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PROBLEMAS DE HISTORIOGRAFÍA 1 Julio LE RIVEREND LAS TRADICIONES INDÍGENAS La historiografía de México en el siglo XVIII tiene profun- das raíces, no sólo en el presente, sino también, y primordial- mente, en el pasado colonial. Aún más: puede asegurarse que sus antecedentes se pierden en la penumbra de viejas tradi- ciones precortesianas, cuya presencia no ha dejado de adver- tirse hasta nuestros días. No nos referimos aquí a esa conti- nuidad que resulta del acarreo de datos y de noticias, que constituyen los pilares de toda narración histórica. Aunque estos elementos sean de gran importancia, las tradiciones his- tóricas contienen algo más complejo y, sin duda, más sutil, a veces acaso impalpable, que forma su principal patrimonio a los ojos de las generaciones posteriores; podría decirse que las tradiciones comportan una filosofía de la historia y, si la denominación parece pretenciosa, diríamos unas implicaciones teóricas, una manera de ver el proceso y sus incidentes capita- les, que sobrevive a través de los siglos y se comunica a di- ferentes generaciones, aun cuando sus circunstancias difieran radicalmente de aquellas que dieron origen a la tradición o la enriquecieron. Esto es lo que ha ocurrido con varias de las tradiciones históricas de los indios de México, las cuales, no por expre- sarse en jeroglíficos y pinturas, son menos historiografía que la nuestra, occidental, escrita y basada en testimonios también escritos. Sería cosa de aclarar desde ahora que no nos incumbe re- solver el problema de la valoración general de las fuentes indígenas precortesianas y postcortesianas, tema en el cual hasta eruditos de la talla de García Icazbalceta se muestran muy cautos. 2 Es posible que nunca se llegue más que a solucio- nes aproximadas, en que el logro de la certidumbre acerca de un dato plantea nuevos problemas de información y de inter- pretación. Debemos señalar, sin embargo, que hasta época

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PROBLEMAS DE HISTORIOGRAFÍA1

Julio LE RIVEREND

LAS TRADICIONES INDÍGENAS

L a historiografía de México en el siglo XVIII tiene p r o f u n ­das raíces, no sólo en e l presente, s ino también, y p r i m o r d i a l -mente, en e l pasado c o l o n i a l . Aún más: puede asegurarse que sus antecedentes se p ie rden en la p e n u m b r a de viejas tradi­ciones precortesianas, cuya presencia n o h a dejado de adver­tirse hasta nuestros días. N o nos referimos aquí a esa cont i ­n u i d a d que resulta de l acarreo de datos y de noticias, que const i tuyen los pilares de toda narración histórica. A u n q u e estos elementos sean de gran i m p o r t a n c i a , las tradiciones his­tóricas cont ienen algo más comple jo y, s i n d u d a , más s u t i l , a veces acaso i m p a l p a b l e , que f o r m a su p r i n c i p a l p a t r i m o n i o a los ojos de las generaciones posteriores; podría decirse que las tradiciones compor tan u n a filosofía de la h is tor ia y, si la denominación parece pretenciosa, diríamos unas impl icac iones teóricas, u n a manera de ver e l proceso y sus incidentes capita­les, que sobrevive a través de los siglos y se c o m u n i c a a d i ­ferentes generaciones, a u n cuando sus circunstancias d i f i e r a n radica lmente de aquellas que d i e r o n or igen a l a tradición o l a e n r i q u e c i e r o n .

Esto es lo que h a o c u r r i d o con varias de las tradiciones históricas de los indios de México , las cuales, no por expre­sarse en jeroglíficos y p inturas , son menos historiografía que la nuestra , occ idental , escrita y basada en testimonios también escritos.

Sería cosa de aclarar desde ahora que n o nos i n c u m b e re­solver e l p r o b l e m a de l a valoración general de las fuentes indígenas precortesianas y postcortesianas, tema en el c u a l hasta eruditos de l a ta l la de Garc ía Icazbalceta se muestran m u y cautos. 2 Es posible que n u n c a se l legue más que a solucio­nes aprox imadas , en que e l logro de l a cer t idumbre acerca de u n dato plantea nuevos problemas de información y de inter­pretación. Debemos señalar, s in embargo, que hasta época

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muy reciente se ha negado valor a esas tradiciones históricas, considerándose imposible que de sus testimonios expresos pue­da surgir una narración histórica coherente. Este escepticismo, cuyas huellas se descubren durante el siglo XVIII en la obra del jesuíta Andrés Cavo, reaparece en un ensayo de Brinton (1890) y se refleja en un trabajo de Vaillant, quien dice que los indios de México "tienen pasado, pero no tienen historia".3 Sin que pretendamos adentrarnos en materia que escapa al campo propiamente historiografía), vale la pena advertir que muchos de los elementos de esas tradiciones negadas se ven confirma­dos progresivamente por las investigaciones arqueológicas.4

Cierto es que ha existido también una tendencia a la dignifi­cación de los testimonios indígenas, pero ésta no parece haber perdurado; indirectamente, tal actitud nos llega hoy a través de los cronistas e historiadores del primer ciclo, o sea, a grandes rasgos, d e l siglo XVI, quienes, una vez salvadas las dudas ge­nerales sobre el origen demoníaco o idolátrico de las tradicio­nes y códices, fiaron mucho de ellos y los invocaron en oca­siones como autoridades irrefutables, particularmente cuando disienten del dicho de otros cronistas.

En realidad, el estado actual de los estudios arqueológico-históricos no permite formular un criterio que resuelva la oposición entre aquellas dos actitudes, si bien no puede es­capársenos que tal solución habrá de consistir fundamental­mente en una selección de las tradiciones más puras y vero­símiles. Esta depuración es tanto más difícil cuanto que, a medida que las tradiciones indígenas son reconocidamente más antiguas, hay en ellas más elaboración ulterior, y el trabajo de discriminación de sus "estratos historiográficos", digámoslo así, resulta más delicado.

