y sucio, que al arrimo de la esquina de enfrente nos acecha con aire sesgo y baladí...? Pues es: «un nono nieto del Rey chico».

Y al fin el pobre pueblo, abandonado por sus clases dirigentes a la «igno­rancia y la pereza».

La salvación de España

Jovellanos no sólo constata la realidad española, no sólo investiga las causas de su miseria presente, sino que, como genial astur, como nuevo Don Pelayo «ilustrado y dieciochesco», se decide a irrumpir desde su Covadonga gijonesa «el Instituto asturiano por él creado», contra las huestes infernales que escla­vizan a España.

Los remedios que señala Jovellanos tienen dos etapas. Una, racionalista y científica (neo-clásica). Pero, fracasada ésta, no ve otra solución que la vio­lenta y romántica: el barreno en la mina. ¡La revolución!

Examinemos su primer plan «racional, evolutivo, ilustrado». El remedio, es la «virtud». He ahí la terapéutica del siglo. Entendiendo por virtud aquella humana fuerza «natural» o de dignidad del hombre, exaltada por el estoicismo antiguo y opuesta desde el Renacimiento al privilegio de abolengo o nacimien­to. La virtud capaz por sí sola de restaurar toda estirpe corrompida.

En este sentido «virtual», Jovellanos despliega toda la energía redentora de su obra como jurisconsulto, dramaturgo, ministro, economista, filólogo. Reúne datos, estudios, proyectos, memorias, informes, como un caudillo ha­ces de combate.

Pues bien, toda esa fuerza polémica, todo ese ejército de argumentaciones razonadoras, tiene un momento Jovellanos que las condensa y cifra en un bre­ve plan poemático a los riojanos sobre la cultura de su tierra española:

¡Divididla, cercadla! Y los no arados campos llenad de activos moradores. ¡Más propietarios, más cultivadores! ¡Menos ociosos, menos jornaleros, menos pobres...! En fin: menos señores,

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menos leyes y plumas y mauleros de rapiña y error. ¡Y hasta Sofía (el templo de la cultura) más seguros y francos los senderos!

Y como método para alcanzar este plan racional de salvación española: «La experiencia» —sistema inductivo y baconiano—. «Leyes y costumbres, con firme y fiel balanza comparando.» Porque «Sabiduría y Virtud son dos her­manas».

«¡Perfecciona tu ser y serás sabio! —dice al hombre español adormecido y degenerado—. ¡Ilustra tu Razón para que se alce a la Verdad Eterna!»

Pero este plan experimental, evolutivo y racional, fracasa, España no se redime. Es inútil que él —como nuevo Jove descendido del Olimpo astur— porte en su mano el fuego sacro del carbón de piedra de sus montañas, la auténtica piedra del progreso, más filosofal que la del oro. El carbón, que ha de fraguar materiales de viviendas modernas, ¡no el troglodítico adobe de Cas­tilla! El carbón que ha de fraguar industrias que liberen el país de la servi­dumbre extranjera. El carbón para los barcos que rediman nuestras comuni­caciones con el Imperio. El carbón que dé lumbre y pan a los hogares. El carbón que conceda —con su fuerza— caminos a España, solidaridad entre sus habitantes, unificación nacional. Desde su Covadonga gijonesa —su Insti­tuto Asturiano— Jovellanos da consignas, organiza batallas... Él mismo mar­cha a veces a pie apoyado en su bastón, metido en su casaca, tricornio, medias y zapatos de hebilla. Perfil estatuario, como un Goethe gijonés. A herborizar, a estudiar insectos, a analizar minas, a amaestrar a sus alumnos en la medición de tierras o en la práctica matemática de la navegación y la cartografía. Otras veces monta en su cuartago, con alforjas provistas y buen vino, y parte deno­dado —nuevo Cid montañés— a la conquista (económica) del país:

«Quiero ver el gran mundo abierto y ledo cual lo supo adornar la industria humana.» «¡Escudriñar!...» «Hallar sereno y esplendente el día.» ¡Cantar la luz y el sol!

Y volver a su cuartel general, «a los paternos riscos», tras esforzadas mar­chas creadoras, gusta «caer de los altos vericuetos» a «este emporio de peces y mariscos» donde (al fin sensual y dieciochesco) «me harto de sueño, frutas y pescados».

La envidia y el rencor —Némesis terrible de los pueblos depauperados— se revuelven contra el héroe. Le asaltan con denuncias inquisitoriales la Cova­donga de su Instituto. Se le destierra. Se le persigue. Se le intenta envenenar. Se le calumnia. Se le despoja de bienes e ilusiones... Sus Musas del Sena —a quien tantos dones debía— le envían, en fin, las consecuencias de Rousseau y de Montesquieu hechas: Napoleón, hechas fusilamientos de patriotas espa­ñoles, saqueos de hogares, destrucción de monumentos, robos de tesoros na­cionales, invasión de provincias, asalto a su Asturias... Los mejores amigos le abandonan. Y traicionan, como afrancesados, a la patria en peligro. Los Reyes han huido medrosos y vendidos. Godoy es un juguete en manos de Bonapar-te... Jovellanos, al salir de su prisión balear, descansa en Jadraque un mo­mento con un amigo fiel, y Goya aprovecha el doloroso instante para pintarle, pensativo, viejo, angustiado, preguntando en silencio: ¿qué es España?, ¿qué salvación puede ya tener España?

Y ésta es la segunda etapa —romántica y atroz— de este hombre marmó­reo, sereno y noble que fue Jovellanos. Éste es el instante en que un fuego genial apenas hasta entonces contenido, le hace esbozar un plan profético que luego plasmarían en forma materialista, vulgar y subversiva, nada menos que Marx y Engels. Jovellanos ha llegado en «los postrimeros fastos de su historia, falsía, guerras, hambre, peste, llanto continuado». Etapa del Sturm und Drang del Goethe gijonés. Ya no puede cantar al sol, sino a la luna, a la

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noche. Y hasta empieza a encontrar belleza en el arte gótico y medieval. En las lágrimas. ¡Y en la imprecación al Destino! No hay solución pacífica para España. «Falto de apoyo de las leyes, ¡todo se precipita!»

Y este domeñador hasta entonces del vulgo y la canalla, desde su castillo roquero y olímpico de Asturias, no vacila ya en romper los diques e invocar la revolución de las masas:

«El más humilde cieno ya fermenta» (la plebe, las masas), ¿qué importa? «¡Venga denodada la humilde plebe en irrupción!» «¡Y usurpe lustre, nobleza, títulos, honores! » « ¡No hay clases ni estados! » «¡Sin la virtud todo acabe y se confunda!»

Y en esta embriaguez profética Jovellanos esboza su plan humanitario y mundial de una idílica Edad de Oro: el eterno sueño de todo Humanismo, de todo ideal inmanente o felicidad sobre la tierra: «¿No vendrá el día en que la humana estirpe de tanto duelo y lágrimas cansada, en santa paz en mutua comprensión fraterna viva tranquila?

»¿No vendrá el día en que la adusta guerra tengan en odio y ¡bárbaro! apelliden y enemigo común al que atizare de nuevo su furor y le persigan y con horror le lancen de su seno?»

¡Oh sociedad, oh leyes! Oh crueles nombres engañosos para el hombre, sólo guerra y susto. Pero vendrá aquel día, ¡vendrá! a iluminar la tierra y los cuidados mortales a consolar. El fatal nombre de Propiedad —primero detestado— será por fin ¡desconocido! (¡Infame!) Funesto nombre, fuente y solo causa de tanto mal. Tú sólo desterraste con la concordia de los siglos de oro sus inocentes y serenos días. ¡Volverá la «alma verdad» contra las «torres del error» vibrando y su asquerosa hueste, negra hipocresía!... ¡Nueva generación desde aquel punto la tierra cubrirá y entrambos mares! Al franco, al negro etiope, al britano ¡hermanos! llamará. Y el industrioso chino dará sin dolo ni intereses al transido lapón sus ricos dones. ¡Un solo pueblo entonces: una sola y gran familia, unida por un solo común idioma, habitará contenta los «indivisos» términos del mundo! Todo será común: que ni la tierra con su sudor ablandará el colono para un ingrato y orgulloso dueño. ¡Todo será común! Será el Trabajo pensión sagrada para todos... Todos su dulce fruto partirán contentos. Una Razón común, un solo mutuo Amor. Una sola Moral, un Culto solo, un solo Himno al Autor de Todo.

Jovellanos se ha arrancado la peluca dieciochesca —como le recomen­dara Aranda— y ha dejado flotando al aire su romántica cabellera rúbea, ya encanecida. Ha roto el canon. La mesura. El orden. El siglo xvni.

La figura de Jovellanos, en silueta, sobre el fondo español.

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En esa profecía Jovellanos traspasa un umbral: el de su época —gene­radora de la burguesía—, y de la que es caudillo en España. Para apuntar a la época más lejana, la del triunfo de lo social. Nuestros días mismos. Pero eso fue sólo un destello de su genio avizor y roquero, de su posición altanera y olímpica sobre la montaña astur. La línea ideal de Jovellanos debe circuns­cribirse a su estricto y justo límite, sin que por ello decrezca en magnitud y significación.

Es cierto que todos los temas ideológicos abordados por Jovellanos tie­nen un antecedente histórico en España. Por eso es un «continuador», un «tradicionalista» en el más profundo sentido de la palabra.

El vejamen del majismo, de la chulería en las altas clases fue tema co­rriente en Villarroel, Cadalso, Forner. El ansia de ilustración de asomarse a la sabia Europa, de recobrar el tiempo perdido en anquilosadas universida­des españolas, lamentando la tardanza en recibir libros de fuera fue la gran característica de otro montañés grandioso: el padre Feijoo.

Pero los Pirineos estaban abiertos y esos temas e ideas acudían a Jove­llanos desde «allá» más que desde acá. En Italia ya no descubrió Jovellanos a Petrarca, Castiglione, Maquiavelo o Ariosto, sino al milanés Parini, sati-rizador en 77 giorno del «señorito», de la nobleza caída. O a Beccaria, el pe­nalista, humanitario dispensador de los delincuentes honrados. Jovellanos ya no aprende con ansia el italiano como nuestros clásicos del Quinientos. Sino el francés y el inglés. Fue el amigo de Lord Holland, el liberal. Y estuvo a punto de salvarle Nelson de su prisión de Bellver.

Sabía ya Jovellanos del sistema inductivo de Bacon. Del estado racional de Hobbes frente al rey exaltado por Locke. Ha leído el Espíritu de las le­yes, de Montesquieu. Tiene un serio disgusto porque su nombre aparece en una edición de Rousseau. Se ha sonreído complaciente con las invectivas de Voltaire. Ha aceptado serios principios de la moral utilitaria y pragmática de los ingleses. Cree en la Naturaleza y está a punto de descuidar la Gracia divina que non tollit ser perficit.

Jovellanos es un hombre del XVIII. Aunque su estirpe astur le enraiza a la más ilustre casta hidalga de la Montaña —casta mágica y regia—, no por eso se aferra a un privilegio inerte de pergaminos. Toda su aristocracia la pone al servicio de un nuevo ideal creador: el del burgués, el de la fundación de la era industrial del mundo. Como en una famosa comedia inglesa coetá­nea, lleva en el alma al nuevo tipo mercantil de su época que se encara con el viejo y derruido noble. Y le muestra frente al inútil castillo medieval un banco (el de San Carlos), una industria (la minera). Y frente a la espada herrumbrosa el bastón con puño de oro.

Jovellanos es el nuevo tipo de héroe que da la montaña mágica de As­turias a lo largo de los siglos. Es el Don Pelayo de la economía. El caudillo que baja a liberar la perdida España con huestes de ingenieros, geómetras, matemáticos y empresarios. Y en esto estuvo la grandeza y el drama de Jo­vellanos. En conciliar las «nuevas luces» del siglo con la «luz tradicional del evangelio hispánico».

Pero hasta en eso fue español integral. Como un nuevo Vives, supo ser católico y humanista, católico e ilustrado, europeo y patriota. Nadie ataque a don Melchor de Jovellanos por descastado o extranjerizante. Porque su ejemplaridad vital y moral fue casi de mártir.

Nosotros sabemos algo de su tragedia y patetismo, porque —como al principio apuntamos— Dios nos hizo vivir en coyuntura histórica semejante.

Jovellanos, entusiasta de Europa, de las ideas ilustradas, liberales y bur­guesas, tuvo que empuñar el arma cuando esas nobles ideas de su época quisieron ser impuestas por la fuerza, la tiranía y la invasión.

La postura consecuente ante Napoleón fue la del afrancesado, la de los amigos de Jovellanos. ¿Napoleón traía sus ideas? ¡Pues con Napoleón!

Pero Jovellanos —y en eso estuvo el secreto resistente de su genio mon­tañés y católico— supo distinguir «moralmente»... Y no vaciló en pelear

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contra el usurpador, el violador de la sacra independencia territorial y sobe­rana de España.

¡A las armas, valientes astures; empuñadlas con nuevo vigor, que otra vez el tirano de Europa el solar de Pelayo insultó!

¿Acaso nosotros no tuvimos también las ideas sociales de nuestra época? La consecuencia hubiera sido irse con el nuevo tirano rojo de Europa,

que las quiere imponer con el terror y la fuerza. Y nosotros supimos también coger el arma de la dignidad nacional y

combatir. ¡Es muy hermoso y hondo lo que Jovellanos proclamó en su Mensaje a

Arnesto! Permitidme que —no como un Ernesto y un amigo del vate montañés—,

sino como simple español de hoy, ¡entero!, haya tratado de buscar en ese Mensaje, con claridad de corazón y de entrañas, lo que hasta ahora parecía: el oscuro secreto de Jovellanos.

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Acuarelas románticas

Actualidad de Quintana

Una figura romántica que torna a tener vigencia como precursor de nuestra ac­tual Democracia: Don Manuel José Quintana, oriundo de Extremadura, pero nacido (1772) y muerto (1857) en Madrid. Según lápida que se conserva en la señorial casa esquina a la plaza de Ponte jos donde falleciera.

Si muchos de los actuales demócratas españoles participaron antes en la lucha patriótica contra el peligro comunista de 1936 a 1939, así Quintana fue un combatiente ardoroso contra la amenaza invasora de entonces, la napoleónica. («Tiende su mano —el Tirano del mundo al Occidente— y fiero exclama: "El Occidente es mío." Estremecióse España. ¡Guerra!, nombre tremendo, ahora sublime. Antes la muerte que consentir jamás ningún Tirano.»)

Pero después, llegada la paz, fue desterrado por los absolutistas a Francia y combatió con la Revolución en París.

Sin embargo, vivió tanto (85 años) que pudo alcanzar un final sereno y glorioso desempeñando altos cargos y siendo coronado de laurel, como un antiguo vate, en el Capitolio del Senado madrileño: 1833. (Quintana conoció el final de Carlos IV, la Guerra de la Independencia, Fernando VII e Isabel II.) Todo el ciclo histórico durante el cual España se transformaría de «Antiguo Régimen» en Constitución democrática.

Como «patriota» escribió un Pelayo contra Bonaparte. Como demócrata, diez cartas al famoso liberal Lord Holland, grande amigo de Jovellanos (y al que yo también escribí una sola tras nuestra guerra y que se tradujo al inglés). Pero la obra que más famoso le hizo: Vidas de españoles célebres.

Quintana soñó con ser un gran poeta épico: pero se quedó en lo que co­menzó a denominarse «poeta cívico» o democrático. Pudiendo comparársele con el inglés Pope, el francés Chenier, el italiano Alfieri, el alemán Schiller y hasta con el ruso Pushkin.

Los poemas cívicos de Quintana recogieron todo el temario filosófico y ra­cionalista de la incipiente Democracia. Cifrándolo en tres notas: La «Patria», la «Libertad» y lo que hoy llamaríamos la «Cultura» y entonces la «Ilustra­ción». Para la «Patria» expresó, ante todo, el dolor por el Imperio español per­dido, anticipándose al 98. Y perdido por culpa del «Absolutismo» y del «Fana­tismo». Frente a lo que no existía otro remedio que la «Libertad» lograda me­diante la «Virtud» y la «Razón» acudiendo ya no al sacerdote sino al «Filósofo» para remediar a los oprimidos de España y de las provincias americanas. («¡Pa­tria! ¡Nombre feliz, numen divino f eterna fuente de virtud, en donde / su inextinguible ardor beben los buenos!») Para clamar ante «la nación que un día I reina del mundo proclamó el destino. I Ora en el cieno del oprobio hundida». Por lo que se necesitarían nuevos Padillas o Comuneros. «Padilla / el grito de las huestes sea. / ¡Padilla os dé la LIBERTAD, la gloria.» Abomi-nador de Carlos V tan extranjero como Napoleón. «Antes la muerte / que con­sentir jamás ningún Tirano.» Por eso también clama contra «Nelson: inglés, te aborrecí. Y Héroe te admiro». Pero donde su furia cívica se concentra: con­tra El Escorial, contra Felipe II. («Alzarse vi una sombra, cuyo especio / de

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No posee la actual «Democracia» un poeta como en sus orígenes (del pasado siglo) lo fuera Don Manuel José Quintana.

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odio a un tiempo y horror me estremecía. / [...] aquella jrente pálida y odiosa I hizo por siempre abominable el trono.») Del Panteón escurialense fue haciendo surgir toda una revisión histórica de la que sólo se salva el po­bre Príncipe Don Carlos.

Frente a lo que representó El Escorial: sólo un remedio. La Ilustración (la Cultura). Con el Inventor, el Explorador, el Filósofo, el Científico, los Nue­vos Héroes. Era la exaltación del SABIO como Alemania un Fichte (Die Bestim-mug des Gelehrten). Así Quintana evoca a un Gutenberg «mortal divino» quien «dijo a la faz del mundo: ¡el Hombre es Libre!» «Copérnico: levantase hasta el cielo, que un velo impenetrable antes cubría.» «Siente Galileo bajo su plan­ta nuestro globo rodar...» ¡Newton! Los navegantes: Gama, Colón, Cook. Los científicos como un Jenner contra «la viruela hidrópica». Y nuestro Balmis..., el que llevó la vacuna a América «Virgen del mundo», «¡América inocente!» «¡Quédate allá, Balmis! No tornes. No crece ya en Europa el sagrado laurel con que te adornes... Allí la Independencia hermosa.» Y junto a esta proclama­ción de la Independencia de nuestras antiguas colonias, también Quintana pide la libertad de los negros. «Bárbara Europa» que a África «llevó la sed del oro / peste fatal: su violencia».

En resumen: por la libertad de la Patria contra el cesarismo sus Odas a Juan de Padilla (1797). Contra la guerra: A la paz entre España y Francia (1793). Contra el imperialismo inglés: Al combate de Trafalgar (1805) y Al Mar (1798). Contra Francia: A España después de la Revolución de marzo (1808) y Al armamento de las Provincias españolas (1808). Por la salvación en la Ilustración, en la Cultura: A la invención de la Imprenta (1800) y A la propa­gación de la Vacuna (1806). Y símbolo del oscurantismo: El Panteón del Es­corial. Escribió otras obras en verso y en prosa. Pero lo esencial de Quin­tana está en estas citadas. No posee la actual Democracia española un poeta en sus orígenes (del pasado siglo) como lo fuera Don Manuel José Quintana.

Fue Quintana el poeta que más influyera en el Bolívar de Madrid (1799-1802) para su separatismo americano. Por eso puede afirmarse que donde em­pezó Bolívar terminan hay la Cataluña de Jordi Pujol, el Euzkadi de los len-dakaris vascos y las demás autonomías peninsulares. Es ésa la gran actuali­dad de Quintana.

El profeta español del socialismo

«¿Y qué diríais, señores, si os asegurara que el país del socialismo no es la Francia, sino será la España?

»Hoy, el mundo está en vísperas de la última restauración pagana: la res­tauración del paganismo socialista.

»La libertad acabó, no resucitará ni al tercer día, ni al tercer año, ni al tercer siglo quizá. El futuro no pertenece a la libertad.

»Rusia es la fuerza irresistible de la expansión. El Islam se extingue, el imperio romano perece, mientras al mismo tiempo se levanta en Rusia un im­perio gigantesco que pide para sí toda la herencia del Oriente, con agravio de toda Europa.»

Esto se proclama y vaticina el 30 de diciembre de 1850 en el Parlamento es­pañol, y su profeta, don Juan Donoso Cortés (1809-1853), extremeño, formado en Salamanca y en sus primeros tiempos liberal y doctrinario. Pero su genio y ciertas circunstancias familiares dolorosas le llevaron a un profundo senti­miento religioso. Y con una vida cuyo final, siendo embajador en París, fue el de un místico.

Poseyó acento más bíblico que el de Manterola o de un Aparisi Guijarro; acentos tribunicios más arrebatadores que los de un Arguelles, un Muñoz To­rrero, un Castelar; visión política más clarividente que la de un Conde de Toreno, un Pi y Margall, un Salmerón o un Cánovas. Algunos de sus discursos

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«Hoy el mundo está en vísperas de la última restauración pagana: la restauración del paganismo socialista», vaticinaba proféticamente Donoso Cortés el 30 de diciembre de 1850 en el Parlamento español.

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y vivencias le han dado prestigio universal, por ejemplo: «Los tres períodos sociales del mundo», «Racismo y catolicismo», «Civilización y cultura», pero sobre todos «Rusia y el porvenir del mundo».

Su retrato mejor lo pintó Valentín Carderera (sentado en un sillón) por or­den de la reina Cristina, en París, para su álbum. Su rostro sin bigote, pálido, con la lobreguez de un pelo negro como la noche bajando en crespo oleaje de unas barbas corridas a hundirse bajo el mentón, donde la corbata de dogal en reiteradas vueltas parecía ahogar su testa. «Mi visión —había dicho Donoso— ha sido fuera de tiempo.» Yo me lo imaginaba a Donoso, de niño, por su pue­blo, Don Benito, leyendo libros de la Enciclopedia por dehesas, entre toros, carrascas y merinos. Y luego adolescente y precoz, explicando cosas históri­cas y metafísicas por Salamanca y Sevilla y después, en conversaciones inter­minables por Cabeza de Buey, con el poeta Quintana allí desterrado. Me lo imaginaba por los salones de París como diplomático viudo y nostálgico, yen­do del brazo —como embajador— con Eugenia de Montijo en la boda de Na­poleón III, quien le consultaba las reformas políticas de Francia. Y le veía también por la Corte alemana sin tratarse con nadie salvo —en misteriosa atracción— con el embajador ruso Meyendorff. Porque Rusia era su obsesión. Porque el Socialismo fue su obsesión. Y luego le veía paseando a orillas del Sena, entre la lluvia y el olor a humo y detritus del muelle, con Luis Veuillot, su camarada de fe. Y carteándose con su antiguo amigo Raczynski.

Aquel hombre había predicho antes que Nietzsche la dictadura de hom­bres implacables. Y también «una nueva época social y un nuevo sistema de gobierno».

Obsesionado por este vidente español, al final de nuestra guerra civil pude desplazarme hasta su pueblo natal, Don Benito. Recuerdo la plaza ancha y sin perfiles, con un kiosco como un gallinero, la iglesia de Santiago, en la que había una «pintada» de «se prohiben hacer aguas mayores y menores bajo multa de cuatro reales». Recuerdo que a un grupo de muchachas haciendo cola en una tahona les pregunté por la casa de Donoso Cortés.

—¡Ah! —dijo una—. ¿La casa del Sabio? Está saqueada. No han dejado ni un libro, ni un papel, quemando todo en una hoguera.

Una criada gritó: —¡Señorita Pepa! Pasaba por la calle una muchachita morena. —Ésa es la sobrina, la Pepita. —¿Queda algo de su tío? ¿Algunos de sus papeles? —le pregunté. —Sólo una arqueta vacía. —¿Y nada se ha salvado, nada...? —Dos bandas de su uniforme, cuatro capas y un plato de porcelana. Entonces recordé, mientras me alejaba, que aquel vidente inolvidable que

predijo el socialismo en Rusia y en España le trajeron desde París al Panteón de Hombres Ilustres, en Atocha, por 1900. Y desde allí, si aún sigue, parece escucharse aquella voz que se hizo famosa ante Metternich, Montalembert, Guizot, Barbey d'Aurevilly, Napoleón III, el Zar de Rusia y ante el mismo Proudhon: «La libertad acabó, el futuro no pertenece a la libertad, el futuro pertenece a Rusia. ¿Y qué diríais, señores, si os asegurara que el país del so­cialismo no es la Francia, sino será la España?»

El precursor del consenso

Al disertar en la Casa de los Toros granadina, invitado por el Ministerio de Cultura, sobre el poeta alménense Villaespesa, a quien el hechizo de esa ciu­dad granadizó, comprendí aquello de «todo ser posible en ella», y, al mexica­no Icaza, cuando pedía para un invidente: «dale limosna mujer / pues no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada». Lara puso mú­sica para que la cantara toda América.

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Y es que Granada —quizá más que las otras ciudades andaluzas— posee una incompartible autonomía. Iniciada, tal vez, desde sus orígenes ilibéricos y consolidada cuando, desmembrado el califato se hizo reino de taifa. Gra­nada es una «ciudadnación». Como la concebía Ganivet, con sus perduraciones aún en Fez y Tlemecen y, desde la que Mió Cid exigiría a África liberarse del yugo europeo.

Y acaso ¿no es ésa la genuidad «cantonal» de toda ciudad española en cuanto se desnacionaliza España? ¿Como si reapareciera una raíz beréber y cabileña? Por eso resultará difícil la España de las autonomías, porque roto el ligamen español todo se fragmentará. Todo: menos Granada. Porque ya lo está, pero en filialidades americanas. Porque América nació en Granada con la capitulación entre Colón e Isabel (1491), ratificada el 17 de abril de 1492 en Santa Fe, ese arrabal granadino adonde toda América debería peregrinar, y del que partiría, además del descubrimiento, una inmensa toponimia de «Gra­nadas» para la geografía americana. Como demostré en un amplio ensayo, «Gra­nada y América», que publiqué en La Nación de Buenos Aires, por 1967, y que me valió el premio de la ciudad del Genil otorgado por su Caja de Ahorros. Y con el que, a mi vez, instituí otros para escolares americanos que mejor escribieron sobre famosos granadinos. Bien fueran conquistadores como Gon­zalo Giménez de Quesada, fundador de Nueva Granada o Colombia, o Pedro de Mendoza, con Argentina. Oradores como fray Luis, el del «Símbolo de la fe». O filósofos como Francisco Suárez, cuyo Ius gentium fue la base del De­recho interamericano y base mística de las misiones jesuítas del Paraguay. O bien sobre un Alonso Cano en la imaginería, cuyo efluvio alcanzó a un Montúfar guatemalteco; un Vázquez de Arce neogranadino; un Miguel San­tiago, quiteño, y otros. O bien dramaturgos como Mira de Amescua, el gua-dijeño, paisano de Abentofail y de Pedro Antonio de Alarcón, el del Sombrero de tres picos. Y en la poesía (antes de un Lorca) un clasicista como Hurtado de Mendoza, o un gongorino como Pedro Soto de Rojas, el de Paraísos abier­tos y jardines cerrados, cuya continuidad estaría hoy en la Elena Martín Vi-valdi, de Los árboles presentó, con prólogo de Gallego Morell; y en esos nue­vos cantores reunidos hace dos años en Ámbito del Paraíso, por Fidel Villar Ri-bot. Pero ningún poema, ni aun de Lorca, ni ninguna música, aun de Falla, como aquel dístico anónimo de 1550, que encerraba todo el secreto trágico de Gra­nada, el de Isabel y Fernando y Juan y Felipe, sus hijos, allí enterrados para alertar una nueva invasión africana: «Lo que en ella más florece / son los Reyes sepultados.» La muerte como resurgimiento ante el peligro.

Recuerdo que en mi disertación evoqué aún otros significativos granadi­nos. Pero esperé el momento preciso para recordar a quienes me escuchaban y, ahora a los que me lean, que de todos ellos ninguno tan «actual» como uno que, tácitamente, he omitido: don Francisco Martínez de la Rosa, el inventor del «consenso» o compromiso en la política española, el precursor de Adolfo Suárez. Sólo que entonces no se denominó así la avenencia, sino de otro modo mucho más dulce y casero: «pastel». Motivando el apodo político de Martínez de la Rosa como «Rosita la pastelera» (tan lorquiano antecesor de «Doña Ro­sita la soltera»). Del mismo modo que también entonces se empleó en política, para figuras destacadas, el término de «barón» («Barón del bello Rosal», le apodaron, asimismo, al gran don Francisco). Pero su fundamental precursión o anticipación: la del centrismo. Bajo el nombre de «moderado». Entre ab­solutistas y exaltados liberales. Según Menéndez Pelayo, fue «el primer mode­rado español». Por su eclecticismo en esa su época de transición. Y por eso muy estimado por el Rey, como reveló el coronel Malleu cuando preguntó a S. M. dónde andaba Rosita la pastelera, respondiendo el Monarca: «Es el hombre más honrado y más caballero que se ha acercado a mí desde que soy Rey.»

Tenía hasta un cierto parecido con Adolfo Suárez. Y los dos con un ar­quetipo judaico, como descubrimos en Almuñécar, Jesús Vasallo y yo, tal como lo describió Mesonero Romanos: «Rostro enjuto y moreno, ojos ára­bes y rasgados, cabello negro espeso y semblante agradable y sonriente.»

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Martínez de la Rosa fue el inventor del compromiso en la política española, sólo que entonces se le llamó «pastel».

De ahí su apodo de «Rosita la pastelera».

Según Menéndez y Pelayo, Martínez de la Rosa

«fue el primer moderado español».

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Vestía de oscuro. Formando su UCD, entre otros, con Toreno, Calatrava, Frías, que se atenían siempre a «la Constitución, ni más ni menos» y se en­lazaban con un anillo, por lo que les apodaron «los anilleros» además de «pasteleros».

Don Francisco Martínez de la Rosa había nacido un 10 de marzo de 1787 en el barrio granadido de Santa María Magdalena, de familia modesta, estu­diando matemáticas y Derecho con maestros como José Joaquín de Mora. Alternando su vocación jurídica con la literaria. Y al igual que la generación de Suárez, soportó la suya una guerra terrible: la napoleónica. Y con ese motivo se inició con intervenciones políticas y diplomáticas en Cádiz, Gibral-tar y Londres. Por dispensa de edad fue diputado. Pero al tornar Fernan­do VII en 1814 se le confinó en el Peñón de la Gomera hasta el alzamiento de Riego, 1820. Su gran momento de ídolo liberal. Diputado en 1820-1823, huyó luego a Francia (1823-1831). María Cristina le encargaría el Gobierno por 1834, que dio el «Estatuto Real». Fue embajador en París y Roma, ministro de Estado con Narváez, presidente del Congreso y del Consejo de Estado. Y si en política resultó el introductor del centrismo o moderación, en litera­tura del romanticismo. Dramatizando al modo de Alfieri: La viuda de Padilla (1814), Edipo (1829), La conjuración de Venecia (1834). Así como el héroe gra­nadino por excelencia. Aben Humeya (1830). Con Martínez de la Rosa empie­za a prestigiarse la Europa romántica de Francia e Inglaterra («Vi en el Tá-mesis umbrío / un inmenso poderío.» / «Desde las tristes márgenes del Sena / salud te envía tu infeliz amigo.») Su liberalismo europeizante le proporcionó una gran atención de los hispanistas extranjeros.

Humanamente tuvo muchos amoríos, desde la actriz Agustina Torres, en su juventud, hasta su muerte a los setenta y cinco años (7 febrero 1862), de­jando una hija. Encarnó el genio amoroso de Granada, la ciudad suprema del amor y el ensueño, cuya autonomía puede sustentarse con la permanente pe­regrinación mundial de artistas y turistas. (Y con el quinto centenario de 1992.) Se comprende por eso que Martínez de la Rosa dulcificase todo ener-gumenismo político y que identificara la libertad con la moderación.

Un Kierkegaard catalán

El sacerdote Jaime Balmes (1810-1848) nació en Vich, esa vieja ciudad de Ca­taluña con solera romana y alma medieval, a la que yo me escapaba siempre que podía cuando fui con la IV de Navarra del inolvidable Camilo Alonso.

¿Quién fue Balmes?, me preguntaba. ¿Sólo el restaurador de la Escolás­tica en el romanticismo?

Tras el dieciochesco benedictino Feijoo, la Escolástica había ido quedan­do desplazada. El propio canciller de la católica Universidad de Cervera, don­de estudiara Balmes, se declaraba antiaristotélico. Y se tomaba a broma los latines tomistas con oraciones fúnebres a la «materia prima» y al «ente de razón». En Vich, la Summa de Santo Tomás, y los Comentarios de Suárez ya­cían arrumbados en la librería del viejo y silencioso palacio episcopal.

Desde la expulsión de los jesuítas en 1767 nadie tocaría aquellos y otros libros que dejara en orden el padre Gallisá. La semilla tomista la portaron consigo a Italia los expulsos. Hasta el punto de deberse al padre Masdeu el resurgir itálico del escolasticismo con Buzzetti, Sordi, Taparelli y, luego, Li-beratori.

Tal vez cuando Napoleón y las Cortes de Cádiz algún sacerdote usara esas polvorientas ideas arrumbadas en Cervera y en Vich como armas con­tra los invasores liberales, al modo de los curas patriotas a lo Gil, Risco, Puebla...

Pero por 1825 al 30, cuando por toda España sólo corría la moda del eclecticismo de Cousin, heredando al cartesianismo y al sensismo, nadie pen­saba en revivir el goticismo escolástico, romano, contenido en aquellos li-

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Desde la expulsión de los jesuítas

en 1767, la escolástica había ido quedando

desplazada. La semilla tomista

la portaron consigo a Italia los expulsos.

(Cuadro de Goya.)

Balmes armonizó el tomismo con la inspiración del «common sense» que había entrado en Cataluña —la tierra del común septido— procedente de Gran Bretaña.

Lo que representara por entonces en Dinamarca otro romántico,

Kierkegaard, lo asumió Balmes para un existencialismo cristiano en España.

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brotes. Salvo el joven ausetano Jaime Balmes. Ésa fue la genialidad románica y romántica a la par, conciliadas: restaurar la filosofía barroca, mediévica del xvn dentro de las circunstancias catalanas de por entonces.

O sea, armonizando el tomismo con la inspiración del «common sense», que había entrado en Cataluña —la gran tierra del común sentido— con el mismo fervor que el otro por Ivanhoe, para la novela histórica. Y que Ossián para la lírica. Todos procedentes de la romántica Escocia.

Asimismo, Balmes tuvo en cuenta el «tradicionalismo» francés de Bonald y De Maistre, también de moda. Y conoció a Cousin personalmente en París. Y había leído a Descartes y la filosofía idealista alemana.

Esta tendencia conciliadora entre lo «tradicional» y lo «nuevo» le había llevado en política a propugnar la unificación de partidos antagónicos para evitar nuevas guerras civiles. Y en filosofía, a que le tildaran de «escéptico» y de «espiritualista». Y aun de estar a punto de caer en posiciones reproba­bles, como las de los modernistas Lamennais, Gioberti, Rosmini, Hermes. Pero Balmes logró hacer coincidir su propio genio conciliador con el armónico e integrador de España. El de Ketermalkuth, el Makor hayim, según Menéndez Pelayo; hasta el Ars magna, de Raimundo Lulio; el artificio dialéctico de Fernando de Córdoba, la concordia platónico-aristotélica de Fox Morcillo. Y el catolicismo que inspiró nuestra doctrina para el Movimiento. Nuestro pre­cursor.

Así, Balmes basó toda su metafísica en un «sentido», que no por «común» dejaba de ser «luz divina», «instinto intelectual», «escudo y guía de la ra­zón». Y que le hizo enlazarse no sólo con Suárez y preparar un resurgir de la escolástica, sino adivinar ser también el precursor de las futuras filosofías existenciales o intuitivas.

«Civilización europea» (1848). O conciliación de «criticismo», «sentimiento». Razón y fe. Su otra obra metafísica fue la Filosofía fundamental (1846).

Como filósofo de la Historia, atacó a Guizot, con El protestantismo com­parado con el catolicismo, en sus relaciones con la civilización europea (1844). Y su labor apologética popular la dejó en Cartas a un escéptico. Polí­ticamente, reunió dos tomos de escritos, derramados por revistas y periódicos.

Balmes sólo vivió treinta y ocho años. Tras Balmes surgieron en España las bases para que Menéndez Pelayo pu­

diera hablar de una filosofía propia. Y para que se potenciara la escolástica, con fray Ceferino González, Monescillo, Cornelias, Fonseca, Ortí y Lara, Pou, Caminero, Tejado. Y en el siglo xx se le tuviera a Balmes como un restaurador del catolicismo hispánico. (Hoy existe una Fundación Balmes y su revista Razón Española, que dirige Gonzalo Fernández de la Mora.)

En Europa, tal vez inspiró el movimiento de Oxford, aquel «Illative sen­se», del famoso cardenal Newman. En Francia, tras Balmes, apareció con igual directiva el cardenal Mercier, para la escuela de Lovaina, lográndose la en­cíclica «Aeterni patris» (1879), restaurando el tomismo. Y Alemania reconoció por boca de Klimke todos esos méritos. Balmes tendría, además, los de ha­ber precedido a Bergson, Unamuno, Heidegger, en sentar las bases de un in-tuicionismo fenomenológico. Lo que representara por entonces en Dinamarca otro romántico, Kierkegaard (1815-1855), lo asumió Balmes para un existen-cialismo cristiano en España. Pero sin desesperación ni angustia, sino con el «buen sentido» patrio. Aquel «curita catalán con cara aniñada y unos ojos de claridad azul, que eran como una ventana abierta a la objetiva ternura para todos los valores y las emociones humanas».

El «buen sentido» de Jaime Balmes, el precursor. De un cristianismo más allá del otro vanguardista danés. Y por tanto, más universal. Y por uni­versal, católico.

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Aquel embajador en EE. UU. Usted no conocerá, señor embajador norteamericano en España, a un colega nuestro y sevillano que desde el 3 de octubre de 1856 hasta el 17 de enero de 1867 representó a mi país en Washington haciéndose célebre como profeta al advertirnos que «morir Europa siento. En su ruina otra Europa, otro mun­do, alzarse debe». Y ello porque fuera «Voltaire de la Francia el asesino» (como inspirador de la revolución burguesa del xix) tal que: «Hegel lo será de la Alemania» (y de la burguesía europea y americana), a través de Marx.

Cierto que Tassara coincidió en esa profecía con su gran amigo, otro em­bajador, pero en París, don Juan Donoso Cortés, quien también había pre-dicho que «Rusia es la fuerza irresistible de expansión con un imperio gigan­tesco que pide para sí toda la herencia del Oriente con agravio de toda Euro­pa». «Porque la libertad se acabó y el futuro no pertenecerá a la libertad» y que «el país del socialismo además de Rusia, no será la Francia, sino la Es­paña». Y eso se pronosticó el 4 de enero de 1849.

Usted no conocería (aunque su cultura hispánica sea muy vasta) a Gabriel García Tassara porque tampoco la mayoría de los hispánicos le han leído. Sin más comentadores que un librillo de mi antecesor en el Instituto madri­leño del Cardenal Cisneros Mario Méndez Bejaraño (Madrid, 1928) y algún ar­tículo suelto por revistas como el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo (R. Gullón, «Tassara duque de Europa») y en Anales Hispalenses (Rafael Laffón, «Un poeta olvidado»).

De los escritores españoles que representaron a España en su país (Luis de Onís, Leopoldo Augusto de Cueto, Juan Valera, López Roberts, José María de Areilza), Gabriel Tassara (nombrado por otro escritor y diplomático, Nico-medes Pastor Díaz) es quizá hoy el menos recordado y el más vigente. No sólo porque mereció los elogios de dos presidentes norteamericanos: James Bu-chanan (1857-1861) y Andrew Johnson (1865-1869). Y quizá del asesinado Lin­coln (1861-1865), sino porque resultó el primer promotor de la Federación de Estados Americanos, encabezada por España y que hubiera defendido ahora a la OTAN.

Que su labor se hizo famosa entre nosotros lo demostró aquel poeta es­pañol al proclamar que «el timón diplomático guiaba, con altas miras y con diestra mano» refiriéndose al haber evitado la entrada de España en la guerra «por la loca aventura del pequeño Napoleón en Méjico». Así como por sus acuerdos en el conflicto entre España y Perú, con motivo de la ocupación de las islas Chinchas por el almirante Pareja. De ahí que don José de Olañeta le escribiera el 3 de enero de 1866: «La reina es la primera en conocer la gran influencia de usted en ese país y el gran conocimiento que tiene de las cues­tiones americanas.» Y ello lo acreditó aquel público elogio que el secretario de Estado Williams Henry Seward —alma de las dos presidencias sucesivas, la de Lincoln y la de Johnson— le hiciera como jamás a ningún otro ministro o embajador («Es usted muy prudente en estos años críticos, con absoluta se­guridad en el trato y honradez y jamás una palabra improcedente»). Y otro secretario de Estado, Mr. Ward, también le enalteció por su tacto «en las di­fíciles relaciones con los Estados Unidos, haciendo quedar a los españoles tan amigos como en 1778». Por eso no es de extrañar que hasta don Juan Valera comentara que aquel poeta, «lo hacía mejor y con más tino que los más pre­ciados hombres de acción, sin emplear nunca tales facultades en su ventaja, sino en pro de todos». Por ello, ante la peligrosa cuestión cubana y la no me­nos peligrosa filipina, le reclamaron desde La Habana el 30 de noviembre de 1866 como único diplomático que podía evitar muchos disgustos, pues Tassara recomendaba siempre al Gobierno que ante la cuestión cubana preparara «buques grandes y bien artillados y vigilar en la isla todo rincón de posible desembarco». Y aunque su diplomacia fue siempre exquisita alguna vez se le escaparon deliciosas frases como ésta: «Estados Unidos es un pueblo de bom­básticos y el más vanaglorioso y más vano del universo, aunque nadie le ad­mira más que yo en lo que tiene de admirable.»

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Pero le estoy contando, amigo embajador, demasiadas cosas de ese diplo­mático español sin decirle que además fue un gran poeta y un gran don Juan, y aunque no llegó a que una norteamericana se suicidara por él, como le pasó a otro don Juan (Valera), sí que estuviese a punto de hacerlo Magdalena Goddard, por 1859, porque Tassara, como buen Tenorio sevillano, no se casó nunca. Los nombres de Justa, Matilde, Elvira, Laura aparecen en sus poemas. Con el más famoso: el de aquella cubana nacida en Puerto Príncipe y llegada a Madrid clamorosamente como poetisa: Gertrudis Gómez de Avellaneda, que le diera una hija (muerta pronto afortunadamente) y él a Gertrudis, una in­constancia perfecta.

Era un gran tipo nuestro embajador y poeta. Se conserva un retrato suyo en la biblioteca de la Universidad de Sevilla: rostro fino, aristocrático, pelo oscuro y undoso, elegante mostacho sobre delgados labios y una nariz perfec­ta arrancando de frente poderosa y entre unos ojos decididos y, a la par, so­ñadores.

Su padre, manchego de noble origen, se trasladó a Sevilla, casándose con una hija de los marqueses del Pedroso, que murió, tornando a desposarse con Teresita Tassara Ojeda, hija de Manuel Tassara y Wilson. (El Tassara ve­nía de Genova y el Wilson de Gibraltar.) Naciendo nuestro poeta y embaja­dor en la calle Pilatos, 6, el 19 de noviembre de 1817. Muerto el padre, Teresita Tassara volvió a casarse con don Manuel Barreiro, quien se portó muy bien con Gabriel, haciéndole estudiar en Sevilla Humanidades y pasar a Madrid como escritor y político del Partido Moderado. Y como su amigo Donoso, a pesar de su conservadurismo —o precisamente por él— insistió en anunciar «una sociedad nueva con una religión nueva, un mundo nuevo y con un Dios nuevo»: el socialismo.

Tras Estados Unidos, tuvo puesto en Londres. Pero renunció pronto. Tor­nando a Madrid, frecuentando tertulias y el Ateneo donde leía el Times y L'Indépendance Belge. Pasó una larga temporada en su Sevilla. Pero tornó a Madrid tras el golpe de Pavía. Estaba enfermo y buscó el aire alto y fino de la sierra.

Cumbres de Guadarrama y de Fuenfría para vos tornará la primavera. Mas mi invierno, ¡ay de mí!, será ya eterno.

Murió el 14 de febrero de 1875 en el número 16 (hoy 28) de la calle de Serrano y fue enterrado en la parroquia de San José. Aquel embajador que Estados Unidos juzgara inolvidable. Como inolvidable fue para la antillana Gertrudis de Avellaneda. Y para los españoles de hoy: por haber previsto la decadencia de Europa ¡y el triunfo en España del socialismo!

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Gabriel García Tassara: aunque su diplomacia fue exquisita, alguna vez

se le escaparon deliciosas frases como ésta: «Estados Unidos es un pueblo

de bombásticos y el más vanaglorioso y más vano del universo, aunque

nadie le admira más que yo en lo que tiene de admirable.»

Gertrudis Gómez de Avellaneda, una cubana nacida en Puerto Príncipe y llegada clamorosamente a Madrid como poetisa, le dio una hija. Él le correspondió con una inconstancia perfecta.

Retrato de la niña, Brunilde, muerta prematuramente.

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Grabados fin de siglo

El egabrense Valera

Nace un ave rara

El 18 de octubre de 1824 nació Valera. En ese 18 de octubre nace un ave rara en la fauna literaria española del

siglo pasado. Un ave de pluma rara. Esta conclusión de exquisitez que noso­tros le asignamos ahora, a posteriori, dando el trueno a los cien años, sólo el hada que fado a don Juan Valera, en Cabra, podía suponerla en esta fecha retrospectiva, cuando en el palacio viejo cercano a un castillo, en aquella ca­sona de columnas marmóreas sosteniendo piedras de sillería y un blasón de marquesado, don Juan Valera abrió por primera vez sus ojos claros, serenos a la luz del mundo, teñida en aquel momento de color cordobés. El hada que fado a Valera aquel día fue completamente especial. Bajó a Cabra no sabemos si por humorismo o por el deseo de ensayar una nota nueva en aquel paisaje de olivos y viñedos, de tierras calizas y amojonadas con zarzamoras y pitas por las que corrían algunos regatos bordeados de álamos blancos y negros, con mimbrones y mastranzos en las orillas, cuya humedad empujaba en la primavera a florecer las nigelas azules, los lirios, la salvia y las margaritas. En aquel aire azul, cristalino, espolvoreado de romero y de tomillo, donde rojeaban la adelfa y el granado.

Los porqués de esta rareza: su educación

Valera no fue educado como la generalidad de los escritores españoles: y esto fue tan fundamental para su formación intelectual que hay que advertirlo en voz alta.

La educación de Valera en Cabra fue una rareza. Por un lado su madre le comenzó a conducir a un mundo exquisito de la cultura, de prejuicios de clase y de categorías. Y ya, por otro lado, los chicos del pueblo le incitaban a nivelarse con ellos en gracia y en barbarie. Robar fruta, tirar piedras y hacer el salvaje con acento gitano y con sombra.

Llegó a Madrid desde su provincia lleno de instintos lujosos y brillantes, con todos los apetitos que su progenie distinguida y su educación cuidada le habían proporcionado. Pero en su casa andaban mal de moneda y de admi­nistración; su padre apenas le podía mandar un puñado regular de duros, y el pobre Juan tuvo que empezar a reprimir concupiscencias, con todo su dolor. No hay como reprimir concupiscencias para que brote espiritualidad y se vierta en mal humor o en literatura. Cuanto más exquisitos sean esos deseos contenidos, más exquisita será esta espiritualidad. No se ha advertido la im­portancia de esto para la producción literaria de un país. De los más ejem­plares artistas literarios —por ejemplo, el caso de España— han sido hidal-güelos con sangre fina y bolsa vacía. Lo mismo que Valera fueron Lope, Cal­derón, Quevedo, y en nuestros días Baroja y Gómez de la Serna, todos ellos de índole cántabra y montañesa, «de la montaña», cuna del linaje hispano. La Edad Media resolvió este quid, como tantos otros, con la organización ecle-

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siástica. El mayorazgo, a gozar las haciendas. El segundón o pobre hijo de algo a llenar poemas o cantar en el coro de la catedral, a hacer literatura. Valera tuvo que atenerse a la literatura más de lo que hubiera querido. Y re­sultaba que, a pesar del equilibrio y goce sereno y cumplido que le han atri­buido siempre los críticos, Valera lo pasó a disgusto más de lo que se cree. Ya veremos más adelante cómo encajamos al doctor Faustino en el román­tico cuadro de los inadaptados, con todo su temple clásico.

¡Qué delicia los salones de Madrid y de Ñapóles; Eugenia de Montijo, Lola Montes, casas de Cabarrús y de Weiss-Weiler! Nombres que volteaban como palomas nunciativas sobre la melancolía de medios del sobrino de Al­calá Galiano. En los salones se encontraba el joven Juan un poco despistado. Su ingenio y su delicadeza le hacían brillar, pero no le satisfacían plenamen­te, según confiesa en las cartas a sus parientes. ¡Dinero! —suspiraba—. En las tertulias literarias, a su vez, Valera se sentía mucho peor. Llegó a preferir al aristócrata mentecato sobre el erudito cochino, sobre el poeta mal educado, sobre el profesor pedante. Valera tuvo la obsesión de los modales, de la for­malidad.

Esta fluctuación en la satisfacción de sus apetitos hubo de dejar también en su pluma un matiz más de extrañeza.

Le faltó ser todo lo aristócrata debido para no escribir una sola línea, para no permitirse ninguna confesión lírica, para permanecer en una función social determinada. Le faltó ser todo lo burgués que requería el caso, para llegar a gran poeta, para sentirse acuciado de pasión, de ganas de llegar a los puestos altos y escogidos, de tener «ideal», de ser romántico.

Valera se encontró cogido entre dos regímenes contradictorios de vida, ante dos callejones sin salida y, para buscarla, tuvo que brincar por el teja­do, por la frontera, y marcharse a suavizar asperezas.

Viajes, amores, protocolos. En España la literatura de viso no sólo la sangre fina la ha producido, sino también las plumas que han corrido y que han visto. En el Siglo de Oro nuestros ingenios de pro fueron unos grandes viajeros. En el siglo XVIII, como fueron los extraños, los franceses, los que via­jaron, no nos dejaron más que la originalidad de imitarles. En el siglo xix las corrientes se purifican y el literato vuelve a enriquecer su sangre con vi­siones más varias. La política nos trae con la forzosa emigración de gente, la renovación romántica. Londres y París se nos descubren. Byron y Victor Hugo nos deslumhran.

El literato del siglo pasado viajaba a costa de la política. Si contra el Go­bierno, en calidad de fugitivo. Si a favor del Gobierno, como encargado de misiones y diplomas.

Valera disfrutó de su fortuna de escritor (y de la otra, de pariente o ami­go de los gobernantes) para viajar. No necesitó esperar la reglamentación de las pensiones en el extranjero por un Estado. Al literato entonces —como aún en Suramérica, la joven Suramérica— se le consideraba bueno para cualquier fregado intelectual. Desde escribir una quintilla en un álbum hasta encargarse de un protocolo, de un servicio secreto y nacional. Valera se acogió a este género romántico de información y cultura, y se recorrió media tierra. Portu­gal, Brasil, Rusia, Alemania, Bélgica, Francia, Austria, Italia, Norteamérica, fueron los países que visitó.

Hombre de mundo fue de veras

Tanto viaje y tanto viaje hecho en condiciones muy especiales contribuyó a exquisitar y matizar más su pluma. Cuando a la vuelta a España se encon­traba con el tipo medio de literato, como Alarcón, Campoamor, Donoso Cortés, Fernández Guerra, Menéndez y Pelayo, Galdós, Valera resultaba sin querer algo distinto. Era el hombre que venía de aprender griego entre los besos y espiritualidades de una dama egregia. De danzar en la corte pulida y esplén­dida de Moscú y de Petersburgo. De hacer amistades con los intelectuales ale­manes y de charlar con ellos en su propia lengua. Era el hombre que ya traía

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a España el profundo secreto de que estábamos bárbaros en muchas cosas; de que nuestras mujeres estaban lo suficientemente salvajes para no dejar prosperar nada fino y francamente selecto. Era el hombre que se sonreía ya del buen don Marcelino cuando éste le pedía consejos de re cosmética e in­cluso de re estética. Era eí que miraba como un bicho hidrófobo a Donoso Cortés y como a un «gentil perroquet» al gran Castelar. El que conocía el origen de las gallinas con huevos de oro de los krausistas, de los filósofos in­novadores. Y de los novelistas innovadores también, según ellos. Valera fue el espíritu de la lucidez en el antro de confusiones que era España hace me­dio siglo.

Viajes, mujeres, protocolos. Tres fuentes preciosas de sabiduría, de su escepticismo, de su ironía, de su desdén, que nutrieron el pocilio nativo que le entregó su madre. Pero su desdén tuvo que encarárselas con su deber. Y he aquí un nuevo porqué del perfume raro de esta personalidad, en otro aspecto.

Cabra, el terruño. Pero para tal exquisito viajero el viaje no podía serlo todo: era demasiado género romántico el viaje para subyugarle. Y aunque Weltburger, la sangre cordobesa pretendía sus derechos. El viaje no podía consolidar sus más secretas aspiraciones; el viaje daba un perfume muy si­glo XVIII, de la humanidad, pero sobre ése estaba para Valera el de la mejo­rana y el romero de Cabra; sobre esos tentáculos de andar y ver estaban los de meditar y reposar, el ansia de fundar, el propósito de enraizarse a la tie­rra originaria.

Y Valera —el hidalgo sin función— se las arregló de modo que se inven­tó una nueva nobleza para con su patria y se cargó de obligaciones. De esas obligaciones delicadas que casi no se pueden confesar.

La literatura de Valera. Sus contemporáneos le estimaron como crítico y novelista. La generación siguiente, la del 98, le retiró su estimación. Como poeta y dramaturgo no le estimó nadie. Eugenio d'Ors, en nombre de la ju­ventud, propuso una nueva estima. Sus contemporáneos, que fueron muchos en la ochentena que vivió, no llegaron a comprenderle bien nunca. Ni don Marce­lino, ni su tío Alcalá Galiano, ni doña Emilia, ni el conde de Casa Valencia le define jamás de un modo suficiente. Le echan piropos, sobre todo doña Emi­lia (q.e.p.d.), pero no explicaciones finas. Los románticos nietzscheanos Azorín y Baroja le ponen de mala manera. Azorín le niega, en 1913, la pasión, la emoción, el ideal, el arte de encender. En 1917, arrepentido de su absolutis­mo, le hace concesiones y termina en gran amistad hacia aquel español preclaro.

Baroja le ve con malos ojos, dos o tres veces, de pasada. Cree, un poco injustificadamente, que Valera desdeña a Darwin, y esto le basta para lla­marle petulante y aldeano.

Valera no desdeñaba, en el fondo, nada. Era un panfilo de buena ley, y su amor por todas las cosas le impidió intensificarse en algunas. Por eso, por pesar el pro y el contra, por ser delicado y comprensivo, no fue un político, no fue un hombre de gobierno, no fue un diplomático de acción, no fue un gran novelista, un gran poeta, un gran dramaturgo, un gran aventurero. Pero, mirado desde lo alto, qué riqueza de gérmenes bullían en aquel espíritu!

Tanto, que de él arrancaba lo de más fuste que ha habido en España des­pués de su figura. Sólo Clarín, en algunos aspectos, puede ser colocado a su nivel. Pero Clarín no fue tan completo. En Clarín aparece siempre el profesor pedante y el periodista venenoso. Valera, sí; Valera fue toda una figura. Como novelista, es el antecente inmediato de Baroja, no porque Baroja le haya imitado, sino porque esbozó Valera las preocupaciones de muchas no­velas barojianas. Las ilusiones del doctor Faustino es el paso al Árbol de la ciencia. El tipo del indeciso, del degenerado, del autoanalítico, del hombre de voluntad rota, ese tema tan delicado y estupendo de Baroja, allí está ya en Valera. En Valera está ya la preocupación que tiene Baroja por la mujer, por la mujer dignificada por la educación y la cultura. Doña Luz es un ansia por pintar un tipo así.

Valera es un novelista de problemas superfinos, que él mismo diría. A su

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Valera es un novelista de problemas superfinos, que él mismo decía.

«Pepita Jiménez» vale, sobre todo, por la novedad enorme de introducir en la literatura

española un poco de almas complicadas, analizadoras, dramas psicológicos en el recinto

de un corazón, proustianismo de vanguardia. (Ilustración de Miranda.)

Acostumbrado el español a la lata patriótica de Galdós, aquello tenía que resultar raro.

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lado Galdós, Alarcón, Pereda, son unos pobres artesanos de brocha gorda. No podían. Les faltaba sangre superfina. Pepita Jiménez vale, sobre todo, por encima de su motivación política y de sus orígenes literarios, por la novedad enorme de introducir en la española un poco de almas complicadas, analizado­ras, dramas psicológicos en el recinto dé un corazón, proustianismo de van­guardia. Acostumbrado el español a la pedagogía de dómine de Pereda y a la lata patriótica de Galdós, aquello tenía que resultar raro, impopular. Mucho más impopulares resultaron sus versos y sus dramas fantásticos. En una épo­ca de torrencialismo lírico, de canciones medievalizantes y poemas coruscan­tes, Valera se empeñaba en cantar a Venus, a Euforión, a Dafnis y Cloe en versos pulidos de forma o en prosa pulida y rica.

En época de dramones de Echegaray, en que todo es locura o santidad, Valera percibe un teatro bello e ideal a lo Gozzi y escribe sus poemas dra­máticos en Bactra, en Capilavastu, sacando del Extremo Oriente imaginaciones encantadoras.

Como crítico de obras, Valera no lo es si se entiende este apelativo así, a secas. Valera fue un hombre que tuvo la gracia de discurrir sobre cuanto se le ofrecía a su lectura con una visión y una complicación de puntos de vista que nadie en su tiempo poseyó. Valera fue desde este aspecto el predecesor mejor de Ortega y Gasset, así como en la novela lo fue de Baroja.

Del modo que al final de la línea de Costa está Unamuno con sus aires iberos, de santones, de profetas de desierto, al final de la línea de Valera está Ortega con sus preocupaciones europeas, de cultura refinada, de modales, de organización y de categorías.

En Valera están contenidos, como en nadie más, los núcleos de la polí­tica americana e iberista. ¡Portugal, América! Los dos vocablos que le ator­mentan y le hacen escribir volúmenes y volúmenes.

En él están contenidas asimismo las preocupaciones del regionalismo, de las guerras coloniales, de los partidos políticos, del militarismo.

Ya es hora de decirlo con toda seriedad. El mejor índice de ayer se llama don Juan Valera, y es un índice que tiene longevidad, perennidad todavía. Que vive.

Ganivet y Granada El genio granadino más hondo estuvo en sus pensadores. En aquel medieval Abentofail del XII (también de Guadix como Pedro de Mendoza y Pedro A. de Alarcón), cuyo Filósofo autodidacto anticipó las utopías sociales de un Moro, un Campanella, un Gracián, un Swift y un Huxley. En el Barroco, Suárez, el jesuíta, quizá la mente filosófica mejor organizada que diera España. Y en el 98 videncial, Ángel Ganivet.

Ganivet volvió a llevar a Granada a lo universal precisamente concen­trándola en su destino. Granada la bella, un libro más trascendente aunque menos conocido que La Ciudad Antigua de un Fustel de Coulanges o que las idealizaciones urbanícolas de los románticos ingleses como Pater, y Pushkin.

Granada, de origen ibérico —Iliberis o Elvira—, nombre judaico-bereber —Garnatah-el-Yahour bajo los ciríes del siglo xi—, encontró en los nase-ríes posteriores su famosa magia decorativa y picturable. Ultimo baluarte de la España islámica cayó, al fin, el año milagroso de 1492 bajo los Reyes Ca­tólicos que equilibraron así la reciente pérdida de Constantinopla para la Cristiandad. Por eso Isabel y Fernando se hicieron enterrar allí desde donde habían unificado el país tras siete siglos y se había desvelado América con Colón. (Como una advertencia secreta a la posteridad cristiana y española de que Granada seguía siendo una frontera pavorosa, un límite con el África y las posibles, periódicas, embestidas del Oriente.)

La Casa de Austria —siglo xvn—, vencedora de ese peligro oriental en Lepanto (1571), trató de neutralizar y apagar la fascinación del orientalismo

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«La Naturaleza dotó nuestro suelo con

espléndida vegetación, naciendo lo que es

típico de nuestra arquitectura: el enlace de las construcciones

con las flores y las plantas» (Ganivet en su

obra «Granada la bella»).

Ganivet, el descubridor de la hispanidad ante América y el

de los vaticinios prodigiosos, como la Revolución rusa, la descolonización

africana, la crisis de Gibraltar, la alineación socialista,

el imperialismo del dólar y la decadencia europea.

Isabel y Fernando se hicieron enterrar allí donde habían unificado el país tras siete siglos y se había desvelado América con Colón. (Los sepulcros de los Reyes Católicos en la Capilla Real de Granada.)

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granadino. (La Arquitectura cesárea, bramantina, maciza y severa que flan­queó la Alhambra fue signo de esa vigilancia.)

Pero ya en el XVIII —el de Aranjuez frente al Escorial, y con la vuelta a la sensualidad en lo plástico y metafísico— se tornó al regusto por aquel so­terrado hechizo muslime.

