quiroga horacio - a la deriva

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2 A la deriva El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificul- tosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabe- za en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vérte- bras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la heri- da hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adel- gazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ron- co arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. —¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña! Su mujer corrió con un vaso leno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había senti- do gusto alguno. —¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña! —¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada. —¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

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Quiroga Horacio - A La Deriva

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  • 2

    A la deriva

    El hombre pis algo blanduzco, y en seguida sinti la mordedura en el pie. Salt adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacus que arrollada sobre s misma esperaba otro ataque.

    El hombre ech una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificul-tosamente, y sac el machete de la cintura. La vbora vio la amenaza, y hundi ms la cabe-za en el centro mismo de su espiral; pero el machete cay de lomo, dislocndole las vrte-bras.

    El hombre se baj hasta la mordedura, quit las gotitas de sangre, y durante un instante contempl. Un dolor agudo naca de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se lig el tobillo con su pauelo y sigui por la picada hacia su rancho.

    El dolor en el pie aumentaba, con sensacin de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sinti dos o tres fulgurantes puntadas que como relmpagos haban irradiado desde la heri-da hasta la mitad de la pantorrilla. Mova la pierna con dificultad; una metlica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arranc un nuevo juramento.

    Lleg por fin al rancho, y se ech de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecan ahora en la monstruosa hinchazn del pie entero. La piel pareca adel-gazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebr en un ron-co arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

    Dorotea! alcanz a lanzar en un estertor. Dame caa!

    Su mujer corri con un vaso lleno, que el hombre sorbi en tres tragos. Pero no haba senti-do gusto alguno.

    Te ped caa, no agua! rugi de nuevo. Dame caa!

    Pero es caa, Paulino! protest la mujer espantada.

    No, me diste agua! Quiero caa, te digo!

    La mujer corri otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre trag uno tras otro dos vasos, pero no sinti nada en la garganta.

  • 3

    Bueno; esto se pone feo murmur entonces, mirando su pie lvido y ya con lustre gan-grenoso. Sobre la honda ligadura del pauelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

    Los dolores fulgurantes se sucedan en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento pareca caldear ms, aumentaba a la par. Cuando pretendi incorporarse, un fulminante vmito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

    Pero el hombre no quera morir, y descendiendo hasta la costa subi a su canoa. Sentse en la popa y comenz a palear hasta el centro del Paran. All la corriente del ro, que en las inmediaciones del Iguaz corre seis millas, lo llevara antes de cinco horas a Tacur-Puc.

    El hombre, con sombra energa, pudo efectivamente llegar hasta el medio del ro; pero all sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vmito de sangre esta vezdirigi una mirada al sol que ya traspona el monte.

    La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y dursimo que reventaba la ropa. El hombre cort la ligadura y abri el pantaln con su cuchillo: el bajo vientre des-bord hinchado, con grandes manchas lvidas y terriblemente doloroso. El hombre pens que no podra jams llegar l solo a Tacur-Puc, y se decidi a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque haca mucho tiempo que estaban disgustados.

    La corriente del ro se precipitaba ahora hacia la costa brasilea, y el hombre pudo fcil-mente atracar. Se arrastr por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, qued tendido de pecho.

    Alves! grit con cuanta fuerza pudo; y prest odo en vano.

    Compadre Alves! No me niegue este favor! clam de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oy un solo rumor. El hombre tuvo an valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogindola de nuevo, la llev velozmente a la deriva.

    El Paran corre all en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fnebremente el ro. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro tambin. Adelante, a los costados, detrs, la eterna muralla lgu-bre, en cuyo fondo el ro arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fan-gosa. El paisaje es agresivo, y reina en l un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombra y calma cobra una majestad nica.

    El sol haba cado ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un vio-lento escalofro. Y de pronto, con asombro, enderez pesadamente la cabeza: se senta me-jor. La pierna le dola apenas, la sed disminua, y su pecho, libre ya, se abra en lenta inspi-racin.

  • 4

    El veneno comenzaba a irse, no haba duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tena fuerzas para mover la mano, contaba con la cada del roco para reponerse del todo. Calcul que antes de tres horas estara en Tacur-Puc.

    El bienestar avanzaba, y con l una somnolencia llena de recuerdos. No senta ya nada ni en la pierna ni en el vientre. Vivira an su compadre Gaona en Tacur-Puc? Acaso viera tambin a su ex patrn mister Dougald, y al recibidor del obraje.

    Llegara pronto? El cielo, al poniente, se abra ahora en pantalla de oro, y el ro se haba coloreado tambin. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el ro su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruz muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

    All abajo, sobre el ro de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre s mis-ma ante el borbolln de un remolino. El hombre que iba en ella se senta cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que haba pasado sin ver a su ex patrn Dougald. Tres aos? Tal vez no, no tanto. Dos aos y nueve meses? Acaso. Ocho meses y medio? Eso s, seguramente.

    De pronto sinti que estaba helado hasta el pecho. Qu sera? Y la respiracin tambin...

    Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo haba conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... Viernes? S, o jueves . . .

    El hombre estir lentamente los dedos de la mano.

    Un jueves...

    Y ces de respirar.