qué podemos decir de dios hoy

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Puede ayudarnos a reflexionar sobre la imagen de Dios que tenemos cada uno de nosotros en el ámbito cristiano

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Page 1: Qué Podemos Decir De Dios Hoy

¿Qué podemos decir de Dios hoy? Llevo tiempo tratando de responder a esta pregunta, sobre todo, sabiendo que tenía que venir aquí, a compartir con todas vosotras y vosotros mi reflexión en esta tarde de adviento, en lo que me habéis dicho que sería un pregón de Navidad.

Y también, lo he pensado mucho últimamente porque sentía la responsabilidad de la imagen. Soy mujer y de la tierra, dos razones para que el listón que se debe pasar, en cuanto al tema de Dios, esté más alto que lo que podríamos esperar. Resonaba esta semana en mí esa frase que sus paisanos decían al oír a Jesús: “¿No es este el hijo de María? ¿No viven sus hermanos en medio de nosotros? ¿De dónde le sale esa sabiduría…?” Y no es que quiera compararme con Jesús, sino que, probablemente sea verdad lo que el Maestro termina diciendo en ese acontecimiento evangélico: “Nadie es profeta en su tierra” Lo de ser mujer… Estamos demasiado acostumbrados a que de Dios nos hablen los hombres, especialmente los curas y, como mínimo, nos resulta bastante extraño.

Pero he asumido el reto. Eso sí, con humildad. No pretendo otra cosa, en este rato, que compartir con todas vosotras y vosotros algunas de las ideas, experiencias e imágenes que he recopilado para este encuentro.

“Un Dios en el que no creo”Muchas veces, en mis clases de religión, así como en los cursos y charlas

que voy dando, he preguntado a la gente si era creyente. La respuesta, en un buen número de ocasiones, ha sido: “sí, yo creo en Dios, pero no en el que nos han presentado siempre, yo creo en Dios a mi manera”

No sé si vosotras habéis escuchado también esta respuesta, imagino que sí. E imagino también que os habréis preguntado: ¿Qué quiere decir “creo en Dios a mi manera”? ¿Cuál es esa manera y ese Dios? Y además, ¿por qué no creen (o creemos) en el Dios que les han presentado “siempre”? ¿Cómo es ese Dios? ¿Qué dificultades podemos encontrar para creer en él?

En más de una ocasión, cuando participo en la celebración dominical, Me acuerdo de los jóvenes con los que trabajo y también de muchísimas personas con las que me he ido encontrando a lo largo de estos años en cursos y charlas. Me vienen a la memoria sus comentarios y sus quejas mientras compartíamos nuestra reflexión sobre el Dios cristiano:

- Si realmente Dios es alguien tan vivo y actual, ¿por qué siempre tienen que presentárnoslo con palabras antiguas, que casi nadie entendemos? ¿Por qué, para hablarnos de él, si es un padre y un amigo que nos quiere, tienen que poner cara seria y voz de discurso aburrido?

¿Y sabéis por qué los recuerdo? Porque después de la lectura de la palabra, muchas veces, cuando algunos sacerdote comienzan lo que debería ser un comentario que nos ayudara a entender el significado de las lecturas, voy viendo cómo hablan y hablan de cosas que, muchas veces, nada o casi nada tienen que ver con las mismas. Y hablan y hablan mientras la gente se va desconectando. Y voy viendo cómo miran al reloj, al techo, a las figuras del retablo o, simplemente, a los niños que corretean ajenos a la solemnidad del momento. Y me digo: ¡Qué pena! ¿Qué imagen de Dios estamos captando?

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Pero aún dedico un recuerdo más intenso a estos amigos de reflexión en el momento en el que el sacerdote se pone en pie y comienza a recitar lo que, en principio, es nuestra confesión de fe cristiana. Todos, más de una vez con el piloto automático puesto, continuamos esa confesión: Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Creo en un solo Señor Jesucristo, hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios, de Dios; luz, de luz; Dios verdadero, de Dios verdadero. Engendrado, no creado; de la misma naturaleza que el Padre; por quien todo fue hecho y que por nosotros los hombres y por nuestras salvación…

¿Qué entendemos de todo lo que decimos? ¿Por qué utilizamos para confesar lo que consideramos el centro de nuestra fe un lenguaje del origen del cristianismo que carece de sentido para nosotros? ¿Qué estamos confesando con esas palabras tan oscuras? ¿Puede tener que ver ese Dios algo con nuestra vida?

