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Laura Gallego, Javier Ruescas y

Benito Taibo, tres grandesautores de literatura juvenil,

reinterpretan la historia de LaBella y la Bestia en tres historiasinolvidables. Por una rosa es una

antología con un diseño muycuidado e ilustraciones de Mar

Blanco. Un libro que es unaauténtica joya.

¿Y si Bella escondiese más secretos que

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la Bestia?

¿Y si la Bestia fuese en realidad un trenmaldito, el convoy de la muerte, elúnico camino hacia la libertad?

¿Y si las hadas, como las rosas,

también tuvieran espinas?

Sigue el hashtag #porunarosa

Si quieres saber más sobre

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El visitante llegó al castillo al ponerseel sol y se detuvo ante la cancela, unaalta verja de hierro labrado y oxidadopor el paso del tiempo. Contempló eledificio con curiosidad; no era tanantiguo como le había parecido en unprincipio, pero estaba muy descuidado,

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como si todos sus habitantes lo hubiesenabandonado a su suerte años atrás.

Y, no obstante, los lugareñosaseguraban que algo terrible moraba enaquel castillo, algo que bramaba yaullaba por las noches y se infiltraba ensus peores pesadillas. Algo a lo quenadie había sabido ponerle nombre.

El visitante suspiró para sus adentros.Bien, en caso de que los rumores fueranciertos, a ese algo no parecía molestarleen absoluto la herrumbre de la cancelani las malas hierbas del jardín. «Nuncaconfíes en individuos que no conservan

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su madriguera arreglada», se dijo a símismo mientras alzaba el gruesocandado con despreocupación. «Esprobable que mantengan su alma en unestado similar.» La cerradura se abriócon un chasquido y la cadena queaseguraba la verja cayó al suelo sin más,como los despojos de la muda de unaserpiente.

El intruso se deslizó en el interior delrecinto sin mayor ceremonia, pero setomó la molestia de volver a cerrar lapuerta tras él. Al hacerlo, fue conscientede pronto de que, una vez más, la cola

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de zorro que brotaba de la base de suespalda traicionaba su disfraz humano.Suspiró de nuevo mientras la hacíadesaparecer. Por norma general no veíainconvenientes en exhibir su verdaderanaturaleza, pero para llevar a caboaquella investigación en concretonecesitaba algo más de discreción. Noobstante, sus precauciones no levaldrían para nada si el habitante delcastillo era la clase de criatura quesospechaba.

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«Pero no lo parece», pensó mientrasse deslizaba a través de una malezaferoz y desenfrenada. Se detuvo ante unade las estatuas que salpicaban lo quetiempo atrás pudo haber sido un jardínelegante y bien cuidado. La esculturarepresentaba a una doncella de gestodesconcertado, como si hubiese sidosorprendida por algo desagradable einesperado en mitad de un plácidopaseo. Diez pasos más allá se alzabauna segunda estatua, la de un joven queparecía correr hacia ella muy alarmado.El zorro frunció el ceño y examinó el

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siguiente grupo escultórico: tres criadasque se abrazaban desconsoladas, comosi alguna horrible desgracia se hubieseabatido sobre ellas. Sus lágrimas depiedra y el inquietante realismo de susexpresiones de angustia despejaroncualquier duda que pudiese albergarsobre el dudoso gusto del escultor.Obviamente, aquello no eran estatuas,sino personas hechizadas.

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El visitante pasó una mano ante el

rostro perplejo de un jardinero que aúnconservaba entre las manos los restospétreos de las malas hierbas queacababa de arrancar al ser alcanzadopor aquella extraña maldición. No seprodujo el menor cambio.

El zorro entornó los ojos. No contabacon poder deshacer el hechizo sin más,puesto que parecía claro que se tratabade una magia muy poderosa. Pero síesperaba percibir al menos algún tipo deresistencia. No obstante, su propio

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poder ni siquiera había llegado a arañarla superficie de aquel intrincadoconjuro. ¿Cómo era posible?

Mientras se deslizaba como unasombra por la escalinata de piedra queconducía a la puerta principal, su mentetrabajaba a toda velocidad, analizandotodas las posibilidades.

Habría apostado que se trataba demagia Ancestral, una particularmenteantigua y eficaz. Por lo general, losAncestrales que más problemascausaban solían ser los Lobos. Perotenía que reconocer que toda aquella

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escenificación no era propia de esascriaturas. Los Lobos devoraban a lagente, no la convertían en piedra. Ypreferían los bosques profundos a loscastillos abandonados.

En esta ocasión, el visitante no tuvonecesidad de emplear su magia paraabrir la puerta, puesto que esta no estabacerrada con llave. Tal vez al habitantedel castillo no le inquietaba laposibilidad de recibir visitas. O quizápensara que nadie osaría penetrar en sumorada.

Era obvio que no había contado con

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la incorregible curiosidad de los zorros.«Puede que se trate de un Oso», se

dijo, examinando con curiosidad lasmarcas de zarpas de las paredes. Quizáhabía preferido hibernar en un castillo,en lugar de hacerlo en una cueva.

En aquel momento, un pavorosobramido sacudió los cimientos deledificio. Sonaba sin lugar a dudas comouna amenaza, pero el zorro no seamilanó. No se le había escapado que enaquel grito se ocultaba también unlamento desesperado.

Cada vez más intrigado, el visitante

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avanzó escaleras arriba, en dirección ala fuente del aullido. En el piso superiordescubrió con cierta sorpresa que, sibien el resto del castillo mostraba unadesoladora pátina de suciedad yabandono, en aquella parte parecía quealguien se había tomado la molestia delimpiar un poco, o al menos deintentarlo.

Al asomar la cabeza al interior de loque parecía el dormitorio principal,sintió de pronto una presencia tras él. Setensó, listo para saltar a un lado y evitarun posible zarpazo, pero lo único que

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hizo la criatura fue vociferar a suespalda:

—¡¿Quién eres tú, humano, y por quéhas entrado en mi casa sin mi permiso?!

El zorro se volvió.—¿Humano, has dicho? —repitió,

ligeramente ofendido.La criatura dio un paso atrás y lo miró

con sorpresa.El visitante lo estudió a su vez, en un

intento de catalogarlo.Era un ser alto, fornido y

notablemente peludo, pero no se tratabade un oso. Tenía hocico, y un par de

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orejas redondas en lo alto de la cabeza,sí, pero también dos cuernos retorcidosy unos gruesos colmillos que recordabana los de un jabalí. Las cejas,enormemente pobladas, protegían sinembargo unos ojos castaños que lorecorrían con una mirada humana.

—Oh, ya entiendo —murmuró elzorro, un tanto decepcionado—. Resultaque no eres exactamente lo que pensabaque eras.

El monstruo parpadeó, confuso.—¿Cómo dices? —farfulló.Probablemente estaba tan

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acostumbrado a que la gente salierahuyendo ante su presencia que la actituddel intruso lo había dejado sin sabercómo reaccionar.

El zorro se irguió y le tendió la manocon naturalidad.

—Encantado de saludarte —le dijo—. Me llamo Ren, y tú debes de ser lacriatura a la que llaman la Bestia.

El monstruo contempló la mano delvisitante sin saber qué hacer con ella.Finalmente, y tras un largo titubeo, alzóuna zarpa y la estrechó con cautela,como si temiera romperla.

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—La Bestia… —murmuró—. Sí, enefecto, es así como me llaman.

Tenía una voz profunda, gutural, y

pronunciaba las palabras de formacuriosa, como si tuviese la boca llena de

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guijarros. Probablemente se debía a loscolmillos.

—Ah, estupendo —siguióparloteando Ren, más animado—,porque he venido hasta aquíprecisamente con la intención de hablarcontigo.

—¿Conmigo?—Sí, eso he dicho. No serás duro de

oído, por un casual…—¿Duro de…? No, no. —La Bestia

inspiró hondo y reorganizó sus ideas,tratando de reconducir la conversación—. Lo que ocurre es que hace ya

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bastante tiempo que no viene nadie avisitarme.

Ren asintió, comprensivo.—Es natural. Es lo que suele suceder

cuando uno se comporta de formagrosera con los invitados —opinó—.Gruñidos, bramidos, colmillos…, esascosas.

—¿Cómo? ¿Insinúas que yo…?—Por no hablar del castillo. —Ren

se estremeció visiblemente—. Todohumedad, polvo y telarañas. Y ese jardíndevorado por los matojos y las malashierbas. —Chasqueó la lengua con

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disgusto—. Es una imagen muylamentable para alguien de tu posición.

Una vez superado el desconciertoinicial, la Bestia comenzaba a sentirsemolesta ante el descaro de suinterlocutor.

—Entiendo —replicó con irritación—. De modo que piensas que, si la genteevita el castillo, es por culpa de lasmalas hierbas.

—Y de las telarañas y de tushorribles modales —le recordó el zorro—. Pero sí, habría que hacer algo conesos matojos de la entrada. Algunos son

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urticantes, ¿lo sabías? Te sugiero que lossustituyas por algo más colorido yelegante. Rosales, tal vez. Quedan muybien en cualquier tipo de jardín.

La Bestia resoplaba por lo bajo,tratando de contener su ira.

—No tengo tiempo para dedicarme ala jardinería —escupió entre dientes.

—Oh, al contrario, yo diría que tienestodo el tiempo del mundo. Perocomprendo que mantener este castillo túsolo debe de parecerte una tarea ingente.Sí, sin duda necesitas ayuda. —Movióla cabeza, pensativo—. Es lo que pasa

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cuando alguien con intenciones aviesas ymás poder mágico del que merecetransforma a todos tus sirvientes enestatuas de piedra.

La Bestia iba a replicar, airada, perose detuvo ante las últimas palabras delintruso y lo contempló con mayoratención. A simple vista, no parecía otracosa que un joven pelirrojo con lalengua demasiado larga y un sentido delpeligro inexistente.

Pero, claro…, a simple vista, eldueño del castillo tampoco parecía otracosa que una horrible bestia.

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—¿Quién eres tú? —preguntó porsegunda vez.

Esperaba que el visitante ledevolviera una réplica insolente: «Ya tehe dicho que me llamo Ren; ¿de verdadno eres duro de oído?», pero lo quehizo, en cambio, fue dirigirle una largasonrisa y responder:

—Ah. Parece que ya empezamos aentendernos.

—Entonces ¿vas a contestar a mipregunta? ¿Quién eres tú exactamente, ypara qué buscas a la Bestia que habitaeste castillo?

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—Responderé a todas estascuestiones, mi querido amigo, pero noaquí. Dime, ¿no habrá por casualidad enesta mansión algún lugar más cómododonde podamos sentarnos a conversar?Espero que no te ofenda que te locomente, pero también es de malaeducación hacer esperar a los invitadosde pie en el pasillo.

—Tienes una idea un tantodistorsionada de lo que son los malosmodales —refunfuñó la Bestia—. Terecuerdo que no eres exactamente un

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invitado, puesto que has entrado aquí sinpedir permiso.

—Oh, ¿yo he hecho eso? Misdisculpas, pues. Es que no encontréninguna campanilla para llamar.

La Bestia respondió con un gruñido,pero guio al zorro a través de loslóbregos pasillos hacia el corazón de laprisión en la que se había transformadosu hogar.

—Esto es muy… original —comentó

Ren un rato después, mientras

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contemplaba perplejo el cubo dehojalata en el que la Bestia le habíaservido el té.

Pero su anfitrión se encogió dehombros.

—Dejé de usar la vajilla deporcelana en cuanto me di cuenta de querompía varias piezas cada vez queintentaba servir la mesa —le explicó,alzando sus enormes zarpas a modo dejustificación.

—Ya veo. Sí, es ciertamenteinoportuno que todo el personal del

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castillo se haya convertido en piedra enestas circunstancias.

La Bestia no respondió.Se habían sentado en sendos sillones

junto a una chimenea en la que ardía unfuego cálido y acogedor. La Bestia lohabía invitado a cenar, pero Ren habíadeclinado, y su anfitrión no habíainsistido. Sin embargo, ahora, ante aquelextraño servicio de té, el zorro no podíaevitar sentir curiosidad acerca de laclase de cena que podría llegar apreparar aquella criatura. Tal vez le

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ofreciera sopa en el interior de unyelmo. O quizá…

El vozarrón de la Bestia interrumpiósus reflexiones:

—Y ahora, ¿me vas a explicar quiéneres? O, mejor dicho…, ¿qué eres… enrealidad?

Ren siguió la dirección de su miradahasta su propia cola, que batía el suelomansamente tras él. En algún momentose había relajado lo suficiente comopara volver a mostrarla. Suspiró parasus adentros. En fin, ya no valía la penatratar de ocultarla de nuevo. Depositó el

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balde de té sobre la mesita, juntó losdedos y observó a la Bestia con unalarga sonrisa.

—Esa, estimado amigo, es una muybuena pregunta —señaló—, y larespuesta es simple: soy lo contrario delo que eres tú.

La criatura frunció su pobladoentrecejo.

—No estoy de humor para acertijos.—Lo comprendo. Me explicaré: tú

eres humano, aunque no lo parezcas. Yo,en cambio, parezco humano, pero no losoy.

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No había terminado de pronunciarestas palabras y ya se habíatransformado, sin ningún tipo de ruido nide efecto espectacular. La Bestia dio unrespingo y parpadeó con desconcierto alcontemplar al zorro que se habíaarrellanado cómodamente en su sillón.Miró a su alrededor, en busca del jovenllamado Ren, pero no lo encontró.

—No soy humano —repitió el animal—, pero tampoco soy un zorrocualquiera. —La Bestia volvió amirarlo, asumiendo poco a poco que eraél quien había hablado—. Sin duda

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habrás oído historias sobre nosotros, losAncestrales. Es cierto que últimamenteno nos prodigamos tanto como antaño;supongo que llevamos tantos mileniosinterfiriendo en los asuntos de loshumanos que ya nos aburren un poco.Compréndelo: cuando eres casiinmortal, resulta cada vez más difícilencontrar cosas que te llamen laatención.

—Entiendo —respondió la Bestialentamente, sin apartar la mirada de Ren—. Sí, conozco a los Ancestrales de loscuentos: animales que hablan y tienen

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poderes más allá de nuestracomprensión. Presupongo que entre esospoderes se encuentra el de transformarosen humanos…

—Presupones bien.—De acuerdo, pues vuelve a hacerlo.

Se me hace extraño tener que conversarcon un zorro.

—Dijo el hombre-bestia —apuntóRen, un tanto molesto, pero recuperó suforma humana, aunque en esta ocasiónno prescindió de la cola de zorro.

Su anfitrión inspiró hondo,

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sorprendido, cuando Ren obró lametamorfosis.

—Parece muy sencillo —observó concierta envidia.

—Para mí, lo es. Sin embargo, losAncestrales preferimos mantenernos ennuestra forma original. Como animalespodemos hablar igualmente con losmortales, así que no es de extrañar quemuchos nos confundan con humanoshechizados. Que también los hay.

—Ah —murmuró la Bestia, queempezaba a intuir por dónde iba elrazonamiento del zorro—. Comprendo.

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—El caso es —prosiguió Ren— queen los últimos tiempos se ha detectadouna cantidad inusual de animalesparlantes: ranas, osos, perros, corzos,cisnes y hasta erizos. Casi ninguno deellos era un Ancestral. En la mayoría delos casos se trataba de humanosencantados, y el contrahechizo paratodos ellos era similar: una prueba deamor por parte de alguien que losapreciase de verdad, que fuera capaz dereconocerlos como humanos e inclusode quererlos a pesar de sutransformación.

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La Bestia se estremeció visiblemente,pero no dijo nada.

—Se trata de una magiaincreíblemente poderosa, y por esosospeché que pudiera tener un origenAncestral. He ido rastreando todos estoscasos en busca de la fuente… y aquíestoy.

—La fuente —repitió la Bestia en unmurmullo apagado.

Ren asintió.—Antes de toparme contigo estaba

convencido de que había llegado a laguarida del culpable, probablemente un

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Ancestral con poco aprecio por lahumanidad. Pero ahora veo que meequivocaba. Tú no eres la criatura quese dedica a transformar a la gente enanimales, ¿verdad? Eres su primeravíctima. Tú fuiste humano una vez, hacemucho tiempo.

—Lo fui —confirmó el monstruo amedia voz—. Quizá te cueste creerloahora, pero yo era un joven príncipevaliente, gentil y muy apuesto, si mepermites decirlo. Estaba enamorado eiba a casarme con la doncella más dulcey hermosa de todos los reinos. Pero

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entonces una horrible bruja, celosa demi felicidad y buena fortuna, me lanzóuna maldición: me transformó en unarepugnante bestia y petrificó a todos losque conocían mi verdadero aspecto,para que no pudiesen contárselo a nadie.Y me dijo que también convertiría enpiedra a cualquier persona a quien yomismo revelase mi auténtica naturaleza.

—Oh —murmuró Ren, palpándose elrostro con cierta alarma. Pero seguíasiendo de carne y hueso.

La Bestia lo contempló con ciertadesgana.

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—Lo has descubierto tú solo, no te lohe contado yo —le recordó—. Es asícomo funciona. La única forma deromper la maldición es que alguien seenamore de mí a pesar de mi aspecto,sin tener conocimiento de mi verdaderaidentidad. Como puedes imaginar, esimposible que tal cosa llegue a sucedernunca, y eso significa que seré unabestia para siempre.

—Hum… —murmuró Ren pensativo—. Nunca se sabe. Yo en tu lugar noperdería tan pronto la esperanza, amigomío. Cosas más raras se han visto.

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La Bestia bufó y sacudió la cabezacon escepticismo.

—Luego volveremos a ello —prometió el zorro—, pero por elmomento me gustaría que me contarasmás cosas sobre esa bruja que tehechizó.

La criatura se removió en su asiento,incómoda, y se encogió de hombros.

—No hay mucho que contar. Era unabruja, me hechizó, y hasta hoy nadie hasido capaz de romper la maldición. Noveo por qué debería interesarte ella,

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cuando es obvio que el problema lotengo yo.

Ren se echó hacia delante sobre susillón y miró a la Bestia con fijeza.

—Me interesa, amigo mío, porqueconozco a las brujas. A lo largo de mivida me he topado con muchas de ellasy, créeme, la mayoría no pasaban deenvenenar a la gente con brebajes deplantas tóxicas. Pero lo que hay en estecastillo es algo muy diferente. Es magiasorprendentemente poderosa. Ningunade las brujas que conozco sería capaz derealizar un conjuro como este, y mucho

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menos de mantenerlo activo durantetanto tiempo. —Sacudió la cabeza conperplejidad y cierta admiración—. Yaún le sobran energías para ir por ahítransformando a la gente en ranas.

La Bestia no dijo nada. El zorroprosiguió:

—Por otro lado, me llama la atenciónel hecho de que se ensañara tantocontigo. No se limitó a transformarte:también hechizó a todos tus allegados yte mantuvo vivo y consciente duranteaños en este castillo. Llevas tantotiempo convertido en bestia que a estas

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alturas ya deberías comportarte comotal.

—¿Qué quieres decir? —inquirió lacriatura con inquietud.

—Bueno, he observado que laspersonas a las que transforma enanimales acaban por olvidar que fueronhumanas alguna vez. Pero tú sigueslúcido —añadió, mirándolo consuspicacia—. Me pregunto por qué.

—No comprendo…—Sí lo comprendes. Fue algo

personal, ¿verdad? ¿Qué le hiciste a labruja? ¿Qué clase de agravio llevaría a

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una criatura tan poderosa a tomarsetantas molestias por un simple humano?

La Bestia resopló.—Estaba celosa, ya te lo he dicho.—¿De un humano?—De un humano extraordinario —

corrigió él con cierta petulancia—. Seenamoró de mí, pero yo la rechacé y ellano pudo soportarlo.

El zorro sacudió la cabeza, incrédulo.—¿Y cómo llegó a conocerte hasta

ese punto? ¿Qué llevaría a un jovenpríncipe a relacionarse tanestrechamente con una poderosa bruja?

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La Bestia bufó de nuevo, pero no dijonada. Ren suspiró y se levantó de unsalto.

—Bien, ha sido una velada muyagradable. Gracias por el té y por laconversación. Y ahora, si medisculpas…

—¿Te marchas ya? —preguntó elanfitrión muy alarmado.

—Si no tienes nada más quecontarme, sí, me temo que tendré quebuscar respuestas en otra parte.

—No, espera. —Tragó saliva e

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imploró—. Por favor, no te vayas. Hacíamucho tiempo que no hablaba con nadie.

—¿Me contarás lo que quiero saber?—¿Me ayudarás tú a romper la

maldición?—Bueno, si lo que pretendes es

seducirme para que me enamore de ti,debo decirte que no has empezado conbuen pie —observó Ren con acidez—.Además…

La Bestia dio un respingo.—¿Qué? ¡No me refería a eso! Dijiste

que has visto casos más extraños, ¿no es

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cierto? Y que no debo perder laesperanza.

Ren se quedó mirándolo. Ya no semostraba feroz, ni tampoco arrogante.Ahora, más que en ningún otro momento,le pareció exactamente lo que era: unmuchacho humano perdido ydesesperado.

—Está bien —suspiró, sentándose denuevo—. Mira, mi magia no puederomper el hechizo que pesa sobre estelugar. Si quieres que tenga algunaposibilidad de ayudarte, primero

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necesito entender a qué clase de poderte enfrentas. ¿Has comprendido?

La Bestia asintió con energía. Susojos se llenaron de lágrimas de alivio.

—No puedo contarte mucho enrealidad —empezó—. Sí, es cierto queconocía bien a la bruja. O eso pensaba.Resulta que ella tampoco era lo quedecía ser.

Ren entornó los ojos.—Explícate.—Bien, yo era un niño cuando la vi

por primera vez —rememoró la Bestia—. No me dijo que fuera una bruja,

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obviamente. Se presentó ante mí comomi hada madrina.

El zorro dio un respingo, pero no dijonada. La Bestia lo contempló unosinstantes y, al ver que su interlocutorpermanecía en silencio, continuó:

—Me prometió que me ayudaría aconvertirme en un héroe. Que junto aella alcanzaría fama y fortuna…

—… y la felicidad —murmuró Ren—. ¿Dijo eso?

—No lo recuerdo. Puede que lodijera, sí. ¿Cómo lo sabes?

—Porque es lo que buscan las hadas

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madrinas: la felicidad de sus ahijados.Pero no veo por qué razón un joven yapuesto príncipe podría necesitar unaración extra de fama, fortuna y felicidad.

La Bestia titubeó.—Yo…, bueno, no siempre fui un

príncipe. Nací en una familia humilde yquedé huérfano muy pronto, así que partíen busca de fortuna.

—Y corriste grandes aventuras, perocon la ayuda de tu hada madrinasorteaste todos los peligros, derrotaste atodos tus enemigos y liberaste el reinodel que hoy eres príncipe heredero… o

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lo serías, de no haber sido encantadopor la misma criatura que te sacó de lamiseria y te otorgó fama, fortuna yfelicidad.

—Fui yo quien consiguió todo eso —puntualizó la Bestia—. Ella me ayudó unpoco.

—Naturalmente —concedió Ren conuna media sonrisa—. Es lo que suelenhacer las hadas madrinas. Las deverdad, quiero decir. ¿Estás seguro deque la tuya era en realidad una bruja?

—Las hadas madrinas no convierten asus ahijados en monstruos.

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—No, eso es cierto. Pero, en esecaso, ¿por qué se molestaría en ayudartea triunfar?

—Porque estaba enamorada de mí, yate lo he dicho. Y no soportó la idea deque yo fuera a casarme con otra mujer.Es una criatura malvada y retorcida.

Ren no contestó. Parecía inmerso enprofundas reflexiones, y la Bestiaaguardó unos minutos antes de llamar denuevo su atención.

—Ya te he contado lo que queríassaber. Ahora dime cómo librarme de

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esta maldición…, por favor —añadióante la mirada de reproche del zorro.

—Como ya te he dicho, la magia de tubruja es muy poderosa —respondió—.La de las hadas madrinas lo es también,pero no hasta este punto. No más que lade los Ancestrales, en todo caso. —Seacarició la barbilla, pensativo—. Sigosin saber qué clase de criatura teencantó, pero tengo algunas ideas alrespecto. Sin embargo, y mientras nohaya otra manera de deshacer el hechizo,habrá que seguir sus normas.

—¿Qué quieres decir?

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—Que tendrás que conseguir quealguna joven especialmente lúcida seenamore de ti, mi estimado amigo.

La Bestia gruñó, enseñando todos losdientes.

—¿Y eso es todo? ¿Me estás diciendoque tú, oh, gran Ancestral, no puedeshacer nada más por mí? ¡No te creo!

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El zorro no se inmutó ante la ira delmonstruo.

—Bueno, quizá no puedas conseguirlosin ayuda —admitió—. Pero me temoque el plan que pensaba sugerirte noserá de tu agrado.

—¿Y bien? ¿Qué clase de plan esese?

—Iba a decirte que necesitas un hadamadrina.

La Bestia bramó y se levantó de suasiento con violencia.

—¡¿Acaso estás tratando de burlartede mí?!

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—Ni por asomo —respondió elzorro, y en esta ocasión hablabacompletamente en serio—. Un hadamadrina, una de verdad, utilizaría supoder para adecentar este castillo; paraque no parezca el cubil de un monstruoaterrador, sino la mágica morada de unser encantado. Jardines fragantes,lujosas estancias, exóticos banquetes…;todo ello para cautivar los sentidos decualquier posible visitante. Te ayudaríaa pulir tus modales y te brindaría susvaliosos y sabios consejos para quecualquier muchacha que se aventure

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hasta aquí no piense de ti lo quecualquiera pensaría en la actualidad…

—Que soy un monstruo —completó laBestia maquinalmente.

—No. Lo que queremos que piense deti es lo siguiente: «Si no vive como unmonstruo, no piensa como un monstruoni se comporta como un monstruo…, talvez no sea un monstruo en realidad».

Una chispa se encendió en el fondo dela mirada de la Bestia.

—Y así es como le dices al mundoque las cosas no son siempre lo queparecen —concluyó el Ancestral—. Que

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hay humanos que parecen monstruos, ymonstruos que parecen humanos; hadasque parecen brujas…, y brujas queparecen hadas —añadió, casi para símismo; alzó la cabeza y clavó en laBestia una mirada tan intensa que lacriatura se vio obligada a apartar lavista—. Y tú, ¿estás dispuesto ademostrar que no eres un monstruo pordentro? ¿O vas a seguir fingiendo que loeres?