En el xix la Alhambra era ya una algarabía de gitanos vagantes herede­ros de los expulsados moriscos. Entre ruinas de ensueños bajo las nieves al-pujarreñas. Y allá se volcaron los románticos y orientalizantes, iniciando el turismo pintoresquista. Chateaubriand, Hugo, Gautier, Dumas, Merimée, Wash­ington Irving y pintores como Doré, Roberts, Lewis, Vivían, Regnault. Y de los hispanos Estébanez Calderón, Zorrilla, Villaespesa. Y americanos como Icaza.

Restaura la Alhambra Torres Balbás; desde Córdoba Romero de Torres incita la gitanería de óleo y de ole. Y la descubren como una inefable musica­lidad asiánica Stravinski, Debussy, Ravel. Y la suite ibérica de músicos como Granados, Albéniz, Torroba. Surgiendo el Amor brujo de Falla que fue a la melodía lo que el Romancero gitano de Lorca a la poesía. De 1860 a 1910 la gitanería y lo flamenco viven su gran época. Con un primer con­curso nacional en el Polinario granadino, que reúne a los mejores intelec­tuales de la época.

Pero toda esa exaltación exoticante y romántica de Granada sólo una ge­neración, la del 98, la desdeña para calar en algo más genuino. Antonio Ma­chado afirma que «ya se fue la España de Merimée». Baroja ve en la Alham­bra «un quiosco de refrescos». Y Ángel Ganivet, el sublime granadino, la sien­te como norma de «la ciudad humana y natural». Ganivet: el descubridor de la Hispanidad ante América y el de los vaticinios prodigiosos como la revo­lución rusa, la descolonización africana, la crisis de Gibraltar, la alineación socialista, el imperialismo del dólar, la decadencia europea. Y la salvación estoica, a través de España —en un tercer resurgimiento—. A través de su tradición senequista que perdura —y habrá de vivificarse— en las ciudades his­pánicas de América para defenderse del rascacielismo y la presión indigenis­ta. Ciudades aún humanas, con stoas o pórticos o recovas, de luces temperadas para pasear lentamente y afirmar que el «hombre es cosa sacra para el hom­bre» (Homo est res sacra homini). Y que «parere Naturae» obedecer a la Na­turaleza libertad es. Doctrina que llegara de Grecia con Zenón, y de Roma con Séneca y con Cristo hasta la Granada de Ganivet. Lo que desdeñaba era la Casa como máquina para habitar y la vida en bloque, bloqueada. Conjurando así el verticalismo colosal del hierro y del cemento, y presagiando la nueva arquitectura hacia la ciudad lírica, orgánica, cósmica. Fitomorfa y antifun­cional. Arquitectura de arrayanes y que hoy enloquece a los nuevos arquitec­tos del «moho» como Hundertwasser o Étienne Martin.

Ganivet no viajó a América pero la sintió a través de su Granada la bella con filosofía autodidacta como la de su paisano Abentofail. «Sobra luz y el aire caliente azota a las personas como a las plantas. Hay, pues, que buscar sombra y frescura» (ciudades altiplánicas de América). «Y si el calor es tan fuerte que no hay modo de luchar contra él, el hombre se coloca bajo la protección de la Naturaleza: se defiende con los árboles y jardines en la ciudad. La naturaleza dotó nuestro suelo con espléndida vegetación, naciendo lo que es típico de nuestra arquitectura: el enlace de las construcciones con las flores y las plantas.» «Yo no comprendo cómo la casa de pisos ha podido sentar sus reales en nuestra Ciudad y cómo la portería ha matado al patio.» «El verdadero progreso político está en conservar la ciudad libre, como foco de fuerza material e ideal.» «Como en los tiempos felices de Grecia y de las ciudades del Renacimiento, Atenas, Florencia» y Granada. Y nuestras ciuda­des hispánicas de América.

Cuando Ganivet describe Granada nos parece estar sintiendo el hechizo de Asunción, la misteriosidad aimara de La Paz, la alta y sabia luz bogotana, la densa gracia caliente de Managua, Guayaquil, El Salvador, el reflejo indi-genal, egipcial, agitanado, de Méjico, los silencios y sombras de Lima, la in-

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movilidad alada del Cuzco, la finura señorial de Santiago de Chile, el encanto de recatados barrios bonaerenses. O como ése de la Plaza del Boticario en Río o la saudade sensual de Bahía, y la zona catedralicia de Montevideo, la melancolía deliciosa de Guatemala, la luminosidad sosegada de Salta, la pa­sión de La Habana, de donde era Carmen, amulatada, liando tabacos... Gra­nada se siente en Costa Rica, Tegucigalpa, Caracas, Panamá... Y ¿por qué no?, en Harlem de Nueva York y en ciudades norteamericanas con arrabales de color, aquellos que impresionaron, hirieron e hicieron gemir de lirismo racial a Lorca en su Navidad en el Hudson por 1929 al 30.

Porque hay una cercanía aún más profunda que la histórica de Santa Fe entre Granada y América. Y la del gitano y el indio que son la misma casta milenaria, el uno llegado a Europa y a Granada en el xv, quizá antes. Y, el otro, a América Dios sabe cuándo pero ambos de la misma ancestral sacra­lidad indiana. («Bronce y sueño, los gitanos», «El gitano evoca países re­motos» sibilino cantaba Lorca.) De ahí el estremecimiento de todo americano al descubrir en Granada lo gitaní o induí como un parentesco aborigenario y repentino.

Granada y América. Indianidad común en la sangre. Y capitulación o abra­zo en la historia (1492). Y eso es lo que vio Ganivet en su Granada.

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Del 98

Ante la tumba de Unamuno

Se realizó un homenaje nacional en Fuerteventura como recuerdo del confi­namiento allí —febrero de 1924— de don Miguel de Unamuno en conflicto con la dictadura. Lo reportó muy bien Pérez Mateos, haciéndome evocar que desde Madrid yo le envié un recuerdo agradecido.

Unamuno, el año anterior, 1923, me había lanzado a la literatura gene­rosa y clamorosamente por mi primer libro, Notas marruecas de un soldado, que me llevó a la fama y a prisiones militares. Pero hasta 1927 yo no pude pagar a Unamuno mi gratitud. Con La Gaceta Literaria, precisamente.

En su número 11, del 1 de junio, le publicamos una carta sobre Góngora del que, cómo no, disentía. Maestro supremo de disidencias.

Romera Navarro le dedicó un estudio en el número 52 del 15 de febrero de 1929. Pero, ¡al fin!, en el número 78, 15 de marzo de 1930, pude rendirle la admiración y el cariño que le tenía con un homenaje quizá único en la vida literaria y política.

El número extraordinario de La Gaceta reunió lo siguiente (¡tomad nota los unamunidas!): un editorial, una biografía y una bibliografía. Poesías iné­ditas de don Miguel. Juicios de españoles magistrales y de gente joven sobre él: Menéndez Pidal, Ramón y Cajal, Antonio Machado, Azorín, Valle-Inclán, Jiménez de Asúa, Araquistáin, Zulueta, Pittaluga, Ricardo Baeza, Salvador de Madariaga, Gregorio Marañón, Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Ramiro Ledesma Ramos, M. García Blanco, José Francisco Pastor, T. Navarro Tomás, Rafael Altamira, «Andrenio» Salazar Chapela, Juan Estelrich, Jaime Ibarra, E. Mar-quina.

De extranjeros: Nováis Teixeira, por Portugal; Conde Keyserling y Edda Reinhardt y Curtius, por Alemania; Jean Cassou, por Francia; Giovanni Papini, por Italia; A. G. Bell, por Inglaterra; John dos Passos, por EE.UU.; Alberto Ghiraldo, por Argentina; Gil Benumeya, por los sefardíes. Y, ade­más, Rafael Alberti, con cuatro sonetos. José Bergamín, con «Dios, Patria y Ley». Pedro Salinas, con «Escalas». Eugenio Montes, comparándolo con Pas­cal. Vayo, con un «Unamuno y Rusia». jAh! También de América hispana: Rubén Darío, Blanco Fombona. Y aún veo a Jarnés, Zugazagoitia. Y yo. Y el propio Unamuno con una carta a Pedro Sainz.

Por cierto que Ángel Valbuena en su estudio sobre don Miguel y Cana­rias estudia su estancia en Fuerteventura y exhuma versos como éstos «Rui­na de volcán esta montaña», «Toda eres sangre, mar, sangre sonora», «Des­nuda la montaña / en el camello / buscando entre las piedras flor de aulaga / marca en el cielo su abatido cuello». Aún nos ocupamos de él en otros nú­meros de La Gaceta.

Cuando Unamuno estuvo desterrado en París yo le ofrecí un «Cartel li­terario» sobre su Agonía del cristianismo, traducida al francés. Que lo expu­se en la sala Dalmau, en Barcelona, y lo compró el bibliófilo Gili. Yo había hablado dos veces con don Miguel, en la Cacharrería del Ateneo, mientras hacía pajaritas y apretaba bolitas de pan. Pero ya no le torné a contemplar, admirar y agradecer hasta mi oposición a cátedra de Literatura en el Cisne-

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Unamuno en el año 1929, exiliado en París tras evadirse de Fuerteventura, donde fue confinado por la Dictadura.

Unamuno por la época en que era rector de Salamanca, poco antes de jubilarse (agosto de 1934).

Escultura de Victorio Macho que se encuentra en la escalera de la Universidad

de Salamanca y en la que destaca la cruz que el escritor hizo que el

artista tallara sobre su corazón.

¿Descansa en paz Unamuno? ¡Imposible! ¿No lo sentís entre nosotros? No en la España del consenso. Si no en la nuestra. En esa del «disenso».

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ros de Madrid. Era el presidente. 1935. Y además, lo era de una «Liga Anti­fascista de los Derechos del Hombre», y yo alternaba la oposición con el I Congreso de Falange, llevando la pistola en la cartera al Instituto de San Isidro, donde opositábamos 300 para esa cátedra.

Sobre don Miguel llovieron las más altas presiones hasta de Alcalá Za­mora para que no me votara. Unamuno decidió la oposición levantándose y exclamando: «Voto a Giménez Caballero, que sabe más que todos.»

Después... hasta Salamanca, 1936. Llegué allá poco ante de él morir. Yo es­taba el 31 de diciembre con Franco intentando que hablara por una radio que no funcionó, cuando nos trajeron la noticia de la muerte. Millán Astray, su ad­versario en aquello del «Vencer y convencer», me ordenó escribir un artículo que recorrió toda la llamada España nacional. Mientras estuve en Salamanca fui a dejarle flores en su tumba. Después, también.

¡Maestro del disentir! Por ejemplo, en 1934 se le reivindica y hace «Ciu­dadano de honor». Pero en 1936 Azaña deroga ese y otros títulos por su con­tactos con el Movimiento Nacional. Pero el Gobierno de Burgos le releva como rector en Salamanca. Luego viene el choque con el jefe de la Legión. Su gran disentir era consigo mismo: de pasar por heterodoxo cuando fue una de las almas más religiosas y cristianas de España. Su Agonía del cristianismo es mi libro de cabecera. ¿Descansa en paz Unamuno? ¡Imposible! (Aunque con permiso de Dios.) ¿No le sentís entre nosotros? ¡No en la España del «con­senso»! Sino en la nuestra. ¡En esta del «disenso»!

Maeztu (el mestizo vasco-inglés)

Con motivo del Centenario natal, 1975, se escribió mucho sobre él. A «mi pa­recer» —como él diría («Pareceres» llamaba a muchos de sus artículos)—, no se le comprendió bien. Porque nadie ha ido al fondo de su genuinidad que era la de un mestizo de vasco y de inglés. Vasconavarro (Maeztu y Eraso) por la sangre paterna y escocés por la materna de doña Juana Whitney que le lleva­ría, entre otras resoluciones, a casarse con otra inglesa, Alice Mabel Hill, que yo conocí. Por eso la característica de Maeztu fue la de todo mestizo: la ines­tabilidad, la inquietud, como vio muy bien Baroja, hondo analista de almas, novelador de ellas. «Maeztu era un nombre cambiante que aspiraba a tener una fijeza que no tenía.» «Era un impulsivo.» «Con extravagancias», como las que él mismo presenció en Marañón, un pueblo donde vivía una tía suya. Y las que provocaron su salida de Madrid en 1905 para marchar a Londres. (El ataque incomprensible al hermano del dibujante Poveda, al que rompió la cabeza de un bastonazo por haber su hermano satirizado a Valle-Inclán.) El propio Maeztu reconocía esta miscigenación de su ser cuando exclamaba: «Me interesan las cosas ajenas porque las mías no tienen remedio», o aludía «al naufragio de su voluntad», o se sentía «malogrado» habiendo podido ser el «mejor ejemplar de su casta», o gritaba: «¡No! ¡No! ¡Antes que nada soy es­pañol!» O bien: «Cuando la alabanza inglesa absorbía mi personalidad... aban­donaba Londres», donde pasó quince años. Desde La española inglesa novela­da por Cervantes y mucho más que Blanco White (1777-1874), el editor de El Español y autor de un famoso soneto en inglés a La Noche, y hasta un poco Camilo José Cela, ningún escritor español con ese porcentaje ánglico como Maeztu, que le valió para ser el «mejor» romántico de los Hombres del 98. Todos ellos, como la generación siguiente u orteguiana del 15, influidos por Inglaterra. Ya que Inglaterra influencia a España en todos los Medievos o Ro­manticismos. Al revés que España, dominante sobre lo inglés en todas sus épocas áureas o renacientes como la del xvi al xvn y la actual. Y esto no lo digo en vano. Pues mientras la vieja Inglaterra liberal de ayer torna a encan-

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Maeztu reconocía la miscigenación de su ser cuando exclamaba: «Me interesan las cosas ajenas porque las mías no tienen remedio.»

Todo el 98 era una generación de últimos románticos, de últimos anglofilos. (Dibujo al carbón de Zuloaga en el que, entre otros, pueden verse de izquierda a derecha,

a Unamuno, Pío Baraja, Ortega y Marañón.)

Inglaterra pesó sobre la península Ibérica en el Medievo con sus novelas caballerescas

o bretonas incitando un Amadís de Gaula o de Gales que enloquecía a nuestras

gentes como hoy las películas del Oeste.

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dilar a nuestras gentes (la generación de tin Fraga, por ejemplo), en cambio nuestra España de hoy está pesando sobre la Gran Bretaña venidera, donde se perfila un Corporativismo sindical y una admiración por nosotros que ini­ciara John Amery tras la segunda guerra mundial, pagándolo entonces con su vida.

Inglaterra pesó sobre la península Ibérica en el Medievo no sólo ayudando al secesionismo o separatismo portugués, sino con sus novelas caballerescas o bretonas, incitando un Amadís de Gaula o de Gales que enloquecía a nues­tras gentes como hoy las películas del Oeste y que determinaría nada menos que la creación del Quijote para ridiculizarlas. Durante el otro medievalismo del siglo xix (llamado Romanticismo, justo por lo de «Román» o novelería), figuras como Walter Scott, Byron, Ossián el falso bardo y Dickens inspiraron muchas plumas y hasta regiones como Cataluña, que se sintió una Escocia del mediterráneo. El mismo Madrid creó su baile más castizo, el «schotis» o es­cocés. Por el contrario, nuestro teatro del xv al xvn o nuestra novela —Qui­jote, Picaresca, o tratadistas como Guevara, dejaron viva huella en el alma inglesa de entonces

Todo el 98 era una generación de últimos románticos, de últimos anglo­filos hasta descubrir a Nietzsche. Pero el más genuino, lo reiteramos: Maeztu, porque lo llevaba en la sangre y en la formación complementada con sus via­jes y estudios de Estados Unidos. Fue un asiduo del literario «Café Royal» de Londres. Colaboró con The New Age, The New Statesman y los fabianos. Ami­go de Shaw, de Wells, de Belloc, de Ezra Pound, de los «guildistas» o gre-mialistas sociales como Colé, Penty y Hulme, el heroico Hulme que pereció en la primera guerra mundial.

Por eso la aportación de Maeztu fue interesante para España. La de un anticipador de corrientes ideales más que de creador de ellas.

Es cierto que Maeztu propuso en su Crisis del Humanismo (1916), publi­cada primero en Londres (Authority, Liberty Function in the light of the War), el gremialismo socialista. Pero no creó nuestro «Sindicalismo nacional», como muy bien observó el norteamericano Douglas W. Foard. También fue uno de los primeros, como luego Américo Castro, en exaltar puritanismos cal­vinistas sobre el dinero como finalidad trascendente, sobre la obra santificada en el trabajo cotidiano. Pero sólo fue una aproximación a lo que luego sería nuestro Desarrollo y un Opus Dei. Sólo al fin de su vida sintió la Monarquía y al modo inglés o limitado como se perfiló la actual, y tal vez por eso le con­cedió a través de nuestro Estado un título nobiliario.

Su humor, su tipo, su predicación entre el cura vasco y el pastor meto­dista daban testimonio de esta miscela a que aludo. A veces predominaba lo vas­co, como en el bastonazo a Poveda que recuerda aquella anécdota de un bil­baíno cuando contaba que «con sus amigos y tal los domingos salían en lancha con unas nescachas politas o mozas de buen ver y tras comer y beber las ti­raban al agua, y cuando chapoteando querían salir pues, ¡pues, pum, pum!, con remos en la cabeza». «¿Y eso por qué?», le preguntaban. «¿Por qué? ¡Sen-sillas costumbres vascas! »

Yo le estaba muy grato por haber sido uno de los primeros en lanzarme como escritor al comentar mi primer libro en 1923. Después conviví en El Sol con él. Me ocupé de sus libros. Le visité en su casa de Espalter en Madrid y él vino a La Gaceta Literaria y me honró en el banquete que me dieran al ganar mi cátedra madrileña. Y pasé la noche del 17 de julio de 1936 a él unido en «Acción Española», plaza de las Cortes, 9, donde vivían mis padres y don Juan March. Desde Paraguay, siendo embajador, le dediqué un amplio estudio de cuando él lo visitó en agosto de 1928 y quedó impresionado por las Misio­nes jesuítas hasta inspirarle, en gran parte, su conversión heroica. Pues tal, que el mártir Roque González de Santa Cruz, al ser asesinado por salvajes, como él pronunció la misma frase de perdón. Por eso al hablar en Londres invitado por Fraga, como embajador, de todas estas cosas de Maeztu, ilustré su recuerdo con mi Paraguay, corazón de América, el único film misional hasta ahora de nuestra epopeya americana. Roque González de Santacruz, otro mes-

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tizo o acriollado entre indios y españoles. Como Maeztu lo fuera entre espa­ñoles con ingleses.

Baroja y Madrid (¿fue un nazi?) El Madrid de Pío Baroja: el de un cashero vasco. Que además era médico. (E, íntimamente, un cura fracasado.)

El Madrid de Baroja se distinguió de todos los otros Madriles literarios, que siempre fueron el mismo, urbano y central. Desde Lope hasta Ramón pa­sando por Moratín, Larra y Galdós. Y se distinguió porque escogió para vivir y novelar sus «afueras». Pues sólo al principio, cuando estudiante y luego even­tual tahonero, hubo de soportar calles como las de Fuencarral, Atocha, Inde­pendencia, la Misericordia, las Descalzas. Y al final de su vida —ya académi­co—, la de Ruiz de Alarcón, junto a la Academia de la Lengua. Pero en su plenitud, de Baroja sería el Madrid periférico, extrarradial y aledaño. El del barrio de la Moncloa, calle de Mendizábal en un caserón noble que él trans­formaría en lo que llevaba dentro y traería de Vera de Bidasoa: un caserío.

Él mismo lo descubrió sin querer: «El año 1902 fuimos mi familia y yo a vivir a la calle de Mendizábal. La casa de la calle de Mendizábal era del Mar­qués de Berna. Lo apartado de la casa del centro de la ciudad influyó en mí, que si antes iba poco a los espectáculos, no iría a casi ninguno. Una noche de invierno ir desde el barrio de Arguelles hasta la Puerta del Sol no era agrada­ble.» «Yo estaba cansado de vivir en Madrid.» «Soy hombre de pocas necesi­dades. El invierno tener un sillón viejo y mirar un fuego que arde, y el verano contemplar algo verde...» Vida de cashero. Familiar, laboral, concentrada, hu­raña y, al mismo tiempo, ágil, sana, alegre. Baroja bajaba del «monte» todos los días. «Mi paseo favorito era ir a Rosales, pasar por delante de la Mon­cloa..., caminos en cuesta..., cerros..., la vista espléndida del Guadarrama..., las montañas azules con las crestas nevadas.» Paseo de baserritar, silbo de chistulari, de lírico guipuzcoano; quizá el mejor lírico que haya tenido la lite­ratura española. Con su sonrisa jovial y sus adormecidos instintos de fauno, de Eitzaribelza o cazador negro, bajando por las gortas con ritmo de jorrai-dantza. Lo que le impedía desarrollar el fraile franciscano que llevaba dentro. Y le hizo quedarse en «médico», esa mezcla que es todo médico de caridad y sensualidad. Sensualidad, por eso, pervertida en Baroja, frustrado misionero y aventurero. Anarquista teórico y deambulante, cirujano de ensueños; las manos atrás cruzadas o en los bolsillos, pero con la querencia siempre de una mesa de operaciones; el ojo alerta, rostro impasible y el corazón... El corazón inundado de piedad.

Si al terminar de leer el libro de Marino Gómez Santos sobre Marañan lo que le queda a uno de aquel médico es su callada, permanente e inextingui­ble generosidad por amigos y enemigos, su misericordiosa comprensión, su emoción de lo humano, cuando se lee a Baroja, que vivió en la calle de la Mi­sericordia, esa humanidad llega a lo sublime, porque quien la expresa es, ade­más de un médico, un poeta y una entraña hondamente religiosa.

A Madrid se acercó Baroja como a un caso clínico. Y lo era. Aquel de 1902 a 1956, cuando lo dejara para siempre. Decía uno de sus personajes: «No me gusta Madrid. Parecía un Valladolid grande. Nuestra España es una e indivi­sible en su adustez, en su sequedad y en su roña.»

Baroja tuvo visitas en el centro de la ciudad como médico de almas y tipos. El Madrid de sus antecesores y proseguidores. El de la Puerta del Sol, de los cafés, el Ateneo, el Retiro, la calle Alcalá. Pero su certero instinto anti­social —y a la par social, socialísimo— le llevó a «las afueras», a la busca, a la mala hierba, a la aurora roja que amanecía por España y estallaría en tor­menta de guerra civil por él, desde entonces, diagnosticada.

«Madrid es ciudad de contrastes, de luz fuerte al lado de sombra oscu­ra: vida refinada, casi europea, en el centro; vida africana, de aduar, en los

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suburbios.» Le atraen las rondas, el Rastro, el paseo Imperial, el de los Me­lancólicos, la Virgen del Puerto, todas las zonas del incipiente Madrid indus­trializante y proletario que surgía. Recordando así más que a Galdós a Larra (el Madrid de Galdós fue de pequeño burgués, con fondo de calle de Postas). Y profesoral el de Unamuno al subir en la mañanita por la cuesta de San Vicente viniendo de Salamanca ahogándose porque producía la impresión «de un salón en que ha habido baile público cuando por la mañana siguiente se abren las ventanas para que se oree y empiecen a barrer».

Aunque ya en la novela picaresca de María de Zayas, de Castillo Solórza-no, de Salas Barbadillo, y en los saínetes de don Ramón de la Cruz aparecían los gérmenes suburbiales y atroces, que serían la inspiración barojiana —fue Larra y no Mesonero Romanos ni el autor de Fortunata y Jacinta— quien me­jor hablaría de los oficios menudos, de los medios de vivir que no dan de vivir, como un antecedente preciso de El corralón o la casa del tío Rilo, de Baroja.

Larra decía: «Lo que se llaman profesiones no es lo que sostiene en Es­paña la gran muchedumbre. Para estas gentes hay ahora una gran superabun­dancia de pequeños, más bien pretextos de existencia... que verdaderos ofi­cios, modos de vivir que no dan de vivir.»

Era el Madrid que cantaba para ocultar penas. El del 98, drogado con zarzuelas y toros, que Baroja refleja en aquel Luis Murguía: «Por aquella época, a pesar de no ser yo un patriota, me ponía de mal humor al leer los periódicos y al ver lo mal que iba la cuestión de Cuba y Filipinas. Al comen­zar la guerra con los yankis, varias veces me propuse no enterarme de nada. Pero las aglomeraciones de gente delante de las oficinas de un periódico de la calle Sevilla me hacían pararme. La gente patriotera se contentaba con cantar un cuplé bastante estúpido que terminaba diciendo: "Para cerdos, Nueva York." Yo me irritaba. Al fin, sin quererlo, comencé a leer los periódi­cos y las noticias de la guerra siguieron apasionándome. La pérdida de las colonias hizo hablar a muchos políticos españoles de una necesidad de rege­neración inmediata. No sé si la tal regeneración conmovió los Ministerios; el caso fue que en una de esas regeneraciones me dejaron cesante.»

A pesar de ese Madrid, Baroja no negó que Madrid pudiera ser algún día «gran ciudad». ¿Qué hubiera dicho hoy? ¿Dónde encontraría sus «afueras»? ¿Dónde hubiera podido vivir? Ya sin canciones populares, sin cafés —y pro­letarios sin prole—. Sin tertulias: reducida la letra a imagen, a televisión y a magazines de peluquería. Y la literatura a premios socialistas.

Yo visité a Baroja en su caserío de Mendizábal, que, a su modo, fue el último salón literario y político de España, con su teatrito privado de El Mir­lo Blanco y sus veladas, en las que desfilaran damas aristócratas, personajes de la República y jóvenes nacionalsindicalistas.

Le vi la última vez, antes de irme a América, en su piso bajo, cercano a la Academia. Estaba algo enfermo. Me recibió sentado en la cama, con su boi­na y la chaqueta puesta. Y, sin embargo, a pesar de parecer así un librero de viejo que él tanto conocía y quería, se me apareció, no sé por qué, como si aún llevara la capa de su mocedad por Madrid, estudiante de Medicina. Una capa última evolución, en el del manteo escolástico. Y de la toga clásica (es­toica y epicúrea a la par en Baroja). El manto de Sócrates, al que Baroja se parecía. Y el de Esculapio y Galeno, cuya ciencia de curar por la observación y el espíritu heredó como nadie en España. Médico de nuestra honra cuando España la había perdido. Y luz para mañana si todo el Madrid vuelve a ente­nebrecerse. Y se consulte a don Pío como a un oráculo. Que es cuando un médico, hecho consulta de todo un pueblo, asciende a inmortal.

Baroja, como vasco, ¿fue un nazi? La alusión que Pablo Corbalán lanzó en el número 7 de Disidencias, «Ba­

roja vuelve al camino», sobre su libro Judíos, comunistas y demás ralea:

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¿Sería un nazi? Como están resultando todos esos ejecutores de la ETA,

con su svástica, y su «Cardo solar» en los dinteles, contra todo moreno allende el Bidasoa.

Si viviera Baroja, ¿sería un Herri Batasuna?

Baroja, más que un nazi, fue un «cínico», en el sentido originario de «can humilde

y errante», nuevo Antístenes en precursión del hippy actual.

(Caricatura de Bagaría.)

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«Un volumen que había puesto en marcha Ernesto Giménez Caballero con el propósito que denuncia a gritos su título», me incita a aclarar una vez más ese tema tan insidioso como, para mí, divertido.

Tal volumen fue compuesto por Baroja en 1938 a petición del editor Ruiz Castillo para su editorial Reconquista (Biblioteca Nueva), en Valladolid, se­gún carta autógrafa que poseo y reproduje. Volumen que por declaración del propio Baroja, compuso con artículos ya publicados y dos o tres inéditos, insertando como prólogo, un ensayo mío que le gustó cuando se publicara por 1934 en la revista JONS. Prólogo que les valió a él y a su sobrino Julito como eficaz pasaporte para acogerse a la España franquista con toda facilidad y, una vez desaparecida ésta, para que sus herederos no quedaran contami­nados, atribuyéndome a mí el libro, aunque no' ciertamente el cobrar los de­rechos de autor.

Y eso me lleva hoy a preguntar si Baroja fue un nazi. Como yo le apun­tara a él mismo en mi entrevista de La Gaceta Literaria, número 17, l-XI-27, sobre «Manías de los escritores»: «La de Pío Baroja (Los judíos).»

Fue a primeros de agosto cuando quise ir a visitarle, pero me escribió que le acababa de morder su perro Thor, al que mató, marchando a Madrid para someterse a tratamiento.

Cuando pude hablarle, por fin, le recordé que Thor fue un nombre puesto por él, el nombre de un dios de Gobineau, nombre nietzscheano. Preguntán­dole si el espíritu supremo de la raza aria tendría esa figura acanita... «¡Psh! ¡Quién sabe!», me respondió. «¿Y esa condecoración de la solapa?» «Ah, ¡es una svástica, la cruz de los arios, que me he colgado yo mismo.» Y frente a otra, pendiente sobre el dintel de su biblioteca. «Sí, sí. También.» «Pero eso de poner símbolos en los dinteles es cosa de judíos, Baroja.» Se calló riendo. «También alguien me dijo que "Baroja" venía de "Baruch". Pero significa río frío "bar oxa". Y hay un pueblo visigodo de ese nombre en la Rioja.»

«Y en cuanto a Nessi, ése es un costado archieuropeo.» Añadiéndome: «Tengo en preparación un libro sobre JUDAISMO Y SEMITISMO. Pero no me sale. Es difícil...» (¿No fue aquella declaración de 1927 el mejor anticipo del libro de marras, que publicara en 1938, al fin, Judíos, comunistas y demás ralea?)

«Imbuido Baroja —seguí escribiendo yo entonces —de Gobineau, de Chamberlain y de Nietzsche, y seguro de su prosapia vasco-lombarda, Baroja enfrentaba bravamente a los mestizos, a los negros, a los americanos y a los judíos. Aquello de que un americano no se puede poner bajo un árbol porque se sube, es una de las afirmaciones raciales más espléndidas y carcajeantes de Baroja.»

Aquel Baroja que un día su entrañable perro Thor, dios ario supremo, le pegó un mordisco en su propia mano como a un vil sefardí. «También Vi-llaespesa le llamó a usted judío», le recordé. «Pero es porque yo le había lla­mado mal poeta.»

Yo, hoy, me pregunto: «Si viviera Baroja, ¿sería un Herri Batasuna? ¿Fue Baroja un nazi? Como están resultando todos esos ejecutores de la ETA, con su svástica, y su «Cardo solar» en los dinteles, contra todo moreno allende el Bidasoa. ¿Será la autonomía vasca un reino wagneriano y orfeónico? No. Ba­roja sólo fue un «afisionado nasi», en la línea pangermanista que iniciara la Institución Libre de Enseñanza contra el latinismo y galicismo del XVIII y xix. Y que llevara a Ortega, viajando en tren por Germania, a avergonzarse de su semítica barba negra y a escribir su España invertebrada por falta de «fer­mento rubio».

Baroja más que un nazi fue un «cínico». Pero en su sublime sentido originario de «can» «humilde y errante», nue­

vo Antístenes, contra la ciudad democrática, capa, barba, cabellos sin cortar, bastón y morral, en precursión del hippy actual. De ser rico en la pobreza y libre en la esclavitud. El «cínico» antecesor del «cristiano» que Baroja lle­vaba oculto con su comprensión ante el dolor. Dentro de un auténtico «paga­no» por su capacidad de «reír», ¡ah!, ¡guipuzcoarra, dionisíaco Baroja! ¡Su

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capacidad de reír! Con la risa más sana que ha tenido la Literatura española. Quizá la única.

Mi Azorín

Cuando liberé con la IV de Navarra las tierras murcianas pasé por Monóvar para cerciorarme si quedaba viva la casa natal de Azorín en la antigua calle de la Cárcel, un caserón hidalguesco de dos pisos y otro con troneras de des­vanes. En el noble, tres balcones. En el bajo, sencillo portal adintelado con mármol y flanqueado por dos rasgadas rejas. Allí, el 8 de junio de 1875 había nacido José Martínez Ruiz. Trasladado un año después, 1876, a una señorial mansión en la entonces calle José de Salamanca (convertida en Pablo Iglesias durante la República, y luego en José Calvo Sotelo).

A los pocos días del 1 de abril de 1939 (llegada la primavera), me presenté en su casa madrileña de la calle de Zorrilla, vestido con mi uniforme de alfé­rez provisional.

—Azorín, vengo de su pueblo, de su casa, que he contribuido a liberar. Pero sobre todo, vengo a darle el parte de mi generación como gratitud a la suya: Hemos recobrado la Voluntad. Eso es todo.

—Ya es bastante. —Y me abrazó. Mi primer contacto con Azorín fue en 1923 al publicar mi primer libro,

Notas marruecas de un soldado. Le pedí un prólogo. Y me respondió estas lí­neas, que recuerdo, indelebles: «Yo no hago prólogos. Los prólogos no sirven para nada. Si el libro es bueno no necesita prólogo. Y si es malo, se hunde a pesar del prólogo.» Y así fue. Mi libro no necesitó prólogo para un éxito ful­minante, que me llevó, a los quince días, a prisiones militares por excitación a la rebeldía de los camaradas ex combatientes, a los que pedía formar un haz (en 1921, cuando lo escribí) para evitar que España se destrozara en una guerra civil. Por eso don Miguel Primo de Rivera, al asumir el Poder el 13 de septiembre de ese 1923 en vez de cortarme la cabeza como quería Romanones, me liberó, diciendo que él esperaba hacer lo que yo proponía en mi libro. Pero quien lo logró fue conmigo su hijo: José Antonio.

Cuando en 1925 comencé a escribir en El Sol le quise hacer a Azorín una «Visita literaria» que me encargara Félix Lorenzo. Pero como no fue posible, se la hice a su retrato. Visita que tendría consecuencias imprevisibles y hasta históricas.

Pero al fundar en 1927 La Gaceta Literaria, Azorín ya cedió en su aisla­miento y venía de vez en cuando a mi casa de Canarias, 45, con algún libro para mí o para mi esposa, y visitar juntos el cementerio de San Nicolás, junto a mi morada, donde estaba enterrado Larra, y al que Azorín acudiera con otros hombres del 98 a proclamar una continuidad que, con estas nuevas visitas, Azorín me otorgara, como ya conté, en uno de mis libros, Junto a la tumba de Larra (Salvat, R.T.V., número 99).

Su obsesión seguía siendo la Voluntad, el resucitamiento de una España abúlica tras la derrota y renunciación de dos siglos.

Yo le-animaba mucho y le pedía tuviera fe en esta generación mía de los nietos. Y le contaba como allá por 1918 me fui un día a Toledo con mi compa­ñero de Facultad Enrique Lafuente Ferrari, llevando bajo el brazo su Volun­tad y el Camino de perfección de Baroja. Para verificar sus páginas y encon­trar aquello que sus autores no habían logrado y nos señalaban como consig­na: «Voluntad. Perfección.» (Poder y técnica. Resurgimiento.) Exigiendo re­construir España otra vez y augurando «un nuevo amanecer». Creando la mítica de Castilla o símbolo de una renovada unificación tras aquellos trece «noventa y ochos» o desastres que yo señalaría en mi Genio de España (1932). Hoy, en 8.a edición, 1984.

Desde 1931 ya no volví a ver a Azorín hasta ese parte de la victoria de 1939, comunicándole haber recuperado la voluntad de España, perdida.

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Azorín visto por Zuloaga, con el trasfondo de Castilla, convertida por su generación en «símbolo de una renovada unificación de España».

Su obsesión seguía siendo «La Voluntad» —título de uno de sus libros—, el resucitamiento

de una España abúlica tras tanta derrota y renunciación de siglos.

La generación del 98 se hizo anarquista para romper con un pasado inmediato de vulgaridad, democracia, parlamentarismo y cursilería. (De derecha a izquierda, Azorín, Baroja y Ortega con otros miembros de la redacción de la revista «España»).

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De tiempo en tiempo, recalaba por su recatado, silencioso vivir de la calle madrileña de Zorrilla. A llevarle un libro, algún amigo y norteamericanos.

Cuando fui nombrado embajador de Paraguay, le ofrecí venir a Asunción y a La Paz, que eran y siguen siendo los dos misterios de Sudamérica, el de la argentinidad y el de la andinidad. Pero él prefería imaginarlos. Había dedi­cado párrafos a Darío, Ñervo, Rodó y mantuvo un epistolario con Alfonso Reyes.

Cuando regresé a España en 1971, ya no pude volver a encontrar a Azorín. Había salido para siempre por aquel portalón oscuro de su casa madrileña un 2 de marzo de 1967.

Pero cuál no sería mi sorpresa emocionada cuando al ir a visitar los muer­tos míos, en el panteón de los Giménez Caballero, de San Isidro, en Madrid, encontré la tumba de Azorín junto a la que debería albergarme, y así poder seguir conversando juntos para siempre, en perdurable compañía de abuelo y nieto.

Y para tener con él materia de palique, apenas pude pasé por Monóvar, en el centenario de su nacer.

La calle natal ya se llamaba de Azorín. Una de las rejas en la casa se ha­bía convertido en papelería y librería —en la que, por cierto, no encontré nin­gún libro suyo—. Y enfrente, otra tienda de periódicos y revistas. En cuanto a la otra mansión, hecha ya museo, donde viviera y escribiera, salvo ciertas horas de la tarde, para entrar hay que golpear con toque secreto, que se lo revelan a uno en el Ayuntamiento. Hasta en eso sigue la cautela, el aparta­miento del genio azoriniano.

Y lo que más me impresionó —¿no se dio usted cuenta, amable acompa­ñante y guardián exquisito de tanto secreto sido?— fue el prurito señoril de muebles, retratos, pormenores decorativos y libros viejos.

Que me llevó a esta conclusión: La generación del 98 se hizo anarquista para romper con un pasado inmediato de vulgaridad, democracia, parlamen­tarismo y cursilería, aspirando nietzschianamente a instaurar una nueva aris-tarquia.

El anarquista Baroja en su casona de Vera; Azorín, en esta hidalguesca de Monóvar; Valle-Inclán, en su carlismo místico; Unamuno, con su vasquis-mo helénico emparentado con dioses; Benavente, echando comida a las fie­ras: su época de «Lo cursi»; Antonio Machado, renovando una Castilla de yugos y flechas frente a la sombra de Caín. Estos fundadores de la República española, ¿no fueron los únicos aristócratas de su tiempo? ¿Sabremos reco­ger su voluntad y su camino de perfección? ¿Podremos, esta vez, vencer defi­nitivamente lo cursi si vuelve a imperar? ¿Y la masificación desarrollista de España? Para que los espíritus mejores no tengan que regresar al anarquismo e intentar otra vez, con voluntad, un nuevo camino de perfección.

Antonio Machado, un caballero andaluz

Antonio Machado llamaba a Juan Ramón «Juanito». («¿Dónde está Juanito?», preguntaba don Antonio cuando llegaba de Segovia a la Residencia de Estu­diantes en Madrid.)

Una tarde vino a La Gaceta Literaria acompañado de Moreno Villa. Tenía algo de sacerdotal y de juerguista andaluz. (Unción y guasa.) Andaba lenta­mente. De negro y con abrigo como un balandrán parecía un cura. (Moriría con hábito franciscano y una soga como cordón puestos por su madre.)

Charlamos y me prometió colaboración. Lo que reiteraría en la carta que luego me envió. Pidiéndome la mía para Manantial en Segovia. La carta no sé si habrá sido recogida por los machadianos. Por eso la publico y porque es un orgullo para mí. Sin fecha, fue escrita en la primera quincena de mayo de 1928.

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«Querido amigo »Sr. D. E. Giménez Caballero. «Querido amigo: Recibí su amable tarjeta. Mucho deploro no tener nada

inédito. Lo poco que ha quedado fuera del libro (eran las Obras Completas pu­blicadas por Espasa-Calpe) está publicado en periódicos y revistas. Imposible para mí en tan corto plazo escribir algo digno de ustedes. Porque esta Gaceta que usted pilotea, honra a una generación de artistas. Contra lo que algunos creen nadie más entusiasta que yo de la gente nueva y de usted, cuya cultura —asimilada y no exhibida— me asombra. Yo le prometo que lo primero que escriba —verso o prosa— será para ustedes.

»Entre manos tengo mi tercer poeta apócrifo Pedro de Zúñiga, poeta ac­tual, nacido en 1900. Acaso encuentra en la ideología de este poeta motivos de simpatía. Abel Martín y Juan de Mairena son dos poetas del siglo xix, que no existieron pero debieron de existir y hubieran existido si la lírica española hu­biera vivido su tiempo. Como nuestra misión es hacer posible el surgimiento de un nuevo poeta, hemos de crearle una tradición de donde arranque y él pueda continuar. Además, esa nueva objetividad a que hoy se endereza el arte y que yo persigo hace veinte años no puede consistir en la lírica —ahora lo veo muy claro— sino en la creación de nuevos poetas —no nuevas poesías— que canten por sí mismos. El verdadero sermón poético a la española ha de engendrar el espíritu como se engendra en la carne y, por ende, impugnar a la musa para nuevos poetas que, a su vez, nos den en el porvenir las nuevas canciones.

»Mucho me agrada el número dedicado a Alemania. Ustedes con el bendi­to Ortega contribuyen a libertarnos del aparato francés que, como único ali­mento, venimos chupando hace dos siglos. ¡Ya era tiempo!

»Y ahora un ruego en nombre de mis amigos de Segovia: ¿Podría enviar­nos algo para la revista Manantial? Con el alma se lo agradeceríamos todos. Siempre suyo buen amigo, ANTONIO MACHADO.»

Cuando presenté mi tesis para licenciatura en Filosofía (viejo caserón de San Bernardo) sobre Séneca, don Antonio formaba parte del tribunal. ¡Y qué tribunal! Ortega, Machado, Morente y Cossío. (¿Dónde encontraría yo aquella tesis? ¿Quizá en la Universidad?) Ortega estuvo muy cariñoso. Y además en pocas palabras cinceló un Séneca como una medalla para mi pecho. Como un regalo magistral. Morente también precisó uno de sus comentarios peda­gógicos con leve gangosidad aún francesa. Cossío calló y me estrechó la mano. ¿Y don Antonio? Fui yo el que le dijo: «Usted no necesita comentar a Séneca: lo lleva dentro. Está usted más allá de nuestra generación vanguardista.»

Se sonrió, creo que complacido. Yo estaba de acuerdo con el Grupo Inter­nacional de los Poetas Nuevos (el G.I.P.N.) editado por «La Renaissance d'Oc-cident» en Bruselas, que veían en Antonio Machado un nuevo Ornar Khayam, un poeta de Hai-Kai. Un oriental. Un andaluz como Séneca.

Sí: Grupo Internacional de los Poetas Nuevos, Bruselas, «La Renaissance d'Occident» (1928), revalorizó a Antonio Machado frente al Vanguardismo. «Di­rigimos un movimiento de reacción contra los poetas ultradadaístas, cubistas, futuristas, surrealistas, contra todos los partidarios de una democratización del arte. Negamos valor a los secuaces de Whitman, de Verhaeren, de Mari-netti, de Salmón, de Laforgue, de Apollinaire, de Holst, de Wyneken... Y en España: de Gerardo Diego, Guillermo de Torre y Antonio Espina y otros... Nuestra fórmula: impresiones cortas y precisas, imágenes sugerentes, como los orientales: Quatrains de Ornar Khayam, Hai-Kai... Entre los franceses un Cocteau, los alemanes Becher, los italianos Ungaretti, los belgas Verboom, Linze... Pero sobre todos: el español Antonio Machado.

Es curioso que la fama de Machado surgiera en la eclosión dinámica del 98 que quiso galvanizar a España. Es decir: europeizar. Sin embargo, nada me­nos galvánico, europeo que el espíritu de tal Generación. Nada más místico, quietista, extático. La Llanura de Castilla ejerció sobre ellos una fascinación estupefaciente, morfinománica. Éxtasis. Abulia. (Nirvana.) Unamuno no supo

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Pese a su empeño de galvanizar a España, nada más místico, quietista, extático que la generación del 98. La llanura de Castilla ejerció sobre ellos una fascinación estupefaciente, morfinomática.

¿Y Machado? Pasa como una sombra a lo largo de viejas calles en silencio y soledad tras haber permanecido genuflexo ante el universo horas de infinitud.

Machado terminó por incrustarse en Oriente

al aceptar el carnet del partido comunista

que le dieron en Barcelona poco antes

de traspasar la frontera hacia Europa.

(El poeta poco antes de morir en el hotel

de Colliure, donde se refugió.)

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qué hacer con el vivir de Europa. Baroja, un íbero profundo. Azorín, un mís­tico anarquista de la Mancha. Maeztu, un espíritu de inquisidor. ¿Y Macha­do? Pasa como una sombra a lo largo de las viejas calles en silencio y soledad tras haber permanecido genuflexo ante el universo horas de infinitud. Su ros­tro salía borracho de atoniteces, chorreando sueños, penas, lejanías. Cantan­do cantares. Hsi-Kais. Coplillas milenarias de sabor hindú. Refranillos de sentido eterno: proverbios. Y ese valor proverbial, de renacimiento del Orien­te, es el que le reconocían y exaltaban aquellos jóvenes poetas del Renaci­miento de Occidente. «A Occidente por Oriente.» ¿Tendría razón Unamuno, quien, como Ganivet, afirmaba ese mismo secreto español de «africanizar» Eu­ropa? Al fin y al cabo fue nuestra tarea medieval que perdimos con la llegada occidental de Italia, del Renacimiento, trastornador de nuestra Vía Mística y única. Vía color de páramo. De asteroide. Color de luna. Machado: inquilino de lunas moradas. En las tardes viejas (absolutas) de Castilla.

Machado terminó por incrustarse en el Oriente al aceptar el carnet del Partido Comunista que le dieron en Barcelona poco antes de pasar la fronte­ra hacia Europa. La trágica Europa de Colliure. El 25 de enero de 1939 llegó con su madre a Cervera de Ter. El 28 al «Mas Faixat». Después, Cerbére, al fin, Colliure. Ya muy enfermo. El 11 de febrero alcanzaba yo con la IV de Na­varra el Cuello de los Belitres y Port-Bou. Entre la inmundicia y el horror de una retirada: coches desvencijados, mulos muertos, municiones derramadas, gorros, radios, fusiles, cartucheras, también revistas. URSS en construcción, núm. 8, Editorial Iskustvo, 1938, y varias Hora de España. En una de ellas: Antonio Machado... Miré con angustia tras la frontera. ¿Habría al fin pasado? Era el 11 de febrero. El 22, unos días después, empeoró. Su pobre madre no sabía qué hacer. Solos en aquel hotelucho. El 23 moría. La fondista discutía con la madre. «Aquí no puede estag, señoga. Llévelo al depósito.» En un cuar­tucho, sobre un camastro: el cadáver de don Antonio. La madre quería amor­tajarlo... Y se asomaba a la puerta... Y en esto la descubre Zugazagoitia, que pasaba con cierto periodista. Y se le acercaron. ¡Un hábito! ¡Un hábito!, cla­maba la pobre vieja, vieja de ochenta años, que moriría tres días después. Encontraron un sayal franciscano sucio y roto y por cordón una soga. Pero ¿qué epitafio?... El previsto —oh ¡divino Poeta!— por el propio don Antonio.

Sobre el pecho metido en tosco sayal las yertas manos en cruz ¡tan formal! el caballero andaluz.

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Los Ramones

Ramón y Caja!

Tras la televisión que nos actualizó —con interpretación perfecta de Marsi-llach— a quien nunca dejó de estar presente en España y en el mundo desde que muriera en Madrid un 17 de octubre de 1934, don Santiago Ramón Ca-jal, se preparó una exposición de sus recuerdos y un ciclo de disertaciones en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. He escrito Ramón Ca-jal, como él se firmaba, sin la internominal y como tengo prueba por la de­dicatoria con que me honró en sus Recuerdos de mi vida, tercera edición, Madrid, 1923: «Al doctor Giménez Caballero en testimonio de cordial amis­tad. S Ramón Cajal.» (Aun cuando en la portada del libro apareciera impre­sa la y copulativa, bajo la dirección de mi domicilio, escrito también por su mano.)

—Nunca dejó de ser actual, don Santiago —me afirma don Pedro Man­zano, conservador del Museo Cajal, al írmelo mostrando en su sede de Veláz-quez, 44—. Tan actual que no se ha superado ninguno de sus fundamentales descubrimientos, como la Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados, publicado en 1897. Y el funcionamiento anatómico de la neurona, célula motora de ese sistema; en suma, sobre el neuronismo. Cualquier espe­cialista en el mundo que quiera operar sobre el sistema nervioso tiene que consultar antes a Cajal.

Mientras me habla el ilustre celador de ese museo, voy esparciendo mis ojos. Ante todo sobre su elemental y pobre mesa de trabajo, sus microsco­pios, sus fotografías, sus condecoraciones, sus premios...

—Esa medalla del Helmholtz es superior en mérito a esa otra del Nobel. Quizá no llegan a media docena los que la posean.

—Yo vi esa mesita de trabajo en activo y tras ella, sentado, don Santiago. Una mañana de febrero de 1926, allá en su «laboratorio de investigaciones bio­lógicas del doctor Cajal», donde el Museo del doctor Velasco, final de Alfon­so XII, y que antes, al fundarse por 1901, creo se instaló en un hotel de la calle Ventura de la Vega (debió de ser el Inglés, donde Rizal pronunciara su primer discurso en 1884). Junto al laboratorio vivía, y creo que sigue, su fa­milia. Y él trabajaba en el sótano, ante esa mesita, cuando rehusó la fas­tuosidad del Instituto Cajal en el Cerrillo de San Blas, junto al Observatorio y la Escuela de Ingenieros. Pues bien, yo estaba por esa fecha de 1926 en la tertulia de la Revista Occidente, y uno de los contertulios, el físico don Blas Cabrera, contó cómo en otra tertulia, la del Café Suizo, a la que don Santiago asistía, un día increpó para que se dejara de vaguedades científicas y pusiera la tenacidad que él en su Histología. Y a él le debo hoy el Instituto de Física que acaba de regalarnos Rockefeller ¡y hasta un pensionado alemán, el doc­tor Bechert!

Entonces le rogué a mi admirado guanche que me presentara a don San­tiago. Y a los pocos días me avisaron para verlo una mañana en su laboratorio. (Eran los momentos en que otro Ramón —Franco— acababa de volar a Bue­nos Aires desde Palos, gran éxito para el Gobierno Primo de Rivera y en que dimitió en Francia Arístides Briand.) Me abrió la puerta un hombre manco e inquisitivo. Le dije mi nombre y estar citado con don Santiago. «Yo soy

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Tomás. Sígame.» Subimos por una escalera en espiral desvencijada, oliendo a patatas fritas. «Yo vivo aquí.» Y señaló una puerta de donde salía ese olor. Que se confundió con otro menos confortante, el de palomina, de un des­ván con palomas, ratones en jaulas, mesas, carpetas, revistas, ficheros. Lle­gamos a otra puerta, que me abrió y era el laboratorio. Tictac de dactilogra­fía. Blusas blancas. «Y ¿por qué los focos bulbares?» «¿Y el artículo de la Monatschrift?» «Avisar a Tello»... Y allá, al fondo, don Santiago. Que al ver­me se levantó de esta misma mesa y se quitó las gafas bajo un gorro de quinto que evocaba la Cuba de su heroísmo y de su malaria.

—¿Qué quiere usted preguntarme? —me dijo mientras me acercaba a un balcón con azotea y del que se divisaba la estepa manchega y se oían pitos de trenes...—. Leo sus artículos en El Sol y leí sus Notas marruecas.

(Me quedé anonadado y por el momento guardé silencio.) Evocándole en el Café del Prado frente al Ateneo, leyendo en solitario, tomando notas, ur­diendo sus «Charlas de Café». Pero ahora se me aparecía con ojeras descar­nadas, perfil helénico, atlético, y estatua de sí mismo como un Esquines de Herculano, con aquella cabeza que Victorio Macho reprodujera y está hoy en su museo revelando lo que debió de ser la Hélade de un Sócrates o un Galeno o la Roma de un Séneca. A mí me sonaba el nombre de Cajal (cahal) a he­braico. Pero no: era el perfecto ario, el indoeuropeo pirenaico, el arquetipo de Gobineau, el hombre ascendente que profetizara Nietzsche cuando anun­ciaba que Dios había muerto para dar paso a otra divinidad: la humana. La de este Hombre que había superado por sí mismo la coz mortal de un mulo en la frente, una tuberculosis aguda, el feroz paludismo cubano, la pobreza, la familia numerosa y, sobre todo, la mezquindad del Estado español ante la Ciencia.

—Mi pregunta es ésta, don Santiago: ¿Es posible la investigación cientí­fica en España?

—Es una pregunta que en silencio se la debieron ya hacer, Cervantes, Que-vedo, Fajardo y, con más decisión, Azara. Iba la vida, la persecución... Aho­ra... El que quiera trabajar en firme puede hacerlo. Lo malo es que hay poca gente con firmeza de intención, con la gran virtud de la tenacidad.

—¿Es usted del parecer de Rey Pastor a propósito de nuestro pasado entre las ciencias exactas?

—Sin restricción. Quien haya leído a un Villarroel, un ilustrado de casi ayer, que desdeñaba las matemáticas por la astrología...

—Para usted, ¿cuándo empezó España a figurar algo en la ciencia euro­pea?

—Desde finales del XVIII, con Azara. Azara, sí, fue un gran Hombre... —Paisano suyo, don Santiago, otro aragonés robinsónico... —Para la clasificación de las especies naturales hemos tenido gente. Lo

que escaseó fue la investigación profunda, original. Y los Gobiernos, más cos-tistas que Costa, sólo respondiendo algo cuando suena la palabra «escuela». Pero no pasan de ahí en su ayuda... (Se miró la punta de las botas.) Hasta ahora nadie ha hablado con atención aquí de mis Reglas y consejos sobre in­vestigación científica, del capítulo «Deberes del Estado». Páginas que son la historia más perfecta de la decadencia española.

—¿Y su Instituto al que el Rey dio su nombre? —Psh, qué sé yo... Le hace a uno sentirse monumento nacional. Ya sabe

aquello de «Homenaje en puerta, menosprecio a la vuelta». —¿Y el otro Instituto, el de Física? —Ése es un hecho. Los Rockefeller son los verdaderos humanistas de

hoy, al destruir fronteras y unificar la Ciencia. Con ellos pocas bromas caci­quiles, o se trabaja e investiga o lo cierran. No sólo fundan en Estados Uni­dos, sino por toda Europa... Europa está entrando en decadencia y América terminará por apoderarse de ella...

Le llamaron en ese momento. Me pidió disculpas y que seguiríamos ha­blando. Y ofreció enviarme los Recuerdos de su vida. A los dos días me los mandó con esa su firma autógrafa de «Ramón Cajal» sin la y copulativa. Pero

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Cajal había superado por sí mismo la coz mortal de un mulo, una tuberculosis aguda, el feroz paludismo cubano, la pobreza, la familia numerosa y, sobre todo, la mezquindad del Estado español frente a la Ciencia.

Era el hombre ario, el indoeuropeo pirenaico, el hombre ascendente que profetizara Nietzsche

cuando anunciaba que Dios había muerto para dar paso a otra divinidad.

(Así le inmortalizó Victorio Macho en el monumento del parque del Retiro de Madrid.)

Adolfo Marsillach en su espléndida interpretación

de Ramón y Cajal.

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con páginas tan decisivas para un español que ese libro se hace sacro. Y se transforma en Biblia nacional (mi libro de cabecera).

Don Ramón (Menéndez Pidal)

Debemos a Ortega el haber descubierto en «nuestro Pidal» algo más que «una infatigable exploración y un cúmulo de saberes». Pues «la laboriosidad de un erudito empieza a ser ciencia cuando moviliza los hechos y los saberes hacia una teoría».

Pero lo que no precisa Ortega cuál es esa teoría pidaliana. Como no sea «la cinemática del lenguaje castellano, con sus mapas fonéticos y su homo­geneidad, hacia el siglo ix». Esto es, con una tal «pobreza de variaciones» que le hacen a Ortega sentirse orgulloso de haber llegado, también él, a esa mis­ma conclusión en lo político con su España invertebrada.

Por lo que, cautelosamente, Ortega advierte: «Yo espero que en la vida del Cid, próxima a publicarse (esto se escribía en diciembre de 1926), se nos comunique la palabra del enigma).»

Y esa palabra es la que Pidal jamás pronunciaría, dejándola quizá, tam­bién cautamente, pero como buen galaico-astur, a que un seguidor suyo —aun el más oscuro de todos, pero el más decidido en la romanidad, como pu­diera ser el que esto está escribiendo— la pronunciase. Esa de la Caudillar-quía. La verdadera teoría pidaliana, implícita y audaz.

Alguien, inmediatamente pensará que lo que yo deseo del «más grande romanista entre los vivientes» es utilizarlo como un augur o teoreta de un Caudillo de España: Franco. (Nombre, por cierto que el propio Ortega anti­cipara, comentando Los orígenes —pidalianos— del español, al subrayar la europeidad de Alfonso IV, quien, además «de sustituir la letra visigótica, traer monjes cluniacenses y matrimonios reales con princesas extranjeras», recibe gente franca entre sus huestes, como aquel Kigelme Franco, importante ve­cino de Burgos.»

Pero ¿han sido otra cosa los llamados «hombres del 98» —dando a este sigma una amplia «borrosidad de límites generacionales» según la ley de Lidz—, han sido otra cosa que augures pronosticadores y maestros de la Es­paña realizada, al fin, por nosotros sus nietos?

¿Es que las generaciones pueden realizar otra gestión sino la de actuali­zar postulados implícitos en las precedentes?

El día que alguien lea, con piedad y respeto, lo que impliqué en mi obra sobre El dinero y España o nuestro «Tercer resurgimiento», descubrirá en­tre líneas aquello que ya las nuevas generaciones están poniendo en marcha. Aunque luego a lo mejor hagamos también aspavientos, como aquellos del 98, ante la augurada realidad cuando pasa del dicho al hecho. Al hablar de esa famigerada «generación del 98» se olvida que, como toda generación con fe­cundidad histórica, se compone —en rigor— de tres promociones: la inicial y dos subsiguientes que perfeccionan y concretan la primera. Es el ritmo se­gún el propio Ortega, descubierto, antes que un Petersen, por el arábigo es­pañol Abenjaldún: «Tres generaciones, ciento veinte años.» «Eso dura un Es­tado.» «Poco antes, poco después, sobreviene la decrepitud. Los Estados, como los individuos, tienen una vida: crecen, llegan a la madurez, luego co­mienzan a declinar.»

Ley de las Crisis. En la historia de los grandes pueblos que mueren para resurgir. Y que, al desfallecer, provocan un despertar sobre sus más alertas conciencias.

Siguiendo el sentido de esta ley crítica podríamos llamar «hombres del 98», en la Historia Universal, a vigías como aquel del Antiguo Egipto que escribiera la Profecía de Neferrohu. A Job en su babilónico libro de lamen­taciones y esperanzas. A San Agustín en su Ciudad de Dios u Orosio en su Historia ante la catástrofe de Atila. A Joaquín de Fiore queriendo eternizar el

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Menéndez Pidal fue nuestro gran augur, el modelador poético, sibilino, mágico, insinuante que nos enseñara a buscar en la vida española Alguien que correspondiera a aquellos rasgos que él nos proporcionara de El Cid, a un «Salvador de catástrofes nacionales».

¿Fue el Cid, como dicen algunos de sus detractores, un simple aventurero,

a sueldo de moros y cristianos, por lo que el rey Alfonso VI

tuviera razón al exiliarlo a Castilla? (Combate entre Rodrigo Díaz de Vivar

y Martín Gómez. Miniatura de «Crónica de España», 1344.)

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Un Cid hispano-yanqui de mundial éxito. (Fotograma del film de Samuel Bronson

protagonizado por Charlton Heston.)

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Evangelio. A Maquiavelo en su Príncipe. Al Vico de la Ciencia o Vida nueva. Al Hobbes del Leviatán. Al Danivlesky de Rusia y Europa o la desesperación en la apatía, al Spengler del Untergang des Abendlandes...

Caracterizándose, esas Crisis, por una vida pobre, desesperanzada y difí­cil en los pueblos donde se producen. Pero también por brotar de clamores regenerantes. Piénsese en la Alemania —precaria y dispersa del XVIII—, cuan­do aparecieron aquellos haces germinales de un Lessing, un Herder, un Goe­the, un Schelling, un Kant, un Novalis, creados de una Aufklárung germánica.

Y otro hecho que confirma mi afirmación sobre nuestro tercer resurgi­miento español. Éste: que los pueblos proceres podrán declinar, pero tam­bién realzarse. Y más de una vez. Según intentó precisar Alfred L. Kroeber en Configurations of Cultural Growth. Así, China tuvo ya dos renaceres y quizá está en el tercero desde Mao. Japón, cuatro. India, dos. Francia, tres. Y tres Inglaterra. Y cuatro Alemania.

Siendo también característico de algunos, como podría acaecer para Es­paña el aparecer lo que Spengler denominara una «segunda religiosidad» o enlace a una «fase primaveral» de otra nueva cultura, tras inevitables incerti-dumbres. Tal como ya aconteció en el hiperespiritual barroco español del xvn después de la primera aurora del xv y la plenitud del xvi.

Ésta es la verdadera explicación de nuestro 98 como crisis. Vida preca­ria, desilusa y rebelde. Pero incitadora, por ello, de un brote primario de va­ticinadores, de esperanzadores. Así, frente a la España que se hundía en ato­mizaciones individualistas, Maeztu postula otra, unánime, colectivizante, gre­mial, «sindical». Valle-Inclán desempolva el «Tradicionalismo carlista» y lo prepara para el juvenil de 1936. Baroja, ante la farsa del parlamentarismo, plantea la disyuntiva de un César o Nada. Y descubre la imperialidad de Lo-yola. Azorín, con Antonio Mochado, descubren el mito de Castilla.

