resurrección experiencia de plenitud

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Pit volorep udipsanis quunt dipsam asitatqui inctum velic toreperi accum vitempo sanimil ipsum qui voluptis AT IL MAGNAM FUGA. PA VELIA VOLESTEM MAGNAM FIRMA Cargo 2.XXX. X-X de mes de 2010 PLIEGO Donde se hace presente el Resucitado todo cambia, todo se renueva. El encuentro con él transforma la vida e impulsa a la misión. Deja que tu corazón se llene de la alegría pascual. ¿Estás dispuesto a dejarte llevar por su Espíritu? Es tiempo de volver a Galilea, donde comenzó la primavera del Evangelio, y ponernos en camino. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR, EXPERIENCIA DE PLENITUD Pascua 2015 LÁZARO ALBAR MARÍN Sacerdote diocesano de Cádiz y Ceuta 2.2936. 11-17 de abril de 2015

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Pliego de la revista Vida nueva sobre la pascua

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Page 1: Resurrección Experiencia de Plenitud

PLIEGO

Pit volorep udipsanis quunt dipsam asitatqui inctum velic toreperi accum vitempo sanimil

ipsum qui voluptis

At il mAgnAm fugA. PA veliA volestem

mAgnAmFIRMACargo

2.xxx. x-x de mes de 2010PLIEGO

Donde se hace presente el Resucitado todo cambia, todo se renueva. el encuentro con él transforma la vida e impulsa a la misión.

Deja que tu corazón se llene de la alegría pascual. ¿estás dispuesto a dejarte llevar por su espíritu? es tiempo de volver a galilea,

donde comenzó la primavera del evangelio, y ponernos en camino.

lA ResuRReCCiÓn Del seÑoR, eXPeRienCiA De PlenituD

Pascua 2015

LÁZARO ALBAR MARÍNSacerdote diocesano de Cádiz y Ceuta

2.2936. 11-17 de abril de 2015

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Esperanza y luz para los pueblostransformado: la tristeza se hace alegría, la violencia se convierte en paz, el individualismo da paso a la comunidad, el luto se transforma en fiesta y la muerte se convierte en un sueño que da paso a la vida eterna.

Ahora recorreremos algunas pinceladas de las escenas de las apariciones del Resucitado, entrando en la experiencia, a fin de que nos sintamos implicados, tocados, transformados, porque todo encuentro con Jesús Resucitado transforma la vida e impulsa a la misión. ¿Es grande el deseo de encontrarte con él? ¿Estarás dispuesto a dejarte llevar por su Espíritu?

II. EL SILENCIO CULPABLE DE LOS SOLDADOS

Hay una gran variedad de silencios en la vida, pero ahora nos toca fijarnos en lo que podríamos llamar los silencios culpables, culpables dado que, deliberadamente, callan para sí la alegría de una vida nueva, la felicidad de una resurrección gloriosa, la dicha de saber que se puede vencer a la muerte.

La mejor forma de contemplar la Palabra de Dios es entrar en escena, implicarse, dejar que te toque en lo profundo de tu ser. Si cerraras los ojos en estos momentos, si abrieras tus oídos para escuchar con atención todo lo que a tu alrededor va a ocurrir, dejando que los pensamientos que te preocupan y tus temores queden fuera de ti, vaciándote de todo, podrás disponerte a sentir con el corazón este pasaje evangélico que quiere llenarte de vida: Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido. Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero, con esta consigna: “Decid así: ‘Sus discípulos vinieron durante la noche y robaron su cuerpo, mientras nosotros dormíamos’. Si el asunto llega a oídos del

gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y os evitaremos complicaciones”. Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna. Y se difundió esa versión entre los judíos, hasta el día de hoy (Mt 28, 11-15).

Es el primer día de la semana, pasado el sabbat judío, y tú estás ahí, muy cerca de lo que va a acontecer. Despiertas al amanecer con el canto de las aves, que ponen de nuevo música al alba mañanero; una sensación de alivio viene a visitarte, porque, después de la oscuridad de los días pasados, creías que ya no volverías a ver el azul del cielo. Todo rezuma fuerza, energía, y parece que brota de las entrañas de la tierra hacia la superficie.

Has pasado dos noches a la intemperie, en esta mañana empiezas a despertar de un profundo sueño. Delante, cerca de ti, se encuentra el huerto donde en un sepulcro excavado en la roca habían depositado el cuerpo sin aliento de Jesús de Nazaret. Apenas pudiste verlo, porque apresuradamente se lo llevó José de Arimatea. María Magdalena y la otra María se habían quedado fuera, y un niño pequeño, de unos seis años con ropa hebrea, también les acompañaba.