No hablaron mucho más después de

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aquello. El zorro le prometió que leenviaría un hada madrina; una deverdad, y mucho más competente queaquella que lo había encantado. LaBestia lo invitó a pasar la noche en sucastillo, pero, de nuevo, Ren rechazó suoferta y anunció que quería partir deinmediato. Su anfitrión lo acompañó,por tanto, hasta la entrada.

Antes de marcharse, el zorro sevolvió de pronto hacia él, como si sehubiese acordado de algo importante.

—Oye, Bestia, ¿puedo hacerte unaúltima pregunta?

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—Adelante —respondió él con gestocansado.

—¿Qué fue de tu prometida? Yasabes, «la doncella más dulce y hermosade todos los reinos». ¿La petrificó labruja a ella también?

El monstruo suspiró con pesar y negócon la cabeza.

—No. Cuando la bruja me hechizó,acudí a ella para que rompiera lamaldición. Pero no le gustó mi nuevoaspecto. En fin, no es una historiaagradable de contar. Me rechazó,

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rompió nuestro compromiso y al final secasó con otro. Colorín, colorado.

—Vaya —murmuró Ren—. Lo sientomucho.

—No lo sientas. Es una de las pocascosas buenas que trajo consigo lamaldición: evitó que me casara con unamujer que no me amaba en realidad.

—Oh. Entiendo.Y no lo dijo por decir. Con aquella

última frase, de hecho, la Bestia le habíaofrecido sin saberlo la pieza que faltabaen aquel enigma.

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Magnolia percibió la presencia delzorro en su castillo desde el momento enque sus peludas patas traspasaron elumbral. Barajó la idea de expulsarlo deallí, pero lo pensó mejor. Probablementesus nuevos poderes le permitiríanenfrentarse a un Ancestral y salirvictoriosa, una hazaña que tiempo atrásno se habría atrevido a imaginarsiquiera; no obstante, tal vez fuera mejorno arriesgarse, pues, si bien su magiapodía compararse ahora a la del zorro,

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Magnolia era consciente de que nopodía superarlo en sabiduría y astucia.

Por otra parte, sentía curiosidad porsaber qué buscaba allí el Ancestral.Tenía algunas sospechas al respecto,pero no estaría de más confirmarlas.

Por esta razón permitió que el zorro

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recorriera su castillo sin interferir. Nodudaba de que su colección de espejosmágicos le llamaría particularmente laatención, pero ya qué importaba. LosAncestrales carecían de la avaricia delos humanos y no eran proclives aacumular objetos después de todo.

Lo esperó en una de las salasprincipales, junto al ventanal. El zorrose hizo de rogar —sin duda se estabatomando su tiempo para explorar todaslas estancias del castillo—, pero por finapareció. Mantenía su forma animal,pues los disfraces resultaban inútiles

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ante los seres sobrenaturales. Se detuvoen la entrada y le dirigió a Magnolia unamirada evaluadora. Ella sabía que yahabía llegado a la única conclusiónposible.

Se trataba de una bella muchacha deojos dorados y cabello rojo como elfuego. Vestía de forma sencilla peroelegante, y la capa que caía por suespalda, liviana y etérea como unacortina de lluvia, le otorgaba undeslumbrante toque de distinción.

—Cuánto tiempo sin verte, Ren —murmuró con una breve sonrisa—. Veo

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que conservas esa irritante costumbretuya de entrar sin llamar en hogaresajenos.

—Tal vez deberías instalar algún tipode campanilla junto a la puerta,Magnolia —respondió él sacudiendo lacabeza—. Así los visitantes podríanhacer notar su presencia, si fueranecesario. Pero no lo es en realidad, ¿noes cierto?

Ella sonrió de nuevo.—No, pero siempre resulta

conveniente mantener unas mínimasnormas de cortesía, ¿no te parece?

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—Te pido disculpas, pues; espero quecomprendas, de todos modos, que noestaba seguro de qué iba a encontraraquí… o a quién.

Ella alzó una ceja.—No me digas… ¿Tanto he cambiado

desde la última vez que nos vimos?De pronto, el manto que cubría su

espalda se irguió en todo su esplendor,revelándose como lo que era enrealidad: un par de alas transparentesque brillaban con la delicadeza de lastelarañas cubiertas de rocío a la luz delalba.

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Ren no se mostró impresionado.—No has cambiado nada, Magnolia

—decretó—. En apariencia. Pero uno nodebe creer siempre en lo que ve. Sifuera así, podría pensarse que no tienesmás de quince o dieciséis años, ¿no esverdad? Pero hace más de dos siglosque nos conocemos y, si la memoria nome falla, siempre has tenido el mismoaspecto.

Ella se encogió de hombros.—Soy un hada inmortal, al fin y al

cabo —respondió con cierta coquetería.—Naturalmente. Pero existen varias

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capas de realidad, como bien sabes.Pareces un hada con aspecto demuchacha, pero ¿lo eres de verdad?

Magnolia frunció levemente el ceño.—¿Qué quieres decir?Ren se sentó sobre sus cuartos

traseros y recogió su cola en torno aellos.

—Hay algo distinto en ti. Algo que nopuede apreciarse a simple vista. Unamagia muy antigua, oscura y poderosaque anida en tu interior, y que no estabaahí la última vez que nos vimos. Dime,¿qué has estado haciendo en las últimas

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décadas? ¿Es posible que tu aspecto dehada oculte en realidad… el corazón deuna bruja?

Magnolia titubeó por primera vez.—¿Es así como me llaman ahora? —

preguntó.—Es así como suelen llamar a las

criaturas de sexo femenino que sededican a transformar a las personas enanimales… o incluso en monstruos.

Ella le dio la espalda para mirar porel ventanal con fingida indiferencia.

—Ah, ya veo. Tú también hasvisitado a la Bestia.

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Ahora le tocó a Ren sorprenderse.—¿También?—Camelia vino a verme hace unos

días para hablarme de ese pobre bobo.Lleva años encerrado en su castillo,lamentándose de su desgracia, pero lashadas madrinas no han descubierto suexistencia hasta ahora. Debí imaginarque tú andabas detrás de esto.

—Estuve en el castillo de la Bestia, sí—respondió el zorro, más animado—. Yobservé que necesitaba con urgencia unhada madrina. Una competente, que lo

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ayudara a poner en orden sus asuntos ylo guiara en la dirección adecuada.

—Camelia es sin duda la mejoropción —opinó Magnolia en tononeutro.

—Sin duda —convino Ren—. Yambos sabemos que hará un buentrabajo. No obstante, la Bestia noopinaba igual. Me costó convencerlopara que aceptara, ¿y sabes por qué?Porque, según me explicó, ya contó conla ayuda de un hada madrina en elpasado.

Magnolia no dijo nada. Ren

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prosiguió:—Según su versión, lo ayudó a

alcanzar fama, fortuna y felicidad, ydespués de todo eso, tras alguna clasede malentendido…, lo hechizó paratransformarlo en la horrible Bestia queya conocemos.

—No des tantos rodeos, zorro. Yo fuiel hada madrina de la Bestia y loconvertí en lo que es ahora. Perosupongo que eso ya lo sabías, o de locontrario no habrías venido a visitarme.

Ren batió la cola y frunció el ceñocon cierto desconcierto.

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—No esperaba que lo admitieras contanta facilidad.

—¿Por qué no habría de hacerlo? Yde todos modos… ¿qué sentido tendríanegarlo? No creo que sospecharas denadie más.

—Bueno, la cólera de Dalia es yalegendaria —apuntó el zorro—, peronunca castiga a nadie que no lo merezca.Y me pareció que quizá la Bestia podríahaberse mostrado demasiado arroganteen algún momento, cuando era, ya sabes,«un joven príncipe valiente, gentil y muy

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apuesto» —recitó, imitando la voz delmonstruo.

Magnolia seguía dándole la espalda,pero Ren casi pudo entrever su sonrisa.

—Pero no fue ella, obviamente —prosiguió el zorro—. Pensé también enLila, porque tiene cierta tendencia ameter la pata…, pero lo de la Bestia nofue un error, sino una venganza cruel yretorcida.

—Sí —murmuró Magnolia, y por unmomento a Ren le pareció que hablabadesde el interior de un sueño—, eso fue,sin duda.

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—Orquídea nunca se arriesgaría ahacer cosas de brujas —siguióenumerando el Ancestral—, porqueentonces dejarían de invitarla a lasfiestas de los mortales. En cuanto a…

—No hace falta que sigas —cortóella—. Ya he dicho que fui yo. ¿Por quéinsistes?

—Porque hay dos cosas que aún nocomprendo, Magnolia. Ya hedescubierto quién…, pero me falta sabercómo y por qué.

Ella se encogió de hombros.—El cómo me lo reservaré para mí,

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si no te importa. Con respecto alporqué…, dime, ¿qué te contó la Bestia?

—Que te enamoraste de él y lohechizaste por celos. —Ren sacudió lacabeza, perplejo. Pero ella se volviópara mirarlo con una sonrisa preñada deamargura.

—Pues ahí tienes tu respuesta, zorro.—Esa no puede ser la verdadera

razón.—Eso mismo dijo Camelia cuando

vino a verme. Creo que todavía piensaque hechicé a la Bestia por error. —Puso los ojos en blanco con evidente

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irritación—. Como si todas fuésemos tantorpes como Lila.

—No dudo que hechizaste a la Bestiaa propósito y no por error. Pero mecuesta creer que lo hicieras por celos.

—Bueno, ya sabes, las hadas somoscriaturas volubles y caprichosas.

Ren no respondió. Se quedómirándola con fijeza, esperando. Peroella no añadió más.

—¿Es todo lo que tienes que decir?—No se me ocurre nada más, la

verdad.—¿No te importa que el mundo crea

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que eres una bruja?—¿Y por qué no?—¿Qué hay de la Bestia? ¿Romperás

su hechizo?—No podría, aunque quisiera, zorro.

Así que no voy a molestarme enintentarlo.

—¿Y qué pasa con los demás? ¿Contodos los humanos a los que hastransformado en animales?

—Es un simple pasatiempo. Despuésde todo, la eternidad termina siendo muyaburrida a la larga. Tú ya me entiendes.

El zorro resopló.

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—Soy diez veces más viejo que tú,pero nunca me he dedicado a hechizar alos mortales por diversión.

—Será que yo soy diez veces másimpaciente que tú. Y ya que hablamosdel tema, debo señalar que tu palabreríaempieza a irritarme. Así que ve al grano,Ren, y aclara ya de una vez si tienesintención de luchar contra mí o te vas alimitar a soltarme un sermón.

—¿Luchar contra ti? —El Ancestraldio unos pasos atrás y la miró con mayoratención—. ¿Ya das por sentado quesomos enemigos?

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—Obviamente, no has venido hastaaquí para aplaudir mis nuevosentretenimientos.

Ren entornó los ojos y retrocedió unpoco más sin quitarle la vista de encima.Magnolia no parecía agresiva, sino másbien desganada, como si no le importaseen el fondo la posibilidad de que elAncestral decidiese enfrentarse a ella alfin. Pero no debía confiarse. Aquelpoder desconocido que latía en elinterior del hada, o bruja, o lo que fuesela criatura en la que Magnolia se había

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convertido, lo invitaba a actuar conprudencia.

Sacudió la cabeza.—Hoy no, Magnolia —dijo por fin—.

Pero volveremos a encontrarnos algúndía.

—Sin duda —convino ella, con unacento divertido en su voz—. Dentro deun siglo, o tal vez dos.

«Espero no tardar tanto en descubrirqué está pasando exactamente», se dijoel zorro.

Dio media vuelta y salió de la

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estancia. Tras él, Magnolia no hizo elmenor movimiento.

Mientras recorría las galerías delcastillo, no dejaba de preguntarse sobrelos orígenes del nuevo poder deMagnolia. Las hadas madrinas erancapaces de obrar grandes prodigios,pero lo que ella estaba haciendo excedíalas capacidades de cualquier hada queRen hubiese conocido. Intuía, por otrolado, que aquella magia tenía raíces

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mucho más profundas, tal vez másantiguas que los mismos Ancestrales.

—Intrigado, ¿verdad? —graznó unavoz por encima de él.

Ren dio un respingo, sobresaltado, yalzó la cabeza. Desde el alfeizar de unventanal abierto, un cuervo lo observabacon unos ojos amarillos brillantes comofaroles en la noche.

El zorro se reprendió a sí mismo porhaber bajado la guardia y contempló alave con cautela. Lo identificó comoAncestral y se preguntó si estaría aliadocon Magnolia. Los cuervos eran

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notablemente inteligentes para tratarsede pájaros, pero algunos, por algunarazón que a Ren se le escapaba, tendíana sentirse atraídos por personajes deintenciones turbias.

—Quieres saber cómo y por qué se ha

producido la transformación del hada,¿no es cierto? —dijo el cuervo.

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—Admito que siento curiosidad —respondió el zorro—. ¿Vas a contármelotú?

El cuervo abrió el pico y ladeó lacabeza, como si se estuviese riendo deél.

—Tiene que ver con la Bestia —leconfió—. Fue por algo que sucedió hacetiempo entre los dos, pero ni él ni ellarevelarán los detalles jamás.

—¡Ajá! De modo que mienten cuandocuentan su versión de la historia. Ya losospechaba. ¿Y qué sucedió en realidad,pues?

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—¿Cómo voy a saberlo? Tampoco melo han contado a mí.

Ren entornó los ojos.—Entiendo. Gracias de todos modos,

amigo. Ahora, si me disculpas…—Pero hay una forma —graznó el

cuervo, atrapando de nuevo la atencióndel zorro—. Si sigues por este pasillo yluego tuerces a la derecha y atraviesasla segunda puerta a tu izquierda…,llegarás a una habitación en la que elhada guarda un espejo singular.

—Colecciona espejos singulares, porlo que he podido comprobar.

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—Oh, sí, tiene muchos, de grandes yvariados poderes. Pero este es el quebuscas: te mostrará todo lo que quierassaber. Incluso aquellos secretos que nohan sido revelados jamás.

El zorro inclinó la cabeza, pensativo.—Me cuesta creer que exista un

objeto con un poder semejante.—Tiene su contrapartida, por

supuesto…—Por supuesto. No podía ser de otra

manera.—Te desvelará la respuesta a

cualquier enigma —prosiguió el cuervo,

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ignorando la interrupción—, pero tújamás podrás compartirlo con nadie.

Ren sonrió.—Bueno. No me parece una

contrapartida tan terrible. ¿Qué mesucederá si lo hago?

El cuervo abrió más el pico. Sus ojoschispearon, y en esta ocasión el zorrotuvo la certeza de que se estaba riendode él.

—No lo entiendes, vulpino. No es unadecisión que puedas tomar. El espejo teda el conocimiento, pero tú no puedescompartirlo con nadie. No hay opción.

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—Seguro que no —murmuró Ren, sinembargo, estaba convencido de que lahabía. Siempre existía más de unaopción, porque para él todos loscaminos eran en realidad encrucijadas—. Gracias por la charla, amigocórvido. Y por compartir la información—añadió con un guiño pícaro.

El cuervo giró la cabeza para mirarlodesde el otro lado.

—Estás advertido —dijo solamente,antes de alzar el vuelo y perderse devista.

Ren no se dejó intimidar por las

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palabras del ave. Había decidido que nosaldría del castillo de Magnolia sinechar un vistazo a aquel espejo quecontenía la respuesta a todas laspreguntas.

Estaba colgado de la pared, de modoque tuvo que transformarse de nuevo enhumano para llegar a su altura. Locontempló unos instantes, pensativo. Asimple vista no parecía nadaextraordinario, pero podía percibir suinmenso poder. «Es lo que suele suceder

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con las personas y con los objetos másasombrosos —se dijo—. Nunca loparecen a simple vista.»

Inspiró hondo y preguntó al espejo ensilencio qué había sucedido entreMagnolia y la Bestia. Pero no se limitó aformular una única cuestión, comosolían hacer los mortales cuando seenfrentaban a artefactos similares, sinoque permitió también que todas susdudas al respecto afloraran al nivel mássuperficial de su conciencia: ¿de dóndeprocedía el nuevo poder de Magnolia?¿Cómo lo había obtenido? ¿Por qué

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había cambiado tanto su actitud hacialos humanos?

Lenta, muy lentamente, la imagen quereflejaba el espejo se fue difuminandohasta desaparecer por completo. Renaguardó, inmóvil como una estatua, conla paciencia de quien ha vivido cientosde años y sabe que aún le aguardan otrostantos más. Entonces, poco a poco, laniebla que se arremolinaba en lasprofundidades del espejo se fueaclarando. Prestó atención a la historiaque se desarrollaba ante sus ojos.

El espejo le mostró imágenes de

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Magnolia y un muchacho humano quedebía de ser la Bestia antes de sumetamorfosis. El tiempo no parecíahaber pasado por el hada, pero Rendetectó un cambio sutil en su mirada: sí,allí estaba la ilusión de las hadasmadrinas, el motivo por el cualdedicaban sus vidas a los mortales:porque estaban convencidas de que sumagia podía ayudar a crear un mundomejor para todos. Era el brillo que otrashadas aún conservaban, pero que sehabía desvanecido en los ojos doradosde la nueva Magnolia. Siguió

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observando, aguardando el momento enque se había producido aquella sutiltransformación.

Todo sucedió ante sus ojos tal y como

ellos le habían contado: un chico deorigen humilde, un hada madrina, unviaje en busca de aventuras, peligrossuperados, monstruos vencidos.Contempló por fin cómo el joven héroe

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derrotaba a un gigante que causabaestragos en un reino cuya soberana habíaenviudado convenientemente sin hijos yque había anunciado, por tanto, queaquel que matase al monstruo heredaríala Corona.

Después apareció ella: «La doncellamás dulce y hermosa de todos losreinos». El nuevo príncipe heredero lacortejó, ella respondió positivamente, supadre decidió que él era un buen partidoy dio su permiso para el enlace. Todoparecía ir bien.

Por lo general, este era el momento en

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que las hadas madrinas, cumplida ya sumisión, se retiraban discretamente de lavida de sus ahijados. Ren estudió conatención las reacciones de Magnolia.Había notado que sentía un cariñoespecial hacia su ahijado, pero no leparecía ni mucho menos una pasióndestructora. Tampoco manifestabaninguna animadversión hacia la jovenprincesa que iba a casarse con él.

Y entonces, la víspera de la boda, elpríncipe llamó a su hada madrina, muyangustiado.

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Magnolia apareció ante él, radiantecomo de costumbre, y le sonrió. Pero elmuchacho le dirigió una mirada cargadade sufrimiento.

—¿Qué sucede? —preguntó el hada,inquieta—. ¿Ha ocurrido algo?

Él sacudió la cabeza.—¿Se trata de Casilda? —preguntó

ella, cada vez más alarmada—. ¿Seencuentra bien?

—Sí, pero…—¿Ha cambiado de idea? ¿Ya no

quiere casarse?

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—Sí quiere casarse…, o al menos esodice.

Magnolia suspiró.—¿Aún tienes dudas acerca de sus

verdaderos sentimientos? Esto ya lohemos hablado: si no te quisiera deverdad, no habría aceptado casarsecontigo.

—Eso no es cierto. Podría casarseconmigo por muchos otros motivos.Porque soy un príncipe heredero, porejemplo.

—Ella también es princesa.—Pero mi reino es mucho más grande

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e importante que el suyo. Además, yosoy apuesto y valiente. Un gran héroe.Un buen partido.

—Ah, ya veo —murmuró el hada conuna media sonrisa—. Y entonces ¿cuáles el problema?

El joven se miró las manos, desolado.—¿Me querría igual si me hubiese

conocido hace unos años, cuando era unpobre aldeano muerto de hambre?

—Es poco probable que vuestroscaminos se hubiesen cruzado entonces,así que considérate afortunado porqueos hayáis conocido justo ahora.

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Pero él seguía sacudiendo la cabeza.—No, no, no. Si nos hubiésemos

conocido entonces y ella hubieseaceptado casarse conmigo, habríasabido que se trata de amor verdadero.Pero ahora no soy más que unmatrimonio conveniente, hada madrina.¿No lo entiendes?

Ella se quedó mirándolo, atónita.—¿Me estás diciendo que te

arrepientes de todo lo que hemos hecho?¿Que habrías preferido quedarte en tualdea, no ser un héroe ni heredar unreino? Porque podemos deshacerlo, si

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así lo deseas —añadió, alzando lavarita.

Parecía muy molesta, pero su ahijadono dudó que podía devolverlo a sumiserable condición original a pesar detodo.

—No —la detuvo—. He estadopensando en ello. Si yo no fuesepríncipe y ella se enamorara de míigualmente, su padre no le permitiríacasarse conmigo.

—En efecto, eso sería un problema —reconoció ella, bajando de nuevo lavarita.

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—Así que debo mantener mi posición—prosiguió él—. Pero también hepensado en todo lo que he hecho parallegar hasta aquí. Los bandidos, la brujadel bosque, el monstruo del lago, elgigante… —enumeró—. He luchadomucho para ser digno de llegar a pedirsu mano. En cambio, ella no ha hechonada.

Magnolia entornó los ojos.—¿Qué quieres decir? Te ha dicho

que te ama. Ha aceptado casarsecontigo.

—Eso también lo he hecho yo. Y

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muchas cosas más.—¿Estás insinuando que Casilda

también debería superar alguna especiede prueba? ¿Como convertir la paja enoro, pasar un año entero sin pronunciarpalabra o algo así?

—No exactamente. Pero, según latradición, los héroes debemos salvar alas doncellas de monstruos yencantamientos para probar nuestrovalor y nuestro amor hacia ellas. ¿Y siella me salvase a mí por una vez?

—¿De un encantamiento, quieresdecir?

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—¡Sí! —El joven se mostraba cadavez más entusiasmado ante su idea—.Imagínate que yo estuviese bajo unterrible hechizo…, uno que solo pudieseromper alguien que me amase de verdad.

El hada comenzaba a asustarse.—¿Qué clase de hechizo?—Uno que me transformase hasta el

punto de que dejase de ser «un buenpartido», pero con matices. No puedodejar de ser un príncipe heredero,entiéndeme; tengo que pensar en mifuturo. Pero, si me transformases enalguien distinto…, alguien de quien ella

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pudiera avergonzarse, sabría si me amade verdad o si solo me acepta porque leresulto conveniente para su posiciónsocial.

Magnolia sacudía la cabeza, perpleja.—¿En serio pretendes que te hechice?

¿Yo?—¿Y quién si no? Eres mi hada

madrina.—Sí, y mi misión consiste en ayudarte

a conseguir fama, fortuna y felicidad.¿De verdad pretendes que sabotee todoel trabajo que he hecho hasta ahora?

—¿Por qué no? Si ella me ama, el

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hechizo se romperá sin problemas. Si nome ama, me habrás salvado de vivir unamentira el resto de mi vida…

Ella suspiró.—Mira, sé que te avergüenzas de tus

orígenes humildes…—¡Yo no me avergüenzo!—Entonces ¿por qué le has contado a

todo el mundo que eres hijo de un rey detierras lejanas? —El muchacho norespondió—. Puedo entender tu miedo alrechazo, pero someter a tu prometida auna prueba como esa el día antes de laboda…

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—Está bien. —El príncipe le dirigióuna fría mirada—. Si tú no vas ahechizarme, encontraré a alguien que lohaga.

El hada lo contempló con angustia.—No puedes estar hablando en serio.

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—¿Te parece que me tomaría a bromami felicidad y mi futuro junto al amor demi vida?

—Si tanto la amas, ¿por qué noconfías en ella?

Pero él bufó y sacudió la cabeza.—Ya veo que me equivoqué contigo

—observó—. Siento haberte hechoperder el tiempo, madrina. Iré a ver aldiablo que habita en el pantano del sur.Quizá él sí quiera ayudarme.

—Te pedirá tu alma a cambio delhechizo.

—Correré el riesgo, ya que tú

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prefieres mantenerte al margen.—¿Qué dices? Mira, yo… ni siquiera

estoy segura de poder llevar a cabo unencantamiento como el que me pides.

—No te creo. Te conozco y sé queposees grandes poderes.

—Podría hechizarte, sí, pero seríasolo una ilusión. Y yo no sería capaz decondicionar la duración del hechizo alos sentimientos de otra persona. Agestos y acciones, tal vez: volverías aser tú si alguien te besara, por ejemplo,pero…

—No, no —cortó él—. Un beso lo

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puede dar cualquiera. Tiene que ser unaprueba de amor verdadero.

Magnolia dejó caer las alas, abatida.—Me temo que algo así está muy por

encima de mis capacidades.—Entonces no me dejas otra opción

que ir a ver al diablo…—No, espera —lo detuvo ella.

Inspiró hondo antes de proseguir—. Haydeterminadas acciones… que requierenel uso de un poder excepcional. Sepuede hacer, pero siempre hay que daralgo a cambio.

—Muy bien. ¿De qué se trata?

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¿Dinero, joyas…?Ella negó con la cabeza.—Los objetos materiales no sirven

para comprar una magia tan poderosa.Tiene que ser algo mucho más valioso,equivalente al poder que necesitasemplear.

—Nunca había oído que la magia secomprara. Se tiene o no se tiene. Aveces se puede aprender, ¿no es así?

—Pero habrás oído contar historiasantiguas sobre tratos entre sereshumanos y criaturas sobrenaturales. El

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humano obtiene grandes poderes…siempre a cambio de algo.

El príncipe asintió lentamente.—Creo que sé de qué hablas.—Estos pactos invocan leyes mucho

más antiguas que tú y que yo. Y tambiénmás poderosas. Por esta razón hacemucho tiempo que nadie recurre a ellos.No solo por el precio que hay que pagar,sino también porque te cambianradicalmente, de un modo que no puedescontrolar. Y tal vez para siempre.

—Yo no quiero cambiar hasta esepunto —se apresuró a aclarar el joven.

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—Entonces tendré que cambiar yo —declaró Magnolia tras un instante desilencio.

Alzó el rostro hacia su ahijado, tanseria de pronto que por primera vez éldetectó en sus ojos la huella de las másde doscientas primaveras que habíancontemplado.

—Aún estás a tiempo de cambiar deidea —le advirtió el hada—. Olvidaesta locura, cásate mañana con Casilda ysé feliz.