Por otra parte, ya no cabe duda de que la historia antigua de México es mucho más rica de lo que permitía suponer el estudio crítico de los documentos pre y postcortesianos cono­cidos hasta hoy. Lo cual está indicándonos que este tipo de fuentes es más bien escaso si se tienen en cuenta la extensión y la profundidad del pasado historiable del país. Cierto es que se han conservado códices precortesianos o tradiciones vertidas a códices o transcritas después de la Conquista; pero su distribución "nacional" y geográfica es muy irregular, lo cual hace difícil esclarecer su veracidad o credulidad. Esta

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situación es incomparablemente más difíci l que otras con las que se nos ocurriría contrastarla, como, p o r e j emplo , l a de los testimonios sobre l a G r e c i a a n t i g u a o sobre l a E d a d M e d i a , que desde el R e n a c i m i e n t o h a n r e q u e r i d o u n a ingente labor de selección y comprobación. H a y más códices mixtecas que códices relativos a zonas de pare jo interés histor iograf ía) . 5

Y se conservan más tradiciones transcritas de or igen tezcocano y tenochca que de c u a l q u i e r a otra zona y período históricos. Lógicamente , son éstas las que nos interesan más, pues, por haber res id ido en e l V a l l e de México e l poder polít ico de más al ta significación, y p o r haberse real izado l a C o n q u i s t a a tra­vés de su sometimiento , se consideran como elementos básicos para l a interpretación d e l pasado indígena . 0 A h o r a b i e n , p o r e l hecho de que esas tradiciones f u e r o n las de los pueblos de mayor desarrol lo político, hay entre ellas diferencias notables, debidas a los antagonismos " n a c i o n a l e s " (tribales) existentes, diferencias que v a n en aumento desde que aparecen los tenoch­ca e n e l V a l l e y colocan en e l p r i m e r p l a n o histórico l a lucha p o r e l d o m i n i o polí t ico y geográfico de l a zona.

T o d o s esos factores, l a escasez e i r r e g u l a r i d a d de los testi­monios tradicionales , así como sus contradicciones, se u n e n a l a n a t u r a l d i f i c u l t a d de su interpretación p a r a hacer más labo­riosa toda obra que intente r e d u c i r su contenido a u n relato general y congruente; los esfuerzos realizados hasta hoy en este sentido, como el de Orozco y B e r r a , p o n e n a l descubierto los obstáculos que se ofrecen a l h i s tor iador empeñado en u n a tarea de ta l m a g n i t u d . Es comprensib le que , con frecuencia, haya p r o p e n d i d o a seguir a l g u n a de las tradiciones p r i n c i ­pales, descartando total o parc ia lmente las demás fuentes ins­piradas en tradiciones diferentes.

S i estas di f icul tades se presentan a u n en nuestros días, pesarían m u c h o más en el siglo XVIII, c u a n d o todo e l análisis de las fuentes debía realizarse dentro d e l campo p r o p i o de l a historiografía (crítica tex tua l , e x a m e n l ingüís t ico) . D e j a n d o aparte e l pos i t ivo acarreo de materiales documentales, esta l imitación de los instrumentos de investigación, así como de las vías p o r las cuales haya que abordar l a h is tor ia ant igua de M é x i c o , en vez de l levar a u n a simplif icación de los elemen­tos narrat ivos dados en las tradiciones indígenas, p r o d u j o

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nuevos motivos de confusión y de vaguedad, como puede apre­ciarse en muchos casos de interpretaciones etimológicas.7

ASPECTOS DE LA TRANSCULTURACIÓN HISTORIOGRÁFICA

¿Qué ocurre cuando las tradiciones indígenas se encuen­tran, por obra de la Conquista, con la historiografía de tipo occidental? Se produce una serie de "recepciones", de trans-culturaciones, algunos de cuyos aspectos vamos a comentar, especialmente por su interés en relación con las historias del siglo XVIII. Tengamos en cuenta, al abordar esta cuestión, que las manifestaciones de esa interinfluencia son más fáciles de caracterizar conceptual que cronológicamente, pues los con­tactos culturales entre españoles e indios deben de haberse producido desde el primer momento, si bien cabe pensar que únicamente los conquistadores de retaguardia (posteriores a la caída de Tenochtitlán), entre los cuales abundaban los eclesiásticos ilustrados, eran los llamados a interesarse en problemas sólo indirectamente relacionados con la sujeción de los indios.

Desde el punto de vista conceptual, no parece haber duda de que lo primero que se hizo fué transcribir o reproducir, con ayuda de intérpretes, los documentos precortesianos y las tradiciones. Quizás a consecuencia de esta simple labor de copia, los documentos recogidos conservaron su forma más pura, como se observa en la primera parte del Códice Ramírez y en la Relación genealógica.8 No ocurrió lo mismo en los cronistas e historiadores que, al intentar una reducción de todos los materiales conocidos por ellos a las formas historio-gráficas occidentales, se vieron forzados a aplicar sistemática­mente sus propios métodos ideológicos al estudio de la historia antigua de México. L a propensión en este sentido se mani­fiesta ya en 1542 en la obra de Motolinía, en la cual lo indígena sirve de pretexto para componer una historia semi-sacra, la de la evangelización.9 L a transculturación historio-gráfica no podía dar, en aquellos tiempos, más que ese fruto. Hasta en la obra de Sahagún, que constituye el ejemplo más notable de método y de investigación crítica por su profundi­dad técnica y riqueza de información, se observa la presencia de elementos teóricos occidentales que tienden a desviar la

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interpretación d e l pasado. E l s imple hecho de l l a m a r sátrapas

a los sacerdotes indígenas supone l a gravitación de actitudes

extrañas a las necesidades de su investigación. B i e n se ve en

este caso que andaba de p o r m e d i o algo m u y sustancial de l a

c u l t u r a española contemporánea, o sea l a religión; pero e l he­

cho subraya los efectos de l a transculturación. Éstos se obser­

van en todos los grandes cronistas e historiadores d e l " p r i m e r

c ic lo" , no así en los p r i n c i p a l e s historiadores del "segundo ci­

c lo" , o sea d e l XVIII, en algunos de los cuales l a m o d e r n a

crítica fi lológica y e l r a c i o n a l i s m o provocan cambios básicos

en la interpretación y e l e n j u i c i a m i e n t o del pasado indígena.