José ha hecho rodar la gran piedra y el sepulcro ha quedado sellado. Él les insistía que se fueran a descansar, pero ellas se han negado a hacerlo y, en su dolor, lloraban sentadas frente al sepulcro descansando en un gran roca. El Maestro está ahí, tras una gran piedra redonda que les impide llegar hasta él. ¿Has pensado alguna vez cuál es el gran obstáculo de tu vida que no te deja alcanzar al Señor, que no te deja contemplar su rostro? Tras su insistencia, Magdalena y la otra María se marchan por el camino, pero el niño se ha quedado escondido, y se acerca hasta el lugar donde te encuentras, te mira y te dice: “Si te haces niño como yo, verás la gloria del Señor, podrás ver con una mirada nueva, desde nuestra inocencia

I. CRISTO RESUCITADO, ESPLENDOR DE LA VIDA

“¡Cristo ha resucitado!”, es el grito de la nueva humanidad. La última palabra de nuestra existencia no es la muerte, sino la vida en plenitud. La Resurrección es la Esperanza que mueve todas las esperanzas humanas, es la luz que da sentido a nuestra vida, y eso es posible porque Dios nuestro Padre, Padre de misericordia y de todo consuelo, ha infundido su Espíritu a su Hijo Amado, crucificado y muerto por amor para nuestra salvación. El sepulcro quedó vacío, pero se llenó de la luz del Resucitado, porque, allí donde hay tiniebla y oscuridad, el Resucitado baja para elevarnos y levantarnos. Este es el Sol que ilumina la tierra y a todos los corazones de aquellos que le aman y le buscan, como les ocurrió a los apóstoles Pedro, Juan, y también a María Magdalena y a muchos otros.

Cristo Resucitado es el esplendor de la vida, él nos trae la misericordia divina, el perdón de los pecados y la santa alegría que es la comunión de los hermanos, haciéndonos Familia de Dios.

Sus llagas, que son las marcas de su amor, de su entrega generosa, de los clavos que le han herido, son ahora manantiales de vida, fuentes del Espíritu para penetrar el Misterio Pascual. Manantiales adonde acuden los sedientos para beber el amor derramado hecho sangre que brota del costado del Cordero Místico, del Cristo inmolado.

Y Dios Padre lo ha resucitado, glorificado, ensalzado y enaltecido, le ha llevado a los cielos y lo ha sentado a su derecha. Nosotros, que ahora pisamos esta tierra y este mundo, tan solo podemos contemplarlo con los ojos de la fe y la humildad del corazón. Él siempre se hace presente, basta que le abras las puertas de tu corazón: la de la interioridad hecha oración, y la de la exterioridad en los gestos de amor.

Sí, Cristo Resucitado, eres el Viviente y el Resucitador, contigo todo queda

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podemos ver la grandeza del amor de Dios nuestro Padre”.

Por eso confía esperanzado, y pídele que en este mismo instante te dé esos ojos que te dio al nacer, cuando la maldad de este mundo no los habían herido y veías las cosas desde su lado positivo. El grupo de las mujeres se está alejando y se encuentra de camino con un piquete de seis soldados. El niño y tú veis cómo se colocan delante de la piedra para custodiar el sepulcro. En este momento, el pequeño dice con voz entusiasmada: “¡No podrán contener la Fuente de Vida que de ahí saldrá!”.

Súbitamente, haces de luz comienzan a salir de aquella inmensa piedra

circular que tapaba aquel sepulcro. Lo que antes no dejaba atravesarla se rinde ante su potencia; Cristo, el Señor triunfante, se está levantando de su lecho de muerte. Todo empieza a moverse, comienza a caer la tierra, la gran piedra que tapaba el sepulcro del Señor se está desplazando, todo está palpitando, latiendo con un corazón nuevo, porque el Señor de la Vida sale victorioso.

Los soldados se separan de ella, un halo de luz resplandeciente lo ilumina todo. Ves cómo los guardias toman diversas actitudes ante lo que está sucediendo. Dos corren a esconderse, otros dos caen de espaldas atónitos,

boquiabiertos, y los dos últimos se tapan sus caras ante la luz cegadora del Señor.

¿Cuál es tu reacción ante tal milagro, ante el Milagro de los milagros? Es tan grande la fuerza del amor del Padre que, a través de su Espíritu, infunde vida al que estaba muerto. ¡Cristo ha resucitado! Y eso no deja indiferente a nadie. La fe lo penetra todo, y el corazón del discípulo puede reconocer a Cristo vivo y glorioso. ¿Cómo es tu fe ante la presencia viva de Cristo Resucitado? No dejes que tu fe se enfríe, aliméntala para que cada día sea más grande. La vida está llena de pequeños milagros que solo se ven con los ojos iluminados del corazón (cf. Ef 1, 18); todos los milagros llevan destellos de la luz del Resucitado.