—No puedo —respondió él—. Si nohago la prueba, me quedaré con la duda,

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¿comprendes? Pasaré el resto de mi vidapreguntándome si ella me ama deverdad…

—Ese es el problema —cortóMagnolia—: si necesitas someterla aprueba, quizá no dudes solo de sussentimientos por ti, sino de los tuyospropios.

—No trates de enredarme, madrina.Vas a hechizarme, ¿sí o no?

—Los poderes que debo invocar nodeben tomarse a la ligera. Lascondiciones del encantamiento podríanser cadenas que te aten para toda la

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eternidad y que nos condenen a los dos.Si Casilda no consigue romper elhechizo, se convertirá en una maldición.

—Si me ama, romperá el hechizo. Ysi no me ama, todo lo demás me daigual.

—Eso es lo que dices ahora —respondió el hada con una cansadasonrisa—. Muy bien: cumpliré tupetición, si es lo que deseas de verdad.Solo espero que Casilda esté a la altura.

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Al otro lado del espejo, Ren contempló,sobrecogido, cómo Magnolia invocabapoderes milenarios que llevaban muchotiempo dormidos. Cómo su propiamagia, alimentada por aquellas fuerzasantiguas, se volvía más y más poderosay salvaje. Cómo la propia Magnoliaperdía el control sobre ella y trataba de

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retenerla, horrorizada, mientras seabatía sobre su ahijado.

El zorro lo vio gritar de terror cuandola magia del hada lo envolvió y lotransformó en la Bestia que era ahora.Lo observó mientras se miraba al espejoy pronunciaba desesperado las palabrasque se clavarían como dagas en elcorazón de Magnolia y lo harían sangrarel resto de su vida:

—¿Qué me has hecho, bruja?Ren movió la cabeza con tristeza.—Un Pacto de la Vieja Sangre —

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murmuró—. Magnolia, Magnolia, ¿cómopudiste?

Porque el hechizo resultó sertremendamente eficaz. El castillo cayóbajo un poderoso encantamiento, demodo que todas las personas queconocían la verdad sobre el príncipe,que lo vieron aullar con desesperacióndurante sus primeros momentos comoBestia, se convirtieron en mudasestatuas de piedra. De este modo, nadiepudo advertir a Casilda sobre lo que ibaa encontrar ante el altar la mañana de suboda.

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Como era de esperar, no reconoció asu prometido bajo los rasgos de aquellaespantosa Bestia. Chilló aterrorizada, yla criatura no tuvo más remedio queescapar corriendo cuando los invitadosque no habían huido ante su presenciatrataron de darle caza.

Finalmente, la Bestia, sumida en unprofundo pozo de desesperación, seencerró en su castillo encantado einvocó a su hada madrina. Se postró asus pies, suplicante, pero ella no fuecapaz de devolverlo a su estadooriginal.

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—¿Qué voy a hacer ahora? —sollozóla Bestia.

—Me temo que no puedo ayudarte —respondió Magnolia con ciertaindiferencia; había algo nuevo en sumirada, un brillo feroz y salvaje quedelataba el nuevo poder que poseíaahora, y que pugnaba por ser desatado—. Tienes exactamente lo que pediste:una prueba de valor. A partir de ahoraserás capaz de discernir por ti mismo siuna mujer te ama de verdad. Cuandoalguna manifieste algún tipo de

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sentimiento por ti, mírate al espejo ycomprobarás si miente.

Pero la Bestia, intuyendo en suspalabras algún tipo de burla cruel,arrojó al suelo con violencia el espejode mano que ella le ofrecía. Magnoliacontempló los fragmentos rotos con unaenigmática sonrisa en los labios.

—¡No te rías de mí! —aulló la Bestia—. ¡Tú, bruja, me has engañado!

Ella alzó una ceja.—Oh, ¿de veras? Dime, ¿acaso

alguna de mis advertencias ha resultadoser mentira, después de todo?

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—Me dijiste que yo no cambiaría.Que ibas a cambiar tú.

—Y era cierto. Tú no has cambiado.Yo, sí.

La Bestia gruñó.—Te burlas cruelmente de mí, bruja.

Me has convertido en un horriblemonstruo, pero tú sigues siendo joven yhermosa.

Magnolia suspiró.—¿Ves?, ese es el problema. Si

hubieses cambiado de verdad, seríascapaz de ver más allá de lasapariencias. Te muestras como un

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horrible monstruo, es cierto; pero pordentro sigues siendo un príncipeególatra y orgulloso. Yo, por elcontrario, nunca más seré un hadamadrina, aunque lo parezca.

—En tal caso, hubiese preferidocambiar a tu manera.

—No lo creo, Bestia. Tú aún puedesaprender y madurar. Si lo consigues, talvez un día llegue hasta aquí alguien quevalore tu esfuerzo y te ame por lo queeres en realidad, y no por lo queaparentas…, tal y como deseabas.

La Bestia dejó escapar un resoplido

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escéptico.—En cambio para mí ya no hay vuelta

atrás —prosiguió ella—. Tengo unpoder que no deseaba, y ya no puedohacer otra cosa que seguir utilizándolopara la tarea para la que lo invoqué. Soyyo la que se ha transformado parasiempre, Bestia. Lo tuyo, en cambio,puede ser transitorio. De ti depende quesean meses, años… o siglos.

La Bestia se arrojó sobre ella confuria, con la intención de hacerlapedazos entre sus nuevas y poderosaszarpas. Pero ella desapareció de allí, y

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su amarga carcajada reverberó por uninstante antes de abandonar a su antiguoahijado a su suerte en un castillofantasma… quizá para toda la eternidad.

Ren se separó del espejo, mareado.Aquella historia era mucho máscompleja de lo que había sospechado enun principio. Cierto, Magnolia era unabruja, y había sido corrompida por unpoder que había reclamado para atenderal deseo de su ahijado más querido.

Mientras recorría el castillo a toda

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prisa, aún aturdido, no podía dejar depensar en lo que ello implicaba. ¿Hastadónde debían llegar las hadas madrinasa la hora de acceder a las peticiones desus protegidos? ¿Hasta qué punto eranpoderosas las leyes de aquella magiaantigua que permitía —a un alto precio,eso sí— urdir encantamientos tancomplejos como el que aprisionaba a laBestia? ¿Había alguna manera de liberaral príncipe de su maldición? ¿Existía laposibilidad de que Magnolia volviese aser la de antes, o estaba condenada aseguir hechizando a los mortales? ¿Lo

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hacía por despecho o porque no eracapaz de controlar aquel nuevo poder?¿Tenía razón, y el suyo era un cambioverdaderamente irreversible?

Eran demasiadas preguntas, y Ren fueconsciente de pronto de que no podríaresolverlas solo. «He de consultarlo conlas hadas, y también con otrosAncestrales», se dijo.

Recordó entonces la advertencia delcuervo: «Jamás podrás compartirlo connadie», había dicho.

El zorro sacudió la cabeza con ciertoescepticismo. Había consultado el

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espejo y este le había revelado lo quequería saber, sin consecuenciasaparentes.

—No me he vuelto mudo de repente—dijo en voz alta, solo paracomprobarlo.

«Pájaro alarmista», pensó con unasonrisa de suficiencia.

Visitaría primero a Camelia, dado queella se iba a ocupar del caso de laBestia. Sin duda ella debía estar al tantode…

Se detuvo de pronto, desconcertado,justo cuando traspasaba el umbral del

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castillo. Había perdido el hilo de suspensamientos.

Tenía que contarle algo a Camelia,recapituló. Sacudió la cabeza. Noconseguía recordar de qué se trataba. Seencogió de hombros: no debía de serimportante, concluyó.

Se volvió un momento paracontemplar la fachada del castillo deMagnolia y chasqueó la lengua condisgusto. Aún no conseguía entendercómo era posible que un hada madrinahubiese traicionado a su ahijado de lamanera en que lo había hecho, pero ya

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encontraría el modo de detenerla en elfuturo, en cuanto lograse averiguar cuálera la fuente de su poder.

Se transformó de nuevo en zorro y sealejó de allí, batiendo la cola tras él.

En su memoria se había borrado todorastro de la historia que habíacontemplado en el espejo, por lo que elcuervo no había estado tandesencaminado después de todo: jamáspodría contársela a nadie, puesto quenunca volvería a recordarla.

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Varios meses después, Ren encontró unhueco en su ocupada agenda parapasarse de nuevo por el castillo de laBestia. Se detuvo ante la cancela ycontempló apreciativamente los cambiosque había experimentado el lugar desdeque la varita de Camelia intervenía enlos asuntos de su propietario. La fachadalucía limpia y sin manchas de musgo; eljardín, libre ahora de estatuasinquietantes y mantenido con un cuidadoy un gusto exquisitos, no tenía nada queenvidiar a los de los palacios másrefinados.

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Sin duda, aquel lugar sería capaz deatraer ahora la atención de cualquierjovencita avispada y lo bastante curiosacomo para atreverse a traspasar suspuertas. Pero aquella parte era la mássencilla. Ahora, la Bestia debíaaprender a comportarse con amabilidady educación para no espantar a lasposibles candidatas. Así, tal vez undía…

Ren sacudió la cabeza. Bueno,parecía difícil que alguien pudieseenamorarse de un monstruo peludo,gruñón y colmilludo como aquel. Pero el

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Ancestral había vivido mucho tiempo yhabía visto cosas mucho más extrañas,sin duda.

Introdujo una mano entre los barrotesde la verja para tomar entre sus dedosuna rosa espléndida y fragante. Aspirósu aroma con satisfacción.

«Rosales —se dijo—. Quedanestupendamente en toda clase dejardines.»

Pero entonces dio un respingo, apartóla mano y se la contempló con sorpresa:una gota de sangre coloreaba la yema desu dedo anular. Observó la rosa con

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cierto reproche, pero no era culpa suyaen realidad.

Después de todo, aquel jardín eraobra de Camelia y, por alguna razón quea Ren se le escapaba, ella siempretendía a exagerar un poco con lasespinas.

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I —¡Fuerte, patalea fuerte! ¡Ahora los

brazos! ¡Uno, dos, uno, dos,unodosunodos!

Y la niñita, seguía las instruccionesdadas a voz en cuello por su madre, que

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la miraba desde el otro lado de lapequeña laguna.

Pataleaba y movía frenéticamente losbrazos para no hundirse en el aguaturbia.

Tenía que aprender a nadar.Por fuerza, aunque no sabía bien por

qué.Florinda la llevaba todas las tardes

de la mano y la obligaba a cruzar cinco,seis, siete veces ese trecho de seis osiete metros, luego la secaba con unasábana raída con estampado dediminutos elefantes. Y algunas veces,

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para premiar su esfuerzo, le ponía en laboca un dulce de fresa, mientras lapequeña temblaba y sonreíasimultáneamente.

En El Cajón, su barrio en Yuscarán, a

sesenta y ocho kilómetros de la capital,Tegucigalpa, nunca hubo piscinas, solotierra gris que se levantaba furiosamenteen las tardes de viento y dejaba a todos

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empolvados de la cabeza a los pies. Losclubes deportivos eran cosa de ricos.Nadar era cosa de ricos, como jugar algolf o al tenis, o montar a caballo, ocomer en un restaurante.

Anabella aprendió primero a barrer, aponer tortillas de maíz sobre el comal enel fuego, a lavar la ropa en unapalangana y luego tenderla al sol, detrásde la casita de ladrillo de una planta,con techo de lámina, para que no sellenara de polvo. Y luego, por esainsistencia materna que a los vecinosparecía ridícula, a nadar como un pez.

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—¿La quieres llevar a las olimpiadas,mujer? —decía la vecina, sonriendoagriamente cada vez que regresaban dela laguna.

—Eso, a las olimpiadas —respondíaFlorinda, tomando con fuerza la mano dela niña, que levantaba un poco de polvocon sus chancletas rosas de plásticollenas de grietas.

El día que cumplió siete años recibióun traje de baño comprado en elmercadillo de la barriada, un pocousado, pero limpio. Y una rosa de

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plástico. De tallo verde brillante ypétalos de raso rojos como la sangre.

—No somos pobres, somos dignos —repetía como un sonsonete Florinda a suhija todas las noches frente al plato defrijoles y arroz, que allí se llama«casamiento», y que a veces llevaba untrozo de cerdo o de gallina, aunque lamayor parte del tiempo, no.

Y parecería que Dignidad fuese unadama de buenas costumbres que vivieraentre las dos, en ese cuarto con una solacama, un velador, una diminuta mesa yun anafre de leña, una imagen de la

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Virgen con su vela eternamenteencendida y una caja de madera queguardaba sus escasas pertenencias.

Florinda limpiaba casas ajenas en unbarrio de clase media de la capital, a lasque llegaba después de un viaje de doshoras en un destartalado autobús. Por lomenos tres casas al día. Y lo que ganabaera cambiado rigurosamente, cadaviernes, por dólares que escondía en unalata enterrada en una esquina de supropia casa.

Solo se quedaba con un poco de

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dinero para comprar comida, ropa parala niña y cuadernos de la escuela.

El que fuera padre de Anabelladesapareció de su vida el mismo día enque se enteró de que ella estabaembarazada. Exactamente igual que unconejo desaparece en la chistera de unmago. Y jamás lo volvieron a ver. Nisiquiera se repite en esa casa, desde quese marchó, su maldito nombre.

Albañil regular, y pésima pareja, fueel que levantó las cuatro paredes deladrillo donde hoy habitan. No le diotiempo de poner el techo, por eso están

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las láminas que por lo menos lasprotegen del inclemente sol del verano yde las lluvias constantes y recias quecaen en estas latitudes durante todo elaño y sin previo aviso. El hombretampoco supo cómo poner ventanas, asíque el cuarto con pretensiones de casaera lo más parecido a un horno para pan.

Anabella se llama así por una muñecaque una tarde vio Florinda en elescaparate de una juguetería del centro.Una muñeca rubia y de ojos azules conun vestido de gasas trasparentes, comouna princesa. Pero su hija no tenía ni el

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pelo rubio ni los ojos azules, ni tampocoun traje de gasas, y no sería nunca unaprincesa.

Y a pesar de ello, o tal vez por ello,para luchar a contracorriente contra losdesignios de la economía y la distinciónde clases, así la llamaba constantemente.Princesa.

La muñeca desapareció de losescaparates en una sola temporada,parece ser que no fue del gusto de lasniñas hondureñas que rápidamente lacambiaron por otra. Pero por lo menosquedaría el nombre, para siempre, en su

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hija, una Ana-bella, una joya, un regalo,un motivo para vivir. Una llave paraabrir la puerta del futuro.

Si el mundo se había puesto contraellas, ellas lucharían contra el mundo.

Florinda exigía buenas notas en elcolegio. Quería que la niña supieraescribir y leer como ningún otrohabitante de El Cajón, que forjara así undestino que estaba, aparentemente,reservado para otros, los que teníandinero y contactos y maneras de evadirla justicia.

Hasta entonces, quien nacía en El

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Cajón acababa siendo enterrado en sucementerio. Y todos lo sabían. Exceptolos muy pocos que habían conseguidollegar hasta los Estados Unidossorteando cientos de peligros. Esos eranlos héroes de la barriada, los quelograron vencer la adversidad y de losque nunca se supo más nada. Exceptoque, según algunos, vivían de lujo alotro lado de la frontera y teníancamionetas y lavadoras eléctricas encasa.

Anabella se tomaba muy en serio lasclases y regresaba todos los meses con

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una sonrisa de oreja a oreja y una boletade calificaciones con un diez redondomarcado en rojo debajo de donde decíapromedio.

Eso y nadar eran sus dos únicasmaneras de olvidar la tierra gris, y elhumo del comal, y el cuarto sinventanas, y las ratas que paseaban porencima de las láminas todas las noches.

Por fin se atrevió a preguntar:—¿Para qué vamos a nadar todos los

días?—Para que no te ahogues al cruzar el

Bravo.

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Y no se atrevió a seguir preguntando.Porque el Bravo, por lo menos enHonduras, es el que se enoja, y noquería saber quién era ese señor.

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Dejaba Florinda todos los días a laniña en la escuela a las seis de lamañana, aunque no abrían hasta lasocho, para poder tomar el autobús que lallevaba a la ciudad. El portero, donHerminio, la dejaba estar en la pequeñabiblioteca hasta la hora en que quitabael pesado candado de la puerta de lacalle y una algarabía de gritos y carrerasllenaba todo el lugar.

Y esas dos horas, a la luz de losmortecinos amaneceres que desplieganuna tímida luz pálida, Anabella leía.

Cuentos de piratas, de ogros, de

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brujas, de princesas encerradas en uncastillo esperando a ser rescatadas.

Y soñaba que algún día ella, tambiénprincesa, aunque nadie lo supiera, seríasacada del hoyo donde vivía y llevadasobre un caballo blanco a una torrereluciente de departamentos, en lacapital.

O mejor aún, a Los Ángeles. Dondehablaban en inglés y comían tres vecesal día, y pagaban en dólares y todostenían carros enormes y relucientesaparatos que tocaban cumbias y

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merengues y rancheras a todo volumen,todo el bendito día.

Pero primero había que saber nadarcomo una sirena y escribir y leer comouna maestra, luego aprender inglés, perohabía tiempo de sobra.

Por ahora le bastaba y sobraba conser la única princesa del pueblo.

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II Huele a orín de gato y de persona.Un tufo impresionante que te atenaza

las narices y que se te pega en la piel, y

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que sigues oliendo durante días, aunqueya no huela.

Por eso muchos prefieren viajar en laparte de arriba, al aire libre. Mucho máspeligroso y frío, pero sin olores deescándalo como ese.

Algunos se amarran con una cuerda,un trozo de plástico o una camiseta viejaa los hierros que sobresalen de lostechos. Saben que quedarse dormidos ycaer significa invariablemente la muerte.O quedar tullidos para siempre. Sin unbrazo, una pierna, o paralíticos por elgolpe en la espalda. Te puede tirar una

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rama, otro pasajero al revolverse en unsueño inquieto y lleno de pesadillas opuedes ser empujado a propósito.

A lo largo de las vías y durante todoel camino hay hombres y mujeres quesolo miran pasar el tren. Ya no puedensubirse, perdieron su única oportunidady ahora vagan de aquí para allá,viviendo de la caridad de los que vieronsu ascenso y su caída. No hay vueltaatrás.

Hay muchas versiones de lo que durael viaje.

Unos dicen que son ciento seis horas

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sin parar. Otros que veintiséis días,algunos hablan de más, dicen que elviaje es eterno, como el castigo de loscondenados a las llamas del infierno porsus pecados. Otros no lo logran nunca.

Lo cierto es que va desde Tenosique,en Tabasco, hasta Nogales, en Sonora.Recorre un país entero, México. Dos milseiscientos kilómetros.

Una pesadilla para lograr un sueño.El infierno para llegar al cielo

prometido.Anabella se sujeta fuertemente del

barrote de metal al que va amarrada con

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un trozo de cordel. Esto apenascomienza. Cruzó la frontera conGuatemala hace seis días, después desalir de Tegucigalpa en un autobús, yahora en plena madrugada siente el airefrío de la noche a lomos del tren que sebambolea y cruje, y huele a orín de gatosy personas. Tiene dieciséis años reciéncumplidos y va vestida como hombre.Lleva una mochila con un par decamisetas, unos jeans, una navaja demuelle, un libro y una rosa de plástico.

Entre las bragas, pegados con cinta

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adhesiva, los cinco mil dólares que lecostará llegar al otro lado.

Viaja con otros muchos en el trenmaldito, el caballo de Troya, el convoyde la muerte.

Pero nadie lo llama así.Todos lo conocen como La Bestia.

III

La primera vez que Anabella vio con sus

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propios ojos un cuento de hadas impresotenía once años.

En el patio de la escuela públicaRubén Darío, bajo un sol de justicia, un10 de septiembre, durante lascelebraciones del día del Niño, viosobre el escenario improvisado cómouna compañía de muy jóvenes actoresescenificaban la historia de una pequeñaque llegaba a la casa de tres ositos yque, con total desfachatez, se sentaba ensus sillas, se comía su sopa y seacostaba en sus camas. Lo mismo que aella le hubiera encantado hacer, con

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enorme cinismo, en la casa de cualquierrico de Tegucigalpa.

Lo conocía porque lo había leído en

la biblioteca, pero se quedó prendada delos rizos falsos y rubios de la actrizprincipal, que, a pesar de ser una mujer,

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hablaba como una niña consentida ycaprichosa.

Ella, por el contrario, tenía el pelonegro, lacio, largo. Florinda le pasabaun peine diez, doce veces todas lasmañanas para desenredarlo, y luego lehacía una trenza gruesa que terminaba enun listón rojo brillante hecho moño. Y sihubiera hablado caprichosamente comola tal Ricitos de Oro en su casa, sehubiese llevado una zurra.

Ese día les dieron dulces y regalostraídos desde la capital. A los niños,

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coches de plástico, y a las niñas,muñecas del mismo material.

Hubo una competencia para ver quiéncantaba mejor el himno nacional. Seisgrupos de diez integrantes cada uno. Sinmúsica, «a cappella», dijo el profesorRamírez. Y ganaron los de quinto B. Quese desgañitaron con las últimas estrofasy, a pesar de ello, lo hicieron mejor quenadie.

Por guardar ese emblemadivino,marcharemos, ¡oh, patria!,

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a la muerte;generosa será nuestrasuertesi morimos pensando en tuamor.Defendiendo tu santabanderay en tus pliegues gloriososcubiertos,serán muchos, Honduras,tus muertos,pero todos caerán conhonor.

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A ellos les ofrecieron como premiouna mochila para cada uno, con lápicesde colores, cuadernos y un libroilustrado con cuentos clásicos.

No tuvo Anabella que esforzarsemucho para cambiar su muñeca por ellibro. La niña que se lo dio sonreíacomo si se quitara un peso de encima.

Lo apretó contra su pecho como sifuera un auténtico tesoro. Allí dentroestaba otro mundo, lugares imposibles,historias de amor y de venganza, depersonas que lograban sus objetivos yluchaban contra monstruos.

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El himno nacional le resultaba, por lomenos al final, un poco incomprensible.¿Morir con honor? Eso no sucedía nuncaen El Cajón. Se podía morir decuchillada o de bala disparada pormareros, esas pandillas que habíancomenzado en El Salvador y quedespués de pasar por Los Ángeles seafincaran en toda Centroamérica,convirtiéndola en territorio sin ley.

Se podía morir de enfermedadestontas como una diarrea, o atropelladopor un auto manejado por borrachos, ode tétanos, o hasta de una diabetes mal

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cuidada. Pero honorablemente no semoría nadie.

Excepto tal vez doña Ricarda, laseñora que en el mercado vendía lopoquísimo que sobraba de su huerta, yque estuvo en su misma esquina, sentadaen el suelo, desde siempre. Ella murió,según le dicen, el día que cumplió cienaños, de viejita, cuentan. Dormida comoun pájaro en medio de una tempestad depisadas alrededor.

No se dieron cuenta hasta el díasiguiente, cuando un perro le meóencima. Pensaban que estaba dormida.

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Anabella no se había enfermadonunca. A pesar de que la laguna dondenadaba se veía verde y nadie se atrevíaa introducirse en sus aguas, excepto talvez para llenar un par de cubos con losque regar las plantas.

—Son unos ignorantes —pontificaba,sabihonda, Florinda—. Los líquenes nomatan a nadie, por lo contrario, hacenaire.

«Hacer aire», como lo llamaba, era supeculiar manera de decir quetransformaban el bióxido de carbono enoxígeno.

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Eso se lo aclaró a Anabella lamaestra Otilia en una clase de biología.

Desde entonces, cada vez que la niñase lanzaba de panza hacia el agua,pensaba que ayudaba, de alguna forma, aque los demás tuvieran más aire pararespirar. No solo se enfrentaría comouna valiente al temido Bravo, sino que,además, contribuía con cada brazada adespertar a los famosos líquenes, que elresto del tiempo languidecían bajo el solapaciblemente.

Sumergía, pues, la cabeza Anabella,la princesa encerrada en El Cajón, bajo

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las turbias aguas y pedía al cielo que leenviara pronto a cualquier príncipe,como los que salían en el libro decuentos, a rescatarla, montado en sucaballo blanco.

Para llevarla a un castillo reluciente,situado en lo más alto de la colina deHollywood.

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IV

—A La Bestia no hay que tenerlemiedo, sino pánico. No puedes jugar conél, o ella, no se sabe su sexo. No puedesburlarte. No puedes pretender más de loque quiera darte. No es tu amigo, ninunca lo será. Si te descuidas, te come,te digiere, te escupe. Y ya nunca jamásvolverás a ser el mismo. Si te acaricia,es porque quiere hundirte las garras enla piel. Si te acerca la boca, es porquequiere desgarrarte con los colmillos. Si

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te ronda por las noches y no te dejadormir, como ronda la muerte con sualiento pestilente, estás condenado parasiempre.

Anabella comía un plato de sopainstantánea fría a un lado de la vía, yescuchaba atentamente, entre sorbo ysorbo, lo que decía el viejo sentado a sulado, que hablaba mientras desmigabaun trozo de pan y se lo lanzaba a lasratas que salían de entre los durmientescon rapidez inaudita, para desaparecersegundos después con sus pequeñaspresas en la boca.

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Él fue el que le puso el plato deplástico entre las manos. El tren se habíadetenido. Estaba apagado. Muerto.

Oyó decir que por lo menos tendríanque pasar la noche allí. Y tener muchocuidado con los agentes de migraciónmexicanos que hacían redadasamparados en las sombras para robar alos que intentaban cruzar su territorio.Redadas para asaltarlos, para venderlosa los narcotraficantes, para convertirlosen desaparecidos. El infierno, pues. Ysolo era el principio.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el

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viejo de pronto, dándole un codazo a esemuchachito al que la ropa le quedabagrande y que llevaba una gorra caladacomo un casco de guerra.

—Martín —respondió la chicaengrosando la voz.

—Martín ¿qué? Tendrás un apellido,como todos —insistió el hombre.

—Martín Zavala. Hondureño.—¿Pa dónde vas?—Al otro lado.—Eso lo sé. ¿Adónde al otro lado?—Los Ángeles —contestó la chica-

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chico, apurando los restos de la sopa ybajando la cabeza.

—Pues vas por el caminoequivocado.