Unamuno recatoliza las juventudes con un existencialismo trágico que le hace morir en Salamanca, entre nosotros, 31 de diciembre, 1936, cuando al­borea ya una victoria que tanto le debería en inspiraciones.

Ortega es el «Estado fuerte» y el maestro de José Antonio y de tantos de nosotros, incitador de disciplinas y altas morales, civiles, cesáreas. Pero ¿para qué seguir con más figuras señalativas? Basta con la de don Ramón Menéndez Pidal que, al carismar al Cid, crea, más que una teoría, toda una doctrina: esa de la Caudillarquía.

¿Fue el Cid, como dicen algunos de sus detractores, un simple aventu­rero, un anticipo del condotiensmo renacentista, a sueldo de moros y cristia­nos, por lo que el Rey Alfonso VI tuviera razón al exiliarlo de Castilla? Algo así como los que quisieron historiar a Cristo presentándolo al modo de un subversor del Imperio romano. Pero lo cierto es que Cristo, con su Mensaje, encontró evangelistas que proclamaron la máxima doctrina universal y más sublime del hombre: el Cristianismo. Como también es cierto que en el mun­do ya no religioso, sino simplemente legendario, el Cid encontraría también un notíficador de su buena nueva: la supremacía caudillal sobre la Real cuando ésta deja de saber «regir», de lograr un «Rex». La Caudillarquía, como institu­ción uniarcal frente a la monarquía cuando deja de serlo y se transforma en pluriarquía, sin un solo Mando o Poder, que reparte entre validos, camarillas, cuando no mujeres y concubinas.

Todos los pueblos, instintivamente monárquicos —y sobre todo el español (como en religión apasionadamente monoteísta)—, buscan un rey, un regimen-tor o conductor, un Caput o cabeza. Y cuando no lo encuentran, aceptan un sucedáneo, aun cuando deban diminutivizarlo y hacer de ese Caput un Cabd-iello, o Caudillo o Cabecilla, sin carismo dinástico, pero sí: popular y nacio­nal. Y por tanto Legendario.

Y ése es el Cid que nos evangelizó Menéndez Pidal. Hasta prototipizarlo umversalmente. Y justificar así —desde un simple Carmen o poema coetá­neo de Rodrigo Díaz de Vivar (siglo xi) hasta el Mió Cid del Juglar de Medina-celi— sus crónicas historiales, todo un Romancero, un Teatro y una Novelís­tica histórica. Con poetizadores (aparte de los hispánicos) como Corneille,

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Hugo, Herder, Leconte de Lisie, Heredia, Southey, Dennis, Monti, Bagger. Y aun llegar a poseer un cine actual como ese Cid de Samuel Bronston aseso­rado por el propio Menéndez Pidal, un Cid hispano-yanqui de mundial éxito.

En esa mágica y eficiente doctrina caudillarcal entrarían no sólo los Caudillos como Mió Cid o Giménez de Rada y un Cisneros, sino los futuros Libertadores de naciones, desde Washington a Bolívar, y los grandes Presi­dentes a la norteamericana, y los Secretarios generales de Partido a la rusa. Es decir, la «instauración de lo Monárquico», cuando este valor se debilita o desaparece en la historia de los pueblos. Eso sería la Caudillarquía o teoría pidaliana del Cid. Que encendió de tal modo a nuestras Juventudes cuando nuestra Monarquía tradicional quedó destruida en 1931, que por todas partes buscaron su sustitución y reencarnación. Su «Caudillización». Hasta encon­trar a Franco tan galaico como el autor de aquella palabra del enigma, de aquella teoría pidaliana advertida y denunciada por Ortega.

Menéndez Pidal fue nuestro gran augur, el modelador poético, sibilino, mágico, insinuante que nos enseñara a buscar en la vida española: alguien que correspondiera a aquellos rasgos que él nos propusiera del Cid, a un «Salvador de catástrofes nacionales».

Y los «modernos frutos» fuimos nosotros, humildes, fieles, estrictos cum­plidores de las directivas de Pidal y de todos los demás Maestros del 98, a los que nadie tiene el derecho de enfrentarlos con nosotros, como si fueran nues­tros contrarios o adversarios, ellos los liberales y los reaccionarios nosotros.

La verdad revolucionaria sólo ha sido una: la continuidad. Y el que a los suyos se parece, honra merece. Y si hoy a don Ramón se le honorífica por lo que hiciera con el Cid, ya va siendo también hora de un poco de honor y de piedad para los que del Cid hicimos otra vez, Vida, Sangre, Victoria: Ter­cer Resurgimiento de España. Y «Homenaje» como el de estas líneas: al gran Maestro Menéndez Pidal. (Aunque al fin ese triunfo fracasara al Monarqui-zarse otra vez la Caudillarquía.)

Ramón María del Valle-lnclán

La literatura española en torno al 98 parece un árbol del que cuelgan eso: ra­mones, grandes ramas literarias; la lírica (que ya dio en el xix otro RAMÓN (de Campoamor) con JUAN RAMÓN. La científica con RAMÓN Y CAJAL. La histórica con don RAMÓN (Menéndez Pidal). La Novecentista (que diría D'Ors) con las greguerías de RAMÓN y la novelesca y grotesca y galaica con DON RAMÓN MARÍA del Valle-lnclán y Ramón Pérez de Ayala.

De todas las figuras del 98 don Ramón María fue la que menos traté. Y mi veneración por ella, tardía. Cuando conocí los Tiranos Banderas de Amé­rica, cuando dejé de tener repulsión hacia D'Annunzio y sus Sonatas que pa­recen mal imitadas de las de Valle-lnclán. Y con el que coincide en algo más serio: Don Ramón María con su Carlismo, que anticipó al heroico que yo co­nocí de 1936 a 1939. Y Gabriele a quien Mussolini hizo Príncipe de Montene-voso como Juan Carlos, el Rey, Marqués de Bradomín a don Ramón María.

Yo traté a Baroja, a Azorín, a Unamuno, a Antonio Machado, a Maeztu. Pero no a Valle. Sólo cambié unas palabras con él cuando a él me llevó Con­chita Albornoz, la hija del Ministro republicano, compañera mía, y que al es­tallar la guerra civil me escondió en un piso de la calle Valenzuela frente al Retiro. Y fue la que también me presentaría con unas letras a Miguel Her­nández venido de Orihuela a verme. Fueron unas pocas palabras las que cru­cé con don Ramón María, hundido en un sofá, casi a oscuras la habitación en una casa de la plaza madrileña del Progreso.

Y saqué la misma impresión que con los otros 98: eran unos Señoritos en el más profundo, dramático y exacto sentido de esa despectiva palabra. Unas gentes que habían dejado de ser Señores no por ellos, sino por culpa de su época burguesa, ramplona y antiheroica, antinoble. Y se rebelaron. Se

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Don Ramón María, igual que los demás del 98, va «afamándose» cada día más que pasa.

Son estos 98 cada día más actuales. Y por tanto más clásicos,

más merecedores de ser leídos en clase.

Una escena de «Divinas palabras» de Valle Inclán interpretada por Nuria Espert.

A Ramón Pérez de Ayala me costaba dificultad leerlo a causa de su cultismo

grecolatino de discípulo de jesuítas.

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anarquizaron y su signo histórico fue el 98; la ruina final de nuestro Imperio en Cuba y Filipinas. Y se agarraron a Nietzsche para preparar —perdidas las guerras carlistas— una victoriosa: la nuestra del 36 al 39. ¡Queridos abue­los heroicos del 98! No es de extrañar que a don Ramón María le hicieran lue­go Marqués, y Baroja dejara un auténtico palacio señorial en su Casona de Vera. Y Azorín el Museo de su casa hidalga en Monóvar. Y Maeztu: condeco­raciones y tricornios emplumados de Embajador. Y Unamuno, su vasquismo radical que supera toda prosapia nobiliaria. Y al fin y al cabo, Antonio Ma­chado murió envuelto en sayal y, una cruz, como lo que él mismo poetizara, como «un Caballero andaluz». A don Ramón María le traté más a través de uno de sus hijos, gran amigo mío y que me acompañó cuando estuve en Com-postela y parece ser que ha heredado el título nobiliario, como quien acierta una quiniela.

Don Ramón María, igual que los demás del 98, va «afamándose» cada día más que pasa. Son estos 98 cada día más actuales. Y por tanto más clásicos, más merecedores de ser leídos en clase. Don Ramón María salta a los escena­rios con sus farsas grotescas y al cine con sus novelas.

Pero donde yo más recuerdo a don Ramón María —aún sin haber con él convivido entonces— en Roma. Cuando dirigió la Academia nuestra allí. Sé que le impresionó mucho el Fascismo. Y que le habló de él a Azaña como yo con mi libro sobre don Manuel. Y como Jiménez Fraud con su Visita a Ma-quiavelo. Pero Azaña rechazó todo Sambenito, San Benito Mussolini. Y le perdió su Ateneísmo, su ramplonería histórica, su caricatura política del 98. Y su despegue de Ortega, que ése sí: tenía vena imperial. Valle —y no en vano RAMÓN (otro RAMÓN que le haría un libro)— anticipó la musa van­guardista que él denominó «grotesca» «la que con sus gritos espasmódicos irrita a los viejos retóricos».

A don RAMÓN MARÍA le tengo preparado el mejor homenaje que un escritor puede ofrecer cuando se acerca al final de su vida: releerlo.

Ramón Pérez de Ayala

A RAMÓN Pérez de Ayala siento dedicarle breve recuerdo porque me costa­ba dificultad leerlo a causa de su cultismo grecolatino de discípulo de jesuítas, a los que atacaría luego su demoledor A.M.D.G. Y por su anglosajonismo, que procuraba disimular escribiendo de toros y de saínetes puro en boca y buen coñac.

Recuerdo que, examinando yo de literatura en mi cátedra del Cardenal Cisneros, se presentó un hijo suyo. Al oír su nombre le invité a que hablara de la literatura de su padre. «Podré decirle poco. No me gusta.» Le di un so­bresaliente.

Juan Ramón

Ya lo dijo la Ley del Manu: ¿Quién es mi enemigo? Mi vecino. Y también Juan Ramón Jiménez en lo que tenía de indostánico con su barba esquiva. Y quizá el secreto de su altísima Poesía haya sido ese de la DISIDENCIA, hasta de sí mismo. Como la más dolorosa de las vecindades. («¿Necesito yo acaso I de algún vivo en la vida? / ¡Olvido! ¡Soledad tan gratos / aquí des­pierto!»)

Contó en la «Residencia de Estudiantes» el ilustre puertorriqueño Jaime Benítez los dramáticos escapismos de Juan Ramón por los hospitales psiquiá­tricos de Estados Unidos. Hasta que Zenobia tomó la decisión de llevarle a Puerto Rico y hacerle vivir en casa de un médico español, el doctor Madrid,

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cuya terapéutica consistió en soltarle por la explanada de la Universidad en­tre estudiantes que le rodeaban y aclamaban: «¡el Poeta!, ¡el Poeta!»

Tal como ahora una publicación «A JUAN RAMÓN JIMÉNEZ» con por­tada lapidaria, editada por el «Aula cultural» del Consejo Superior de Investi­gaciones y el Instituto de Cooperación iberoamericano y orquestada con cien voces españolas clamando: «¡El Poeta!, ¡el Poeta a los cien años de su nacer!»

Cuando el 15 de abril en 1927 me decidí a visitarle en Madrid para expli­carme esa «fobia vecinálica» tomé muchas precauciones. No asustarme. Per­signarme. Y reducirle —poéticamente— a la familia de los lepidópteros. Bus­cando su espiritrompa. Como supremo Lírico de España.

Recién mudado de casa (una de las mudas inevitables que hace la larva de la seda periódicamente), tenía aún en desorden su rincón y se excusaba. (Recuerdo que su voz salía de un oboe metido en un profundo pozo seco.) Y esa voz se le enredaba en la espiritrompa que, al fin, descubrí en su capi-laridad bucal, en su barba, donde los lepidópteros poseen radicadas —según los entomólogos— las células selectivas del gusto. Y sólo entonces compren­dí que su manía era la de un solitario inmerso en un huevo de oro, evitando que nadie se acercara a perturbar su morada mágica. No consintiendo vecin­dad alguna.

—Me he tenido que mudar de casa porque en la anterior tenía un Ma­gistrado que tiró un tabique y penetró en mi cuarto... Y lo peor jue antes en otra mansión con otro vecino que tocaba pared pot medio todo el día la pianola y al encontrármelo por la escalera me preguntaba si me molestaba... Al fin encontré un piso que me gustaba pero el vecino era un novelista, Aca­démico que se creía un hidalgo (Ricardo León), pero que tomaba por las mañanas aguardiente en calzoncillos... Ahora sólo me molesta, en el piso de abajo un emblema de burguesía pudiente e intolerable...

Una tarde vino a visitarme Juan Ramón a La Gaceta Literaria, donde cola­boró con honrosa asiduidad. Y se quedó extasiado de mi piso que daba al ro­mántico Cementerio de San Nicolás, cuyos cipreses se mecían (como la acipre-sada barba juanramoniana) tras la calle cerrada, por una larga valla. (Calle de Canarias, 41.) ¡Parece un plateau de cine! Y además los obreros del taller al salir no me molestarían porque parecen aquellos de cuando el Cine empezó con Pathé Freres...

Me faltó tiempo para ofrecerle mi propio apartamento. Convirtiéndome, por tanto, en vecino que huye... Pero quizá aquel ofrecimiento me valió la altísima consideración de incluirme en sus Españoles de tres mundos.

Aún le veo sentado en la butaca de níquel y sarga negra que dibujó el po­laco Jahl, junto a mi mesa también funcionálica, y que por timbre tenía una esbelta bocina deliciosa de auto y detrás el cartel de «L'Étoile du Nord».

Aún le veo. Pero ya no le volví a ver más. Porque se lo dejé al insigne Be-nítez para que fuera a recogerle el Premio Nobel —1956— y se lo trajera a Zenobia, que lo recibió ya en agonía mientras él arrancaba flores, flores y las derramaba temblando sobre el lecho de esa muerte que había sido su Vida (Su Esposa como Musa). ¡Su única Vecina sin mudanza] («¿Cómo era, Dios mío, cómo era? ¡Y sólo quedó en mi mano la forma de su huida!»)

La Esposa como Musa

¿Cómo no ha visto ningún crítico juanramoniano este secreto, que le valió para cifrar su más exacta y arcana Poesía y lograr con ella y por Ella la Es­posa como Musa, un Premio Nobel, un Hijo universal?

Ni Cario Bo, ni Cañedo, ni Gastón Figueras, ni Blajot S. J., ni Emmy Nie-derman o Sor Mary Ciria o Mercedes Pesado o Thelma Lamb o Rosemary Souviron y otros comentaristas que revisé con Raquel, desvelaron esa Verdad, por no sabemos qué misoginia específica, ya que la crítica literaria nunca plan­teó que una Esposa pudiera ser Musa. Tema, por otra parte, excepcional como

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Quizá el secreto de su altísima poesía haya sido ese de la DISIDENCIA,

hasta de sí mismo. (Cuadro de Vázquez Díaz.)

¿Hay que saltar desde Boscán a Juan Ramón Jiménez para encontrar la alta Poesía de la Exaltación del Matrimonio, de la Esposa como Musa? (El poeta con Zenobia Camprubí.)

Todos los españoles genuinos somos mariólatras y capaces de matarnos

por la Inmaculada Concepción. Un dogma que no se entiende con la cabeza, sino

con la sangre y la honra. (Cuadro de Murillo.)

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ya advirtiera Menéndez Pelayo: «Raros son los Poetas ni de nuestra literatu­ra ni de las extrañas que hayan cantado a su Mujer (salvo después de muer­ta) y rarísimos los que han expresado este puro y limpio afecto difícil de to­car sin profanación.»

¿Hay que saltar desde Boscán a Juan Ramón Jiménez para encontrar la alta Poesía de la Exaltación del Matrimonio, de la Esposa como Musa? Con­tra lo que se cree, el Amor en España, tierra de don Juan, es mucho más cas­to y sacramental de lo que parece. El propio don Juan busca como Musa o fin de su amor una Mujer que no termina de hallar hasta que Zorrilla le entrega a doña Inés para que le salve el alma. Y es que pocos Poetas han sabido con­cebir ese Misterio tremendo. Aquel que los Antiguos cifraban en la Naturaleza «Virgen y Madre». Y el Cristianismo en «María». Por eso todos los españoles genuinos somos mariolatras y capaces de matarnos por la Inmaculada Con­cepción. Un Dogma que no se entiende con la cabeza sino con la sangre y con la honra.

Juan Ramón era de la tierra de don Juan y llevaba su nombre. Un seño­rito andaluz, con una «mirada fiera y negra», como describió Gómez de la Ser­na. Nacido en Palos de Moguer una Navidad de 1881.

Su Poesía comenzó con besos y suspiros —tal que Boscán— hacia las mu­jeres que pasaban: Blanquita, la del pueblo; María, gala de rosa; Francina, aquella lejana Georgina imposible. Pero la nunciación presentida llegó. 1912. No necesitó hablarle. Zenobia Camprubí y Aymar. Ella todo adivinó. Y le descubrió. Y partió con él. Rubia, nórdica, clara de ojos. Parecía una Madre, tutora o protectora del Poeta más que una Novia. Y una Novia cuando al cabo de 42 años de Matrimonio ya estaba para morir. No tuvieron hijos de carne. Entre ellos la filialidad se hizo verso. Y por ese Verso de Juan Ramón como por un hijo ella trabajó, se despenó, se consumió. Hasta verlo —a ese Verso, a ese Hijo— triunfar universo y premiado. España había perdido Puerto Rico a poco de nacer Juan Ramón. Pero Zenobia le llevó para morir en Puerto Rico y reconquistarlo sublimemente. Y hacia un verso más alto que el de Rubén: el mundial del Premio Nobel.

Zenobia pasa por el verso de Juan Ramón casi sin ser vista, adivinada. (Tu sol me dio en la sangre. / Tu voz, paz del día nuevo. / Tu cuerpo celos del cielo. / Tú, la Tú de verdad / buena mía, a mi lado. / Renaceré yo pie­dra / y aún te amaré Mujer a ti. / Renaceré yo viento... yo ola... yo fuego... yo hombre, y aún te amaré Mujer a ti.» Zenobia murió el 28 de octubre, 1957, San Juan de Puerto Rico. Juan Ramón medio año justo, el 28 de mayo, 1958. San Juan de Puerto Rico. De allí llegaron a Moguer por el mar, donde fueran a casarse en 1916. Era tarde del Corpus. 6 de junio, tarde de Procesión, de ro­sas, de Custodia. «Y tú eras en el pozo mágico el Destino / para hacerme sentir que yo era tú / para hacerme gozar que tú eras yo»...

Altísima, arcanísima poesía misterial de «la Esposa como Musa». Yo era tú... y tú eras yo. Comunión de almas ante Dios. Tarde del Corpus. Tarde de Eucaristía. ¡Oh exaltación del Matrimonio! Sacramento y Poesía.

Ramón (inaugurando el 900)

Me interrogo a mí mismo. —Ramón Gómez de la Serna no era de la generación del 27, ¿verdad? —Pero un gran inspirador suyo, así como Ortega fue su apadrinador des­

de La Gaceta Literaria. Ramón se vanagloriaba de no pertenecer a generación alguna: «No tengo generación. No soy de ninguna generación —dijo una vez—: soy el creacionista natural.»

—¿Y era cierto? —No. Precisamente Ortega le encasilló a Ramón con su famosa tertulia

de Pombo en «la última generación o barricada liberal».

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—¿La última? —Así lo proclamó Ortega: «Al menos en Poesía, son ustedes la última ge­

neración liberal y esta Sagrada Cripta de Pombo, donde se alojan, la última barricada. Han derribado ustedes los postreros, casi impalpables, reductos de la tradición literaria...

—Entonces la generación del 27 o de la Gaceta, ¿qué fue? —Sigamos escuchando la definición orteguiana: «Más allá (de Ramón) me

parece estar viendo otros hombres, más jóvenes, en quienes un sentido de la vida, ya nada negativo, comenzará a pulsar. Amantes de las jerarquías, de las disciplinas, de las normas, comenzarán a juntar las piedras nobles para erigir una nueva tradición y alzar una futura Bastilla...»

—¿Y Ortega, el máximo índice liberal de España, pudo expresarse así? —Y más que eso. En el inolvidable banquete que le ofreciera Ramón en

Pombo por 1941: «El liberalismo —afirmó Ortega—, por su esencia misma, tiene los días contados. No es una actitud definitiva que se baste a sí propia. Cuando no quede un títere tradicional con cabeza, el liberalismo no hallará de qué liberarnos y se reabsorberá en su nada originaria.»

—Un poco exagerado... —De acuerdo. Pues siempre queda algo que derribar. Por lo menos la ge­

neración precedente. Además, Ramón fue un precursor nuestro, como él mis­mo lo sintió: «Aquello que yo atisbé en no sé qué lejana estrella una noche de lunatismo fue esto que ahora comienza a triunfar y a ser fórmula de arte de toda una generación» (la del 27).

—¿Y cuál, ese precursor atisbo? —El descubrimiento de la metáfora como átomo poético, como energía

nuclear de la poesía. Y que llamó «Greguería». No en vano escribió como un Einstein de la literatura, aquella novela hoy llevada ya a la T.V. El dueño del átomo. En rigor cada novela ramoniana no era sino greguerías en reacción. Atomizaciones de las cosas. La generación del 27, con su exaltación de Gón-gora, fue la que logró, al fin, fisionar la metáfora y descubrir sus protones y neutrones y desarrollarla en cadena.

—¿Cómo veía usted a Ramón? —Pues así: como un ciclotrón, en explosión continua, alimentado por su

pipa y la hélice de su corbata, con patillas y pelo de bucles nucleares. Grueso, estallante en trajes de rayas como calibres, con una voz disparada, atronado­ra, y unos rasgos de nariz y boca aleonados, voraces, dignos de su nombre aumentativo y mayúsculo: Ramón.

—¿Alguna otra visión menos ciclotrónica de Ramón? — ¡Oh, sí! Su otro medio ser, como él hubiera dicho, respondía quizá a

su apellido secreto y materno Puig. A él le gustaba firmarse solamente RA­MÓN, ciclotrónicamente. Menos, Gómez de la Serna en la línea señorial y aria de su estirpe montañesa (de la que por cierto procedía el argentino Ernesto Guevara de la Serna —nada de Che—, estirpe de conquistadores y virreyes). Pero Ramón nunca se firmó con el Puig que^ le mediterraneizaba. Y por el cual parecía a veces un mandolinista napolitano', un batelero griego, un rabassaire catalán, un sultán turco que le hacía preferir mujeres de estirpe oriental como Carmen de Burgos y Luisita Sofovich... Y, a veces, le desvalorizaba la gregue­ría en baratija y quincallería.

—¿Recuerda alguna greguería de las buenas? —La Gaceta Literaria le editó una selección entre las que quizá estaba

aquella de que «el jabón era el pez más difícil de pescar en el agua», o esa de que «las cintas de los gorros de los marineros van diciendo adiós a todos los mares». O esa otra: «El rayo es una especie de sacacorchos encoleri­zado...»

—¿Fue usted contertulio del célebre café de Pombo en la calle de Carre­tas junto a la Puerta del Sol?

—No muy asiduo. Pero merecí un banquete como los que ofreciera a Or­tega, a Azorín, a Larra y que resultó histórico.

—¿Por qué?

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—Era el final de 1930 cuando ya la unidad española estaba en crisis pre­sagiándose la revolución en estas nubes literarias, pues el poeta es siempre el precursor o agorero. Tras el discurso de Ramón sobre mí, publicado en la última edición de Pombo, se levantó Antonio Espina y tras unas cáusticas pa­labras sacó una amenazante pistolita de madera. Entonces, Ramiro Ledesma Ramos, futuro fundador de l^s JONS (o Juntas de Ofensiva Nacional-Sindica­lista), respondió con otras palabras más agresivas aún y una pistola de verdad. El jaleo fue terrible. También en ese banquete Rafael Alberti distribuyó unas cuartillas contra algunos colaboradores de La Revista de Occidente.

—¿Qué otros recuerdos tiene de Ramón? —Ramón venía mucho por nuestra imprenta y nuestra casa. Se hizo ami­

go de toda mi familia. Y nos quería y le queríamos entrañablemente. Asistió a una célebre comida en mi casa de la calle Canarias, 41, que ofrecí por 1930 al conde de Keyserling y tomé en cine y aún conservo en No-Do. Y a la que asis­tieron Baroja, Menéndez Pidal, Américo Castro, Rafael Alberti, Benjamín Jar-nés, José Bergamín, Ramiro Ledesma Ramos, César Muñoz Arconada, Emilio García Gómez, Pérez Ferrero, Rivera Pastor y Ramón. Al final, en la azotea, so­bre una chimenea, Alberti empezó a hacer que freía huevos en una sartén y Keyserling a aspirar su olor. Keyserling bebió tanto que a la salida quería a todo trance sacar en brazos a Menéndez Pidal hasta el coche de mi hermano.

—¿Ramón actuó en una película suya? —Sí. En mi documental Esencia de Verbena, hoy también conservado en

No-Do y que aún se proyecta como film clásico, o sea, sin envejecer. Hacía de muñeco del pim pam pum con chistera y pipa: y luego de falso torero. Parti­cipando también Miguel Pérez Ferrero, Samuel Ros y Joaquín Goyanes. Asi­mismo actuó en el primer Cine Club español que fundé yo para presentar El cantor de jazz tiñéndose el rostro de negro como si fuera el protagonista Al Jolson.

—¿Visitaba usted su casa? —Su casa pública era el café de Pombo en los sábados por la noche. La

privada, un torreón de la calle Velázquez, 4, donde vivía con una muñeca de cera, un farol y las paredes llenas de recortes gráficos de periódicos. Pero llegó la guerra y marchó en 1936 a Buenos Aires, donde ya había estado antes, colaborando desde allí en el diario Arriba en una sección que titulaba «De orilla a orilla».

—¿Volvió a España? —Ramón volvió en 1949 acompañado de su esposa, la escritora argentina

Luisita Sofovich. Le recibió Franco, dimos su nombre a la calle donde nació, la calle de las Rejas, cerca del Palacio de Oriente. Le ofrecimos un banquete en el Ritz y celebró las últimas reuniones de Pombo antes de que se transfor­mara en un comercio de valijas y baúles. Ese café, fundado a fines del xvm y a donde asistieran Goya, Fígaro, José Bonaparte, Prim, Sagasta, cuando aún se llama «Café y Botillería de Pombo».

—¿Qué más recuerda usted de su estancia en Madrid? —Paseó conmigo y asistió a una velada de mi «Cripta de Don Quijote» o

de los «Libertadores de América», en el Antiguo Café de Levante, donde instau­ré los bronces de Bolívar, San Martín, Rodríguez de Francia, O'Higgins, Martí, Rizal, Hidalgo, Rubén.

—¿También ese venerable café acaba de desaparecer, es cierto? —El café se transformó simbólicamente en una zapatería: «Los Guerri­

lleros.» (¡Oh Manes de los Libertadores!) —¿En Buenos Aires le visitaba usted? —Siempre que venía a Asunción. Apenas llegaba a la capital porteña lla­

maba a su teléfono 474775 de la calle Hipólito Irigoyen, 1947. Me citaba y su­bía en ascensor a su nuevo torreón bonaerense empapelado de grafías perio­dísticas como el de Madrid, sin camas, con sofases y en vez de una muñeca de cera, una mujer de verdad, Luisita.

—Dicen que era muy celoso. —Le salía el fondo turco de que antes hablé. Por cierto que una de las

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«No tengo generación. No soy de ninguna generación

—decía Ramón—. Soy el creacionista natural.»

No obstante, Ortega le encasilló con su famosa

tertulia del Pombo en «la última generación

o barricada liberal». (Cuadro de Solana.)

Giménez Caballero (en el centro) en el agitado

banquete que se dio en su honor en el Pombo.

(A la derecha, de pie, Ramón Gómez de la Serna).

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veces de mi paso organizamos una conferencia juntos, proyectándose mi film Esencia de Verbena, donde él actuaba. Resultó un gran éxito.

—¿Estuvo Ramón en Paraguay? —Él me dijo que sí. Y que recordaba la calle Palma y un hotel al pie del

cual por la noche cantaban las ranas. Eso debió de ser por 1931. Luego yo aquí he preguntado y me dijeron que estuvo en el Hotel Hispano-americano, hoy Colonial y que efectivamente en la calle Palma, mal empedrada, cuando llovía había sapitos y sapotes. Y que Ramón dio tres conferencias en el cine Granados y una charla en la «Sociedad España». Aún recuerda Emilio Saguier Aceval que llevaba unos cuellos anchos y una corbata de nudo muy grueso. Yo le invité varias veces a la Embajada como huésped de honor y me prometió venir por el río, pues en avión, a pesar de su vanguardismo, no montaba nunca.

—¿Dónde murió? —Murió en Buenos Aires a las 11 menos 5 minutos de la noche del sába­

do 12 de enero de 1963. Ramón había nacido el 3 de julio de 1888 a las 7,20 de la tarde. El cronista Félix Centeno —que también murió después— calculó que Ramón vivió 74 años 6 meses 3 horas y 35 minutos. Su cadáver se trasladó a Madrid, recibiendo un entierro nacional y popular. El cuadro de Solana so­bre Pombo fue adquirido por el Museo de Arte Moderno y el velador por el Museo Romántico. Y luego, poco tiempo después, llegarían a Madrid desde Bue­nos Aires en el Cabo San Vicente, tres cajas con 2 320 kg de cosas ramonianas que se distribuirían quizá a nuevos museos españoles.

—¿Cuál fue su mejor libro? —En rigor todos eran el mismo: la greguería con un fondo de Madrid, o

Francia, o Portugal, o Italia, o Argentina, las tierras que él recorriera y sim­bolizaba en La Nardo, La Quinta de Palmyra, El Torero Caracho, Piso Bajo... Pero donde la greguería adquirió más trascendencia fue en dos temas: uno muy madrileño: El Rastro y otro muy universal: El Circo.

—¿Cree que se le ha hecho justicia a Ramón? —No. Mereció el Premio Nobel y sólo recibió a última hora el Premio

March. Él jamás aspiró a premio alguno. Era de una generosidad fabulosa en su pobreza. Regalaba los libros. Inundaba a los amigos de cartas afectuosas, escritas en papel amarillo y tinta roja como la bandera de España, compartía su comida con escritores más pobres aún. Su amor y su espiritualidad le hi­cieron alejarse de las gentes en los últimos tiempos para que no le vieran morir. Ni cómo se consumía su pletórica humanidad tal como lo había entre­visto en su Automoribundia. Entre otras cosas dejó unas páginas inéditas so­bre Dios que se publicaron en Mundo Hispánico, en su número 320.

—¿Qué epitafio merecería Ramón Gómez de la Serna? —Quizá aquel que él mismo —anticipándose al Apolo XI— transcribió

bajo el cuadro de Pombo y del que fue autor el dibujante uruguayo Barradas:

Ramón con eso que tiene de pepón nos conduzca en su tartana decorada por Solana a una Luna, de cartón.

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Bronces del 900

Ortega

¿Dónde le vi por primera vez? En su prosa inigualable. ¿Y personalmente? En la revista España, en El Sol, en la Revista de Occidente y en mi casa, donde componía La Gaceta Literaria, calle Canarias esquina al cementerio donde es­taba enterrado Larra, y a él bajarían Baroja y Azorín y Ramón. Y en mi azo­tea se retrataron, con los cipreses sacramentales al fondo (los filmaría yo mismo), tres generaciones: la del 98, con Baroja y Menéndez Pidal; la de Or­tega o del 15 o de la revista España, Américo Castro, Rivera Pastor; y la del 27, con Alberti, Bergamín, Salinas, García-Gómez, Marichalar, Arconada, Sainz Rodríguez y Ledesma Ramos, uno de sus más entusiastas y capaces seguido­res sobre el que me pidió Ortega que le hiciera colaborador de La Gaceta como ya lo era de la Revista de Occidente.

Por eso es doloroso que su nombre no haya sido incluido en el «Home­naje a Ortega» de sus discípulos. Tampoco el mío, pues, tras solicitárseme una colaboración y enviarla, me pidieron su alteración y, aunque la realicé, no fue por fin publicada. Quizá para evitar que se le presentase como precursor del falangismo. Pues, además de su permanente exaltación de la «Roma imperial» y de un germanismo casi racista, llegó a presentir en 1916 (Azorín o Primores de lo vulgar) el Escorial de José Antonio y aun el de Franco, utilizando, por vez primera, la simbólica palabra «Haz» varios años antes que Mussolini la de «Fascio». «El Escorial, este símbolo berroqueño, que apostado en una vertien­te del Guadarrama, parece recoger los restos de la energía peninsular, como el caudillo espontáneo asume los residuos del ejército vencido que se disper­saban desorientados. Yo espero que, un día no lejano, los españoles jóvenes harán su peregrinación a El Escorial y, junto al monumento, se sentirán soli­citados al heroísmo. Aún no debemos perder la esperanza de que haya gentes entre nosotros poseedoras de la voluntad de vivir y dispuestas a ligarse en un Haz para dar una postrera embestida a un punto del porvenir, abrir en él un portillo y salvar así la continuidad de la raza.»

De Ortega, profesor, asistí a tres cursos suyos en la Universidad y él for­mó parte del tribunal para mi licenciatura —mi tesis fue sobre Séneca— con Cossío, Morente y Antonio Machado.

En El Sol, asistí callado y expectante ante aquel «espectador» que divulgó el epíteto de «Egregio» cuando en la dirección del periódico al anochecer acu­día, a veces con la presencia del inolvidable y trágico Nicolás María de Ur-goiti, que se suicidó cuando su labor de animador industrial triunfara con la República. Al Sol iban Maeztu, y Madariaga, y Camba, y Ramón. Aquel Sol donde se instalaría el diario Arriba, de otro fervoroso secuaz de Ortega: José Antonio. Como en la casa de la Revista de Occidente, Pi y Margall, 7, estable­cería Ledesma Ramos sus JONS.

Pero su tertulia propia era la de su Revista, en la que fueron germinando los valores intelectuales de la II República, algo, yo espero, que alguien his­torie. Ortega escuchaba, sonreía, se acariciaba suavemente un ala de su nariz, y corregía y amaestraba y nos llenaba de cariño y respeto hacia él. En su revista escribí mi primer ensayo sobre Juan Valera que le gustó (después yo obtendría el premio de su nombre en su Cabra natal, filmaría sobre ella un

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documental con No-Do y recibiría el título de egabrense de honor). También me publicó una elegía sobre las vocales átonas. Y notas de libros, una sobre Skoplje en los Balcanes y sobre la Bibesco, y un «Eoántropo» sobre «El Arte Nuevo» tras disertar de tal tema en el Lyceum Club.

Fue Ortega mi padrino en La Gaceta Literaria. El champán de su bota­dura lo vertió sobre su casco augurando lo que sucedería: una navegación de casi cinco años y una serie de fundaciones que le enorgullecían, el Cineclub, la Galería, las exposiciones de libros, especialmente aquella del catalán que hizo venir a Madrid toda la intelectualidad catalana y acudir después la nues­tra, con Ortega al frente, a Barcelona.

Cuando vino a buscarme a mi casa en su automóvil —el que yo había des­crito en una entrevista como su manía («Manías de los escritores»)— fue para llevarme de paseo por el Retiro y tantearme sobre mi republicanismo en la asociación de intelectuales que preparaba. Yo le escuché como siempre: lleno de gratitud por su atención, embelesado por sus palabras, y sintiendo que ten­dría que cumplir el inexorable destino del verdadero discípulo: aquel de «al maestro cuchillada». Baroja con su Nietzsche, y él con su «imperialidad ro­mana» habían encendido en mí un desafío: llevar a cabo lo que hasta ellos sólo fue un auspicio. Cuando en 1932 yo publiqué mi Genio de España ya él me había dado esta consigna. En la misma puerta de la Revista adonde me acompañó un anochecido. «Ortega —le supliqué con angustia—, no me deje, termine de orientarme.» A lo que él me respondió como verdadero maestro: «A usted, Giménez Caballero, hay que dejarle ya solo.» Y ello me llevó a es­cribir el libro.

Ya Ganivet había exigido hacia 1897: «Hemos de volver a forjar ideas que guíen nuestra acción» (un año antes de suicidarse en Riga; y en Cuba el im­perio español). Ocho años más tarde, 1905, un joven madrileño de veinte, re­cién llegado a Leipzig (como en los tiempos del primer Renacimiento a Roma el andaluz Nebrija para abrir luego en Salamanca tiendas de novedades huma­nistas, y como luego ilustradas, en el segundo Renacimiento del XVIII, Jove-llanos por Gijón), escribía a un amigo y maestro: «No es posible pensar (forjar ideas) con finura y justeza sino sobre lo que, de antemano, puede ser negado; sobre lo que si molesta, se puede tirar tranquilamente por la borda.»

Y ¿qué molestaba a ese delicado mozo llamado por su interepistolador «querido Pepito»? Pues una España que «se moría de falta de necesidades, de sobriedad, de renuncia a toda clase de lujos y a un aumento ilimitado de exi­gencias a la vida». Y añadía Ortega: «Cuando una generación viene al mun­do... ha de encontrarse pensando sobre la corteza terrestre una moralidad y una jerarquía.» Idea nietzscheana. Por eso explica en seguida: «Leemos las criaturas hoy a Nietzsche y lo interpretamos como criaturas a quienes alguien dice: hoy no hay escuela. Y lo que en realidad pasa es que Nietzsche es un hombre tan terriblemente moral (y moralizado) que lo puede seguir siendo sin moral alguna.»

Y agrega: «No es paradoja: ya se sabe cómo he mamado a Nietzsche, que es, a mi lado, un ingenuo.» Por eso «no pienso, como se piensa hoy en España, que aquí hemos venido a pasar el rato. Una majadería inoculada para "no trabajar". Y aquí me tiene usted que trabajo en hacerme lo que nuestros pa­dres debieran darnos hecho, una moralidad... y una jerarquía. Tener je en algo se puede hacer. Y se alce la voz y se ofrezca lo que las generaciones jóve­nes necesitan sin saberlo: ideas sólidas... Y se verá cómo cambia el escenario. Y nada de anarquismo intelectual... Hoy casi todos somos anarquistas, disol­ventes, porque no hemos tenido una disciplina, no hemos sido soldados de una palabra, no nos hemos embutido en una más amplia que nuestro propio yo». «Es preciso rehacer la Historia de España hasta sus primeros postula­dos... es una faena casi divina, poco fecunda, que merece que una vida se de­dique toda a ella...» Ese libro podría ser «la primera piedra sólida de una reconstrucción». «Las cuatro o cinco veces que en Alemania se ha reconstruido lo ha hecho bajo la noción de un "libro nuevo". Siendo su autor "el que reúne

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«Hoy casi todos somos anarquistas disolventes, porque no hemos tenido una disciplina, no hemos sido soldados de una palabra, no nos hemos embutido en una más amplia que nuestro propio yo» (Carta de Ortega a su amigo Felipe Navarro Ledesma).

«La España invertebrada», libro lleno de ideas,

pero aún no de acción y de fe.

Su tertulia propia era la de su «Revista», en la que fueron germinando los valores de la II República.

«Nietzsche es un hombre tan terriblemente moral (y moralizado) —decía Ortega— que lo puede seguir siendo sin moral alguna.»

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la madre y el hijo, el ánimo de la raza y el pueblo y los pone en comunicación mediante el cordón umbilical de su obra".»

Así escribía José Ortega y Gasset —mancebo veinteañero—a su maestro y amigo don Francisco Navarro Ledesma (mi ilustre antecesor en la cátedra del Instituto Cardenal Cisneros de Madrid). En torno a ese año, 1905, y a esas palabras de amanecer, surgían, paralelas, en América hispánica, las de Ariel, de Rodó, y las de Vida y esperanza, de Rubén. Y, en España, las de Camino de perfección, de Baroja, las de La voluntad, de Azorín, las reivindicadoras de Me-néndez Pelayo, y la mitificación de la caudillarquía con El Cid, de Menéndez Pidal.

Pero pasarían todavía diecisiete anualidades antes de que apareciera La Es­paña invertebrada (1922), del propio Ortega, en busca del soñado libro «recons­tructor» que transformara en acción y fe la idea presagiada por Ganivet en 1897. Pero al libro de mi maestro Ortega, ¡oh desgracia!, le faltó esa primor-dialidad que él mismo había exigido: la fe. Al negar al mundo hispánico el «ingrediente radical» de su posible reconstrucción, el racial, el «fermento ru­bio» de aquellos arios que contemplara en Leipzig. Y que ya descubriera un maestro y precursor de Ortega, Sanz del Río, a través de aquel Krause (1781-1832), el primero en reaccionar contra la influencia galicista que desde el xvm pesaba sobre la espiritualidad española, pues hasta las doctrinas de un Kant, un Fichte, un Schelling y un Hegel llegaban a España por vía francesa. Ya Ale­mania nos había enviado directamente un Humboldt como lingüista y cosmó­logo, a Bóhl de Faber para las doctrinas del «Sturm und Drang» y hasta el Werther por otro precursor hispano, Mor de Fuentes. Pero faltaba, tras el krausismo iniciante del filósofo de Torrearévalo, don Julián, meditador en Illescas de su experiencia germana, la constatación de un Ortega, aquel pesi­mismo y negación que, aflorados por 1922, le venían desde Leipzig en 1905 cuando escribía a Navarro: «Hay que buscar la explicación de nuestra penuria (o pobreza) y la imposibilidad de unas pocas alas, de un brote de necesidades suntuarias, en algo más hondo e irremediable, en algún secreto étnico fatal, de esos que no se pueden cultivar exóticamente, sino que han de ser eternos en la raza.»

Por eso creyó, no ya que España, sino nuestra América, habían quedado para siempre «invertebradas»... Libro lleno de ideas, el suyo; pero aún no de acción y fe. Las ideas postuladas por Ganivet en 1897 vibraban geniales en ese libro, pero faltaba para hacerlas actuar, para que se transustanciaran en sol­dados de una palabra, en faena divina: tener fe en que algo se podía hacer y «se alzara la voz y se ofreciera lo que las generaciones jóvenes necesitaban sin saberlo». En esa apoteosis orteguiana que se ha instrumentado con el centena­rio de su nacimiento viendo la España actual como la culminación de su obra —o sea, cuando se ha liquidado España— exige que alguien lo muestre, lo patentice desesperadamente. No para negar el talento filosófico y literario de Ortega, sino sus consecuencias políticas y nacionales. Virtualmente un «Finis Hispaniae».

Eso es lo que yo anticipé en mi Genio de España (1932) (y ahora en su 8.a edición) que el liberal Ortega mandó recoger de las librerías cuando apa­reció, no tolerando que yo demostrara haberse equivocado en el tema de la decadencia española, atribuida por él a la escasez de «fermento rubio».

Aquel como milagro de que en tres años, de 1936 a 1939, pudiese nuestra generación rehacer la unidad que desde nuestro siglo xvm había comenzado a liquidarse, no se debió al mito de la raza, del fermento rubio, sino a ese se­creto que desde los tiempos védicos del Manú constituye la ley de oro de la vida no sólo humana e histórica, sino animal. Aquel de que tu enemigo es tu vecino y tu amigo el vecino de tu vecino. Por eso lo de a m a r a tu vecino como a ti mismo es contra natura. O religión: la esencia del cristianismo.

Desde el siglo ni antes de Cristo Roma actuó sobre nuestro destino, como diría Ortega «ascendente». Y desde el v después de Cristo hasta el xvm, el mundo germánico con dinastías y aristocracias. Pero desde que en el xvm los vecinos (de los Pirineos y del mar, franceses e ingleses) introdujeron entre no-

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sotros las disolvencias, nuestro imperio y nuestra unidad comenzaron a rela­jarse y disolverse. Pero bastó inyectar a España el ingrediente antivecinal, el romano-germánico, y en tres años, como milagrosos, España se reunificó y sonó un himno de victoria. Y eso debió sentirlo Ortega, el inolvidable querido Ortega, desde el otro lado de la frontera en esos tres años de ideas hechas sangre y acción, en el orgullo con que él, como Marañón y Ayala, veían a sus hijos combatiendo por la victoria.

Desde que, aquella noche de 1930, Ortega me dejó a la puerta de su Re­vista de Occidente con aquel ¡vía! lanzador de «A usted hay que dejarle ya solo», no volví a verle más. Aunque sí a sentirle en sus libros y en mi vida.

Cuando, durante nuestra guerra, pregunté a alguien si Ortega me recorda­ba, ese alguien, no digo quién, pero sí a él muy cercano, me transmitió un jui­cio suyo, casi una exclamación: «Giménez Caballero es como un clarín.» Es-tremecedora y gratísima definición. Esa del aeda, del profeta, del poeta cuya voz predice una victoria hecha sangre. Por eso las guerras civiles —como tam­bién lo creía mi otro maestro, Unamuno— son las que hacen la historia, los imperios. De una guerra civil salió el romano; de otra, el de Carlomagno y el de Carlos V. Y de la francesa, un Napoleón. Y de otra, Norteamérica. Y de otra, la Rusia de Lenin.

Yo estaba lejos de España cuando murió Ortega. Pero sigo viviendo jun­to a él. Y hasta me hago la ilusión de que, desde su inmortalidad, me sonríe complacido por no haberle traicionado en su afán más íntimo: el de maestro bspertándome una «luz y guía» —como dijera San Juan de la Cruz— «que

en el corazón me ardía».

Eugenio d'Ors

Don Eugenio (d'Ors y Rovira) significó el bien plantado o bien engendrado (su filosofía debía llamarse Eugenesia). Pero don Eugenio, nacido en Barcelona un 28 de septiembre, 1881 como «Eugeni d'Ors» —y «Xénius» como escritor y Glossari su obra fundamental y su bien amada: «Catalunya»—, un día descu­bre que, en lugar de iniciador de una catalanidad independiente y hasta impe­rial, es el último eslabón del romanticismo llemosí, iniciado en 1833 por un empleado de Banca, Buenaventura Carlos Aribau, cuando del «mugró matern la dolga llet bevia».

Y entonces con decisión heroica de precursor vierte su trilogía política de «Imperio», «Sindicato» y «Misión» ¡a lengua castellana! Desde el centro de España: Madrid. Y el «Xénius» lo transforma en «Eugenio». El Glossari en Glosario. El «'Ors» nos hace recordar que proviene de «Ursus», con sus ur­sinas cejas. Y del Institut d'Estudis Catalans pasa a la Real Academia Espa­ñola. Y de maestro de catalanes, a mentor de españoles y americanos. Y aun europeos.

Y, por tanto, de bien plantado a trasplantado. Hasta que un día de 1954 siente de nuevo la llamada natal y, en su ermita de Villanueva y Geltrú, mue­re. Mientras comienza a caer sobre esa Tumba un silencio implacable. De co­terráneos catalanes por creerle traidor. Y de peninsulares autonomizantes al recordar su Franquismo. De modo que tras pasar a trasplantado tiene que ser, hoy, replanteado.

Tal como yo lo iniciara por 1942 en mi Amor a Cataluña cuando le abor­dé en un banquillo, no de los acusados, sino de los defendidos, ante rústica mesa de su casa, calle madrileña del Sacramento y sede del Instituto de Es­paña por él creado. Y un hispaniquísimo almuerzo de tortilla española, mer­luza rojigualda por la mahonesa y el tomate, carnero asado meseteño y vino de tonel. Su pelo era blanco. No aquel negrísimo retratado por Le Serrec, 1910, y Ramón Casas, 1923.

—Don Eugenio, desde este Instituto de España, ¿añora el de Estudis Ca­talans?

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—Este Instituto se irá conmigo y no por mi abandono, sino para trans­formarse en otro de Cultura Hispánica o Iberoamericano.

—¿Y usted qué haría entonces? ¿Se iría a Francia, donde he visto que torna usted a viajar y con tanto halago le acogen los «amigos de Carlomagno»?

—Yo llamo así a los que esperan el fracaso del Eje romano-germánico para que Francia, una vez más, recoja la función rectora de Europa.

(Y como entonces no podía preguntarle si admiraría a un De Gaulle y a un Mitterrand, le demandé por Carlomagno.)

—¿Y usted no lo admira? —exclamó. —A mí, como español, es un nombre que me estremece. Fue el fundador

de la marca hispánica, de la primera autonomía catalana anexada a Francia... —¡Oh! Carlomagno representaba entonces a Roma, al Ecúmene, a lo uni­

versal, a lo católico y cupular. —Yo admiro a la auténtica Roma, no a la cismática de un Aviñón. —Pero eso que usted afirma tiene posos nacionalistas y pulgas de Viriato... —Peores fueron las de Indíbil y Mandonio, primeros separatistas. Pero

usted no se irá otra vez por esos caminos —dije con cariño, estrechándole la mano—, aunque en Occitania le halaguen más que aquí nosotros.

—No... Eso no... Ya no —respondió inclinando su noble testa pensativa. Quizá evocando aquel «Xénius» o de genio de la nacionalidad catalana. Mesías esperado durante un siglo de romántica gestación. Ungido por Prat de la Riba —máximo sacerdote— de parabienes y viáticos. Quizá evocara cuando llegó al Madrid de Ortega con consecuencias tan eficaces como aquel histó­rico contacto de Boscán con Garcilaso. Ors aportaba, de ultrafrontera, noví­simas «trovas» o hallazgos conceptivos. ¡Qué lenguaje literario el suyo! Desde Mosés Joan Boscá —siglo xvi— no había vuelto en Castilla a haber una con­moción lingüística y estilística semejante.

Yo a mi vez recordaba que una de las primeras plumas en exaltar mi pri­mera obra sobre Marruecos —mis Notas marruecas de un soldado— fue la suya. Y por eso un día en unos Juegos Florales de Elche, terminada la guerra, quise pagarle aquella primordial atención sobre mí. Señalé en un palco semies-condido a don Eugenio que había dado tres hijos ¡para la unidad de España! Víctor, Alvaro, Juan Pablo. La ovación duró mucho tiempo. Allí se terminaron los juegos. Y también la serenidad goethiana de don Eugenio, que levemente sollozaba.

No sé cómo este centenario fue evocado en Cataluña. En Madrid: con algo más que literatura. Casi como una bandera que se alza de nuevo. Habrá quien le incrimine quizá. Y quien le incite —si pudiera— a contestarle. Como ocu­rrió, estando yo delante en el Café Lyon de Madrid. Excusándose de replicar al insultador «porque era el Día de la Madre». Aquí no sólo son ya sus hijos. He visto una evocación suya en 500 palabras de su nieto Carlos.

Su cuerpo yace en tierra catalana. Pero su efigie: en el Prado madrileño. El Prado del Museo que él cifró en 3 horas de visita. El Prado del Botánico para compensar la deficiencia dieciochesca y cultural de España. Y el Pra­do de los Sindicatos cuya función salvadora y social anticipó antes que na­die. Ésa fue la obra de don Eugenio: la OBRA BIEN HECHA. Para evitar que Madrid torne a la Reconquista de Cataluña, otra vez (como en 1640 y 1936) por las armas.

Don Eugenio ha tenido la fortuna de dejar unos hijos y nietos que siguen alimentando su fama, su no dejar que se le olvide. Ültimamente Juan Pablo puso en acción —Casal Cátala de Madrid— «el licenciado Torralba», Y poco después inauguró un Museo d'orsiano en la calle madrileña de Quintana: cuadros, libros, cartas y pareceres de sus amigos sobre el noucentismo. Y reu­niones para evocarlo. A mí me pidió estas palabras que enmarcó en el vestí­bulo:

«Eugenio d'Ors fue el supremo glosificador del Novecentismo. (O sea: la Revolución hecha Tradición.) En artes, ciencia, poesía, vida. (¿Quién lo será para el Dosmilcentismo?) Parece ser que comenzó en La Veu de Catalunya. Y culminó en 1938 cuando su Glosa se hizo Acción al investirse de falangista

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Ors pasó de maestro de catalanes a mentor

de españoles y americanos. Y aun europeos.

En 1938 su Glosa se hizo Acción al investirse

de falangista en Pamplona junto a nosotros,

los que habíamos marchado, sin saberlo, por las sendas

que él trazara.

Un día de 1954 siente de nuevo la llamada natal y, en su ermita de Villanueva

y Geltrú, muere.

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en Pamplona junto a nosotros los que habíamos marchado, sin saberlo, por las sendas que él trazara: Roma, Autoridad, Sindicalismo, la Vida como mi­licia. Profeta del Imperio (1906), Genealogía ideal del Imperialismo. Del Sin­dicato (1905), Posibilidad de una civilización sindicalista. Y Misión (1906), Una política de misión. Por lo cual se demostró una vez más que Cataluña, la Castilunya o tierra mediterránea de castillos, fue la generadora de unifica­ciones e imperialidades: la antigua Tarraconense romana, la Marca carolin-gia hispánica, el Condado barcelonés del Reino de Aragón y el Reino de Va­lencia. La Boda, al fin, con Isabel la castellana del interior. Cuando esto es­cribo está Cataluña en su ciclo ibérico, mediévico y romántico, en aquello que empezó con Bolívar en América por 1812 y seguiría aquí con la Renaixen-£a del xix y luego con Maciá y retorna hoy con Jordi Pujol. Pero la nueva Unidad de España y su nuevo ímpetu imperial saldrán de esa Castilunya in­vencible a la que glosó el Novecentismo de D'Ors y la hicieron combate san­gre y victoria sus hijos Víctor, Alvaro y Juan Pablo, mis admirables camara-das. Mis inolvidables camaradas.

Marañen

Mi retrato no podrá competir con los de un Zuloaga, un Sorolla, un Vázquez Díaz, un Victorio Macho. Será un sencillo Bronce en el que, sin embargo, re-lievizaré lo que no he visto interpretado por ninguno de sus efigiadores o bió­grafos: su rostro de mago, de chamán, de brujo, de cohén, de saludador, de ensalmador... de jorguín o zahori... Ó, por no buscar más similitudes, su rostro de encantador. De fascinador. Le llamaban el «Capricho de las Damas». Y sin embargo este hombre, que no tuvo más novia que su mujer, consagró su donjuanismo a otra fémina mucho más peligrosa, traidora, burlona y des­piadada: la Política.

Pero precisamente por la Política, Gregorio Marañón fue el auténtico sa­ludador de España, de querer darle salud, en el momento más grave de su historia como el comprendido entre el final de la Monarquía borbónica y la II República de 1931 que se le entregó con los brazos y las piernas abiertas. Ahí está el retrato de Marañón saliendo de Palacio con el encargo de formar el primer Gobierno de aquella ingobernable situación histórica.

Marañón tornó a hacer de la Medicina algo religioso, como en las tribus primitivas el hechicero y en la propia Grecia un Esculapio. La cura del cuer-por por el alma, el psicomatismo auténtico. Recogiendo la tradición medieval de los «físicos» hebreos. Quizá tenía algo de esa raza privilegiada y milenaria porque yo le encontré un sosias, un alter ego, en un médico sefardí búlgaro, el doctor Mezan, hasta el punto de que le envié un retrato de él desde Sofía. (Su biógrafo Marino Gómez Santos calificó «sus ojos y tez de aspecto ligeramen­te oriental».)

Colaborador de mi Gaceta Literaria, que no en vano fue fundada entre otros —pocos pero ilustres personajes— por Gregorio Marañón, que aportó, como los demás, mil pesetas, hasta reunir yo diez mil con las que mi Perió­dico de las letras, como con un elixir de vida, duró casi cinco años. En ella colaboró. Y en su Cineclub también, presentando Cine científico, documen­tales desconocidos por los españoles. Tenía tiempo y capacidad para todo y por eso sospechábamos de.su brujería. Y además: Toledo. Su Cigarral. Don­de confesó —nuevo mago don Illán— haber alcanzado algunos momentos lo imposible, ¡la felicidadl

Sólo un alma así podía ser: liberal, o mejor dicho: libre. Era el trasunto del fraile medieval al humanista del Renacimiento. Para definir ambos sirvió la misma palabra: «pietas». Marañón tenía piedad por todo, sabiendo mejor que nadie la caducidad de la Vida. Su liberalismo iba más allá del volteriano de Cándido. Y creía mucho en la bondad natural del Hombre. Sus enemigos —pues los tuvo, la envidia no salva a nadie— decían que su afán de escribir,

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Marañón tornó a hacer de la Medicina algo religioso, como en las tribus primitivas del hechicero: la cura del cuerpo por el alma.

¿Por qué eligió como su lugar de reposo y dicha a Toledo como no fuera por esa querencia

orientalista que denunciaba su rostro y hasta su voz algo gangosa como de salmodiador?

(Con Miranda y Pérez de Ayala en su Cigarral de Toledo.)

No sólo fue Académico de la Lengua, sino que hacía Académicos a escritores tan anti-eso como Baroja. (Acto de ingreso de Baroja en 1935.)

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de rodearse de artistas y literatos favorecidos por él, y su flexibilidad para perdonar adversarios y pasar de la Monarquía a la República y estrechar la mano del General Primo de Rivera tras haberle tenido un mes en la cárcel, era política pura, enmascaramientos para la fama. Y es que no sabía decir que no. Por eso se titulaba «trapero del Tiempo», del que aprovechaba hasta sus últimos cascajos. Y cuando me escapé de ser detenido, ya casi en el 1936 por avisarme el sereno de mi calle que me esperaba la policía, acudí a su teléfono, y con el del aviador Gómez Spencer, republicano casado con Emma Barzini, donde me refugié y esquivé el ir a Ocaña con otros camara-das como Juan Aparicio. Hasta que por fin, estallada la revolución —mi fa­milia en Italia—, fui de ratonera en ratonera esquivando felinos y chacales, hasta lograr volar fuera de España y retornar a ella en seguida por Hendaya vía Salamanca. Vía franca a Franco. A la España que me reservaba una de las satisfacciones mayores de mi existencia: saber que mis tres grandes Maes­tros, fundadores de la República —Ortega, Ayala, Marañón—, seguían anhe­lantes y orgullosos desde París la suerte de sus hijos combatientes en el Frente nacional. Era mi tributo a mis padres espirituales, haber logrado que aquel «Robinsón Literario de España», desdeñado y abandonado por todos, arrastrara con su fe a sus criaturas encendiéndolas de entusiasmo en un nue­vo sueño triunfal de España. De esos hijos sólo el de Marañón, Gregorio Ma­rañón Moya, me honró con su amistad y sus atenciones cuando fuera nom­brado al frente de nuestra Cultura Hispánica y Embajador en Argentina. Aún recuerdo aquel día que me llevó al Cigarral toledano de Los Dolores rodeado de cineastas para que filmáramos mi gran Documental toledano DOS AMERI­CANOS EN TOLEDO (o el Reloj de arena). No lo consiguió, aunque un día espero que nuestra TVE lo haga, pues ya realizó mi «Amor español a Holan­da» en una serie fundamental, ESPAÑA EN EUROPA, que me propuse (film que recorrió varios países europeos y luego, protegido por el Presidente Be-tancur de Colombia, EL MADRID DE BOLÍVAR, otro éxito). En ese docu­mental sobre Toledo rendía homenaje a Gregorio Marañón y a su hijo unién­dolos a Barres cuando desde aquel Cigarral descubrió al Greco o el Secreto de Toledo. ¿Por qué eligió su lugar de reposo y dicha Marañón en Toledo como no fuera por esa querencia orientálica que denunciaba su rostro y has­ta su voz algo gangosa como de salmodiador? Hay que leer su Elogio y nos­talgia de Toledo y su Greco y Toledo. Todo era críptico en aquel Cigarral, con capilla, estancias minutas, fuego de leños, almuerzos de la tierra (tortilla, per­dices, natillas, mazapanes). Quizá hasta tenía mazmorras que Marañón utili­zaría como laboratorios secretos sobre todo cuando anduvo buscando —nue­vo Ponce de León— el elixir de juventud, la Fuente de la Vida como Avice-brón. (Por eso tantas eminencias del mundo visitarían ese Cigarral.)

Había nacido en Madrid, calle de Olózaga, 8, un jueves 19 de mayo de 1887, y en compañía de otro hermano —Luis— que moriría dos meses des­pués. Recibió el nombre de Gregorio Marañón y Posadillo (apellidos nobles y antañones unidos a ramas andaluzas e italianas —Vernacci y Bonelli—). Fue­ron cinco hermanos y se quedaron sin madre en su último parto de 1890.