Y me queda la impresión de que la sociedad ha ido avanzando y la fe no ha sabido avanzar al mismo ritmo. Algo importante ha ido quedándose en el camino para que hoy hablemos distintos idiomas. Pero, y me parece más preocupante, algo importante ha ido quedándose en el camino, para que, a los que nos llamamos creyentes, no nos cueste confesar lo que no entendemos. ¿Qué importancia tiene la fe en nuestras vidas?

Cuando he compartido estas reflexiones, más de una persona me ha comentado:

- “Esther, ¿por qué tenemos que entender lo que decimos? A mí, más bien me han enseñado que no había por qué entender, qué era mejor no pensar, porque podía perder la fe. Y que la fe, además, era justamente eso, creer en lo que no vimos y tal vez no entendemos”

Y a mí se me ocurría comentarles cariñosamente “- ¿Y qué habéis hecho con vuestro pensamiento a lo largo de todos estos años de creyentes? ¿Y con vuestro sentido común? “

- “¿La verdad? No lo sé; –me ha dicho más de uno_ tal vez desconectarlo al entrar en la Iglesia”

Y he llegado a descubrir que no había mucho problema, porque el Dios del que me estaban hablando era un Dios que afectaba sólo en el templo, en las celebraciones, y en momentos muy puntuales de la vida, sobre todo en lo relacionado con la moral. Por lo tanto, desconectar determinados ámbitos racionales, no complicaba la existencia a otros niveles. En el día a día, se podía seguir pensando.

a. Entiendo que mucha gente no pueda creer en este Dios. Bueno, más bien podría decir que no entiendo cómo se puede creer en un Dios que pide la anulación del ser humano, que no potencia su desarrollo pleno. Si para creer en él, Dios nos pidiera que anuláramos nuestra razón, ¿qué sentido tendría habernos creado seres racionales?

b. Además, en varias ocasiones, he visto que ese Dios coincidía con esa imagen, tal vez mal comprendida, del Ser Supremo que nos ha creado para que le demos gloria y le sirvamos. Y digo mal comprendida, porque, como he podido contrastar con muchos y muchas creyentes, cuando oíamos

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esta frase y la interpretábamos con las categorías de nuestro tiempo, nos imaginábamos a Dios sentado en un gran trono y a cada uno de nosotros con la cabeza baja, sin atrevernos a mirarle, mientras le echábamos incienso para tenerle contento. ¡Y eso era darle gloria! Por lo que en nuestro interior, se grababa la imagen de un Dios bastante ególatra y pagado de sí mismo, al que había que aplacar y contentar para que nos fuera propicio. ¡Nada más lejos del Dios cristiano y del sentido profundo de la expresión “servir y dar gloria a Dios”

Pero, no es de extrañar que algo dentro de nosotros y, cómo no, de los jóvenes actuales sienta un profundo rechazo a la imagen provocado por expresiones que necesitarían una larga explicación y traducción al lenguaje que hoy todos hablamos.

c. Lo mismo ocurre con el Dios que a mis amigos no les causa problemas porque vive sólo en las iglesias, en las cosas religiosas. Nos encontramos con él cuando vamos a “misa”, pero la vida, luego, va por otro sitio. Es el Dios que, desde siempre, ha dividido el mundo en dos esferas: lo sagrado y lo profano. La esfera de lo sagrado es aquella en la que entramos en momentos puntuales: el templo y todo lo que hay en él que previamente ha sido consagrado en una ceremonia, la celebración de los sacramentos, la oración… Es como adentrarse en una dimensión superior, que va por encima de nuestra vida normal y a la que nos podemos asomar para tomar aire y continuar posteriormente caminando por nuestro mundo de abajo. Aunque, también en éste, podemos consagrar cosas: la casa, el coche…para que participen, de alguna manera, de esa esfera superior.

¿Qué tiene que ver este Dios con el que para mostrarnos su amor se hizo uno de nosotros? ¿Se parece en algo al Dios de Jesús, ese que andaba por Galilea comiendo, bebiendo, acariciando a los niños, curando a los enfermos… participando de la normalidad de la vida y declarando sagrado todo aquello que vive el ser humano y le ayuda a crecer como persona?