El viejo se llamaba Eulalio,salvadoreño. Tenía tantas arrugas en lacara que no se podía saber a cienciacierta su edad: setenta, mil, dos milaños. Se cayó del tren en Tabasco y allíse quedó para siempre, en ese lugar que,según él, estaba tan lejos de Dios ytambién de los Estados Unidos.

Tenía una pequeña parcela junto a lasvías y allí plantaba maíz, chiles, frijoles,

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lo que podía. Se rompió la cadera yandaba penosamente con un par demuletas. Cuando el tren se detenía aveces, se acercaba a los otros que comoél se subieron a La Bestia buscando elsueño americano. Les ofrecía sopa, pan,lo que tenía, esperando a cambiohistorias.

—¿Cómo que equivocado? —preguntó Anabella, abriendo muygrandes los ojos.

—El tren va para Nogales, en Sonora,frontera con Arizona. Los Ángeles es

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California. Novecientos kilómetros entreuno y otro…

—¿Entonces?—Llegas a Nogales, cruzas el

desierto y de allí hasta California.—¿Y el río?

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—¿Qué río?—El Bravo…—No cruzas el río. Cruzas el

desierto.Nadando desde los cuatro años para

cruzar un río poderoso que no había quecruzar. Se le salió una lágrima. Y luegocomenzó a reírse a carcajadas.

—No llores, niña. Se puede cruzar eldesierto, solo que hay que tener muchocuidado.

—No soy niña, me llamo Martín.—Y yo soy Simón Bolívar.Era el primer hombre con el que

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hablaba y se había dado cuenta de queera una hembra en menos de cincominutos. El disfraz no servía, igual quelas clases de natación, paraabsolutamente nada.

Miles de kilómetros en tren y luego undesierto. ¿No habría un sueño máscercano que pudiera soñar?

—¿Vienes sola? —preguntó el viejo.Y la cabeza de Anabella se llenó de

alarmas de colores y de silbatos deprecaución. Ya le habían advertido cienveces que no podía confiar en nadie, nisiquiera en su propia sombra.

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—No. Vengo con mis hermanos.—¿Y dónde están? Si se puede saber.—Fueron a buscar posada para pasar

la noche. El tren no sale hasta mañana.—Si bien les va. Una vez se

rompieron las vías y estuvo ahí parado,como un dinosaurio prehistórico, seisdías con sus noches.

Anabella no lo quiso contrariardiciéndole que todos los dinosaurioseran prehistóricos, que sí era niña, queperdió tres cuartas partes de su vidanadando todas las tardes, que venía sola

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y que ochocientos kilómetros más y undesierto no estaban en sus planes.

—Te puedes quedar en mi casita.Anabella lo dudó un instante, intentó

mirar más allá de esos ojitos ratoniles,iguales a los que se asomaban entre losraíles y que la miraban desde un telar dearrugas. Intentaba descubrir malasintenciones en la propuesta.

—Con mi mujer y mis dos hijas —aclaró rápidamente el viejo.

—¿Y cuánto me va a costar?—Que nos mandes una postal desde

Los Ángeles. Solo para saber que

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llegaste bien, sana y salva. Unamuchachita como tú no debería hacer elviaje sola. Hay arroz, frijoles, plátanos.Vas a estar segura.

—No estoy sola —insistió.Tenía su libro de cuentos y una rosa

de plástico, una navaja de muelle, unaesperanza que se desvanecía como unagota de pintura en el agua. Y tambiéncinco mil dólares escondidos en loscalzones.

Cinco mil dólares que le habíancostado la vida a Florinda.

Se levantó y siguió al viejo hacia el

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caserío que se divisaba a unosdoscientos metros, entre la selva. Unsolitario poste de luz en medio de lanada.

—Gracias. ¿Cómo se llama?—Ismael. Llámame Ismael.

V

Cuando Aurelio apareció en su traje azulen mitad del patio de la escuela, con esacorbata roja de diminutos lunares

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blancos, Anabella sintió que el mundose abría bajo sus pies. Una electricidadle recorrió el cuerpo y las nubes (que nohabía) le taparon los ojos.

Recitó el muchacho, esa alucinacióntropical, un poema de Rubén Darío(igual que el nombre de la escuela),después de soplar dos veces almicrófono como todo un profesional.

Si existiera el amor a primera vista,este tal vez sería un caso de estudio.

Anabella, con solo doce años ymedio, y un cuerpo que empezaba adesarrollarse a fuerza de naturaleza y

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arroz con frijoles, se sintió transportadaa otro universo, uno mejor, como el quesalía en los cuentos de hadas y donde, sihabía maldad, era neutralizada por lasfuerzas mágicas del bien, que, a la larga,triunfaban a pesar de los pesares.

Aurelio entró en su clase. Se sentó enel pupitre de al lado. A la semanaescasa, el muchacho, que venía de lacapital y había aprendido modos menospueblerinos que los que en El Cajón seestilaban ya le había pedido que fuera sunovia, e incluso la besó junto a esosbebederos que habían puesto en una

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esquina del viejo edificio, hacía ya dosadministraciones municipales, y que nohabían funcionado nunca.

Las noticias en el pueblo corren másrápido que un atleta jamaiquino. Esamisma tarde ya la esperaba Florinda enla puerta de la casita con una chancletaverde fosforescente en la mano.

Las nalgas le dolieron tres días, peroel beso, que le supo a chicle americanoy a algodón de azúcar, no lo olvidaría elresto de su vida.

Su madre pensaba que un novio, a suentender, era solo «una perdedera de

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tiempo», o peor, «una fábrica de hacerhijos». Más tranquila, le explicó aAnabella, a la luz de un pequeño candily mientras fuera de la cabaña sonaba elintermitente coro de los grillos, cómolas relaciones en el pueblo acababansiempre mal, con muchachasdespechadas y preñadas llorando por lascalles.

Y ese no era el destino que habíaplaneado para su hija. Era otro, másluminoso. En un lugar donde lossemáforos funcionaban en sincronía ylas tiendas tenían aparadores

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majestuosos donde uno podía comprartodas las cosas de las que hasta ahorasolo habían oído hablar.

Un lugar donde el esfuerzo erapremiado en dólares y en el que sepodía, en muy poco tiempo, vivir unavida más cómoda y más digna. Un lugarque no habían visto nunca, pero del quetodos decían que era una suerte desucursal del paraíso.

Y Anabella la oía sin escucharla.Como cuando ponen en el cine debarriada, sobre una sábana blanca a unlado de la iglesia, esas películas

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taiwanesas sin subtítulos que solocomprendes porque pasa algo cuandopasa. El resto, un galimatíasincomprensible.

Ella tenía la cabeza en otro lado. Enlos labios de Aurelio, la corbata deAurelio, las manos morenas de Aurelio,las pestañas enormes de Aurelio.

—¿Me estás oyendo, niña deldemonio?

—Sí —dijo desganadamente la mejornadadora de El Cajón. La únicanadadora de El Cajón.

—¿Quieres más chancleta?

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Allí, salió de su ensoñación, frente aesa palabra mágica.

—No. Ma. Te escucho.—Pues escucha bien. Si te embarazas,

te mato, lo mato y me mato.—¿Pa qué tanta matadera? No va a

pasar nada.—Más te vale… No quiero que lo

vuelvas a ver.—Pero si va a la escuela, a mi clase.

Lo tengo que ver por fuerzas —dijoAnabella, inocente.

—Vas a la escuela, pero no lo ves.Como si fuera invisible. ¿De acuerdo?

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—De acuerdo…Pero eso resultó imposible. Cómo

diablos no verlo si todos los díasllegaba con las manos llenas de floressilvestres, de poemas recortados de lapágina de cultura del periódico, dedulces de piña y coco, de piedras decolores…

—Eres invisible —le dijo en unrecreo Anabella.

—Soy negro. No puedo ser invisible—respondió Aurelio riéndose.

—Si ves a mi madre, corre hacia elotro lado.

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—Si, como dices, soy invisible, nopodrá verme.

—Ella lo ve todo. Hasta lo invisible.Tú corre…

Pasaban el día tomados de la mano, apesar de los reglazos dados por lamaestra de historia cada vez que teníaque atravesar el pasillo. Se soltaban yen cuanto ella les daba la espalda,volvían a entrelazar las manos. Parecíanuna pareja de viejos que llevaran juntosuna eternidad. Como si se hubiesenconocido en otras vidas y el destino lospusiera, así, como si nada, en el mismo

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pueblo, la misma escuela, la mismaclase, el mismo mundo.

Mano a mano.Dicen que el primer amor nunca se

olvida, y por lo menos los habitantes deese lugar perdido tardarían muchasgeneraciones en hacerlo.

Los dos suspiraban por las calles, ylas calles de polvo gris iban levantandopolvaredas, y hasta remolinos a su paso,que podían verse desde los cerrosvecinos.

Era uno de esos amores sinpretensiones ni dobleces, tan verdadero

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que no llevaba en él ni una sola pizca demaldad.

Él hubiera dado la vida por ella. Yviceversa.

Y Florinda husmeaba por todos losrincones del pueblo, en los recovecos delas callejuelas más oscuras, en losbancos de la parte de atrás de la iglesia,en las sillas del cine al aire libre, en lastiendas de techo de asbesto dondevendían cocos rallados con sal y limón,chancleta en mano, intentando preservarla virtud de su única hija, la sirena del

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pueblo, su princesa, a la que le teníaprometido un futuro luminoso.

Pero lo que no sabía era que esavirtud no estaba en juego.

Los muchachos eran de unaingenuidad sorprendente en los tiemposviolentos que corren en el mundo. Setenían uno al otro y pasaban horasenteras contándose películas, historiasde amor, sueños y también pesadillas,haciendo con las palabras un tejido decomplicidad indestructible.

Y también se besaban, ¡claro que sí!

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A la menor provocación y al primerdescuido de los que estaban cerca.

Besos rápidos y silenciosos, deterciopelo, de guanábana, de sellar conellos, uno a uno, un pacto que nonecesitaba sangre ni lágrimas, tan solola confirmación de que se amaban.Punto.

Y no tardaron en empezar lashabladurías. «Pueblo chico, infiernogrande», dicen los que saben de esascosas del amor y de las envidias, y queno pueden soportar la felicidad de losotros, porque los otros son el enemigo.

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Habladurías sin sentido y sin razón quevan como serpientes metiéndose en lascasas y asustando a los ingenuos, a losignorantes, a los que no tienen nada quehacer en la vida más que meter lasnarices en los asuntos ajenos.

Ya habían pasado dos años deromance. Anabella tenía catorce yAurelio, dieciséis. Dos niños que sevolvieron de golpe y porrazo unosjóvenes adultos que seguían cortandoflores en las veredas y jurándose uno alotro que la vida solo tendría sentidoestando juntos.

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Los padres de él, pescadores de lacosta, habían heredado una casita debarro a las afueras del pueblo y pasadode las redes al arado y el maíz. Guapos,fuertes, negros orgullosos de su raza yde su origen, gente de bien que trabajabade sol a sol y criaba a sus dos hijos enla certidumbre de la modestia y lahonradez.

«Como en un cuento de hadas —pensaba Anabella—. Hasta un pococursi, como debe ser.» Tanto era así quese había olvidado por completo de LosÁngeles y los rascacielos y las

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hamburguesas que la esperaban al otrolado del señor Bravo.

Se veía a sí misma como dueña yseñora de una parcela cerca de lacolina, con ovejas y gallinas y niñoscorreteando y jugando a las escondidas.

Pero el destino es un bicho malo quemuerde sin previo aviso y al descuido.

Y corrieron como corre el agua en unbarco con la quilla rota las habladuríasen el pueblo: que si eran, esa familia denegros, de una tribu de brujos de laAmazonia, que si hacían ritualespaganos y degollaban gallinas por las

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noches, que si tenían embrujada a la hijade Florinda, que si esto y que si aquello.

El caso es que no podían soportar quefueran guapos, que trabajaran comoburros, que ahorraran lo que ganaban delos excedentes de cosecha y que luegovendieran en la plaza, que pudieran irvestidos como «ricos» a la iglesia losdomingos, que se rieran y cantaranmientras araban la tierra.

Tal vez eso era lo peor de todo. Quefueran felices en un pueblo donde todos,por designio divino, debían ser por

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fuerza los seres más infelices de laTierra.

Una medianoche sin luna, de golpe yporrazo, las campanas de la iglesiacomenzaron a tocar con tal fuerza yurgencia que parecía el anuncio del findel mundo.

Reunidos en la plaza, salidos de lassombras, los habitantes de El Cajón,muchos en camisón, algunossemidesnudos, otros abrochándose elcinturón mientras andaban torpemente,supieron la noticia.

La casa de los negros se quemaba.

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Anabella no esperó a saber más.Corrió enloquecida, descalza,

enterrándose en las plantas de los piestodos los guijarros puntiagudos deCentroamérica, hacia donde unresplandor maldito iluminaba el antesapacible paraje.

Una vaca ardía de pie, mugiendolastimeramente, sin saber qué hacerfrente a ese suplicio.

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Anabella le arrebató la pistola delcinto a un policía municipal que mirabapetrificado esa representación delmismísimo averno. Se acercó al pobreanimal sin dudarlo y le pegó un tiro en lacabeza, acabando de una vez con susufrimiento.

No se podía hacer otra cosa exceptover el cruel espectáculo. Tan solo fuegoy ruinas alrededor. Ya no se reconocía lacasita que antes se levantaba allí, conmacetas de flores en las ventanas y uncorralito donde ahora solo quedaban los

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restos humeantes e irreconocibles de unmontón de pollos calcinados.

En El Cajón no había bomberos. Y

con excepción de unos cuantos vecinosque tiraban frenéticas cubetas de aguasobre las llamas, los demás no movíanun dedo. Pero eso sí, se santiguaban yrezaban en voz alta.

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Anabella intentó entrar a los restos dela casa, pero un par de manos fuertes selo impidieron enérgicamente: su madre,que le habló al oído, con suavidad,como cuando le contaba cuentos paradormir.

—No hay nada que hacer, princesa.Déjalo así.

—¡Ellos lo hicieron, mamá! —contestó rabiosa la muchacha, mirandoalrededor.

Florinda le tapó la boca con una manoáspera de tanto barrer y fregar y cocinaren casas ajenas.

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—No digas nada. Calla. Chisss…—¡Los mataron! ¡Los quemaron!

¡Como si fueran animales! ¡Peor queanimales!

Florinda la arrastró por las callesmientras Anabella seguía gritando yculpando al pueblo entero.

Sangrando por los pies, con la miradaextraviada, llena de odio, la joven sequedó dormida en el regazo de sumadre, en una esquina del cuarto sinventanas. Con la rosa de plástico en lasmanos.

Las pesquisas policiales no pudieron

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determinar el número de muertos quehubo esa noche en la casita de la colina.Pero eran más de tres, como dijo elgordo sargento que mandaron desde laprefectura municipal.

Y, oficialmente, todo se debió a un«terrible accidente» que incluso salió enlos diarios sensacionalistas de lacapital.

Pero Anabella sabía que había sidoprovocado.

Todos lo sabían y callaban como ratasarrinconadas por un tigre.

Aurelio estaba muerto, el amor de su

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vida convertido en polvo.No habría más flores, ni besos de

algodón de azúcar, ni historias contadasen susurros, ni misas con coro, ni cocosrallados con limón, ni películas, niatardeceres rojos, ni poemas de RubénDarío…

En ese incendio también murió ella.Lo sabía de cierto. Con una certezaamarga y dolorosa.

Como deben de ser amargos loscaprichos de los dioses.

Y decidió dos cosas.Dejar de hablarles a todos, excepto a

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Florinda. Y comenzar a rumiar, desde elamanecer siguiente a la tragedia, lavenganza.

VI

El tren avanza lento, con un traqueteodesesperante. La chica podría bajarse, irpor una gaseosa helada a uno de lostenderetes del camino y volverse a subirsin problema. Pero si nadie lo hace, ella

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no lo hace. Imita en todo a los que sabencómo viajar a los lomos de La Bestia.

—Son las lluvias —dice una mujerque lleva una pañoleta del Real Madridatada a la cabeza y que muerde unmango verde mientras mira a ningunaparte.

—¿Cómo que las lluvias? —preguntaAnabella en su papel de machito,poniendo dura la voz.

—Hay tramos en que el agua aflojalas vías, y si va demasiado rápido,descarrila. Ya ha pasado más de unavez. Agárrese al fierro.

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De haber sabido todo lo que podríapasar y que nadie le dijo, hubiesebuscado otra forma de cruzar ese paísenorme que se llama México y que esverde y caliente y peligroso.

Se agarra al fierro. Hay que estaratento y despierto. Si ese animalinmenso descarrila, hay que saltarmientras lo hace, no antes, no después.Al momento en que empiece a ladearse,hay que tomar impulso y saltar hacia losárboles, al puente, a donde sea. Y rezarpara caer sano y salvo.

Hay pandillas que asaltan y violan y

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matan durante el camino. Las famosasmaras. Son los dueños y señores de lasvías y de los vagones cargados conproductos químicos que también puedenprovocar la muerte. Pero comparten elterritorio con los narcos, las muchaspolicías que hay en México, los tratantesde blancas, los agentes de migración.

Nadie sabe cuáles son peores y máscrueles, hay tantas versiones comohistorias contadas acerca de cientos decosas espeluznantes que suceden duranteel camino.

Y también hay gente buena y decente y

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honorable.Ya están llegando a Orizaba, poco

menos de la mitad de la ruta. Seencuentra en el estado de Veracruz. Allí,mientras el tren pasa a toda velocidadbajando una pendiente, un grupo demujeres del pueblo al que todo el mundollama Las Patronas, arriesgando susvidas, se acercan al tren y ponen en lasmanos de los que van arriba y se atrevenbolsas con arroz, huevos, frijoles, pan, yotras bolsas más llenas de agua.

Esas mujeres son un ejemplo desolidaridad. Salvan, con ese gesto

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pequeño y a la vez enorme, decenas devidas todos los días. Merecen el cielo.

Muchos de los pollos (así llaman a

los migrantes) pasan días sin comer nibeber. No quieren bajarse de La Bestia.Por más inseguro que sea, es bastantemenos que andar a pie por esos caminos.

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Anabella recibió una bolsa con arrozy otra de pan dulce. Pan que sabe avainilla y que nunca había visto.

Está recién hecho. Cuando estiró elbrazo para recibir las bolsas, notófugazmente la sonrisa enorme de unamuchachita morena, no mayor que ellamisma. Escuchó que le gritó: «¡Suerte!».

Un ángel vestido con mandil.Algún día volverá a ese sitio para

abrazarla y decirle que ese pan que ledio sabía a gloria.

En el mismo vagón donde se hainstalado, más bien en el techo del

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vagón, al que llama dentro de su cabeza«el dormitorio», viaja la señora delReal Madrid con un niño de doce años;son, como ella, de Honduras, perotambién hay dos peones mexicanos, unnicaragüense y tres muchachas deGuatemala.

La Organización de las NacionesUnidas. Pero desorganizados.

Y también un chico que no se quita lagorra de los Yankees de Nueva York. Nohabla con nadie. Viaja en una esquina,apartado de todos, come en silencio yviaja en silencio. Siempre lleva el torso

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y los brazos cubiertos, a pesar del calor.En un descuido, cuando recogieron lacomida de Las Patronas, Anabella pudoverle bien la cara. Bajo el ojo izquierdotiene un pequeño tatuaje de una lágrima.Sabe lo que significa y tiembla alpensarlo.

Es un marero. La lágrima indica queya cobró su primera vida.

Él la observa de arriba abajo y esamirada feroz la desnuda; tiene lasensación de que sabe su secreto.

Anabella mira hacia el campo duranteun rato, asustada, y cuando vuelve a

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posar los ojos hacia ese lado del techodel vagón, el tipo está allí, escrutándolacomo si fuera un trozo de jamón puestoen una vitrina.

Empieza a anochecer. Ya no puedeverle la cara ni el tatuaje de la lágrima;es una sombra. El marero enciende uncigarrillo. Un punto naranja que seenciende y se apaga durante largo rato.Una señal de que está en el infierno, yesa breve luz indica la puerta deentrada.

En su pueblo no había maras, pero enTegucigalpa sí. Los de la Mara 18. Tal

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vez la más sanguinaria. Para entrar a lapandilla tienes que recibir una golpizapropinada por todos los miembrossimultáneamente. No todos lo aguantan.

Y luego han de matar a alguien. Y asíte ganas la lágrima.

Una lágrima por muchas otras quellorarán familias enteras. Todos hablande Irak y de Siria, pero no saben queesta parte del mundo está en guerradesde hace mucho tiempo.

Anabella recibe una sacudida de fríoen la espalda. Es el miedo.

Y todavía falta mucho miedo por

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recorrer.Cientos de kilómetros de miedo.

VII

—Agotamiento extremo —dijo eljoven médico de la clínica rural despuésde mirar el fondo de los ojos deFlorinda—. También anemia perniciosa.Y una probable insuficiencia renal.

Anabella miraba el calendario de lapequeña clínica que mostraba una

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ternera con su cría. Al día siguientecumpliría dieciséis años. Todo eso quedecía el médico, excepto lo delagotamiento, sonaba absolutamenteincomprensible.

—Tenemos que ir a un hospital deverdad —dijo la muchacha resuelta—.A la capital.

—No tenemos dinero.—Tenemos. Está la lata de los

dólares.—Eso no se toca. Es para el viaje.—Si te mueres, no habrá viaje, mamá.Y era como hablar con una niña que

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no quisiera prestar el juguete queacababa de recibir. Florinda hacía unamueca de disgusto mientras caminabasobre la tierra gris. Si uno se lopropusiera y abriera bien los oídos,podría oír cómo su cabeza ibafuncionando mientras andaba.

—¿Vamos a nadar? —dijo la madrede repente, como si se le hubieseocurrido la mejor de las ideas delmundo.

—¿No oíste lo que dijo el médico?Agotamiento extremo. Tienes quedescansar.

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—Todos los pobres estamos cansadossiempre. ¿Qué más da otro día? Además,hoy es sábado. Vamos al río.

Siempre iban a la laguna. Desde elincendio no habían vuelto a acercarse ala plaza, ni a misa, ni al mercado.Anabella ni siquiera iba a clases,estudiaba en casa. A la sombra de unmango frondoso. Y presentaba losexámenes cada fin de semestre, sindirigirle la palabra a nadie, pasando sinproblema.

Ya había ejecutado su venganza.Todas las noches, en sus sueños, iba

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quemando una a una las casas de losvecinos que le habían arrebatado alamor de su vida. No podría hacerlo enla realidad, no era como ellos, jamássería como ellos. Se sentaba, leía yesperaba el momento en que pudieranirse por fin de ese sitio maldito.

Pasaron a la casita por el traje debaño de Anabella. Ir a nadar significabaque nadaría ella mientras su madre laaplaudía, así había sido siempre.

Rodearon el pueblo para no tener queverles las caras a los asesinos. Una

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vuelta larga. Florinda respirabapenosamente y arrastraba los pies.

—¿Estás bien? —preguntabapreocupada su hija.

—Estoy bien —repetía una y otra vezla mujer, que estaba blanca como unahoja de papel.

La tomó de la mano y sonrió comopocas veces en su vida.

El río Choluteca no era como debíaser el famoso Bravo del que tanto habíaoído hablar Anabella durante toda suvida, pero era un río que corría con

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fuerza suficiente para sacar aquí y alládestellos blancos de corriente.

Fueron lo más lejos posible y seinstalaron bajo la sombra de un arrayánenorme.

El traje de baño era nuevo. Delmismo color que el de las nadadorasolímpicas, con un par de tirantes y unrayo rojo que bajaba por los costados.Su regalo de cumpleaños anticipado.

Se tiró un clavado perfecto desde unapiedra y nadó vigorosamente de un ladoa otro en el agua fría, mirando de vez en

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cuando hacia la orilla donde su madreaplaudía.

—¡Venga, sirena! Otra vez.Levantando más los brazos. Mete lacabeza, respira cada dos brazadas.

En otra vida, si las cosas no hubieransalido tan mal como les salieron a esepar de mujeres valientes, Florindahabría podido ser entrenadora y nosirvienta.

Anabella nadó y nadó. Sintiendo elagua recorriéndole el cuerpo.

En algún momento dejó de oír a sumadre.

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Enfiló hacia la orilla.La vio dormida plácidamente bajo el

árbol, sentada con los brazosentrelazados en el regazo.

Lo supo inmediatamente.Florinda tenía al morir tan solo

cuarenta y dos años. Se sentó junto aella después de secarse minuciosamentecon la sábana raída. Le tomó la mano yjuntas recibieron los últimos rayos desol de la tarde.

Al día siguiente, el día de su dieciséiscumpleaños, Anabella enterró a sumadre en el panteón municipal, el cura

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lanzó agua bendita sobre el discretocajón de pino en el que se entierra a lospobres.

Se fue a la casucha, se cortó el pelocasi a rape con unas tijeras, se puso eljean raído, una camiseta de hombre, lagorra de visera, desenterró la lata de losdólares y luego echó queroseno sobrelas láminas del techo, con paciencia ytambién con desasosiego.

Con la mochila que llevaba antes a laescuela al hombro, conteniendo el libro,la flor de plástico, tres mudas ligeras,

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una chamarra y la navaja, sintió elcrepitar del fuego a sus espaldas.

Al norte. A cruzar nadando el Bravo.No le tenía miedo.

Ella podía, sola, soñar el sueño de lasdos.

¿Quién dijo que las princesas teníanque esperar a ser rescatadas?

¿Quién dijo que las princesas erancobardes?

¿Quién dijo que las princesaslloraban?

¿Quién dijo que las princesas nopodían domar a La Bestia?

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VIII

Comenzó a llover. El diluvio universal.Una cortina de agua densa impedía vermás allá de un palmo de terreno. Caladahasta los huesos, trató, como los otros,de entrar a uno de los vagones. Bajó conmucho cuidado por las escalerillaslaterales mientras el agua y el viento leazotaban la cara. Y las ramas delcamino, a pesar de ir lento, le azotaban

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la espalda. Un par de veces estuvo apunto de caer. Le dolían las manos y lamochila, con sus escasas pertenencias,pesaba como un fardo lleno de piedras,como si dentro llevara todas las penasdel mundo. Y las penas, cuando semojan, todo el mundo lo sabe, pesan eltriple.