Y él, ¿cómo moriría? Gregorio moriría del modo más sabio y silencioso. Había señalado en un Manual de diagnóstico la palabra «Trombosis». El día de San José —1960— fue con su hijo Gregorio hasta el Cristo del Pardo. Des­pués a Alcobendas, donde oyó misa y comulgó. Y en vez de asistir a un con­cierto marcharon a la Casa de Campo para pasear muy despacio. «Que tu ma­dre no se entere», le dijo a Gregorio. El 26 estuvo normal. Leyendo, cla­sificando correspondencia. Cenó bien —dice su biógrafo Gómez Santos—. Co­mentó de sobremesa un libro de Azorín recién recibido. Y se acostó muy tem­prano. Se durmió en seguida. Y para siempre. Dejándome la ingente tarea de re­pasar su Bibliografía: lo que escribió y escribieron sobre él. Como médico y ensayista. Desde 1909 a diez años después de morir, 1970. Si yo transcribiera toda su aportación a la medicina moriría como él —y vosotros— de trombo­sis. Me limitaré a recordar algunas de sus páginas literarias sobre: Feijoo,

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Amiel, Tiberio, Vives, Enrique IV, Don Juan, Cajal, Antonio Pérez, el Conde Duque de Olivares... No sólo fue Académico de la Lengua sino que hacía Aca­démicos a escritores tan anti-eso como un Baroja. Y antes que Azaña fue el alma del Ateneo. Prólogos, artículos, disertaciones. Y una producción cientí­fica que le llevó a honores europeos y americanos. Más lejos aún que aquel antepasado suyo del xvi que diera nombre a una rama del Amazonas que na­cía en el Cerro de Pasto, donde yo he estado el pasado año. Y me informé que «Marañón», en sus orígenes, fue el nombre de un pueblo en el Valle de Santa Cruz de Campezo entre Navarra y Álava, plaza de Armas en el siglo xn , con un Castillo y un Palacio y que por el siglo xiv quedó reducido a veinte vecinos. Porque los demás se fueron a instalar en Madrid, cerca de la calle de Olózaga, número 8, para asistir al bautismo de lo mejor que había dado el pueblo desde entonces, mejor que los descubridores del río americano, que el procer don Isidro Mateo y que Antonio Marañón, el Trapense, y el diecio­chesco don Gregorio Marañón y Balderrama: ese otro Gregorio que suprimi­ría el Pérez y añadiría el Marañón y el Posadillo. Recordado hoy por Monu­mentos como el del campus de la Ciudad Universitaria madrileña. Y cuadros y fotos. Y por medallas de oro y bronce. Una de ellas esta mía. Tan modesta como quizá perenne.

Picasso Lo atroz en el Guernica de Pablo Picasso no es lo pintado en él sino la propa­ganda sobre él (como antecedente de la película Holocausto en la que los na­zis mataban a muchos judíos y en el Guernica algunos «gudaris» vascos un 26 de abril de 1937 durante la guerra civil española). También recuerdo que estando una noche entre «Los amigos de Julio Camba» en Casa Ciríaco, el fino gallego Blanco Tobío contó que al ir a ver el Guernica en el Museo de Nueva York se encontró con una cola monstruosa de gentes. Y como conocía al director del Museo (¿Walter Rubin?) le preguntó qué esperaba ver esa mu­chedumbre.

—¡Ah! ¡El horror de aquel bombardeo, vergüenza de la Humanidad! —Y entonces —respondió Tobío—, ¿qué guardan para Hiroshima? Y el director bajó los ojos y se metió en su despacho. Asistiendo a aquella cena también el caricaturista Mingóte —quien ha

identificado el bombardeo de Guernica con el del Aceite de colza sobre Es­paña—, afirma que Picasso le había plagiado uno de sus tremendismos sin co­lor y a línea seca donde la violencia se mezclaba con el humor. Pues por Guer­nica en 1937 ni ahora hay toros ni caballos de picador, sino vacas vizcaínas y el Guernikako Arbola, que no aparece en el cuadro ni de lejos. Y es que fue la irrupción cerca de Picasso en París, a raíz del bombardeo, del poeta su­rrealista y vasco Larrea quien le sugirió una propaganda simbolizada en un Toro, hecho bestia nazi, una mujer que grita desde un tendido, un caballo de picador desventrado y miembros por el aire. Un cuadro que debía haber for­mado parte de la Tauromaquia picassiana. Pero la propaganda judía, aterra­da, unida al temor marxista de que resurgiera aquel Toro, logró el caso de mayor vociferación plástica en la historia. Hasta el punto de que ese cuadro debería denominarse: la propaganda del MIEDO. Por eso suena a falsa esa vociferación y no tardará en olvidarse cuando se exhiba lo que fue un «Naga-saki» y lo que serán las bombas de neutrones.

Y por eso, además de a Mingóte, a lo que más recuerda el Guernica, en cuanto a embaucamiento del público, es al Retablo de las Maravillas que es­cenificara Cervantes, donde «Chirinos» y «Chanfalla» venían a ser lo que para el Guernica críticos de arte como un Hilton Kramer o un Roland Dumas que quieren hacer ver al público algo apocalíptico que el público no ve, como no lo veía en el Retablo del socarrón Cervantes. ¿Recordáis el entremés? Decía «Chanfalla»: «Por aquella parte asoma el valentísimo Sansón abrazando a las

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columnas del Templo para derribarlo.» Y la gente restregándose los ojos ex­clamaba: ¡Milagroso caso es ése! ¡Pero así vemos a Sansón ahora como al Gran Turco!

Cuando conocí a Picasso

Cuando conocí personalmente a Picasso fue en San Sebastián —verano de 1934— en el Club Náutico. Había ido a buscar al arquitecto Aizpurúa cuando descubrí almorzando a nuestro pintor acompañado de una señora y un mu­chacho.

—Aizpurúa, ése es Picasso. —No. Es un francés. No ha hablado en toda la comida más que francés. —Te equivocas. —Y me acerqué a saludarle—. Podrá estar usted satisfe­

cho, Picasso. Le hemos descubierto, al fin, en España... —Sí. Llevo ya varios días. Más de los que pensé. Vine por veinticuatro

horas y me he quedado por muchas más y hasta es posible que me interne España adentro. Hace diecisiete años que no la pisaba.

—A pesar de lo ingrata que hasta ahora ha sido con usted. —Me divierto mucho. Por ejemplo, he descubierto la otra tarde en los

Toros que las monjas llevan ahora sus niñas a las Corridas. Se ve que con la República tienen derechos gratuitos como si fuera una fiesta de beneficen­cia... Otra cosa que me ha chocado es la cantidad de niños perdidos en la playa y sus reclamos por el altavoz y la descripción formidable que les hace el altoparlante. ¡Qué señas corporales y de vestidos!

—Pero yo creo, Picasso, que lo más agradable para usted es el pasar de­sapercibido, desconocido, sin publicidad, sin asaltos, sin invitaciones, dejan­do que le tomen por un comerciante de vinos, por ün relojero, por el dueño de un estanco... y hasta por un General retirado, aquel Picasso que hizo el Expediente de las Responsabilidades por la derrota marroquí de Annual...

—¡Como que era mi tío! —Picasso, ¿toda su familia es de Málaga? —Sí. —¿Y ese nombre de Picasso es italiano? —No. Español, Picazo. Pero unos antecesores míos fueron a Italia y de

allí lo trajeron desfigurado pronunciada la z a la italiana como s. —¿Y por fin se celebra esa Exposición suya en Madrid? —Lo dudo... No tiene dinero el Gobierno para pagar el seguro. Aunque,

como dijo el del Ministerio a mis marchantes, podían poner guardia civil en el tren.

Al día siguiente le presenté a José Antonio, que estaba en el Hotel Conti­nental, y le ofreció, si triunfaba, traer sus cuadros con todo honor y seguri­dad. Contestándole Picasso:

—El único político español que habló de mí elogiosamente como gloria nacional en un artículo publicado en Norteamérica fue su padre, el General Primo de Rivera.

—¿Va usted a la corrida del domingo? —pregunté yo. —No sé... Belmonte tiene ya pocas facultades. Yo seguí preguntándole: —Picasso, ¿cuál es el libro que prefiere sobre los escritos acerca de usted? —Uno en japonés y que no podré leer nunca. —¿Por qué cree que ha vuelto a torear Sánchez Mejías? —Por vergüenza... Por el público... Nosotros hacemos las cosas para al­

guien... eso del arte por el arte es una filfa. —¿Y el arte? ¿Cree usted que debe ser algo abstracto? —No. Sencillo, simple, directo. Como un puente cumpliendo su misión de

unir dos distancias separadas...

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Sus ojos perforaban como puntas de fuego. Había que bajar persianas para mirarlos.

Era el pintor de la estirpe ibérica con el ardor que debió tener Goya en la mirada.

Picasso: un «cubo de cal» malagueño que salió de día hacia mercados occidentales y revolucionarios.

Lo atroz en el «Guernica» de Picasso no es lo pintado en él, sino la propaganda sobre él.

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Todavía torné a verle al día siguiente. íbamos ya varios amigos. Uno de ellos le abordó su vivir en París y no en España.

—El pasaporte lo llevamos en la cara. ¡Y qué pasaporte! Sus ojos perforaban como puntas de fuego. Había que

bajar persianas para mirarlos. Era el pintor de la estirpe ibérica con el ar­dor que debió de tener Goya en su mirada.

Ostentaba aladares grises en las sienes como algunos picadores. Lleva­ba una cadena de oro de la solapa al bolsillo del pañuelo. Su chaleco resul­taba explosivo al lado de su traje. Tenía actitudes de cura en un casino. De jugador de tresillo.

Este «cubo de cal» malagueño que salió un día hacia mercados occiden­tales y revolucionarios reingresaba a sus orígenes. Le noté con una queren­cia a lo nativo, a pesar de las monjas en los toros y los niños en las playas. ¿Acaso no era Picasso un niño perdido en la playa española?

Los niños de Caltójar

Un niño perdido, Picasso, y reencontrado en Caltójar por otros niños. Soria-nos. Sí. Al visitar no hace mucho y antes de llegar el Guernica a España el pue-blecito soriano de Caltójar acompañado por Sánchez Dragó, nos quedamos es­tupefactos al contemplar que todo el pueblo en sus blancas paredes trans­formadas en lienzos de cal era un completo museo picassiano. Repintado por criaturas proyectando diapositivas e iluminándolas después como prodigio­sas calcomanías. No creo que se haya ofrecido superior homenaje al pintor que hubo de marcharse de España por incomprensión. Quizá porque el Cu­bismo era una pintura infantil en sus planos y colores. Una pintura de pri­mitivos como son los niños y eran los fetiches negros que entonces también se pusieron de moda. El arte naif y originario.

En Caltójar ya el Guernica peraltado cerca de la Iglesia parecía su retablo evadido a la vía pública y como santificado por la inocencia de las manos ni­ñas que lo estofaron candidamente. Y ante el que uno sentía impulsos de santiguarse. El famoso Toro del cuadro era como los del friso prehistórico del Valonsadero. El arte de Picasso resultaba así rupestre, de auténtico primi­tivo. Y más que original: originario. Iberizado. Eterno.

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Fotogramas: tres vascos y dos andaluces

Basterra

El poeta Ramón de Basterra estaba ungido de significaciones genuinas para nuestro destino. Y por eso hay que volver a él, cuando lo hispánico intenta bastardearse. Niño, poeta y loco. Basterra tuvo esas tres posibilidades para decir Verdad. Y su Verdad fue ésa: mesura, orden. Unificación. La integración de las antítesis. El servicio de las dos manos derecha e izquierda en un solo cuerpo (incorporadas).

Por eso el gran símbolo de Ramón de Basterra resultó el del ÁRBOL. Hinca­do en el genio o entraña de su tierra, las raíces: el tronco erecto: los ramos cornos brazos hacia el cielo. Y entre las hojas, cantando pájaros y el viento. Ése fue su Humanismo. Su Árbol de la Ciencia y de la Poesía.

Yo, humanista del siglo XX, en estas montañas de amatista, aspiro a realizar el alma bajo el cielo. Ante los Padres llevo mi sombrero hasta el suelo. Pero traigo en el hombro izquierdo un grande ramo del Árbol de la Ciencia de Azcoitia, a quien yo amo, porque cubrió un gran vuelo de alas universales para plantarlo en Plencia, en mis tierras natales, y así que, desde Ynsausti, del gran Peñaflorida, tenga en mi Camposena de Butrón nueva vida del Árbol de la Ciencia que hay en el Pirineo.

Yo conocí a Basterra un año antes de que muriese. Basterra murió el 17 de junio de 1928. Pero hasta nuestra guerra civil yo no lo amé como a un her­mano ideal, como a un hermano mayor, cuando yo tenía ya lanzada mi modes­ta obra y pude conocer la suya, la anterior a Virulo, entre las angustias del Frente. Dedicándome a propagarla cuanto me fue posible, como vaticinador de ese vate. Llegando a proclamar su afirmación en la propia Roma, el 15 de octubre de 1941, como cantor de la Ciudad Eterna y Poeta de España. Re­cuerdo que la voracidad de mis palabras, unida al ardor de mi acento, impre­sionaron al selecto concurso que me escuchaba, solicitándome la traducción al italiano y al latín de algunos de los versos de nuestro lírico español. Asi­mismo se me pidió para la revista PRIMATO la expresión extensa de lo que en forma peregrina acababa yo de comunicar aquella tarde otoñal en la Uni­versidad de Roma, la síntesis de un libro que sobre Basterra había empezado a escribir. Llegué a más: proponer la erección de un busto del Poeta en el Foro Trajano. Tal como existía desde 1935 en el Parque de Bilbao (trasladado después en 1946 a la Gran Vía).

Basterra había tenido sólo hasta entonces una piedad local, circunscrita, casi exclusivamente vasca, a través de la prensa bilbaína y de El Sol de Ma­drid, que también fue prensa bilbaína.

A mí me lo presentó Guillermo de Torre a fines de 1926 con el que andaba Ramón entonces del brazo buscando secretos porveniristas. Pero mi descu-

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brimiento de Basterra, el verdadero, fue durante nuestra guerra, torno a rei­terarlo. Y tal vez la conmoción que en mí despertó y me esforzó a crear un clima del que quizá salieron, aparte de algunos capítulos de mi libro, el de Guillermo Díaz Plaja, La poesía y el pensamiento de Ramón Basterra (1941), trabajo erudito y noticioso, y el de Carlos Antonio Arean, Ramón de Basterra, tesis doctoral presentada en 1950 y publicada en 1952 por el Instituto de Cul­tura Hispánica, rica en estimaciones. En 1926 Ramón de Basterra acababa de regresar de Venezuela. Y se me agrupó para la fundación de La Gaceta Lite­raria con quinientas pesetas y un libro: Virülo.

Venía a verme de vez en cuando con nuestro común amigo el marqués de Auñón, su compañero diplomático y mío de la guerra en Marruecos. Teníamos al principio la redacción en el local de la Unión Iberoamericana, calle de Re­coletos y luego en mi propia casa, calle Canarias, 41.

No le gustaba a Basterra que Guillermo de Torre, secretario de La Ga­ceta, me llamase «vanguardista». Basterra me bautizó con su léxico tradicio­nal y nuevo, «Adelantado de la España que viene».

En aquel medio turbio, confuso, revolucionario de 1927 a 1928 en Madrid, donde todos los torbellinos de la posguerra europea llegaban a nuestro perió­dico (dadaísmo, freudismo y todos los ismos), Ramón de Basterra generaba una inolvidable atmósfera nacional y universal con su mirada azul y su im­pronta rubia de ario vizcaíno, de escita romanizado, de diplómata sutil en cu­yos labios se iluminaba siempre (entre palabras buenas, ingenuas, concordes) una sonrisa de elegancia y transimiento.

«Me gusta hacer el pobrecito», decía para ocultar, tras tu timidez monta­ñosa, un ansia grande de concordia y generosidad.

Fino, enjuto. Calvo, sonrosado. Bigotillo rubio. Siempre delicadamente ataviado. Como en sus escritos, su figura daba una primera impresión de seso ecuánime, de serenidad de lago. Pero del mismo modo que en sus libros, bri­llaba de vez en cuando una palabra, un giro, una idea llameante, un misterio raro, así también en sus pupilas fulgía a veces una luz extraña, como de inspi­ración incontenible que le denunciaba su extraordinariez humana.

Dentro de una aparente modosidad de pobrecito y atildado, Basterra vivía en una constante inspiración. Y cuando la inspiración se hace constante, la locura está cercana. «Los locos traicionan la inclinación de un pueblo», dijo Basterra como definiéndose a sí mismo. Pasando por Bucarest vio un loco y tuvo palabras de piedad y comprensión para él, frente a quienes le acosaban llamándole «nebun» (no bueno) porque llevaba un monóculo en el café Riegler que todos hubiesen querido llevar en aquel Bucarest petulante y bizantino de 1917. También acogió con ternura, casi más somática que poética, al poeta rumano Eminescu, que muriera loco a los 39 años, la misma edad a que iba a morir Basterra.

Su último libro se lo edité yo: Virulg, Mediodía. Era la segunda parte de aquel Virulo que inventara hacia 1924, una figura ideal y viril que auguraba los tipos de Duces y Caudillos del mundo.

Cuando publicó esta segunda parte o Mediodía, Basterra había ya visto de cerca tres Virulos políticos: Mussolini en Roma, Primo de Rivera en Es­paña y Vicente Gómez en Venezuela. Leyendo las fábulas y hechos del joven Virulo, se piensa sin querer en José Antonio, clásico, revolucionario, diecioches­co y vanguardista.

En este libro final de Basterra ya hay un vértigo que no responde sólo a la libertad de metros, temas y vocablos. Hay un zumbido sordo que no es sólo el de motores, hélices, grúas. Su genio vaticinador bate récords violentos. Pro­clamando caudillajes siderales, triunfos uniformados de muchedumbres, exal­tando el color azul que sería el del falangismo. A propósito de colores Virulo llevaba en su portada el rojo y el negro elegidos por mí para La Gaceta Lite­raria, de donde luego Ledesma Ramos sacaría los emblemas —rojo y negro— de las JONS y bandera de Falange. Nuestro ex libris era virulesco: una ca-

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Dentro de una aparente modosídad de pobrecito y atildado, Basterra vivía en una constante

inspiración. Y cuando la inspiración se hace constante, la locura está cercana.

Acogió con ternura, casi más somática que poética, al poeta rumano Eminescu, que muriera loco a los treinta y nueve años, la misma edad a que iba morir Basterra.

Leyendo las fábulas y hechos del joven Virulo, se piensa sin querer en José Antonio, clásico,

revolucionario, dieciochesco y vanguardista.

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beza heráclida y cesárea, con laurea ceñida, dominando el Imperio hispánico, en nueva Catolicidad.

Todavía en 1928 —antes de enfermar gravemente y morir— Basterra hizo a La Gaceta Literaria unas declaraciones violentas contra la poesía andaluza de García Lorca: «poesía femenina, turbia, mínima, de golondrina». Él prefe­ría la poesía del buey, porque según decía el proverbio español «más depone un buey que cien golondrinas». El redactor que le tomó sus declaraciones, Francisco Ayala, le vio con una boina roja en la cabeza. Y una camisa azul, pues Basterra solía llevar camisas de ese color que iban muy bien a su tipo rubio.

Era el final de una vida nietzscheana a la española que no iba a ver ni el triunfo azul de sus sueños ni a Lorca en las filas rojas.

Contaban de él que, en un precoz ataque mental, cuando el asesinato del político neutralista Dato —en 1921— por el anarcosindicalista Casanellas, que lo mató desde una motocicleta en Madrid, Basterra se asomó al balcón de su pensión en la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, gritando convulsivamen­te: «¡Más motocicletas! ¡Más motocicletas!», como en la plaza de toros se gritaba antes: «¡Más caballos! ¡Más caballos!», cuando el toro ha liquidado a los neutros equinos de los picadores. Quizá Basterra, ansioso de interventis-mo y grandeza de España, pedía ante el ejemplo de aquel resuelto anarquista más motocicletas revolucionarias y justicieras que acabaran con los que, a puyazos neutralistas, castraron el destino guerrero de España en aquella época.

Ese delirio genial le estalló definitivamente en la cabeza un día de 1928. Murió en el sanatorio de un médico liberal y racionalista.

Murió desvariado. Pero el mensaje liberador, guerrero, montañés y pire­naico a España —mensaje de reconquista— ya había salido de sus labios fren­te a la zona pacifista, oriental y roja de la península:

¡Sigúeme, Pirineo! Sé para mí un destino. Mi brazo es de los que señalan camino. En todo el Pirineo hay un ánimo, hay un pulso, un semblante. El afán pirenaico es acometer la vida hacia adelante. ¡Catalanes, Navarros, Vascos, Castellanos y Celtas, hay misión para todas las razas que el Pirineo hermana, es prolongar el ritmo de Occidente, la vigilancia humana hacia el Sur, en que el Oriente esparce su adormidera! ¡Desciendo al mediodía tu ímpetu, Cordillera!

Castiella

Cuando aquella tarde —25 de mayo, plaza madrileña de la villa— Castiella, accediendo a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, leyó su discur­so «Una batalla diplomática» para ser respondido por Areilza, su conciudada­no y amigo, no parecía un salón matritense 1976, sino uno vergarés 1769.

¡Qué delicia! ¡Qué romántico encanto de candelabros, cortinajes, óleos, sillones, fraques, pinjantes y preseas ante aquel numénico «Verum, justum pulchrum» del testero, y ante la estampa vascónica y dieciochesca de aquellos dos proceres frente a frente y tan cercanos en sus sitiales, que, en vez del conde de Motrico, parecía el de Peñaflorida y Castiella un trasunto de los Elhu-yar, Altuna, Samaniego, Urquijo, Campomanes o Cabarrús, los que en Azcoitia —el Weimar vasco, según Basterra— iniciaran una primera «Europa unida»\

¡Qué delicia! Los invitados nos convertimos en contertulios, esperando —tras la fiesta— chocolate con bolados en búcaros olorosos. Y el estrado pre­sidencial: un escenario como aquel vergarés donde se representó una pieza de don Javier María de Munibe e Idiáquez sobre San Martín de la Ascensión, mártir de Nagasaki. Y en cuya circunstancia surgió —ese 19 de agosto— la idea de fundar una «Sociedad de Amigos del País», germen del capitalismo

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Castiella, ¡generoso Castiella! Que no necesitó de otro ministro de Exteriores para honrar sus servicios españoles. Porque el propio Areilza los inscribió, lapidariamente, en su respuesta (al discurso de Castiella de acceso a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas): «...aproximación a Europa, descolonización africana, renovador de las relaciones estadounidenses, recreador de la política mediterránea...».

Ningún otro mérito superior (el de Castiella) al heráclida de querer recobrar la columna calpen-se. ¡Gibraltar y Castiella!

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liberal hispánico que habría de llegar a la Caracas de Bolívar en barcos de Peñaflorida y promover la emancipación americana. Así como la fundación de nuevas Academias ilustradas, tal que la Económica matritense y esta —ya en 1857— de Ciencias Morales y Políticas, en la cual, en ese momento, Castie-11a y Areilza, además de contendientes enfraquetados y solemnes, traslucían —bajo sus pecheras— al aizkolari, al palankari, al versolari y aun al pelotari, ¡azules, colorados!, que llevaban dentro transformando en plaza municipal euskera esta de la villa de Madrid.

Castiella. ¡Generoso Castiella! Que no necesitó de otro ministro de Exte­riores para honrar sus servicios españoles. Porque el propio Areilza los ins­cribió, lapidariamente, en su respuesta: «aproximación a Europa», «descolo­nización africana», «renovador de las relaciones estadounidenses», «recreador de la política mediterránea»... Pero de toda esa labor de casi trece años en Santa Cruz, tras sus etapas de maestro de internacionalidad, dirigente de los estudios políticos, organizador de la Facultad de Ciencias Económicas y Polí­ticas, embajador en Perú y Santa Sede, ningún otro mérito superior al herá-clida de querer recobrar la columna calpense. ¡Gibraltar y Castiella! Hazaña o trabajo tan herculano que nosotros sus embajadores cuando recibíamos sus telegramas para arrancar votos internacionales parecían garfios de ballenero vizcaíno. Y junto a esa implacabilidad sus magnanimidades bondadosas «a raudales», como él gustaba decir.

Areilza Estando en San Sebastián, a raíz de la crisis que llevaría a Adolfo Suárez a la Presidencia de España, fui a Motrico (impulsado por el mismo sentimiento que me condujera a Ronda cuando Dionisio Ridruejo dejara de gobernar la Falange suñeriana, y que tanto me agradecería después en Destino, de Bar­celona, poco antes de morir). Pero José María de Areilza no estab El caserón señorial de los Churrucas, cerrado. Sintiendo no poder tornar ; recorrerlo con más sosiego que hace dos años, en un sarao ofrecido por el1 ,, cierto atarde­cer otoñal de lluvia y de personajes donde sólo faltaron Aviraneta y Foxá.

Deposité mi abrazo en una tarjeta para deslizaría bajo el portón cuando un pescador, red al hombro, nos indicó hacia Saturrarán, la playa.

Yo iba con unos guadijeños curiosos de vasconidades (con los que cena­ría el besugo en Orio) que, por rústicas trochas, desembocaron, al fin, su coche ante un camping y playa abigarrados: Saturrarán... Pero... ¿Los condes de Motrico? ¡Allá, a la derecha! Tras un «prohibido el paso» y por empinada rampa osamos rampar y girar hasta descubrir ¡fortaleza legendaria!: ¡El Promontorio! En la borda misma de Guipúzcoa con Vizcaya. Acantilado sim­bolizando el abrazo petrificado de Satur y de Aran, dos amantes anegados por la resaca, como Hero y Leandro en la mar helénica. Y, a cuya sombra tendida ahora sobre la arena (nueva Satur), Mercedes. Pero sin su Aran; José María.

Fue un impulso mío de audacia el de irrumpir en tal reconditez. Y un rasgo de condescendencia el de aquella dama al señalarme la secreta senda o porte etroite del señoril caserío sobre el Promontorio.

Por menudos escalones fui adentrándome en tan rupestre señorilidad. Hasta que, al fin, y de improviso, como en fanal de torrero y gesto zuloagues-co, mirando hacia el océano, un rostro se volvió hacia mí. ¿El de Hugo deste­rrado en la isla de Jersey? ¿El de aquel otro bardo, pero ya vasco, que aquí desembarcara, zorzico en los labios, Iparaguirre? ¿El de Zorrilla o Bécquer, hasta aquí un día arribado, así como la barba florida del rey Carlos por 1874, a caballo desde Marquina? Y como descubriera una cartela en euskera que terminaba en ZAR, hasta pensé si estaría allí un Zar escondido por José Ma­ría de Areilza, que estalló a reír cuando se lo pregunté. ¡Qué torreón de fan­tasmagorías!

—No vengo a preguntarte nada. Salvo eso del Zar.

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Conocí a Areilza por 1926 como animador, con otros bilbaínos,

de mi «Gaceta Literaria». Y, más tarde, de nuestro jonsismo. Terminada nuestra

guerra civil, le encontré de embajador en Buenos Aires

para presentarme a Eva Perón.

Portada de «Memorias exteriores».

Tenía ante mí uno de los españoles más integrados y electos que produjera nuestra generación: en lengua, lecturas y escritos, trato social, secretos internacionales, experiencias diplomáticas, agu­deza política, civilidad y europeidad. Un primor. O, si queréis, un «premier».

J. M. de Areilza con el rey Juan Carlos.

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—Bien. Pero debes saber que estoy limpio de contaminaciones. Porque, como tú me definiste un día, soy el «Político».

—Yo no, sino Diderot en su Paradoja del Actor. Porque el «Político» es el que lleva a «acción» la «inspiración» o palabra del poeta. Y, como observa­ra Lessing, «aun a veces más sublime que el poeta mismo por la cantidad de talentos que debe reunir». De ahí que cuando se increpa al político su capa­cidad de cambios, se olvida ser ésa su naturaleza misma, su radical since­ridad...

Contemplo en silencio a Areilza. Y le retrotraigo a su niñez, asomado a una ventana de la ría bilbaína viendo pasar barcos y barcos; hasta que un día su padre le llama para hacerle médico como él, llevándole al hospital de Tria-no y matriculándole en la Facultad. Pero si el muchacho no saldría con el talento doctoral de don Enrique —pertinente a la pléyade de Achúcarro, Ma-dinaveitia, Aranzadi, Urrutia—, sí en espíritu abierto y liberal, viviendo sus años mozos entre aquellos amigos paternos que se llamaron Unamuno, Maez-tu, Arana Goiri, Baroja, Marañón, Prieto, todos los europeizantes tras el 98, que le impulsarían a una Europa cuyas lenguas y modales dominaría para ha­cerse abogado e ingeniero. Sin dejar el arraigo de su tierra vasca a través de los 36 apellidos de su padre, contados desde la medieval torre, robliza o reil-zarra, de Ceberio. Y aquellos de su madre, la condesa de Roda, doña Emilia de Arana y Mendiola. Y «sintiendo la España» del maestro Eguillor a través de dos mentores: en poesía, Basterra. Y Lequerica, en política.

Conocí a Areilza por 1926 como animador, con otros bilbaínos, de mi Ga­ceta Literaria. Y, más tarde, de nuestro jonsismo. Terminada nuestra guerra civil le encontré de embajador en Buenos Aires para presentarme a Eva Pe­rón. Y en Estados Unidos a Marilyn Monroe. Y si en París no lo hizo con ma-dame De Gaulle fue porque ella misma me recordaría, en Asunción, a Motrico.

Después dejó de ser embajador para dar, por fin, suelta al político que llevaba dentro. Pues el fin de Franco se acercaba. Y los hombres del Movi­miento se iban deteriorando con la buena vida. Y la nueva generación salía de señoritos, dilapidando, con más o menos silencio, lo ganado por sus padres.

Una tarde me encontré a Areilza en San Sebastián. —José María, ¿no crees que deberíamos volver a empezar eso que yo de­

nomino nuestra tercera Revolución tras la vanguardista y la nacionalista? Y con frase de un Bakunin, bilbaíno y ferrón, me respondió: —Sí. Fundir para refundir. ¡La colada! Tenía ante mí un Areilza ya de patillas grises y más corpulento. Pero

siempre corrigiendo su sonrisa acogedora la altanería de sus cejas. Tenía ante mí uno de los españoles más integrados y electos que produ­

jera nuestra generación: en lenguas, lecturas y escritos, trato social, secretos internacionales, experiencias diplomáticas, agudeza política, civilidad y euro-peidad. Un primor. O, si queréis, un «premier».

Y como «premier» avanzó, tras ocupar el palacio ministerial de Santa Cruz. Pero, de pronto, en vez de la Presidencia madrileña, me lo encuentro aquí, en Saturrarán, mirando al mar y quizá algo más vasto y sublime.

Mientras le contemplo en su Promontorio, echo, en silencio, unas cuentas galanas sobre aquello del 18 de julio. De 100 partes, nosotros ganamos 50 con la victoria nacional de 1939. Un 15 por ciento más, por lo menos, con nuestra neutralidad internacional. El resto fue de ellos. Pero ahora ellos pretenden todo nuestro porcentaje. ¿Y quiénes son ellos y quiénes nosotros hoy? ¡Resis-cia de un pueblo como España invadido desde siglos y que debe camuflarse y adaptarse en sus crepúsculos para pervivir hasta que un día le vuelva a salir el sol...! ¡Prudencias tradicionales que desconfiaron siempre de las grandes personalidades autónomas, incontaminadas, señeras, liberales... y bilbaínas!

Yo no sé si este pensar mío le llegaría al alma. Porque leí, a los pocos días, que Motrico marchó, para ganar el jubileo, a Compostela, nuestra Roma local y milagrosa. Y quién sabe si ese Santiago —adalid liberador desde la otra y tremenda apertura medieval— le inspiraría a Motrico una sola consig­na para llegar al Poder: « ¡Cierra! ¡Cierra España! »

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Un granadino con pasaporte U.S.A. En el número 1 de La Gaceta Literaria —1 de enero, 1927—, junto con Ortega, Baroja, Ramón, Pi Suñer, Moreno Villa, Edwards Bello y otras ilustres figu­ras, Américo Castro honró este «Periódico de las Letras» con un ensayo que correría medio mundo: «Judíos.» Y en el que insertaba una Epístola de David Ebrón (9 de diciembre, 1957) a Felipe II augurando «pluguiera al Dio» «hubie­se en Vuestros Reinos, Señor, judíos con las condiciones que el Papa en Roma los consiente y en toda Italia... Y así Vuestros Reinos fueran más ricos y abun­dantes en mercaderías». Tal como aconsejaría también —proseguía Castro— el padre Mariana «al reprender esa resolución en echar gente tan provecho­sa y hacendada y que sabe todas las veredas del llegar dinero». En vez de «res­petarla», como en Las Partidas del Sabio Rey Alfonso X. Proponiendo Castro «un programa» al Gobierno de Alfonso XIII, «de ?mor y comprensión», para «evitar que el imperialismo cultural de países como Francia e Italia se llevara estos sefardíes, con becas y con escuelas. Y apertura de mercados, en grati­tud, para estos interesados benefactores».

El tema de los judíos fue uno de los más insistentes en Castro. Por lo que sus adversarios, sabiéndole nacido en Brasil, de comerciantes granadinos emigrados y con barba de profeta, le tildaron de hebreo. Pero lo peor: que hebreos importantes también le atacaron como antijudío, por su defensa a ultranza de una España con excelencias católicas e imperiales.

Siendo la verdad que Américo —cuyo otro apellido es el de Don Quijote nada menos, Quesada, y enlazado a los Madinaveitia— procedía de varias ge­neraciones campesinas granadíes, o sea de la mejor limpieza de sangre, según los asombrosos y fantásticos cánones de nuestra aristarquía tradicional.

Por eso afirmaba Ginés de la Sepúlveda: «Después del cuidado de la fa­milia, la mejor preocupación es la de la agricultura, trabajo muy honrado y próximo a la Naturaleza, que suele endurecer el ánimo y el cuerpo y prepa­rarlos para el trabajo y para la guerra hasta tal punto que los Antiguos prefi­rieron la labor del Campo a los negocios; y los Romanos sacaron de la gleba a muchos Cónsules y Dictadores. Los Tebanos prohibieron que fuese nombra­do funcionario público quien hubiese ejercido el Comercio diez años antes. Por eso se dejaba a los hebreos las obras mecánicas e oficios e menesteres bajos y serviles.» Y ésa fue la razón de que la moral protestante y calvinista, que tenía otra idea de la Gracia del Cielc, se llevara desde el Renacimiento a esos despreciados seres y los acogiera y potenciara sabiendo que de sus «obras mecánicas y dinero» surgiría... el Desarrollo de la Técnica y de la Banca en el mundo... Tras el que hoy corremos afanosos, con la desventaja de siglos perdidos. Como ya advirtieron en el xvn un Gracián, en el XVIII un Jovella-nos, en el xix un Larra y en el xx un Ortega... Y un Américo Castro: indómito liberal que llegó a hacerse norteamericano, con pasaporte U.S.A., como pro­testa a una España cuya mayor delicia seguía consistiendo en destrozarse con guerras irónicamente llamadas «civiles». Precisamente por no haber superado esa mentalidad rural y de campanario. Y que hasta en un San Juan de la Cruz obsesionaba, como cuenta Gómez Menor, al lamentarse nuestro divino líri­co no tener ascendencia labriega sino de tejedores, de gente mecánica y sus-pecta.

Por lo que Castro, al que sucedía lo contrario, buscando el Tecnificar y el Aperturismo de España hubo de acogerse a Instituciones como la Libre de Enseñanza, el aprender lenguas, el defender nuestros Fueros medievales y sus libertades y enaltecer a Erasmo, a Malara, a los Gerónimos, a los Conversos, a Cervantes y a todo aquello que ofreciera tolerancia y convivencia. Recorrien­do universidades europeas y americanas, formando escuelas, incitando influ­jos y recibiendo homenajes como el de sus alumnos en la Universidad de Prin-ceton, un magnífico volumen de Semblanzas y estudios españoles (1956) con una Biografía y una Bibliografía hasta esa fecha. En premio a revelar y seguir descubriendo los más estupendos secretos de la genuinidad hispánica. Por ejemplo, el de llamarnos «españoles», gracias a los catalanes (provenzales).

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O todo lo que de arábigo tenía el castizo culto de Santiago. O lo que, en el pensamiento de Cervantes, había de liberal y humanista. Y de escepticismo y contradicción en el de Quevedo. Y la situación de Puerto Rico. Y la verdad sobre Santa Teresa. Y quién fue el Arcipreste. Y la desmembración de Hispa­noamérica. Y el mensaje de Giner de los Ríos. Y la peculiaridad lingüista rio-platense. Y el Villano del Danubio. Y España en su historia. Y la que Américo aún no conocía. Y aspectos insospechables del vivir hispánico. En fin, un apor­te tan fabuloso sobre nuestra lengua y ser como para hacerle Académico por aclamación. Y si Castro no hubiera muerto...

Pues quise mucho a don Américo. Evocando sus clases —viejo caserón de San Bernardo— con aquel suyo balbuceo encantador, como pidiendo permiso para enseñar delicias lexicales mientras daba vueltas sobre un dedo a la ca­dena del reloj. Entonces, por 1918, cuando por los pasillos se cuchicheaba que, como Giner, se ponía todos los días una camisa limpia por modesta que fuera, tras el imprescindible baño (que le costó la vida, en el mar) y no usaba cami­seta y estudiaba, ventana abierta, junto a la novedad de un termosifón y subía a la sierra y se sabía Jovellanos de memoria...

Un día, a punto de terminar mis Letras y tras haber sido testigo privile­giado en el Centro de Estudios Históricos de la calle Almagro, germen del futuro Consejo Superior de Investigaciones Científicas, testigo y aun partícipe de una maravillosa contienda sobre el estilo, entre él y Ortega: un día, me llamó a su casa del barrio de Salamanca para ofrecerme un puesto en la Uni­versidad de Washington, que me encontró demasiado joven, y hubo de propo­nerme a otra, ésta europea: la de Estrasburgo.

De donde al regresar el primer año, 1921, y hacer el servicio militar de «cuota» en Infantería de Saboya n.° 6, Cuartel de la Montaña (por cierto con el cesado Presidente de la Academia Española, Dámaso Alonso, más pacífico que yo), ante el desastre de Annual partí para Marruecos. Donde un buen día de 1922 me llegaría don Américo, con el que me trasladé a Xauen para ayu­darle a recoger romances sefardíes. Y de donde hubimos de salir milagrosa­mente, en un vehículo militar para que no nos machacaran los moros en un ataque que afrontamos impávidos, él como lingüista y yo como infante ya veterano y su guardaespaldas y guardapapeletas. Cuando terminó la guerra, por 1923, fui a verle con mi primer libro escrito campamen taimen te, Notas marruecas de un soldado, advirtiéndome, paterno, que iría a la cárcel. Pero también a la Fama. Dos riesgos que afronté. Absuelto al fin por don Miguel Primo de Rivera, retorné a Estrasburgo para lograr El Fermento, segundo li­bro mío, perdido, el Fermento de nuestra europeización. Pero como genuino español en vez de una problemática intelectual y pedante me traje a la barbara et efferata Hispania una auténtica europea, florentina, que enrubiaría y verte­braría mi descendencia siguiendo la terapéutica del maestro Ortega. Y que, además, me alumbraría la verdad católica del genio de España. Siendo Amé-rico testigo de nuestra boda en la histórica, romántica parroquia madrileña de San Sebastián.

Fui, gracias a Castro, compañero de Carmen, su hija; de Gimena, la de don Ramón; de Carmen Laforet; de Zubiri... Mientras él, por una temporada, se hacía Embajador «de los que sabían escribir», como le dije en mi Robinsón Literario. Y hasta increpar en correcto alemán a los nacientes nazis de Berlín donde tenía su puesto...

Después... El cataclismo. Ya no volví a verle hasta una tarde en el aero­puerto de Barajas, en tránsito, todo afeitado, más U.S.A. que granadino. Pero dando siempre la pauta a un porvenir donde científicos, príncipes y hasta chi­nos aspirarían a la americanización.

Allí le sentí ya vacilante entre quedarse allá o volver con nosotros. Y vol­vió. A este Madrid del Viso residencial que él también iniciara hacía medio siglo. A seguir contemplando la Sierra y una augurada modernidad, con su esposa, sus libros, sus fichas y sus 86 años. Pero vivo, alerta, increíblemente alerta. Sin acritud ya alguna, aunque, tal vez, suave melancolía al considerar que aquella España que previera de Desarrollo, Tecnocracia, Socialidad, Aso-

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Un Américo Castro: indómito, liberal y que llegó a hacerse norteamericano, con pasaporte USA, como protesta a una España cuya mayor delicia seguía consistiendo en destrozarse con guerras irónicamente llamadas «civiles».

Cuando terminó la guerra, por 1923, fui a verle con mi primer libro escrito campa-mentalmente, «Notas marruecas de un sol­dado», advirtiéndome paterno que iría a la cárcel. Pero también a la Fama. Dos riesgos que afronté.

Como genuino español, en vez de una problemática intelectual y pedante, me traje a la «barbara et efferata Hispania» una auténtica europea, florentina, que enrubiaría y vertebraría mi descendencia siguiendo la terapéutica del maestro Ortega. Y que además me alumbraría la verdad católica del genio de España. Siendo Américo testigo de nuestra boda en la histórica, romántica parroquia madrileña de San Sebastián. (En la foto, Edith Sironi, esposa del autor.)

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ciacionista y Convivencial es la que, ahora, pasaba ante su ventana sin mirar­le, ni recordar aquellos espíritus que gestaran esta patria.

Si algún día se logra en la despistada Plaza de Colón que se llame Plaza de la Hispanidad, como propusimos entre inolvidables asentimientos, y se es­culpe en ella la de nuestro Ayer para guía de nuestro Mañana, no debería fal­tar un Panel de las Generaciones creadoras, con la del 98, la del 15 o de Ortega y aquella de la final Victoria, todas ellas «Junto a la tumba de Larra».

Y así se evitaría un día la impiedad e inconsciencia de pasar nuestras gen­tes ante Conocidos españoles para ellas «extrañados». Como este desesperan­zado Granadino, con pasaporte U.S.A. Pero en cuya desesperanza debe reco­nocer que hubo una mano —la de un antiguo alumno, si luego combatiente y ya toda sangre pasada— que su recuerdo hoy evoca. En silencio.

El malagueño de la Residencia

¿Qué significaba la Residencia de Estudiantes para España de 1910 a 1936? De una parte: la renovación de los tradicionales Colegios Mayores, como aquel Imperial de Madrid, historiado por José Simón Díaz y convertido luego en Ins­tituto de San Isidro, donde yo estudié y ganaría la Cátedra de Cisneros con Unamuno. Y, de otro lado, la modernización de los románticos y astrosos pu­pilajes del xix mediante una cultura humanista, laica y europea. Ensayo que terminaría trágicamente en noviembre del 36, como relató el hombre más re­sidencial (tras el dirigente Jiménez Fraud): José Moreno Villa, malagueño, poeta, pintor, químico, historiador de arte y al fin emigrado a México, en aquel Exilio español recogido en Taurus con los estudios de Llorens, Tuñón de Lara, Marichal, Abellán, Andújar, Sáez de la Calzada y otros. Sin olvidar Los que no volvieron, de Carlos Sampelayo.

Quiero recordar a Moreno Villa. Ante todo porque inauguró La Gaceta Li­teraria en su primera plana el 1 de enero de 1927 junto a Ortega y Baroja con unas «Ideografías a tinta china»: un dibujo, y un poema que empezaba: «Mis dibujos cantan la quiebra del corazón»... Y porque reconocería desde México que fue un asiduo colaborador y porque siempre habló de mí con afecto y admiración. Pero eso no bastaría para evocarle singularmente. Y en cambio, sí, por el drama de su muerte en tierra mexicana al rechazarla para morir, no por mexicana, sino porque no era la suya natalicia. Su poema epitafio aún es­calofría y espero que los mexicanos se lo hayan comprendido. México trató muy bien a nuestro malagueño acogiéndole en la Casa de España, en el Cole­gio de Madrid, en las mejores revistas y publicándole casi una decena de li­bros. Y hasta le ofreció el mejor de los amigos, Jenaro Estrada, y hasta su esposa, con la que se casó al morir Jenaro y le dio un hijo.

Moreno Villa, solterón y timidón, había tenido una aventura, que narra en Jacinta la pelirroja, con una judía yanqui. Cuando recogió a Consuelo de su viudez sintió que su vida se iluminó y llegó a bendecir cuanto le rodeaba y a recordar con gozo inolvidable aquella Residencia de Juan Ramón, de Lorca, de Dalí, de Buñuel, de Prados... Y de Ortega. Quien le bautismo como el nue­vo Poeta (con mayúscula) que se revelaba «puro» en El Pasajero. Introductor histórico de la generación del 27. «Sin alarde alguno de virtuosismo», como le calificó Cernuda. Fue el malagueño que llevaba dentro un pequeño uomo uni-versale a lo Leonardo por sus múltiples técnicas, «con ceniza de pelo goethia-no», según Juan Ramón.

Y fue poco antes de morir cuando escribió, sin título, aquel poema del destierro que impresionó tanto a los exiliados españoles, pues, perdido, lo re­cogieron de memoria como si no fuera ya de Moreno Villa, sino de todos los desterrados y haciéndose, así, clásico:

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José Moreno Villa, malagueño, poeta, pintor, químico, historiador de arte y al fin emigrado

a México. (Dibujo de D. Vázquez Díaz.)

Fue el malagueño que llevaba dentro un pequeño «uomo universale» a lo Leonardo por sus múltiples técnicas, «con ceniza de pelo goethiano», según Juan Ramón. (En la foto.)

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Ésa tu tierra te dirán / es de polvo, como todas las patrias del mundo. ¡Pero no!, tu tierra es la fórmula archicompleta de ti mismo. Eres tú. Eres tú, que quedaste más allá de las aguas. Nunca más te verás y no viéndote no sabrás decir y el que no dice es como llama muerta. ¿Por qué no vuelves a tu tierra, a ti? Recobrarías tu luz, tu vida o morirías dentro de ti mismo en tu tierra, en tu ser, no sobre algo ajeno a tu conciencia y tu destino. Lo malo de morir en tierra ajena es que mueres en otro, no en ti mismo. Te morirás prestado y nadie entenderá tu voz postrera por más que cielo, luz, espada y fuego se digan «cielo», «luz», «espada» y «fuego» en la tierra en que mueras. Tu madrina de guerra no es tu madre y si morir es retornar a un seno irás al que no es tuyo.

Yo he querido recordar en José Moreno Villa a todos los que se mar­charon y no volvieron. Su nombre renace y se reespañoliza. Por eso hoy te traigo aquí, José, José Moreno Villa, a tu vieja España sin que abandones ya nunca esa España Nueva que sigue siendo México.

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Dibujos al carboncillo: los del 27

El bibliólogo del Vanguardismo (G. de Torre)

Aquel viejo cuento: Niño, ¿fuiste tú o tu hermanito el que murió? Mi her-manito, pero el que estuvo más malito fui yo. Así, en La Gaceta Literaria. A mí, al final, me llamaron fascista. Pero el verdadero ultra: Guillermo de Torre, mi compañero. Inventor del ultraísmo. Por 1918, adoptándolo Cansi­nos y titulando una revista Ultra.

Pero yo no conocí a Guillermo, el ultra, hasta 1925, que empezó a per­filar conmigo lo que sería La Gaceta Literaria. Habiéndolo podido recons­truir gracias a treinta y una cartas suyas que encontré cuando las sesenta y tres de Ramón.

La primera está fechada el 23 de mayo de 1925, con papel del Ateneo, lla­mándome querido y admirado, enviándome sus Literaturas de Vanguardia, editadas por Caro Raggio, al Sol, pues no sabía mis señas. Para que yo me­jor que nadie, como hombre de nuestro tiempo, defina su significación.

El 23 de noviembre me envía unos libros de Epstein y una antología de Werner Kraus. El 2 de enero del 26 nos encontramos en Pombo y me desea buen viaje a Europa, donde él iría pronto, entendiendo París como Europa, en el hotel Brienne de Montparnasse, hablándome ya de La Gaceta Literaria cuyo título le sugerí y aceptó.

Y desde entonces, en cartas sucesivas —9 de marzo, 7 de abril, 16 de mayo— y en papel azul con tinta roja, me va enviando respuestas a mis cuestiones. El 4 de noviembre, y desde Puertollano, sede de su padre, el notario, me envía un Verlaine por él traducido. Y el 13, una posible lista de colabora­dores elaborada con Ramón. Y tres acciones (500 pesetas) de Ramón de Basterra, anunciándome que Neville quiere también participar y hacer la Cinegrafía.

El 1 de enero nace nuestro periódico, iniciando el año que daría nom­bre a la Generación del 27, la que nuestro periódico reuniría y difundiría por el mundo. Después... hasta el 2 de agosto ya no tengo cartas suyas. El 30 de ese mes me escribe desde Tenerife camino de América, desde la cual colabora asiduamente.

Tras nuestra guerra, poseo un crisma de 1946. Unas letras de 1948 con otras de Norah Borges, su esposa. Otras de 1952 en un viaje por Italia que define como una España más seria. Me pregunta por mi periódico oral Le­vante. En 1953, me felicita por la boda de mi hija mayor y se marcha a Ar­gentina. Vive en Juncal, 1283. Y en su última carta de por esas fechas acusa ya el cambio político en España hablándome de Aranguren, Marías y Ri-druejo.

Guillermo había nacido en Madrid en la misma casa que San Isidro. Quiso ser diplomático pero se lo impidió su sordera. Por lo que su vocación de Exteriores la volcó en la literatura internacional. Vanguardista, ultra. Y le definí como el Menendez Pelayo de esa literatura. Superándole no ya a éste en noticias de América literaria sino a un Valera, un Cañedo, un Unamuno.

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A mí, al final, me llamaron fascista. Pero el verdadero ultra: Guillermo de Torre, mi compañero. Inventor del ultraísmo. (Dibujo de D. Vázquez Díaz.)

El 4 de noviembre (1926), y desde Puertollano, sede de su padre, el notario Guillermo de Torre me envía un «Verlaine» por él traducido. (En la foto, Verlaine en el café, dibujo de F. A. Cazáis.)

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Mi mejor anécdota con él fue cuando un día en su Buenos Aires, donde siempre que podía le visitaba, me comunicó orgulloso que al fin conocía ya toda América hispánica. ¿Toda? ¿Conoces Bolivia? No. ¿Conoces Paraguay? No. Entonces no conoces Hispanoamérica. O sea, el alto Perú (que es Boli­via) y el corazón del Plata (que es Paraguay).

Siempre que llegaba a Ezeiza, el aeropuerto bonaerense, me acercaba a abrazarle. Antes de que además de sordo quedara casi ciego como Borges, su cuñado. Y al fin muerto, 1971.

¡Guillermo el ultra! Con la ironía de que los verdaderos ultras fueron sus dos hijos. Nacionalistas, peronistas, ¡fascistas! Peligroso, eso del Ul­traísmo, inolvidable Guillermo.

Dalí

El 15 de diciembre de 1930, número 96 de La Gaceta Literaria, lancé en París esta profecía a Salvador Dalí:

—Dalí, un surrealista, puede empezar en surrealista y terminar en Ca-melot du Roi. Ésa será tu trayectoria.

- ¿ . . . ? —Porque tú eres un bravo de la Costa Brava y los Camelots du Roi,

aquí en París, han sido más bravos que los surrealistas, al dejar éstos inde­fenso tu filme L'Age d'or y destrozados Sala y écran. Y como conoces todas las flaquezas de esos comunistines, ellos te separarán y escarnecerán. Pero tú te les llevarás lo mejor que poseen y lo harás universo.

En efecto, al poco era expulsado del grupo. Aragón y Bretón le anagra-maron el nombre llamándole «Ávida doUars», al dejar Francia y Rusia por Estados Unidos y Roma. Pero se trajo de Rusia y Francia la musa del su­rrealismo (y de Éluard) Gala Dianaroff. Para hacer de ella «La Virgen de Port Lligat». Y del surrealismo un realismo a lo divino. Y ya sin necesidad de Camelot —o camelo— alguno. Apoyado sólo en el cetro de su bastón; en sus ojos clarividentes de loco sabio. Y en sus bigotes, astas de toro y a la par velazqueñas guías.

Esto lo recordaba yo cuarenta años después, contemplándola sentado ante mí, en el homenaje que el alcalde de Barcelona me ofreció en el Pala­cio de Montjuich al regresar de América. Y escuchándole decir a Salvador:

—Todo exige una corona o cúpula. El mundo, la Sagrada Familia de Gaudí, en cristal... este Palacio... Por eso se la he puesto, carmín y oro, al restaurarle el plafón de su antesala.

(Por lo que algunos antidalíes motejaron tal pintura de escupidera. Con el peligro, si la escupen, les caiga en el rostro. Y no comprendiendo que un restaurador crea en las Restauraciones.)

—¿Cuál es la Restauración más próxima, Dalí? —En Rumania. —¿Por qué? —No lo sé. Pero en Rumania. Por la mañana me había invitado al Ritz con mi esposa, y luego a un

restaurante dolce vita, de la nueva Barcelona. Le acompañaban un hippy venezolano —ingeniero y peludo— y una bella inglesa, prerrafaélica, joven-cita, cansada de vivir. No de beber.

—¿Y Gala? —La he regalado un castillo y está arreglándolo. —¿Te acuerdas cuando la llevaste a La Gaceta Literaria y os tomé un

documental para el Cineclub allá en mi balcón del fin del mundo, el que daba a la Sacramental de San Nicolás, donde la generación del noventa y ocho visitó la tumba de Larra?

—Me acuerdo. ¿Puedo tenerlo? ¿Y una copia de mis poemas? ¿De qué año eran?

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—Mil novecientos veintinueve. Como perdí entre otras obras La Gaceta Literaria, al llegar a Madrid

me fui a la Hemeroteca, donde existe una colección consultadísima y pron­to destrozada si no se microfilma y salva. Dalí estuvo presente en La Ga­ceta desde su fundación, 1927. {La Gaceta se salvó con la espléndida edición de Topos Verlag y Turner.)

Ya el 15 de junio había una notificación sobre él de Sebastián Gasch, con motivo de su primera exposición en Dalmau. Y otra en julio del año si­guiente. Y en ese 1928 —15 de octubre—, un artículo del propio Dalí, «Rea­lidad y Sobrerrealidad», escrito en Cadaqués, donde afirmaba —a lo futu­rista, a lo Marinetti—: «Las producciones mágicas de Papuas, hechas bajo el horror del miedo, un Parex de Nueva Guinea, me emocionan con más efi­cacia que largas salas de museo.» Señalando después las que iban siendo sus inspiraciones: «las viejas civilizaciones americanas. Vermeer, los holan­deses, el Bosco, Meissonier, la fotografía, el mundo antiartístico desde la "Revista americana" al "Plan de procesos de fecundación microscópica". Picasso y los pintores aún vivos de la nueva Inteligencia.»

El 1 de diciembre le escribí yo un artículo: «Itinerarios jóvenes de Es­paña: Gasch, Dalí, Montanya», en el que repasaba su vida hasta ese momen­to. Había nacido un 11 de mayo, el mismo día que mi padre. Y eso me llevó al suyo, notario y librepensador. Y a su madre, doña Felipa, catolicísima. Por lo que mi profecía «de surrealista a tradicionalista» encontraba un fun­damento: de lo paterno a lo materno. Con otra base: la de su educación entre un maestro laico y ateo y los Hermanos Maristas. De ahí su busca constante de equilibrio entre la tendencia que le impulsaba al megaloma-nismo irreverencial y aquella otra hacia una debilidad de niño mimado. Por lo que me recordó a Bolívar, huérfano y rodeado de mujeres protectoras. En Dalí aquella abuela materna que le vaticinó el triunfo de pintor, su ma­dre, que cifró en él todo lo que perdiera con un primer hijo precozmente genial, muerto de meningitis. («Mi hermano pudo ser un frustrado ensayo mío», diría luego Salvador.) Su tía, como una segunda madre; su hermana —admirada por Lorca—, y que escribió ya un Dalí visto por su hermana. Luciana, la nodriza... Y, al fin, Gala, para recoger toda esa femineidad ma­triarcal. («Ángel del equilibrio, consiguió construir para mí una concha con que proteger la tierna desnudez del ermitaño que yo era, mi interior donde todo envejecía en lo blando y en lo superblando. Por eso el día que decidí pintar relojes los pinté blandos.») Como un autorretrato. Blandura endure­cida, sostenida por Gala y por su bastón como muleta de cojo, y por sus ojos fijos de clavo y un bigote de horquilla. (A Bolívar le sucedería algo igual, madre, tías, hermanas, nodrizas y, al fin, Manuelita Sáenz para sos­tenerle y salvarle, la libertadora del Libertador, pero sobre todo su esposa María Teresa —su Gala—.) Por eso comprendí que Dalí sentara junto a él en el restaurante a un venezolano. Y que, como Bolívar, se creyera, a ve­ces, más que Napoleón.

En 1929, La Gaceta Literaria registraba nuevos estudios de Gasch sobre Dalí (1 de enero, 1 de febrero). Y el 15 de marzo uno de sus poemas, ahora deseados: «Con el sol»: «Con el sol nace una pequeña corneta de un puñado de más de mil fotografías de carritos secos / Con el sol cerca de un sitio vacío y mojado cantan seis babas una pequeña sardina roncadora / Con el sol hay una pequeña leche deshecha encima del ano de la caracola / Con el sol me nacen dos pequeños tiburones desdentados por debajo del brazo / Con el sol hay un moco de pie al borde de un canto de acera / y otro moco de pie en la cumbre de mi dedo a punto de volar / Cuando nace el sol. Cuan­do nace el sol. Cuando nace el sol hago bonitos castillos / con corchitos pin­tados de rojo... con plumas de colores... con los excrementos de las cantantes, de las cabras.»

Al final de este poema se casa un saltamontes con una ceniza: «El salta­montes, una delgadísima pluma estilográfica. En cuanto a la ceniza, ¿tendré que insinuar aún que se trata de un simple moco?»

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Aragón y Bretón le anagramaron a Dalí el nombre llamándole «Ávida dollars», al dejar Francia y Rusia por Estados Unidos y Roma. Pero se trajo de Rusia y Francia la musa del surrealismo (y de Éluard) Gala Dianaroff. Para hacer de ella «La Virgen de Port Lligat».

Dalí, el que supo dar a sus bigotes —¡nada de funambulismo!—

cornamentación de toro cretense, ese arcano del mundo griego, en que

la Tierra brama y tiembla como un toro.

Cuando aparezca este «Retrato» en 1985, Dalí espero

que aún viva, pues es incombustible

tras incendiarse, y por tanto inmortal.

(En la foto, Dalí sale de la clínica, restablecido

de las quemaduras, octubre de 1984.)

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El 15 de abril, otro poema. Insistiendo en la imagen de «una pluma, que no es tal pluma, sino una diminuta hierba representando un caballito de mar, mis encías, sobre la colina y al mismo tiempo un hermoso paisaje primaveral». «Y hay una cabeza de ciervo puesta sobre el musgo —una aceitunita— con un violento puntapié en el culo.»

Y el tercer poema, 1 de julio, número 62: «No veo nada, nada, en torno del paisaje / Cuántas, cuántas cosas hay en este mediodía en el paisaje, tan­tas que no se pueden contar / las unas en un sitio, las otras en otro, todas éstas por allí. Pero todas estas cosas, cositas y cositaes, consisten en piedras y en aceitunas quietas, secas, a punto de dormirse o de volar / Y en garrotes secos / y en algas secas / y en bestias secas / y en mocos secos.»

Antes, el 15 de marzo, yo le había lanzado una protesta contra un surrea­lismo que no era el de su porvenir. Y el 15 de junio, Eugenio Montes le co­mentó Un chien andalou, estrenado por mi Cineclub en el Goya de Madrid, como «un filme distinto».

Finalmente, en los últimos tiempos de La Gaceta —1931-1932—, escrita por mí toda entera con el título de «El Robinsón Literario de España», al llegar la República y quedarme solo, le dediqué tres atenciones:

Una: «Buscando a Paséale Saisset en Montparnasse nos encontramos, Café de la Rotonda —zapatos de playa, bigotito de pera barcelonino, peinado lamido hacia atrás, jersey de tenista, arcos cigomáticos duros, seriedad tras­cendente—. Me invitó a hacer objetos para una exposición surrealista. Él ha­bía fabricado una bola y un óvulo materno a la Noailles. Todo muy perverso. Creía también que era un amor muy perverso. Y estéril, violento y adorable. ¡Qué gran catalán eres, Salvador Dalí! Serio, serio, seco. Pero ¡tan lleno de genio plástico!»

Otro recuerdo, reasunto también: «Nubiolo me escribe que Dalí está a punto de inscribirse en las filas comunistas. Le reconozco más derecho que otros surrealistas para ello. Pero lo pongo en duda. En duda radical. Y le veo monárquico, pintor, católico y exaltador del matrimonio en Cadaqués. Algo de lo que hubiera sido también Lorca de no haberle enmudecido una bala inconcebible, imperdonable, nunca.»

También le comenté el Perro andaluz diciendo de Buñuel que «era atroz­mente moral». Casi insoportablemente. Del mismo modo que Dalí. Y des­deñándole su patada a un viejo, su bofetón a una vieja, su subconsciente en libertad y sus últimos poemas terribles: L'Amour et la Memoire.

Después ya no encontré a Dalí hasta su conferencia de confrontación pi-cassiana en el Teatro María Guerrero de Madrid, y, al saludarle yo sobre el escenario, me dio dos besos, ¡dos besos de bigote!, hirientíssssimos.

Y luego en Nueva York, llevándome con el embajador Motrico a cierto restaurante francés con un árbol alambrado y seco a la puerta, dedicándome un libro que perdí y declarándose ya monarquista y borbónico.

1970, Barcelona. Preparando en el Ritz, con dos arquitectos, el Museo Dalí que, en Figueras, le regala España. Como Barcelona, su llave de oro. Y Cataluña quizá un monumento y cuanta gloria le sea posible por su seny o genio de Tierra Madre.

Siempre pensé que la raíz del arte daliniano era catalanísima. La de un artesano honrado y un prudente echacuentas. Dentro de cuya honradez arte-sanal entra ese tipo de autopropaganda escandalosa que no lo es para un estilo o moda cuya esencia es el escándalo, el subconsciente, la vesania. Si Dalí hubiera nacido en la época «pompier» sería el bombero plástico más extraordinario de ella. Un artista de veras, como lo es Dalí, no crea: recrea, interpreta, enseña. La creación queda —previa— para el vidente, el augur (el escritor, el guiador).