Atónitos, los soldados gritan unos a otros presos del pánico. Ellos, acostumbrados a custodiar prisioneros, se vuelven cautivos del miedo y corren ante lo sorprendente y asombroso de lo que está sucediendo. Los que habían caído y tenían sus espaldas contra el suelo se levantan para mirar dentro del sepulcro, y les comunican a los otros con gesto desencajado que deben volver rápidamente a donde se encuentran los jefes. En este momento puedes elevar tu oración: “Señor, que mis miedos no lleguen a apartarme de ti, que no me paralicen, que no enmudezcan mis labios, sino que dé testimonio de tu poder, y dame la fe suficiente para saber descubrirte en medio de la vida”.

Y, así, los seis guardias marchan apresuradamente a la ciudad. El niño coge delicadamente tu mano, y te dice: “Es hora de seguirlos, vamos, te mostraré el daño que el miedo y la avaricia pueden llegar a hacer”.

Al pequeño que se encuentra a tu lado se le dibuja una sonrisa en su cara, comienzan los nuevos tiempos, Jesús inaugura una nueva etapa con su Resurrección, es la nueva humanidad para una nueva Creación. Caifás llama a varios de los ancianos para reunirse con él, pues el dinero todo lo compra, es capaz de acallar las conciencias, tapar bocas, adormecer corazones, y deciden: les daremos una gran cantidad para asegurarnos de que sus labios quedan

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alguna vez te encuentras desanimado, derrotado, lleno de dolor y de incomprensión, alza tu vista a la cruz, porque, más allá del dolor de la cruz, está la gloria de la Resurrección”.

Ahora puedes seguir orando y contemplando: “¡Qué dicha contemplarte, Señor Jesús, glorioso y resplandeciente! ¡Qué dicha más grande conocerte como Señor de la vida y de la muerte, y verte lleno de luz irradiando paz! ¡Qué júbilo poder caminar junto a ti, pues lo invisible se hace visible, las viejas estructuras se tornan nuevas! Señor Jesús, desplaza la enorme piedra que me aparta de ti, lléname de tu fulgor y que tu inmenso amor invada todo mi ser, porque donde hay verdadero amor todo resucita, todo recobra la vida, los paisajes más invernales se vuelven deliciosas primaveras. Deja que sea una de las seis pequeñas velas que hagan guardia delante de ti, cuando estés expuesto ante mis hermanos como Sacramento de Vida, Pan Eucarístico. Que ni el miedo, ni el respeto humano, ni la avaricia puedan dejarme derrotado en el campo de batalla de este mundo. Sean mis armas para el combate: la oración, tu Palabra, la Eucaristía y la esperanza de la fuerza de la Resurrección. Que, junto a la Santísima Trinidad y a María, nuestra Madre, mi vivir se asemeje al tuyo, y mi vida sea un canto a la Resurrección y a la Vida. Sí, mi Señor, hazme sembrador de esperanza y anunciador de la Resurrección y de la vida eterna. Ahora y por siempre. Amén”.

III. APARICIÓN DEL RESUCITADO A LOS DISCÍPULOS EN EL CENÁCULO

Reunidos alrededor de una mesa, los discípulos de Jesús, asombrados y asustados, se preguntaban: “¿Por qué? ¿Por qué Dios ha permitido todo esto? ¿Por qué ha abandonado a nuestro Maestro?”.

Tú también puedes sentirte discípulo de Jesús, cerrar los ojos y hablar con él: “Cristo Jesús, no entiendo muchas cosas, no comprendo el dolor del mundo, la angustia de tantas personas, las desgracias y el vacío del hombre, no comprendo el porqué de la debilidad, la fragilidad humana, pero ¿qué sería

lleva el rumbo de mi existencia, el sentido de mi vida”.

◼ Y cayó la tercera moneda, la ceguera. Uno de los dos soldados que aún no ha recuperado del todo la vista vuelve con sus manos a frotarse los ojos. Y el niño exclama ante mí: “Vosotros, los adultos, muchas veces estáis ciegos ante tantas situaciones… Preferís mirar hacia otro lado ante la pobreza, el sufrimiento, las injusticias, las guerras; es más fácil girar la cara, volver la espalda y pensar que eso no va con vosotros. E incluso, ante lo bueno de esta vida, vuestra mirada se turba con envidias y celos, no conserváis la sencillez, el candor, la simplicidad con la que nacisteis. Por eso puedes preguntarte: ¿de qué te tiene que limpiar el Señor los ojos? ¿Puedes hacer tuya la súplica del ciego: ‘Señor, que vea’?”.