Como pudo, logró llegar a una de laspuertas del vagón, agarrándose con lasuñas a los resquicios de la madera. Lacaída sería sin duda fatal; pero nopensaba en ello, solo vislumbraba aunos metros, como una meta olímpica, la

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posibilidad de un lugar seco dondepudiera sentarse sin que las agujas delaire le cruzaran la cara.

Pero estaba cerrada con candado.Subir de nuevo no era una opción.

Como pudo, como una araña pegada a lapared, jugándose la vida ante el posiblemanotazo final de la tormenta, fuedeslizándose por la pared del vagón,hacia el siguiente carro. En esosinstantes se le olvidó que llevaba dosdías sin comer, que el sol le habíareventado los labios, que le dolían

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lugares del cuerpo que hasta entonces nosabía siquiera que existían.

Avanzó como pudo, soportando eltraqueteo constante de las ruedas,sintiendo cómo las astillas de maderadel vagón se le clavaban en las manos,hasta un agujero de madera podrida. Y,como una anguila, se deslizó dentro delcarro, sosteniendo el aire dentro delcuerpo, haciéndose pequeña, comoGulliver, como Alicia, como el viento.

Y cayó dentro, en la oscuridad. Sobrelas tablas húmedas. Y respiró hondo,profundo, como si saliera de las

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profundidades del mar, como si fuera laprimera vez en la vida que respiraba. Ledolían la cadera y las manos, como sicientos de agujas diminutas se lehubieran clavado en ellas.

La tromba, ametrallando el techo delvagón, no dejaba oír ninguna otra cosa,ni siquiera sus más profundospensamientos.

Se arrastró como pudo hasta unaesquina y rezó, con todos los rezos quehabía aprendido desde niña, para queamainara la tormenta, para que no le

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pasara nada, para que todos pudieranllegar a su destino.

Olía a pis de personas y de gatos,como el resto de La Bestia. Como hueleel mal.

Ya lo había aprendido después demuchos días en el vientre de ese terribleanimal que se come crudas a laspersonas. Y no veía más allá de un parde dedos. La oscuridad era también, aveces, una aliada poderosa de suenemigo.

Aferró la mochila en su regazo yaguzó lo más que pudo el oído para

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intentar saber si estaba sola en esehueco.

Durante un buen rato tan solo el caerde la lluvia y el vaivén del tren fueronsu única compañía en ese vagón queparecía estar cerrado a cal y canto.

Pero al otro extremo de donde seencontraba, de repente vio unaminúscula luz, un destello. Y luego unpunto rojizo que se encendíaintermitentemente.

¡Alguien estaba fumando!Y el punto de luz se acercaba poco a

poco hacia su esquina. Sacó como pudo

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la navaja de muelle de la mochila y laabrió con un chasquido.

Entonces oyó la voz. Como si salierade un hueco profundo.

—¿Vienes solo, compadre?Una vez más engrosó su propia voz

todo lo que pudo. Era cuestión de vida omuerte.

—No. Arriba están mis camaradas.—¿Quieres un cigarrillo? —dijo el

punto de luz, acercándose.—No fumo. ¡Hágase para su lugar! —

ordenó lo más marcialmente que pudo.Quería sonar como si fuera un hombre

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curtido en estos menesteres. Y advirtió—: ¡Vengo armado!

El punto se detuvo a unos cuantosmetros.

Y tranquilamente, como si fuera eldueño del tren, o del universo entero, lerespondió:

—Mi lugar es aquí. Usted se metió sinpermiso. Nadie lo invitó…

Había amenaza en esa voz. Unaamenaza queda y concluyente. Como unleón que le habla a un ratón imbécil quesin querer se hubiera metido en susdominios.

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Apretó fuertemente la navaja en lamano y esperó.

Lo que tuviera que suceder, sucedería.

IX

La llegada hasta la frontera deGuatemala fue pan comido.

Caminó junto con otros que hacían lamisma ruta, cerca de la carretera,siguiéndola, pero intentando que nadielos viera. Sobre todo los militares que

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hacían rondines por la noche en jeepsartillados y que lanzaban de vez encuando los faros sobre la selva,buscando pollos. Como ellos.

Cinco días y cinco noches caminando.Deteniéndose tan solo para mear detrásde un platanal frondoso, beber agua delgarrafón de plástico que había compradoen el mercado, descansar unas horasescondida con los demás en el terrapléno tierra adentro, no muy lejos de lacarretera para evitar perderse.

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Comió junto a pequeñas fogatas lo

que los compañeros de viaje sacaban demochilas y también lo que ibanencontrando en el camino: un armadilloatropellado, una gallina que se habíaalejado demasiado del ranchito dondevivía.

Había de todo. Muchos hombresmorenos y curtidos por el sol. Mujerescon niños que apenas podían caminarpor la sed y el hambre, incluso un par deancianos que no llegaron muy lejosporque, cuando huían de una redada,

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cayeron en manos de los agentes demigración guatemaltecos.

Cruzó el río Suchiate hacia Méxicosubida en una enorme rueda neumáticade camión, inflada a modo deembarcación, junto con otros cuatro. Nisiquiera aquí pudo probar sushabilidades natatorias. La pasada, quehacen cientos de personas todos losdías, cuesta tres dólares. Poco paraevitar mojarte y mojar todas tuspertenencias. Hay muchas ruedas quecruzan todo el tiempo. Y a los dos ladosde esa frontera invisible, hay policías de

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los dos países que los miran. Esperandomomentos más propicios paradesplumarlos y quedarse con todo lo quellevan. Por eso también se llamanpollos. Porque son desplumables,inservibles, migrantes a los que nadieprotege, ni tampoco, en caso dedesaparecer, buscará nadie nunca.

Hay códigos no escritos para el viaje.El que cae porque no puede seguir decansancio o se lastima se queda en elsitio. Ninguno delataría la posición deotro. Se comparte lo que se tiene. Cadaquien mira por sí mismo.

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Hasta ahora su papel de machitohabía salido bien. Cuando tenía que ir albaño, se cuidaba de no ser vista pornadie. Caminaba erguida, peroarrastrando un poco los pies, y se calabala gorra lo más profundo en la frente,ocultando la cara, imitando a otrosadolescentes como ella, pero del sexocontrario, decía malas palabras que ibaaprendiendo en la ruta, se sentaba en elsuelo dejándose caer, flexionando lasrodillas hacia los lados, como losapaches de las películas que había vistoen su pueblo.

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Nadie podía saber que era una mujer.Y mucho menos, una mujer sola yenloquecida que iba caminando por laselva, rodeada de tábanos y serpientesque salían de vez en cuando debajo de lahojarasca, para cumplir el sueño de sumadre muerta.

Porque, si lo pensaba bien, ni siquieraera su sueño.

Nada de rascacielos y hamburguesasy tiendas de ropa, nada de freeways yempleos donde pagaban (sin papeles)casi ocho dólares la hora; ella tan soloquería una parcela con ovejas, un trozo

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de tierra para arar, una casita conmacetas en las ventanas, y a Aurelio;sobre todo, quería a Aurelio.

Y todo le había sido arrebatadoviolentamente por el fuego.

Cuando nadie la veía, metía la manoen la mochila y palpaba el libro decuentos, y la rosa de plástico; lo únicoque le quedaba de su otra vida, unadonde era princesa, sirena, el amor de lavida de otro.

Cuando vio de lejos por primera veza La Bestia, ya en suelo mexicano, se

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quedó muda, inmóvil durante un largorato.

Intentó contar los vagones que jalabaesa poderosa máquina. Y perdió lacuenta en el número cuarenta y tres. Erainmensa, peligrosa, y por lo que todos lehabían contado en el camino, tambiénera maligna.

Durante tres días vio cómo subían losdemás a los vagones.

En una subida, la máquina perdíafuerza, bajaba la velocidad. Los polloscorrían a su lado y trepabansosteniéndose de uno de los pasamanos

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de hierro, luego volaban al interior delmonstruo, literalmente engullidos portoneladas de madera y metal y ruedasque no paraban.

Algunos no lo lograban.Caían a un lado de las vías, si tenían

suerte, y se estrellaban violentamentecontra los guijarros. Pero también habíaquienes no tenían suerte y, perdiendo elequilibrio, dejaban un brazo, las piernasy hasta la cabeza entre las ruedas demetal. Algunos no perdían unaextremidad, sino la vida.

Había pocos chances de trepar a

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lomos del monstruo.Anabella lo vio y midió la distancia.Y empezó a correr antes de que se

pusiera a su lado.Frenéticamente, los vagones

comenzaron a pasar a su lado, y ella noencontraba por ninguna parte losasideros que había visto tantas veces.

Lo que encontró fue una mano que tiróde ella agarrándola de la mochila y lasubió al tren, en volandas, como si fueraun niño pequeño que se escapara de losbrazos de su madre en el parque.

El hombre tenía un bigote ralo y una

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gorra de una compañía de tractoresdescolorida en la cabeza, un pantalón decarpintero que alguna vez fue azul, ysobre el pecho una imagen de un santoque ella no había visto nunca.

—Suba pues —le dijo.Ella le dio las gracias, sofocada, y se

fue hacia el techo del vagón.Nunca lo volvió a ver. Le hubiera

querido decir un montón de palabras deagradecimiento.

Arriba, con el aire fresco delamanecer pegándole en la cara, todo esedía, pensó que ese hombre no era un

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pollo, un migrante como ella y como lasdecenas de otros que se apiñaban sobreel techo del tren.

Otro ángel del camino.Eso.Un ángel de la guarda, dulce

compañía… X

En el vagón a oscuras aparecieron dosnuevos puntos de luz. Dos fumadores

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más, los cancerberos que cuidan laspuertas del infierno.

Sintió que algo le rozaba la pierna yse levantó como un gato. Con la navajaen la mano, apuntando a la oscuridad.

Anabella sentía que el alma se le ibapor las grietas de la madera hacia losdurmientes que pasaban debajo a todavelocidad.

Eran tres. Estaba perdida. Había oídotantas cosas acerca de mujeres violadasy asesinadas a lo largo de la vía queoptó, casi sin pensarlo, por el ataque.

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Eso era mucho mejor que lo quevendría.

Esgrimió la navaja con el brazoextendido, lanzando un par de golpes aciegas, mientras con la otra mano sepuso la mochila en el pecho para serusada como escudo.

Gritó lo más fuerte que pudo, sacandopalabras de su mente aterrorizada yvacía.

—¡Cojudos! ¡Aquí se van a morir!Y la voz que salió de su garganta no

fue la del jovencito que quería que todoscreyeran que era, sino la de la princesa.

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Una chica de dieciséis años, muerta demiedo, que estaría dispuesta a todo parasalvar la vida.

Escuchó un quejido que se perdióentre el ruido del tren que iba a todamarcha.

Tal vez le dio a uno. Los puntos de loscigarrillos encendidos habíandesaparecido. Ahora no tenía ni idea dedónde estaban.

Pasaron unos segundos.Un par de brazos salidos de la noche

la tomaron por la espalda, de la cintura,como si fuera un pez que quisiera

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escaparse de la lancha donde acaba deser pescado.

Gritó de nuevo. Los brazos laatenazaron con enorme fuerza y laelevaron por el aire.

Sin dudarlo, clavó la navaja en esasmanos que le cortaban la respiración,con un golpe seco y certero.

—¡Mierda! —escuchó a sus espaldas.Las manos se retiraron y se llevaron conellas, encajada en algún sitio, su navaja.

Ahora estaba desarmada. No iba adurar. Esperaba que fuera rápido, que no

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doliera, que pasara algo milagroso quela sacara de esa pesadilla.

Si, como dicen, cuando estás a puntode morir, toda tu vida pasa frente a tusojos, en este caso no fue así. Tan solosintió el agua fría de la laguna de supueblo recorriéndole la espalda, la vozde su madre diciendo«unodosunodosunodos», la mano tibiade Aurelio sobre su mano en el bancodel parque, el sabor de un helado deguayaba. Fragmentos de una vida. Untrozo apenas, un jirón.

La tormenta había cedido por fin.

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Tanteando en la oscuridad, apuntandocon la mochila hacia la nada con elbrazo extendido, repartiendo manotazossilbantes que no daban en ningún sitio,Anabella fue acercándose hacia dondedebía de estar la puerta del vagón. Yempujó con la espalda con todas susfuerzas.

Después de lo que pareció unaeternidad, cedió. Se abrió chillandocomo una rata gigante.

La luna que comenzaba a salir entrelas nubes iluminó el vagón.

Los tres mareros estaban haciendo un

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semicírculo a su alrededor.Era el fin.

Caer en medio de la noche, de

espaldas sobre las piedras, oenfrentarlos.

Y entonces pasó lo que pasó.Un rugido.

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Los mareros, desconcertados, mirarona sus espaldas.

Y los envolvió un remolino de golpesy patadas. Un hombre inmenso, salido delas sombras, como en un cuento dehadas, cayó sobre ellos con la furia deun animal, una bestia mítica quemultiplicaba sus puños y sus pies a unavelocidad vertiginosa.

Anabella se hizo a un lado.La voz del que los atacaba gritaba con

fuerza toda clase de improperios. Derepente ella creyó oír su nombre.

Eso era imposible.

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En ese tren, en ese viaje, en esa nuevavida se llamaba Martín. No Anabella.

Pero el enorme personaje salido de lanada volvió a decirlo a voz en cuello:«¡Bella!», mientras lanzaba golpes comouna máquina. Como si le fuera la vida enello.

Y reconoció la voz, salida de lamuerte, traída a la Tierra y hasta lasentrañas de este lugar terrible parasalvarla.

Aurelio.Su cabeza negaba lo evidente. No

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podía ser él. Había muerto en aquelincendio. Era polvo, cenizas, nada…

Y Anabella no creía en fantasmas.Mucho menos en fantasmas que con unafuerza descomunal iban rompiendoquijadas.

Duró largo rato la refriega. Uno poruno, los mareros fueron lanzados sinmiramientos desde el tren en marcha.Volando por la puerta abierta condestino a la nada. Engullidos por laoscuridad.

Y luego el gigantón cayó al suelo.Agotado.

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Respiraba penosamente, boca abajo,como si hubiera usado todas sus fuerzas.

Un hilillo de sangre salía de debajode su corpachón, como un riachuelo,impregnando la madera aceitosa.

Ella no se acercaba. Permanecía juntoa la puerta abierta, lista para saltar.

Vio un letrero iluminado por unasolitaria bombilla a la vera del camino.Un pueblo llamado Comala.

Poco a poco, el gigante fuerecuperando el compás de surespiración y comenzó a incorporarselentamente.

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Ella se aferró a la puerta. El trenhabía bajado la velocidad. Tal vez sedetendría. Iba a saltar.

—Anabella —dijo en un susurro.Una voz que venía desde el fondo de

los tiempos. La voz de Aurelio. Ahorasí, clara como la primera vez que leescuchó decir su nombre. Como laprimera vez que le escuchó leyendo unpoema en la escuela.

Pero no estaba del todo segura.Temblaba. En La Bestia podías esperarcualquier cosa, incluso que un animalgigante pareciera ser lo que no era.

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Un remolino de ideas cruzaba sufrente. Tenía que tomar una rápidadecisión. Saber de cierto lo que a todasluces parecía imposible. Un rayo de luzse hizo en su mente.

—¿Qué tengo en mi mochila? —ledijo llorando, todavía en la puerta delvagón, lista para saltar hacia la nada.

El hombre se fue girando lentamente.Tenía la cara completamentedesfigurada. Un amasijo de carneblancuzca que contrastaba con losbrazos fuertes y morenos.

—Una rosa de plástico. Un libro de

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cuentos. Soy yo, sirena. —Y esbozó unasonrisa que llevaba en ella condensadatodas las sonrisas del mundo.

Era él. Sin duda. Lo que quedaba deél. El amor de su vida. Lo abrazó con talfuerza que el hoy enorme hombre quehabía salido del fuego para salvarle lavida emitió un quejido.

El tren se detuvo completamente yella lo ayudó a bajar del vagón.Necesitaban un médico. Llevaba unnavajazo en un costado.

Al amanecer, en una clínica pequeñade ese pueblo llamado Comala,

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acostado en una camilla, reciénsuturado, pudo verlo a plenitud bajo unaluz poderosa de neón.

No tenía cejas. La cara era un amasijode cicatrices y le faltaba la punta de lanariz.

Había salido de la casa en llamasdespués de intentar rescatar a sus padresy a su hermano. Con quemaduras detercer grado en la cabeza y las piernas,llegó como pudo hasta un pueblocercano y de allí fue trasladado a lacapital. Llevaba consigo, metidos en unpañuelo, todos los ahorros de la familia,

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y con ellos pudo pagar las facturas delhospital y comenzar de nuevo, gracias asu médico, como jardinero en un campodeportivo de ricos.

En el momento en que sanó, desde elinstante en que dejó de escocerle lacarne viva que alguna vez había sido surostro, dos años después del accidente,empacó sus escasas pertenencias y sefue a buscar a Anabella a El Cajón.Porque en cada respiración estaba lasirena; en cada amanecer, su sonrisa; encada sutura, su libro de cuentos y su rosade plástico. Muchas veces pensó en

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escribirle, en llamar por teléfono a laiglesia del pueblo para dar con ella.Pero se miraba al espejo y, horrorizado,estaba seguro de que no había futuropara ellos.

Soñaba con el encuentro. Y temía elmomento en que ella girara la caraasqueada ante el amasijo tumefacto queahora tenía por cara.

Así que, rumiando su soledad y sutristeza, cortaba el césped, quitaba hojassecas, trasplantaba flores que ibaregando todos los días con sus lágrimas.

Al pasar por una librería en el centro,

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vio en el escaparate el mismo libro decuentos de hadas que Anabella guardabacomo un verdadero tesoro y recordó lasmuchas veces en que ella le dijo quealgún día él sería ese príncipe que salíaen las ilustraciones y que la rescataríade la vida dura que le había tocado ensuerte.

Un príncipe desfigurado.Un príncipe en desgracia.Un príncipe sin reino, ni caballo, ni

espada.Pero al final un príncipe, le pesara a

quien pesase. Dueño de su fuerza y

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destino. Un hombre bueno y digno detrásde una máscara terrible.

Empacó sus cuatro cosas y tomó unautobús hacia El Cajón.

Mata más la incertidumbre que elrechazo.

Quería saber si había algunaposibilidad para poder tener la vida quehabían soñado juntos tantas veces, apesar de las apariencias.

Cuando llegó a El Cajón, recibió lanoticia de que Anabella se habíamarchado una semana antes hacia lafrontera.

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Nadie lo reconoció, y él no quiso serreconocido. Durante las largas horas derecuperación en ese hospital deTegucigalpa, entre la inconsciencia y losdolores, recordó como si fuera unapesadilla el momento en que comenzó elincendio.

Uno de los gatos había tirado una veladel altar de la Virgen sobre su manto; lodemás sucedió en un abrir y cerrar deojos. El infierno. Nadie había atentadocontra ellos, fue un estúpido accidenteque acabó con toda la familia.

Llevaba ya doce días recorriendo La

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Bestia de arriba abajo. Conociendo susmás íntimos secretos, buscando en cadacara la cara de Anabella, en cadaperfume su perfume.

Y lo que encontró todo ese tiempo fueviolencia y maltrato, y animales peoresque los animales, y bestias que vivían enlas entrañas de La Bestia.

Ya se había dado por vencido.Dormía en ese vagón, acurrucado en

una esquina cuando oyó su grito.Pensó que era un sueño. Su princesa.La chica lo miró a los ojos. Y vio en

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ellos todo lo dulce y puro y bueno quehabía pasado en su vida.

Debajo de esa masa informe, estabaAurelio. Seguía estando allí.

Puso en sus manos el libro de cuentosy la rosa de plástico.

Le juró que nunca más volverían asepararse.

Habían sobrevivido a las fauces deLa Bestia.

Se besaron. Un par de enfermerasmexicanas aplaudieron.

Al día siguiente, en un autobús,emprendieron el camino de regreso,

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tomados de la mano. Apretando con talfuerza que dolía.

Anabella no lo volvería a soltar. Notodos los días regresa el amor de tu vidade la muerte para salvarte.

Como en un cuento de hadas.Con los cinco mil dólares podrían

comprar una parcela grande, y ovejas, ymacetas para las ventanas de la casita. Ytendrían hijos que nadarían en el río o enla laguna y que aprenderían poemas deDarío. Y verían qué alto y fuerte y guapoera su padre. Porque había que mirarhacia dentro, hacia su alma, hacia su

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corazón. Y tendrían por fuerza quesentirse orgullosos.

Y pondrían la rosa de plástico en unlugar especial, para verla todos los díasy recordar que los sueños, como todossabemos, se sueñan dentro de nuestracabeza, y se cumplen allí donde teencuentras.

El truco es agarrarlos por la cola y nodejarlos ir, cueste lo que cueste.

Por más bestias que se interpongan entu camino.

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Las normas son sencillas y las conocesbien: no debes abandonar nunca lasmurallas del castillo. Que no te vean.Que no sepan que estás ahí; que existes.Y si lo descubren, no dejes que locuenten.

Las has memorizado desde pequeño;

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las tienes grabadas en el alma, a fuego.Sí, son sencillas. O al menos lo eran

hasta que apareció ella.Desde entonces, lo sencillo se ha

vuelto complicado y ahora te preguntasqué hay más allá. Por qué tus padresnunca te dejaron salir. De qué teprotegían. Qué temían. Qué ocultaban. Ypor qué, si ellos siguieron sus propiasnormas al pie de la letra, acabaronmuertos igualmente.

De tu madre no guardas más recuerdoque el retrato que hay en el salón y lashistorias de Padre. De él, el miedo a

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desobedecer, su olor a pipa inclusocuando no estaba fumando y sus gritosen la noche cuando le desvelaban laspesadillas.

También las noches en velacuidándole cuando enfermó el inviernopasado, los delirios de la fiebre y loscontinuos baños de agua tibia que nosirvieron para nada. ¿Fue una pulmoníalo que le mató o tu incompetencia? Notener a nadie que pueda responder a estapregunta es lo que más te pesa.

Ahora estás solo, aunque no tienestiempo para aburrirte. El caserón es

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grande; un castillo en miniatura. Y eljardín que lo rodea es suficientementeamplio como para tener varios huertos yun establo con dos vacas, tres gallinas ydos cerdos. Por lo que a ti respecta, elmundo, tu mundo, se reduce a esto. Ynunca has querido descubrir lo que haymás allá de las murallas, ni tampoco quete descubra a ti.

Hasta ahora.

Ya la has visto más veces. La primera,desde la ventana del torreón del ala

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oeste. Padre te tenía prohibido subirallí, mucho más asomarte entre lostablones que tapiaban el cristal. Pero élse ha ido, y la curiosidad se ha vueltoindomable, libre de su severa mirada.Por eso le desobedeciste. Justo aqueldía, como si él, desde el más allá, lohubiera orquestado todo para podertedecir más tarde «Te lo advertí», dehaber estado vivo.

Al principio creíste que se trataba deun cervatillo. Por cómo se agitaba lamaleza más allá de los muros, por losdestellos cobrizos entre el espesor

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verde. No es habitual ver algo más quelas aves que anidan en los árbolescolindantes, y por eso te quedasteinmóvil, conteniendo la respiración,temeroso de poder espantarlo a pesar dela distancia que os separaba. Despuésviste cómo se alzaba y te preguntaste siacaso era un oso.

No fue hasta que abandonó laprotección del bosque y caminó hasta elborde del foso que precede al murocuando comprendiste que se trataba deuna mujer. No, una chica. Una joven decabello tan rojo como solo habías visto

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en las llamas de la hoguera y en lasangre de los animales sacrificados. Tucorazón te dio un vuelco y sentiste unrepentino escalofrío. ¿Estaríasalucinando?

Se movía con sigilo, comprobandopreviamente cada movimiento antes dedar el siguiente paso. Aunque llevaba unvestido azul de tirantes rasgado a laaltura del muslo y una camisola suciadebajo, te recordó a una princesa decuento. Quizá por la melena que le caíaen tirabuzones por la espalda, por elrubor de las mejillas o por sus ojos

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atentos que escudriñaban con atencióntodo; tal vez por cómo parecía tenerpotestad sobre cada pedazo de tierra quepisaba.

Estás seguro de que no hiciste un solomovimiento, pero aun así sintió tupresencia igual que si hubieras silbadopara llamar su atención. Antes de quepudieras apartarte de la ventana, susojos se clavaron en los tuyos, y solo laescasa probabilidad de que no tehubiera visto fue lo que evitó que temearas del susto.

¿Era ella uno de los peligros de los

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que Padre te había advertido? ¿Podíatratarse de la razón por la que te estabaprohibido abandonar los muros de tucastillo? ¿Sería una bruja o una bestiacubierta con la piel de una joven paraengañarte?

Cuando te asomaste de nuevo, estavez en cuclillas y sin atreverte a elevarlos ojos más allá del alfeizar,descubriste que había desaparecido sindejar rastro.

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Esa noche no dormiste. Hiciste

guardia hasta el amanecer, desveladopor las preguntas sin respuesta quebullían en tu cabeza, pero no regresó.Poco a poco la rutina sosegó tucuriosidad hasta convencerte incluso deque lo habías imaginado todo.

Quizá por eso la segunda vez que laviste, el susto fue aún mayor y tu primer

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impulso fue correr a por la ballesta quePadre guardaba en su destartaladodespacho, dispuesto a acabar con laamenaza del exterior. Qué te contuvo deliberar la flecha es algo que aún, a díade hoy, ignoras. ¿El peligro de quepudieras alertar a otros y descubrieranla posición del castillo, a lo mejor? ¿Laaprensión de acabar con la únicaamenaza real que habías conocido entoda tu vida y el miedo a que noexistieran más?

¿O quizá fue descubrir que los iris de

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sus ojos, bajo la luz de la luna, eran tanverdes como los del retrato de tu madre?

En cualquier caso, bastó con que ellaintuyera que no pensabas disparar parahuir como una gacela a través del jardíny saltar el muro, de regreso al bosque.

Te habían descubierto, comprendistemientras dejabas caer el arma al suelo.

Ya no estabas seguro allí dentro. Elmuro no parecía haber sidosuficientemente alto ni el fososuficientemente profundo. ¿Acaso todaslas promesas de Padre habían muertocon él?

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Una vez más te preguntaste por quéhabías dejado que escapara.