Cataluña, desde Ramón Llull, no había dado otro espíritu así de ancho. Tan beato, tan bravo, tan sencillo. Tan bronco. Y tan magistral. Una Cataluña que fuera y sigue siendo maestra de Castilla. En la antigüedad por su gracia helénica y romana. En el Medievo: provenzal. En el Renacimiento: lírica, política y navegante. En la Ilustración: mercantil. En el Romanticismo: pa-

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triota contra Napoleón y salvadora de España. Inventora de la peseta y los colores de nuestra Bandera Nacional. Cataluña de los mármoles griegos, del Legionario romano, del Blanquerna, de Roger, de Fernando y de Boscán (Bos-cán el exaltador del Matrimonio antes que Dalí), del tambor del Bruch, de Maragall, el introductor de Nietzsche. Y Gaudí y D'Ors. Y ahora Dalí.

Dalí, el que supo dar a sus bigotes —¡nada de funambulismo!— corna-mentación de toro cretense, ese arcano del mundo griego, en que la Tierra brama y tiembla como un toro. Y un toro que roba a Europa del Tirano Age-nor el eslavo, como él robara a Gala al Comunismo. Gala también Ariadna, en el Laberinto de su arte y la Gran Madre o Potnia-teron cabalgando en un ja­guar. Por Creta-Cadaqués Dalí se une al Greco, cretense. Y por sus bigotes a Velázquez, porque son bigotes regios como los de Felipe IV. Dalí es hoy Gre­co, Velázquez y rey austríaco por ellos, un rostro antiguo y noble de España. A la que ama. Con mugido de Minotauro. Y su bastón —o labrys—, hacha de doble filo tal que las del Palacio de Cnossos. Por eso pinta horquillas de largas púas, ampurdanesas, como las de Micenas (Kalos discípulo de Dédalo las utilizó por vez primera para compás, inventor de la exacta circunferen­cia). Y los símbolos en sus poemas y cuadros le unen a la misteridad órfica de que «la vida no termina con la muerte». Por lo que Dalí dedica ya, instin­tivamente, parte de su caudal a la hibernación, buscando un hipogeo resul­tante. Dalí es todos los símbolos que llenan el libro de Cirlot sobre ellos. Un pintor indescriptible. El de mi generación indescriptible, quizá la más deci­siva y desconocida de muchos tiempos españoles. La que amó y peleó por Cataluña. Por España. Por Roma y el mundo. Cataluña de Dalí: la que sabe honrar a sus artistas y escritores, a sus hijos, con jardines y estelas. Y aun a los que no son suyos (sino de corazón) como yo, madrileño, larresco, escri­biendo en Madrid para llorar. Olvidar. Nada.

Cuando aparezca este Retrato en 1985, Dalí espero que aún viva, pues es incombustible tras incendiarse, y por tanto inmortal. Tuvo también que ha­cerse el loco por ser la locura clave del surrealismo. Pero es la mente más cuerda de España y su pintura serenísima. Millonario, con un castillo, una Musa muerta en él, y un título del Reino. Y adoradores mundiales. ¿Todavía me recuerdas, Salvador Dalí?

Buñuel

Aún no hace mucho, Manolo Arroyo me comunicó que Luis Buñuel quería almorzar conmigo y Pepe Bergamín. Pero marchó creo que a Barcelona y lue­go a México y ya para no volver. Como Bergamín.

Buñuel fue redactor inicial de La Gaceta Literaria y colaborador precioso del «Cineclub español», donde le estrenamos su Chien andalou. Y habló en otra sesión. Publicó comunicaciones memorables: «Una noche en el Studio des Ursulines» (número 2, 15-5-27), «Del plano fotogénico» (número 47, 1-4-27). «Metrópolis» (número 9, 15-5-27), «Variaciones sobre el bigote de Menjou» (nú­mero 35, 1-7-28), «Découpage o segmentación cinematográfica», «Noticias de Hollywood», «Nuestros poetas y el cine» (número 43, 1-10-28), «Poema: Olor de santidad» (número 51, 1-2-29), «Lo cómico en el Cinema», cuando Alberti le presentó en el Cineclub antes de hablar él (número 56, 15-4-29).

Después, en el año 30, yo comenté «El escándalo de L'Age d'Or», en Pa­rís. Y mis palabras con él y con Dalí. Y hasta el último número de La Gaceta Literaria, en 1932, seguí su acción y su recuerdo.

Para mí su cine fue como una introducción fílmica a nuestra guerra civil. Con la poesía de lo abominable y la explosión de atroces complejos seculares de España.

Y, sin embargo, Buñuel no era un sádico, a pesar de haberse formado en la Francia de Sade y en el México de los antiguos sacrificios sangrientos. Bu-

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Buñuel me habló un día de los tambores de Calanda,

redoblando día y noche en Semana Santa, hasta

enloquecer, como un rito africano.

Buñuel: surrealista, revolucionario, antitodo. Buñuel: París, Rusia, México. Y muchos años lejos de España. Tremendamente sordo, como su paisano Goya.

Buñuel: ¿olfateabas más sangre en España? ¿Más sangre otra vez? Aquella sangre

que tú ya querencíaste en tu «Perro andaluz», tras afilar una navaja barbera

y fumando y mirando a la luna y rasgando de pronto —como a la luna una nube—

el ojo de una adolescente.

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ñuel: goyesco, quevedesco y solanesco, introductor del tremendismo con Cela. Durante la guerra civil española pasé por Calanda, donde naciera Buñuel

un 22 de febrero de 1900. Calanda: uno de esos pueblos que subían a super­ficie histórica en épocas de sangre, como cuando la guerra de sucesión, la carlistada de 1833 y nuestra atrocidad del 36.

Buñuel me habló un día de los tambores de Calanda, redoblando día y noche en Semana Santa, hasta enloquecer, como un rito africano.

Recuerdo una iglesia barroca. Y un convento: «el Desierto». Su río Gua-dalopillo y un clima de ardor y de hielo, el «Aragón» paramero como sus duraznos acecinados y con tremendidades de antiquísimas culturas. Como Buñuel. Del que quisiera hacer un retrato mágico que ofrezco al pintor mexi­cano Gironella. Buñuel: fornido, hierático como un zancarrón o mainate del Paleolítico, con jarreteras en los tobillos y venableando a cérvidos como los de Calapatá. Con perfil de ojo abultado a lo Cheik el Baled de la 5.a dinastía egipcia, como un sacerdote de Anubis. Sus labios rizados y vueltos: los que se ven en los relieves sumerios. Con algo de Toro de Korsabad. Y también: gordo macizo, un Bodhisatva en traje de pana.

(Cuando se piensa en lo ibérico —y Calanda es quizá un Kalat o castillo moro— hay que evocarlo trepando hasta la tierra de Buñuel.)

Buñuel estudió para agrónomo —le tiraba la tierra— y Derecho y Letras: la fantasía. Pero su querencia esencial, cuando quiso hacerse picador para gozar el espasmo de rajar un morrillo con chorreón de sangre, mientras los cuernos del toro se hundían en el bandullo del jamelgo, buscando el del pica­dor al caer entre boñigas, tripas desgarradas, saliva, orines, arena, caireles rotos y la muerte cerca, en tanto llegaba el quite.

También se hizo boxeador, por lo que de subconsciente y onírico provo­ca una nariz tumefacta.

Pero su vocación total la apuntó cuando trabajó en uno de sus films: como verdugo, dando garrote vil a un desgraciado en una plaza de pueblo. Otra pasión suya fue la entomológica, desde niño. Ver la vida como bicho, las gentes como insectos.

Y, sin embargo, el fondo de Buñuel era la ternura. Como quizá sea pie­dad lo que haya en todo rito sangriento.

Buñuel: surrealista, revolucionario y antitodo. Buñuel: París, Rusia, Mé­xico. Y muchos años lejos de España. Tremendamente sordo, como su pai­sano Goya. Buñuel. Buñuel: ¿olfateabas más sangre en España? ¿Más sangre otra vez? Aquella sangre que tú ya querenciaste en tu Perro andaluz, tras afilar una navaja barbera y fumando y mirando a la luna y rasgando de pronto —como a la luna una nube— el ojo de una adolescente.

Buñuel: muchachote tímido y bueno. Vestido de pana. Y de ímpetu ibé­rico que, hecho poesía, imágenes, luces: sigue rugiendo apoteósicamente (leo­nino, áureo, triunfal) en su cine.

Buñuel: ¿Dónde estás? Te escribí hace poco a México temiendo no verte más. Y así ha sido. Te hiciste incinerar. ¿Dónde estás? Hecho polvo. Polvo Ceniza Nada (Nihil). Nihilista ibérico. (Aunque creyendo en Dios por haber inventado el cine.) El cine que es la vida. La vida como sombras. Moving Pictures. Y tú, ahora, Buñuel, sombra de ti mismo.

Lorca

¿Hasta cuándo, Federico, Federico García Lorca, tu politización? Quizá ya, hasta nunca. Por irse convirtiendo tu muerte en una como canonización poé­tica. Sin duda: la que tú previste, en un relámpago lleno de inspiración, para entregarte —aquel día de 1936 a unas autoridades asediadas y enloquecidas y teniendo a dos pasos tu fácil evasión en una Granada cercada por el Frente Popular republicano con el que venías colaborando— y habiendo, además, po­dido quedarte en Madrid, en tu amada residencia de «Los Chopos», de no ha-

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berte suscitado esa Residencia el temor que luego confirmaría su historiador Moreno Villa: «estalla la rebelión militar y la servidumbre de la Residencia comienza a mirarnos como a burgueses dignos de ser arrastrados. Un escri­biente se enfrenta con la dirección y le pide el dinero de aquella casa con ame­nazas de un "paseo". Mientras tanto se refugiaban amigos que temían por sus vidas: entre ellos Ortega, bastante grave del hígado, parecía un esque­leto. La Residencia se convirtió en un cuartel de guardias de asalto. Por fin, unos comunistas nos sacarían en camiones. Allí vi a Del Río Ortega, a Anto­nio Machado, a López Mezquita, a Gutiérrez Solana, a Victorio Macho, a Na­varro Tomás... Salimos al atardecer. Llegamos al Tarancón de la FAI: Fuimos conducidos a una casucha oscura. Yo me figuraba una deportación en Sibe-ria. Nos tendimos en unas camas, sin desnudarnos. Al día siguiente me ente­ré de que la madre de Antonio Machado y él mismo habían dormido en el suelo.»

Aún sin terminar nuestra guerra civil acudí a Granada para investigar tu muerte. Me acompañaban el granadino Coronel Simancas, defensor del Alcázar, mi esposa y Luis Rosales. Ya entonces intuí que tu muerte tenía otra causa que la oficialmente declarada por Franco:

«Granada estaba sitiada y en situación difícil. En esos momentos no se podía ejercer allí ningún control y las autoridades tenían que prever cual­quier reacción por elementos izquierdistas. Por eso fusilaron a los más ca­racterizados, y entre ellos a García Lorca. Hay que recordar el peligro que corría la guarnición de Granada atacada e incomunicada del resto de España nacional.»

He vuelto varias veces a Granada y he leído cuanto sobre tu muerte se ha escrito. Y cada vez creo más en una «autoinmolación» que te salvara de graves peligros académicos y te ofreciera un culto más allá de la política —como aquel medieval hacia otros perseguidos: Maimónides, Gabirol, Hale-vi y luego Villon—, y te otorgara, al fin, una canonización poética.

Cuando en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo escuchaba la jaculatoria de tu beatísima Antonina Rodrigo en un aula llena casi de muje­res y, mientras repartía una de ellas papeles de aleluyas color de rosa con tu vida y tu muerte, comprendí que allí se estaba adorando algo superior a un simple poeta. («Frente a Granada caía / el príncipe de la poesía. / Aunque segaron su vida / su bandera quedó erguida.») El poeta de España convertido por estas mujeres y otras, y por otras y por efebos inconsolables, es algo se­mejante a aquel San Miguel de tu Granada que adorabas. («San Miguel se estaba quieto / en la alcoba de su torre / con las enaguas cuajadas / de es-pejitos y entredoses.»)

¿Qué es lo que tú, Federico, pudiste adivinar en tu refugio de Granada para entregarte al holocausto? ¿Sólo el horror de una vuelta al Madrid del que habías huido? O el quizá salvarte como los de la Residencia y llegar a Le­vante, y partir con la mayoría a México. Y para siempre ya politizado. Tor­nando luego a la España de la «reconciliación». Y teniendo que aceptar ho­nores y homenajes, un sillón en la Academia, premios de millones, un frac de colgantes y medallas, visitas al Palacio Real y un título del Reino. O sea: termi­nando en lo para ti más aterrador del mundo: «un putrefacto»... Y por eso, ¡ele­giste la muerte! Y con esa muerte, tu beatificación. Ya que nadie hasta entonces ni aun después —salvo yo— ha explicado tu poesía: históricamente. Que es como hay que valorar toda literatura. Hasta la tuya, Federico.

En la maravillosa revista Poesía, número tres, que edita Gonzalo Armero (Ministerio de Cultura) dedicado a Apollinaire, recordé que en literatura y en política siempre hay dos tiempos: el revolucionario y el reaccionario (enten­diendo por reacción otro tipo de revolución: la del orden como la denomina­ría Cocteau: «L'anarchie comme un ordre.» O sea: también revolucionaria). La insurgencia comenzó a principios del xx, tanto en política (marxismo) como en literatura (Palabras en libertad, de Marinetti, caligramas de Apollinaire, greguerías de Ramón, dadaísmo de Tzara, ultraísmo de Gerardo y de Torre, y tantos ismos en Europa y América). Pero siguiendo la ley del «cansancio

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He vuelto varias veces a Granada y he leído cuanto sobre tu muerte se ha escrito. Y cada vez creo más en una «autoinmolación» que te salvara de graves peligros académicos y te ofreciera un culto más allá de la política.

Cuando en la Universidad Internacional Me-néndez Pelayo escuchaba la jaculatoria de tu beatísima Antonina Rodrigo en un aula llena casi de mujeres, comprendí que allí se estaba adorando algo superior a un simple poeta.

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de las formas» (Die Formen Müdung), el lirismo en las suyas, entre el 20 y el 30, reaccionó (lo que Cocteau llamaría «Le rappel a l'ordre» que le llevó a la Academia como a Marinetti y a nuestros poetas del 27).

Mientras, en política: el socialismo se hacía «nacional» en casi toda Eu­ropa y parte de América. Nuestra vuelta al orden (lírico) entre nosotros fue el descubrimiento de Góngora que encerraba la clave revolucionaria de la «metáfora» en un Orden latino. Y en ese sentido histórico y exacto, tú fuiste, Federico, su suprema expresión, uniendo la poesía más popular y tradicional con las metáforas más inauditas.

De ahí que aparecieras como el poeta ideal para un José Antonio y el fa­langismo de un Rosales, un Panero, un Ridruejo, un Vivanco. O sea de una juventud profetizada por Ortega, ¡en 1916! («Un día, no lejano, los españoles jóvenes harán su peregrinación a El Escorial y junto al monumento se sen­tirán solicitados al heroísmo..., y dispuestos a ligarse en un haz para salvar la continuidad de la raza.») ¡En un haz\ Y aunque Ortega lo auguró, su re­pública no logró la unificación cesárea que ello comportaba, como honrada y trágicamente lo reconoció el alma de la Residencia y del institucionismo gi-neriano: Jiménez Fraud en su Peregrinación a Maquiavelo: «¡Un dictador, un César —gritó desde el Albergaccio florentino—, por si aún pudiera una nueva República en España ejercitar aquellas virtudes que la II desdeñó!» Un Cé­sar, que hubiera evitado la guerra civil y por tanto la mundial. ¡Y tu fusila­miento, Federico! Y por eso —perdido, incomprendido— te inmolaste. Hacia una inmortalidad poética. (Y ése fue tu secreto.)

Alberti

Fue Pedro Salinas, paseando por la madrileña calle de Alcalá, quien me dio la novedad: ¡Alberti «Marinero en tierra» del Puerto de Santa María!

A los pocos días, 1924, mereció el Premio Nacional de Literatura, siendo jueces Menéndez Pidal, Antonio Machado y Gabriel Miró.

Pero yo no le conocí a Rafael hasta fundar La Gaceta Literaria, de la que se hizo asiduo visitador y colaborador.

Nadie lo querrá creer —y probablemente el propio Alberti recordarlo—. Pero fue el primer escritor español que entró un día de 1926 allá en nuestra imprenta de Canarias, 41, saludando brazo en alto y mano abierta, roma­namente. Como impulsado por su apellido itálico, de humanista. (¡Oh León Bautista Alberti!), por su poesía antivanguardista y sintiéndose precursor de un nacionalismo heroico y popular que luego abandonaría, cerrando la mano en la de una mujer, María Teresa León, hacia el sueño comunista.

También ella venía con él a La Gaceta. Sobrina de Menéndez Pidal —re­dondo, blanco, suave, bello rostro sonriente, y con gran alma literaria—. Yo les quise mucho.

Y me extrañé que Rafael, desde su mar gaditano, desde sus pantalones de campana y su jersey de grumete, su gracia y sus chuflillas, pudiera desem­barcar en el río Moscova, nunca.

Porque si a Lorca (a quien llamara «ciervo de agua» su gran compadre andaluz, Joselito y Belmonte los dos de la nueva lírica), si a Lorca, se le le­vantó una estatua en Granada por su poesía nacional y social de España, qui­zá otra no menos noble merecería quien, como Rafael, exaltó lo azul (¡Madre, vísteme la blusa azul!), exaltó la Pasión y la Forma —el Clavel y la Espada—, los Ángeles, la Virgen y el Sacramento del Matrimonio, Roma y sus cielos y sus pinturas y la divina proporción y a clásicos como Gil Vicente, Garcilaso, del que quiso ser escudero, Lope, Calderón, Góngora, Espinosa y el Roman­cero y los toreros y los pregones y el pueblo. Y aunque al revés —pero en aspiración salvadora la misma— un «18 de julio»... Alberti: el del colegio an­daluz de jesuítas donde fuera Juan Ramón, Villalón y Muñoz Seca.

Pero todo hubiese ido bien si el talento enorme de Rafael recibiera el

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Nobel que se llevaron o dejaron de llevar un Neruda o un Asturias por de­sembarcar también en el Moscova. Quizá le faltó «telurismo» versificador a ras de tierra. Gaditano y delicado, enfermo del pecho allá en Guadarrama, su lírica de Amante brotó como un puro manantial serrano, pero no como cata­rata social. El resoplido de la materia: imposible, para algo tan inmaterial y lleno de gracia como la poesía albertiana. Lo cual no significa que cuando se sintió épico hubo de vaticinar todo un continente, el americano. La Amé­rica nuestra de ayer, de hoy, de mañana. La austral de los ríos inmensos, la de Méjico, tierra de cactos y magueyes, del indio que suena a hoja y a secos silencios, y terribles protestas de árboles —y las costas de Venezuela con montañas que son hombros continentales— y el mar del Caribe con calor de ron pasado por suaves maderas y un alba de negro despertando, y es a Cuba, «Cuba que no es del cubano / que es del norteamericano» —y un barco a la vista en el Estrecho de Florida como débil silabeo de garganta cortada—, y unas apariciones fantasmales desde Wall Street: agónicas naciones que le gri­tan con su mismo lenguaje entre las nieblas. Porque no fue Langstone Hu­ghes, sino Rafael Alberti el que ha cantado a América: «la América futura» entre un sordo rumor que se unifica.

¿Has tomado muy en serio tu misión de Tolstói gaditano como cuando te dirigías a tus «siervos», viejos criados de tu infancia vinícola y pesquera y les llamabas «amigos», «perros fieles» y «camaradas» pidiéndoles «alzaos» y que se sentaran y descansaran porque «el mundo —o su bodega— iba a cambiar de dueño»? Yo recuerdo que alguien dijo entonces que era esa poe­sía de un señorito andaluz. Pero Tolstói fue también un señorito, aunque sin jerez y con vodka y barbas. ¿Dónde estás ahora, Rafael? Porque ahora que te evoco desearía hacerlo sobre nuestros días juntos. Cuando tú venías a la imprenta de mi padre a corregir tus poemas, el «Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos» y tu «Harold Lloyd» y tus «Angeles de las rui­nas» ilustrados por Norah Borges, la dulcísima Norah, la esposa de Guillermo, el vanguardista, el que luego te editara en Losada de Buenos Aires tus an­tologías y teatro.

¿Te acuerdas de aquel almuerzo al conde de Kayserling en nuestra casa, que luego, en la azotea del tenue humo de unas vidriadas chimeneas comen­zaste a freír en improvisada sartén inexistentes huevos, su sabrosidad olien­do una y otra vez, ante Baroja, Menéndez Pidal, Américo Castro, Ledesma Ramos, Sainz Rodríguez, Pedro Salinas, Pérez Ferrero, Marichalar y otros amigos y mi esposa y yo, todos sonriendo y asombrados?

Yo por mi parte recuerdo que un día a fines del 28 (era diciembre), sen­tados sobre unas resmas azules de papel junto a las linotipias, te hice unas indagaciones.

Vivías en la calle Lagasca. Tenías como amigos a Cagancho, el torero; Samitier, el futbolista; Halffter, el músico; Michelín, el de los neumáticos, y a mí.

Te pregunté qué preparabas. Me dijiste: Sobre los ángeles (Segunda par­te El Paraíso). La Pájara pinta, guirigay con música de Óscar Esplá. Poemas en prosa, Electra electrocutada, para estrenar en la Exposición de Barcelona.

Estabas muy orgulloso de tus «ángeles», y sobre su importancia me pe­diste que consultara a Salinas, Jorge Guillen, Dámaso Alonso, Juan Chabas y Antonio Marichalar. (Este último elegante y flaco asiduo acompañador de da­mas aristocráticas a la Revista de Occidente. No sé lo que de ti diría porque le diste un susto grande en el banquete de Pombo que me ofreciera Ramón, llamándole «damo»).

Eso te llevó hacia atrás, al 27, años dedicados a Góngora con un título provisional, pero que me pareció perfecto, «Pasión y Forma», e iba a editarlo la Revista de Occidente, y nunca vi.

Eso también te llevó al 25 y 26 con La Amante y Al alba del alhelí, que, según tú, cerraba el período inicial de tu poesía con Marinero en tierra (Bi­blioteca Nueva, 1925), prologado por Juan Ramón y tres ilustraciones musica­les de tres jóvenes compositores.

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Pero con interesarme tu obra, más tu vida... —Recuerdo que nací el 16 de diciembre de 1902 en el Puerto de Santa

María. Mis abuelos, italianos; mis abuelas andaluzas, y yo noruego. —¿Noruego? —Sí, por intuición y por simpatía personal a Gustavo Adolfo Bécquer. —¿Cómo pasó tu infancia? ¿Dulce, cruel? —Romper a pedradas todos los faroles del Puerto. Con una caña, los me­

jores jardines. Con una red, cazar los verderones del coto y luego, uno a uno, matarlos contra la piedra.

—¡Qué niño malo! ¿Y el Colegio? —Hasta el tercer año de bachillerato en el Colegio de San Luis Gonzaga

de la Compañía de Jesús. —¿Y qué te pasó después? —Por 1914, época de la geometría y los castigos, yo quería ser torero. Con

un píllete llamado «La negrita» saltábamos los vallados para torear becerros y vacas.

—¿Y llegaste a novillero? —No, un percance puso fin a mi vocación taurina. La clase entera de His­

toria de España presenció la triste caída de mi coleta. Hizo de verdugo el padre Zamarripa, y de tijeras un mohoso cortaplumas de anuncio. Quisieron expulsarme del colegio.

—¿Y qué ocurrió luego? —En 1917 vine a Madrid para ser pintor. Pasé dos años pintando bigotes

a estatuas de escayola. En 1923 expuse en el Ateneo: vendí un cuadro en 300 pesetas. Hacia fines de ese mismo año empecé a escribir en serio. El Ro­mancero general, el Cancionero de Barbieri, Gil Vicente fueron mis primeros guías. Nada o muy poco tuvo que ver mi poesía primera con el pueblo...

De pronto me hiciste esta pregunta: —Y tú, Ernesto, ¿qué piensas de mis versos y de mí? —Pues mira, en este momento (y te lo escribí en el número 49 de enero

de 1929 en La Gaceta), el ultraísmo te aprovisionó. Alberti, de jersey blanco, de pantalones anchos, de máquina para el verso, de amor por Charlot, de poe­mas asonantes y polirrítmicos, de sentido de las piscinas y de entusiasmo por irregulares: vagabundos, golfantes, toreros, deportistas y hacendados que te portan en automóvil, de cuando en cuando, como portaban los caballos de los magnates medievales a los juglares y divos electos. De corte en corte, de dama en dama Alberti, eres todavía un poeta cortés, cortesano. Por tanto: picaro. Y podrías desempeñar mil oficios: barbero, clérigo, oficinista, chófer. Pero fracasado por genial vagancia te has fijado sobre el verso como halcón so­bre su presa. De Andalucía sacaste el escandinavismo ese que dices, román­tico de Bécquer, y el lunatismo de Juan Ramón (no olvides que te dolió el pecho y que te crecieron sobre el corazón violetas). Pero también sacaste un surismo espléndido —y todavía no exaltado como merece— de litoral. Y la sensibilidad por la norma, por la disciplina, por la señorialidad de la esencia poética, sensibilidad de la mejor Andalucía. Tus ángeles vuelan en avión con ala universal capaz de atravesar todos los mundos. Pero no tan alto que im­pidan ver —desde las playas— los círculos concéntricos y nacionales de tu des­pegue, de tu pista española.

Ésos son recuerdos, 1929... ¿dónde estás ahora, Rafael? He leído tus cosas de después. Me entusiasmó tu Lozana andaluza. Gocé

tus poemas itálicos del color y la línea. Y me conmovieron tus nostalgias y retornos. A lo que en España dejaste. Aquel coche que el domingo te llevaba a las salinas, el aro de los profundos barriles en penumbra, los rojos don­diegos de corolas vencidas y jazmines caídos. Tu madre uniéndoos a todos con la música de su viejo piano. A ti, a Agustín, a María Milagritos, Vicente y Josefa... Y aquel amor en una noche de verano donde pasaba el río. Y el otro una mañana teniendo veinte años, buscando el declive secreto de las dunas. (El Mar. La Mar. El mar, sólo la mar.) Marinero en tierra más libre que ahora, yéndote alegremente por las verdes laderas de delfines a dulces si-

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Me extrañé que Rafael desde su mar gaditano,

desde sus pantalones de campana y su jersey

de grumete, su gracia y sus chuflillas, pudiera

desembarcar en el río Moscova, nunca. (En la foto, María Teresa León

y Rafael Alberti a su llegada a Moscú,

marzo de 1937.)

Sobrina de Menéndez Pidal (María Teresa León) —redondo, blanco, suave, bello rostro sonriente, y con gran alma literaria.

¿Te acuerdas de aquel almuerzo al conde de Keyserling en nuestra casa, que luego, en la azotea del tenue humo

de unas vidriadas chimeneas comenzaste a freír en improvisada sartén

inexistente, huevos, su sabrosidad oliendo una y otra vez? (En la foto, de izquierda a derecha, sentados

R Baraja, R. Menéndez Pidal, H. Keyserling, E. Sironi, E. Giménez Caballero; de pie, entre otros, R. Alberti,

R Sainz Rodríguez, R Salinas, J. Bergamín, A. Castro y R. Ledesma.)

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renas deseadas. ¿Por qué ahora, Rafael, añoras la libertad y la pides volver dura y dulce? ¿Y piensas en morir mirando el sueño de tu infancia, de are­nas y gaviotas, y nuestros pueblos de los litorales?

¿Por qué no vienes con nosotros y contemplas que tu canto ardiente y libre no se perdió? Y es lo que al fin has hecho.

Pero, ¿me escuchas Rafael? ¿O, como tú dirías, estás deshabitado? (¿Un cuerpo sin nadie, un cuerpo vacío?) Con melenas, payasadas y premios y mi­llones por cantar a Rusia. Pero sin repartirlos entre el pueblo. Y evitar, así, tu putrefacción.

Gerardo Diego y los profesores

Tras Lorca y Alberti hay otro gran poeta del 27 que integra los dos elemen­tos históricos de esa Generación: el revolucionario o vanguardista y el tradi­cional o español. Eso que en política se denominó: fascismo, ya que fue, una vez más, Roma, quien unlversalizó esa denominación para tal fenómeno de Revolución y Tradición que se dio primordialmente en Rusia con el propio Lenin, creador del nuevo imperialismo ruso de base marxista pero radical­mente eslavo; Lenin, el inspirador de Mussolini. (Algún día entenderán los historiadores políticos y literarios este fenómeno tan mal estudiado como irre­batible.)

Gerardo Diego Cendoya (Cendoya como aquel Rubín que encarnara Orte­ga en su Espectador) nació en Santander, 1896. Estudió con los jesuítas en Deusto y luego en Salamanca y Madrid. Profesor en Soria, GijÓn, Santander y la capital de España. Llevaba música y religiosidad en su alma. Versificaba y tocaba el piano. Y a pesar de su innato misticismo tuvo que afrontar la es­tampida de lo que Guillermo de Torre titulara el Ultraísmo, la revolución de las metáforas en libertad, el bolchevismo lírico iniciado por Marinetti. Hasta que lo alternó con la mejor tradición poética de España. Por eso no sé si fue Pedro Salinas el que le acusó de llevar su Musa por la noche al cabaret y por la mañana a misa.

Yo le he tratado poco. Porque saluda cerrando los ojos como si se pu­siera a rezar. Pero he gozado leyéndole y hasta hice una disertación sobre él, apasionada, en Santander, Palacio de la Magdalena frente al mar, resonando sus versos como olas, volando como gaviotas.

Sus inicios fueron juanramonianos. Y su pedagogía en Soria le llevó a Machado («la arboleda / luz amarilla y sombra malva»). Le llega el ultraísmo con su Fábula de Equis y Zeda («...que es azul la mano del grumete / amor, amor, amor / de seis a siete»). Y al fin la conjunción de la metáfora inaudita con rasgueo de guitarra española o son de órgano: El ciprés de Silos: «Enhies­to surtidor de sombra y sueño / que acongojas al cielo con tu lanza.» O bien «Giralda en prisma puro de Sevilla / nivelada del plomo de la estrella.» Y su nota misterial, católica que le diferencia de los otros 27: «Era Ella (María) / y nadie lo sabía / pero cuando pasaba / los árboles se arrodillaban.»

También: el tema taurino como Lorca y Alberti y Bergamín: Égloga de Antonio Bienvenida... Pero sobre todo su Antología poética en honor de Gón-gora, numen de toda la Generación porque cifró: la Revolución metafórica más la tradición romana, latina.

En rigor la Generación poética del 27, en su esencialidad «nacional-van­guardista», la compusieron Lorca, Alberti, Gerardo. Y dos profesores: Jorge Guillen, poeta mayor, y Pedro Salinas, menor. (En cuanto al erudito Dámaso Alonso fue poeta a lo Menéndez Pelayo, inspirándose en la iracundia inglesa como don Marcelino: en la serenidad horaciana.) Otros poetas entraron tam­bién en esa generación, sobre todo andaluces, un Cernuda, un Rosales, un Altolaguirre, un Villalón, un Adriano del Valle, un Gil Albert valenciano (de­jemos catalanes y gallegos).

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Yo le he tratado poco (a Gerardo Diego) porque saluda cerrando los ojos como si se pusiera a rezar.

No sé si fue Pedro Salinas (en la foto) el que le acusó (a Gerardo Diego) de llevar su Musa por la noche al cabaret y por la mañana a misa.

El surrealista puro, desnacionalizado, y politizador lírico de la Libertad y del Amor

como destrucción: Vicente Aleixandre.

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Y ya, aparte de ese grupo nacional-vanguardista, el surrealismo puro, des­nacionalizado, y politizador lírico de la Libertad y del Amor como destruc­ción: Vicente Aleixandre. Y por tanto merecedor del Nobel.

Nobel: inventor de la dinamita, antes que Freud del subconsciente o di­namita onírica del surrealismo y anticipador de la heroína o disolución de la conciencia en una Sombra del Paraíso, revelada por Aleixandre en 1944. Vi­cente Aleixandre debutó como escritor en la misma revista universitaria que yo: Filosofía y Letras, hacia 1918 y fundada por Sainz Rodríguez y donde es­cribieron Enrique Lafuente, Cayetano Alcázar, Morales Oliver y no recuerdo quién más. (Hace poco se ha publicado un estudio sobre ella, de Alicia Alted.) Aleixandre estudió también Comercio. Tenía fisonomía anglosajona. Cuando leí un verso suyo le hice este augurio: Un día se hablará de este nuevo «Poe­ma del Aleixandre». Pero sin clerecía. Era un apellido leonés y mediévico. De las tierras del gran Leopoldo Panero, que puso en su verso el ardor nacional que le faltó al «Aleixandrino».

Me gustaría fotogramar con más luces y sombras los nombres de Gerardo, de Jorge Guillen y Pedro Salinas. Estos dos últimos muy protegidos en sus exilios durante nuestra guerra civil por la poderosa influencia de las Universi­dades francesas, inglesas y norteamericanas, creadoras de las famas y los pre­mios de la posguerra mundial. Pero no me siento con ganas. Quizá porque escribo estas líneas ante el entierro de Vicente Aleixandre, sepelio más polí­tico que poético, como lo fuera el de Jorge Guillen, el pasado año. Pues salvo aquello de «cima de la delicia» que se prestó a una feroz interpretación eró­tica en un malagueño, el pueblo andaluz no podía sentir aquélla su poesía ma­temática, logarítmica y de profesor en el laboratorio, que fundara un Paul Valéry.

Prefiriendo enfocar mis luces a una injusticia literaria clamorosa: aquella de silenciar, hasta ahora, junto a los Poetas del 27, sus Prosistas: Bergamín, Jar-nés, Rosa Chacel, Francisco Ayala, César M. Arconada, Antonio Espina, Gui­llermo de Torre, Marichalar... Y yo mismo con mi Yo, inspector de alcanta­rillas, el primer libro surrealista en España, 1927, reeditado con prólogo de Edward Baker por Turner en 1975, editor de las Revistas de esa Genera­ción, entre ellas La Gaceta Literaria, aparecida el 1 de enero de 1927. Pero ya que a no todos esos nombres —salvo mi luminotecnia anterior sobre Guiller­mo de Torre—, quiero cifrar en un gran prosista de nuestro 27 esta Recor­dación fotorámica: Bergamín.

Un prosista del 27: Bergamín

Cuando José Bergamín retornó a Madrid pasada nuestra guerra —y, ya, nues­tra paz—, su editor y mío en Turner, Manuel Arroyo, nos invitó a cenar en El Alabardero, restorán de la plaza de Oriente donde solía descender desde su piso en la casa de la esquina frente al Palacio Real. José Bergamín: mi inicial y fiel colaborador en La Gaceta Literaria.

—Bergamín —le dije—, me alegra encontrarte sitiando el Palacio Real. Aunque te vigile el Alabardero de esta garita culinaria. Quizá ese cura en pai­sano que, como propietario o confidente del restorán nos está, en este mo­mento, fotografiando. Tú y yo, demoledores de la generación del 98, y quizá fundadores de esa llamada del 27.

—Mal llamada. ¡De «La República», su verdadero título! —Yo me conformaría con generación de La Gaceta Literaria en el trán­

sito del vanguardismo revolucionario (el de «la imagen en libertad») a la nue­va etapa que tu adorado Cocteau denominó «le rappel a l'Ordre» al fascismo literario. O sea: la vuelta de «las formas» dentro de la «metáfora innovadora». Bajo la égida de Góngora en España.

Los ojuelos milenarios de aquel Aben Gabirol redivivo que fuera el ma­lagueño (aunque nacido en Madrid, 1895) Bergamín, chispearon. Y sus labios

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Cuando la República se echó encima vi por última vez a Bergamín nada menos que a las órdenes de Largo Caballero. Porque el muy ladino había sabido encender una vela a Cristo y un cohete a la estrella de Marx. (En la foto, J. Bergamín durante el II Congreso de Intelectuales Antifascistas celebrado en Valencia, 1937.)

Él, siempre flaco, flaquísimo, como un Greco sosteniendo

su propia calavera, con la sonrisa de su malicia.

Fue enterrado en Fuenterrabía, envuelto en una ikurriña, bandera para él de exilio nacionalista.

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lanzaron una serie de agudezas gracianescas, apotegmas a lo Juan Rufo, antí­frasis mallarmianas y aforismos nietzscheanos.

—¿Qué sientes más, Bergamín, tu ascendencia itálica de Bérgamo o la malagueña de andaluz occidental, de «ha-malaqui»? ¿El ario o el semita, tu cruz o tu raya?

No recuerdo lo que respondió. Porque todas sus respuestas las enrevesa-ba, buscándoles siempre las vueltas.

Yo iba aquella noche preparado para el homenaje personal que pensaba rendirle recordando su colaboración en La Gaceta Literaria desde su tercer número, 1 de febrero de 1927, hasta su última escritura el 1 de junio de 1930.

Y con una fotografía en la terraza de La Gaceta donde reuní las tres ge­neraciones en figuras representativas: la del 98, la del 15 o de Ortega y la nuestra del 27, en la que, aún, aparecían del brazo un Alberti y un Ledesma Ramos.

Cuando la República se echó encima vi por última vez a Bergamín nada menos que a las órdenes de Largo Caballero. Porque el muy ladino había sa­bido encender una vela a Cristo y un cohete a la estrella de Marx. Las dos claves para que un día —hoy— en España se ocupen de un escritor. (Berga­mín: tan listo como Maese Pedro: el que hacía ver a los espectadores lo que él quería en su Retablo.) Recuerdo que tras hacerme esperar antesala como Director General de Acción Social y Agraria e inspector general de Seguros y Ahorros me hizo pasar a su despacho en el Ministerio de Trabajo.

—Mira, Ernesto —me dijo al ver mi asombro por tales puestos políticos—, la poesía es una sustancia vital que puede aplicarse a las formas en que ope­re la poesía.

Le pregunté varias cosas. Entre otras si pensaba sustituir las viejas Ca­sas del Pueblo con «Stalovaias» como los rusos o «Dopolavoros» a la italia­na. Y me ofrecí para ayudarle, aunque ya tenía de secretario al juanramoniano Juan Guerrero.

Pero comprendiendo la imposibilidad sólo le pedí que me permitiera dar un ¡Viva al glorioso anarquismo español! Y no sólo me lo permitió, sino tam­bién que me marchara.

Que me marchara para ya no volver a verle hasta que el editor de Turner nos sentara aquella noche juntos. El siempre flaco, flaquísimo, como un Gre­co sosteniendo su propia calavera, con la sonrisa de su malicia. Como anti­cipando aquel verso de su postrero libro:

¡Ay, perezosa y larga muerte! ¿por qué no vienes? ¿por qué sobre mis ojos no pones ya la nieve de tu mano, cegándolos al sueño eternamente?

Cuando fue enterrado en Fuenterrabía, envuelto en una ikurriña, bandera para él de exilio nacionalista, recordé aquella última noche nuestra en El Ala­bardero vigilados por él. Frente a un Palacio Real, donde ya casi sólo concu­rren, en los salameleques oficiales, los antiguos exiliados compañeros de Ber­gamín. Pero ni antes (y menos ahora, ya muerto) Bergamín. Bergamín: que Dios tendrá en su gloria. En su Palacio: Irreal.

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Murales

MURAL HEROICO

Ramiro, el Precursor

Un día de 1927, apenas fundada La Gaceta Literaria, César Muñoz Arconada, crítico musical y colaborador, me demandó con su voz de adenoide:

—¿Puedo presentarte a un amigo y vecino mío de Cuatro Caminos, em­pleado de Correos? Tiene mucho interés en conocerte y hablarte.

—¿Cómo se llama? —Ramiro Ledesma Ramos. Sabe mucho de filosofía y literatura y ha es­

crito algo. Al día siguiente por la tarde se presentó con él en nuestra imprenta de

Canarias, 41, fundada y dirigida por mi padre y donde yo con mi mono de paño azul y cremallera argéntea, componía y distribuía La Gaceta y recibía a los colaboradores sentado en resmas de papel y ofreciéndoles otras como aco­modo. El paso de los obreros y el ruido de las máquinas hacía no fácil el en­tendimiento; pero creaba en cambio un ambiente «porverínista» como lo ca­lificara el secretario, Guillermo de Torre, y entusiasmara a Marinetti cuando irrumpió allí cierta mañana, acompañado de Benedetta, declamando uno de sus, ya entonces, viejos poemas maquinísticos:

Pistón chaudiére, pistón chaudiére pissssstton, pissstton, pisston...

Ramiro Ledesma: media estatura, cuerpo enjuto, traje gris, pantalones rodilleados, flexible de alas bajas protegiendo un rostro celtíbero y enérgico y cubriendo un peinado de mechón caído. La voz, buena. Pronunciación defec­tuosa en la vibrante velar haciendo las r r r graseadas a la francesa.

—Me llamo Ramiro Ledesma Ramos y soy zamorano, sayagués. —¿Sayagués? Me atrajo el sayagués desde que leí El Sayagués de Puebla de Sanabria

de Fritz Krüger y su influjo dialectal en el teatro salmantino de Juan del En­cina. Simpatizamos en el acto, y le invité a colaborar sin necesidad de una carta de Ortega en que me lo pedía y que me mostró después.

¿Cuándo comenzó a escribir en La Gaceta? Tanto yo como sus biógrafos Tomás Borras y José María Sánchez Diana situábamos su primer trabajo el 15 de mayo de 1928:

«Un transeúnte eximio: el matemático Rey Pastor.» Pero mi asombro ha sido, al revisar la nueva edición de La Gaceta Lite­

raria (Vaduz, Licchtenstein, Ed. Turner, 1980), encontrar en su índice de auto­res el nombre de Ramiro Ledesma Ramos en dos colaboraciones de 1927 que sólo tienen, en el original impreso, por firma una R. La primera: «Libros ita­lianos: Benedetto Croce Filosofía práctica» (1 de marzo de 1927). Y dos meses después (1 de mayo) otra aportación: «Necrología de un suicida.» También

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con la simple inicial R. Esa designación colaboradora debió ser hecha por Enrique Montero, representante español de la editorial Topos, cultísimo y re­dactor del índice.

La reseña de R. es sucinta y como para satisfacer al presentador de la Filo­sofía práctica crociana en España, Edmundo González Blanco, que debió ser contertulio de Ramiro en el Ateneo. A don Benedetto le denomina: «genial pro­fesor italiano». Y exalta su obra. Por lo que todavía en ese momento, no advier­te Ramiro que estaba glorificando al máximo pensador antifascista de Italia. El lenguaje de tal nota es un tanto retórico y circunstancial. La otra reseña, «Ne­crología de un suicida», lleva dentro un problema personal. Presenta a un amigo suyo, León Tejedor y Lomas, asistente a veces a nuestras tertulias (yo no lo re­cuerdo), que le entrega el artículo «Toledo nuevamente» y que le publicamos a continuación. Y el cual, según Ramiro «cohibido ante la vida» y «con una voz fuerte pero llena de gallos», cumplió con su «Necrología» y se suicidó de un tiro. Pero lo interesante del comentario de Ledesma: la preocupación por la madre de ese amigo. «Ante la madre de un suicida empieza nuestra sensibilidad a oscilar», «si se tiene vocación al suicidio hay que esperar que la madre mue­ra», «sólo se deben suicidar los huérfanos de madre». ¿Es lo que le impidió a él suicidarse? Ya que tuvo tal vocación desde su primer cuento en La Esfe­ra: «El Vacío», escrito a los 17 años. Y en otros cuentos: «Suicidio» y «El se­llo de la muerte», dedicado a Unamuno. Ésos fueron sus primeros escritos.

¿Era Ramiro religioso? Ninguno de sus biógrafos lo confirma. Fue mona­guillo en Torrefrades. Pero sus lecturas precoces, sobre todo en filosofía ger­mánica y especialmente de Nietzsche, debieron de llevarle al existencialísmo de un Heidegger que conoció bien. Esa atracción y repulsa del suicidio fueron sin duda la raíz de su heroísmo. Y por eso murió atacando, queriendo matar antes a sus asesinos, al subir al camión que desde la cárcel madrileña de Ventas le lle­varía con otro Ramiro (Maeztu) y otros mártires al paredón de Ara vaca, en Ma­drid. Días antes, el 17 de julio, preguntaba por teléfono a la casa de mi madre (Plaza de las Cortes, 9, donde radicaba «Acción Española» y vivía don Juan March) si yo estaba bien. ¡Querido y admirado Ramiro! ¡Inolvidable Ramiro so­bre el que voy a escribir sin rumbo fijo!

Me hubiera gustado conocer las relaciones con su madre. Era el cuarto hijo, delicado y distinto a los demás hermanos. Físicamente, de niño rubiáceo y con ojos claros, un celtíbero viriatesco (galaico-luso-zamorano). Romances­co: heroicidad y ensueño. Un rebelde fracasado como Viriato; pero un Viria-to a su modo, un caudillo malogrado. Por eso le quise levantar un monumen­to en Zamora, y la Falange (sin las JONS) creo que lo prohibió. Yo viví esa tensión entre sus Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista y la Falange de José Antonio. Si hubiera vivido Ramiro habría dado su voto a la otra unifi­cación con el Tradicionalismo, en ese Movimiento político tricefálico (él, José Antonio y Franco) y que fue clave de nuestro movimiento, efectivamente y no un fascismo, contentando así a Ramiro que lo rechazó (y a mí de La Con­quista del Estado, ¡por fascista!, no obstante haberle yo aportado nada menos que el título de esa publicación y alguna doctrina). Pero comprendí que quien quería erigir una política «nacionalista» evitara cualquier otro nacionalismo, ya que el Fascismo era italiano con un denominador «socialista» común a toda nuestra época y proveniente de su triunfo en Rusia con Lenin. Por eso, también José Antonio esquivaría de modo elegante, noble e inteligente tal sam­benito (no en vano se llamaba Benito, aunque sin santidad, su inventor). Y lo mismo ocurriría con Franco. Tan nacionalista era la médula del Fascismo que el propio Duce proclamó que «non era merce di sportazione». Y sin embargo: la palabra «fascista» se haría universal y antitética de «comunista». Y por eso ahora se la sigue huyendo ocultándola bajo el tapabocas de «ultraderecha» y el comunismo «ultraizquierda». Invenciones del centrismo y de la democracia cristiana que han querido quitar al fascismo su gran secreto.

La victoria, aparte de la genialidad militar de Franco, consistió en que Es­paña, por vez primera desde el XVIII, recobró sus aliados naturales: los «ve­cinos de nuestros vecinos»: Roma y Germania. La clave de oro de toda polí-

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Ramiro Ledesma: media estatura, cuerpo enjuto, traje gris, pantalones rodilleados,

flexible de alas bajas protegiendo un rostro celtíbero y enérgico y

cubriendo un peinado de mechón caído.

En cuanto a sus publicaciones periódicas: «La Conquista del Estado»

de la que fui titulador y fundador con él

y con Juan Aparicio, apareció el

14 de marzo de 1931.

José Antonio desde la cárcel de Alicante dio la orden de cooperar con Ramiro a los

camaradas que estuvieran aún en libertad. (En la foto, J. A. Primo

de Rivera y R. Ledesma.)

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tica internacional revelada desde la Ley de Manu: «Tu enemigo, tu vecino y tu amigo, el vecino de tu vecino.» Viejo secreto que puse al día en mi Genio de España combatiendo la tesis orteguiana sobre la carencia de suficiente «fer­mento rubio» en el español. Y que por esto estábamos «invertebrados».

Yo había entregado a Ramiro otras inspiraciones. No sólo mi manifiesto inicial y fundador, de la «Carta a un compañero de la Joven España», el 15 de febrero de 1929, publicado en La Gaceta Literaria, donde no sólo se plantea­ba la doctrina nacional-sindicalista, sino hasta los emblemas como la bandera roja y negra con el haz y el yugo de los Reyes Católicos y el saludo de la mano abierta o sin armas. Otras inspiraciones: como las contenidas en mi libro Hércules jugando a los dados, en el que Ramiro ya vio lo que otros ni sos­pecharon en aquellas páginas deportivistas, heraclidas y vanguardistas: la idea cesárea.

En La Gaceta del 11 de agosto de 1929 escribía Ramiro: «Giménez Caba­llero y su Hércules.» «Es admirable en medio de estos temas. Yo insistiría mucho en que la gente advierta la presencia de este hombre: porque es pro­videncial en esta hora de España. ¡Alerta, jóvenes! G. C. es flor rara en la cultura. Hombres así suelen tener asignados, en honra a su vigor, los puestos más difíciles. Recíprocamente: también les corresponden las mejores victorias.»

Cuando yo le entregué a Ramiro estas sugestiones, tuve que decirle lo que Ortega a mí poco antes, cuando le solicité ¡luz!, ¡más luz!: «A usted, Gi­ménez Caballero, hay que dejarle solo ya.» Y eso es lo que, sin decírselo, rea­licé con Ramiro: dejarle ya solo, aunque siempre con mi mirada vigilante y mi corazón alerta. Y una amistad que duró hasta su muerte y que en mí si­gue hecha devoción.

La obra de Ramiro anterior a sus colaboraciones en La Gaceta yo no la co­nozco sino por referencias de Juan Aparicio, Sánchez Diana y Tomás Borras: «El sello de la muerte, «El Vacío», «El Quijote y nuestro tiempo», «El lago Castañeda y sus alrededores». E inéditos (1924-1925): «El escepticismo y la vida», «El joven suicida», «La hora romántica», «Las hijas de Eva», «El antico-pernicano de Kant» y sus colaboraciones en la Revista de Occidente fueron: «Bertrand Russell. Análisis de la materia», «Un libro francés sobre Hegel», «El causalismo de Meyerson», «Introducción a la Filosofía matemática de Walter Brand y Marie Deutchlein», «De Ricker a la fenomenología», «El mundo de las sensaciones táctiles», «Keyserling y el sentido», «Esquemas de Nicolai Hart-mann». Y «Sobre la filosofía del Renacimiento». Y en el diario El Sol, «La filo­sofía, disciplina imperial. Notas para una fenomenología del conocimiento fi­losófico».

En cuanto a sus publicaciones periódicas: La Conquista del Estado, de la que fui titulador y fundador con él y con Juan Aparicio, apareció el 14 de marzo de 1931. Con otros ocho colaboradores. Y con vicisitudes, duró hasta el 26 de octubre. Pero dejando en marcha no sólo una fe, sino también una acción como indicara Ortega en su vaticinio de Leipzig por 1905. Y esa «ac­ción» se denominó «Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista» que crearon una revista, JONS, flanqueada en Valladolid por Libertad de Onésimo Redondo. Por cierto que en 1984 Antonio Izquierdo, director de El Alcázar, intentó unas nuevas Juntas nacionales, pues la palabra Falange se ha ido desvirtuando en un tradicionalismo sin rigor revolucionario. Y un único número promovido por el director de La Nación, Manuel Delgado Barreto, de El Fascio (16-3-1933) don­de junto a nosotros apareció sin firma José Antonio Primo de Rivera, quien iría a iniciar su propio movimiento con una publicación titulada FE (si­glas de Falange Española). En 1934, se unen jonsistas y falangistas con un triunvirato y un famoso mitin en Valladolid (4-3-1934). Se fundan las CONS (Central Obrera Nacional Sindicalista). Pero entretanto, ya ha brotado la «San­gre» vertebrando otra vez a España, aunque esa sangre no fuera toda rubia. Pero sí española y de siglos. Hay un primer Consejo Nacional de FE de las JONS en el que intervengo bastante decisivamente mientras gano mi cátedra de Literatura votado por Unamuno, Presidente de la Liga antifascista. El 15 de enero, viene la ruptura de FE de las JONS separándose Ramiro y José Anto-

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nio, Ramiro publica otro periódico: La Patria Libre, y dos libros: Discurso a las Juventudes de España y ¿Fascismo en España?

El interrogante título de ¿Fascismo en España? anunciaría su negación por caracer de características universales, frente a libros como mi Nueva ca­tolicidad que las reconoce y hasta reconoce que ese libro las había anticipado. Sin embargo, señala dos factores que influyeron en su universalización: «un Estado nuevo» y su «Victoria sobre el marxismo». Sin embargo, según Ra­miro, no podía crearse una Internacional fascista por ser lo «nacional» su di­mensión más profunda, el genio de cada pueblo. Y sin embargo, esa universa­lidad se la otorgó la oposición marxista.

Para Ramiro, las afirmaciones centrales y determinantes del fascismo se­rían éstas:

1. La Patria, como categoría histórica y social. 2. La negación del Estado liberal-parlamentario. 3. La oposición a la democracia burguesa y parlamentaria. 4. Sus grandes transformaciones revolucionarias. 5. Su nuevo sentido de la autoridad, la disciplina y la violencia. En cuanto al problema del fascismo en España, que empezaba a trascen­

der del suelo italiano, lo esencial es que no debía haber mimetismo. Puesto que su inmediata raíz estuvo en el fracaso de la II República. Y otra más honda, en el patriotismo de los españoles, que despertó en las juventudes nue­vas un ansia de revolución nacional frente a las derechas y frente a las iz­quierdas que se reveló hasta en figuras como la del marxista Joaquín Mau-rín en su libro La Segunda República (Barcelona, 1935). Él mismo es, ante todo, un «nacionalsindicalista». Y para explicarlo recurre a recordar su pro­pia trayectoria con La Conquista del Estado el 14 de marzo de 1931, sin más precedentes que la campaña «de Giménez Caballero en 1929 que postuló por primera vez en España una doctrina nacionalista moderna, social y vital de­senmascarando con eficacia lo que en el liberalismo demo-burgués había de podrido, reaccionario y antisocial».

El año 1933 fue el de la expansión jonsista con publicaciones, mítines y acciones como el asalto a los Amigos de Rusia. Pero también el del penal de Ocaña para varios de los jonsistas y del que yo me libré por un aviso a tiem­po del sereno de mi calle.

Sin embargo, habían ido apareciendo focos jonsistas peninsulares. Además de Madrid y Valladolid. En Barcelona, Bilbao, Zaragoza, Valencia y Galicia don­de se sumó un gran talento que pasó del Comunismo al jonsismo: Santiago Montero Díaz, que escribió un magistral ensayo sobre Ramiro.

El 29 de octubre de 1933 hizo su aparición política José Antonio en el mitin de la Comedia fundando Falange Española. Ramiro, en su libro, exa­mina los componentes de tal organización y sus directivas ideales, basadas en el antecedente inmediato e inexcusable del jonsismo. Cerca de Ramiro y de José Antonio, yo intervine para la unificación de ambos movimientos, lo­grándola. Como también lo haría luego eñ Salamanca con la Falange Espa­ñola de las JONS y los Tradicionalistas. Esas unificaciones fueron el secreto del triunfo franquista y por no lograrlas el enemigo (fraccionado políticamen­te) perdió la guerra. La unión culminaría en el importante mitin de Vallado-lid, el 4 de marzo de 1934. Después, violencias y caídos. Los chibiris o rojos atacaron. Se nombra a José Antonio Jefe nacional. Y comienza la crisis y la secesión de Ramiro y La Patria Libre y su idea de marchar a Barcelona y la afirmación final de que le vendría mejor «la camisa roja de Garibaldi que la camisa negra de Mussolini». Eso fue en noviembre. Pero ya antes, en mayo, había redactado otra publicación: su fichteano Discurso a las Juventudes de España.

¿Qué figuras europeas pudieran emparejarse con aquella del español Ra­miro Ledesma Ramos?

En Italia, no se dio el caso Ramiro. El precursor de Mussolini, Gabriele D'Annunzio, fue ante todo un poeta y después un combatiente, bien recompen­sada su vanidad por el Duce, haciéndole «Príncipe di Monte Nevoso». En Ale-

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mania hay figuras algo semejantes en fundadores que se unifican con el Füh-rer, pero que su disidencia posterior les lleva a la muerte. Fue el caso de Gottfried Feder que tras su gran servicio de escritor anticapitalista y su influ­jo sobre Hitler murió arrinconado. Más trágico fue el destino de Ernst Rohm. Colaborador de primera hora, disidente y emigrado a Bolivia, figura con Hit­ler como Jefe del Estado Mayor en las SA. Ministro sin cartera y asesinado en 1934. Como Gregor Strasser, inicial colaborador del Führer y con buenos ser­vicios al Partido.

Pero donde se dieron figuras más parecidas a la de Ramiro —intelectua­les y revolucionarias—, fue en Francia. Roberto Brasillach, crítico de L'Action Frangaise, nacional socialista, colaboracionista en la guerra y fusilado en 1944. Marcel Bucard, fusilado también (1946) en Fort de Chátillon, creador del «Fran-cismo» y de la Internacional fascista. Marcel Deat, socialista y antifascista, pero después director de L'Oeuvre, propugnó la colaboración con el Eje. Con­denado a muerte en rebeldía. Jacques Doriot, comunista y antifascista rival de Thorez; pero después fundador de la «Legión de los voluntarios france­ses», muriendo al lado de los alemanes. Drieu la Rochelle que vio en el fas­cismo el rejuvenecimiento del mundo y murió suicidado...

Habría que recordar al belga Léon Degrelle con su movimiento «Rex», re­fugiado luego en España. Dos ingleses: Arnold Spencer Léese y Sir Oswald Mosley. El primero veterinario y sobrino de un barón, fundó en 1929 la «Im­perial Fascist League» y la revista The Fascist, siendo su símbolo un haz lie-torio. Y en cuanto a Mosley, noble, combatiente, laborista, Canciller con Mac Donald y fundador en 1932 de la «British Union of Fascist». Encarcela­do, tornó tras la guerra con sus ideas corporativistas. Joris van Severen, fla­menco y caudillo del movimiento nacionalista de Flandes. Y asesinado. Hay que recordar a los rumanos: Codreanu, fundador de la Guardia de Hierro, ase­sinado con trece de sus seguidores; Horia Sima, que asumió el mando de la Guardia de Hierro tras la muerte de Codreanu, condenado a muerte en rebel­día; Ion Motza y su amigo Marin, muertos peleando en España contra el co­munismo. De Hungría habría que recordar a Zoltan Bozormeny y a Mesko. Al suizo Rolf Henne, fundador de un Frente Nacional. A los eslovacos Taka y Alexander Mach. Al ruso Larki. Al holandés Antón Adriaan Mussart. Al croa­ta Pavelich. Al eslovaco Tiso. Al yanqui Ezra Pound.

El final de Ramiro tuvo algo de poema que no puedo olvidar. Para ter­minar su ¿Fascismo en España? regresó a sus orígenes natales, a su sayaguesa Puebla de Sanabria, en cuyo lago, como un joven Nietzsche en la Engadina, hace las que serán sus últimas meditaciones sosegadas en libertad. Porque re­torna a Madrid, donde tiene la familia de padres y hermanos, a su calle San­ta Juliana en el atroz Cuatro Caminos. José Antonio, desde la cárcel de Alican­te, dio la orden de cooperar con Ramiro a los camaradas que estuvieran aún en libertad. El 11 de julio, logró sacar el primer número de Nuestra Revolu­ción, y quedó cesante como empleado de Correos. Era el 2 de agosto, mi cum­pleaños. El día anterior había preguntado de nuevo telefónicamente por mí a casa de mi madre. Había cenado con su hermano en la glorieta de la Iglesia. No pudieron llegar a casa. Un coche les siguió, les detuvo y se los llevó a la Dirección General de Seguridad en la calle de Víctor Hugo. De allí pasaría a la prisión de Ventas, donde estaba el otro Ramiro, Maeztu. El mismo Ledes-ma se había identificado rechazando documentos que le pudieran salvar. En­tre miserias y sufrimientos, pero con una serenidad de predestinado, Ramiro soportó su cautiverio. En la madrugada del 29 de octubre, por fin le sacaron al camión. Su muerte fue allí mismo; iba de la mano de Maeztu, de pronto, se soltó exclamando: «A mí me matáis donde yo quiera, no donde vosotros queráis.» Y abalanzándose al fusil más cercano quiso arrebatarlo; pero un mi­liciano disparó el suyo sobre su cráneo que saltó en pedazos. Maeztu se tapó la cara exclamando: «¡Jesús!» El cadáver de Ramiro lo tiraron dentro del ca­mión a los pies de los otros condenados. Marcharon al cementerio de Aravaca donde abrieron una fosa a la que fueron arrojando fusilado tras fusilado.

Para terminar esta evocación, me fui una tarde a Santa Juliana, 3, en Cua-

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tro Caminos. La casa estaba repintada, una casa de modern style, a lo prin­cipios de siglo. Sin embargo, en su fachada baja había una pintada con una consigna ledesmiana «PATRIA, PAN Y JUSTICIA» y una cruz gamada. Allá, a la izquierda, el Cine Europa donde hablara José Antonio. En la calle una pajarería, un herbolario, una sastrería y dos bares. Creo que en su piso aún habitado por su familia todo sigue igual que él lo dejara, mesa, sillas funcio­nales.

De allí, aquella misma tarde marché a Aravaca con mi esposa que tanto le estimaba. Nos hubiera gustado llevarnos a Juan Aparicio. Y aun recoger en su chalet de Fuente del Rey a José María de Areilza que le protegió. El camposanto estaba cerrado; pero entre las verjas vimos el altar y la cruz so­bre la fosa común donde cayeron acribillados los demás. Era una tarde dul­císima, otoñal y, allí, descampada. Rastrojos. Soledad. En el suelo, ¡oh!, car­tuchos (de escopeta). Y recordé que cuando a nuestro común maestro Ortega le comunicaron la muerte de Ramiro dijo: «No han matado a un hombre, han matado a un entendimiento.» No sólo un entendimiento, querido Ortega, tam­bién a un corazón de héroe.