N o pretendemos v a l o r a r negativamente la introducción

de conceptos occidentales, s ino sólo poner de relieve el pe l igro

que s ignif ica para los que, e n nuestros días, acuden a esas

fuentes y, l levados p o r las necesidades de su investigación,

l a o l v i d a n o desconocen. T e n e r en cuenta que H u i t z i l o p o c h -

t l i no es, p a r a los cronistas e historiadores de l p r i m e r c ic lo , e l

símbolo de u n a " p r o v i d e n c i a " o l a deificación de las realiza­

ciones históricas de los tenochca, sino u n engendro demoníaco,

es dar el p r i m e r paso p a r a evi tar l a desorientación que resulta

de las fuentes. E l e jemplo se h a escogido del iberadamente,

pues en m a t e r i a de rel igión, l a "recepción" de las ideas occi­

dentales n o sólo h a m o d i f i c a d o e l sentido de l a tradición

indígena, s ino que, posiblemente, h a creado nuevos problemas,

que no se h a n resuelto en f o r m a d e f i n i t i v a . 1 0 E n cierto m o d o ,

e l hombre español de l siglo XVI no podía menos de a t r i b u i r e l

pasado indígena a l a intervención de u n espíritu maléfico, pues

las diferencias de a c t i t u d m o r a l entre el europeo y e l i n d i o

eran notorias; pero si d u r a n t e e l XVI esta interpretación era

común, ya en e l siglo XVIII hay autores, como Clav igero , que

reiteradamente p o n e n en d u d a e l or igen demoníaco de los he­

chos y los personajes de l a tradición aborigen.

O t r o hecho i m p o r t a n t e que hay que tener en cuenta, es

l a ampliación d e l hor izonte historiográfico indígena a conse­

cuencia de l a " recepc ión" de las ideas occidentales. E n E u r o p a

l a conciencia de g r u p o social había alcanzado ya u n desarrol lo

que permitía concebir , y quizás hasta imponía, l a h i s t o r i a

de t ipo general , e l relato coherente que agrupa y ajusta las

diversas tradiciones y testimonios. L a h i s t o r i a de t i p o "nacio­

n a l " ( tr ibal) indígena se convierte en h i s t o r i a " m u l t i n a -

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c i o n a ! " , general . A u n cuando en casos como el de l a Monar­quía indiana de T o r q u e m a d a este necesario ajuste n o se

p r o d u j e r a debidamente, l a proyección occidental hac ia e l rela­

to o m n i c o m p r e n s i v o n o desaparecería; l a falta de recursos

críticos para c o o r d i n a r las tradiciones, d i l u c i d a r el s igni f icado

de los códices o ajusfar las cronologías, y e l hecho de que,

p o r ende, los relatos generales se transformaran en u n a acumu­

lación de materiales s in verdadera u n i d a d interna, i n v a l i d a b a

los resultados, mas no l a concepción. E n su afán de lograr u n a

síntesis, los cronistas suplían l a fa l ta de narración o las d i f i ­

cultades de interpretación " r e l l e n a n d o " el relato, lo c u a l p o r

o t r a parte respondía a los criterios preceptistas de l a época. T a l

p r o c e d i m i e n t o alcanzó su más alta expresión durante e l si­

g l o XVIII en l a o b r a de V e y t i a , e l c u a l creó l a estructura narra­

t i v a de l a h i s t o r i a a n t i g u a de México, dándole f o r m a nove­

lística.

S i n embargo, n u n c a debe olvidarse que l a l a b o r de

compi lac ión real izada en e l siglo XVI permitió conservar, tex­

tualmente o en transcripciones interpoladas, muchos documen­

tos de alto valor . E l hal lazgo posterior d e l o r i g i n a l que sirvió

de base a l c o m p i l a d o r o transcriptor , como es e l caso d e l

Códice Ramírez en relación con l a o b r a de Durán, muestra

hasta qué p u n t o fué eficaz l a tarea de salvamento real izada

d u r a n t e e l p r i m e r c ic lo y, asimismo, hasta qué p u n t o se respetó

e l texto básico.

H a y otro aspecto de este p r o b l e m a de l a transculturación

historiográfica. Impercept ib lemente , a través de los cronistas

e historiadores d e l siglo XVI, se trasladan a l a historiografía

de México — i n d u d a b l e m e n t e occ identa l— elementos de las

tradiciones indígenas, que i n f l u y e n decisivamente en l a inter­

pretación d e l pasado. N o sabemos que h u b i e r a cronistas cons­

cientes de l a existencia de tradiciones antagónicas o divergen­

tes o, a l o menos, que t u v i e r a n debidamente en cuenta este

hecho, tanto más cuanto que l a adhesión a u n a de ellas o a

varias, a través de los intérpretes orales o de l a s imple inter­

pretación de códices, entrañaba u n pe l igro p a r a e l logro de

a q u e l l a narración u n i t a r i a y general que perseguían. Forzosa­

mente d e b i e r o n de t r i u n f a r sobre las demás ciertas tradiciones,

favorecidas p o r l a a b u n d a n c i a de testimonios o por su p r o x i ­

m i d a d a l a C o n q u i s t a , de m o d o que otras q u e d a r o n relegadas

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a u n segundo p l a n o p o r n o encajar debidamente e n las fuentes preferidas; ta l sería e l caso d e l Anónimo de Tlaltelolco y de l Códice Sigüenza.11 U n a s fuentes h a n sido, por lo contrar io , sobreestimadas, como las obras de I x t l i l x ó c h i t l . 1 2 P o r su parte, l a tradición tenochca que, p o r su posición frente a l a C o n ­quis ta , debía de atraer más atención, h a sido decisiva e n l a consideración de l a h is tor ia ant igua de México , determinan­do , p o r e jemplo , l a clásica del imitación de períodos o etapas. 1 3