No, no tiene nada que ver, pero es el responsable, en gran medida, de la imagen que los jóvenes y muchos de nosotros tenemos de la moral y el pecado.

d. Me explico. Más de uno de nosotros habrá oído la expresión: “todo lo que es bueno o engorda o es pecado”. Forma parte de nuestro refranero tradicional, pero, también, es una expresión muy clara de esta imagen reducida y deformada de un Dios enemigo, en el fondo del ser humano. Ese Señor de la esfera superior que nos premia si le servimos o nos castiga, si no lo hacemos, nos habla de intereses distintos: los suyos y los nuestros. Parece ser que no coinciden, ya que el discurso acerca del pecado sigue ignorando, en su mayor parte, que lo fundamental es el interés de Dios en que no nos hagamos daño a nosotros mismos, en que no estropeemos nuestra vida y arruinemos nuestra realización y, según este discurso, se sigue viendo como ofensa a Dios.

Como consecuencia, allá en el fondo de la conciencia, se va formando la imagen de que el pecado sería estupendo para nosotros, pero no podemos gozarlo porque Dios nos lo prohíbe. En otras palabras: Dios no quiere que seamos felices.

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e. Un Dios que divide el mundo en sagrado y profano, ayuda también a distinguir entre el cuerpo, que pertenece al mundo de abajo, y el alma, que es superior y participa de lo sagrado. Así, hemos visto cómo todo lo relacionado con el cuerpo, el placer y el gozo ha sido, en ocasiones muy injustamente, tachado de pecaminoso e inferior y nos han enseñado a desconfiar pensando que, en algún punto, lo que nos proporciona gozo traía escondida alguna trampa tras su aparente dulzura. No hace mucho escuché a un amigo que estaba viviendo una racha muy buena: “No sé, Esther, por algún sitio me ha de venir el golpe”, como si estar viviendo la felicidad le hiciera merecedor de algún tipo de castigo.

Yo misma me he quejado muchas veces ante la insistencia de nuestra Iglesia a exhortarnos, durante la Cuaresma, al sacrificio, del mismo modo que durante la semana santa; olvidando en la Pascual la invitación al gozo concreto, al amor concreto, al disfrute de lo que la vida nos da.

f. Y es que, también, el Dios en el que muchos hombres y mujeres no pueden creer es aquel que ha ido tiñendo nuestra vida de un tono sacrificial ya que no hemos sabido interpretar su mayor acto de amor y entrega. Es difícil abordar la realidad del Dios Padre que entrega a su hijo Jesús y su muerte en la cruz. Pero ¿Cómo interpretarlo como un “precio” que el mismo Dios exigía, como un castigo necesario para “aplacar su ira”? Aparece ante nuestros ojos un Dios sediento de sangre y de dolor al que nos acercamos”pagando tributo” a base de sufrimiento. Lo que más nos cuesta, lo que más nos duele, seguramente debe ser lo que más le gusta.

Y, sin entrar en la hondura que para muchas personas puede tener una determinada vivencia de la cruz, no podemos permitir que se haga a costa de oscurecer o poner en cuestión el amor infinito del Padre. Desde la fe, podemos estar seguros de que nunca estuvo tan cerca de su Hijo como cuando se lo estaban machacando en la cruz y de que nunca permitiría su muerte si fuese posible evitarla. ¿Acaso nos sois muchos de vosotros padres o madres?

Podríamos decir que estos son algunos rasgos de ese Dios que, muchos hombres y mujeres, han ido captando a lo largo de su historia en algunas instancias formativas: familia, catequesis, cultura popular… y en el que hoy, con todo lo que han ido viviendo, aprendiendo, contemplando…, cuando se han atrevido a pensar, no pueden ya creer.

Las cosas están cambiando, es verdad. Ya casi nadie en teoría defendería la existencia de ese Dios. Pero si analizamos con profundidad muchas de las controversias y de los debates públicos que mantienen algunas instancias eclesiales con la opinión pública, encontramos en el fondo retazos de este Dios enemigo de la vida, el desarrollo y la felicidad del ser humano. Y es este el Dios que, aún, cuando decimos que ya está erradicado de nuestra cultura cristiana, me llega a mí, a través de los jóvenes, en la clase de religión como un peso del que necesitan liberarse.

Pero, ¿es ese el Dios cristiano? ¿es ese el Dios que nos presenta la Biblia, aquél en el que han creído y del que se han enamorado muchos hombres y mujeres que nos han precedido en la fe y han dedicado al amor su existencia?