Y esta vez el miedo y la ira quesentiste al no obtener respuesta tehicieron arremeter contra todo lo quehabía a tu alrededor. Muebles, cortinas,vajillas. El suelo se llenó de cristales,astillas y prendas rasgadas.

Eras un león enjaulado, un leóntemeroso y salvaje. Padre siempreintentó gobernarte, ponerte límites,correas hechas con palabras y amenazasy advertencias, ¿y para qué? Con cada

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nuevo augurio, más miedo insuflaba en tiy la rabia más crecía.

De nada te había servido gritarle ysuplicarle que te dejara salir, que tecontara por qué no podíais cruzar elmuro ni encender la chimenea las nochesde luna llena. Quién temía que pudieraadvertir la humareda saliendo de lostejados. Pero él ya no te lo dirá. En laparte más alejada del jardín, junto a suspromesas y su cuerpo, tambiénenterraste la verdad.

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La tercera vez que apareció, estabaspreparado.

Habías colocado un sencillo sistemade trampas por todo el perímetro deljardín. Esperaste días. Semanas. Pero note desanimaste. Y el día que regresó,sentiste recompensada tu paciencia.Cuando escuchaste el estruendo de lascampanitas, saliste del castillo sin tansiquiera calzarte, vestido únicamentecon unos pantalones y el pelo largo yenmarañado aún empapado del baño queacababas de darte.

La fosa en la que había caído ella no

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era profunda. Se había rasgado la ropacon las ramas que habían ocultado elagujero, pero no parecía haber rastro desangre en ellas. La chica te miraba sincomprender, en silencio. Había dejadode parecerte una fiera y ahora terecordaba el ternero que había muertodurante el invierno, una semana mástarde que Padre.

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No intentó huir. Incluso te hizo sentir

que el arma con la que la apuntabas erainnecesaria, pero aun así no la bajaste.La ayudaste a salir y le ordenaste que nohiciera ningún movimiento brusco. Lohiciste sin saber siquiera si hablaba tuidioma. Pero ella obedeció con

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diligencia. El vestido se le habíadesgarrado por la espalda y tenía variasramas enganchadas en las mangas suciasde la camisa, pero no cojeaba ni parecíalastimada. La registraste entera y lequitaste el anillo que llevaba en el dedoíndice. Con un gesto, la obligaste a quete entregara también la bolsa de tela quecolgaba de sus hombros. Después echó aandar delante de ti con su cabello largoy rojo zarandeándose en su espalda y lacondujiste con paso firme hasta elcastillo. Una vez dentro, cerraste elportón y la guiaste escaleras abajo hasta

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la celda del sótano que Padre habíadispuesto por si llegaba el caso deutilizarla.

En ella no había más que un camastro,una pila con agua proveniente del pozo yun desagüe en el suelo para hacer lasnecesidades. La chica se detuvo antes deentrar.

—¡Avanza! —le ordenaste.Pero ella se resistió entre gruñidos

hasta que, de un empellón, lograstemeterla y cerraste la puerta antes de quepudiera abalanzarse sobre ella.

Te alejaste varios pasos con la

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respiración acelerada mientras la chicate preguntaba con la mirada: «¿Y ahoraqué?».

Como no tenías la respuesta, telimitaste a apartar los ojos y a subir denuevo al salón. Allí te derrumbastesobre el sillón orejero con el corazóntamborileándote con fuerza en el pecho ylos oídos.

¿Habías atrapado a la pesadilla dePadre? ¿Sería seguro por fin abandonarel castillo? ¿Y si venían a buscarla?

Aunque, si aún no había venido nadie,tal vez estuviera tan sola como tú.

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No. Como tú, no. Porque ella teníarespuestas. Ella conocía lo que habíamás allá de la primera línea de árbolesque ocultaban tu guarida.

Esperas hasta el amanecer para volver abajar al sótano. Y a pesar de losprimeros rayos de sol que rajan laoscuridad, cuando lo haces tienesmiedo. ¿Y si no está? ¿Y si ha huido? ¿Ysi todo lo ocurrido el día anterior no fuemás que un sueño?

Los últimos escalones los salvas de

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un salto, con premura. Y solo te relajascuando ves que sigue allí, hecha unovillo en una esquina del camastro,abrazándose el pecho. Es un palmo másbaja que tú y tan delgada que no sabescómo ha podido sobrevivir en elexterior todo ese tiempo. No tiembla nillora, pero sus ojos grandes y claros teobservan con aturdimiento, como lanoche anterior, y algo se rompe dentrode ti.

Del bolsillo sacas la manzana que hasarrancado esta misma mañana del árboldel jardín. Después, con tiento, como

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quien se acerca a la jaula de un animalsalvaje, avanzas hasta quedarte delantede los barrotes y aguardas con la frutaentre los dedos, intentando que eltemblor de las manos no desvele elmiedo que sientes.

Ella se mantiene inmóvil. Parpadeacon la cabeza ladeada mientras surespiración se va calmando poco apoco. Es la primera mujer que ves en tuvida, o al menos que tú recuerdes.

—De… debes comer —dices, pero lavoz te sale rasgada y lo repites con másenergía—. Debes comer.

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Ella te analiza de tal forma que tehace sentir incómodo, pero te mantienesinmóvil. Pero poco a poco se vadesplegando hasta que se pone de pie ycamina lentamente hacia ti. Su mano notiembla cuando la acerca a la manzana, ylo hace sin apartar su mirada de la tuya.

Recorta los centímetros que separanvuestras manos y una de sus yemas teroza la piel cuando te la quita.

Está helada, adviertes. Y por el modoen el que suspira al morder la manzana,también hambrienta. Pero es tuprisionera, ¿y acaso no es así como

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Padre te dijo que debías actuar en casode que surgiera una amenaza?

«Si alguien viene, enciérrale.Oblígale a hablar. Y cuando le hayasarrancado toda la información, acabacon él y no dejes rastro o vendrán más.No confíes en nada ni en nadie.»

Pero ella parece tan sola como tú. Nose asemeja a lo que Padre te habíadescrito. Es obediente, silenciosa. Estáasustada. ¿Cómo puede la amenaza estarasustada? ¿Por qué con sus ojos te hacesentir a ti la bestia?

—¿Tienes nombre? —preguntas.

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Parece que hubiera olvidado tupresencia mientras comía, pero una vezmás te observa como un conejilloasustado.

—Yo… me llamo Alainn —añades, yte señalas el pecho. A continuacióndiriges el dedo hacia ella—. ¿Y tú?

Ha dejado de masticar, pero noparece que tenga intención deresponderte. A lo mejor ni siquiera tecomprende y el día anterior te obedeciópor el miedo que le imponía el arma.

Aguardas unos segundos más, pero alfinal te das media vuelta, turbado. Con

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la sensación de estar haciendo elridículo, de estar fracasandoestrepitosamente en todas las pruebasque el destino te está poniendo y paralas que Padre te preparó a conciencia.

—Volveré a traerte algo más a la horade la comida —añades mientras tediriges a la escalera.

Y es entonces, en el momento en quecomienzas a subir los escalones, cuandoescuchas su voz, tan débil como lacaricia de un retal de seda.

—Fiara.Crees haberlo imaginado, pero

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cuando te vuelves, ella te observa,sujeta a los barrotes de su celda. Hablatu idioma. Te ha entendido. Y, además,ha respondido. Los nervios regresan ycomprendes que lo mejor que puedeshacer, antes de dejarte arrastrar por unimpulso, es abandonar ese lugar lo másrápido posible y pensar. Pensar en cómoproceder, en lo que tantas veces te dijoPadre, en lo que deberías hacer con ellaa continuación.

No te das cuenta de que has estadoconteniendo la respiración hasta quecierras la puerta del sótano, te dejas

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caer de espaldas contra ella y te cubresel rostro con las manos.

Apenas comes nada ese día. Aunque tepaseas por el jardín y los pisossuperiores, tu cabeza se mantieneanclada en el sótano y al final decidesrevisar las pertenencias de la chica.Cuando la encontraste, solo llevabaencima un anillo con una semiesfera de

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cristal engarzada, un curioso espejonegro sin mango, una cuerda con la quedebió de ayudarse para escalar el muroy una navaja. Cuando terminas, lovuelves a guardar todo y optas por lomás sensato: preparar un listado con laspreguntas que quieres hacerle. Ellaprobablemente intentará que pierdas laatención, pero no debes dejar que esosuceda. No, si quieres averiguar qué haymás allá del jardín.

Cuando las tienes listas, vuelves abajar. Afuera, el sol del ocaso tiñe las

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hojas de los árboles de un naranja tanintenso que parecen envueltas en llamas.

La chica, Fiara, se encuentra tumbadaen el camastro, con la mirada clavada enel techo.

—Necesito que contestes a unaspreguntas —le dices.

—¿Por qué estoy aquí?Su tono de voz es el que tú deberías

haber utilizado con ella. Tan directo yexigente que no puedes evitarresponderle, aunque sepas que estásinvirtiendo los papeles.

—Eres mi prisionera.

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—¿Por qué motivo?—Cruzaste el foso y saltaste el muro.

—Esperas alguna respuesta por su parte,pero se limita a encogerse de hombros,como si no le diera importancia, y túañades—: Este es mi hogar, ¿loentiendes? Y no te liberaré hasta queesté seguro de que no supones unaamenaza.

—Ah, entonces existe la posibilidadde que me dejes marchar.

No queda rastro de la chica asustadaque habías dejado la noche anterior. ¿Lo

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has provocado tú? Tardas en contestar, ycuando lo haces, tu voz suena algo débil.

—Una muy pequeña.Parece que ella ha quedado satisfecha

con tus respuestas y que te cede el turno,algo que te enfurece aún más.

—¿Quién eres y qué hacías en mijardín?

—Conoces las respuestas a ambaspreguntas. ¿Por qué las repites?

—¡Contesta! —tu grito la sobresalta,pero se mantiene inmóvil sobre elesmirriado colchón.

—Mi nombre es Fiara —dice— y

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estaba en tu jardín porque crucé el muro.—¿Te burlas de mí?—No. Respondo a tus preguntas.

¿Hay más?—Pues claro que… —Revisas el

papel en el que las has garabateadoantes de añadir—: ¿De dónde vienes?

—De más allá de tu muro.—¡Eso ya lo sé!—Entonces ¿por qué me lo preguntas

de nuevo?Piensas que es absurdo. Que se está

riendo de ti.—Podría matarte ahora mismo —

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amenazas.—Lo sé. Pero aún no lo has hecho y

me intriga saber por qué.«¿Que le intriga…?» Esta vez sientes

que te sonrojas.—Dime qué hay más allá del foso.—Árboles.—¿Y después?—Más árboles.Aprietas los puños hasta clavarte las

uñas en las palmas.—¿Y… después? —insistes entre

dientes.—Más árboles.

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El golpetazo de tus puños contra losbarrotes te hace daño, pero la rabia en tuinterior es demasiado intensa como paradarte cuenta.

—El hambre te quitará las ganas dereírte de mí —dices y, sin darle tiempoa responder, te vuelves y subes de tresen tres los escalones de vuelta a lasuperficie.

Al llegar, cierras de un portazo y teencaminas al jardín, dispuesto a cubrircada palmo de muro con tantas trampasy espinos que nadie pueda cruzar paraentrar… ni tampoco para salir.

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Te vas temprano a dormir, pero a pesardel agotamiento, no descansas. El sueñoes interrumpido, con imágenes extrañas,gritos imaginados, sombras que seenrollan en las ramas de los árboles, quesuben desde el foso, que se arrastran porel muro, que escalan las paredes y quetratan de ahogarte.

Despiertas con tu propio alarido,empapado en sudor a pesar de estardesnudo. El dosel de la cama estárasgado. Cada mañana juras quitarlo,

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pero cada noche te encuentrasrememorando cómo jugabasenrollándote en él cuando no eras másque un niño, y eres incapaz de hacerlo.Padre te contó que lo puso tu madrecuando naciste, que estaba hecho congotas de rocío para protegeros de lascriaturas más allá del jardín. Está claroque nada podía hacer contra las quevivían ya dentro.

La echas de menos, quizá porquenunca la conociste. Cuando Padre seenfadaba y te gritaba, el recuerdoimaginado de tu madre era lo único que

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lograba consolarte. Inventaste su voz,inventaste sus nanas, incluso su aroma.Eran mentiras que te gustaba creer y quete ayudaban a superar la verdad delmundo en el que te había tocado vivir.Era un hada. Una hechicera. Se habíavuelto invisible para todos, menos parati. Y todo se volvió un poco más real, unpoco más aceptable, cuando encontrastesu diario.

En noches como esta en las que tedesvelas, sales de la cama y abres lapuerta del armario con el espejo. Ahí,enterrado debajo de todas las prendas

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que guardaba Padre, hay un tablón sueltoque un día, jugando a esconderte dentro,arrancaste sin querer.

El diario estaba detrás.Está encuadernado en piel y las hojas

son de pergamino. La caligrafía de tumadre es tan delicada como el vaivén dela caída de un pétalo de rosa. O solo lopiensas porque una vez Padre te contóque los rosales que cubren el jardínfueron plantados por ella, por tu madre.En cualquier caso, es una letra bonitaescrita con tinta negra. La conoces dememoria, tanto que incluso has

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conseguido imitarla a la perfección y lahas hecho tuya.

Una manera más de que forme partede ti.

La primera vez que leíste el diario lohiciste con premura, tratando deencontrar respuestas a tus preguntas.Respuestas que tu padre no estabadispuesto a ofrecerte. Pero pronto tediste cuenta de que lo único que tenía dediario aquel cuaderno eran las fechasque precedían cada entrada. Lo demáseran cuentos y fantasías sin más sentido

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que el que la imaginación del lectorpodía ofrecerles.

En ellos hablaba de reinos lejanos,con reyes egoístas y déspotas que noescuchaban las advertencias de sussúbditos. Reyes holgazanes quebuscaban la perfección y que tratabancomo esclavos a quienes les servíanfielmente para cumplir sus deseos. Lasriquezas que tenían no eran nuncasuficientes y siempre buscaban más,enemistándose con todos los paísesvecinos, tratando de robarles susterritorios y a su gente.

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Las vidas de sus soldados nosignificaban nada para ellos y lasmalgastaban como puñados de arena enuna playa. Tanto era así que al final lossoldados se acabaron extinguiendo.

Nadie quería pelear más. Las tierrasestaban arrasadas, regadas por sangremás que por agua. Pero eso no hizo quela ambición de los reyes disminuyera, alcontrario. Se desesperaban porencontrar más lugares en los que plantarsus banderas y obligaron a los másjóvenes a luchar, y también a los

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enfermos, a las mujeres y a los ancianos.Les daba igual.

Fue entonces cuando sus súbditosencontraron la respuesta a sus plegariasen sus propias creaciones. Dieron vida alos juguetes con poderosos hechizos. Alos relojes de cuco, a las cajas demúsica. Y les pidieron que acabaran conlos reyes que hasta aquel momentohabían jugado con sus vidas. Y así losderrocaron. Pero la ambición corre porla sangre de todos los hombres, ycuando los niños se hicieron adultos, lacodicia y la absurda necesidad de

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gobernar lo que no es de nadie enraizóen ellos y se alzaron con los juguetescomo armas. Armas tan sofisticadas queincluso olvidaron los conjuros paracontrolarlas y al final se volvieroncontra ellos…

Siempre que lees el cuaderno lo hacesde principio a fin. Hasta las últimaspalabras escritas por tu madre: «Paraque se los cuentes a Alainn cuandopueda entender».

—Ya puedo entender, mamá —ledices al diario, como si fuera unaventana hacia tu madre. Te acurrucas en

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la cama de nuevo. Con el cuaderno entrelos brazos mientras el sueño varegresando poco a poco—. Pero no loentiendo… No lo entiendo…

Quizá sea por haber releído el diario lanoche anterior o quizá porque te hasdado cuenta de que, en esas condiciones,la chica no hablará, que ahora sabes queestás perdiendo el tiempo y no sabes decuánto dispones. Así pues, decidesregresar al sótano a la mañana siguientecon un nuevo plan en mente.

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—Si te dejo salir, ¿me atacarás?—Esa pregunta admite demasiadas

variables como para responderte consinceridad, e imagino que eso es lo quequieres…

Lo ha vuelto a hacer. Con una solafrase barre toda tu paciencia. Es unamala idea. No merece la pena el riesgo,comprendes. Y estás a punto de dejarlasola de nuevo cuando añade:

—Soy la misma que ayer, ¿qué hehecho para merecer la libertad?

—¿No la quieres? —replicas.—Por supuesto, pero permíteme que

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dude de tus intenciones.—¿Mis… intenciones?—Lo único que digo es que ayer

estabas dispuesto a dejarme morir dehambre y hoy…

—¡Olvídalo! —exclamas, y te das lavuelta para marcharte—. Sabía que noera buena idea…

Pero basta el gesto para que ellaañada:

—Si tú no me haces daño a mí, yotampoco te lo haré a ti.

Sus palabras te inquietan y dudas aúnmás de que sea buena idea, pero la parte

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en tu interior que te implora que le desuna oportunidad y que encuentres elmodo de hablar con ella es más fuerte.

—Sigues siendo mi prisionera —leadviertes—, y no dudaré en apuñalartesi intentas algo. Pero creo que estarásmás cómoda en las estancias superiores.He puesto trampas por todo el jardín; siintentas cualquier cosa extraña, te cazarécomo a un venado.

—No lo haré —dice, y se levanta. Acontinuación se estira la falda sucia yarrugada y se acerca a la puerta debarrotes.

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Las llaves tintinean en tus manoscuando sacas el manojo y, lentamente,introduces la correspondiente en lacerradura. El gruñido del metal te hacepensar que quizá no sea tan buena idea,pero en eso te pareces mucho a tu padre:cuando tomas una decisión, la llevas acabo hasta sus últimas consecuencias.

Los primeros segundos te mantienestenso, listo para defenderte si se leocurre atacar. Eres muy consciente delpeso del puñal en la parte trasera de tupantalón, pero tienes la esperanza de notener que utilizarlo. Cuando pasa a tu

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lado, os miráis en silencio, conteniendoambos la respiración. Pero una vezfuera, como ha prometido, no intentanada. Coloca sus manos delante de lafalda y se las sujeta mientras aguarda tusiguiente orden.

—Sube delante de mí —le indicas, yella obedece.

Despacio, ascendéis por la escaleramientras los peldaños crujen bajo elpeso de cada una de vuestras pisadas.

Una vez arriba, le señalas otro tramode escaleras para que se dirija a ellas,pero esta vez Fiara se detiene unos

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segundos a contemplar el salón con unsilencio reverencial. No hay más luz quela que se filtra por las cortinas rasgadas.Todo está igual que cuando tu padrevivía, pero con más polvo y mástelarañas. Para ti no hay nada quedestaque, pero para ella…

—¿Son… de verdad?Al principio no sabes a qué se refiere

y el miedo a que sea una treta te hacesacar el arma y apuntarle con ella.

—Te he pedido que no te detengas.Avanza.

Ella se plantea replicar, pero al final

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guarda silencio y cruza la enormeestancia para subir al segundo piso. Unavez allí, le indicas que debe avanzarhasta la puerta del fondo del pasillo.Tras ella se encuentra tu antiguo cuarto,el que usabas hasta que te quedaste solo.Algo en tu interior se revuelve por dejara una desconocida en un lugar que parati fue durante años el rincón más segurode todo el castillo. Cuenta con una camacubierta por sábanas y mantas que haspuesto esa misma mañana, una ventanacon barrotes que tu padre instaló cuandotú no eras más que un niño, y un aseo

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privado. También hay un armario en elque cuelgan cuatro vestidos que hassacado del arcón en el que Padre guardólas pertenencias de su esposa.

—Te he calentado agua en la bañera yahí tienes una pastilla de jabón y unatoalla. Tira tu vestido y pruébate los queencontrarás en el armario. Esperaréfuera —añades, pero antes de cerrar,señalas el reloj de mesa que hay sobreel alfeizar de la ventana—: Tienes diezminutos. Si te demoras, entraré.

—¿Y si no quiero… —empieza a

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replicar ella, para después añadir—:tirar mi vestido?

—Haz lo que te venga en gana —ydas un portazo.

—Gracias —la escuchas decir, yparece tan sincera que casi te hace sentirculpable. Casi.

Los primeros minutos aguardas con laoreja pegada a la madera, pero cuandoescuchas que se mete en la bañera,comienzas a recorrer el pasillo de unextremo a otro como una bestia ansiosa.¿Y si trata de romper los barrotes ysaltar al jardín? ¿Aguantarían? Son dos

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pisos, no se arriesgaría a romperse unhueso, ¿o sí?

Vuelves a pegarte a la puerta, pero noescuchas nada. Si estuviera intentandoalgo, se oiría, ¿verdad? Además, antesde dejarla sola has registrado hasta elúltimo rincón de la habitación y no habíanada que pudiera convertir en un arma.

Te obligas a relajarte y te acercas alborde de la escalera para mirar la horaen el reloj del salón. Solo han pasadocuatro minutos. ¿Y si no sale? ¿Y sitienes que dispararle? ¿Podrías soportar

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la soledad y la incertidumbre ahora quela verdad parece tan cercana?

Pasa otro minuto más.Y después, otro.Quedan cuatro.Tus manos acarician el arma cuando

faltan tres.En ese momento escuchas un ruido en

el cuarto y regresas a la puerta en un parde zancadas.

—Dos minutos… —la avisas,tentativo—. ¿Me has oído?

No obtienes respuesta y eso teinquieta aún más.

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—¿Me oyes? ¡Contesta! ¿Estás yalista? —gruñes al tiempo que abres yentras con el arma en alto.

—¡Eh!La chica solo tiene tiempo de

sujetarse el vestido verde que se estabaprobando para que no se le caiga alsuelo. Pero tú únicamente puedes pensaren que parece otra, con el cabelloempapado sobre los hombros, sin rastrode la mugre y con la ropa limpia.

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—Lo… lo siento —balbuceas.—Me quedaba un minuto —apunta,

enfadada.—Eh… sí. Pero no respondías.—Ayúdame con los botones de la

espalda, por favor —te pide, y tú tesonrojas cuando ella se da la vuelta ydeja su espalda al descubierto para quele abroches el vestido.

—Ya está —dices, y te alejas unpaso, obligándote a borrar de tu mente elpensamiento de que te hubiera gustadopoder acariciarla—. Vamos abajo. Hepreparado algo para comer.

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Regresáis al piso inferior siguiendo elmismo camino, con ella delante. Una vezallí, te arriesgas a no atarle las manos yle pides que se siente en una de lassillas que rodean la pequeña mesa demadera que hay en el centro de laestancia.

Apartas la cacerola en la queborboteaba el potaje que has preparadocon las verduras del huerto y lo colocasen la encimera para proceder a servirdos abundantes platos de comidahumeante. Uno se lo dejas a ella delante,

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con una cuchara y un vaso de maderalleno de agua.

—¿Tú no te sientas? —preguntaFiara.

—No —contestas, tajante.Te mantienes de pie, apoyado en la

encimera, cerca de ella para abalanzartesi decide huir, pero lo suficientementelejos como para que no pueda tirarte a lacara la comida o lo que se le ocurra.

Coméis en silencio. Para haberpasado dos días ahí abajo sin apenasprobar bocado, la ves bastante tranquila,disfrutando cada cucharada sin ansia.

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Mantiene los ojos clavados en el plato ytú en ella. Cuando terminas, te aclaras lagarganta y ella levanta la mirada.

—Sé… que no hemos empezado conbuen pie.

—Porque soy tu prisionera.—Sí… Por el momento sí. Pero si

haces lo que te pido, serás libre paramoverte por la casa y los jardines, comoyo.

—¿Y para salir al exterior?—No.—¿No?¿Por qué nunca tiene suficiente? ¿Por

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qué siempre tiene que porfiarte?—Eso… ya lo veremos.La sospecha oscurece su rostro.—¿Lo prometes?Esperas que no advierta que estás

mintiendo cuando respondes que sí. Alfin y al cabo, bastaría un descuido tuyopara que intentara cualquier cosa. Noesperará que seas tan incauto.

—¿Qué quieres saber?—¿Cómo es el lugar del que

procedes? —Esta vez no te has apuntadolas preguntas en ningún papel.

Ella se reclina en la silla y se queda

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pensativa unos segundos antes decomenzar a hablar:

—Pues… en el lugar del que vengono hay árboles, ni flores. Hay vegetacióny animales, por supuesto, pero estánprotegidos en urnas y recintosacondicionados para cuidar de todas lasespecies y que no se extingan —aclara.Parece un discurso aprendido dememoria—. Pero sí hay palacios quellegan hasta las nubes y forman bosquesde cristal. Opacos, de colores,transparentes como gotas de lluvia querecuerdan a un caleidoscopio. Las

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únicas paredes de madera o de ladrilloque existen son las que pertenecen aotros tiempos. No llevamos armas ytodos nos conocemos. La colaboraciónes fundamental y todos aportamosrecursos de los que podemos disponer.Como ves, tratamos de corregir loserrores del pasado.

En realidad, no lo puedes ver. Porqueno sabes ni cómo era el pasado ni quéerrores se cometieron. Pero, aun así,aquello no tiene sentido para ti: ¿cómopuede ser el mundo que describe ella elmismo del que huía Padre?

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—¿Tienes familia?—Vivo con mis hermanas y mi padre.—¿Y tu madre?—No la recuerdo.Sientes que algo se remueve en tu

conciencia.—Yo… tampoco la recuerdo.—¿A mi madre? —pregunta ella con

una sonrisa torcida que te contagia sin túquererlo.

—No, a la mía. Murió cuando yo eraun bebé. He vivido siempre con Padrehasta que… hasta que él también…

—¿De qué murió?

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—El frío se instaló en sus pulmonesy…

Ella frunce el ceño.—¿Por qué no viajasteis a la ciudad?

Allí existe cura para cualquier tipo deenfermedad.

Escuchar una solución tan sencilla deuna lógica tan aplastante hace quequieras romper algo, pero te controlasporque sabes que el odio que ahorasientes no está dirigido hacia ella, sinohacia Padre.

—Nunca he abandonado los murosdel jardín —confiesas, y lo que hasta

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ese momento te ha parecido algoadmirable ahora te produce vergüenza.

Pero Fiara no se burla de ti, alcontrario.