E n este .sentido, durante e l siglo XVIII se produce u n fenó­m e n o de sobrevaloración de l a úl t ima etapa de l a h is tor ia precortesiana en obras como l a de C l a v i g e r o , q u i e n se aferra a l a tradición tenochca o, cuando menos, l i m i t a a este p u e b l o e l caudal de su investigación, atr ibuyéndole realizaciones que sólo hab ía heredado, pero que parecían corresponder s in lugar a dudas a u n p u e b l o que dió tan a l ta p r u e b a de resistencia y

de sacr i f ic io ante e l invasor europeo. Y , de pasada, ind iquemos q u e e l p r e d o m i n i o de unas tradiciones sobre otras en el campo de l a historiografía de México hace c o n f u n d i r , a veces, l a h i s tor ia a n t i g u a de l país con l a h i s t o r i a ant igua d e l V a l l e y

l a Meseta , reducción geográfica que los trabajos arqueológicos modernos están desacreditando rápidamente .

LOS CICLOS DE LA HISTORIOGRAFÍA DE MÉXICO

P a r a comprender l a posición de los historiadores mexicanos d e l s iglo XVIII conviene recorrer someramente el p a n o r a m a de l a historiografía de México desde l a C o n q u i s t a hasta nuestros días. Independientemente de los mot ivos temporales que ani ­m a b a n a los historiadores de cada u n o de los ciclos —sobre l o c u a l haremos algunos comentarios posteriormente—, es eviden­te que se establece cierta u n i d a d en e l con junto , debido a que los aportes d e l p r i m e r c ic lo (siglo XVI) d e t e r m i n a n , cuant i tat i ­vamente , los materiales que hay que invest igar y los temas.

E l hecho i n i c i a l , que m a r c a e l o r igen de l a historiografía de M é x i c o , fué e l contacto p e r d u r a b l e de las tradiciones indí­genas c o n l a c u l t u r a y l a m e n t a l i d a d occidentales. Podría considerarse que l a redacción d e l Anónimo de Tlaltelolco y l a Relación genealógica, a l rededor de 1530, constituye el mo­mento a p a r t i r d e l c u a l n o hay ya solución de c o n t i n u i d a d en e l t raba jo de transcripción de los documentos y tradiciones

PROBLEMAS DE HISTORIOGRAFÍA 59 indígenas. Esta empeñosa labor conduciría, a fines del siglo, a las investigaciones de tipo general, en las cuales se amplía el contenido y la profundidad historiográficos; son las obras de Acosta, Sahagún, Durán, Tezozómoc y Mendieta. Este floreci­miento se extiende hasta los años en que Torquemada da cima a su gran obra (1610-12), y, aún más, se prolonga para abar­car a Ixtlilxóchitl y Chimalpain (1620); después se extingue, como si la obra de Torquemada —por su extensión y genera­lidad— hubiese sido concebida para dar cima a este primer ciclo. Una apreciación del conjunto es suficiente para expli­carnos por qué la historiografía de los tres siglos siguientes ha dependido de este primer ciclo.

Durante el siglo XVII casi no se producen obras históricas. Es, en cambio, el siglo de la lingüística indígena y de la historia eclesiástica y semi-sacra, como puede apreciarse con un rápido examen de la bibliografía. Cierto es que a fines del siglo XVII se alzan dos voces: la de Vetancourt, con su Theatro mexicano, y la de Sigüenza y Góngora, cultivador de un género de "monografías" sobre temas suscitados en el siglo XVI. La naturaleza de estas obras muestra claramente, tanto su dependencia de los materiales y los textos producidos en el XVI como la falta de aliento para emprender trabajos o m n i -

comprensivos sobre el pasado indígena: suerte de atonía que coincide con la época de esplendor de la sociedad colonial, a la sazón estabilizada dentro de las bases y la estructura fijadas por la Conquista. A pesar de su posición dentro del cuadro general de la historiografía de México, estas obras no se en­cuentran aisladas; la presencia del criollismo de Sigüenza 1 4

permite vincularlo al ciclo siguiente, en el cual se manifiestan con cierto énfasis los sentimientos nacionales. Este nuevo con­cepto —subyacente, digamos— representa un aporte capital a la historiografía, pues las tradiciones indígenas, y especial­mente la tenochca, adquieren un sentido político, que resulta de su incorporación a una nueva tradición, mucho más joven, claro está, pero con una capacidad especial para proyectarse sobre el pasado y descubrirse a sí misma.

E l segundo ciclo arranca de los trabajos de Boturini, esto es, del segundo tercio del siglo XVIII. Es una etapa de reelabora­ción y, en consecuencia, de esfuerzos generalizadores. Guando se tiene en cuenta que toda esa ingente labor de reconstrucción

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y selección debía realizarse c o n los mismos instrumentos de que se disponía en el s iglo XVI, este ob je t ivo abarcador adquiere u n a significación casi dramática, tanto más cuanto que algunos de los documentos sacados a l a luz en e l p r i m e r c ic lo habían desaparecido, b i e n p o r extravío, b i e n por ocultación.

Este c ic lo puede considerarse agotado hacia 1790, con los trabajos de León y G a m a , que a n u n c i a n ya el p u n t o de vista arqueológico, aunque s i n desarrol lar lo . Se extiende a cont i ­nuación e l período de l a l u c h a p o r l a independencia , durante e l cua l se toma prestado de las obras de l XVI y del XVIII, de éstas par t i cu larmente cuando sus impl icac iones políticas convienen a la ac tua l idad. E l e j emplo típico de esta manera de acercar­se a l a h is tor ia sería Bustamante , q u i e n , por otra parte, a l p u b l i c a r gran cant idad de manuscri tos (Veytia , Sahagún, A l e ­gre y B e a u m o n t , con el n o m b r e de V e g a ) , m a n t u v o el interés p o r l a historiografía precedente. N o menos s ignif icat iva es la f o r m a en que M i e r usa de los elementos históricos para inter­v e n i r en las cuestiones d e l m o m e n t o . Lógicamente, l a aten­ción de los mexicanos debía concentrarse en el estudio de l a exper ienc ia r e v o l u c i o n a r i a , a l a c u a l se refieren las obras de M i e r , Zava la , M o r a y Alamán.

