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confesiones de odioTRANSCRIPT
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Confesiones de odio, de Gervasio Lpez Rodrguez
Nunca he sentido temor ante la muerte, nunca jams me ha preocupado por ella y ni un
solo minuto de mi tiempo he ocupado en pensar cmo sera el fin de mis das, cmo
deba afrontar su llegada o cules seran los sentimientos que albergara mi corazn ante
los ltimos alientos de mi vida y, sin embargo, casi desde el principio de mis recuerdos,
mi vida se ha visto rodeada, y casi tomada, por una extraa y absoluta obsesin hacia
ella.
Siempre he sentido, y no me cuesta reconocerlo, una irrefrenable necesidad de causar
dao a los dems, de torturarles, de infligirles dolor hasta que, extenuados y
aterrorizados, me suplicaban por su vida. O por su muerte. Saberse en posesin de una
vida ajena, ser consciente de ello, sentirse capaz de arrebatarla, es una de las
sensaciones ms excelsas que puede experimentar un hombre. El hecho de quitar una
vida, de asesinar a alguien y quedarse inmvil, viendo cmo la sangre fluye, cmo los
ojos se tien de oscuridad, cmo el alma se evapora, constituye el disfrute del poder
ms omnmodo, el goce del libre albedro sin trabas ni corss, la cumbre mxima de un
pasar. Slo es necesario actuar con firmeza, con pasin, con valor, y observar. Observar
y limitarse a sentir cmo se escapa una vida, cmo llega la muerte, y no pensar en nada
ms que en paladear el enorme placer que todo ello produce.
Nunca he podido explicar qu extrao mecanismo es el que se pone en marcha en mi
interior para desencadenar ese torbellino de gratas sensaciones que el crimen despierta
en m. Nunca me lo he preguntado, la verdad, pero es que nunca me ha importado. Tan
slo lo senta y, por ello, siempre he dado rienda suelta a mis instintos.
Ahora, sumido en la penumbra de mi celda, con los huesos carcomidos por la humedad
de estas cuatro paredes, pienso en todo aquello que he hecho, en todos aquellos a los
que les he quitado la vida, en sus rostros, en sus llantos y en sus ltimos estertores. Veo
sus muertes, recuerdo el placer que me propiciaron, y no me arrepiento. Quizs sea
debido a eso que los loqueros llaman ausencia de empata, quin sabe, pero nunca he
sentido el ms mnimo arrepentimiento por lo que he hecho y, desde luego, nunca voy a
pedir perdn por ello.
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Una vez transcurrido el juicio, una vez dictada la condena, muchos se han esforzado por
esclarecer los motivos que me impulsaban a actuar as, por dilucidar las posibles causas
que aclarasen mi comportamiento para, al mismo tiempo, alejar de sus mentes la
conviccin de que cualquiera puede matar y disfrutar con ello. Desean esquivar la idea
de que uno de ellos, si las circunstancias y el valor as lo determinan, puede convertirse
en un asesino en serie. Necesitan sentirse seguros. Ansan pensar que nuestra actitud se
debe a una serie de traumas escondidos en algn recndito vericueto de nuestro ser, para
as cerciorarse de que ellos, honrados miembros de la sociedad, estn a salvo de tan
horrible proceder. Ja! Pobres ilusos. Apenas saben nada. Tan slo hace falta probar.
Basta con hundir un pual en las costillas de un hombre, sentir cmo se desvanece,
cmo su aliento te golpea las mejillas y cmo la muerte acude para nublar sus ojos.
Basta con eso, y ya nunca jams podrs dejarlo. Crame, pruebe, y lo entender. Se dar
cuenta de ello. Se dar cuenta de que ya no son necesarias las excusas. Nunca lo han
sido. A m, al menos, no me han hecho falta.