José Antonio, el Mártir

Revivo el momento cuando le agarré del brazo, le abracé, por la vieja calle de Santiago, en Valladolid, yendo con Ramiro, Julio, Onésimo, entre otros, 4 de marzo de 1934, camino de su discurso. Precisamente vengo ahora de Vallado-lid, tras proclamar lo que esa ciudad significa —corazón de España—, frente al Madrid sucedáneo, burocrático y capitalero, bueno para «alzar bandera» el 29 de octubre de 1933, en el orteguiano Teatro de la Comedia, y anunciar «un Movimiento con irrevocable unidad de destino», «en vigilancia tensa», y mien­tras los demás —ayer como hoy— «sigan con sus festines».

Porque fue en sus palabras de Valladolid, bañadas ya con sangre, donde de veras el Movimiento comenzó, al exigir «que nadie es nadie» «sino una pie­za y un soldado», y por eso no éramos un partido, «sino una milicia», «aspi­rando a ser los primeros en el peligro».

Yo había estado cerca de José Antonio plurales ocasiones, desde que nos abrazamos una noche del 32 (me abrazó como premio a mi Genio de España que acababa de aparecer). Luego, en su despacho o bufete, junto a la Presi­dencia, desde donde parecía pedir paso a ella en la vacancia de su padre. Y aquella noche imborrable cuando nos sorteó en Riscal para represaliar a los chibiris. Y en almuerzos y cenas con camaradas. Y en mi propio hogar, a so­las, varias veces, donde le descubrí ya su destino en su rostro de «Agnus Dei qui tollis peccata Hispaniae» y no se lo quise decir, pero sí a mi esposa (¡Le van a matar! ¡Le crucificarán! ¡Lo lleva en la cara!). Yo no sabía entonces que cuando los pueblos quieren salvarse, desde las más remotas culturas, se busca «un arquetipo o héroe» «para un "asesinato primordial" que regenere lo que se estaba muriendo». Por eso las juventudes no se mueven con discur­sos, sino con sangre y ejemplaridad. «¡Ecce José Antonio!» Le tenía tan cerca aquella mañana que casi bajo su brazo sentía palpitarle el corazón.

—José Antonio, ¿no notas que tu presencia hace nuevas estas calles vie­jísimas de Valladolid?

José Antonio se sonrió y yo proseguí: —Nunca sabrán en América ni en Rusia lo que una milenaria ciudad de

Europa con solera conserva de juventud inagotable. Y siempre se engañan respecto a Europa, jamás vencida cuando más vencida parece.

José Antonio se detuvo un instante. Me miró soltándose de mi brazo. Pero en seguida me volvió a coger, ordenándome con gran dulzura, mientras reanudábamos la marcha:

—Sigue. Me interesa lo que dices.

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Y yo seguí: —Mira. Ése es Santiago, el símbolo de todos los resucitamientos españo­

les. En esa parroquia hay un Cristo que se llama de la Luz. Pero con tal luz de juventud que más que muerto parece resucitado, como si su sacrificio no fuera morir... ¡Quién de nosotros pudiera imitarle! ¡Sabiendo que la muer­te es la salvación de todos los demás, de todos los cobardes y viles y los dé­biles, de los que no se atrevieron, de los que no sospecharon la existencia de un sábado de gloria!

Sentí a José Antonio estremecerse. Y proseguí: —Creo que en la iglesia hubo también un Della Robbia, el florentino.

Esta ciudad es muy romana, muy renacentista dentro de su goticismo ario. Esta ciudad es más tuya que Madrid, José Antonio... Tu figura la veo encuadrada en esta ciudad como en ninguna otra de España. Es la ciudad de la unidad, del imperio, y también de los caudillos como aquel gran don Alvaro de Luna, el precursor, que murió traicionado como tu padre...

Alguien vino por José Antonio. Y ya no me le acerqué hasta después del mitin en el Calderón, junto a Alvargonzález, que le habían dado un balazo en el muslo. Mientras sonaban los tiros a la salida del mitin, yo miraba arder de resurrección a Valladolid. No me había engañado. Bastaron unas palabras de José Antonio, con dureza de arado que rotura la tierra seca, para que crecie­ra el grano de que hablara fray Luis «y se aumentase a millares el fruto de­seado».

Era el milagro presentido. Los desconchones de Valladolid en los muros desaparecieron y se veía brotar haces de rosas, y las torres derruidas se ir-guieron como brazos levantados y un olor de primavera inundaba el alma y cantos de juventud estallaban en ese aire florecido y marcial de marzo. Des­de ese mismo momento surgía la futura victoria española. Se abría la salva­ción. Perdido Madrid el 18 de julio de 1936, Valladolid —abnegado, paterno, su­blime— recuperaba la capitalidad que su hijo el vallisoletano Felipe II le quitara en 1605 para dársela a Madrid. Los indolentes paseantes de cafés y soportales empuñaron un fusil. Corrían en camiones, a pie, como podían ca­mino de la muralla serrana que de Madrid les separaba. Era el rugido del león que le roban su cachorro. Y salta al alto, al «Alto de los Leones». (Sin ima­ginar que un día esos leones hechos Lion's Club los sustituirían en Madrid.)

José Antonio miraría a lo lejos su Madrid perdido. Y su Valladolid ¡rena­cido! (Y el Cristo de la Luz en Santiago el Viejo ofreciendo su Cuerpo joven —los mismos años de José Antonio— al sacrificio redentor.) Había caído ya Onésimo. Y Ramiro. Y Julio. Y, al fin, José.

¿Sabe Valladolid hoy lo que se cierne sobre España? ¿Y que no es una catástrofe a lo 36, sino que el Pisuerga pueda convertirse en el Leteo, el río del olvido? En que se vaya poco a poco borrando el nombre de España. Por eso la otra mañana me fui a Valladolid a la vieja calle de Santiago. Y quise de nuevo ¡agarrarme a José Antonio! Para sentirle cerca, angustiadamente cerca, ¡José Antonio el Mártir!

¿Qué hubiera acaecido si José Antonio liberado se presenta en la Sala­manca del 36? ¿Su lucha contra Franco? ¿La derrota de la España llamada na­cional?

Quizá no. Pero desde luego quienes fusilaron a José Antonio prestaron un máximo servicio a algo más allá de José Antonio y de Franco: a una España nueva y trascendental que reveló su entierro a hombros de millares y milla­res de juventudes españolas desde Alicante a El Escorial. Para ser sepultado bajo el altar mayor del templo y sobre el panteón de los pasados dinastas españoles. ¿Pudo darse mayor revolución?

José Antonio llegó con ese entierro escurialense a Mártir de su pueblo. Y no por proceder, como sus coetáneos fascistas, de lo social, de lo marxista —tal el Duce, tal el Führer y hoy un Walesa en Polonia—, ¡sino por encar­nar la saga heroica de una «nobleza obliga» como vengador de su padre ante la monarquía que lo liquidó, política y físicamente, en el destierro!

¡Aquel entierro de José Antonio! Que la España del 20 de noviembre de

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En mi propio hogar, a solas (con José Antonio), varias veces, le descubrí ya su destino en su rostro de «Agnus Dei qui tollis peccata Hispaniae».

José Antonio llegó con ese entierro escurialense a Mártir de su pueblo.

Ese Escorial filipeño significó la cima de nuestro poderío imperial, imitado por Les Invalides, de París.

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1981 contempló hipnotizada en La Clave de TVE, resultando, así, la clave de todo cuanto se vio y discutió tal noche.

La de entronizar una nueva dinastía social, juvenil, revolucionaria, en aquel Escorial de las estirpes ya consuntas, obligando a que el Victorioso de la guerra: Franco, le saludara con un ¡presente! como a un héroe que ya no podía morir, entrando en la eternidad. Al mismo tiempo que le ofrecía levan­tar otro nuevo Escorial revolucionario y social, donde el propio Franco, como colaborador suyo, se le uniría en una sola tumba emblemática de todos los caídos, y que vendría a ser para España lo que aquella de un Lenin, en Mos­cú, frente a las periclitadas de los antiguos zares.

Ese Escorial (como tumba de dinastías, que se dio en todas las culturas desde las prehistóricas), y que en España, al fin definitivo, lo erige Felipe II para acabar con los enterramientos reales, dispersos por toda la Península en la Reconquista desde el de Pelayo, en Santa Eulalia de Abamia, hasta los de Isabel y Fernando en Granada.

En mi documental de No-Do «Revelación del Escorial» mostré que ese Escorial felipeño significó la cima de nuestro poderío imperial, imitado por Les Invalides, de París; de Mafra, en Portugal, o de San Francisco, en Quito; empezando ya a dejar de ser entendido desde el XVIII por el liberalismo de un Schiller y un Quintana, y en el xix por las visiones sarcásticas de un Gautier o un De Amicis. Y que cuando retorna a recobrar su sentido originario es con Unamuno, que le restituye su «claridad». Y luego Ortega, el «Wille zur Macht», de Nietzsche, o voluntad de poderío, llamándole nuestra máxima piedra lí­rica, aunque debiera haber dicho «heroica». Y predijera un HAZ de juventu­des. Y eso hizo posible que yo propusiera desde 1932, desde mi Genio de Es­paña, y en 1934, con mi Arte y Estado, el Escorial como resurgimiento. Aquel que encarnaría la saga, el romance de un José Antonio, llevado a hombros por muchedumbres juveniles y revolucionarias, esas que yo recojo y filmo en mi documental. Un nuevo Escorial, hecho ya sangre y esperanza. José Antonio, el Mártir.

Franco, el Victorioso

La primera vez que yo vi a Franco fue en 1921 y en Marruecos, Campamento de Uad Lau, donde yo llegué desde Estrasburgo (primer profesor de español en su Universidad), para defender el honor español ultrajado en la catástrofe bélica de Annual, recién jurada la bandera, en el Cuartel madrileño de la Mon­taña. Iba Franco al frente de un destacamento, creo que como Comandante —le llamaban el Comandantín— en marcha hacia Xaüen.

La segunda vez que su nombre se unió a mi vida fue en 1933, cuando en mi libro La Nueva Catolicidad lo estampé como posible sublevado. Y la oca­sión tercera, ya frente a frente: Palacio episcopal de Salamanca, 7 de noviem­bre de 1936: en su Cuartel General de insurrecto.

Era el segundo piso —y último— su despacho. Al abrirse la puerta para «franquearme» el paso me encontré al General de espaldas al balcón que daba a la plaza frente a la Catedral y no lejos de Anaya, palacio dieciochesco, Ins­tituto de 2.a Enseñanza y que yo convertiría en Ministerio de Propaganda, germen del actual de Cultura. Franco, vestido de uniforme caqui, pantalón largo, el fajín algo desceñido y papeles en las manos, se volvió para saludar­me. Mi impresión quedó imborrable (y decisiva). Más que un militar a la es­pañola era una figura bíblica, ¡un rey David! Breve de estatura, pero con una cabeza entre el guerrero y el artista. Con ojos de inspirado. Como de músi­co. Y en vez de los papeles que tenía en la mano me pareció adivinar un arpa (aunque fuera el pincel y no la música su pasión). ¡David! ¡David! Mi conver­sación exacta la referí en mis Memorias de un dictador. Ahora sólo recordaré que como doctrina deberíamos renovar nuestro Catolicismo otra vez comba­tiente tal como yo lo había propuesto en mi Genio de España del que me

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hizo un elogio. Y me propuso que me ocupara de la Prensa y Propaganda, bajo el simbólico nombre del General Millán Astray dadas nuestras circunstancias bélicas. Añadiendo: «En cuanto a medios para esa tarea no los hay por el momento.»

(Habíamos sellado el mismo pacto que Ockam con el Emperador bávaro en el xvi: «Tu me deferidas gladio. Te defendam cálamo.» Tú con la pluma y yo con la espada.)

Al salir me dirigí hacia el río un tanto alucinado. (¡David! ¡David! Desa­fiando a un Goliat)... Y sin embargo David venció y dominó el Hebrón hasta conquistar todo Israel y entrar en Jerusalén que para nosotros sería Madrid. ¡David! Aquellos papeles de Franco en su mano, ¿serían Salmos? Pero los Salmos fueron los míos cuando recité unas «Exaltaciones» desde el pulpito de la Catedral para excitar a la conquista hierosolimitana de la Capital española.

Le había solicitado un retrato y a los pocos días lo recibí. Era el local que le hiciera Jalón Ángel con una firma en la que envolvía su nombre como con ráfagas, para ocultarlo más que subrayarlo. Aun sin más dinero que mil pesetas aportadas por mi hermano Ángel recién liberado de Madrid y una paga del General Millán Astray (que me llamaba su Coronel), montamos un germen de Ministerio requisando varias máquinas de escribir y unas radios caseras y disponiendo como órgano La Gaceta Regional de Salamanca diri­gida por Juan Aparicio, a quien me traje de Ávila donde le encontré. También incorporé a Víctor de la Serna, Antonio de Obregón, Ramón de Rato y Lucas de Oriol. El primer tropiezo fue cuando quiso hablar Franco por radio el úl­timo día del año mientras moría Unamuno y quizá yo, fusilado, porque aque­llo no funcionó.

Pero donde estuve a punto de serlo: por el propio Millán Astray. A causa de que tampoco funcionó una emisora improvisada entre esterillas, Palacio de Anaya, nuestra sede, y le engañé diciendo que su alocución había sido magní­fica, tras haberle presentado yo. Pero como a las pocas horas nos bombardea­ron los rojos, creyó que le habían localizado por mi culpa. Y tuve que ofrecerle mi cabeza.

Todavía: otro incidente con los falangistas joseantonianos por no haber hablado yo en un mitin con los brazos remangados. Hedilla debió meterme, a petición mía, en el calabozo, de donde Millán Astray quiso sacarme a tiros con sus legionarios. Al fin llegó Ramón Serrano Suñer a Salamanca y pudimos formar un Secretariado político o primer Gobierno con el que abordamos la Unificación de los Tradicionalistas, haciendo yo el Discurso que leyó Franco. Por lo que los joseantonianos me quisieron matar —olvidando que ellos he­redaron las JONS— y me salvaron Ridruejo y Foxá. Hube de marchar a Pam­plona para hacerme Alférez Provisional y estar en el Frente más seguro que en Salamanca.

Salí con el número 1 de la Promoción Navarra y Franco vino a la Jura de nuestra Bandera poniéndose la boina colorada que ya previamente yo me ha­bía encasquetado y retratado en el diario Arriba España de Yzurdiaga.

Marché primero al Frente de Guadalajara con el Coronel Villalba (del Al­cázar), y luego al de Teruel con Várela, y luego al de Alfambra con Yagüe, para terminar en la reconquista de Cataluña con la IV de Navarra mandada por Camilo Alonso. Pero en medio de este batallar (como hubiera dicho aquel Ortega y Rubio, catedrático de historia en la Universidad: «que sin cesar ba­tallo I y una vez puesto en mi silla / se va ensanchando Castilla / delante de mi caballo») tuve oportunidad de ir a Italia para recibir el Premio de Roma por mi libro Roma Madre y llevar unos flechas y pelayos (juventudes) a co­nocer la Ciudad sacra y unirse a las organizaciones del Duce. Pero mis mejo­res escapadas eran al final de año a Burgos, donde ya estaba Franco, y se­guir bebiendo una copa de champán con él y su familia. Gozando de esa in­timidad excepcional hasta terminar la guerra y trasladarse el Caudillo a Ma­drid, donde mi hija Elena, amiga de la de Franco —«Nenuca»—, visitaba con frecuencia El Pardo.

¿Cuántas veces me pregunté quién era Franco! Un buen observatorio fue

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el de Salamanca cuando la Unificación de falangistas y requetés. Del modo como José Antonio asimiló las JONS de Ledesma Ramos con su FET de las JONS, así Franco con el Tradicionalismo en aquel tren de siglas «Falange Española Tradicionalista y de las JONS (y de los Grandes expresos europeos, como se le añadía en burla). Pero eso le llevó a la Victoria mientras el enemigo se dividió y perdió.

En Salamanca tuvieron su primera derrota los hitlerianos. Ganaron los romanos con Serrano Suñer. Pero más los católicos que los fascistas del Duce. Fue una introducción a la histórica entrevista de Hendaya —1940— con el Führer.

Mucha gente creía que el artífice de esa política cedista o democristiana era Ramón Serrano Suñer. Pero tras un incidente en Begoña con los Tradi-cionalistas, Franco prescindió de su cuñado, hasta entonces «Cuñadísimo». Cuyo mayor mérito consistió en asimilar al servicio del franquismo a intelec­tuales «izquierdosos» como los llamaban las viejas derechas (Laín, Tovar, Ri-druejo, Torrente Ballester, Panero, Rosales, Vivanco, Aranguren, entre otros).

Nuevo dato estremecedor para mí fue cuando en plena guerra y aún en Salamanca, sonó por vez primera la Marcha Real de los Bortones y se fue prescindiendo del maravilloso y revolucionario Himno de Tellería, el Cara al sol. ¿Iba Franco a una Restauración?

Fue cuando yo me planteé, en mi celda del Palacio arzobispal de Sala­manca, mi videncia sobre la «Motorización de la Historia», la teoría de la Relatividad aplicada a lo político. Que me inspiró un ensayo clarividente pu­blicado en La Gaceta Regional de Salamanca. Afirmando que del modo como se había acelerado, acortado el Espacio con la Velocidad, así también el Tiem­po y podía darse en un mismo sujeto histórico varias anteriores etapas se­culares. Y es cuando ya planteé la gran cuestión. Franco se inició por 1936 como un Don Pelayo reconquistador. Victorioso un día (1939) asumía otro símbolo histórico español: el de Cisneros. Para dar paso a un nuevo César austríaco, un nuevo Carlos V, en este caso: a Hitler. Pero si no lo hiciera —como no lo hizo— se convertiría en el tercer símbolo histórico español: el de Cánovas o restaurador de la Monarquía borbónica y de la democracia par­lamentaria a la inglesa, y, por tanto, con el peligro de pronunciamientos y re­beldías sociales y la vuelta al Separatismo regional. Don Pelayo-Cisneros-Cá-novas: eso ¡en Salamanca en plena guerra aún! El secreto que inspiró a Fran­co: la reanudación de la Marcha Real.

Pero la cosa era más complicada. Franco no restauró la Marcha Real para un nuevo Borbón, ¡sino para sí mismo! Y previendo enlaces dinásticos con la antigua Familia Real. (Como así lo procuró: alejando a Don Juan, directo Sucesor de Alfonso XIII, pero oficial británico, adoptando a su hijo Juan Carlos mientras casaba a su nieta con Don Alfonso de Borbón y por tanto instauraba su apellido Caudillal, el Franquismo, en la anterior Realeza borbó­nica. Y por tanto, la Marcha Real aquella de Salamanca sería para él)

Esto que parece una elucubración fue una realidad. Y una realidad mi previsión de que aquello naufragaría por la ley inexorable del sapientísimo y milenario Manu: «Tu vecino: tu enemigo. ¿Y tu amigo? El vecino de tu ve­cino.» No me cansaré de reiterarlo. Nosotros habíamos ganado la guerra que hizo de Franco EL VICTORIOSO, por haber recobrado nuestros aliados se­culares e históricos: el romano y el germánico. Desde los Visigodos católicos a Carlos V y el final de los Austrias en el xvin. El Secreto del Escorial.

Pero cuando entraron franceses vecinos del Pirineo e ingleses vecinos por el Mar de Gibraltar, nuestra decadencia se precipitó.

Desesperado, intenté lo que he repetido en la prensa de todo el mundo: la vuelta de un austríaco (Hitler) catolizado por una goda española (aristó­crata aria por los Primo de Rivera). Y que falló por la herida de Hitler de la primera guerra mundial, en un genital que le esterilizó. Pero de haber sido yo Embajador de Franco en Hendaya creo que hubiera esclarecido a

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Más que un militar a la española era una figura

bíblica, ¡un rey David! Breve de estatura pero con

una cabeza entre el guerrero y el artista.

Con ojos de inspirado.

Ese semitismo —del Franco y el Bahamonde— que en su hermano el marino (Nicolás) se disimulaba con un ra­malazo como céltico o ánglico, se convertía en belleza bíblica con su hija «Nenuca», y se acentuaba en Ramón, el heroico aviador del «Plus Ultra».

Nicolás Franco. Carmen Franco. Ramón Franco.

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Hitler. Cuando me quisieron proponer los alemanes como Embajador era ya tarde, la guerra casi perdida. Y por tanto Europa. Y por tanto España.

Sin embargo, Franco hizo milagros con su Caudillaje «Victorioso» recons­truyendo España y poniéndola al día de la civilidad europea y americana.

Pero ese mérito inolvidable tuvo la temible contrapartida de «aburguesar» y destruir a los antiguos combatientes victoriosos y hacerles pactar al fin, «con­sentir», ¡el consenso!, y putrefactarse al contacto de sus antiguos enemigos, sobre todo intelectualmente. Y hacer con ellos una España ni carne ni pesca­do ni del todo socialista y ya de ningún modo combatiente, mística, austera y «fanática», con el fanatismo sacro (fanatismo viene de «Fanum»: templo) que le otorgara la Victoria. Sustituyendo aquel misticismo religioso: por la droga, y la conquista guerrera; por los atracos, y, la Unidad recobrada por una nueva España de taifas, medievalizada, prehistorizada. Y pretendiendo colaborar con una Europa «inexistente», con un «fantástico» Mercado Común, un «retórico» Parlamento europeo en Estrasburgo y una invitación al baile de máscaras de la OTAN. (De caretas: las del genial lobby judío de Nueva York con su Banca para comprar barato con los norteamericanos los pueblos asus­tados por la Rusia marxista, la pobre e inocente Rusia marxista, pieza clave del capitalismo actual.)

El habernos Franco apartado de la guerra grande y haber enriquecido a España y el temor de que a su muerte tornara el país a un derrumbe, lo sin­tió el pueblo cuando murió (el mismo día 28 de noviembre que fusilaran —1936— a José Antonio), acudiendo a decirle adiós en su féretro expuesto en el Palacio Real con una afluencia que me hizo pensar en la tumba de un Le-nin gallego. Y ese pueblo español no se equivocó. Su obra comenzó a derrum­barse y España a quedar sin más política de salvación que jugar con los ven­cedores, en un angustiado escapismo. En un lento e inexorable avance hacia el pasado decadencial, en un auténtico y definitivo 98 o liquidación de España misma.

Mis relaciones con Franco fueron de admiración y gratitud. Me había de­finido como «un peso pluma» en el boxeo político. Me denominó delante de dos Ministros y un Embajador que yo no sólo tenía la mejor pluma de Espa­ña en aquel momento sino además «corazón» (lo que en su boca de militar significaba otro órgano aún más importante en el hombre español: el genital). Me había visto afrontar peligros internos, acudir a los frentes y marchar vo­luntario a Rusia de la que se me retiró dos veces. Y al protestar ante él me detuvo diciendo simplemente «he sido yo. A usted le necesito aquí». Lo que me impulsó a abrazarle en aquel Palacio de El Pardo, ese Pardo de mi niñez, en el de mi tío Agapito. Ese Pardo que yo profeticé en el final de mi Genio de España —1932— como el Monte Tabor de nuestro inmediato destino. También me abrazó otra vez cuando terminada la guerra mundial le felicité por ir «aterrizando sin un impacto en las alas». Al fin y al cabo, Franco cono­cía mejor que nadie nuestra aportación: una doctrina, combatientes falangis­tas, dinero, armas y voluntarios de dos poderosos aliados (Alemania e Ita­lia). De no haber existido esta contribución su 18 de julio del 36 hubiera quedado en un Pronunciamiento más con algunos militares y unos conspira­dores monárquicos.

Pero mi visión inicial de un rey David, de un héroe semítico se fue afian­zando según le fui tratando y conociendo. Ese semitismo del Franco y del Bahamonde, que en su hermano marino (Nicolás) se disimulaba con un rama­lazo como céltico o ánglico, se convertía en belleza bíblica con su hija «Ne-nuca», y se acentuaba en Ramón, el heroico aviador del Plus Ultra, nuestro Lindbergh y con un típico fondo revolucionario que llevaba en su sangre la raza de Moisés, Cristo y Marx. Yo le conocí al proyectar en 1932 mi última película del Cineclub, El acorazado Potemkín, entre gritos y tiros y apagón de luces en el Cine del Callao, Madrid. Y luego en Roma casi al fin de la gue­rra civil como colaborador de su hermano desde Baleares. Nos dimos un gran

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paseo romano en una conversación alterada por largos silencios. Asimismo asistí ante Francisco Franco, su hermano, en su despacho de Burgos, estando a solas con él, cuando le comunicaron que Ramón había desaparecido en un vuelo de guerra desde su base balear. Franco no se inmutó. Sólo me pidió ex­cusa para retirarse al antedespacho. No quería que le vieran llorar, él que tenía —como ciclotímico— la facilidad de las lágrimas, con lo que confundía a las gentes, creyéndole un débil y por tanto fácilmente dominable.

Actualizado tal fondo faraónico y mesiánico, le llevó a la erección pira-midálica de Cuelgamuros, la del Valle de los Caídos. La de un nuevo Escorial en memoria de todos los combatientes de la guerra civil y como símbolos históricos los restos de José Antonio y de él mismo. Quizá recordando un tex­to mío que le señalara, un día, de mi Genio de España. Y decía así: «En torno a las Tumbas de los Héroes griegos es donde nacieron los primeros oráculos. El alma o genio —la psique— de los Héroes vivía como una maripo­sa en lo hondo de la tierra. Al invocarla, ese alma aparecía y hablaba por la boca del Oráculo. Y transmitía el secreto de Continuidad a la nación en peli­gro. ¡Muertos vitales!»

De ahí las peregrinaciones periódicas a ese Valle de los Caídos. Y las so­litarias de alguien, como yo, que aspiraría a guardián de tales Muertos, si me quedara solo, al final de mi vida, si no como monje, al menos como oblato, buscando su inspiración para nuevos resurgimientos, en una España desinte­grada y agónica... Tal como ya lograra en 1932 al invocar el Genio de España cuando ese genio parecía agonizante, en los estertores de una inminente gue­rra civil. Y así la vida tornaría a brotar de unas Tumbas. Y la Vida de la Muerte.

MURAL RELIGIOSO

Un místico fracasado, Dionisio

Mi amigo y comentador norteamericano Douglas W. Foard, profesor en Fe-rrum College, Virginia, que escribió un generoso libro sobre Ernesto Gimé­nez Caballero o la Revolución del Poeta (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, ,1975), me comunica que «piensa tornar a España para escribir sobre don Dionisio Ridruejo» y teniendo confianza en mí, que lo conocí, me agrade­cería mis recuerdos «sobre aquel falangista de la Primavera» (sic). Pues bien: amigo Douglas, ese recuerdo mío se podría resumir así: «Dionisio vino a ser por 1942 lo que yo por 1928. Sólo que al revés.»

YO: procedente del Socialismo y del Liberalismo descubrí hacia 1928 el Fascismo, como reincorporación de España a su tradición más genuina y se­cular: la romano-germánica. Y, por tanto, con la posibilidad de asegurar no sólo su Unidad amenazada, sino una nueva expansión. Mientras que Dionisio, procedente, como falangista, desde 1933 de esa «primavera» o renacer de Es­paña, derivaría por 1942 hacia el Socialismo y el Liberalismo al ir constatan­do, que la Neutralidad de Franco frente a los que le dieran doctrina, armas y hombres ayudaría al triunfo de la Socialdemocracia y a ella había que enro­larse para salvar de nuevo a España. A través de la Conciliación y el Consenso con el enemigo de ayer. Llegando Dionisio a la sublimidad de presentarse, ante él, como «vencido».

(Lo que en manera menos extrema me ocurrió a mí mismo. Por lo que inicié como usted sabe, amigo Douglas, la reivindicación de los Libertadores de América en el «Antiguo Café de Levante», anticipando así la única política internacional que nos quedaba, la de un ideal Federalismo con las antiguas provincias americanas y con las nuevas Autonomías peninsulares que, fatalmen­te, resurgirían en España. Como así sucedió.)

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De ahí: la estima mutua que Dionisio y yo nos teníamos. Aunque él po­seía dotes y posibilidades muy superiores a las mías. Yo era sólo un madri­leño de la calle, a la auténtica intemperie. Él: desde su mismo nacer en Burgo de Osma (12 de octubre —día imperial— de 1912) se encontró ya enraizado a una tierra como la soriana. Cabeza —según Dragó— de la España mágica y disidente: Desde Numancia hasta el primer Protestante español Pedro de Osma (el pueblo de Dionisio), al Krausismo de Sanz del Río, a la sorianidad de un Bécquer y un Machado y hasta hoy con rebeldes como un Tierno Galván y un Camacho, el comunista.

Dionisio y yo nos tratamos poco, pero nos vigilábamos mucho. Cuando en 1939 me envió desde el Sanatorio de Montseny su Primer Libro de Amor fue con esta dedicatoria: «A Ernesto, al que admiro y temo.»

Nos encontramos, durante la guerra, en Salamanca y Burgos. Y después de la contienda, cuando ya había vuelto de Rusia, una tarde frente al rom­peolas de San Sebastián...

—Dionisio: yo no supe hasta hace poco que me habías salvado la vida... —No tanto como eso. El Discurso que hiciste a Franco sobre la Unifica­

ción y tu intervención activa en ella fue un desafío a los falangistas viejos. El grupo duro de las milicias decidió asesinarte. Lo supe a tiempo y arrastrando a Foxá llegamos a persuadirles mostrando hasta textos tuyos afortunados. Los violentos se desarmaron y la orden fue anulada. Tú no te enteraste del riesgo que corriste.

—Sí. Lo sabía. Durmiendo con mi hermano sobre una colchoneta en Ana-ya, la pistola montada. También supe que tú me agradeciste mi asistencia en tu destierro de Ronda mientras no me acerqué a ti en la plenitud de tu poder político.

—¿Me censurarías hoy mi disidencia con Franco y mi entendimiento con el enemigo?

—Al contrario. Pero no me explico cómo no preparas el verdadero Go­bierno de transición antes de que algunos falangistas madrugadores se te ade­lanten. Con tu gran mentor y excelente político Ramón Serrano Suñer. Agru­pando camaradas liberales y demócratas y fuerzas de la democracia cristiana de la que Ramón procede... Y tú...

—¿Yo? (Y se me quedó mirando entre estupefacto y divertido.) —Tú eres un místico y no un Goebbels de recambio y que quizá has na­

cido para fundador de una nueva Orden, superior a la política de José Anto­nio y a la de Escrivá.

Dionisio se echó a reír. (¿A reír?) —Como siempre, eres un delirante, Ernesto. Y se fue. Pero yo seguí hablando solo frente al mar. ¡Sí, Dionisio! Comenzaste con los Maristas en Segovia, seguiste con los

Jesuítas en Valladolid, luego con los de Chamartín. Más tarde: los Agustinos de El Escorial. Y en 1936 ya en la Falange, con la Escuela de El Debate. Y en la Falange sentiste (como yo) el Misterio cristiano de José Antonio (como un Agnus Dei qui tollis peccata Hispaniae). Por eso un alma religiosa como la de Ramón Serrano te descubrió. Como también Pilar y todas sus camaradas que te adoraban y tantos muchachos... Tuviste el fervor de juventudes y poetas. Porque sufrías. Cárceles, destierros, incomprensiones... Yo quise decírtelo ante tus ojos de iluminado y tu sonrisa dolorosa. La socialdemocracia es poca cosa, vulgar cosa para ti. Con ella quizá un día te pusieran una lápida en la casa donde naciste como precursor de un barullo político. Frente al imperio otra vez histórico que dejó perder Franco, tu misión era de otro orden más vasto, regresado de Rusia y de ver sufrir aquel pueblo radicalmente cristiano y por ello comunista. Y enlazarlo al nuestro y a los demás del mundo. Porque tú sólo tenías corazón, el que te iluminaba los ojos y te encendía la Palabra. Y te impedía escarnecer al enemigo y sí: abrazarle.

Y por eso un día te estalló en el pecho. Aquel 29 de junio, 1975. Dionisio: como tú mismo descubriste, no eras un «dionisíaco». Y sí tenías

la unción de aquel otro Dionisio llamado «el Cartujano». Y hasta un no sé

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Dionisio, procedente, como falangista, desde 1933 de esa «primavera» o renacer de España, derivaría por 1942

hacia el «socialismo» y el «liberalismo» al ir constatando

que la «neutralidad» de Franco frente a los que le dieran

doctrina, armas y hombres ayudaría al triunfo

de la socialdemocracia y a ella había que enrolarse

para salvar de nuevo a España.

Dionisio y yo nos tratamos poco, pero nos vigilábamos mucho. Cuando en 1939 me envió desde el Sanatorio de Montseny su «Primer libro de amor» fue con esta dedicatoria: «A Ernesto, al que admiro y temo.»

Un alma religiosa como la de Ramón Serrano te descubrió. Como también Pilar

y todas sus camaradas que te adoraban y tantos muchachos...

Tuviste el fervor de juventudes y poetas.

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qué del de Caleruega... La lengua de fuego. Tu destino era el previsto en mi Genio de España: ¡recrear nuestro Catolicismo!

Ahora ya en Madrid y sin otro rompeolas que el del recuerdo, pienso si estas palabras revivientes podrán servir a mi amigo —y ya tuyo— Douglas W. Foard.

Al menos he querido sublimar tu vida. En memoria de otra vida que tú salvaste. La mía.

Aquel curita

Un ilustre amigo me ha escrito: «El próximo día 2 de octubre se cumplen las Bodas de Oro de la Fundación del Opus Dei y tú, que tan amigo fuiste de Monseñor Escrivá de Balaguer, podrías escribir algo.» ¿Por qué no?

Y ese algo sería ante todo recordar que, cuando en noviembre de 1936 llegué evadido a Salamanca, insinué a Franco por qué no intentaba una «Ins­titución Libre de Enseñanza» (pero a la católica). Ya que mis admirados maes­tros institucionistas de la Universidad y aquella Junta de Ampliación de Es­tudios del infatigable Castillejo nos habían metido —con sus tecnócratas cul-turalistas y laicos— en aquel espanto de guerra civil. A lo que Franco me respondió: «Ya andaba por ahí un curita con esa idea, búsquele.»

Pero tardé bastante. Sólo tras la toma de Madrid y en Burgos (sobre cuya Abadesa de Las Huelgas había escrito un libro aquel curita) le encontré. Se llamaba don Josemaría. Un aragonés de Barbastro cuya cabeza poderosa le­vemente se inclinaba a un lado, justo como la del Fundador institucionista Giner de los Ríos. Pero de mirada bien distinta: que abrazaba y devoraba (a través de unas gafas) mientras con la sonrisa retenía dulcísimamente a su presa, bien fuera un catecúmeno o una muchedumbre. Paseaba por el Espolón con un grupo de jóvenes y me limité a saludarle. Sin poder indagar aquella ocurrencia que comunicara a Franco. No obstante había tomado mi dirección y, al poco, recibí un ejemplar de su libro Camino dedicado con un «Omnia in bonum», en una letra pastosa, densa, tenaz, y una firma que me pareció van­guardista y de nuestra «Generación del 27» (a la que pertenecía por edad) sin mayúsculas y unidas las letras como en un caligrama de Apollinaire: josemes-criva de B.

Ya no torné a encontrarle hasta un almuerzo divertidísimo en la Nuncia­tura (¡aquella Nunciatura del Madrid viejo!), ausente don Cayetano (Monse­ñor Cicognani) y servidos por le monachelle manjares y vinos que aún sabo­reo. Además de don Josemaría había otros Monseñores, dos de la Casa (del Giudice y di Meglio), otro de la Rota y el aragonés Galindo que, entre otros chistes más o menos pedagógicos y en desafío con los demás comensales, contó el de aquel catedrático que viendo la ignorancia del examinando pidió al bedel «una ración de paja». A lo que el alumno, sin inmutarse, exclamó: «Y para mí un vaso de agua.» Sólo nos faltaba la sonrisa finísima de don Ca­yetano refiriendo, por ejemplo, que en las cenas sociales cuando entraba una dama muy descotada nadie la miraba. Sino todos a él. El único paisano de aquella mesa, casi renacentista, era yo. Y en la que Escrivá por su sencillez, alegría y humor resultaba un curita más.

Pero: a la tercera vez de encontrarle: ya no. Fue el 2 de junio: 1963. En su sede central de Roma, via Bruno Buozzi, 73, una mañana siendo yo Emba­jador y tras escribirnos desde el 8 de febrero del 62 para ayudarle a difundir su Obra por Paraguay. Tal como venía haciendo con las inmortales Misiones jesuítas a través de mi Documental de No-Do, Premio Internacional de Floren­cia, y estrenado en Roma con las Bendiciones del Prepósito General Padre Janssens (junto al que recibí la primera de Pablo VI) y luego del Padre Swain y la del Padre Arrupe. Tal como me afanaba con los Franciscanos, a cuyo már­tir Bolaños, primer traductor del Evangelio al guaraní, levantamos un Monu-

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De mirada bien distinta: que abrazaba y devoraba (a través de unas gafas) mientras con la sonrisa retenía dulcísimamente a su presa, bien fuera un catecúmeno o una muchedumbre.

Una firma que me pareció vanguardista y de nuestra Generación del 27 (a la que pertenecía por edad)

sin mayúsculas y unidas las letras como en un caligrama de Apollinaire:

josemescriva de B.

Es significativo que al Santuario en Barbastro, fundado por Escrivá, acudan ya peregrinos de todas partes del mundo.

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mentó en Caazapá. Y con las Escuelas laborales Salesianas, y con las «Tere­sas» con su mejor Colegio del país y con todo cura o monja sueltos que apa­recían por mi Cancillería, en mi afán de contener la descatolización galopante de América hispánica. Y por tanto, su deshispanización. Hoy ya en España misma no se habla de Hispanidad. Sino de Cooperación Iberoamericana. ¡Ja! ¡Ja! Para llorar sin querer, como Rubén. Monseñor Escrivá lo primero que me dijo, con su entrañable socarronería fue eso: «Ahí donde está sentado (un estrado bastante alto con respaldo) estuvo ayer don Juan de Borbón.» (Sin querer, hice ademán de levantarme por si aquello fuera como un Trono pro­visional.) Después, ya sonrientes los dos, charlamos sobre el desarrollo de su Obra allá, con el vallisoletano Padre Taboada en su tarea residencial de jóve­nes y sus pláticas de adultos a las que acudían más bien elementos comercia­les y catalanes como si olfatearan «un negosi». Finalmente le mostré una carta al Padre Taboada desde Roma a la que añadió: «Junto al queridísimo Giménez Caballero os quiere, os abraza y os bendice vuestro Padre, josema-ría.» Cuando murió mi madre, y a los ocho días trágicamente mi hija Elena, me envió el 22 de diciembre de 1968 unas letras de consolación. Y, las últimas el 11 de octubre de 1969, siempre con mucha afección hacia mi esposa a la que regalara un bello medallón broncíneo sobre terciopelo: «Cor Mariae dulcissi-mun iter para tutum. Sancta María Regina operis Dei.»

Un día, estando ya jubilado por López Bravo, vino a verme la hija de Jar-diel Poncela y mujer separada de Alfonso Paso para que respondiera, con des­tino a un libro: «¿Por qué no es usted del Opus Dei?» A lo que hube de res­ponderle sonriendo y sin que me entendiera: «¿Y por qué el Opus Dei no es mío?» (Pues se me había ocurrido su misma idea casi cuando a «aquel curita».)

¡Cuántas necedades se han dicho y escrito sobre el tema! ¡Y qué pasio­nes levantó y sigue levantando en España! Si en Política reitero que sigo sien­do un anarcosindicalista pero nacional, religiosamente: un católico libre. Y ge­nuino. Porque la romanidad va entrañada al genio de España.

Y, sin embargo, ya desde aquellos tiempos de Salamanca en el 36, como cuento en mis Memorias de un dictador, sentí que la Iglesia necesitaba una «Nueva Catolicidad» tal que estampé en mi libro de ese título (1932) tras el de mi Genio de España donde auguraba «la vuelta al HÉROE y al SANTO» en las nuevas juventudes españolas. El HÉROE se encontró con el martirio de José Antonio. ¿Y el SANTO? «¿Dónde, los elementos religiosos que crean aún en la posibilidad de una Santidad en el mundo? ¡No los clericales, no los burócratas, los socialistas de la Iglesia! ¡Sino los místicos, los abnegados, los nuevos depuradores y reformadores, los que vean la Cruz en forma de sal­vación social!»

El Opus Dei —el Trabajo más que de Dios para Dios— fue el movimiento con que la Iglesia, a través de Escrivá, había iniciado, una vez más, su nueva Contrarreforma. Tomando las consignas del adversario laico y adaptándolas «a lo divino» (tal como en el xvi, hasta en la Poesía y en la Novela). El mismo Quijote fue algo así contra los paganos Libros de Caballerías. Desde San Pablo que buscó la Libertad en el Espíritu de Dios (Ubi spiritus Dei ibi Libertas). Y San Agustín frente a la paganidad romana. En el Medievo, Francisco y Do­mingo ante cataros y albigenses. Ignacio y Teresa frente a Humanistas y eras-mianos. Ahora se trataba de «espiritualizar» o «cristianizar» la Cultura, la Mate­ria, la Democracia y el Trabajo. Para Escrivá la Cultura no era Opus hominis sino Opus Dei. Habló de un «materialismo cristiano». Afirmando que la «San­tidad no era cosa para privilegiados». Democratizándola así. Cualquiera podía llegar a Santo. Y ¿cómo? Con su TRABAJO, vulgar, diario. El Opus Dei, una vez más, no sería una Orden sino una «Institución Libre de Enseñanza... a lo divino». (¿Qué le parece, querido Morente, institucionista acabado en cura?...) ¡EL TRABAJO! ¡EL OPUS! No era la primera vez que la Iglesia ha­bía buscado el santificarlo. Por ejemplo con la Orden Gerónima entre noso­tros. Que fracasó porque en España «no trabaja ni Dios». Pues para el español el Trabajo era algo servil y antiheroico. Américo Castro, mi maestro, lamentó con ello nuestra ocasión de europeizarnos entonces. El Trabajo, como lo en-

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tendiera Tomás Groóte, el de los Hermanos de la vida en común, el del begui-naje a las Órdenes monásticas. Por eso el Opus Dei es una Asociación «labo­ral» y no una Orden. De ahí su impopularidad entre nosotros a pesar de haber dado por fin «tecnócratas» que europeizaron la España franquista o actual abriéndola a la Democracia. El propio Escrivá reveló que «en pocos sitios he­mos encontrado menos facilidades que en España», mientras se desarrollaba su Obra en ochenta países y hasta con socios no católicos, ni aún cristianos. No es de extrañar que hoy el ser «un parado» en nuestro país resulte casi una reivindicación de derechos, una sopa boba del convento estatal. Como aquel español castizo «que acostado resistía mucho».

¡Buscar a Dios entre las cosas vulgares! Azorín hubiera hecho suya aque­lla frase de Monseñor: «detectar los brillos divinos que reverberan en las rea­lidades», en «los primores de lo vulgar», como Ortega lo definiera. ¿Y D'Ors con su «Obra bien hecha»?, ¿no es la mejor definición del Opus Dei? ¿Y aquel genial sefardí, Spinoza, que hallaba a Dios puliendo cristales y tiene hoy un monumento en La Haya?... Por eso es significativo que al Santuario en Bar-bastro, fundado por Escrivá, acudan ya peregrinos de todas partes del mun­do. Y que antes de ser elegido Pontífice Mons. Albino Card. Luciani escribiera el 25 de julio en II Gazzetino de Venecia sobre «aquel español que buscaba a Dios en el Trabajo cotidiano». Y a cuya tumba, en la Cripta de via Bruno Buozzi, 73, bajara a rezar, en esos mismos días, evocando un nuevo Francisco de Sales, un nuevo Tomás Moro... Y como presintiendo —ya Pontífice, ya Juan Pablo I— una quizá no lejana canonización, que ahora imprecará desde el cielo. ¡La de AQUEL CURITA!

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Postales políticas

Prieto (creía en Dios y Lequerica no)

En un principio de la República muchos creímos que Prieto iba a ser Azaña. Es decir: el cristalizador o vértice del movimiento popular del 14 de abril. Prieto tenía sangre revolucionaria y, al mismo tiempo, conservadora. Era un socialista, un liberal, pero al mismo tiempo una mano educada en regir ma­sas. Era tribuno. Violento y valiente. Su tendencia internacionalista estaba muy contrapunteada con un sentimiento bastante genuino y directo de lo es­pañol. Gran lector y admirador de Unamuno, este hijo del pueblo había lle­gado a poseer un ángulo especial de ver a España idealmente.

Por un instante, muchos creímos que Indalecio Prieto iba a ser el Musso-lini de la revolución española. Esto es: el socialista que iba a nacionalizar, a españolizar, el socialismo. El creador de un nacionalsocialismo en España.

Pero en Prieto había blanduras, sentimentalidades y prejuicios que no se sospechaban. Fundamentalmente, Prieto resultó ser un liberal. Un alma del Bilbao unamunesco. De la España pasada. Un corazón de oro. Un beato de los Derechos del Hombre. Su paso por el Ministerio de Hacienda dio la sen­sación de que las grandes travesías y temporales aún le mareaban. Si no se le sujeta, se' tira de cabeza al mar. No había en él ese desafío cínico que es el heroísmo de las almas férreas e impasibles, de las cuajadas para regir pue­blos. Prieto era el gran fraile goliardo que sale luterano, sensual y violento y ayuda a quemar las indulgencias. Retratado en aquella anécdota sobre otro político bilbaíno, José Félix de Lequerica, jefazo conservador:

—Lequerica y yo somos casi iguales. Nos une Bilbao, la Nicolasa (famoso restaurante) y la mordacidad política. Pero sólo una cosa nos separa, que yo creo en Dios y Lequerica no.

Yo le conocí cuando publiqué mi pimer libro sobre Marruecos, en 1923. Fue de las primeras personas que me felicitaron y me revelaron al gran pú­blico. Y ello me hace guardarle un afecto instintivo de gratitud. Escribió so­bre mí extensamente. Dio, mi libro, en folletones, en su Liberal de Bilbao.

Me presenté una tarde en el café Regina, de Madrid, a darle las gracias, tímidamente.

—Yo creí que era usted mucho más viejo —me dijo con su brusquedad simpática y distraída.

Luego me lo encontré, a los dos o tres años, tras el golpe de Estado, en la Carrera de San Jerónimo.

—Me han dicho que se interesa usted por el fascismo —me dijo severa­mente.

—Por este de aquí, no —le contesté—. Por el de Italia, sí. Es el porvenir del socialismo: nacionalizarse. ¡Quién sabe si usted será algún día nuestro Mussolini! —le dije sonriendo y estrechándole la mano.

Él hizo un gesto de horror. Aquel gesto le impidió a Prieto ser algo más que el. Azaña de la República española.

Por eso resulta simbólico hoy que un monumento a Prieto se instale jun­to al de Franco ante los Nuevos Ministerios. Como complementarios de He­roísmo y Socialismo.

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Muchos creímos que Indalecio Prieto iba a ser el Mussolini de la revolución

española. Esto es: el socialista que iba a nacionalizar, a españolizar

el socialismo. El creador de un nacionalsocialismo en España.

Prieto: «Lequerica y yo somos casi iguales. Nos une Bilbao, la Nicolasa

(famoso restaurante) y la mordacidad política. Pero sólo una cosa nos separa,

que yo creo en Dios y Lequerica no.» (En la foto, J. F. de Lequerica.)

Resulta simbólico hoy que un monumento a Prieto se instale junto al de Franco

ante los nuevos Ministerios. Como complementarios de Heroísmo y Socialismo.

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Azaña (le faltó una h en su nombre)

¿Cómo era Azaña?

La cabeza

Lo más poderoso de Azaña era la cabeza. Aunque, en rigor, nunca se la pusie­ron a precio.

Era una abultada palidez con gafas. Cabeza de intelectual. Más bien de solitario. La cabeza de Azaña era una cabeza de cera. El Museo Grevin tenía la copia en sus rostros convulsos de sanscülottes.

A la cabeza, de -Azaña le iba muy bien la cogulla. Nació destinada para fraile. Y de no haber muerto de tan triste manera «Azaña» a lo mejor se hu­biera refugiado en la infancia de su Escorial.

Muy romana, muy castellana, muy de busto antiguo. Se la veía en un pe­destal sin más que unos pliegues de piedra —la toga pretoriana— ceñidos en un hombro por la fíbula.

Rasgos abultados, blandos, sensuales, sin aristez alguna. Rasgos de un tímido y linfático. Pero los labios eran carniceros. La sonrisa voraz, sin mise­ricordia. La mirada glacial, lejana, implacable.

La boca de Azaña era lo que solía suscitar el centro de atención de los caricaturistas. Señal de que en ella residía un secreto. Los dientes abandona­dos y algo sueltos, en signo de ferocidad sarcástica. Alguna que otra verruga, guardando el antro bucal, como perros de caverna, ayudando a dar pavor a aquel rostro que no huía de ser pavoroso.

Un pelo ya blanco, con calvimechones. Armonizando su blanquez con la del rostro. Y sin embargo ese rostro que asustaba a los niños de España tenía sus momentos de serenidad trascendente, de beatitud con jirones de cielo azul entre nubes de tormenta.

La cabeza de Azaña era cabeza de tribuna y mesa presidencial. También cabeza cenobial de celda. (Un Carnaval la disfrazó Azaña con traje de Cardenal; con veste inquisitiva.) Para disimularla en la calle, en la tremenda calle de­mocrática de entonces, la travestía con un flexible, un sombrero blando, me­diocre, indiferente.

El sombrero flexible de Azaña era la máscara con que encaretaba su in-flexibilidad, su secreto ante los ojos ingenuos de las masas republicanas.

El cuerpo

El cuerpo de Azaña vestía hopalanda. Vestía unas haldas sacerdotales. Como un sacerdote antiguo y pagano, el del lagq de Nemi. Vestía amplia toga de foro grecolatino. Tuvo un día que quitarse todo ese ropaje, suelto, abundante y largo, y se quedó como se quedan los cuerpos de los canónigos al quedarse de paisano: despistados, torpes, gruesos, excesivos, tímidos y sin saber qué hacer ni cómo andar.

Sus pantalones, siempre arrugados, plisados por el sedentarismo y el olvi­do del cuerpo, le denunciaban siempre aquel fenómeno sacerdotal.

Y Azaña lo aprovechaba para ejemplarizar sobre la democracia, sobre lo democrático y ejemplar que resultaba en una República llevar arrugas en el rostro y en el traje. Sobre lo bien que sentaba parecerse a un Herriot en lo estudiadamente desgarbado, fachoso y campechano.

Los brazos de Azaña solían caer casi siempre a lo largo del cuerpo, rela­jadamente, como hechos de trapo y sin músculo, con bamboleo inmóvil de muñeco, enseñando el dorso laxo y blando de las manos. Manos que no se cerraban en puños ni en garfios sino que flotaban abacial y candidamente, des­tacando su albura gordezuela sobre los paños del traje como queriendo mos-

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Rasgos abultados, blandos, sensuales, sinaristez alguna. Rasgos de un tímido y linfático. Pero los labios eran carniceros. La sonrisa voraz, sin misericordia. La mirada glacial, lejana, implacable.

Los brazos de Azaña solían caer casi siempre a lo largo del cuerpo, relajadamente,

como hechos de trapo y sin músculo, con bamboleo inmóvil de muñeco,

enseñando el dorso laxo y blando de las manos.

En política no pasó de Presidente afrancesado y ateneísta. Le faltó una «H» en su nombre. La de «Hazaña». (En la foto, M. Azaña junto a una serie de ateneístas,

entre los que se reconoce a R. Franco, abril de 1931.)

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trar un anillo episcopal inexistente, como invitando al beso —genuflexo— de ese anillo.

La voz

La voz de Azaña era clara y fría. Como una fuente. Claridad pertinaz, metáli­ca. Tan metálica que se acercaba en cuchillo y se clavaba en los cuellos y en los costados. Apuñalaba. Fría y honda.

Su frialdad sólo se templaría con sangre de guerra civil. Entonces, cuan­do su voz sangraba —húmeda, goteante— se hacía dulce, densa, pastosa. Con­vulsa. Se llenaba como de amor, emocionada y líquida.

Sus costumbres

Acostarse tarde. Levantarse tarde. Ir a la oficina. Antes de llegar, claro está, a Presidente. Almorzar en cualquier restaurante modesto, hasta que se casó en 1929. Irse a leer toda la tarde. Tertulia a las ocho (Ateneo, café Regina en la calle Alcalá). Cenar a las doce una colación de leche y huevos. Nueva tertulia. Y pasear, pasear. Solo. De día, en invierno. De noche, en verano. De joven le gustó la caza de pueblo y jugar al tresillo como un cura rural. Pero su deporte auténtico: leer, leer. Dicen que de chico le gustó jugar a los toros y a los soldados.

Pero en política no pasó de Presidente afrancesado y ateneísta. Le faltó una «H» en su nombre. La de Hazaña. Podía haber sido, como Prieto, el Le-nin, el Duce, el Führer de España. ¡Le faltó una H! ¡La del Heroísmol ¡Po­bre Azaña!

Fraga

Si en la crisis que hizo Presidente de España a Adolfo Suárez fue marginado Motrico como premier, por exceso de personalidad y escasez de partido, ¿no acaecería igual con Fraga, todavía «intempestivo» para su leadership?

No. El Tiempo trabaja a su favor. Ya que la «Reforma política» iniciada por Franco hacia 1945 —cuando evolucionara de Cisneros a Cánovas— está llegando a sus últimas tomas de tierra sin graves impactos en las alas. Al lo­grar que, en vez de una Piazza di Loreto o un Nuremberg para el «Movimien­to», éste se vaya liquidando gradualmente a sí mismo. Desde aceptar una ideología antagónica hasta ir sus símbolos desvaneciendo. Con lo que, en cier­to modo, el Movimiento «disfrazado de enemigo» o a la manera de Ulises bajo pieles de carneros para escapar del gigante Polifemo, ¡seguiría andando! Y, si posible, hasta renacer del mito caudillal. (Trance previsto por Franco. Pues desde su tumba aún sigue gobernando.) Yo no sé lo que en agosto de 1975 diría a Fraga cuando le visitó en el Pazo de Meirás siendo aún embajador londinense. Probablemente, que siguiera entrenándose con nuevos servicios estatales (como sería el inmediato de Gobernación). Hasta que los últimos res­tos de la Roma mussolinesca dejaran pleno paso a la vaticana. Y las ameri-canoides veleidades presidencialistas a una Monarquía inspirada, una vez más, en la británica. ¡Tiempo del Trono y del Altar! O intento de sustituir, con esas dos históricas internacionales, las más recientes de capitalismo y marxis­mo. Tiempo que Fraga viene cronometrando desde su «Godsa» u organización que pudiera traducirse por «God» (Dios britanizado) y «S. A.» (Sociedad Anóni­ma confesional), «Godsa».

No sólo eso. Sino que pocos aspirantes al Poder en España podrían com­petir con la oferta de Fraga para recoger, mediante fórmulas «centristas» y de «Clases medias», el secreto del Movimiento. Y sin renegar de haber a ese Mo-

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Lo que puede de Fraga asegurarse es de que posee una robusta formación católica imprescindible para los tiempos inmediatos. En Fraga todo es robusto. Y si no se hubiera sometido al régimen del C. L. M. (Comer La Mitad), seguiría ostentando aquella fragosidad galaica que le diera nombre y corpulencia.

Casado con una compañera, linda, castellana

de Sahagún, pondría en ejecución su exaltación

de la familia con hijos numerosos.

Yo conocí [a Fraga] cuando impulsaba Cultura Hispánica. (En la foto, de izquierda a derecha, A. Sánchez Bella, E. Giménez Caballero, J. Aparicio y M. Fraga, en un acto celebrado en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, 1952.)

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vimiento servido. Ya que tal secreto consistía —socialmente— en haber logra­do durante casi medio siglo «centrar» derechas e izquierdas, conservadores y revolucionarios, empresarios y productores a través de un Sindicalismo re-pristinado a su etimología originaria de «Syn-dike» o «unión justa». Y que hizo posible partir de cero en 1939, desde una España en ruinas y llegar a una reconstruida y desarrollada. Entera. Cierto que la Generación de la Victoria (1939) al «neutralizarse» en 1941 perdería su ímpetu expansivo. Reservándolo para las nuevas promociones. Pero, al mimarlas y facilitarles la vida hizo que éstas se «aseñoritaran», entendiendo por ello lo que Fraga definió certeramen­te en su Libro blanco: «Cada Generación tiene ante sí el reto que supone perfeccionar lo heredado y elevarlo a la más alta potencia.» Que, en el caso español, debiera haber sido, por tales generaciones, la eliminación de «Gi-braltar-Rota» y «la magna empresa africana» para salvar a Europa.

Pero como esto no ha sucedido así, sólo quedaría este sucedáneo «cen­trista» o social-cristiano de la nueva estrategia romana, flanqueando, a tal Cen­tro, con alas diestra y siniestra. ¡Hora de «acogerse a sagrado»! Por eso no es un azar que hasta las mismas huestes subversivas imploren, a lo medieval, para protegerse ¡el derecho de asilo! en las iglesias. ¡Roma Madre! Mientras los restos acérrimos del Movimiento: unos, involucionen hacia sus orígenes anarcosindicalistas y, otros, hacia una FE críptica, como de mozárabes en el siglo vn ante la nueva invasión peninsular. Que va borrando el nombre «his­tórico» de ESPAÑA sustituyéndolo por el geográfico de PAÍS («País» que vie­ne de «pagus», aldea, lugar, como «lucus», de donde procedería «Lugo»).

Ignoro si Fraga tendrá, políticamente, un «cuadrante completo» (como me dijera Millán Astray hablando de otro gallego, Franco). Pues sus biógrafos le achacan defectos en maneras y carácter. Pero lo que puede de Fraga asegu­rarse es de que posee una robusta formación católica imprescindible para los tiempos inmediatos. En Fraga todo es robusto. Y si no se hubiera sometido al régimen del C.L.M. (Comer La Mitad) seguiría ostentando aquella fragosi­dad galaica que le diera nombre y corpulencia. Nacido un 23 de noviembre, 1922, hijo de hogar campesino, de padre emigrante y el mayor de doce her­manos, se desarrolló entre un apetito gaélico y una religiosidad poetizada por su madre y politizada por su progenitor al volver de Cuba y llegar a alcalde de la CEDA. («De las ideas católicas —diría Fraga— el primer influjo me ha­bía llegado de mi propio padre y frecuenté los Luises de Madrid y luego el Círculo de Estudios de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas.») Además, en Santiago, calle de la Virgen de la Cerca, estudió con los Jesuítas, a cuyo clásico padre Luis de Molina tradujo en sus libros De la Justicia y el Derecho. Siendo también un profundizador de Balmes (y de Saavedra Fajar­do). A los cuatro años hablaba y leía en español y francés, pues su madre, María Iribarne, era vascofrancesa. Y desde la escuela se destacó con prodi­giosidad aquel «chico de Villalba», «que se pasaba el día estudiando» y val­dría, enciclopédicamente, para todo, soñando con ser marino de guerra, pero —al fin— eligiendo la genuina carrera gallega: la política, que todo lo abarcaba.

Casado con una compañera, linda castellana de Sahagún, pondría en eje­cución su exaltación de la familia con numerosos hijos.

Fraga: Humanista, jurista, catedrático, diplomático, parlamentario y tra­tadista, con una producción en libros y artículos y discursos leídos, tan arro­lladura y torrencial que obliga a aceptarla a cierraojos. Iniciase como Minis­tro de Información y Turismo —y de Exteriores en ausencias del titular—. Y para Educación y Ciencia, a punto de ser nombrado, lo cedería a su emi­nente y admirable cuñado Robles Piquer. Hasta que, cesado de Embajador en Londres, se instala en Gobernación. Y luego en el país para experiencias más amplias.

Yo le conocí cuando impulsaba Cultura Hispánica. Y le flanqueé aquel acto de Dalí sobre Picasso en el María Guerrero. Alguna vez vino a mi cripta del Quijote de la Puerta del Sol, donde en el 1949 inicié la «apertura» y la «reconciliación» hasta con los Emancipadores de nuestra América. Siendo Ministro de Información me editó un libro, en RTVE-Salvat. Y un día me

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visitó en Asunción. Llamándome luego para hablar de Maeztu en Londres y ofreciéndome una recepción con amigos ilustres como mi entrañable Amery. Y además sé que más de una vez me hizo ausencias elogiosas. Ánimo generoso.

El Tiempo trabaja a su favor. Pero no le será tarea fácil aceptar el im­perativo que de fuera se nos impone (democratizante, parlamentario, regional y populista con el que se intenta transformar ESPAÑA en PAÍS). Y, al tiempo mismo, preparar la hora, inexorable, en que el PAÍS, resurgido su genio his­tórico, se convierta, otra vez, ¡en ESPAÑA! Ése sería el secreto programa de su Alianza Popular. De su A.P.