A mediados de l siglo XIX y, p a r a precisar e l momento , con las obras de José F e r n a n d o Ramírez , se reanuda el interés p o r l a h i s tor ia a n t i g u a de México , c o n t i n u a n d o , en parte, l a l a b o r de rescate i n i c i a d a p o r Sigüenza y proseguida por B o t u -r i n i . E l i m p u l s o historiográfico alcanza entonces nuevos temas, especialmente e l p r i m e r período de l a colonización, gracias a las investigaciones de Garc ía Icazbalceta. D e este período es l a obra m o n u m e n t a l de O r o z c o y Berra . A u n cuando l igera­mente posterior, e l p r i m e r ensayo colectivo de realizar u n a h i s to r ia general de México , l a serie t i t u l a d a México a través

de los siglos, pertenece también a este ciclo. N o nos ocupamos ahora d e l estudio de l a historiografía de México a par t i r de esta etapa, y por e l l o n o menc ionamos a u n a serie de autores de p r i m e r a i m p o r t a n c i a . C a b e señalar que, como resultado de u n a creciente especialización, l a h i s t o r i a c o l o n i a l y l a h is tor ia a n t i g u a se b i f u r c a n cada vez más, l o c u a l pospone los esfuerzos de síntesis.

A fines d e l siglo XIX se i n i c i a l a etapa actual , caracterizada p o r e l auge de los trabajos arqueológicos, que no se consolida-

PROBLEMAS DE HISTORIOGRAFÍA 61

r í a n hasta l a segunda década d e l presente siglo, como resultado

de los esfuerzos combinados de algunos especialistas extran­

jeros y de jóvenes investigadores mexicanos. C o m o consecuen­

c i a de u n a l a b o r de más de t re inta años, l a orientación arqueo­

lógica d o m i n a ahora p lenamente e l c a m p o de l a h i s t o r i a

a n t i g u a de México , en e l c u a l se a n u n c i a n ya nuevos esfuerzos

de síntesis. 1 5 Síntesis basada evidentemente en la congruen­

c i a de los documentos escritos con los monumentos y restos

materiales descubiertos en las excavaciones.

C a d a u n o de los tres ciclos representa u n nuevo esfuerzo

historiograf ía) , tanto p o r los motivos que a n i m a n a los histo­

r iadores como p o r los elementos que legan a sus cont inuado­

res. Estos motivos h a n sido complejos y variados, como res­

p o n d i e n d o a requer imientos de época; esto amerita algunos

comentarios , puesto que nos permite comprender mejor l a

posición de los historiadores d e l siglo XVIII.

P u d i e r a afirmarse que e l m o t i v o más v is ible y, a l a par, de

m a y o r i m p o r t a n c i a , que a n i m a b a a los cronistas e historiadores

d e l siglo XVI, era e l c o n o c i m i e n t o " i n s t r u m e n t a l " del i n d i o , de

su c u l t u r a y de su psicología. Sahagún y Durán lo expresan

c laramente: p a r a convert ir a los indios es preciso conocerlos

a fondo y, sobre todo, conocerlos en sus realizaciones propias ,

antes que l a i n f l u e n c i a europea se dejara sentir. Pero este

c o n o c i m i e n t o der ivaba h a c i a otras manifestaciones —no sola­

mente hac ia l a catequización—, según fuesen las preocupaciones

d e l cronista o de l h is tor iador . E n efecto, si se quería demostrar

sólidamente l a r a c i o n a l i d a d d e l i n d i o , n a d a mejor que expo­

n e r el grado de convivencia polít ica a que éste había l legado

p o r cuenta p r o p i a . Z o r i t a sería u n magníf ico exponente de

esta p r e o c u p a c i ó n . 1 0

Desde luego, h u b o u n a c u r i o s i d a d e lemental ante e l espec­

táculo de u n nuevo m u n d o , d e l c u a l n o se tenían noticias y

que había quedado e x c l u i d o de l a tradición bíblica. ¿Cómo

había sido posible tai anomalía? C u a l q u i e r a que leyese las

Relaciones de Cortés comprendía que las realizaciones de

los indios durante su g e n t i l i d a d merecían cierta considera­

ción, a u n cuando n o se las equiparase a las proezas sociales

de los pueblos de l a A n t i g ü e d a d . T o d o i n v i t a b a a hurgar en el

pasado de estos pueblos en busca d e l e n t r o n q u e con las tradi­

ciones occidentales. N o es preciso i n d i c a r aquí cuántos esfuer-

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zos se efectuaron p a r a " d e s c u b r i r " l a predicación d e l Evange­

l i o en A m é r i c a antes d e l D e s c u b r i m i e n t o , o para ajustar l a

cronología —y las etimologías, recurso básico de algunos au­

tores— y demostrar que los i n d i o s americanos procedían de

ta l o c u a l descendiente de Noé. L a contradicción en este

aspecto se deducía de que, a u n cuando se lograra demostrar

e l entronque con l a tradición bíblica, e l cronista o e l histor ia­

d o r se veía forzado a a t r i b u i r a l d e m o n i o e l " o l v i d o " de los

Evangel ios y, en consecuencia, e l hecho de que los indios n o

v i v i e r a n conforme a los patrones cristianos. Implíci tamente

quedaba condenado e l pasado indígena. Quizás p o r e l lo a l ­

gunos historiadores v i e r a n en los hechos inusitados, reportados

p o r las tradiciones, i n d i c i o s de que a q u e l l a sociedad a l mar­

gen del cr is t ianismo sería castigada; lógicamente, l a C o n q u i s ­

ta había v e n i d o a c u m p l i r esa misión.