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“El Dios en quien creo”

El Dios que nos presenta la Biblia, si aprendemos a acercarnos a ella sabiendo que es una literatura muy antigua de una cultura muy diferente a la nuestra, si aprendemos a no interpretarla literalmente, sino aplicándole las herramientas que la historia y la literatura nos ofrecen, esas herramientas que, desde siempre, en la formación cristiana deberían habernos dado, y de las cuales adolecemos muchas y muchos de nosotros. Ese Dios que nos presenta la Biblia y en el que los cristianos creemos, es:

1. Un Dios madre-padre que potencia siempre el desarrollo de todos y cada uno de sus hijos e hijas. Que nos ha creado libres. Ya en la narración mítica del paraíso vemos cómo se nos muestra a un Dios que defiende la libertad y la capacidad de pensar de las personas desde el momento en que les expresa una prohibición (Gn 2, 16-17). Sólo los seres libres, capaces de pensar, pueden decidir si comen del fruto del árbol prohibido o no.

Esa es la imagen que el pueblo de la Biblia nos quiere mostrar a través de esta narración. Dios cree en el ser humano y le alienta en su desarrollo: “creced, multiplicaos, dominad la tierra…2 (Gn 1, 28) Y esto mismo, nos lo muestra a través de otros muchos textos. El mismo nombre de Israel significa: “fuerte contra Dios” o “el que lucha contra Dios. Es decir, el Dios bíblico quiere tener un pueblo de hombres y mujeres libres, capaces incluso de enfrentarse con él, porque sólo el que es libre puede elegir la relación. Si alguien estuviera obligado a amarnos ¿disfrutaríamos con su amor? NO, nos engrandece el amor de aquellos y aquellas que eligen, de entre todos, amarnos a nosotros.

¿Cómo imaginar, pues, en un Dios que quiere anular la capacidad de pensar del ser humano, para tenerle atado a unos dogmas o comportamientos que no entiende ni debe cuestionar?

Nada más lejos, del Dios que responde a Job y a sus amigos. Después de que Job se ve arrojado en medio del sufrimiento, habiéndolo perdido todo y taladrado por la enfermedad, comienza su enfrentamiento con el Dios de siempre, con el que vincula el castigo al mal comportamiento. Él sabe que es inocente, que en su vida ha obrado bien. Y, en contra del planteamiento de sus amigos, defensores del Dios “de su tradición”, se lanza a la búsqueda de un nuevo rostro de Dios. Se queja, se enfrenta con su creador, le reta a un juicio…, todo ello con muy poca paciencia, incluso blasfemando, cuando no puede más y culpando a Dios de su sufrimiento: “…si una catástrofe siembra la muerte de improviso,Él se ríe de la angustia de los inocentes” (9,23)

Es esta capacidad de búsqueda la que le lleva a encontrar al Dios cercano, al lado de su dolor y contra su sufrimiento: “Te conocía sólo de oídas, / pero ahora te han visto mis ojos” (42,5) Y la que Dios sanciona como único camino de crecimiento diciendo a los “amigos” defensores del “dios tradicional”, que sólo su siervo Job, el que se había atrevido a lo diferente, ha hablado al final bien de él.

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2. Un Dios enamorado que se hace siervo del amor. La gloria de este Dios que ama con locura, como diría san Ireneo, no es otra que el hombre vivo…, su gloria es que cada uno de los seres humanos vivamos en plenitud: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10) dice Jesús en el evangelio de Juan.

Un Dios que, como todos los enamorados y enamoradas de la historia se convierte voluntariamente en siervo del que ama. De eso nosotras y nosotros podemos saber mucho ¿No es así? No nos cuesta comprender a Jesús cuando nos dice que servir es amar y que el Dios cristiano, por amor, se ha hecho servidor de todos:

“Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones la gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida por todos” (Mc 10,42-45)

¡Qué distinto el amor hecho servicio que el servilismo del esclavo.

3. Así descubrimos a un Dios hecho humanidad, que con su presencia en medio de nosotros nos recuerda que la barrera entre lo sagrado y lo profano queda destruida definitivamente, que todo lo humano es sagrado porque está habitado por el mismo Dios. Jesús, Dios hecho carne, el Mesías, “es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos uno solo, destruyendo el muro de enemistad que los separaba. Él ha anulado en su propia carne la ley con sus preceptos y sus normas. Él ha creado en sí mismo de los dos pueblos una nueva humanidad, restableciendo la paz.” (Ef 2,14-15)

Es en esta historia humana, en nuestra vida cotidiana, donde el Dios, que nos ama, quiere relacionarse con nostras y nosotros. Y es a través de las realidades sencillas como quiere vivir esta relación de amor y amistad. En nuestra casa, con nuestra familia, cuando a través de nuestras manos les llega a los demás su cariño, cuando a través de otras manos, otros ojos, otras presencias cercanas nos llega a nosotras y nosotros su cariño.