Tú coges la mano del chiquillo, él la aprieta, y te indica que es hora de partir para regresar al huerto de la Resurrección, donde los almendros han florecido y todo ha quedado ungido, iluminado. Pensativo por el camino ante lo que has sido testigo, todo parece haber tomado un cariz distinto. La vida siempre es una lección y la cobardía de estos soldados te interroga: ¿qué proyectos puedes comenzar que te acerquen más a Dios y a tus hermanos? ¿Qué hoja de ruta puedes trazar para llevar a cabo lo que el Resucitado desea de ti? Deja que ante la luz del Resucitado todo se renueve en tu vida.

Ante el sepulcro vacío, donde la luz del Resucitado todavía resplandece, ese niño misterioso te dice: “Tengo que dejarte, ahora debo regresar, no olvides mirar al mundo con ojos de niño, sorpréndete cada mañana y, si

sellados para siempre. Los soldados asienten, y cogen seis bolsas repletas de monedas de oro. Por dinero muchas personas han vendido su alma.

Tú miras con atención al niño y su cara se torna en un gesto de dolor que apaga la alegría de su rostro.

◼ Y cayó la primera moneda ensangrentada, la avaricia. El chiquillo exclama: “¡Qué triste es el sentimiento de acumular, acaparar! Se oscurece la razón, ¿no ves cómo te hace cautivo, esclavo, como lo son ahora mismo esa patrulla de la legión? Cuando das generosamente no solo lo material, sino también los dones recibidos, te haces libre. Una sonrisa, un abrazo, una mirada cariñosa hacia el hermano vale millones en el cielo. Las riquezas no duran siempre; sin embargo, el amor perdura hasta la eternidad. ¿Dónde están las riquezas de tu corazón? ¿Eres generoso? ¿Te presentarás ante Dios con las manos vacías o con las manos llenas de imágenes de rostros y nombres felices a los que diste consuelo? Atrévete ahora mismo a decirle a Jesús, en una breve oración: “Señor, toma mis manos, toma mis pies, mi entendimiento y mi ser, que todo lo ponga para el bien de mis hermanos, pues quiero llevarlos a ti, tú que eres el gran tesoro de mi vida”.

◼ Y cayó la segunda moneda, el respeto humano. El soldado que se encaró con Caifás sabía lo extraordinario de lo acaecido. Jesús ya no estaba, y si nadie había entrado a por su cuerpo durante su guardia, es que este hombre a quien ellos habían crucificado por orden superior era entonces el Mesías. En su pecho quería gritar a los cuatro vientos todo eso de lo que había sido testigo, pero enfrentarse valientemente ante sus superiores, el temor al castigo, a lo que pensaran los demás, le venció y, mordiéndose la lengua, apretó sus labios. Ante lo que está sucediendo, el niño te pregunta: “¿Cómo es tu testimonio cristiano? ¿Eres valiente o los miedos te invaden? Si Jesús dio su vida por ti, ¿tú qué haces por él?”. Eleva de nuevo tu oración, no dejes de orar y di: “Que tu Grandeza, Señor, sea mi fuerza; que en mi debilidad me des coraje; que cuando enmudezca mi boca, mi vida hable; que más que palabras sean mis obras las que demuestren que tú eres quien

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de todo esto si no existieras tú? Tú eres el único consuelo, la mejor dicha, la máxima felicidad, pero, si me falta tu presencia, me muero de tristeza y angustia, desespero ante el vértigo que me produce el abismo de la vida. Pero no, tú siempre estás ahí, y en ti encuentro toda la esperanza”.

Es el momento de entrar en la experiencia de encuentro con Jesús Resucitado. Allí, sentado a la mesa junto a los otros discípulos, observas el miedo y la intranquilidad tan grande que tienen: están perdidos, asustados, las puertas y ventanas cerradas, pronuncian pocas palabras, hablan de sus cosas, de las últimas noticias que reciben, de las mujeres que han visto el sepulcro vacío. Pedro, allí presente, también estuvo y lo ha visto. “¿Qué va a pasar?”, se preguntan.

En ese momento, se abre la página del evangelio de san Lucas y escuchas: Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: “Paz a vosotros”. Pero ellos, aterrorizados

y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Y él les dijo: “¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo”. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Pero como no acababan de creer por la alegría y seguían atónitos, les dijo: “¿Tenéis ahí algo de comer?”. Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomo y comió delante de ellos (Lc 24, 36-43).