Pero c o n el decurso d e l t iempo, a l estabilizarse l a sociedad

c o l o n i a l , los temas que h a b í a n atraído a los cronistas e histor ia­

dores d e l p r i m e r c ic lo f u e r o n desapareciendo. H a b í a decaído

e l interés en l a discusión sobre l a r a c i o n a l i d a d d e l i n d i o ;

igualmente , ya n o se debatía e l derecho de España a conquis­

tar, pues l a existencia de u n a sociedad jerarquizada a l a

europea, l a sujeción de los indios a los fines económicos de los

colonizadores, e l mestizaje y l a penetración, s iquiera fuese

epidérmica, d e l E v a n g e l i o e n l a sociedad aborigen, h a b í a n

impuesto, en l a r e a l i d a d histórica, u n a solución a las gran­

des polémicas d e l s iglo XVI. P o r estas razones, e l siglo XVII

parece c o n t e m p l a r en N u e v a España u n a situación que se

diría establecida desde t i e m p o i n m e m o r i a l . Se tiene l a i m p r e ­

sión de que la sociedad c o l o n i a l había m a d u r a d o m u y rápida­

mente, tras d e l empuje s i n g u l a r d e l p r i m e r siglo, y de que e l

i n d i o estaba l l a m a d o a o c u p a r sólo u n sit io secundario dentro

d e l cuadro de las ideas históricas de l a época, puesto que y a

había otros grupos — l a poblac ión c r i o l l a , p o r e jemplo— inte­

resados en i m p o n e r sus propios temas.

E l s iglo XVIII presenta nuevas circunstancias. L o p r i m e r o

q u e debe destacarse es que l a historiografía se concentra toda

e n l a segunda m i t a d d e l siglo, como siguiendo los cambios

rápidos q u e se p r o d u c e n entonces e n e l seno de l a sociedad

mexicana , a l compás de m o v i m i e n t o s anteriores y simultáneos,

más profundos , ocurr idos e n E u r o p a . E n consecuencia, l a

PROBLEMAS DE HISTORIOGRAFÍA 63 producción histórica se reviste de motivaciones diferentes de las que hemos constatado en las obras del XVI. Ya hemos dicho que en el siglo XVIII el interés por la historia antigua de Méxi­co reviste la forma de una reelaboración de los materiales acarreados durante el primer ciclo. Se pretendía poner la nueva síntesis bajo el signo de nuevas ideas y técnicas; por esta razón, aun cuando los autores del siglo XVIII no abandona­ron la posición providencialista, su labor tenía que conducir a una nueva interpretación de la historia antigua de México; esto se observa en el intento que hizo Boturini de ajustar la evolución de l a sociedad indígena al esquema de Vico. E l cré­dito que tiene aún en nuestros días la obra de Clavigero radica, más que en su logro como síntesis, en su técnica y en su novedad desde el punto de vista crítico; en esto difiere visiblemente de las obras del siglo XVI. León y Gama, ya se ha dicho, descubre una nueva manera de abordar el pasado. Cavo, por su parte, abre a la curiosidad un tema hasta entonces ignorado o despreciado, el de la historia "civil" y colonial, desconocido posiblemente porque la sociedad novohispana —ahora impregnada de criollismo— no se había descubierto a sí misma como objeto histórico.

Quizás hubo en el siglo XVIII cierta supervivencia de los estímulos historiográficos del siglo XVI. Como el siglo XVIII es época de crisis, se asemeja al siglo XVI, crisis de creación de la Nueva España. Uno de los aspectos en que se produce ese acercamiento es precisamente el de la expansión geográfica de la población, la ampliación de la ecumene, o, por decirlo mejor, la colonización de la Nueva España por sí misma hacia el Occidente y hacia el Norte, con una participación igual­mente activa del colonizador y del evangelista. Hay, pues, un estímulo para cierto tipo de historiografía "instrumental", a la cual pertenecen, sin duda, la Historia de la Baja California de Clavigero, la obra de Beaumont sobre Michoacán, las his­torias y relaciones de las Misiones, la Relación de Fray Vicente de Santa María.

Finalmente, los historiadores del siglo XVIII se sienten in­clinados a rebuscar en el pasado indígena aquellos elementos que satisfacen a sus sentimientos criollistas. Sin embargo, esta tendencia no queda por lo general muy al descubierto, y resulta bastante difícil individualizarla dentro de la compleja com-

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binación de sentimientos e intereses de los historiadores. E n

e l caso de V e y t i a sería aventurado a f i rmar que en su o b r a

haya elementos criol l istas de cierta i m p o r t a n c i a . P e r o sabemos

que los debates sobre problemas en que los sentimientos crio­

llistas se manifestaban p a l a d i n a m e n t e fueron frecuentes Durán­

te este período. E n l a o b r a de C l a v i g e r o ta l act i tud se o r i g i n a ,

tanto en e l " a m o r a l a p a t r i a " , como en su condición de jesuíta

expulso y de r e f o r m i s t a . 1 7

POSICIÓN INTERMEDIA DE LA HISTORIOGRAFÍA DEL SIGLO XVIII

L a historiografía de M é x i c o durante e l siglo XVIII o c u p a

u n a posición i n t e r m e d i a en e l p a n o r a m a de l a producción

histórica d e l país desde e l siglo XVI hasta nuestros días. Este

hecho depende más de la realización efectiva de u n a histor io­

grafía de transición que de los objetivos propuestos p o r cada

investigador.