—Yo tampoco abandoné nunca mihogar. Hasta ahora. Mi padre me lo teníaprohibido. Pero yo necesitaba saber quémás había ahí fuera… y una noche nopude aguantarlo más y me marché.

—¿Cuánto tiempo llevabas viajando?—Seis días cuando llegué al muro por

primera vez. Pero luego investigué lasinmediaciones durante otros dos.

A toda prisa realizas un cálculo

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aproximado de a cuántos kilómetrospodría estar ese lugar del que procede yllegas a la conclusión de que, enrealidad, solo os separan unoscuatrocientos kilómetros. Quizá menos.

—No entiendo por qué Padre se alejóde la ciudad si quería evitar a losmonstruos. Allí podríamos haber estadoprotegidos —mascullas para ti.

—¿Qué monstruos?La pregunta te pilla por sorpresa.—Los del… exterior. Mi padre me

contó que solo con poner un pie fuera dela muralla vendrían a por mí; que eran

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capaces hasta de sentir y escuchar ellatido de nuestros corazones a través dela tierra y que tenían la piel tan dura quemuy pocos filos podían atravesarla.

Fiara mira más allá de ti, más allá dela ventana que tienes a tu espalda, yniega con la cabeza.

—Sé ocultarme bien. Pero creo que tupadre se equivocaba: no hay monstruosahí fuera.

Su inesperada respuesta te ofendetanto que no te salen las palabras, y ellalo nota porque añade:

—Quizá los hubo hace tiempo, pero

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ya no.Ese tipo de reflexiones suyas son las

que más te desconciertan porque hacenque te preguntes cómo podías creer queella era una de las amenazas de las quetanto te había hablado Padre. Y eso noes bueno. Tienes razones paradesconfiar, para no dejarte engañar.Necesitas pensar, ordenar tuspensamientos y valorar todo lo que hasaprendido.

—Por ahora es suficiente —dices,incorporándote.

—¿Ya hemos terminado?

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—Solo por ahora —te limitas aresponder—. Vuelve a tu habitación. Iréa buscarte cuando sea la hora de la cena.

—¡He respondido a todas tuspreguntas!

—Has respondido a algunas de mispreguntas. Aún no hemos terminado.

Fiara no insiste; quizá ha aprendido

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que no suele servir de nada. Se pone depie con enfado y se alisa la falda delvestido antes de abandonar la cocinaseguida por ti.

La encierras en su nueva habitación,esta vez con llave, regresas al salón,recoges tu chaqueta del perchero y tediriges al jardín. Debes cortar leña siquieres mantener la casa caliente. Decamino al grupo de árboles, te detienesjunto a uno de los rosales paracomprobar el estado de los capullos.Tras años dedicado a ello, Padre habíalogrado crear rosales luneros, capaces

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de florecer en cualquier época del añosi se les prestaba atención y se lesprotegía de las inclemencias del tiempo.Pronto relucirán los pétalos sobre elmanto de hojas doradas caídas de losárboles.

Arrancas el hacha del tocón en el quela dejaste la última vez y te remangasantes de comenzar la labor. Sientescómo se tensan todos tus músculos concada nuevo golpe, pero no te detienes.El esfuerzo te impide pensar en nadamás. Por un instante Fiara, el recuerdo

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de Padre e incluso el muro desaparecen,y solo estáis tú, el hacha y el tronco.

Cuando has partido suficiente leña,sudoroso y con los brazos temblandopor el esfuerzo, atas las maderas y te lascargas a la espalda. Es al levantar lamirada y dirigirla hacia el castillocuando adviertes que tu joven prisionerate está observando desde la ventana desu nueva habitación. Ni saluda, nisonríe. Se mantiene estática, pero noparece enfadada, quizá triste omelancólica.

Lo peor es que si esa actitud es una

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treta para lograr que poco a poco teapacigües… lo está consiguiendo.

A la noche preparas un asado en lalumbre y después dejas la chimeneaencendida para que caliente la casa. Conel frío creciente, agradeces que esanoche no haya ni rastro de la luna y que,por tanto, el humo que abandona lostejados del castillo sea invisible paracualquiera que mire en esa dirección.

Fiara se come solo la mitad de suración, mientras tú te entretienes

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royendo hasta la última fibra de carne delos huesos del animal.

—¿No te ha gustado? —preguntas,limpiándote la grasa de los labios con lamanga de la camisa.

—Sí, pero no tengo hambre —explica—. Pero estaba mejor de lo que habíaimaginado.

—No es la primera vez que comesesto —comentas, incrédulo.

—Claro que sí. Ya te he dicho que dedonde yo vengo los animales se crían enreservas y se protegen.

—Entonces ¿para qué…?

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—¿Puedo hacerte yo una preguntaahora? —te interrumpe, y aunque alprincipio te molesta, terminas asintiendo—. ¿Lo que hay en el salón… sonlibros? ¿Libros… reales?

Extrañado, frunces el ceño.—Claro, ¿qué van a ser si no?—¿Podemos ir a verlos, por favor?

—La emoción reluce en sus ojos.La petición te resulta tan extraña e

inocente que respondes que sí.Abandonáis la cocina y, cuando llegáis ala estancia principal, Fiara correesquivando los sofás y la mesa principal

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hasta una de las estanterías de la pared.Es tan inesperada su reacción que tedescubres con el puñal en la mano,aunque enseguida vuelves a envainarloen tu cinturón.

La chica acaricia los cantospolvorientos de los libros con unadelicadeza reverencial. Sus labios semueven casi imperceptiblementemientras va leyendo en voz baja lostítulos de cada uno de ellos. La mayoríason enciclopedias antiguas, tratadoshistóricos de tiempos ya olvidados, atlasde tierras que tú siempre has creído tan

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lejanas como si pertenecieran a mundosinventados…

—¿Puedo…? —pregunta, señalandouno con el dedo.

—Eh… sí, adelante —contestas, yella lo libera de su hueco de laestantería.

Después camina hasta la chimenea yse sienta delante del fuego con laspiernas cruzadas bajo la falda delvestido. Cuando abre la tapa, se levantauna nube de polvo que, a la luz delfuego, te recuerda las partículas que sedesprendían del vuelo de las hadas que

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aparecían en los cuentos que Padre teleía de niño.

Hojea las primeras páginas porencima, pero sobre todo se entretienepasando las hojas hacia delante y haciaatrás, con una sonrisa creciente en suslabios.

—¿También es la primera vez que…ves un libro?

—Es la primera vez que veo un librode papel, sí. Había oído hablar de ellos,claro, pero no existen allí de donde yovengo.

—Pero sabes leer.

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Ella asiente.—Utilizamos dispositivos con

pantallas que…—¿Dispositivos?—Sí, ¿no sabes qué son? —te

pregunta, tan extrañada como si lehubieras dicho que ignoras qué es unanube—. Es raro que tu padre…

—Mi padre prefirió enseñarme todolo que necesitaba conocer a este ladodel muro —la interrumpes, ofuscado—.¿Qué son esas cosas?

Si a Fiara le molesta tu desplante, nolo demuestra. Medita unos instantes

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buscando la manera de explicarse hastaque da con la solución.

—Son… como espejos negros —responde—. Espejos mágicos que tepermiten ver lo que desees. Momentosdel pasado, lugares lejanos, realidadesinventadas… Puedes comunicarte conquienes se encuentran a miles dekilómetros. Llevaba uno en mi bolsa. Siquieres…

—No —la detienes, asustado—. Noes necesario.

Todo lo que ella cuenta te pareceimposible, como sacado de un cuento,

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fantasías idénticas a las que aparecen enel…

De repente te pones de pie, como sihubieras recibido un calambrazo.

—¿Ocurre algo?—Se… se está haciendo tarde.

Puedes llevarte el libro a la habitaciónsi quieres seguir leyéndolo. Pero tienesque volver a tu cuarto. Ahora.

—¿He dicho algo que…?—No. Estoy cansado. Date prisa —

contestas con premura, mientras teacercas a apagar el fuego de lachimenea. Pero justo cuando vas a dar

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un paso, tu pie tropieza con una arrugade la alfombra y pierdes el equilibrio.

De repente te ves cayendo sobre lasllamas, sin ningún asidero al queagarrarte y con el calor creciente sobrela piel. En la fracción de segundo en laque sucede todo, te da tiempo a esperarlos arañazos del fuego, pero de prontosientes un tirón desde la espalda y caes,dándote un golpe en la cabeza contra elsuelo.

Detrás de ti, Fiara se yergue con lamano con la que te ha apartado aúnextendida.

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—Estás sangrando —dice, y altocarte detrás de la oreja sientes que losdedos se te llenan de sangre—. Déjameque te ayude…

Pero cuando va a darte la mano paraque te levantes, tú la apartas de unempellón y, torpemente, te pones de pie.Respiras tan fuerte que parece que estésgruñendo. No entiendes qué ha sucedido.¿Por qué no ha aprovechado el momentode tu caída para escapar? ¿Por buenavoluntad o por miedo a quedar atrapadaen una de las trampas instaladas en eljardín?

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—Al menos déjame ver si es grave —insiste.

—¡Vete! —repites, ofuscado y sinquitarte la mano de la cabeza—. Por…favor.

Ella no insiste. Recoge el libro delsuelo y sube las escaleras, cabizbaja. Túla sigues hasta el dormitorio. Pero antesde cerrar la puerta, se vuelve y dice:

—Si dejaras de tener miedo de mí,podría demostrarte que ni somos tandiferentes, ni he venido a hacerte daño.Que ha sido casualidad que nos hayamosencontrado.

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Cierras los ojos cuando da el portazoy tardas unos segundos en echar la llave.Después te diriges a las escaleras ysubes otro piso hasta tu cuarto. Allí tevas al aseo y tomas agua de la palanganapara limpiarte la cabeza. Te escuececuando pasas la mano por la herida,pero no, no es grave. Rebuscas en elarmario la botella de alcohol queutilizaba Padre en casos como aquel y teechas un chorro en el arañazo. Contienesun grito cuando sientes el latigazo ydespués te colocas una gasa que enrollasalrededor de la cabeza para sujetarla.

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Te ha salvado en lugar de dejarte caera las llamas.

Tu prisionera. Fiara. De haber estadoen su lugar, sabes bien que tú no lohabrías hecho. Que habrías aprovechadoel error de tu captor para rematarlo yhuir del castillo.

Pero ella no.¿Y aún te preguntas qué más pruebas

necesitas para darte cuenta de que Fiarano supone un peligro, que no es una delas amenazas que tanto asustaban aPadre?

Te sobreviene la culpa al valorar con

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mayor certeza esa posibilidad. ¿Y si hasmantenido cautiva a una chica inocente,sin más motivos para temerla que losdelirios de Padre? ¿Y si al final logrócontagiarte su locura, sus paranoias?

Regresas a tu habitación y te sientasal borde de la cama con los ojosclavados en la ventana. Tu reflejo tedevuelve la mirada, envuelto en laoscuridad del exterior. El viento agitalas ramas de los árboles, aunque no losves, y sin poder evitarlo recuerdas elprimer día que descubriste a Fiara entre

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el follaje y la confundiste con uncervatillo.

Las únicas razones que te ha ofrecidopara desconfiar de ella han sido las quete has inventado. ¿Acaso no habríassaltado tú también el muro en busca decobijo y comida de haber estado seisdías vagando por un bosque repleto depeligros?

¿Tendrías que haberla matado laprimera vez que tuviste oportunidad?¿Serías más feliz si continuaras solo?Entierras la cabeza entre las manos,avergonzado, confundido, y poco a poco

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te dejas caer sobre la cama. Sabes quelas gotas de sangre que aún manan de tunuca van a manchar el almohadón, perote da igual. Te obligas a cerrar los ojos,a dormirte. A olvidar.

Y entonces te despiertas y no recuerdasqué pesadillas has tenido, aunque en tuinterior permanece la sensación depeligro. Intentas recordar qué era lo quesoñabas, porque así al menos te daráscuenta de que no hay razón para estarasustado.

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Vuelves a cerrar los ojos y aprietascon fuerza. ¿Qué era, qué era…? Habíasoldados de plomo, relojes, hornos,cuchillos…, y parecían marchar hacia ti,pero no en manos de humanos, sinosolos… Y cada vez estaban más cercadel castillo… ¿Ves? Ensoñacionesabsurdas. Pero, entonces ¿por qué te hanparecido tan reales? Había algo más…Había… un espejo con el cristal tannegro como ala de cuervo. Pero depronto… de pronto se iluminaba y su luzno solo te cegaba, sino que te enfocabadirectamente a ti, que hasta ese momento

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te habías mantenido oculto entre losárboles. Y de pronto todos los objetosencantados te descubrían y se dirigíanhacia ti. Había sido al imaginar ladentellada de un cepo en el brazocuando te despertaste.

La luz de la mañana te otorga el valor

que te faltaba para decidirte a liberar a

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Fiara. Por mucho que trates deencontrarlas, no existen más excusaspara desconfiar de ella. Sientes lavergüenza de tu padre recayendo sobreti, pero no te importa. Él ya vivió suvida y tomó sus decisiones. Ahora tetoca a ti.

Una vez vestido, te diriges al armariode la habitación y sacas el diario de tumadre. Y esta vez, cuando lo relees porencima, te obligas a pensar que quizá notengan que ser historias producto de suimaginación, sino crónicas de tiemposlejanos, leyendas…, lugares fascinantes

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que tal vez existan más allá del jardín yque no debes temer, sino quererexplorar. Lugares como aquel del queproviene Fiara. Así que decidescompartir con ella tu secreto mejorguardado para ver si así, al menos,obtienes tus ansiadas respuestas.

En lo alto de la torre fue dondeescondiste la bolsa de tela que Fiarallevaba cuando cayó en la trampa deljardín. Con cuidado, la vacías sobre lamesa y compruebas de nuevo que no

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haya ningún arma. El espejo negro sigueahí y esta vez lo coges y lo levantas paraobservar tu imagen: el cabello tan largoque te llega hasta los hombros, los ojosazules, idénticos a los de Padre, lamandíbula, de tu madre, cubierta por unabarba incipiente.

El espejo es tan fino como la hoja detu puñal, no tiene mango y una de lascaras es opaca y de un material duro queno reconoces. Tratas de averiguar cómopuede hacer que veas algo más allá de tureflejo, como decía Fiara, pero al cabode un rato te das por vencido.

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Ella está despierta y vestida cuandoregresas al primer piso y abres supuerta. Se encuentra sentada junto alalfeizar de la ventana, con el libroabierto sobre las rodillas.

—Buenos días, ¿qué tal está tuherida? —pregunta.

Tú, que hasta ese momento habíasolvidado el suave dolor sobre la nuca,respondes que bien.

—He decidido que… que voy aconfiar en ti —añades, y esta vez ellacierra el libro y te mira con un nuevotipo de curiosidad.

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—¿De veras?Por respuesta, asientes y te apartas de

la puerta, serio para que no piense quepuede aprovecharse de lascircunstancias.

—Si quieres marcharte, no tedetendré.

—¿Y las trampas del jardín?—Te guiaré para que no caigas en

ninguna.Ambos os quedáis en silencio hasta

que ella pregunta:—¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Qué te

ha hecho cambiar de opinión?

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Te encoges de hombros.—Si me hubieras querido hacer daño,

ya lo habrías hecho.—Entonces ¿soy libre?—Para ir donde quieras. —Y le

entregas la bolsa.Ella recoge sus pertenencias,

comprueba al momento si está todo y sepone el anillo en el dedo. Tú aguardassin decir palabra ni moverte.

—¿Y si… quisiera quedarme? —dicede repente—. ¿Podría?

—¿Por qué ibas a querer quedarte?

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—Aunque tratas de evitarlo, no puedesevitar ser suspicaz.

Ella se acerca y se encoge dehombros.

—Tengo curiosidad por saber quiéneres realmente cuando no te comportasde una manera tan… distante; cuando nome tienes miedo —añade, mirándote desoslayo—. Y también por leer los demáslibros que guardas ahí abajo, por sabercómo cultivas tus alimentos y las floresde fuera, por estudiarlas de cerca…

Si no fuera por el tono tan sincero con

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el que habla, pensarías que se estáburlando de ti como al principio.

—¿Me dejarás? —repite.—Si es lo que quieres…—Sí, es lo que quiero.No has advertido en qué momento se

ha acercado tanto a ti, pero ahora erescapaz de percibir su aroma y debesexcusar un ataque de tos para alejarteunos pasos, nervioso.

—Pero yo también quiero que hagasalgo por mí —dices, y ella alza una ceja—. Enséñame a utilizar ese espejo tuyo.Necesito saber qué hay más allá; lo que

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me estoy perdiendo… y lo que me heperdido. Y también dime si algo de estotiene sentido para ti —añades, y sacasdel pantalón el diario de tu madre—.Por favor.

—¿Qué es? —pregunta.—Son historias que mi madre

escribió para mí, pero intuyo que hablansobre lo que sucedió en el mundo másallá del muro, antes de que yo naciera, ynecesito que me digas si estoyequivocado.

Fiara extiende la mano.—¿Puedo…?

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Le cedes el cuaderno y ella se sientaen la cama a leer. Tú te mantienes depie, caminando de un lado a otro de lahabitación, nervioso, mientras ella vapasando las páginas hasta que llega a laúltima. Entonces cierra el diario degolpe y te lo devuelve.

—Lo… lo siento.Tú la miras sin comprender.—¿El qué? ¿Qué ocurre?Ella se pone de pie, nerviosa.—Estoy… estoy bien. Solo

necesito… —Trata de marcharse, perotú se lo impides. Le sujetas el brazo con

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delicadeza y le pides que te cuente loque pasa.

—¿Qué has leído? Dímelo, te loruego. Llevo años ahogándome en esashistorias, tratando de encontrarles algúnsentido y creo…, no sé…, que tú puedesayudarme. Por favor, Fiara.

—En el lugar de donde vengo no nosdejan hablar de la guerra del viejomundo —contesta, abatida.

—Pero ya no estás allí… Estás aquí.Conmigo.

Algo debe de ver en tus ojos que la

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sosiega lo suficiente como para decidirsentarse y añadir:

—Puede que me equivoque, pero creoque estas historias de tu madre narran laguerra que lo cambió todo.

—¿Qué sucedió?Con la mirada te suplica que la

eximas de explicártelo, pero tú temantienes estoico y aguardas hasta queella se da por vencida.

—Las guerras forman parte deldevenir del ser humano, al igual que elvivir en sociedad. Guerras por protegerun territorio, por conquistar nuevas

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tierras, por vengar una causa, por el másirracional de los odios; algunas, incluso,en nombre del amor… Las guerrasfueron evolucionando con el paso de losaños y, cuando ni el fuego ni las espadasfueron suficientes para combatir, seconstruyeron criaturas de metal para quelucharan a las que se llamó robots.

Sientes que al escuchar a Fiaratambién oyes las palabras de tu madrehablándote desde el más allá,descubriéndote que ya eres mayor paraentenderlo todo.

—Pero, sin advertirlo, los robots

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fueron haciéndose cada vez mássofisticados, más inteligentes… y másfuertes. Y con la inteligencia llegó eldolor. Y con la fuerza, la necesidad derebelarse. Exterminaron casi porcompleto a la raza que los había creado,y solo cuando se aseguraron de que yano resultaban una amenaza para ellos, sedetuvieron. Pero aquello pasó hacemucho tiempo, Alainn —aclara paratranquilizarte.

—¿Y tú… los has visto? —preguntas,con la garganta seca por la conmoción

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del relato. Cuanto más te cuenta, másnecesitas saber.

—Sí. Los he visto.—¿Libres?Ella asiente.—Tus padres debieron de marcharse

cuando aún estábamos en guerra y nuncasupieron que las batallas habíanconcluido y que la ciudad era segura.Me pregunto… me pregunto si habrámás gente como tú: aislada por el miedoen otros lugares, sin saber que puedenregresar cuando quieran.

«Ahí lo tienes», piensas. La respuesta

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que tanto ansiabas. Pero no puedesevitar sentir un hondo pesar al dartecuenta de que tus padres murieronasustados de un mundo que ya no erapeligroso.

—En cuanto al espejo, mira —añadeFiara mientras lo saca de la bolsa yacaricia el cristal.

Basta con que apoye las yemas de susdedos en él para que una luz azuladaemane de la superficie y haga que teapartes, asustado.

—Tranquilo —te dice ella, y se

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acerca a ti—. ¿Lo ves? No pasa nada.Solo lo he… encendido.

—¿Lo crearon los robots? —preguntas, temeroso.

—No, los hombres. Venga, déjame tumano para que te reconozca a ti también.

Con delicadeza, sujeta tu dedo y locoloca en el centro del cristal.

—Obedece a Alainn —pide, y luegote dice—: Preséntate.

Aunque algo extrañado, obedeces.—Hola…, soy Alainn.Suena una leve campanilla y Fiara

sonríe.

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—Listo. Ahora pídele lo que quierasy él te lo mostrará.

Te lo pone en las manos y tú lo sujetascomo si fuera un recién nacido quepudiera romperse con el más leve de lossuspiros.

—No tengas miedo —te dice ella,sonriente.

—Quiero… quiero… —Tantas cosasque eres incapaz de decidirte por una y,avergonzado, haces el ademán dedevolvérselo. Pero ella te detiene.

—Muéstrame el mar —le dice ella alespejo, y al segundo siguiente la pantalla

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os enseña una inmensa manta azul conolas rompiendo en la orilla.

Incapaz de contenerte, sueltas unacarcajada. Hasta ese momento el marpara ti no era más que viejas fotografíasestáticas y pinturas en los libros. Peroen el cristal, el mar tiene vida, las olasbarren el azul con su espuma…

—Mu… muéstrame las estrellas —pides, y con la misma celeridad, lapantalla se vuelve tan oscura como grisestá el cielo más allá de la ventana y enella surgen las constelaciones que tu

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padre te ha enseñado a nombrar—. Esmagia…

—Algo así, sí —comenta Fiara, antesde pedirte que salgáis al jardín.

Como durante la noche el frío se haincrementado, le dejas uno de losabrigos de Padre para que se cubra conél. El cielo está encapotado, a punto dellover, pero eso no impide que la chica,al poner un pie fuera, respire hondo yestire los brazos como si estuvieraabrazándole el más cálido de los soles.

Te dedicas a desactivar todas lastrampas que has puesto alrededor del

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castillo, a quitar los cepos, a desmontarlas cercas de espinos y a guiarla por elcamino correcto, para no caer enninguno de los socavones que habíasabierto hasta que puedas taparlos denuevo. Ella te acompaña de la mano y tesigue hasta el rosal, frente al que searrodilla embelesada. Con delicadeza,acaricia los pétalos de una de las floresy después aproxima la nariz para inhalarsu aroma.

—¿Qué tienen las rosas que llamantanto tu atención? —preguntas.

—Es la primera vez que veo tantas

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creciendo salvajes, la primera vez quepuedo tocarlas, olerlas… —dice,acariciando los pétalos.

—¿No hay rosales en el lugar dedonde tú vienes?

Ella niega.—Una sola rosa. Con su tallo y sus

espinas. Eso es lo que conservamos enmi hogar. Un tulipán, una margarita, unaorquídea… Es una de las reservas quemás me gusta visitar. Puedo pasarmehoras contemplando las miles de floresdistintas que se guardan allí. Pero solohay un ejemplar por tipo.

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—¿Una por especie?Ella asiente, aunque enseguida se

queda taciturna.—Hasta ahora… nunca había sentido

que necesitara que hubiera más. —Laveneración con la que acaricia la flor esconmovedora—. Antoine de Saint-Exupéry, un hombre que vivió hacemucho mucho tiempo, escribió una vez:«Si alguien ama una flor de la que noexiste más que un ejemplar entre losmillones y millones de estrellas, esbastante para que sea feliz cuando miralas estrellas».

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—Pues ahora todas estas son tuyas —dices en un exabrupto, y enseguidasientes que te sonrojas. Pero de prontoFiara se abalanza sobre ti y te da unabrazo inesperado.

Tu primer impulso es el de separarte,pero logras ahogar las ganas y, poco apoco, se lo devuelves, tratando sin éxitode recordar la última vez que alguien teabrazó.

—Gracias —te susurra al oído, y conesa palabra se evaporan los últimosretazos de duda que podían quedar en tuinterior.

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Los días siguientes los pasáis sinabandonar la protección de los muros.¿Para qué? Cultivar el huerto, plantarnuevas flores, cortar las malas hierbas ylas lecturas nocturnas os mantienendistraídos.

Poco a poco, os vais abriendo el unoal otro, como si aquel abrazo hubierasido la llave que necesitabais. Tú lehablas sobre cómo era Padre, laadmiración y el cariño que leprofesabas, a pesar de su aparente

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frialdad; ella te habla sobre sushermanas, a quienes quiere, pero a lasque no entiende porque siempre tienensuficiente con lo que la vida les ofrece,y de su padre, que es severo eintransigente, pero que la quiere conlocura.

Ella aprende a cocinar, tú a utilizar elespejo. Así descubres un millón dehistorias sobre el mundo que te rodea ysobre el mundo que rodeaba a tusantepasados. Las imágenes que surgenen el cristal son tan realistas que quieresacercar la mano y tocarlas, y aún a día

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de hoy tienes que controlarte para nohacerlo. Y también te desvela un secretosobre el anillo de cristal que siemprelleva con ella: es igual de mágico que elespejo y están conectados. En el espejopodrá ver lo que vea el portador de lajoya, pero aparte sirve para algo aúnmás sorprendente.

—Con él puedes viajar —te explica—. Si guardas en el interior de estecristal una hoja, el hueso de un fruto oincluso un pedazo de la raíz de un árbol,te lleva al lugar donde se encuentre laplanta original, esté donde esté. Se

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llama teletransporte y este es el primerprototipo creado por mi padre.

De nuevo sientes la necesidadimperiosa de abandonar los muros ycomprobar con tus propios ojos quePadre se confundía; que no hay razónpara tener miedo.

Fiara también te descubre laspelículas y te enseña un centenar decanciones a diario, algunas solocompuestas por música y otras enidiomas que desconoces. El espejo escapaz de cantar en mil lenguas. Pero loque más adora Fiara son las flores del

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jardín; puede pasar horas observándolasy estudiando cómo los abejorros vuelana su alrededor, atraídos por su néctar.