De pronto, irrumpe Jesús en medio de la escena, glorioso, luminoso, vivo, resucitado. ¡Qué gran regalo, el mejor regalo! Lo más inesperado, lo más sorprendente, llena de vida el lugar. Es Jesús quien ha tomado la iniciativa de hacerse presente y ellos tendrán que salir del desconcierto y la incredulidad. La fe hace posible lo increíble, a veces vemos como si fuera un sueño lo que es una realidad. Observas las caras de los discípulos, su incredulidad; están asustados, parecen que están viendo un

espíritu, no han reconocido al Maestro, no han escuchado su saludo de paz: ¡Shalom! El miedo les puede, habían perdido toda esperanza de volver a encontrarse con Jesús, todo aquello les sobrepasa y están abrumados.

Tú, que te encuentras entre ellos, también estás sobrecogido, es tu primer encuentro con el Resucitado, y tu reacción primera también es de miedo e incredulidad. Ahí está él haciéndose presente en sus vidas y en tu vida, sobrepasando toda expectativa. Allí, en el piso de arriba, en el Cenáculo, él se hace presente, y también en cada comunidad que se reúne para celebrar la Eucaristía, que hacen del lugar un Cenáculo. Las cosas de Dios ocurren en el piso de arriba, donde se da el encuentro más místico y transcendente. Mírale a los ojos, contémplalo vivo, glorioso, con las marcas de su pasión, marcas de entrega y sufrimiento por amor a toda la humanidad. ¿Qué ves en Jesús? ¿Qué encuentras en su rostro? ¿Y en su mirada? ¿Qué siente su corazón?

Y piensas cuántos miedos han paralizado tu fe, cuántas veces le has fallado o le has abandonado, cuántas veces le has crucificado en tu hermano, quizás por tu egoísmo o por tu comodidad o pecados de omisión. Pero ahí está Jesús, mostrando sus entrañas de misericordia, sin reprochar, sin condenar; al contrario, ofreciendo a manos llenas la alegría de su perdón. El perdón y la reconciliación que trae el Señor renueva el aire de aquella sala. Todo cambia al escuchar el saludo del Amigo: “¡Shalom, paz a vosotros!”. Un escalofrío recorre tu piel, ves que Jesús es el mismo, descubres con asombro que ahora le reconoces. Es el saludo que siempre daba a los enfermos, a los pecadores, a los pobres, a los que sufrían… para que sintieran la paz de Dios, la acogida que brotaba del corazón misericordioso del Padre.

Qué importante es preguntarte: “¿Buscas a Jesús resucitado en tu vida? ¿Y preparas tu corazón para ese encuentro?”. Ahora puedes hacerlo, depende de ti, depende de que limpies tu corazón: “Jesús resucitado, te busco por todas partes, sé que cuando mi corazón esté limpio y lleno de gracia, entonces será cuando te encuentre.

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El ruido queda atrás, el silencio va tomando espacio en tu interior, escucha con veneración la Palabra sagrada que el Señor pone a tu alcance: En aquel tiempo, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos, sin embargo, dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 16-20).

Siempre debemos volver a Galilea, donde comenzó la primavera del Evangelio, para encontrarnos con ese Jesús, Maestro y Señor, al que le seguía la muchedumbre y las multitudes. Adéntrate en este precioso pasaje del Evangelio, el Señor anhela que acudas a su encuentro como un discípulo más. El sol, que empezó a salir a primera hora de la mañana allá en el horizonte, abriéndose paso entre las aguas del lago de Genesaret, ya luce radiante en lo alto de un cielo claro y despejado. Una suave brisa te trae el perfume que desprenden las bellas flores que tapizan la ladera del monte. Los pájaros cantan jubilosos el esplendor de la naturaleza, todo un manantial inagotable de vida luce ante sus ojos.

Entre tanto, los discípulos ascienden suavemente por el monte, ese monte que fue testigo privilegiado de momentos y escenas junto a Jesús. El Señor los ha llamado nuevamente allí, y ellos no han dudado en ponerse en camino: “Quiero ponerme en camino, Señor, allí adonde tú desees, para encontrarme contigo”.

Pedro encabeza el grupo; muy cerca de ahí, Jesús lo llamó a seguirle. Y también cerca le confesó su amor. Ahora el Resucitado ha salido al encuentro en este monte de Galilea, como les anunció a través de las mujeres hace unos días. ¡Qué importante es confesar tu amor a él cada día, cada instante! A veces son palabras, a veces gestos de amor al hermano, a veces una humilde oración.