Es verdad que hay lugares y momentos que nos ayudan a ver mejor su presencia, nos han educado así, pero si el encuentro con Dios en el templo, en las celebraciones litúrgicas, en la oración…, no nos lanza a descubrirlo en la vida familiar, laboral, en los amigos, en las realidades necesitadas de justicia y solidaridad, en nuestra historia y en la historia de cada persona, esos momentos y lugares especiales se quedan vacíos. Así nos lo dice el mismo Dios por boca de Jeremías:

“Ponte a la puerta del templo y proclama esta palabra: Escuchad la palabra del Señor, vosotros todos, hombres de judá, que entráis por estas puertas para adorar al Señor. Así dice el Señor todopoderoso, Dios de Israel: Enmendad vuestra conducta y vuestras acciones, y os permitiré habitar en este lugar. No os fiéis de palabras engañosas repitiendo: “¡El templo del Señor!” “¡El templo del Señor!” “¡El templo del Señor!” Si enmendáis vuestra conducta y vuestras acciones, si practicáis la justicia unos con otros, si no oprimís al emigrante, al huérfano y a la viuda; sin no derramáis en este lugar sangre inocente, si no erguís a otros dioses para vuestra desgracia entonces yo os dejaré vivir en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres desde antiguo y para siempre.” (Jer 7,2-7)

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4. Un Dios que quiere que seamos felices ¿Puede este Dios ser enemigo de la felicidad del ser humano? Está claro que no. El que ama con locura busca lo mejor para la persona amada. Los que queremos a alguien lo podemos entender, sobre todo los que sabemos lo que supone educar.

Yo sé que mis alumnos y alumnas, son mucho más felices cuando trabajan, cuando van superando sus dificultades con esfuerzo, cuando salen de sí mismos/as, de su egocentrismo y encuentran amigos y aprenden a querer y se hacen sensibles a lo que viven los demás, los de cerca y los de lejos. Sí, son más felices. Aunque ellos/as más de una vez cifren su felicidad en las cosas inmediatas que les dan placer: estarse viendo la tele o chateando sin estudiar, saltarse el horario por la noche sin pensar en la preocupación de sus padres, incluso consumir alcohol o droga por la satisfacción instantánea sin ver las consecuencias.

Si, como educadores o padres, les hablamos de las consecuencias negativas de lo que hacen, en la mayoría de los casos no lo van a ver y dirán a sus amigos que les queremos fastidiar, que les prohibimos justo lo que más les gusta, que somos enemigos de su felicidad…

Está claro. El pecado es sólo y exclusivamente aquello que destruye al ser humano. Muchas veces no somos conscientes de nuestra destrucción o de la de los demás. Atrae la satisfacción momentánea, pero llegan siempre las consecuencias dolorosas dolor para uno mismo, para los otros o para el mundo.

Este fue el origen de los mandamientos en la alianza del Sinaí, el origen del mandamiento del amor evangélico, el de las Bienaventuranzas. Si nos fijamos, en todos esos consejos o mandatos no podemos encontrar sino caminos de libertad para el ser humano, de felicidad para aquellos que vivan respetándose, sin esclavizarse mutuamente, ayudando a los otros a vivir. Por eso podemos leer en el Deuteronomio, justo detrás del decálogo:

“Poned en práctica lo que el Señor vuestro Dios os ha mandado; no os desviéis a derecha ni a izquierda. Comportaos como os ha prescrito el Señor vuestro Dios, para que viváis, seáis felices y prolonguéis vuestro días en la tierra de la que vais a tomar posesión” (Dt 5,32-33)

Es nuestra felicidad y nuestro gozo lo que está en juego y, vinculada indisolublemente, la alegría y el gozo del Dios que nos ama y se hace humano para mostrarnos el camino de la verdadera humanidad:

“Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Pero sólo permaneceréis en mi amor, si obedecéis mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco e su amor. Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo, y vuestro gozo sea completo” (Jn 15,9-11)

Este es el Dios que nos sostiene en medio del dolor, pero que goza con nuestro placer, nuestra alegría, nuestro disfrute de la vida.