E n p r i m e r lugar, constituye u n n e x o entre la histor iogre

fía prov idenc ia l i s ta d e l XVI y l a de t ipo rac ional is ta y posi t i ­

vista p r o p i a de l a segunda m i t a d del XIX. P o r otra parte, a l

recoger los sentimientos criol l istas e incorporar los a l a histo­

riografía, prepara ya e l c a m i n o a l a a c t i t u d nacional is ta d e l

siglo XIX. A este respecto conviene subrayar que d u r a n t e e l si­

glo XVIII se opera el c a m b i o de sentido de l a tradición indíge­

na, que adquiere entonces u n t inte patriótico, secularizando

el pro- indigenismo de l siglo XVI. Fué e l paso prev io p a r a l a

aparición d e l i n d i g e n i s m o como a c t i t u d social, p r o p i o d e l

siglo XIX y de nuestros días.

D e n t r o d e l campo específico de l a h is tor ia , las obras d e l si­

glo XVIII demostraron l a i m p o s i b i l i d a d de progresar en e l cami­

n o de l a síntesis p a r t i e n d o de los pobres recursos técnicos

heredados de los dos siglos anteriores. Precisamente sus mejo­

res aportes se basan en el uso más r a c i o n a l de la crítica do­

cumenta l .

NOTAS

1 Extracto del capítulo i de la tesis sobre Historiadores de México en el siglo xviii, presentada en opción al grado de Maestro en Historia ante El Colegio de México (1946)»

2 "Historiadores de México", en Obras completas, vol. VIII, México,

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1898, pp. 267-298; publicado anteriormente como apéndice al Diccionario universal de historia y geografía, México, 1854.

3 "History and stratigraphy in the Valley of México", en el Annual Report of the Board of Regents of the Smithsonian Institution, 1938, pp. 521-530; publicado en el Scientific Monthly, vol. X L I V , abril, 1937.

4 Mientras no se disponía de investigaciones arqueológicas, los cronis­tas e historiadores se limitaban a trasmitir con más o menos fidelidad las tradiciones orales y escritas de los indígenas. Cuanto mito, leyenda y tra­dición encontraban quedaba incluido en la narración. Esta acumulación acrítica tiene cierto valor, pues ha permitido la conservación de noticias muy diversas, según fuese la fuente indígena originaria. Mientras la interpretación de estas noticias tenía que hacerse dentro del campo de la propia historiografía, se comprende que surgieran criterios escépticos respecto de su validez y utilidad; pero los recientes trabajos arqueológicos han servido para establecer correlaciones y sincronismos entre las tradicio­nes más antiguas y las más recientes, pues los restos materiales confirman, a veces con bastante precisión, algunas de las noticias dadas en las fuentes tradicionales. Ello se observa especialmente en la cronología de las tres últimas culturas del Valle de México (tolteca, chichimeca y mexica). Por ejemplo, en lo tocante a la cultura considerada tradicionalmente como la más antigua —la tolteca—, las investigaciones arqueológicas han dado la ra­zón a una serie de fuentes, como el Códice Xólotl, los Anales de Cuauh-titlán y la Relación genealógica, que sitúan la caída del "imperio" de Tula hacia fines del siglo xi y, con la corrección de un ciclo de cincuenta y dos años, a mediados del siglo XII. El hecho de que la Tula de las tradiciones se haya identificado como el centro de una gran cultura pre-mexica, viene igualmente a reforzar el crédito de las fuentes indígenas. Detalles secundarios abundan en este tipo de confirmaciones; así, el hecho de hallarse numerosos restos metálicos entre la cerámica mazapán, pone de manifiesto que los toltecas merecieron su tradicional fama de buenos artífices. La falta de restos en los estratos superiores de Tula, más acá del esplendor de la cerámica mazapán, muestra que, una vez más, las fuentes parecen decir verdad cuando nos hablan de un período chichimeca de inestabilidad y decadencia cultural, que don Alfonso Caso sitúa entre Tectihuacán III y Azteca II.

A l par que se abrían nuevos horizontes a la confianza en las fuentes indígenas, se descubría una cultura más antigua aún que la tolteca, la cultura olmeca, tratada confusamente por unas tradiciones y aun ignorada por otras. Los hallazgos de La Venta han ayudado a situar geográficamente esta cultura. La simple elaboración de los documentos tradicionales no había dado resultado positivo alguno, como puede observarse en la obra de Veytia (lib. I, cap. ni).

Empero, si en lo que toca a la cultura material y a la cronología las investigaciones arqueológicas han dado la clave para interpretar o com­pletar los textos históricos, respecto de la cultura política e intelectual la cuestión es más difícil de resolver. Claro está que hay ciencias que vienen en ayuda del historiador, como la antropología y la etnografía; pero de todas suertes seguirán en pie algunas de las preguntas que sugieren las

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fuentes históricas. Ta l sería el caso de las listas de jefes de tribus o "reyes", las relaciones entre los grupos étnicos primitivos y la evolución social de los "imperios" que se suceden en el Valle de México.

Las relaciones entre las investigaciones arqueológicas y las fuentes históricas, tienen aún otro aspecto: la influencia de estas fuentes sobre la decisión de los arqueólogos de investigar en un sentido o en otro. Esto, sin embargo, queda fuera de nuestro tema.

Cf. W. JIMÉNEZ MORENO, "Tula y los toltecas según las fuentes histó­ricas", en Revista Mexicana de Estudios Antropológicos, V, 1941, núms. 2-3; " E l enigma de los oimecas", Cuadernos Americanos, I, 1942, núm. 5, pp. 113-145. A. CASO, " E l complejo arqueológico de Tula y las grandes culturas indígenas de México", en Revista Mexicana de Estudios Antro­pológicos, V, 1941, pp. 85-95; cf. Boletín Bibliográfico de Antropología Americana,, VI , 1942, núms. 1-3, pp. 10-14. G. C. VAILLANT, " A correlation of archaeological and historical sequences in the Valley of México", en American Anthropologist, vol. X L , 1938, pp. 535-573.

5 W . JIMÉNEZ MORENO, "Historia antigua de México", notas tomadas durante el curso de 1944 en la Escuela Nacional de Antropología e Histo­ria. Quede dicho de una vez que debido a su índole personal no se citan estos apuntes en todas las ocasiones en que han servido para guiar al autor.