Me han llamado criminal, asesino, carnicero y psicpata. He sumido en el terror a toda
una sociedad, la he mantenido en vilo durante largos aos, casi en jaque y, desde luego,
todos han temblado ante la simple mencin de mi nombre. Muchos de ellos estoy
seguro-, absortos en sus cavilaciones, enfrascados en los problemas de sus irrisorias
vidas, ante un simple ruido a sus espaldas, han despertado repentinamente de ellas, han
mirado hacia atrs con temor, casi con pnico, abriendo desmesuradamente los ojos para
descubrir, con alivio, que no haba sido ms que un perro callejero, una lata rodando por
el suelo o un pattico viandante que, como ellos, paseaba vacilante y ensimismado por
las calles de cualquier ciudad. Y entonces, a pesar de ello, su caminar se torna ms
ligero, mucho ms rpido e inquieto, y sus ojos no cesan de recorrer las calles de un
lado a otro en busca de algo que desconozcan, algo que les resulte extrao o inquietante,
para apurar an ms el paso y recluirse vergonzosamente, calladamente, en la quietud y
en la irreal seguridad de sus hogares.
-Y se siente orgulloso de ello?- pregunt el sacerdote asombrado.
-Cmo no estarlo, Padre? Cuando uno llega tan alto, cuando uno es tan poderoso como
yo lo he sido, el orgullo invade, por fuerza, todo nuestro ser. He visto cmo la gente
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temblaba ante m, cmo se postraban implorantes, con el rostro baado por las lgrimas,
para suplicar por sus vidas. Saban que estaban ante la esencia misma del mal y se
reconocan incapaces de enfrentarse a l. He visto su miedo, he gozado de l, y he
llegado al xtasis al ver su sangre derramada entre mis manos y notar cmo su tibio
tacto se escurra entre mis dedos. Eso es poder, Padre, y yo he podido disfrutarlo.- dijo
con un gesto crispado en su mentn, apartando ya de s la parsimonia y los buenos
modales.
El Sacerdote se santiguaba sin cesar, mostrando una expresin entre perpleja y
horrorizada. Un fro intenso se haba alojado en su pecho.
-Y su alma? Qu me dice de ella? Se acerca la hora, no muestra arrepentimiento, va a
morir, y su alma se condenar para toda la eternidad. Acaso eso le deja indiferente?
Una cnica sonrisa asom al rostro del asesino.
-Mi alma? Por favor, Padre, no me venga ahora con esas estupideces. He visto la
muerte tantas veces que ya casi soy incapaz de enumerarlas. He sentido cmo llegaba,
cmo se apoderaba de mis vctimas, y nunca jams he visto alma ninguna. No creo que
exista, sinceramente, pero si realmente existe, si realmente poseemos un alma, estoy
bien seguro de que el Diablo me tratar como a un hijo. Sonreir al verme, me acoger
en su seno, quin sabe si a su diestra?, y juntos disfrutaremos con el recuerdo de todos
aquellos a quienes he matado. O sea que djese de estupideces, acabe con aquello que
ha venido a hacer y vyase con viento fresco.
-Lo lamento, crame; lo lamento por su alma, pero nunca he visto a nadie tan merecedor
del castigo eterno como usted. Mi presencia aqu ya no es necesaria.- Ante la mirada
divertida y arrogante del condenado, el Sacerdote se levant, llam a los Guardias y
abandon la mazmorra sin mirar atrs. Su paso era triste, taciturno, pero ni una vez
entorn la cabeza para tratar de atisbar un gesto contrito en el reo, pues saba vano el
esfuerzo.
Mientras abandonaba el penal, el eco de sus pasos por el corredor se vea acompaado
por el estruendoso sonido de las ltimas bravatas del asesino.
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-Nos veremos en el infierno, Padre, ya lo ver. Se postrar ante m, como todos
aquellos que ya lo han hecho, y yo sonreir ante su dolor.
Das despus, cumplida ya la sentencia, el sacerdote lloraba como un nio, medroso y
frustrado. Tras su entrevista con el asesino, despus de haber escuchado una aterradora
letana de horrores y maldades, un cmulo de sentimientos contradictorios afloraban a
su corazn. Senta repulsa, indignacin, asco y pena, s, pero tambin impotencia. Se
haba visto incapaz de obtener alguna muestra de arrepentimiento. No haba conseguido
que el mal se apartase ante la inminente llegada de la parca, y un alma ms se haba
condenado para siempre. El perdn no haba sido otorgado, y el Diablo se alzaba
victorioso. Y sin embargo rezaba porque as fuese-, an quedaba una esperanza.
Tan slo en el ltimo segundo, cuando la muerte ya casi se haba albergado en el cuerpo
del ejecutado, el sacerdote pudo vislumbrar una pequea lgrima, muy tmida, brotando
de unos ojos muertos.
FIN
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