Felipe González

Bajando las escalinatas del Palacio Real el 2 de noviembre —1982—, tras la visita del Papa al Rey Juan Carlos, tuve la oportunidad de recordar a Felipe González el vaticinio que en 1979 le hice (desde Informaciones, dirigido por Emilio Romero) sobre su triunfo en España, precisamente por su españolidad socialista. Una españolidad que siempre estuvo latente en el PSOE desde los tiempos fundacionales del «Abuelo», en 1879, al iniciarse en la madrileña calle de Tetuán, número 2. Españolidad que ya entonces, 1979, Felipe González afir­mó al declarar que no admitía de Moscú subvenciones para Prensa ni otras de la socialdemocracia europea tras finalizar el exilio del partido. Por lo cual y por otras hondas razones sobre su formación personal en Sevilla, y creo que luego en Lovaina, le auguré un éxito clamoroso, subrayado por la inmediata visita social del Papa. (Pues la Iglesia que afrontó en el Renacimiento el Li­bre Examen y el Liberalismo del xix, ¿por qué no ahora el socialismo? ¿No está ya ahí la Polonia de Walesa?)

Por todo lo cual, mucha gente, y yo entre ella, auguró y deseó que Felipe González pudiera, al fin, encarnar lo que no lograran sus antecesores de modo pleno: la españolización del socialismo. A costa de los «comunismos naciona­lizados» o eurocomunistas ya muy en baja.

Alguien dirá que sería tornar al falangismo, pero al falangismo originario de Fourier (1772-1833), al de «La Phalange», exaltada ya en España desde 1848 con aquel diario, La Organización del Trabajo, dirigido por Garrido y Beltrán, germen de la posterior Prensa socialista española, donde se afirmaba que «con los falansterios o falanges era el único modo de resolver el problema social y los antagonismos de clase».

No se ha estudiado bien la españolidad de los líderes socialistas de Espa­ña (Ricardo de la Cierva afirmó en Ya que si José Antonio viviera se haría del PSOE), comenzando desde el fundador, Pablo Iglesias, aquel ferrolano inicia­do en el socialismo por Lafargue, el marido de Laura Marx, cuando llegó a Madrid por 1887, manifestando muy poca simpatía hacia Cataluña, que estuvo a punto de apalearle. Yo le conocí cuando fundé con otros camaradas el pri­mer grupo de estudiantes socialistas en aquella Casa del Pueblo de la calle Piamonte, sobre el solar del duque de Frías, en cuya capilla de San José se casara Bolívar un 26 de mayo de 1802, según yo descubrí. ¡Pablo Iglesias! Gorra, barba, blusa, viajando en tercera. Y qué nobleza fundacional en sus palabras.

También fue muy español Julián Besteiro, maestro mío de Lógica en la Universidad y al que acompañé en varios mítines. Cuando surgió aquello del corporativismo en Italia, a Besteiro le impresionó y tuvo veleidades, que se las dejó a su correligionario Largo Caballero al colaborar con don Miguel Pri­mo de Rivera. Su asturianismo y su formación europeizante de «institucionis-ta» le acercaron más al laborismo británico e incluso al fabianismo. Pero su muerte en la cárcel de Carmona fue algo tan noble que le hubiéramos sacado libre de resistir su salud y tributado un homenaje.

También resultó un gran español don Paco el Estuquista, albañil como Mussolini, el extraordinario Largo Caballero, cuyo mirar claro, como el de

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Felipe II, helaba algo la sangre. Secretario muchos años de la UGT, vicario de esa orden frailuna que es el socialismo: reglas, ordenanzas, dómini-canes, canes del Señor: el PUEBLO. (Por eso tuvo a sus órdenes a Pepe Bergamín.) Fue el creador de los comités paritarios, gérmenes del sindicalismo vertical. Llamado el Lenin español, resultó capaz de arrojar de su despacho al emba­jador soviético Rosenberg con palabras recogidas por Ginés Ganga: «¡Mar­chaos!, ¡marchaos! ¡Y debéis aprender que los españoles somos muy pobres y necesitamos ayuda del exterior, pero también somos infinitamente orgullo­sos para consentir que un embajador extranjero intente imponer su voluntad!»

Si Iglesias fue el socialismo fundacional, y Besteiro, su inteligencia, y Caballero, su acción; Fernando de los Ríos, su sensibilidad (palabra muy de moda entonces). Caballero no era un liberal, pero don Fernando, sin tacha, por encontrar en el socialismo su meta del «humanismo ideal». Barba de seda negra, como un profeta bíblico; políglota y cultísimo, para enviar a todos los congresos; lector de Kant y de Marx en su lengua propia, y, sin embargo, muy granadino, protector de Lorca. Y hasta a mí me ofreció cierta Embajada. Él que llegó hasta Lenin —como el inolvidable Pestaña—, pero no por las mis­mas razones. Pestaña encontró los soviets con mentalidad burguesa, materia­lista, y los desdeñó. En cambio, don Fernando se quedó estupefacto ante la reacción de Lenin frente a la libertad. «¿Libertad? ¿Para qué?» ¡Su informe ante el III Congreso del PSOE para la adhesión a Rusia hizo que el PSOE vo­tase por la independencia española!

En cuanto a Indalecio Prieto, quizá sabéis que fue mi candidato para cau­dillo de un socialismo nacional. Le faltó genialidad, aunque era muy inteli­gente. Y heroísmo, aunque tenía coraje. Hubiera salvado a España de la guerra civil y, por tanto, a Europa de la internacional.

¿Será esta tarea la de Felipe González, por su especial formación? ¿Y la del propio Alfonso Guerra? Yo le oí hablar hace tiempo en la Universidad de la Magdalena, donde también actué, y me impresionó. Y le aplaudí mucho. Y luego, ya en el Poder como Vicepresidente, le visitaría en la Moncloa y ha­blamos a fondo. Y hasta me recomendó, por carta que poseo con un párrafo autógrafo, al gobernador y alcalde de Sevilla para una conferencia. Pero no le hicieron caso. Al fin tuve en Sevilla un gran éxito en la Universidad Menén-dez Pelayo y en dos entrevistas radiofónicas con el «Loco de la Colina».

Hay algo en el PSOE —ya se ha dicho— que atraería más si se le quitase la O del OBRERO, que ya intentó con Jaime Vera. Y se le acentuara la E ma­yúscula de ESPAÑOL.

Cuando escribo esta POSTAL POLÍTICA, a fines de 1984, Felipe González posee ya una Cámara, llamada «rodillo», y un Congreso de Partido discipli­nado como cualquier socialista totalitario desde Lenin a Mussolini o Hitler los tuvieran. Tras haber fracasado en el Parlamento aquel golpe de Estado —23-F-1981— en cuyo Gobierno, de haber triunfado, parece ser que hubieran quedado incorporados Felipe y Múgica. Quizá fue ése el motivo de rechazar Tejero la lista que el General Armada le mostrara tan intempestivamente.

Al asumir el Poder, Felipe adoptó una estrategia más que de ánimo libe­ral, de gracia sevillana. Oyéndole llamar a todos «¡CIUDADANOS! » nos creía­mos en 1789 en plena Revolución burguesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Y cuando se le venían encima manifestaciones tremendas de obre­ros por la reconversión industrial o cualquier otro motivo, con un gran lienzo delante generalmente rojo, tomaba en sus manos aquel capote y de una veró­nica ceñida, doblando la cintura a lo Belmonte, dejaba pasar la fiera. (Dejar hacer, dejar pasar.) Liberalismo puro. Hasta que se fue haciendo a esa lidia, utilizando los policías como picadores.

La gente no se ha dado cuenta aún de tres rasgos decisivos en Felipe. Que al hablar jamás altera el tono, con lo que adormece al enemigo («domador de serpientes», le llaman). Y que sus rasgos faciales son leoninos. Que lleva un león y una culebra en su persuasión. Y una gran memoria de gentes. A mí me habló un instante en Palacio. Otro en la Moncloa cuando me dijo que había dado orden a RTVE para realizar «El Madrid de Bolívar», auspiciado por el

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También resultó un gran español don «Paco el Estuquista», albañil como Mussolini, el extraordinario Largo Caballero, cuyo mirar claro, como el de Felipe II, helaba algo la sangre.

Fernando de los Ríos, barba de seda negra, como un profeta bíblico; políglota y cultísimo,

para enviar a todos los congresos; lector de Kant y de Marx en su lengua propia, y, sin embargo, muy granadino, protector de Lorca.

Todo el porvenir político de Felipe, del gran diestro Felipe González y su peón de brega el «Guerrita», también con nombre de inolvidable toreador, está en ir nacionalizando, españolizando su socialismo.

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Presidente Betancur. Y la tercera vez en una Embajada al marcharse y des­cubrirme en un rincón se volvió y estrechó mi mano.

Todo el porvenir político de Felipe, del gran diestro Felipe González y su peón de brega el «Guerrita», también con nombre de inolvidable toreador, está en "ir nacionalizando, españolizando su socialismo. Lenin, el maestro de todos, no venció por el marxismo, que estudió en Londres y terminó por no entenderlo, sino por su nacionalismo fanático, con su Soviet o minoría inase­quible al desaliento, que imitara Mussolini a la italiana con el fascio, y Hitler con sus SS. Y nosotros con las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalistas. Largo Caballero dejó vacante el puesto del Lenin español por incultura y rigidez. Está vacante. Felipe, como abogado laboralista, puede ganar esas oposiciones. Y retornar España a un interrumpido destino.

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Vídeos, hoy

No hace mucho de escribir este final de mis Retratos españoles, vino la Tele­visión a interrogarme sobre la agónica Generación del 40.

¿Y por qué del 40? ¿La que significó de una parte la Victoria nacional y de otra el exilio republicano? Algo parecido al momento actual de 1985 en que la Victoria es aquella de los desterrados retornando a la patria para des­terrar, al menos moralmente, a los antiguos victoriosos del 40.

En una confusión tal de famas y obras, que una gran parte del presu­puesto nacional se invierte en el afán de politizar totalmente la Cultura espa­ñola, tanto la presente como la anterior.

Basta con hojear la ÉPOCA CONTEMPORÁNEA (1939-1980) de Domingo Yndurain (en la Historia y Crítica de la Literatura española de Francisco Rico, Ed. Crítica) para darse cuenta del vendaval levantado en las Famas literarias dentro de tales fechas por los estudios más o menos arbitrarios de Mainer, Bozal, Abellán, Marichal, Marsal, Marco, Alarcos, Lapesa, Bousoño, Martínez Cachero, Zamora Vicente, Sobejano, Gullón, Amorós, Conté, García Lorenzo, Monleón, Lázaro Carreter, Doménech...

Yo quisiera televisar, en vídeos, poetas como Panero, Vivanco, Bousoño, Celaya, Otero, Gimferrer... O novelistas como Torrente Ballester, Carmen Laforet, Sánchez Ferlosio, Delibes, Castillo Puche, Umbral... Varios de ellos aspirantes a Académicos, mereciéndoselo más que todos Umbral, el codifica­dor del Cheli como dialecto pútrido. Y otros nombres de humanistas como los de Zubiri (mi condiscípulo con Ortega y Morente), Antonio Tovar, Pedro Laín, el arabista García Gómez, Agustín de Foxá...

Pero quiero limitarme a aquellas Famas que yo iniciara o bautismara como las de un Miguel Hernández y un Camilo José Cela, y en cierto modo la de un Buero Vallejo. Y las dos más representativas de nuestra posguerra —justo las de los años 40—. Rafael García Serrano como místico de una Vic­toria que se perdió y Fernando Sánchez Dragó como representante de otra juventud que tiró ese misticismo bélico por el aire, iniciando la Disidencia como salvación, el escapismo. Hasta una nueva y auténtica Coincidencia his­pánica.

Miguel Hernández

Así acaeció: una mañana de diciembre de 1931 me llamó por teléfono Con­chita Albornoz, la hija de don Alvaro, ministro de Justicia, y compañera mía.

—Ernesto, aquí tengo un pastor-poeta, que te lo mando. —Le espero. Llegó a mi casa de Canarias, 41, donde estaba La Gaceta Literaria, el

poeta y pastor. Me fijé en su cara y sus manos. Su cara: ancha y cigomática, un tanto a lo Lorca. Clara y violenta. De ojos extraordinariamente abiertos, como enredilando un ganado ideal. Manos fuertes, campesinas y tímidas. En ellas, pomónicamente, un maravilloso limón.

Le sometí a un interrogatorio de juzgado municipal. «¿Cómo se llama usted?» «Miguel Hernández.» «¿De qué pueblo?» «Orihuela.» «¿Oficio?» «Guar-

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dador de cabras.» «¿Cómo se aficionó a leer y escribir?» «Cogiendo los pa­peles que encontraba y en la biblioteca del pueblo.» «¿Sus autores preferi­dos?» «Lorca y Miró.» «¿Amigos literarios?» «Casi ninguno; Sijé, que usted conoce, de Orihuela.» «¿Qué ha escrito?» «Mire, estos versos; tómelos.» «Es­tán manuscritos. No quisiera dejarle sin ellos.» «No importa, tengo copia. Lea, lea...» «Bueno, leeré estrofas significativas.»

En cuclillas ordeño una cabrita y un sueño. (Me gusta.)

Yo me enjoyo la mañana caminando por las hierbas. (Me gusta.)

En la tarde hay luna nueva que esta luna nueva: llueva. (Me gusta.)

(Salpiqué la mirada por las hojas sueltas de su cuadernillo. Sabía a la hora que cantaban los pájaros, dormían las ovejas, suspiraban las pastoras y relucía la escarcha.)

«¿Y qué hace en Madrid vestido de gabán, tan señorito?» «Quiero traba­jar, colocarme en algo; aquello es muy estrecho, la Oleza de Miró. Si publica mis versos póngales esta dedicatoria: "A doña Concepción Albornoz, de Se-govia, que, dulce y generosa hada, me pone bajo su protección."» Y tras es­tas palabras, ninguna más. Si no la ofrenda de su tesoro áureo, como su pro­pio corazón, que estreché entre mis manos y sentí que palpitaba. A los pocos días tuve una carta suya: 19 de diciembre de 1931.

«Admirable, admirado Robinsón: »Comprendiendo que no puede usted desperdiciar un átomo de su tiem­

po, no he querido visitarle otra vez. Lo que había de decirle se lo escribo para que lo lea cuando quiera. Además que dada mi maldita timidez no le hubiese dicho nada en su presencia. La vida que he hecho hasta hace unos días desde mi niñez, yendo con cabras y ovejas y no tratando más que con ellas, no podía hacer de mí, ya de natural rudo y tímido, un muchacho audaz, desenvuelto y fino o educado. Le escribo, pues, lo que había de decirle, es esto: las pocas pesetas que traje conmigo a Madrid se agotan. Mis padres son pobres y haciendo un gran esfuerzo han enviado unas pocas más para que pueda pasar todo lo que queda de mes. He pedido también a mis ami­gos de "Oleza", que pueden bien poco, algo. Me lo han prometido. Lo que yo quisiera es trabajar en lo que fuera, con tal de tener el sustento. La señora Albornoz no puede hacer por mí nada, aunque lo desea vehementemente. La visité ayer y la saludé en su nombre. Dice que verá si sale algo. Yo no puedo aguardar mucho tiempo. Si usted no me hace el favor de hallar una plaza de lo que sea donde pueda ganarme el pan, con tristeza tendré que volverme a "Oleza", que amo con toda mi alma, pero me asustaría ver de la forma que, si no se interesa usted por que me quede, tendré que volver. Haga lo posible porque no sea y cuente con mi agradecimiento.

MIGUEL HERNÁNDEZ.»

Le hice llegar un donativo. Y con él, esta publicación en mi «Robinsón Literario»:

«Queridos camaradas de la Literatura: ¿no tenéis unas ovejas que guar­dar? Gobierno de intelectuales: ¿no tenéis algún intelectual que esté como una cabra para que lo pastoree este muchacho? ¿Quién ayuda al nuevo pas­tor poeta? ¿Qué ganado se le confía? ¡A ver! Entre todos, ¡un enchufe para este campesino! Un destinejo para este montaraz. ¡A ver esa Casa de los Poetas! ¡Hacedle aunque sea ferroviario! ¡A ver! ¡A ver! ¡Vosotros los lite­ratos influyentes y mangoneadores! ¡Un premiecillo nacional para este pas­tor! ¡Para este poeta parado!.. . Querido Miguel Hernández: si después de

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Su cara: ancha y cigomatica, un tanto a lo Lorca, clara y violenta. De ojos extraordinariamente abiertos, como enredilando un ganado ideal. (Retrato de Miguel Hernández, realizado por Buero Vallejo.)

Aquel pastor era un poeta de veras. Iba más allá del ultraís­mo, de la pura metáfora gongorina, aunque se resentía aún. Latía en él algo social y nuevo.

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estas voces no me oye nadie más que usted, sepa por lo menos que mi buena voluntad se ha cumplido.»

Cuando al poco fui a Orihuela para inaugurar un busto de Gabriel Miró, me vino a recibir con Ramón Sijé, el editor de Gallo Crisis y gran ensayista. Nos abrazamos, nos tuteamos, nos comimos juntos unos «pasteles de glo­ria». La golosina del pueblo. Miguel no era tan pobre ni tampoco su familia. Y su timidez había desaparecido. Me enseñó unos versos al Santísimo Sacra­mento y otros no tan sacramentales. Aquel pastor era un poeta de veras. Al regresar a Madrid se lo escribí a Guillermo de Torre en Buenos Aires. Iba más allá del ultraísmo, de la pura metáfora gongorina, aunque se resentía aún. Latía en él algo social y nuevo. (Después otros escribieron, y siguen escribien­do, de lo que acaeció con aquel poeta al dejar de ser pastor.) Mejor no recor­darlo. Política.

Cela

La familia de Pascual Duarte apareció en 1942. Diciembre. Poco después vino Camilo José Cela a mi casa con el libro, tras habérmelo prometido en un pre­vio encuentro. A los pocos días envié a la Revista Lazarillo de Salamanca mi revelación de Cela que todavía en unas letras de 1 de diciembre de 1962 me la agradeció noblemente: «Recuerdo siempre con gratitud tu diagnóstico en el "Lazarillo".»

Había surgido, en esa generación agónica y tremendista del 40, el Poeta vaticinador de una España derrumbada y terrorífica. Un nuevo Lazarillo. Pero sangriento. Patibulario.

«El genio español que encarnara "Lazarillo el del Tormes" no ha muerto. Se ha levantado y anda otra vez por España. Anda redivivo, con forma brutal, nueva y alarmante: en el Pascual Duarte, de un autor —Camilo José Cela— hasta ahora tan desconocido como lo fuera el autor del Lazarillo.»

Una mañana salía yo de cierta dependencia oficial. Me encontré con un amigo que iba con un muchacho alto, extrañamente encarado, pálido. Este último, sin apenas presentación, me dijo:

—Te voy a mandar mi Pascual Duarte. Lo recibí con una dedicatoria positiva y violenta. No hice caso del libro, pues desde la guerra tengo cierta superstición con­

tra la literatura. Pero no sé por qué, una noche se me ocurrió hojearlo. Y angustiosamen­

te, lo devoré de un tirón. Aquella noche dormí mal. No había leído páginas más atroces. Pascual Duarte era un condenado a

muerte que contaba su vida momentos antes de ser ajusticiado. En un estilo directo, bárbaro, imposible.

Si «César Borja» hubiese escrito sus Memorias (antes de morir comido de perros en Navarra) y en vez de haber vivido en el Vaticano hubiese vivido en un poblacho de Badajoz, esas memorias serían las de Pascual Duarte.

Pascual Duarte no aspiró a tanto. Su chulería repugnante quizá tenía un fondo decente. No nació quizá malo del todo. Como no nacieron del todo ca­nallas Lazarillo, ni Pablos, ni Guzmán, ni Estebanillo, ni Justina, ni Alonso, ni la Garduña. Fue el origen infame de su nacimiento, tal vez. El picaro quisiera ser noble y heroico como Amadís, pero al comprobar que el heroísmo y la nobleza sólo sirven para que la gente se ría como de don Quijote, tira de cu­chillo y se abre paso hasta el patíbulo.

Pascual Duarte, metido a tiempo en la Legión, hubiese ganado la Laurea­da. Escapando a América, hubiese llegado a cabecilla de revolución mejicana. Pero al llegar a La Coruña para embarcarse a Buenos Aires y ver que no tenía bastante para el pasaje, se vuelve a su pueblo y ahí estuvo su perdición.

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Su ojo crudo y sin pestañear de legionario había descubierto no sólo la Extremadura roja,

ibérica, atroz, sino también aquella que fue riñon de conquistadores

americanos, con entrañas rapaces e insaciables.

Es la vida más vitalmente cruenta que ha publicado la Picaresca española. Los buscones anarquistas de Pío Baroja son unas pobres almas piadosas y timoratas al lado de «Pascual Duarte». En los buscones de Baroja hay un ideal oculto. En Pascual Duarte, nihil. (Fotograma de la película basada en la novela de Cela.)

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Mató al que había perdido a su hermana y querenciaba a su mujer. Des­pués, ya el instinto de matar le lleva a apuñalar a su propia madre, por odio, como en venganza indecible de haberle parido, de haberle dado aquella vida y aquellas ganas de matar. Precisamente cuando, casado por segunda vez, todo parecía que se le iba a arreglar en la vida...

Yo llamé en seguida al autor de Pascual Duarte. Y me lo puse cara a cara. Era un mozo bigardo y espigado.

—Sabes, tu Pascual Duarte, que ya siendo joven mató a su pobre perro (a quien quería) por el gusto, por la fatalidad, por una querencia oscura de matar, se aparta de la línea clásica de los picaros españoles en eso, pues casi ninguno fue criminal. Casi ninguno pasó de ladrón.

—¡Psh! —me contestó encendiendo un pitillo. —Cuéntame tu vida. En pocos rasgos me contó su vida. Había nacido en Padrón (la vieja Iria

Flavia). Pero tenía, además de sangre gallega, mezclas inglesas e italianas. Es­tuvo muy enfermo del pecho cuando nuestra guerra. Medio derrengado, se pasó a las líneas nacionales desde zona roja. Por su enfermedad no le admi­tieron en una bandera de Falange para ir al frente. Y se las arregló de modo que se enroló en la Legión a ver si le pegaban un tiro. Pero vivió la dureza del legionario, por tierras extremeñas. Licenciado tras la guerra, estando en una oficinilla de pueblo, se le ocurrió utilizar el cuaderno de cuentas para escribir las hazañas de «Pascual Duarte y su familia». Le salió un breve libro. Una novela autobiográfica que nadie quiso publicar. Por fin la imprimió en Burgos con pocos ejemplares, que regalaba a los amigos.

Estaba muy pálido. Acababa de hacer en un sanatorio una larga cura de reposo. Y sin embargo, mientras me hablaba, no dejaba de fumar y beber anís. Como si aún estuviese en la Legión.

—¿Sabes que has escrito algo de verdad? ¿Sabes que has escrito la única novela importante en España desde que se acabó la guerra?

—¡Psh! Aquel desdén medio cínico, medio trágico, terminó de alarmarme. Porque

la aparición de una literatura así —desgarrada, cruel, brutal, desesperada— quizá era un síntoma como la otra vez, de malos augurios nacionales.

De este chico enfermo —con sangre internacional en las venas que le em­pujara instintivamente al Tercio extranjero— acababa de salir la visión de una Extremadura increíble, aunque la sospechábamos desde años, desde los crímenes rojos excitados por la Nelken. Su ojo crudo y sin pestañear de legio­nario había descubierto no sólo la Extremadura roja, ibérica, atroz, sino tam­bién aquella que fue riñon de conquistadores americanos, con entrañas rapa­ces e insaciables. En Pascual Duarte revivía un anhelo inextinguido de botín y sangre, de crueldad, muerte y posesión.

Como en toda esa literatura clásica y genial de España que se ha llamado «picaresca», vibraba en Pascual Duarte «la vida» en su brote más elemental: más allá del bien y del mal, sin conciencia moral alguna, pura, brutal, existen-cialmente. El Lazarillo, el Buscón, Guzmán, procuraron cubrir las apariencias con reflexiones morales y pedantes. Pascual Duarte a lo más que llega es a confiarse a un cura antes de morir. Su vida hubiese entusiasmado a Nietzsche y a Kirkegaard. Es la vida más vitalmente cruenta que ha publicado la Pica­resca española. Los buscones anarquistas de Pío Baroja son unas pobres al­mas piadosas y timoratas al lado de Pascual Duarte. En los buscones de Ba­roja hay un ideal oculto. En Pascual Duarte, nihil.

Y es que Pascual Duarte lleva un no sé qué en su alma de ex combatien­te. De hombre que soñó glorias y al fin se ve abandonado, preterido. Y amar­gamente se pone a beber, a jugar, a olvidar, a olvidar. Y a resbalar —con mala suerte, con fuerza de sino— hasta el crimen.

Pascual Duarte es un síntoma alucinante de guerra. (Como lo es otro re­lato que leí después, de Cela, titulado El capitán Jerónimo Expósito. Gángster a la española, bandolero. Otro subvertido.)

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Cuando a una juventud se le ha hablado de idealidad, de Imperio, del no­ble Amadís o del puro José Antonio, y luego encuentra en la realidad renun­cias, aburrimientos, codicias, estrapertos, traiciones y burlas... ¿qué se le pue­de pedir? ¿Sólo se le puede pedir que evite, en lo posible, terminar como Pascual Duarte: en capilla y con un cura al lado antes de ir al paredón. Pas­cual Duarte es un Lazarillo, un guía, que al fin pierde el miedo a su amo a fuerza de verle ciego, avaro y desconfiado, empujándole a que salte y se parta la cabeza contra una piedra y así acabe de una vez y le deje en libertad. ¡En libertad! Secreto indecible de toda la Picaresca.

El picaro, al no lograr ser héroe ni caballero, busca el destrozar toda nor­ma y toda ley. ¡Libertad para triunfar como canalla y miserable! ¡Libertad para volver a ser miliciano! ¡Para robar y matar otra vez! Para descargar con­tra alguien el rencor de un destino truncado. ¡Libertad! Sin dar ya cuenta a nadie de sus pasos: no ya a un pobre ciego. Ni siquiera al mismo Dios. Liber­tad para el Terror. Cela, genial vaticinador de una España terrorista.

Buero Vallejo (un tradicionalista)

Que Buero Vallejo tuviese talento dramático —quizá el mayor talento dramá­tico de las nuevas promociones españolas— lo constatamos todos los que vimos representar su Historia de una escalera, y En la ardiente oscuridad.

Pero el que ese dramático talento perteneciese al genio más tradicional de España, eso no lo pudimos descubrir —atónitos— hasta presenciar el es­treno de su Tejedora de sueños.

A la salida de su estreno alguien me preguntó: —¿No cree usted que esta obra es algo afrancesada, y recuerda a Girau-

doux? ¿No es una obra de izquierdas, como dicen que es su autor? —¿Afrancesada? ¿Giraudoux? ¿De izquierdas? ¡Pero si acabamos de ver

el drama más calderoniano desde que murió Calderón! —¿Calderón con Buero Vallejo? —Calderón y Rojas Zorrilla y Lope... Y hasta Juan de la Cueva y Torres

Naharro. —Pero... —Lo que acabamos de ver, amigo mío, ¡es un castizo drama sobre el Ho­

nor, sobre la Honra! El verdadero título de La Tejedora de sueños debería ser El médico de su honra, o El castigo sin venganza, o A secreto agravio, se­creta venganza, o La traición busca el castigo...

- ¡ . . . ! —Sí. Ese Ulises que, tras veinte años, vuelve a su hogar y encuentra que

Penélope su mujer le ha traicionado con el pensamiento, ¡sólo con el pensa­miento y sin que además nadie lo sepa!... Y en vez de perdonarla y compren­derla, tras matar a sus pretendientes y de forma cruel al «elegido» por ella, y ante los ojos de ella: y a ella la castiga, ¡y qué castigo!, ¡y qué venganza!, ¡y qué horror!, a que el pueblo de Itaca y la posteridad, la crean el «símbolo de la casada fiel», con lo que su Honor de marido se salva y su Honor de rey (aunque se hunda todo lo demás: amor, esperanza, ternura...): eso... eso es Calderón puro. Tradición española pura... Con lo que Buero Vallejo queda al descubierto. Resultando un Tradicionalista que ha necesitado recurrir a la Tragedia Antigua para revelar, de pronto, su propia genuinidad española. Exac­tamente como le ocurrió a nuestro teatro clásico en la Edad de Oro.

Exactamente. Porque nuestro teatro, desde sus mismos orígenes renacen­tistas a fines del siglo xv —con Enzina y con la Celestina— quiso (como Buero Vallejo) inspirarse en el Humanismo, imitando la Tragedia Antigua adaptada por los Giraudoux y los Cocteau de entonces: un Poliziano con su Orfeo, un Trissino con su Sofonisba...

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Pero, así: como el resto de Europa, más humanista y liberal que España, pudo adaptar, mejor o peor, tales «modelos», el genio medieval, tradicional y católico de España, se resistió. Y desistió al fin.

Francia, cortando de raíz con su teatro medieval y tradicional, tras los intentos de Jodelle, Hardy, D'Aubignac, logró sus grandes «clasizantes»: Cor-neille y Racine.

Inglaterra, tras Sackville, Ben Jonson y Marlowe, dio la magnitud de un Shakespeare que, en «paganidad esencial» superó a toda la Tragedia An­tigua.

Italia, tras los ensayos incitadores de su Renacentismo, hubo de esperar hasta el siglo XVIII para conseguir el gesto marmóreo y académico de un Al-fieri.

Alemania no reveló su «Antigüedad» hasta el Romanticismo, con Goethe y Schiller.

Sólo España —el país que puso más empeño tras la Italia del Renacimien­to en restaurar la Tragedia griega—, fracasó una vez y otra, siempre que lo intentaba. Y no por falta de talentos y voluntades. La Celestina, ¡genial Celes­tina! , fue su primer fracaso de Clasicidad a la Antigua. (Melibea se suicida ante sus padres por miedo a su deshonra más que por amor.) En el Cristino y Febea de Enzina hay otro suicidio parecido. En la Himenea de Torres Na-harro suenan ya las primeras frases de honor calderoniano, a principios del siglo xvi.

Era inútil que los Humanistas de Salamanca, Pérez de Oliva y Villalobos, tradujesen «modelos griegos» para ser imitados. Era inútil que el Pinciano recomendara a Aristóteles, y las unidades dramáticas. Inútil que Cervantes, Artieda, Virués, Argensola, Bermúdez, Díaz Tanco, Malara ¡y el propio Lope!, se esforzaran en lograr la «Tragedia a la Antigua», el máximo ideal dramático de todo hombre del Renacimiento, de toda minoría culta en el xvi...

Juan de la Cueva fue el Salvador. ¡Atengámonos a nuestro genio, a nues­tra tradición! ¡Hagamos clasicidades con nuestra Materia nacional! Ésa fue la consigna solucionadora.

Y así surgió el teatro español —y universal— de nuestra Edad de Oro. Y así nacieron El burlador de Sevilla de Tirso, la Fuenteovejuna de Lope. Y El Alcalde de Zalamea, de Calderón.

Y así —poco más o menos— es como ha debido elaborarse, en lo incons­ciente de Buero Vallejo, es decir: en su «intrahistoria dramática» como hu­biera dicho Unamuno, su La Tejedora de sueños.

Que Buero Vallejo se propuso restaurar la Tragedia Antigua siguiendo modelos determinados de la Europa culta actual. Yo no lo dudo. Que Buero Vallejo se propuso destruir y complicar el mito legendario de «La Casada fiel», de la casta Penélope, buscando atraernos hacia su infidelidad, tratando de movernos a compasión y comprensión .por la Mujer abandonada años y años, la Mujer que ya se cree Viuda, la Mujer que se siente amada por un joven, la Mujer que cree aún tener derecho a la pasión y el goce, tampoco lo hemos dudado. (Es curioso que Víctor Ruiz de Iriarte, al mismo tiempo y en forma de comedia: Y cosas de niños, haya intentado el mismo tema y con la misma solución.)

Pero que en el momento decisivo: poco antes de caer el telón final en La Tejedora de sueños, se abra de repente el genio tradicional de España que Buero Vallejo llevaba dentro —y que es aquel que en pleno siglo XVIII aca­démico y afrancesado, hizo triunfar ante nuestros públicos la Raquel de Gar­cía de la Huerta: y en pleno socialismo decimonónico el Juan José de Dicen-ta—, eso, es ya lo que todos aquellos que hayan visto La Tejedora de sueños no podrán, ¡no!, dudar de ello. Ni siquiera el propio Buero Vallejo que, tal vez, no sepa aún lo que ha alumbrado en esa obra.

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Calderonismo puro. Tradicionalismo puro. Buero Vallejo, ¿afrancesado, giraudouxiano,

revolucionario? ¡Un puro Tradicionalista!

Como lo es otro comunista y ejemplar, Fidel Castro. Pues Fidel Castro no ha hecho sino restaurar en Cuba, la Cuba que definieran Colón y Pietro Mártir de Anglería al desembarcar en ella. «Un paraíso. Todo es común. No hay tuum nec meum.»

Cuando salió de la cárcel Buero Vallejo le ofrecí

un Homenaje por su «Ardiente oscuridad», su drama

de los ciegos. Reuniéndolos en mi «Cripta de Don Quijote», en el Antiguo Café de Levante,

Puerta del Sol madrileña... E iniciando así y a ciegas

un «consenso» que luego triunfaría.

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«Mayor mal viene de la Fama / que de la hacienda perdida.» O bien: «La desventura mayor / más espantosa y temida / es la de perder

la vida. / ¡Primero es la del Honor!» Esos versos lopistas, calderonianos, tradicionales, tomados de nuestros

dramas sobre la honra en el xvn, son: los que, de hecho, cantan en su rapso­dia ante el Pueblo, los rapsodas de ítaca, en La Tejedora de sueños.

En La Tejedora de sueños nadie sabe —en Ítaca, en el Pueblo— que el alma de Penélope se escapó con la del pretendiente muerto, y que Penélope odia a Ulises ya y jamás se le unirá de corazón. Nadie sabe que Ulises tiene desgarradas las entrañas aunque su rostro aparezca sereno. Nadie sabe ni sa­brá nunca de aquel adulterio ideal, de aquel ideal divorcio entre Penélope y Ulises.

Todos creerán —¡y se lo transmitirán a la posteridad!— que Penélope es «la Casada fiel». Y Ulises, «el Esposo feliz y honrado» que ha rehecho su Ho­gar y su Reino.

Todos: sabrán eso sólo. Todos hablarán (fari, fama, en griego) de eso sólo. De la Fama salvada. Del Honor intacto.

«Viva mi Fama (y mi deshonra muera).» Calderonismo puro. Tradicionalismo puro. Buero Vallejo, ¿afrancesado,

giraudouxiano, revolucionario? ¡Un puro Tradicionalista! (Como lo es otro comunista y ejemplar, Fidel Castro, según pude demos­

trar ante García Márquez el pasado año —Colombia— y con gran éxito de repercusión. Pues Fidel Castro no ha hecho sino restaurar en Cuba, la Cuba que definieran Colón y Pietro Mártir de Anglería al desembarcar en ella. «Un paraíso. Todo es común. No hay tuum nec meum.» Por eso yo, cuando salió de la cárcel Buero Vallejo, le ofrecí un Homenaje por su Ardiente oscu­ridad, su drama de los ciegos. Reuniéndolos en mi «Cripta de don Quijote», en el Antiguo Café de Levante, Puerta del Sol madrileña... E iniciando así y a ciegas un consenso que luego triunfaría.

Rafael García Serrano

(Mi revelación de un escritor antes de terminar la guerra civil.)

Muchos que lean el libro de García Serrano Eugenio o la Proclamación de la primavera no entenderán este libro precioso.

Cuando suena la hora de almorzar en el mundo, y toca la sirena en la fábrica, el timbre en la oficina y fagina en el cuartel, no se puede pedir a la masa que sale, con voracidad de loba, que detenga su paso ante aquel huerto donde florece un almendro, albirrosadamente, y crece la tierna lechuga. Ni se quede estática ante el sembrado lejano donde se espiga un trigo verde con promesas de grano: y ante aquel praderío donde pacen y rumian terneras como vestales bóvidas.

La gente —a la hora de comer— no quiere promesas ni primaveras: quie­re suculencias. Pide el trigo, ¡no verde!, sino hecho panecillo. Y la ternera en chuletas. Y la lechuga, en ensalada. Y el fruto del almendro molido en una tarta con yema y chantillí.

Para la gente que en España sólo espera un «Parte Oficial» que diga: «Hoy se ha acabado la guerra, tomando Madrid, Barcelona y Leningrado» —claro es que este libro donde todo es preludio, madrugada, flor de almen­dro, ternura de verde hortaliza, trigo recién crecido, chotito amamantado y estudiantes vendiendo un periódico con una pistolilla por Madrid—, les pare­cerá algo incierto, elíptico, remoto, incomprensible.

El libro de un primavera que se proclama chiflado o de un chiflado que se proclama primavera.

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El libro de un individuo que alude por señas y por guiños a cosas olvi­dables ya por todo el mundo.

Todo lo más, el libro de uno de esos chicos que salen poetas en una fa­milia.

Ya sé que muchos no entenderán este libro precioso de Rafael García Serrano. Ni es tampoco necesario. Basta que lo comprendamos unos pocos.

De la manera que bastan en una ciudad unos pocos confesores para aten­der aquellas almas de adolescentes que un día de misa se les acercan, trému­las, a proclamar en el confesionario sus primeros pecados, sus primeras altas esperanzas. Y entre lágrimas y risas susurran al conmovido sacerdote que es­cucha, toda una inmensa vida de diecisiete años. Creyendo así proclamarla ante Dios, ante el Universo, ante la historia, en el silencio de la iglesia vacía, donde arrastra los pies una vieja, y un monago apaga las últimas velas, y la puerta se cierra de pronto brutal entre la calle y el templo, inconsciente al temblor de aquel pajarito que cuenta a un pecho sacerdotal sus penas.

Todo este libro de Rafael es una confesión. Es un sueño. Es un «Yo quisiera ser»... «Eugenio.» ¿Y quién es ese Eugenio? ¿Algún chico amigo suyo?

No. Sino el tipo de un camarada español que él comenzó a llevar en el alma, como un germen nuevo, hace algunos años. Es el fruto que su alma —ya grávida de esa idea— quería dar a luz en la vida nueva de España: el fruto «bien engendrado»: el héroe, «Eugenio» es el hombre ideal que Rafael desea­ba ser. Y como ese ideal «Eugénico» era también el de los camaradas de Ra­fael resulta que Eugenio es como el joven «mítico», «prototípico» y «proto-plásmico» a que aspiraba la juventud española allá por los tiempos originarios y falangistas de 1935, 1936... Antes de comenzar el Alzamiento Nacional.

O sea: un muchacho que el 2 de mayo de 1935, como resultado de leer un infame programa de festejos organizados por el Ayuntamiento de Madrid para conmemorar tan sagrada fecha española, se va ante la Embajada fran­cesa en «imponente manifestación unipersonal», la apedrea, y al primer tío que sale de ella, le pega y le tira al suelo.

Eugenio: es el que regresa a su ciudad natal al pie del Pirineo, y al cruzar el río a nado, un día de sol y de manzanas, encuentra en la otra orilla una muchacha como Calixto pudo encontrar a Melibea, y como Leandro a Hero. ¿Quién es? ¿Una chica de Ávila nueva en la ciudad? ¿Se llama María Victoria? No. No. Es Hero, la amante ideal del poema antiguo. ¿No atraviesa él como Leandro todas las mañanas el río para morder en la misma manzana que ella muerde, sin pecado original, con miradas puras, sin serpiente en el árbol y sin más besos que el de ese fruto bendito? Eugenio es el que va un día a ver el mar. Y toma odio a la ciudad que busca sólo ante aquél la cobarde brisa y un cobarde chocolate. Se le ve pasear por aquella ciudad veraniega y lujo­sa y burguesa también en manifestación unipersonal y amenazadora, protes­tando de los ensanches y de la higiene, del asfalto y del cosmopolitismo. « ¡No es universal. Ni católica. Ni española. Y tiene nombre de santo herido por fle­chas. ¿No es esto profético?»

Eugenio: Es el que quita de las manos a Rafael un libro de Bécquer por­que es blando como la brisa del mar. Y, sobre todo, porque los muertos en los versos de Bécquer se quedan solos. Y los muertos, en la causa juvenil donde él lucha, siempre quedan presentes y recordados.

Eugenio: Es el que clava un pasquín con cinco flechas y un yugo en el centro socialista de la ciudad acobardada. Y todos los cafés de la ciudad le dedican aquel día un minuto de charla.

Eugenio: Es el que lee a San Ignacio por las calles de Madrid y no duda en destruir el Partenón si fuera preciso, en amor de un alto ensueño y en desprecio de la estética.

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Eugenio: Es el que hace a «Laura» entrar en el partido y desprecia a «Don Juan» como hombre versátil, liberal, digno de ser rojo.

Eugenio: Es el que propone a sus demás camaradas ir a la conquista y colonización del miedo. Porque el miedo es un prejuicio pequeñoburgués.

Eugenio: Es el alma que dice frases definitivas, conclusas, dogmáticas, ar­dientes, arrebatadoras, que les subyugan a todos:

«Soy Camarada de una generación con destino propio.» «Ni la Historia tendrá derecho a juzgarnos.» «Somos los anti-Remarques: Totalmente salvados, aunque deshechos por

las granadas.» «Somos jóvenes, elementales orgullosos, católicos y revolucionarios.» «Estamos a la sombra de Dios, en los Campamentos.» «La vida no tiene explicación hasta que no se dispara el primer tiro.» «¡Y yo os juro, por Dios, que venceremos!» Eugenio: Es el que abandona el pudridero de Madrid para contemplar

con otros Camaradas, y de cerca, el Imperio desde El Escorial, como en un rito de guerreros antiguos y de montes alucinados.

Eugenio es, finalmente, el que elige su clase de muerte, el que muere en la vida con la muerte noble y sublime que quiere morir.

Cuatro clases de muerte hay en el mundo —le dice a Rafael—. «Una: la de circunstancias», por un camión o una bala perdida en la ciudad. «Otra: la bur­guesa», por una penosa enfermedad. «Otra: la del deber», la del que muere en su sitio. (Ante estas tres muertes, la familia del que muere «llora muchí­simo».) Pero hay otra «cuarta muerte: la voluntaria». No la vil y cobarde del suicidio, no, ¡sino la del combate! Es la única muerte en la que la familia no llora. Y así muere Eugenio una mañana en Madrid: en una mañana universi­taria, tras un combate de pistolas con varios comunistas. Dejando la pedago­gía de la Facultad de Letras, maldita, por la nueva, santa y precursora peda­gogía del revólver y el alzamiento.

Eugenio: era eso: el amor, el mar, la fuerza, el imperio, la fe, el valor, la gloria, la falange y la muerte. Lo elemental: lo puro, ¡la divina juventud!

Rafael —chico débil, delgaducho, becqueriano, vacilante— al saber la muerte de Eugenio, se arrebata, clama, se transforma y llora las últimas lágri­mas de su vida en juramento irrevocable.

Rafael ve a «Eugenio» muerto (a José Antonio), ve a «Eugenio» muerto (¿a Albincho Martínez de Goñi?): ve a «Eugenio» muerto (¿a Rodenas, a Los-tau, a Pezuela, a Salazar?). Y tirando libros y flaquezas quiere ser «fuerte, sano, valiente». Y que «el sol me unja de héroe» y las «mujeres le miren como a un predestinado» y pasar el río para alcanzar a Hero. Y tener «paso mili­tar, alma de capitán de los Tercios».

Rafael quiere ser como Eugenio, es decir: como la Falange, la primera que ha sido en España, el destino de la Falange.

Y coge un fusil (pero sus pulmones jadean de estertor por el esfuerzo). Y avanza por el Pirineo, a la caza de franceses contrabandistas.

(Pero su color se hace cada vez más pálido.) Y se somete a la dureza de una Academia Militar (pero sus ojeras se

agrandan). Y duerme en los parapetos helados de Teruel entre las bombas (y las ro­

sas blancas de sus labios quedan un día manchadas de sangre, porque el cuer-pecillo de poeta se le ha roto en la armadura férrea del Alférez provi­sional).

Y lo traen en camilla, con sangre en la boca y el pecho y sin herida de bala. Y la familia llora mucho. Y él piensa obsesionado: «¡Esto no es la muer­te de "Eugenio"! ¡No es la muerte de Eugenio!»

La gente no se entera en la ciudad, la vida sigue. El «Parte Oficial» habla de sublimes heroísmos. Se conceden laureadas y medallas militares en el «Bo­letín» todos los días.

Pero nosotros, los pocos confesores de la Falange, vamos a estrechar su mano exangüe. Y en la mano, le encontramos este libro.

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Ya sé que muchos no entenderán este libro precioso de Rafael García Serrano. Ni es tampoco necesario. Basta que lo comprendamos unos pocos.

Rafael —chico débil, delgaducho, becqueriano, vacilante—, al saber la muerte de Eugenio,

se arrebata, clama, se transforma y llora las últimas lágrimas

de su vida en juramento irrevocable.

Rafael quiere ser como Eugenio, es decir: como la Falange, la primera que ha sido en España,

el destino de la Falange. Y coge un fusil (pero sus pulmones jadean de estertor

por el esfuerzo). Y avanza por el Pirineo, a la caza de franceses contrabandistas.

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Y mientras rezamos a Dios por su vida, por su fuerza y por su renacer al fin, le decimos, abrazándole, prendiéndole del pecho una rama del divino lauro:

«¡Rafael: tu almendro ya dio fruto. Tu trigo dio ya grano. Carne tu ga­nado. Y tus sueños, realidades militares españolas. Tu alma es ya grande. Bien engendrada, hermosa y fuerte. ¡No pienses ya en Eugenio! Porque "Eugenio": eres tú, resucitado.»

¡En plena primavera proclamada!

La disidencia (o Fernando Sánchez Dragó)

En esas fechas dramáticas, agónicas —y terribles, de los años 40, cuando una Juventud victoriosa se embriaga de triunfo en España y sueña imperialmente mientras otra vencida en la guerra civil se expatría o se revuelve revoluciona­riamente—, hay dos almas, dos plumas españolas que las interpretan mejor que ningunas otras: la nacionalista de Rafael García Serrano y la internacio­nal de Fernando Sánchez Dragó. Una de la AQUIESCENCIA y, otra, de la DI­SIDENCIA.

Un día de 1978 me llamó José María de Areilza para invitarme a almorzar con Fernando Sánchez Dragó que acababa de publicar su Historia mágica de España (No el GENIO DE ESPAÑA como yo, sino los GENIOS, la multiplici­dad divinal de lo español, como un último y sorprendente Heterodoxo o Di­sidente de lo que yo defendía como Catolicidad hispánica o unión de Oriente y Occidente en nuestro Ser nacional).

Desde ese momento surgió tal complementariedad entre los dos que al fundar en Diario 16 su suplemento titulado DISIDENCIAS me llevó para que yo revivificase mi Gaceta Literaria en una sección semanal. Y yo, por mi par­te, cuando la Editorial PLANETA lanzó la 8.a edición de mi Genio de España, mi prologuista fue Fernando Sánchez Dragó y el epiloguista Rafael García Serrano.

Juntos fuimos unos días a su Soria natal. Juntos a Sevilla para un Curso de Conferencias. Y en no muchos más juntos porque cuando se le telefonea a su casa madrileña de Jesús del Valle, 8, os responde ininteligiblemente una voz de ¿negra, india, africana? que «don Fernando está en el Japón» o en al­guna otra remotez del mundo.

Nacido en Madrid, 1936, en plena guerra civil, estudiaría Filosofía y Letras por 1965, fundando la revista Aldebarán. Pero se metió en política extremista con procesos y cárceles. Exiliado en 1963, anduvo por Roma, Tokio, y otros países asiáticos y africanos. Se hizo profesor de Literatura en Tokio, Pescara, Dakar y Fez. Y ya en España trabajó en Prensa y Televisión. Su fama fue explosiva con esa España mágica. No dejando, como él dijo, títere con cabe­za. Si es que fueron títeres los atlantes, heraclidas, los arquitectos de dólme­nes, los gnósticos, bardos, energúmenos, peregrinos jacobeos, templarios, par-sifales, licántropos, brujos, sefardíes, suríes, estrelleros, saludadores, antipa­pas, alquimistas, pastores nómadas, reyes hechizados y toreros de a pie. O sea: toda la locura de las Españas. (No de una sola como era la mía.)

Pero no por eso vi a Fernando Sánchez Dragó como un enemigo: sino como un vengador: de mi «España genial» que se había quedado áptera, ago­nizante, dando paso a otra, de nuevo suicida y neutra, restauracionista, nego­ciante, pactera, compromisaria. Y cambista. Una España renunciataria, que a un Ejército vencedor lo convertiría en vencido. Y a una Iglesia mártir y respi-ritualizada la tornaría otra vez liberalona y demótica, sin misticismo. Dando al Demos la ilusión de una Cracia o Poder que iría quedando en «ninguna parte» como Quevedo tradujo la palabra «Utopía».

Golfo de lujo, tuareg, cenobiarca, militante de sí mismo. Monstruo huma­nísimo como los de la portada de su Gargoris y Habidis. El falso Dragó. Aquel que él se cree. Y al que Gilberto Freyre llamaría «garañón desbragado». El de Laura, en su reciente novela Eldorado.

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El auténtico Dragó: aquel que yo descubrí y reverencié desde que le avisté.

Un milite de Numancia. Una cabeza de centurión romano, una sonrisa sanísima.

Un íbero capaz de reconstruir lo que se demolió: España.

¿No habéis observado que se peina sin peinarse su cabeza como la del Tiberio?

«EIdorado» no es novela sino un intento de «Cancionero» entre un Petrarca de Soria y una Laura de ocasión.

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Porque el verdadero Dragó: no ése. Ésa: su carátula. Y el auténtico: aquel que yo descubrí y reverencié desde que le avisté. Un milite de Numancia. Una cabeza de centurión romano, una sonrisa sanísima. Un íbero capaz de recons­truir lo que se demolió: España. Un engendro de esa matriz histórica que fue la Celtiberia soriana. (¿No habéis observado que se peina sin peinarse su cabeza como la del Tiberio conservado en Tiermes? ¿Y que su faz es como aquella de los jinetes incisos en los jarros de boca trebolada: Museo nu-mantino?)

Dragó está esquematizado en los picadores cuaternarios del Valonsadero. Lleva espada corta y escudo de hoplita. Y también se le descubre, miniado, en el Códice del Beato de Liébana que se conserva en Burgo de Osma. Y otro perfil suyo avizoré en Casillas de Berlanga cuando me llevó una tarde helada de paramera.

Yo adoro Soria. Porque la viví de soldado en la guerra. Y estuve a punto de ser volado por una mina llegando a Cogolludo. La Soria que antes soñé con Machado. Y luego con Gerardo y con Dionisio. Y, al fin, huésped de Dragó en El Collado, en su mansión señorial, junto al Duero y frente a San Sa-turio.

Y desde allí confirmando que la esencia de la rebeldía española se llamaba Soria y que Dragó no era sino un fiel servidor suyo. La Soria pura, aquella de los petroglifos táuricos del Valonsadero. La inmortal de Numancia ante la Roma cesárea que inspirara a Cervantes un tragedión patriótico representado en la numantina Zaragoza de Palafox frente a Bonaparte. La Soria mediévica de Pedro de Osma, «el primer protestante español». La del endemoniado DON JUAN de Tirso (porque Tirso vivió en Soria muriendo en Almazán). La del romántico y «animista» Bécquer casado con Casta la de Noviercas. La del fun­dador del Krausismo Sanz del Río, que a través de otros «Ríos», los de Giner, llegaría al Don Antonio con carnet comunista muerto en Colliure. También era soriano de Vinuesa otro institucionista García de Diego con sus «Tradicio­nes populares» y «enigmísticas», precursor de las magias de Dragó. Rebeldía del otro Diego (Gerardo) que ultraizó a Soria. La que incitó a un Foxá para su traspiés en Roma con el Espíritu Santo. La de Dionisio Ridruejo abjurante del romanismo falangista. La del Profesor y Alcalde Tierno Galván, fino leni-niano. La del comunista Camacho. Y, en fin, la de Dragó...

Esa rebeldía de Dragó se mostró una vez más en su —1984— novela Eldo-rado, en la línea renovadora de Cela, Delibes, Torrente Ballester, Sánchez Fer-losio, Martín Gaite, Fernández Santos y Martín Santos. Aunque Eldorado no es una novela sino un intento de «Cancionero» entre un Petrarca de Soria y una Laura de ocasión. Y que termina como la del florentino: «ad or ad or si volge a tergo / mirando se la seguo e par che aspetti». Pero no espera ni él la sigue, sino que desaparece por el mar mostrando como rosas sus flancos, entre espumas, raptada por un dios como si fuera Europa y dejando a su go-zador de cuatro días y cinco noches en la tarea de agrupar sus recuerdos en letra redonda para los relatos y cursiva para los recuerdos. Al fin hombre de bibliotecas, profesoral y didáctico, señalándonos al final, caritativamente, lo que es imprescindible leer. Y recordando que para su revolución buscó a He-mingway, Camus, Hesse, Sartre. Y todos los alcoholes, proclamando que el amor no existe y sólo la reproducción, mientras excálibur brillaba en las pu­pilas de ella.

Eldorado chiringuito en la costa marbellesa donde un joven —1980— in­tentó la Revolución más implacable contra la España de la posguerra: la del Amor en libertad, la del alcohol en libertad, la de la droga en libertad y la del cosmopolitismo como delirio.

Eldorado fue el paraíso de oro que soñaron los hombres desde que Faleas de Calcedonia anticipó la Utopía de Tomás Moro, la de 1516. Y aquella otra de los Conquistadores españoles en tierras de chibchas, en aquella laguna áurea de Guata vita. En aquella América mágica... América mágica, España má­gica...

Fue precisamente Rafael García Serrano el que en un precioso escrito

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enlazó esa España mágica de Dragó con la mía «genial», como indagadores del gran secreto de nuestra patria. Siguiendo la inolvidable consigna de Ganivet: «in interiore Spaniae habitat veritas». (Y es lo que yo he intentado indagar a través de estos RETRATOS ESPAÑOLES: a través de este libro mío que es­timo: un espiritual Espejo de España)

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Tras muchas penas y peligros he logrado cumplir ochenta y cinco años y sentirme de alma y cuerpo más joven que a los veinte. Aunque ya entonces empezó a arder la secreta llama que me ha permitido arribar hoy, ágil, sano, con pocas canas y apetito vital.

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Epílogo

Autorretrato (de carnet)

Termino este libro de RETRATOS ESPAÑOLES (que he procurado lo bastan­te parecidos) con uno mío, modesto, de carnet identificador, entrando en una cabina automática, depositando algunas monedas y sintiendo el escalofrío te­rrorífico de toda silla eléctrica (no en vano se denomina Photo-matón), viendo cómo se encienden unas luces, luego se apagan y, al fin, como por una boca de rana, aparece mi efigie horriblemente coloreada y rostro de delincuente.

Sí. Quizá sea un delito el haber intentado una España conclusiva, a través de significantes faces. Un delito de ambiciosidad. Pero me lo perdonaréis. Y también que os confíe la Obra que dejo en marcha. Una «LITERATURA HISPANOAMERICANA» (en sus textos esenciales) a cargo del ICI. Un BOLÍ­VAR ANTE ESPAÑA que me llevó varios años. Una visión de LA BRIANZA en italiano, depositada en Roma. Otro libro inédito sobre un «BRASIL ADIVI­NADO». Un número de la Revista POESÍA (enero, 1985) dedicado a mi Cine-club. Y una edición para bibliófilo de mis «CARTELES LITERARIOS» (colec­ción Gili). Además los Guiones entregados a Televisión española: «Dos ameri­canos en Toledo», «El Príncipe manco» (Vida de Cervantes), «Las Bodas de Bélgica y España» en el Serial, por mí iniciado, ESPAÑA EN EUROPA, cuyo primer capítulo «Amor Español a Holanda» se estrenó en La Haya y recorrió varias Televisiones europeas. Asimismo en estos días entregaré «El General y el Banquero» (o Argentina y España), continuidad del recién estrenado «Ma­drid de Bolívar».

Tras muchas penas y peligros he logrado cumplir 85 años y sentirme de alma y cuerpo más joven que a los veinte. Aunque ya entonces empezó a arder la secreta llama que me ha permitido arribar hoy, ágil, sano, con pocas canas y apetito vital. La llama del entusiasmo. He sido, soy y hasta morir, ¿por qué no?, un entusiasta. Un «enZousiastés», con un soplo de ZEUS, como divino, en mi ánimo. (Dicho a la pagana.) Que me evita todo rencor y sublima mis penas. Haciéndome «adivinar» la presencia de Dios en mi vida y, ansiosamen­te, en mi muerte. Pues aunque muriese antes que yo la Compañera que Cristo me diera en la Vida, sólo por reunirme con «ELLA» «me sería un placer mo­rir» (como en la mística copla). Pues tan alta dicha espero / que muero por­que no muero.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Las cifras en cursiva remiten a las ilustraciones

Abellán García, José Luis: 154, 209.

Abenarabi: 36. Abenjaldún, Abu Zayd al-Rah-

man ibn: 116. Abentofail, Abu Bakr Muham-

mad ibn 'Abd al-Malik ibn Tufail al-Qaysi, conocido co­mo: 59, 82, 94, 96.

Abolay: 22, 24. Acuña: 18. Achúcarro y Lund, Nicolás:

150. Adellac: 66. Agapito (tío del autor): 190. Aguirre, Francisco de: 46. Agustín de Hipona, san: 34, 44,

116, 196. Ahumada, Beatriz de: 35. Aizpurúa: 140. Alaiza, Benita: 32. Alarcón, Pedro Antonio de: 82,

91, 94. Alarcos Llorach, Emilio: 209. Alba, duquesa de: 35. Albéniz, Isaac: 96. Alberti, León Bautista: 168. Alberti, Rafael: 47, 98, 126, 129,

163, 168-173, 176. — 171. Alberto Magno, san: 36. Albornoz, Alvaro de: 119, 209. Albornoz, Concepción: 119, 209,

210. Alcalá Galiano, Antonio: 91, 92. Alcalá Zamora, Niceto: 100. Alcázar, Cayetano: 174. Alciato, Andrea: 55. Alcuino: 26. Aleixandre, Vicente: 174. — 173. Alejandro Magno: 11, 13. Alemán, Mateo: 36. Alfieri, Vittorio: 77, 84. 216. Alfonso IV: 116. Alfonso VI: 118. — 117. Alfonso VIII: 18. Alfonso X el Sabio: 13, 22-25,

46,151. — 23. Alfonso XIII: 114,151, 188. Aliaga, Luis de: 44. Alonso, Dámaso: 152, 169, 172. Alonso Cortés, Narciso: 35. Alonso Vega, Camilo: 84, 187. Altamira, Rafael: 98. Alted, Alicia: 174. Altolaguirre, Manuel: 172. Altura: 146. Alvarez de Toledo, Gabriel: 65. Álvarez del Vayo, Julio: 98. Ambrosio de Montesinos, fray:

36. Amery, John: 102, 205.

Amiai, Edmondo de: 186. Amiel, Henri Fréderic: 139. Amorós, Andrés: 209. Ana de San Bartolomé, sor:

35. Andrenio, Eduardo Gómez de

Baquero, llamado: 98. Andrés, Juan: 54. Andújar, Manuel: 154. Antístenes: 106. — 105. Antonio, Nicolás: 54. Aparicio, Juan: 138, 180, 183,

187. — 179, 203. Aparisi y Guijarro, Antonio: 79. Apollinaire, Wilhelm Apollina-

ris de Kostrowitsky, llama­do Guillaume: 110, 166, 168, 194. — 195.

Aragón, Agustina Saragossa y Doménech, llamada Agustina de: 58.

Aragón, Louis: 159. — 161. Arana Goiri, Sabino: 150. Arana y Mendiola, Emilia de:

150. Aranda, Pedro Pablo Abarca

de Bolea, conde de: 74. Aranguren, José Luis L.: 157,

188. Aranzadi e Irujo, Manuel de:

150. Araquistain, Luis: 98. Arean, Carlos Antonio: 144. Areilza, Enrique de: 150. Areilza, José María de: 87, 146,

148-150, 162, 183, 202, 222. — 147, 149.

Aretino, Pietro: 47. Argensola, Bartolomé Leonar­

do de: 216. Arguelles, Agustín: 79. Aribau, Bonaventura Caries:

51, 133. Ariosto, Ludovico: 18, 55, 64,

65, 75. Aristóteles: 11, 22, 216. Armada Comyn, Alfonso: 206. Armero, Gonzalo: 11, 166. Arroyo, Manuel: 163, 174. Arrupe, Pedro: 194. Artiñano: 66. Asturias, Miguel Ángel: 169. Aubigné, Agrippa d': 216. Auñón, marqués de: 144. Austria, Juan de: 40. — 41. Austria, Juana de: 18. Avellaneda, Alonso Fernández

de: 54. Avicebron: véase Gabirol, Se-

lomó ibn. Aviraneta, Eugenio de: 148.

Ayala, Francisco: 146, 174. Azaña y Díaz, Manuel: 100, 121,

139, 198, 200-202. — 201. Azara: 68, 114. Azcutia, Manuel: 65. Azorín, José Martínez Ruiz, lla­

mado: 25, 55, 58, 92, 98, 107-109 112, 118, 119, 121, 125, 129, 132, 138, 197. — 108.