6 Sobre este punto no es preciso insistir, aunque reconocemos su importancia metodológica. Se observa una tendencia constante a iden­tificar la historia precortesiana con la historia del Valle y la Meseta de México, no obstante la presencia de la cultura maya y la adición, última­mente, de la cultura mixteca. La historiografía no se librará de este punto de vista político subyacente hasta que la historia del Valle y la Meseta represente la culminación de un proceso en el cual cada aporte tenga la posición que orgánica y cronológicamente le corresponda.

7 A l dilucidar la significación del nombre chichimeca, Veytia, siguien­do la pauta del "creacionismo" bíblico (Adán y los hombres, Sem y los semitas, etc.), lo explica como nombre derivado del de un jefe de ese pueblo; Clavigero rechaza la etimología dada por Ixtlilxóchitl y Vetan-court, porque de significar 'perros', los hombres así llamados no se hubie­ran enorgullecido tanto. Sin embargo, el dato era correcto, y en nuestros días podemos aceptar que esa palabra indicaba un concepto social, toté-mico: el linaje de los perros.

8 Códice Ramírez, 2a ed., México, 1944 [véase el trabajo de Luis Leal en este mismo número]. "Relación de la genealogía y linaje de los Seño­res que han señoreado esta tierra de la Nueva España", en Pomar y Zurita, México, 1891 (Nueva colección de documentos para la historia de México, vol. III); 2a ed., México, 1941.

9 Historia de los indios de Nueva España, México, 1858. 10 Ta l es el caso del concepto de tloque nahuaque, que todos los

autores identifican con un ser supremo de tipo panteísta y que según A l ­fredo Chavero ("Los dioses astronómicos de los antiguos mexicanos", Ana­les del Museo Nacional, 1A época, V, 1899, pp. 268 y 272) es una creación europea, como lo muestra el estudio del vocabulario náhuatl del Padre

PROBLEMAS DE HISTORIOGRAFÍA 67 Molina y el silencio que a su respecto guarda un investigador tan acucioso como Sahagún.

11 El Anónimo de Tlaltelolco es un documento de filiación tepaneca, o sea, que representa la tradición del occidente del Valle de México. E l Códice Sigüenza no concuerda con el itinerario de la "peregrinación" azteca fijado por la generalidad de los documentos, particularmente el Códice Boturini o Tira de la peregrinación. Miguel Acosta Saignes ha sugerido la posibilidad de dos migraciones simultáneas o sucesivas, como un punto de partida para estudiar la singularidad del Códice Sigüenza.

12 Obras históricas de don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, ed. por Alfredo Chavero, México, 1892, 2 vols.

13 En este campo sería conveniente hacer algunos comentarios. Una de las tradiciones —que entronca a su vez con la cultura tolteca— es la tezcocana, que cristalizó en las obras de Ixtlilxóchitl. Su contenido repre­senta no sólo lo que ella es —o sea, una tradición indígena peculiar— sino también una tendencia historiográfica que, a falta de vocablo mejor, podríamos llamar españolizante, en contraste con otras versiones del pa­sado. Esto se explicaría atribuyendo al historiador indígena un interés, como lo tuvo, en obtener ventajas para sí y para su grupo "nacional" dentro del régimen colonial. E l argumento tendría un valor definitivo si no supiéramos que los tenochca fueron considerados por los grupos ya establecidos en el Valle como advenedizos, a los cuales todos repudiaban y temían, y cuya hazaña más notoria (la lucha contra Tezozómoc de Atz-capotzalco) no significó más que la sustitución de una hegemonía por otra. Los tezcocanos se sentían separadas de los tenochca por su cultura, heredera del esplendor tolteca. Así, la "alianza" de las tres ciudades —Tezcoco, Tenochtitlán y Tlacopan—, que algunos historiadores y cro­nistas, inspirados por la tradición tenochca, quieren describir como la consagración del poder de Tenochtitlán, parece más bien una etapa en que el belicoso pueblo mexica tiene que compartir la primacía con sus vecinos, reconociendo a Tezcoco como centro cultural y a Tlacopan como residuo de la hegemonía tepaneca. Simbólicamente las propias fuentes tenochcas nos dicen que Moctezuma Xocoyotzin consultó a Netzahualpilli sobre ciertos "presagios" de la ruina de su poderío, lo que parece indicar que los depositarios de la cultura eran los tezcocanos. Un documento de otra filiación —el Códice Ramírez— coincide con Ixtlilxóchitl en valorar la ayuda de los tezcocanos a Cortés, pero lo hace críticamente. La actitud conquistadora y española se suma a la tradición tezcocana, dando cada una a la otra argumentos contra Tenochtitlán y su poder. Es curioso observar que Veytia, inspirado principalmente en las obras de Ixtlilxóchitl, apenas muestra sentimientos criollistas, y en cambio Clavigero, que es un decidido admirador de la tradición tenochca, manifiesta sentimientos mexicanos muy precisos.

En otro orden del problema, las tradiciones del Valle colocan de modo diferente dentro del proceso histórico la "peregrinación" azteca. El papel que ésta ha jugado en la historia antigua de México se sobreválora, a consecuencia del poder posteriormente alcanzado por Tenochtitlán; paro no es más que la última ola de migración de los pueblos nahuas, y forma

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parte de un conjunto de "peregrinaciones" que son, verdaderamente, las que deben delimitar la etapa inmediatamente anterior a la Conquista.

14 Cf. R. IGLESIA, "La mexicanidad de don Carlos de Sigüenza y Gón-gora", en El hombre Colón y otros ensayos. E l Colegio de México, 1944, pp. 119-146.

15 Véanse, por ejemplo, los trabajos de W. JIMÉNEZ MORENO, citados en la nota 4.

16 Su "Relación" fué publicada por GARCÍA ICAZBALCETA., en Pomar y Zurita, op. cit.

17 José MIRANDA, "Clavigero en la ilustración mexicana", en Cuadernos Americanos, V, 1946, núm. 4.