Juan cae de rodillas inmediatamente ante Jesús resucitado, e inclinando su cuerpo hacia adelante, hace tocar su frente con el suelo y extiende sus brazos

debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día (Lc 9, 22). Toma conciencia de su presencia, que te llena de alegría y entusiasmo. ¡Verdaderamente ha resucitado! Quien se encuentra con él lo ve también como el Resucitador, porque todo lo renueva, todo lo engrandece, todo lo embellece. Ha sucedido algo verdaderamente nuevo, que cambia la historia de la humanidad. Con Cristo Resucitado la tierra que pisamos tiene futuro, lo mejor está por venir, y lo mejor es que nos esperan la resurrección y la vida eterna.

Ante tu presencia está el Señor de la Vida. Dejando que el Resucitado viva en ti, puedes dar esperanza a los que sufren, acoger a los excluidos, perdonar a los pecadores, defender a las mujeres y bendecir a los niños, realizar comidas donde caben todos, entrar en las casas anunciando la paz, contar parábolas que hablan de la bondad y la misericordia de Dios, llevar la felicidad del Reino a todos.

IV. APARICIÓN EN EL MONTE DE GALILEA Y MISIÓN UNIVERSAL

En este día en que queremos soñar, y nos imaginamos las hojas esparcidas por el suelo de los campos y las calles revelándonos que el otoño avanza con su cadencia habitual, apreciamos a través de esta imagen cómo la naturaleza nos enseña fragmentos de su sabiduría: ella tiene sus ciclos, y ahora nos muestra que, antes de volver a nacer de nuevo en la esplendorosa primavera, debe despojarse de todo lo que le resulta prescindible. El Señor quiere que, al igual que la naturaleza, nos despojemos de todo lo accesorio y nos quedemos únicamente con lo que necesitamos realmente para vivir y para seguir creciendo y madurando. Desea que nos quedemos exclusivamente en su presencia, escuchándole y adorándole. ¡Qué importante es parar, hacer silencio para contemplar y escuchar! ¡Qué importante es dejar atrás lo superficial y entrar más hondo, hasta la profundidad, para que se ilumine el corazón y entonces poder ver lo nunca visto!

¡Oh, qué dicha dejar que tú limpies mi corazón!”.

Donde se hace presente el Resucitado todo cambia, todo se renueva: los sentimientos de culpabilidad dan paso al arrepentimiento y a la alegría del perdón; los miedos se convierten en confianza e impulso para anunciar la Buena Noticia del Reino. Deja que tu corazón también se llene de esta santa alegría. Tu vida de fe necesita alegría, mucha alegría, solo él puede ofrecerte la mayor alegría.

Jesús pide de comer a sus discípulos. Comer con Jesús, cuando él es el alimento del alma. Sí, puedes sentarte a su mesa. Él ya no te llama siervo, sino amigo (cf. Jn 15, 15), es plenamente corpóreo y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo, ahí es donde se manifiesta la esencia peculiar y misteriosa del Resucitado. Deja que venga a tu mente aquel canto del salmista: Mi carne descansa en la esperanza, porque no abandonarás mi alma en el lugar de los muertos, ni permitirás que tu Santo sufra la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida (Salmo 16, 9-11).

Todavía permanecía en el aire la pregunta que Judas Tadeo le hizo a Jesús allí mismo, en el Cenáculo: Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo? (Jn 14, 22). También a tu mente acuden esos pensamientos que se plantea la lógica humana: “¿Por qué no te has opuesto con poder a tus enemigos que te han llevado a la cruz? ¿Por qué no les has demostrado con vigor irrefutable que tú eres el Viviente, el Señor de la vida y de la muerte? ¿Por qué, Señor, te has manifestado solo a un pequeño grupo de discípulos de cuyo testimonio tenemos ahora que fiarnos?”. Puedes hacerte muchas otras preguntas, Jesús siempre es una pregunta por resolver, pero muy difícil de dar una respuesta, porque él es siempre más, es un misterio de amor inabarcable, un misterio de unidad entre humanidad y divinidad. Jesús es siempre más de lo que puedas imaginar.

En este momento, tú también te sientes uno de los elegidos, es cuando tu corazón conoce la verdad, que él ha resucitado verdaderamente, como ya lo había dicho: El Hijo del hombre

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con las palmas de sus manos hacia arriba. La adoración y la alabanza son la mejor oración ante el Resucitado.

Pedro, al igual que los demás discípulos, lleno de asombro, alegría y admiración, queda profundamente conmovido, avanza un poco más hacia Jesús y, en ese momento, sus ojos se encuentran con una mirada penetrante de varios segundos, mirada que va a llenar toda su vida. Es la fe que arde en su interior.