Baader: 48. Bacon, Francis: 59, 75. Baeza, Ricardo: 98. Bagaría, Lluís: 105. Bagger: 119. Baker, Edward: 174. Bakunin, Mijaíl Alexándrovich:

34, 150. Balmes y Urpiá, Jaime: 84-86,

204. — 85. Balmis, Francisco Javier: 79. Ballesteros, Manuel: 43, 44, 46. Barbey d'Aurevilly, Jules: 81. Barbieri, Giovanni María: 170. Barclay, John: 59. Bareño: 66. Baroja, Pío: 48, 90, 92, 94, 96,

100, 103-107. 109. 112, 118, 119, 121, 126, 129, 130, 132, 139, 150, 151, 154, 169, 214. — 101, 105, 108, 137, 171, 213.

Barradas, Rafael: 128. Barreiro, Manuel: 88. Barres, Maurice: 25, 138. Barzini, Emma: 138. Basilio el Grande, san: 34. Basterra, Ramón de: 143-146,

150, 157, 166, 169. — 145. Bataillon, Marcel: 48. Baum: 48. Beccaria, Cesare Bonesana,

marqués de: 75. Bécquer, Gustavo Adolfo: 148.

170, 192, 219, 224. Becher, Johannes: 110. Belmonte, Juan: 140, 206. Bell, A. G. F.: 98. Bellini: 48. Bello, Andrés: 30. Belloc, Hilaire: 102. Ben Johson, Benjamín Jon-

son, llamado: 216. Benavente, Jacinto: 109. Benarabi: 38. Benítez, Jaime: 121, 122. Bergamín, José: 47, 58, 98, 126,

129, 163, 172, 174-176, 206. — 171,175.

Bergson, Henri: 86.

229

Page 227: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

Bermúdez de Pedraza, Francis­co: 216.

Berna, marqués de: 103. Bernardo de Claraval, san: 34. Bernini, Gian Lorenzo: 37. Bertoldo: 36. Besteiro, Julián: 205, 206. Betancur, Belisario: 208. Bibesco, Marta Lahovary, prin­

cesa G. V.: 130. Blajot: 122. Blanco Fombona, Rufino: 98. Blanco Tobío, Manuel: 139. Blanco White, José María Blan­

co y Crespo, llamado: 100. Bleznick: 48. Blum, Léon: 20. Bo, Cario: 122. Boase: 56. Boccaccio, Giovanni: 48, 55, 65. Bochet: 48. Bóhl de Faber, Juan Nicolás:

51, 132. Boileau, Nicolás: 51, 68. Bolaños, Luis: 194. Bolívar, Juan Vicente: 30. Bolívar, Simón: 28, 29, 30, 32,

79, 119, 126, 136, 148, 160, 205, 227. — 31.

Bolívar Palacios, Juan Vicente: 30.

Bolívar Palacios, Juana: 30. Bolívar Palacios, María Anto­

nia: 30. Bonald, Luis: 86. Bonaparte, José: 126. Bonet: 66. Borbón Battenberg, Juan de:

188, 196. Borbón Dampierre, Alfonso de:

188. Borges, Jorge Luis: 47. Borges, Norah: 157, 169. Borja, César: 212. Borras, Tomás: 177, 180. Borromini, Francesco Castelli,

llamado Francesco: 55. Boscán, Juan: 124, 134, 163. Bosco, Hieronymus van Aeken,

llamado el: 48, 160. Botero, Giovanni: 55. Bouillier: 55, 58. Bousoño Prieto, Carlos: 209. Bouvier, Gilíes le: 48. Boyce: 48. Bozal, Valeriano: 209. Bozormeny, Zoltan: 182. Bradamante: 25. Brand, Walter: 180. Brasillach, Robert: 182. Bretón, André: 159. — 161. Briand, Aristides: 113. Bronston, Samuel: 119. — 117. Brueghel, Pieter: 48. Bucard, Marcel: 182. Buchanan, James: 87. Buero Vallejo, Antonio: 209,

215-218. — 211, 217. Bunyan, John: 48. Buñuel, Luis: 154, 162, 163-165.

— 164. Burckhardt, Jacob: 55. Burgos, Carmen de: 125. Busenbaum, Hermann: 34. Buzzetti: 84. Byron, George Gordon: 91, 102.

230

Caballero (madre del autor): 196.

Cabarrús, Francisco: 91, 146. Cabet, Etienne: 59. Cabrera, Blas: 113. Cadalso, José: 48, 67, 68, 75. Cagancho, Joaquín Rodríguez:

169. Calatrava, José María: 84. Calcaterra: 56. Calderón, canónigo: 43. Calderón de la Barca, Pedro:

9, 18, 51-54, 58, 90, 168. 184, 215, 216. — 53.

Camacho, Juan Francisco: 66. Camacho González, Antonio:

192, 224. Camba, Julio: 129. Caminero: 86. Camoens, Luis de: 43. Campagnuolo: 48. Campanella, Tommaso: 59, 94. Campoamor, Ramón de: 91, 119. Campomanes, Pedro Rodríguez

Campomanes y Pérez, conde de: 146.

Camprubí y Aymar, Zenobia: 121, 124. —123.

Camus, Albert: 224. Cano, Alonso: 82. Cánovas del Castillo, Antonio:

79, 188, 202. Cansinos, Rafael: 157. Cañellas: 66. Capmany y de Montpalau, An­

tonio de: 54. Caramuel, Juan: 18. Carderera, Valentín: 81. Carlomagno, emperador: 25-26,

133, 134. — 27. Carlos IV: 70, 73, 77. Carlos V: 26, 64, 68, 77, 133,

188. — 27. Carlos VII: 148. Carlos, príncipe: 79. Caro Baroja, Julio: 106. Caro Raggio: 157. Carranza, Eduardo: 24. Carrel, Alexis: 58. Casa Valencia, conde de: 92. Casanellas, Ramón: 146. Casariego: 66. Casas, Ramón: 133. Casella: 55. Cassou, Jean: 98. Castanien: 48. Castelar, Emilio: 79, 92. Castiella, Fernando María: 146-

148. —147. Castiglione, Baldassare: 55, 56,

75. Castillo Puche, José Luis: 209. Castillo Solárzano, Alonso de:

104. Castro, Adolfo de: 55. Castro, Américo: 11, 35, 102,

126, 129, 151-154, 169-196. — 153, 171.

Castro, Carmen: 152. Castro, Fidel: 218. — 217. Catalina de Bolonia, santa: 38. Catón: 44. Cazáis, F. A.: 158. Ceán Bermúdez, Juan Agustín:

60. 66. Cela, Camilo José: 36, 47, 48,

100, 165, 209, 212-215, 224. — 203.

Celaya, Gabriel: 209. Centeno, Félix: 128. Cerda, Juan de la: 25. Cerda, Luisa de la: 35. Cernuda, Luis: 172. Cervantes Saavedra, Miguel de:

18, 36, 39-42, 46, 47, 55, 65, 68, 100, 114, 139, 151, 152, 216, 224, 227. — 41.

Cervera, Martín: 46. Cicerón, Marco Tulio: 44. Cicognani, Gaetano: 194. Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, lla­

mado el: 14, 64, 116, 118, 119. — 117.

Cierva y de las Hoces, Ricar­do de la: 205.

Ciria, sor Mary: 122. Cirlot, Eduardo: 163. Cirot: 44. Cisevsky: 56. Cisneros, Francisco Jiménez

de: 119, 188, 202. Clarín, Leopoldo Alas y Ure-

ña, llamado: 92. Cocteau, Jean: 110, 166, 174, 215. Codreanu, Corneliu: 182. Colé, George Douglas Howard:

102. Colón, Cristóbal: 29, 79, 82, 94,

218. — 3,1, 95, 217. Colón, Mariano: 67. Cornelias: 86. Conde, F. J.: 42. Consiglio: 48. Conté, Rafael: 209. Cook, James: 79. Copérnico, Nicolás: 52, 79. Corbalán, Pablo: 104. Córdoba, Fernando de: 86. Corneille, Pierre: 118, 216. Cortés, Hernán: 69. Cossío, José María de: 110, 129. Costa, Joaquín: 94. Coster, Charles de: 55. Cousin, Víctor: 84, 86. Croce, Benedetto: 55, 177, 178. Cros: 48. Crosby: 48. Cruz, Ramón de la: 104. Cueto, Leopoldo Augusto: 66,

87. Cueva y Torres Naharro, Juan

de la: 215, 216. Curie, Mane: 52. Curtius, Ernst: 98.

Chabás, Juan: 169. Chacel, Rosa: 174. Chamberlain, Houston Stewart:

106. Chamfort, Sébastien Roch, lla­

mado Nicolás de: 55. Chastel, André: 56. Chateaubriand, Francois Rene,

vizconde de: 96. Chénier, André de: 77. Chigalev: 34. Chopin, Frédéric: 52. Churriguera, José Benito: 55. Churruca y Zubiría, María de

las Mercedes: 148.

Page 228: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

Dalí, Ana: 160. Dalí, Salvador: 11, 22, 48, 154,

159-163, 204. —161. Danilevski, Nikolái Yákovle-

vich: 118. D'Annunzio, Gabriele: 119, 181. Dante Alighieri: 38, 48, 51, 64,

65. Darío, Félix Rubén García Sar­

miento, llamado Rubén: 98, 109, 126, 132, 196.

Darwin, Charles: 92. Dato, Eduardo: 146. Daumier, Honoré: 41. David: 186, 190. Deat, Marcel: 182. Debussy, Claude: 96. De Chineo, Giorgio: 48. Defoel, Daniel: 55, 59. Degrelle, Léon: 182. Delgado Barreto, Manuel: 180. Delibes, Miguel: 209, 224. Della Robbia, Luca: 184. Demetrio Ivánovich: 51. Dennis, John: 119. Descartes, Rene: 60, 86. Deutchlein, Marie: 180. Dianaroff, Gala: 159, 163. —

161. Díaz-Plaja, Guillermo: 144. Díaz Tanco de Fregenal, Vas­

co: 216. Dicenta, Joaquín: 216. Dickens, Charles: 102. Diderot, Denis: 150. Diego, Gerardo: 9, 110, 166, 172-

174, 224. —173. Diez Cañedo, Enrique: 122, 157. Dilthey, Wilhelm: 55. Dionisio el Cartujano: 192. Doménech, Felipa (madre de

Dalí): 160. Doménech Yvorra, Ricardo:

209. Domingo de Guzmán, santo:

196. Donoso Cortés, Juan: 79-81, 87,

88, 91, 92. — 80. Doré, Gustave: 96. Doriot, Jacques: 182. Dostoievski, Fiódor Mijáilo-

vich: 34, 59. Drieu da Rochelle, Pierre: 182. Duarte de Perón, Eva: 150. —

149. Dumas, Alejandro: 96. Dumas, Roland: 139.

Éboli, princesa de: 35. Ebrón, David: 151. Eckardt, Johann: 22, 36, 69. Eckertz, Erich: 58. Echegaray, José: 94. «Ediberto» (abogado): 50. Edwards Bello, Joaquín: 151. Eguillor: 150. Einstein, Albert: 125. Elhúyar, los: 146. Elias (profeta): 36. Éluard, Paul: 159. — 161. Eminescu, Mihail: 144. — 145. Engels, Friedrich: 73. Enrique IV: 44, 139. Enzina, Juan de la: 177, 215.

Epstein, Jean: 157. Erasmo de Rotterdam: 36, 151. Ercilla, Alonso de: 18, 62, 64,

68. Ernesto de Zwiefalten, san: 67. Ernst, Max: 48. Escrivá de Balaguer, José Ma­

ría Carlos de: 192, 194-197. — 195.

Esopo: 65. Esperanza de Sión, sor: 35. Espert. Nuria: 120. Espina, Antonio: 110. 126, 174. Espinosa, Pedro de: 168. Esplá, Osear: 169. Esteban, Casta: 224. Estébanez Calderón, Sebastián:

96. Estelrich, Juan: 98. Estrada, Consuelo de: 154. Estrada, Jenaro: 154. Eugenia, Eugenia María de

Montijo de Guzmán, condesa de Teba, emperatriz: 25, 81, 91.

Eugenio IV: 36.

Falla, Manuel de: 82, 96. Farinelli, Arturo: 55. Fayette, Marie Joseph Paul

Yves Roch Gilbert Motier, marqués de la: 26.

Feder, Gottfried: 182. Fedro: 65. Feijoo y Montenegro, Benito

Jerónimo: 75, 84, 132. Felipe I el Hermoso: 82. Felipe II: 17, 42, 151. 184, 186,

206. — 19, 45, 207. Felipe III: 18, 43, 44, 46, 64. Felipe IV: 48, 64, 163. Felipe V: 68. Fénelon, Francois de Salignac

de la Mothe: 55. Fernández-Guerra y Orbe, Au-

reliano: 91. Fernández de la Mora, Gonza­

lo: 86. Fernández de Oviedo, Gonzalo:

18. Fernández Santos, Jesús: 224. Fernando I: 16. Fernando el Católico: 29, 82,

94, 163, 186. — 95. Fernando VII: 77, 84. Ferrera (criado de Mariana):

43. Fichte, Johann Gottlieb: 79,

132. Fierens, Paul: 56. Fígaro: véase Larra, Mariano

José de. Fiore, Gioachino da: 116. Flor, Roger de: 163. Foard, Douglas W.: 102, 191,

194. Focillon, Henri: 56. Folengo, Teófilo: 65. Fonseca: 86. Forner, Juan Pablo: 67, 68, 75. Fourier, Charles: 205. Fox Morcillo, Sebastián: 69, 86. Foxá, Agustín de: 148, 187, 192,

209, 224.

Fraga Iribarne, Manuel: 100, 102, 202-205. — 203.

Francisco de Asís, san: 34, 196. Francisco Javier, san: 18, 20. Francisco de Sales, san: 197. Franco, Kigelme: 116. Franco Bahamonde, Francisco:

100, 116, 119, 126, 129, 138, 150, 166, 178, 184, 186-191, 192, 194, 198, 202, 204. — 189, 193, 199.

Franco Bahamonde, Nicolás: 190. — 189.

Franco Bahamonde, Ramón: 113, 190, 191. — 189, 201.

Franco Polo, Carmen: 187, 190. — 189.

Freud, Sigmund: 36, 48, 174. — 49.

Freyre, Gilberto: 222. Frías. Bernardino Fernández

de Velasco, duque de: 84. Frías de Albornoz: 46. Fulóp-Miller, Rene: 32. Fustel de Coulanges, Numa De­

nis: 94.

Gabirol, Selomó ibn: 138, 166, 174.

Galeno, Claudio: 104, 114. Galiana: 25. Galileo, Galileo Galilei, llama­

do: 79. Galindo: 194. Gallego Morell: 82. Gallisá, padre: 84. Gama, Vasco da: 79. Ganga, Ginés: 206. Ganivet, Ángel: 47, 82. 94-97,

112, 130, 132, 225. — 95. Garaicoechea, Carlos: 33. García Blanco, M.: 98. García de Diego: 224. García Gómez, Brenilde: 89. García Gómez, Emilio: 126, 129,

209. García de la Huerta, Vicente:

67, 216. García de Loaysa: 42, 43, 44, 46. García Lorca, Federico: 82, 96,

97, 146, 154, 162, 165-168, 172, 206, 209, 210. — 167, 207, 211.

García Lorenzo, Luciano: 209. García Márquez, Gabriel: 218. García Morente, Manuel: 110,

129, 196, 209. García Serrano, Rafael: 209,

218-222, 224. — 221. García Tassara, Gabriel: 87-88.

— 89. Garcilaso de la Vega: 46, 62, 67,

68, 69. 134, 168. Garibaldi, Giuseppe: 181. Garibay, Esteban de: 46. Garrido v Beltrán: 205. Gasch, Sebastián: 160. Gastón Figueras: 122. Gaudí, Antonio: 159, 163. Gaulle, Charles De: 26, 134. Gaulle, madame: 150. Gautier, Théophile: 96, 186. Gendreau: 48. Gerson, Jean Charlier, llamado

de: 44. Ghiraldo, Alberto: 98. Gil: 84.

231

Page 229: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

Gil Albert, Juan: 172. Gil Benumeya, Rodolfo: 98. Gili i Roig, Gustau: 11. Gillet, Nicolás Fran^ois: 56. Giménez Caballero, Ángel: 187,

192. Giménez de Quesada, Gonzalo:

82. Giménez Sironi, Elena: 157,

187, 196. Gimferrer, Pere: 9, 209. Giner de los Ríos, Francisco:

152, 194, 224. Gioberti, Vincenzo: 86. Giraudoux, Jean: 215. Gironella (pintor mexicano):

165. Giudice, monseñor: 194. Gobineau, Joseph Arthur: 106,

114. Goddard, Magdalena: 88. Godoy, Manuel: 32, 70, 72, 73. Godúnov, Boris: 51. Goebbels, Joseph Paul: 192. Goethe, Johann Wolfgang von:

48. 51, 55, 73, 118, 216. Gómez, Martín: 117. Gómez, Vicente: 144. Gómez de Avellaneda, Gertru­

dis: 88. — 89. Gómez Menor: 151. Gómez Santos, Marino: 103,

136, 138. Gómez de la Serna, Ramón:

47, 48, 103, 119, 121, 124-128, 129, 143, 151, 154. — 127.

Gómez Spencer: 138. Góngora, Luis de: 47, 55, 58, 62,

98. 125, 168, 169, 172, 174. González, Ceferino: 86. González, Diego: 67. González Blanco, Edmundo:

178. González Márquez, Felipe: 205-

208. — 207. González de Santa Cruz, Ro­

que: 102. Goya y Lucientes, Francisco de:

48, 73, 126, 142, 165. — 71, 85, 141, 164.

Goyanes, Joaquín: 126. Goytisolo, Juan: 47. Gozzi, Cario: 94. Gracián, Baltasar: 29, 42, 54-60,

62, 94, 151. — 57. Granados, Enrique: 96. Greco, Domémkos Theotokó-

poulos, llamado el: 54, 55, 138, 163, 176.

Green: 48. Greiff, León de: 24. Griphius: 55. Groóte, Geert: 36. Groóte, Tomás: 197. Guarini, Battista: 55. Guerra González, Alfonso: 206,

208. — 207. Guerrero, Juan: 176. Guevara, Antonio de: 102. Guevara de la Serna, Ernesto

«Che»: 125. Guillen, Jorge: 169, 172, 174. Guizot, Francois: 81, 86. Gullón, Ricardo: 87, 209. Gutenberg, Johannes Gens-

fleisch, llamado: 79.

232

Halevi: 166. Halffter, Rodolfo: 169. Hardy, Alexandre: 216. Hartman, Nicolai: 180. Haro y Guzmán, Luis Méndez

de: 64. Hassan II: 16. Hatzfeld, Helmut: 56. Hedilla, Manuel: 187. Hegel, Georg Wilhelm Frie-

drich: 55, 87, 132, 180. Heidegger, Martin: 47, 86, 178. Heine, Heinrich: 55. Hemingway, Ernest: 224. Henne, Ralph: 182. Herder, Johann Gottfried: 55,

118. 119. Heredia, José María de: 119. Hermes: 86. Hernández, Miguel: 119, 209-

212. — 211. Herph, van: 36. Herrera, Fernando de: 62, 68. Herriot, Edouard: 200. Hesse, Hermann: 224. Heston, Charlton: 117. Hidalgo, Miguel: 126. Hill, Alice Mabel: 100. Hipólita (aya de Simón Bolí­

var): 30. Hita, Arcipreste de: 47, 152. Hitler, Adolf: 182, 184, 188, 190,

202, 206, 208. Hobbes, Thomas: 75, 118. Holst, Gustav: 110. Holland, Henry Richard Fox

Vassall: 75, 77. Homero: 18, 65. Horacio: 43. Hugo, cardenal: 36. Hugo, Víctor: 91, 96, 119, 148. Hughes, Langstone: 169. Hulme: 102. Humboldt, Alexander von: 132. Hundertwasser: 96. Hurtado de Mendoza, Diego: 68,

82. Huxley, Aldous: 94.

Ibarra, Jaime: 98. Icaza, Xavier: 81, 96. Iglesias: 68. Iglesias, Julio: 62. — 61. Iglesias, Pablo: 205, 206. Ignacio de Loyola, san: 18, 20,

32-35, 55, 62, 69, 118, 196, 219. — 33.

Ilsung: 34. Ulan, don: 20, 21, 136. Indíbil: 134. Innocenti, Antonio: 20. Inocencio IV: 36. Iparaguirre, José María: 148. Iribarne, María: 204. Irving, Washington: 96.

Isabel'la Católica: 11, 28-32, 62, 82, 94. 186. — 31, 95.

Isabel II: 77. Isidoro de Sevilla, san: 16, 17,

46. Isidro Labrador, san: 16, 17, 18,

20, 21. — 19. Iván IV Vasílievich el Terri­

ble: 51.

Iventosch: 48. Izquierdo, Antonio: 180.

Jahl: 122. Jalón Ángel: 187. Jan, Karl von: 48. Janssenss, Jean Baptiste: 194. Jardiel Poncela, Enrique: 196. Jarnés, Benjamín: 98, 126, 174. Jenner, Edward: 79. Jesús de Nazaret: 20, 28, 36, 47,

96, 118. Jesusillo, don: 50. Jiménez, Juan Ramón: 9, 65,

109, 119, 121-124. 154, 168, 169, 170. —123,155.

Jiménez de Asúa, Luis: 98. Jiménez Fraud, Alberto: 121,

154, 168. Jiménez de Rada, Rodrigo: 46,

119. Job: 116. Jodelle, Etienne: 216. Johnson: 48. Johnson, Andrew: 87. Jolson, Al: 126. José de Nazaret: 20. Joselito, José Gómez, llamado:

168. Jovellanos, Gaspar Melchor de:

48, 66-76, 77, 130, 151, 152. -71.

Joyce, James: 48. Juan de Ávila, san: 36. Juan de la Cruz, san: 36, 69,

133, 151. Juan II: 64. Juan Carlos I: 25, 119, 188, 205.

— 33, 149. Juan Pablo I: 197. Juan Pablo II: 205. Juana I la Loca: 82. Juan Inés de la Cruz: sor: 28. Juderías: 66.

Kafka, Franz: 47, 48. Kant, Immanuel: 118, 132, 180.

206. — 207. Kellermann: 48. Kempis. Tomás de: 34. Keyserling, Hermann: 98, 126,

169, 180. — 171. Khayan, Ornar: 110. Kierkegaard, Soren: 47, 86,

212. — 85. Klimke: 86. Koepe: 48. Kohler, Ulrich: 56. Kosciuszko, Tadeus: 52. Kramer, Hilton: 139. Krankel: 48. Krasinski, Zygmunt: 52. Kraus, Werner: 157. Krausse, Karl Christian Frie-

drich: 132. Kroeber, Alfred L.: 118. Krüger, Fritz: 177.

La Bruyére, Jean de: 55. Lafargue, Paul: 205. Laffón, Rafael: 87.

Page 230: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

Laforet, Carmen: 152, 209. Laforgue, Jules: 110. Lafuente Ferrari, Enrique: 107,

174. Laín Entralgo, Pedro: 188, 209. Laínez, José: 54. Lamb. Thelma: 122. Lamennais, Felicité Robert de:

86. Lampillas, Francisco Javier: 54. Lanson: 55. Lapesa Melgar, Rafael: 209. Lara, Agustín: 81. Largo Caballero. Francisco:

176, 205, 206, 208. — 175, 207. Larki: 182. Larra. Mariano José de: 48, 103,

104, 125, 126, 129, 151, 154, 159. Larrea, Juan: 139. Lastanosa, Vicente Juan de: 56. Lázaro Carreter, Fernando: 209. Leconte de Lisie, Charles Marie

Leconte, llamado: 119. Ledesma Ramos, Ramiro: 98,

126, 129, 144, 169, 176, 177-183, 184, 189. — 179.

Léese, Arnold Spencer: 182. Leganés, marqués de: 56. Lenin, Vladímir Ilich Uliánov,

llamado: 17, 32, 34, 35, 52, 133, 172, 178, 186, 190, 206. 208. — 33,171,179.

León III: 26. León, María Teresa: 168. — 171. León, Ricardo: 122. Leonardo da Vinci: 154. Lequerica, José Félix de: 150,

198. — 199. Lerma, Francisco de Sandoval

y Rojas, duque de: 44, 64. Le Serrec: 133. Lessing, Gotthold Ephraim: 51,

55 118, 150. Levillier, Roberto: 29. Levisi: 48. Lewis, Percy Wyndham: 96. Liberatore, Matteo: 84. Lidz: 116. Lincoln, Abraham: 87. Lindberg, Charles: 190. Linze: 110. Lista y Aragón. Alberto: 51. Locke, John: 75. Loco de la Colina: véase Quin­

tero, Jesús. Lope de Almeida: 60. López Bravo, Gregorio: 196. López de Hoyos, Juan: 18. López Madera: 18. López Mezquita, José María:

166. López Roberts: 87. Lorenzo, Félix: 107. Lostau: 220. Lucano: 64. Luciana (nodriza de Dalí): 160. Luciani, Albino: véase Juan

Pablo I. Luciano de Samosata: 48. Luis XIV: 26, 26. Luis de León, fray: 36, 43, 62,

68 82, 184. Lujan de Sayavedra, Juan Mar­

tín, llamado Mateo: 54. Luna, Alvaro de: 64, 184. Luzán, Ignacio: 51.

Llanos, José María: 32. Llorens, E.: 31. Llorens, Vicente: 154. Llull, Ramón: 36, 86, 162.

Ma: 48. Mac Donald, James Ramsay:

182. McGrady: 48. Maciá, Francesc: 136. Mach, Alexander: 182. Machado, Antonio: 11, 65, 70,

96, 98, 109-112, 118, 119, 121, 129, 166, 168, 172, 192, 224. —

Macho, Victorio: 114, 136, 166. — 99, 115.

Madariaga, Salvador de: 26, 98, 129.

Madinaveitia: 150. Madrid, doctor: 122. Maeztu, Ramiro de: 48, 100-103,

112, 118, 119, 121, 129, 150, 178, 182, 205. — 101.

Magritte, Rene: 48. Maimónides: 166. Mainer Baque, José Carlos: 209. Maistre, Joseph de: 86. Mal Lara, Juan de: 68, 151, 216. Malinche, Marina: 28. Manlleu, coronel: 82. Mandonio: 134. Man Ray: 48. Manterola, Vicente: 79. Mantuano: 44. Manuel, Juan: 48, 55. Manzano, Pedro: 113. Mao Zedong: 118. Maquiavelo, Nicolás: 42, 46, 55,

56, 75, 118. Maragall, Joan: 163. Marañón, Antonio «El Trapen-

se»: 139. Marañón y Balderrama, Grego­

rio: 139. Marañón Moya, Gregorio: 25,

138. Marañón y Posadillo, Gregorio:

25, 198, 133, 136-139, 150. — 101, 137.

Marañón Posadillo, Luis: 138. Marcial: 55. Marcilly, Charles: 48. Marco Revilla, Joaquín: 209. March y Ordinas, Juan: 102,

178. María de Nazaret: 14, 20, 21. María Cristina de Borbón: 81,

84. María Luisa de Parma: 32, 70,

77, 73. Mariana, Juan de: 14, 4247, 62.

69, 151. — 45. Mariana de Jesús: 28. Mariano Nifo, Francisco: 48. Marías, Julián: 157. Marichal, Juan: 154, 209. Marichalar, Antonio: 129, 169,

174. Marín: 182. Marinetti, Benedetta: 177. Marinetti, Filippo Tommaso:

110, 160, 166, 168, 172, 177. Marino, Giambattista: 55. Marlowe, Christopher: 216,

Marone: 55. Márquez, Juan: 42. Marquina, Eduardo: 98. Marquina, Félix Berenguer de: Marsá, Ángel: 209. Marsillach, Adolfo: 113. — 115. Martí, José: 126. Martin, Etienne: 96. Martín Gaite, Carmen: 224. Martín-Santos: Luis: 224. Martín Vivaldi, Elena: 82. Martinengo: 48. Martínez-Bordiu Franco, Car­

men: 188. Martínez Cachero, José María:

209. Martínez de Cuellar: 54. Martínez de la Rosa, Francis­

co: 81-84. — 83. Marx, Karl: 73, 87, 176, 190, 206.

— 175, 207. Marx, Laura: 205. Masdeu, Baltasar: 84. Masoliver, Juan Ramón: 9. Mateo, Isidro: 139. Matheu y Sanz, Lorenzo: 54. Mauclair, Camille: 60. Maurín, Joaquín: 181. May: 48. Mayans y Sislar, Gregorio: 68. Meglio, monseñor: 194. Meissonier, Ernest: 160. Melé, E.: 55, 58. Meléndez Valdés, Juan Anto­

nio: 67, 68. Melgarejo, los: 51. Meló, Francisco Manuel de: 47. Mena, Juan de: 38, 62. Méndez Bejarano, Mario: 87. Mendoza, Pedro de: 82, 94. Menéndez y Pelayo, Marcelino:

51, 55, 66, 68, 82, 86, 91, 92, 124, 132, 157, 172. — 83.

Menéndez-Pidal, Gimena: 152. Menéndez Pidal, Ramón: 11,

25, 98, 116-119, 126, 129, 132, 152, 168, 169. — 117, 171.

Mengs, Antón: 60. Mercier, Désiré Joseph: 86. Mérimée, Prosper: 25, 48, 96. Mesko: 182. Mesonero Romanos, Ramón:

82, 104. Metternich-Winneburg, Kle-

mens: 81. Meyendorff: 81. Mezan, doctor: 136. Michelín: 169. Miguel Ángel: 55. Millán Astray, José: 100, 187,

204. Mingóte: 139. Mira de Amescua, Antonio: 82. Miranda, Francisco de: 14. Miranda, Lucía: 28. Miranda, Sebastián: 93. 137. Miró, Gabriel: 98, 168, 210, 212. Miró, Joan: 48. Mitterrand, Fran^ois: 25, 26,

134. — 27. Moisés: 29, 190. Molho: 48. Molina, Luis de: 204. Monescillo: 86. Monleón García, José: 209. Monroe, Marylin: 150.

233

Page 231: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

Montaigne, Michel Eykem de: 48, 59.

Montalbo, Sagrario: 22. Montalembert, Charles Forbes,

conde de: 81. Montanya: 160. Montero, Enrique: 178. Montero Díaz, Santiago: 181. Montes, Eugenio: 98, 162. Montes, Lola: 91. Montesquieu, Charles-Louis de

Secondat, barón de la Bréde y de: 73, 75.

Monti, Vincenzo: 119. Montúfar, Antonio de: 82. Moore: 48. Mor de Fuentes, José: 132. Mora, José Joaquín de: 84. Morales, Ambrosio de: 46. Morales Oliver: 174. Moratín, Leandro Fernández

re: 67, 103. Morel-Fatio, Alfred: 55, 66. Morelli: 59. Moreno Torroba, Federico: 96. Moreno Villa, José: 109, 151,

154-156, 166. —155. Moro, Tomás: 197, 224. Morreale, Margarita: 13, 48. Morris: 48. Mosca, Yhejuda: 22. Mosley, Oswald: 182. Motza, Ion: 182. Múgica Herzog, Enrique: 206. Munibe e Idiáquez, Javier Ma­

ría de: 146. Muñoz Arconada, César: 126,

129, 174, 177. Muñoz Seca, Pedro: 168. Muñoz Torrero, Diego: 99. Murillo, Bartolomé Esteban:

20, 60-62. — 123. Mussart, Antón Adriaan: 182. Mussolini, Benito: 119, 121, 129,

144, 178, 181, 184, 187, 188, 198. 202, 205, 206, 208. — 199, 207.

Napoleón Bonaparte: 20, 25, 30, 69. 73, 75, 77, 84, 133, 160, 163, 224. — 27.

Napoleón III: 25, 81, 87. Narváez, Ramón María: 84. Navarro (criado): 43. Navarro Ledesma, Francisco:

132. — 131. Navarro Tomás, Tomás: 98, 166. Nebrija, Antonio Martínez de

Cala, llamado Elio Antonio de: 11, 68, 130.

Neciaev: 34. Neferrohu: 116: Nelken, Margarita: 212. Nelson, Horado: 75. Neruda, Pablo: 24. 47, 169. Ñervo, Amado: 109. Neville, Edgar: 157. Newman, John Henry: 86. Newton, Isaac: 79. Nicolás de Cusa: 36. Niederman, Emmy: 122. Nieremberg, Juan Eusebio: 18. Nietzsche, Friedrich Wilhelm:

55, 81, 102, 106, 114. 121, 130, 163, 178, 182, 186, 214. — 57, 115, 131.

Noailles: 162. Nobel, Alfred: 174. Nováis Teixeira: 98. Novalis, Friedrich, barón von

Hardenberg. llamado: 118. Núñez, Hernán: 216.

Obregón, Antonio de: 187. Ocampo, Florián de: 46. Ockham, Guillermo de: 187. O'Higgins, Bernardo: 126. Olañeta, José de: 87. Olivares, Gaspar de Guzmán y

Pimentel, conde-duque de: 64, 139.

Onís, Luis de: 87. Oriol, Lucas de: 187. Orosio, Paulo: 46, 116. Ors, Alvaro d': 139, 136. Ors, Carlos d': 134. Ors, Eugenio d': 56, 92, 119, 133-

136, 163, 197. — 135. Ors, Juan Pablo d': 134, 136. Ors, Víctor d': 134, 136. Ortega y Gasset, José: 11, 48,

52, 60, 94, 106, 110, 116, 118, 119, 121, 124, 125, 129-133, 134, 138, 151, 152, 154, 166, 172, 176, 177, 180. 183, 186, 197, 209. — 101, 108, 127, 131, 15$.

Ortega y Rubio: 187. Ortí y Lara, Juan Manuel: 86. Osma, Pedro de: 192, 224. Ossián: 86, 102. Osuna, Francisco de: 38. Otero, Blas de: 209.

Pablo de Tarso, san: 196. Pablo VI: 194. Palacios, Concepción: 30. Palafox, José Rebolledo de: 58,

224. Panero, Leopoldo: 168, 174, 188. Papini, Giovanni: 98. Pardo Bazán, Emilia: 92. Pareja, almirante: 87. Parini, Giuseppe: 75. Parker: 48. Pascal, Blaise: 98. Paso. Alfonso: 196. Passos, John Dos: 98. Pastor, José Francisco: 98. Pastor Díaz, Nicomedes: 87. Pater, Walter Horatio: 94. Pathé, hermanos: 122. Paulo III: 33. Pavelic, Ante: 182. Pavía Rodríguez de Alburquer-

que, Manuel: 88. Paz, Octavio: 9. Pedro apóstol: 17, 18. Pedroso, marqueses del: 88. Pelayo, don: 66, 72, 75, 188. Penrose: 48. Penty: 102. Peñaflorida, marqués de: 143,

146, 148. Pereda, José María: 94 . Peregrini: 55. Pérez, Antonio: 18, 139. Pérez de Ayala, Ramón: 98, 119,

121. 133, 138. — 120, 137. Pérez Ferrero, Miguel: 126, 169.

Pérez Galdós, Benito: 91, 94, 103, 104. — 93.

Pérez de Guzmán, Fernán: 69. Pérez Mateos, Juan Antonio:

98. Pérez de Oliva, Fernán: 13, 216. Pesado, Mercedes: 122. Peso, Catalina del: 35. Pestaña. Ángel: 206. Petersen: 116. Petrarca, Francesco: 67, 75, 224.

— 223. Pezuela: 220. Pi i Margall, Francesc: 44, 79. Pi i Sunyer, August: 151. Picasso, general: 140. Picasso, Pablo Ruiz: 139-142, 160,

204. —141. Pietro Mártir: 29, 218. —217. Pilsudski, Józef: 52. Pinciano: véase Núñez, Her­

nán. Pinna: 48. Pío IV: 36. Pisón y Vargas, Juan: 65. Pittaluga, Gustavo: 98. Platón: 24. PoUziano, Agnolo Ambrogini,

llamado il: 215. Ponce de León, Juan: 138. Poniatowski, Józef: 52. Pope, Alexander: 77. Pou, Bartolomé: 86. Pound: 48. Pound, Ezra: 102, 182. Poveda (dibujante): 100, 102. Prados, Emilio: 154. Prat de la Riba, Enríe: 134. Price: 48. Prieto y Tuero, Indalecio: 150,

198, 202, 206. — 199. Prim, Juan: 126. Primo de Rivera y Orbaneja,

Miguel: 107, 113, 138, 140, 144, 152, 184, 205.

Primo de Rivera y Sáenz de He-redia, José Antonio: 26, 107, 118, 129, 140, 144, 168, 178, 180, 181, 182, 183-186. 188, 190. 191, 192, 196, 205, 209, 215, 220. -27, 145, 179, 185.

Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, Pilar: "188, 192. -197.

Pring Mili: 48. Proudhon, Pierre Josep: 81. Ptolomeo: 44. Puebla: 84. Puget. Pierre: 55. Pujol i Soley, Jordi: 79,136. Pulci: 65. Pulpüla, la: 30. Pushkin, Alexandr Serguéievich:

77, 94.

Quevedo y Villegas, Francisco de: 14, Í8. 42, 47-51, 54, 62, 90, 114, 152, 222. — 49.

Quintana, Manuel José: 54, 66, 77-79, 186. — 78.

Quintero, Jesús: 206.

Racine, Jean: 216. Raczynski: 81.

234

Page 232: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

w

Ramón y Cajal, Santiago: 98, 113-116, 119, 139. — 115.

Randall: 48. Raquel: 122. Rato, Ramón de: 187. Ravaillac: 44. Ravel, Maurice: 96. Redondo, Onésimo: 180, 183,

184. Regnault, Henri: 96. Reichnardth: 48. Reinhardt, Edda: 98. Restif de la Bretonne. Nicolás

Restif, llamado: 47, 59. Rey de Artieda, Andrés: 216. Rey Pastor, Julio: 114, 177. Reyes, Alfonso: 109. Reymond: 55, 56. Reynold, De: 56. Ribadeneyra, Pedro de: 42. Ribalta, F.: 19. Rickel, Dionisio de: 36, 180. Rico, Francisco: 209. Ridruejo, Dionisio: 148, 157, 168,

187, 188. 191-194, 224. — 193. Riego, Rafael de: 84. Río, Ángel del: 66, 166. Ríos, Fernando de los: 206. —

207. Risco, Manuel: 84. Rivera Pastor: 126, 129. Rivers: 48. Rizal, José: 113, 126. Roberts, David: 96. Robles Piquer, Carlos: 204. Rockefeller, John Davison: 113. Rockefeller, los: 114. Rochambeau, Jean-Baptiste de

Vimeur, conde de: 26. Rochefoucauld, Francois VI,

duque de la: 55. Rodenas: 220. Rodó, José Enrique: 109, 132. Rodrigo, Antonina: 166. — 167. Rodríguez, Bernardina: 46. Rodríguez, Simón: 30. Rodríguez de Francia: 126. RóaVíguez de Toro, Bernardo:

30, 32. Rodríguez del Toro y Alayza,

María Teresa: 28-32, 62, 160. — 31.

Rohm, Ernst: 182. Rojas Villandrando, Agustín de:

18. Rojas Zorrilla, Francisco: 215. Romanones, Alvaro de Figue-

roa, conde de: 107. Romera Navarro: 98. Romero Gómez, Emilio: 205. Romero de Torres, Julio: 96. Ronsard, Pierre de: 43, 67. Ros, Samuel: 126. Rosa de Lima: 28. Rosales, Luis: 166, 168, 172, 188. Rosenberg, Marcel: 206. Rosmini Serbati, Antonio: 86. Rothe: 48. Rousseau, Jean-Jacques: 73, 75. Rousset, lean: 56. Rouveyre: 55, 59. Rovatta: 48. Rubens, Petrus Paulus: 55. Rubin, Walter: 139. Rubio Álvarez, F.: 13. Rufo, Juan: 176.

Ruiz de Alarcón, Juan: 14. Ruiz de Alda, Julio: 183 184. Ruiz Castillo: 106. Ruiz-Giménez Cortés, Joaquín:

11. Ruiz Iriarte, Víctor: 216. Ruiz de Machado, madre de

Antonio Machado: 109, 112, 166.

Rulfo, Juan: 176. Russell, Bertrand: 180. Rutskin, Kostiuska: 34. Ruysbroek, Guillermo de: 36.

Saavedra Fajardo, Diego de: 42, 46, 54, 114, 204.

Sackville, Thomas: 216. Sade, Donatien Alphonse Fran­

cois, marqués de: 163. Sáenz, Manuelita: 160. Sagasta, Práxedes Mateo: 126. Saguier Aceval, Emilio: 128. Sainz Rodríguez, Pedro: 36, 98,

129, 169, 174. — 171. Saisset, Paséale: 162. Sajonia, Ludolfo de: 36. Salas, Tito: 31. Salas Barbadillo, Alonso Jeró­

nimo de: 104. Salazar Chapela, Esteban: 98,

220. Salguero, los: 46. Salinas, canónigo: 54. Salinas, Pedro: 98. 129, 168, 169,

172, 179. — 171. Salisbury, Jean de: 44. Salmerón, Nicolás: 79. Salmón, André: 110. Salutati, Coluccio: 13, 14. Samaniego, Félix María: 146. Samitier Vilalta, Josep: 169. Sampelayo, Carlos: 154. San Fernando, duque de: 51. San Martín, losé Francisco de:

126. Sánchez Bella, Alfredo: 203. Sánchez de Cepeda, Alonso: 35. Sánchez Diana, José María: 177,

180. Sánchez Dragó, Fernando: 142,

192, 209, 222-225. — 223. Sánchez Ferlosio, Rafael: 209,

224. Sánchez Mejías, José: 140. Sánchez de Toledo, Juan: 35. Santiago apóstol: 13, 14, 16,

150, 151. —15. Santiago, Miguel: 82. Santullano: 66. Sanz del Río, Julián: 132, 192,

224. Sarrai'hl, Jean: 55. Sartre, Jean-Paul: 47, 229. Scarron, Paul: 47. Scott, Walter: 102. Schelling, Friedrich Wilhelm

Joseph von: 55, 118, 132. Schiller, Johann Christoph

Friedrich von: 77, 186, 216. Schlegel, August Wilhelm von:

51,55. Schlegel, Fiedrich von: 51. Schmidt, Arno: 48. Segismundo de Polonia: 52. Sempere Guarinos, Juan: 66.

Séneca: 96, 110, 114, 129. Sepúlveda, Ginés de la: 151. Serna, Víctor de la: 187. Serra i Serra, Narcís: 16. Serrano Suñer, Ramón: 187,

188, 192. — 193. Severen, Joris van: 182. Seward, Williams Henry: 87. Shakespeare, William: 48, 51. Shaw, Georges Bernard: 102. Sijé, Ramón: 210, 212. Sima, Horia: 182. Simancas, coronel: 166. Simón Díaz, José: 154. Sironi, Edith: 107, 152, 159, 166,

169, 196. — 153, 171. Sklodowska, María: véase Cu­

rie, María. Skupien, Teresa: 52. Sobejano, padre: 48. Sobejano, Gonzalo: 48, 209. Sócrates: 104, 114 . Sofía de Grecia: 33. Sófocles: 51. Sofovich, Luisita: 125, 126. Solana, José Gutiérrez: 47, 128,

166. Somoza, José: 66. Soona: 48. Sordi: 84. Sorolla, Joaquín: 136. Soto de Rojas, Pedro: 82. Southey Robert: 119. Souviron, Rosemary: 124. Spencer: 167. Spengler, Oswald: 118. Spinoza, Barnch de: 197. S t a 1 i n , Iósiv Vissariónovich

Dzhugashvili, llamado: 20. Stoll: 48. Strasser, Gregor: 182. Stravinsky, Igor: 96. Styrsky: 48. Suárez, Francisco: 82, 84, 86,

94. Suárez de Figueroa, Cristóbal:

54. Suárez González, Adolfo: 82, 84,

148; 202. Swain, padre: 194. Swift, Jonathan: 94. Sydney: 55.

Taboada, padre: 196. Taka: 182. Talavera, Alfonso Martínez, lla­

mado Arcipreste de: 47. Tanguy. Ivés: 48. Taparelli, Luigi: 84. Tassara Ojeda, Teresita: 88. Tassara y Wilson, Manuel: 88. Tasso, Torquato: 18. Tauler, Johannes: 36. Tejado: 86. Tejedor y Lomas, León: 178. Tejero Molina, Antonio: 206. Tellería, Juan: 188. Tello: 114. Teodomiro, obispo: 15. Teodoro (hijo de Iván el Terri­

ble): 51. Teresa de Cartagena: 36. Teresa de Jesús, santa: 14, 18,

20, 35-39, 46, 52, 62, 69, 152, 196. — 37.

235

Page 233: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

Thorez, Maurice: 182. Tiberio: 139,224.-223. Tieck, Ludwig: 51. Tierno Galván, Enrique: 48,

192, 224. Tirso de Molina, Gabriel Téllez,

llamado: 18, 54, 62, 216, 224. Tiso. Jozef: 182. Toffanin: 55. Tolstói, León: 169. Tomás de Aquino, santo: 44,

84. Tomás Moro, santo: 43, 59, 94. Tomás de Villanueva, santo:

51. Tomás (sirviente de Ramón y

Cajal): 114. Toreno, José María Queipo de

Llano, conde de: 79, 84. Torre, Francisco de la: 68. Torre, Guillermo de: 110. 143,

144, 157-158, 166, 169, 172, 174, 177, 212. — 158.

Torrente Ballester, Gonzalo: 188, 209, 224.

Torres, Agustina: 84. Torres Balbás, Leopoldo: 96. Torres Naharro, Bartolomé de:

215. Torres-Rioseco, Arturo: 66. Torres Villarroel, Diego de: 47,

75. Tovar, Antonio: 188, 209. Toyen: 48. Trissino: 215. Tudó, Pepita: 72. Tuñón de Lara, Manuel: 154. Tzara, S. Sonsenstok, llamado

Tristan: 166.

Uceda, Cristóbal Sandoval y Rojas, duque de: 64.

Umbral. Francisco: 209. Unamuno, Miguel de: 47, 48,

86, 94, 98-100, 104, 109, 110, 112, 118, 119, 121, 133. 150, 154, 157, 178, 180, 186, 187, 198, 216. — 99,101.

Ungaretti, Giuseppe: 110.

Ungría, Alfonso: 36. Uña, Pedro de: 44. Urgoiti, Nicolás María de: 129. Urquijo, los: 146. Urrutia José de: 150. Ustariz, marqués de: 30.

Valbuena Prat, Ángel: 98. Valdés Leal, Juan de: 60. — 33. Valencia, Pedro de: 44. Valera, Juan: 87, 88, 90-94, 129,

157. — 93. Valéry, Paul: 174. Valle, Adriano del: 172. Valle-Inclán, Ramón del: 98,

100, 109, 118, 119-121. — 120. Varaisce d'Alais: 59. Várela: 187. Vargas Ponce, José de: 66-76. Vargas, los: 17. Vasallo, Jesús: 82. Vázquez de Arce y Ceballos,

Gregorio: 82. Vázquez Díaz, Daniel: 136. —

123. 155,158. Vega y Carpió, Félix Lope de:

16, 18, 20, 46, 47, 51, 54, 62, 65, 90, 103, 168, 215, 216. — 19.

Velasco, doctor: 113. Velázquez, Diego: 60, 163. Velázquez, Joseph: 68. Vélez de Guevara, Luis: 47. Vera, Jaime: 206. Verboom: 110. Verhaeren, Émile: 110. Verlaine, Paul: 157. — 158. Vermeer, Johannes: 160. Vespucio. Américo: 29. Veuillot, Louis: 81. Vicente, Gil: 168, 170. Vico, Giambattista: 118. Villaespesa, Francisco: 81, 96,

106. Villalba, coronel: 187. Villalobos: 216. Villalón, Fernando: 168, 172. Villar Ribot, Fidel: 82. Villaviciosa, José de: 62-65. —

63.

Villena, Enrique de: 13. Villon, Francois de Montcor-

bier, llamado Francois: 166. Virgilio: 64. Viriato: 134, 178. Virués, Cristóbal de: 216. Vivanco, Luis Felipe: 168, 188,

209. Vives, Luis: 44, 46, 69, 75, 139. Vivían: 96. Voltaire, Francois Marie Arouet,

llamado: 47, 75, 87.

Walesa, Lech: 52, 184, 205. — 53. Walters: 48. Ward: 87. Weiss-Weiler: 91. Welburger: 92. Wells, Herbert George: 102. Whitman, Walter: 110. Whitney, Juana: 100. Wilde, Osear: 61. Wilson: 48. Wólfflin, Heinrich: 55. Wyneken: 110.

Yagüe. Juan: 187. Yepes, padre: 38. Yndurain, Domingo: 209. Ynsausti: 143. Yzurdiaga: 187.

Zamarripa, padre: 170. Zamora Centeno: 13. Zamora Vicente, Alonso: 209. Zayas, María de: 104. Zenón: 96. Zorrilla, José: 96, 124, 148. Zubiri, Xavier: 152, 209. Zugazagoitia, Julián: 98. 112. Zulueta y Escolano, Luis de:

98. Zuloaga, Ignacio: 136. — 101,

108. Zúñiga, Diego de: 52. Zurita, Jenónimo: 46.

Page 234: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

( e/pejo J de

*\ e/pana

Títulos publicados:

I/Rafael Abella LA VIDA COTIDIANA DURANTE LA GUERRA CIVIL * LA ESPAÑA NACIONAL 2/Emilio Romero CARTAS AL REY 3/Ignacio Agustí GANAS DE HABLAR 4/Jesús de las Heras, Juan Villarín LA ESPAÑA DE LOS QUINQUIS 5/Francisco Umbral LAS ESPAÑOLAS 6/R. Borras, C. Pujol, M. Plans EL DÍA EN QUE MATARON A CARRERO BLANCO 7/José María de Areilza ASÍ LOS HE VISTO 8/Ricardo de la Cierva HISTORIA BÁSICA DE LA ESPAÑA ACTUAL 9/Salvador de Madariaga ESPAÑOLES DE MI TIEMPO 10/José Luis Vila-San-Juan GARCÍA LORCA, ASESINADO: TODA LA VERDAD U/Eduardo Pons Prades REPUBLICANOS ESPAÑOLES EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL 12/Claudio Sánchez-Albornoz MI TESTAMENTO HISTÓRICO-POLÍTICO 13/Carlos Rojas LA GUERRA CIVIL VISTA POR LOS EXILIADOS 14/Fernando Vizcaíno Casas LA ESPAÑA DE LA POSGUERRA 15/Salvador de Madariaga DIOS Y LOS ESPAÑOLES

16/Juan Antonio Pérez Mateos ENTRE EL AZAR Y LA MUERTE . 17/B. Félix Maíz MOLA, AQUEL HOMBRE 18/Rafael Abella LA VIDA COTIDIANA DURANTE LA GUERRA CIVIL ** LA ESPAÑA REPUBLICANA 19/Ricardo de la Cierva HISTORIA DEL FRANQUISMO ORÍGENES Y CONFIGURACIÓN (1939-1945) 20/Ramón Garriga JUAN MARCH Y SU TIEMPO 21/Mariano Ansó YO FUI MINISTRO DE NEGRÍN 22/Víctor Salmador DON JUAN DE BORBÓN GRANDEZA Y SERVIDUMBRE DEL DEBER 23/Dionisio Ridruejo CASI UNAS MEMORIAS 24/Evaristo Acevedo UN HUMORISTA EN LA ESPAÑA DE FRANCO 25/Tte. general Francisco Franco Salgado-Araujo MIS CONVERSACIONES PRIVADAS CON FRANCO 26-27/Guillermo Cabanellas CUATRO GENERALES * PRELUDIO A LA GUERRA CIVIL ** LA LUCHA POR EL PODER 28/Eduardo de Guzmán LA SEGUNDA REPÚBLICA FUE ASÍ 29/Tte. general Francisco Franco Salgado-Araujo MI VIDA JUNTO A FRANCO 30/Niceto Alcalá-Zamora y Torres MEMORIAS

Page 235: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

31/Xavier Tusell LA OPOSICIÓN DEMOCRÁTICA AL FRANQUISMO (1939-1962) 32/Ángel Alcázar de Velasco LA GRAN FUGA 33/Ramón Tamames LA OLIGARQUÍA FINANCIERA EN ESPAÑA 34/Eduardo Pons Prades GUERRILLAS ESPAÑOLAS. 1936-1960 35/Ramón Serrano Suñer ENTRE EL SILENCIO Y LA PROPAGANDA, LA HISTORIA COMO FUE. MEMORIAS 36/José María de Areilza DIARIO DE UN MINISTRO DE LA MONARQUÍA 37/Ramón Garriga EL CARDENAL SEGURA Y EL NACIONAL-CATOLICISMO 38/Manuel Tagüeña Lacorte TESTIMONIO DE DOS GUERRAS 39/Diego Abad de Santillán MEMORIAS (1897-1936) 40/Emilio Mola Vidal MEMORIAS 41/Pedro Sainz Rodríguez TESTIMONIO Y RECUERDOS 42/José Mario Armero LA POLÍTICA EXTERIOR DE FRANCO 43/Baltasar Porcel LA REVUELTA PERMANENTE 44/Santiago Lorén MEMORIA PARCIAL 45/Rafael Abeüa POR EL IMPERIO HACIA DIOS 46/Ricardo de la Cierva HISTORIA DEL FRANQUISMO AISLAMIENTO, TRANSFORMACIÓN, AGONÍA (1945-1975) 47/José María Gil Robles NO FUE POSIBLE LA PAZ 48/Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate DIÁLOGOS CONMIGO MISMO 49/Ernesto Giménez Caballero MEMORIAS DE UN DICTADOR 50/José María Gironella, Rafael Borras Betriu 100 ESPAÑOLES Y FRANCO 51/Raymond Carr, Juan Pablo Fusi ESPAÑA, DE LA DICTADURA A LA DEMOCRACIA 52/Víctor Alba EL PARTIDO COMUNISTA EN ESPAÑA 53/Miguel Delibes CASTILLA, LO CASTELLANO Y LOS CASTELLANOS 54/Manuel Fraga Iribarne MEMORIA BREVE DE UNA VIDA PUBLICA 55/José Luis de Vilallonga LA NOSTALGIA ES UN ERROR 56/Ian Gibson EN BUSCA DE JOSÉ ANTONIO

57/Luis Romero CARA Y CRUZ DE LA REPÜBLICA. 1931-1936 58/Vicente Pozuelo Escudero LOS ÜLTIMOS 476 DÍAS DE FRANCO 59/Ramón Tamames ESPAÑA 1931-1975. UNA ANTOLOGÍA HISTÓRICA 60/Ángel María de Lera LA MASONERÍA QUE VUELVE 61 /Juan Antonio Pérez Mateos JUAN CARLOS. LA INFANCIA DESCONOCIDA DE UN REY 62/Pilar Franco Bahamonde NOSOTROS, LOS FRANCO 63/Fernando Vizcaíno Casas ¡VIVA FRANCO! (CON PERDÓN) 64/Alfonso Osorio TRAYECTORIA POLÍTICA DE UN MINISTRO DE LA CORONA 65/Alfredo Kindelán LA VERDAD DE MIS RELACIONES CON FRANCO 66/Doctor Antonio Puigvert MI VIDA... Y OTRAS MÁS 67/Carmen Díaz MI VIDA CON RAMÓN FRANCO 68/Pedro Laín Entralgo MÁS DE CIEN ESPAÑOLES 69/Antonina Rodrigo LORCA-DALÍ 70/Joaquín Giménez-Arnau YO, JIMMY. MI VIDA ENTRE LOS FRANCO 71/Pedro Sainz Rodríguez UN REINADO EN LA SOMBRA 72/Pilar Jaraíz Franco HISTORIA DE UNA DISIDENCIA 73/Pilar Franco Bahamonde CINCO AÑOS DESPUÉS 74/Doctor Vicente Gil CUARENTA AÑOS JUNTO A FRANCO 75/FRANCO VISTO POR SUS MINISTROS 76/Juan Antonio Pérez Mateos EL REY QUE VINO DEL EXILIO 77/Alfredo Kindelán MIS CUADERNOS DE GUERRA 78/Luis Romero POR QUÉ Y CÓMO MATARON A CALVO SOTELO 79/María Mérida ENTREVISTA CON LA IGLESIA 80/Marino Gómez-Santos CONVERSACIONES CON LEOPOLDO CALVO-SOTELO 81 /Sebastián Juan Arbó MEMORIAS 82/Rafael García Serrano LA GRAN ESPERANZA 83/Álvaro Fernández Suárez EL PESIMISMO ESPAÑOL

Page 236: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

84/J. Cristóbal Martínez-Bordiu Franco CARA Y CRUZ 85/Fernando Vizcaíno Casas MIS EPISODIOS NACIONALES 86/Eugenio Vegas Latapie MEMORIAS POLÍTICAS 87/José María de Areilza CUADERNOS DE LA TRANSICIÓN 88/Ángel Zúñiga MI FUTURO ES AYER 89/Emilio Attard VIDA Y MUERTE DE UCD 90/Diego Martínez Barrio MEMORIAS 91/José Ignacio San Martín SERVICIO ESPECIAL 92/Santiago Segura y Julio Merino JAQUE AL REY 93/Miguel Fernández-Braso CONVERSACIONES CON ALFONSO GUERRA 94/Alfonso Armada AL SERVICIO DE LA CORONA 95/Miguel Ortega ORTEGA Y GASSET, MI PADRE

96/José María de Areilza MEMORIAS EXTERIORES (1947-1964) 97/Fernando Vizcaíno Casas PERSONAJES DE ENTONCES...

98/Rodolfo Martín Villa AL SERVICIO DEL ESTADO 99/Alfonso Carlos Saiz Valdivielso INDALECIO PRIETO. CRÓNICA DE UN CORAZÓN 100/Carlos Rojas EL MUNDO MÍTICO Y MÁGICO DE PICASSO 101/Dolores Ibárruri MEMORIAS DE PASIONARIA 102/Teniente general Carlos Iniesta Cano MEMORIAS Y RECUERDOS 103/Manuel Vázquez Montalbán MIS ALMUERZOS CON GENTE INQUIETANTE 104/Ernesto Giménez Caballero RETRATOS ESPAÑOLES 105/Emilio Romero TRAGICOMEDIA DE ESPAÑA 106/Arturo Dixon SEÑOR MONOPOLIO 107/Cristóbal Zaragoza ACTA DE DEFUNCIÓN

Page 237: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

e/pejo de e/pana

Una aportación a la tarea de esclarecimiento de las complejas realidades peninsulares de toda índole —humanas, históricas, políticas, sociológicas, económicas...— que nos conforman individual y colectivamente.

Últimos títulos publicados:

85 / Fernando Vizcaíno Casas MIS EPISODIOS NACIONALES 86 / Eugenio Vegas Latapie MEMORIAS POLÍTICAS 87 / José María de Areilza CUADERNOS DE LA TRANSICIÓN 88 / Ángel Zúñiga MI FUTURO ES AYER 89 / Emilio Attard VIDA Y MUERTE DE UCD 90 / Diego Martínez Barrio MEMORIAS 91 / José Ignacio San Martín SERVICIO ESPECIAL 92 / Santiago Segura y Julio Merino JAQUE AL REY 93 / Miguel Femández-Braso CONVERSACIONES CON ALFONSO GUERRA 94 / Alfonso Armada AL SERVICIO DE LA CORONA 95 / Miguel Ortega ORTEGA Y GASSET, MI PADRE 96 / José María de Areilza MEMORIAS EXTERIORES 97 / Fernando Vizcaíno Casas PERSONAJES DE ENTONCES... 98 / Rodolfo Martín Villa AL SERVICIO DEL ESTADO 99 / A. Carlos Saiz Valdivielso INDALECIO PRIETO 100 / Carlos Rojas EL MUNDO MÍTICO Y MÁGICO DE PICASSO 101 / Dolores Ibárruri MEMORIAS DE PASIONARIA 102 / Tte. general Carlos Iniesta Cano MEMORIAS Y RECUERDOS 103 / Manuel Vázquez Montalbán MIS ALMUERZOS CON GENTE INQUIETANTE 104 / Ernesto Giménez Caballero RETRATOS ESPAÑOLES 105 / Emilio Romero TRAGICOMEDIA DE ESPAÑA 106/Arturo Dixon SEÑOR MONOPOLIO 107 / Cristóbal Zaragoza ACTA DE DEFUNCIÓN

Editorial Planeta Córcega, 273-277, 08008 Barcelona

Page 238: Retratos Espanoles Bastante Parecidos Ernesto Gimenez Caballero

Estos Retratos españoles, según el autor bibliófilo de Barcelona Gustavo Gili y ahora va a Bastante parecidos, deberá el lector situarlos, reproducir la gran revista española Poesía. El autor también a petición suya, como en «galerías» fue también fundador de una auténtica «galería» encristaladas y sucedáneas. Y arbitrariamente —1929— desde la que se propagó en Madrid la epoquizadas. Cada «retrato» su época. Pero, a la pintura surrealista, la arquitectura funcional y la vez, sintiéndole de hoy: coetáneo. artesanía española y el primer cine-club de España.

El autor de estos Retratos españoles Todo ello como proyección de su Gaceta Literaria posee el don más difícil y delicado: el pedagógico. (1927-1932). Pero de la pedagogía revolucionaria que le llevó a Ahora, en estos Retratos españoles lograr una obra sobre la Lengua y literatura de la (Bastante parecidos), Giménez Caballero ofrece Hispanidad que hoy se ha hecho ya normativa. su interpretación del «genio» de España a través de Y al tiempo mismo en su época vanguardista figuras místicas y espirituales y figuras políticas interpretó las figuras literarias en «cartel», que van desde el mistérico Santiago hasta la exponiendo una colección, junto a su camarada generación última de literatura española. Dalí, en las Galerías Dalmau que adquiriría el