Con el tiempo, te cuesta creer que unavez trataras de cazarla o que laencerraras en el sótano; que fuerasincapaz de hablarle con delicadeza opedirle cualquier cosa por favor. Sunombre suena diferente, lo sientesdiferente, porque ella es ahora diferentepara ti. Desconoces cuándo hasempezado a querer madrugar más paraaprovechar cada segundo del día conella, o a estudiar en secreto todos los

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libros sobre botánica de tu padre paracontarle más secretos sobre las floresque tanto admira, o a desear que el fríoos dé un respiro para que podáis pasearpor el jardín cuando anochece. Peroahora, sencillamente, quieres ser mejor.Por ella. Y demostrarle que tambiénpuede aprender de ti, que tu pequeñomundo guarda secretos que ahoraquieres compartir con ella.

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El primer beso tiene lugar sobre laalfombra del salón, frente a la chimenea,donde el fuego devora los troncos sinpreocuparse ya de si la luna está nueva ollena. Mientras Fiara lee, tú la miras contanta intensidad que acaba escuchando tusilencio, y entonces, cuando lo hace, nopuedes contenerte y te acercas a ella conprecaución. Una precaución muy similara la que debías guardar el primer díaque la conociste cuando le acercaste lamanzana en su celda. Y ella, con la

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misma soltura con la que te la robó, teentrega su beso. Es un beso torpe; elprimero que has dado nunca, pero elinstinto te pide que te dejes llevar y túobedeces.

Los que le siguen van siendo cada vezmás intensos, más valientes yarriesgados, más perfectos solo porqueson vuestros. Besos hambrientos,salvajes…, besos que se transforman encaricias, que se transforman en abrazos,en pieles desnudas, en respiracionesentrecortadas, en suspiros y gruñidos ymás besos y más abrazos, y en sonrisas

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que prometen primaveras cuando fuerasolo hay inviernos.

Una mañana, cuando despiertas, teencuentras a Fiara contemplando eljardín desde la ventana. Envuelve sucuerpo desnudo con una manta, ensilencio.

—¿Qué piensas? —le preguntas.—Solo queda una rosa sin marchitar.

Quiero conservarla.Así que os vestís, os abrigáis y salís.

La nieve cruje bajo vuestras botas, pero

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el temporal parece haberos dado unrespiro y ahora el sol arranca destellosde la nieve. Camináis hasta el rosalentre risas, con el hielo amenazando contiraros. Fiara se sujeta a tu brazo cuandose escurre y tú estás a punto de irte alsuelo también.

—Ya lo puede valer esta rosa —comentas entre risas.

—¡Lo vale! —contesta ella.Eres tú quien carga con la tijera de

podar, pero cuando llegáis, se la cedes aella. Le indicas por dónde y cómohacerlo para tratar de replantarla

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después en casa, aunque le adviertes queno siempre funciona, mucho menos eninvierno. Tú te acuclillas a su lado y laobservas con atención mientras ellaacerca su mano al tallo, prepara lastijeras… y se pincha en el dedo.

Y no sangra.Fiara parece no haberse dado cuenta

de lo que acaba de suceder y, por uninstante, piensas que lo has imaginado.Pero la parte que sabe que no es así telleva a agarrar la mano de la chica, quese da cuenta en ese momento de que algosucede. Estudias su dedo índice hasta

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que das con ello: un punto, un agujeroprofundo en la piel, donde la ha mordidoel pincho de la rosa.

Pero no hay sangre. Ni una gota. Yella ni siquiera lo ha sentido. La mirassin comprender y ella también te mirasin entender.

—Te has pinchado —dices como unniño pequeño—. Y no… te duele.

Ella se estudia el dedo, que aúnsujetas con tus manos, y la preocupaciónnubla su gesto.

—No me duele —dice, extrañada.Y por si aquello no fuera suficiente,

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suelta las tijeras y vuelve a agarrar eltallo de la rosa recién arrancada paraabrazarla con toda la palma de la manoabierta. Solo verlo te hace entrecerrarlos ojos, pero ella se muestra impasible,y cuando abre la mano, ves lospinchazos, de nuevo, sin una gota desangre.

En un impulso, recoges las tijeras delsuelo y te separas de ella con la menterevolucionada.

—Alainn… —dice ella, pero tú tesigues alejando.

El mundo da vueltas a tu alrededor y

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sientes un sudor frío.—¿Qué eres? —preguntas, aturdido.

Y la apuntas con el filo de laherramienta—. ¡¿Me has mentido?!

—Por favor…—¡No te acerques! —exclamas, y el

miedo te deforma la voz hasta el puntode no reconocértela—. ¡Eres uno deellos! No debí fiarme… No debí…

Su piel helada, incluso cuandoestabais haciendo el amor, su forma decomer, su espejo mágico… Las piezasvan encajando en tu cabeza con la

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historia que durante meses habíasolvidado: la del diario de tu madre.

Soldados de plomo. Cajas de música.—¡Alainn, escúchame! Te lo puedo

explicar. No quería… ¡Te lo iba acontar!

—¡Cá… cállate! ¡Eres uno de losmonstruos! —gritas, y te alejas de ellatan rápido que no adviertes la placa dehielo que hay sobre el camino degravilla.

Esta vez Fiara está demasiado lejospara evitar la caída. Tropiezas y teprecipitas en uno de los socavones que

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tiempo atrás habías preparado paracapturarla. Sientes el golpe, oyes elsonido de algo crujiendo, pero, de unamanera mucho más clara, notas ellacerante dolor de las tijeras de podardesgarrándote el muslo izquierdocuando te precipitas en el hoyo quehabías excavado.

—¡Alainn! —grita ella, saltandodentro del agujero con su agilidadhabitual.

El dolor no te deja pensar; no te dejacasi respirar. Tu pierna está doblada enun ángulo imposible. Gritas. Ni siquiera

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adviertes que las lágrimas ruedan portus mejillas. Es tanto el sufrimiento que,sin saber cuándo, todo se vuelve negro.

Lo primero que adviertes es un olormetálico que te penetra las fosas nasalesy se instala en tu cerebro. Cuando abreslos ojos, sientes el dolor. Tardas enreconocer su origen: la pierna. El dolorestá tan extendido que cada movimiento,por muy leve que sea, incluso el de turespiración, te provoca un latigazo, ytardas en comprender qué sucede, en

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recordar qué ha pasado, cómo hasllegado hasta la cama de tu antiguahabitación.

Entonces apartas la sábana que tecubre desde la cintura y te das cuenta deque el dolor que sientes en la pierna esficticio, te lo estás imaginando, pues lapierna ya no está.

En su lugar solo hay un muñón a laaltura del muslo cubierto por una gasaensangrentada. La impresión te haceperder el conocimiento.

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Aceptar que no es una pesadilla es lomás difícil. Y arremetes contra todo loque tienes a mano, furioso como nuncalo has estado, sin importarte el daño,mientras lloras lágrimas amargas.Entonces reparas en la carta que haysobre la mesilla de noche. El merohecho de estirar el brazo dispara unanueva punzada de dolor por todas tusterminaciones nerviosas, pero necesitassaber qué te ha pasado mientras noestabas consciente, y quizá ahí loaverigües.

Está firmada por Fiara y en ella

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explica que intentó por todos los mediossalvarte la pierna, pero fue inútil. Pormiedo a que se infectara, tomó ladecisión de sedarte y amputártela. Noespera que la perdones, pero debesentender que lo hizo por tu bien y que tepromete que volverá con una solución.Que correrá sin detenerse hasta laciudad y estará de regreso tan prontocomo sea posible.

A continuación te explica cómo debeshacerte las curas, y que te ha dejadoagua y comida a mano para aguantartodo ese tiempo. También unas muletas

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improvisadas, pero que trates de nomoverte. Y que, por favor, la perdones.Que ella está igual de asustada que tú yque espera regresar con respuestas.

Te dejo el espejo para que

sepas de mí siempre que lonecesites. Solo pídele que temuestre dónde estoy y lo hará.Regresaré y lo entenderás todo,te lo prometo. Confía en mí.

La relees varias veces con una

angustia creciente. No puedes moverte.

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El castillo ya no es un lugar seguro.Fiara no es como tú. Fiara no sangra nisufre dolor. Fiara, al final, ha resultadoser uno de los peligros de los quetrataba de protegerte Padre… y ahoratambién, al aparecer, tu única salvación.

La siguiente vez que te despiertastienes la boca seca. Como prometió,Fiara ha dejado un barril de agua junto ala cama y un cazo para que puedasservirte. Bebes con ansia y cuando tehas saciado tomas el espejo de lamesilla. Tu intención es romperlo, peroentonces te preguntas… si es racional el

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miedo que sientes, tu odio exacerbadocuando claramente ella nunca trató dehacerte daño; cuando te suplicó que ledejaras explicarse.

Además, ¿qué significa en realidad?¿Justifica de algún modo el miedo quePadre te enseñó a tener? ¿Es Fiaraalguien distinto a quien conocías? Lacabeza te da vueltas con tantas preguntasy tantas decisiones, y no puedes evitarque, de rabia, confusión o pena, lloresunas lágrimas que te arrancas con lamano. En el fondo necesitas saber dóndeestá y por eso tomas el espejo entre las

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manos temblorosas y te quedasobservando tu reflejo. El recuerdo delos días con Fiara te perfora el almacuando le pides que te muestre dónde seencuentra.

El cristal despierta de su letargo y enél aparece un borrón que poco a poco vatomando la forma de un camino conárboles a ambos lados. Parece que estéscorriendo entre la maleza a todavelocidad. Escuchas su respiración yves sus piernas moviéndose a unavelocidad sobrehumana. Como si sehubiera colgado el anillo del cuello.

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—Ya voy, Alainn —la oyes suspirar,y das un respingo al creerla en lahabitación, contigo. Y no sabes si esporque es lo que más deseas en elmundo o porque es lo que más temes.

Pasas horas con la mirada clavada enel espejo, en silencio, ignorando elhambre y a tu vejiga, y al final, cuandoempieza a dolerte la cabeza, decidesintentar levantarte para hacer tusnecesidades. Debes contenerte para norugir de dolor cuando te estiras a por lapalangana que te ha dejado tambiéncerca a modo de orinal. Sientes la

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pierna, pero no está, y mantener elequilibrio es casi imposible. Pero alfinal, torpemente, lo logras. Una vezcalmadas todas las necesidades, vuelvesa tumbarte y dejas que el sueño te llevede nuevo con él.

Al principio confundes los golpes conlos latidos de tu corazón. Pero cuandoabres los ojos, te das cuenta de que losruidos vienen de fuera, del bosque másallá del muro. No hace falta que teincorpores para saber que algo o alguien

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está tratando de tirar abajo el portón. Losabes porque suena como cuando padretrataba de probar su resistencia.

Inválido como estás, solo te quedarezar y preguntarte si la ayuda está encamino.

La única luz que hay en la habitaciónes la que desprende el espejo. Lo tomasy lo ocultas bajo las sábanas justocuando en él aparece Fiara. Se havestido con unos pantalones de panatuyos sujetos con un cinturón, camisaancha y abrigo. También reconoces tusbotas en sus pies cuando atraviesa la

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puerta de cristal de una inmensa salallena de camillas y armarios blancos.Debe de haber llegado ya a la ciudad yahora se mueve con sigilo con la bolsade tela colgada en la espalda.

Abre uno de los armarios y comienzaa sacar cosas de los estantes parameterlas en el saco. Lo hace tan deprisacomo puede, moviéndose por el cuartoen absoluto silencio… hasta que, depronto, se abre la puerta por la queacababa de entrar y se vuelve.

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En el castillo, los golpes del exteriordejan de oírse de repente y, pasadosunos segundos de calma, algo detona enel jardín como un trueno. La explosiónhace que las astillas y los fragmentos derocas lleguen incluso hasta tu ventana.Más allá del cristal, se alza unahumareda.

—Papá… —logra decir Fiara en el

espejo antes de que dos criaturashumanoides con aspecto fiero y

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metalizado se aproximen a ella parainmovilizarla—. Papá, ¡¿qué haces?!

—Arrancadle el anillo.—¡Padre, no! Padre, por favor…—Tu misión ha concluido, Fiara —

dice él, acercándose para acariciarle lacara.

—No. Tengo que regresar. Necesitami ayuda.

—Da igual lo que te prometiera: hadescubierto tu origen y ahora sabe denuestra existencia. Vendrá a pornosotros.

Uno de los dos seres le quita el collar

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y lo guarda en una bolsa de tela, y a ticon él, aunque sigues escuchando lo quese está hablando.

Afuera, no sabes cuántos intrusos puedehaber ni cómo te han encontrado, perosabes que tu vida depende de lo quesuceda al otro lado del cristal.

—¡Me enviaste para encontrar

supervivientes y demostraros que no sonpeligrosos si no les atacamos!

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—Fiara, el humano estaba a punto deasesinarte cuando descubrió tu secreto.

—¡Eso no es verdad! ¿Cómo…?—¿… lo sé? —la interrumpe él—.

¿Acaso crees que dejaría que mi hija, micreación más perfecta, vagara sola y sinprotección? El anillo me ha permitidosaber en todo momento dónde estabas ylo que sucedía. Estuve a punto de enviaruna patrulla cuando te quitó la joya, peromi paciencia tuvo su recompensa.

No hace falta ver lo que sucede alotro lado de la bolsa para entender que

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Fiara está llorando y se sientetraicionada.

—Me has utilizado… ¡Me mentiste!—La oyes gritar, y en tu interior tambiéngritas con ella.

—No te mentí. Te puse a prueba,como siempre he hecho. Porque eresúnica. La mejor. Tu cerebro es una obramaestra que ahora podremos replicar.Has logrado engañar a uno de ellos, ¡hashecho que se enamorara de ti! ¡Inclusohas llegado a creer que tú también loestabas!

—¡Le quiero de verdad!

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—Pero ¿no ves que eso es imposible?No tienes corazón con el que querer.Todo es una ilusión de la excepcionalréplica cerebral que te implanté. Unaperfecta ilusión. Y sabiendo quefunciona, podremos crecer, ser másfuertes, cazar a los pocos humanos quequedan con vida y ser por fin totalmentelibres. Fiara, hija, gracias a ti somos unpoco mejores. Pero ahora debes dejarque nosotros nos encarguemos.

Regresan los golpes, pero esta vez los

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oyes más cerca. Están a las puertas delcastillo.

—No todos son malos, papá.

Alainn…—Alainn es un monstruo, como los

demás. Imperfectos, salvajes. Una bestiaque se revolverá más veces contra ti ycontra todos nosotros en cualquiermomento. Fiara, está en su naturaleza serimprevisible.

—¿Y qué nos hace a nosotros mejoresque ellos?

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—Pues que somos perfectos ennuestra naturaleza, fuimos creados conuna finalidad. Y cumplimos una misión.Ellos no tienen propósito para existir.Odian sin razón. Aman y olvidan con lamisma facilidad.

—Y, sin embargo, te quieres parecer aellos…

—¡Quiero su exterminio! Ya no losnecesitamos; ni nosotros ni el resto delas especies de la Tierra. El mundo seráun lugar mejor cuando hayan caídotodos. Al fin y al cabo, es lo que queríandesde el principio. ¡Para eso nos

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crearon! Nosotros solo estamosterminando el trabajo.

—Papá, por favor, tienes quecreerme: ¡Alainn es diferente!

—Olvídate de él ya, Fiara. Hay unescuadrón camino del castillo y prontoserá absurdo que sigas guardandocualquier memoria de ese humano.

—¿Qué…? ¡Papá, no! —Escuchascómo Fiara trata de liberarse,aparentemente sin lograrlo.

—No debería haber dejado quepasaras tanto tiempo con él…, peroquería comprobar hasta dónde llegarías.

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Cuando despiertes, no recordarás nadade él, hija. Ni siquiera esa imitación dedolor que crees sentir. Lleváosla.

—¡Al menos déjame despedirme deél! Sé que me está escuchando.Concédeme al menos eso.

El androide tarda en responder, peroal final acepta. Escuchas cómo laliberan y ella lo agradece en voz baja.Se acerca al colgante y de pronto la luzilumina la pantalla cuando abre la bolsade tela. Fiara aparece delante de ti conuna sonrisa cansada.

—Alainn, si estás ahí… —dice,

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poniéndose en cuclillas—. Si estás ahí yno volvemos a vernos, perdóname.Aunque te olvide, sé que lo que sientoahora mismo es tan real que no meimporta que sea una ilusión. Y si a estose le llama querer, puedo decir que te hequerido.

—Ya está, Fiara… —le insta supadre.

—Sí, ya está —contesta ella, y derepente, del saco en el que habíaguardado el material de los armarios yque se encuentra a sus pies, saca tuhacha.

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Sin darles tiempo a reaccionar, laenarbola y se lanza primero a por losdos soldados de su padre, que no tienenoportunidad de evitar el golpe cuando elfilo golpea la cabeza del primero y elcuello del segundo.

En lugar de sangre, los chispazos delos cortocircuitos y los cablesarrancados de cuajo inundan lahabitación. En la cama, das un respingodel susto y el muslo te recuerda tuconvalecencia con un mordisco.

—¡Fiara! —Esta vez el grito delpadre de la muchacha no es de enfado,

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sino de puro terror mientras ella seacerca a él con el arma en alto—. ¡¿Quéhas hecho?!

—No, papá, ¿qué me has hecho tú amí?

El androide se lleva la mano a la sien,pero antes de que el dedo llegue a tocarsu cabeza, Fiara le arranca el brazo decuajo con el hacha y después lo rematacon un grito lleno de dolor.

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Cuando el robot cae al suelo, tan

inerte como los otros dos, suelta el armay, con lágrimas en los ojos, recoge elcolgante del suelo y la bolsa.

—Iba a llamar a otros… —se excusa,entre suspiros—. No quería, pero…

Mientras habla, saca un diminutocofre del saco y de su interior extrae unpétalo de rosa. A continuación, quita elanillo de la cadena y mete el pétalo en lapequeña cápsula antes de girarlo tresveces. La pantalla se oscurece de golpeen ese instante y, cuando vuelve a

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encenderse, lo que estás viendo es elsalón del castillo.

—¡Alainn! —Su voz te parece queprocede de un sueño, por encima de losgolpes que amenazan con echar elcastillo abajo.

—¡Es… estoy aquí! —consiguesdecir, con voz ronca, mientras laescuchas subir a toda prisa lasescaleras.

Cuando abre la puerta, sientes laimperiosa necesidad de pedirledisculpas porque todo lo que haocurrido es culpa tuya, pero ella no te da

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oportunidad. Antes de que llegues apronunciar una palabra, se acerca a ti yte besa en los labios.

—Debemos darnos prisa —dice—.Están aquí.

A continuación, regresa a la puerta yla atranca con varios muebles para quenadie pueda entrar. Luego aparta losrestos de tu arrebato de ira y comienza asacar lo que ha robado de la ciudad paracolocarlo ordenadamente en el suelo. Defondo, se escuchan los golpes cada vezmás apremiantes de los robots.

—¿Qué es? —preguntas,

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incorporándote con esfuerzo.—Confía en mí. Volverás a caminar y

escaparás de aquí —dice, sin dejar deorganizarlo todo y activar lo queparecen herramientas tan sofisticadascomo flores de hierro y cristal.

—¿Qué vas a hacerme? —preguntas,asustado.

El siguiente golpe os advierte que yahan entrado en el castillo.

—No hay tiempo, Alainn. Confías enmí, ¿verdad?

Asientes, y ella se arrodilla frente almuñón de tu pierna.

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—Muerde esto —te pide,entregándote un trozo de sábana quearranca de un tirón. Lo haces una bola yte lo metes en la boca. Al segundosiguiente, la tela ahoga el grito mássalvaje que has proferido nunca.

No quieres mirar, pero la curiosidades incluso mayor que el sufrimiento y lohaces. Enseguida entiendes lo que estáhaciendo. Es una pata de palo como lade los piratas que salen en los libros querecuerdas que te leía Padre, pero estapierna artificial es diferente; es másreal, y no se sujeta solo con un par de

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cintas: hay algo que te está atravesandola piel del muñón y que se estáarrastrando por tu interior, a través delos nervios del muslo, de la cintura, dela espalda…

—¡Basta! —gritas, cuando el dolor dela cabeza se vuelve insufrible.

—Ya queda poco, Alainn…—¡Abrid la puerta! —se oye entonces

desde el pasillo, y los golpes regresan.Y enseguida la puerta comienza adesquebrajarse.

Pero, de pronto, justo cuando losprimeros agujeros en la pared te

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permiten ver a los humanoidesmetalizados que vienen a por vosotros,el dolor se esfuma de manera milagrosa.

—Ya está —anuncia Fiara, mientrasse quita el anillo del dedo, abre lacápsula con el pétalo y lo tira al suelo.

Tú comienzas a hacer pruebas con lapierna, y no puedes comprender cómoestá sucediendo, pero los hierrosobedecen las órdenes de tu cerebro y sedoblan y se estiran como si estuvierahecha de carne y hueso. Sin ruido, sindificultad.

Un arma surge del agujero que acaban

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de abrir y el disparo reverbera por todala habitación. En un intento desesperado,te tiras sobre Fiara y los dos rodáis porel suelo hasta la esquina opuesta.

—No hay salida —le dices, y ahoramás que nunca maldices a tu padre porhaber enrejado todas las ventanas.

—Para ti sí.Fiara mete una hoja verde en el

anillo, donde antes estaba el pétalo y telo entrega.

—Póntelo. Dale tres vueltas y tellevará al bosque, lejos de aquí. Cuando

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salgas, dirígete al oeste. Hay unasentamiento humano que…

—¿Y tú?¡PUM!—El anillo solo tiene poder para

llevarnos a uno de los dos. No pierdasmás tiempo —te suplica con lágrimas enlos ojos—. Me quedaré con el espejo;trataré de encontrarte.

—No pienso irme sin ti, Fiara. Tequiero.

Adviertes que las dos últimaspalabras le atraviesan el alma, si es quetiene.

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—¿A pesar… de ser como soy?—Debido a cómo eres —contestas, y

vuelves a besarla con premura,acariciándole el rostro frío con ambasmanos.

—¡Están ahí dentro! —escuchasgritar.

Ella coloca las suyas sobre las tuyas yresponde al beso con más intensidad.

—Si hay una vida más allá de esta…—No digas eso…—Si la hay —repite—, espero ser

merecedora de ella y que nosencontremos de nuevo. No me olvides…

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Para cuando te das cuenta de lo queestá haciendo, ya es tarde.

—¡Fiara, no!Ella le da una tercera vuelta al anillo

en tu dedo y de pronto te encuentrasabrazando el frío y el viento en elbosque.

No sabes dónde estás, sólo que teencuentras solo. Por fin has cumplido tudeseo de saber y de conocer qué habíamás allá del jardín, pero eso no teimpide gritar el nombre de Fiara. Lo haslogrado, sí, pero a cambio de dejar al

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otro lado del muro lo único que hasquerido de verdad alguna vez.

Gritas su nombre y después rodeascon los dedos de la otra mano el anilloque te ha librado de la muerte. «Trataréde encontrarte», te ha dicho. Y mientrastengas el anillo, podrá saber dóndeestás, podrá volver a ti…, si lograabandonar el castillo con vida.

Son tales tu sufrimiento y tu inquietudque ni sientes el frío del invierno. Porsuerte, el sol calienta la mañana más quelos días anteriores y, a pesar de laescasa ropa que llevas, puedes soportar

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la baja temperatura. La piernaortopédica se hunde en la nieve concada paso, pero sientes que funciona.Debes dirigirte al oeste, es lo que te hadicho. Y eso haces.

Y mientras andas, te preguntas cómoes posible que Fiara, a pesar de no tenerun corazón, de no ser como tú, de habernacido como una máquina, haya sidocapaz de sacrificarse por ti, de quererte.Y cómo a ti te ha sucedido lo mismo.

¿No es el querer algo propio del serhumano?

Y entonces comprendes que en

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realidad no importa. Que, al final, elquerer no tiene que ver tanto con el quequiere, sino con lo que hace sentir en elque es querido. Y Fiara ha logrado quete creas invencible, único, especial. Y teha devuelto la valentía para enfrentarteal nuevo mundo que se abre ante tusojos.

Por eso no dejas de caminar ni deluchar contra el hambre, la sed y el frío.Por eso no te detienes ni siquiera cuandoves imposible dar un paso más. Y poreso, cuando dos días después, ves en la

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distancia un asentamiento de chozas,besas el anillo y se lo agradeces a Fiara.

Sin embargo, aún está muy lejos yoptas por descansar en una cuevacercana y alcanzarlo al día siguiente. Encuanto te encuentras a resguardo de lasinclemencias del tiempo, el sueño seapodera de ti. Te acurrucas en lo másprofundo del agujero con la piernahumana y la implantada entre tus brazos.Y es entre la vigilia y el sueño, cuandono sabes qué es real y qué no, cuandodistingues un resplandor rojizo en elblanco helador. Y al principio crees que

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te has tumbado sobre un lecho de floreso que alguien ha encendido una hoguera.

—Alainn, he vuelto…

El cansancio se disipa de golpe al

escuchar su voz y la esperanza tearranca del letargo. Entoncescomprendes que las llamas no

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acarician… y que, más allá del jardín,las rosas se marchitan en invierno.

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Edición en formato digital: marzo de2017 ©elrobe Laura Gallego, Benito Taibo,Javier Ruescas© 2017, Penguin Random House GrupoEditorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021Barcelona© 2017, Mar Blanco, por lasilustraciones de interior y cubierta Penguin Random House Grupo Editorial apoyala protección del copyright. El copyright

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estimula la creatividad, defiende la diversidaden el ámbito de las ideas y el conocimiento,promueve la libre expresión y favorece unacultura viva. Gracias por comprar una ediciónautorizada de este libro y por respetar las leyesdel copyright al no reproducir ni distribuirninguna parte de esta obra por ningún medio sinpermiso. Al hacerlo está respaldando a losautores y permitiendo que PRHGE continúepublicando libros para todos los lectores.Diríjase a CEDRO (Centro Español deDerechos Reprográficos, http://www.cedro.org) sinecesita reproducir algún fragmento de estaobra. ISBN: 978-84-9043-815-2

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Índice

Por una rosa

«El zorro y la bestia» de Laura

Gallego

«Anabella y la bestia» de Benito

Taibo

«Al cruzar el jardín» de Javier

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Ruescas

Créditos