Otros discípulos, sin embargo, dudan por unos instantes de que sea realmente el Señor. En sus mentes están aún muy recientes la soledad, el miedo y la angustia que han vivido estos días atrás, y su corazón turbado les impide verlo. ¿No es a veces también esta tu experiencia? ¿Momentos de fe y de duda, que se entrelazan con una alternancia que te desconcierta? ¿O tu fe es siempre ascendente en un dinamismo de crecimiento, donde todo lo miras con los ojos iluminados del corazón?

Es el momento de tu encuentro: ahí está Jesús vivo y resucitado, el misterioso Jesús que aparece y

desaparece, está ante ti en aquel lugar del monte de Galilea. Te mira con su rostro lleno de paz, serenidad e inmensa ternura, y te pregunta: “Y tú, que sufres a menudo también esa soledad, ese miedo y esa angustia en tu vida, y llegas a pensar que no estoy a tu lado en los momentos de preocupación, zozobra y desesperación, ¿crees que he resucitado para liberarte de todo miedo, de toda angustia y de la esclavitud de tus tinieblas? ¿Has aprendido el arte de acercarte a mí para adorarme y reconocerme como el único Señor de tu vida? Si es así, podrás contar siempre conmigo, cambiaré tu tristeza en alegría rebosante, tu ceguera en luz, tu miedo en la confianza del corazón”.

Jesús quiere afianzar la fe de sus discípulos y también la tuya, y se muestra rebosante de fuerza y de vida, ha vencido a la muerte y al mal, y dice a todos con gran autoridad: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Sus palabras impresionan por su gran firmeza, desea que tu fe en él quede consolidada como quien construye una casa sobre roca. Quiere que su

resurrección te lance a la vida, sabiendo que las dificultades, la muerte y el mal, no tendrán nunca la última palabra en la historia de sus seguidores, que de discípulos llegarán a ser apóstoles, enviados, misioneros de su Evangelio.

Ahí lo ves, el Señor está revestido de una majestad verdaderamente conmovedora. Las lágrimas del pasado, derramadas por el miedo, la frustración y la desolación, se han tornado lágrimas de emoción, alegría, consuelo y esperanza en todo verdadero discípulo. Cristo fija su mirada en la historia personal de cada uno, también en la tuya, repasa tu camino y el camino de cada uno hasta este día, y lleno de un profundo amor por todos y sabedor de su autoridad suprema sobre el cielo y la tierra, grita con fuerza: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.

Algo les arde en el corazón: es la pasión por evangelizar, el amor del Resucitado que los enciende para la misión, para no parar, para llegar a todos los lugares, a todos los rincones de la tierra. Quien se encuentra con Jesús resucitado ya no es indiferente, ya no puede vivir para sí mismo, sino para el que le envía. La pasión por el Reino y la fuerza dinamizadora del Evangelio no tienen ya freno. Nada ni nadie podrá parar al que se encuentra con el Resucitado y se deja tocar en lo hondo de su corazón. La música de esta oración te acompañará ya durante toda tu vida: “Sí, Jesús, quiero hacer discípulos tuyos, pero antes haz de mí un buen discípulo, valiente, arriesgado y entregado, que lleve el Evangelio a los que no te conocen y les muestre la mejor forma de guardar el tesoro de tus enseñanzas en el corazón”.

Tras unos segundos, Pedro se levanta, no puede permanecer por más tiempo impasible ante la invitación del Señor, y se coloca junto a Jesús para expresarle su voluntad de ofrecerse para llevar a cabo la misión que él les está encomendando. El mismo gesto lo repiten Juan, Mateo, Lucas y todos los demás.

El Señor, que te lo ha dado todo, te pide algo más: quiere que pases

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“el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), el Pan de Vida y la fuente de Agua viva que sacian nuestra hambre y nuestra sed (Jn 6, 35); es el Pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo y nuestro modelo a imitar (cf. Jn 10, 11). Salgamos, pues, a las plazas y los caminos en los que el Señor nos sitúa a cada uno, anunciemos su Evangelio y bauticemos a todos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: “Sí, Jesús, hazme evangelizador, que siempre arda mi corazón, que proclame el Evangelio a los cuatro vientos, que allí donde me encuentre te anuncie, que tu mensaje de amor llegue a toda la tierra”.

Y es la misma Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo, la que te dirige en su nombre esta acuciante pregunta: “¿Qué necesitas cambiar para que tu corazón sea totalmente del Señor y así poder entregarte a la misión que él te confía?”. Y puedes orar, y mirarle y decirle: “Modélame de nuevo, Señor, modélame entre tus manos como arcilla blanda, dócil, porque quiero servirte haciendo tu voluntad, extendiendo tu Reino”.