5. Un Dios banquete de fiesta. Me gusta citar una imagen bíblica de Dios tan poco tétrica y, en apariencia, poco seria, pero muy necesaria para aquellos que han vivido el cuerpo, el disfrute de la vida, la comida sabrosa, un buen vino, la fiesta, el baile, la expresión sexual del amor…, todo lo que conlleva placer, como enemigo del Dios cristiano.

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Y, sin embargo, la Biblia nos habla en varias ocasiones de Dios relacionándolo con la fiesta y la alegría desbordante, con el amor apasionado. Podríamos perdernos entre los versos del Cantar de los Cantares, el deseo que consume al amado y a la amada, la búsqueda sin tregua, las descripciones con imágenes plásticas y sugerentes, el anhelo: “yo soy de mi amado y él siente pasión por mí…” (Cant 7,11); el encuentro y la posesión total:

“Te metería en la casa de mi madre,En la alcoba de la que me dio a luz;Y te daría a beber vino aromático,El dulce licor de mis granadas.Su izquierda está bajo mi cabeza,Y su derecha me abraza.” (Cant 8,2ss.)

Nosotras y nosotros reconocemos la felicidad del encuentro familiar, del encuentro entre amigos y lo asociamos, muchas veces, a la comida de fiesta, a la larga sobremesa. También Dios se ve a sí mismo como ese banquete que sacia el estómago, pero, sobre todo, el corazón, el hambre de amistad y de encuentro humano. Así estamos se nos ofrece como promesa en este tiempo de adviento en la liturgia:

“El Señor todopoderoso preparará en este monte para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares exquisitos, vinos refinados. Y en este monte destruirá la mortaja que cubre todos los pueblos, el sudario que tapa a todas las naciones. Destruirá la muerte para siempre, secará las lágrimas de todos los rostros, y borrará de la tierra el oprobio de su pueblo –lo ha dicho el Señor-“

El Dios cristiano es el banquete definitivo para la humanidad, rico en manjares y buen vino. El banquete para todos donde celebrar que ya no hay llanto, que nuestra solidaridad ha calmado, en pequeños banquetes, el hambre de cada uno de los seres humanos, hambre de pan, hambre de justicia, hambre de amor.

NO, Dios no limita nuestro gozo, lo impulsa, lo celebra. Pero quiere el gozo de todos y cada uno de sus hijos y esa realidad, sí pone límite a nuestros excesos, al consumo desmedido que deja sin nada al hermano.

Nada tiene esto que ver con la maldad intrínseca del placer, sino con la necesidad de solidaridad, con la autolimitación necesaria para compartir con aquellos y aquellas que, por la injusticia de nuestro mundo, viven sin poder vivir, sin la dignidad necesaria, sin el alimento necesario, sin los recursos necesarios, sin…, mientras algunas y algunos nos movemos en la abundancia innecesaria.

6. Es este el Dios que celebramos hoy, en estas fiestas de navidad, el que se hace humano, se entrega gratuitamente, sin pedir nada a cambio; dando, incluso, la propia vida cuando los seres humanos se la queremos arrebatar. A este Dios lo hemos visto también en la India, recogiendo indigentes en las calles de Calcuta, en el Salvador, luchando por los pobres y dejando su vida en una catedral, o en su casa, por la noche, cuando los soldados se la arrebataron, o levantando la palabra para hablarnos de su “gran sueño” en Washington en 1963, luchando a favor de la igualdad de todos los seres humanos.

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Lo vemos en los que nos sonríen y nos tratan con amabilidad, en esa comida preparada con cariño que espera caliente al llegar a casa, en la mano que nos ayuda a seguir viviendo, en las horas de dedicación al anciano que parece no poder dar nada a cambio, en los ojos agradecidos de los niños…

¡Lo vemos! Y no porque nos sacrifiquemos para alcanzar su amor, sino porque su amor gratuito, que no necesita, ni pide, ni desea sacrificios, nos alcanza a nosotras/os, nos envuelve y nos impulsa a seguir amando, a seguir en lo de cada día, sabiendo que es ahí donde se juega lo importante, donde nos encontramos con ese Dios que nos ama y nos hace capaces de amar, con ese Dios a cuya realidad no nos queda otro remedio que rendirnos, ese Dios en el que sí creemos, el Dios de Jesús.

“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida, -pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre se nos manifestó-, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os escribimos estas cosas para que vuestro gozo sea completo.” (1Jn 1-4)

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