Y esto es lo que más te puede reconfortar, sus palabras, que las deposita en tu corazón para que nunca se te olviden: “Y sabed que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Sí, estaré cuando notes el rechazo y la incomprensión de los que te rodean; cuando te ridiculicen por mi nombre; cuando sientas que la magnitud de la misión es muy superior a tus humildes capacidades; cuando la lógica del mundo quiera imponerte sus criterios vacíos, acomodados y materialistas; cuando te falten las fuerzas y creas que ya no puedes hacer casi nada por este mundo, ahí estaré yo contigo llevándote en mis brazos, poniendo mi mirada y mi corazón en ti, para hacerte sentir que no necesitas más para vencer esos momentos que abandonarte en el fuego del Espíritu que arde en tu corazón”.

Las palabras que oran los labios de la Iglesia en esta estrofa de uno de sus himnos pascuales recogen muy bien lo que hemos querido reflejar en este ‘Pliego’ sobre La Resurrección del Señor, experiencia de plenitud: “Y sacaremos con gozo del manantial de la Vida las aguas que dan al hombre la fuerza que resucita”. Amén.

Todo es cuestión de amor, de vivir enamorado del Señor; sí, enamorado, tocado, en intimidad con él. Y esta es su obra para los que le dicen “sí”: evangelizar. Llevar su Evangelio a los demás se convierte en necesidad vital de todo buen discípulo, porque no se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer. Nos sucede lo que a sus primeros discípulos: No podían dejar de hablar de lo que habían visto y oído (Hch 4, 20). Nos pasa como a san Pablo, cuando decía: ¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio! (1 Cor 9, 16). Pero toda esta es una realidad viva cada día en tu vida, porque quien se ha encontrado con el Señor Resucitado ya el fuego de su amor no puede apagarlo, sino extenderlo, continuando la misión de Jesús: He venido a prender fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que estuviera ya ardiendo! (Lc 12, 49).

He ahí la misión: ser un auténtico instrumento de su amor, para ayudar a que las personas se sumerjan en las profundas y serenas aguas bautismales de su infinita misericordia, se purifiquen de todo egoísmo, de todo orgullo prepotente, de sus rencores interminables, de sus falsas idolatrías y de todas las inmundicias que con frecuencia los sepultan en una vida llena de mediocridad y carente de verdadero sentido.

Jesús quiere que bautices a las personas en el agua viva de la conversión a su amor, que la pureza de esa agua les haga renacer a la nueva humanidad. Que vean en él que es la Luz que disipa toda tiniebla; la Verdad que nos conduce sabiamente entre tanta confusión como nos rodea, porque él es

de ser discípulo a ser apóstol, enviado. Necesita tus brazos para agarrar a tu hermano antes de que se caiga y para abrazarlo fuertemente. Tus pies para llegar a él, cuando todos lo han olvidado y excluido. Tus manos entregadas para darse a los demás, abiertas para acoger todo lo que viene de Dios y limpias para bendecir. Tu corazón humilde y generoso para devolver a todos su dignidad de hijos de Dios y de hermanos de la fraternidad universal. Sí, Jesús te necesita para salir a los caminos del mundo y mostrar su rostro allí donde la ceguera de la ambición y el poder no lo reconocen. Y quiere que vayas a las plazas, a las calles, a las casas para colmar los corazones vacíos, infundir alegría donde anidó la tristeza, dar compañía a quien se siente solo, esperanza al que está angustiado, y mostrarle el Paraíso del Reino a quien su vida se ha convertido en un árido desierto. Y ora, ora sin cesar, sin cansarte, sin desanimarte, diciéndole continuamente: “Jesús, cuenta conmigo para lo que quieras, quiero ofrecerte mi vida, sin reservas, sin condiciones, quiero dártela totalmente, completamente”.

Empiezas a sentir que debes ser un signo permanente de que Dios ha llenado de amor tu corazón, y que esa es la explicación de tu alegría imperecedera. Aunque eres consciente de que esto no es nada fácil, porque los ambientes y la sociedad son contrarios a la plenitud de vida que ofrece Jesús. Sabes que vas contracorriente. Que quien le sigue de verdad debe estar dispuesto a todo, y en ese todo entra también el bautismo, no solo de agua sino de sangre, el martirio del día a día a causa del Evangelio, el morir a ti mismo para que solo resplandezca él. El mundo está frío de amor, por eso necesitas mostrar el Evangelio de la luz a los demás; porque si el amor reinase ya en el mundo, no haría falta enseñarlo. Jesús Resucitado y su Evangelio siguen siendo la única respuesta plena a los anhelos más profundos del ser humano. “Dame, Señor, tu fuerza, tu espíritu, tu coraje, tu ánimo, tu arrojo y entusiasmo. Dame lo que necesito para evangelizar”.

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